Hierro y madera
por
Mercedes R. Casado
Entró en mi cuarto de siglo, que debía ser de madera. Pronto iba a tener el suyo propio, pero prefirió no esperar. No tenía paredes, pero nos acomodamos sin importarnos nada, porque con estar juntos hasta el fin del mundo bastaba. Primero llegó con sigilo, al poco tiempo, decidido y en el se quedó sin que apenas yo se lo pidiera.
Me pregunto si ya entonces le
atraía esa materia noble: en cualquier caso, no lo he descubierto hasta hoy,
cuando dos trenes se cruzaron y durante dos horas permanecieron parados cerca
de la estación de Atocha. El andén no lo conocían. Arribaron a él tras cortos
recorridos. No era muy acogedor, no había madera. Pero si dos palillos, que
tocamos, de un lejano país oriental. Hacía allí volé por primera vez, allí ya
le echaba de menos. A la vuelta: un rala muestra de madera y toneladas de
hierro.
Catorce días después del
instante en que los trenes se encontrasen volví a ver nuestra casa de madera
del camino de hierro. No sabía si iba a estar allí, pero estaba.
No podía ser otra.
Él todavía no se había
trasladado definitivamente y ya nunca podrá hacerlo. En ella continuará
mientras exista.
Me quedé delante, de la única
manera posible, contemplándola larga y minuciosamente. Y a la memoria me vinieron
unas dulces palabras: “¿Te acuerdas? la que hice contigo”. Las mismas que sus
labios habían pronunciado hacía catorce días cuando en vano intentamos
traspasar la puerta. ¿Cómo me iba a olvidar?.
Puede que estuviéramos
olvidando algo antes de hallarla, pero después... desde el momento en que
apareció delante de nuestros ojos, casualmente, hace tres años, en un camino de
hierro, en el camino de Olmedo, imposible. Desde que la plasmó en una película
fotográfica. Muchos han paseado sus ojos por ella, sin embargo, nadie ha osado
escuadriñar sus rincones. Se quedaron en la imagen, el resto nos pertenece,
aunque durante un tiempo hubiera desparecido de nuestras vidas.
Por eso hoy la sorpresa se ha
apoderado de mi y un extraño sobresalto invade mi cuerpo. Para él también
supuso una sorpresa, no creía que fuera a estar allí. Más tarde me confesó que
esperaba haber encontrado otra en su lugar.
Aquel camino de hierro y
madera nos salió al paso, como la sombra que Cervantes hizo aparecer ante don
Alonso Manrique, enamorado y correspondido por doña Inés. El Caballero de
Olmedo. Amor y aciagos celos. Sólo amor.
Él me descubrió los días, me
enseñó las horas, los segundos y me desbordó de sensaciones que no quería
estudiar. Con él también aprendí a mirar los trenes y sus estaciones, que
comprendía salvo en los intervalos que llegaban para separarnos; porque cuando
partía y se alejaba con él en sus entrañas, más de cuatrocientos
kilómetros de ofuscación recorrían mi
mente en un instante. Y regresaba a la casa, pero no a la nuestra, echándole ya
de menos.
He de reconocer que me
enfurecía con aquella máquina que nos arrebataba el tiempo; en cambio, con la
misma intensidad le expresaba mi infinita gratitud cuando le arrojaba en mis
brazos.
No sólo fueron idas y venidas,
también existieron paradas, largas estancias de dicha viendo pasar los trenes.
Horas tranquilas de placer en una estación cualquiera. Allí acudíamos en alguna
ocasión, y sin poder evitar su influjo llegábamos hasta ella. Si llevaba el
equipo se dedicaba a todo lo que representara caminos de hierro y a mí.
Entonces yo le miraba embelesada y no me cansaba de amarle. Si no lo llevaba,
igual disfrutábamos detenidos en cualquier punto. Observábamos y vivíamos era
sentir la plenitud.
Sé que me reveló algunos
secretos de su ferrocarril, del itinerario que deseaba seguir, pero no el
misterio de su tren, que guardaba con celo. Únicamente dejaba vislumbrar
interrogantes que entre recovecos se escapaban. Cuando intentaba entrar en
alguno de sus compartimentos sellados y atisbaba mi acercamiento al ir
deshaciéndose el lacre, inmediatamente eludía cualquier posibilidad de
apertura. Decía que le gustaba cambiar constantemente y no parar, y si se veía
obligado por algún imprevisto, él mismo lo había condicionado con anterioridad.
Siempre hierro y madera
marcándonos.
Ahora me rebelo contra el
desayuno que no tomamos, contra el tiempo que debimos haber cuidado, y es
entonces, cuando la rabia me asalta, cuando me acuerdo de nuestra casa de
madera del camino de hierro. Y me sosiego, ella desde la lejanía nos cuido, nos
mantuvo unidos. Silenciosa y solicita oteaba nuestro deambular sin alterarse
jamás. Fiel a nuestra locura no se ha transformado como sucedía en La espuma
de los días, tal vez porque los días que compartimos no fueron espuma, o al
menos no solamente eso. Boris Vian lo sabe.
Puede que algo asombrada,
perpleja, se preguntase que ocurría. Nada más. Ha sobrevivido al paso de
nuestros enigmáticos trenes, que unas veces no coincidían, otras cruzaban sin
detenerse, otras frenaban continuando con incertidumbre sus respectivos
recorridos, o simplemente aparecían para retomar la ruta interrumpida.
Creo que nunca he tenido clara
la imagen de cada una de estas secuencias. Es como un viaje en tren. Veo el
paisaje a través de la ventanilla a tanta velocidad, que no lo distingo con
nitidez. Y al final del trayecto que no me pregunten. La sensación de
intensidad es indescriptible.
Que no me preguntaran porque
muy poco era capaz de decir. Íbamos en el mismo tren y cuando me apeaba en
alguna de las muchas pausas que hicimos, desconocía si continuaría solo hasta
cercanías o emprendería un viaje de largo recorrido.
Todo ha servido para que
nuestro ferro-carril haya proseguido circulando en perfecto estado, sin
afectarle el orín. Después de un largo recorrido de casi un año, el camino de
hierro nos ha devuelto a nuestra casa de madera.
El camino ha sido duro, como
el hierro. Pero sin él no hubiéramos llegado hasta aquí.
“¿Te acuerdas? la que hice
contigo”. Ya no.
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Mercedes R. Casado
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