Palabras en el suelo
por
Escrito en 1993.
En agosto de 1994, EL PAÍS publica “El caso del escritor
desleído”,
un relato de Juan Marsé. Gracias.
De un salto saltó a lo que creía que era el suelo. Esta vez no lo encontró como siempre ocurría, como cada mañana que descendía de lo inconsciente a lo consciente. La cama seguía ahí, en el mismo lugar, al igual que todos los demás enseres, suspendidos como por arte de magia. El suelo no estaba. Y si el soporte sobre el que apoyaban había desaparecido... “¿cómo diablos se sostenían?”. Incluso él se encontraba pisando el vacío. “Esto era demasiado ¿cómo iba a estar de pie en la nada?”. Más tarde lo averiguaría... si es que podía, ahora no tenía tiempo.
Se aseó lo más rápido que pudo y salió disparado hacia el coche. No tardo mucho en encontrarlo, ni le dio más importancia a tan insignificante detalle. Después, mientras se impacientaba en un atasco, se sorprendió de la prontitud del hallazgo, hecho que diariamente le llevaba su tiempo yendo de un lado para otro. Hoy, sin embargo, había ido directo al lugar en el que lo había dejado aparcado anoche. Decidió no pensarlo más.
Cuando llegó, Emilia le saludó con su acostumbrada sonrisa, comunicándole que todavía no había llegado nadie. A punto estuvo de soltar algún exabrupto de no ser por la repentina mirada que lanzó al reloj de la pared. Logró disimular lo mejor que pudo su estupefacción y se dirigió a su despacho. No se atrevía a comprobar la hora que marcaba su reloj de pulsera y hasta que no se hubo instalado cómodamente en su sillón no se sintió con fuerzas para hacerlo. Con el mismo asombro confirmó que ambos relojes tenían idéntica hora, pero en eso no radicaba su extrañeza. Lo inconcebible es que sólo hubiera tardado cinco minutos en realizar un trayecto que normalmente le llevaba cuarenta y cinco minutos, además recordaba el cuarto de hora que se había demorado a causa del atasco. No era lógico.
A la media hora comenzaron a llegar sus compañeros. Permanecieron reunidos cerca de una hora para planificar la jornada laboral. Al término de la misma, se disponía a salir a desayunar, cuando una mirada instintiva al reloj, le hizo desistir de la idea. Había llegado hacía cinco minutos. Era evidente que algo estaba sucediendo, para ser más exactos algo le estaba sucediendo a él.
Cuando quiso darse cuenta se encontraba cruzando una calle cualquiera, no sabía cuál era ni le interesaba lo más mínimo. Estaba concentrado en sus pensamientos. En ese momento un coche que se deslizaba a toda velocidad por la húmeda calzada le salpicó. El mal humor que en principio le invadió, dejó paso rápidamente a una incomprensible sensación cuando no vio lo que debía haber visto. Sus pies habían desaparecido. Se preguntaba cuanto tiempo llevaría sin ellos.
Continuó caminando, flotando, hasta reconocer que se hallaba frente a su casa. Su estupor iba disminuyendo a medida que la sucesión de “extrañas situaciones” aumentaba. Sería cuestión de acostumbrarse, pero no terminaba de asumirlo. El primer hecho que le delató fue al descalzarse como siempre, al llegar a su habitación. Un nuevo sobresalto: sus pies volvían a estar en su lugar. Por su mente sólo cruzaba un pensamiento: “me estaré volviendo loco”. Que él supiera en sus antecedentes familiares no se conocía ningún caso de locura. “¿Serían visiones o alucinaciones causadas por alguna enfermedad?. Imposible”. Hacía dos días que había recibido el resultado de su chequeo semestral: sano como una manzana. Tal vez hubiera cogido una insolación, Madrid en pleno agosto no era ninguna tontería. Recapacitó. Lo que pasaba por su cabeza sí que era una insensatez.
Casi había olvidado ya la ausencia del suelo de su habitación, cuando observó anonadado como el zapato derecho que había lanzado al aire, al caer, desaparecía en una abismo incoloro. Maquinalmente, marcos se arrodilló sobre la nada con la intención de descubrir algo. A punto estaba de desistir de su empeño, cuando atisbó una especie de mensaje garabateado en no sabía qué ni cómo. El mensaje decía: “estás vacío” y dos palabras a modo de firma: “el suelo”.
Marcos intentó saber si podía penetrar en aquella nada, por lo que con gesto resuelto avanzó la mano con el fin de introducirla en ella. Aparentemente nada podía detenerle, sin embargo, una especie de lámina invisible obstaculizaba sus infructuosos intentos. Abandonó.
Se introdujo entre las sábanas con el fin de encontrar “un sueño reparador”, antes alcanzó una manta del maletero. A principios de septiembre ya empezaba a refrescar y su habitación que siempre le había parecido tan acogedora, esa noche no se explicaba muy bien por qué, la notaba más gélida que de costumbre. No iba a permitir que algo tan banal le distrajera de su descanso. Lo que le sucedía no era tan grave, después de todo, lo único que le había llegado a preocupar era la falta de sus pies y los había recuperado... ya hasta dudaba de que hubiera sucedido realmente; los pies no desaparecen así como así y vuelven a aparecer de la misma forma. No se iba a dejar influir por tales ¿hechos?.
El sonido del despertador le hizo dar un respingo, lo paró y continuo en su agradable reducto. En ese estado intermedio, a medio despertar, se encontraba a sus anchas, sentía la vida al tiempo que no tenía plena conciencia de ella. Para Marcos, el permitirse continuar en la cama los fines de semana, después de apagar el despertador, constituía uno de los pequeños deleites que aún conservaba. Se levantó. No se acordaba de ningún acontecer de los acaecidos el día anterior. No los recordó hasta que echó de menos el zapato derecho desaparecido en la nada. Todo seguía igual.
Salió con el firme propósito de no ver a nadie, tampoco a Gloria. Tenía demasiadas cosas en la cabeza como para poder concentrarse en una conversación coherente, y sobre todo tenía que estar en constante estado de vigilia por lo que pudiera suceder. Prefería estar solo. Cerró de un portazo.
Al bajar el primer peldaño de la escalera fue presa de la angustia. Sus pies le habían vuelto a abandonar. Marcos pensaba que mientras la situación se mantuviera estable -es decir, que sólo le faltaran los pies- no había por qué alarmarse y más si luego los recuperaba como ya había ocurrido.
Sin haber planeado ningún itinerario, al pasar junto al parque se adentró en él. Caminó sin sus extremidades inferiores a lo largo de un estrecho sendero hasta desembocar en una pequeña explanada destinada a los más pequeños, en donde se hallaban diversos juegos infantiles.
Marcos se acercó a una especie de balancín sobre el que un chiquillo de unos seis años se esforzaba en elevarse. Mientras le observaba, meditaba en las veces que los hombres se esfuerzan inútilmente en conseguir algo, sin saber que para ello necesitan la ayuda de al menos otra persona. Pocas cosas le sublevaban y la autosuficiencia hipócrita era una de ellas.
En ese momento otro chiquillo intentó subirse, quedándose en el intento. El de seis años pesaba más que el nuevo candidato, por lo que este último no lograba bajar a su altura el otro extremo del balancín. Viendo la tenaz lucha que ambos mantenían contra el “monstruo de las dos cabezas”, subió al más ligero, sin embargo, el “peso pesado” tenía ventaja sobre el “peso pluma”, por lo que continuaban sin moverse. El que estaba con los pies en la tierra se debió hartar del estático vuelo de su contrario al mismo tiempo que de su inercia y abandonó su lugar, con lo que el “pluma” se vino abajo con el consiguiente estruendo. Marcos que estaba tras él, adivinó lo que hubiera sucedido de haber tenido pies. No había sentido nada. Insólito. Había oído decir que quien sufre la amputación de algún miembro, después siente picores y síntomas por el estilo.
¿Sería verdad que estaba vacío, tal y como amenazaba aquella inquietante nota “garabateada y firmada por el suelo”?.
Empezaba a comprender lo sucedido con el reloj, para él, el tiempo no transcurría. Él: Marcos, se movía en la nada, en el vacío. No existían horas, minutos, ni segundos. Aún no había terminado de reponerse del descubrimiento cuando le trastornó otro: también habían desaparecido sus piernas. Desconcertado, regresó a casa. Tenía que plantearse seriamente la situación. Los hechos requerían un análisis pormenorizado.
En su habitación todo seguía igual y... sus pies y piernas volvían a recobrar apariencia física. Llego a otra conclusión: él único lugar en el que podía permanecer sin que desapareciese algún miembro de su cuerpo era su habitación, esa era la explicación de que el tiempo transcurriera normalmente allí. Eso significaba que en cuanto saliera iba a seguir “perdiéndose”, con el agravamen de la inconsciencia del tiempo. Llegaría un momento en el que no podría poner un pie en la calle. “Ni un pie ni nada”, se dijo irónicamente. Durante unos instantes quedó pensativo y sorprendido. Todavía conservaba ciertos retazos de humor. Negro, pero humor.
Era una locura, sus reflexiones le decían que estaba “condenado” a permanecer en su cuarto, era su reo.
El domingo Marcos no se reservó ese pequeño placer de continuar en la cama. Quería confirmar si “el verdugo invisible perseveraba en su idea de segar su vida trozo a trozo”, y la única forma de comprobarlo era en la calle, a la vista de todos y de nadie, puesto que nadie parecía percatarse de nada. Creyó haber hecho otro hallazgo: “¿cómo iban a apreciar algo si no había nada?”. El no existía.
Salió y se dirigió al kiosco más cercano a comprar el periódico. Fue suficiente, de vuelta a casa volvió a experimentar lo conocido, con una diferencia: cada vez era más intenso el miedo. Pánico. De su cuerpo le pertenecía de cintura para arriba, del resto no conocía a su dueño. En su cuarto renació. También fue el primer día de su reclusión.
Al día siguiente se despertó decidido a no acudir al trabajo. Le diría a Armando que adelantaba sus vacaciones por cualquier imprevisto. Tan ensimismado estaba en sus cavilaciones que no se había dado cuenta de que estaba pisando sobre el soporte sólido tan conocido de su habitación: el suelo.
Tenía los pies apoyados en el suelo real. Lo advirtió al ponerse un zapato y, al buscar el otro, encontró lo que buscaba y algo más: “Todo ha sido un mal sueño”, el mensaje o lo que fuera aquello lo suscribía, de nuevo, “el suelo”.
Marcos experimento, pese a la incongruencia de la situación, el alivio que se siente al salir de una terrible pesadilla. El inconsciente le había jugado tan mala pasada que creyó haberla vivido realmente. “Afortunadamente solo ha sido eso: un sueño. Un mal sueño”.
Todo volvía a estar en su sitio, pero “¿quién había escrito aquellas palabras?”. La duda le asaltó. Por segunda vez miró en el lugar en el que las había encontrado. No había nada. No era extraño que hubiera creído ver cosas que no existían; después de despertar -ya se sabe- no se distingue con nitidez entre ficción y realidad. Esa era la explicación.
Marcos se dirigió a su trabajo como todos los días.
Cuando llegó, Emilia le saludó con su acostumbrada sonrisa, comunicándole que todavía no había llegado nadie. A punto estuvo de soltar algún exabrupto de no ser por la repentina mirada que lanzó al reloj de la pared.
© Mercedes R. Casado
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