La mirada transparente
por
- Pero ¿por qué escribes?
- No soy de los que piensan con
la pluma en la mano; menos aún de los que se sientan delante del tintero, fijan
la vista en el papel y se abandonan a sus pasiones. Me molesta y me avergüenza
todo lo que supone escribir: escribir es para mí una necesidad –me repugna
hablar de ello hasta metafóricamente.
- Pero, entonces, ¿por qué
escribes?
- Bueno, amigo mío, voy a
confesarte algo: hasta ahora no he encontrado otro medio de “desembarazarme” de
mis pensamientos.
- ¿Y por qué quieres
desembarazarte de ellos?
- ¿Qué por qué lo quiero? ¿Es
que yo lo quiero? ¡Es que lo necesito¡
Friedrich Wilhelm Nietzsche
Llovía.
Comenzó con una leve cortina de agua, resquebrajadiza, fina,
repleta de diminutas gotas que descendían con suavidad. Se deshacían en la
nada, eran una multitud las que seguían cayendo.
Caminaba,
sus huellas se borraban con un chapoteo silencioso. Se dejaba empapar por esa
compañera acogedora, envolvente. La conocía muy bien, gozaba con su compañía,
siempre la esperaba, rozaba la añoranza. Ahora sólo pensaba en ella. “Me siento
feliz”, decía para sí. Era algo que siempre le sucedía.
A aquel joven de mirada triste le invadía una locura especial,
le entraban deseos de saltar, correr, mojarse, e inevitablemente una sincera
sonrisa afloraba a sus labios. Conocía este influjo de la lluvia, la
transformación que se operaba en él. Reconocía la atracción que experimentaba
ante esta inquieta dama. No se conformaba con verla deambular tras un cristal,
la necesidad era contactar con ella, pasear bajo sus tibios besos, susurrarle
todos sus pensamientos.
Cuando ella se alejaba insegura aletargando el adiós, él se
mostraba ligero, con vitalidad para continuar. Descubría soluciones impensables,
momentáneas. Se lo debía a ella.
Mientras pensaba en la estrecha relación que había nacido
entre ellos notó como se dejaba deslizar sobre sus pies. Le guiaban, oía los
latidos de las dos extremidades vivientes, no los dominaba. Era absurdo. Los pies,
la vida, el destino, él. No entendía nada. “¿Por qué asocio estas palabras?”.
Nada tenía respuesta.
En cualquier lugar se sentía extraño, observado. Era uno de
esos jóvenes extraviados en las grandes ciudades, atrapado con infinitas
cadenas que lo atenazaban.
Pertenecía a algún año de ninguna época o tiempo. Se
consideraba –y no lo era- uno más de los que pululan en la laberíntica urbe.
Pasan desapercibidos. No son nadie, son cualquiera. Errantes, meditabundos,
lunáticos de aspecto soñador, sonrisa franca, ojos limpios y habladores. Es un
mundo transparente, frágil. Es Rafa, quizá cualquier otro. Le encontré en la
estación, con su guitarra, acababa de llegar.
Había logrado sobrevivir, se forjó un fiel defensor contra lo
hostil en sus ideales, estaba modelado para luchar y ante la vida se enfrentaba
con una máscara de sangre y lodo. El cansancio de su cuerpo le hacía temblar,
sus rodillas flaqueaban. Con frecuencia recorría miles de kilómetros
inconscientes, esféricos, mentales. Regresaba fatigado, la dama estaba allí,
cerraba todas sus heridas sangrientas con un fresco ungüento misterioso. Ante
ella su máscara no servía, se la arrebataba suave, lentamente, sin dolor. Sabía
que él lo deseaba así, no se rebelaba, era inútil, no atendía a razones.
Otra vez le estaba sucediendo. Se reconocía, había permanecido
demasiado tiempo perdido, lejos de sí mismo.
No comprendía porque todas estas brumas atravesaban su
cerebro. “¿Podría explicarlo a alguien?”, No, no había nadie. No se hubiera
atrevido. Eran fugaces ideas que volvían
una y otra vez, constituían un vacío. Se encontraba girando dentro de
una nebulosa. Intermitentes destellos le cercaban, le rodeaban incansables, su
existencia se estaba tambaleando. Había sido condenado a seguir viviendo, no
veía solución posible. Sí, estaba ahí, pero...continuaría esperando.
Sus pasos se detuvieron sobre un pequeño arco de luna, apenas
podía verla entre las moles de cemento. La escondían astutamente con sus
majestuosas siluetas, estaba acostumbrado, no suponían ningún obstáculo, había
aprendido a soñar. La imaginaba con
verdaderas ansias de comunicación.
Recordaba la imagen del viejecito en aquella blancura lejana.
Era su abuelo quien le había enseñado a volar desde la Tierra, contándole
historias maravillosas en las tranquilas noches de verano. Los dos solos,
olvidados, bajo esa pálida claridad. Notó su compañía. Acorralado por el
recuerdo clavó los ojos en la noche. Le veía con nitidez, el viejecito todavía
permanecía allí, cargaba un haz de leña
en su encorvada espalda, incluso distinguía uno por uno los troncos de madera,
ligeros, vaporosos.
Transformar el mundo, escalar hasta la bóveda intocable,
etérea, asirse a las estrellas. Sueños, deseos vanos.
Decidió bajar, sus ropas estaban pegadas al cuerpo, un hilo de
agua resbalaba por sus mejillas. Eran lágrimas juguetonas, querían estar con
él, se dejaban caer melancólicas. La línea discontinua de la lluvia se unía al
encontrar una superficie sensible. Trataba de disipar la duda. Desistió.
Elevó la mano hacia el rostro, percibió la humedad profunda.
Le aguaba la sangre, presentía sus sueños, la nada, el abandono del destino
aprovechó la víctima que se le ofrecía.
Dio un paso, quiso coger un rayo acuoso de luna estrellado en
el mundo. Tropezó. Sus pies desfallecieron, el cuerpo desplomado yacía inerte,
sus dedos rozaban el rayo.
La dama y el pequeño arco se habían apoderado de él. Quedó
confundido en el cristal del lago. Una montaña invisible le iba cubriendo. Su
cuerpo había desaparecido. Se lo habían arrebatado.
Un joven quedó grabado en la superficie profunda de la ciudad.
Sólo un testigo. Había firmado con su vida.
Se fue. La mirada transparente regresa.
Llueve y la busco.
La reconozco, está a mi lado.
Grita.
“Soy feliz”.
©
Mercedes R. Casado
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