El Eros me parece, decía Constantino Cocco en los
años 70, el medio de
comunicación y de expresión más profundo a
disposición de todo ser humano.
Ahora, siguiendo este pensamiento, pocos modos de
expresión han sido objeto de
tanta degradación como el erótico, a lo largo de
la historia. Una y otra vez
exige ser revalorado, devuelto a su auténtica
condición, y esto es, como bien
afirma Cocco, a través de un rescate de su
ubicación "tradicional" en lo
privado para situarlo en la esfera de lo público.
Con ello se quiere decir que
lo erótico debe ser visto como un derecho de toda
persona y no como, concluye
Cocco, mercancía disciplinada por un rígida
escala de valores de intereses
patrimoniales.
Pero el problema es arduo y presenta una
ambigüedad central: bajo el rótulo de
la "liberación" muchas veces aparece una
comercialización, más o menos oculta,
que no hace sino confirmar aquello contra lo que
sostiene combatir. El
desarrollo de la sociedad de consumo aceleró el
proceso y "provocación" y
"transgresión" son objeto de comercio, de
manipulación comercial, y, se sabe,
con ello triunfa el concepto de "la naturaleza
humana como mercancía" y Eros
debe emprender la retirada. Un modo de conjuro
sobre una fuerza antigua y
profunda, es decir, como sostenía Pasolini, se
muestra enteramente a un hombre
y a una mujer por fuera pero se evita que se lean
sus almas.
Ahora, también en esto hay elección estética. El
propio Pasolini [3] habla de
ello en un escrito de hace décadas: Tomemos un
escena de laboratorio. Una
cámara, un hombre, una mujer. El director está
frente a la acostumbrada
elección: ¿qué incluir y qué excluir? Hace veinte
años (Pasolini se refiere a
los 50) el director habría incluido una serie de
actos apasionados y
notablemente sensuales, hasta terminar en un
largo beso. Hace diez años (ahora
habla de los 60) el director habría "incluido"
mucho más: después del primer
beso habría llegado el momento en que las
piernas, y casi completamente, los
senos de la mujer, fuesen descubiertos, añadiendo
un segundo beso claramente
precedente del coito. Hoy (habla de los 70) el
director puede "incluir" mucho
más: puede incluir el mismo coito (aunque
falseado por los actores) y desde
luego el desnudo completo.
Cada director, entonces, hizo una elección: ¿qué
mostrar y qué ocultar? Pero
la elección no es sino la ocupación del espacio
que el contexto social y
político le concedía. Pasolini, en este mismo
texto, habla de su decisión de
ir más allá de lo permitido y representar el sexo
en detalle. No le fue fácil,
al contrario, aumentar todavía más, esas son sus
palabras, las posibilidades
de lo representable. Es decir, llevar el fenómeno
fuera del "área de
permisibilidad" donde lo erótico queda confinado
- o, lo que es lo mismo,
inmovilizado, domesticado y consumido - para,
entre otras cosas, tratar de
recuperar una realidad física que el consumo
desrealizó. No habría llegado,
afirma Pasolini, al fondo de la representación de
la realidad corpórea si no
hubiera representado el momento corpóreo por
definición.
Desde entonces pasaron treinta años. El "área de
permisibilidad" se extendió
pero no con ello lo erótico se mueve libremente.
Por el contrario, el proceso
de desrealización del cuerpo continuó sin tregua
y sus efectos, ya percibidos
en días de Pasolini, nacidos de la duplicidad de
pretender ser sexualmente
libre y, al mismo tiempo, conformista, son la
neurosis, la insatisfacción y la
infelicidad. ¿Qué decir de nuestro país, de su
sociedad, que desde hace
décadas vive inmersa en la cultura del consumo y,
en los últimos años sobre
todo, no dispone con frecuencia de lo mínimo
admisible?
Me parece que la tarea del artista sigue siendo,
y creo hoy más que nunca, la
transformación en realidad del cuerpo, la
descomercialización de sus
relaciones, desesperado recurso antes de que el
último lugar donde todavía se
refugia el hombre acabe por ceder señorío a una
máscara, una patética sombra.
Norbert Guthier (1954) es un fotógrafo alemán y
su libro Kinky and Blissful*
se encamina en esa dirección. Por fortuna, no hay
en su obra la representación
de los cuerpos como lo hace la publicidad, por
ejemplo, que siempre me han
parecido figuras planas, sin volumen,
autosatisfechos, banales, que, luego de
espasmódicos bailes, dejan en el suelo
desperdicios, latas vacías, botellas
vacías, restos de comida. Por el contrario, los
cuerpos en Guthier adquieren a
los ojos del observador corporeidad, masa y peso,
no como producto de una
simulación del artista sino porque son frutos de
una decisión suya de
arrancarlos de la unidimensionalidad. Entre esos
cuerpos se establece una
intrincada, muy compleja red de relaciones: a
veces ambiguas, otras veces
basadas en juegos de opuestos (a los que me
referiré más adelante), enmarcadas
en exteriores o en interiores. Estas conexiones
entre los cuerpos se dan en
amplia variedad, ya que tienen lugar amparadas
por sedas hasta ser objeto de
la aspereza de sogas, maderas y piedras.
Algo que me llamó la atención es la recurrencia
de Guthier a los opuestos.
Desde el comienzo hasta el final del libro, en
numerosas ocasiones,
rubio-castaño, rugoso-suave, pétreo-blando,
delgado-obeso, inocente-perverso,
negro-blanco... en fotografías donde los cuerpos
se aproximan en visibles o
semiocultas dualidades, hombre-mujer,
mujer-mujer, mujer-reptil,
hombre-hombre. Todo esto en variados escenarios,
exteriores de bosques, ante
antiguos edificios, cerca de formaciones rocosas,
en espacios más o menos
desiertos, en interiores vacíos o de iglesias
abandonadas.
Otros establecen límites entre "erotismo" y
"pornografía". Este límite no es,
si vemos la historia del arte, el mismo, su
reubicación a lo largo de la
historia obedece a los entornos sociales. Es, en
otras palabras, una
convención a la que artistas como Guthier hace
caso omiso. Y le da lo mismo
representar escenas dignas de una historia del
Romanticismo (hombre atado a un
árbol- mujer que lo mira- mujer que lo abraza y
desata- hombre y mujer que
andan juntos de la mano) hasta imágenes oscuras y
ríspidas tomadas del arsenal
sadomasoquista (senos encadenados, atados con
sogas, penes envueltos en
gruesos hilos, hombres y mujeres que penden o
están crucificados).
En mis numerosas frecuentaciones al libro, fui
desentrañando, de a poco, los
elementos que lo componen. Y, también, de qué
modo esos elementos aparecen
aquí y allá, en diferentes espacios y momentos,
para conformar una poética. Me
parece que la poética de Guthier es lo que yo
llamaría "una geografía de la
carne y sus infinitos anhelos", un territorio que
no excluye lo oscuro y
secreto, polisémico, que no duda en ir más allá
de la especie para tocar otras
pieles, más frías, más duras y ásperas.
Incluso, Guthier, en varias ocasiones, va más
allá de su arte, invade zonas de
la plástica, torna los cuerpos en esculturas que
parecen hechas de ébano, de
resinas, de piedras blandas, emparenta sus
fotografías con la pintura, incluso
recurre a simular en ellas el entramado del
lienzo. En alguna fotografía,
funde el cuerpo femenino con una pared
descascarada, hace que la carne sea
indiferenciable del muro gastado por el tiempo.
A veces, preside el hieratismo, como en el arte
egipcio. Las figuras, de
frente o de perfil, se nos aparecen inmóviles,
detenidas en el tiempo. Algunas
tienen los ojos cerrados, como sumidas en un
profundo sueño. Algunas miran al
espectador. Algunas parecen sorprendidas por
alguna intrusión, la del que mira
o la de algún otro que apenas si puede
sospecharse, fuera de escena, y
responden con cierta vergüenza o con agresividad.
En otros momentos, lo que
predomina es el movimiento: las figuras corren y
casi salen del marco,
emprenden veloces carreras por un camino boscoso,
se alejan o se aproximan.
Hay una sucesión de fotografías que me parecen
ejemplares en cuanto a la
propuesta de Guthier. Arrancan en página 128 y
terminan en la 142. Primero,
una adolescente, desnuda, de perfil, en
cuclillas, tiene el pelo largo hasta
casi el suelo. Luego, casi fuera de foco, las
piernas de un hombre, su pene.
Seguido, dos hombres, uno de espaldas, el otro
visto de frente, exhibe su
sexo. Enseguida, el hombre que estaba de espaldas
aproxima sus labios al pene
del otro. De inmediato, es una mujer, de mirada
tan angelical como la primera,
aferra el sexo del hombre con ambas manos. Y en
la siguiente fotografía, está
por pasar su lengua por el pene. Y en la
siguiente, se lo introduce en la
boca, pero la toma no permite ver en detalle lo
que sucede. Hay entonces una
página en blanco y la siguiente hay otra mujer
que se nos aparece de frente,
ya sin ocultamientos ni zona oscuras, practicando
una fellatio. Más adelante,
casi fuera de foco, un hombre sosteniendo su sexo
- esto me trae a la memoria
cierta pintura de Schiele -. Y, finalmente, un
pene con densidad y textura de
madera, envuelto en sogas. El arte de Guthier, se
ve, no nos ofrece sosiego
porque se mueve en base a lo imprevisto, a lo
proteico. Todo es aparente, todo
está sujeto a cambios, lo que vemos no es lo que
es, lo que es no es lo que
vemos. ¿Qué es inocente y qué es perverso? ¿Qué
nos está permitido y qué nos
está prohibido? ¿Hay límite, frontera, código,
ley? -parece preguntarnos el
artista cada rato.
Como dije antes, en Norbert Guthier, los cuerpos
procuran ser reales. Son
fantasmas, apariciones, sombras, transparencias
que, besando, lamiendo,
penetrando y siendo penetrados, abrazando,
dejándose atar y desatar, pendiendo
de cables y sogas, tendidos en la hierba, en la
piedra y en la arena, procuran
adquirir entidad, medida, peso. Consistir,
existir. Ser materia, con peso y
masa, y de ese modo establecer un sitio, el
último, para el hombre.
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