Carlos Barbarito

      Sobre kinky and blissful * de Norbert Guthier  
(Kinky and Blissful. Edition Olms ag, Zurich, 2001. 160 páginas.)



      El Eros me parece, decía Constantino Cocco en los años 70, el medio de
      comunicación y de expresión más profundo a disposición de todo ser humano.
      Ahora, siguiendo este pensamiento, pocos modos de expresión han sido objeto de
      tanta degradación como el erótico, a lo largo de la historia. Una y otra vez
      exige ser revalorado, devuelto a su auténtica condición, y esto es, como bien
      afirma Cocco, a través de un rescate de su ubicación "tradicional" en lo
      privado para situarlo en la esfera de lo público. Con ello se quiere decir que
      lo erótico debe ser visto como un derecho de toda persona y no como, concluye
      Cocco, mercancía disciplinada por un rígida escala de valores de intereses
      patrimoniales.

      Pero el problema es arduo y presenta una ambigüedad central: bajo el rótulo de
      la "liberación" muchas veces aparece una comercialización, más o menos oculta,
      que no hace sino confirmar aquello contra lo que sostiene combatir. El
      desarrollo de la sociedad de consumo aceleró el proceso y "provocación" y
      "transgresión" son objeto de comercio, de manipulación comercial, y, se sabe,
      con ello triunfa el concepto de "la naturaleza humana como mercancía" y Eros
      debe emprender la retirada. Un modo de conjuro sobre una fuerza antigua y
      profunda, es decir, como sostenía Pasolini, se muestra enteramente a un hombre
      y a una mujer por fuera pero se evita que se lean sus almas.

      Ahora, también en esto hay elección estética. El propio Pasolini [3] habla de
      ello en un escrito de hace décadas: Tomemos un escena de laboratorio. Una
      cámara, un hombre, una mujer. El director está frente a la acostumbrada
      elección: ¿qué incluir y qué excluir? Hace veinte años (Pasolini se refiere a
      los 50) el director habría incluido una serie de actos apasionados y
      notablemente sensuales, hasta terminar en un largo beso. Hace diez años (ahora
      habla de los 60) el director habría "incluido" mucho más: después del primer
      beso habría llegado el momento en que las piernas, y casi completamente, los
      senos de la mujer, fuesen descubiertos, añadiendo un segundo beso claramente
      precedente del coito. Hoy (habla de los 70) el director puede "incluir" mucho
      más: puede incluir el mismo coito (aunque falseado por los actores) y desde
      luego el desnudo completo.

      Cada director, entonces, hizo una elección: ¿qué mostrar y qué ocultar? Pero
      la elección no es sino la ocupación del espacio que el contexto social y
      político le concedía. Pasolini, en este mismo texto, habla de su decisión de
      ir más allá de lo permitido y representar el sexo en detalle. No le fue fácil,
      al contrario, aumentar todavía más, esas son sus palabras, las posibilidades
      de lo representable. Es decir, llevar el fenómeno fuera del "área de
      permisibilidad" donde lo erótico queda confinado - o, lo que es lo mismo,
      inmovilizado, domesticado y consumido - para, entre otras cosas, tratar de
      recuperar una realidad física que el consumo desrealizó. No habría llegado,
      afirma Pasolini, al fondo de la representación de la realidad corpórea si no
      hubiera representado el momento corpóreo por definición.

      Desde entonces pasaron treinta años. El "área de permisibilidad" se extendió
      pero no con ello lo erótico se mueve libremente. Por el contrario, el proceso
      de desrealización del cuerpo continuó sin tregua y sus efectos, ya percibidos
      en días de Pasolini, nacidos de la duplicidad de pretender ser sexualmente
      libre y, al mismo tiempo, conformista, son la neurosis, la insatisfacción y la
      infelicidad. ¿Qué decir de nuestro país, de su sociedad, que desde hace
      décadas vive inmersa en la cultura del consumo y, en los últimos años sobre
      todo, no dispone con frecuencia de lo mínimo admisible?

      Me parece que la tarea del artista sigue siendo, y creo hoy más que nunca, la
      transformación en realidad del cuerpo, la descomercialización de sus
      relaciones, desesperado recurso antes de que el último lugar donde todavía se
      refugia el hombre acabe por ceder señorío a una máscara, una patética sombra.

      Norbert Guthier (1954) es un fotógrafo alemán y su libro Kinky and Blissful*
      se encamina en esa dirección. Por fortuna, no hay en su obra la representación
      de los cuerpos como lo hace la publicidad, por ejemplo, que siempre me han
      parecido figuras planas, sin volumen, autosatisfechos, banales, que, luego de
      espasmódicos bailes, dejan en el suelo desperdicios, latas vacías, botellas
      vacías, restos de comida. Por el contrario, los cuerpos en Guthier adquieren a
      los ojos del observador corporeidad, masa y peso, no como producto de una
      simulación del artista sino porque son frutos de una decisión suya de
      arrancarlos de la unidimensionalidad. Entre esos cuerpos se establece una
      intrincada, muy compleja red de relaciones: a veces ambiguas, otras veces
      basadas en juegos de opuestos (a los que me referiré más adelante), enmarcadas
      en exteriores o en interiores. Estas conexiones entre los cuerpos se dan en
      amplia variedad, ya que tienen lugar amparadas por sedas hasta ser objeto de
      la aspereza de sogas, maderas y piedras.

      Algo que me llamó la atención es la recurrencia de Guthier a los opuestos.
      Desde el comienzo hasta el final del libro, en numerosas ocasiones,
      rubio-castaño, rugoso-suave, pétreo-blando, delgado-obeso, inocente-perverso,
      negro-blanco... en fotografías donde los cuerpos se aproximan en visibles o
      semiocultas dualidades, hombre-mujer, mujer-mujer, mujer-reptil,
      hombre-hombre. Todo esto en variados escenarios, exteriores de bosques, ante
      antiguos edificios, cerca de formaciones rocosas, en espacios más o menos
      desiertos, en interiores vacíos o de iglesias abandonadas.

      Otros establecen límites entre "erotismo" y "pornografía". Este límite no es,
      si vemos la historia del arte, el mismo, su reubicación a lo largo de la
      historia obedece a los entornos sociales. Es, en otras palabras, una
      convención a la que artistas como Guthier hace caso omiso. Y le da lo mismo
      representar escenas dignas de una historia del Romanticismo (hombre atado a un
      árbol- mujer que lo mira- mujer que lo abraza y desata- hombre y mujer que
      andan juntos de la mano) hasta imágenes oscuras y ríspidas tomadas del arsenal
      sadomasoquista (senos encadenados, atados con sogas, penes envueltos en
      gruesos hilos, hombres y mujeres que penden o están crucificados).

      En mis numerosas frecuentaciones al libro, fui desentrañando, de a poco, los
      elementos que lo componen. Y, también, de qué modo esos elementos aparecen
      aquí y allá, en diferentes espacios y momentos, para conformar una poética. Me
      parece que la poética de Guthier es lo que yo llamaría "una geografía de la
      carne y sus infinitos anhelos", un territorio que no excluye lo oscuro y
      secreto, polisémico, que no duda en ir más allá de la especie para tocar otras
      pieles, más frías, más duras y ásperas.

      Incluso, Guthier, en varias ocasiones, va más allá de su arte, invade zonas de
      la plástica, torna los cuerpos en esculturas que parecen hechas de ébano, de
      resinas, de piedras blandas, emparenta sus fotografías con la pintura, incluso
      recurre a simular en ellas el entramado del lienzo. En alguna fotografía,
      funde el cuerpo femenino con una pared descascarada, hace que la carne sea
      indiferenciable del muro gastado por el tiempo.

      A veces, preside el hieratismo, como en el arte egipcio. Las figuras, de
      frente o de perfil, se nos aparecen inmóviles, detenidas en el tiempo. Algunas
      tienen los ojos cerrados, como sumidas en un profundo sueño. Algunas miran al
      espectador. Algunas parecen sorprendidas por alguna intrusión, la del que mira
      o la de algún otro que apenas si puede sospecharse, fuera de escena, y
      responden con cierta vergüenza o con agresividad. En otros momentos, lo que
      predomina es el movimiento: las figuras corren y casi salen del marco,
      emprenden veloces carreras por un camino boscoso, se alejan o se aproximan.

      Hay una sucesión de fotografías que me parecen ejemplares en cuanto a la
      propuesta de Guthier. Arrancan en página 128 y terminan en la 142. Primero,
      una adolescente, desnuda, de perfil, en cuclillas, tiene el pelo largo hasta
      casi el suelo. Luego, casi fuera de foco, las piernas de un hombre, su pene.
      Seguido, dos hombres, uno de espaldas, el otro visto de frente, exhibe su
      sexo. Enseguida, el hombre que estaba de espaldas aproxima sus labios al pene
      del otro. De inmediato, es una mujer, de mirada tan angelical como la primera,
      aferra el sexo del hombre con ambas manos. Y en la siguiente fotografía, está
      por pasar su lengua por el pene. Y en la siguiente, se lo introduce en la
      boca, pero la toma no permite ver en detalle lo que sucede. Hay entonces una
      página en blanco y la siguiente hay otra mujer que se nos aparece de frente,
      ya sin ocultamientos ni zona oscuras, practicando una fellatio. Más adelante,
      casi fuera de foco, un hombre sosteniendo su sexo - esto me trae a la memoria
      cierta pintura de Schiele -. Y, finalmente, un pene con densidad y textura de
      madera, envuelto en sogas. El arte de Guthier, se ve, no nos ofrece sosiego
      porque se mueve en base a lo imprevisto, a lo proteico. Todo es aparente, todo
      está sujeto a cambios, lo que vemos no es lo que es, lo que es no es lo que
      vemos. ¿Qué es inocente y qué es perverso? ¿Qué nos está permitido y qué nos
      está prohibido? ¿Hay límite, frontera, código, ley? -parece preguntarnos el
      artista cada rato.

      Como dije antes, en Norbert Guthier, los cuerpos procuran ser reales. Son
      fantasmas, apariciones, sombras, transparencias que, besando, lamiendo,
      penetrando y siendo penetrados, abrazando, dejándose atar y desatar, pendiendo
      de cables y sogas, tendidos en la hierba, en la piedra y en la arena, procuran
      adquirir entidad, medida, peso. Consistir, existir. Ser materia, con peso y
      masa, y de ese modo establecer un sitio, el último, para el hombre.

 
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