Cuando me dediqué en un principio a escribir por este método las vidas, tuve en
consideración a otros; pero en la prosecución y continuación he mirado también a
mí mismo, procurando con la Historia, como con un espejo, adornar y asemejar mi
vida a las virtudes de aquellos varones: pues lo pasado se parece más que a
ninguna otra cosa a la coexistencia en un tiempo y en un lugar; cuando
recibiendo y tomando de la historia de cada uno de ellos separadamente, como si
vinieran de una peregrinación, vamos considerando “cuáles y cuán grandes eran”;
haciendo examen para nuestro provecho de las más principales y señaladas de sus
acciones. “Y a fe mía, ¿dónde encontrar motivo de mis dulces alegrías?” ¿Qué
medio más poderoso que éste podemos elegir para la reforma de las costumbres?
Porque con sentar Demócrito que lo que debíamos desear era que la suerte nos
proporcionara imágenes bellas, y que más bien nos vinieran de lo que nos rodea
las convenientes y provechosas, que no las malas y siniestras, introdujo en la
filosofía un axioma falso, capaz de conducir a interminables supersticiones:
cuando nosotros, con ocuparnos en la Historia y acostumbrarnos a esta clase de
escritura, teniendo siempre presentes en nuestros ánimos los monumentos que nos
dejaron los varones más virtuosos y aprobados, nos proveemos de medios con que
deshacer y borrar lo malo y vicioso que de la necesaria comunicación de los
hombres puede pegársenos, convirtiendo nuestra mente tranquila y sosegada a los
ejemplos más virtuosos. Continuando, pues, en este propósito, te ponemos ahora
en la mano la vida de Timoleón de Corinto y de Emilio Paulo, varones que no sólo
se parecieron en sus inclinaciones, sino también en haberles sido próspera la
Fortuna, dando motivo a que se dude si tuvo más parte en sus triunfos la buena
suerte que la prudencia. 1
La situación de los Siracusanos antes de que Timoleón fuese enviado a Sicilia
era ésta: Dión había conseguido arrojar de Sicilia a Dionisio el Tirano, pero,
muerto él mismo con una alevosía, entró la división entre los que con Dión
habían libertado a los Siracusanos; y la ciudad, pasando sin intermisión del
dominio de uno al de otro tirano, estuvo en muy poco que no se despoblase. En lo
restante de la Sicilia, una parte había mudado de forma y quedado sin pueblos a
causa de las guerras, y el mayor número de las ciudades estaban en poder de
soldados mercenarios y aventureros, abandonándolas fácilmente los que en ellas
mandaban. Al año décimo, reuniendo Dionisio algunos extranjeros y lanzando al
tirano Niseo, que estaba entonces apoderado de Siracusa, volvió a ponerse al
frente de los negocios, y si extraño había sido que con muy pocas fuerzas se le
hubiese hecho perder la mayor de las dominaciones que entonces existían, más
extraño fue todavía que de desterrado y abatido hubiese vuelto a hacerse dueño
de los que le desecharon. De los Siracusanos, pues, los que se mantuvieron en la
ciudad quedaron esclavizados a un tirano que, no siendo de suyo nada benigno,
tenía además exulcerado entonces su ánimo con las desgracias; y los principales
y más distinguidos, acogiéndose a Hícetes, sobresaliente en autoridad entre los
Leontinos, se pusieron enteramente en sus manos y le eligieron caudillo para la
guerra, no porque fuese mejor que los que abiertamente se decían tiranos, sino
que no tenían otro recurso, y prefirieron dar su confianza a un siracusano de
origen, que reunía una fuerza proporcionada contra el tirano. 2
Como en aquella misma sazón viniesen contra Sicilia con una fuerte armada los
Cartagineses, ensoberbecidos con su buena suerte, temerosos los Sicilianos
resolvieron enviar embajadores a la Grecia e implorar el auxilio de los de
Corinto, no solamente por el deudo de un mismo origen y porque muchas veces
habían sido ellos favorecidos en iguales casos, sino por saber que,
generalmente, aquella ciudad había sido siempre tan amiga de la libertad como
enemiga de los tiranos, y que la mayor parte de sus peligrosas guerras las había
sostenido, no por deseo y ambición de mando, sino por la libertad de los
Griegos. Hícetes cuya mirada en el mando era la tiranía y no la libertad de los
Siracusanos, ya entonces tenía relaciones secretas con los Cartagineses, aunque
en público hablaba en favor de los Siracusanos, y había enviado también
embajadores al Peloponeso, no porque quisiera que viniese auxilio de aquella
parte, sino con la esperanza de que si los de Corinto no se movían a dar este
socorro, como era natural, por las disensiones y contiendas de los Griegos,
podría más fácilmente hacer dueños de los negocios a los Cartagineses y tenerlos
por aliados y auxiliares contra los Siracusanos o contra el tirano, aunque estas
cosas se descubrieron un poco más adelante. 3
Al arribo de los embajadores, los Corintios, acostumbrados siempre a ser rogados
de sus colonias, y especialmente de la de los Siracusanos, como afortunadamente
no hubiese entonces entre los Griegos nadie que los incomodase, hallándose en
plena paz y sosiego, decretaron socorrerlos con todo empeño. Meditaban sobre el
general que enviarían, y escribiendo y proponiendo los magistrados a aquellos
que más se esforzaban por sobresalir en la ciudad, levantóse uno entre ellos e
indicó a Timoleón, hijo de Timodemo, no porque todavía manejase los negocios
públicos o pudiera concebirse en él tal esperanza y tal deseo, sino que fue una
casual ocurrencia inspirada quizá por algún dios; ¡tal fue la buena suerte que
para la elección siguió al punto a esta propuesta, y tanta la gracia que brilló
después en sus acciones, dando grande realce a su virtud! Él era ilustre en la
ciudad por sus padres Timodemo y Demaxista; amante de la patria y muy dulce de
condición; solamente enemigo irreconciliable de los tiranos y de los malos. Para
las cosas de la guerra, recibió de la naturaleza una tan bien templada
disposición, que, siendo joven, manifestó mucho juicio, y declinando ya la edad
no fue menor su valor en las ocasiones. Tuvo un hermano mayor llamado Timófanes,
que en vez de serle parecido era temerario y se había dejado alucinar del deseo
de la tiranía por malos amigos y por soldados extranjeros, que tenía siempre
consigo, siendo, por otra parte, según parecía, intrépido y despreciador de los
peligros en la milicia, que era por lo que habiendo ganado entre los ciudadanos
fama de hombre activo y buen militar, se había hecho nombrar para el mando. Aun
en esto le servía de mucho Timoleón, ocultando siempre sus yerros o haciéndolos
parecer menores, y dando brillantez e incremento a las buenas calidades que
recibió de la naturaleza. 4
En la batalla que los Corintios tuvieron con los Argivos y Cleoneos, a Timoleón
le cupo pelear con la infantería, y a su hermano, que mandaba la caballería, le
sobrevino un repentino peligro: derribóle el caballo, cayendo herido a la parte
de los enemigos; de sus camaradas, unos se dispersaron al punto sobrecogidos de
miedo, y otros, aunque no abandonaron el puesto, peleando pocos contra muchos,
con dificultad se defendían. Timoleón, pues, luego que entendió lo sucedido,
corrió en su auxilio, y oponiendo el escudo del rendido Timófanes, acosado con
los dardos y con los golpes que de cerca se dirigían contra su cuerpo y contra
las armas, ahuyentó, no sin gran trabajo, a los enemigos y salvó al hermano. A
poco, los de Corinto, temerosos no les sucediese lo que antes de parte de sus
aliados, que fue perder la ciudad, decretaron mantener cuatrocientos
extranjeros, y nombraron caudillo de ellos a Timófanes; mas éste, olvidado de
toda honestidad y justicia, inmediatamente empezó a trabajar por reducir la
ciudad a su dominación, y quitando del medio sin forma ninguna de juicio a
muchos de los ciudadanos más principales, se erigió abiertamente en tirano.
Sentíalo extraordinariamente Timoleón, y mirando como su mayor desgracia la
perversidad del hermano, procuró hablarle y exhortarle a que, desistiendo de la
locura e infelicidad de semejante proyecto, viera el modo de enmendar el yerro
cometido contra sus conciudadanos. Oyóle aquel con indignación y desprecio, y
él, entonces, tomando consigo de los de la familia a Esquilo, que era hermano de
la mujer de Timófanes, y de los amigos a un agorero, llamado Sátiro, según
Teopompo, y Ortágoras, según Éforo y Timeo, después de haber pasado algunos
días, subió de nuevo a ver al hermano, y rodeándole los tres, le rogaban, y con
razones le persuadían, a que se arrepintiera de su propósito; mas como Timófanes
al principio les respondiese con mofa, y después se irritase y enfadase con
ellos, Timoleón se retiró a un lado, y cubriéndose con su ropa, lloraba su
desgracia; pero los otros, desenvainando las espadas, dieron muy pronto cuenta
de él. 5
Divulgóse el hecho, y los Corintios de más juicio celebraban en Timoleón su
aversión a lo malo y su grandeza de alma, por cuanto, siendo hombre bueno y
recto, antepuso la patria a su casa, y lo honesto y lo justo a lo útil, salvando
al hermano mientras se distinguió en defensa de la patria, y concurriendo a su
muerte cuando trató de oprimirla y esclavizarla; pero los que no pueden vivir en
la democracia, acostumbrados a estar pendientes del semblante de los poderosos,
al paso que fingían haberse alegrado con la muerte del tirano, desacreditaban a
Timoleón como autor de un hecho impío y atroz, con lo que le hicieron caer en
desaliento. Supo luego que la madre también se había indignado y había
prorrumpido contra él en execraciones terribles y espantosas, y como yendo a
aplacarla no hubiese aquella consentido ni siquiera verle, y antes hubiese
mandado cerrarle la puerta, contristado entonces hasta lo sumo, y saliendo de
juicio, resolvió quitarse la vida con rehusar tomar alimento; pero no
perdiéndole de vista los amigos y agotando con él todo ruego y todo medio de
contenerle, determinó vivir retirado huyendo del bullicio, y enteramente se
apartó del gobierno, tanto, que en los primeros tiempos ni siquiera venía a la
ciudad, sino que pasaba una vida infeliz e inquieta en las más desiertas
soledades. 6
De esta manera los juicios, si no dominan a las acciones, tomando seguridad y
fuerza de la razón y de la filosofía, fluctúan y son fácilmente trastornados por
cualesquiera alabanzas o reprensiones, destituidos del fundamento del discurso
propio; no basta en verdad que la acción sea honesta y justa, sino que es
menester que el dictamen según el cual se emprende sea firme e incontrastable,
para que obremos con meditada resolución; y no suceda que, así como los glotones
se abalanzan con repentino apetito a los manjares que tienen a la vista,
fastidiándolos luego que se han hartado, de la misma manera nosotros, ejecutadas
las acciones, nos desalentamos por debilidad, marchitada ya entonces la opinión
y apariencia de la virtud. Porque el arrepentimiento hace indecoroso lo más
honestamente ejecutado, mientras que la determinación apoyada en la ciencia y el
raciocinio nunca se muda, aunque los efectos no correspondan. Por eso Foción el
Ateniense, que se había opuesto a los proyectos de Leóstenes, cuando apareció
que éste había salido con ellos y vio a los Atenienses que hacían sacrificios y
estaban muy hinchados con la victoria, dijo que bien quisiera que por él se
hicieran aquellas demostraciones, pero que no mudaba de consejo: siendo aún más
decisivo lo ocurrido con Arístides Locrio, uno de los amigos de Platón, el cual,
habiéndole pedido Dionisio el mayor a una de sus hijas por mujer, respondió:
“Más quisiera ver muerta a mi hija que casada con un tirano”; y después,
habiendo hecho Dionisio al cabo de poco tiempo dar muerte a sus hijos, y
preguntándole por insulto si estaba todavía en el mismo propósito en cuanto a la
concesión de la hija, le contestó que, aunque sentía mucho lo sucedido, no se
arrepentía de su anterior respuesta: mas estos rasgos quizás son de una virtud
más elevada y más perfecta. 7
Timoleón, de resultas de lo sucedido con el hermano, bien fuese de pesar por su
muerte, o bien de rubor a causa de la madre, quedó tan quebrantado y decaído de
ánimo, que en unos veinte años no tomó parte en negocio ninguno público o de
alguna consecuencia; mas llegado el caso de ser propuesto y de recibirlo bien el
pueblo e interponer su autoridad, Teleclides, que entonces sobresalía en la
ciudad, en poder y nombradía, se levantó en la junta y exhortó a Timoleón a
mostrarse varón recto y generoso en sus acciones; “porque si te conduces bien-
dijo-, juzgaremos que fue a un tirano a quien concurriste a dar la muerte; pero
si te conduces mal, a tu hermano”. Ocupábase Timoleón en disponer el embarque y
reunir tropas, cuando llegaron a los Corintios cartas de Hícetes que daban
indicios de su mudanza y su traición; pues apenas envió los embajadores, trató
abiertamente con los Cartagineses, conviniendo con ellos en que arrojaran a
Dionisio de Siracusa y él quedara de tirano; y temiendo no fuera que si llegasen
antes las tropas y el general de Corinto descompusieran sus planes, dirigió a
los de Corinto una carta, en que les decía no haber necesidad de que se
incomodaran e hicieran gastos navegando a Sicilia y corrieran peligros, puesto
que los Cartagineses se oponían y harían resistencia a sus fuerzas con gran
número de naves, y él, por su tardanza, se había visto en la precisión de hacer
con aquellos alianza contra el tirano. Leída esta carta, si antes había habido
entre los Corintios algunos que mirasen con frialdad la expedición, entonces el
enojo contra Hícetes los acaloró a todos, de manera que con el mayor empeño
habilitaron a Timoleón y le ayudaron, con todo lo necesario, a realizar el
embarque. 8
Prontas ya las naves, y provistos los soldados de cuanto necesitaban, parecíales
a las sacerdotisas de Proserpina haber visto entre sueños que las Diosas se
disponían para una romería, y haberles oído decir que se proponían acompañar a
Timoleón a Sicilia, por lo cual, aparejando los Corintios una nave sagrada, la
llamaron la de las dos Diosas. Timoleón pasó a Delfos, donde hizo sacrificio al
dios, y cuando bajaba al lugar de los oráculos ocurrió un prodigio: porque,
desprendiéndose y volándose de entre las ofrendas que allí estaban suspendidas
una venda, en que había bordadas coronas y victorias, vino a caer sobre la
cabeza de Timoleón, como dando a entender que era enviado a la expedición
coronado por la mano del dios. Teniendo, pues, siete naves corintias, dos de
Corcira, y dando los Leucadios la décima nave, hízose con ellas a la vela; y
hallándose a la noche en alta mar llevado de favorable viento, pareció que de
repente se rasgó el cielo, enviando sobre la nave una gran columna de fuego
resplandeciente, y que alzada en alto una antorcha semejante a las de los
misterios, y siguiendo el mismo curso, vino a fijarse en el punto de Italia
hacia el que dirigían el rumbo los timoneros. Los adivinos declararon que
aquella visión concordaba con los sueños de las sacerdotisas, y que el fuego del
cielo significaba que las Diosas protegían la expedición, por cuanto la Sicilia
estaba consagrada a Proserpina, teniéndose por cierto que allí se había
ejecutado el rapto y que aquella isla se le había dado en dote al tiempo de sus
bodas. 9
Lo que es de parte de los Dioses inspiraron estas cosas grande confianza a la
expedición; por lo que, navegando presurosamente, aportaron a Italia: mas las
noticias que vinieron de Sicilia pusieron a Timoleón en graves dudas y causaron
desaliento en los soldados. Hícetes, habiendo vencido en batalla a Dionisio y
tomando la mayor parte de los puestos de los Siracusanos, tenía sitiado y
circunvalado a aquel, habiéndole obligado a refugiarse en el alcázar y en lo que
llamaban la Isla, y había ordenado a los Cartagineses que estuvieran a la mira
de que Timoleón no aportara a Sicilia, puesto que, retirados éstos, podrían con
sumo reposo repartirse entre sí la Isla. Los Cartagineses, pues, enviaron a
Regio veinte galeras, en las que iban embajadores de Hícetes a Timoleón con
propuestas acomodadas a lo sucedido: pues que venían a ser arterías y
apariencias muy bien disimuladas con dañados intentos, prestándose a admitir al
mismo Timoleón, si quería pasar cerca de Hícetes, y tener parte con él en todos
los consejos y en todos los negocios; mas con la condición de que las naves y
los soldados los había de despachar a Corinto, como que de una parte faltaba muy
poco para que la guerra estuviese acabada, y de la otra se hallaban los
Cartagineses en ánimo de impedir el desembarco y pelear contra los que hiciesen
resistencia. Los Corintios, pues, cuando llegados a Regio se hallaron con
semejante embajada, y vieron que los Fenicios estaban surtos por aquellas
inmediaciones, se indignaron de ser escarnecidos, y en todos se suscitó enojo
contra Hícetes y miedo que los infelices Siracusanos, conociendo bien que se los
reducía a ser galardón y premio, para Hícetes, de su traición, y para los
Cartagineses, de su tiranía. Parecióles, sin embargo, no ser factible vencer a
las naves de los bárbaros ancladas allí cerca, que eran en doble número y a las
tropas de Hícetes, con las que contaban haber hecho en unión la guerra. 10
No obstante todo esto, presentándose Timoleón a los embajadores y a los
caudillos de los Cartagineses, les contestó sosegadamente que se prestaría a lo
que tenían acordado- ¿ni que hubiera adelantado con oponerse?-; pero que quería
que se trataran estas cosas por demandas y respuestas, ante una ciudad griega
amiga de unos y otros, como era Regio, y después se retiraría, lo cual le
convenía a él mucho para su seguridad, y a ellos les daría mayor firmeza en lo
que proponían acerca de los Siracusanos, teniendo a todo un pueblo por testigo
del convenio. Ésta fue una añagaza que les preparó para el desembarco, y en ella
le auxiliaban todos los generales de los Reginos, quienes temían que los
Corintios dominaran en la Sicilia y tener por vecinos a los bárbaros.
Congregáronse, por tanto, en junta pública, y cerraron las puertas, como para
impedir que los ciudadanos se distrajesen a otros negocios; y como para ganar a
la muchedumbre emplearon discursos muy largos, tratando uno después de otro el
mismo asunto, no con más objeto que el de dar tiempo a que anclasen las naves de
los Corintios, y detener en la junta, sin causarles sospechas, a los
Cartagineses; y más, que hallándose presente Timoleón les dio idea de que se
levantaría y hablaría en ella. Mas como en esto llegase uno que le anunció estar
ya ancladas todas las demás galeras, y que sola la suya quedaba esperándole,
penetrando por entre la muchedumbre, y haciéndole espaldas los Reginos que
estaban cerca de la tribuna, se encaminó al mar, y desembarcando con gran
presteza, tomaron la vía de Tauromenio de Sicilia, recibiéndolos, y aun
teniéndolos llamados de antemano con la mejor voluntad, Andrómaco, a quien
estaba encomendada la ciudad, y que tenía en ella el mayor poder. Era éste padre
de Timeo el Historiador; y con haber alcanzado en aquella sazón mayor autoridad
que cuantos dominaban en la Sicilia, a sus ciudadanos los gobernaba en ley y
justicia, y a los tiranos era notorio que los miraba con aversión y desagrado;
así es que entonces ofreció su ciudad como refugio a Timoleón, y a sus
ciudadanos los persuadió a que hicieran causa común con los de Corinto y juntos
dieran la libertad a la Sicilia. 11
Los Cartagineses que quedaron en Regio, visto que se había retirado Timoleón y
disuelto la junta, estaban muy sentidos de que con otra estratagema se hubiesen
burlado las suyas; con lo que dieron ocasión a que los Reginos los insultaran un
poco, diciéndoles: “¿Cómo siendo Fenicios os incomodáis de lo que se hace con
engaño?” Enviaron, pues, a Tauromenio un embajador en una de sus galeras, el
cual, habiendo hablado largamente con Andrómaco, extendiéndose acalorada y
groseramente sobre que era preciso despidiese sin la menor detención a los
Corintios, por último, mostrándole la mano primero por la palma, y después por
el otro lado, le amenazó que siendo su ciudad de esta manera la volvería de la
otra. Andrómaco, echándose a reír, nada absolutamente le respondió, sino que,
extendiendo como él la mano, primero por la palma y luego por la otra parte, le
intimó que se fuera cuanto antes, si no quería que siendo su nave de esta manera
la pusiese de la otra. Mas Hícetes, luego que supo el desembarco de Timoleón,
cobró miedo y llamó cerca de sí muchas de las galeras de los Cartagineses, con
lo que sucedió que los Siracusanos desconfiaron completamente de su salvación,
viendo a los Cartagineses apoderados del puerto, a Hícetes dueño de la ciudad, a
Dionisio defendido en el alcázar, y que Timoleón apenas tocaba a la Sicilia por
medio de un hilo delgado, que era el pueblezuelo de los Tauromenios, con muy
débil esperanza y muy escasas fuerzas, pues fuera de mil soldados y los víveres
precisos para ellos, nada más tenía. Ni las ciudades se confiaban tampoco,
estando agobiadas de males, e irritadas contra todos los generales de ejército,
principalmente por la infidelidad de Calipo y Fárax, de los cuales el uno era
Ateniense, y el otro, Lacedemonio; y diciendo ambos que venían a trabajar en su
libertad y a destruir a los monarcas, hicieron ver a la Sicilia que eran oro los
trabajos que habían padecido en la tiranía, y que debían ser tenidos por más
dichosos los que habían muerto en la esclavitud que los que alcanzaron la
independencia. 12
Desconfiando, pues, de que el Corintio fuese mejor que ellos, sino que les
vendría también con los mismos sofismas y los mismos atractivos, lisonjeándolos
con buenas esperanzas y con proposiciones llenas de humanidad, para inclinarlos
a la mudanza de nuevo dueño, empezaron a sospechar y a estorbar el fruto de las
exhortaciones de los Corintios; a excepción únicamente de los Adranitas que,
habitando una ciudad , aunque pequeña, consagrada a Adrano, cierto dios muy
venerado en toda la Sicilia, discordaron entre sí, implorando unos a Hícetes y
los Cartagineses, y llamando otros a Timoleón. Sucedió, pues, por pura
casualidad, que, acelerándose éste y aquellos, en un mismo punto de tiempo
concurrieron al llamamiento unos y otros, trayendo Hícetes cinco mil hombres y
no teniendo Timoleón entre todos más que unos mil y doscientos, con los cuales
salió de Tauromenio para Adrano, que distaba unos trescientos y cuarenta
estadios. Y en el primer día, habiendo andado poca parte del camino, hizo alto;
mas al siguiente, marchando sin reposo y venciendo pasos escabrosos y difíciles,
cuando comenzaba a declinar el día, oyó que Hícetes acababa de llegar a la
ciudad y se había acampado en las inmediaciones. Los jefes y capitanes de los
Cuerpos empezaban a acampar también a los que llegaron primero, pareciéndoles
que pelearían con más ardor después de haber tomado alimento y haber descansado;
mas sobreviniendo Timoleón, les hizo presente no ejecutasen semejante cosa, sino
que marcharan prontamente y cayeran sobre los enemigos, que andarían
desordenados, como era regular sucediese, estando descansando de una marcha y
descuidados en las tiendas y en los ranchos; dicho esto, embrazó el escudo y
guió el primero como a una victoria cierta. Siguiéronle denodadamente los demás,
hallándose de los enemigos a menos de treinta estadios, los que anduvieron muy
luego, y dieron sobre éstos, que se desordenaron y huyeron a la primera noticia
que tuvieron de su venida; así es que sólo mataron unos trescientos, y fueron
más que doblados los que cautivaron, tomándoles también el campamento. Los
Adranitas, abriendo las puertas de la ciudad, se unieron con Timoleón,
refiriéndole con asombro y susto que, no bien se había empezado el combate,
cuando por sí mismas se habían abierto las puertas sagradas del templo, y habían
advertido que la lanza del dios se blandió por la punta y su semblante estaba
bañado de copioso sudor. 13
Tales prodigios, a lo que parece, no significaron solamente esta victoria, sino
también los posteriores sucesos de que aquel combate fue un feliz preludio.
Porque las ciudades, enviando embajadores, inmediatamente se unieron a Timoleón,
y Mamerco, tirano de Catana, hombre guerrero y sobrado de medios, le ofreció su
alianza. Mas lo mayor de todo fue que el mismo Dionisio, perdida ya toda
esperanza, y estando a punto de tener que rendirse, mirando con desprecio a
Hícetes, que se había dejado vencer cobardemente, y admirando a Timoleón, envió
a tratar con éste y con los Corintios, poniéndose en sus manos y entregándoles
el alcázar. No despreciando Timoleón tan inesperada dicha, mandó inmediatamente
al alcázar a los ciudadanos corintios Euclides y Telémaco, y además trescientos
soldados, no todos juntos ni de modo que se conociera, cosa imposible por estar
el puerto en poder de los enemigos, sino disimuladamente divididos en paquetes.
Tomaron, pues, los soldados el alcázar y los palacios, con todas las provisiones
y efectos de guerra, porque había no pocos caballos, toda especie de máquinas y
gran copia de dardos; de armas había unas setenta mil depositadas de largo
tiempo, y tenía consigo Dionisio unos dos mil soldados, que puso con todo lo
demás a disposición de Timoleón. El mismo Dionisio, tomando su caudal y no
muchos de sus amigos, hizo la travesía sin ser notado de Hícetes, y llevado al
campamento de Timoleón, entonces por primera vez se le vio reducido y humillado
a la condición de particular; y se dispuso fuese llevado a Corinto en una sola
nave con poca parte de su hacienda; habiendo sido nacido y criado en la tiranía
más afamada y poderosa de todas, la que conservó diez años, habiendo pasado los
doce restantes, después de la expedición de Dión, en continuas guerras y
combates; pero a lo que hizo en la tiranía excedió en mucho lo que padeció
arrojado de ella; porque vio las muertes de sus hijos ya crecidos y los estupros
de sus hijas doncellas; y a la que era su hermana y mujer a un tiempo sufrir
todavía viva en su cuerpo los más torpes insultos de sus enemigos, y que después
le dieron violentamente muerte juntamente con sus hijos y la arrojaron al mar.
Mas de estas cosas hemos dado razón más circunstanciada en la vida de Dión. 14
Llegado Dionisio a Corinto, no había Griego ninguno que no deseara verle y
hablarle, con la diferencia de que unos, alegrándose de sus desgracias, por odio
se llegaban a él contentos, como para conculcar al que había derribado la
fortuna, y otros, aplacados ya con la mudanza y compadeciéndole en la fragilidad
manifiesta de las cosas humanas, veían el gran poder de otras causas ocultas y
divinas, pues aquella edad no ostentó prodigio ninguno de la naturaleza o del
arte igual a aquella obra de sola la fortuna que mostraba al que poco antes era
tirano de la Sicilia, reducido a habitar en Corinto en casa de una bodegonera, o
sentado en el mostrador de un perfumador bebiendo la zupia de los taberneros, o
alternando con mujerzuelas que hacían tráfico de su belleza, o enseñando a las
cantoras sus cantinelas, moviendo con ellas disputas sobre la armonía del canto.
Unos creían que Dionisio tenía esta conducta porque, además de ser de aquellos
que fácilmente se exaltan, era por naturaleza muelle y disoluto; mas otros
juzgaban que para que no se hiciera atención en él y no inspirar miedo a los
Corintios ni dar sospechas de que llevaba mal la mudanza de vida y el no tener
parte en los negocios, de intento se esforzaba a mostrarse fuera de su
naturaleza extravagante y medio simple en el modo de consumir su ocio. 15
Refiérese también de él algunos dichos de los que se puede inferir que no dejaba
de acomodarse con dignidad a las cosas presentes. Como, por ejemplo: habiendo
pasado a Léucade, ciudad fundada por los Corintios, igualmente que la de
Siracusa, dijo le sucedía lo mismo que a aquellos jóvenes que han caído en
faltas; porque al modo que éstos se acogen gustosos a los hermanos y de
vergüenza huyen de casa de los padres, de la misma manera, avergonzándose él de
residir en la metrópoli, habitaba allí contento con los Leucadios. Otro ejemplo:
reconviniéndole en Corinto un forastero con groserías sobre sus conferencias con
los filósofos en las que parecía complacerse cuando reinaba, y preguntándole
últimamente de qué le había servido la sabiduría de Platón: “¿Te parece, le
dijo, que no nos sirvió Platón de nada cuando ves cómo llevamos esta mudanza de
fortuna?” Al músico Aristóxeno y algunos otros que le preguntaron cuál era y de
dónde provenía la querella que había tenido con Platón, les respondió que,
estando la tiranía rodeada siempre de grandísimos males ninguno era comparable
con el de no atreverse a hablarle claro los que se venden por amigos, y que
éstos eran los que le habían privado del aprecio de Platón. Queriendo dárselas
uno de gracioso y zaherir a Dionisio, sacudió la capa al tiempo de entrar a
verle, como para notarle de tirano; y él, volviéndole la burla, le dijo sería
mejor lo hiciese al tiempo de salir de su casa, para no llevarse nada de lo que
había en ella. Dejándose caer Filipo el de Macedonia en un convite ciertas
expresiones irónicas acerca de las poesías y tragedias que Dionisio el mayor
dejó escritas, haciendo como que dudaba en qué tiempo pudo tener vagar para
estas tareas, le salió oportunamente al encuentro Dionisio, diciéndole: “En
aquel que tu, yo y los demás que pasamos por felices gastamos en francachelas”.
Platón no alcanzo a ver a Dionisio en Corinto, porque ya había muerto, pero
Diógenes de Sinope, la primera vez que se acercó a él: “Indignamente vives, le
dijo, oh Dionisio”; y respondióle éste: “Te agradezco, oh Diógenes, que te
compadezcas de mi infortunio”; “¿Cómo, replicó Diógenes, piensas que me
compadezco, cuando más bien me irrito de que siendo un tan vil esclavo, digno de
morir de viejo, como tu padre, en la tiranía, veo que estás aquí divirtiéndote y
solazándote con nosotros?” De manera que cuando comparo con estas respuestas las
exclamaciones que Filisto emplea compadeciendo a las hijas de es por haber
descendido de los grandes bienes de la tiranía a un pasar estrecho y miserable,
gradúo a éstas por lamentaciones de una mujerzuela que echara menos los
alabastros, la púrpura y el oro. Creernos que estas cosas no entran mal en esta
clase de escritos y que no son inútiles para lectores que no estén de prisa ni
escasos de tiempo. 16
Pues si la desdicha de Dionisio debió parecer extraña, no fue menos de admirar
la dicha de Timoleón, porque a los cincuenta días de haber desembarcado en
Sicilia tomó el alcázar de los Siracusanos y despachó a Dionisio al Peloponeso.
Alentados con estos sucesos los Corintios, envíanle dos mil infantes y
doscientos caballos, los cuales, llegados a Turios, considerando arriesgada
aquella travesía, por tener los Cartagineses obstruido el mar con muchas naves,
precisados a detenerse allí esperando oportunidad, sacaron al fin partido de
aquel ocio para una acción provechosa. Porque de los Turios, los que habían
peleado contra los Brecianos, tomando esta ciudad y teniéndola como patria, la
guardaron con leal y fiel custodia. Hícetes, que, como se ha visto, tenía
sitiado el alcázar de Siracusa, impedía que a los Corintios les llegasen los
víveres por mar; y respecto de Timoleón, habiendo sobornado a dos extranjeros
para que a traición le diesen muerte, los envió a Adrano, donde, además de que
aquel no solía usar guardia alguna para su persona, confiado en el dios, se
entretenía todavía con menos cuidado y recelo en medio de los Adranitas.
Supieron por casualidad los sobornados que iba a hacer un sacrificio, y
dirigiéndose al templo con puñales encubiertos debajo de la ropa se metieron
entre los que estaban junto al ara, y poco a poco se le fueron acercando más. No
faltaba ya otra cosa sino que se diera la voz para la acometida, cuando uno de
los circunstantes hiere con el puñal en la cabeza a uno de los dos, que cayó
muerto; y entonces, ni se detuvo el que dio el golpe ni el que había ido con el
herido, sino que aquel, de la misma manera como estaba con el puñal en la mano,
dio a huir y se subió a una piedra muy alta; y este otro, asiéndose al ara,
pedía a Timoleón que le indultase bajo la condición de descubrirlo todo.
Concediósele, y reveló contra sí y contra el muerto que habían sido enviados
para asesinarle. En esto, ya otros traían al de la piedra, que venía gritando no
haber cometido delito alguno, sino que con justicia había dado muerte a aquel
hombre para vengar la de su padre, a quien antes la había dado aquel en Leoncio.
Hubo entre los presentes algunos que lo atestiguaron, maravillándose al mismo
tiempo de la destreza con que la Fortuna mueve unas cosas por medio de otras, y
reuniéndolas y combinándolas todas, desde lejos se sirve de las que parece estar
más distantes y no tener nada de común entre sí, haciendo que el fin de las unas
sea el principio de las otras. Los Corintios premiaron a este hombre con diez
minas, porque parece prestó una indignación justa al Genio que velaba sobre
Timoleón; y aquella ira que tanto tiempo hacía abrigaba en su pecho no la gastó
antes, sino que con el motivo de su particular encono la reservó íntegra para
salud de aquel por disposición de la fortuna. Sirvióles este favor presente de
la suerte para formar esperanzas sobre lo futuro, viendo que debían respetar y
conservar a Timoleón como a un hombre sagrado, venido para ser por voluntad de
los Dioses el vengador de la Sicilia. 17
Hícetes, cuando vio que había errado el golpe, y que eran muchos los que se
pasaban a Timoleón, se reprendió a sí mismo de que, siendo tantas las fuerzas de
los Cartagineses, parecía que se había avergonzado de usar de ellas, y sólo como
a escondidas y a hurtadillas se había valido de su auxilio. Envió, pues, a
llamar a Magón su general, con todo el cuerpo de sus tropas, el cual, por lo
pronto, impuso miedo presentándose y tomando el puerto con ciento cincuenta
naves, y conduciendo sesenta mil infantes que hizo acampar dentro de la ciudad
de Siracusa: de manera que todos creían ser ya venida sobre la Sicilia aquella
barbarie tan decantada y esperada de antemano, por cuanto nunca antes habían
logrado los Cartagineses, a pesar de haber peleado mil veces en Sicilia, tomar a
Siracusa, mientras entonces, admitiéndolos Hícetes, y entregándosela, había
venido aquella ciudad a ser un campamento de los bárbaros. En tanto, los
Corintios que ocupaban el alcázar no se sostenían sino con gran dificultad y
trabajo, no recibiendo todavía víveres suficientes, antes escaseándoles por
estar bien guardados los puertos, y teniendo que estar en continuos combates y
peleas, ya defendiendo las murallas y ya teniendo repartida su atención en las
máquinas y en todos los medios e instrumentos de un sitio. 18
Con todo, Timoleón no se olvidaba de socorrerlos, enviándoles de Catana víveres
en barquillos de pescadores y en pequeños transportes, que principalmente en los
momentos de tormenta se escabullían entre las galeras de los bárbaros, mientras
a éstas las tenían separadas el oleaje y la borrasca. Echándolo de ver Magón e
Hícetes, determinaron tomar a Catana, de donde los sitiados se surtían de lo
necesario, y reuniendo la parte más aguerrida de sus fuerzas, dieron la vela
desde Siracusa. Mas el corintio Neón, que éste era el nombre del que mandaba a
los sitiados, observando desde el alcázar que los que habían quedado de los
enemigos estaban con poca vigilancia y cuidado, cargó de improviso sobre ellos
en ocasión de hallarse desunidos, y dando muerte a unos, y obligando a otros a
retirarse, tomó y ocupó el punto llamado Acradina, parte la más fuerte de la
ciudad de Siracusa, la cual parece en alguna manera compuesta y formada de
muchas poblaciones. Provisto, pues, de víveres y de dinero, no abandonó aquel
sitio ni se acogió de nuevo al alcázar, sino que, fortificando la circunferencia
de la Acradina, y juntándola por medio de obras avanzadas con aquella ciudadela,
la tuvo en custodia. Alcanzó en esto un soldado de a caballo de los de Siracusa
a Magón e Hícetes, que ya estaban cerca de Catana, y les refirió la pérdida de
la Acradina. Aturdiéronse con semejantes nuevas y se retiraron precipitadamente,
sin tomar la ciudad a que se encaminaban, y sin conservar la que poseían. 19
Todavía estos sucesos dan a la prudencia y a la virtud algún asidero para
contender con la fortuna; mas los que después sobrevinieron parece que
enteramente fueron obra de la buena dicha. Los soldados corintios detenidos en
Turios, temiendo por una parte a las galeras de los Cartagineses que les estaban
en acecho bajo el mando de Anón, y viendo por otra que el mar estaba agitado del
viento hacía muchos días, tomaron la determinación de hacer a pie su marcha por
el país de los Brecianos; y ora usando de persuasión y ora de fuerza con
aquellos bárbaros, arribaron a Regio, cuando todavía el mar permanecía
alborotado. En tanto, al jefe de la escuadra cartaginesa, que no aguardaba a los
Corintios, creyéndolos en la inacción, le vino la ocurrencia de que era preciso
que discurriese algún engaño a la manera de los generales sabios y astutos:
mandó, pues, con esta idea a sus marineros ponerse coronas; y adornando las
galeras con escudos griegos y fenicios, marcha la vuelta de Siracusa; y moviendo
grande alboroto, pasa con algazara y risa por delante de la ciudadela, gritando
que venía de haber vencido y cautivado a los Corintios, a los que había
sorprendido en el mar, a fin de infundir con esto desaliento a los sitiados. Mas
cuando él usaba de estas imposturas y embelecos, los Corintios, que por los
Brecianos habían bajado hasta Regio, como no los observase nadie, y el viento
calmado contra toda esperanza les proporcionase una travesía tranquila y
apacible, embarcándose sin detención en los transportes y barcas de pesca que
tuvieron a mano bogaron y se dirigieron a la Sicilia, tan seguramente y con tal
serenidad, que llevaban los caballos del diestro nadando junto a las
embarcaciones. 20
Hecha la travesía, y reunidos con Timoleón, tomó éste inmediatamente a Mesina; y
ordenado su ejército partió para Siracusa, más confiado en su buena suerte y
favorables sucesos que en sus fuerzas: porque las que tenía consigo no pasaban
de cuatro mil hombres. Noticiado a Magón su arribo, no dejó de concebir
inquietud y temor, y además entró en sospechas con el motivo siguiente. En las
charcas inmediatas a la ciudad, donde se recoge mucha agua potable de fuentes y
mucha también de los lagos y ríos que corren al mar, se cría abundancia de
anguilas, y los que lo intenten pueden siempre hacer copiosa pesca; así, los
asalariados de uno y otro ejército, estando en ocio y tregua, se dedicaban a
este ejercicio. Eran todos Griegos, y no teniendo entre sí motivo particular de
enemiga, aunque en los combates peleaban denodadamente, en el tiempo de tregua
se reunían v conferenciaban unos con otros; y entonces, entreteniéndose en la
común ocupación de la pesca, trababan conversación, ponderando la apacibilidad
del mar y la belleza de aquellos contornos. En una de estas ocasiones dijo uno
de los que militaban con los Corintios: “¿Es posible que una ciudad como ésta,
tan grande y tan abastada de bienes, habéis de querer barbarizarla vosotros
siendo Griegos y establecer cerca de nosotros a esos malvados e inhumanos
Cartagineses, respecto de los cuales habíamos de desear que mediaran muchas
Sicilias entre ellos y la Grecia? ¿O acaso imagináis que habiendo movido su
ejército desde las columnas de Heracles y el mar Atlántico, no han de haber
venido aquí sino a exponerse para el establecimiento de Hícetes? El cual, si
pensara como buen general, no desecharía a los de su metrópoli, ni atraería
sobre la patria a los que no pueden menos de ser sus enemigos; sino que
alcanzaría cuanto honor y poder le estuviese bien, haciéndose recomendable a los
Corintios y a Timoleón”. Difundieron los soldados estas especies en el
campamento, y con ellas hicieron concebir sospechas a Magón de que se trataba de
venderle, cabalmente cuando hacía tiempo que buscaba pretextos para retirarse;
así fue que por más que Hícetes le rogó se detuviese, y le hizo ver cuán
superiores eran a los enemigos, reputando allá dentro de sí que era más lo que
en virtud y fortuna le aventajaba Timoleón, que lo que él le excedía en fuerzas,
levó repentinamente anclas y navegó al África, dejando que se le fuese de entre
las manos la Sicilia de un modo vergonzoso y contrario a toda humana prudencia. 21
Presentóse al día siguiente Timoleón en orden de batalla, y habiendo los
Siracusanos entendido la fuga, al ver el puerto desamparado, les causó risa la
cobardía de Magón, y discurriendo por la ciudad hacían pregonar premios para el
que dijese dónde se les había ido la escuadra cartaginesa. Con todo, Hícetes
todavía se obstinaba en pelear, y no abandonaba la presa de la ciudad, sino que
se rehacía en los puntos que conservaba, que eran fuertes y difíciles de tomar;
entonces, Timoleón dividió sus fuerzas y acometió en persona por donde corre el
Anapo, que era la parte de mayor resistencia; a otros, a quienes mandaba Isias
de Corinto, les ordenó hiciesen una salida de la Acradina, y a la tercera
división la dirigieron contra el punto llamado Epípolas Dinarco y Demáreto, que
habían venido con los últimos socorros de Corinto. Hecha, pues, esta acometida a
un tiempo por todas partes, y volviendo la espalda en precipitada fuga las
tropas de Hícetes, el que se tomara la ciudad con el alcázar, quedando todo
prontamente sujeto con la fuga de los enemigos, justo es que se atribuya al
valor de los combatientes y a la pericia del general: pero el que no muriera, ni
aun siquiera fuese herido, ninguno de los Corintios, obra fue precisamente de la
fortuna de Timoleón, como si ésta contendiera con su virtud, para que los que lo
entendiesen admiraran más su dicha que sus loables prendas; pues la fama no
solamente corrió al punto por toda la Sicilia y por toda la Italia, sino que en
breves días se difundió el eco de este admirable triunfo por la Grecia; de
manera que cuando en Corinto se dudaba si la armada había aportado, a un tiempo
recibieron la noticia del arribo y de la victoria; ¡tan prósperamente corrieron
los sucesos y tanto se complació la Fortuna en añadirla presteza a la brillantez
de aquellas hazañas! 22
Apoderado de la ciudadela, no le sucedió lo que a Dion, ni guardó respeto a
aquel sitio por su belleza y por lo costoso de sus edificios, sino que, evitando
la sospecha con que primero se calumnió a aquel, y después se le perdió, hizo
echar pregón de que aquel de los Siracusanos que quisiera se presentara con su
piqueta y tomara parte en la destrucción de aquellos baluartes de la tiranía.
Como todos hubiesen concurrido, tomando como principio seguro de la libertad el
pregón aquel y aquel día, no sólo destruyeron y derribaron el alcázar, sino
también las casas y monumentos de los tiranos. En seguida hizo limpiar e igualar
el suelo, y edificó allí los tribunales, congraciándose así más con los
ciudadanos, y sobreponiendo la democracia el despotismo. Advirtió, luego de
tomada la ciudad, que carecía de ciudadanos, habiendo perecido unos en las
guerras y tumultos, y habiendo huido otros de las sucesivas tiranías; así la
plaza pública de Siracusa había criado, por la falta de concurrencia, tanta y
tan espesa maleza, que se apacentaban en ella los caballos, teniendo la hierba
por cama los palafreneros. Las demás ciudades, a excepción de muy pocas, se
habían hecho refugio de ciervos y jabalíes, y en las inmediaciones, al piemismo
de las murallas, cazaban muchas veces los aficionados a este ejercicio; y los
que habitaban en los fuertes y presidios ninguno acudía a los llamamientos ni
bajaba a la ciudad, sino que todos miraban con horror y odio la plaza, el
gobierno y tribuna, de donde les habían brotado los más de los tiranos.
Determinaron, pues, Timoleón y los de Siracusa escribir a los Corintios para que
de la Grecia enviaran habitantes a aquella ciudad, puesto que su país no temía
ser perturbado, y a ellos, de parte del África, les amenazaba una cruda guerra,
habiendo entendido que los Cartagineses habían puesto en una cruz el cadáver de
Magón, que se había dado muerte a sí mismo, en odio de su mal gobierno, y que
venían con grandes fuerzas para pasar a Sicilia en aquel verano. 23
Llevadas estas cartas de parte de Timoleón, y llegando también embajadores de
los Siracusanos, que les rogaban atendieran a aquella colonia y se hicieran por
segunda vez sus fundadores, no se valieron los Corintios de esta ocasión para
saciar su codicia, ni se apropiaron aquella ciudad, sino que. en primer lugar,
se dirigieron a los juegos sagrados de la Grecia y a las grandes concurrencias,
anunciando por pregón que los Corintios, que en Siracusa habían destruido la
tiranía y habían lanzado de allí al tirano, llamaron a los Siracusanos y a los
demás de Sicilia que quisieran habitar en aquella ciudad, para que, como libres
e independientes, se repartieran por suertes el país con igualdad y con
justicia; enviaron después mensajeros al Asia y las islas donde sabían haberse
establecido muchos de los desterrados, invitándolos a todos a pasar a Corinto,
donde tomarían a su cargo enviarlos con escolta, con buques y generales a sus
propias expensas a Siracusa. Con semejantes pregones se ganó Corinto la más
justa y apreciable alabanza y la envidia de otros pueblos por haber libertado de
tiranos, haber salvado de los bárbaros y haber entregado a sus propios
ciudadanos aquella región. No considerándose en bastante número los que
concurrieron a Corinto, hicieron diligencias para que se les agregaran más
colonos del mismo Corinto y del resto de la Grecia, y cuando hubo como unos diez
mil, se embarcaron para Siracusa. También de la Italia y de Sicilia se habían
reunido ya muchos a Timoleón, llegando, según refiere Atanis, a sesenta mil, a
los cuales les repartió el terreno y les vendió las casas en mil talentos,
haciendo a los antiguos Siracusanos la gracia de que pudieran comprar las suyas
y, proporcionando al mismo tiempo abundancia de fondos al pueblo, tan gastado
con los demás males y con la guerra, que fue preciso vender las estatuas,
votándose sobre cada una y entablándose un juicio, como cuando a los empleados
se les piden cuentas; en tales términos, que se refiere haber conservado los
Siracusanos, cuando daban sentencia contra las otras estatuas, la del tirano
Gelón el mayor, guardándole este honor y respeto por la victoria que en Hímera
ganó a los Cartagineses. 24
Enriquecida y repoblada la ciudad de esta manera por acudir a ella ciudadanos de
todas partes, quiso Timoleón poner en libertad a las demás ciudades y acabar
enteramente con las tiranías de la Sicilia; marchando, pues, con las tropas a
sus capitales, redujo a Hícetes a la necesidad de separarse de los Cartagineses
y de convenir por un tratado en destruir las ciudades y vivir como particular en
Leoncio: a Léptines, que tenía tiranizada a Apolonia y otros muchos pueblos, y
que cuando se vio en peligro de ser hecho prisionero si entraba en lid, se le
rindió a discreción, lo trató con indulgencia y lo hizo conducir a Corinto,
teniendo por cosa gloriosa para la metrópoli el que los Griegos vieran a los
tiranos de la Sicilia vivir en el destierro y la humillación. Queriendo, por
otra porte, que los estipendiarios vivieran de la milicia y no estuvieran
ociosos, aunque él se restituyó a Siracusa para atender al establecimiento del
gobierno, ayudándose para lo más principal y delicado de estas tareas de Céfalo
y Dionisio, legisladores que habían venido de Corinto, envió contra las
posesiones de los Cartagineses a Dinarco y Demáreto; los cuales, sacando muchas
ciudades del poder de los bárbaros, no sólo consiguieron vivir en la abundancia,
sino que con el botín recogieron fondos para la guerra. 25
Dirígese en tanto la armada de los Cartagineses al Lilibeo, conduciendo sesenta
mil hombres de tropa, doscientas galeras y mil barcos, que traían a bordo
máquinas y carros con víveres abundantes y todas las demás provisiones, no ya
para hacer parcialmente la guerra, sino para arrojar a los Griegos de toda la
Sicilia, siendo aquella fuerza suficiente para sojuzgar a los Sicilianos, aun
cuando no estuvieran debilitados y gastados con sus mutuas contiendas; y cuando
entendieron que su territorio había sido devastado, encendiéronse en ira contra
los Corintios, siendo sus caudillos Asdrúbal y Amílcar. Llegada esta nueva
velozmente a Siracusa, de tal manera se acobardaron los Siracusanos a la vista
de tan desmedidas fuerzas, que de tan grande número de ciudadanos apenas tres
mil tuvieron ánimo para tomar las armas y juntarse con Timoleón. Los
estipendiarios eran cuatro mil, y aun de éstos unos mil desertaron de miedo en
la marcha, dándose a entender que Timoleón no estaba en su acuerdo, sino que
deliraba por la edad, yendo con cinco mil infantes y mil caballos contra setenta
mil enemigos y desviando sus fuerzas de Siracusa el camino de ocho días, con lo
que ni los que huyesen tendrían salvamento ni los que muriesen sepulcro. Mas
Timoleón reputó a ganancia el que éstos hubiesen manifestado su cobardía antes
de la ocasión, y alentando a los otros los condujo a marchas forzadas al río
Crimeso, adonde oyó haberse dirigido también los Cartagineses. 26
Iba subiendo a un collado, vencido el cual habían de descubrirse el ejército y
todas las fuerzas de los enemigos, cuando llegaron a ellos unas acémilas
cargadas de apios; a los soldados les ocurrió que era mala señal, porque tenemos
la costumbre de coronar por piedad con apio los monumentos de los muertos, y de
aquí nació el proverbio que dice, respecto del que se halla peligrosamente
enfermo, que aquel está ya pidiendo apio. Queriendo, pues, apartarlos de
semejante superstición y disipar su desconfianza, parando la marcha, les habló
Timoleón en los términos que el caso pedía, y les dijo: “Que antes de la
victoria la corona por sí misma se les venía a la mano, porque los Corintios
coronan con apio a los que vencen en los Juegos Ístmicos, teniendo a esta planta
por una insignia sagrada y propia de su país”. Pues ya entonces era de apio la
corona de los Juegos ístmicos, como lo es ahora de los Nemeos, y no mucho antes
había sido de pino. Hablando, pues, Timoleón a los soldados en la forma que
hemos dicho, y tomando unas hojas de apio, se coronó el primero: después de él
lo hicieron los jefes, y luego la tropa. Divisaron entonces los adivinos dos
águilas que por allí pasaban, de las cuales la una llevaba un dragón despedazado
entre las garras, y la otra en su vuelo daba grandes y descompasados chillidos;
mostráronlas, pues, a los soldados, y todos se movieron a hacer votos y
plegarias a los Dioses. 27
Era entonces la estación del verano, a fines del mes Targelión, cuando ya el
tiempo tocaba en el solsticio; y formando el río una densa niebla, al principio
cubría con su oscuridad la ribera y nada podía verse enemigos; solamente llegaba
al collado un eco indeterminado y confuso, causado a lo lejos por un ejército
tan numeroso. Mas luego que los Corintios acabaron de allanar el collado, y que
dejando los escudos empezaron a tomar aliento, levantándose ya el Sol y alzando
del suelo los vapores, espesado y condensado el aire en la parte superior,
cubrió las alturas, quedando libres los terrenos bajos; descubrióse entonces el
Crimeso, y se vio que le estaban pasando los enemigos, primero con los carros
ordenados en batalla de un modo terrible, y en pos de ellos con diez mil
infantes cuyos escudos eran blancos. Conjeturóse que éstos eran Cartagineses por
la brillantez de sus arreos y por el apiñamiento y orden de su marcha.
Agolpábanse luego todas las demás naciones y emprendían el paso en desorden y
confusión; lo que advertido por Timoleón conoció al punto que el río le
proporcionaba tomar de la muchedumbre de los enemigos aquellos con quienes
quisiera pelear. Ordenó, pues, que sus soldados que miraran la falange de los
enemigos dividida por la corriente, habiendo pasado unos y estando otros por
pasar, y mandó a Demáreto que con la caballería acometiese a los Cartagineses y
desordenara su formación antes de verificarse. Bajó entonces al llano y
encomendó a otros Sicilianos el mando de las dos alas, poniendo en cada una de
ellas unos cuantos extranjeros; en el centro, tomando él mismo a los Siracusanos
y lo más escogido de los estipendiarios, se paró por un breve instante para
notar las operaciones de la caballería; mas viendo que los carros que discurrían
delante de las filas no la dejaban venir a las manos con los Cartagineses, sino
que muchas veces para no desordenarse la precisaban a hacer rodeos y dar en esta
forma frecuentes acometidas, embrazando el escudo y gritando a los infantes que
le siguiesen con denuedo, pareció que su voz fue mucho más fuerte y penetrante
que de ordinario, bien fuese porque en aquel conflicto y con aquel calor se
acrecentase efectivamente la voz, o porque algún Genio, según entonces lo
creyeron muchos, le ayudase a gritar y gritase con él. Contestando aquellos
inmediatamente al grito, y pidiéndole que los guiase y no se detuviese, hizo
señal a la caballería para que acometiese por fuera de la línea de los carros y
cargara por el ala a los enemigos; y él, cerrando la vanguardia, que se cubrió
con los escudos, y dando orden de tocar a los trompetas, marchó para los
Cartagineses. 28
Sostuvieron éstos con valor el primer encuentro, y con tener defendido el cuerpo
con corazas de hierro y morriones de bronce, y oponer unos anchos escudos
pudieron esquivar los golpes de lanza. Mas cuando la pelea vino a las espadas,
obra ya no menos de la destreza que la pujanza, repentinamente empezaron a
desprenderse de los montes terribles truenos y encendidos relámpagos, y
descendiendo al lugar de la contienda la nube desde los collados y alturas,
trayendo consigo lluvia, viento y granizo, a los Griegos les daba por la
espalda, mas a los bárbaros heríalos en la cara y deslumbrábales la vista,
siendo continua la lluvia borrascosa y las llamaradas que partían de las nubes;
cosas que de mil maneras afligían, especialmente a los bisoños. Incomodaba
también no menos que los truenos el ruido de las armas, heridas de la espesa
lluvia y los granizos, por cuanto impedía que se oyesen las órdenes de los
caudillos. Además, yendo los Cartagineses nada ligeros en cuanto al armamento,
sino de sobra defendidos, como hemos dicho, estorbábales el barro, y los senos
de las túnicas llenos de agua les impedían manejarse con presteza en el combate,
cuando los Griegos estaban muy listos para ofenderlos; y si caían, les era
absolutamente imposible levantarse del lodo, a causa de las armas. El Crimeso
también, desbordado ya con los que pasaban, se había aumentado con las lluvias;
y la llanura inmediata, teniendo muchas desigualdades y hoyos, estaba llena de
arroyuelos que corrían fuera de cauce, con los que, detenidos los Cartagineses,
con dificultad podían salvarse. Por último, continuando la tormenta, y habiendo
los Griegos deshecho la primera línea, que era de unos cuatrocientos hombres,
todo el ejército se entregó a la huída. Muchos, alcanzados todavía en la
llanura, allí perecieron; a otra gran parte, tropezando con los que todavía se
hallaban pasando el río, los arrebató y destruyó su corriente; y a los más, que
se encaminaban a las alturas los persiguieron y deshicieron las tropas ligeras.
Dícese que de diez mil muertos, tres mil eran Cartagineses: grande luto para
aquella ciudad, porque ningunos otros les hacían ventaja, ni en origen, ni en
riquezas, ni en reputación y no había memoria de que en una sola acción hubieran
muerto jamás tantos Cartagineses, pues que echando comúnmente mano de Africanos,
de Españoles y Númidas, la pérdida en sus derrotas era siempre ajena. 29
Advirtieron también los Griegos en los despojos la distinción de los vencidos,
deteniéndose poco los que los despojaban en el bronce y el hierro: ¡tan
abundante andaba la plata, y en tanta copia era el oro! Pues pasando el río
cogieron el campamento con todas las brigadas. Muchos de los cautivos fueron
ocultados por los soldados; pero aun presentaron en total hasta cinco mil, y
también se cogieron doscientos carros. Mas lo que hacía una hermosa y magnífica
vista era la tienda de Timoleón, alrededor de la cual estaban amontonados
despojos de toda especie, entre ellos mil corazas primorosas por la materia y
por la obra, y diez mil escudos. Siendo pocos para despojar a muchos, y
hallándose con ricas presas, apenas al tercero día después de la batalla pudo
erigirse el trofeo. Con la noticia de la victoria envió Timoleón a Corinto las
más hermosas armaduras de las del botín, queriendo que su patria excitase en
todos los hombres una gloriosa emulación al ver en sola aquella ciudad de la
Grecia los más magníficos templos, no adornados con despojos griegos, ni
enriquecidos con indecorosos monumentos de ofrendas que hubieran sido fruto de
la muerte de los de un mismo origen y una misma familia, sino con presas hechas
a los bárbaros, cuyas inscripciones acreditaban a un tiempo el valor y la
justicia de los vencedores, diciendo que los Corintios y Timoleón, su general,
haciendo libres de los Cartagineses a los Griegos que habitaban en la Sicilia,
habían hecho a los Dioses aquella ofrenda. 30
Dejando en seguida en el ejército a los estipendiarios para correr y molestar la
provincia de los Cartagineses, se encamino a Siracusa, y a aquellos mil
estipendiarios que le abandonaron antes de la batalla les mandó por pregón salir
de Sicilia, obligándolos a estar fuera de Siracusa antes de ponerse el sol.
Navegaron, pues, a Italia, donde perecieron a mano de los Brecianos contra la fe
de los tratados, imponiéndoles así algún Genio la justa pena de su traición.
Mamerco, tirano de Catana, e Hícetes, fuese por envidia de las victorias de
Timoleón, o por temerle como hombre de quien nada debían esperar, y que ningún
trato quería tener con los tiranos, hicieron alianza con los Cartagineses y les
enviaron a decir mandaran fuerzas y un general, si no querían ser absolutamente
arrojados de la Sicilia. Vino, pues, Giscón trayendo sesenta galeras y soldados
Griegos estipendiarios, siendo así que nunca antes los Cartagineses habían
echado mano de los Griegos; mas entonces tenían de ellos la más alta opinión,
juzgándolos por los más invencibles y valientes de todos los hombres. Reunidos
de común acuerdo en la Mesenia, dieron muerte a cuatrocientos de los
estipendiarios de Timoleón que habían sido enviados en su auxilio; y en la
provincia de los Cartagineses, habiéndose armado asechanzas cerca del pueblo
llamado Ietas a los estipendiarios mandados por Éutimo Leucadio, todos
perecieron: con lo que la dicha de Timoleón adquirió aún mayor nombradía: porque
habían sido de los que con Filomelo de Focea y con Onomarco habían tomado a
Delfos, haciéndose participantes de su sacrilegio. Aborrecidos, por tanto, y
abominados de todos, andando errantes por el Peloponeso, fueron acogidos por
Timoleón a falta de otros soldados; venidos con él a Sicilia, en todas las
batallas en que a su lado se hallaron, hubieron la victoria; mas luego que
tuvieron fin aquellos grandes y reñidos combates, enviados a dar auxilio a
diferentes puntos, murieron o cayeron en cautiverio, no todos a la vez, sino por
partes: atestiguando este modo de su castigo que en él intervenía la buena
suerte de Timoleón, para que del castigo de los malos ningún daño resultase a
los buenos. De esta manera vino a suceder que no menos resplandeció la
benevolencia de los Dioses para con Timoleón en las cosas que pareció serle
adversas, que en aquellas en que salió triunfante. 31
Los más de los Siracusanos estaban incomodadísimos de verse a cada momento
denostados por los tiranos. Especialmente Mamerco, muy ufano con que componía
poemas y tragedias, y engreído con haber vencido a los estipendiarios, al hacer
a los Dioses la consagración de los escudos, había puesto por inscripción un
dístico elegíaco muy afrentoso, de este tenor: Estas rodelas que relumbran tanto
con púrpura, marfil, electro y oro, con escudos de a palmo las tomamos. Después
de estos sucesos, habiendo Timoleón pasado con sus fuerzas a la Calabria,
invadió Hícetes a Siracusa, donde tomó un rico botín, haciendo grandes daños y
ofensas, y en seguida se encaminó también a la Calabria, no haciendo cuenta de
Timoleón, que tenía poca gente. Dejóle éste adelantarse, y luego se puso en su
persecución con la caballería y las tropas ligeras. Entendiólo Hícetes, y
habiendo pasado el río Damiria, se paró al otro lado en actitud de defenderse,
contribuyendo a darle osadía la dificultad del paso y lo escarpado del terreno
por la una y otra orilla. Detuvo la batalla una disputa y contienda extraña
entre los capitanes de Timoleón, porque ninguno quería ser el último en acometer
a los enemigos, sino que cada uno aspiraba a ser el primero; así el paso se hizo
en desorden, empujándose y atropellándose unos a otros. Quiso Timoleón que
echaran suertes, para lo que tomó un anillo de cada uno, echólos todos en una
punta de su manto, y habiéndolos revuelto, se halló que el primero tenía grabado
por sello un trofeo, y luego que los jóvenes lo observaron, alzando con aquel
gozo grande gritería, ya no esperaron otra suerte, sino que pasando
precipitadamente el río por el orden en que estaban cayeron con ímpetu sobre los
enemigos, los cuales no sostuvieron el choque, sino que dieron a huir,
abandonando todos las armas, y en el alcance murieron como unos mil de ellos. 32
Marchando de allí a poco con su ejército Timoleón al territorio de los
Leontinos, tomó vivo a Hícetes, a su hijo Eupólemo y al general de la
caballería, Éutimo, que fueron aprehendidos por sus propios soldados y
conducidos a su presencia; Hícetes y su hijo sufrieron la muerte, que tenían
merecida, como tiranos y traidores. Éutimo, sin embargo de ser hombre de valor
para los combates y distinguido por su arrojo, no alcanzó compasión, por una
expresión injuriosa contra los Corintios, de la que era acusado; porque se
refería que cuando los Corintios movieron contra ellos, arengando a los
Leontinos, les había dicho que nada había que debiera causar miedo o espanto en
que: Hubieran las mujeres de Corinto salido o no salido de sus casas. Así es que
los más sufrimos peor las malas palabras que las malas obras, porque es más
difícil de llevar el desprecio que la pérdida; y el vengarse con obras se
permite como necesario a los enemigos; pero los dichos injuriosos parece que
nacen de sobrado rencor y sobrada malicia. 33
Vuelto Timoleón, los Siracusanos, formados en junta pública para este juicio,
condenaron a muerte a la mujer e hijas de Hícetes; de todos los hechos de
Timoleón es éste el que menos favor le hace; pues parece que si lo hubiese
querido impedir, no se habría impuesto tal pena a aquellas mujeres. Mas se cree
que no se mezcló en ello, abandonándolas al encono de los ciudadanos, que
tomaban en ellas venganza por Dión, el que expulsó a Dionisio; fue, en efecto,
Hícetes el que arrojó vivos al mar a la mujer de Dión, Áreta; a su hermana,
Aristómaca, y a su hijo, todavía pequeño; de lo que hemos hablado en la vida de
Dión. 34
Marchando después de esto con su ejército a Catana contra Mamerco, que le
aguardó en orden de batalla junto al arroyo Ábolo, le venció y derrotó con
muerte de unos dos mil, de los cuales eran no pequeña parte los Fenicios,
enviados como auxilio por Giscón. De resulta de esto, le pidieron los
Cartagineses la paz, y se vino en ella con las condiciones de quedar a Siracusa
todo el terreno dentro del río Lico; que serían libres, todos los que quisiesen,
de ir a establecerse a Siracusa, entregándoseles sus bienes y familias, y que se
apartarían de la alianza con los tiranos. Mamerco, desalentado ya en sus
esperanzas, navegaba a Italia para concitar a los de Luca contra Timoleón y los
Siracusanos. Mas habiendo cambiado de rumbo con sus naves los que iban con él, y
dirigídose a Sicilia, donde hicieron a Timoleón entrega de Catana, se vió en la
precisión de acogerse a Mesana, buscando el amparo de Hipón, tirano de aquella
ciudad. Vino contra ellos Timoleón y les puso sitio por tierra y por mar, e
Hipón, al querer huir en un buque, fue apresado y puesto en manos de los
Mesenios, los cuales convocaron a los muchachos de las escuelas para que vieran
como el más agradable espectáculo el castigo de un tirano; le condujeron al
teatro, y allí le azotaron hasta quitarle la vida. Mamerco se entregó a Timoleón
para ser juzgado por los Siracusanos, bajo la condición de que Timoleón no le
acusase. Conducido a Siracusa, se presento al pueblo, e intentó pronunciar un
discurso que tenía compuesto de antemano; pero siendo interrumpido y observando
que de la junta no podía esperar nada favorable, arrojando la capa en medio del
teatro, dio a correr, y con aquel ímpetu fue a estrellarse de cabeza en uno de
los asientos para quitarse la vida; mas no consiguió que fuese aquella su
muerte, sino que se le alcanzó todavía con vida y se le hizo sufrir la pena de
los salteadores. 35
Desarraigó, pues, Timoleón las tiranías y dio fin a las guerras del modo que se
ha referido. En cuanto a la isla toda, que la encontró irritada con sus males y
mirada con tedio de sus habitantes, de tal manera la aplacó e hizo apetecible,
que vinieron otros habitantes a un punto del que antes se habían retirado sus
propios ciudadanos; porque entonces se repoblaron Agrigento y Gela, ciudades
grandes que hicieron los Cartagineses abandonar con motivo de la guerra ática;
viniendo a habitar la una Megelo y Feristo desde Elea, y la otra Gorgo, desde
Ceo, trayendo consigo a los antiguos ciudadanos. Así, procurando no solamente
seguridad y reposo después de tales agitaciones a los que en ellas se
establecían, sino proporcionándoles todavía otras muchas cosas, y dándoles
aliento, fue de sus ciudadanos mirado y venerado como fundador. Los mismos eran
los sentimientos de todos los demás hacia él, y ni en la terminación de una
guerra, ni en la formación de una ley, ni en el establecimiento de una colonia,
ni en el arreglo de un gobierno, parecía haberse acertado si él no intervenía, y
si como perfeccionador de la obra no contribuía a exornarla, añadiéndole cierta
gracia sobresaliente y como divina. 36
Muchos Griegos había habido antes de él que se habían hecho ilustres y que
habían ejecutado grandes cosas, de cuyo número son Timoteo, Agesilao, Pelópidas
y aquel a quien más se propuso imitar Timoleón, Epaminondas; mas las hazañas de
éstos presentan lo brillante confundido con cierta violencia y esfuerzo, tanto,
que en algunas tuvo lugar la reprensión y el arrepentimiento, mientras que
cuando en todos los hechos de Timoleón, si ponemos fuera de cuenta el estrecho
en que se vio respecto del hermano, ninguno hay al que no le convenga, como dice
Timeo, aquella exclamación de Sófocles: ¿Qué Afrodita o Amores, sacros Dioses,
han puesto aquí su poderosa mano? Porque así como la poesía de Antímaco y los
cuadros de Dionisio, ambos Colofonios, en que hay fuerza y valentía, tienen el
aire de cosas hechas con esfuerzo, y muy trabajadas, y en las pinturas de
Nicómaco y en los versos de Homero al vigor y gracia se agrega el parecer que
están hechos con gran soltura y facilidad, de la misma manera, comparados los
generalatos de Epaminondas y Agesilao, servidos con dificultad y grande esfuerzo
con el generalato de Timoleón, en el que hubo tanta facilidad como esplendor, no
le parecerá éste, al que bien le advierta, obra de la Fortuna, sino de una
virtud afortunada. Con todo, él atribuyó siempre a la Fortuna sus buenos
sucesos, y tanto escribiendo a sus amigos de Corinto como arengando a los
Siracusanos dijo muchas veces daba gracias a Dios porque, teniendo determinado
salvara la Sicilia, había sobrepuesto su nombre de él en este decreto. Edificó
asimismo al lado de su casa un templo al Acaso, en que hizo sacrificio, y la
casa misma la consagró al sagrado Genio. Era ésta la que los Siracusanos le
habían regalado por premio de su acertado mando, juntamente con un terreno de lo
más agradable y delicioso, en el que se recreaba la mayor parte del tiempo,
habiendo hecho venir de Corinto a su mujer y sus hijos; pues ya no volvió allá,
ni se mezcló en las turbaciones de la Grecia, ni tampoco quiso incurrir en la
envidia por gobernar, en que suelen estrellarse los más de los generales por la
insaciable ansia de honores y mando, sino que pasó allí su vida, gozando de los
bienes que él mismo había proporcionado, de los cuales era el mayor ver tantas
ciudades y tantos millares de hombres que por él eran dichosos. 37
Mas como a la cogujada no puede faltarle moño, según Simónides, ni tampoco al
gobierno popular calumniador, tomaron por su cuenta a Timoleón estos dos
alborotadores Lafistio y Deméneto. Pedía Lafistio que diese fianzas en cierta
causa, y él no permitió a los ciudadanos que se alborotaran y se lo impidieran,
diciendo que había llevado con gusto tantos trabajos y peligros para poner a los
Siracusanos en estado de que el que quisiera pudiera usar de las leyes. Deméneto
le acusaba en la junta pública de muchos capítulos por cosas de su mando; mas
nada le contestó, y solamente dijo que estaba muy reconocido a los Dioses por
ver a los Siracusanos en posesión de la libertad que tanto les había deseado.
Obró, pues, sin contradicción más grandes e ilustres hazañas que ninguno de los
Griegos antes de él; no hubo quien le aventajase en aquellas acciones a cuya
práctica suelen los sofistas excitar en sus panegíricos a los Griegos: de los
males que en lo antiguo afligieron a la Grecia, debió a su fortuna el que le
hubiese sacado puro y sin mancha: a los bárbaros y a los tiranos les hizo
experimentar su valor y su pericia, como a los Griegos, y a todos sus amigos su
justicia y su mansedumbre: erigió a sus ciudadanos muchos trofeos de otros
tantos combates, que no les costaron lágrimas ni lloros; y en ocho años aún no
cabales entregó la Sicilia a sus habitantes, libre de sus envejecidos y como
nativos males. Entonces, ya siendo anciano, empezó a decaer de la vista, que del
todo perdió de allí a poco, no porque hubiese dado causa a ello embriagado con
su fortuna, sino, a lo que parece, por una enfermedad de familia que con la edad
concurrió a este accidente; pues se dice que no pocos de los que eran sus deudos
por linaje perdieron del mismo modo la vista, acortándoseles por la vejez.
Atanis refiere que fue en el campamento, durante la guerra contra Hipón y
Mamerco en Milas, donde empezó a acortársele la vista, no dudándose ya de que
iba a perderla: mas que con todo no por eso alzó el sitio, sino que continuó la
guerra hasta apoderarse de los tiranos; y que luego que volvió a Siracusa,
depuso inmediatamente el mando, pidiendo la relevación a los ciudadanos, en
vista de que ya los negocios habían sido llevados al más feliz término. 38
El que hubiese llevado sin pesadumbre este infortunio no será quizá de grande
admiración; mas lo que sí debe causarla es el honor y veneración que estando ya
ciego le manifestaron los Siracusanos, haciéndole frecuentes visitas y llevando
a su casa y a su propiedad a los viajantes forasteros para que viesen a su
bienhechor, contándoles con reconocimiento el que hubiese preferido quedarse con
ellos a pasar sus días sin hacer caso de la gloriosa vuelta a la Grecia, que sus
admirables sucesos le habían preparado. Hicieron y determinaron en su honor
muchas y muy señaladas demostraciones, entre las que no cede a ninguna la de
haber decretado que el pueblo siracusano, siempre que se le ofreciere guerra
contra extranjeros, hubiera de valerse de general corintio. También era cosa
digna de verse lo que, cuando concurría a las juntas públicas, se hacía en su
honor: porque las cosas pequeñas las determinaban por sí: mas para los negocios
de importancia le llamaban: venía, pues, en carroza, y por la plaza se dirigía
al teatro, e introducido su carruaje, en el que iba sentado, el pueblo le
saludaba, nombrándole todos a una voz. Correspondíalos, y dando algún tiempo a
los obsequios y a las alabanzas, inquiría luego qué era de lo que se trataba, y
manifestaba su dictamen. Sancionado que era, sus ministros sacaban otra vez la
carroza del teatro, y los ciudadanos, despidiéndole con voces de júbilo y
alegría, despachaban después por sí lo que restaba de los negocios públicos. 39
Envejeciendo, pues, en medio de tanto honor y benevolencia como padre común de
todos, con muy pequeña ocasión, que agravó su edad, vino por fin a fallecer.
Diéronse algunos días a los Siracusanos para disponer su entierro y a los
circunvecinos y forasteros para concurrir a él. Dispusiéronse coros brillantes,
y jóvenes señalados de antemano por un decreto llevaron el féretro, ricamente
adornado, pasándolo por los alcázares tiránicos de los Dionisios, entonces
asolados. Acompañáronle millares de millares de hombres y mujeres, que hacían
una perspectiva muy decorosa, como en una solemnidad, llevando todos coronas y
vestidos de fiesta; mas los gritos y lágrimas, mezclados con los elogios del
muerto, lo que demostraban era, no un oficio de honor ni unas exequias ordenadas
de antemano, sino un dolor justo y el reconocimiento que inspira un amor
verdadero. últimamente, puesto el féretro en la pira, Demetrio, que era de los
heraldos el que tenía más voz, publicó este pregón que llevaba escrito: “El
pueblo de los Siracusanos ofrece doscientas minas para el entierro de Timoleón,
hijo de Timodemo, natural de Corinto, y decreta honrarle perpetuamente con
combates músicos, ecuestres y gimnásticos, porque, habiendo deshecho a los
tiranos, vencido a los bárbaros y repoblado muchas ciudades desiertas, dio leyes
a los Sicilianos”. Púsose su monumento en la plaza, y cercándole más adelante
con pórticos y edificando palestras, formaron para los jóvenes un gimnasio, que
llamaron Timoleoncio: y ellos, disfrutando del gobierno y leyes que les
estableció, por largo tiempo vivieron prósperos y felices.