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Es opinión que Marco Claudio, el que fue en Roma cinco veces cónsul, era hijo de otro Marco, y que entre los de su casa empezaron a llamarle Marcelo, lo que se interpreta Marcial, según nos dejó escrito Posidonio. Era realmente guerrero en el ejercicio y los conocimientos; en su cuerpo, robusto; en las manos, ágil, y en su índole, muy inclinado a la guerra; y si bien en los combates se mostraba intrépido y fiero, en todo lo demás era prudente y humano, y aficionado a la literatura y escritos de los Griegos, hasta apreciar y admirar a los que en aquella sobresalían; aunque por sus ocupaciones no le fue dado aprender y ejercitarse en ella según sus deseos. Porque si Dios a algunos hombres, como dice Homero, De juventud hasta la edad cansada les concedió acabar sangrientas lides esto se verificó también con los principales Romanos de aquella edad, los cuales, de jóvenes, hicieron la guerra a los Cartagineses en Sicilia, en la edad varonil a los Galos por defender la Italia, y en la vejez otra vez a Aníbal y los Cartagineses, no pudiendo tener, como otros, reposo en sus últimos años, sino siendo llamados continuamente a los ejércitos y a los mandos, según su generosa índole y su virtud.
En todo género de lid era Marcelo diestro y ejercitado; pero en los duelos y desafíos parece que aún se excedía a sí mismo; así, no hubo desafío que no aceptase, y en ninguno dejó de dar muerte a sus contrarios. En Sicilia salvó a su hermano Otacilio, que estaba para perecer, protegiéndolo con su escudo y dando muerte a los que le habían acosado: acción por la que, siendo todavía mozo, obtuvo de los generales coronas y premios. Como hubiese adelantado en la pública estimación, el pueblo le nombró edil, una de las más brillantes dignidades, y los sacerdotes, Agorero, que es una especie de sacerdocio, al que la ley concedió la investigación y conservación de la adivinación por las aves. Siendo edil, se vio en la necesidad de seguir una causa muy repugnante. Tenía un hijo de su mismo nombre, dotado de singular belleza y a mismo tiempo muy estimado de los ciudadanos por su modestia e instrucción, y Capitolino, colega de Marcelo hombre vicioso y disoluto, le requirió de amores. El joven, al principio, guardó dentro de su pecho aquel mal intento; mas como aquel hubiese repetido y él lo hubiese revelado a su padre, indignado Marcelo acusó a su colega ante el Senado. Puso el denunciado por obra toda especie de subterfugios y enredos, pidiendo la intercesión de los tribunos, y, como se excusasen de prestarla, se defendía con la negativa. No podía producirse testigo ninguno de la seducción, por lo que se resolvió hacer comparecer al joven en el Senado; y traído que fue, con ver su rubor y sus lágrimas, y que en su aspecto con la vergüenza resplandecía una ardiente ira, no necesitaron de más conjeturas para condenar a Capitolino y multarlo en una crecida suma, con la que Marcelo hizo labrar un lebrillo de plata, que consagró a los Dioses.
Sucedió que, fenecida la primera Guerra Púnica al año vigésimosegundo, amenazaron a Roma principios de nuevas disensiones con los Galos: porque los Insubres, habitantes de la parte de Italia que está al pie de los Alpespueblo también galo-, ya de gran poder por sí mismos, allegaban otras fuerzas, convocando a los que de los Galos sirven a soldada, los cuales se llaman Gesatas: habiendo sido cosa prodigiosa y de gran dicha para Roma que esta guerra céltica no hubiese concurrido con la africana, sino que los Galos, como si entraran de sustitutos, no se hubieran movido mientras duraba aquella contienda y después tratasen de acometer a los vencedores y de provocarlos cuando ya estaban ociosos. No dejó, con todo, el país mismo de ser gran parte para que viniese temor en los Romanos, conmovidos con la idea de una guerra de la misma región, ya por la vecindad, y ya también por el antiguo renombre de los Galos; los cuales se ve haber sido muy formidables a los Romanos, que por ellos fueron desposeídos de su ciudad, pues que de resulta de este suceso establecieron por ley que los sacerdotes fuesen exentos de la milicia, a no que sobreviniera otra guerra con los Galos. Daban también indicio de este miedo mismos preparativos- porque se pusieron sobre las armas tantos millares de hombres cuantos nunca se vieron a la vez ni antes ni después- y las novedades que se hicieron en orden a los sacrificios: pues siendo así que nada admitían de los bárbaros ni de los extranjeros, sino que siguiendo principalmente las opiniones de los Griegos eran píos y humanos en las cosas de la religión, al estar ya próxima la guerra se vieron en la necesidad de obedecer a unos oráculos de las Sibilas, y según ellos, a enterrar vivos, en la plaza que llaman de los Bueyes, a dos Griegos, varón y hembra, y del mismo modo a dos Galos: por los cuales Griegos y Galos hacen aún hoy en el mes de noviembre ciertas arcanas e invisibles ceremonias.
Los primeros combates alternaron entre victorias y descalabros, sin que condujesen a un término seguro; mientras los cónsules Flaminio y Furio hacían la guerra con poderosos ejércitos a los Insubres, se vio que el río que atraviesa la campiña Picena corría teñido en sangre, y se dijo asimismo que hacia Arímino habían aparecido tres lunas. Además, los sacerdotes, que tienen a su cargo observar las aves, anunciaron que los agüeros de éstas al tiempo de los comicios consulares habían sido contrarios a los cónsules: por todo lo cual al punto se enviaron cartas al ejército citando y llamando a éstos para que, restituidos a Roma, abdicaran cuanto antes y nada se apresuraran a hacer como cónsules contra los enemigos. Recibió las cartas Flaminio, y no quiso abrirlas sin haber antes entrado en acción con los bárbaros, a los que puso en fuga y les corrió la tierra. Regresó luego a Roma con muchos despojos, pero el pueblo no salió a recibirle; y por no haber cumplido así que fue llamado ni haberse mostrado obediente a las cartas, estuvo en muy poco que no perdiese la votación del triunfo; por tanto, no bien acabada la solemnidad de éste, le redujo a la clase de particular, precisándole, a renunciar al consulado juntamente con su colega: ¡tanta era la piedad de los romanos en referirlo todo a los Dioses! Así- es que aun presentando en cambio los más prósperos acontecimientos, no aprobaban el desdén de los agüeros recibidos, creyendo que para la salud de la patria conducía más el que los magistrados reverencias en las cosas de la religión que el que vencieran a los enemigos.
Por este término, hallándose cónsul Tiberio Sempronio, varón que por su valor y probidad era de los Romanos tenido en el mayor aprecio, declaró por sus sucesores a Escipión Nasica y Gayo Marcio; y cuando ya estaban éstos en sus respectivas provincias, registrando los apuntes sobre ritos religiosos, halló por casualidad que se le había pasado una de las prevenciones trasmitidas por los mayores, que era ésta: cuando el general para tomar los agüeros fuera de la población ocupaba casa o tienda arrendada, y después por algún motivo tenía que volver a la ciudad sin haber obtenido señales ciertas, era preciso que dejara aquella mansión arrendada y tomara otra para empezar en ella la ceremonia desde el principio. Esto era justamente lo que Tiberio había ignorado, y tomó dos veces los agüeros en un mismo punto para declarar cónsules a los que dejamos dicho. Advirtió por fin su error, y lo hizo presente al Senado, el cual no miró con desprecio esta falta, aunque pequeña, sino que escribió a los cónsules, y éstos, dejando las provincias, se apresuraron a volver a Roma e hicieron dimisión de su dignidad: aunque esto sucedió más adelante. Mas por aquellos mismos tiempos, a dos sacerdotes de los más distinguidos se les privó del sacerdocio: a Cornelio Cetego, por no haber distribuido por el orden prescrito las entrañas de las víctimas, y a Quinto Suplicio, porque en el acto de estar sacrificando se le cayó de la cabeza el bonete que llevan los llamados Flámines. También estando el dictador Minucio nombrando por maestre de la caballería a Gayo Flaminio, porque en el acto se oyó el rechinamiento de un ratón, retiraron sus votos a entrambos y nombraron otros. Mas aunque tanta exactitud ponían en estas cosas que parecen pequeñas, no por eso tenía parte superstición ninguna en no alterar ni omitir nada de las prácticas heredadas.
Hecha la abdicación por Flaminio y su colega, fue designado cónsul Marcelo por los que llaman interreyes, y luego que entró en posesión de su cargo, le dieron por colega a Gneo Cornelio. Dícese que como los Galos diesen muchos pasos hacia la reconciliación, y también el Senado se inclinase a la paz, Marcelo irritó al pueblo para que apeteciese la guerra; y aun sin embargo de que llegó a hacerse la paz, los Galos mismos parece que obligaron a la guerra, pasando los Alpes y alborotando a los Insubres; porque siendo unos treinta mil, se unieron a éstos, que les excedían mucho en número, y llenos de altanería marcharon sin detención contra Acerra, ciudad fundada a las orillas del Po; de allí salía el rey de los Gesatas, Virdómaro, con unos diez mil hombres, y talaba todo el país por donde discurre este río. Luego que esto llegó a los oídos de Marcelo, dejando a su colega por la parte de Acerra con toda la infantería, toda la tropa de línea y el tercio de la tropa de línea y el tercio de la de a caballo, y tomando consigo lo restante de la caballería y de las tropas más ligeras, hasta unos seiscientos hombres, movió sus reales y aceleró la marcha, sin aflojar ni de día ni de noche, hasta que alcanzó a los diez mil Gesatas hacia el pueblo llamado Clastidio, caserío otro tiempo de los Galos, que hacía poco habían entrado en la obediencia de los Romanos. No le fue dado rehacerse y dar algún reposo a su tropa, porque pronto tuvieron los bárbaros antecedentes de su venida, y la miraron con desprecio, por ser muy poca la infantería y no dar los Celtas a su caballería importancia ninguna: pues sobre ser tenidos por diestrísimos y sobresalientes en este modo de combatir, con mucho excedían también en el número a Marcelo. Por tanto, para llevársele de calle, marcharon sin dilación contra él con gran ímpetu y terribles amenazas, precediéndoles el rey. Marcelo, para que no se le adelantaran y envolvieran viéndole con tan pocos llevó con prontitud a bastante distancia sus escuadrones de caballería, y adelgazando su ala la extendió mucho, hasta que se puso cerca de los enemigos. En el acto mismo de lanzarse contra estos, sucedió que su caballo, inquietado con los relinchos de la caballería contraria, volvió grupa para llevar hacia atrás a Marcelo. Él entonces, temiendo que este accidente diese motivo a alguna superstición de los Romanos, hizo uso del freno y volvió repentinamente el caballo frente a los enemigos, adorando al Sol; como que no por acaso sino de intento y con aquel mismo objeto había hecho a su caballo dar vuelta, porque girando en torno es como los Romanos acostumbran a adorar a los Dioses, y al tiempo de embestir a los enemigos se dice haber hecho voto a Júpiter Feretrio de consagrarle las más hermosas armas de los enemigos.
En esto le echó de ver el rey de los Gesatas, y conjeturando por las insignias que aquel era el general, picó a su caballo y se adelantó mucho a los demás, provocándole a grandes voces y, blandiendo su lanza; era superior a los demás Galos y sobresalía entre ellos por su talla y por toda su armadura, en que brillaban el oro, la plata y la variedad de los colores, con lo que venía a ser como rayo de luz entre nubes. Llevaba Marcelo su vista por toda la hueste enemiga, y como al descubrir aquellas armas le pareciesen las más hermosas de todas y se le ofreciese que con ellas había de cumplir su voto, arremetiendo contra su dueño le atravesó con la lanza la coraza y con el encuentro del caballo le hizo perder la silla y caer al suelo todavía con vida; pero repitiéndole segundo y tercer golpe acabó luego con él. Apeóse en seguida, y luego que tomó en la mano las armas del caído, alzando los ojos al cielo, exclamó: “¡Oh Júpiter Feretrio, tú que registras los designios y las grandes hazañas de los generales en las guerras y en las batallas, tú eres testigo de que con mi propia mano he traspasado y dado muerte a este enemigo, siendo general, a otro general, y siendo cónsul, a un rey; conságrote, pues, estos primeros y excelentísimos despojos; tú concédeme para lo que resta una ventura igual a estos principios!” En esto acometió la caballería, peleando, no con la caballería separada, sino también con la infantería que allí se agolpó, y alcanzó un especial, glorioso e incomparable triunfo, pues no hay memoria de que tan pocos de a caballo hubiesen vencido jamás a tanta caballería e infantería juntas. Dióse muerte a un gran número, y cogiendo muchas armas y despojos, volvió a unirse con su colega, que combatía desventajosamente con los Celtas, junto a la ciudad mayor y más populosa de los Galos. Llámase Milán, y los Celtas la reconocen por metrópoli; por lo cual, peleando con particular denuedo en su defensa, habían conseguido sitiar al sitiador Cornelio. Volviendo en esta sazón Marcelo, los Gesatas, luego que entendieron la derrota y muerte de su rey, se retiraron; Milán fue tomada, y los Celtas espontáneamente entregaron las demás ciudades y se sometieron con todas sus cosas a los Romanos, que les concedieron la paz con equitativas condiciones.
Decretado por el Senado el triunfo solamente a Marcelo, apareció éste en la pompa, si se atiende a la brillantez, riqueza y copia de los despojos, y al número de los cautivos, magnífico y admirable como los que más; pero el espectáculo más agradable y nuevo era ver que él mismo conducía al templo de Júpiter la armadura del bárbaro, para lo cual había hecho cortar el tronco de una frondosa encina, y disponiéndolo como trofeo puso ligadas y pendientes de él todas las piezas, acomodándolas con cierto orden y gracia; y al marchar el acompañamiento púsose al hombro el tronco, subió a la carroza, y como estatua de sí mismo, adornada con el más vistoso de los trofeos, así atravesó la ciudad. Seguía el ejército con lucientes armas, entonando odas e himnos triunfales en loor del dios y del general. De esta manera continué la pompa, y, llegada al templo de Júpiter Feretrio, subió a él e hizo la consagración, siendo el tercero y el último hasta nuestra edad, porque Rómulo fue el primero que trajo iguales despojos, de Acrón, rey de los Ceninenses; el segundo Cornelio Coso, de Tolumio, Etrusco, y después de estos Marcelo, de Virdómaro, rey de los Galos, y después de Marcelo, nadie. Dase al dios a quien se hizo la ofrenda el nombre de Júpiter Feretrio, según unos, por habérsele llevado el trofeo en un féretro, como derivado de la lengua griega, muy mezclada entonces con la latina; según otros, ésta es denominación propia de Júpiter Fulminante, porque al herir o lisiar los Latinos le llaman ferire. Otros, finalmente, dicen que se tomó el nombre del mismo golpe o acto de herir en la guerra, porque en las batallas, cuando persiguen a los enemigos, repitiendo la palabra “hiere”, se excitan unos a otros. Al botín comúnmente le llaman despojos; pero a los de esta clase les dicen con especial denominación opimos; y se refiere que en los comentarios de Numa Pompilio se hace mención de opimos primeros, segundos y terceros; mandando que los primeros que se tomaban se consagrasen a Júpiter Feretrio; los segundos, a Marte, y los terceros, a Quirino; y que por prez del valor recibían el primero trescientos ases, doscientos el segundo, ciento el tercero; acerca de las cuales cosas prevalece además la opinión de que entre aquellos sólo son honoríficos los que se toman los primeros en batalla campal, dando muerte el un general al otro; mas baste ya de este punto. Los Romanos tuvieron en tanto esta victoria y el modo con que se terminó esta guerra, que de los rescates enviaron en ofrenda a Apolo Pitio una salvilla de oro, y de los despojos, además de partir largamente con las ciudades confederadas, regalaron asimismo considerable porción a Hierón, tirano de Siracusa, que era también amigo y aliado.
Cuando Aníbal invadió la Italia había sido Marcelo enviado a Sicilia con una armada. Sucedió luego la calamidad de Canas, muriendo muchos millares de Romanos en aquella batalla y retirándose a Canusio aquellos pocos que habían podido salvarse. Como se temiese que Aníbal acudiría, al punto a tomar a Roma con la facilidad con que había deshecho lo más robusto de sus tropas, Marcelo fue el primero que desde las naves envió a Roma para su guarnición mil y setecientos hombres. Comunicósele luego una orden del Senado, y, pasando en su virtud a Canusio, recogió las que allí se habían refugiado y los sacó fuera de muros, para no dejar a discreción el país. De los Romanos, los varones propios para el mando y de opinión en las cosas de la guerra, los más habían muerto en las acciones, y en Fabio Máximo, que era el que gozaba de mayor autoridad por su justificación y su prudencia, culpaban el detenimiento en las determinaciones, para no arriesgarse a descalabros, notándole de inactivo e irresoluto. Juzgando, pues, que si bien éste era cual les convenía para consultar a su seguridad, no era el general que también necesitaban para ofender a su vez, volvieron los ojos a Marcelo, y contraponiendo y como mezclando su osadía y arrojo con la moderación y previsión de aquel, los fueron nombrando, ora cónsules a ambos y ora cónsul al uno y procónsul al otro. Refiere Posidonio a este propósito que a Fabio le llamaban escudo, y a Marcelo, espada, y el mismo Aníbal solía decir que a Fabio le temía como a ayo, y a Marcelo, como a antagonista; porque de aquel era contenido para que no hiciese daño, y de éste lo recibía.
En primer lugar, como en el ejército por las mismas victorias de Aníbal se hubiese introducido mucha insubordinación e indisciplina, a los soldados separados de los reales que corrían el país los destrozaba, debilitando por este medio sus fuerzas. Después, yendo en auxilio de Nápoles y de Nola, a los Napolitanos los alentó y confirmó, porque de suyo eran amigos seguros de Roma, y entrando en Nola, los encontró en sedición, porque el Senado no podía reducir ni gobernar al pueblo que anibalizaba o se mostraba del partido de Aníbal, y es que había en aquella ciudad un hombre de los principales en linaje, y muy ilustre por su valor, llamado Bandio, el cual, en Canas, había peleado con extraordinario valor, habiendo dado muerte a muchos Cartagineses, a la postre se le había encontrado entre los cadáveres traspasado su cuerpo de muchos dardos, de lo que admirado Aníbal, no sólo le dejó ir libre sin rescate, sino que le dio dádivas, y le hizo su amigo y huésped. Correspondiendo, pues, Bandio, agradecido a este favor, era uno de los que anibalizaban con más ardor, y, como tenía influjo, incitaba al pueblo a la deserción. No tenía Marcelo por justo deshacerse de un hombre a quien la fortuna había distinguido tanto y que había tenido parte con los Romanos en sus más memorables batallas, y como además fuese por su carácter dulce y humano en el trato, e inclinado a excitar en los hombres sentimientos de honor, habiéndole en una ocasión saludado Bandio, le preguntó quién era, no porque no le conociese mucho tiempo había, sino para buscar algún principio y motivo de entrar en conversación. Cuando le respondió “soy Lucio Bandio”, mostrando alegrarse y maravillarse: “¡Cómo!- le respondió.- ¿Tú eres aquel Bandio de quien tanto se ha hablado en Roma, con motivo de la batalla de Canas, diciéndose haber sido tú el único que no abandonó al cónsul Paulo Emilio, sino que aún esperaste y recibiste en tu propio cuerpo los dardos que contra aquel se lanzaban?” Contestándole Bandio y mostrando además algunas de sus heridas, “pues teniendo- continuó Marcelo- tales señales de amistad hacia nosotros, ¿por qué no te has presentado al instante? ¿O crees que nos sabemos recompensar la virtud de unos amigos que vemos acatados de nuestros contrarios?” Además de halagarle y atraerle de esta manera, le regaló un caballo hecho a la guerra y quinientas dracmas.
Desde entonces Bandio fue para Marcelo el compañero y auxiliar de mayor confianza y el más temible denunciador y acusador de los que eran de contrario partido; había muchos, y tenían meditado, cuando los Romanos saliesen contra los enemigos, robarles el bagaje. Por tanto, Marcelo, formando sus tropas dentro de la ciudad, colocó junto a las puertas todo el carruaje, e intimó a los Nolanos que no se aproximasen a las murallas; notábanse éstas desiertas de defensores, y esto indujo a Aníbal a marchar con poco orden, pareciéndole que los de la ciudad estaban tumultuados. Entonces Marcelo, dando orden de abrir la puerta que tenía próxima, hizo una salida, llevando a sus órdenes lo más brillante de la caballería, y dio de frente sobre los enemigos; a poco salieron por otra puerta los de infantería con ímpetu y algazara, y después de éstos, mientras Aníbal dividía sus fuerzas, se abrió la tercera puerta, y por ella salieron los restantes, y por todas partes hostigaron a unos hombres sobrecogidos con lo inesperado del caso, y que se defendían mal de los que ya tenían entre manos, por los que últimamente habían sobrevenido. Y ésta fue la primera ocasión en que las tropas de Aníbal cedieron a los Romanos, acosadas de éstos con gran mortandad y muchas heridas hasta su campamento, pues se dice que perecieron sobre cinco mil, no habiendo muerto de los Romanos más de quinientos. Livio no confirma el que hubiese sido tan grande la derrota ni tanta la mortandad de los enemigos; pero sí conviene en que de resultas de esta acción adquirió Marcelo gran renombre, y a los Romanos se les infundió mucho aliento, como que no peleaban contra un enemigo invicto o irresistible, sino contra uno que ya, decían, estaba sujeto a descalabros.
Por esta causa, habiendo muerto uno de los cónsules, llamó el pueblo para que le sucediese a Marcelo, que se hallaba ausente, dilatando la elección contra la voluntad de los demás magistrados hasta que regresó del ejército. Fue, pues, nombrado cónsul por todos los votos; pero al celebrarse los comicios hubo truenos, y los sacerdotes no tuvieron por faustos los agüeros, sino que no se atrevieron a disolver la Junta por temor del pueblo; mas él mismo hizo dimisión de su dignidad. Con todo, no por esto rehusó el mando del ejército, sino que con el nombramiento de procónsul volvió otra vez al campamento de Nola, donde causó graves daños a los que habían tomado el partido del Cartaginés. Sobrevino éste repentinamente contra él, y como le provocase a batalla campal, no tuvo entonces por conveniente el empeñarla, con lo que aquel destinó a merodear la mayor parte de su ejército; cuando menos pensaba en batalla, se la presentó Marcelo, que había dado a su infantería lanzas largas, como las que usaban en los combates navales, y la había enseñado a herir de lejos a los Cartagineses, que no eran tiradores, y sólo usaban de dardos cortos con que herían a la mano. Así, en aquella ocasión volvieron la espalda a los Romanos cuantos concurrieron, y se entregaron a una no disimulada fuga, con pérdida de unos cinco mil hombres muertos, y cuatro elefantes muertos asimismo, y otros dos que se cogieron vivos. Pero lo más singular de todo fue que al tercer día, después de la batalla, se le pasaron de los Iberos y Númidas de a caballo más de trescientos, cosa nunca antes sucedida a Aníbal, que con tener un ejército compuesto de varias y diversas gentes, por mucho tiempo lo había conservado en una misma voluntad; éstos, después, permanecieron siempre fieles a Marcelo y a los generales que le sucedieron.
Nombrado Marcelo cónsul por tercera vez, se embarcó para la Sicilia a causa de que los prósperos sucesos de Aníbal habían vuelto a despertar en los Cartagineses el deseo de recobrar aquella isla, con la oportunidad también de andar alborotados los de Siracusa, después de la muerte de Jerónimo, su tirano; los Romanos, por los mismos motivos, habían también enviado antes algunas fuerzas al mando de Apio. Al encargarse de ellas Marcelo, se le presentaron muchos Romanos, que se hallaban en la aflicción siguiente: de los que en Canas pelearon contra Aníbal, unos huyeron y otros fueron cautivados, en tal número, que pareció no haber quedado a los Romanos quien pudiera defender las murallas, y con todo conservaron tal entereza y magnitud, que, restituyéndoles Aníbal los cautivos por muy corto rescate, no los quisieron recibir, sino que antes los desecharon, no haciendo caso de que a unos les dieran muerte y a otros los vendieran fuera de Italia, y a los que volvieron de su fuga, que fueron muchos, los hicieron marchar a la Sicilia, bajo la condición de no volver a Italia mientras se pelease contra Aníbal. Éstos, pues, se presentaron en gran número a Marcelo, y echándose por tierra le pedían con gritería y lágrimas que los admitiese en el ejército, prometiéndole que harían ver con obras haber sufrido aquella derrota, más por desgracia que no por cobardía. Compadecido Marcelo, escribió al Senado pidiéndole el permiso para completar con ellos las bajas del ejército. Disputóse sobre ella en el Senado, y su dictamen fue que los Romanos, para las cosas de la república, ninguna necesidad tenían de hombres cobardes; con todo, que si Marcelo quería servirse de ellos, a ninguno se habían de dar las coronas y premios que los generales conceden al valor. Esta resolución fue muy sensible a Marcelo, y cuando después de la guerra de Sicilia volvió a Roma, se quejó al Senado de que en recompensa de sus grandes servicios no le hubiesen permitido mejorar la mala suerte de tantos ciudadanos.
En Sicilia lo primero que entonces le ocurrió fue haber sido calumniado por Hipócrates, gobernador de los Siracusanos, que, a fin de congraciarse con los Cartagineses, y también para negociar en su favor la tiranía de aquel pueblo, había hecho perecer a muchos Romanos cerca de Leontinos. Tomó, pues, Marcelo esta ciudad a viva fuerza, y lo que es a los Leontinos en nada los ofendió, pero a todos los tránsfugas que pudo haber a la mano los hizo azotar y quitarles la vida. En consecuencia de esto, la primera noticia que Hipócrates hizo llegar a Siracusa fue que Marcelo hacía degollar sin compasión a todos los Leontinos, y cuando por esta causa estaban en la mayor agitación vino sobre la ciudad y se apoderó de ella. Marcelo, con esta ocasión, se puso en marcha con todo su ejército con dirección a Siracusa, y sentando sus reales en los alrededores envió mensajeros que pusieran en claro lo ocurrido con los Leontinos; mas no habiendo adelantado nada ni logrado desengañar a los Siracusanos, porque el partido de Hipócrates era el que dominaba, acometió a la ciudad por tierra y por mar a un tiempo, mandando Apio el ejército y él mismo en persona sesenta galeras de cinco órdenes, llenas de toda especie de armas, manuales y arrojadizas. Había formado un gran puente sobre ocho barcas ligadas unas con otras, y llevando sobre él una máquina se dirigía contra los muros, muy confiado en la muchedumbre y excelencia de tales preparativos y en la gloria que tenía adquirida; de todo lo cual hacían muy poca cuenta Arquímedes y sus inventos. No se había dedicado a ellos Arquímedes ex profeso, sino que le entretenían, y eran como juegos de la geometría a que era dado. En el principio fue el tirano Hierón quien estimuló hacía ellos su ambición, persuadiéndole que convirtiese alguna parte de aquella ciencia de las cosas intelectuales a las sensibles, y que, aplicando sus conocimientos a los usos de la vida, hiciese que le entrasen por los ojos a la muchedumbre. Fueron, es cierto, Eudoxo y Arquitas los que empezaron a poner en movimiento el arte tan apreciado y tan aplaudido de la maquinaria, exornando con cierta elegancia la geometría, y confirmando, por medio de ejemplos sensibles y mecánicos, ciertos problemas que no admitían la demostración lógica y conveniente; como por ejemplo: el problema no sujeto a demostración de las dos medias proporcionales, principio y elemento necesario para gran número de figuras, que llevaron uno y otro a una material inspección por medio de líneas intermedias colocadas entro líneas curvas y segmentos. Mas después que Platón se indispuso e indignó contra ellos, porque degradaban y echaban a perder lo más excelente de la geometría con trasladarla de lo incorpóreo e intelectual a lo sensible y emplearla en los cuerpos que son objeto de oficios toscos y manuales, decayó la mecánica separada de la geometría y desdeñada de los filósofos, viniendo a ser, por lo tanto, una de las artes militares. Arquímedes, pues, pariente y amigo de Hierón, le escribió que, con una potencia dada, se puede mover un peso igualmente dado; y jugando, como suele decirse, con la fuerza de la. demostración, le aseguró que si le dieran otra Tierra movería ésta después de pasar a aquella. Maravillado Hierón, y pidiéndole que verificara con obras este problema e hiciese ostensible cómo se movía alguna gran mole con una potencia pequeña, compró para ello un gran transporte de tres velas del arsenal del rey, que fue sacado a tierra con mucho trabajo y a fuerza de un gran número de brazos; cargóle de gente y del peso que solía echársele, y sentado lejos de él, sin esfuerzo alguno y con sólo mover con la mano el cabo de una máquina de gran fuerza atractiva lo llevó así derecho y sin detención, como si corriese por el mar. Pasmóse el rey, y convencido del poder del arte, encargó a Arquímedes que le construyese toda especie de máquinas de sitio, bien fuese para defenderse o bien para atacar; de las cuales él no hizo uso, habiendo pasado la mayor parte de su vida exento de guerra y en la mayor comodidad; pero entonces tuvieron los Siracusanos prontos para aquel menester las máquinas y al artífice.
Al acometer, pues, los Romanos por dos partes, fue grande el sobresalto de los Siracusanos y su inmovilidad a causa del miedo, creyendo que nada había que oponer a tal ímpetu y a tantas fuerzas; pero poniendo en juego Arquímedes sus máquinas ocurrió a un mismo tiempo el ejército y la armada de aquellos. Al ejército, con armas arrojadizas de todo género y con piedras de una mole inmensa, despedidas con increíble violencia y celeridad, las cuales no habiendo nada que resistiese a su paso, obligaban a muchos a la fuga y rompían la formación. En cuanto a las naves, a unas las asían por medio de grandes maderos con punta, que repentinamente aparecieron en el aire saliendo desde la muralla, y, alzándose en alto con unos contrapesos, las hacían luego sumirse en el mar, y a otras, levantándolas rectas por la proa con garfios de hierro semejantes al pico de las grullas, las hacían caer en el agua por la popa, o atrayéndolas y arrastrándolas con máquinas que calaban adentro las estrellaban en las rocas y escollos que abundaban bajo la muralla, con gran ruina de la tripulación. A veces hubo nave que suspendida en alto dentro del mismo mar, y arrojada en él y vuelta a levantar, fue un espectáculo terrible hasta que estrellados o expelidos los marineros, vino a caer vacía sobre los muros, o se deslizó por soltarse el garfio que la asía. Llamábase sambuca la máquina que Marcelo traía sobre el puente, por la semejanza de su forma con aquel instrumento músico; mas cuando todavía estaba bien lejos de la muralla, se lanzó contra ella una piedra de peso de diez talentos, y luego segunda y tercera, de las cuales algunas, cayendo sobre la misma máquina con gran estruendo y conmoción, destruyeron el piso, rompieron su enlace y la desquiciaron del puente; con lo que, confundido y dudoso Marcelo, se retiró a toda prisa con las naves y dio orden para que también se retirasen las tropas. Tuvieron consejo, y les pareció probar si podrían aproximarse a los muros por la noche, porque siendo de gran fuerza las máquinas de que usaba Arquímedes, no podían menos de hacer largos sus tiros, y puestos ellos allí serían del todo vanos, por no tener la proyección bastante espacio. Mas, a lo que parece, aquel se había prevenido de antemano con instrumentos que tenían movimientos proporcionados a toda distancia, con dardos cortos y no largas lanzas, teniendo además prontos escorpiones que por muchas y espesas troneras pudiesen herir de cerca sin ser vistos de los enemigos.
Acercáronse, pues, pensando no ser vistos, pero al punto dieron otra vez con los dardos, y eran heridos con piedras que les caían sobre la cabeza perpendicularmente; y como del muro también tirasen por todas partes contra ellos, hubieron de retroceder; y aun cuando estaban a distancia, llovían los dardos y los alcanzaban en la retirada, causándoles gran pérdida y un continuo choque de las naves unas con otras, sin que en nada pudiesen ofender a los enemigos, porque Arquímedes había puesto la mayor parte de sus máquinas al abrigo de la muralla. Parecía, por tanto, que los Romanos repetían la guerra a los Dioses, según repentinamente habían venido sobre ellos millares de plagas.
Marcelo pudo retirarse, y, motejando a sus técnicos y fabricantes de máquinas: “¿No cesaremos- les decíade guerrear contra ese geómetra Briareo, que usando nuestras naves como copas las ha arrojado al mar y todavía se aventaja a los fabulosos centimanos, lanzando contra nosotros tal copia de dardos?” Y en realidad todos los Siracusanos venían a ser como el cuerpo de las máquinas de Arquímedes, y una sola alma la que todo lo agitaba y ponía en movimiento, no empleándose para nada las demás armas, y haciendo la ciudad uso de solos aquellos para ofender y defenderse. Finalmente, echando de ver Marcelo que los Romanos habían cobrado tal horror, que, lo mismo era ponerse mano sobre la muralla en una cuerda o en un madero, empezaban a gritar que Arquímedes ponía en juego una máquina contra ellos, y volvían en fuga la espalda, tuvo que cesar en toda invasión y ataque, remitiendo a sólo el tiempo el término feliz del asedio. En cuanto a Arquímedes, fue tanto su juicio, tan grande su ingenio y tal su riqueza en teoremas, que sobre aquellos objetos que le habían dado el nombre y gloria de una inteligencia sobrehumana no permitió dejar nada escrito; y es que tenía por innoble y ministerial toda ocupación en la mecánica y todo arte aplicado a nuestros usos, y ponía únicamente su deseo de sobresalir en aquellas cosas que llevan consigo lo bello y excelente, sin mezcla de nada servil, diversas y separadas de las demás, pero que hacen que se entable contienda entre la demostración y la materia; de parte de la una, por lo grande y lo bello, y de parte de la otra, por la exactitud y por el maravilloso poder; pues en toda la geometría no se encontrarán cuestiones más difíciles y enredosas, explicadas con elementos más sencillos ni más comprensibles; lo cual unos creen que debe atribuirse a la sublimidad de su ingenio, y otros, a un excesivo trabajo, siendo así que cada cosa parece después de hecha que no debió costar trabajo ni dificultad. Porque si se tratara de inventarlas, no sería dado a cualquiera acertar por sí solo con la demostración, y en aprendiéndolas, al punto nace en cada uno la opinión de que las habría hallado: ¡tanto es lo que facilitan y abrevian el camino para la demostración! Así, no hay cómo no dar crédito a lo que se refiere de que, halagado y entretenido de continuo por una sirena doméstica y familiar, se olvidaba del alimento y no cuidaba de su persona; y que llevado por fuerza a ungirse y bañarse, formaba figuras geométricas en el mismo hogar, y después de ungido tiraba líneas con el dedo, estando verdaderamente fuera de sí, y como poseído de las musas, por el sumo placer que en estas ocupaciones hallaba. Habiendo, pues, sido autor de muchos y muy excelentes inventos, dícese haber encargado a sus amigos y parientes que después de su muerte colocasen sobre su sepulcro un cilindro con una esfera circunscrita en él, poniendo por inscripción la razón del exceso entre el sólido continente y el contenido.
Siendo, pues, Arquímedes tal cual hemos manifestado, se conservó invencible a sí mismo, e hizo invencible a la ciudad en cuanto estuvo de su parte. Marcelo, durante el sitio, tomó a Mégara, una de las ciudades más antiguas de los Sicilianos, y se apoderó, cerca de Acilas, del campamento de Hipócrates, con muerte de más de ocho mil hombres, sorprendiéndolos en el acto de poner el valladar. Corrió además la mayor parte de la Sicilia, separando las ciudades del partido de los Cartagineses, y venció en batalla a todos cuantos se atrevieron a hacerle frente. Sucedió en el progreso del sitio haber hecho cautivo a un Espartano llamado Damasipo, que salió por mar de Siracusa; y como los Siracusanos deseasen recobrarle por rescate, y con este motivo se hubiesen tenido diferentes conferencias, puso en una de estas ocasiones la vista en una torre que estaba mal conservada y defendida, en la que podría introducir soldados ocultamente, siendo además el muro de fácil subida por aquella parte. Habíase hecho cargo con exactitud de la altura de éste en sus frecuentes idas y venidas a conferenciar por la parte de la torre, y tenía ya prevenidas las escalas; viendo, pues, que los Siracusanos, con motivo de celebrar una fiesta de Diana, estaban entregados al vino y a la diversión, no solamente tomó la torre sin ser sentido, sino que antes de hacerse de día había coronado de gente armada toda la muralla y quebrantado los Hexápilos. Cuando los Siracusanos llegaron a entenderlo, todo fue confusión y desorden, y como Marcelo mandase hacer señal con todas las trompetas a un tiempo, dieron a huir sobrecogidos de miedo, creyendo que nada les quedaba por tomar a los enemigos. Faltaba, sin embargo, la parte más bella, de más resistencia y extensión (que se llama la Acradina), porque su muralla separa la ciudad de afuera, de la cual a una parte dan el nombre de ciudad nueva , y a otra el de Tica.
Tomadas también éstas, al mismo amanecer marchó Marcelo por los Hexápilos, dándole el parabién todos los caudillos que estaban a sus órdenes; mas de él mismo se dice que al ver y registrar desde lo alto la grandeza y hermosura de semejante ciudad, derramó muchas lágrimas, compadeciéndose de lo que iba a suceder, por ofrecerse a su imaginación qué cambio iba a tener de allí a poco en su forma y aspecto, saqueada por el ejército. En efecto, ninguno de los jefes se atrevía a oponerse a los soldados, que habían pedido se les concediese el saqueo, y aun muchos clamaban por que se le diese fuego y se la asolase. En nada de todo esto convino Marcelo, y sólo por fuerza y con repugnancia condescendió en que se aprovecharan de los bienes y de los esclavos, sin que ni siquiera tocaran a las personas libres, mandando expresamente que no se diese muerte, ni se hiciese violencia, ni se esclavizase a ninguno de los Siracusanos. Pues con todo de dar órdenes tan moderadas, concibiólo que iba a padecer aquella ciudad; y en medio de tan grande satisfacción, se echó de ver lo que padecía su alma al considerar que dentro de breves momentos iba a desaparecer la brillante prosperidad de aquel pueblo, diciéndose que no se recogió menos riqueza en aquel saqueo que la que se allegó después en el de Cartago; porque habiéndose tomado por traición de allí a poco tiempo las demás partes de la ciudad , todo lo saquearon, a excepción de la riqueza de los palacios del tirano, la cual fue adjudicada al erario público. Mas lo que principalmente afligió a Marcelo fue lo que ocurrió con Arquímedes: hallábase éste casualmente entregado al examen de cierta figura matemática, y, fijos en ella su ánimo y su vista, no sintió la invasión de los Romanos ni la toma de la ciudad. Presentósele repentinamente un soldado, dándole orden de que le siguiese a casa de Marcelo; pero él no quiso antes de resolver el problema y llevarlo hasta la demostración; con lo que, irritado el soldado, desenvainó la espada y le dio muerte. Otros dicen que ya el Romano se le presentó con la espada desnuda en actitud de matarle, y que al verle le rogó y suplicó que se esperara un poco, para no dejar imperfecto y oscuro lo que estaba investigando; de lo que el soldado no hizo caso y le pasó con la espada. Todavía hay cerca de esto otra relación, diciéndose que Arquímedes llevaba a Marcelo algunos instrumentos matemáticos, como cuadrantes, esferas y ángulos, con los que manifestaba a la vista la magnitud del Sol, y que dando con él los soldados, como creyesen que dentro llevaba oro, le mataron. Como quiera, lo que no puede dudarse es que Marcelo lo sintió mucho, que al soldado que le mató de su propia mano le mandó retirarse de su presencia como abominable, y que habiendo hecho buscar a sus deudos los trató con el mayor aprecio y distinción.
Para los de afuera tenían, sí, opinión los Romanos de ser terribles en la guerra y cuando se venía a las puñadas; pero no habían dado nunca ejemplos de indulgencia, de humanidad y de las demás virtudes políticas; y entonces por la primera vez hizo Marcelo ver a los Griegos que eran más justos los Romanos. Porque se portó de modo con los que tuvieron que entender con él, e hizo tanto bien a las ciudades, que si con los de Ena, los Megarenses o los Siracusanos intervino algún hecho de inmoderación, más deberá echarse la culpa a los que lo padecieron que a los que se vieron en la precisión de ejecutarlo. Haremos mención, entre muchos, de uno sollo de sus actos de bondad. Hay en Sicilia una ciudad llamada Engío, aunque pequeña, muy antigua y celebrada por la aparición de las Diosas a las que dicen las Madres, habiendo tradición de que el templo fue obra de los Cretenses; en él enseñan ciertas lanzas y ciertos yelmos de bronce, con inscripciones unos de Meríones y otros de Odiseo, consagrado todo en honor de las Diosas. Era esta ciudad de las más decididas de los Cartagineses, y Nicias, uno de los ciudadanos más principales, intentaba traerla al partido de los Romanos, hablándoles con la mayor claridad en las juntas y tratando con aspereza a los que le contradecían; pero estos, que temían su opinión y su influjo, concibieron el designio de echarle mano y entregarle a los Cartagineses. Llególo a entender Nicias, y se resguardó, andando con cautela; pero sin reserva hizo correr opiniones poco piadosas acerca de las Madres, y ejecutó cosas que daban a entender que no creía y se burlaba de la aparición, con lo que se pusieron muy contentos sus enemigos, pareciéndoles que esto era dar armas contra sí mismo para lo que tenían meditado. Cuando iban a ponerlo por obra, había junta pública de los ciudadanos; en ella Nicias empezó a hablar y persuadir al pueblo, y en medio de esto, repentinamente se tiró al suelo, estando un poco desmayado; sucedió a esto, como es natural, un gran silencio y admiración, y entonces, levantando y moviendo la cabeza, con voz trémula y profunda empezó a articular, aumentando por grados el eco. Cuando vio que todo el pueblo estaba poseído de un mudo terror, arrojando el manto y rasgando la túnica dio a correr medio desnudo hacia la salida de la plaza, gritando que las Madres lo arrebataban. Nadie osaba acercársele y menos detenerle, por un temor supersticioso, sino que antes se apartaban, y así pudo encaminarse a todo correr hacia las puertas, sin omitir ninguno de los gritos y contorsiones que son propios de los endemoniados y poseídos. La mujer, que estaba en el secreto, y entraba a la parte en esta maquinación, tomando por la mano a sus hijos, empezó por postrarse delante del templo de las Diosas, y después, haciendo como que iba en busca de su marido perdido y desesperado, se marchó del pueblo sin que nadie se lo estorbase, y con toda seguridad, dirigiéndose ambos, salvos por este medio, a Siracusa a presentarse a Marcelo. Éste, que había recibido muchas ofensas y agravios de los Engíos, marchó allá e hizo encadenarlos a todos para tomar venganza; mas entonces Nicias acudió a él, y empleando los ruegos y las lágrimas, asiéndole de las manos y las rodillas, le pidió por sus ciudadanos, empezando por sus enemigos; apiadado Marcelo, los dejó libres a todos, sin haber causado a la ciudad la menor vejación, y a Nicias le hizo concesión de mucho terreno y le dio grandes presentes. Este hecho, es Posidonio el filósofo quien nos lo dejó escrito.
Por llamamiento de los Romanos volvió Marcelo a la guerra prolongada y doméstica, trayendo la mayor y más rica parte de las ofrendas votivas de los Siracusanos, para que sirviesen de recreo a su vista en el triunfo y a la ciudad de ornato; porque antes no había ni se conocía en ella objeto exquisito y primoroso, ni se veía nada que pudiera decirse gracioso, pulido y delicado, estando llena de armas de los bárbaros y de despojos sangrientos, que no hacían una vista alegre y exenta de temor y miedo propia de espectadores criados con regalo, sino que, como Epaminondas llamaba orquesta de Ares al territorio de la Beocia, y Jenofonte a Éfeso arsenal de la guerra, de la misma manera parece que cualquiera daría a Roma, según el lenguaje de Píndaro, la denominación de campo consagrado al belicoso Marte. Por esta causa Marcelo, que adornó la ciudad con objetos vistosos y agradables, en que se descubría la gracia y elegancia griega, se ganó la benevolencia del pueblo; pero Fabio Máximo, la de los ancianos, porque no recogió esta clase de objetos, ni los trasladó de Tarento cuando la tomó, sino que los otros bienes y las otras riquezas los extrajo; pero se dejó las estatuas, pronunciando aquella sentencia tan conocida: “Dejemos a los Tarentinos sus Dioses irritados”. Reprendían, pues, a Marcelo, lo primero porque había concitado odio y envidia a la ciudad, llevando en triunfo no sólo hombres, sino Dioses, cautivos, y lo segundo, porque al pueblo, acostumbrado a pelear y labrar, distante del regalo y la holgazanería, y que era a semejanza del Heracles de Eurípides. Nada artero en el mal, para el bien recto le llenó de ocio y de parlanchinería sobre las artes y los artistas, haciéndose placero y consumiendo en esto la mayor parte del día. Con todo, él hacía gala, aun entre los Griegos, de haber enseñado a los Romanos a apreciar y tener en admiración las preciosidades y primores de la Grecia, que antes no conocían.
Oponíanse los enemigos de Marcelo a que se le decretase el triunfo, porque todavía se había quedado algo que hacer en Sicilia, y porque concitaba envidia el tercer triunfo; mas convínose con ellos en que el triunfo grande y perfecto lo tendría fuera, yendo la tropa al monte Albano, y en la ciudad tendría el menor, al que llaman aclamación los Griegos y ovación los Romanos. En éste el que triunfa no va en carroza de cuatro caballos, ni se le corona de laurel, ni se le tañen trompas, sino que marcha a pie con calzado llano, acompañado de flautistas en gran número y coronado de mirto, como para mostrarse pacífico y benigno, más bien que formidable: lo que para mí es la señal más cierta de que en lo antiguo no tanto se distinguían entre sí ambos triunfos por la grandeza de las acciones como por su calidad; porque los que en batalla vencían de poder a poder a los enemigos, gozaban a lo que parece de aquel triunfo marcial, y, digámoslo así, imponedor de miedo, coronando profusamente con laurel las armas y los soldados, como se acostumbraba en las lustraciones de los ejércitos, y a los generales que, sin necesidad de guerra, con las conferencias y la persuasión terminaban felizmente las contiendas, les concedía la ley esta otra aclamación y pompa pacífica y conciliadora. Porque la flauta es instrumento de paz, y el mirto es el árbol de Venus, la más abominadora de la violencia y de la guerra entre todos los Dioses. La ovación no se llama así, como muchos opinan, de la voz griega que significa feliz canto o aclamación, pues que también el acompañamiento del otro triunfo da voces de aplauso y entona canciones; el nombre viene de haberlo aplicado los Griegos a sus usos, creyendo que en ello había algún particular culto a Baco, al que llamamos también Evio y Triambo. Mas aún no es de aquí de donde en verdad se deriva, sino de que en el triunfo grande los generales sacrificaban bueyes según el rito patrio, y en éste sacrificaban una res lanar a la que los Romanos llaman oveja, y de aquí a este triunfo se le dijo ovación. Será bueno asimismo examinar cómo el legislador de los Lacedemonios ordenó los sacrificios a la inversa del legislador romano; porque en Esparta el general que con estratagemas y la persuasión logra su intento sacrifica un buey, y el que ha tenido que venir a las manos sacrifica un gallo; y es que con todo de serlos mayores guerreros, creen que al hombre le está mejor alcanzar lo que se propone por medio del juicio y la prudencia que no por la fuerza y el valor; quédese, pues, esto todavía indeciso.
Había sido Marcelo creado cuarta vez cónsul, y sus enemigos ganaron a los Siracusanos para que se presentaran a acusarle y desacreditarle ante el Senado, por haberlos tratado con dureza contra el tenor de los pactos. Hallábase casualmente Marcelo ocupado en la solemnidad de un sacrificio en el Capitolio, y habiendo acudido los Siracusanos, cuando todavía estaba congregado el Senado, a pedir que se les admitiera a alegar y entablar el juicio, el colega los hizo salir, indignándose con ellos por tal intento, no hallándose Marcelo presente. Mas éste, habiéndolo entendido, vino al punto, y lo primero que hizo, sentándose en la silla curul, fue despachar lo que como cónsul le correspondía, y después que lo hubo terminado, bajó de su asiento, y en pie se puso como un particular en el sitio destinado a los que van a ser juzgados, dando lugar a que los Siracusanos entablaran su petición. Sobrecogiéronse éstos sobremanera con la autoridad y confianza de tan ilustre varón; y al que en las armas habían mirado como inexorable, todavía en la toga le tuvieron por más terrible y más grave. Pero, en fin, animados por los contrarios de Marcelo, dieron principio a la acusación, pronunciando un discurso en que, con la declamación propia del acto, iban mezclados los lamentos. Reducíase, en suma, a que, no obstante ser amigos y aliados de los Romanos, habían sufrido agravios de que otros generales se abstienen aun contra los enemigos. A esto respondió Marcelo, que, a pesar de las muchas ofensas y daños que habían hecho a los Romanos, no habían padecido, con haber sido tomada la ciudad a viva fuerza, más que aquello que es imposible evitar en tales casos, y que se habían visto en tal conflicto por culpa propia, y no haber querido escuchar sus amonestaciones; porque no habían sido violentados a pelear en defensa de sus tiranos, sino que ellos eran los que habían acalorado a éstos para el combate. Concluídos los discursos, salieron los Siracusanos, como es de costumbre, de la curia, y con ellos salió Marcelo, teniéndose el senado bajo la presidencia de su colega. Detúvose a la puerta del tribunal, sin alterar su natural porte, ni por miedo al juicio, ni por indignación contra los Siracusanos, esperando con mansedumbre y con modestia a que se pronunciase la sentencia. Luego que dados los votos se anunció que había vencido, los Siracusanos se arrojaron a sus pies, pidiéndole con lágrimas que aplacase su ira contra ellos y se compadeciera de la ciudad, que tenía presentes y agradecía sus beneficios; templado, pues, Marcelo se reconcilió con aquellos mismos, y a los demás Siracusanos les hizo siempre todo el bien que pudo; el Senado confirmó la libertad, las leyes y aquella parte de bienes que Marcelo les había concedido; en recompensas de lo cual, recibió también de los Siracusanos honores muy singulares, y, entre otros, el de haber hecho una ley para que, si Marcelo o alguno de sus descendientes aportase a Sicilia, los Siracusanos tomasen coronas y con ellas sacrificasen a los Dioses.
De allí partió con Aníbal, y siendo así que después de la batalla de Canas casi todos los generales y cónsules no tuvieron otro modo de contrarrestarlos que el de huir el cuerpo, no atreviéndose ninguno a esperarle y pelear en formación, él tomó el medio enteramente opuesto, creyendo que si con el tiempo se quebrantaba a Aníbal más pronto quedaba con él quebrantada la Italia, y juzgando que Fabio, con atenerse siempre a la seguridad, no curaba con el remedio conveniente la dolencia de la patria, pareciéndose, en el esperar a que debilitado el contrario apagase la guerra, a aquellos médicos irresolutos y tímidos en la curación de las enfermedades, que aguardan a ver si se debilita la fuerza del mal. Tomó en primer lugar las principales ciudades de los Samnitas que se habían rebelado y, en consecuencia de ello, gran cantidad de trigo que allí había, mucha riqueza, y los soldados de Aníbal que las guarnecían, que eran unos tres mil. A poco, como Aníbal hubiese dado muerte en la Apulia al procónsul Gneo Fulvio, con once tribunos más, y hubiese destrozado la mayor parte del ejército, envió Marcelo cartas a Roma, exhortando a los ciudadanos a que no desmayaran, porque se ponía en marcha para desvanecer el gozo de Aníbal. Acerca de lo cual dice Livio que, leídas estas cartas, no se disipó la pesadumbre, sino que se acrecentó con el miedo, por ser tanto mayor que la pérdida ya sucedida el temor de lo que recelaban, cuando Marcelo se aventajaba a Fulvio. Aquel, al punto, como lo había escrito, marchó a Lucania en persecución de Aníbal, y alcanzándole en las cercanías de la ciudad de Numistrón, donde había tomado posición en unos collados bastantes fuertes, él puso su campo en la llanura. Al día siguiente se anticipó a poner en orden su ejército, y bajando Aníbal se trabó una batalla que no tuvo éxito cierto o que fuese de importancia; con todo de que, habiendo empezado a las nueve de la mañana, con dificultad cesaron después de haber oscurecido. Al amanecer estuvo otra vez pronto con su ejército, formando entre los cadáveres, desde donde provocaba a Aníbal a la batalla; mas como éste se retirase, despojando los cadáveres de los contrarios y dando sepultura a los de los amigos, se puso de nuevo a perseguirle, y habiéndose librado de las muchas asechanzas que aquel le iba armando sin dar en ninguna, superior siempre en las escaramuzas de la retirada, se atrajo una grande admiración. Llegábase el tiempo de los comicios consulares, y el Senado tuvo por más conveniente hacer venir de Sicilia al otro cónsul que mover de su puesto a Marcelo en la lucha continua con Aníbal. Luego que llegó, le dio orden para que publicase por dictador a Quinto Fulvio: porque el que ejerce esta dignidad no es elegido ni por el pueblo ni por el Senado, sino que, presentándose ante la muchedumbre uno de los cónsules o de los pretores, nombra dictador a aquel que le parece, y por este dicho nombramiento se llama dictador el designado, porque al hablar o pronunciar le llaman los Romanos dicere; aunque a otros les parece que el dictador se llama así porque sin necesidad de votos o de autorización de otros para nada, él, por sí mismo, dicta lo que cree conveniente; porque también los Romanos a las determinaciones de los arcontes, que llaman los griegos ordenanzas, les dan el nombre de edictos.
Cuando vino de Sicilia el colega de Marcelo, quería que se proclamase a otro dictador; como fuese muy ajeno de su carácter el ser violento en su opinión, se hizo de noche a la vela para Sicilia; y de este modo el pueblo nombró dictador a Quinto Fulvio: con todo, el Senado escribió a Marcelo para que lo designase él mismo; y mostrándose obediente, lo ejecutó así, suscribiendo a los deseos del pueblo; y él fue otra vez designado para continuar en el mando con la dignidad de procónsul. Convino con Fabio Máximo en que éste se dirigiría contra Tarento, y que él, viniendo a las manos y distrayendo a Aníbal, le estorbaría que pudiera ir en socorro de los Tarentinos; en consecuencia de lo cual le acometió cerca de Canusio, y aunque éste mudaba de posiciones y andaba retirándose, se le aparecía por todas partes. Finalmente, estando paya fijar los reales, lo provocó con escaramuzas, y cuando iban a trabar la batalla, sobrevino la noche y los separo. Mas al día siguiente se halló ya Aníbal con que tenía su ejército sobre las armas; de manera que llegó a incomodarse, y reuniendo a los Cartagineses les rogó que en reñir aquella batalla excedieran a cuanto habían hecho en las anteriores: “Porque ya veis-les dijo- que no nos es dado reposar después de tantas victorias, ni tener holganza siendo los vencedores, si no espantamos a este hombre”; y con esto se comenzó la batalla. Parece que en ella, queriendo Marcelo usar de una estratagema que se vio ser intempestiva, cometió un yerro; en efecto, viendo maltratada su ala derecha, dio orden para que avanzara una de las legiones, y como este movimiento hubiese inducido turbación en los que peleaban, puso con esto la victoria en manos de los enemigos; habiendo muerto de los Romanos dos mil y setecientos hombres. Retiróse Marcelo a su campamento, y, reuniendo el ejército, le dijo que lo que era armas y cuerpos de Romanos, veía muchos; pero Romano, no veía ninguno. Pidiéronle perdón, y les respondió que no podía darlo a los vencidos, y sólo lo concedería si venciesen, pues al día siguiente habían de volver a la batalla, para que sus ciudadanos oyesen antes su victoria que su fuga; y dicho esto, mandó que a las escuadras vencidas se les repartiese cebada en vez de trigo; con lo que, sin embargo de que muchos se hallaban grave y peligrosamente heridos, se dice que ninguno sintió tanto en aquella ocasión sus males como estas palabras de Marcelo.
Al amanecer ya se vio expuesta, según la costumbre, la túnica de púrpura, que era el signo de que se iba a dar batalla, y, pidiendo las escuadras vencidas formar las primeras, les fue concedido: sacaron luego los tribunos las demás tropas, y anunciado que le fue a Aníbal: “¡Por Júpiter!”-exclamó- “¿Qué partido puede tomar nadie con un hombre que no sabe llevar ni la mala ni la buena suerte? Porque sólo él no da reposo cuando vence, ni le toma cuando es vencido; sino que siempre, a lo que se ve, tendremos que estar en pelea con un general que, para ser denodado y resuelto, ora salga bien, ora salga mal, halla siempre motivo en tenerse por afrentado”. Trabáronse con esto las haces, y como de hombres a hombres se pelease de una y otra parte con igualdad, dio orden Aníbal para que, colocando en la primera fila los elefantes, los opusieran a la infantería romana. Produjo al punto esta medida gran turbación y desordenen los que iban los primeros, y entonces, tomando la insignia uno de los tribunos, llamado Fabio, se puso delante e hiriendo con el hierro de la lanza al primero de los elefantes le hizo retroceder. Pegó éste con el que tenía a la espalda y le ahuyentó con todos los demás que le seguían. Apenas lo observó Marcelo, dio orden a la caballería para que con violencia cargara a los que estaban ya en desorden y acabara de desconcertar y poner en huída a los enemigos. Acometieron aquellos con denuedo, y siguieron acuchillando a los Cartagineses hasta su mismo campamento; también los elefantes, tanto los que morían como los heridos, causaron gran daño, porque se dice que los muertos fueron más de ocho mil. De los Romanos murieron unos tres mil; pero heridos lo fueron casi todos; y esto dio a Aníbal la facilidad de levantar cómodamente el campo y retirarse lejos de Marcelo; porque no estaba en estado de perseguirle por los muchos heridos, sino que con reposo se encaminó a la Campania y pasó el verano en Sinuesa, para que se repusieran los soldados.
Aníbal, luego que respiró de Marcelo, considerando su ejército como libre de toda atadura, corrió toda la Italia, poniéndola en combustión; de resultas de lo cual era en Roma desacreditado Marcelo. Sus enemigos, pues, excitaron para que le acusase a Publicio Bíbulo, uno de los tribunos de la plebe, hombre violento y que poseía el arte de la palabra: el cual, congregando muchas veces al pueblo, consiguió persuadirle que diera el mando a otro general, porque Marcelo- dijo-, habiéndose ejercitado un poco en la guerra, se ha retirado ya como de la palestra a los baños calientes, para cuidar de su persona. Llególo a entender Marcelo, y dejando encargado el ejército a los legados, marchó a Roma a vindicarse de aquellas calumnias, encontrándose con que ya se le había formado causa sobre ellas. Señalóse día, y reunido el pueblo en el Circo Flaminio, se levantó Bíbulo a hacer su acusación; defendióse Marcelo, diciendo por sí mismo pocas y muy sencillas razones; pero de los primeros y más señalados ciudadanos tomaron varios con intrepidez y energía su causa, advirtiendo a los demás que no se mostrasen menos rectos jueces que el mismo enemigo, condenando por cobardía a Marcelo, cuando era el único general de quien aquel huía, teniendo tan resuelto no pelear con éste como pelear con los demás. Oídos estos discursos, quedó el acusador tan frustrado en sus esperanzas, que, no solamente fue Marcelo absuelto de los cargos, sino que se le nombró por quinta vez cónsul.
Encargado del mando, lo primero que hizo fue apaciguar en la Etruria un gran movimiento que para la rebelión se había suscitado, visitando por sí mismo las ciudades. Quiso después dedicar un templo que con los despojos de la Sicilia había construido a la Gloria y a la Virtud; y como en la empresa le detuviesen los sacerdotes a causa de no tener por conforme que un solo templo contuviera dos divinidades, comenzó de nueva a edificar otro, no tanto por no llevar bien aquella oposición como por tenerla a mal agüero. Porque concurrieron a sobresaltarle diferentes prodigios, como haber sido tocados del rayo algunos templos, y haber roído los ratones el oro del templo de Júpiter. Díjose también que, un buey había articulado voz humana, y que había nacido un niño con cabeza de elefante, por lo que los agoreros, dificultando sobre las libaciones y los conjuros, le detuvieron en Roma, a pesar de su inquietud y ardimiento: pues no hubo jamás hombre inflamado de más vehemente deseo que el que tenía Marcelo de terminar la guerra con Aníbal. En esto soñaba por la noche; de esto conversaba con sus amigos y colegas; y su única voz para con los Dioses era que le diesen cautivar a Aníbal; y si hubiera sido posible que los dos ejércitos hubieran estado encerrados dentro de un mismo muro o de un mismo campamento, me parece que su mayor placer habría sido luchar con él; de manera que a no hallarle tan colmado de gloria y haber dado tantas pruebas de ser un general juicioso y prudente, podría acaso decirse que en este negocio había sido arrebatado de un ardor más juvenil que el que a su edad convenía: porque era ya de más de sesenta años cuando obtuvo el quinto consulado.
Hechos que fueron todos los sacrificios y purificaciones que los agoreros decretaron, partió con su colega a la guerra; y puesto entre las ciudades de Bancia y Venusia, provocó por bastante tiempo a Aníbal, el cual no bajó a presentar batalla; pero habiendo entendido que aquellos habían enviado tropas a los Locros Epicefirios, armándoles una celada al pie de la montaña de Petelia, les mató dos mil y quinientos hombres. Enardeció más esto a Marcelo para la batalla, y así acercó todavía mucho más sus fuerzas. En medio de los dos campos había un collado, que ofrecía bastante defensa, aunque poblado de muchos arbustos; el cual, además, tenía cañadas y concavidades a una y otra falda, abundando también en fuentes que despedían raudales de agua. Maravilláronse, pues, los Romanos de Aníbal que, habiendo sido el primero en tomar posiciones, no había ocupado aquel lugar, sino que lo había dejado a los enemigos; y es que, no obstante haberle parecido a propósito para acampar, lo juzgó más propio para poner celadas; y, prefiriendo el destinarlo a este objeto, sembró de tiradores y lanceros la espesura y las cañadas, persuadido de que la disposición del terreno atraería a los Romanos: esperanza que no le salió vana, porque al momento se movió en el ejército romano la conversación de que era preciso ocupar aquel puesto; y echándola de generales anunciaban que serían muy superiores a los enemigos fijando allí su campo o fortificando aquella altura. Túvose por conveniente que Marcelo se adelantase con algunos caballos a hacer un reconocimiento, mas antes, teniendo consigo un agorero, quiso sacrificar: y muerta la primera víctima, le mostró el agorero el hígado, que carecía de asidero; sacrificada luego la segunda, apareció un asidero de extraordinaria magnitud, y todo se manifestó sumamente fausto, con lo que se creyó desvanecido el primer susto: con todo, los agoreros insistían en que todavía aquello inducía mayor miedo y terror, porque la mezcla de lo próspero con lo adverso debía hacer sospechar mudanzas. Mas, como decía Píndaro: Al hado estatuido no le atajan ni fuego ardiente ni acerado muro. Marchó, pues, llevando consigo a su colega Crispino, y a su hijo, que era tribuno, con unos doscientos y veinte de a caballo, entre los cuales no había ningún Romano, sino que los más eran Etruscos, y como cuarenta Fregelanos, que siempre se habían mostrado obedientes y fieles a Marcelo. Como el collado era, según se ha dicho, poblado de espesura y sombrío, un hombre sentado en la eminencia estaba en observación de los enemigos, registrando, sin ser visto, el ejército de los Romanos, y, dando aviso de lo que pasaba a los lanceros, dejaron éstos que Marcelo, que se adelantaba en su reconocimiento, llegase cerca, y levantándose de pronto le cercaron a un tiempo por todas partes y empezaron a tirar dardos, a herir y a perseguir a los fugitivos, trabando pelea con los que hacían frente, que eran solos los cuarenta Fregelanos; los Etruscos, en efecto, fueron ahuyentados desde el principio, y éstos, dando la cara, se defendieron, protegiendo a los cónsules, hasta que Crispino, herido con dos dardos, dio a huir con su caballo y Marcelo fue traspasado por un costado con un hierro ancho, al que los Romanos llaman lanza. Entonces los pocos Fregelanos que estaban presentes le abandonaron viéndole ya en tierra, y arrebatando al hijo, que también se hallaba herido, se retiraron al campamento. Los muertos fueron poco más de cuarenta, quedando cautivo de los lictores cinco, y de los de a caballo diez y ocho. Murió también Crispino de sus heridas, habiendo sobrevivido muy pocos días; y entonces por la primera vez sufrieron los Romanos un descalabro nunca antes visto, que fue morir los dos cónsules en un mismo combate.
De todos los demás hizo Aníbal muy poca cuenta; pero al oír que Marcelo había muerto, marchó inmediatamente al sitio, y parándose ante el cadáver, estuvo mucho tiempo considerando la robustez y belleza de su persona, sin proferir expresión alguna de vanagloria, ni manifestar regocijo en su semblante, como otro quizá lo hubiera hecho al ver muerto tan grave y poderoso enemigo; sino que, admirado de lo extraño del caso, le quitó, sí, el anillo: pero adornando y componiendo el cuerpo con el conveniente decoro, lo hizo quemar, y recogiendo las cenizas en una urna de plata, que ciñó con corona de oro, las envió al hijo. Algunos Númidas asaltaron a los que las conducían y se arrojaron a quitarles la urna, y como los otros trataran de recobrarla, en la lucha y contienda arrojaron por el suelo las cenizas. Súpolo Aníbal, y prorrumpió ante los que con él estaban en la expresión de que es imposible hacer nada contra la voluntad divina, y, aunque castigó a los Númidas, ya no volvió a pensar en recoger y enviar los huesos, como dando por supuesto que por alguna particular disposición de Dios había sucedido por un modo extraño la muerte de Marcelo y el que quedase insepulto. Así es como lo refieren Cornelio Nepote y Valerio Máximo; pero Livio y César Augusto afirman que la urna fue llevada a poder del hijo, y que se le dio honrosa sepultura. Sin contar las dedicaciones de Roma, consagró Marcelo un gimnasio en Catana de Sicilia y estatuas y cuadros de los de Siracusa, que colocó, en Samotracia, en el templo de los Dioses que llaman Cabirios, y en el templo de Atenea junto a Lindo. En éste, según dice Posidonio, se había puesto a su estatua esta inscripción: El astro claro de la patria Roma, descendiente de ilustres genitores, Marcelo Claudio es, huésped, el que miras. La dignidad de Cónsul siete veces regentó en la ciudad del fiero Marte, siendo de sus contrarios grande estrago. Por lo que se echa de ver, el que hizo la inscripción añadió a los cinco consulados los dos proconsulados que obtuvo también Marcelo. Su linaje permaneció siempre ilustre, hasta Marcelo, el sobrino de César, que era hijo de Octavia, hermana de éste, tenido de Gayo Marcelo. Ejerciendo la dignidad de edil de los Romanos murió recién casado, habiendo gozado muy poco tiempo de la compañía de la hija de César. En su honor y memoria su madre Octavia le dedicó una biblioteca y César un teatro, que se llamó de Marcelo.
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