- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
- 6
- 7
- 8
- 9
- 10
- 11
- 12
- 13
- 14
- 15
- 16
- 17
- 18
- 19
- 20
- 21
- 22
- 23
- 24
- 25
- 26
- 27
- 28
- 29
- 30
- 31
- 32
- 33
- 34
- 35
- 36
- 37
- 38
- 39
- 40
- 41
- 42
- 43
- 44
- 45
- 46
- 47
- 48
- 49
Dícese de la madre de Cicerón, Helvia, haber sido de buena familia y de recomendable conducta; pero en cuanto al padre todo es extremos: porque unos dicen que nació y se crió en un lavadero, y otros refieren el origen de su linaje a Tulio Acio, que reinó gloriosamente sobre los Volscos. El primero de la familia que se llamó Cicerón parece que fue persona digna de memoria, y que por esta razón sus descendientes, no sólo no dejaron este sobrenombre, sino que más bien se mostraron ufanos con él, sin embargo de que para muchos era objeto de sarcasmos; porque los latinos al garbanzo le llaman Cicer, y aquel tuvo en la punta de la nariz una verruga aplastada, a manera de garbanzo, que fue de donde tomó la denominación, y de este Cicerón cuya vida escribimos ha quedado memoria de que proponiéndole sus amigos, luego que se presentó a pedir magistraturas y tomó parte en el gobierno, que se quitara y mudara aquel nombre, les respondió con jactancia que él se esforzaría a hacer más ilustre el nombre de Cicerón que los Escauros y Cátulos. Siendo cuestor en Sicilia, hizo a los dioses una ofrenda de plata, en la que inscribió sus dos primeros nombres, Marco y Tulio, y en lugar del tercero dispuso por una especie de juego que el artífice grabara al lado de las letras un garbanzo. Y esto es lo que hay escrito acerca del nombre.
Dicen que nació Cicerón, habiéndole dado a luz su madre sin trabajo y sin dolores, el día 3 de enero, en el que ahora los magistrados hacen plegarias y sacrificios por el emperador. Parece que su nodriza tuvo una visión, en la que se le anunció que criaba un gran bien para todos los romanos. Esto, que comúnmente debe ser tenido por delirio y por quimera, hizo ver Cicerón bien pronto que había sido una verdadera profecía: porque llegado a la edad en que se empieza a aprender, sobresalió ya por su ingenio, y adquirió nombre y fama entre sus iguales, tanto, que los padres de éstos iban a las escuelas deseosos de conocer de vista a Cicerón, y hacían conversación de su admirable prontitud y capacidad para las letras; y los menos ilustrados reprendían con enfado a sus hijos, viendo que en los paseos llevaban por honor a Cicerón en medio. No obstante tener un talento amante de las artes y las ciencias, cual lo deseaba Platón, propio para abrazar toda doctrina y no reprobar ninguna especie de erudición, se precipitó con mayor ansia a la poesía; y se ha conservado un poemita de cuando era muchacho, titulado Poncio Glauco, hecho en versos tetrámetros. Adelantando en tiempo, y dedicándose con más ardor a esta clase de estudios, fue ya tenido, no sólo por el mejor orador, sino también por el mejor poeta de los romanos. Su gloria y su fama en la elocuencia permanece hasta hoy, a pesar de las grandes mudanzas que ha sufrido el lenguaje; pero la fama poética, habiendo sobrevenido después muchos y grandes ingenios, ha quedado del todo olvidada y oscurecida.
Cuando hubo ya salido de las ocupaciones pueriles, acudió a la escuela de Filón, que era de la secta de los académicos, aquel a quien entre los discípulos de Clitómaco admiraban más los romanos por su elocuencia y apreciaban más por sus costumbres. Al mismo tiempo frecuentaba la casa de Mucio, uno de los principales del gobierno y del Senado, con quien hacía grandes adelantamientos en la ciencia de las leyes; y asimismo se aplicó a la milicia bajo Sila, durante la Guerra Mársica. Después, viendo que la república, de sedición en sedición, caminaba a precipitarse en la insoportable dominación de uno solo, consagró de nuevo su vida al estudio y a la meditación, conferenciando con los griegos eruditos y cultivando las ciencias, hasta que, habiendo vencido Sila, pareció que la república tomaba alguna consistencia. En este tiempo Crisógono, liberto de Sila, habiendo denunciado los bienes de uno que decía haber perdido la vida en la proscripción, los compró él mismo en dos mil dracmas. Roscio, hijo y heredero del que se decía proscrito, se mostró ofendido e hizo ver que aquellos bienes valían doscientos cincuenta talentos, de lo que, incomodado Sila, movió a Roscio causa de parricidio por medio de Crisógono; y como nadie quisiese defenderle, huyendo todos de ello por temor de la venganza de Sila, en este abandono acudió aquel joven a Cicerón. Estimulaban a éste sus amigos, diciéndole que con dificultad se le presentaría nunca otra ocasión más bella ni más propia para ganar fama; movido de lo cual admitió la defensa, y habiendo salido con su intento, fue admirado de todos; pero por temor de Sila hizo viaje a la Grecia, esparciendo la voz de que lo hacía para procurar la salud, pues en realidad era delgado y de pocas carnes y tenía un estómago débil que no admitía sino poca y tenue comida, y aun esto muy a deshora. La voz era fuerte y de buen temple, pero jura y no hecha, y como su modo de decir era vehemente y apasionado, subiendo siempre de tono la voz, se temía que peligrase su salud.
Llegado a Atenas, se aplicó a oír a Antíoco Ascalonita, seducido de la facundia y gracia de sus discursos, sin embargo de que no aprobaba las novedades que introducía en los dogmas de la secta: porque ya Antíoco se había separado de la que se llamaba academia nueva, y había desertado de la escuela de Carnéades, o cediendo a la evidencia y a los sentidos, o prefiriendo, como dicen algunos, por cierta ambición, y por indisposición con los discípulos de Clitómaco y de Filón, a todas las demás la doctrina estoica. Mas Cicerón se mantuvo siempre en aquellos principios, y a ellos dio su atención, teniendo meditado, si le era preciso dejar del todo los negocios públicos, convertir a estos estudios su vida desde el foro y la curia, para pasarla sosegadamente entregado a la filosofía. Le llegó en esto la noticia de haber muerto Sila, y como su cuerpo, fortificado con el ejercicio, hubiese adquirido bastante robustez, y la voz se hubiese formado del todo, resultando ser llena, dulce al oído y proporcionada a la constitución de su cuerpo, llamado por una parte y rogado desde Roma por sus amigos, y exhortado por otra de Antíoco a que se entregase a los negocios públicos, volvió otra vez a cultivar la oratoria como un instrumento que había de poner en ejercicio para adelantar en la carrera política, trabajando discursos y consultando los oradores más acreditados. Con este objeto navegó al Asia y a Rodas, y de los oradores de Asia oyó a Jenocles de Adramito, a Dionisio de Magnesia y a Menipo de Caria, y en Rodas al orador Apolonio Molón, y al filósofo Posidonio. Dícese que Apolonio, no sabiendo la lengua latina, pidió a Cicerón que declamara en griego, y que éste tuvo en ello gusto, juzgándolo más conducente para la corrección. Después de haber así declamado, todos se quedaron asombrados y compitieron en las alabanzas; sólo Apolonio se estuvo inmóvil oyéndole, y después que hubo concluido, permaneció en su asiento, pensativo, por largo rato; y como Cicerón se manifestase resentido, “A ti ¡oh Cicerón!- le dijo- te admiro y te alabo, pero me duele la suerte de la Grecia, al ver que los únicos bienes y ornamentos que nos habían quedado, la ilustración y la elocuencia, son también por ti ahora trasladados a Roma”.
Decidiéndose, pues, a tomar parte en el gobierno, lleno de lisonjeras esperanzas, un oráculo, sin embargo, contenía y moderaba aquel ímpetu, pues habiendo preguntado en Delfos al Dios cómo adquiriría grande fama, le había aconsejado la Pitia que tomara su propia naturaleza por regulador de su conducta, y no la opinión del vulgo. Así al principio procedía con gran precaución, y no daba sino, pasos muy lentos hacia las magistraturas, y aun por esto mismo no hacían caso de él, y le motejaban con aquellos apodos vulgares tan comunes en Roma: Griego y Ocioso. Mas siendo él amante de gloria por carácter, y continuas las excitaciones de su padre y sus amigos, se dedicó al fin a la defensa de las causas, en la que no por grados llegó a la primacía, sino que desde luego resplandeció con brillante gloria y se aventajó mucho a todos los que con él contendían en el foro. Dícese que, estando en la parte de la elocución no menos sujeto a defectos que Demóstenes, puso mucho atención en observar al cómico Roscio y al trágico Esopo. De éste se cuenta que, representando en el teatro a Atreo cuando deliberaba sobre vengarse de Tiestes, como pasase casualmente uno de los sirvientes en el momento en que se hallaba fuera de sí con la violencia de los afectos, le dio un golpe con el cetro y le quitó la vida; no fue poca la fuerza que de la representación y la acción teatral tomó para persuadir la elocuencia de Cicerón, como que de los oradores que hacían consistir el primor de ésta en vocear mucho solía decir con chiste que por flaqueza montaban en los gritos como los cojos en un caballo. Su facilidad y gracia para esta clase de agudezas y donaires bien parecía propia del foro y sazonada; pero usando de ella con demasiada frecuencia, sobre ofender a no pocos, le atrajo la nota de maligno.
Nombrósele cuestor en tiempo de carestía; y habiéndole cabido en suerte la Sicilia, al principio se hizo molesto a aquellos naturales por verse precisado a enviar trigo a Roma; pero después, habiendo experimentado su celo, su justificación y su genio apacible, le respetaron sobre todos los magistrados que habían conocido. Sucedió en aquella sazón que a muchos de los jóvenes más principales y de las primeras familias se les hizo cargo de insubordinación y falta de valor en la guerra, y habiendo sido remitidos al Tribunal del pretor de la Sicilia, Cicerón defendió enérgicamente su causa y los sacó libres. Venia muy engreído con esto a Roma, y dice él mismo que le sucedió una cosa graciosa y muy para reír, porque habiéndose encontrado en la Campania con un ciudadano de los más principales, a quien tenía por amigo, le preguntó qué se decía entre los Romanos de sus hechos y cómo se pensaba acerca de ellos, pareciéndole que toda la ciudad había de estar llena de su nombre y de la gloria de sus hazañas; y aquel le respondió fríamente: “¿Pues dónde has estado este tiempo, Cicerón?” Y añade que entonces decayó enteramente su ánimo, viendo que, habiéndose perdido en la ciudad como en un piélago inmenso la conversación que de él se hubiese hecho, nada había ejecutado que para la gloria hubiese tenido mérito, y habiendo entrado consigo en cuentas, rebajó mucho de su ambición, considerando que el trabajar por la gloria era obra infinita y en la que no se hallaba término. Mas, sin embargo, el alegrarse con extremo de que lo alabasen y ser muy sensible a la gloria lo conservó hasta el fin, y muchas veces fue un estorbo para sus más rectas determinaciones.
Mas, al fin, entregado al gobierno con demasiado empeño, tenía por cosa muy censurable que los artesanos, que sólo emplean instrumentos y materiales inanimados, no ignoren ni el nombre, ni el país, ni el uso de cada uno; y el político, que para todos los negocios públicos tiene que valerse de hombres, proceda con desidia y descuido en cuanto a conocer los ciudadanos. Por tanto, no sólo se acostumbró a conservar sus nombres en la memoria, sino que sabía en qué calle habitaba cada uno de los principales, qué posesiones tenía, qué amigos eran para él los de mayor influjo y quiénes eran sus vecinos; y por cualquiera parte que Cicerón caminara de la Italia podía sin detenerse expresar y señalar las tierras y las casas de campo de sus amigos. Siendo su hacienda no muy cuantiosa, aunque la suficiente y proporcionada a sus gastos, causaba admiración que no recibiese ni salario ni dones por las defensas, lo que aun se hizo más notable cuando se encargó de la acusación de Verres. Había sido éste pretor de la Sicilia, donde cometió mil excesos, y persiguiéndole los sicilianos, Cicerón hizo que se le condenara, no con hablar, sino en cierta manera por no haber hablado; porque estando los pretores de parte de Verres, y prolongando la causa con estudiadas dilaciones hasta el último día, como estuviese bien claro que esto no podía bastar para los discursos y el juicio no llegaría a su término, levantándose Cicerón, expresó que no había necesidad de que se hablase y, presentando los testigos y examinándolos, concluyó con decir que los jueces pronunciaran sentencia. Con todo, en el discurso de esta causa se cuentan muchos y muy graciosos chistes suyos. Porque los Romanos llaman Verres al puerco no castrado; y habiendo querido un liberto llamado Cecilio, sospechoso de judaizar, excluir a los sicilianos y ser él quien acusara a Verres, le dijo Cicerón: “¿Qué tiene que ver el judío con el puerco?” Tenía Verres un hijo ya mocito, de quien se decía que no hacía el más liberal uso de su belleza; y motejando Verres a Cicerón de afeminado, “a los hijos- le repuso- no se les reprende sino de puertas adentro”. El orador Hortensio no se atrevió a tomar la defensa de la causa de Verres, pero le patrocinó al tiempo de la tasación, por lo que recibió en precio una esfinge de marfil, y habiéndole echado Cicerón alguna indirecta, como le respondiese que no sabía desatar enigmas, le repuso éste con presteza: “Pues la esfinge tienes en casa.”
Habiendo sido de este modo condenado Verres, tasó Cicerón la multa que había de sufrir en setecientas cincuenta mil dracmas; quisieron culparle presto de que por dinero había rebajado la estimación, mas ello es que los sicilianos le quedaron tan agradecidos, que cuando fue edil trajeron en su obsequio muchas cosas de la isla y se las presentaron; pero de ninguna se aprovechó, y sólo se valió del afecto de aquellos isleños para que tuviera el pueblo los frutos a un precio más cómodo. Poseía una tierra bastante extensa en Arpino, y junto a Nápoles y junto a Pompeya tenía otros dos campos no muy grandes; la dote de su mujer Terencia era de ciento veinte mil dracmas, y tuvo una herencia que le produjo unas noventa mil. Pues atenido a solos estos bienes, lo pasó liberal y sobriamente con los literatos griegos y romanos que tenía siempre consigo; muy rara vez se ponía a la mesa antes de haber caído el sol, no tanto por sus ocupaciones como por la enfermedad de estómago que padecía. Por lo tocante al cuidado de su cuerpo, en todo lo demás era nimiamente delicado y puntual; tanto, que en las fricciones y los paseos no excedía del número prefijado. Atendiendo de este modo a conservar y recrear su constitución, se mantuvo sano y en disposición de poder llevar tantas fatigas y trabajos. En cuanto a casa, la paterna la cedió a su hermano, y él habitaba junto al Palacio para que no sintieran los que le visitaban la mortificación que habrían de sentir si fueran de más lejos, y le visitaban diariamente tantos a lo menos como a Craso por su riqueza y a Pompeyo por su gran poder en los ejércitos, que eran los dos personajes más admirados y de mayor autoridad entre los Romanos, y aun Pompeyo mismo cultivaba la amistad de Cicerón, cuyo consejo y auxilio en los asuntos de gobierno le sirvieron mucho para el acrecentamiento de su poder y su gloria.
Pidieron al mismo tiempo que él la Pretura muchos y muy distinguidos ciudadanos, entre los que fue, sin embargo, elegido el primero de todos, y los juicios parece que los despachó íntegra y rectamente. Refiérese que juzgado por él en causa de malversación Licinio Macro, varón por sí mismo de gran poder en la ciudad, y sostenido además por la protección de Craso, confiando demasiado en el favor de éste y en los pasos que se habían dado, se marchó a casa cuando todavía los jueces estaban dando los votos, e hizo que inmediatamente le cortaran el cabello; se vistió de blanco, como si ya hubiera vencido en el juicio, y se dirigía otra vez al Tribunal; y que habiéndole encontrado Craso en el atrio, y anunciándole que había sido condenado por todos los votos, se volvió adentro, se puso en cama y murió, suceso que concilió a Cicerón la opinión de que había dirigido con celo el Tribunal. Sucedió que Vatinio, hombre áspero, acostumbrado a no tratar con el mayor respeto a los magistrados en sus discursos, y que tenía el cuello plagado dé lamparones, pedía una cosa a Cicerón, y como no la concediese, sino que se parase a pensar por algún tiempo, le dijo aquel que si él fuera pretor no tardaría tanto en decidir; a lo que Cicerón contestó con viveza: “Es que yo no tengo tanto cuello.” Cuando no le quedaban más que dos o tres días de magistratura le presentó uno a Manilio, a quien acusaba de malversación; y es de advertir que este Manilio gozaba del aprecio y favor del pueblo por creerse que en él se hacía tiro a Pompeyo, de quien era amigo. Pedía término, y Cicerón no le concedió más que el día, siguiente, lo que llevó a mal el pueblo, porque acostumbraban los pretores a conceder diez días cuando menos a los que sufrían un juicio. Citábanle, pues, para ante el pueblo los tribunos de la plebe, haciéndole reconvenciones y acusándole; pero habiendo pedido que se le oyese, dijo: “Que habiendo tratado siempre a los reos con toda la equidad y humanidad que las leyes permitían, le había parecido muy duro no tratar del mismo modo a Manilio, y no quedándole ya más que un solo día de pretor, aquel era el que de intento le había dado por término; porque remitir el juicio a otro magistrado entendía que no era de quien deseaba favorecer.” Produjeron estas palabras una gran mudanza en el pueblo; así es que, celebrándole con los mayores elogios, le rogaron que se encargara de la defensa de Manilio. Prestóse a ello de buena voluntad en consideración también a Pompeyo, ausente, y habiendo tomado el negocio desde su principio, habló con energía contra los fautores de la oligarquía y enemigos por envidia de Pompeyo.
A pesar de esto, para el Consulado fue generalmente protegido de todos, no menos de la facción del Senado que de la muchedumbre, poniéndose de su parte unos y otros con este motivo. Verificada la mudanza que Sila introdujo en el gobierno, aunque al principio se tuvo por repugnante, entonces ya parecía haber tomado cierta estabilidad, con la que el pueblo comenzaba a hallarse bien por el hábito y la costumbre; pero no faltaban genios turbulentos que trataban de mover y trastornar el estado presente, no con la mira de mejorarlo, sino con la de saciar sus pasiones, valiéndose de la ocasión de estar todavía Pompeyo ocupado en la guerra contra los reyes del Ponto y la Armenia y de no existir en Roma fuerzas de alguna consideración. Tenían éstos por corifeo a Lucio Catilina, hombre osado, resuelto y de sagaz y astuto ingenio, el cual, además de otros muchos y muy graves crímenes, era inculpado entonces de vivir incestuosamente con su hija, de haber dado muerte a un hermano y de que, por temor de que sobre este hecho atroz se le formara causa, había alcanzado de Sila que lo incluyera en las listas de los proscritos a muerte, como si todavía viviese. Tomando, pues, a éste por caudillo toda la gente perdida, se dieron mutuamente muchas seguridades, siendo una de ellas la de haber sacrificado un hombre y haber comido de su carne. Sedujo además Catilina a una gran parte de la juventud, proporcionando a cada uno placeres, comilonas y trato con mujerzuelas y suministrando el caudal para todos estos desórdenes Estaba fuera de esto dispuesta a sublevarse toda la Toscana y la mayor parte de la Galia llamada Cisalpina. La misma Roma estaba muy próxima a alterarse por la desigualdad de las fortunas, pues los más nobles y principales habían desperdiciado las suyas en teatros, banquetes, competencias de mando y obras suntuosas, y la riqueza había ido a parar en la gente más baja y ruin de la ciudad; de manera que se necesitaba de muy poco esfuerzo y le era muy fácil a cualquier atrevido hacer caer un gobierno que de suyo era débil y caedizo.
Mas para partir Catilina de un principio seguro, pedía el Consulado y se lisonjeaba de que saldría cónsul con Gayo Antonio, hombre que por sí no era propio para estar al frente de nada, ni bueno ni malo; pero que daría peso al poder ajeno. Previéndolo así la mayor parte de los honestos y buenos ciudadanos, movieron a Cicerón a que se presentara competidor, y siendo muy bien recibido del pueblo, quedó desairado Catilina, y fueron elegidos Cicerón y Gayo Antonio, a pesar que de todos los candidatos sólo Cicerón era hijo de padre que pertenecía al orden ecuestre y no al senatorio.
Aunque todavía eran entonces ignorados de la muchedumbre los intentos de Catilina, no faltaron, sin embargo, grandes altercados y contiendas desde el principio del consulado de Cicerón. De una parte, los que por las leyes de Sila no podían ejercer autoridad, que no eran pocos ni carecían de influjo, al pedir las magistraturas hablaban al pueblo, acusando la tiranía de Sila, en gran parte con verdad y justicia, y querían hacer en el gobierno mudanzas que ni eran convenientes ni la sazón oportuna. De otra, los tribunos de la plebe proponían leyes análogas y por el mismo término, para crear decenviros con plena autoridad, haciéndolos árbitros en toda la Italia, toda la Siria y cuanto recientemente había sido adquirido por Pompeyo, para vender los terrenos públicos, juzgar libremente y sin sujeción, restituir los desterrados, fundar colonias, tomar caudales del Tesoro público y reclutar y mantener tropas en el número que necesitasen; por lo cual algunos de los principales ciudadanos se adherían a la ley, y el primero entre ellos Antonio, el colega de Cicerón, por esperar que había de ser uno de los diez. Parecía además que, sabedor de las novedades meditadas por Catilina, no le desagradaban por sus muchas deudas, que era lo que principalmente hacía temer a los amantes del bien; y esto fue lo primero que acudió a remediar Cicerón. Porque a aquel le decretaron en la distribución de las provincias la Macedonia, y habiendo adjudicado a Cicerón la Galia, la renunció; con este favor se atrajo a Antonio para que, como actor asalariado, hiciera el segundo papel en la salvación de la patria. Cuando ya éste quedó así sujeto y dócil, cobrando Cicerón mayores bríos, se opuso de frente a los innovadores; e impugnando, y en cierta manera acusando en el Senado la ley, de tal modo aterró a los que querían hacerla pasar, que no se atrevieron a contradecirle. Hicieron nueva tentativa, y como, yendo prevenidos, citasen a los cónsules ante el pueblo, no por eso se acobardó Cicerón, sino que ordenó que le siguiese el Senado, y presentándose en la junta pública, además de conseguir que se desechara la ley, hizo que los tribunos desistieran de otros planes. ¡De tal modo los confundió con su discurso!
Porque Cicerón fue el que hizo ver a los Romanos cuánto es el placer que la elocuencia concilia a lo que es honesto, que lo justo es invencible, si se sabe decir, y que el que gobierna con celo en las obras debe siempre preferir lo honesto a lo agradable, y en las palabras quitar de lo útil y provechoso lo que pueda ofender. Otra prueba de su gracia y poder en el decir es lo que sucedió siendo cónsul, con motivo de la ley de espectáculos; porque antes los del orden ecuestre estaban en los teatros confundidos con la muchedumbre, sentándose con ésta donde cada uno podía, y el primero que por honor separó a los caballeros de los demás ciudadanos fue el pretor Marco Otón, asignándoles lugar determinado y distinguido, que es el que todavía conservan. Túvolo el pueblo a desprecio, y al presentarse Otón en el teatro, empezó por insulto a silbarle, y los caballeros le recibieron con grande aplauso y palmadas. Continuó el pueblo en los silbidos, y éstos otra vez en los aplausos, de lo cual se siguió volverse unos contra otros, diciéndose injurias y denuestos, siendo suma la confusión y alboroto que se movió en el teatro. Compareció Cicerón luego que lo supo, y como habiendo llamado al pueblo al templo de Belona, le hubiese increpado el hecho y exhortádole a la obediencia, cuando otra vez se restituyeron al teatro aplaudieron mucho a Otón y compitieron con los caballeros en darle muestras de honor y de aprecio.
La sedición de Catilina, que al principio había sido contenida y acobardada, cobró de nuevo ánimo, reuniéndose los conjurados y exhortándose a tomar con viveza la empresa antes que llegara Pompeyo, de quien ya se decía que volvía con el ejército. Inflamaban principalmente a Catilina los soldados viejos del tiempo de Sila, que andaban fugitivos por toda la Italia, y esparcidos el mayor número de ellos y los más belicosos por las ciudades de Toscana, no soñaban en otra cosa que en volver a los robos y saqueos. Estos, pues, teniendo por caudillo a Manlio, que había sido uno de los que con más gloria habían militado bajo las órdenes de Sila, se unieron a la conjuración de Catilina y se presentaron en Roma a ayudarle en los comicios consulares. Porque pedía otra vez el Consulado, teniendo resuelto dar muerte a Cicerón en medio del tumulto de los comicios. Parecía que hasta los dioses anunciaban de antemano lo que iba a suceder con terremotos, truenos y fantasmas. Las denuncias de los hombres bien eran ciertas; pero todavía no podían darse a luz contra un hombre tan ilustre y poderoso como Catilina. Por tanto, dilatando Cicerón el día de los comicios, llamó a Catilina al Senado y le preguntó acerca de las voces que corrían. Éste, que juzgaba ser muchos en el Senado los que estaban por las novedades, poniéndose a mirar a los conjurados, dio tranquilamente a Cicerón esta respuesta: “¿Se podrá tener por cosa muy extraña, habiendo dos cuerpos, de los cuales el uno está flaco y moribundo, pero tiene cabeza, y el otro es fuerte y robusto, mas carece de ella, el que yo le ponga cabeza a éste?” Quería designar con estas expresiones enigmáticas al Senado y al pueblo, por lo que entró Cicerón en mayores recelos, y vistiéndose una coraza, todos los principales de la ciudad y muchos de los jóvenes le acompañaron desde su casa al campo de Marte. Llevaba de intento descubierta un poco la coraza, habiendo desatado la túnica por los hombros, a fin de dar a entender a los que le viesen el peligro. Indignados con esto, se le pusieron alrededor, y, por fin, hecha la votación, excluyeron por segunda vez a Catilina y designaron cónsules a Silano y Murena.
De allí a poco, dispuestos ya a reunirse con Catilina los de la Toscana, y no estando lejos el día señalado para dar el golpe, vinieron a casa de Cicerón, a la media noche, los primeros y más autorizados entre los ciudadanos: Marco Craso, Marco Marcelo y Escipión Metelo. Llamaron a la puerta, y haciendo venir al portero, le mandaron que despertara a Cicerón y le enterara de su venida, la cual tuvo este motivo. Estando Craso cenando, le entregó su portero unas cartas traídas para un hombre desconocido, y dirigidas a varios, y entre ellas una anónima al mismo Craso. Levó esta sola, y como viese que lo que anunciaba era que habían de hacerse muchas muertes por Catilina, exhortándole a que saliera de la ciudad, ya no abrió las otras, sino que al punto se fue en busca de Cicerón, asustado de anuncio tan terrible, y también para disculparse a causa de la amistad que tenía con Catilina. Habiendo meditado Cicerón sobre lo que debería hacerse, al amanecer congregó el Senado, y llevando consigo todas las cartas, las entregó a las personas que designaban los sobrescritos, mandando que las leyeran en voz alta. Todas se reducían a anunciar el peligro y las asechanzas de una misma manera; y con aviso que dio Quinto Arrio, que había sido pretor, de que en la Toscana se había reclutado gente, y noticia que se tuvo de que Manlio andaba inquieto por aquellas ciudades, dando a entender que esperaba grandes novedades de Roma, tomó el Senado la determinación de encomendar la república al cuidado de los cónsules, para que vieran y escogitaran los medios de salvarla; determinación que no tomaba el Senado muchas veces, sino sólo cuando amenazaba algún grave mal.
Conferida a Cicerón esta autoridad, los negocios de afuera los confió a Quinto Metelo, tomando él a su cargo el cuidado de la ciudad, para lo que andaba siempre guardado de tanta gente armada, que cuando bajaba a la plaza ocupaban la mayor parte de ella los que le iban acompañando. Catilina, no pudiendo sufrir tanta dilación, determinó pasar al ejército que tenía reunido Manlio, dejando orden a Marcio y a Cetego de que por la mañana temprano se fueran armados con espadas a casa de Cicerón como para saludarle, y arrojándose sobre él le quitaran la vida. Dio aviso a Cicerón de este intento Fulvia, una de las más ilustres matronas, yendo a su casa por la noche y previniéndole que se guardara de Cetego. Presentáronse aquellos al amanecer, y no habiéndoles dejado entrar, se enfadaron y empezaron a gritar delante de la puerta, con lo que se hicieron más sospechosos. Cicerón salió entonces de casa y convocó al Senado para el templo de Júpiter Ordenador, al que los Romanos llaman Estator, construido al principio de la Vía Sacra, como se va al Palacio. Pareció allí Catilina entre los demás como para justificarse, pero ninguno de los senadores quiso tomar asiento con él, sino que se mudaron de aquel escaño; habiendo empezado a hablar le interrumpieron, hasta que, levantándose Cicerón, le mandó salir de la ciudad, porque no usando el cónsul más que de palabras, y empleando él las armas, debían tener las murallas de por medio. Salió, pues, Catilina inmediatamente con trescientos hombres armados, haciéndose preceder de las fasces y las hachas, y llevando insignias enhiestas, como si ejerciera mando supremo, y se fue en busca de Manlio. Llegó a juntar unos veinte mil hombres, y recorrió las ciudades, seduciéndolas y excitándolas a la rebelión, por lo que, siendo ya cierta e indispensable la guerra, se dio orden a Antonio de que marchara a reducirle.
- A los que habían quedado en la ciudad de los corrompidos por Catilina los reunió y alentó Cornelio Léntulo, llamado por apodo Sura, hombre principal en linaje, pero disoluto y desarreglado y expelido antes del Senado por su mala conducta; entonces era otra vez pretor, como se acostumbra hacer con los que quieren recobrar la dignidad senatorial. Dícese que el apodo de Sura se le impuso con este motivo: en el tiempo de Sila era cuestor, y perdió y disipó crecidas sumas de los fondos públicos, y como irritado Sila le pidiese cuentas en el Senado, presentóse con altanería y desvergüenza y dijo que no estaba para dar cuentas; que lo que haría sería presentar la pierna, como lo ejecutan los muchachos cuando hacen faltas jugando a la pelota. De aquí le vino el llamarse Sura, porque los Romanos le dicen Sura a la pierna. Seguíasele otra vez una causa, y habiendo sobornado a alguno de los jueces, como saliese absuelto por solos los dos votos más, dijo que había sido perdido lo que había gastado en uno de los jueces, porque a él le habría bastado ser absuelto por uno más. Siendo él tal por su carácter, después de seducido por Catilina, acabaron de trastornarle con vanas esperanzas agoreros y embelecadores mentirosos, cantándole versos y oráculos forjados, como si fueran de las sibilas, en los que se decía estar dispuesto por los hados que hubiera en Roma tres Cornelios monarcas, habiéndose ya cumplido en dos el oráculo, en Cina y en Sila, y que ahora al tercer Cornelio que restaba venía su buen Genio, trayéndole la monarquía; por tanto, que debía apercibirse a recibirla y no malograr la ocasión con dilaciones como Catilina.
No era, por tanto, cosa de poca monta o que no hubiera de hacer ruido lo que meditaba Léntulo, pues que su resolución era acabar con todo el Senado y de los demás ciudadanos con cuantos pudiera, poniendo después fuego a la ciudad, sin reservar ninguna otra persona que los hijos de Pompeyo, de los que se apoderarían, teniéndolos y guardándolos bajo sus órdenes, como rehenes para transigir con Pompeyo, porque ya se hablaba mucho y con bastante fundamento de que volvía del ejército grande. Habíase señalado para la ejecución una de las noches de los Saturnales, y acopiando espadas, estopa y azufre, lo habían llevado todo a casa de Cetego, y allí lo tenían reservado. Estaban además prontos cien hombres, y partiendo en otros tantos distritos a Roma, a cada uno le habían asignado por suerte el suyo, para que, siendo muchos a dar fuego, en breve tiempo ardiera por todas partes la ciudad. Estaban otros encargados de tapar y obstruir las cañerías y de dar muerte a los aguadores. Mientras se formaban estos proyectos se hallaban en Roma dos embajadores de los Alóbroges, gente entonces muy castigada y que sufría muy mal el yugo. Pensando, pues, Cetego que éstos podrían serle muy útiles para alborotar y sublevar la Galia, los hicieron de la conjuración dándoles cartas para aquel Senado y para Catilina: las del Senado ofreciendo a aquel pueblo la libertad, y las de Catilina exhortándole a que diera libertad a los esclavos y viniera sobre Roma. Enviaron con ellos a Catilina un tal Tito de Cretona para que llevara las cartas. Unos hombres como éstos, inconsiderados, y que todas sus determinaciones las tomaban cargados de vino y a presencia de mujerzuelas, las habían con Cicerón, hombre sobrio, de gran juicio y que por la ciudad tenía muchos espías para observar lo que pasaba y venir a referírselo. Fuera de esto, como hablase reservadamente con muchos de los que parecían tener parte en la conjuración, y se fiase de ellos, tuvo conocimiento de las proposiciones hechas a aquellos extranjeros, y estando en acecho una noche, prendió al Crotoniata y ocupó las cartas, auxiliandole encubiertamente los Alóbroges.
A la mañana siguiente congregó el Senado en el templo de la Concordia, donde se leyeron las cartas y se examinó a los denunciadores; a lo que añadió Junio Silano que había quien oyó de boca de Cetego que habían de morir tres cónsules y cuatro pretores, refiriendo esto mismo y otras particularidades Pisón, varón consular. Envióse asimismo a la casa de Cetego a Gayo Sulpicio, uno de los pretores, y encontró en ella muchos dardos y armas de toda especie, y muchas espadas y sables, todos recién afilados. Finalmente, habiendo decretado el Senado la impunidad al Crotoniata si declaraba, denunciado y convencido Léntulo, renunció la magistratura, porque se hallaba de pretor, y despojándose en el Senado mismo de la toga pretexta, tomó el vestido conveniente a su situación. Así éste como los que estaban con él fueron entregados a los pretores para que sin prisiones los tuvieran en custodia. Era la hora de ponerse el sol, y estando en expectación numeroso pueblo, salió Cicerón, y dando cuenta a los ciudadanos de lo ocurrido, acompañado de gran gentío, se entró en la casa de un vecino y amigo, porque la suya la ocupaban las mujeres, celebrando con orgías y ritos arcanos a la diosa que los Romanos llaman Bona y los griegos Muliebre. Sacrifícasele cada año en la casa del cónsul por su mujer o su madre con asistencia de las vírgenes vestales. Entrando, pues, Cicerón en la casa acompañado solamente de unos cuantos, se puso a pensar qué haría de aquellos hombres, porque la pena última correspondiente a tan graves crímenes se le resistía, y no se determinaba a imponerla por la bondad de su carácter, y también porque no pareciese que se dejaba arrebatar demasiado de su poder y usaba de sumo rigor con unos hombres de las primeras familias y que tenían en la ciudad amigos poderosos. Mas, por otra parte, si los trataba con blandura temía el peligro que de ellos le amenazaba, pues que no se darían por contentos si les imponía alguna pena, aunque no fuera la de muerte, sino que se arrojarían a todo, reforzada su perversidad antigua con el nuevo encono, y además él mismo se acreditaría de cobarde y flojo, cuando ya no tenía opinión de muy resuelto.
Mientras Cicerón se hallaba combatido con estas dudas las mujeres en el sacrificio que hacían observaron un portento, porque el ara, cuando parecía que el fuego estaba ya apagado, de la ceniza y de algunas cortezas quemadas levantó mucha y muy clara llama; las demás se mostraron asustadas, pero las sagradas vírgenes dijeron a Terencia, mujer de Cicerón, que fuera cuanto antes en busca de su marido y le exhortara a poner por obra lo que tenía meditado en bien de la patria, pues la diosa había dado aquella gran luz en salud y gloria del mismo. Terencia, que por otra parte no era encogida ni cobarde por carácter, sino mujer ambiciosa, y que, como dice el mismo Cicerón, más bien tomaba parte en los cuidados políticos del marido que la daba a éste en los negocios domésticos, marchó al punto a darle parte de lo sucedido, y lo incitó contra los conspiradores, ejecutando lo mismo Quinto, su hermano, y de los amigos que tenía con motivo de su estudio en la filosofía, Publio Nigidio, de cuyo consejo se valía principalmente en los asuntos políticos de importancia. Tratándose, pues, al día siguiente en el Senado del castigo de los conjurados, Silano, que fue el primero a quien se preguntó su dictamen, dijo: “que traídos a la cárcel deberían sufrir la última pena” y todos seguidamente se adhirieron a él, hasta Gayo César, el que fue dictador después de estos sucesos. Era todavía joven y estaba dando los primeros pasos para su acrecentamiento, mas en su conducta pública y en sus esperanzas ya marchaba por aquella senda por la que convirtió el gobierno de la república en monarquía. Ninguna sospecha tenían contra él los demás, y aunque a Cicerón no le faltaban motivos para ella, no había dado asidero para que se le hiciera cargo, diciendo algunos que estando muy cerca de caer en la red se había escapado de ella; pero otros son de sentir que con conocimiento se desentendió Cicerón de la denuncia que contra él tenía por miedo de su poder y el de sus amigos, pues era cosa averiguada que más bien se llevaría César tras sí a los otros para salud que éstos a César para castigo.
Llegada, pues, su vez de votar, levantándose, expresó que no se debía quitar la vida a los culpados, sino confiscar sus bienes, y llevándolos a las ciudades de Italia que a Cicerón le pareciese, tenerlos en prisión hasta que se hubiese acabado con Catilina. A este dictamen, benigno en sí y esforzado por un hombre elocuente, le dio mayor valor Cicerón, porque, levantándose, se propuso hacer de los dos uno, tomando parte del primero, y conviniendo en parte con César; y como todos sus amigos creyesen que a Cicerón le convenía más adoptar el dictamen de César, porque habría menos motivo de queja contra él no quitando la vida a los reos, prefirieron esta segunda sentencia: tanto, que reformó también su voto Silano, y lo explicó diciendo que por última pena no había querido entender la de muerte, puesto que para un senador romano lo era la cárcel. Dada por César esta sentencia, el primero que la contradijo fue Lutacio Cátulo, y después, tomando la palabra Catón, como recriminase con vehemencia a César por las sospechas que contra él había, excitó de tal modo la indignación del Senado, que condenaron a los culpables a muerte. En cuanto a la confiscación de los bienes, se opuso César, diciendo no ser puesto en razón, pues que se había desechado la parte benigna de su dictamen, que quisieran aplicar la de mayor rigor. Eran no obstante muchos los que en esto insistían, por lo que hizo llamar a los tribunos de la plebe, y como éstos no se prestasen a sostenerle, cedió Cicerón, y por sí mismo quitó la parte de la confiscación de los bienes.
Partió, pues, con el Senado en busca de los detenidos, que no estaban en una misma parte todos, sino que de los pretores uno custodiaba a uno y otro a otro. Léntulo fue el primero a quien trajeron del Palacio por la Vía Sacra y por medio de la plaza, cercado y custodiado por los primeros ciudadanos, estando el pueblo asombrado de lo que, veía y presenciándolo en silencio; los jóvenes principalmente, como si se les iniciara en los misterios patrios de la potestad aristocrática, lo estaban mirando con miedo y con terror. Luego que hubieron pasado de la plaza y llegado a la cárcel, hizo entrega Cicerón de Léntulo al carcelero, y le mandó darle muerte; enseguida de éste a Cetego, y del mismo modo, trayendo a los demás, se les quitó la vida. Observando que todavía se hallaban reunidos en la plaza muchos de los conjurados, ignorantes de lo que pasaba, y esperando la noche para extraer a los detenidos, que todavía creían vivos y con bastante poder, les dirigió la palabra en voz alta, diciéndoles: “Vivieron”; porque los Romanos, para no usar de una voz que tienen a mal agüero, significan de este modo el haber muerto. Declinaba ya la tarde, y por la plaza subió a su casa, acompañándole los ciudadanos, no ya en silencio ni guardando orden, sino recibiéndole con voces y señales de aplauso los que se hallaban al paso y dándole los nombres de salvador y fundador de la patria. Ilumináronse las calles, y los que estaban en las puertas sacaban faroles y antorchas. Las mujeres desde lo alto se mostraban por respeto y por deseo de ver al cónsul, que subía con el brillante acompañamiento de los principales ciudadanos, muchos de los cuales, habiendo acabado peligrosas guerras, entrado en triunfo y ganado para la república gran parte de la tierra y del mar, iban confesando de unos a otros que a muchos de sus generales y caudillos era deudor el pueblo romano de riqueza, de despojos y de poder, pero de seguridad y salvación sólo a Cicerón, que lo había sacado de tan grave peligro; no estando lo maravilloso en haber atajado tan criminales proyectos, sino en haber apagado la mayor conjuración que jamás hubiese habido con tan poca sangre y sin alboroto ni tumulto. Porque la mayor parte de los que habían ido a reunirse con Catilina, apenas supieron lo ocurrido con Léntulo y Cetego lo abandonaron y huyeron, y combatiendo contra Antonio con los que le habían quedado, él y el ejército fueron deshechos.
No obstante esto, no dejaba de haber algunos que se preparaban a molestar a Cicerón de obra y de palabra por los pasados sucesos al frente de los cuales estaban los que habían de entrar en las magistraturas: César, que iba a ser pretor, y Metelo y Bestia, tribunos de la plebe. Posesionáronse éstos en sus cargos cuando todavía Cicerón había de ejercer el Consulado por algunos días, y no le dejaron arengar al pueblo, sino que, poniendo sillas en la tribuna, no le dieron lugar, ni se lo permitieron, como no fuera solamente para renunciar y abjurar el Consulado si quería, bajándose luego. Presentóse, pues, como para renunciar, y prestándole todos silencio hizo no el juramento patrio y acostumbrado en tales casos, sino otro particular y nuevo: que juraba haber salvado la patria y afirmado la república; y este mismo juramento hizo con él todo el pueblo. Irritados más con esto César y los tribunos, pensaron cómo suscitar nuevos disgustos a Cicerón, para lo cual dieron una ley llamando a Pompeyo con su ejército, a fin de destruir, decían, la dominación de Cicerón, pero era para éste y para toda la república de grandísima utilidad el que se hallase de tribuno de la plebe Catón, para contrarrestar los intentos de aquellos con igual autoridad y con mayor reputación, pues fácilmente los desbarató, y en sus discursos al pueblo ensalzó de tal modo el consulado de Cicerón, que se le decretaron los mayores honores que nunca se habían concedido y se le llamó públicamente padre de la patria, siendo él el primero a quien parece haberse dispensado este honor por haberle así apellidado Catón ante el pueblo.
Grande fue entonces su poder en la ciudad; mas sin embargo se atrajo la envidia de muchos, no por ningún hecho malo, sino causando cierto disgusto e incomodidad con estar siempre alabándose y ensalzándose a sí mismo: porque no se entraba en el Senado, en la junta pública, en los tribunales, sin oír continuamente hablar de Catilina y de Léntulo. Sus mismos libros y todos sus escritos están llenos de elogios propios, así es que aun su misma dicción, que era dulcísima y tenía mucha gracia, la hizo odiosa y pesada a los oyentes, por ir siempre acompañada de este fastidio como de un resabio inevitable. Mas, sin embargo de estar sujeta a esta desmedida ambición, vivió libre de envidiar a nadie, acreditándose del menos envidioso con tributar elogios a todos los hombres grandes que le habían precedido, y a los de su edad, como se ve por sus escritos; conservándose la memoria de muchos, como, por ejemplo, decía de Aristóteles que era un río con raudales de oro; de los Diálogos de Platón, que si Zeus usara de la palabra hablaría de aquella manera, y a Teofrasto solía llamarle sus delicias. Preguntado cuál de las oraciones de Demóstenes le parecía la mejor, respondió que la más larga. No obstante, algunos de los que afectan demostenizar le achacan de haber dicho en carta a uno de sus amigos que alguna vez dormitó Demóstenes, y no se acuerdan de los continuos y grandes elogios que hace de este hombre insigne y de que a las más estudiadas y más vehementes de sus oraciones, que son las que dijo contra Antonio, las intituló filípicas. De los hombres que en su tiempo tuvieron fama, o por la elocuencia o por la sabiduría, no hubo ninguno al que no hubiese hecho más ilustre hablando o escribiendo con sinceridad de cada uno. Para Cratipo el Peripatético alcanzó que se le hiciera ciudadano romano, siendo ya dictador César, y obtuvo para el mismo que el Areópago decretara y le rogara permaneciese en Atenas para formar la juventud, siendo el ornamento de aquella ciudad. Existen cartas de Cicerón a Herodes, y otras a su propio hijo, encargándoles cultivaran la filosofía con Cratipo. Noticioso de que el orador Gorgias inclinaba a este joven a los placeres y a las comilonas, le previno que se separara de su trato. Esta carta, primera de las griegas, y la segunda a Pélope de Bizancio, parece haber sido las únicas que se escribieron con enfado: en cuanto a Gorgias con razón, culpándole de ser vicioso y disipado, como parece haberlo sido, pero en cuanto a Pélope, con pequeñez de ánimo y con ambición pueril, quejándose de que no hubiera puesto bastante diligencia para que los bizantinos le decretaran ciertos honores.
De todo esto era causa su vanidad, y también de que, acalorado en el decir, se olvidara a veces del decoro. Porque defendió en una ocasión a Munacio, y como éste, después de absuelto, persiguiese a un amigo de Cicerón llamado Sabino, se dejó arrebatar de la cólera hasta el punto de decir: “¿La absolución de aquella causa ¡oh Munacio! la conseguiste tú por ti, o porque yo cubrí de sombras la luz ante los jueces?” Elogiando a Marco Craso en la tribuna con grande aplauso del pueblo, al cabo de algunos días le maltrató en el mismo sitio; y como aquel dijese: “¿Pues no me alabaste poco ha?” “Sí- repuso-; pero fue para ejercitar la elocuencia en una mala causa”. Dijo Craso en una ocasión que en Roma ninguno de los Crasos había alargado su vida más allá de los sesenta años; y como después lo negase con esta expresión: “Yo no sé en qué pude pensar cuando tal dije”. “Sabías- él replicó- que los romanos lo oían con gusto, y quisiste hacerte popular”. Dijo también Craso que le gustaban los estoicos por ser una de sus opiniones que el hombre sabio y bueno era rico: y “Mira no sea- le replicóporque dicen que todo es del sabio”, aludiendo a la opinión que de avaro tenía Craso. Parecíase uno de los hijos de éste a un tal Axio, y por esta, causa corrían rumores contrarios a la madre de trato de Axio, y como aquel joven hubiese recibido aplausos hablando en el Senado, preguntado Cicerón qué le parecía, respondió en griego, (que puede ser digno de Craso, o el Axio de Craso.)
A pesar de esto, cuando Craso partió para la Siria, queriendo más tener a Cicerón por amigo que por enemigo, le habló con afecto, y le manifestó deseo de cenar un día con él, en lo que Cicerón significó tener mucho placer. De allí a pocos días le hablaron algunos amigos acerca de Vatinio, insinuándole que deseaba ponerse bien con él y entrar en su amistad, porque era enemigo; a lo que les contestó: “Pues ¡qué! ¿quiere también Vatinio venir a cenar a mi casa?” Esta era la disposición de su ánimo respecto de Craso. Tenía Vatinio lamparones en el cuello, y como hablase en una causa, le llamó orador hinchado. Oyó que había muerto, y sabiendo después de cierto que vivía, “Mala muerte le de Dios- dijo- al que tan mal ha mentido”. Había decretado César repartir tierras de la Campania a los soldados, lo que era en el Senado muy desagradable a muchos; y Lucio Gelio, ya muy anciano, exclamó que eso no sería viviendo él; a lo que dijo Cicerón: “Esperemos, pues, porque el término que pide Gelio no puede ir largo”. Había un tal Octavio, de quien se susurraba que era de África, y hablando Cicerón en causa contra él, como dijese que no le oía, “Pues a fe- le replicó- que tienes agujereadas las orejas”. Diciéndole Metelo Nepote que más eran los que había perdido dando testimonio contra ellos que los que había salvado con sus defensas, “Confieso- le contestó- que en mí hay más crédito y fe que elocuencia”. Era infamado cierto joven de haber dado veneno a su padre en un pastel, y como se jactase de que había de llenar a Cicerón de desvergüenzas, “Más quiero eso de ti- respondió- que tus pasteles”. Tomóle Plubio Sextio con otros por defensor en una causa, y como él se lo quisiese hablar todo, sin dar lugar a nadie viendo que iba a ser absuelto, porque ya se había empezado a votar, “Aprovéchate hoy del tiempo- le dijo- ¡oh Sextio!, porque mañana ya serás un particular”. Había un Publio Cota que quería pasar por jurisconsulto siendo necio y sin talento; llamóle por testigo para una causa, y como respondiese que nada sabia, “¿Crees acaso- le dijo- que se te pregunta de leyes?” En una disputa con Metelo Nepote le preguntó éste muchas veces: “¿Quién es tu padre, Cicerón?” Y él, por fin, le dijo: “Esta respuesta te la ha hecho a ti más dificultosa tu madre”; porque parecía haber sido un poco desenvuelta la madre de Nepote, así como él era inconstante, pues renunciando repentinamente el tribunado de la plebe, hizo viaje por mar en busca de Pompeyo, y después se volvió de un modo más extraño todavía. Hizo con magnificencia el entierro de su preceptor Filagro, y puso sobre su sepulcro un cuervo de piedra, sobre lo que le dijo Cicerón que había andado muy cuerdo, pues más le había enseñado a volar que a decir. Marco Apio dijo en el exordio de una causa que su amigo le había pedido que pusiera en ella cuidado, facundia y fe, a lo que le dijo Cicerón: “¿Y eres un hombre tan de corazón de hierro que no has de haber hecho nada de lo que te ha pedido tu amigo?”.
El usar en las causas de estos dichos mordaces y picantes contra los enemigos y contrarios, pasa por parte de la oratoria; pero el ofender a cuantos se le presentaban por parecer chistoso, le hizo odioso a muchos. A Marco Aquilio, que tenía dos yernos desterrados, le llamaba Adrasto. Siendo censor Lucio Cota, que era notado de gustar demasiado del vino, pedía Cicerón el Consulado, y habiéndole dado sed en la plaza, como se le pusiesen alrededor los amigos mientras bebía, “Tenéis razón en temer- les dijo-, no sea que el censor se vuelva contra mí si ve que bebo agua”. Encontrándose con Voconio, que iba acompañando tres hijas muy feas, le aplicó este verso: Contrario tuvo a Febo éste al ser padre. Había contra Marco Gelio la opinión de que no era hijo de padres libres, y como en el Senado se esforzase a leer con una voz muy alta y muy clara, “No os admiréis- dijo-, porque es de los que pregonan”. Cuando Fausto, hijo de Sila el tirano, que proscribió a muchos a muerte, oprimido de sus deudas por haber malgastado su hacienda, publicó la lista de sus bienes, “Más me gusta esta lista- dijo Cicerón- que las de su padre”.
Con estas cosas era molesto a muchos, y a este tiempo Clodio y su facción se declararon sus enemigos con este motivo. Era Clodio de una de las primeras familias, en los años joven y en el ánimo osado y temerario. Teniendo amores con Pompeya, mujer de César, se introdujo ocultamente en su casa disfrazándose con el vestido y demás adornos de una cantatriz. Celebraban las mujeres aquella fiesta y sacrificio arcano, nunca visto de los hombres en casa de César, y no podía ser admitido ningún varón; pero siendo todavía Clodio mocito, pues aun no tenía barba, esperó que podría quedar desconocido llegando con las mujeres hasta donde estaba Pompeya; mas habiendo entrado de noche en una casa grande, se perdió en los corredores, y habiéndole visto andar desatentado una sirvienta de Aurelia, madre de César, le preguntó su nombre. Precisado a hablar y diciendo que buscaba a Abra, criada de Pompeya, conociendo aquella que la voz no era femenil, gritó y empezó a llamar a las mujeres. Cerraron éstas las puertas y, registrándolo todo, encontraron a Clodio que se había guarecido en el cuarto de la criada, con quien había entrado. Hízose público el suceso; César repudió a Pompeya, y a Clodio se le formó causa de impiedad.
Cicerón era amigo suyo, y en las diligencias relativas a la conjuración de Catilina se había hallado éste a su lado y le había prestado auxilio; pero haciendo consistir toda su defensa contra la acusación de aquel crimen en no haberse hallado en Roma al tiempo en que se decía cometido, sino ocupado fuera de la ciudad en unas posesiones distantes, dio Cicerón testimonio contra él, diciendo que había estado a buscarle en su casa y le había hablado de ciertos negocios, como era la verdad. Mas con todo no parecía que había declarado en esta forma precisamente por amor a la verdad, sino por ponerse en buen lugar con su mujer Terencia, a causa de que miraba ésta en aversión a Clodio por Clodia, su hermana, de la que se decía aspiraba a casarse con Cicerón, dando pasos para ello por medio de un cierto Tulo, que era de los amigos más estimados de Cicerón; y yendo continuamente a casa de Clodia, y obsequiándole ésta, como no viviese lejos, dio a Terencia motivos de sospecha, y siendo ésta de genio fuerte y dominando a Cicerón, lo preciso a ponerse en oposición con Clodio y a atestiguar contra él. Declararon además contra Clodio muchos de los primeros y mejores ciudadanos, deponiendo de sus perjurios, de sus suplantaciones de testamentos, de sus sobornos y de sus adulterios. Luculo produjo unas esclavas como testigos de que Clodio había tenido trato inhonesto con la más joven de sus hermanas mientras estaba enlazada con el mismo Luculo, y corría muy valida la opinión de que le tenía con las otras dos hermanas, de las cuales Terencia estaba casada con Marcio Rex, y Clodia con Metelo Céler. Dábanle a ésta el sobrenombre de Cuadrantaria, porque uno de sus amantes, habiendo puesto en un bolsillo unas piezas de bronce, se las envió queriendo hacerlas pasar por plata; y a la moneda más pequeña de bronce la llamaban cuadrante; y por esta hermana era por la que más se hablaba de Clodio. Mas, a pesar de todo esto, el pueblo se puso entonces de parte de Clodio y contra los testigos y acusadores; por lo cual, entrando en temor los jueces, pusieron guardias, y la mayor parte echaron las tablas con las letras borradas y confusas. Sin embargo, apreció que eran más los que absolvían; y se dijo también que había intervenido soborno; así es que Cátulo, acercándose a los jueves, “Vosotros- les dijo- con verdad habéis pedido la guardia para vuestra seguridad, no fuera que alguno os quitara el dinero”. Cicerón, diciéndole Clodio que su testimonio no había merecido fe a los jueces, “Antes- le respondió- a mí me han creído veinticinco de ellos, porque éstos han sido los que te han condenado; y a ti no te han creído treinta, porque no te han absuelto hasta que han recibido el dinero”. César, llamado como testigo, no declaró contra Clodio ni dijo que su mujer fuese culpada de adulterio, sino que la había repudiado porque el matrimonio de César debía estar puro, no sólo de la menor acción fea, sino hasta de las sospechas.
Habiendo salido Clodio de aquel peligro elegido tribuno de la plebe, al punto la tomó con Cicerón, excitando y moviendo todos los negocios y todos los hombres contra él y procurando ganarse a la muchedumbre con leyes populares; y a uno y otro cónsul les decretó grandes provincias: a Pisón la Macedonia, y a Gabinio la Siria. A muchos de escasa fortuna los asoció a sus miras, y tenía siempre a su lado esclavos armados. De los tres que gozaban del mayor poder entonces en Roma, como Craso estuviese en oposición con Cicerón y le hiciese la guerra, Pompeyo quisiese estar bien con ambos y César hubiese de partir a la Galia con ejército, Cicerón se bajó a éste, sin embargo de que en vez de ser su amigo le era sospechoso desde los sucesos de Catilina, y le rogó que le llevase delegado a la provincia. Concedióselo César, y Clodio, viendo que Cicerón iba a ponerse fuera de su tribunado, fingió que estaba dispuesto a hacer amistades, y valiéndose de los medios de echar la culpa a Terencia de lo pasado, de hablar siempre de él, de saludarle con afabilidad, como pudiera hacerlo quien no lo aborreciera ni estuviera indispuesto con él, quejándose solamente con palabras benignas y amistosas; así logró quitarle enteramente el miedo, hasta el punto de desistir de su pretensión con César y volver al manejo de los negocios públicos; de lo que, resentido César, dio ánimo a Clodio y apartó a Pompeyo enteramente de Cicerón; y aun declaró con juramento ante el pueblo parecerle que no se había dado justa y legalmente la muerte a Léntulo y Cetego, no habiendo sido antes juzgados, pues éste era el cargo y ésta la acusación que a Cicerón se hacía. Constituido, pues, reo y perseguido como tal, mudó el vestido, y dejando crecer el cabello, rodaba por la ciudad implorando la clemencia del pueblo. Mas por doquiera se le aparecía en todas las calles Clodio, llevando consigo hombres desvergonzados y atrevidos, que insultando a Cicerón descaradamente por la situación y traje en que se veía, y tirándole en muchas ocasiones lodo y piedras, se empeñaban en interrumpir y estorbar sus súplicas.
No obstante estos esfuerzos de Clodio, casi todo el orden ecuestre mudó también de vestido, y hasta veinte mil jóvenes le seguían, dejándose crecer el cabello, y acompañándole en sus ruegos. Congregado después el Senado con el objeto de hacer decretar que se mudaran los vestidos al modo que en un duelo público, como lo repugnasen los cónsules y Clodio corriese con hombres armados a la curia, se salieron de ella muchos de los senadores rasgando sus ropas y mostrándose indignados. Cuando se vio que aquel triste aspecto no excitó ni la compasión ni la vergüenza, y que era preciso, o que Cicerón se fuera desterrado, o que contendiera con las armas con Clodio, recurrió aquel a implorar el auxilio de Pompeyo, que de intento se había retirado, yéndose a la posesión que tenía junto al Monte Albano. Para esto envió primero a su yerno Pisón, a fin de que intercediese con él, y después subió el mismo Cicerón. Cuando lo supo Pompeyo no pudo sufrir que se le presentara, poseído de una gran vergüenza, al considerar que Cicerón había sostenido en la república por él grandes contiendas y le había servido en muchos negocios; pero siendo yerno de César, por complacer a éste se desentendió del debido agradecimiento, y saliéndose por otra puerta, evitó la visita. Cicerón, abandonado por él de esta manera, y careciendo de protección, acudió a los cónsules, de los cuales Gabino siempre se le mostró desafecto; pero Pisón le hizo mejor recibimiento, exhortándole a salir de Roma para librarse de la violencia y poder de Clodio, y a llevar resignadamente la mudanza de los tiempos, para poder ser otra vez el salvador de la patria, puesta por inclinación a él en tales turbaciones e inquietudes. Oída por Cicerón esta respuesta, conferenció sobre lo hacedero con sus amigos. Luculo era de dictamen que no se moviera, porque vencería; pero otros le aconsejaban la fuga, en el concepto de que bien presto el pueblo lo echaría menos, luego que no pudiera aguantar las locuras y furores de Clodio. Este fue el partido que adoptó Cicerón, y subiendo al Capitolio la estatua de Minerva que tenía trabajada en casa mucho tiempo había, y a la que daba su gran veneración, la consagró a la diosa con esta inscripción: “A Minerva, protectora de Roma”. Valióse de algunos de sus amigos para que le acompañaran, y a la media noche salió de la ciudad, haciendo su viaje a pie por la Lucania con deseo de verse en la Sicilia.
Cuando ya se supo de cierto que había huido, Clodio hizo dar contra él decreto de destierro y promulgar edicto por el que se le vedaba el agua y el fuego, y se mandaba que nadie le recibiera bajo techado a quinientas millas de Italia. A muchos no les servía de detención este edicto para dar muestras de respeto a Cicerón, para obsequiarle y para acompañarle; pero en Hiponio, ciudad de la Lucania, que ahora se llama Vibón, el siciliano Vibio, que había disfrutado en muchas cosas de la amistad de Cicerón y en el consulado de éste había sido nombrado prefecto de artesanos, no le admitió en su casa, y sólo le indicó una posesión, a la que podía acogerse; y Gayo Virgilio, pretor de la Sicilia, a quien Cicerón había hecho también grandes favores, le escribió que no tocara en aquella isla. Desconcertado en sus planes con estos desengaños, se dirigió a Brindis, y pasando de allí con viento favorable a Dirraquio, como durante el día soplase viento contrario de mar, regresó al punto y otra vez volvió a dar la vela. Se dice que en esta travesía, cuando ya estaba para saltar en tierra, hubo a un tiempo terremoto y retirada de las aguas del mar, sobre lo que pronosticaron los agoreros que no sería largo su destierro, porque aquellas eran señales de mudanza. Visitábanle muchos por afecto, y las ciudades griegas competían unas con otras en Demostraciones; pero a pesar de eso siempre estaba desconsolado y triste, teniendo, como los enamorados, puestos los ojos en Italia, y mostrándose demasiado abatido y con apocado ánimo en aquel infortunio, cosa que nadie habría esperado de un hombre de su instrucción y doctrina, que muchas veces rogaba a sus amigos no le llamaran orador, sino filósofo, porque la filosofía la había elegido por ocupación, y la oratoria no la empleaba sino como un instrumento útil en el gobierno. Decía asimismo que la gloria era propia para borrar en el alma, como si fuera una tintura, todo buen discurso, inoculando en los que mandan todas las pasiones de la muchedumbre con la conversación y el trato, a no estar el hombre muy sobre sí, para que cuando se entrega a los negocios tome, sí, parte en éstos, pero no en las pasiones y afectos que van con los negocios.
Clodio, luego que alejó a Cicerón, quemó sus quintas y su casa, edificando en el sitio el templo de la Libertad. Quiso vender asimismo su hacienda, haciéndola pregonar todos los días, porque nadie se presentaba a hacer postura. Terrible con estos hechos a los del Senado, y asistido del favor del pueblo, ya ensayado por él a la insolencia y al desenfreno, asestó sus tiros contra Pompeyo, empezando por desacreditar algunas de las disposiciones tomadas por él en el ejército. Perdió con esto de su opinión, y ya se reprendía a sí mismo de haber abandonado a Cicerón; por lo que arrepentido trabajaba por todos los medios en procurar su vuelta por si y por sus amigos. Oponíase Clodio, y el Senado decretó que no se daría curso a ningún negocio público ni se aprobaría nada mientras no se acordase la vuelta de Cicerón. En el consulado de Léntulo tomó tal incremento la sedición, que los tribunos de la plebe fueron heridos en la plaza, y Quinto, el hermano de Cicerón, quedó tendido entre los cadáveres por muerto. Empezó ya con esto a desengañarse el pueblo, y siendo el tribuno Annio Milón el primero que se atrevió a llevar al tribunal a Clodio por causa de violencia pública, muchos acudieron a ponerse al lado de Pompeyo, así de la plebe como de las ciudades comarcanas. Presentóse con éstos, y arrojando a Clodio de la plaza, dispuso que pasaran a votar los ciudadanos, y se dice que nunca se vio una votación del pueblo tan uniforme. Yendo el Senado a competencia con el pueblo, decretó que se dieran las gracias a todas las ciudades que habían obsequiado a Cicerón durante su destierro, y que sus quintas y su casa, arrasadas por Clodio, fueran de nuevo levantadas a expensas del Erario. Volvió Cicerón a los diez y seis meses de destierro, y fue tanto el goce de las ciudades, y tal el ansia y esmero que en recibirle ponían los habitantes, que aun anduvo corto el mismo Cicerón cuando dijo que, tomándolo en hombros la Italia, lo había traído a Roma. El mismo Craso, que había sido enemigo de Cicerón antes del destierro, salió también entonces a recibirle y se reconcilió con él, en obsequio, decía, de su hijo Publio, que era uno de los admiradores de Cicerón.
Había aún corrido poco tiempo, y valiéndose de que Clodio se hallaba fuera de la ciudad, subió Cicerón con algún acompañamiento al Capitolio, y echó por el suelo e hizo pedazos las tablas tribunicias, que eran los registros de las operaciones de los tribunos. Increpóle sobre esto Clodio, y respondiéndole Cicerón que había sido contra ley el que de los patricios hubiera pasado el tribunado de la plebe y que, por tanto, no debía tener valor nada de lo hecho por él; se ofendió de esta respuesta Catón y la contradijo, no porque se pusiese de parte de Clodio o dejase de estar mal con sus tropelías, sino por parecerle duro y violento que el Senado decretase la abrogación de tantas y tales determinaciones y decretos, entre los que se contaba el encargo que el mismo Catón había desempeñado en Chipre y Bizancio. Desde entonces conservó con él Cicerón cierta indisposición, la cual, sin embargo, no pasó nunca a hecho ninguno público ni a otra cosa que a tratarse con cierta tibieza.
Sucedió después que Milón mató a Clodio, y siguiéndosele causa de homicidio, nombró por su defensor a Cicerón. El Senado, por temor de que, puesto en riesgo un hombre ilustre y altivo como Milón, se moviera algún alboroto en la ciudad, permitió a Pompeyo que presidiera éste y otros juicios, procurando tranquilidad al pueblo y seguridad a los jueces. Guarneció éste antes del día la plaza y todas sus avenidas con soldados, y Milón, recelando que Cicerón, turbado con aquel nunca usado espectáculo, podría estar menos feliz en su discurso, le persuadió que, haciéndose llevar a la plaza en litera, esperara allí tranquilamente hasta que se hubiesen reunido los jueces y se llenase la audiencia. Mas él, a lo que parece, no sólo no era muy osado entre las armas, sino que hablaba siempre en público con miedo, y con dificultad se vio libre de la agitación y el temblor, hasta que a fuerza de esta clase de contiendas su elocuencia adquirió firmeza y asiento. Aun así, defendiendo a Licinio Murena, acusado por Catón, con el empeño de exceder a Hortensio, que había sido muy aplaudido, no descansó un momento en toda la noche, y quebrantado con el demasiado estudio y la falta de sueño, fue tenido por inferior a aquel. Entonces, pues, saliendo de la litera para la causa de Milón, al ver a Pompeyo sentado en el Tribunal como en un ejército, y toda la plaza alrededor llena de resplandecientes armas, se asustó sobremanera, y con gran trabajo pudo empezar a hablar, temblándole todo el cuerpo y con la voz entrecortada, siendo así que el mismo Milón asistió al juicio con arrogancia y serenidad, sin haber querido dejarse crecer el cabello ni tomar el vestido de duelo; lo que parece no haber sido la menor causa de que se le condenase. Mas en esta ocasión antes se acreditó Cicerón de buen amigo que de tímido y cobarde.
Hízosele del número de aquellos sacerdotes que los romanos llaman augures en lugar de Craso el joven, después de haber éste fallecido a manos de los Partos. Tocándole después por suerte en la distribución de las provincias la Cilicia, con un ejército de doce mil infantes y dos mil y seiscientos caballos, se embarcó para pasar a ella, llevando también el encargo de reducir la Capadocia a la sumisión y obediencia del rey Ariobarzanes. Compuso y arregló estos negocios a satisfacción de todos, sin necesidad de recurrir a las armas, y viendo a los de Cilicia inquietos y desasosegados con el descalabro experimentado por los romanos en la guerra de los Partos y con las novedades de la Siria, los trajo al orden con usar de blandura en su mando. No recibió dones algunos aún de los mismos reyes, y quitó aquellos convites que eran de estilo en las provincias. A los que le honraban y favorecían los obsequiaba teniéndolos a su mesa y dándoles de comer, no con lujo, pero tampoco con escasez y mezquindad. Su casa no tenía portero, ni nadie le vio tampoco sentado, sino que desde muy temprano, en pie o paseándose delante de su cuarto, recibía a los que iban a visitarle. Dícese que no castigó a ninguno ignominiosamente con las varas, ni le rasgó la ropa, ni por enfado le dijo una mala palabra o le impuso multa que pudiera injuriarle. Encontró que gran parte de los caudales públicos habían sido usurpados, y poniendo en ellos orden, hizo que las ciudades floreciesen, sin que por eso los que tenían que pagar fuesen vejados ni molestados, ni dejasen de conservar su estimación. También tuvo que hacer la guerra, derrotando unos aduares de ladrones que tenían sus guaridas en el Monte Amano, con cuyo motivo fue de los soldados saludado emperador. Pidióle a esta sazón el orador Celio que le enviara leopardos de Cilicia para cierto espectáculo; y él, aludiendo con alguna jactancia a los hechos de esta guerra, le escribió que ya no quedaba ninguno en la Cilicia, porque habían huido a la Caria incomodados de que a ellos solos se les hiciera la guerra cuando todo lo demás estaba en paz. Al retirarse de la provincia pasó algún tiempo en Rodas, y también con gran placer se detuvo en Atenas por el deseo de sus antiguos estudios. Trató, pues, a los hombres más célebres, de aquel tiempo por su sabiduría, saludó a sus amigos y conocidos y, admirado de la Grecia, según su sobresaliente mérito, volvió a Roma a tiempo que las agitaciones de la república, como tumor próximo a reventar, estaban a punto de romper en la guerra civil.
Habiéndosele decretado el triunfo, dijo en el Senado que le sería muy dulce seguir a César en la pompa después de hechas las paces, y en particular daba consejos a César escribiéndole continuamente, e interponía ruegos con Pompeyo, procurando templar y apaciguar a uno y a otro. Mas cuando ya llegó el caso del rompimiento, y viniendo César contra Roma Pompeyo no lo aguardó, sino que abandonó la ciudad, y con él muchos y muy principales ciudadanos, no habiéndose decidido Cicerón a esta fuga, se creyó que abrazaba el partido de César. Y no tiene duda que estuvo batallando consigo y meditando mucho sobre a cuál de los dos se inclinaría; porque escribe en sus cartas: “¿A qué lado me volveré cuando Pompeyo tiene para la guerra el motivo más glorioso y honesto, pero César se ha de conducir mejor en esta terrible crisis y ha de saber hacer más por su salud y por la de sus amigos? De manera que sé de quién he de huir, mas no a quién me estará mejor el acogerme. Escribióle en esto Trebacio, uno de los amigos de César, diciéndole que, según el dictamen de éste, debía ser de su partido y entrar a la parte en sus esperanzas; pero que si por la vejez no quería correr peligro, podía retirarse a la Grecia, y allí esperar tranquilamente los sucesos, apartándose de ambos; y picado de que el mismo César no le hubiese escrito, respondió enfadado que no haría nada que no correspondiese a su anterior conducta pública. Esto es lo que se lee en sus cartas.
Así, cuando César marchó a España, él al punto se embarcó para ir en busca de Pompeyo, y fue de todos muy bien recibido, sino solamente de Catón, quien le hizo graves reconvenciones por haberse adherido al partido de Pompeyo; porque decía que al mismo Catón no le habría estado bien el abandonar el partido que eligió desde el principio; pero que Cicerón podía haber sido más útil a la patria y a los amigos si, permaneciendo en Roma, hubiera tirado a sacar partido de los sucesos, y no que ahora, neciamente y sin ninguna necesidad, se había hecho enemigo de César y se había venido a meter en medio de tan gran peligro. Estas observaciones hicieron a Cicerón mudar de modo de pensar, y también el no haberle empleado Pompeyo en nada de importancia; pero de esto último él tenía la culpa con no negar que estaba arrepentido, con desacreditar las disposiciones de Pompeyo, con vituperar en las conversaciones todos sus proyectos y con no poderse contener de chistes y burlas pesadas contra los mismos que participaban de su suerte; pues andando él siempre triste y con ceño por el campamento, quería hacer reír a los que no estaban para ello. Pero será mejor referir aquí algunos de aquellos inoportunos chistes. Presentó Domicio para que fuese admitido entre los jefes a uno que era militar, y diciendo para recomendarle que era hombre de arreglada conducta y muy prudente, “¿Pues por qué no le guardas- le repuso- para tutor de tus hijos?”. Celebrando algunos a Teófanes de Lesbos, que era en el ejército prefecto de los artesanos, por haber dado excelentes consuelos a los rodios en ocasión de haber perdido su armada, “¿De qué nos sirve- dijo Cicerón- tener un prefecto griego?”. Llevaba regularmente César lo mejor en los encuentros, y en cierta manera los tenía cercados, y diciendo Léntulo tener noticia de que los amigos de César andaban cabizbajos, “Eso es decir- respondió Cicerón- que están mal con César”. Acababa de llegar de Italia un tal Marcio, y como dijese que la opinión que se tenía en Roma era que Pompeyo estaba cercado, “¿Conque has hecho tu viajele repuso- para asegurarte por tus ojos de si es cierto?”. Diciendo después de la derrota Nonio que debían tener buena esperanza, porque en el campamento de Pompeyo habían quedado siete águilas, “Eso sería muy bueno- le replicó Cicerón- si hiciéramos la guerra a los grajos”. Apoyándose Labieno en ciertos oráculos para sostener que Pompeyo sería vencedor, “Sí- le respondió-, con esa estratagema acabamos de perder el campamento”.
Dada la batalla de Farsalo, en la que no se halló por estar enfermo, y habiendo huido Pompeyo, Catón, que había reunido en Dirraquio bastantes fuerzas de tierra y una grande armada, deseaba que Cicerón tomara el mando, a causa de corresponderle por la ley, estando adornado de la dignidad consular; pero repugnándolo éste, y huyendo enteramente de continuar la guerra, estuvo en muy poco que no se le quitara la vida, llamándole traidor Pompeyo el joven y sus amigos, y desenvainando resueltos las espadas, a no haber sido porque Catón se puso de por medio y le sacó del campamento. Arribó a Brindis, y allí se detuvo esperando a César, que tardó en llegar a Italia por haberle llamado los negocios al Asia y al Egipto. Cuando supo que había desembarcado en Tarento, y que desde allí se dirigía por tierra a Brindis, le salió al encuentro, no sin alguna esperanza, aunque avergonzado de tener que ir a mirar la cara de un enemigo victorioso a presencia de muchos; pero no le fue necesario decir o hacer cosa que no le estuviese bien; porque César, luego que vio que, adelantándose a los demás, iba a recibirle, se apeó, le abrazó y caminó hablando con él solo algunos estadios. Desde entonces siempre le tuvo consideración y lo trató con aprecio; tanto, que en el libro que escribió contra el elogio que de Catón había formado Cicerón, le celebró este mismo opúsculo y tributó alabanzas a su vida, que dijo tenía gran semejanza con las de Pericles y Terámenes. Intitulóse el escrito de Cicerón Catón, y Anticatón el de César. Refiérese que siendo acusado Quinto Ligario por haber sido uno de los enemigos de César, y defendiéndole Cicerón, dijo César a sus amigos: “¿Qué inconveniente hay en oír al cabo de tanto tiempo a Cicerón, cuando su cliente está ya juzgado tan de antemano por malo y por enemigo?”. Mas, sin embargo, Cicerón desde que empezó a hablar movió extraordinariamente su ánimo, y hermana, habiéndose dirigido con aquel joven a Cicerón, de excitar las pasiones y en la gracia de la elocución, observaron todos que César mudó muchas veces de color, y que se hallaba combatido de diferentes afectos. Finalmente, cuando el orador llegó a tratar de la batalla de Farsalia, su agitación fue violenta, hasta temblarle todo el cuerpo y caérsele algunos memoriales de la mano; de modo que, vencido de la elocuencia, absolvió a Ligario de la causa.
Desde aquella época, habiendo el gobierno degenerado en monarquía, retiróse de los negocios públicos y se dedicó a la filosofía con los jóvenes que quisieron cultivarla; que siendo de los más ilustres y principales, por su trato con ellos volvió a tener en la ciudad el mayor influjo. Habíase aplicado a escribir y a traducir diálogos filosóficos, trasladando a la lengua latina los nombres usados en la dialéctica y la física; porque se dice haber sido el primero que introdujo los nombres de fantasía, sincatátesis, época, catalepsis, y además átomo, ámeres y quenon, a lo menos el que más los dio a conocer a los Romanos, usando de metáforas y de otras expresiones acomodadas con singular industria y diligencia. Divertíase con poner a veces en ejercicio la gran facilidad que tenía en hacer versos, pues se dice que cuando le daba esta humorada hacía en una noche quinientos. Habiendo pasado la mayor parte de este tiempo en su quinta Tusculana, escribió a sus amigos que hacía la vida de Laertes, o por juego y chiste, como lo acostumbraba, o por prurito de ambición de mando, no llevando bien el retiro. Rara vez venía a la ciudad como no fuese para visitar a César, y entonces era el primero que suscribía a los honores que se le decretaban y que decía alguna cosa nueva en elogio de su persona y de sus hechos, como fue la relativa a las estatuas de Pompeyo, que César mandó levantar y colocar, habiendo sido antes derribadas; porque dijo Cicerón que César, con este acto de humanidad, levantaba las estatuas de Pompeyo para afirmar más las suyas.
Tenía pensado, según se dice, escribir la historia romana, entretejiendo con ella gran parte de la griega y recogiendo todas las fábulas y relaciones que corrían; pero vinieron a impedírselo negocios y sucesos públicos y privados, de los cuales la mayor parte parece que se los atrajo por su gusto. Porque, en primer lugar, repudió a su mujer Terencia por no haber hecho cuenta de él durante la guerra, hasta el punto de haberle dejado marchar sin nada de lo que necesitaba para el viaje, y por no haberle dado muestras ningunas de aprecio y amor cuando regresó a Italia; pues habiéndose detenido mucho tiempo en Brindis no pasó a verle, y a la hija, cuando fue, no le dio para un camino tan largo las prevenciones y acompañamiento que eran correspondientes a una joven de su calidad, y sin embargo le dejó la casa vacía y desprovista de todo, sobre haber contraído muchas y grandes deudas, porque éstas fueron las causas más honestas que se pretextaron para este divorcio. Negábalas Terencia, y el mismo Cicerón fue quien mejor hizo su apología, casándose de allí a poco con una doncella, según Terencia lo hizo correr, prendado de su figura; pero según escribió Tirón, liberto de Cicerón, por mira de mejorar su casa y pagar sus deudas. Porque aquella joven era muy rica, y Cicerón, que tenía su herencia en fideicomiso, por este medio la conservó en su poder. Como debiese, pues, grandes sumas, sus amigos y deudos le indujeron a que en una edad ya impropia se casara con aquella mocita y se librara de los acreedores echando mano de sus bienes; pero Antonio, haciendo mención de este casamiento en sus oraciones contra las Filípicas, dice que echó de su lado a una mujer en cuya compañía se había hecho viejo, motejándole con gracia que había sido un hombre que se había estado metido en casa ocioso y sin hacer el servicio militar. Después de este casamiento, a poco tiempo de él, se le murió de sobreparto la hija casada con Léntulo, con quien se había enlazado después de la muerte de Pisón, su primer marido. Acudieron de todas partes los filósofos a dar consuelo a Cicerón, tan sentido por la muerte de la hija, que repudió a su nueva esposa por parecerle que se había alegrado de la muerte de Tulia.
Éstos fueron los sucesos domésticos de Cicerón, el cual ninguna parte tuvo en la conjuración para la muerte de César, no obstante ser uno de los mayores amigos de Bruto, hacérsele insoportable el estado en que habían venido a parar las cosas y parecer que deseaba el restablecimiento de la república como el que más; y es que los conjurados habían temido a su carácter falto de valor, y a aquel desgraciado tiempo en que aun los más firmes y mejor constituidos habían perdido la resolución y osadía. Ejecutado aquel hecho por Bruto y Casio, como los amigos de César se tumultuasen y volviese a renacer el miedo de que la ciudad cayese otra vez en la guerra civil, Antonio, que era cónsul, congregó el Senado y habló brevemente de concordia; pero Cicerón, extendiéndose más acerca de lo que las circunstancias exigían, persuadió al Senado a que, imitando lo que en caso igual se había hecho en Atenas, publicase una amnistía con motivo de lo ocurrido con César, y a Casio y Bruto les asignara provincias. Mas esto no sirvió de nada, porque el pueblo, que ya por sí mismo se había movido a compasión cuando vio que pasaba por la plaza el cadáver y Antonio le mostró la túnica de César llena de sangre y acribillada a puñaladas, furioso y ciego de ira, en la misma plaza anduvo buscando a los matadores, y con tizones encendidos corrieron muchos a las casas de éstos para darles fuego; y aunque de este peligro se salvaron con guardarse y precaverse, temiendo otros muchos no menores que él, tuvieron que abandonar la ciudad.
Esto dio osadía a Antonio, y si a todos infundió temor, pareciéndoles que usurparía una autoridad monárquica, mucho mayor se le causó a Cicerón: porque viendo que el poder de éste en la república había adquirido fuerza, y sabiendo que era del partido de Bruto, abiertamente se mostraba incomodado con su presencia, además de que siempre estaban recelosos el uno del otro por la desemejanza de su conducta y por sus antiguas disensiones. Temeroso, pues, Cicerón, intentó primero pasar delegado con Dolabela a la Siria; pero habiéndole rogado los que después de Antonio iban a ser cónsules, Hircio y Pansa, varones de probidad y amantes de Cicerón, que no los abandonase, pues le ofrecían oprimir a Antonio si él se quedaba, no creyéndolos del todo, ni tampoco dejándolos de creer, no hizo ya cuenta de Dolabela, y diciendo a Hircio que se iba a pasar el estío en Atenas y que cuando hubiesen entrado en su cargo volvería, sin más autorización se dispuso para aquel viaje. Hubo detenciones en la navegación, y llegando desde Roma nuevos rumores cada día a medida de su deseo: que en Antonio se notaba grande mudanza, que todo lo hacía y disponía por medio del Senado y que no faltaba otra cosa que su presencia para que los negocios se pusieran en el mejor orden, reprendiéndose a sí mismo de sus recelos y temores, regresó otra vez a Roma, y lo que es por lo pronto no le salieron vanas sus esperanzas, porque fue tanto el gentío que con el gozo y deseo salió a recibirle, que casi se consumió todo el día a la puerta en abrazos y salutaciones. Mas al día siguiente, congregando Antonio el Senado y pasándole aviso no concurrió, sino que se quedó en cama, excusándose con que estaba fatigado del viaje; pero, a lo que parece, lo que verdaderamente lo detenía era el temor de alguna asechanza, por cierta indicación y sospecha que se le había dado en el camino. Antonio se mostró muy ofendido de esta calumnia, e iba a enviar soldados con orden de que lo trajeran o le quemaran la casa; pero instándole y rogándole muchos, se convino en que sólo se le tomaran prendas. De allí en adelante se pasaban de largo cuando se encontraban, sin decirse nada el uno al otro, y estaban en mutuas sospechas; hasta que, habiendo llegado de Apolonia César el joven, admitió la herencia del otro César, y por dos mil quinientas miriadas que Antonio tenía en su poder de los bienes de éste, se indispuso con él.
En consecuencia de esto, Filipo, que estaba casado con la madre del nuevo César, y Marcelo con la hermana, habiéndose dirigido con aquel joven a Cicerón, se convinieron en que se prestarían mutuamente, Cicerón a éste en el Senado y ante el pueblo el poder que nace de la elocuencia y la política, y éste a Cicerón la seguridad que dan las riquezas y las armas: pues ya tenía aquel joven a sus órdenes no pocos de los que habían hecho la guerra con César, además de que se tiene por cierto haber entrado Cicerón con un vivo deseo en la amistad de César. Porque, según parece, en vida todavía de Pompeyo y Julio César se le figuró en sueños a Cicerón que llamaba al Capitolio a algunos hijos de los senadores, con el objeto de que Júpiter designara a uno de ellos por caudillo de Roma, que los ciudadanos estaban en grande expectación alrededor del templo y aquellos niños en toga pretexta sentados a la puerta. Abrióse ésta repentinamente, y los niños se fueron levantando de uno en uno y dieron la vuelta alrededor de la estatua del dios, que los estuvo mirando atentamente y los despidió descontentos; mas luego que éste se le acercó, alargó la diestra y dijo: “Romanos, éste dará fin a la guerra civil siendo vuestro caudillo”. Habiendo, pues, tenido Cicerón este ensueño, se dice que retuvo y conservó viva la imagen del niño, aunque no sabía quién era; pero habiendo bajado al día siguiente al campo de Marte cuando los jóvenes volvían de ejercitarse, éste fue el primero que vio cual en el sueño se había ofrecido a su imaginación, y admirado le preguntó quiénes eran sus padres. Era su padre Octavio, uno de los más ilustres, y su madre Acia, sobrina de César; por lo que no teniendo éste hijos, le dejó por su testamento su hacienda y su casa. Desde entonces dicen que Cicerón veía con gusto a este niño y le mostraba afecto, y él correspondía a sus demostraciones, porque hacía también la casualidad que había nacido el año en que Cicerón fue cónsul.
Éstas eran las causas que públicamente se daban; pero al principio el odio a Antonio, y después su carácter, que no podía resistir a la ambición, fueron los verdaderos motivos que le unieron a César, creyendo que ganaba para la república el poder de éste, pues se le prestaba tan dócil y sumiso que le llamaba padre. Disgustaba esto de tal manera a Bruto, que en sus cartas a Ático se queja agriamente de Cicerón a causa de que, adulando a César por miedo de Antonio, era claro que en vez de procurar libertad para la patria, sólo buscaba para sí un señor más benigno y humano. Mas a pesar de esto, Bruto se llevó consigo al hijo de Cicerón, que se hallaba en Atenas oyendo las lecciones de los filósofos, y dándole mando le confió algunos encargos que desempeñó con el mejor éxito. Llegó entonces a lo sumo en Roma el poder de Cicerón, y viniendo al cabo de cuanto se propuso, oprimió a Antonio y le obligó a salir de la ciudad, enviando a los dos cónsules Hircio y Pansa a hacerle la guerra, y obteniendo del Senado que decretara a César las fasces y todo el aparato imperatorio, como que combatía por la patria. Mas como, vencido Antonio y muertos en la guerra ambos cónsules, todo el poder se acumulase en César, temiendo el Senado a un joven a quien tan decididamente favorecía la fortuna, trató de apartar de él las tropas con honores y con dádivas, y debilitar así su poder, bajo el pretexto de que la república no necesitaba de defensores una vez qué Antonio había huido. Temió con esto César, y envió quien rogara y persuadiera a Cicerón que procurara para ambos juntos el consulado, y dispusiera de todo como le pareciese, apoderándose de la autoridad y tomando bajo su dirección a aquel joven que sólo apetecía adquirir algún nombre y gloria. Confesó el mismo César que, temiendo verse arruinado, y considerándose en peligro de que le dejaran solo, echó mano en tal apuro de la ambición de Cicerón, moviéndole a que pidiera el consulado en el concepto de que él le daría todo favor y auxilio.
Enloquecido entonces y sacado de tino Cicerón, un anciano por aquel mozo, y engañado para que le ayudara en los comicios y le pusiera bien con el Senado, desde luego incurrió en la reprensión de sus amigos, y al poco tiempo conoció él mismo que se había perdido y había hecho traición a la libertad de la patria: porque luego que aquel joven vio tan acreditado su poder y se posesionó del consulado, al punto dio de mano a Cicerón, y hecho amigo de Antonio y Lépido, juntando en uno el poder de los tres, partió con ellos la autoridad como pudiera haber partido una posesión. Proscribieron de muerte sobre doscientos ciudadanos, siendo la proscripción de Cicerón la que produjo entre ellos los mayores altercados, por cuanto Antonio no se daba a partido si no moría el primero, Lépido se adhería a Antonio y César se oponía a ambos. Tuvieron ellos solos sobre esto juntas reservadas cerca de Bolonia por tres días, reuniéndose en un sitio próximo al campamento, cercado del río. Dícese que habiéndose César mantenido firme en la lid por Cicerón los dos primeros días, cedió por fin al tercero, abandonándole traidoramente. La composición y compensación fue de esta manera: César hizo el sacrificio de Cicerón, Lépido el de su hermano Paulo, y Antonio el de Lucio César, que era tío suyo de parte de madre. Hasta este punto la ira y el furor los hizo perder la razón, no dejando duda de que el hombre es la más cruel de todas las fieras, cuando a las pasiones se une el poder.
Mientras esto pasaba, Cicerón residía en sus campos de Túsculo, teniendo en su compañía a su hermano. Luego que supieron las proscripciones, determinaron trasladarse a Ástur, posesión litoral del mismo Cicerón y desde allí pasar a la Macedonia a ponerse al lado de bruto, porque las voces que corrían eran de que se hallaba con fuerzas superiores. Caminaban en literas muy abatidos con la pesadumbre; y parándose en el camino, puestas las literas una en par de la otra, se lamentaban juntos de su suerte. El más desalentado era Quinto, a quien afligía además la idea de la falta de recursos, porque no había tenido tiempo para tomar nada en casa, y aun Cicerón era bien poco lo que consigo llevaba. Parecióle, pues, que sería lo mejor apresurar Cicerón su fuga, y que Quinto se volviese para proveerse en casa de lo necesario. Así se determinó, y abrazándose uno a otro, entre sollozos y lamentos se despidieron. Quinto, denunciado vilmente de allí a pocos días por sus esclavos a los matadores, recibió de éstos la muerte, y con él su hijo. Cicerón, conducido a Ástur, y encontrando. allí un barco, subió en él al punto y a vela navegó hasta Circeyos. Allí, queriendo los pilotos hacerse otra vez al mar, o por temor de la navegación, o por no haber perdido enteramente la confianza en César, saltó en tierra y anduvo por ella cien estadios, encaminándose a Roma; pero con nuevas dudas mudó de propósito y se dirigió otra vez hacia el mar. Cogióle la noche, y la pasó en las mayores dudas y aflicciones, sin saber qué partido tomar; tanto, que llegó a resolver introducirse secretamente en casa de César, y dándose a sí mismo muerte ante el ara, concitar contra él la ira de los dioses; pero le retrajo de esta idea el temor de los tormentos si por accidente le echasen mano. Ocurriéronle otros muchos pensamientos, mudando de dictamen a cada punto, y por fin volvió a ponerse en manos de sus esclavos para que por mar le llevasen a Cayeta, donde tenía posesiones y un asilo excelente en el estío, cuando los vientos etesios soplan dulcemente, habiendo en aquel mismo sitio un templete de Apolo sobre el mar. Levantáronse de éste muchos cuervos, que graznando se dirigieron al barco de Cicerón cuando le impelían a tierra con los remos; y colocándose en la antena de una y otra parte, unos graznaban y otros picoteaban los cabos de las maromas: señal que a todos pareció funesta. Saltó, pues, en tierra Cicerón, y marchando a la quinta se acostó para descansar. Muchos de los cuervos se posaron en la ventana graznando desconcertadamente, y uno de ellos, bajándose al lecho donde Cicerón reposaba con la cabeza cubierta, le destapó la cara, retirando suavemente la ropa con el pico. Los esclavos que esto vieron tuvieron a menos el ser tranquilos espectadores de la muerte de su señor, y que una fiera le diera auxilio y cuidara de él cuando injustamente era maltratado, y ellos no hiciesen nada para salvarle, por lo que ya rogándole, y ya poniéndole por fuerza en la litera, volvieron a conducirle hacia el mar.
Llegaron en esto los matadores, que eran el centurión Herenio y el tribuno Popilio, a quien había defendido Cicerón en causa de parricidio trayendo consigo algunos satélites. Como hubiesen encontrado cerradas las puertas, las quebrantaron, y no encontrando a Cicerón, ni dándoles noticia ninguna de él los que allí habían quedado, se refiere que un mozuelo, educado por Cicerón en las letras y ciencias liberales, y que era liberto de su hermano Quinto, llamado Filólogo, dijo al tribuno que la litera marchaba por las calles sombreadas con árboles hacia el mar, con lo que el tribuno dio a correr a tomar la salida; pero sintiendo a este tiempo Cicerón que Herenio se acercaba corriendo por el camino que llevaba, mandó a los esclavos que parasen allí la litera. Entonces, llevándose, como lo tenía de costumbre, la mano izquierda a la barba, miró de hito en hito a los matadores, teniendo el cabello crecido y desgreñado, y muy demudado el semblante con la demasiada agitación y angustia, de manera que los más se cubrieron el rostro al ir Herenio a darle el golpe fatal, y se le dio habiendo alargado el mismo Cicerón el cuello desde la litera. Tenía entonces la edad de sesenta y cuatro años. Cortóle por orden de Antonio la cabeza y las manos con que había escrito las Filipicas: porque Cicerón intituló Filípicas las oraciones que escribió contra Antonio, y hasta el día de hoy aquellas oraciones conservan este nombre.
Cuando estos miembros fueron traídos a Roma, se hallaba Antonio celebrando los comicios consulares, y al oír la relación y verlos, exclamó: “¡Ahora, que no haya más proscripciones!” Y la cabeza y las manos las hizo poner sobre lo que formaba barandilla en la tribuna. Espectáculo terrible para los Romanos, en el que no tanto era el rostro de Cicerón lo que veían como la imagen del ánimo de Antonio; el cual tuvo, sin embargo, en estos sucesos un sentimiento laudable, que fue el de haber hecho entrega del liberto Filólogo a Pomponia, mujer de Quinto. Ésta, luego que le tuvo en su poder, además de otros castigos con que lo atormentó, le fue cortando poco a poco las carnes, las asó y se las hizo comer: porque así es como lo refieren algunos historiadores, aunque el liberto del mismo Cicerón Tirón, ni memoria siquiera hace de la traición de Filólogo. Se me ha asegurado que algún tiempo después, entrando César en la habitación de uno de sus nietos, lo encontró con un libro de Cicerón en la mano, y que asustado trató de ocultarle debajo de la ropa; que advertido esto por César, lo tomó, y habiendo leído en pie una gran parte de él, se lo devolvió a aquel joven diciéndole: “Varón docto, hijo mío, varón docto y muy amante de su patria”. Poco más adelante venció César a Antonio, y siendo cónsul nombró por su colega al hijo de Cicerón, en cuyo consulado hizo el Senado quitar las estatuas de Antonio, anuló todos los honores que se le habían concedido y decretó que en adelante ninguno de la familia de los Antonios pudiera tener el nombre de Marco. Por este medió parece que una superior providencia reservó para la casa de Cicerón el fin del castigo de Antonio.