Antonio
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1
El abuelo de Antonio fue Antonio el Orador, a quien por haber sido del partido
de Sila dio muerte Mario. El padre, llamado Antonio Crético, no fue tan ilustre
y recomendable en la carrera política, pero era hombre recto y bueno, y muy
liberal y dadivoso, como de uno de sus hechos se puede colegir. Porque como no
fuese muy acomodado, y por esto su mujer le contuviese para que no usase de su
carácter generoso, sucedió una vez que uno de sus amigos llegó a pedirle dinero,
y, no teniéndolo, mandó al mozo que le asistía que echando agua en un jarro de
plata se lo trajese. Trájolo, y como si hubiera de afeitarse se bañó la barba, y
haciendo que con otro motivo se retirase aquel mozo, le dio el jarro a su amigo
diciéndole que se valiera de él. Buscóse el jarro por toda la casa estrechando a
los esclavos, y viendo a su mujer irritada y en ánimo de castigarlos y
atormentarlos de uno en uno, confesó lo que había pasado, pidiendo que lo
disimulara.
2
La mujer de éste, que se llamaba Julia, de la familia de los Césares, competía
en bondad y honestidad con las más acreditadas de su tiempo. Bajo su cuidado fue
educado Antonio después de la muerte del padre, estando ya casada en segundas
nupcias con Cornelio Léntulo, aquel a quien Cicerón dio muerte por ser uno de
los conjurados con Catilina. Así, parece haber sido la madre el motivo y
principio de la violenta enemistad de Antonio contra Cicerón, pues dice Antonio
que no pudieron conseguir que el cadáver de Léntulo les fuera entregado sin que
primero intercediera su madre con la mujer de Cicerón; pero todos convienen en
que esto es falso, porque Cicerón no impidió el que se diese sepultura a ninguno
de los que entonces sufrieron el último suplicio. Era Antonio de bella figura, y
se dice que fue para él como un contagio la amistad y confianza con Curión; pues
siendo éste desenfrenadamente dado a los placeres, para tener a Antonio más a su
disposición lo precipitó en francachelas, en el trato con rameras y en gastos
desmedidos e insoportables, de resulta de lo cual contrajo la cuantiosa deuda,
muy desproporcionada con su edad, de doscientos cincuenta talentos, habiendo
salido Curión fiador por toda ella; lo que, sabido por el padre, echó a Antonio
de casa. De allí a bien poco tiempo se arrimo a Clodio, el más atrevido e
insolente de todos los demagogos, que con sus violencias traía alterada la
república; pero luego se fastidió de su desenfreno, y temiendo a los que ya
abiertamente hacían la guerra a Clodio, partió de Italia a la Grecia, donde se
detuvo ejercitando el cuerpo para las fatigas de la guerra e instruyéndose en el
arte de la oratoria. El estilo y modo de decir que adoptó fue el llamado
asiático, que, sobre ser el que más florecía en aquel tiempo, tenía gran
conformidad con su genio hueco, hinchado y lleno de vana arrogancia y
presunción.
3
Habiendo de embarcarse para la Siria el procónsul Gabinio, le persuadió a que
fuese con él o, servir en el ejército; pero habiendo respondido que no lo
ejecutaría en calidad de particular, nombrado comandante de la caballería le
acompañó con este cargo. Y en primer lugar, enviado contra Aristóbulo, que había
hecho rebelarse a los judíos, fue el primero que escaló el más alto de los
fuertes, arrojando a aquel enseguida de todos, y viniendo con él después a
batalla con pocas tropas en comparación de las del enemigo, que eran en mucho
mayor número, le derrotó con muerte de casi todos los suyos, quedando cautivos
el mismo Aristobulo y su hijo. Proponiendo después de esto Tolomeo a Gabinio,
con la oferta de diez mil talentos, que le acompañase a invadir el Egipto y
recobrar el reino, como los más de los caudillos se opusiesen y el mismo Gabinio
tuviese cierta repugnancia a aquella guerra, a pesar de la fuerza que le hacían
los diez mil talentos, Antonio, que aspiraba a grandes empresas y deseaba servir
a Tolomeo, al cabo persuadió e impelió a Gabinio a aquella expedición. Como lo
que más temían en aquella guerra fuese el camino de Pelusio, teniendo que hacer
la marcha por grandes arenales faltos de agua, y que pasar por las bocas de la
laguna Serbónide, a la que los egipcios llaman respiradero de Tifón, siendo una
filtración y depósito del Mar Rojo, separado del mar exterior por un istmo muy
estrecho, enviado Antonio delante con la caballería, no sólo ocupó aquellos
pasos, sino que tomó también a Pelusio, ciudad muy principal, y apoderándose de
todos sus, presidios, hizo seguro el camino para el ejército, y dio al mismo
tiempo al general la mayor confianza de la victoria. Hasta los enemigos sacaron
partido de su ambición; porque teniendo resuelto Tolomeo, lleno de ira y encono,
hacer grande estrago en los Egipcios, se le opuso Antonio y lo contuvo. Habiendo
ejecutado en las batallas y combates, que fueron grandes y frecuentes, muchas
acciones ilustres de valor y prudencia militar, siendo las más señaladas el
haber envuelto y cercado a los enemigos, poniendo así la victoria en manos de
los que los combatían de frente, se le decretaron los premios y honores que le
eran debidos. Ni dejó de ser sabida entre los Egipcios su humanidad con
Arquelao, que murió en uno de aquellos encuentros; porque habiendo sido su amigo
y huésped, por necesidad peleó contra él vivo; pero buscando su cadáver después
de muerto, lo envolvió y enterró con aparato regio. Con estos hechos dejó gran
memoria de sí en Alejandría, y adquirió nombre y fama entre los soldados
romanos.
4
Agregábase a esto la noble dignidad de su figura, pues tenía la barba poblada,
la frente espaciosa, la nariz aguileña, de modo que su aspecto en lo varonil
parecía tener cierta semejanza con los retratos de Hércules pintados y
esculpidos; y aun había una tradición antigua según la cual los Antonios eran
heraclidas, descendientes de Anteón, hijo de Hércules; y además de parecer que
se confirmaba esta tradición con su figura, según se deja dicho, procuraba él
mismo acreditarlo con su modo de vestir, porque cuando había de mostrarse en
público llevaba la túnica ceñida por las caderas, tomaba una grande espada y se
cubría de un saco de los más groseros. Aun las cosas que chocaban en los demás,
su aire jactancioso, sus bufonadas, el beber ante todo el mundo, sentarse en
público a tomar un bocado con cualquiera y comer el rancho militar, no se puede
decir cuánto contribuían a ganarle el amor y afición del soldado. Hasta para los
amores tenía gracia, y era otro de los medios de que sacaba partido, terciando
en los amores de sus amigos y contestando festivamente a los que se chanceaban
con él acerca de los suyos. Su liberalidad y el no dar con mano encogida o
escasa para socorrer a los soldados y a sus amigos fue en él un eficaz principio
para el poder, y después de adquirido le sirvió en gran manera para aumentarlo,
a pesar de los millares de faltas que hubieran debido echarlo por tierra.
Referiré un solo ejemplo de su dadivosa liberalidad: mandó que a uno de sus
amigos se le dieran doscientos cincuenta mil sestercios; esto los Romanos lo
expresan diciendo diez veces. Admiróse su mayordomo, y como para hacerle ver lo
excesivo de aquella suma pusiese en una mesa el dinero, al pasar preguntó qué
era aquello, y respondiendo el mayordomo que aquel era el dinero que había
mandado dar, comprendiendo Antonio su dañada intención, “Pues yo creía- le dijo-
que diez veces era más; esto es poco, es menester que sobre ello pongas, otro
tanto”.
5
Pero esto fue más adelante. Cuando la república se dividió en facciones,
uniéndose los del Senado con Pompeyo que residía en Roma, y llamando de las
Galias los del partido popular a César, que tenía un ejército poderoso, Curión,
el amigo de Antonio, que, mudado el propósito, fomentaba la facción de César, se
llevó a Antonio tras sí, y como además de tener por su elocuencia grande influjo
sobre la muchedumbre gastase con profusión de los caudales enviados por César,
hizo que Antonio fuera nombrado tribuno de la plebe y después sacerdote de los
agüeros, a los que llaman Augures. Constituido Antonio en su magistratura, fue
mucho lo que sirvió a los que estaban por César; porque, en primer lugar,
poniendo el cónsul Marcelo a disposición de Pompeyo los soldados que ya se
habían levantado, y dándole facultad para levantar más, lo estorbó Antonio
escribiendo un edicto por el que se disponía que las fuerzas reunidas marchasen
a la Siria en auxilio de Bíbulo, que hacía la guerra a los Partos, y que las que
levantase Pompeyo no estuviesen a sus órdenes. En segundo lugar, como los del
Senado rehusasen recibir las cartas de César, y no permitiesen que en él se
leyeran, Antonio, valiéndose de su autoridad, las leyó e hizo que muchos mudaran
de dictamen, pareciéndoles que César andaba moderado y justo en lo que proponía.
Finalmente, habiéndose hecho en el Senado estas dos proposiciones: si parecía
que Pompeyo disolviera el ejército y si parecía que lo disolviera César, como
fuesen muy pocos los que opinaban que dejase las armas Pompeyo, y todos, a
excepción de unos cuantos, estuviesen por que las dejara César, levantándose
Antonio hizo esta otra proposición: si parecía que Pompeyo y César a un tiempo
dejaran las armas y disolvieran los ejércitos; y esta opinión la abrazaron con
ardor todos, y haciendo grandes elogios a Antonio deseaban que quedase
sancionada. Repugnáronlo los cónsules, y de nuevo presentaron los amigos de
César otras instancias que parecieron equitativas; pero se declaró contra ellas
Catón, y el cónsul Léntulo expulsó del Senado a Antonio, el cual al salir hizo
contra ellos mil imprecaciones, y vistiéndose las ropas de un esclavo, tomó
alquilado un carruaje y con Quinto Casio marchó en busca de César. Presentados
ante éste, decían a gritos que ya en Roma todo estaba trastornado y en desorden,
pues ni aun los tribunos gozaban de ninguna libertad, sino que era desechado y
corría gran peligro cualquiera que articulase una palabra en defensa de la
justicia.
6
En consecuencia de esto, tomando César su ejército, entró con él en la Italia, y
con alusión a esto dijo Cicerón en sus Filípicas que Helena había sido el
principio de la guerra troyana, y Antonio de la civil, faltando conocidamente a
la verdad; porque no era Gayo César un hombre tan manejable y tan fácil a perder
con la ira el asiento de su juicio, que a no haber tenido de antemano resuelto
lo que hizo se había de haber arrojado a hacer tan repentinamente la guerra a la
patria, por haber visto a Antonio mal vestido, y que éste y Casio habían tenido
que huir a él en un carruaje alquilado, sino que la verdad fue que, estando
tiempo había deseoso de aprovechar cualquier motivo, esto le dio una apariencia
y disculpa a su parecer decente para la guerra, y le arrastraron contra todos
los hombres las mismas causas que antes a Alejandro, y en tiempos más remotos a
Ciro, al saber: una codicia insaciable del mando y una loca ambición de ser el
primero y el mayor, lo que no le era dado conseguir sino acabando con Pompeyo.
Luego que puesta por obra su resolución se apoderó de Roma y arrojó a Pompeyo de
la Italia, siendo su determinación ir primero contra las fuerzas de Pompeyo en
España y, después de haber preparado una armada, marchar contra el mismo
Pompeyo, dio el mando de Roma a Lépido, que era pretor, y a Antonio, tribuno de
la plebe, el de los ejércitos y toda la Italia. Bien presto éste se hizo tan
amigo de los soldados, ejercitándose con ellos, poniéndose para todo a su lado y
haciéndoles donativos según podía, como odioso a todos los demás; porque con sus
distracciones no cuidaba de dar oídos a los que sufrían injusticias, trataba mal
a los que iban a hablarle, y no corrían buenas voces en cuanto a abstenerse de
las mujeres ajenas. Así es que el imperio de César, que por él mismo cualquiera
cosa podía parecer menos que tiranía, lo desacreditaron e infamaron sus amigos,
entre los cuales Antonio, que fue el que cometió mayores violencias según el
mayor poder que tenía, fue con justicia el más culpado de todos.
7
Sin embargo, cuando César volvió de España, pasó por encima de estos excesos; y
en valerse de él para la guerra, como de un hombre activo, valiente y hábil,
ciertamente que no la erró; pues pasando él desde Brindis al Mar Jonio con muy
pocas fuerzas, despachó los transportes, enviando orden a Gabinio y a Antonio de
que embarcaran las tropas y con toda celeridad se dirigieran a la Macedonia. No
se determinó Gabinio a emprender aquella navegación, que era difícil en la
estación del invierno, e hizo con el ejército un largo camino por tierra, pero
Antonio, temiendo por César, que había quedado entre muchos enemigos, hizo
retirar a Libón, que tenía guardada la boca del puerto, cercando las galeras de
éste con multitud de lanchas, y embarcando en las naves que tenía preparadas
ochocientos caballos y veinte mil infantes, se hizo a la vela. Habiendo sido
visto y perseguido de los enemigos, pudo libertarse de este peligro porque un
recio vendaval agitó impetuosamente el mar y combatió con furiosas olas las
galeras de éstos; pero arrebatado al mismo tiempo con sus naves hacia rocas
escarpadas y simas profundas, había perdido toda esperanza de salud, cuando
repentinamente sopló del golfo un viento ábrego que repelió las olas de la
tierra al mar, y apartándose él de ella, y navegando a todo su placer, vio la
orilla llena de despojos de naufragio. Porque el viento había arrojado a ella
las galeras que le perseguían, y muchas se habían estrellado. Apoderándose,
pues, Antonio de no pocas personas y riquezas, tomó además a Liso e inspiró a
César la mayor confianza, llegando oportunamente con tantas fuerzas.
8
Habiendo sido muchos y frecuentes los combates que allí se dieron, en todos se
distinguió, y dos veces, saliendo al encuentro a los Cesarianos, que huían en
desorden, los contuvo, y precisándolos a pelear de nuevo con los que los
perseguían, alcanzó la victoria, por lo que después de César era grande su fama,
en el ejército. El mismo César manifestó la opinión que de él tenía cuando,
habiendo de dar en Farsalia la batalla última que iba a decidir de todo, tomó
para sí el ala derecha, y la izquierda la confió a Antonio, como el mejor
militar de los que tenía a su lado. Nombrado César dictador después de la
victoria, fue en persecución de Pompeyo; pero, eligiendo tribuno de la plebe, a
Antonio, lo envió a Roma, Es esta magistratura la segunda cuando el dictador
está presente; pero en su ausencia la primera, o por mejor decir la única;
porque cuando hay dictador, el tribunado queda, y todas las demás magistraturas
desaparecen.
9
Era al mismo tiempo tribuno de la plebe Dolabela, joven todavía, que, aspirando
por medio de novedades a darse a conocer, quiso introducir la abolición de
deudas. Como fuese su amigo Antonio, y conociese su carácter, dispuesto siempre
a complacer a la muchedumbre, le instaba para que le auxiliase y tomase parte en
el proyecto. Sostenían lo contrario Asinio y Trebelio; y por una rara casualidad
concibió a este tiempo Antonio contra Dolabela la terrible sospecha de que
profanaba su lecho. Sintiólo vivamente, por lo que echó de casa a la mujer, que
era asimismo su prima, como hija de Gayo Antonio, el que fue cónsul con Cicerón,
y abrazando el partido de Asinio hizo la guerra a Dolabela, porque éste se había
apoderado de la plaza con ánimo de hacer pasar la ley a viva fuerza; pero
sobreviniendo Antonio, autorizado con la determinación del Senado de que contra
Dolabela se emplearan las armas, trabó combate y le mató alguna gente, teniendo
también pérdida por su parte. Decayó con esto de la gracia de la muchedumbre; y
con los hombres de probidad y de juicio nunca la tuvo, como dice Cicerón, por su
mala conducta, sino que le aborrecieron siempre, abominando sus continuas
embriagueces, sus excesivos gastos y su abandono con mujerzuelas; por cuanto el
día lo pasaba en dormir, en pasear y en reponerse de sus crápulas, y la noche en
banquetes, en teatros y en asistir a las bodas de cómicos y juglares. Dícese
que, habiendo cenado en cierta ocasión en la boda del farsante Hipias, y bebido
largamente toda la noche, llamado a la mañana por el pueblo a la plaza, se
presentó eructando todavía la cena, y allí vomitó sobre la toga de uno de sus
amigos. Los que más favor tenían con él eran el comediante Sergio y Citeris,
mujerzuela de la misma palestra, que era su querida, y a la que llevaba consigo
por las ciudades en litera, con no menor acompañamiento que el que seguía la
litera de su madre. Daba también en ojos verle llevar en los viajes, como en una
pompa triunfal, vasos preciosos de oro, armar en los caminos pabellones, dar en
los bosques y a las orillas de los ríos opíparos banquetes, llevar leones
uncidos a los carros y hacer que dieran alojamientos en sus casas ciudadanos y
ciudadanas de recomendable honestidad a bailarinas y prostitutas. Pues no podían
sufrir que César pasara las noches al raso fuera de Italia, acabando de extirpar
las raíces de tan molesta guerra a costa de grandes trabajos y peligros, y que
otros en tanto vivieran por él en un fastidioso lujo, insultando a los
ciudadanos.
10
Parecía que con estas locuras fomentara la sedición y relajaba la disciplina
militar, dando rienda a los soldados para insolencias y raterías. Por lo mismo,
César a su vuelta perdonó a Dolabela, y elegido tercera vez cónsul, no tomó por
colega a Antonio, sino a Lépido. Había comprado Antonio la casa de Pompeyo, que
había sido puesta a subasta, y porque se le pedía el precio se incomodó,
llegando a decir que por esta causa no había tomado parte en la expedición de
César al África, pues veía que no se daba la debida retribución a sus primeras
hazañas y victorias. Con todo, parece que César corrigió en alguna parte su
atolondramiento y disipación con no mostrarse del todo insensible a sus
desaciertos. Porque haciendo alguna mudanza en su conducta, pensó en casarse, y
contrajo segundo matrimonio con Fulvia, la que antes había estado casada con el
alborotador Clodio; mujer no nacida para las labores de su sexo o para el
cuidado de la casa, ni que se contentaba tampoco con dominar a un marido
particular, sino que quería mandar al que tuviese mando, y conducir al que
tuviese caudillo; de manera que Cleopatra debía pagar a Fulvia el aprendizaje de
la sujeción de Antonio, por haberle tomado ya manejable, instruido desde el
principio a someterse a las mujeres; y eso que también a ésta intentó Antonio
hacerla con chanzas y bufonadas más jovial y festiva. A este propósito se
dirigía lo siguiente: cuando César volvía de la victoria conseguida en España,
salieron muchos a recibirlo, y salió él también; pero habiendo llegada
repentinamente a la Italia la voz de que, muerto César, se aproximaban los
enemigos, se volvió a Roma, donde, tomando el traje de un esclavo, se vino de
noche a casa, y diciendo que traía una carta de Antonio para Fulvia, se entró
desconocido hasta la habitación de ésta; la cual, sobresaltada, antes de tomar
la carta, preguntó si vivía Antonio, y él, alargándosela sin decir palabra,
luego que la abrió y la empezó a leer se arrojó en sus brazos, haciéndole las
mayores demostraciones de cariño. Otros muchos sucesos semejantes hubo: pero nos
ha parecido referir éste solo para ejemplo.
11
En esta vuelta de César desde la España todos los principales salieron a
recibirle a muchas jornadas; pero Antonio logró ser distinguido en sus
obsequios; porque caminando en carruaje por la Italia, a Antonio lo trajo
consigo, y a la espalda a Bruto Albino, y al hijo de su sobrina, Octavio, el que
más adelante tomó el nombre de César e imperó sobre los Romanos largo tiempo.
Cuando de allí a poco fue César nombrado cónsul por la quinta vez, tomó desde
luego por colega a Antonio, siendo su intento abdicar después en Dolabela, de lo
que ya llegó a hacer relación al Senado; pero como se opusiese acaloradamente
Antonio, diciendo mil pestes contra Dolabela, y oyendo otras tantas, avergonzado
César de su poco miramiento, no insistió más por entonces. Iba al cabo de algún
tiempo a ejecutar el nombramiento de Dolabela; pero diciendo en alta voz Antonio
que los agüeros eran contrarios, cedió y tuvo que abandonar a Dolabela, que
quedó muy resentido. Sin embargo de todo esto, parece que César no lo aborrecía
menos que a Antonio; porque se dice que, habiéndole uno hablado mal en cierta
ocasión de ambos, tratando de hacerlos sospechosos, le respondió que no temía a
estos gordos y tragones, sino a aquellos descoloridos y flacos, indicando a
Bruto y Casio, que eran los que habían de ponerle asechanzas y darle muerte.
12
Dióles a éstos el motivo, sin querer, Antonio. Celebraban los Romanos la fiesta
llamada de los Lupercales, correspondiente a otra de igual nombre de los
Griegos, y César, adornado de ropa triunfal, se sentó en la tribuna de la plaza
pública para mirar de allí a los que corrían. Corren en esta fiesta los más de
los jóvenes patricios y los más de los magistrados, y ungidos abundantemente dan
por juego con unas correas de pieles sin adobar latigazos a los que encuentran.
Era uno de los que corrían Antonio, y dejando a un lado las ceremonias patrias,
y enredando una diadema en una corona de laurel, se encaminó a la tribuna, y
levantado en alto por los que le acompañaban, la puso sobre la cabeza de César,
queriendo dar a entender que le correspondía reinar. Haciendo éste por
rompérsela y quitársela, lo vio el pueblo con grande alegría y muchos aplausos.
Volvió Antonio a ponérsela, y César a quitársela; y habiendo así altercado largo
rato, a Antonio le aplaudieron muy pocos, y éstos obligados de él; pero a César,
por haberlo resistido, lo aplaudió todo el pueblo con grande algazara. Lo que
había más que admirar en esto era que, sufriendo en las obras lo que sufren los
que son dominados por reyes, sólo estaban mal con el nombre de rey, creyendo que
en él estaba la ruina de la libertad. Levantóse, pues, César muy disgustado de
la tribuna, y retirando la toga del cuello, gritó que lo presentaba al que
quisiera herirle. Habían puesto la corona a una de sus estatuas y los tribunos
de la plebe la hicieron pedazos, por lo que el pueblo les tributó también
aplausos; pero César los privó de sus magistraturas.
13
Esto mismo fue lo que dio más aliento a Bruto y Casio, los cuales, reuniendo
para tratar del hecho a los amigos que eran más de su confianza, dudaban en
cuanto a Antonio; algunos querían asociarle, pero lo contradijo Trebonio,
refiriendo que cuando salieron a recibir a César, que volvía de España, tuvieron
un mismo alojamiento y caminaron juntos él y Antonio, y que habiendo tocado a
éste la especie con mucho tiento y precaución, lo había entendido, mas no había
admitido la confianza; aunque tampoco lo había dicho a César, sino que había
reservado con la mayor fidelidad aquella conversación. En consecuencia de esto,
deliberaron sobre acabar con Antonio cuando dieran muerte a César; pero lo
resistió Bruto, diciendo que una acción que se emprendía en defensa de las leyes
y de lo justo debía estar separada y pura de toda injusticia. Mas temiendo las
fuerzas de Antonio y la dignidad de su magistratura, destinaron para él a
algunos de los conjurados, con el objeto de que cuando César entrase en el
Senado y se hubiera de ejecutar lo proyectado le hablaran a la parte de afuera y
lo detuvieran fingiendo tener que tratar con él algún negocio.
14
Ejecutado todo como estaba resuelto, y habiendo quedado muerto César en el
Senado, Antonio, por lo pronto, recurrió al medio de disfrazarse con las ropas
de un esclavo, y se ocultó; pero cuando supo que los conjurados no pensaban en
hacer mal a nadie, habiéndose refugiado en el Capitolio, les persuadió que
bajasen, tomando en rehenes a su hijo, y aun él mismo tuvo a cenar a Casio, y
Lépido a Bruto. Congregó el Senado, y él mismo habló en él de amnistía, y de
distribuir provincias a Casio y Bruto; todo lo que confirmó el Senado,
decretando que nada se alterase de lo hecho por César. Salió Antonio del Senado
el hombre más satisfecho del mundo, por parecerle que había cortado de raíz la
guerra civil, y que en negocios los más difíciles y arriesgados que podían
presentarse se había conducido con la mayor habilidad y la más consumada
prudencia; pero bien presto, apoyado en la opinión de la muchedumbre, mudó este
plan para formarse el de aspirar a ser el primero con toda seguridad, quitando
de en medio a Bruto. Sucedió además que, pronunciando en la plaza, según
costumbre, el elogió de César, como viese que el pueblo le oía con interés y
complacencia, se propuso, enseguida de las alabanzas, excitar la lástima y la
indignación por lo sucedido; y como al terminar su discurso presentase y
desenvolviese la túnica manchada en sangre y acribillada de cuchilladas,
tratando a los autores de matadores y asesinos, encendió al pueblo de tal manera
en ira que, recogiendo por todas partes escaños y mesas, quemaron el cuerpo de
César allí mismo, en la plaza, y tomando después tizones de la hoguera,
corrieron a las casas de los conjurados, determinados a allanarlas e
incendiarlas.
15
Saliendo, pues, de la ciudad Bruto y los demás conjurados, los amigos de César
acudieron a Antonio, y su mujer Calpurnia, poniendo en él su confianza, le llevó
en depósito, la mayor parte de sus intereses, que sumados ascendían a cuatro mil
talentos. Ocupó también Antonio los libros de César, entre los cuales se
hallaban los registros de sus determinaciones y resoluciones, y añadiendo él a
su voluntad lo que le pareció, a muchos los designó magistrados, a muchos los
hizo senadores, a algunos los restituyó del destierro, o estando presos los puso
en libertad, como si así lo hubiese tenido ordenado César. Así, a todos éstos
los llamaban los Romanos, con una chistosa alusión, Caronitas, porque para
defenderse de sus cargos acudían a los registros de un muerto. Otra infinidad de
cosas hizo Antonio con igual despotismo, valiéndose de que era cónsul y de que
tenía por colegas a sus hermanos, siendo Gayo pretor, y Lucio tribuno de la
plebe.
16
En este estado de los negocios llegó a Roma el nuevo César, hilo, como se ha
dicho, de una sobrina del dictador, y nombrado heredero por éste, al tiempo de
cuya muerte residía en Apolonia. Desde luego se dirigió a saludar a Antonio como
amigo paterno; pero al mismo tiempo le hizo conversación del depósito, porque
tenía que distribuir setenta y cinco dracmas a cada ciudadano romano, según
César lo había mandado en su testamento. Despreciábalo al principio Antonio,
viéndole tan muchacho, y decía que no tenía juicio en querer cargar, careciendo
del talento necesario y de amigos, con el insoportable peso de la herencia de
César; pero como aquel no cediese a tales especies y continuase reclamando sus
intereses, pasó a decir y hacer mil cosas en su ofensa. Porque presentándose a
pedir el tribunado de la plebe, le hizo oposición, y queriendo poner en el
teatro la silla curul del padre, como estaba decretado, le amenazó de que lo
haría llevar a la cárcel si no desistía de la idea de querer hacerse popular.
Mas como este joven se pusiese en manos de Cicerón y de los demás enemigos
declarados de Antonio, por medio de los cuales puso de su parte al Senado,
mientras por sí mismo iba ganando al pueblo y reuniendo los soldados de las
colonias, entrando ya en temor Antonio, tuvo con él una conferencia en el
Capitolio, y se reconciliaron. Mas en aquella misma noche, estando durmiendo,
tuvo en sueños una visión extraña: por parecerle que un rayo le hería la mano
derecha; de allí a pocos días corrió la voz de que César pensaba atentar contra
su vida, y aunque éste se defendió de semejante imputación, no quiso creerle.
Con esto volvió a enconarse la enemistad, y al recorrer ambos la Italia,
procuraban a porfía atraerse con dádivas a los soldados veteranos establecidos
en las colonias, y poner cada uno de su parte a los que todavía estaban con las
armas en la mano.
17
Era entonces Cicerón el de mayor poder y autoridad en la república, y como
trabajase por inflamar todos los ánimos contra Antonio, alcanzó por fin del Se-
nado que le declarara enemigo público, que a César se le enviaran las fasces y
todas las insignias de pretor y que se diera a Pansa e Hircio el encargo de
arrojar a Antonio de la Italia. Eran éstos a la sazón cónsules, y viniendo a las
manos con Antonio junto a Módena, acompañándolos César y peleando a su lado
bien, quedaron vencedores en aquel encuentro, pero murieron ambos. Tuvo que huir
Antonio, y en aquella huida se vio en mil apuros, de los que el mayor fue el
hambre; pero en la adversidad se hacía mejor de lo que era por naturaleza, y
cuando padecía infortunios podía pasar por bueno. Común es a todos conocer el
precio de la virtud cuando caen en cualquiera desgracia o aflicción; pero no es
de todos el imitar lo que aprueban y huir de lo que vituperan, haciéndose
fuertes contra la mala fortuna; y antes algunos ceden de sus buenos discursos, y
por debilidad se dejan arrastrar de sus hábitos y costumbres; mas Antonio en
esta ocasión fue un admirable ejemplo para sus soldados, pasando de tanto regalo
y opulencia a beber sin melindres agua corrompida y a mantenerse de raíces y
frutos silvestres; y aun, según se dice, comieron cortezas y se resolvieron a
usar de carnes nunca antes gustadas al pasar los Alpes.
18
Su intento era tratar con las tropas que allí había, mandadas por Lépido, que
parecía ser amigo de Antonio, a causa de haber disfrutado por su mediación del
favor de César para muchos negocios. Llegando, pues, y acampándose cerca, cuando
vio que no se hacía con él demostración ninguna de amistad, se decidió a
tentarlo todo. Llevaba el cabello desgreñado, y en el tiempo que había mediado
desde la derrota, le había crecido una espesa barba; tomó además la toga de
duelo, y llegando en esta disposición muy cerca del valladar de Lépido, empezó a
hablarle. Como muchos se hubiesen conmovido al verle y mostrasen ablandarse con
sus palabras, temió Lépido y, haciendo tocar trompetas, evitó con el ruido que
pudiera ser oído Antonio. Mas en los soldados aun fue mayor por esto la
compasión, y habiendo hablado en secreto unos con otros, le enviaron a Lelio y
Clodio disfrazados con las ropas de unas mujerzuelas, para que dijesen a Antonio
que acometiera sin miedo al valladar, porque había muchos que le recibirían y si
quería darían muerte a Lépido. En cuanto a éste, no permitió Antonio que se le
tocase; pero teniendo su ejército pronto a la mañana siguiente, tentó pasar el
río, y entrando él el primero, marchó denodado a la orilla opuesta; mas a este
tiempo ya vio a muchos de los soldados de Lépido que le alargaban las manos y
derribaban el valladar. Entrando, pues, y haciéndose dueño de todo, trató a
Lépido con la mayor consideración, porque le saludó apellidándole padre; y
aunque en la realidad él lo mandaba todo, éste conservaba el nombre y honores de
emperador; esto hizo que también se le agregara Munacio Planco, acantonado no
muy lejos de allí con bastantes tropas. Fortalecidos de esta manera, volvió a
pasar los Alpes hacia Italia, trayendo diecisiete legiones de infantería y diez
mil caballos; y además de esto todavía dejaba de guarnición en la Galia seis
legiones con un tal Vario, amigo y camarada suyo, al que por apodo llamaban
Cotilón.
19
Ya César se desentendía de Cicerón viéndole decidido por la libertad, y por
medio de sus amigos llamaba a Antonio a conciertos. Reuniéndose, pues, los tres
en una isleta que formaba el río, tuvieron tres días de conferencias; y en todo
lo demás se convinieron fácilmente, repartiendo entre sí toda la autoridad como
pudieran una herencia paterna; pero en la contienda sobre qué ciudadanos eran
los que habían de perder se detuvieron mucho, y les costó gran trabajo el
avenirse, queriendo cada uno acabar con sus enemigos y salvar a sus allegados.
Finalmente, abandonando los que eran aborrecidos a la ira de los que los
aborrecían, sin tener cuenta del deudo y honor del parentesco ni de la gratitud
de la amistad, César dejó a Cicerón en manos de Antonio, y en las de César éste
a Lucio César, que era tío suyo por parte de madre; a Lépido se le permitió
matar a su hermano Paulo; otros dicen que Lépido cedió en cuanto a Paulo, siendo
los otros los que pedían su muerte. Lo cierto es que no puede verse una cosa más
atroz y cruel que estos cambios; porque permutando muertes por muertes, del
mismo modo que a los que recibían mataban a los que entregaban; pero siempre
eran más injustos con los amigos, a quienes daban muerte sin aborrecerlos.
20
Los soldados que asistieron a estos tratados pidieron que aquella amistad se
confirmara con un casamiento, tomando César por mujer a Claudia, hija de Fulvia,
la mujer de Antonio. Acordado también esto, fueron trescientos los proscritos a
quienes dieron muerte, y ejecutada la de Cicerón, mandó Antonio que le cortaran
la cabeza y la mano derecha, con que había escrito las oraciones que compuso
contra él. Traídas que le fueron, las estuvo mirando con el mayor placer, dando
grandes y repetidas carcajadas, y cuando ya se hubo saciado, mandó se pusieran
sobre la tribuna en la plaza, queriendo insultar a un muerto, y no echando de
ver que era su propia fortuna a la que insultaba y que él mismo era el afrentado
en manifestar semejante poder. Lucio César, su tío, a quien anduvieron buscando
y persiguiendo, se había refugiado en casa de su hermana, la cual, cuando los
matadores llegaron, como pugnasen por entrar en su cuarto, se puso en la puerta,
y extendiendo los brazos les gritó muchas veces: “No mataréis a Lucio César si
no me matáis primero a mí, que he dado a luz a vuestro general.” Habiendo sido
mujer de esta resolución, con ella logró ocultar y salvar al hermano.
21
Hacíase en general molesto e insufrible este triunvirato, echándose de ello la
culpa más principalmente a Antonio, por ser de más edad que César y de más poder
e influjo que Lépido; pero él lo que hizo, luego que aflojó en los negocios, fue
retroceder a aquella vida muelle y disoluta de sus primeros años. Agregábase
además a la mala opinión que de él se tenía el odio no pequeño que contra él
resultaba por la casa de su habitación, que había sido de Pompeyo Magno, varón
no menos admirable por su sobriedad y por su tenor de vida, tan sencillo como el
de cualquier particular, que por sus tres triunfos. Porque se disgustaban de
verla por lo común cerrada a los generales, a los pretores y a los legados,
despedidos ignominiosamente desde la puerta, y llena de farsantes, de
charlatanes y aduladores crapulentos, con los que gastaba la mayor parte de una
riqueza adquirida por los medios más violentos e intolerables, pues no sólo
vendían las haciendas de los proscritos y se valían de todo género de
exacciones, sino que, noticiosos de que en el colegio de las Vírgenes Vestales
existían depósitos de extranjeros y de ciudadanos, entraron y se apoderaron de
ellos. Viendo, pues, César que a Antonio nada le bastaba, propuso que se
repartieran los caudales; lo que así se hizo, y repartieron también el ejército,
dirigiéndose ambos a la Macedonia contra Bruto y Casio, y dejando a Lépido
mandando en Roma.
22
Luego que, habiendo desembarcado, pusieron mano a la guerra y estuvieron al
frente del enemigo, oponiéndose Antonio a Casio, y César a Bruto, ninguna hazaña
notable se vio de César, sino que a Antonio era a quien se debían las victorias
y los triunfos. Porque en la primera batalla, derrotado César por Bruto, perdió
el campamento, y fue muy poco lo que en la fuga se adelantó a los que iban en su
alcance; aunque, según escribió en los Comentarios, habiendo tenido uno de sus
amigos un ensueño, se retiró antes de la batalla; Antonio, en cambio, venció a
Casio, no faltando, sin embargo, quienes escriban que Antonio no se halló en la
batalla, sino que después de ella alcanzó a los que perseguían a los enemigos. A
Casio, Píndaro, uno de sus más fieles libertos, a petición y ruego suyo lo pasó
con la espada, porque no sabía que Bruto había quedado vencedor. Al cabo de
pocos días se dio otra batalla, y siendo vencido Bruto, se quitó la vida,
debiéndose principalmente a Antonio la gloria de este triunfo: bien que César se
hallaba a la sazón enfermo. Puesto ante el cadáver de Bruto, por un momento le
echó en cara la muerte de su hermano Gayo a quien la había dado Bruto en
Macedonia en venganza por Cicerón; pero diciendo que más bien que Bruto era
culpable Hortensio de la muerte del hermano, mandó que Hortensio fuese pasado a
cuchillo sobre su sepultura; y encima del cadáver de Bruto arrojó su manto de
púrpura, que era de grandísimo precio, y encargó a uno de sus propios libertos
que cuidara de darle sepultura. Supo más adelante que éste no había quemado el
manto con el cadáver, y que había escatimado alguna parte de la suma que se
decía invertida en el entierro, e hizo darle muerte.
23
Después de estos sucesos, César se, restituyó a Roma, creyéndose que, según su
debilidad, su vida no sería larga; pero Antonio, dirigiéndose a las provincias
de Oriente para adquirir fondos, pasó por la Grecia al frente de un numeroso
ejército, porque, habiendo prometido a cada soldado cinco mil dracmas, se veía
en la precisión de recoger cuantiosas sumas y hacer grandes exacciones. Sin
embargo, con los Griegos no se portó dura y molestamente, y más bien les fueron
agradables su genio festivo en las conversaciones con los eruditos, su
asistencia a los juegos y a las iniciaciones y su blandura en los juicios
complaciéndose en oírse apellidar amigo de los Griegos, y todavía más amigo de
los Atenienses, a cuya ciudad hizo muchos donativos. Como quisiesen con este
motivo los de Mégara mostrarle alguna cosa apreciable en contraposición de
Atenas, y deseasen, sobre todo, que viese su casa de consejo, subió allá; y
preguntándole después de haberla visto qué le parecía: “Pequeña- les respondió-,
pero vieja”. Pasó también a medir el templo de Apolo Pitio, con ánimo de
restaurarlo, porque así lo había ofrecido al Senado.
24
Después que, habiendo dejado a Lucio Censorino por gobernador de la Grecia, pasó
al Asia, empezó a participar de aquellas riquezas, frecuentando reyes su casa y
compitiendo las mujeres de éstos entre sí en dones y atractivos para ganarle, y
al mismo tiempo que César era fatigado con sediciones y guerras, gozaba él de
gran sosiego y paz y era de sus antiguos afectos impelido otra vez a la
acostumbrada vida. Los llamados Anaxenores, grandes guitarristas; los llamados
Xutos, célebres flautistas; el bailarín Metrodoro, y toda la comparsa de
juglares asiáticos, que en desvergüenza e insolencia se dejaban muy atrás a las
pestes de Italia, corrieron y se apoderaron de su palacio, y ya nada quedó que
fuera tolerable, entregados todos a este desconcierto. Porque toda el Asia, a
manera de aquella ciudad de Sófocles, estaba a un tiempo llena de sahumerios
aromáticos. Y de cantos a un tiempo y de lamentos. Al entrar, pues, en Éfeso,
las mujeres le precedían disfrazadas de Bacantes, y los hombres de Sátiros y
Panes; y estando la ciudad sembrada de hiedra, de tirsos, de salterios, de oboes
y de flautas, le saludaban y apellidaban Baco el benéfico y melifluo, y
ciertamente para algunos lo era, siendo para los más cruel y desabrido: porque
despojaba a los honestos habitantes de sus haciendas para darlas a aduladores y
bribones, y pidiéndole algunos las haciendas de hombres que vivían, como si
hubiesen muerto, las alcanzaban. La casa de un ciudadano de Magnesia la dio a un
cocinero, en premio de haberle dado gusto en una cena. Finalmente, impuso a las
ciudades dos tributos; sobre lo que, hablando Hibreas en defensa del Asia, se
atrevió a decirle con demasiada aspereza, aunque al gusto de Antonio, según su
genio: “Si puedes recoger dos veces, en un año el tributo, podrás hacer que haya
dos veces verano y dos veces otoño”. Haciendo después la cuenta de que el Asia
le había contribuido con doscientos mil talentos, le dijo también con arrojo y
confianza: “Si no los has percibido, pídelos a los que los recogieron, y si los
percibiste y ya no los tienes, somos perdidos”; expresión que llamó mucho la
atención a Antonio, el cual ignoraba lo más de lo que pasaba, no tanto por ser
negligente y descuidado como porque sencillamente se fiaba demasiado de los que
le rodeaban. Pues realmente tenía un gran fondo de sencillez, y no daba
fácilmente en las cosas; pero luego que advertía sus faltas, era vehemente en
sentirlas, y no se detenía en dar satisfacción a los ofendidos. Era además
excesivo en la retribución y en el castigo, aunque más salía de medida en el
recompensar que en el castigar. Las chanzas y burlas que a los otros hacía,
llevaban en sí mismas la medicina, porque no había mal en volvérselas y en
chancearse también, y no menos se divertía con que se le burlasen que con
burlarse; cosa que en muchos negocios le fue perjudicial. Porque no sospechando
que los que tenían libertad para las burlas le adulaban en los negocios serios,
le cogían fácilmente como con sebo con las alabanzas, no advirtiendo que algunos
mezclaban la libertad como tina salsa astringente con la lisonja para quitar la
saciedad al atrevido y demasiado hablar de los festines, y para disponer también
el que cuando ceden y se aquietan en los negocios, parezca que no es en obsequio
de la persona, sino a causa de darse por vencidos de su prudencia y su juicio.
25
Siendo éste el carácter de Antonio, se le agregó por último mal el amor de
Cleopatra, porque despertó e inflamó en él muchos afectos hasta entonces ocultos
e inactivos, y si había algo de bueno y saludable con que antes se hubiese
contenido lo borró y destruyó completamente. El enredarse en él fue de esta
manera: Habiendo de emprender la guerra Pártica, le envió orden de que pasara a
verse con él en la Cilicia, para responder a los cargos que se le hacían sobre
haber socorrido y auxiliado largamente a Casio para la guerra. Delio, que fue
mensajero, luego que vio su semblante y en sus palabras descubrió su talento y
sagacidad, al punto se impuso de que Antonio no haría mal ninguno a una mujer
como aquella, sino que más bien sería, desde luego, la que privase con él.
Conviértese, pues, a obsequiar y ganarse aquella egipcia persuadiéndola, según
aquello de Homero, a que fuera a la Cilicia “compuesta y adornada”, y no temiera
a Antonio, que era el más dulce y humano de todos los generales, Creyó Cleopatra
a Delio, y conjeturó por César y por el hijo de Pompeyo, a quienes siendo
todavía mocita había tratado, que le había de ser muy fácil el apoderarse de
Antonio, porque aquellos la habían conocido de muy joven y sin experiencia de
mundo, y a éste iba a verle en aquella edad en que la belleza de las mujeres
está en todo su esplendor y la penetración en su mayor fuerza. Previno, pues,
dones, riquezas y adornos, cuales convenía llevase yendo a tratar grandes
negocios de un reino opulento, y, sobre todo, puso en sí misma y en sus arterias
y atractivos las mayores esperanzas; y así emprendió su viaje.
26
Como hubiese recibido además diferentes cartas, así del mismo Antonio como de
otros amigos de éste que la llamaban, le miró ya con tal desdén y desenfado, que
se resolvió a navegar por el río Cidno en galera con popa de oro, que llevaba
velas de púrpura tendidas al viento, y era impelida por remos con palas de
plata, movidos al compás de la música de flautas, oboes y cítaras. Iba ella
sentada bajo dosel de oro, adornada como se pinta a Venus. Asistíanla a uno y
otro lado, para hacerle aire, muchachitos parecidos a los Amores que vemos
pintados. Tenía asimismo cerca de sí criadas de gran belleza, vestidas de ropas
con que representaban a las Nereidas y a las Gracias, puestas unas a la parte
del timón, y otras junto a los cables. Sentíanse las orillas perfumadas de
muchos y exquisitos aromas, y un gran gentío seguía la nave por una y otra
orilla, mientras otros bajaban de la ciudad a gozar de aquel espectáculo, al que
pronto corrió toda la muchedumbre que habla en la plaza, hasta haberse quedado
Antonio solo sentado en el tribunal; la voz que de unos en otros se propagaba
era que Venus venía a ser festejada por Baco en bien del Asia. Convidóla, pues,
a cenar: mas ella significó que desearía fuese Antonio quien viniese a
acompañarla; y como éste quisiese darle desde luego pruebas de deferencia y
humanidad, se prestó al convite y acudió a él. Encontróse con una prevención y
aparato superior a lo que puede decirse; pero lo que le dejó parado sobre todo
fue la muchedumbre de luces, porque se dice fueron tantas las que había
suspendidas y colocadas por todas partes, y dispuestas entre sí con tal
artificio y orden en cuadros y en círculos, que la vista que hacían era una de
las más hermosas y dignas de mirarse de cuantas han podido transmitirse a la
memoria de los hombres.
27
Al día siguiente la convidó a su vez; y aunque se esforzó a aventajarse en
esplendidez y en delicadeza, quedó inferior en ambas cosas; y viéndose en ellas
vencido, fue el primero en burlarse de su torpeza y rusticidad. Cleopatra, que
en la misma befa que de sí hacía Antonio echó de ver que ésta no tenía nada de
fina, y se resentía de lo soldado, usó también con él de chanzas sin reserva y
con la mayor confianza: pues, según dicen, su belleza no era tal que deslumbrase
o que dejase parados a los que la veían; pero su trato tenía un atractivo
inevitable, y su figura, ayudada de su labia y de una gracia inherente a su
conversación, parecía que dejaba clavado un aguijón en el ánimo. Cuando hablaba,
el sonido mismo de su voz tenía cierta dulzura, y con la mayor facilidad
acomodaba su lengua, como un órgano de muchas cuerdas, al idioma que se
quisiese: usando muy pocas veces de intérprete con los bárbaros que a ella
acudían, sino que a los más les respondía por sí misma, como a los Etíopes.
Trogloditas, Hebresos, Árabes, Sirios, Medos y Partos. Dícese que había
aprendido otras muchas lenguas cuando los que la habían precedido en el reino ni
siquiera se habían dedicado a aprender la egipcia, y algunos aun a la macedonia
habían dado de mano.
28
De tal manera avasalló n Antonio que, a pesar de haberse puesto en guerra con
César Fulvia su mujer por sus propios negocios y de amenazar por la Macedonia el
ejército de los Partos, del que los reyes habían nombrado generalísimo Labieno,
y con el que iban a invadir la Siria, se marchó, arrastrado por ella, a
Alejandría, donde, entretenido en las diversiones y juegos propios de un
muchacho dado al ocio, desperdiciaba y malograba el gasto de mayor precio de
todos, como decía Antifón, que es el tiempo: porque seguían la que llamaban
comunión de vida inimitable; y convidándose alternativamente por días, hacían un
gasto desmedido. Refería a mi abuelo Lamprias el médico Filotas, natural de
Anfisa, que a la sazón se hallaba él en Alejandría, joven aún y aprendiendo su
profesión, y habiéndose hecho conocido de uno de los jefes de cocina de palacio,
le persuadió éste a que pasara a ver la suntuosidad y aparato de uno de aquellos
banquetes, que introducido a la cocina, entre otras muchas cosas vio ocho cerdos
monteses asados, lo que le hizo admirarse del gran número de convidados, a lo
que se rió el cocinero, y le dijo que los convidados no eran muchos, sino unos
doce: pero que era preciso que estuviera en su punto cada cosa que había de
ponerse a la mesa, y, pasado éste, se echaba a perder: pues podía suceder que
entonces mismo pidiese Antonio la cena, o de allí a poco, si le ocurría, o
dilatarlo más, pidiendo un vaso para beber, o por moverse alguna conversación;
por lo cual no parecía que era una cena sola, sino muchas las que se preparaban,
a causa de que no podía preverse la hora. Refería, pues, estas cosas Filotas, y
también que al cabo de algún tiempo vino a ser uno de los dependientes del hijo
mayor de Antonio, tenido en Fulvia, con el que cenaba en confianza con otros
amigos, cuando aquel no cenaba con el padre, y que en una de estas ocasiones a
cierto médico insolente que les mortificaba con disputas mientras cenaban, le
hizo callar con este sofisma: “Al que está algo calenturiento se le ha de dar de
beber frío; todo el que tiene calentura está algo calenturiento; luego a todo el
que tiene calentura se le ha de dar de beber frío”; que con esto se había
quedado aturdido aquel hombre sin hablar palabra, y celebrándolo el hijo de
Antonio, se había echado a reír, y le dijo: “Todas aquellas cosas ¡oh Filotas!
te las doy de regalo” (señalando un aparador lleno de muchas y preciosas piezas
de plata); que él le agradeció el buen deseo, estando muy distante de pensar que
aquel joven pudiera tener facultad de hacer un presente tan cuantioso; pero allí
a poco tomó todas las piezas uno de los criados, y se las llevó en un canasto,
diciendo que lo sellase por suyo: que él lo repugnó y temía recibirlo; pero el
criado había replicado de esta manera: “Miserable, ¿en qué te detienes? ¿No
sabes que el que te lo regala es hijo de Antonio, y que podría darte otras
tantas piezas de oro? Aunque, si a mí me crees, lo mejor será que no las cambies
por dinero, porque quizá el padre deseará alguna de estas piezas por ser obra
antigua y de primorosa hechura”. Decíame, pues, mi abuelo que Filotas hacía
frecuente esta relación.
29
Cleopatra, usando de una adulación no cuádruple, como dice Platón, sino
múltiple, ora Antonio estuviese dedicado, a cosas serias, ora para juegos y
chanzas, siempre le tenía preparado un nuevo placer y una nueva gracia con que
le traía embobado, sin aflojar de día ni de noche. Porque con él jugaba a los
dados, con él bebía y con él cazaba, siendo su espectadora si se ejercitaba en
las armas. Cuando de noche se acercaba a las puertas y ventanas de los
particulares para hacer burlas a los que se hallaban dentro, ella también corría
con él las calles, y le acompañaba, tomando el traje de una esclava, porque él
se disfrazaba de la misma manera; de aquí es que siempre se retiraba habiendo
sufrido por su parte algunas burlas, y a veces hasta golpes, lo que a muchos los
inducía a sospechar de él. Con todo, los Alejandrinos no dejaban de divertirse
con su humor festivo, y de usar chanzas y juegos, no del todo sin gracia y sin
chiste, celebrando su genio y diciendo que con los Romanos usaba de la máscara
trágica, y con ellos de la cómica. Referir muchos de sus juegos y burlas no
dejaría de parecer bien insulso; mas vaya el siguiente: Estaba una vez pescando
con mala suerte, y enfadándose porque se hallaba presente Cleopatra, mandó a los
pescadores que, metiéndose sin que se notara debajo del agua, pusieran en el
anzuelo peces de los que ya tenían cogidos; y habiendo sacado dos o tres lances,
no dejó la egipcia de comprender lo que aquello era. Fingió, pues, que se
maravillaba, y haciendo conversación con sus amigos, les rogó que al día
siguiente concurrieran a ser espectadores. Embarcáronse muchos en las lanchas, y
luego que Antonio echó la caña, mandó a uno de los suyos que nadara por debajo
del agua y adelantándose, colgara del anzuelo pescado salado del Ponto. Cuando
Antonio creyó que había caído algún pez, tiró, y siendo el chasco y la risa tan
grande como se puede pensar, “Deja- le dijo-, ¡oh Emperador!, la caña para
nosotros los que reinamos en el Faro y en Canopo; vuestros lances no son sino
ciudades, reyes y provincias”.
30
Mientras con tales juegos y puerilidades se entretenía Antonio, le sobrecogieron
dos mensajes: uno de Roma, por el que se le avisaba que Lucio, su hermano, y
Fulvia, su mujer, primero habían reñido y altercado entre sí, y después,
poniéndose en guerra abierta con César, lo habían echado todo a perder y huido
de la Italia. El otro en nada era más favorable y llevadero que éste, porque se
le decía que Labieno, al frente de los Partos, había subyugado el Asia desde el
Éufrates y la Siria hasta la Lidia y la Jonia. Vuelto, pues, con dificultad en
sí como del sueño o de la embriaguez, movió primero para hacer frente a los
Partos, y llegó hasta Fenicia; pero enviándole Fulvia cartas llenas de lamentos,
se dirigió hacia Italia, conduciendo doscientas naves. Tropezó por suerte en la
travesía con aquellos de sus amigos que habían huido, y supo que la causa de la
disensión había sido Fulvia, mujer de carácter inquieto y violento, que había
esperado sacar a Antonio de los lazos de Cleopatra si se suscitaba algún
movimiento en la Italia. Sucedió por casualidad que Fulvia, que iba en su busca,
enfermó en Sicione, y murió, con lo que hubo más proporción para su
reconciliación con César. Pues luego que llegó a la Italia, como se viese que
César no tenía contra él ninguna queja y que de las que contra él había, echaba
la culpa a Fulvia, no le permitieron sus amigos que exigiese explicaciones, sino
que los pusieron bien al uno con el otro, y partieron el imperio, poniendo por
límite el mar Jonio: de manera que las regiones de Oriente quedaran para
Antonio, las de Occidente para César, y el África se le dejara a Lépido,
disponiéndose además que, si no les agradase ser cónsules, lo fueran amigos de
ambos alternativamente.
31
Aunque esto parecía haberse concluido a satisfacción, siendo necesario darle
mayor consistencia, la fortuna la proporcionó: porque Octavia era hermana mayor
de César, bien que no de la misma madre, pues era hija de Ancaria, y éste nacido
después de Acia. Amaba sobremanera a la hermana, que se dice haber sido ejemplo
maravilloso de mujeres. Hallábase viuda de Gayo Marcelo, muerto poco había, y
parecía que, habiendo fallecido Fulvia, se hallaba también viudo Antonio; pues,
aunque no negaba sus relaciones con Cleopatra, no confesaba estar casado, siendo
esto lo único en que parecía haber lidiado contra el amor de la Egipciaca.
Insistían todos en esta otra boda, esperando que, reuniendo Octavia con una gran
belleza una admirable gravedad y juicio, si se enlazaba con Antonio y era de él
amada como a sus sobresalientes calidades correspondía, había de ser un poderoso
vínculo para la salud y concordia de unos y otros. Luego que se pusieron de
acuerdo, subieron a Roma para celebrar el matrimonio de Octavia, y no
permitiendo la ley que la mujer viuda se casara antes de los diez meses de la
muerte del marido, el Senado, por un decreto, le dispensó el tiempo que faltaba.
32
Estaba Sexto Pompeyo apoderado de la Sicilia, y talaba la Italia por medio de
muchas naves corsarias, mandadas por el pirata Menas y por Menécrates, con lo
que hacía el mar intransitable: y habiéndose portado benignamente con Antonio,
porque había dado hospedaje a su madre, huída de Roma con Fulvia, les pareció
conveniente avenirse también con él. Reuniéronse al efecto en el promontorio
Miseno y punta de él que da sobre el mar, arribando Pompeyo con su escuadra, y
siendo escoltados Antonio y César por su infantería. Convenidos en que Pompeyo
tendría la Cerdeña y la Sicilia, bajo la condición de limpiar el mar de piratas
y de enviar a Roma una cantidad determinada de trigo, se convidaron a cenar
recíprocamente, y sorteando quien sería el primero que agasajara a los otros, le
cupo la suerte a Pompeyo. Preguntóle Antonio dónde cenarían, y le respondió:
“Aquí (señalando la galera capitana de seis órdenes); porque esta es -añadió- la
casa paterna que le ha quedado a Pompeyo”; lo que decía para zaherir a Antonio,
que se había hecho dueño de la casa del padre de Pompeyo. Aferrando, pues, la
nave con las áncoras, y formando una especie de puente desde el promontorio, les
hizo el más amistoso recibimiento. Estaban en lo mejor del convite y en la
fuerza de los dichos punzantes lanzados contra Cleopatra y Antonio, cuando el
pirata Menas se acercó a Pompeyo de manera que los otros no lo oyeron, y
“¿Quieres- le dijo- que pique los cables de la nave, y te haré señor, no sólo de
Sicilia y Cerdeña, sino del imperio de los Romanos?” Al oírlo Pompeyo se quedó
pensativo por algún tiempo, y luego le respondió: “Valía más, Menas, que, lo
hubieras hecho sin prevenírmelo; ahora debo respetar el estado presente, porque
no es de mi carácter el ser un perjuro”. Habiendo sido convidado del mismo modo
después de ambos, navegó la vuelta de Sicilia.
33
Antonio, después del convenio, envió a Ventidio al Asia para que detuviera a los
Partos, no dejándoles pasar más adelante, y habiendo sido nombrado, por hacer
obsequio a Octavio César, sacerdote de César el Dictador, continuaron tratando
en buena compañía y amistad de los más graves negocios; mas cuando se juntaban a
divertirse y jugar, Antonio se sentía mortificado de que siempre era el que
libraba peor; y es que tenía a su lado un Egipcio dado a la adivinación, de
aquellos que examinan el signo, el cual, o instruido de Cleopatra, o teniéndolo
por cierto, estaba diciendo continuamente a Antonio con sobrada libertad que,
siendo su fortuna la más grande y brillante, se marchitaba al lado de la de
César, y le aconsejaba que se alejara cuanto más pudiera de aquel joven. “Porque
tu genio- le decía- teme al suyo; y siendo festivo y altanero cuando está solo,
se queda tamañito y abatido luego que aquel parece”; y los hechos parece que
venían en apoyo del Egipcio. Porque si se echaban suertes sobre cualquiera cosa
a ver a quién le tocaba, o si jugaban a los dados, siempre era Antonio el que
perdía. Echaban muchas veces a reñir gallos o codornices adiestradas, y siempre
vencían los de César: con lo que recibía manifiesto disgusto Antonio; y bien por
esta causa, o más bien por haber dado oídos al adivino, marchó de la Italia,
dejando al cuidado de César sus cosas domésticas: aunque a Octavia la llevó en
su compañía hasta la Grecia, habiendo ya tenido en ella una niña. Hallábase de
invernada en Atenas cuando le llegaron las nuevas de las victorias de Ventidio,
a saber: que había derrotado a los Partos en una batalla, en la que habían
muerto Labieno y Farnapates, que era el mejor general de los del rey Hirodes.
Por estos sucesos dio un banquete público a los Griegos, y combates a los
Atenienses; para lo que, dejando en casa las insignias del mando, salió en ropa
y calzado de confianza, con las batas de que usan los presidentes de los juegos,
y por sí mismo separó, tomándolos del cuello, según costumbre, a los jóvenes
combatientes.
34
Habiendo de partir para la guerra, tomó una corona del olivo sagrado, y
llenando, según cierto oráculo, un odre lleno de agua de la Clepsidra, lo llevó
también consigo. En esto, cargando Ventidio sobre Pácoro, hijo del rey, que de
nuevo invadía la Siria con un poderoso ejército, le derrotó en la región
Cirréstica, con gran matanza de los enemigos, siendo Pácoro uno de los primeros
que murieron. Este suceso, entre los más celebrados de los Romanos, dio a éstos
la más completa satisfacción por los infortunios de Craso y encerró otra vez
dentro de los términos de la Media y la Mesopotamia a los Partos, vencidos tres
veces consecutivas en batalla campal. Contúvose Ventidio de seguirles más lejos
el alcance por temor de la envidia de Antonio; mas sojuzgó a todos los que se
habían rebelado, y cercó a Antíoco Comagenes en la ciudad de Samosata.
Proponiéndole éste que entregaría mil talentos y quedaría a las órdenes de
Antonio, le mandó acudiera a Antonio mismo, el cual ya se hallaba cerca, y no
permitía que Ventidio concluyera el tratado con Antíoco, queriendo que este acto
tomara de él el nombre, y no sonara todo hecho por Ventidio. Prolongábase el
sitio, y los de adentro, luego que desconfiaron de la paz, se defendían
vigorosamente; por lo que, viendo Antonio que nada adelantaba, avergonzado y
arrepentido a un tiempo, se dio por contento de concluir el tratado con Antíoco
en trescientos talentos. Arregló enseguida en la Siria algunos negocios y,
regresando a Atenas, dispensó a Ventidio los honores que le eran debidos, y lo
envió a obtener los del triunfo. Hasta ahora éste es el único que hubiese
triunfado de los Partos: hombre de nacimiento oscuro, y que sólo debió a la
amistad de Antonio la ocasión de emprender grandes hazañas; con lo que se
confirmó lo que se decía de Antonio y de César: que eran más afortunados
mandando por medio de otros que por sí mismos, pues también Sosio, general de
Antonio, se distinguió por sus hechos en la Siria, y Canidio, a quien había
dejado por su lugarteniente en la Armenia, venciendo a los de esta región y a
los reyes de los Iberes y los Albanos, había llegado hasta el Cáucaso, con lo
que el nombre y fama del poder de Antonio se habían difundido entre aquellos
bárbaros.
35
Indispuesto de nuevo contra César por algunos chismes, navegó con trescientas
galeras a la Italia, y no habiéndole querido recibir los de Brindis, se dirigió
a Tarento. Navegaba con él desde la Grecia Octavia, que se hallaba a la sazón
encinta, y había dado antes a luz otra niña. Rogóle, pues, ésta que la enviara a
tratar con el hermano; y habiéndose hallado en el camino con César, a quien
acompañaban sus amigos Agripa y Mecenas, se lamentó mucho con ellos, y les hizo
repetidos ruegos sobre que no la abandonaran en ocasión que de la más dichosa
había venido a ser la más infeliz de las mujeres. “Porque ahora- decíatodos me
tienen la mayor consideración por ser mujer y hermana de los emperadores; pero
si las cosas paran en mal y se rompe la guerra, en cuanto a vosotros es incierto
a quién tiene prescrito el hado el vencer o ser vencido; cuando para mí lo uno y
lo otro es miserable y triste”. Vencido César con estas razones, se encaminó de
paz a Tarento, donde gozaron los habitantes del magnífico espectáculo de ver en
tierra un numeroso ejército, muchas naves surtas en el puerto y los
recibimientos y abrazos recíprocos de unos y otros. Túvolos el primero a cenar
Antonio, concediendo también esto César al amor de la hermana. Convínose entre
ellos que César daría a Antonio dos legiones para la guerra Pártica, y Antonio a
César cien naves bronceadas; y Octavia sobre esto recabó del marido veinte
buques menores para el hermano, y mil soldados más de éste para aquel. Terminada
así su desavenencia, César al punto se dirigió a Sicilia a la guerra contra
Pompeyo, y Antonio, encomendándole a Octavia con los hijos habidos de ella y los
que tenía de Fulvia, se dio a la vela para el Asia.
36
La más terrible peste, que había estado callada por largo tiempo, es decir, el
amor de Cleopatra, que parecía adormecido y debilitado por mejores
consideraciones, se encendió y estalló de nuevo al acercarse a la Siria; y por
fin el caballo indócil y desbocado del apetito, como se explica Platón, hollando
y pisando todo lo honesto y saludable, hizo que enviara a Fonteyo Capitón para
conducir a la Siria a Cleopatra. Llegado que hubo, le concedió y añadió a sus
provincias, no una cosa pequeña y despreciable, sino la Fenicia, la Celesiria,
Chipre y gran parte de la Cilicia, y además todavía la parte de Judea que
produce el bálsamo, y de la Arabia Nabatea todo lo que toca al mar exterior.
Incomodáronse los Romanos en gran manera con estas donaciones, sin embargo de
que a personas particulares daba provincias y reinos de grandes naciones, y a
muchos les quitaba también los reinos, como al judío Antígono, al que, traído a
su presencia, hizo decapitar, no habiéndose impuesto antes esta pena a ningún
rey; pero lo que más insufrible se les hacía era el pasar por la vergüenza de
los honores dispensados a Cleopatra. Subió de punto este oprobio habiendo tenido
de ella dos hijos gemelos, de los cuales al uno llamó Alejandro y a la otra
Cleopatra, y por sobrenombre a aquel, Sol, y a ésta, Luna. Era singular en hacer
gala de sus excesos y liviandades; así, decía que la grandeza del imperio de los
Romanos no resplandecía en lo que adquirían, sino en lo que donaban, y que la
nobleza se dilataba con las sucesiones y descendencias de muchos reyes, y de
este modo era como su progenitor venía de Hércules, que no limitó su sucesión a
una mujer sola, ni temió a las leyes de Solón y a la cuenta que había de darse
de la procreación, sino que se propuso dar a la especie muchos principios y
orígenes de familias y linajes.
37
Habiendo Fraates dado muerte a su padre Hirodes, fueron muchos los Partos que
tomaron la huída, y de ellos vino a acogerse a Antonio Moneses, varón muy
principal y poderoso, al cual, como asemejase sus infortunios a los de
Temístocles y comparase su propio poder y magnanimidad con los de los reyes de
Persia, le hizo donación de tres ciudades, Larisa, Aretusa y Hierápolis, llamada
antes Bambise. Envió el rey de los Partos quien ofreciera a Moneses su diestra
en señal de reconciliación, y Antonio manifestó placer en mandarle, porque
tiraba a engañar a Fraates con la idea de la paz, para ver si así recobraría las
insignias que tomaron a Craso y los soldados que todavía sobreviviesen. Remitió
por entonces a Cleopatra a Egipto, y marchando por la Arabia y la Armenia, donde
se le reunieron sus tropas y las de los reyes aliados, que eran muchos, y el más
poderoso de todos, Artavasdes, rey de Armenia, que se presentó con diecisiete
mil caballos y siete mil infantes, hizo el alarde de su ejército. De los Romanos
eran los infantes sesenta mil, y diez mil hombres de caballería de Españoles y
Galos incorporados a los Romanos; y de las demás naciones, entre caballería y
tropas ligeras, treinta mil hombres. Todo este aparato y este poder, que
infundió terror hasta en los Indios de la otra parte de la Bactriana y conmovió
toda el Asia, dicen que se inutilizó en su mano a causa de Cleopatra; porque
apresurándose a ir a pasar con ella el invierno, precipitó la guerra antes de
tiempo, y todo lo hizo arrebatada y tumultuariamente, como hombre que no estaba
en su acuerdo, sino que, como con hierbas o hechizos, tenía siempre los ojos
puestos en ella, y atendía más a volver cuanto antes a su lado que a domar a los
enemigos.
38
Porque, en primer lugar, debiera haber invernado en la Armenia, para dar
descanso a las tropas, fatigadas con una marcha de ocho mil estadios, y haber
ocupado la Media en el principio de la primavera, antes que los Partos movieran
de sus cuarteles de invierno; y no teniendo paciencia para esperar tanto tiempo,
marchó desde luego con el ejército, dejando a la izquierda la Armenia, y tocando
en la región Atropatena, se puso a talar el país. Después de esto, conduciendo
en trescientos carros las máquinas de sitio, entre las que había un ariete de
ochenta pies de largo, y de las cuales ninguna que se destruyese podía ser
reparada con tiempo, por no producir todo aquel país superior sino maderas
ruines y blandas, con la prisa las dejó como estorbos de su ligera marcha
encomendadas a una guardia, de la que era comandante Estaciano, y se fue a poner
sitio a Fraata, ciudad populosa, en la que se hallaban los hijos y las mujeres
del rey de la Media. La necesidad le convenció bien presto del error que había
cometido en dejar las máquinas, teniendo que recurrir al medio de levantar
contra la ciudad grandes trincheras a costa de mucho tiempo y trabajo. Bajó en
esto con poderoso ejército Fraates, y enterado de que habían quedado atrás los
carros de las máquinas, envió contra ellos una gruesa división de caballería,
por la que, sorprendido Estaciano, murió en la acción, y diez mil hombres con
él. Tomaron además los bárbaros las máquinas, y las destruyeron e hicieron gran
número de cautivos, siendo uno de ellos el rey Polemón.
39
Mortificó este suceso, como era indispensable, a todo el ejército de Antonio,
por haber sufrido tan inesperado descalabro, y Artavasdes, rey de Armenia,
abandonando el partido de los Romanos, se retiró con sus tropas, a pesar de que
había sido el principal instigador de aquella guerra. Acudieron con intrepidez
los Partos contra los sitiadores, haciéndoles injuriosas amenazas, y no
queriendo Antonio que estando el ejército en inacción prendiera y se aumentara
en él el desaliento, tomó diez legiones, tres cohortes pretorias de infantería y
todos los caballos, y marchó con estas tropas a acopiar víveres, pensando que
así atraería mejor a los enemigos y vendrían a una batalla campal. Había hecho
un día de marcha, y viendo que los Partos le iban alrededor, buscando el caer
sobre él en el camino, puso en el campamento la señal de batalla, y levantando
después las tiendas, como si no hubiera de pelear, pasó por delante de la hueste
de los bárbaros, que estaba formada en media luna, dando la orden de que cuando
se viera que los más avanzados de los enemigos estaban al alcance de los
legionarios, les diera una carga de caballería. A los Partos, que se mantenían a
distancia, les pareció superior a todo elogio la formación de los Romanos, y
observaban atentos cómo iban pasando con ciertos claros compasados, sin desorden
y en silencio, blandiendo las lanzas. Dada la señal, acometió con algazara la
caballería; los Partos se defendieron en sus puestos, aunque desde luego
estuvieron al alcance de los dardos; mas cuando acometió la infantería,
espantados los caballos de los Partos con sus gritos y el estruendo de las
armas, y asustados también estos mismos, dieron a huir antes de venir a las
manos. Siguióles Antonio el alcance concibiendo esperanza cierta de que con
aquella batalla, o se daba fin a la guerra, o se estaba cerca de él; pero
cuando, después de haberlos perseguido los infantes por espacio de cincuenta
estadios y la caballería por tres tantos más, se halló, al hacer el recuento de
los muertos y cautivos, que éstos no eran más que treinta y aquellos no pasaban
tampoco de ochenta, fue grande la incertidumbre y desaliento en que cayeron, al
hacer la triste reflexión de que, si vencían, no acababan sino con un número muy
corto, y si eran vencidos, tenían una pérdida tan terrible como la que tuvieron
en la acción en que perdieron los carros. Movieron al día siguiente para volver
al sitio y campamento delante de Fraata; y al principio dieron en el camino con
unos cuantos enemigos, después con muchos más, y por fin con todos, que como
invictos y con nuevas fuerzas los provocaban e intentaban acometerles por todas
partes; tanto, que no sin gran dificultad y trabajo pudieron llegar salvos al
campamento; y como los Medos de adentro hubiesen hecho una salida contra las
trincheras y hubiesen infundido terror en las avanzadas, irritado Antonio
recurrió a la pena de diezmar a los que se habían manifestado cobardes, porque,
formándolos por decenas, de cada una pasó por las armas al que le tocó la
suerte, y a los que quedaron mandó que, en lugar de trigo, les distribuyeran
cebada.
40
Hacíase a unos y a otros difícil esta guerra, y lo futuro les infundía igual
miedo: a Antonio, porque temía el hambre y no veía el modo de hacer acopios sin
heridos y muertos, y a Fraates, porque sabía que los Partos todo lo podían
sufrir menos la intemperie y pasar las noches al raso en el invierno; por lo que
tenía el recelo de que, si los Romanos aguantaban y permanecían, lo abandonasen
sus tropas, pues ya habían empezado los fríos apenas pasado el equinoccio de
otoño. Discurrió, pues, el siguiente ardid: aquellos Partos más conocidos,
cuando se encontraban con los Romanos a ir a buscar víveres o a otros
menesteres, los trataban con más blandura, y aun disimulaban cuando los veían
tomar algunas cosas, celebrando su valor como de unos buenos guerreros,
admirados con razón aun de su mismo rey. Con esto ya luego se llegaban más
cerca, y parando los caballos, motejaban a Antonio de que, estando Fraates
dispuesto a la paz por lástima de tantos y tan valientes soldados, no se
prestaba aquel, ni daba la menor ocasión, sino que se estaba muy tranquilo,
dando lugar a que sobrevinieran otros enemigos más terribles, el hambre y el
invierno, de los que les sería difícil librarse, aun cuando los Partos se
propusieran acompañarlos. Como muchos acudiesen a Antonio con estas relaciones,
empezó a ceder y ablandarse con la esperanza; mas, sin embargo, no se resolvió a
entrar en tratados con el Parto sin haber antes averiguado de aquellos bárbaros,
que tan benignos se mostraban, si el rey pensaba como ellos. Contestáronle que
sí, y aun exhortaron a que no se tuviera ningún recelo o desconfianza; ya con
esto Antonio envió a algunos de sus más allegados con la proposición de que le
entregara los cautivos y las insignias, para que no pareciese que lo que
únicamente buscaba era salvarse y huir. Respondiéndole el Parto que sí, dejadas
a un lado aquellas reclamaciones, se retiraba, al punto tendría seguridad y paz;
tomó en pocos días sus disposiciones, y se puso en marcha. Mas con ser el más
elocuente de su tiempo para mover al pueblo y llevarse tras sí un ejército, de
vergüenza y aburrimiento no se atrevió a alentar por sí mismo a las tropas, sino
que dio este encargo a Domicio Enobarbo, con lo que algunos se incomodaron,
teniéndolo a desprecio; pero los más lo llevaron a bien, y reflexionando el
motivo, por lo mismo creyeron que debían ser más sumisos y obedientes al
general.
41
Su intención era regresar por el mismo camino, que era llano y despejado de
árboles; pero un Árabe del país de los Mardos, que en gran parte había contraído
la costumbre de los Partos, y que ya se había mostrado fiel a los Romanos en la
batalla de las máquinas, se llegó a Antonio y le previno que se retirara
llevando siempre los montes a la derecha, y no expusiera un ejército, en su
mayor parte de infantería y armado pesadamente, en un terreno desnudo y abierto
a las cargas y a las saetas de una caballería tan numerosa; pues ésta había sido
la intención de Fraates en hacerle abandonar el sitio bajo condiciones tan
benignas, y que él mismo le guiaría por un camino mucho más corto, y en el que
tendría mayor abundancia de víveres. Antonio, al oírle, se puso a reflexionar, y
aunque por una parte no quería que pareciese desconfiaba de los Partos después
del tratado, por otra le era muy grato el atajo del camino y el que la marcha
fuese por aldeas habitadas; así, pidió al que quería ser conductor alguna prenda
para creerle. Prestóse él a que le tuvieran aprisionado hasta haber puesto el
ejército en la Armenia, y por dos días fue de guía atado sin que ocurriese
novedad; pero al tercero, cuando ya Antonio no pensaba en los Partos, y por la
misma confianza caminaba sin la menor cautela, observó el Mardo que una presa
que había en el río estaba recientemente rota, y el agua se derramaba con
abundancia por el camino que había de llevar, lo que le hizo comprender que
aquello era obra de los Partos, con el objeto de que el río los enredara y
detuviera. Hizo, pues, que Antonio lo viese y observase, para que viniera en
conocimiento de que los enemigos estaban cerca, y aun no había acabado de formar
sus tropas, disponiendo una carga de los ballesteros y honderos contra los
enemigos, cuando ya se presentaron los Partos, y corrieron a envolver y cortar
por todos lados el ejército. Marcharon contra ellos las tropas ligeras; y
causando en éstas muchas heridas con sus tiros, y no recibiéndolas menores de
las saetas y pelotas de plomo que se les arrojaban, se retiraron. Repitieron
otra vez el mismo choque, hasta que, volviendo los Celtas contra ellos sus
caballos, los acometieron con viveza y los dispersaron, sin que en todo aquel
día volvieran a parecer.
42
Viendo con esto Antonio cómo debía conducirse, protegió con muchos ballesteros y
honderos, no sólo la retaguardia, sino también uno y otro flanco, y caminando
con su hueste en cuadro, dio orden a la caballería de que los acometiera y
rechazara, y rechazados no les siguiera lejos el alcance; de manera que los
Partos, habiendo experimentado en cuatro días seguidos que nada habían podido
adelantar, ni habían causado más daño que el que habían recibido, empezaron a
aflojar, y pensaban en retirarse, poniendo la estación por excusa; pero al
quinto día Flavio Galo, buen militar, emprendedor y que se hallaba con mando, se
llegó a Antonio y le pidió que le permitiera tomar mayor número de tiradores de
retaguardia y algunos caballos de los del frente, como para hacer una cosa
memorable, dióselos, y al cargar los enemigos los rechazó, no como antes,
retirándose luego a incorporarse con la infantería, sino permaneciendo y
trabando un combate, reñido. Viendo los comandantes de retaguardia que se había
desunido, lo enviaron a llamar, pero él no hizo caso. Dícese que el cuestor
Ticio, echando mano a las insignias, retrocedió, y reconvino con denuestos a
Galo de que no hacía mas que perder a los mejores y más valientes soldados; pero
éste le volvió las injurias, y mandando a su tropa que permaneciese, Ticio se
retiró; mas Galo, arrojándose denodadamente sobre los enemigos que tenía al
frente, no observó que le cercaban y envolvían muchos por la espalda. Herido,
pues, y acosado por todas partes, envió a pedir auxilio; los capitanes que
mandaban la infantería, de los cuales era uno Canidio, hombre de grande influjo
y poder cerca de Antonio, cometieron, como lo puede juzgar cualquiera, un
grandísimo yerro, pues cuando debían acometer con toda la hueste apiñada,
enviando de auxilio partidas pequeñas, y vencidas aquellas, otras, no vieron que
de aquella manera iban a poner en derrota y en fuga todo el ejército; y así
habría sucedido, a no haber acudido el mismo Antonio desde el frente con la
infantería, y haber mandado a la legión tercera que por entre los que huían
penetrase contra los enemigos, con lo que los contuvo en su persecución.
43
Murieron sobre unos tres mil hombres, y se condujeron a las tiendas cinco mil
heridos; entre ellos el mismo Galo, pasado de frente por cuatro saetas; pero
éste no sanó de las heridas. A los demás los visitó y alentó Antonio, llorando
sobre sus males y mostrándose compadecido; ellos, contentos, tomándole la
diestra, le rogaban al retirarse que se cuidara y no se afligiese, saludándole
con el dictado de emperador y diciéndole que se tenían por salvos con que él
tuviera salud. Porque puede decirse que ni en robustez ni en sufrimiento ni en
edad mandó general ninguno de los de aquella época un ejército más brillante que
el suyo; así como, por otra parte, en el respeto al general, en la obediencia
unida con el amor y en el preferir todos unánimemente, ilustres, plebeyos,
caudillos y particulares, el ser honrados y apreciados de Antonio a su propia
salud, a ninguno de los antiguos romanos concedía ventaja. Concurrían para esto
las muchas causas que hemos dicho: su ilustre origen, su facundia y elocuencia,
su munificencia y liberalidad, y su gracia y humor festivo para los chistes y
para el trato. Entonces, condoliéndose y sintiendo con los que padecían, y dando
a cada uno lo que le hacía falta, todavía más prontos para todo que los sanos a
los enfermos y heridos.
44
Cuando ya los enemigos desmayaban y cedían, de tal modo los engrió esta
victoria, y hasta tal punto despreciaron a los Romanos, que aun por la noche se
acercaron a su campamento, esperando saquear de un momento a otro sus tiendas
vacías y sus equipajes abandonados. A la mañana se reunieron en mucho mayor
número, pues se dice que no bajaban de cuarenta mil caballos, enviando el rey
hasta los de su guardia, como a una victoria cierta y segura, pues él en persona
no se encontró en ninguna batalla. Queriendo Antonio hablar a los soldados,
pidió la toga de duelo para comparecer a sus ojos en estado más abatido; pero
habiéndose opuesto a ello sus amigos, les arengó con el mando de general,
alabando y aplaudiendo a los vencedores e improperando a los fugitivos, a lo que
contestaron los primeros dándoles nuevas seguridades e inspirándole mayor
confianza, y los segundos excusándose y ofreciéndose a que si quería los
diezmase o los castigase de cualquier otra manera, no queriendo otra cosa sino
que dejara de estar triste y desconsolado. Entonces, tendiendo al cielo las
manos, hizo a los dioses la plegaria de que si por su anterior prosperidad
tenían resuelto tomar alguna, venganza, toda recayera sobre él, dando al
ejército salud y la victoria.
45
Al día siguiente continuaron su marcha mejor defendidos; y los Partos, cuando se
presentaron a quererlos acometer, se encontraron con una extraña novedad; porque
cuando creían que eran venidos a saquear y robar, y no a una batalla, cayó sobre
ellos una nube de dardos, y viendo a los Romanos valerosos y esforzados,
volvieron otra vez a desalentarse. Al bajar éstos de unos collados bastante
pendientes, repitieron su ataque, acometiéndolos en la lenta marcha que
llevaban; entonces, volviéndose la infantería, encerró dentro de su formación a
las tropas ligeras, y poniendo los primeros la rodilla en tierra, presentaron
sus escudos. Los que formaban después pusieron sus escudos sobre éstos, y lo
mismo respecto de éstos los otros; y esta disposición, que es muy semejante a la
forma de un tejado, sobre ofrecer una vista teatral, es la más fuerte de las
formaciones para hacer que se resbalen los dardos. Los Partos, cuando vieron a
los Romanos poner la rodilla en tierra, creyeron que aquello era darse por
perdidos y efecto del cansancio, por lo que no quisieron valerse ya de los
arcos, sino que echando mano a las lanzas, se fueron a combatir de cerca; mas
entonces los Romanos, levantándose de repente y alzando grande gritería, los
rechazaron con sus chuzos, y habiendo dado muerte a los primeros que se
presentaron, pusieron en desordenada fuga a todos los demás; otro tanto sucedió
los días siguientes, siendo muy poco lo que adelantaban en su marcha. Fatigó en
esto el hambre al ejército, que sólo combatiendo se proporcionaba algún poco de
trigo, y que estaba además falto de utensilios para la moltura, porque había
sido preciso dejar los más a causa de ser muchas las acémilas que habían muerto
y ser conducidos en las restantes los enfermos y heridos. Dícese que un quenix
de trigo llegó a costar cincuenta dracmas, y que el pan de cebada se vendía a
peso de plata. Recurrieron en este apuro a las hierbas y a las raíces, y como
encontrasen pocas a las que estuviesen acostumbrados, siéndoles preciso hacer
pruebas con las que no habían gustado antes, dieron con una hierba que los
volvía locos, y después de la locura les causaba la muerte; porque el que la
comía no se acordaba ni tenía ya conocimiento de nada, y todo su afán era mover
y remover cuantas piedras veía, como si se ocupara en una cosa de importancia.
Estaba, pues, llena toda la llanura de hombres inclinados al suelo para arrancar
y mudar las piedras, y, por último, morían con vómitos de bilis, por cuanto les
faltaba el vino, que era el único remedio. Como muriesen, pues en gran número y
los Partos no los dejasen respirar, se dice que Antonio exclamó muchas veces:
“¡Oh diez mil!”, maravillándose de los que se retiraron con Jenofonte, pues que
con haber hecho un camino más largo desde Babilonia, y teniendo que pelear con
muchos más enemigos, al fin se salvaron.
46
Los Partos, no pudiendo romper el ejército ni hacerles perder su formación,
vencidos y puestos en fuga muchas veces, volvían a acercarse pacíficamente a los
Romanos, que iban a proveerse de trigo o de forraje, y mostrándoles flojas las
cuerdas de los arcos, les decían que ellos tenían determinado retirarse, que
aquel era ya el término de la guerra y que sólo algunos Medos los seguirían a
una o dos jornadas, no para incomodarlos, sino para dar protección a las aldeas
más retiradas. Acompañaban a estas palabras salutaciones y otros cumplimientos;
de manera que los Romanos llegaron a tranquilizarse, y habiéndolo oído Antonio,
pensó en descender más a la llanura, por decirse que el camino por las montañas
carecía de agua. Cuando iba a ponerlo en ejecución, llegó al campamento uno de
los enemigos, llamado Mitridates, sobrino de aquel Moneses que se acogió a
Antonio y a quien éste hizo la donación de las tres ciudades. Pidió que fuera a
hablar con él alguno que supiera explicarse en la lengua pártica o siriaca, y
ejecutándolo Alejandro de Antioquía, que era amigo de Antonio, les descubrió
quién era, y poniendo aquel favor a cuenta de Moneses, le preguntó si veía
aquellos montes continuados y altos allá lejos: respondió que sí los veía. “Pues
al pie de aquellos- le dijo- están en acecho los Partos con un grande ejército;
porque tras aquellos montes hay grandes llanuras, y esperan acabar en ellas con
vosotros, llevándoos allá engañados con haceros dejar el camino de los montes.
En éste tenéis sed y trabajo, cosas ya conocidas; pero si Antonio marcha por
aquel, sábete que le aguarda la misma suerte que a Craso.”
47
Dicho esto, se retiró. Antonio, encontrándose en gran perplejidad y confusión,
hizo llamar a sus amigos y al árabe que le servía de guía, el cual pensaba de
aquella misma manera; pues aun sin enemigos, sabía que aquellas llanuras
carecían de senda cierta, y eran muy expuestas a perderse y andar errantes en
ellas, mientras que el atajo no ofrecía otra dificultad que la de haber de
carecer de agua por una jornada. Mudando, pues, de propósito, marchó por este
camino en aquella misma noche, mandando que se proveyesen de agua. Faltábanles a
muchos vasijas, por lo que llenaron de agua los morriones, y algunos hasta la
tomaron en las pieles con que se cubrían. Cuando ya estaban en marcha, tuvieron
de ello aviso los Partos, y, contra su costumbre, se pusieron a perseguirlos de
noche, y al salir el sol alcanzaron a los últimos, que se hallaban muy mal
parados con la vigilia y la fatiga, pues habían andado en aquella noche
doscientos cuarenta estadios; así, tanto por esto como por el aparecimiento
repentino de los enemigos, cayeron en gran desmayo, y el combate mismo
contribuía a acrecentar la sed, porque sobre la marcha misma tenían que
defenderse. Los que iban de vanguardia llegaron a un río de agua abundante y
fresca, pero salada y dañosa; pues, bebida, movía el vientre con grandes dolores
e inflamaba más la sed; y sin embargo de habérselo prevenido el árabe, bebían,
desprendiéndose de los que querían contenerlos. Recorría Antonio las filas, y
les rogaba que aguantaran por muy poco tiempo, pues, no estaba lejos otro río de
agua saludable, y el resto del camino era ya áspero e inaccesible a la
caballería, con lo que del todo se verían libres de enemigos; al mismo tiempo
hizo llamar a los que todavía peleaban, y dio la señal de acampar, para que
siquiera gozaran de sombra los soldados.
48
Puestas las tiendas y retirados los Partos, según solían, volvió otra vez
Mitridates, y saliendo Alejandro a hablarle, lo exhortó a que, haciendo un
ligero descanso el ejército levantara el campo y se apresurara a ponerse al otro
lado del río, porque, los Partos no le pasarían, ni los perseguirían más que
hasta allí. Habiéndolo anunciado a Antonio, Alejandro le llevó de parte de aquel
muchos vasos y tazas de oro, de los que tomó Mitridates cuánto pudo ocultar bajo
sus ropas, y se marchó. Todavía era de día cuando hizo levantar el campo, y
marchaban sin ser molestados de los enemigos; pero ellos mismos hicieron aquella
noche la más terrible y congojosa de todas, porque robaban y mataban a los que
tenían oro o plata, y saquearon los equipajes. Finalmente, poniendo sus manos
hasta en los cofres de Antonio, hacían pedazos la vajilla y mesas de gran
precio, y se lo repartían. Como con este motivo fuese grande la turbación y
alboroto que se apoderó de todo el campamento, porque creían que, habiéndolos
sorprendido los enemigos, se habían entregado a la fuga y a la dispersión,
llamando Antonio a Ramno, uno de los libertos que tenía en su guardia, le hizo
jurar que cuando le diera la orden lo había de pasar con la espada y le había de
cortar la cabeza, para no caer vivo en poder de los enemigos ni ser de ellos
conocido después de muerto. Lamentándose con esta ocasión sus amigos, el árabe
sosegó y tranquilizó a Antonio, diciéndole que estaban ya muy cerca del río,
porque el ambiente era húmedo, y un aura más fresca y suave hacía agradable y
dulce la respiración, además de que el tiempo le hacía conocer que estaban al
fin de la marcha, pues que restaba poco de la noche. Informáronle otros al mismo
tiempo que el alboroto no había tenido otro origen que la injusticia y
latrocinio de algunos soldados, por lo que, queriendo recoger y apaciguar la
tropa desordenada y dispersa, mandó dar la señal de acampar.
49
Vino en esto el día, y cuando el ejército empezaba a tomar algún orden y
descanso, encontrándose los de la retaguardia molestados por las saetas de los
Partos, se dio a las tropas ligeras la señal de batalla. La infantería volvió a
formar tejado con los escudos y a esperar en esta disposición a los enemigos,
que no se atrevían a acercarse. A poco que así caminaron los de vanguardia se
descubrió ya el río, y formando Antonio su caballería al frente de los enemigos,
pasó primero los enfermos. Después ya tuvieron facilidad y seguridad para beber
aun los que habían combatido, pues los Partos, luego que vieron el río,
aflojaron las cuerdas de los arcos, y decían a los Romanos que pasaran
tranquilos, celebrando mucho su valor. Pasaron, pues, sosegadamente, y luego que
se hubieron repuesto, continuaron su marcha, no fiándose todavía de los Partos.
Al sexto día después del último combate, llegaron al río Araxes, que divide la
Media de la Armenia. Parecióles más profundo y rápido en su curso, y corrió la
voz de que allí les tenían armada celada los enemigos para cuando pasasen; pero
le pasaron sin ser inquietados, cuando pisaron el suelo de la Armenia, como si
acabaran de tomar tierra saliendo del mar, lo besaron, llorando de gozo y
abrazándose unos a otros. Como marchasen entonces por una región abundante y lo
tuviesen todo de sobra después de la mayor miseria y escasez, enfermaron de
hidropesía y cólicos.
50
Hizo entonces Antonio otra vez un recuento, y halló que había perdido veinte mil
infantes y cuatro mil caballos, no todos a manos de los enemigos, sino como la
mitad de este número de enfermedades. Su marcha desde Fraata había sido de
veintisiete días, y había vencido a los Partos en dieciocho batallas; pero estas
victorias no habían tenido grandes consecuencias ni dado seguridad, porque el
alcance seguido a los enemigos había sido siempre corto y de muy poco fruto; en
lo que se veía bien claro que el rey de Armenia, Atavasdes, había privado a
Antonio de dar fin a aquella guerra. Porque si hubieran permanecido dieciséis
mil soldados de a caballo que trajo de la Media, armados como los Partos y
acostumbrados a pelear contra ellos, cuando los Romanos los hubieran rechazado
en la batalla, éstos los habrían acabado en la fuga, y vencidos no se habrían
rehecho y vuelto con osadía al combate tantas veces. Así es que todos acaloraban
a Antonio para que castigara al rey de Armenia; pero él, haciéndose cargo de la
situación presente, ni lo reconvino por su traición, ni disminuyó en lo más
mínimo los honores y obsequios que solía hacerle, hallándose entonces con poca
gente y falto de todo. Más adelante, entrando en la Armenia, y atrayéndole con
promesas y llamamientos a que viniera a sus manos, lo prendió, y conduciéndolo
atado a Alejandría, triunfó de él; cosa que disgustó mucho a los Romanos, por
ver que con las hazañas y proezas de la patria hacía obsequios a los Egipcios
por consideraciones a Cleopatra. Pero esto, como se ha dicho, fue más adelante.
51
Entonces, caminando sobre nieves y en medio de un invierno de los más crudos,
perdió otros ocho mil hombres en la marcha, y bajando hasta el mar con muy poca
gente, en una fortaleza situada entre Berito y Sidón, y llamada Leucecome,
determinó esperar a Cleopatra. Como tardase, eran grande su desazón e inquietud,
y aunque recurrió a sus desórdenes de beber hasta la embriaguez, no fue de
manera que aguantase y se estuviese sentado, sino que se levantaba en medio de
los brindis e iba a mirar muchas veces, hasta que por fin arribó al puerto,
trayendo mucho vestuario y cuantiosos fondos para los soldados, bien que algunos
dicen que trajo efectivamente Cleopatra el vestuario, pero que el dinero
repartido lo puso Antonio de su propio caudal, como si lo hubiera dado ésta.
52
Suscitóse a este tiempo riña y desavenencia entre el rey de los Medos y el parto
Fraates, nacida, según dicen, con ocasión del botín hecho a los Romanos, y fue
tal que en el Medo engendró sospecha y recelo de que éste le despojara del
reino. Por tanto, envió a llamar a Antonio, prometiéndole que le auxiliara en la
guerra con todo su ejército. Infundió esto grandes esperanzas a Antonio, porque
veía que aquella sola cosa en que se consideraba inferior para domar a los
Partos, que era la fuerza de la caballería y los arqueros, se le venía a las
manos, pareciendo que hacía favor en lugar de pedirlo. Disponíase, pues, a subir
otra vez por la Armenia, y juntándose con el rey de los Medos en el río Arajes,
dar desde allí principio a la guerra.
53
Queriendo Octavia navegar desde Roma a unirse con Antonio, se lo permitió César;
los más creen que no por condescender con su deseo, sino para que, desatendida y
abandonada, diera causa justa para la guerra. Llegada a Atenas, recibió carta de
Antonio en que le daba orden de permanecer allí, hablándole de la expedición.
Sintiólo Octavia, y no dejó de conocer el pretexto; pero, con todo, le escribió,
preguntándole adónde quería que le enviase los efectos que le traía: eran gran
copia de vestuario para los soldados, muchas acémilas, caudales y regalos para
los caudillos y amigos que tenía a su lado, y fuera de esto, dos mil soldados
escogidos para las cohortes pretorianas, equipados de las más primorosas
armaduras. Dióle de esto noticia, enviado al efecto por ella, un tal Níger,
amigo de Antonio, el que añadió los más completos como los más debidos elogios.
Mas llegó a entender Cleopatra que Octavia iba a ponerse en contraposición con
ella, y temerosa de que, uniendo a la gravedad de sus costumbres y al poder de
César la dulzura del trato y la complacencia a voluntad de Antonio, se le
hiciera invencible y del todo se apoderara de éste, fingió que estaba perdida de
amores por Antonio; y para ello debilitaba el cuerpo con tomar escaso alimento,
y en su presencia ponía la vista como espantada, y cuando se apartaba de ella,
caída y triste. Hacía de modo que muchas veces se la viera llorar, y de repente
se limpiaba y ocultaba las lágrimas, como que no quería que él lo advirtiese.
Usaba de todas estas simulaciones cuando Antonio estaba para partir de la Siria
al punto convenido con el rey de los Medos, y los aduladores, interesados por
ella, motejaban a Antonio de duro e insensible, porque iba a acabar con una
pobre mujer que en él solo tenía puestos sus sentidos; porque Octavia había
venido con motivo de los negocios, enviada del hermano, y ya disfrutaba del
nombre de legítima mujer, mientras que Cleopatra, reina de tantos pueblos, se
contentaba con llamarse la amante de Antonio, y no tenía a menos o desdeñaba
este nombre mientras veía a éste y le tenía a su lado; y luego que se mirase
abandonada, era seguro que no sobreviviría. Finalmente, de tal manera le
ablandaron y afeminaron que, por temor de que Cleopatra se dejase morir, se
volvió a Alejandría y dio largas al rey de los Medos hasta el verano, sin
embargo de decirse que había entre los Partos sediciones y alborotos. Con todo,
habiendo subido después, trabó amistad con él, y tomando para mujer de uno de
los hijos de Cleopatra a una de las hijas del mismo rey, que todavía era muy
niña, volvió con esta afinidad cuando ya iba a entrar en la guerra civil.
54
Cuando Octavia volvió de Atenas, mirándola César como despreciada y ofendida, le
dio orden de que se fuese a vivir a su casa; pero ella le respondió que no
dejaría la del marido, y rogaba al hermano que si no había determinado hacer la
guerra a Antonio por otra causa, no hiciese alto en sus querellas, pues ni
siquiera era decente que se dijese de los dos mayores generales que el uno por
el amor de una mujer y el otro por celos, habían introducido la guerra civil
entre los Romanos. Y esto que decía lo confirmaba con las obras; porque ocupaba
la casa de Antonio como si éste se hallara presente, y cuidaba con la mayor
diligencia y decoro, no sólo de los hijos que en ella misma había tenido, sino
de los que había tenido en Fulvia, y si venían algunos amigos recomendados por
Antonio para las magistraturas o por otros negocios, los recibía con aprecio y
los protegía en lo que deseaban obtener de César. Mas sucedía que con esto mismo
perjudicaba más, contra su intención a Antonio; pues que era aborrecido por
tratar mal a una mujer tan envidiable, y lo era además por el repartimiento que
en Alejandría hizo a los hijos, y que pareció teatral, orgulloso y antirromano.
Porque introdujo un gran gentío en el Gimnasio, donde sobre una gradería de
plata hizo poner dos tronos de oro, uno para él y otro para Cleopatra, y otros
más pequeños para los hijos. De allí, en primer lugar proclamó a Cleopatra reina
del Egipto, de Chipre, del África y de la Siria inferior, reinando en unión con
ella Cesarión, el cual era tenido por hijo de César el Dictador, que había
dejado a Cleopatra encinta. En segundo lugar, dando a los hijos nacidos de él y
de Cleopatra el dictado de reyes, a Alejandro le adjudicó la Armenia, la Media y
el reino de los Partos para cuando fuesen sojuzgados, y a Tolomeo la Fenicia, la
Siria y la Cilicia. Al mismo tiempo, de los hijos presentó a Alejandro en traje
medo, llevando la tiara derecha, a la que llaman también cítaris, y a Tolomeo
adornado con el calzado, el manto y el sombrero con diadema, que es el ornato de
los reyes sucesores de Alejandro, así como aquel lo es de los Medos y los
Armenios. Luego que los hijos saludaron con ósculo a los padres, al uno se le
puso guardia de Armenios y al otro de Macedonios. Porque Cleopatra ya entonces,
y siempre en adelante, no salía en público sino con la ropa sagrada de Isis, y
como una nueva Isis daba oráculos.
55
Dio cuenta César al Senado de estos sucesos, y denunciándolos muchas veces al
pueblo, irritó a la muchedumbre contra Antonio. Envió por su parte éste quien
hiciera cargos a César, siendo los principales capítulos: Primero, que habiendo
despojado de la Sicilia a Pompeyo, no le había dado parte ninguna en aquella
isla. Segundo, que habiendo recibido del mismo Antonio prestadas naves para la
guerra, le había dejado enteramente sin ellas. Tercero, que habiendo expelido
del mando a su colega Lépido, dejándolo infamado, César se había tomado su
ejército, sus provincias y las rentas que a aquel le habían sido asignadas.
Sobre todo, que había repartido a sus soldados podía decirse que toda la Italia,
no dejando nada para los de Antonio. Defendíase de estas acusaciones César,
diciendo que Lépido había tenido que abdicar un mando del que no usaba sino en
agravio de los ciudadanos, que lo que había adquirido por la guerra lo partiría
con Antonio cuando éste partiera con él la Armenia, y que si sus soldados: no
participaban de la Italia, era porque poseían la Media y la Partia, que habían
adquirido para los Romanos, combatiendo valerosamente con su emperador.
56
Hallándose Antonio en la Armenia cuando tuvo noticia de estas cosas, dispuso que
al punto bajara Canidio al mar con dieciséis legiones; él, con Cleopatra, se
trasladó a Éfeso, donde reunía una poderosa armada, haciendo venir naves de
todas partes, pues con los transportes llegaban a ochocientas, de las cuales
había dado doscientas Cleopatra, veinte mil talentos y víveres para todo el
ejército durante la guerra. Antonio, a persuasión de Domicio y de algunos otros,
resolvió que Cleopatra se retirara al Egipto a estar en expectación de los
sucesos de la guerra; pero ella, temerosa de que se hicieran nuevos conciertos
por medio de Octavia, ganó con grandes dádivas a Canidio, para que en su favor
hiciera presente a Antonio que ni era justo alejar de aquella guerra a una mujer
que tanto había contribuido para ella, ni convenía tampoco amortiguar al interés
de los Egipcios, que tan considerable parte eran de aquellas fuerzas, fuera de
que no veía que Cleopatra valiera para el consejo menos que los otros reyes
aliados, siendo una mujer que por sí misma había gobernado largo tiempo un reino
tan extenso, y a su lado se había formado para los mayores negocios. Al cabo
esto prevaleció, porque estaba en los hados que todo el imperio había de venir a
reunirse en las manos de César. Juntando, pues, aquellos sus fuerzas, se
dirigieron a Samos, donde se entregaron a toda diversión y regalo; pues así como
dieron órdenes a todos los reyes, potentados y tetrarcas, y a todas las naciones
y ciudades comprendidas entre la Siria, la Meótide, la Armenia y el Ilirio para
que enviaran y condujeran toda especie de preparativos de guerra, del mismo modo
se impuso precisión a todo cómico, farsante y juglar de acudir a Samos; y
mientras casi toda la tierra estaba en aflicción y llanto, una sola isla cantó y
danzó por muchos, días, estando llenos los teatros y compitiendo entre sí los
coros. Concurrieron al sacrificio todas las ciudades, enviando cada una un buey;
los reyes iban entre sí a porfía en los convites y dádivas, de manera que llegó
a decirse: “¡Cómo celebrarán éstos la victoria, cuando tales fiestas hacen para
los preparativos de la guerra!”
57
Pasada esta furia de diversiones, a toda aquella comparsa de artífices de Baco
les señaló para su residencia la ciudad de Priena, y se encaminó a Atenas, donde
volvió otra vez a los regocijos y teatros. Cleopatra, envidiosa de los honores
dispensados a Octavia, porque esta se había hecho mucho lugar en Atenas, procuró
ganar a aquel pueblo con toda especie de obsequios, y los Atenienses, habiéndole
decretado los honores que apetecía, diputaron embajadores que le llevaran los
decretos, siendo uno de ellos Antonio, como ciudadano de Atenas; y puesto ante
ella, le dirigió un discurso en nombre de la ciudad. Envió a Roma encargados
para echar a Octavia de su casa, de la que dicen salió, llevando en su compañía
a todos los hijos de Antonio, a excepción del mayor tenido en Fulvia, que se
hallaba con el padre; salió llorando y lamentándose de que pareciese que era
ella una de las causas de aquella guerra. Compadecíanla los Romanos; pero aún
compadecían más a Antonio, sobre todo los que habían visto a Cleopatra, que ni
en edad ni en belleza se aventajaba a Octavia.
58
Al oír César la celebridad y grandeza de tales preparativos se sobresaltó, por
temor de tener que hacer la guerra en aquel verano; pues eran muchas cosas las
que le faltaban, y los pueblos llevaban a mal las exacciones de tributos. Porque
precisados unos a dar la cuarta de sus frutos, y los de condición libertina la
octava de cuanto poseían, clamaban contra él, y había sediciones y tumultos en
casi toda la Italia. Así es que se tiene por uno de los mayores errores de
Antonio el haber dilatado la guerra, por cuanto dio tiempo a César para
prevenirse y para que apaciguara las sediciones; pues si los hombres cuando se
les exige se alborotan, después de haber contribuido y pagado se aquietan. Ticio
y Planco, varones consulares, amigos de Antonio, insultados de Cleopatra porque
en muchas cosas se le habían opuesto mientras estaban en el ejército, huyeron de
él, y pasándose a César, le denunciaron el testamento de Antonio, del que tenían
conocimiento. Hallábase depositado en poder de las vírgenes Vestales, y a la
petición que César les hizo se negaron, respondiendo que si quería, fuera y lo
tomase. Hízolo así, y primero leyó para sí solo lo en él escrito, anotando
algunos lugares que daban más margen a acusación. Reuniendo después el Senado,
los leyó con ofensa e indignación de muchos; porque parecía cosa dura y terrible
que se hiciera cargo a nadie en vida de lo que disponía para después de su
muerte. Sobre lo que principalmente insistía era sobre la cláusula relativa a su
entierro, en la que mandaba que, si moría en Roma, su cadáver, llevado en
procesión por la plaza, fuera enviado a Cleopatra a Alejandría; y Calvisio,
amigo de César, añadió, como crímenes de Antonio en sus amores con Cleopatra,
los siguientes: que había cedido y donado a ésta las bibliotecas de Pérgamo, en
las que había doscientos mil volúmenes distintos; que en un convite a presencia
de muchos se había levantado y le había hecho cosquillas en los pies, por cierto
convenio y apuesta entre ellos; que había sufrido que los de Éfeso llamaran a su
vista señora a Cleopatra; que muchas veces, estando administrando justicia a
reyes y tetrarcas, había recibido de ella billetes amorosos escritos en
cornerinas y cristales, y puéstose a leerlos; y que hablando en una causa
Furnio, hombre de grande autoridad y el más elocuente entre los Romanos, había
pasado Cleopatra por la plaza conducida en silla de manos, y Antonio, luego que
la había visto, había marchado allá, dejando pendiente el juicio, y pendiente de
la silla de manos la había acompañado.
59
Se cree que la mayor parte de estas inculpaciones habían sido inventadas por
Calvisio. Los amigos de Antonio andaban por Roma haciendo ruegos al pueblo, y
enviaron a uno de ellos, que era Geminio, con el encargo de que hiciera presente
a Antonio no se descuidase y diera lugar a que se le despojara del mando y se le
declarara enemigo público de los Romanos. Pasó Geminio a la Grecia, y desde
luego se hizo sospechoso a Cleopatra de que iba ganado por Octavia. Era, por
tanto, continuamente escarnecido durante la cena y colocado en los puestos de
menos honor; pero él aguantaba, esperando la ocasión de poder hablar a Antonio,
hasta que, precisado en la misma cena para que dijese cuál era el objeto de su
viaje, respondió que lo demás que tenía que decir pedía estar cuerdo; pero que,
cuerdo o bebido, lo que sabía era que sería muy conveniente que Cleopatra se
marchase a Egipto. Enfadóse Antonio al oírlo; pero Cleopatra lo que dijo fue:
“Ha hecho muy bien Geminio en confesar la verdad sin que le dieran tormento.”
Geminio, pues, huyó de allí a pocos días y regresó a Roma. A otros muchos de los
amigos de Antonio echaron de allí los aduladores de Cleopatra, por no poder
aguantar sus insultos y provocaciones, siendo de este número Marco Silano y
Delio el Historiador. De éste se dice que temió además las asechanzas de
Cleopatra, dándole aviso Glauco el médico; y es que había picado a Cleopatra,
diciéndole en la cena que a ellos se les daba a beber vinagre, mientras Sarmento
bebía en Roma vino Falerno. Este Sarmento era un muchachito de los que servían
al entretenimiento de César, a los cuales los Romanos les llamaban delicias.
60
Cuando César se hubo preparado convenientemente, se decretó hacer la guerra a
Cleopatra y privar a Antonio de una autoridad que abandonaba a una mujer,
añadiendo que Antonio, emponzoñado con hierbas, ni siquiera era dueño de sí
mismo, y que los que les hacían la guerra eran Mardión el Eunuco, Potino, Eira,
peinadora de Cleopatra, y Carmión, por quiénes eran manejados la mayor parte de
los negocios de la comandancia general de Antonio. Dícese que precedieron a esta
guerra las señales siguientes: la ciudad de Pisauro, colonia establecida por
Antonio y situada sobre el Adriático, habiéndose hundido el suelo, desapareció.
Una de las estatuas de piedra de Antonio, puestas en la ciudad de Alba, se
cubrió por muchos días de sudor, del que no se vio libre aun cuando algunos
quisieron enjugarla. Hallándose el mismo Antonio en Patras, el templo de
Hércules fue abrasado de un rayo; en Atenas, el Baco de la Gigantomaquia,
arrancado del viento, fue llevado hasta el teatro; y es de advertir que, como
hemos dicho, Antonio se jactaba de pertenecer a Hércules por el linaje y a Baco
por la emulación de su tenor de vida, haciéndose llamar el nuevo Baco. El mismo
huracán soplando con igual violencia sobre los colosos de Éumenes y Átalo, que
eran llamados los Antonios, entre los demás, a ellos solos los derribó al suelo.
Llamábase asimismo Antonia la nave capitana de Cleopatra, y se notó en ella un
prodigio extraño, porque habían hecho nido unas golondrinas en la popa, y
habiendo venido otras, lanzaron a éstas, y les mataron los polluelos.
61
Cuando ya estaban próximos a dar principio a las hostilidades, las naves de
guerra de Antonio no bajaban de quinientas, en las que había muchas de ocho y de
diez órdenes, adornadas con mucho lujo y magnificencia, y su ejército se
componía de cien mil infantes y doce mil caballos. Los reyes que estaban a sus
órdenes y le auxiliaban eran Boco, rey de los Africanos; Tarcondemo, de la
Cilicia superior; Arquelao, de la Capadocia; de la Paflagonia, Filadelfo; de la
Comagena, Mitridates, y Sadalas, de la Tracia; éstos asistían a su lado. Polemón
envió tropas del Ponto; Maleo, de la Arabia; Herodes, de Judea, y también
Amintas, rey de los Licaonios y los Gálatas. Había venido asimismo auxilio del
rey de los Medos. César, de naves para combate tenía doscientas cincuenta, y su
ejército se componía de ochenta mil infantes y de otros tantos caballos como el
de los enemigos. Irnperaba Antonio desde el Éufrates y la Armenia hasta el Mar
Jonio y los Ilirios, y César, en todo el país situado desde los Ilirios hasta el
Océano occidental, y después, volviendo de éste hasta el mar de Toscana y de
Sicilia. Estaban además sujetas a César el África, la Italia, la Galia y la
España hasta la columna de Hércules, y las tierras desde Cirene hasta la Etiopía
a Antonio.
62
Estaba de tal modo pendiente de aquella mujer, que, siendo les fuerzas de tierra
aquellas en que considerablemente se aventajaba a su contrario, se decidió por
el combate naval a causa de Cleopatra; y eso que veía que por falta de marinería
arrebataban los capitanes de navío en la oprimida Grecia a los viajeros,
arrieros, segadores y a todo joven, y que ni aun así estaban bien tripuladas las
naves, y sólo con gran dificultad y trabajo se sostenían en el mar. César, que
con naves no equipadas por el aparato y la ostentación, sino ágiles, prontas y
bien provistas y tripuladas, ocupaba con su armada a Tarento y Brindis, envió a
decir a Antonio que no se perdiera tiempo, sino que viniera con todas sus
fuerzas; pues él proporcionaría a su armada radas y puerto contiguos, y con su
propio ejército se retiraría dentro de Italia la carrera de un caballo, hasta
que el mismo Antonio hubiera hecho su desembarco y acampándose con toda
seguridad. Antonio, contestando a una fanfarronada con otra, lo envió a
desafiar, sin embargo de que él era más viejo; y si esto no le acomodaba, le
proponía que combatieran en Farsalo con sus ejércitos, como antes lo habían
hecho César y Pompeyo. Adelantóse César, mientras Antonio se hallaba surto en
Accio en el sitio en que ahora está edificada Nicópolis, a pasar el Mar Jonio y
ocupar una aldea del Epiro, llamada Torine. Como esto suscitase grande revuelta
y alboroto entre las gentes de Antonio, porque su ejército estaba muy rezagado,
Cleopatra, haciendo de chistosa, dijo: “¿Qué mucho que haya esta revuelta, si
César se ha apoderado del cucharón?”
63
Antonio, habiéndose puesto en movimiento desde muy temprano las naves de los
enemigos, temeroso de que tomaran las suyas vacías de marinería, armó a los
remeros y los formó sobre cubierta precisamente para vista; y suspendiendo y
colocando los remos en forma de alas a uno y otro lado de las naves, las tuvo
puestas de proa en la boca del puerto de Accio, como si estuvieran bien
equipadas y preparadas para la defensa; César, engañado con esa estratagema, se
retiró. Parece que también obró con grande arte en interceptar el agua con
ciertas obras de fortificación, y privar así de ella a los enemigos, por no
tener sino poca y mala los pueblos del contorno. Trató asimismo con
consideración e indulgencia a Domicio, contra la voluntad de Cleopatra; porque
habiéndose embarcado éste estando ya con calentura en un barquichuelo, y
pasándose a César, Antonio lo llevó muy a mal, y, sin embargo, le envió todo su
equipaje, y juntamente sus amigos y esclavos; mas Domicio, arrepentido por lo
mismo de ver que su infidelidad y su traición eran notorias, se murió al punto
de pesar. Hubo igualmente defección en algunos reyes, como en Amintas y
Deyótaro, que se pasaron a César. Desengañado, por fin, Antonio de que la armada
no se hallaba, en estado de servir y de prestarle los prontos auxilios que
necesitaba, se creyó en la precisión de recurrir al ejército, y Canidio,
comandante de éste, también mudó de parecer cuando ya se estuvo en los momentos
de conflicto, aconsejando a Antonio que convenía despedir a Cleopatra y,
retirándose a la Tracia o a la Macedonia, dirimir con las fuerzas de tierra
aquella contienda. Porque Dísomes, rey de los Getas, ofrecía auxiliarle con
poderoso ejército, y no podría parecer mal que, habiéndose ejercitado César en
la guerra de Sicilia, le cediese en el mar, cuando por el contrario sería cosa
muy dura y muy necia que, siendo mayor la pericia de Antonio en los combates
terrestres, no hiciera uso de la fuerza y superioridad de su numerosa
infantería, repartiéndola y perdiéndola en las naves; mas con todo aun volvió a
prevalecer Cleopatra para que la guerra se terminara por medio de un combate
naval, poniendo ya la vista en la fuga, y ordenando sus cosas, no del modo en
que hubieran de ser más útiles para la victoria, sino en el que hubieran de
estar más prontas para el retiro si la acción se perdía. Había unos ramales que
desde el campamento iban a la armada, y por ellos acostumbraba Antonio a pasar
de una parte a otra sin recelo. Como dijese, pues, un esclavo a César que era
fácil echarle mano cuando fuese por los ramales, puso al efecto hombres
apostados, los cuales se condujeron de manera que, acelerándose un poco en la
operación, cogieron al que iba delante de Antonio, y él con gran dificultad pudo
librarse corriendo.
64
Resuelto al combate naval, quemó todas las demás naves egipcias, a excepción de
sesenta, y tripuló las mejores y de más porte, desde las de tres hasta las de
diez órdenes, embarcando en ellas veinte mil infantes y dos mil ballesteros.
Dícese que uno de aquellos infantes, hombre que era de los que hacían de guías
en la formación y que había sostenido muchos combates a las órdenes de Antonio,
teniendo su cuerpo pasado de heridas, exclamó en presencia de éste, y dijo:
“¿Por qué, ¡oh emperador!, desconfías de estas heridas y de esta espada, y pones
tus esperanzas en unos malos leños? Peleen en el mar los Egipcios y Fenicios;
pero a nosotros danos tierra, en la que estamos acostumbrados a mantenernos a
pie firme hasta morir o vencer a los enemigos.” Y que a esto nada respondió
Antonio, y sólo con la mano y el rostro pareció exhortarle a que tuviera buen
ánimo, y pasó de largo, no estando él mismo muy confiado; pues que queriendo los
capitanes de las naves dejar las velas, los precisó a embarcarlas y llevarlas,
diciendo que no se debía dejar escapar a ninguno de los enemigos que huyese.
65
En aquel día y en los tres siguientes, alterado el mar con un recio viento,
impidió el combate; pero al quinto, restituida la calma y la serenidad, se
prepararon a él. Tenían Antonio y Publícola el ala derecha; Celio, la izquierda,
y en el centro se hallaban Marco Octavio y Marco Insteyo. César dio a mandar el
ala izquierda a Agripa, tomando para sí la derecha. Formadas a la orilla del mar
unas y otras tropas de tierra, mandadas las de Antonio por Canidio y las de
César por Tauro, se estuvieron en reposo. De los generales, Antonio corría en
una falúa de una parte a otra, exhortando a los soldados o que por la pesadez de
sus naves pelearan firmes como en tierra, y dando orden, a los capitanes de los
buques de que, como si estuvieran sobre las anclas, así recibieran sin moverse
los choques de las contrarias, guardando la boca del puerto para no ser
envueltos. De César se dice que, dando también vuelta por las naves antes de
hacerse de día, se encontró con un hombre que conducía un borriquillo, y
habiéndole preguntado su nombre, como le conociese, le respondió: “Yo me llamo
Éutico, y el borriquillo Nicón”, por lo que, adornando después con los espolones
aquel lugar, puso en él las estatuas de bronce del hombre y del borrico.
Reconociendo lo que restaba de las escuadras, conducido para ello en una lancha
hasta volver a su ala derecha, se maravilló de ver a los enemigos inmóviles en
el estrecho; porque la vista era de naves que estaban aferradas en sus áncoras,
y habiendo estado largo rato en esta persuasión, detuvo las suyas, que aun se
hallaban a ocho estadios de distancia de las enemigas. Siendo la hora sexta y
levantándose algún viento de mar, mal hallados los caudillos de Antonio con la
detención, y confiados en la altura y mole de sus naves, con las que se tenían
por invencibles, movieron el ala izquierda. Alegróse César al verlo, y contuvo
aún su derecha, deseando que los enemigos se separaran más, fuera ya del golfo y
de aquellos estrechos, para meterse con sus naves prontas y ligeras por entre
aquellas que con su mole y falta de tripulación eran torpes y pesadas.
66
Cuando ya se trabó el combate y vinieron a las manos, no había choques ni
roturas de naves, porque las de Antonio, por su pesadez, no tenían ímpetu, que
es el que hace más poderosos los golpes de los espolones, y las de César, no
solamente se guardaban de ir a dar de proa contra unos espolones firmes y
agudos, sino que ni siquiera se atrevían a embestir a las contrarias por los
costados, porque las puntas de los suyos se rompían tan pronto como daban en
unas naves hechas de grandes maderos cuadrados, compaginados unos con otros con
abrazaderas de hierro. Era, pues, parecida esta pelea a un combate de tierra o,
por decirlo mejor, a un combate mural; porque tres o cuatro naves acometían a
una de Antonio, y usaban de chuzos, de lanzas, de alabardas y de hierros hechos
ascua, y los de Antonio lanzaban también con catapultas armas arrojadizas desde
torres de madera. Mas extendiendo Agripa la otra ala con el objeto de envolver a
los contrarios, precisado Publícola a hacer otro tanto, quedó desunido el
centro. Causó esto en él algún desorden, combatido como se hallaba por las naves
del Arruncio; cuando todavía la batalla era común y se mantenía indecisa, se vio
de repente a las sesenta naves de Cleopatra desplegar las velas para navegar y
huir por medio de los que combatían, porque estaban formadas a espaldas de las
naves grandes, y al partir tur- baron su formación. Mirábanlas los enemigos,
asombrados al ver que con viento favorable se dirigían hacia el Peloponeso.
Vióse allí claramente que Antonio no se condujo ni como general ni como hombre
que hiciera uso de su razón para dirigir los negocios, sino que hubo así como
quien dijo por juego que el alma del amante vive en un cuerpo ajeno; fue él
arrastrado por aquella mujer como si estuviera adherido y hecho una misma cosa
con ella; pues no bien hubo visto su nave en huída, cuando, olvidado de todo,
abandonando y dejando en el riesgo a los que por él peleaban y morían, se
trasladó a una galera de cinco órdenes, no llevando consigo más que a Alejandro,
Siro y a Escelio, y se fue en seguimiento de aquella perdida, que al fin había
de perderle.
67
Conocióle ésta, e hizo señal desde su nave, a la que alcanzó, y fue en ella
recibido: pero ni vio a Cleopatra ni se dejó ver de ella, sino que, pasando a la
proa, se sentó allí sin hablar palabra, apoyando la cabeza sobre entrambas
manos. Viéronse en esto buques ligeros de los de César que iban en su alcance, y
haciendo volver de proa su nave, consiguió que se retiraran los demás; pero el
lacedonio Euricles continuaba en acometerle con denuedo, blandiendo una lanza
desde la cubierta en actitud de arrojársela. Levantóse en esto Antonio, y
preguntando: “¿Quién es el que persigue a Antonio?”, le respondió aquel: “Yo soy
Euricles, hijo de Lácares, que, ayudado de la fortuna de César, vengo la muerte
de mi padre.” Había sido Lácares condenado por Antonio en causa de piratería a
ser decapitado. Con todo, no acometió Euricles a la nave de Antonio, sino que,
embistiendo con la bronceada punta a la otra de las naves capitanas, porque eran
dos, le hizo dar una vuelta en redondo, y habiendo caído de costado, la tomó,
así como a una de las otras, en que había alhajas de valor, de las que sirven al
uso cotidiano, Retirado éste, volvió Antonio a su anterior postura, y en ella
permaneció taciturno. Pasó tres días solo en la proa, o por enfado o por tener
vergüenza de presentarse a Cleopatra, y así arribó a Ténaro. Allí, las mujeres
que eran más de su confianza hicieron que primero se hablasen, y después que
comiesen y reposasen juntos. En tanto iban ya llegándoles muchos de los
transportes, y algunos de los amigos que escaparon de la derrota, los cuales les
informaban de que la escuadra se había perdido; pero creían que el ejército se
mantenía en pie. Envió Antonio mensajeros a Canidio con orden de que sin
dilación se retirara con el ejército por la Macedonia al Asia, y pensando en
dirigirse desde Ténaro al África, escogió uno de los transportes, cargado de
mucho dinero y de muchas alhajas de oro y plata de las de palacio, y lo dio a
sus amigos, diciéndoles que lo partieran y se pusieran en salvo. Resistíanse
éstos con clamores y llanto; pero consolándolos con la mayor bondad y afecto, e
interponiendo súplicas, al cabo los despidió, escribiendo a Teófilo, su
mayordomo residente en Corinto, para que les proporcionase seguridad y los
tuviese ocultos hasta que pudieran alcanzar clemencia de César. Era este Teófilo
padre de Hiparco, que alcanzó gran poder con Antonio, y fue el primero de sus
libertos que se pasó a César, el cual más adelante se fue a habitar a Corinto.
68
Esto en cuanto a Antonio. En Accio la armada resistió a César largo tiempo, y a
pesar de haber padecido mucho, a causa de una fuerte marejada que le hería por
la proa, no desistió hasta la hora décima. Los muertos no pasaron de cinco mil;
pero fueron tomadas trescientas naves, según lo notó el mismo César en sus
Comentarios. Pocos eran los que sabían haber huido Antonio; Y los que oían la
noticia, disputaban al principio con los que la daban, haciéndoseles increíble
que se hubiera marchado dejando diecinueve legiones de tropas no vencidas y doce
mil caballos, como si antes no hubiera experimentado muchas veces los reveses de
fortuna y no estuviera ejercitado en las vicisitudes de mil combates y batallas.
Los soldados conservaban con respecto a él deseo y esperanza, pareciéndoles que
iba a llegar de un momento a otro, y dieron pruebas de tal fidelidad y virtud,
que aun después de ser notoria su fuga, se le mantuvieron leales siete días, no
haciendo cuenta de los mensajes de César, hasta que, por último, habiendo huido
de noche el comandante Canidio y abandonado el campamento, viendo el desamparo
en que todos los dejaban y la traición que les habían hecho sus jefes, abrazaron
el partido del vencedor. Marchó enseguida César a Atenas y, reconciliándose con
los Griegos, repartió los víveres sobrantes de la guerra con las ciudades que se
hallaban en gran miseria, despojadas de sus haberes, de sus esclavos y de sus
ganados. Refería mi bisabuelo Nicarco que todos los ciudadanos habían sido
precisados a llevar sobre sus hombros la cantidad de trigo señalada hasta el mar
de Anticira, haciéndoles andar aprisa, a latigazos; y que de esta manera habían
hecho un viaje, y cuando ya estaba medido el trigo y todo dispuesto para hacer
el segundo, llegó la noticia de haber sido vencido Antonio; con lo que se había
salvado la ciudad, porque inmediatamente huyeron los comisionados y soldados de
Antonio, y los ciudadanos se repartieron el trigo.
69
Llegado Antonio al África, envió a Cleopatra al Egipto desde Paretonio, quedando
él en una grandísima soledad, contristado y errante con sólo dos amigos, el uno
griego, que era Aristócrates el Orador, y el otro romano, que era Lucilio; de
quien en otra parte hemos escrito que en Filipos, para facilitar la fuga de
Bruto, se entregó a sí mismo por éste a los que le perseguían. Salvóle entonces
Antonio, a quien fue siempre agradecido y fiel hasta los últimos momentos.
Cuando también le abandonó el que estaba encargado de las fuerzas que en África
tenía, intentó darse muerte; pero se lo impidieron sus amigos; conducido a
Alejandría, se halló con que Cleopatra había emprendido una obra grande y
extraordinaria. Porque intentó pasar a brazo la armada por el istmo que separa
el Mar Rojo del Mar de Egipto, y que se dice ser el término y aledaño entre el
Asia y el África por aquella parte en que es más estrechado de ambos mares, y
tiene menor latitud, que no es más quede trescientos estadios, y trasladando las
naves al golfo Arábigo con grandes caudales y toda especie de riqueza,
establecerse al otro lado, huyendo de la esclavitud y de la guerra. Mas por
haber sucedido que los habitantes de la Arabia llamada Pétrea dieron fuego a las
primeras naves que se pasaron y por estar Antonio en la creencia de que se
sostenía su ejército de Accio, dio de mano a la empresa, contentándose con
guardar las bocas del Nilo. Antonio, dejando la ciudad y la compañía de los
amigos, se dispuso una habitación en el mar junto al Faro por medio de una
calzada que se prolongaba mar adentro, y se fijó allí, separado del comercio de
los hombres, diciendo que elegía y se proponía imitar la vida de Timón, pues que
le había sucedido lo mismo que a éste; el cual, agraviado y mal correspondido de
sus amigos, había llegado a desconfiar de todos los hombres y a mirarlos con
aversión.
70
Timón era ateniense y vivió por el tiempo de la guerra del Peloponeso, como se
colige de las comedias de Aristófanes y Platón, pues en ellas es satirizado como
áspero y aborrecedor de los hombres. Huía todo encuentro y trato con ellos; pero
a Alcibíades, siendo todavía muy mocito y muy resuelto, le saludó y besó un día
con grande empeño; y como se admirase Apemanto y le preguntase la causa, le dijo
que amaba a aquel joven, porque veía que había de ser para los Atenienses causa
de muchos males. Si trataba con Apemanto solo, era porque se le asemejaba e
imitaba su tenor de vida; y con todo, en una ocasión, celebrándose la solemnidad
llamada Coes, comieron juntos los dos, y diciendo Apemanto: “¡Bello convite es
este nuestro, Timón!”, “Sí- le respondió éste-, si tú no te hallaras en él”.
Dícese que, hallándose los Atenienses en junta pública, subió un día a la
tribuna, y fue grande el silencio y expectación en que todos se pusieron por lo
extraño del suceso; y él les dijo: “Tengo un solar reducido, ¡oh Atenienses!, y
en él salió una higuera, en la que se han ahorcado muchos ciudadanos; teniendo,
pues, resuelto edificar en aquel sitio, me ha parecido prevenirlo en público,
para que si alguno de vosotros quiere ahorcarse, lo ejecute antes de arrancar la
higuera.” Murió, y fue enterrado en territorio de Hales, orilla del mar, y
habiéndose hundido ésta, cubrió el agua la sepultura y la hizo inaccesible a los
hombres. Había sobre ella esta inscripción: Yago aquí despedida el alma triste;
mi nombre no os diré, sí mi deseo: perezcáis malamente los malvados. Esta
inscripción se dice haberla hecho el mismo Timón; pero esta otra, que es la que
todos tienen de memoria, es de Calímaco: Timón el misántropo soy. ¿Qué guardas?
Maldíceme a tu gusto cuanto quieras sólo con que te quites de delante.
71
De lo mucho que de Timón podría decirse, nos ha parecido escoger esto poco. En
cuanto a Antonio, llegó el mismo Canidio a ser portador de la noticia de haberse
perdido el ejército de Accio; por otras partes supo que Herodes, rey de Judea,
que tenía algunas legiones y cohortes, se había pasado a César y que todos los
demás potentados le habían abandonado igualmente, sin que le hubiese quedado
nada fuera del Egipto. Mas no por esto se mostró alterado, sino que aun pareció
que se alegraba de deponer la esperanza, para deponer también el cuidado. Dejó
asimismo aquella habitación marítima, a que había dado el nombre de Timoneo, y
arrastrado por Cleopatra al palacio, hizo renacer en la ciudad el gusto a los
banquetes, el beber y a la distribución de donativos, con motivo de empadronar
entre los mozos al hijo de Cleopatra y César y de vestir la toga viril a su hijo
Antilo, tenido en Fulvia; pues con esta ocasión estuvo Alejandría entregada por
muchos días a los festines, francachelas y fiestas. Habían ya disuelto aquella
confraternidad que llamaban de la inimitable vida, e instituyeron otra que no
cedía a ésta en el lujo, en el regalo y en la suntuosidad, intitulándola la de
los que mueren juntos, porque se suscribían los amigos para morir a un tiempo y
lo pasaban alegremente en banquetes que se daban por turno. Cleopatra juntó
diferentes suertes de venenos mortales, y para probar el grado de dolor con que
cada uno ocasionaba la muerte los hizo propinar a los presos de causas
capitales; mas habiendo visto que los que eran prontos causaban la muerte
acompañados de dolores, y que los más benignos obraban con lentitud, quiso hacer
experiencia de los animales ponzoñosos, viendo ella por sí misma cuándo se
picaban unos a otros, lo que ejecutaba todos los días. Encontró, pues, que entre
todos sólo la picadura del áspid producía sin convulsiones ni sollozos un sopor
dulce y una especie de desmayo, en virtud del que, con un blando sudor del
rostro y amortiguamiento de los sentidos, perdían poco a poco la vida los que
habían sido picados, sin que fuera fácil despertarlos y hacerles volver en sí, a
manera de los que tienen un sueño profundo.
72
Enviaron de consuno embajadores a César, que se hallaba en el Asia: Cleopatra,
pidiendo que conservase a sus hijos el imperio en el Egipto, y Antonio, que le
permitiera vivir como particular, si en el Egipto no podía ser, en Atenas. No
teniendo amigos fieles de quienes valerse por los continuos abandonos y
defecciones, dieron este encargo al maestro de sus hijos, Eufronio; porque
Alexas Laodicense, que en Roma había hecho conocimiento con Antonio por medio de
Timágenes, siendo de los Griegos el de mayor influjo con aquel y el principal
instrumento de que se valía Cleopatra para tener embaucado a Antonio y quitarle
del todo del pensamiento a Octavia, enviado a Herodes para retraerle de la
deserción, se había mudado también, siendo traidor a Antonio, y confiado en
Herodes, se había atrevido por fin a presentarse a César. Mas de nada le valió
Herodes, porque puesto al punto en prisión por César, y conducido atado a su
patria, allí le hizo dar muerte. De este modo sufrió en vida de Antonio la pena
de su perfidia.
73
César no pudo sufrir los ruegos de Antonio; y en cuanto a Cleopatra, respondió
que no le faltaría en nada de lo que fuese razonable si daba muerte a Antonio o
le echaba de su lado: y le envió al mismo tiempo a Tirso, uno de sus libertos,
hombre que no carecía de talento y propio para inspirar confianza, hablando por
un nuevo caudillo a una mujer orgullosa y muy preciada de su belleza. Como se
detuviese en conversación con ella más que los otros, y recibiese mayores
obsequios, excitó sospechas en Antonio, quien, poniéndole mano, le hizo dar
azotes, y se lo remitió a César, escribiéndole que con su entonamiento y su
vanidad le había irritado, siendo ahora más irritable con sus males. “Y si tú-
añadía- no lo llevas en paciencia, ahí tienes a mi liberto Hiparco; cuélgale y
azótale para que estemos iguales”. Cleopatra, de resultas, para aquietarle en
sus quejas y sospechas, le obsequiaba todavía con mayor esmero; así es que,
habiendo celebrado su propio día natal sin pompa ni aparato, como a su presente
fortuna convenía, para festejar el de Antonio salió de medida en el esplendor y
el gasto; de manera que, habiendo venido pobres a la cena, muchos de los
convidados volvieron ricos. A César, en tanto, le llamaba Agripa a Roma,
escribiéndole continuas cartas, porque los negocios exigían su presencia.
74
Dilatóse, por tanto, entonces la guerra; pero luego que se pasó el invierno,
César marchó por la Siria, y sus generales por el África; y tomada la ciudad de
Pelusio, corrían voces de que Seleuco la había entregado, de acuerdo con
Cleopatra; mas ésta puso en manos de Antonio la mujer y los hijos de Seleuco
para que les diera muerte. Había hecho Cleopatra construir a continuación del
templo de Isis sepulcros y monumentos magníficos en su belleza y elevación, y a
ellos hizo llevar desde palacio las cosas de mayor valor: oro, plata,
esmeraldas, perlas, ébano, marfil y cinamomo, y con todo esto gran porción de
materias combustibles y estopas; con lo que, temeroso César de que aquella
mujer, en un momento de desesperación, destruyera y quemara toda aquella
riqueza, se esforzaba a darle continuamente lisonjeras esperanzas, según se iba
acercando con el ejército a la ciudad. Cuando ya estuvo en las inmediaciones del
circo, salió Antonio y peleó valerosamente, derrotando la caballería de César y
persiguiéndola hasta el campamento. Engreído con la victoria, se dirigió a
palacio y saludó amorosamente a Cleopatra, armado como estaba, presentándole el
soldado que más se había distinguido. Dióle Cleopatra en premio una coraza y un
morrión de oro, y habiéndolos recibido, en aquella misma noche se pasó a César.
75
Envió Antonio a César otro nuevo cartel de desafío; pero respondiendo éste que
Antonio tenía muchos caminos por donde ir a la muerte, reflexionando que ninguno
era preferible al de morir en una batalla, resolvió acometer por mar y por
tierra. Dícese que en la cena excitaba a los esclavos a que en comer y beber le
regalaran más opíparamente aquella noche; porque no se sabía si podrían
ejecutarlo al día siguiente, o si ya servirían a otros amos, y él estaría hecho
esqueleto y reducido a la nada. Como viese que al oír esto lloraban sus amigos,
les dijo que no los llevaría a una batalla en la que más bien iba a buscar una
muerte gloriosa que no salud y victoria. Se cuenta que en aquella noche, como al
medio de ella, cuando la ciudad estaba en el mayor silencio y consternación con
el temor y esperanza de lo que iba a suceder, se oyeron repentinamente los
acordados ecos de muchos instrumentos y gritería de una gran muchedumbre con
cantos y bailes satíricos, como si pasara una inquieta turba de bacantes: que
esta turba movió como de la mitad de la ciudad hacia la puerta por donde se iba
al campo enemigo, y que saliendo por ella, se desvaneció aquel tumulto, que
había sido muy grande. A los que dan valor a estas cosas les parece que fue una
señal dada a Antonio de que era abandonado por aquel Dios a quien hizo siempre
de parecerse, y en quien más particularmente confiaba.
76
Al amanecer, habiendo formado sus tropas de tierra en las alturas inmediatas a
la ciudad, se puso a mirar las naves que zarpaban del puerto, dirigiéndose hacia
las enemigas, y, esperando ver alguna acción importantee se paró; pero sus
gentes de mar, no bien estuvieron cerca, cuando saludaron a las de César con los
remos, al corresponderles éstas al saludo, se les pasaron, y la armada, reducida
ya a una sola con todas las naves, volvió las popas hacia la ciudad. Estaba
viéndolo Antonio, cuando también lo abandonó su caballería, pasándose a los
enemigos; y vencida su infantería, se retiró a la ciudad, diciendo a gritos que
había sido entregado por Cleopatra a aquellos mismos a quienes por ella hacía la
guerra. Temiendo Cleopatra su cólera y furor, se refugió al sepulcro, dejando
caer los rastrillos, asegurados con fuertes cadenas y cerrojos, y envió personas
que dijesen a Antonio quo había muerto. Creyólo éste, y diciéndose a sí mismo:
“¿En qué te detienes, Antonio”, la fortuna te ha quitado el único motivo que
podías tener para amar la vida”, entró en su habitación, y desatando y
quitándose la coraza: “¡Oh Cleopatra!exclamó-; no me duele el verme privado de
ti, porque ahora mismo vamos a juntarnos, sino el que, habiendo sido tan
acreditado capitán, me haya excedido en valor una mujer”. Tenía un esclavo muy
fiel, llamado Eros, del que mucho tiempo antes había exigido palabra de que le
había de quitar la vida si se lo dijese y entonces le pedía el cumplimiento de
esta promesa. Desenvainó él la espada y la levantó como para herir a Antonio;
pero, volviendo el rostro, se mató a sí mismo. Al caer a sus pies: “Muy bien-
exclamó Antonio, ¡oh Eros!, pues que no habiendo podido tú resolverte a ello, me
muestras lo que debo hacer”; y pasándose la espada por el vientre, se dejó caer
en el lecho. No, había sido la herida de las que causan la muerte al golpe; y
como se hubiese contenido la sangre luego que se acostó, recobrando algún tanto,
pedía a los que se hallaban presentes que lo acabaran de matar; mas ellos
huyeron de la habitación, por más que Antonio gritaba y se agitaba, hasta que
llegó de parte de Cleopatra su secretario Diomedes, con encargo de llevarle al
sepulcro donde aquella se hallaba.
77
Informado de que vivía, pidió con encarecimiento a los esclavos que le tomaran
en brazos, y así lo llevaron a las puertas de aquel edificio. Cleopatra no abrió
la puerta, sino que, asomándose por las ventanas, le echó cuerdas y sogas con
las que ataron a Antonio; ella tiraba de arriba con otras dos mujeres, que eran
las únicas que había llevado al sepulcro. Dicen los que presenciaron este
espectáculo haber sido el más miserable y lastimoso, porque le subían del modo
que referimos, bañado en sangre, moribundo, tendiendo las manos y teniendo en
ella clavados los ojos. Porque la obra no fue tampoco fácil para unas pobres
mujeres, sino que Cleopatra misma, alargando las manos y descolgando demasiado
el cuerpo, con dificultad pudo tomar el cordel, animándola y ayudándole los que
se hallaban abajo. Luego que le hubo recogido de esta manera y que le puso en el
lecho, rasgó sobre él sus vestiduras, se hirió y arañó el pecho con las manos, y
manchándose el rostro con su sangre, le llamaba su señor, su marido y su
emperador, pudiéndose decir que casi se olvidó de los propios males,
compadeciendo y lamentando los de Antonio. Hízola éste suspender el llanto, y
pidió le dieran un poco de vino, o porque tuviera sed, o esperando acabar así
más presto. Bebió, y la exhortó a que, si podía ser sin ignominia, pensara en
salvarse, poniendo de los amigos de César su mayor esperanza en Proculeyo; y en
cuanto a él, que no llorase por las mudanzas que acababa de experimentar, sino
que antes le tuviese por dichoso, a causa de los grandes bienes que había
disfrutado, pues había llegado a ser el más ilustre y de mayor poder entre los
hombres; y si entonces era vencido, lo era noblemente romano por romano.
78
En el momento mismo de expirar llegó Proculeyo de parte de César; pues luego que
Antonio, habiéndose herido mortalmente, fue llevado adonde se hallaba Cleopatra,
uno de los ministros que le asistían, llamado Derceteo, tomó y ocultó su espada,
y se fue corriendo a César, para ser el primero que le anunciase la muerte de
Antonio, mostrándole la espada ensangrentada. César, habiéndolo oído, se retiró
a lo más interior de su tienda y lloró por un hombre que era su deudo y su
colega, y con quien tanta comunidad había tenido de combates y de negocios.
Después, tomando las cartas y llamando a sus amigos, se las leyó para que viesen
que él le había escrito con moderación y justicia, y Antonio, en las respuestas,
siempre había estado insolente y altanero, y en seguida envió a Proculeyo con
orden de que hiciera cuanto le fuese posible para apoderarse de Cleopatra viva.
Porque, en primer lugar, temía por la pérdida de tanta riqueza, y en segundo,
creía que el conducir a Cleopatra realzaría mucho la gloria de su triunfo.
Resistióse, pues, ésta a que pudieran echarle mano; y el modo de hablarse en el
edificio en que se hallaba fue que, acercándose Proculeyo por la parte de afuera
a una puerta que estaba al piso, cerrada con la mayor seguridad, aunque de modo
que daba paso a la voz, por allí conferenciaron, reduciéndose la entrevista, de
parte de Cleopatra, a pedir el reino para sus hijos, y de parte de Proculeyo, a
exhortarla a tener buen ánimo y ponerse confiadamente, en manos de César.
79
Hecho cargo Proculeyo del sitio, dio parte de él a César, por quien fue enviado
Galo para que también le hablase, y dirigiéndose a las puertas, alargó de
intento su plática. En tanto, Proculeyo arrimó una escala a la ventana por donde
las mujeres habían subido a Antonio, y al punto bajó con dos servidores que
llevaba consigo a la misma puerta donde Cleopatra estaba en conversación con
Galo. A esta sazón, una de las mujeres encerradas con Cleopatra gritó:
“Desgraciada Cleopatra, te cogen viva”. Volvióse a esta voz, y habiendo visto a
Proculeyo, fue a darse muerte, porque llevaba ceñido un puñal de los que usan
los piratas; pero acudió corriendo Proculeyo, y teniéndola con ambas manos:
“Injurias- le dijo-¡oh Cleopatra! a ti y a César, quitando a éste la ocasión de
dar pruebas de su bondad, y calumniando al más benigno de los generales de
infiel e implacable”. Quitóle al mismo tiempo el puñal, y le sacudió la ropa por
si tenía oculto algún veneno. Fue también enviado de parte de César su liberto
Epafrodito, con encargo de poner la mayor diligencia en que se conservase en
vida y en todo lo demás se mostrase indulgente y condescendiente hasta lo sumo.
80
Encaminóse ya César a la ciudad, hablando con el filósofo Areo, a quien dio la
derecha, para que inmediatamente se hiciera visible a los ciudadanos y causara
admiración la distinción con que lo trataba. Entró después en el Gimnasio, y
subiendo a una tribuna que le habían formado, cuando todos estaban poseídos de
miedo y postrados por tierra, les mandó que se levantaran, asegurándoles que el
pueblo estaba perdonado de toda culpa, en primer lugar, por Alejandro su
fundador; en segundo, por la belleza y extensión de la ciudad, que le habían
admirado, y en tercero, por hacer aquella gracia a su amigo Areo. Tanto fue el
honor que alcanzó Areo de César, de quien obtuvo además el perdón para muchos;
siendo uno de ellos Filóstrato, el más hábil de los sofistas para hablar
extemporalmente, pero empeñado contra toda razón en ingerirse en la Academia;
por lo que, desaprobando César su conducta, no daba oídos a los ruegos; mas él,
dejando crecer su barba blanca y tomando el vestido negro, seguía por doquiera a
Areo, recitando este verso: Los que son sabios a los sabios salvan; y César,
cuando llegó a entenderlo, accedió por fin, más bien por libertar a Areo de
envidia que a Filóstrato de miedo.
81
De los hijos de Antonio, a Antilo, el tenido en Fulvia, le quitaron la vida,
habiendo sido entregado por su ayo Teodoro, y al cortarle los soldados la
cabeza, el ayo le quitó una piedra de mucho valor que llevaba al cuello y la
guardó en el ceñidor. Él lo negó; pero habiendo sido descubierto, fue puesto en
una cruz. Los hijos de Cleopatra, custodiados con los encargados de su crianza,
fueron tratados con decoro. A Cesarión, el que se decía haber tenido de César,
lo envió la madre con gran cantidad de riquezas a la India por la Etiopía; pero
su ayo Rodón, semejante a Teodoro, le hizo volver, engañándole con que César le
llamaba al reino. Deliberaba César acerca de él, y se refiere haberle dicho
Areo: No es la policesarie conveniente.
82
A éste le quitó más adelante la vida, después de la muerte de Cleopatra. Eran
muchos los reyes y generales que pedían el dar sepultura a Antonio; pero César
no quiso privar a Cleopatra de su cadáver; así es que ella le sepultó regia y
magníficamente por sus propias manos, habiéndosele permitido tomar al efecto
cuanto quiso. Mas del pesar y de los dolores, pues de resultas de los golpes que
se dio en el pecho se le inflamó éste y se le formaron llagas, se le levantó
calentura; ocasión de que ella se valió con gusto para ir cercenando el sustento
y acabar de este modo la vida. Tenía un médico de confianza, que era Olimpo, a
quien manifestó la verdad y de quien se valía como consejero y auxiliador para
su designio, como lo dijo el mismo Olimpo, habiendo publicado una historia de
estos sucesos: pero tuvo de ello sospecha César, y le hizo amenazas y miedo con
los hijos, con lo que como una batería la sujetó, y hubo de prestarse a que la
curaran y alimentaran del modo conveniente.
83
Aun pasó él mismo después de algunos días a visitarla y consolarla. Hallábase
acostada humildemente en el suelo, y al verle entrar, corrió en ropas menores y
se echó a sus pies, teniendo la cabeza y el rostro lastimosamente desaliñados,
trémula la voz y apagada la vista. Descubríase también la incomodidad que en el
pecho sufría, y en general se observaba que no se hallaba mejor de cuerpo que de
espíritu; sin embargo, la gracia y engreimiento de su belleza no se habían
apagado enteramente, sino que por en medio de aquel lastimoso estado penetraban
y resplandecían, mostrándose en los movimientos del rostro. Mandóle César que
volviera a acostarse, y habiéndose éste sentado cerca de ella, empezó a
disculparse con atribuir lo ocurrido a la necesidad y al miedo de Antonio; pero
contestándole y replicándole César a cada cosa, al punto recurrió a la compasión
y a los ruegos, como podría hacerlo quien estuviese muy apegado a la vida. Por
último, teniendo formada lista del cúmulo de sus riquezas, se la entregó; y como
Seleuco, uno de sus mayordomos, la acusase de que había quitado y ocultado
algunas cosas, corrió a él y, asiéndole de los cabellos, le dio muchas
bofetadas. Rióse de ello César, y procurando aquietarla: “¿No es cesa terrible,
¡oh César!- le dijo-, que habiéndote tú dignado venir a verme y hablarme en esta
situación, me acusen mis esclavos si he separado alguna friolera mujeril, no
ciertamente para el adorno de esta desgraciada, sino para tener con qué hacer
algún leve obsequio a Octavia y a tu Livia, y conseguir por este medio que me
seas más favorable y propicio?” Daba esto gran placer a César, por creer que
Cleopatra deseaba conservar la vida; diciéndole, pues, que se lo permitía y que
sería tratada en todo decorosamente, más de cuanto ella pudiera esperar, se
retiró contento, pensando ser engañador, cuando realmente era engañado.
84
De los amigos de César, era uno el joven Cornelio Dolabela, el cual se había
agradado de Cleopatra, y entonces, por hacerle este obsequio, condescendiendo
con sus ruegos, le participó reservadamente que César se disponía a marchar por
tierra por la Siria, y a ella y sus hijos tenía determinado enviarlos a Roma de
allí a tres días. Recibido este aviso, lo primero que hizo fue pedir a César que
le permitiera celebrar las exequias de Antonio, y habiéndoselo otorgado, marchó
al sepulcro, y dejándose caer sobre el túmulo con las dos mujeres de su
comitiva: “Amado Antonio- exclamó-, te sepulté poco ha con manos libres; pero
ahora te hago estas libaciones siendo sierva, y observada con guardias para que
no lastime con lloros y lamentos este cuerpo esclavo, que quieren reservar para
el triunfo que contra ti ha de celebrarse. No esperes ya otros honores que estas
exequias, a lo menos habiendo de dispensarlos Cleopatra. Vivos, nada hubo que
nos separara; pero en muerte, parece que quieren que cambiemos de lugares: tú,
romano, quedando aquí sepultado, y yo, infeliz de mí, en Italia, participando
sólo en esto de tu patria; pero si es alguno el poder y mando de los dioses de
ella, ya que los de aquí nos han hecho traición, no abandones viva a tu mujer,
ni mires con indiferencia que triunfen de ti en esta miserable, sino antes
ocúltame y sepúltame aquí contigo, pues que con verme agobiada de millares de
males, ninguno es para mí tan grande y tan terrible como este corto tiempo que
sin ti he vivido”.
85
Habiéndose lamentado de esta manera, coronó y saludó el túmulo, mandando luego
que le prepararan el baño. Bañóse, y haciéndose dar un gran banquete, estando en
él, vino del campo uno trayendo una cestita; y preguntándole los de la guardia
qué traía, abrió la cesta, quitó las hojas, e hizo ver que lo que contenía eran
higos. Como se maravillasen de lo grandes y hermosos que eran, echándose a reír
les dijo que tomasen, con lo que le creyeron y le mandaron que entrase. Después
del banquete, teniendo Cleopatra escrita y sellada una esquela, la mandó a
César, y dando orden de que todos se retiraran, a excepción de las dos mujeres,
cerró las puertas. Abrió César el billete, y viendo que lo que contenía eran
quejas y ruegos para que se le diese sepultura con Antonio, al punto comprendió
lo que estaba sucediendo; y aunque desde luego quiso marchar él mismo a darle
socorro, se contentó por entonces con enviar a toda prisa quien se informara;
pero el daño había sido muy pronto, pues por más que corrieron, se hallaron con
que los de la guardia nada habían sentido, y abriendo las puertas, vieron ya a
Cleopatra muerta en un lecho de oro, regiamente adornada. De las dos criadas, la
que se llamaba Eira estaba muerta a sus pies, y Carmión, ya vacilante y torpe,
le estaba poniendo la diadema que tenía en la cabeza. Díjole uno con enfado:
“Bellamente, Carmión”, y ella respondió: “Bellísimamente, y como convenía a la
que era de tantos reyes descendiente”; y sin hablar más palabra, cayó también
muerta junto al lecho.
86
Dícese que el áspid fue introducido en aquellos higos y tapado por encima con
las hojas, porque así lo había mandado Cleopatra, para que sin que ella lo
pensase le picase aquel reptil; pero que cuando le vio, habiendo tomado algunos
higos, dijo: “¡Hola, aquí estaba esto!”, y alargó el brazo desnudo a su
picadura. Otros sostienen que el áspid había estado guardado en una vasija, e
irritado y enfurecido por Cleopatra con un alfiler de oro, se le había agarrado
al brazo; pero nadie sabe la verdad de lo que pasó. Porque se dijo también que
había llevado consigo veneno en una navaja hueca, y la navaja escondida entre el
cabello. Mas ello es que no se notó mancha ni cardenal ninguno en su cuerpo, ni
otra señal de veneno; pero tampoco se vio aquel reptil dentro, y sólo se dijo
que se habían visto algunos vestigios de él en la orilla del mar, por la parte
del edificio que mira a éste y hacia donde tiene ventanas. Algunos dijeron
asimismo que en el brazo de Cleopatra se habían notado dos junturas sumamente
pequeñas y sutiles, a lo que parece dio crédito César, porque en el triunfo
llevó la estatua de Cleopatra con el áspid agarrado al brazo. Así es como se
dice haber pasado este suceso. César, aunque muy disgustado con la muerte de
Cleopatra, no pudo menos de admirar su grandeza de alma, y mandó que su cuerpo
fuera enterrado magnífica y ostentosamente con el del Antonio. Hízose también,
un honroso entierro a las esclavas por disposición del mismo César. Murió
Cleopatra a los treinta y nueve años de edad, de los cuales había reinado
veintidós, y había imperado al lado de Antonio mas de catorce. De Antonio dicen
unos que vivió cincuenta y seis años, y otros que cincuenta y tres. Sus estatuas
fueron derribadas: pero las de Cleopatra se conservaron en su lugar, por haber
dado Arquibio, su amigo, mil talentos a César, a fin de que no tuvieran igual
suerte que las de Antonio.
87
Dejó Antonio de tres mujeres siete hijos, de los cuales a sólo Atilo, que era el
mayor, hizo dar muerte César. De los demás se encargó Octavia, y los crió con
los suyos propios; y a Cleopatra, tenida en Cleopatra, la casó con Juba, el más
culto de todos los reyes: a Antonio, hijo de Fulvia, lo hizo tan grande, que
para con César el primer lugar lo tenía Agripa; el segundo, los hijos de Libia,
y el tercero, parecía ser, y era realmente, de Antonio. Teniendo Octavia de
Marcelo dos hijas y un hijo del mismo nombre, a éste lo hizo César hijo y yerno
a un tiempo, y de las hijas dio la una en matrimonio a Agripa. Murió Marcelo muy
poco después de este matrimonio, y no viéndose disposición de que entre los
otros amigos suyos eligiera César yerno de su confianza, le hizo presente
Octavia que sería lo mejor casase Agripa con la hija de César, dejando la suya.
Abrazando primero el pensamiento César, y después Agripa, recogió Octavia su
hija y la casó con Antonio, y Agripa casó con la de César. Habiendo quedado dos
hijas de Antonio y Octavia, tomó en mujer la una Domicio Enobarbo, y la otra,
llamada Antonia, muy celebrada por su honestidad y belleza, Druso, hijo de Livia
y entenado de César. De este matrimonio fueron hijos Germánico y Claudio, de los
cuales éste fue emperador más adelante. De los hijos de Germánico, a Gayo,
habiendo imperado infamemente por corto tiempo, le dieron muerte, juntamente con
su hija y su mujer. Agripina, que de Enobarbo tuvo en hijo a Lucio Domicio, casó
en segundas nupcias con Claudio César; y habiendo éste adoptado al hijo que
aquella tenía, le llamó Nerón Germánico, el cual, habiendo imperado en nuestro
tiempo, dio muerte a su propia madre, y estuvo en muy poco que por necedad y
locura no acabase con el imperio romano, habiendo sido el quinto desde Antonio,
según el orden de la sucesión.
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Vidas
paralelas Plutarco