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Habiéndonos propuesto escribir en este libro la vida de Alejandro y la de César, el que venció a Pompeyo, por la muchedumbre de hazañas de uno y otro, una sola cosa advertimos y rogamos a los lectores, y es que si no las referimos todas, ni aun nos detenemos con demasiada prolijidad en cada una de las más celebradas, sino que cortamos y suprimimos una gran parte, no por esto nos censuren y reprendan. Porque no escribimos historias, sino vidas; ni es en las acciones más ruidosas en las que se manifiestan la virtud o el vicio, sino que muchas veces un hecho de un momento, un dicho agudo y una niñería sirven más para pintar un carácter que batallas en que mueren millares de hombres, numerosos ejércitos y sitios de ciudades. Por tanto, así como los pintores toman para retratar las semejanzas del rostro y aquellas facciones en que más se manifiesta la índole y el carácter, cuidándose poco de todo lo demás, de la misma manera debe a nosotros concedérsenos el que atendamos más a los indicios del ánimo, y que por ellos dibujemos la vida de cada uno, dejando a otros los hechos de grande aparato y los combates.
Que Alejandro era por parte de padre Heraclida, descendiente de Carano, y que era Eácida por parte de madre, trayendo origen de Neoptólemo, son cosas en que generalmente convienen todos. Dícese que iniciado Filipo en Samotracia juntamente con Olimpia, siendo todavía joven, se enamoró de ésta, que era niña huérfana de padre y madre, y que se concertó su matrimonio tratándolo con el hermano de ella, llamado Arimbas. Le pareció a la esposa que antes de la noche en que se reunieron en el tálamo nupcial, habiendo tronado, le cayó un rayo en el vientre, y que de golpe se encendió mucho fuego, el cual, dividiéndose después en llamas, que se esparcieron por todas partes, se disipó. Filipo, algún tiempo después de celebrado el matrimonio, tuvo un sueño, en el que le pareció que sellaba el vientre de su mujer, y que el sello tenía grabada, la imagen de un león. Los demás adivinos no creían que aquella visión significase otra cosa sino que Filipo necesitaba una vigilancia más atenta en su matrimonio; pero Aristandro de Telmeso dijo que aquello significaba estar Olimpia encinta, pues lo que está vacío no se sella, y que lo estaba de un niño valeroso y parecido en su índole a los leones. Vióse también un dragón, que estando dormida Olimpia se le enredó al cuerpo, de donde provino, dicen, que se amortiguase el amor y cariño de Filipo, que escaseaba el reposar con ella; bien fuera por temer que usara de algunos encantamientos y maleficios contra él, o bien porque tuviera reparo en dormir con una mujer que se había ayuntado con un ser de naturaleza superior. Todavía corre otra historia acerca de estas cosas, y es que todas las mujeres de aquel país, de tiempo muy antiguo, estaban iniciadas en los Misterios Órficos y en las orgías de Baco; y siendo apellidadas Clodones y Mimalones, hacían cosas muy parecidas a las que ejecutan las Edónides y las Tracias, habitantes del monte Hemo; de donde habían provenido el que el verbo se aplicase a significar sacrificios abundantes y llevados al exceso. Pues ahora Olimpia, que imitaba más que las otras este fanatismo y las excedía en el entusiasmo de tales fiestas, llevaba en las juntas báquicas unas serpientes grandes domesticadas por ella, las cuales, saliéndose muchas veces de la hiedra y de la zaranda mística, y enroscándose en los tirsos y en las coronas, asustaban a los concurrentes.
Dícese, sin embargo, que, habiendo enviado Filipo a Querón el Megalopolitano a Delfos después del sueño, le trajo del dios un oráculo, por el que le prescribía que sacrificara a Amón y le venerara con especialidad entre los dioses; y es también fama que perdió un ojo por haber visto, aplicándose a una rendija de la puerta, que el dios se solazaba con su mujer en forma de dragón. De Olimpia refiere Eratóstenes que al despedir a Alejandro, en ocasión de marchar al ejército, le descubrió a él sólo el arcano de su nacimiento, y le encargó que se portara de un modo digno de su origen; pero otros aseguran que siempre miró con horror semejante fábula, diciendo: “¿Será posible que Alejandro no deje de calumniarme ante Hera?” Nació, pues, Alejandro en el mes Hecatombeón, al que llamaban los Macedonios Loo, en el día sexto, el mismo en que se abrasó el templo de Ártemis de Éfeso, lo que dio ocasión a Hegesias el Magnesio para usar de un chiste que hubiera podido por su frialdad apagar aquel incendio: porque dijo que no era extraño haberse quemado el templo estando Ártemis ocupada en asistir el nacimiento de Alejandro. Todos cuantos magos se hallaron a la sazón en Éfeso, teniendo el Suceso del templo por indicio de otro mal, corrían lastimándose los rostros y diciendo a voces que aquel día había producido otra gran desventura para el Asia. Acababa Filipo de tomar a Potidea, cuando a un tiempo recibió tres noticias: que había vencido a los Ilirios en una gran batalla por medio de Parmenión, que en los Juegos Olímpicos había vencido con caballo de montar, y que había nacido Alejandro. Estaba regocijado con ellas, como era natural, y los adivinos acrecentaron todavía más su alegría manifestándole que aquel niño nacido entre tres victorias sería invencible.
Las estatuas que con más exactitud representan la imagen de su cuerpo son las de Lisipo, que era el único por quien quería ser retratado; porque este artista figuró con la mayor viveza aquella ligera inclinación del cuello al lado izquierdo y aquella flexibilidad de ojos que con tanto cuidado procuraron imitar después muchos de sus sucesores y de sus amigos. Apeles, al pintarle con el rayo, no imitó bien el color, porque lo hizo más moreno y encendido, siendo blanco, según dicen, con una blancura sonrosada, principalmente en el pecho y en el rostro. Su cutis espiraba fragancia, y su boca y su carne toda despedían el mejor olor, el que penetraba su ropa, si hemos de creer lo que leemos en los Comentarios de Aristóxeno. La causa podía ser la complexión de su cuerpo, que era ardiente y fogosa, porque el buen olor nace de la cocción de los humores por medio del calor según opinión de Teofrasto; por lo cual los lugares secos y ardientes de la tierra son los que producen en mayor cantidad los más suaves aromas; y es que el sol disipa la humedad de la superficie de los cuerpos, que es la materia de toda corrupción; y a Alejandro, lo ardiente de su complexión le hizo, según parece bebedor y de grandes alientos. Siendo todavía muy joven se manifestó ya su continencia: pues con ser para todo lo demás arrojado y vehemente, en cuanto a los placeres corporales era poco sensible y los usaba con gran sobriedad, cuando su ambición mostró desde luego una osadía y una magnanimidad superiores a sus años. Porque no toda gloria le agradaba, ni todos los principios de ella, como a Filipo, que, cual si fuera un sofista, hacía gala de saber hablar elegantemente, y que grababa en sus monedas las victorias que en Olimpia había alcanzado en carro, sino que a los de su familia que le hicieron proposición de si quería aspirar al premio en el estadio -porque era sumamente ligero para la carrera- les respondió que sólo en el caso de haber de tener reyes por competidores. En general parece que era muy indiferente a toda especie de combates atléticos, pues que, costeando muchos certámenes de trágicos, de flautistas, de citaristas, y aun los de los rapsodistas o recitadores de las poesías de Homero, y dando simulacros de cacerías de todo género y juegos de esgrima, jamás de su voluntad propuso premio del pugilato o del pancracio.
Tuvo que recibir y obsequiar, hallándose ausente Filipo, a unos embajadores que vinieron de parte del rey de Persia, y se les hizo tan amigo con su buen trato, y con no hacerles ninguna pregunta infantil o que pudiera parecer frívola, sino sobre la distancia de unos lugares a otros, sobre el modo de viajar, sobre el rey mismo, y cuál era su disposición para con los enemigos y cuál la fuerza y poder de los Persas, que se quedaron admirados, y no tuvieron en nada la celebrada sagacidad de Filipo, comparada con los conatos y pensamientos elevados del hijo. Cuantas veces venía noticia de que Filipo había tomado alguna ciudad ilustre o había vencido en alguna memorable batalla, no se mostraba alegre al oírla, sino que solía decir a los de su edad: “¿Será posible, amigos, que mi padre se anticipe a tomarlo todo y no nos deje a nosotros nada brillante y glorioso en que podamos acreditarnos?” Pues que no codiciando placeres ni riquezas, sino sólo mérito y gloria, le parecía que cuanto más le dejara ganado el padre menos le quedarla a él que vencer: y creyendo por lo mismo que en cuanto se aumentaba el Estado, en otro tanto decrecían sus futuras hazañas, lo que deseaba era, no riquezas, ni regalos, ni placeres, sino un imperio que le ofreciera combates, guerras y acrecentamientos de gloria. Eran muchos, como se deja conocer, los destinados a su asistencia, con los nombres de nutricios, ayos y maestros, a todos los cuales presidía Leónidas, varón austero en sus costumbres y pariente de Olimpíade; pero como no gustase de la denominación de ayo, sin embargo de significar una ocupación honesta y recomendable, era llamado por todos los demás, a causa de su dignidad y parentesco, nutricio y director de Alejandro; y el que tenía todo el aire y aparato de ayo era Lisímaco, natural de Acarnania; el cual, a pesar de que consistía toda su crianza en darse a sí mismo el nombre de Fénix, a Alejandro el de Aquiles y a Filipo el de Peleo, agradaba mucho con esta simpleza, y tenía el segundo lugar.
Trajo un Tésalo llamado Filonico el caballo Bucéfalo para venderlo a Filipo en trece talentos, y, habiendo bajado a un descampado para probarlo, pareció áspero y enteramente indómito, sin admitir jinete ni sufrir la voz de ninguno de los que acompañaban a Filipo, sino que a todos se les ponía de manos. Desagradóle a Filipo, y dio orden de que se lo llevaran por ser fiero e indócil; pero Alejandro, que se hallaba presente: “¡Qué caballo pierden -dijo-, sólo por no tener conocimiento ni resolución para manejarle!” Filipo al principio calló; mas habiéndolo repetido, lastimándose de ello muchas veces: “Increpas -le replicó- a los que tienen más años que tú, como si supieras o pudieras manejar mejor el caballo”; a lo que contestó: “Este ya se ve que lo manejaré mejor que nadie”. “Si no salieres con tu intento -continuó el padre- ¿cuál ha de ser la pena de tu temeridad?” “Por Júpiter - dijo-, pagaré el precio del caballo”. Echáronse a reír, y, convenidos en la cantidad, marchó al punto adonde estaba el caballo, tomóle por las riendas y, volviéndole, le puso frente al sol, pensando, según parece, que el caballo, por ver su sombra, que caía y se movía junto a sí, era por lo que se inquietaba. Pasóle después la mano y le halagó por un momento, y viendo que tenía fuego y bríos, se quitó poco a poco el manto, arrojándolo al suelo, y de un salto montó en él sin dificultad. Tiró un poco al principio del freno, y sin castigarle ni aun tocarle le hizo estarse quedo. Cuando ya vio que no ofrecía riesgo, aunque hervía por correr, le dio rienda y le agitó usando de voz fuerte y aplicándole los talones. Filipo y los que con él estaban tuvieron al principio mucho cuidado y se quedaron en silencio; pero cuando le dio la vuelta con facilidad y soltura, mostrándose contento y alegre, todos los demás prorrumpieron en voces de aclamación; mas del padre se refiere que lloró de gozo, y que besándole en la cabeza luego que se apeó: “Busca, hijo mío -le dijo-, un reino igual a ti, porque en la Macedonia no cabes”.
Observando que era de carácter poco flexible y de los que no pueden ser llevados por la fuerza, pero que con la razón y el discurso se le conducía fácilmente a lo que era decoroso y justo, por sí mismo procuró más bien persuadirle que mandarle; y no teniendo bastante confianza en los maestros de música y de las demás habilidades comunes para que pudieran instruirle y formarle, por exigir esto mayor inteligencia y ser, según aquella expresión de Sófocles, Obra de mucho freno y mucha maña, envió a llamar el filósofo de más fama y más extensos conocimientos, que era Aristóteles, al que dio un honroso y conveniente premio de su enseñanza, porque reedificó de nuevo la ciudad de Estagira, de donde era natural Aristóteles, que el mismo Filipo había asolado, y restituyó a ella a los antiguos ciudadanos, fugitivos o esclavos. Concedióles para escuela y para sus ejercicios el lugar consagrado a las Ninfas, inmediato a Mieza, donde aun ahora muestran los asientos de piedra de Aristóteles y sus paseos defendidos del sol. Parece que Alejandro no sólo aprendió la ética y la política, sino que tomó también conocimiento de aquellas enseñanzas graves reservadas, a las que los filósofos llaman, con nombres técnicos, acroamáticas y epópticas, y que no comunican a la muchedumbre. Porque habiendo entendido después de haber pasado ya al Asia que Aristóteles había publicado en sus libros algunas de estas doctrinas, le escribió, hablándole con desenfado sobre la materia, una carta de que es copia la siguiente. “Alejandro a Aristóteles, felicidad. No has hecho bien en publicar las doctrinas acroamáticas; porque ¿en qué nos diferenciamos de los demás, si las ciencias en que nos has instruido han de ser comunes a todos? Pues yo más quiero sobresalir en los conocimientos útiles y honestos que en el poder. “Dios te guarde”. Aristóteles, para acallar esta noble ambición, se defendió acerca de estas doctrinas diciendo que no debía tenerlas por divulgadas, aunque las había publicado, pues en realidad sus tratados de Metafísica no eran útiles para aprender e instruirse, por haberlo escrito desde luego para servir como de índice o recuerdo a los ya adoctrinados.
Tengo por cierto haber sido también Aristóteles quien principalmente inspiró a Alejandro su afición a la Medicina, pues no sólo se dedicó a la teórica, sino que asistía a sus amigos enfermos y les prescribía el régimen y medicinas convenientes, como se puede inferir de sus cartas. En general, era naturalmente inclinado a las letras, a aprender y a leer; y como tuviese a la Ilíada por guía de la doctrina militar, y aun le diese este nombre, tomó corregida de mano de Aristóteles la copia que se llamaba La Ilíada de la caja, la que, con la espada, ponía siempre debajo de la cabecera, según escribe Onesícrito. No abundaban los libros en Macedonia, por lo que dio orden a Hárpalo para que los enviase; y le envió los libros de Filisto, muchas copias de las tragedias de Eurípides, de Sófocles y de Esquilo, y los ditirambos de Telestes y de Filóxeno. Al principio admiraba a Aristóteles y le tenía, según decía él mismo, no menos amor que a su padre, pues si del uno había recibido el vivir, del otro el vivir bien; pero al cabo de tiempo tuvo ciertos recelos de él, no hasta el punto de ofenderle en nada, sino que el no tener ya sus obsequios el calor y la viveza que antes daba muestras de aquella indisposición. Sin embargo, el amor y deseo de la filosofía que aquel le infundió ya no se borró nunca de su alma, como lo atestiguan el honor que dispensó a Anaxarco, los cincuenta talentos enviados a Jenócrates y el amparo que en él hallaron Dandamis y Calano.
Hacía Filipo la guerra a los Bizantinos cuando Alejandro no tenía más que diez y seis años, y habiendo quedado en Macedonia con el gobierno y con el sello de él, sometió a los Medos, que se habían rebelado; tomóles la capital, de la que arrojó a los bárbaros, y repoblándola con gentes de diferentes países le dio el nombre de Alejandrópolis. En Queronea concurrió a la batalla dada contra los Griegos, y se dice haber sido el primero que acometió a la cohorte sagrada de los Tebanos; todavía en nuestro tiempo se muestra a orillas del Cefiso una encina antigua llamada de Alejandro, junto a la cual tuvo su tienda, y allí cerca está el cementerio de los Macedonios. Filipo, con estos hechos, amaba extraordinariamente al hijo, tanto, que se alegraba de que los Macedonios llamaran rey a Alejandro y general a Filipo; pero las inquietudes que sobrevinieron en la casa con motivo de los amores y los matrimonios de éste, haciendo en cierta manera que enfermara el reino a la par de la unión conyugal, produjeron muchas quejas y grandes desavenencias, las que hacía mayores el mal genio de Olimpíade, mujer suspicaz y colérica, que procuraba acalorar a Alejandro. Hízolas subir de punto Átalo en las bodas de Cleopatra, doncella con quien se casó Filipo, enamorado de ella fuera de su edad. Átalo era tío de ésta, y, embriagado, en medio de los brindis exhortaba a los Macedonios a que pidieran a los dioses les concedieran de Filipo y Cleopatra un sucesor legítimo del reino. Irritado con esto Alejandro: “¿Pues que -le dijo-, mala cabeza, te parece que yo soy bastardo?”; y le tiró con la taza. Levantáse Filipo contra él, desenvainando la espada; pero, por fortuna de ambos, con la cólera y el vino se le fue el pie y cayó; y entonces Alejandro exclamó con insulto: “Este es ¡Oh Macedonios! el hombre que se preparaba para pasar de la Europa al Asia, y pasando ahora de un escaño a otro ha venido al suelo”. De resulta de esta indecente reyerta, tomando consigo a Olimpíade y estableciéndola en el Epiro, él se fue a habitar en Iliria. En esto, Demarato de Corinto, que era huésped de la casa y hombre franco, pasó a ver a Filipo, y como después de los abrazos y primeros obsequios le preguntase éste cómo en punto a concordia se hallaban los Griegos unos con otros: “Pues es cierto -le contestó- que te está a ti bien ¡oh Filipo! el mostrar ese cuidado por la Grecia, cuando has llenado tu propia casa de turbación y de males”. Vuelto en sí Filipo con esta advertencia, envió a llamar a Alejandro y consiguió atraerle por medio de las persuasiones de Demarato.
Sucedió a poco que Pexodoro, sátrapa de Caria, con la mira de ganarse la alianza de Filipo contrayendo deudo con él, pensó dar en matrimonio su hija mayor a Arrideo, hijo de Filipo, para lo que envió a Aristócrito a Macedonia; con este motivo intervinieron nuevas hablillas y nuevas calumnias de los amigos y de la madre con Alejandro, achacando a Filipo que con estos brillantes enlaces y estos apoyos trataba de preparar para el trono a Arrideo. Incomodado Alejandro, envía a Caria por su parte a Tésalo, actor de tragedias, con el encargo de proponer a Pexodoro que, dejando a un lado el del bastardo y no muy avisado, traslade el enlace a él mismo, lo que acomodó mucho más a Pexodoro que el primer proyecto; pero habiéndolo entendido Filipo, se fue a la habitación de Alejandro, y haciendo convocar a Filotas, hijo de Parmenión, uno de sus más íntimos amigos, a presencia de éste le increpó violentamente y le reconvino con aspereza sobre que se mostraba hombre ruin e indigno de los bienes que su condición le ofrecía si tenía por conveniencia ser yerno de un hombre de Caria, que, en suma, era un esclavo. Escribió, además, a los Corintios para que a Tésalo se lo remitiesen con prisiones, y de los demás amigos de Alejandro desterró de Macedonia a Hárpalo y a Nearco, a Frigio y a Tolomeo, a los cuales restituyó después Alejandro y los tuvo en el mayor honor y aprecio. Luego, cuando Pausanias, afrentado por disposición de Átalo y Cleopatra, no pudo obtener justicia, y con este motivo dio muerte a Filipo, la culpa se cargó principalmente a Olimpíade, atribuyéndole que había incitado y acalorado a aquel joven herido de su ofensa, y aun alcanzó algo de esta acusación a Alejandro: pues se dice que encontrándole Pausanias después de la injuria, y lamentándose de ella, le recitó aquel yambo de la Medea: Al que la dio, al esposo y a la esposa. Con todo, persiguiendo y buscando diligentemente a todos los socios de aquel crimen, los castigó, y porque Olimpíade, en ausencia suya, trató cruelmente a Cleopatra, se mostró ofendido y lo llevó muy a mal.
Tenía veinte años cuando se encargó del reino, combatido por todas partes de la envidia y de terribles odios y peligros, porque los bárbaros de las naciones vecinas no podían sufrir la esclavitud y suspiraban por sus antiguos reyes; y en cuanto a la Grecia, aunque Filipo la había sojuzgado por las armas, apenas había tenido tiempo para domarla y amansarla; pues no habiendo hecho más que variar y alterar sus cosas, las había dejado en gran inquietud y desorden por la novedad y falta de costumbre. Temían los Macedonios este estado de los negocios, y eran de opinión de que respecto de la Grecia debía levantarse enteramente la mano, sin tomar el menor empeño, y de que a los bárbaros que se habían rebelado se les atrajese con blandura, aplicando remedio a los principios de aquel trastorno; pero Alejandro, pensando de un modo enteramente opuesto, se decidió a adquirir la seguridad y la salud con la osadía y la entereza, pues que si se viese que decaía de ánimo en lo más mínimo todos vendrían a cargar sobre él. Por tanto, a las rebeliones y guerras de los bárbaros les puso prontamente término, corriendo con su ejército hasta el Istro, y en una gran batalla venció a Sirmo, rey de los Tribalos. Como hubiese sabido que se habían sublevado los Tebanos y que estaban de acuerdo con los Atenienses, queriendo acreditarse de hombre, al punto marchó, con sus fuerzas por las Termópilas, diciendo que pues Demóstenes le había llamado niño mientras estuvo entre los Ilirios y Tribalos, y muchacho después en Tesalia, quería hacerle ver ante los muros de Atenas que ya era hombre. Situado, pues, delante de Tebas dándoles tiempo para arrepentirse de lo pasado, reclamó a Fénix y Prótites, y mandó echar pregón ofreciendo impunidad a los que mudaran de propósito; pero reclamando de él a su vez los Tebanos a Filotas y Antípatro, y echando el pregón de que los que quisieran la libertad de la Grecia se unieran con ellos, dispuso sus Macedonios a la guerra. Pelearon los Tebanos con un valor y un arrojo superiores a sus fuerzas, pues venían a ser uno para muchos enemigos; pero habiendo desamparado la ciudadela llamada Cadmea las tropas macedonias que la guarnecían, cayeron sobre ellos por la espalda, y, envueltos, perecieron los más en este último punto de la batalla. Tomó la ciudad, la entregó al saqueo y la asoló, principalmente por esperar que, asombrados e intimidados los Griegos con semejante calamidad, no volvieran a rebullirse; pero también quiso dar a entender que en esto se había prestado a las quejas de los aliados: porque los Focenses y Plateenses acusaban a los Tebanos. Hizo, pues, salir a los sacerdotes, a todos los huéspedes de los Macedoníos, a los descendientes de Píndaro y a los que se habían opuesto a los que decretaron la sublevación: a todos los demás los puso en venta, que fueron como unos treinta mil hombres, siendo más de seis mil los que murieron en el combate.
En medio de los muchos y terribles males que afligieron a aquella desgraciada ciudad, algunos Tracios quebrantaron la casa de Timoclea, mujer principal y de ordenada conducta, y mientras los demás saqueaban los bienes, el jefe, después de haber insultado y hecho violencia al ama, le preguntó si había ocultado plata u oro en alguna parte. Confesóle que sí, y llevándole sólo al huerto le mostró el pozo, diciendo que al tomarse la ciudad había arrojado allí lo más precioso de su caudal. Acercóse el Tracio, y cuando se puso a reconocer el pozo, habiéndosele aquélla puesto detrás, le arrojó, y echándole encima muchas piedras acabó con él. Lleváronla los Tracios atada ante Alejandro, y desde luego que se presentó pareció una persona respetable y animosa, pues seguía a los que la conducían sin dar la menor muestra de temor o sobresalto. Después, preguntándole el Rey quién era, respondió ser hermana de Teágenes, el que había peleado contra Filipo por la libertad de los Griegos y había muerto de general en la batalla de Queronea. Admirado, pues, Alejandro de su respuesta y de lo que había ejecutado, la dejó en libertad a ella y a sus hijos.
A los Atenienses los admitió a reconciliación, aun en medio de haber hecho grandes demostraciones de sentimiento por el infortunio de Tebas; pues teniendo entre manos la fiesta de los Misterios, la dejaron por aquel duelo, y a los que se refugiaron en Atenas les prestaron todos los oficios de humanidad; mas con todo, bien fuese por haber saciado ya su cólera, como los leones, o bien porque quisiese oponer un acto de clemencia a otro de suma crueldad y aspereza, no sólo los indultó de todo cargo, sino que los exhortó a que atendiesen al buen orden de la ciudad, como que había de tomar el imperio de la Grecia, si a él le sobrevenía alguna desgracia, y de allí en adelante se dice que le causaba sumo disgusto aquella calamidad de los Tebanos, por lo que se mostró muy benigno con los demás pueblos; y lo ocurrido con Clito entre los brindis de un festín, y la cobardía en la India de los Macedonios, por la que en cuanto estuvo de su parte dejaron incompleta su expedición y su gloria, fueron cosas que las atribuyó siempre a ira y venganza de Baco. Por fin, de los Tebanos que quedaron con vida, ninguno se le acercó a pedirle alguna cosa que no saliera bien despachado; y esto es lo que hay que referir sobre la toma de Tebas.
Congregados los Griegos en el Istmo, decretaron marchar con Alejandro a la guerra contra la Persia, nombrándole general; y como fuesen muchos los hombres de Estado y los filósofos que le visitaban y le daban el parabién, esperaba que haría otro tanto Diógenes el de Sinope, que residía en Corinto. Mas éste ninguna cuenta hizo de Alejandro, sino que pasaba tranquilamente su vida en el barrio llamado Craneo, y así, hubo de pasar Alejandro a verle. Hallábase casualmente tendido al sol, y habiéndose incorporado un poco a la llegada de tantos personajes, fijó la vista en Alejandro. Saludóle éste, y preguntándole en seguida si se le ofrecía alguna cosa, “Muy poco -le respondió-; que te quites del sol”. Dícese que Alejandro, con aquella especie de menosprecio, quedó tan admirado de semejante elevación y grandeza de ánimo, que cuando retirados de allí empezaron los que le acompañaban a reírse y burlarse, él les dijo: “Pues yo, a no ser Alejandro, de buena gana fuera Diógenes”. Quiso prepararse para la expedición con la aprobación de Apolo; y habiendo pasado a Delfos, casualmente los días en que llegó eran nefastos, en los que no es permitido dar respuestas; con todo, lo primero que hizo fue llamar a la sacerdotisa; pero negándose ésta, y objetando la disposición de la ley, subió donde se hallaba y por fuerza la trajo al templo. Ella, entonces, mirándose como vencida por aquella determinación, “Eres invencible ¡oh joven!” -expresó; lo que oído por Alejandro, dijo que ya no necesitaba otro vaticinio, pues había escuchado de su boca el oráculo que apetecía. Cuando ya estaba en marcha para la expedición aparecieron diferentes prodigios y señales, y entre ellos el de que la estatua de Orfeo en Libetra, que era de ciprés, despidió copioso sudor por aquellos días. A muchos les inspiraba miedo este portento; pero Aristandro los exhortó a la confianza “Pues significa -dijo- que Alejandro ejecutará hazañas dignas de ser cantadas y aplaudidas; las que, por tanto, darán mucho que trabajar y que sudar a los poetas y músicos que hayan de celebrarlas”.
Componíase su ejército, según los que dicen menos, de treinta mil hombres de infantería y cinco mil de caballería, y los que más le dan hasta treinta y cuatro mil infantes y cuatro mil caballos; y para todo esto dice Aristobulo que no tenía más fondos que setenta talentos, y Duris, que sólo contaba con víveres para treinta días; mas Onesícrito refiere que había tomado a crédito doscientos talentos. Pues con todo de haber empezado con tan pequeños y escasos medios, antes de embarcarse se informó del estado que tenían las cosas de sus amigos, distribuyendo entre ellos a uno un campo, a otro un terreno y a otro la renta de un caserío o de un puerto. Cuando ya había gastado y aplicado se puede decir todos los bienes y rentas de la corona, le preguntó Perdicas: “¿Y para ti ¡oh rey! qué es lo que dejas?” Como le contestase que las esperanzas, “¿Pues no participaremos también de ellas -repuso- los que hemos de acompañarte en la guerra?” Y renunciando Perdicas la parte que le había asignado, algunos de los demás amigos hicieron otro tanto; pero a los que tomaron las suyas o las reclamaron se las entregó con largueza, y con este repartimiento concluyó con casi todo lo que tenía en Macedonia. Dispuesto y prevenido de esta manera, pasó el Helesponto, y bajando a tierra en Ilión hizo sacrificio a Atena y libaciones a los héroes. Ungió largamente la columna erigida a Aquileo, y corriendo desnudo con sus amigos alrededor de ella, según es costumbre, la coronó, llamando a éste bienaventurado porque en vida tuvo un amigo fiel y después de su muerte un gran poeta. Cuando andaba recorriendo la ciudad y viendo lo que había de notable en ella, le preguntó uno si quería ver la lira de Paris, y él le respondió que éste nada le importaba, y la que buscaba era la de Aquileo, con la que cantaba este héroe los grandes y gloriosos hechos de los varones esforzados.
En esto, los generales de Darío habían reunido muchas fuerzas, y como las tuviese ordenadas para impedir el paso del Granico, debía tenerse por indispensable el dar una batalla para abrirse la puerta del Asia, si se había de entrar y dominar en ella; pero los más temían la profundidad del río y la desigualdad y aspereza de la orilla opuesta, a la que se había de subir peleando, y a algunos les detenía también cierta superstición relativa al mes, por cuanto en el Desio era costumbre de los reyes de Macedonia no obrar con el ejército; pero esto lo remedió Alejandro mandando que se contara otra vez el Artemisio. Oponíase, de otro lado, Parmenión a que se trabara combate, por estar ya adelantada la tarde; pero diciendo Alejandro que se avergonzaría el Helesponto si habiéndolo pasado temieran al Granico, se arrojó al agua con trece hileras de caballería, y marchando contra los dardos enemigos y contra sitios escarpados, defendidos con gente armada y con caballería, arrebatado y cubierto en cierta manera de la corriente, parecía que más era aquello arrojo de furor y locura que resolución de buen caudillo. Mas él seguía empeñado en el paso, y llegando a hacer pie con trabajo y dificultad en lugares húmedos y resbaladizos por el barro, le fue preciso pelear al punto en desorden y cada uno separado contra los que les cargaban antes que pudieran tomar formación los que iban pasando, porque los acometían con grande algazara, oponiendo caballos a caballos y empleando las lanzas y, cuando éstas se rompían, las espadas. Dirigiéronse muchos contra él mismo, porque se hacía notar por el escudo y el penacho del morrión, que caía por uno y otro lado, formando como dos alas maravillosas en su blancura y en su magnitud; y habiéndole arrojado un dardo que le acertó en el remate de la coraza, no quedó herido. Sobrevinieron a un tiempo los generales Resaces y Espitridates, y hurtando el cuerpo a éste, a Resaces, armado de coraza, le tiró un bote de lanza, y rota ésta metió mano a la espada. Batiéndose los dos, acercó por el flanco su caballo Espitridates, y poniéndose a punto le alcanzó con la azcona de que usaban aquellos bárbaros, con la cual le destrozó el penacho, llevándose una de las alas; el morrión resistió con dificultad al golpe, tanto, que aun penetró la punta y llegó a tocarle en el cabello. Disponíase Espitridates a repetir el golpe, pero lo previno Clito el negro, pasándole de medio a medio con la lanza; y al mismo tiempo cayó muerto Resaces, herido de Alejandro. En este conflicto, y en lo más recio del combate de la caballería, pasó la falange de los Macedonios y vinieron a las manos una y otra infantería; pero los enemigos no se sostuvieron con valor ni largo rato, sino que se dispersaron y huyeron, a excepción de los Griegos estipendiarios, los cuales, retirados a un collado, imploraban la fe de Alejandro; pero éste, acometiéndolos el primero, llevado más de la cólera que gobernado por la razón, perdió el caballo, pasado de una estocada por los ijares -era otro, no el Bucéfalo-, y allí cayeron también la mayor parte de los que perecieron en aquella batalla, peleando con hombres desesperados y aguerridos. Dícese que murieron de los bárbaros veinte mil hombres de infantería y dos mil de caballería. Por parte de Alejandro dice Aristobulo que los muertos no fueron entre todos más qué treinta y cuatro; de ellos, nueve infantes. A éstos mandó que se les erigiesen estatuas de bronce, que trabajó Lisipo. Dio parte a los Griegos de esta victoria, enviando en particular a los Atenienses trescientos escudos de los que cogieron, y haciendo un cúmulo de los demás despojos, hizo poner sobre él esta ambiciosa inscripción: “ALEJANDRO, HIJO DE FILIPO, Y LOS GRIEGOS, A EXCEPCIÓN DE LOS LACEDEMONIOS, DE LOS BÁRBAROS QUE HABITAN EL ASIA”. De los vasos preciosos, de las ropas de púrpura y de cuantas preseas ricas tomó de Persia, fuera de muy poco, todo lo demás lo remitió a la madre.
Produjo este combate tan gran mudanza en los negocios, favorables a Alejandro, que con la ciudad de Sardes se le entregó en cierta manera el imperio marítimo de los bárbaros, poniéndose a su disposición los demás pueblos. Sólo le hicieron resistencia Halicarnaso y Mileto, las que tomó por asalto, y, sujetando todo el país vecino a una y otra, quedó perplejo en su ánimo sobre lo que después emprendería: pensando unas veces que sería lo mejor ir desde luego en busca de Darío y ponerlo todo a la suerte de una batalla, y otras, que sería más conveniente dar su atención a los negocios e intereses del mar, como para ejercitarse y cobrar fuerzas y de este modo marchar contra aquel. Hay en la Licia, cerca de la ciudad de Janto, una fuente de la que se dice que entonces mudó su curso y salió de sus márgenes, arrojando, sin causa conocida, de su fondo una plancha de bronce, sobre la cual estaba grabado en caracteres antiguos que cesaría el imperio de los Persas destruido por los Griegos. Alentado con este prodigio, se apresuró a poner de su parte todo el país marítimo hasta la Fenicia y la Cilicia. Su incursión en la Panfilia sirvió a muchos historiadores de materia pintoresca para excitar la admiración y el asombro, diciendo que como por una disposición divina aquel mar había tomado el partido de Alejandro, cuando siempre solía ser inquieto y borrascoso, y rara vez dejaba al descubierto los escondidos y resonantes escollos situados al pie de sus escarpadas y pedregosas orillas; a lo que alude Menandro celebrando cómicamente lo extraordinario del mismo suceso: Esto va a lo Alejandro, dicho y hecho: si a alguien busco, comparece luego sin que nadie le llame; si es preciso dirigirme por mar a cierto punto, el mar se allana y facilita el paso. Mas el mismo Alejandro, en sus cartas, sin tener nada de esto a portento, dice, sencillamente, que anduvo a pie la montaña llamada Clímax, que la atravesó partiendo de la ciudad de Fascelis, en la cual se detuvo muchos días, y que en ellos, habiendo visto en la plaza la estatua de Teodectes, que era natural de la misma ciudad y había muerto poco antes, fue a festejarla, bien bebido, después de la cena, y derramó sobre ella muchas coronas, tributando como por juego esta grata memoria al trato que con él había tenido a causa de Aristóteles y de la filosofía.
Después de esto sujetó a aquellos de los Pisidas que le hicieron oposición, puso bajo su obediencia la Frigia, y tomando la ciudad de Gordio, que se dice haber sido corte del antiguo Midas, vio aquel celebrado carro atado con corteza de serbal, y oyó la relación allí creída por aquellos bárbaros, según la cual el hado ofrecía al que desatase aquel nudo el ser rey de toda la tierra. Los más refieren que este nudo tenía ciegos los cabos, enredados unos con otros con muchas vueltas, y que desesperado Alejandro de desatarlo, lo cortó con la espada por medio, apareciendo muchos cabos después de cortado; pero Aristobulo dice que le fue muy fácil el desatarlo, porque quitó del timón la clavija que une con éste el yugo, y después fácilmente quitó el yugo mismo. Desde allí pasó a atraer a su dominación a los Paflagonios y Capadocios, y habiendo tenido noticia de la muerte de Memnón, que, siendo el jefe más acreditado de la armada naval de Darío, había dado mucho en qué entender y puesto en repetidos apuros al mismo Alejandro, se animó mucho más a llevar sus armas a las provincias superiores de la Persia. En esto ya Darío bajaba de Susa muy engreído con la muchedumbre de sus tropas, pues que traía seiscientos mil hombres, y confiado en un sueño que los magos explicaban más bien según lo que aquél deseaba que según lo que él indicaba en realidad. Porque le pareció que discurría gran resplandor por la falange de los Macedonios, que le servía Alejandro, adornado con la estola que llevaba el mismo Darío cuando era astanda del Rey, y que después, habiendo entrado Alejandro al bosque del templo de Belo, desapareció; en lo cual, a lo que parece, significaba el dios que brillarían y resplandecerían las empresas de los Macedonios, y que Alejandro dominaría en el Asia como había dominado Darío, habiendo pasado de intendente a rey, pero que en breve tendrían término su gloria y su vida.
Dióle todavía a Darío más confianza el graduar de tímido a Alejandro al ver que se detenía mucho tiempo en la Cilicia; pero su detención provenía de enfermedad, que unos decían había contraído con las grandes fatigas, y otros, que por haberse bañado en las aguas heladas del Cidno. De todos los demás médicos, ninguno confiaba en que podría curarse, sino que, reputando el mal por superior a todo remedio, temían que, errada la cura, habían de ser calumniados por los Macedonios; pero Filipo de Acarnania, aunque se hizo cargo de lo penosa que era aquella situación, llevado, sin embargo, de la amistad, y teniendo a afrenta el no peligrar con el que estaba de peligro, asistiéndole y cuidándole hasta no dejar nada por probar, se determinó a emplear las medicinas, y le persuadió al mismo Alejandro que tuviera sufrimiento y las tomara, procurando ponerse bueno para la guerra. En esto, Parmenión le escribió desde el ejército previniéndole que se guardara de Filipo, porque había sido seducido por Darío con grandes dones y el matrimonio de su hija, para quitarle la vida. Leyó Alejandro la carta, y sin mostrarla a ninguno de los amigos la puso bajo la almohada. Llegada la hora, entró Filipo con los amigos, trayendo la medicina en una taza: dióle Alejandro la carta, y al mismo tiempo tomó la medicina con grande ánimo y sin que mostrase ninguna sospecha; de manera que era un espectáculo verdaderamente teatral el ver a uno leer y al otro beber, y que después se miraron uno a otro, aunque de muy diferente manera; porque Alejandro miraba a Filipo con semblante alegre y sereno, en el que estaban pintadas la benevolencia y la confianza y éste, sorprendido con la calumnia, unas veces ponía por testigos a los dioses y levantaba las manos al cielo, y otras se reclinaba sobre el lecho, exhortando a Alejandro a que estuviera tranquilo y confiara en él. Porque el remedio, al principio, parecía haber cortado el cuerpo, postrando y abatiendo las fuerzas hasta hacerle perder el habla y quedar muy apocados todos los sentidos, sobreviniéndole luego una congoja; pero Filipo logró volverle pronto, y restituyéndole las fuerzas hizo que se mostrase a los Macedonios, que se mantuvieron siempre muy desconfiados e inquietos mientras que no vieron a Alejandro.
Hallábase en el ejército de Darío un fugitivo de Macedonia y natural de ella, llamado Amintas, que no dejaba de tener conocimiento del carácter de Alejandro. Éste, viendo que Darío iba a encerrarse entre desfiladeros en busca de Alejandro, le proponía que permaneciese donde se encontraba, en lugares llanos y abiertos, habiendo de pelear contra pocos con tan inmenso número de tropas; y como le respondiese Darío que temía no se anticiparan a huir los enemigos y se le escapara Alejandro: “Por eso ¡oh rey! -le repuso- no pases pena, porque él vendrá contra ti, o quizá viene ya a estas horas”. Mas no cedió por esto Darío, sino que, levantando el campo, marchó para la Cilicia, y al mismo tiempo Alejandro marchaba contra él a la Siria; pero habiendo en la noche apartándose por yerro unos de otros, retrocedieron: Alejandro, contento con que así le favoreciese la suerte para salirle a aquél al encuentro entre montañas, y Darío, para ver si podría recobrar su antiguo campamento y poner sus tropas fuera de gargantas; porque ya entonces reconoció que, contra lo que le convenía, se había metido en lugares que por el mar, por las montañas y por el río Pínaro, que corre en medio, eran poco a propósito para la caballería y que le obligaban a tener divididas sus fuerzas: estando, por tanto, aquella posición muy en favor de los enemigos, que eran en tan corto número. La fortuna, pues, le preparó este lugar a Alejandro; pero él, por su parte, procuró también ayudar a la fortuna, disponiendo las cosas del modo mejor posible para el vencimiento; pues siendo muy inferior a tanto número de bárbaros, no sólo no se dejó envolver, sino que, extendiendo su ala derecha sobre la izquierda de aquellos, llegó a formar semicírculo, y obligó a la fuga a los que tenía al frente, peleando entre los primeros; tanto, que fue herido de una cuchillada en un muslo, según dice Cares, por Darío, habiendo venido ambos a las manos; pero el mismo Alejandro, escribiendo a Antípatro acerca de esta batalla, no dijo quién hubiese sido el que le hirió, sino que había salido herido de una cuchillada en un muslo, sin que hubiese tenido la herida malas resultas. Habiendo conseguido una señalada victoria, con muerte de más de ciento diez mil hombres, no acabó con Darío, que se le había adelantado en la fuga cuatro o cinco estadios; por lo cual, habiendo tomado su carro y su arco, se volvió y halló a los Macedonios cargados de inmensa riqueza y botín que se llevaban del campo de los bárbaros, sin embargo de que éstos se habían aligerado para la batalla y habían dejado en Damasco la mayor parte del bagaje. Habían reservado para el mismo Alejandro el pabellón de Darío, lleno de muchedumbres de sirvientes, de ricos enseres y de copia de oro y plata. Desnudándose, pues, al punto, de las armas, se dirigió sin dilación al baño, diciendo: “Vamos a lavarnos el sudor de la batalla en el baño de Darío”; sobre lo que uno de sus amigos repuso: “No, a fe mía, sino de Alejandro, porque las cosas del vencido son y deben llamarse del vencedor”. Cuando vio las cajas, los jarros, los enjugadores y los alabastros, todo guarnecido de oro y trabajado con primor, percibió al mismo tiempo el olor fragante que de la mirra y los aromas despedía la casa; y habiendo pasado desde allí a la tienda, que en su altura y capacidad y en todo el adorno de alfombras, de mesas y de aparadores era ciertamente digna de admiración, vuelto a los amigos: “En esto consistía -les dijo-, según parece, el reinar”.
Al tiempo de ir a la cena se le anunció que entre los cautivos habían sido conducidas la madre y la mujer de Darío y dos hijas doncellas, las cuales, habiendo visto el carro y el arco de éste, habían empezado a herirse el rostro y a llorar teniéndole por muerto. Paróse por bastante rato Alejandro, y mereciéndole más cuidado los afectos de estas desgraciadas que los propios, envió a Leonato con orden de decirles que ni había muerto Darío ni debían temer de Alejandro, porque con Darlo estaba en guerra por el imperio, pero a ellas nada les faltaría de lo que reinando aquel se entendía corresponderles. Si este lenguaje pareció afable y honesto a aquellas mujeres, todavía en las obras se acreditó más de humano con unas cautivas, porque les concedió dar sepultura a cuantos Persas quisieron, tomando las ropas y todo lo demás necesario para el ornato de los despojos de guerra; y de la asistencia y honores que disfrutaban, nada se les disminuyó, y aun percibieron mayores rentas que antes; pero el obsequio más loable y regio que de él recibieron unas mujeres ingenuas y honestas reducidas a la esclavitud fue el no oír ni sospechar ni temer nada indecoroso, sino que les fue lícito llevar una vida apartada de todo trato y de la vista de los demás, como si estuvieran, no en un campamento de enemigos, sino guardadas en puros y santos templos de vírgenes; y eso que se dice que la mujer de Darío era la más bien parecida de toda la familia real, así como el mismo Darío era el más bello y gallardo de los hombres, y que las hijas se parecían a los padres. Pero Alejandro, teniendo, según parece, por más digno de un rey el dominarse a sí mismo que vencer a los enemigos, ni tocó a éstas ni antes de casarse conoció a ninguna otra mujer, fuera de Barsina, la cual, habiendo quedado viuda por la muerte de Memnón, había sido cautivada en Damasco. Había recibido una educación griega, y siendo de índole suave e hija de Artabazo, tenida en hija del rey, fue conocida por Alejandro a instigación, según dice Aristobulo, de Parmenión, que le propuso se acercase a una mujer bella que unía a la belleza el ser de esclarecido linaje. Al ver Alejandro a las demás cautivas, que todas eran aventajadas en hermosura y gallardía, dijo por chiste: “¡Gran dolor de ojos son estas Persas!” Con todo, oponiendo a la belleza de estas mujeres la honestidad de su moderación y continencia, pasaba por delante de ellas como por delante de imágenes sin alma de unas estatuas.
Escribióle en una ocasión Filóxeno, general de la armada naval, hallarse a sus órdenes un tarentino llamado Teodoro, que tenía de venta dos mozuelos de una belleza sobresaliente, preguntándole si los compraría; y se ofendió tanto, que exclamó muchas veces ante sus amigos en tono de pregunta: “¿Qué puede haber visto en mí Filóxeno de indecente e inhonesto para hacerse corredor de semejante mercadería?” Reprendió ásperamente a Filóxeno en una carta, mandándole que enviara noramala a Teodoro con sus cargamentos. Mostróse también enojado al joven Agnón, que le escribió tener intención de comprar en Corinto a Crobilo, mozo allí de grande nombradía, para presentárselo; y habiendo sabido que Damón y Timoteo, Macedonios de los que servían a las órdenes de Parmenión, habían hecho violencia a las mujeres de unos estipendiarios, escribió a Parmenión dándole orden de que si eran convictos los castigara de muerte, como fieras corruptoras de los hombres, hablando de sí mismo en esta carta en las siguientes palabras: “Porque no se hallará que yo haya visto a la mujer de Darlo ni que haya querido verla, ni dar siquiera oídos a los que han venido a hablarme de su belleza”. Decía que en dos cosas echaba de ver que era mortal: en el sueño y en el acceso a mujeres; pues de la misma debilidad de la naturaleza provenía el sentir el cansancio y las seducciones del placer. Era asimismo muy sobrio en cuanto al regalo del paladar; lo que manifestó de muchas maneras, y también en las respuestas que dio a Ada, a quien adoptó por madre y la declaró reina de Caria: porque como ésta, para agasajarle, le enviase diariamente muchos platos delicados y exquisitas pastas, y, finalmente, los más hábiles cocineros y pasteleros que pudo encontrar, le dijo que para él todo aquello estaba de más, porque tenía otros mejores cocineros puestos por su ayo Leónidas, que eran para el desayuno salir al campo antes del alba, y para la cena, comer muy poco entre día. “Él mismo -decía- solía abrir mis cofres y mis guardarropas para ver si mi madre no me había puesto cosas de regalo y de lujo”.
Aun respecto del vino era menos desmandado de lo que comúnmente se cree; y si parecía serlo, más bien que por largo beber era por el mucho tiempo que con cada taza se llevaba hablando; y aun esto, cuando estaba muy de vagar, pues cuando había qué hacer, ni vino, ni sueño, ni juego alguno, ni bodas, ni espectáculo, nada había que, como a otros capitanes, le detuviese, lo que pone de manifiesto su misma vida, pues que habiendo sido tan corta está llena de muchas y grandes hazañas. Cuando no tenía qué hacer se levantaba, y lo primero era sacrificar a los dioses y tomar el desayuno sentado; después pasaba el día en cazar, o en ejercitar la tropa, o en despachar los juicios militares, o en leer. De viaje, si no había de ser largo, sin detenerse se ejercitaba en tirar con el arco, o en subir y bajar a un carro que fuese corriendo. Muchas veces se entretenía en cazar zorras y aves, como se puede ver en sus diarios. En el baño, y mientras iba a él y a ungirse, examinaba a los encargados de las provisiones y de la cocina sobre si estaba en su punto todo lo relativo a la cena, yendo siempre a cenar tarde y después de anochecido. Su cuidado y esmero en la mesa era extraordinario sobre que a todos se les sirviese con igualdad y diligencia, La bebida se prolongaba, como hemos dicho, por la demasiada conversación: porque siendo para el trato en todas las demás dotes el más amable de los reyes, sin que hubiese gracia que le saltase, entonces se hacía fastidioso con sus jactancias y de sobra militar, llegando a dar ya en fanfarrón y a ser en cierto modo presa de los aduladores, que echaban a perder aun a los más modestos convidados: porque ni querían confundirse con los aduladores, ni quedarse más cortos en las alabanzas; siendo lo primero bajo e indecoroso y no careciendo de riesgo lo segundo. Después de haber bebido se lavaba y se iba a recoger, durmiendo muchas veces hasta el mediodía, y aun alguna se llevó el día entero durmiendo. En cuanto a manjares, era muy templado: de manera que cuando por mar le traían frutas o pescados exquisitos, distribuyéndolos entre sus amigos, era muy frecuente no dejar nada para sí. Su cena, sin embargo, era siempre opípara; y habiéndose aumentado el gasto en proporción de sus prósperos sucesos, llegó por fin a diez mil dracmas; pero aquí paró, y ésta era la suma prefijada para darse a los que hospedaban a Alejandro.
Después de esta batalla de Iso envió tropas a Damasco y se apoderó del caudal, de los equipajes y de los hijos y de las mujeres de los Persas; de todo lo cual tomaron la mayor parte los soldados de la caballería tésala, porque como se hubiesen distinguido en la acción por su valor, de intento los envió con ánimo de que tuvieran esta mayor utilidad. Sin embargo, aún pudo satisfacerse de botín y riqueza todo el resto del ejército; y habiendo empezado allí los Macedonios a tomar el gusto del oro, de la plata, de las mujeres y del modo de vivir asiático, se aficionaron, a la manera de los perros, a ir como por el rastro en busca y persecución de la riqueza de los Persas. Parecióle con todo a Alejandro que su primer cuidado debía ser asegurar toda la parte marítima, y espontáneamente vinieron los reyes a entregarle a Chipre y la Fenicia, a excepción de Tiro. Al séptimo mes de tener sitiada a Tiro con trincheras, con máquinas y con doscientas naves, tuvo un sueño, en el que vio que Heracles le alargaba desde el muro la mano y le llamaba. A muchos de los Tirios les pareció asimismo entre sueños que Apolo les decía se pasaba a Alejandro, pues, no le era agradable lo que se hacía en la ciudad; pero ellos, mirando al dios como a un hombre que a su antojo se pasase a los enemigos, echaron cadenas a su estatua y la clavaron al pedestal, llamándole alejandrista. Tuvo Alejandro otra visión entre sueños, y fue aparecérsele un sátiro, que de lejos se puso como a juguetear con él, y, queriendo asirle, se le huía; pero al fin, a fuerza de ruegos y carreras, se le vino a la mano. Los adivinos, partiendo así el nombre sátiros, le dijeron con cierta apariencia de verosimilitud: “Tuya será Tiro”; y todavía muestran la fuente junto a la cual pareció haber visto en sueños al sátiro. En medio del sitio, haciendo la guerra a los Árabes que habitan el Antelíbano, se vio en gran peligro a causa de su segundo ayo, Lisímaco, que se empeñó en seguirle, diciendo que no se tenía en menos ni era más viejo que Fénix. Acercáronse a la montaña, y dejando los caballos caminaban a pie; los demás se adelantaron mucho, y él, no sufriéndole el corazón abandonar a Lisímaco, cansado ya y que andaba con trabajo porque cargaba la noche y los enemigos se hallaban cerca, no echó de ver que estaba muy separado de sus tropas con sólo unos pocos, y que iba a tener que pasar en un sitio muy expuesto aquella noche, que era sumamente oscura y fría. Vio, pues, a lo lejos encendidas con separación muchas hogueras de los enemigos, y confiado en su agilidad y en estar hecho a continuas fatigas, para consolar en su incomodidad a los Macedonios corrió a la hoguera más próxima, y pasando con la espada a dos bárbaros que se calentaban a ella cogió un tizón y volvió con él a los suyos. Encendieron también una gran lumbrada, con lo que asustaron a los enemigos; de manera que unos se entregaron a la fuga, y a otros que acudieron los rechazaron, y pasaron la noche sin peligro, así es como lo refirió Cares.
El resultado que tuvo el sitio fue el siguiente: daba descanso Alejandro de los muchos combates anteriores a la mayor parte de sus tropas y aproximaba sólo unos cuantos hombres a las murallas para no dejar del todo reposar a los enemigos. En una de estas ocasiones hacía el agorero Aristandro un sacrificio y al observar las señales aseguró con la mayor confianza ante los que se hallaban presentes que en aquel mes, sin falta, había de tomarse la ciudad. Echáronlo a burla y a risa, porque aquel era el último día del mes; y viéndole perplejo Alejandro, que daba grande importancia a las profecías, mandó que no se contara aquel por día treinta, sino por día tercero del término del mes, y haciendo señal con la trompeta acometió a los muros con más ardor de lo que al principio había pensado. Fue violento el ataque, y como no se estuviesen quedos los del campamento, sino que acudiesen prontos a dar auxilios, desmayaron los Tirios y tomó la ciudad en aquel mismo día. Sitiaba después a Gaza, ciudad la más populosa de la Siria, y le dio un yesón en el hombro, dejado caer desde lo alto por un ave, la cual, posándose sobre una de las máquinas, se enredó, sin poderlo evitar, en una de las redes de nervios que servían de cabos para el manejo de las cuerdas; esta señal tuvo el término que predijo Aristandro, pues fue herido Alejandro en un hombro y tomada la ciudad. Envió gran parte de los despojos a Olimpíade, a Cleopatra y a sus amigos, y remitió al mismo tiempo a su ayo Leónidas quinientos talentos de incienso y ciento de mirra en recuerdo de una esperanza que le hizo concebir en su puericia; porque, según parece, como en un sacrificio hubiese cogido Alejandro y echado en el ara una almorzada de perfumes, le dijo Leónidas: “Cuando domines la tierra que lleva los aromas, entonces sahumarás con profusión; ahora es menester conducirse con parsimonia”. Escribióle, pues, Alejandro: “Te envío incienso y mirra en grande abundancia para que en adelante no andes escaso con los dioses”.
Habiéndosele presentado una cajita que pareció la cosa más preciosa y rara de todas a los que recibían las joyas y demás equipajes de Darío, preguntó a sus amigos qué sería lo más preciado y curioso que podría guardarse en ella. Respondieron unos una cosa y otros otra, y él dijo que en aquella caja iba a colocar y tener defendida La Ilíada, de lo que dan testimonio muchos escritores fidedignos. Y si es verdad lo que dicen los de Alejandría sobre la fe de Heraclides, no le fue Homero un consejero ocioso e inútil en sus expediciones, pues refieren que, apoderado del Egipto, quiso edificar en él una ciudad griega, capaz y populosa, a la que impusiera su nombre, y que ya casi tenía medido y circunvalado el sitio, según la idea de los arquitectos, cuando, quedándose dormido a la noche siguiente, tuvo una visión maravillosa: le pareció que un varón de cabello cano y venerable aspecto, puesto a su lado, le recitó estos versos: En el undoso y resonante Ponto hay una isla, a Egipto contrapuesta, de Faro con el nombre distinguida. Levantándose, pues, marchó al punto a Faro, que entonces era isla, situada un poco más arriba de la boca del Nilo llamada Canóbica, y ahora por la calzada está unida al continente. Cuando vio aquel lugar tan ventajosamente situado -porque es una faja que a manera de istmo, con un terreno llano, separa ligeramente, de una parte, el gran lago, y de otra, el mar que remata en el anchuroso puerto, no pudo menos de exclamar que Homero, tan admirable en todo lo demás, era al propio tiempo un habilísimo arquitecto, y mandó que le diseñaran la forma de la ciudad acomodada al sitio. Carecían de tierra blanca; pero con harina, en el terreno, que era negro, describieron un seno, cuya circunferencia, en forma de manto guarnecido, comprendieron dentro de dos curvas que corrían con igualdad, apoyadas en una base recta. Cuando el rey estaba sumamente complacido con este diseño, aves en inmenso número y de toda especie acudieron repentinamente a aquel sitio a manera de nube y no dejaron ni señal siquiera de la harina; de manera que Alejandro concibió pesadumbre con este agüero; pero los adivinos le calmaron diciéndole que la ciudad que trataba de fundar abundaría de todo y daría el sustento a hombres de diferentes naciones; con lo que dio orden a sus encargados para que pusieran mano a la obra, y él emprendió viaje al templo de Amón. Era este viaje largo, y además de serle inseparables otras muchas incomodidades ofrecía dos peligros: el uno, de la falta de agua en un terreno desierto de muchas jornadas, y el otro, de que estando de camino soplara un recio ábrego en unos arenales profundos e interminables, como se dice haber sucedido antes con el ejército de Cambises, pues levantando un gran montón de arena, y formando remolinos, fueron envueltos y perecieron cincuenta mil hombres. Todos discurrían de esta manera; pero era muy difícil apartar a Alejandro de lo que una vez emprendía, porque favoreciendo la fortuna sus conatos le afirmaba en su propósito, y su grandeza de ánimo llevaba su obstinación nunca vencida a toda especie de negocios, atropellando en cierta manera no sólo con los enemigos, sino con los lugares y aun con los temporales.
Los favores que en los apuros y dificultades de este viaje recibió del dios le ganaron a éste más confianza que los oráculos dados después; o, por mejor decir, por ellos se tuvo después en cierta manera más fe en los oráculos. Porque, en primer lugar, el rocío del cielo y las abundantes lluvias que entonces cayeron disiparon el miedo de la sed; y haciendo desaparecer la sequedad, porque con ellas se humedeció la arena y quedó apelmazada, dieron al aire las calidades de más respirable y más puro. En segundo lugar, como, confundidos los términos por donde se gobernaban los guías, hubiesen empezado a andar perdidos y errantes por no saber el camino, unos cuervos que se les aparecieron fueron sus conductores volando delante, acelerando la marcha cuando los seguían y parándose y aguardando cuando se retrasaban. Pero lo maravilloso era, según dice Calístenes, que con sus voces y graznidos llamaban a los que se perdían por la noche, trayéndolos a las huellas del camino. Cuando pasado el desierto llegó a la ciudad, el profeta de Amón le anunció que le saludaba de parte del dios, como de su padre; a lo que él le preguntó si se había quedado sin castigo alguno de los matadores de su padre. Repúsole el profeta que mirara lo que decía, porque no había tenido un padre mortal; y entonces él, mudando de lenguaje, preguntó si había castigado a todos los matadores de Filipo, y en seguida, acerca del imperio, si le concedería el dominar a todos los hombres. Habiéndole también dado el dios favorable respuesta, y asegurándole que Filipo estaba completamente vengado, le hizo las más magníficas ofrendas, y a los hombres allí destinados, los más ricos presentes. Esto es lo que en cuanto a los oráculos refieren los más de los historiadores, y se dice que el mismo Alejandro, en una carta a su madre, le significó haberle sido hechos ciertos vaticinios arcanos, que a ella sola revelaría a su vuelta. Algunos han escrito que, queriendo el profeta saludarle en griego con cierto cariño, diciéndole “Hijo mío” se equivocó por barbarismo en una letra, poniendo una s por una n, y que a Alejandro le fue muy grato este error, por cuanto se dio motivo a que pareciera le había llamado hijo de Zeus, porque esto era lo que resultaba de la equivocación. Dícese asimismo que, habiendo oído en el Egipto al filósofo Psamón, lo que principalmente coligió de sus discursos fue que todos los hombres son regidos por Dios, a causa de que la parte que en cada uno manda e impera es divina, y que él todavía opinaba más filosóficamente acerca de estas cosas, diciendo que Dios es padre común de todos los hombres, pero adopta especialmente por hijos suyos a los buenos.
En general, con los bárbaros se mostraba arrogante y como quien estaba muy persuadido de su generación y origen divino, pero con los Griegos se iba con más tiento en divinizarse: sólo una vez, escribiendo a los Atenienses cerca de Samos, les dijo: “No soy yo quien os entregó esta ciudad libre y gloriosa, sino que la tenéis habiéndola recibido del que entonces se decía mi señor y padre”, queriendo indicar a Filipo. En una ocasión, habiendo venido al suelo herido de un golpe de saeta, y sintiendo demasiado el dolor: “Esto que corre, amigos -les dijo-, es sangre y no licor sutil, como el que fluye de los almos dioses”; y otra vez, como, habiendo dado un gran trueno, se hubiesen asustado todos, el sofista Anaxarco, que se hallaba presente, le preguntó: “¿Y tú, hijo de Zeus, no haces algo de esto?” Y él, riéndose: “No quiero -le dijo- infundir terror a mis amigos, como me lo propones tú, el que desdeñas mi cena porque ves en las mesas pescados y no cabezas de sátrapas.” Y era así la verdad: que Anaxarco, según se cuenta, habiendo enviado el rey a Hefestión unos peces, prorrumpió en la frase que se deja expresada, como teniendo en poco y escarneciendo a los que con grandes trabajos y peligros van en pos de las cosas brillantes, sin que por eso en el goce de los placeres y de las comodidades excedan a los demás ni en lo más mínimo. Se ve, pues, por lo que dejamos dicho, que Alejandro, dentro de sí mismo, no fue seducido ni se engrió con la idea de su origen divino, sino que solamente quiso subyugar con la opinión de él a los demás.
Vuelto del Egipto a la Fenicia, hizo sacrificios y procesiones a los dioses, y certámenes de coros de música y baile y de tragedias, que fueron brillantes no sólo por la magnificencia con que se hicieron, sino también por el concurso, porque condujeron estos coros los reyes de Chipre, al modo que en Atenas aquellos a quienes cabe la suerte en sus tribus, y contendieron con maravilloso empeño unos con otros: sin embargo, la contienda más ardiente fue la de Nicocreonte, de Salamina, y Pasícrates, de Solos: porque a éstos les tocó presidir a los actores más célebres: Pasícrates a Atenodoro, y Nicocreonte a Tésalo, por quien estaba el mismo Alejandro. Con todo, se abstuvo de manifestar su pasión hasta que los votos declararon vencedor a Atenodoro; mas entonces, al retirarse, dijo, según parece, que alababa la imparcialidad de los jueces, pero que habría dado de buena gana parte de su reino por no haber visto vencido a Tésalo. Fue más adelante multado Atenodoro por los Atenienses con motivo de no haberse presentado al combate de las Fiestas Bacanales; y como hubiese suplicado al rey escribiese en su favor, esto no tuvo a bien ejecutarlo, pero de su erario le pagó la multa. Representaba en el teatro Licón, natural de Escarfio, mereciendo aplauso; y habiendo intercalado con los de la comedia un verso que contenía la petición de diez talentos, se echó a reír y se los dio. Envióle Darío una carta y personajes de su corte que intercediesen con él para que, recibiendo diez mil talentos por los cautivos, conservando todo el terreno de la parte acá del Éufrates y tomando en matrimonio una de sus hijas, hubiese entre ambos amistad y alianza; lo que consultó con sus amigos; y habiéndole dicho. Parmenión: “Pues yo, si fuera Alejandro, admitiría este partido”, “Yo también -le respondió- si fuera Parmenión”; pero a Darío le escribió que sería tratado con la mayor humanidad si viniese a él; mas si no venía, que iba al momento a marchar en su busca.
Mas a poco tuvo motivo de disgusto, por haber muerto de parto la mujer de Darío, y dio bien claras pruebas del sentimiento que le causaba el que se le quitase la ocasión de manifestar su buen corazón. Hizo, pues, que se le diera sepultura, sin excusar nada de lo que pudiera contribuir a la magnificencia y al decoro. En esto, uno de los eunucos de la cámara, que había sido cautivado con la Reina y demás mujeres, llamado Tireo, marcha corriendo, en posta, del campamento, y llegado ante Darío le refiere la muerte de su esposa. Después de haberse lastimado la cabeza y desahogándose con el llanto: “¡Estamos buenos -exclamó- con el Genio de la Persia si la mujer y hermana del rey no sólo ha vivido en la servidumbre, sino que ha sido también privada de un entierro regio!” A lo que replicando el camarero. “Por lo que hace al entierro -dijo- ¡oh Rey! y a todo honor y respeto, no tienes en qué culpar al Genio malo de la Persia: porque mientras vivió mi amada Estatira, ni a ella misma, ni a tu madre, ni a tus hijos les faltó nada de los bienes y honores que les eran debidos, a excepción del de ver tu luz, que otra vez volverá a hacer que resplandezca el supremo Oromasdes, ni después de muerta aquélla ha dejado de participar de todo decoro, siendo honrada con las lágrimas de los enemigos, pues Alejandro es tan benigno en la victoria como terrible en el combate.” Al oír Darío esta relación, la turbación y el amor lo condujeron a infundadas sospechas; e introduciendo al eunuco a lo más retirado de su tienda: “Si es que tú -le dijo- no te has hecho también Macedonio con la fortuna de los Persas, y todavía soy tu amo Darío, dime, reverenciando la resplandeciente luz de Mitra y la diestra del rey, si acaso son ligeros los males que lloro de Estatira, en comparación de otros más terribles que me hayan acaecido mientras vivía, por haber caldo en manos de un enemigo cruel e inhumano. Porque ¿qué motivo decente puede haber para que un joven llegue hasta ese exceso de honor con la mujer de un enemigo?” Todavía no había concluido, cuando, arrojándose a sus pies, Tireo empezó a rogarle que mirara bien lo que decía, y no calumniara a Alejandro, ni cubriera de ignominia a su hermana y mujer muerta, quitándose a si mismo el mayor consuelo en sus grandes infortunios, que era el que pareciese haber sido vencido por un hombre superior a la humana naturaleza, sino que, más bien, admirara en Alejandro el haber dado mayores muestras de continencia y moderación con las mujeres de los Persas que de valor con sus maridos. Continuaba el camarero profiriendo terribles juramentos en confirmación de lo que había dicho y celebrando la moderación y grandeza de ánimo de Alejandro, cuando saliendo Darío adonde estaban sus amigos, y levantando las manos al cielo: “Dioses patrios -exclamó-, tutelares del reino, dadme ante todas las cosas el que vuelva a ver en pie la fortuna de los Persas, y que la deje fortalecida con los bienes que la recibí, para que, vencedor, pueda retornar a Alejandro los favores que en tal adversidad ha dispensado a los objetos que me son más caros; y si es que se acerca el tiempo que la venganza del cielo tiene prefijado para el trastorno de las cosas de Persia, que ningún otro hombre que Alejandro se siente en el trono de Ciro.” Los más de los historiadores convienen en que estas cosas sucedieron y se dijeron como aquí van referidas.
Alejandro, después de haber puesto a su obediencia todo el país de la parte acá del Éufrates, movió contra Darío, que bajaba con un millón de combatientes. Refirióle uno de sus amigos una ocurrencia digna de risa, y fue que los asistentes y bagajeros del ejército, por juego, se habían dividido en dos bandos, cada uno de los cuales tenía su caudillo y general, al que los unos llamaban Alejandro, y los otros Darío. Empezaron a combatirse de lejos tirándose terrones unos a otros; vinieron después a las puñadas, y, acalorada la contienda, llegaron hasta las piedras y los palos, habiendo costado mucho trabajo el separarlos. Enterado de ello, mandó que los caudillos se batieran en duelo, armando él por sí mismo a Alejandro, y Filotas a Darío; y el ejército fue espectador de aquel desafío, tomando lo que en él sucediese por agüero del futuro éxito de la guerra. Fue reñida la pelea, en la que venció el que se llamaba Alejandro, y recibió por premio doce aldeas y poder usar de la estola persa; así es como Eratóstenes nos lo ha dejado escrito; pero la grande batalla contra Darío no fue en Arbelas, como dicen muchos, sino en Gaugamelos, nombre que en dialecto persa dicen significa la casa del Camello, a causa de que en lo antiguo un rey, huyendo de los enemigos en un dromedario, le edificó allí casa, señalando algunas aldeas y ciertas rentas para su cuidado. La luna del mes boedromión se eclipsó al principio de los misterios que se celebran en Atenas, y en la noche undécima, después del eclipse, estando ambos ejércitos a la vista, Darío tuvo sus tropas sobre las armas, recorriendo con antorchas las filas; pero Alejandro, mientras descansaban los Macedonios, pasó la noche delante de su pabellón con el agorero Aristandro, haciendo ciertas ceremonias arcanas y sacrificando al Miedo. Los más ancianos de sus amigos, y con especialidad Parmenión, viendo todo el país que media entre el Nifates y los montes de Gordiena iluminado con las hachas de los bárbaros, y que desde el campamento se difundía y resonaba una voz confusa con turbación y miedo, como de un inmenso piélago, admirados de semejante muchedumbre, y diciéndose unos a otros que había de ser empresa el acometer al descubierto y repeler tan furiosa tormenta, se dirigieron al rey, concluido que hubo los sacrificios, y le propusieron que se acometiera de noche a los enemigos y se ocultara entre las sombras lo terrible del combate en que iban a entrar. Pero, diciendo él aquella tan celebrada sentencia “Yo no hurto la victoria”, a unos les pareció que había dado una respuesta pueril y vana, tratando de burlería tan grave peligro; pero otros creyeron que había hecho bien en manifestar confianza en lo presente, y acertado para lo futuro en no dar ocasión a Darío, si fuere vencido, para querer todavía hacer otra prueba, achacando esta derrota a la noche y a las tinieblas, como la primera a los montes, a los desfiladeros y al mar: porque Darío, con tan inmensas fuerzas, no desistiría de combatir por falta de armas o de hombres sino cuando perdiera el ánimo y la esperanza, convencido de haber sido deshecho en batalla dada a vista de todo el mundo, de poder a poder.
Dícese que, encerrándose en su pabellón luego que éstos se retiraron, durmió con un profundo sueño la parte que restaba de la noche, fuera de su costumbre, en términos que se maravillaron los jefes, habiendo ido a hablarle de madrugada, y tuvieron que dar por sí la primera orden, que fue la de que los soldados comieran los ranchos. Después, cuando ya el tiempo estrechaba, entró Parmenión, y poniéndose al lado de la cama le fue preciso llamarle dos o tres veces por su nombre; despertóse, y preguntándole éste en qué consistía que durmiese el sueño de un vencedor, cuando no faltaba nada para entrar en el más reñido de todos los combates, se añade haberle respondido sonriéndose: “¿Pues te parece que no hemos vencido ya, libres de tener que andar errantes en persecución de Darío, que nos hacía la guerra huyendo por un país extenso y gastado?” Y no sólo antes de la batalla, sino en medio del peligro, se mostró grande e inalterable para tomar disposiciones y dar pruebas de confianza; porque aquella acción tuvo momentos de flaqueza y de algún desorden en el ala izquierda, mandada por Parmenión, por haber cargado la caballería bactriana con gran ímpetu y violencia a los Macedonios y haber enviado Maceo otra división de caballería fuera de la línea de batalla para acometer a los que guardaban los equipajes. Así es que, turbado Parmenión con estos dos incidentes, envió ayudantes que informaran a Alejandro de que iban a perderse el campamento y el bagaje si sin dilación alguna no enviaba desde vanguardia un considerable refuerzo a los de reserva; esto fue en el momento en que justamente estaba dando a los que por sí mandaba la orden y señal de embestir. Luego que se enteró del aviso de Parmenión, dijo que, sin duda estaba lelo y fuera de su acuerdo, pues con la turbación no reparaba que si vencían serían dueños de cuanto tenían los enemigos, y si eran vencidos no estarían para pensar en caudales ni en esclavos, sino en morir peleando denodada y valerosamente; y esto mismo fue la respuesta que mandó a Parmenión. Calóse entonces el casco, porque ya antes había tomado en su tienda el resto del armamento, que consistía en una ropa a la Siciliana, ceñida, y encima una sobrevesta de lino doble, de los despojos tomados en Iso. El casco, obra de Teófilo, era de acero, pero resplandecía como la más bruñida plata. Guardaba conformidad con él un collar asimismo de acero guarnecido con piedras. La espada era admirada por el temple y la ligereza, dádiva que le había hecho el rey de los Citienses, y se la había ceñido, porque ordinariamente usaba de la espada en las batallas. El broche de la cota era de un trabajo y de un primor muy superior al resto de la armadura, pues era obra de Helicón, el mayor y obsequio de la ciudad de Rodas, que le habla hecho aquel presente: solía también llevarlo en los combates. Mientras anduvo disponiendo la formación, o dando órdenes, o comunicando instrucciones, o haciendo reconocimientos, tuvo otro caballo, no queriendo cansar a Bucéfalo, que estaba viejo; pero cuando ya se iba a entrar en la acción le trajeron éste, y en el momento mismo de montarle había principiado el combate.
Entonces, habiendo hablado con alguna detención a los Tésalos y a los demás Griegos, luego que éstos le dieron ánimo gritando que los llevara contra los bárbaros, pasó la lanza a la mano izquierda, y tendiendo la diestra invocó a los dioses, pidiéndoles, según dice Calístenes, que si verdaderamente era hijo de Zeus defendieran y protegieran a los Griegos. El agorero Aristandro, que le acompañaba a caballo, llevando una especie de alba y una corona de oro, les mostró un águila que, puesta sobre la cabeza de Alejandro, se encaminaba recta a los enemigos; lo que infundió grande aliento a los que la vieron, y con este motivo, exhortándose unos a otros, la falange aceleró el paso para seguir a la caballería, que de carrera marchaba al combate. Antes de trabarse éste entre los de la primera línea replegáronse los bárbaros, y se les perseguía con ardor, procurando Alejandro impeler los vencidos hacia el centro, donde se hallaba Darío, porque le había visto de lejos, haciéndose observar por entre los de vanguardia colocado en el fondo de la tropa real, de bella presencia y estatura, conducido en un carro alto y defendido por numerosa y brillante caballería, muy bien distribuida alrededor del carro y dispuesta a recibir ásperamente a los enemigos; pero pareciéndoles Alejandro terrible de cerca, e impeliendo éste a los fugitivos sobre los que se mantenían en su puesto, llenó de terror y dispersó a la mayor parte. Los esforzados y valientes, muriendo al lado del rey, y cayendo unos sobre otros, eran estorbo para el alcance, aferrándose aún en esta disposición a los hombres y a los caballos. Darío, viendo ante sus ojos toda especie de peligros, y que venían sobre él todas las tropas que tenía delante, como no le fuese fácil hacer cejar o salir por algún lado el carro, sino que las ruedas estaban atascadas con tantos caídos, y los caballos detenidos y casi cubiertos con tal muchedumbre de cadáveres, tenían en agitación y despedían al que los gobernaba, abandonó el carro y las armas, y montando, según dicen, en una yegua recién parida, dio a huir; es probable, sin embargo, que no habría escapado a no haber venido otros ayudantes de parte de Parmenión implorando el auxilio de Alejandro, por mantenerse allí todavía considerables fuerzas y no acabar de ceder los enemigos. Generalmente se tacha a Parmenión de haber andado desidioso e inactivo en esta batalla, bien fuera porque la edad le hubiese disminuido los bríos, o bien porque, como dice Calístenes, le causase disgusto y envidia el alto grado de violencia y entonamiento a que había llegado el poder de Alejandro; el cual, aunque se incomodó con aquella llamada, no manifestó lo cierto a los soldados, sino que, como si se contuviera de la matanza por ser ya de noche, hizo la señal de retirada, y marchando adonde se decía que había riesgo, recibió aviso en el camino de que enteramente habían sido vencidos y huían los enemigos.
Habiendo tenido este éxito aquella batalla, parecía estar del todo destruido el imperio de los Persas; y aclamado Alejandro rey del Asia, sacrificó espléndidamente a los dioses y repartió a sus amigos haciendas, casas y gobiernos. Escribió además con cierta ambición a los Griegos que se destruyeran todas las tiranías y se gobernara cada pueblo por sus propias leyes, y en particular dio orden a los Plateenses para que restablecieran su ciudad, pues que sus padres habían dado territorio a los Griegos en el que peleasen por la libertad común. Envió asimismo a los de Crotona, en Italia, parte de los despojos para honrar con ellos la buena voluntad y la virtud del atleta Falio, que en la Guerra Pérsica, cuando todos los demás de Italia daban por perdidos a los Griegos, marchó a Salamina con una nave armada que tenía, propia para tomar parte en aquellos peligros. ¡Tan inclinado era a toda virtud y hasta tal punto conservaba la memoria de las acciones loables y las miraba como hechas en su bien!
Recorriendo la provincia de Babilonia, que ya toda le estaba sujeta, lo que más le maravilló fue la sima que hay en Ecbátana de fuego perenne, como si fuera una fuente, y el raudal de nafta que viene a formar un estanque no lejos de la sima. Parécese la nafta en las más de sus calidades al betún, y tiene tal atracción con el fuego, que antes de tocarle la llama, con una mínima parte que le llegue del resplandor inflama muchas veces el aire contiguo. Para hacer, pues, los bárbaros ver al rey su fuerza y su virtud, no derramaron más que unas gotitas de esta materia por el corredor que conducía, al baño, y después, desde lejos, alargaron las hachas con que le alumbraban, porque ya era de noche, hacia los puntos que se habían rociado, e inflamados los primeros, la propagación no tuvo tiempo sensible, sino que, como el pensamiento, pasó el fuego de uno al otro extremo, quedando inflamado todo el corredor. Hallábase en el servicio de Alejandro un Ateniense llamado Atenófanes, destinado con otros al ministerio de ungirle y bañarle, y también al de procurarle desahogo y diversión. Éste, pues, como a la sazón estuviese en el baño un mozuelo del todo despreciable y ridículo por su figura, pero que cantaba con gracia, llamado Estéfano, “¿Queréis -le dijo- ¡oh, rey! que hagamos en Estéfano experiencia de este betún? porque si con tocarle no se apaga, es preciso confesar que su virtud es insuperable y terrible”. Prestábase también el mozuelo de buena gana al experimento, y en el momento de untarle y tocarle levantó su cuerpo tal llamarada, y se encendió todo de tal manera, que Alejandro se vio en el mayor conflicto y concibió temor, y a no ser que por fortuna se tuvieron a mano muchas vasijas de agua para el baño, un auxilio más tardío no hubiera alcanzado a que no se abrasase; aun así, se apagó con mucha dificultad el fuego, que ya se había extendido por, todo el cuerpo, y de resultas quedó bien maltratado. Con razón, pues, acomodando algunos la fábula a la verdad, dicen haber sido éste el ingrediente con que untó Medea la corona y la ropa de que se habla en las tragedias; porque no ardieron éstas por sí mismas, ni se incendió aquel fuego sin causa, sino que, habiéndose puesto cerca alguna luz, tuvo lugar una atracción e inflamación repentina, imperceptible a los sentidos. Porque los rayos y emanaciones del fuego que parten de cierta distancia sobre algunos cuerpos no derraman más que luz y calor; pero en otros que tienen una sequedad espirituosa, o una humedad grasienta y no disipable, amontonándose y acumulando fuego en ellos producen mudanza y destrucción en su materia. Ofrecía, pues, dificultad el concebir la formación de la nafta: si es sólo un betún líquido que se considere como depositado allí, o si es un humor encendido que mana de una tierra grasienta por sí y como si dijésemos pirógena. Porque la de Babilonia es de suyo sumamente fogosa; tanto, que muchas veces levanta y hace saltar las pajas que hay por el suelo, como si aquel lugar, por demasiado ardor, tuviera pulsos; de modo que los naturales, en el tiempo del calor, duermen sobre odres llenos de agua. Hárpalo, que quedó por administrador del país, y que se propuso adornar las plazas del palacio y los paseos con árboles y plantas griegas, las más hizo que se diesen en aquella región, y sólo no lo consiguió con la hiedra, que siempre se secó por no poder llevar aquella temperatura, que es muy cálida, cuando ella es planta de terrenos fríos. Esperamos que estas digresiones no incurrirán en la reprensión, aun de los más delicados, siempre que guarden cierta medida.
Hecho dueño Alejandro de Susa, ocupó en el palacio cuarenta mil talentos en moneda acuñada, y en lo demás, preciosidades y riquezas incalculables. Dícese que sólo en púrpura de Hermíona se encontraron cinco mil talentos, la cual, con estar allí guardada desde hacía ciento noventa años, se conservaba fresca y brillante, como si acabara de ponerse, atribuyéndose esto a que el tinte del color purpúreo se daba con miel, y el color blanco con aceite blanco; pues se veían otros paños que teniendo el mismo tiempo conservaban todo su lustre y toda la viveza de colores. Refiere Dinón que los reyes de Persia hacían llevar hasta agua del Nilo y del Istro, y depositarla en el tesoro con las demás cosas que lo componían, para hacer así patente la grandeza de su imperio, y que dominaban la tierra.
Como la entrada en Persia fuese difícil por la aspereza del terreno y estuviese defendida por los más alentados y fieles de sus naturales, pues Darío se había acogido a ella, tuvo por guía, para dar cierto rodeo, que no fue tampoco muy largo, a un hombre instruido en ambas lenguas, por cuanto su padre era Licio y su madre Persa. Dícese que siendo todavía niño Alejandro, la Pitia profetizó que un Licio le serviría de guía en su expedición contra los Persas. Fue grande la mortandad que se dice haber tenido allí lugar de los que cayeron cautivos, pues escribe él mismo que, creyendo hallar en esto ventaja, había dado orden de que se diera muerte a los enemigos; que en dinero encontró tanta cantidad como en Susa, y todos los demás efectos y riquezas fueron carga diez mil yuntas de mulas y de cinco mil camellos. Habiendo visto una estatua colosal de Jerjes derribada sin reparar al suelo por la multitud que había penetrado al palacio, se paró, y saludándola como si estuviese animada: “¿A qué me determinaré -le dijo-, a dejarte en tierra, por tu expedición contra los Griegos, o a levantarte por tu grandeza de ánimo y otras virtudes?” Y al cabo, habiendo estado por un rato pensando entro sí, pasó de largo sin hablar más palabra. Queriendo que el ejército se repusiese, pues era entonces la estación de invierno, se detuvo allí cuatro meses, y se dice que estando sentado por la primera vez en el trono regio bajo un dosel de oro, Demarato, de Corinto, hombre que le amaba, continuándole la amistad que había tenido con su padre, se echó a llorar, como sucede a los ancianos, y exclamó en esta forma: “¡De qué placer tan grande se han privado aquellos Griegos que han muerto antes de haber visto a Alejandro sentado en el trono de Darío!”
De allí a poco, estando ya para mover contra Darío, sucedió que, condescendiendo con sus amigos en un banquete y francachela, llegó hasta el punto de permitir que concurriesen mujerzuelas a comer y beber con sus amantes. Sobresalía entre éstas Tais, amiga de Tolomeo, que más adelante vino a ser rey, natural del Ática; la cual, ya celebrando cuidadosamente las dotes de Alejandro, y ya haciéndole graciosas añagazas, con el calor de la bebida llegó a pronunciar una expresión que, si bien no desdecía de las costumbres de su patria, parecía, sin embargo, que no podía provenir de ella. Porque dijo que en aquel día recibía la recompensa de cuanto había padecido en sus marchas y peregrinaciones por el Asia, pudiendo tratar con el último desprecio a la orgullosa corte de los Persas, y que su mayor gusto sería quemar en medio de aquel regocijo el palacio de Jerjes, que había incendiado a Atenas, siendo ella quien le diera fuego en presencia del rey, para que corriera por todas partes la voz de que mayor venganza habían tomado de los Persas, en nombre de la Grecia, unas mujerzuelas que tantas tropas de mar y de tierra y tantos generales con el mismo Alejandro. Dicho esto, se levantó al punto grande algazara y aplauso, exhortándola y acalorándola sus amigos, tanto, que inflamado el Rey se levantó y echo a andar el primero, poniéndose una corona y tomando una antorcha. Siguiéronle todos los del festín con gritería y estruendo, distribuyéndose alrededor del palacio; y los demás Macedonios que lo entendieron acudieron también con antorchas, sumamente contentos, porque echaban la cuenta de que el abrasar y destruir el palacio era de un hombre que volvía los ojos hacia su domicilio Y no tenía pensamiento de habitar en aquel país bárbaro. Unos dicen que por este término se dispuso aquel incendio, y otros que muy de propósito e intento; mas en lo que convienen todos es en que se arrepintió muy en breve, y dio orden para que se apagase.
Siendo por naturaleza dadivoso, creció en él la liberalidad a proporción que creció su poder; y ésta iba siempre acompañada de afabilidad y benevolencia, que es como los beneficios inspiran una verdadera gratitud. Haremos memoria de algunas de sus dádivas. Aristón, general de los Peonios, había dado muerte a un enemigo, y mostrándole la cabeza, “Entre nosotros ¡oh Rey! -le dijo-, este presente se recompensa con vaso de oro”; Alejandro, sonriéndose: “Vacío -le contestó-, y yo te lo doy lleno de buen vino, bebiendo antes a tu salud”. Guiaba uno de tantos Macedonios una acémila cargada de oro del que se había ocupado al rey; y como ésta se cansase, tomó él la carga y la llevaba a cuestas. Viole Alejandro sumamente fatigado, y enterado de lo que era, cuando iba a dejarla caer: “No hagas tal -le dijo-, sino sigue tu camino y llévala hasta tu tienda para ti”. En general, más se incomodaba con los que no recibían sus beneficios que con los que le pedían, y a Foción le escribió una carta, en que le decía que no le tendría en adelante por amigo si desechaba sus favores. A Serapión, uno de los mozos que jugaban con él a la pelota, no le dio nunca nada, porque no pedía; y en una ocasión, puesto éste en el juego, alargaba la pelota a los demás; y diciéndole el Rey: “¿Y a mí no me la alargas?” “Si no la pides” -le respondió; con lo que se echó a reír, y le hizo un gran regalo. Pareció que se había enojado con Proteas, uno de los decidores y bufones, que no carecía de gracia: rogábanle por él los amigos, y el mismo Proteas se presentó llorando y les dijo que estaba aplacado; mas como éste repusiese: “¿Y no empezarás ¡oh Rey! a darme de ello alguna prenda? mandó que le dieran cinco talentos. Cuánta hubiese sido su profusión en repartir dones y gracias a sus amigos y a los de su guardia, lo manifestó Olimpíade en una carta que le escribió. “De otro modo -le decía- sería de probar que hicieses bien a tus amigos y que te portases con esplendor; pero ahora, convirtiéndolos en otros tantos reyes, a ellos les proporcionas que tengan amigos y a ti el quedarte solo”. Escribíale frecuentemente Olimpíade por este mismo término, y estas cartas tenía cuidado de reservarlas; sólo una vez, leyendo juntamente con él Hefestión, pues solía tener esta confianza, una de estas cartas que acababa de abrir, no se lo prohibió, sino que se quitó el anillo y le puso a aquél el sello en la boca. Al hijo de Maceo, aquel que gozaba de la mayor privanza con Darlo, teniendo una satrapía, le dio con ella otra mayor; mas éste la rehusó, diciendo: “Antes ¡oh rey! no había más de un Darío, pero tú ahora has hecho muchos Alejandros.” A Parmenión, pues, le dio la casa de Bagoas, cerca de Susa, en la que se dice haberse encontrado en muebles hasta mil talentos. Escribió a Antípatro que se rodeara de guardias, pues habla quien le armaba asechanzas. A la madre le dio y envió muchos presentes; pero nunca le permitió mezclarse en el gobierno ni en las cosas del ejército; y siendo de ella reprendido, llevó blandamente la dureza de su genio; y una vez, habiendo leído una larga carta de Antípatro, en que trataba de ponerle mal con ella, “No sabe Antípatro -dijo- que una sola lágrima de mi madre borra miles de cartas.”
Habiendo visto que cuantos tenía a su lado se habían entregado enteramente al lujo y al regalo, haciendo excesivos gastos en todo lo relativo a sus personas, tanto que Hagnón, de Teyo, llevaba clavos de plata en los zapatos, Leonato se hacía traer del Egipto con camellos muchas cargas de polvo para los gimnasios, Filotas había hecho para la caza toldos que se extendían hasta cien estadios, y que eran más los que para ungirse y para el baño usaban de mirra que de aceite, llegando hasta el extremo de tener mozos únicamente destinados a que los rascasen y conciliasen el sueño, los reprendió suave y filosóficamente, diciendo maravillarse de que hombres que habían sostenido tantos y tan reñidos combates se hubieran olvidado de que duermen con más gusto los que trabajan que los que están ociosos, y de que no vieran, comparando su método de vida con el de los Persas, que el darse al regalo es lo más servil y abatido, y el trabajar lo más regio y más propio de los que han de mandar: “Fuera de que ¿cómo cuidará por sí un caballo, o acicalará la lanza y el casco, el que rehusa poner mano en la cosa más preciada que tiene, que es su propio cuerpo? ¿No sabéis que el fin que en vencer nos proponemos es el no hacer lo que hacen los vencidos?” Tomó, pues, desde entonces con más empeño el atarearse y darse malos ratos en la milicia y en la caza, de manera que un embajador de Lacedemonia, que se halló presente cuando dio fin a un terrible león, “Muy bien ¡oh Alejandro! -le dijo- lidiar con un león sobre el reino”. Esta cacería la dedicó Crátero en Delfos, haciendo esculpir en bronce la imagen del león, la de los perros, la del rey en actitud de haber postrado al león, y la del mismo Crátero que le asistía; de las cuales unas fueron obra de Lisipo y otras de Leócares.
Alejandro, pues, ejercitándose y excitando al mismo tiempo a los demás a la virtud, se exponía a todo riesgo; pero sus amigos, queriendo ya gozar y regalarse por la riqueza y el lujo, llevaban mal las marchas y las expediciones, y poco a poco llegaron hasta murmurar y hablar mal de él. Sufríalo al principio benigna y suavemente, diciendo que era muy de reyes el que se hablara mal de ellos cuando hacían bien. Y en verdad que aun los menores favores que dispensaba a sus amigos eran siempre indicio de lo que los apreciaba y quería honrarlos; de lo que añadiremos algunos ejemplos. Escribió a Peucestas quejándose de que, maltratado por un oso, había escrito a otros, y a él no se lo había, participado; “Pero ahora -le decía- dime cómo te hallas y si es que te abandonaron algunos de los que te acompañaban en la caza, para que lleven su merecido.” A Hefestión, que se hallaba ausente con motivo de ciertas comisiones, le escribió que, estando entreteniéndose con un icneumón, Crátero había caído sobre la lanza de Perdicas y se había lastimado los muslos. Habiendo sanado Peucestas de cierta enfermedad, escribió al médico Alexipo dándole las gracias. Se hallaba Crátero enfermo, y habiendo tenido una visión entre sueños, hizo sacrificios por él y le mandó que los hiciese. Al médico Pausanias, que quería dar eléboro a Crátero, le escribió, ya oponiéndose y ya dándole reglas sobre el modo de administrar aquella medicina. A los primeros que le dieron parte de la deserción y fuga de Hárpalo, que fueron Efialtes y Ciso, los hizo aprisionar, como que le levantaban una calumnia. Empezó a dar licencia para retirarse a su casa a los inválidos y ancianos; y habiéndose Euríloco, de Egea, puesto a sí mismo en la lista de los enfermos, como después se descubriese que ningún mal tenía y confesase que amaba a Telesipa y se había propuesto acompañarla en su regreso por mar, preguntó qué clase de mujer era ésta; y habiéndole informado que era una cortesana de condición libre, “Pues me tendrás ¡oh Euríloco! le dijo, por amador contigo; mira si podremos persuadirla con dones o con palabras, puesto que es mujer libre”.
Es ciertamente de admirar que tuviese tiempo para escribir las cartas que escribió en obsequio de los amigos, como, por ejemplo, cuando un mozo de Seleuco se escapó a la Cilicia, dando orden de que le buscasen, tributando alabanzas a Peucestas por haber recogido a Nicón, esclavo de Crátero, y prescribiendo a Megabizo, con motivo de habérsele huido un esclavo al templo, que si podía lo aprehendiese fuera, procurando atraerle; pero en el templo no lo tocara. Dícese que al principio, cuando juzgaba las causas capitales, se tapaba con la mano un oído mientras hablaba el acusador, a fin de conservar el otro, para el reo, puro y libre de toda prevención; pero más adelante lo exasperaron las muchas calumnias que, envueltas con verdades, conciliaban crédito a la mentira. Lo que sobre todo le sacaba de tino y le hacía duro e inexorable era el que se le desacreditase: como que era hombre que prefería la gloria a la vida y al reino. Marchó entonces contra Darío para combatir segunda vez, pero habiendo llegado a sus oídos que Beso le había apresado, licenció a los Tésalos, añadiendo a sus soldados dos mil talentos de regalo. Con la marcha y persecución, que fue penosa y larga, habiendo andado a caballo en once días tres mil trescientos estadios, llegaron a flaquear y desalentarse la mayor parte, principalmente por la falta de agua. Allí se encontró con algunos Macedonios que en acémilas llevaban odres llenos de ella, y viéndole éstos mortificado de la sed, porque venía a ser entonces la hora del mediodía, llenaron sin dilación el casco y se lo presentaron; mas habiendo preguntado para quiénes conducían aquella agua, y ellos respondiesen: “Para nuestros propios hijos; pero viviendo tu, otros tendremos si perdiéremos éstos”, tomó al oírlo el casco en las manos; pero volviendo la vista y observando que los soldados de a caballo que le acompañaban todos tenían inclinada la cabeza y fijos los ojos en la bebida, lo devolvió sin haber bebido, y dándoles las gracias les dijo: “Si yo solo bebiere, éstos desfallecerán todavía más”; y ellos, viendo su templanza y su grandeza de ánimo, gritaron que los condujese con toda confianza, y aguijaron los caballos, porque ni se cansarían, ni tendrían sed, ni se acordarían que eran mortales mientras tuviesen un rey como él.
La decisión en todos era igual, y se dice que, sin embargo, sólo fueron unos sesenta los que pudieron llegar hasta el campamento de los enemigos, en el que no hicieron cuenta del mucho oro y mucha plata que estaban amontonados, pasando también de largo por muchos carros de niños y, de mujeres que andaban errantes sin conductor y yendo siempre en persecución de los primeros, porque entre ellos habla de estar Darío. Encontrósele con dificultad, traspasado el cuerpo de dardos, tendido en un carro y muy próximo a fallecer; con todo, pidió agua, y habiendo bebido agua fría, dijo a Polístrato, que se la había dado: “Éste es, amigo, el último término de mi desgracia: recibir beneficios y no poder pagarlos; pero Alejandro te lo premiará, y los dioses a Alejandro el trato lleno de bondad que mi madre, mi mujer y mis hijos recibieron de él, a quien por tu medio doy esta diestra.” Y al decir esto, asido de la mano de Polístrato, expiró. Cuando llegó Alejandro se echó de ver cuánto lo sentía y quitándose su manto le arrojó sobre el cadáver y lo envolvió en él. Más adelante, habiendo podido aprehender a Beso, le hizo pedazos de este modo: doblando hacia dentro dos árboles derechos, hizo atar a cada uno un muslo, y después, dejándolos libres, con la fuerza con que se enderezaron, cada uno se llevó su parte; pero por entonces el cadáver de Darío, adornado como a la dignidad real correspondía, lo remitió a la madre, y a Oxatres, hermano de aquel, le admitió en el número de sus amigos.
Bajó después a la Hircania con lo más florido de sus tropas, y viendo un golfo de mar no menor que el Ponto Euxino, aunque de agua más dulce que los otros mares, nada pudo averiguar de cierto acerca de él, y lo más que conjeturó fue que vendría a ser una filtración de la laguna Meotis. Con todo, a los ejercitados en las investigaciones físicas no se les ocultó la verdad, sino que muchos años antes de la expedición de Alejandro nos dejaron escrito que siendo cuatro los golfos que del mar exterior se entran en el continente, el más boreal es éste, que se llama mar de Hircania, y también Mar Caspio. Allí unos bárbaros, que por casualidad se encontraron con los palafreneros que conducían el caballo Bucéfalo, de Alejandro, se lo robaron, lo que le irritó sobre manera; y habiendo enviado un heraldo, les intimó la amenaza de que los pasaría a todos a cuchillo, con sus hijos y sus mujeres, si no le volvían el caballo; pero luego que vinieron a restituírselo, haciendo además entrega de sus ciudades, los trató a todos con mucha humanidad y dio el rescate del caballo a los que lo habían robado.
Pasó desde allí a la región pártica, y, deteniéndose en ella, empezó a vestirse la estola, ropaje usual de aquellos bárbaros, bien porque quisiese acomodarse a las leyes del país, por cuanto sirve mucho para ganar los hombres el imitar sus costumbres patrias, o bien porque se propusiese hacer una tentativa para la adoración con los Macedonios, a fin de irlos acostumbrando poco a poco a llevar el tránsito y mudanza que pensaba hacer en el método de vida. Con todo, no adoptó enteramente el traje de los Medos, que era más distante del propio y más extraño: porque no se puso los calzones largos, ni la ropa talar, ni la tiara, sino que hizo una mezcla del Persa y Medo, tomando un vestido medio, no de tanto lujo como éste, pero más brillante que aquel. Al principio no lo usaba sino para recibir a los bárbaros y en casa con los amigos; pero después ya lo vieron muchos salir y despachar con él. Espectáculo era éste muy desagradable a los Macedonios; pero admirando en lo demás sus virtudes, creían que era preciso contemporizar algún tanto en obsequio de su gloria y de su gusto: pues sobre todo lo demás, habiendo recibido recientemente un flechazo en la pierna, del que cayó al suelo herido en el hueso de la rodilla, y sido lastimado segunda vez de una pedrada en el cuello, hasta el punto de haber perdido por largo rato la lumbre de los ojos, con todo, no dejaba de exponerse sin reserva a los peligros; así es que habiendo pasado el río Orexartes, que él creía ser el Tanais, y derrotado a los Escitas, los persiguió cien estadios, sin embargo de estar molestado por la diarrea.
Aquí fue donde vino a presentársele la Amazona, según dicen los más de los escritores, de cuyo número son Clitarco, Polícrito, Onesícrito, Antígenes e Istro; pero Aristobulo, Cares, ujier del Rey, Tolomeo Anticlides, Filón Tebano, Filipo Teangeleo, y además de éstos, Hecateo Eretrio, Filipo Calcidense y Duris Samio dicen que todo esto fue una invención, confirmando, al parecer, su opinión el mismo Alejandro, porque, escribiendo a Antípatro con la mayor puntualidad cuanto ocurría, bien le comunicó que el Escita le había ofrecido su hija en matrimonio, pero de la Amazona no hizo ninguna mención. Dícese además que, leyendo Onesícrito más adelante a Lisímaco, cuando ya reinaba, el libro cuarto de su historia, donde se refiere lo de la Amazona, Lisímaco se echó a reír y le preguntó: “¿Pues dónde estaba yo entonces?” Pero el que esto se crea o se deje de creer nada puede influir para que se admire a Alejandro ni más ni menos.
Temiendo que los Macedonios desmayasen para lo que restaba de la expedición, ya de antemano había dejado en cuarteles la mayor parte de las tropas; y teniendo consigo en la Hircania lo más escogido de ellas, que eran veinte mil infantes y tres mil caballos, se anticipó a decirles que hasta entonces los bárbaros no los habían visto sino como un sueño, y si se retirasen sin haber hecho más que poner en movimiento el Asia cargarían al punto sobre ellos como sobre unas mujeres; con todo, que les prevenía podrían marcharse los que quisiesen, protestando, empero, cuando adquiría la tierra entera para los Macedonios, sobre verse abandonado con sus amigos y con los que tenían voluntad de continuar la guerra. Casi con estas mismas palabras se halla escrito en una carta a Antípatro, en la cual se añade que no bien lo hubo pronunciado cuando todos gritaron que los llevase al punto de la tierra que quisiese. Habiendo salido bien la tentativa con éstos, ya no hubo tropiezo en hacer ir adelante a la muchedumbre, y, antes bien, siguió sin la menor dificultad. Enseguida de esto, todavía se acercó más en el modo de vivir a los naturales, aunque juntándolo con las costumbres macedónicas, por creer que establecería mejor su imperio con esta mezcla y comunicación, usando de afabilidad, que no con la fuerza, cuando pensaba pasar tan adelante. Por esta misma razón eligió treinta mil jóvenes y dispuso que aprendieran las letras griegas y se ejercitasen en las armas macedónicas, poniéndoles muchos superintendentes y celadores. Su enlace con Roxana, bella y en edad núbil, fue efecto del amor, habiéndola visto y prendándose de ella en Coreana en cierto festín; lo que, estando muy en armonía con el método que había adoptado, dio más confianza a los bárbaros por el deudo que había contraído con ellos, e inflamó más su amor al ver que, habiendo usado siempre de moderación y continencia, la había llevado entonces hasta el extremo de no querer tocar ni aun a esta mujer, única que le había rendido, sin autorización de la ley. Allí vio que, de sus mayores amigos, Hefestión celebraba su sistema y le imitaba, pero Crátero se mantenía en los usos patrios; y así es que por medio de aquél despachaba los negocios de los bárbaros, y por medio de éste los de los Griegos y Macedonios; finalmente, si al uno le amaba más por este motivo, al otro le estimaba y honraba, pensando y diciendo continuamente que Hefestión era amigo de Alejandro, y Crátero, amigo del rey. De aquí es que, teniendo celos el uno del otro, altercaron muchas veces, y luna sola, en la India, vinieron a las manos, llegando hasta sacar las espadas; y cuando sus respectivos amigos apadrinaban a uno y a otro, presentándose Alejandro a Hefestión le reprendió abiertamente, llamándole arrebatado y loco, si no veía que si alguno le privaba de la sombra de Alejandro no era nada, y a Crátero le riñó también, aunque en particular ásperamente. Llamólos a su presencia e hizo que se reconciliasen, jurando por Amón y los demás dioses que los amaba sobre todos las hombres; pero si volvía a entender que había contiendas entre ellos daría muerte a entrambos, o al menos al que hubiese dado principio a la disensión; por lo que en adelante, ya no se dice que ni por juego hubiesen hablado o hecho nada el uno contra el otro.
Filotas, hijo de Parmenión, era el de mayor autoridad y dignidad entre los Macedonios, porque había dado pruebas de valor y sufrimiento, y en cuanto a dadivoso y amigo de sus amigos, ninguno más que él, después de Alejandro. Dícese que pidiéndole en una ocasión dinero uno de sus amigos, mandó que se le diera; y respondiendo el mayordomo que no tenía, “¿Qué dices? -le replicó-, ¿no tienes tampoco un vaso o una ropa?” Su engreimiento de ánimo, la ostentación de su riqueza y el servicio y aparato relativo a su persona eran de más boato de lo que a un particular correspondía; y entonces, imitando la grandeza y majestad de un rey, con mucho cuidado, pero sin ninguna gracia, en sólo lo extravagante y que más daba en ojos, no le granjeaba este porte más que sospechas y envidia; tanto, que el padre le dijo en una ocasión: “Dame, hijo, el gusto de valer menos”. Para con Alejandro ya hacía tiempo que había empezado a caer en descrédito, porque cuando se tomaron tantas riquezas en Damasco, después de conseguida la victoria contra Darío en la Cilicia, entre los muchos cautivos conducidos al campamento se encontró una joven, natural de Pidna y de bella figura, llamada Antígona. Apropiósela Filotas, y, lo que es natural con una nueva amiga, entre el vino y los placeres, tuvo confianzas con ella sobre cosas políticas y de la guerra, y, atribuyéndose a sí mismo y a su padre los hechos más señalados, llamaba a Alejandro muchachuelo y decía que por ellos había adquirido su reinado. Comunicó Antígona estas conversaciones a uno de sus amigos, y éste, como está en el orden, a otro; de manera que llegaron a los oídos de Crátero, quien, tomando a la mujer consigo, la condujo secretamente ante Alejandro. Luego que éste la hubo escuchado, le previno que continuara en la amistad de Filotas y todo cuanto le oyera viniese y se lo revelara.
Ignoraba Filotas lo que se tramaba contra él y continuaba su trato con Antígona, permitiéndose, ya por encono y ya por jactancia y vanagloria, palabras y expresiones contumeliosas contra el rey Alejandro, aunque se le habían hecho denuncias vehementes contra Filotas, no se daba por entendido ni hacía uso de ellas, o por demasiada confianza en el amor que Parmenión le tenía, o por temor de la opinión y del poder del padre y del hijo. Mas en aquella misma sazón, un Macedonio llamado Dimno, natural de Calestra, que armaba asechanzas a Alejandro con la más maligna intención, como tuviese amores con el joven Nicómaco, le solicitó para que concurriese con él a la ejecución. No admitió éste la propuesta, y dando parte de aquel intento a su hermano Balino, éste se dirigió con él a Filotas, rogándole que los presentase a Alejandro, porque tenían que hablarle de cosas muy importantes y muy urgentes; pero Filotas, sin saber por qué causa, pues nunca se averiguó, no se prestó a ello, diciendo que el rey estaba ocupado en cosas mayores, lo que les sucedió por dos veces. Entraron con esto en sospechas contra Filotas, y como, valiéndose de otro, éste los condujese ante Alejandro, le hablaron lo primero de lo relativo a Dimno y después tocaron ligeramente en lo ocurrido con Filotas y cómo dos veces le habían hablado y las dos veces los había desatendido, que fue lo que sobre manera irritó a Alejandro. Ocurrió también que el que fue enviado contra Dimno, como éste se defendiese, le quitó la vida; con lo que todavía se sobresaltó más Alejandro, por creer que con esto se desvanecían los indicios de la traición. Como ya no estaba bien con Filotas, con esto cobraron osadía los que de antemano le odiaban, y decían ya sin rebozo que sería grande necedad en el rey el creer que un hombre de Calestra como Dimno había de haber tenido por sí semejante arrojo: por tanto, que no era sino ejecutor, o, más bien, instrumento manejado por una fuerza superior, por lo que la asechanza se había de buscar en aquellos a quienes más importaba que estuviese oculta. Con estos discursos y sospechas abrieron los oídos del rey para que llegasen a ellos otras diez mil calumnias contra Filotas. Le hizo, pues, prender, y le puso en juicio, asistiendo a la cuestión de tormento los amigos de Alejandro, y escuchando él mismo desde afuera, sin que mediase más que una cortina: así se refiere que profiriendo Filotas expresiones de abatimiento y compasión, y dirigiendo ruegos a Hefestión, dijo aquel: “Pues si tan débil eras y de tan poco valor ¡oh Filotas! ¿Por qué emprendías hechos tan arriesgados?” Muerto Filotas, envió inmediatamente a la Media orden de que se quitara también la vida a Parmenión, antiguo compañero de Filipo en las más de sus empresas; de los antiguos amigos de Alejandro, el único o el que más le había incitado a la expedición contra el Asia, y que de tres hijos que tenía en el ejército, de dos había visto la muerte antes, muriendo con el tercero. Estos hechos hicieron terrible a Alejandro para muchos de sus amigos, y especialmente para Antípatro, el cual negoció reservadamente con los Etolios, comprometiéndose con ellos, y ellos con él, recíprocamente: porque los Etolios temían a Alejandro por la ruina y mortandad de los Eníadas, pues al saberla había dicho Alejandro que no serían los hijos de los Eníadas, sino él mismo, quien tomase venganza.
De allí a breve tiempo ocurrió el lastimoso acontecimiento de Clito: para los que meramente lo oyen, más cruel que el de Filotas; pero para los que reflexionan sobre el tiempo y la ocasión, efecto más bien de desgracia del rey que de su voluntad y su intención, siendo la mala suerte de Clito la que en la ira y en la embriaguez proporcionó la causa, y sucedió de esta manera. Llegaron algunos trayendo al rey por mar frutas de la Grecia; él, maravillado de su frescura y belleza, llamó a Clito con ánimo de mostrárselas y de partir con él. Hallábase Clito haciendo un sacrificio, y dejándolo marchó allá al punto, y tres de las reses, sobre las que había hecho libación, le siguieron. Entendió esto el rey y comunicó el caso con los adivinos Aristandro y Cleomantis, de Lacedemonia, los cuales dijeron ser aquella mala señal; el rey mandó que inmediatamente se sacrificara por Clito; porque hacía tres días que él mismo había tenido entre sueños una visión extraña: habíale parecido que veía a Clito sentado, con vestido negro, entre los hijos de Parmenión, que todos eran muertos. Clito no se había prevenido con el sacrificio, sino que sin dilación marchó a cenar con el rey, que había sacrificado a los Dioscuros. Bebióse largamente, y se empezaron a cantar los versos de un tal Pránico, o, según dicen otros, de Pierión, compuestos para escarnio y burla de los generales vencidos poco antes por los bárbaros. Lleváronlo a mal los ancianos, y profirieron denuestos contra el poeta y contra el cantor; pero Alejandro le oía con gusto y mandaba que continuase. Clito, ya demasiado caliente con el vino, y que de suyo era pronto e insolente, se incomodó, diciendo no ser del caso que entre bárbaros y enemigos se tratara de afrentar a unos Macedonios que valían harto más que los que de ellos se burlaban, aunque hubiesen sido desgraciados. Repuso Alejandro que Clito defendía su propio pleito al llamar desgracia a la cobardía; a lo que, puesto ya en pie Clito: “Pues esta cobardía -le dijo- te salvó a ti, descendiente de los dioses, cuando ya tenías encima la espada de Espitridates, y a la sangre de los Macedonios y a estas heridas debes el haberte elevado a tal altura, que te das por hijo de Amón, renunciando a Filipo.”
Irritado, pues, Alejandro: “¿Te parece, mala cabezale dijo-, que hablando de mí continuamente de este modo y alborotándome a los Macedonios te has de ir riendo?” “Ni aun ahora nos reímos ¡oh Alejandro! -le contestó-, siendo éste el premio que recibimos de nuestros trabajos, sino que tenemos por muy dichosos a los que murieron antes de ver que los Macedonios somos azotados con las varas de los Medos y buscamos la intercesión de los Persas para acercarnos al rey.” Mientras Clito hablaba con este desenfado, y mientras Alejandro se le oponía y profería contra él injurias, procuraban los más ancianos sosegar aquel alboroto; y Alejandro, vuelto entonces a Jenódoco, de Cardia, y Artemio, de Colofón: “¿No os parece -les dijo- que los Griegos se hallan entre los Macedonios como los semidioses entre las fieras?” Pero Clito no cedía, sino que continuaba gritando que Alejandro dijese públicamente qué era lo que quería, y no llamara a su mesa a hombres libres que sabían hablar con franqueza, sino que viviera entre bárbaros y entre esclavos que adorasen su ceñidor persa y su túnica blanca. Entonces Alejandro, no pudiendo ya reprimir la ira, le tiró una de las manzanas que había en la mesa y fue a echar mano de la espada; pero Aristófanes, uno de los de la guardia, con previsión, la había retirado, y sin embargo de que los demás le rodeaban y suplicaban, salió, y en lengua macedonia llamó a los mozos de armas, lo que era indicio de gran rebato, y al trompeta le mandó hacer señal, y porque se detenía y no cumplía lo mandado le dio una puñada. Después se reconoció que había hecho muy bien y había sido muy principal causa para que no se pusiera en armas y en confusión todo el campamento. A Clito, que nunca se apaciguaba, le sacaron los amigos no sin gran dificultad del cenador; pero volvió a entrar por otra puerta recitando con desprecio e insolencia aquellos yambos de Eurípides en la Andrómaca: ¡Qué Injusticia, ay de mí, comete Grecia! Quitó entonces Alejandro un dardo a uno de los de la guardia y atravesó con él a Clito, que acertó a parecer cerca, levantando la cortina que había delante de la puerta, y dando un suspiro y un quejido cayó muerto. En aquel mismo punto se acabó en Alejandro la ira, y vuelto en sí, al ver a su lado a todos los amigos sin aliento y sin voz, se apresuró a sacar el dardo del cadáver, yendo a clavárselo en el cuello; pero los de la guardia le cogieron las manos y a la fuerza lo condujeron a su dormitorio.
Pasó toda aquella noche en lamentos; y como al día siguiente, cansado de gritar y llorar, estuviese callado, dando solamente profundos suspiros, recelando sus amigos de aquel silencio, entraron por fuerza, y a las expresiones de los demás no atendió; pero habiéndole recordado el agorero Aristandro la visión que había tenido acerca de Clito y la señal de las reses, para darle a entender que lo sucedido había sido disposición del hado, pareció que recibía algún alivio; por lo cual introdujeron también al filósofo Calístenes, que era deudo de Aristóteles, y a Anaxarco de Abdera. De éstos, Calístenes se fue introduciendo con dulzura y suavidad, procurando desvanecer con sus razones el disgusto y la pesadumbre; pero Anaxarco, que desde luego había tomado un camino en la filosofía enteramente nuevo, mirando con cierta altivez y desdén a los de su profesión, entró gritando sin otro preludio: “¿Este es aquel Alejandro en quien el orbe tiene ahora fija la vista y se está tendido haciendo exclamaciones como un miserable esclavo, temiendo el juicio y reprensión de los hombres, para quienes correspondía que él fuese la ley y norma de lo justo, si es que venció para imperar y dominar, y no para servir dominado de una gloria vana? ¿No sabes que Zeus tiene por asesores a la Justicia y a Temis, para que todo cuanto es ejecutado por el que manda sea legítimo y justo?” Empleando Anaxarco estos y otros semejantes discursos aligeró el pesar del Rey, pero pervirtió su moral, haciéndole más precipitado y violento; y al paso que él se ganó maravillosamente su ánimo, desquició el valimiento y trato de Calístenes, que ya no era muy agradable por la severidad de sus principios. Cuéntase que habiendo recaído una vez la conversación durante la cena sobre las estaciones y la temperatura del ambiente, Calístenes adoptó la opinión de los que sostenían que allí hacía más frío y era más duro el invierno que en Grecia, y que tomando Anaxarco con empeño la opinión contraria. “Pues tú -le repuso aquél-es preciso confieses que esta región es mucho más fría: porque tú pasabas allá el invierno en ropilla, y aquí duermes abrigado con tres cobertores”, lo que picó sobre manera a Anaxarco.
Incomodaba asimismo Calístenes a los demás sofistas y aduladores con ser buscado de los jóvenes por su elocuencia y merecer al mismo tiempo la aprobación de los ancianos por su tenor de vida, arreglado, decoroso y sobrio, con el cual confirmaba el que se suponía pretexto de su viaje, pues le daba la importancia de decir que para volver sus ciudadanos a la patria y poblarla otra vez había ido en busca de Alejandro. Sobre tenérsele envidia por su fama, daba también margen a que le calumniaran con negarse a los convites y con no dar alabanzas cuando a ellos concurría, atribuyéndose su silencio a afectación y displicencia; tanto, que Alejandro recitó para mortificarle aquella sentencia: No debe hacerse caso del sofista que aun en provecho propio nada sabe, Dícese que en cierta ocasión, habiendo sido muchos los convidados a la cena, se encargó a Calístenes entre los brindis que alabase a los Macedonios, y que desempeñó el encargo con tanta elocuencia, que, levantándose, le aplaudieron y arrojaron sobre él coronas de flores; a lo que Alejandro había dicho que, según Eurípides, al que toma para discurso digno asunto, le es fácil ser facundo; añadiendo: “Mucho mejor podrás mostrar tu habilidad acusando a los Macedonios para que se hagan mejores advertidos de aquello en que yerran”; con lo cual, cantando Calístenes la palinodia, había dicho mil cosas contra los Macedonios, y haciendo ver que la discordia y desunión de los Griegos fue la verdadera causa del incremento y poder de Filipo, había cerrado de este modo el discurso: En las revueltas de los pueblos suele el más ruin alzarse con el mando. De resultas de esto añaden que fue muy amargo y pesado el odio que contra él concibieron los Macedonios, diciendo Alejandro que Calístenes no había dado a éstos pruebas de su habilidad, sino de su ojeriza.
Hermipo escribe que Estrebo, lector de Calístenes, fue quien refirió estas cosas a Aristóteles, añadiendo que Calístenes, habiendo conocido la aversión de Alejandro, dijo por dos o tres veces contra él al retirarse: Murió también en juventud Patroclo, que en virtud harto más que tú valía. Parece, pues, que no le faltó razón a Aristóteles para decir que Calístenes era diestro y grande en la oratoria, pero que no tenía juicio. En fin: con haber resistido vigorosa y filosóficamente la adoración, siendo el único que decía en público lo que en secreto incomodaba a todos los principales y más ancianos de los Macedonios, él bien redimió a los Griegos de una gran vergüenza, y de una mucho mayor todavía a Alejandro, evitando así la tal adoración; pero se perdió a sí mismo: pues, a lo que se ve, hizo fuerza a Alejandro, mas no le persuadió. Cares de Mitilena, dice que bebiendo en un banquete Alejandro en una copa, la alargó a uno de los amigos, y tomándola éste se levantó y acercó al ara, bebió y adoró primero, después besó a Alejandro en el banquete, y se volvió a sentar, y que lo mismo ejecutaron todos por orden; pero Calístenes, tomando la copa a tiempo que Alejandro no atendía, sino que estaba en conversación con Hefestión, bebió y se acercó para besarle; pero diciéndole Demetrio, denominado Fidón: “¡oh rey! no beses, porque éste sólo no ha adorado”, Alejandro huyó el rostro al ósculo, y Calístenes dijo en voz alta: “Bien; me iré con un beso menos.”
Indispuesto ya de esta manera Alejandro, la primera cosa a que dio crédito fue la relación de Hefestión, que le comunicó haber convenido con él Calístenes en que adoraría y haber desmentido luego este convenio. Después, los Lisímacos y los Hagnones denunciaron a Alejandro que el sofista se andaba jactando de la destrucción de la tiranía, poniendo de su parte a los jóvenes, y esparciendo la voz de que él solo era libre entre tantos millares de hombres. Por este motivo, cuando llegó el caso de la conjuración de Hermolao, y se tuvieron las pruebas de ella, pareció verosímil la acusación que contra él se hacía, de que preguntándole Hermolao cómo se haría hombre célebre le había respondido: “Dando muerte al más célebre”. Atribuyéndosele además que excitando a Hermolao a la ejecución le había dicho que no temiese al lecho de oro, sino que se acordara que iba a tener ante sí a un hombre enfermo y herido. Sin embargo, ninguno de la conjuración de Hermolao profirió ni la más leve expresión contra Calístenes, aun en medio de los mayores tormentos y angustias. El mismo Alejandro, escribiendo en los primeros momentos a Crátero, a Átalo y a Álcetas, les decía que los jóvenes puestos a tormento habían confesado haber sido ellos los autores de todo, sin que ningún otro tuviese noticia; mas escribiendo después a Antípatro, ya culpó a Calístenes, diciendo: “Los jóvenes han sido apedreados por los Macedonios, pero al sofista yo lo castigaré, y a los que acá le enviaron y a los que dan acogida en las ciudades a los traidores contra mí”, en lo que aludía manifiestamente a Aristóteles: porque Calístenes se había criado a su lado, a causa del parentesco, siendo hijo de Hero, prima de Aristóteles. En cuanto a su muerte, unos dicen que fue ahorcado de orden de Alejandro, y otros, que falleció de enfermedad en la prisión; pero Cares escribe que después de su prisión estuvo siete meses aherrojado en la cárcel para ser juzgado en concilio, presente Aristóteles; y en los días en que Alejandro fue herido peleando en la India con los Malos Oxídracas, murió de obesidad y comido de piojos.
Sucedieron estos acontecimientos más adelante. Anhelaba Demarato de Corinto, siendo ya muy anciano, el subir a los países donde se hallaba Alejandro; y habiendo conseguido verle, exclamó que se habían privado del mayor placer aquellos Griegos que habían muerto antes de ver a Alejandro sentado en el trono de Darío; pero fue bien corto el tiempo que tuvo para gozar del favor del rey, porque murió luego de enfermedad. Hiciéronsele ostentosas exequias, habiéndole levantado el ejército un túmulo de grande longitud y de ochenta codos de elevación, y sus despojos fueron conducidos hasta el mar en un carro de cuatro caballos magníficamente adornado.
Cuando iba a invadir la India, como viese que el ejército arrastraba grande carga en pos de sí, y era difícil de mover por la gran riqueza de los despojos, al mismo amanecer, estando ya listos los carros, quemó primero los suyos y los de sus amigos, y después mandó que se pusiera fuego a los de los Macedonios: orden que pareció más dura y terrible en sí que no en su ejecución, porque mortificó a muy pocos, y, antes bien, los más, recibiéndola con entusiasmo y con demostraciones de aclamación y júbilo, repartieron las cosas que son más precisas entre los que las pidieron, y las restantes las quemaron o destrozaron, encendiendo con esto en el ánimo de Alejandro mayor arrojo y confianza. Era ya entonces fiero e inexorable en el castigo de los culpados: de manera que habiendo constituido a Menandro uno de sus amigos, gobernador de un fuerte, porque no quería quedarse le quitó la vida; y habiéndose rebelado los bárbaros, por sí mismo atravesó con una saeta a Orsodates. Sucedió por entonces que una oveja parió un cordero que tenía en la cabeza la figura y color de una tiara y la forma también de unos testículos a uno y otro lado; lo que abominó Alejandro como mala señal, y se hizo purificar por unos Babilonios que al efecto acostumbraba llevar consigo; sobre lo cual dijo a sus amigos que no era por sí mismo por quien se había sobresaltado, sino por ellos, no fuera que un mal genio, faltando él, trasladara el poder a un hombre cobarde y oscuro. Mas otra señal buena que sobrevino luego borró esta mala impresión de desaliento; y fue que un Macedonio, jefe de la tapicería, llamado Próxeno, allanando el sitio en que había de ponerse la tienda del rey junto al río Oxo, descubrió una fuente de un licor continuo y untoso; y a lo primero que sacó se encontró con que era un aceite limpio y claro, sin diferenciarse de esta sustancia ni en el olor ni en el sabor, conviniendo además con ella en el color brillante y en la untuosidad; y esto, en país que no producía aceite. Dícese, pues, que el agua del Oxo es también muy blanda y que pone crasa la piel de los que en él se bañan. Ello es que Alejandro se alegró extraordinariamente con esta señal, como se demuestra por lo que escribió a Antípatro, poniéndola entre los mayores favores que del dios había recibido. Los adivinos tenían la por pronóstico de una expedición gloriosa, pero trabajosa y difícil, porque el aceite ha sido dado a los hombres por Dios para remedio de sus fatigas.
Fueron, pues, muchos los peligros que corrió en aquellos encuentros, y graves las heridas que recibió; pero el mayor mal le vino a su expedición de la falta de los objetos de necesidad y de la destemplanza de la atmósfera. Por lo que a él respecta, hacía empeño en contrarrestar a la fortuna con la osadía, y al poder con el valor, pues nada le parecía ser inaccesible para los osados, ni fuerte y defendido para los cobardes. Dícese, por tanto, que teniendo sitiado el castillo de Sisimitres, que era una roca muy elevada e inaccesible, como ya los soldados desconfiasen, preguntó a Oxiartes qué hombre era en cuanto al ánimo Sisimitres; y respondiéndole éste que era el más tímido de los mortales: “Eso es decirmele -repuso- que puedo tomar la roca, pues que el que manda en ella no es fuerte, tomóla, pues con sólo intimidar a Sisimitres. Mandó contra otra igualmente escarpada a los más jóvenes de los Macedonios, y saludando a uno que se llamaba Alejandro: “A ti te toca -le dijo- el ser valiente, aunque no sea más que por el nombre.” Peleó, efectivamente, aquel joven con gran denuedo, pero pereció en la acción, lo que causó a Alejandro gran pesadumbre. Ponían los Macedonios dificultad en acometer a la fortaleza llamada Misa, por estar bañada de un río profundo; y estando presente: “Pues, miserable de mí -dijo-, ¿no he aprendido yo a nadar?”; y teniendo ya el escudo embrazado, se disponía a pasar. Detuvo la acción por venir a él con ruegos embajadores de la ciudad sitiada, los cuales ya desde luego se maravillaron viéndole sobre las armas sin ningún acompañamiento. Trajéronle después un almohadón, y tomándole mandó que se sentara en él el más anciano de aquellos, que se llamaba Acufis. Admirado más éste todavía con tales muestras de benignidad y humanidad, le preguntó qué harían para que los tuviese por amigos; y como respondiese que lo primero nombrarle a él mismo por caudillo y príncipe de todos, y lo segundo, enviarle en rehenes ciento de los mejores, echándose a reír Acufis: “Mucho mejor ¡oh rey! mandaré -le repuso- enviándote los más malos que los mejores.”
Dícese de Taxiles que poseía en la India una porción no menor que el Egipto en extensión y abundante y fértil como la que más, y que, siendo hombre de gran seso, saludó a Alejandro y le dijo: “¿Qué necesidad tenemos ¡oh Alejandro! de guerras ni de batallas entre nosotros, si no vienes a quitarnos ni el agua ni el alimento necesario, que son las únicas cosas por las que a los hombres les es forzoso pelear? Por lo que hace a lo demás que se llama bienes y riquezas, sí soy mejor que tú, estoy pronto a hacerte bien, y si valgo menos no rehúso mostrarme agradecido recibiéndolo de ti.” Complacido Alejandro y alargándole la diestra: “¿Pues qué piensas -le dijo- que con tales expresiones y tal bondad nuestro encuentro ha de ser sin contienda? Ten entendido que nada adelantas, porque yo contenderé y pelearé contigo a fuerza de beneficios, a fin de que no parezcas mejor que yo.” Recibiendo, pues, muchos dones y dando muchos más por fin le hizo el presente de mil talentos en dinero: con lo que disgustó en gran manera a los amigos, pero hizo que muchos de los bárbaros se le mostrasen menos desafectos. Los más belicosos entre los de la India pasaban por soldada a defender con ardor las ciudades y le causaban grandes daños. Habiendo, pues, hecho treguas con ellos en una de éstas, cogiéndolos después en el camino cuando se retiraban, les dio muerte a todos; y entre sus hechos de guerra, en los que siempre se condujo justa y regiamente, éste es el único que puede tenerse por una mancha. No le dieron los filósofos menos en qué entender que éstos, indisponiendo contra él a los reyes que se le habían unido y haciendo que se rebelaran los pueblos libres, por lo que le fue preciso ahorcar a muchos.
Lo relativo a Poro, el mismo Alejandro escribió en sus cartas como había pasado; porque dice que corriendo de Hidaspes, en medio de los dos campamentos, tenía Poro colocados al frente los elefantes para guardar el paso, y que él, por su parte, movía todos los días mucha, bulla y alboroto en su campo a fin de acostumbrar a los bárbaros a no hacer alto en ello ni temerlo; que en una noche de las propias de invierno, en que no lucía la Luna, tomando algunas tropas de las de a pie y lo más florido de la caballería, se alejó mucho de los enemigos y pasó hasta una isleta de no grande extensión, que allí le cogió una grande lluvia, y siendo muchos los relámpagos y rayos que parecían dirigirse al campamento, aun en medio de ver que muchos eran abrasados y consumidos de ellos, movió de la isleta para pasar a la opuesta orilla; mas yendo crecido y fuera de madre el Hidaspes a causa de la tempestad, había hecho una gran rotura e inundación, corriendo por ellas las aguas en notable cantidad, y pudo ponerse en el terreno intermedio, con poca seguridad, por ser éste resbaladizo y estar mojado. Cuéntase haber prorrumpido allí en esta expresión: “Ahora creeríais ¡oh Atenienses! cuántos trabajos aguanto por ser celebrado entre vosotros.” Pero esto quien lo refiere es Onesícrito; el mismo Alejandro dice que, dejando las lanchas, pasaron armados la inundación, con agua hasta el pecho. Pasado que hubo, se adelantó con la caballería unos veinte estadios, haciendo cuenta que si los enemigos acometiesen con esta arma, mejor los vencería, y si quisiesen mover su batalla, también le llegaría a él con anticipación su infantería; y sucedió lo primero: porque habiendo cargado mil caballos y sesenta carros, los puso en huída, habiendo tomado todos los carros y muerto trescientos hombres. Entendió con esto Poro que el mismo Alejandro estaba ya de aquel lado, por lo que puso en movimiento todo su ejército, a excepción de algunas tropas que fue preciso dejar para que estorbaran el paso a los Macedonios. Alejandro, por temor de los elefantes y del gran número de los enemigos, dice que cargó oblicuamente por el ala izquierda, dando orden a Ceno de que acometiese por la derecha; que por una y otra fueron los enemigos rechazados, y retirándose siempre hacia los elefantes, los que iban de vencida, allí se embarazaban y confundían; y que trabado el combate al salir el Sol, con dificultad a la hora octava cedieron los enemigos. Esto es lo que el mismo ordenador de esta batalla refirió en sus cartas. Los más de los historiadores convienen en que Poro sobrepujaba la estatura ordinaria en cuatro codos y un palmo, y que a caballo nada le faltaba para quedar igual con el elefante por la talla y robustez de su cuerpo; y eso que el tal elefante de que usaba era de los más grandes; el cual manifestó en esta ocasión una extraordinaria inteligencia y sumo cuidado del rey, pues mientras éste se sostuvo con vigor le defendió encolerizado de los que le acometían, haciéndolos pedazos, mas cuando percibió que desfallecía por el gran número de dardos y heridas, temeroso de que cayese de golpe, se inclinó blandamente al suelo doblando las rodillas, y cogiendo después suavemente con la trompa los dardos, se los fue sacando de uno en uno. Preguntando Alejandro a Poro cuando ya quedó cautivo cómo quería le tratase: “Regiamente” le respondió; y replicándole Alejandro si no tenía más que añadir: “Con decir regiamente, está todo dicho” le repuso. Dejóle, pues, autoridad, no sólo sobre sus antiguos súbditos, con el nombre de sátrapa, sino que le añadió nuevo territorio, habiendo sujetado los pueblos libres, que eran quince naciones, en varias ciudades principales, y muchas aldeas. Conquistó asimismo otra región tres veces mayor, de la que constituyó sátrapa a Filipo, uno de sus amigos.
De resultas de la batalla contra Poro murió Bucéfalo, no desde luego, sino al cabo de algún tiempo, cuando, según los más, se le estaba curando de sus heridas, pero, según dice Onosícrito, fatigado con un trabajo que no podía ya llevar por su vejez, pues tenía treinta años cuando murió. Sintiólo profundamente Alejandro, creyendo haber perdido en él nada menos que un amigo y un doméstico; y edificando en su memoria una ciudad junto al Hidaspes, la llamó Bucefalia. Dícese que habiendo perdido también un perro llamado Peritas, al que había criado y del que gustaba mucho, edificó otra ciudad de su nombre. Soción escribe que así se lo oyó decir a Potamón, de Lesbo.
El combate de Poro desanimó mucho a los Macedonios, apartándolos de querer internarse más en la India: pues no bien habían rechazado a éste, que les había hecho frente con veinte mil infantes y dos mil caballos, cuando ya se hacía de nuevo resistencia a Alejandro, que se disponía a forzar el paso del río Ganges, cuya anchura sabían ser de treinta y dos estadios, y su profundidad de cien brazas, y, que la orilla opuesta estaba cubierta con gran número de hombres armados, de caballos y elefantes; porque se decía que le estaban esperando los reyes de los Gandaritas y los Preslos, con ochenta mil caballos, doscientos mil infantes, ocho mil carros y seis mil elefantes de guerra. Y no se tenga esto a exageración, pues Androcoto, que reinó de allí a poco, hizo a Seleuco el presente de quinientos elefantes, y con un ejército de seiscientos mil hombres corrió y sojuzgó toda la India. Al principio, de enojo y de rabia, se retiró Alejandro a su tienda y allí permanecía encerrado, diciendo que nada agradecía lo antes hecho si no pasaba el Ganges, y que miraba aquella retirada como una confesión de inferioridad y vencimiento. Mas representándole sus amigos lo que convenía y rodeando los soldados su tienda con lamentos y voces para hacerle ruegos, condescendió por fin y levantó el campamento, habiendo recurrido para forjarse ilusiones acerca de su gloria a arbitrios necios e invenciones extrañas; porque hizo labrar armas mucho mayores y pesebres y frenos para los caballos, de mucho mayor peso, y los fue dejando y esparciendo por el camino. Erigió también aras de los dioses que aún en el día de hoy veneran los reyes de los Presios, trasladándose a aquel sitio y ofreciéndoles sacrificios a la usanza griega. Androcoto, que era entonces muy joven, vio a Alejandro, y se refiere haber dicho después muchas veces que no estuvo en nada el que Alejandro se hubiera hecho dueño de todo por el desprecio con que era mirado el rey a causa de su maldad y de su ruin origen.
Formó entonces Alejandro el proyecto de ir desde allí a ver el mar exterior, y construyendo muchos transportes y lanchas, navegaba con sosegado curso por el río. Mas no por eso era el viaje descansado y sin peligro, pues saltando en tierra y acometiendo a las ciudades, lo iba sujetatndo todo. Sin embargo, con los llamados Malos, que se dice ser los más belicosos de la India, estuvo en muy poco el que no pereciese. Porque a saetazos retiró a aquellos habitantes de la muralla, y puestas las escalas subió a ella el primero; pero habiéndose roto la escala, colocados los bárbaros al pie del muro, le causaron desde abajo diferentes heridas; mas él, sin embargo de tener muy poca gente consigo, tuvo el arrojo de dejarse caer en medio de los enemigos, quedando, por fortuna, de pie; y habiendo recibido gran sacudimiento las armas, les pareció a los bárbaros que un resplandor y apariencia extraordinaria discurría por delante de él. Así, al principio, huyeron y se dispersaron; pero al verle con sólo dos escuderos corrieron de nuevo a él, y algunos, aunque se defendía, le herían de cerca con espadas y lanzas, y uno que estaba más lejos le disparó del arco una saeta con tal fuerza y rapidez, que pasando la coraza se le clavó en las costillas junto a la tetilla. Cedió el cuerpo al golpe y aun se trastornó algún tanto, y el tirador acudió al punto sacando el alfanje que usan los bárbaros; pero Peucestas y Limneo se pusieron delante, y siendo heridos ambos, éste murió; pero Peucestas se sostuvo y Alejandro dio muerte al bárbaro. Había recibido muchos golpes, y, herido por fin con un mazo junto al cuello, tuvo que apoyarse en la muralla, quedándose mirando a los enemigos. Acudieron en esto los Macedonios y, recogiéndole ya sin sentido, le llevaron a su tienda, y al principio, en el ejército, corrió la voz de que había muerto. Sacáronle, no sin gran dificultad y trabajo, el cabo de la saeta, que era de madera, con lo que pudo desatarse, aunque también a mucha costa, la coraza, descubriendo así la herida y hallando que la punta, que, según se dice, tenía tres dedos de ancho y cuatro de largo, había quedado clavada en uno de los huesos. Al sacársela tuvo desmayos, en los que creyeron se quedara, pero luego se restableció. Aunque había salido del peligro, quedó todavía muy débil, y tuvo que pasar bastante tiempo guardando dieta y medicinándose; mas habiendo un día sentido a la parte de afuera a los Macedonios alborotados e inquietos por el deseo de verle, poniéndose una ropa salió adonde estaban. Sacrificó después a los dioses, y volviendo a embarcarse y dar la vela, sujetó nuevas regiones y muchas ciudades.
Vinieron a su poder diez de los filósofos gimnosofistas, aquellos que con sus persuasiones habían contribuido más a que Sabas se rebelase y que mayores males habían causado a los Macedonios. Como tuviesen fama de que eran muy hábiles en dar respuestas breves y concisas, les propuso ciertas preguntas oscuras, diciendo que primero daría la muerte al que más mal respondiese, y así después, por orden, a los demás, intimando al más anciano que juzgase. Preguntó al primero si eran más en su opinión los vivos o los muertos, y dijo que los vivos, porque los muertos ya no eran. Al segundo, cuál cría mayores bestias, la tierra o el mar, y dijo que la tierra, porque el mar hacía parte de ella. Al tercero, cuál es el animal más astuto, y respondió: “Aquel que el hombre no ha conocido todavía”. Preguntando al cuarto con qué objeto había hecho que Sabas se rebelase, respondió: “Con el deseo de que viviera bien o muriera malamente”. Siendo preguntado el quinto cuál le parecía que había sido hecho primero, el día o la noche, respondió que el día precedió a ésta en un día, y añadió, viendo que el rey mostraba maravillarse, que siendo enigmáticas las preguntas era preciso que también lo fuesen las respuestas. Mudando, pues, de método, preguntó al sexto cómo lograría ser uno el más amado entre los hombres, y respondió: “Si siendo el más poderoso no se hiciese temer”. De los demás, preguntando uno cómo podría cualquiera, de hombre, hacerse dios, dijo: “Si hiciese cosas que al hombre es imposible hacer” y preguntado otro de la vida y la muerte cuál podía más, respondió que la vida, pues que podía soportar tantos males. Preguntado el último hasta cuándo le estaría bien al hombre el vivir, respondió: “Hasta que no tenga por mejor la muerte que la vida”. Convirtióse entonces al juez, mandándole que pronunciase; y diciendo éste que habían respondido a cuál peor, repuso Alejandro: “Pues tú morirás el primero juzgando de esa manera”; a lo que le replicó: “No hay tal ¡oh rey! a no ser que te contradigas, habiendo dicho que moriría el primero el que peor hubiese respondido”.
Dejó, pues, ir libres a éstos, habiéndoles hecho presentes, y a los que teniendo también nombradía vivían de por sí envió a Onesícrito para que les dijera fueran a verle. Era Onesícrito filósofo de los de la escuela de Diógenes el Cínico, y dice que Calano le mandó con desdén y ceño que se quitara la túnica y escuchara desnudo sus lecciones, pues de otro modo no le dirigiría, la palabra aunque viniera de parte de Zeus; pero que, Dandamis le trató con más dulzura; y habiéndole oído hablar de Sócrates, Pitágoras y Diógenes, había dicho que le parecían hombres apreciables, aunque, a su entender, habían vivido con sobrada sumisión a las leyes. Otros son de opinión no haber dicho Dandamis más que esto: “¿Pues con qué motivo ha hecho Alejandro un viaje tan largo para venir aquí?”, y de Calano alcanzó Taxiles que fuera a ver a Alejandro. Su nombre era Esfines; pero como saludaba a los que le hablaban en lengua india, diciendo Calé en lugar de “Dios te guarde” los Griegos le llamaron Calano. Dícese que presentó a Alejandro este emblema y ejemplo del poder y la autoridad, que fue poner en suelo una piel de buey seca y tostada, y pisando uno de los extremos, comprimida en aquel punto, se levantó por todas las demás partes: hizo lo mismo por todo alrededor, y el suceso fue igual, hasta que, puesto en medio, la detuvo y quedó llana y dócil, queriendo con esta imagen significar que el imperio debía ejercerse principalmente sobre el medio y centro del reino, y no haberse ido Alejandro a tanta distancia.
La bajada por los ríos al mar le consumió el tiempo de siete meses, y entrando con las naves en el Océano se dirigió a una isla, que él llamó Escilustis, y otros Psiltucis. Descendiendo en ella, a tierra, sacrificó a los dioses y se hizo cargo de la naturaleza de aquel mar y sus riberas hasta donde pudo alcanzar, y haciendo plegarias a los dioses para que no fuera dado a ningún hombre el pasar los términos de su expedición, retrocedió. En cuanto a las naves, dio orden de que costeasen, teniendo la India a la derecha, y nombró comandante a Nearco, y primer piloto a Onesícrito. Por lo que a él toca, siguió la marcha a pie por la región de los Oritas, donde llegó hasta el último extremo de escasez y perdió grandísima parte de su gente: en términos que no volvió de la India ni con la cuarta parte de la de guerra, siendo así que la infantería subía a ciento veinte mil hombres y la caballería a unos quince mil; pero enfermedades peligrosas, malas comidas, calores abrasadores y el hambre acabaron con los más, caminando por un país estéril habitado por hombres que llevaban una vida miserable, sin tener más que algún ganado lanar ruin y desmedrado, acostumbrado a alimentarse con pescado de mar, por lo que su carne era poco sana y de mal olor. Con trabajo pudo atravesarle en sesenta días; mas entrando al cabo de ellos en la Gedrosia, al punto se vio sobrado de todo, siendo los sátrapas y los reyes de las inmediaciones los que le abastecían.
Repuso allí sus tropas y marchó entre banquetes y festines unos siete días por la Carmania. Conducíanle a él y a sus amigos con gran reposo ocho caballos en una especie de escena colocada en un tablado alto y descubierto, banqueteando continuamente de día y de noche. Seguíanle gran número de carros, cubiertos unos con cortinas de púrpura de diferentes colores, y defendidos otros con ramos de árboles verdes y recién cortados; y en ellos caminaban los demás amigos y caudillos ceñidos de coronas y bebiendo. No verías allí ni adarga, ni casco, ni azcona, sino que por todo el camino los soldados, con tazas, con copas y con vasos de oro, tomaban vino de grandes toneles y tinajas y se lo alargaban mutuamente: bebiendo unos y andando al mismo tiempo, y otros deteniéndose y reclinándose. Había mucha música de flautas y chirimías, y todo resonaba con versos y canciones y con algazara de mujeres poseídas de Baco; y a este desorden y confusión de camino seguía el coro y tumulto de la báquica descompostura, como si el mismo dios se hallara presente y concurriera a aquellos festines. Cuando de la Gedrosia y Carmania llegó al palacio, todavía volvió a dar al ejército reposo y holganza en continuos banquetes, y se dice que beodo asistió al certamen de unos coros, en los que salió vencedor Bagoas, su favorito, que era conductor de uno de ellos, y que pasando desde el teatro con el adorno de vencedor fue y se le sentó al lado; lo que visto por los Macedonios, aplaudieron y gritaron sin cesar que lo besase, hasta tanto que abrazándole le dio un beso.
Mientras allí permanecía llegó Nearco, de lo que recibió gran placer; y habiéndole oído referir los sucesos de su navegación, se embarcó él mismo con ánimo de recorrer con una grande escuadra, partiendo del Éufrates, la Arabia y el África, y de penetrar en el mar interior por las columnas de Heracles, para lo cual se constituían toda especie de embarcaciones en Tápsaco y se recogían en todas partes marineros y pilotos; pero lo trabajoso de la expedición de la India, el sitio peligroso de la ciudad de los Malos y la gran pérdida de tropas de que había corrido voz -por la desconfianza de que pudiera salir con bien de su empresa- movieron a sediciones y alborotos aun a los más obedientes, y fueron para los generales y sátrapas ocasión de grandes injusticias y de codicias e insolencia; discurriendo por todas partes el espíritu de inquietud y novedad, hasta el extremo de haberse sublevado contra Antípatro Olimpíade y Cleopatra, dividiéndose el reino, del que tomó para sí Olimpíade el Epiro y Cleopatra la Macedonia. Oído que esto fue por Alejandro, dijo que la madre había andado más acertada en su elección, pues los Macedonios no sufrirían ser gobernados por una mujer. Con este motivo hizo que Nearco, volviera al mar, teniendo resuelto llevar la guerra por todas las regiones marítimas, y marchando él mismo por tierra castigó a los caudillos que encontró delincuentes, y de los hijos de Abulites, por sí mismo dio la muerte a Oxiartes, pasándole con una azcona; y como Abulites no le acudiese con las provisiones necesarias, contentándose con presentarle tres mil talentos en dinero, le mandó que lo echara a los caballos: no lo gustaron, y diciéndole entonces: “¿Pues de qué me sirven tus provisiones?”, puso a Abulites en un encierro.
En Persia lo primero que ejecutó fue hacer a las mujeres el donativo de dinero. Acostumbraban en efecto los reyes cuantas veces entraban en Persia dar una moneda de oro a cada una; por lo cual se dice que algunos iban allá pocas veces, y que Oco no hizo este viaje ni siquiera una, desterrándose, por mezquindad, de su patria. Descubrió al cabo de poco el sepulcro de Ciro, y hallando que había sido violado dio muerte al que tal insulto había cometido, sin embargo de que era de los Peleos, y no de los menos principales, llamado Polímaco. Habiendo leído la inscripción, mandó que se grabara en caracteres griegos, y era en esta forma: “HOMBRE, QUIENQUIERA QUE SEAS, Y DE DONDEQUIERA QUE VENGAS, PORQUE DE QUE HAS DE VENIR ESTOY CIERTO, YO SOY CIRO, QUE ADQUIRÍ A LOS PERSAS EL IMPERIO: NO CODICIES, PUES, ESTA POCA TIERRA QUE CUBRE MI CUERPO”. Cosa fue esta que puso muy triste y pensativo a Alejandro, haciéndole reflexionar sobre aquel olvido y aquella mudanza. Allí Calano, habiendo sufrido por algunos días una incomodidad de vientre, pidió que se le levantara una pira, y llevado a ella a caballo, hizo plegarias a los dioses y libaciones sobre sí mismo, ofreciendo las primicias de sus cabellos; y al subir a la hoguera abrazó a los Macedonios que se hallaban presentes y los exhortó a que aquel día lo pasaran alegremente y en la embriaguez con el rey, diciendo que a éste lo vería dentro de poco tiempo en Babilonia. Luego que así les hubo hablado se reclinó y se cubrió con la ropa, y no hizo el menor movimiento al llegarle el fuego, sino que, manteniéndose en la misma postura en que se había recostado, se ofreció a sí mismo en víctima, según el rito patrio de los sofistas de aquel país. Esto mismo hizo muchos años después otro Indio de la comitiva de César en Atenas, y hasta el día de hoy se muestra su sepulcro, que se llama el sepulcro del Indio.
Vuelto Alejandro de la hoguera, convidó a muchos de sus amigos y de los generales a un banquete, en el que propuso un certamen de intemperancia en el beber y corona para el que más se desmandase. Prómaco, que fue el que bebió más, llegó hasta cuatro medidas, y recibiendo la corona de la victoria, estimada en un talento, sobrevivió tres días. De los demás dice Cares que cuarenta y uno murieron en el acto de beber, habiéndoles acometido un frío violento enseguida de la embriaguez. Celebró en Susa las solemnes bodas de sus amigos, y tomando él mismo por mujer a la hija de Darío, Estatira, repartió las más principales a los más ilustres; y de una vez hizo a éstos y a los demás Macedonios, que ya antes se habían casado, el obsequio del banquete nupcial, en el que se dice que, siendo nueve mil los convidados, se dio a cada uno una copa de oro para las libaciones, y a este respecto fue todo lo demás, en maravillosa manera. Pagó sobre esto de su caudal a los banqueros el dinero que aquellos les debían, habiendo subido todo su importe a la suma de diez mil talentos menos ciento treinta. Sucedió que el tuerto Antígenes se inscribió falsamente entre los deudores, y presentando en la mesa uno que dijo haberle hecho el préstamo, se le entregó el dinero; mas como después se descubriese la falsedad, irritado el rey le arrojó de la corte y le despojó de la dignidad de general. Era Antígenes muy distinguido entre los militares, y siendo todavía muy joven, cuando Filipo sitió a Perinto, se le metió por un ojo una saeta lanzada con catapulta y no permitió que se la sacasen ni aflojó en el combate, hasta que los enemigos fueron rechazados y encerrados dentro de los muros. Sintió, pues, vivísimamente esta afrenta, y todo daba a entender que estaba resuelto a quitarse la vida de disgusto y pesadumbre. Temiálo así el rey, y, aplacándose en su enojo, hasta vino en que se quedase con el dinero.
Aquellos treinta mil jóvenes que había dejado para que se ejercitaran e instruyeran dieron muestras de valor en sus personas, y como además fuesen de recomendable figura, y dóciles y prontos para lo que se les encargaba, Alejandro se manifestó muy satisfecho; pero de los Macedonios se apoderó el disgusto y el recelo, pareciéndoles que el Rey hacía menos caso de ellos. Por lo tanto, como hubiese dispuesto licenciar a los enfermos y estropeados, enviándolos por mar, dijeron que era una afrenta y un oprobio haberse valido de aquellos hombres para todo y desecharlos ahora con vergüenza, y arrojarlos a su patria y a su familia, no habiéndolos recibido de aquella manera. Dijéronle, pues, que no dejara a ninguno, y antes mirara como inútiles a todos los Macedonios, debiendo bastarle aquellos jovencitos bailarines, con los que podía ir a conquistar todo el orbe. Incomodóse Alejandro con esto sobre manera, y habiéndoles dicho mil denuestos con el calor de la ira les mandó salir de su presencia; encomendó as guardias a los Persas, y tomó de ellos sus ayudantes y sus ministros; y entonces, cuando ya le vieron acompañado de éstos, y a sí mismos desechados y vilipendiados, se abatieron, trabaron pláticas entre sí, y se convencieron de que les faltaba poco para estar locos de celos y de cólera. Por fin, vueltos en sí, se fueron sin armas y en ropilla al palacio, ofreciéndosele a discreción con lamentos y suspiros y pidiéndole que no los tratara como a hombres malos e ingratos. No les hizo caso, a pesar de que ya estaba aplacado; y ellos no desistieron, sino que le rodearon de aquella manera dos días y dos noches y continuaron en sus plegarias, llamándole amo y señor. Al tercer día salió, y, viéndolos miserables y abatidos, no pudo contener las lágrimas por largo rato. Reprendiólos después con blandura, y saludándolos afablemente licenció a los inútiles, remunerándolos con largueza, y escribiendo a Antípatro que en todos los juegos y en todos los teatros se sentaran coronados en lugar preferente. Señaló asimismo pensiones a los hijos huérfanos de los que habían muerto.
Luego que arribó a Ecbátana, de la Media, y ordenó los negocios urgentes, volvió al punto a los espectáculos y regocijos, mayormente con el motivo de haberle llegado tres mil artistas de la Grecia. Ocurrió en aquellos días que a Hefestión le dio calentura, y como a fuerza de joven y militar no quisiese sujetarse a la debida dieta, y además su médico, Glauco, se hubiese ido al teatro, se sentó a comer a la mesa, y habiéndose comido un pollo asado y bebídose un gran vaso de vino, puesto a enfriar, se sintió mucho peor, y al cabo de poco tiempo murió. Alejandro no tuvo modo ni término ninguno en esta pesadumbre, sino que inmediatamente mandó, cortar las crines, por luto, a todos los caballos y a todas las acémilas, y quitar las almenas en las ciudades del contorno, y al pobre médico lo puso en una cruz. En el ejército cesó el toque de flautas y toda música por largo tiempo, hasta que vino un oráculo de Amón para que se diera veneración a Hefestión y se le hicieran sacrificios como héroe. Tomando además la guerra por consuelo de aquel pesar, salió a ella como a una caza o a una batida, y acabó con la nación de los Coseos, dando muerte a todos sin distinción, y a esto le daba el nombre de exequias de Hefestión. Había pensado invertir diez mil talentos en su túmulo, en su sepulcro y en todo el ornato correspondiente, y teniendo la idea de que el artificio y el primor sobrepujaran al gasto, deseaba sobre todo tener por director de los artistas a Estasícrates, que había manifestado cierta magnificencia, osadía y boato en sus invenciones, pues en una, ocasión en que le había hablado le dijo que, de todos los montes, el Atos, de Tracia, era el que recibiría mejor disposición y conformación humana: por tanto, que si se lo mandase le haría una estatua muy duradera y muy vistosa del monte Atos, la cual tendría en la mano izquierda una ciudad de diez mil vecinos, y con la derecha derramaría el perenne caudal de un río que desaguaba en el mar. Este proyecto lo desechó; pero en aquellos días estuvo tratando y disponiendo cosas todavía más absurdas y costosas que ésta con los artistas.
Cuando se acercaba a Babilonia, Nearco, que había vuelto al Éufrates por el gran mar, dijo que le habían hablado algunos Caldeos instándole para que Alejandro no entrara en Babilonia; pero éste no hizo caso, sino que continuó su marcha, y cuando ya tocaba a las murallas vio muchos cuervos que peleaban y se herían unos a otros, de los cuales algunos cayeron donde estaba. Hízosele enseguida denuncia contra Apolodoro, gobernador de Babilonia, de que había hecho sacrificio acerca del mismo Alejandro, de resultas de lo cual envió a llamar al agorero Pitágoras; como éste no negase el hecho, le preguntó sobre la disposición de las víctimas. Díjole que al hígado le faltaba el lóbulo, sobre lo que exclamó Alejandro: “¡Ay, ay! Esta es terrible señal”. Y con todo, en nada ofendió a Pitágoras. Solamente se incomodó consigo mismo por no haber creído a Nearco, y de resultas pasó mucho tiempo o acampado fuera de Babilonia o navegando por el Éufrates. Agolpábansele en tanto los prodigios: porque al león más grande y más hermoso de los que había criado, un asno doméstico le acometió y lo mató de una coz. Habiéndose desnudado para ungirse se puso a jugar a la pelota, y los jóvenes que con él jugaban, al ir después a tomar la ropa, vieron sentado en el trono sin decir palabra a un hombre adornado con la diadema y la estola regia. Púsosele en juicio y a cuestión de tormento para saber quién era, y por mucho tiempo estuvo sin articular nada; mas vuelto con dificultad en su acuerdo, dijo que se llamaba Dionisio y era natural de Mesena; que traído allí por mar con motivo de cierta causa y acusación, había estado en prisión mucho tiempo, y que muy poco antes se le había aparecido Serapis, le había quitado las cadenas y conduciéndole a aquel sitio le había mandado tomar la estola y la diadema, sentarse y callar.
Cuando esto oyó Alejandro, lo que es del hombre aquel dio fin, como los agoreros se lo proponían, pero decayó de ánimo y de esperanzas con respecto a los dioses y empezó a tener todos los amigos por sospechosos. Temía principalmente de parte de Antípatro y de sus hijos, de los cuales Iolao era su primer escanciador y Casandro hacía poco que había llegado; y habiendo visto a unos bárbaros hacer el acto de adoración, como hombre que se había criado al estilo griego, y nunca había visto cosa semejante, se echó a reír desmandadamente, de lo que Alejandro concibió grande enojo, y asiéndole por los cabellos le golpeó la cabeza contra la pared. En otra ocasión, queriendo Casandro hablar contra unos que acusaban a Antípatro, le interrumpió y “¿Qué dices?” -le preguntó- ¿Crees tú que hombres que no hubieran recibido ningún agravio habían de haber andado tan largo camino para calumniar?” Y replicándole Casandro que esto mismo era señal de que calumniaban, tener tan lejos la redargución y el convencimiento, se echó a reír Alejandro; y “Estos mismos son -le dijo- los sofismas de Aristóteles para argüir por uno y por otro extremo: tendréis que sentir, como se averigüe que les habéis agraviado aun en lo mínimo”. Dícese, por fin, que fue tal y tan indeleble el miedo que se infundió en el ánimo de Casandro, que largos años después, cuando ya reinaba en Macedonia y dominaba la Grecia, paseándose en Delfos y viendo las estatuas, al poner los ojos en la imagen de Alejandro se quedó repentinamente pasmado, y se le estremeció todo el cuerpo, de tal manera, que con dificultad pudo recobrarse del susto que aquella vista le causó.
Luego que Alejandro cedió a los temores religiosos, quedó con la mente perturbada de terror y espanto; y no había cosa tan pequeña, como fuese desusada y extraña, de que no hiciese una señal y un prodigio; con lo que el palacio estaba siempre lleno de sacerdotes, de expiadores y de adivinos. Si es, pues, abominable cosa la incredulidad y menosprecio en las cosas divinas, es también abominable, por otra parte, la superstición, que, como el agua, se va siempre a lo más bajo y abatido, y llena el ánimo de incertidumbre y de miedo, como entonces el de Alejandro. Sin embargo, habiéndose traído ciertos oráculos de parte del dios acerca de Hefestión, poniendo término al duelo volvió entonces a los sacrificios y los banquetes. Dio, pues, un gran convite a Nearco; y habiéndose bañado ya, como lo tenía de costumbre, para irse a acostar, a petición de Medio marchó a su casa a continuar la cena, y habiendo pasado allí en beber el día siguiente, empezó a sentirse con calentura, no al apurar el vaso de Heracles, ni dándole repentinamente un gran dolor en los lomos, como si lo hubieran pasado con una lanza: porque éstas son circunstancias que creyeron algunos deber añadir, inventando este desenlace trágico y patético, como si fuera el de un verdadero drama. Aristobulo dice sencillamente que le dio una fiebre ardiente con delirio, y que teniendo una gran sed bebió vino, de lo que le resultó ponerse frenético y morir en el día 30 del mes Desio.
En el diario se hallan así descritos los trámites de la enfermedad: En el día 18 del mes Desio se acostó en el cuarto del baño por estar con calentura. Al día siguiente, después de haberse bañado, se trasladó a su cámara, y lo pasó jugando a las tablas con Medio. Bañóse a la tarde otra vez, sacrificó a los dioses, y habiendo cenado tuvo de nuevo calentura aquella noche. El 20 se bañó e hizo también el acostumbrado sacrificio, y habiéndose acostado en la habitación del baño, se dedicó a oír a Nearco la relación que le hizo de su navegación y del grande Océano. El 21 ejecutó lo mismo que el anterior, y, habiéndose enardecido más, pasó mala noche, y al día siguiente fue violenta la calentura. Trasladósele a la gran pieza del nadadero, donde se puso en cama, y trató con los generales acerca del mando de los regimientos vacantes, para que los proveyeran, haciendo cuidadosa elección. El 24, habiéndose arreciado más la fiebre, hizo sacrificio, llevado al efecto al altar, y de los generales y caudillos mandó que los principales se quedaran en su cámara, y que los comandantes y capitanes durmieran a la parte de afuera. Llevósele al traspalacio, donde el 25 durmió algún rato, pero la fiebre no se remitió. Entraron los generales, y estuvo aquel día sin habla, y también el 26; de cuyas resultas les pareció a los Macedonios que había muerto, y dirigiéndose al palacio gritaban y hacían amenazas a los más favorecidos de Alejandro, hasta que al fin les obligaron a abrirles las puertas, y, abiertas que les fueron, llegaron de uno en uno en ropilla hasta la cama. En aquel mismo día, Pitón y Seleuco, enviados a consultar a Serapis, le preguntaron si llevarían allí a Alejandro; el dios les respondió que lo dejaran donde estaba, y el 28 por la tarde murió.
Las más de estas cosas se hallan así escritas al pie de la letra en el diario, y de que se le hubiese envenenado nadie tuvo sospecha por lo pronto, diciéndose solamente que habiéndosele hecho una delación a Olimpíade a los ocho años, dio muerte a muchos, y aventó las cenizas de Iolao, entonces ya muerto, por haber sido el que le propinó el veneno. Los que dicen que Aristóteles fue quien aconsejó esta acción a Antípatro, y que también proporcionó el veneno, designan a un tal Hagnótemis como divulgador de esta noticia, habiéndosela oído referir al rey Antígono, y que el veneno fue un agua fría y helada que destilaba de una piedra cerca de Nonácride, la que recogían como rocío muy tenue, reservándola en un vaso de casco de asno, pues ningunos otros podían contenerla, sino que los hacía saltar por su excesiva frialdad y aspereza. Pero los más creen que esta relación del veneno fue una pura invención, teniendo para ello el poderoso fundamento de que habiendo altercado entre sí los generales por muchos días, sin haberse cuidado de dar sepultura al cuerpo, que permaneció expuesto en sitio caliente y no ventilado, ninguna señal tuvo de semejante modo de destrucción, sino que se conservó sin la menor mancha y fresco. Quedó Roxana encinta, por lo que los Macedonios la trataban con el mayor horror; y ella, como se hallase envidiosa de Estatira, la engañó por medio de una carta fingida, con el objeto de hacerla venir; llegado que hubo le quitó la vida, y también a la hermana, y los cadáveres los arrojó a un pozo y después lo cegó, siendo sabedor de ello Perdicas y cómplice y auxiliador. Porque éste alcanzó desde luego gran poder, llevando consigo a Arrideo como un depositario y guarda de la autoridad real, pues que había sido tenido en Filina, mujer de baja estirpe y pública, y no tenía cabal el juicio por enfermedad no natural o que le hubiese venido por sí sin causa, sino que habiendo manifestado, según dicen, una índole agraciable y buena disposición siendo todavía niño, después Olimpíade le hizo enfermar con hierbas y le perturbó la razón.