Miguel de Cervantes
Saavedra
El Ingenioso
Hidalgo
Don Quijote
de la Mancha
TASA
Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de
Cámara del Rey nuestro señor, de los que
residen en su Consejo, certifico y doy fe que,
habiendo visto por los señores dél un libro
intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha,
compuesto por Miguel de Cervantes
Saavedra, tasaron cada pliego del dicho libro
a tres maravedís y medio; el cual tiene
ochenta y tres pliegos, que al dicho precio
monta el dicho libro docientos y noventa
maravedís y medio, en que se ha de vender
en papel; y dieron licencia para que a este
precio se pueda vender, y mandaron que esta
tasa se ponga al principio del dicho libro, y
no se pueda vender sin ella. Y, para que dello
conste, di la presente en Valladolid, a veinte
días del mes de deciembre de mil y
seiscientos y cuatro años.
Juan Gallo de Andrada.
TESTIMONIO DE LAS ERRATAS
Este libro no tiene cosa digna que no
corresponda a su original; en testimonio de lo
haber correcto, di esta fee. En el Colegio de
la Madre de Dios de los Teólogos de la , en
primero de diciembre de 1604 años.
El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
EL REY
Por cuanto por parte de vos, Miguel de
Cervantes, nos fue fecha relación que
habíades compuesto un libro intitulado El
ingenioso hidalgo de la Mancha, el cual os
había costado mucho trabajo y era muy útil y
provechoso, nos pedistes y suplicastes os
mandásemos dar licencia y facultad para le
poder imprimir, y previlegio por el tiempo que
fuésemos servidos, o como la nuestra merced
fuese; lo cual visto por los del nuestro
Consejo, por cuanto en el dicho libro se
hicieron las diligencias que la premática
últimamente por nos fecha sobre la impresión
de los libros dispone, fue acordado que
debíamos mandar dar esta nuestra cédula
para vos, en la dicha razón; y nos tuvímoslo
por bien. Por la cual, por os hacer bien y
merced, os damos licencia y facultad para
que vos, o la persona que vuestro poder
hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir el
dicho libro, intitulado El ingenioso hidalgo de
la Mancha, que desuso se hace mención, en
todos estos nuestros reinos de Castilla, por
tiempo y espacio de diez años, que corran y
se cuenten desde el dicho día de la data
desta nuestra cédula; so pena que la persona
o personas que, sin tener vuestro poder, lo
imprimiere o vendiere, o hiciere imprimir o
vender, por el mesmo caso pierda la
impresión que
hiciere, con los moldes y aparejos della; y
más, incurra en pena de cincuenta mil
maravedís cada vez que lo contrario hiciere.
La cual dicha pena sea la tercia parte para la
persona que lo acusare, y la otra tercia parte
para nuestra Cámara, y la otra tercia parte
para el juez que lo sentenciare. Con tanto
que todas las veces que hubiéredes de hacer
imprimir el dicho libro, durante el tiempo de
los dichos diez años, le traigáis al nuestro
Consejo, juntamente con el original que en él
fue visto, que va rubricado cada plana y
firmado al fin dél de Juan Gallo de Andrada,
nuestro Escribano de Cámara, de los que en
él residen, para saber si la dicha impresión
está conforme el original; o traigáis fe en
pública forma de cómo por corretor
nombrado por nuestro mandado, se vio y
corrigió la dicha impresión por el original, y
se imprimió conforme a él, y quedan
impresas las erratas por él apuntadas, para
cada un libro de los que así fueren impresos,
para que se tase el precio que por cada
volume hubiéredes de haber. Y mandamos al
impresor que así imprimiere el dicho libro, no
imprima el principio ni el primer pliego dél, ni
entregue más de un solo libro con el original
al autor, o persona a cuya costa lo
imprimiere, ni otro alguno, para efeto de la
dicha correción y tasa, hasta que antes y
primero el dicho libro esté corregido y tasado
por los del nuestro Consejo; y, estando
hecho, y no de otra manera, pueda imprimir
el dicho principio y primer pliego, y
sucesivamente ponga esta nuestra cédula y la
aprobación, tasa y erratas, so pena de caer e
incurrir en las penas contenidas en las leyes y
premáticas destos nuestros reinos. Y
mandamos a los del nuestro Consejo, y a
otras cualesquier justicias dellos, guarden y
cumplan esta nuestra cédula y lo en ella
contenido. Fecha en Valladolid, a veinte y seis
días del mes de setiembre de mil y
seiscientos y cuatro años.
YO, EL REY.
Por mandado del Rey nuestro señor:
Juan de Amezqueta.
AL DUQUE DE BÉJAR,
marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar
y Bañares, vizconde de La Puebla de
Alcocer, señor de las villas de Capilla, Curiel
y Burguillos
En fe del buen acogimiento y honra que
hace Vuestra Excelencia a toda suerte de
libros, como príncipe tan inclinado a favorecer
las buenas artes, mayormente las que por su
nobleza no se abaten al servicio y granjerías
del vulgo, he determinado de sacar a luz al
Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha,
al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra
Excelencia, a quien, con el acatamiento que
debo a tanta grandeza, suplico le reciba
agradablemente en su protección, para que a
su sombra, aunque desnudo de aquel
precioso ornamento de elegancia y erudición
de que suelen andar vestidas las obras que
se componen en las casas de los hombres
que saben, ose parecer seguramente en el
juicio de algunos que, continiéndose en los
límites de su ignorancia, suelen condenar con
más rigor y menos justicia los trabajos
ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia
de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío
que no desdeñará la cortedad de tan humilde
servicio.
Miguel de Cervantes Saavedra.
PRÓLOGO
Desocupado lector: sin juramento me
podrás creer que quisiera que este libro,
como hijo del entendimiento, fuera el más
hermoso, el más gallardo y más discreto que
pudiera imaginarse. Pero no he podido yo
contravenir al orden de naturaleza; que en
ella cada cosa engendra su semejante. Y así,
¿qué podrá engendrar el estéril y mal
cultivado ingenio mío, sino la historia de un
hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de
pensamientos varios y nunca imaginados de
otro alguno, bien como quien se engendró en
una cárcel, donde toda incomodidad tiene su
asiento y donde todo triste ruido hace su
habitación? El sosiego, el lugar apacible, la
amenidad de los campos, la serenidad de los
cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud
del espíritu son grande parte para que las
musas más estériles se muestren fecundas y
ofrezcan partos al mundo que le colmen de
maravilla y de contento. Acontece tener un
padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el
amor que le tiene le pone una venda en los
ojos para que no vea sus faltas, antes las
juzga por discreciones y lindezas y las cuenta
a sus amigos por agudezas y donaires. Pero
yo, que, aunque parezco padre, soy
padrastro de Don Quijote, no quiero irme con
la corriente del uso, ni suplicarte, casi con las
lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector
carísimo, que perdones o disimules las faltas
que en este mi hijo vieres; y ni eres su
pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu
cuerpo y tu libre albedrío como el más
pintado, y estás en tu casa, donde eres señor
della, como el rey de sus alcabalas, y sabes
lo que comúnmente se dice: que debajo de
mi manto, al rey mato. Todo lo cual te esenta
y hace libre de todo respecto y obligación; y
así, puedes decir de la historia todo aquello
que te pareciere, sin temor que te calunien
por el mal ni te premien por el bien que
dijeres della.
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin
el ornato de prólogo, ni de la inumerabilidad
y catálogo de los acostumbrados sonetos,
epigramas y elogios que al principio de los
libros suelen ponerse. Porque te sé decir que,
aunque me costó algún trabajo componerla,
ninguno tuve por mayor que hacer esta
prefación que vas leyendo. Muchas veces
tomé la pluma para escribille, y muchas la
dejé, por no saber lo que escribiría; y,
estando una suspenso, con el papel delante,
la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la
mano en la mejilla, pensando lo que diría,
entró a deshora un amigo mío, gracioso y
bien entendido, el cual, viéndome tan
imaginativo, me preguntó la causa; y, no
encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el
prólogo que había de hacer a la historia de
don Quijote, y que me tenía de suerte que ni
quería hacerle, ni menos sacar a luz las
hazañas de tan noble caballero.
—Porque, ¿cómo queréis vos que no me
tenga confuso el qué dirá el antiguo
legislador que llaman vulgo cuando vea que,
al cabo de tantos años como ha que duermo
en el silencio del olvido, salgo ahora, con
todos mis años a cuestas, con una leyenda
seca como un esparto, ajena de invención,
menguada de estilo, pobre de concetos y
falta de toda erudición y doctrina; sin
acotaciones en las márgenes y sin
anotaciones en el fin del libro, como veo que
están otros libros, aunque sean fabulosos y
profanos, tan llenos de sentencias de
Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de
filósofos, que admiran a los leyentes y tienen
a sus autores por hombres leídos, eruditos y
elocuentes? ¡Pues qué, cuando citan la Divina
Escritura! No dirán sino que son unos santos
Tomases y otros doctores de la Iglesia;
guardando en esto un decoro tan ingenioso,
que en un renglón han pintado un enamorado
destraído y en otro hacen un sermoncico
cristiano, que es un contento y un regalo oílle
o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro,
porque ni tengo qué acotar en el margen, ni
qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores
sigo en él, para ponerlos al principio, como
hacen todos, por las letras del A.B.C.,
comenzando en Aristóteles y acabando en
Xenofonte y en Zoílo o Zeuxis, aunque fue
maldiciente el uno y pintor el otro. También
ha de carecer mi libro de sonetos al principio,
a lo menos de sonetos cuyos autores sean
duques, marqueses, condes, obispos, damas
o poetas celebérrimos; aunque, si yo los
pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo sé
que me los darían, y tales, que no les
igualasen los de aquellos que tienen más
nombre en nuestra España. En fin, señor y
amigo mío
—proseguí
—, yo determino que el
señor don Quijote se quede sepultado en sus
archivos en la Mancha, hasta que el cielo
depare quien le adorne de tantas cosas como
le faltan; porque yo me hallo incapaz de
remediarlas, por mi insuficiencia y pocas
letras, y porque naturalmente soy poltrón y
perezoso de andarme buscando autores que
digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí
nace la suspensión y elevamiento, amigo, en
que me hallastes; bastante causa para
ponerme en ella la que de mí habéis oído.
Oyendo lo cual mi amigo, dándose una
palmada en la frente y disparando en una
carga de risa, me dijo:
—Por Dios, hermano, que agora me acabo
de desengañar de un engaño en que he
estado todo el mucho tiempo que ha que os
conozco, en el cual siempre os he tenido por
discreto y prudente en todas vuestras
aciones. Pero agora veo que estáis tan lejos
de serlo como lo está el cielo de la tierra.
¿Cómo que es posible que cosas de tan poco
momento y tan fáciles de remediar puedan
tener fuerzas de suspender y absortar un
ingenio tan maduro como el vuestro, y tan
hecho a romper y atropellar por otras
dificultades mayores? A la fe, esto no nace de
falta de habilidad, sino de sobra de pereza y
penuria de discurso. ¿Queréis ver si es
verdad lo que digo? Pues estadme atento y
veréis cómo, en un abrir y cerrar de ojos,
confundo todas vuestras dificultades y
remedio todas las faltas que decís que os
suspenden y acobardan para dejar de sacar a
la luz del mundo la historia de vuestro
famoso don Quijote, luz y espejo de toda la
caballería andante.
—Decid
—le repliqué yo, oyendo lo que me
decía
—: ¿de qué modo pensáis llenar el vacío
de mi temor y reducir a claridad el caos de mi
confusión?
A lo cual él dijo:
—Lo primero en que reparáis de los
sonetos, epigramas o elogios que os faltan
para el principio, y que sean de personajes
graves y de título, se puede remediar en que
vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos,
y después los podéis bautizar y poner el
nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste
Juan de las Indias o al Emperador de
Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia
que fueron famosos poetas; y cuando no lo
hayan sido y hubiere algunos pedantes y
bachilleres que por detrás os muerdan y
murmuren desta verdad, no se os dé dos
maravedís; porque, ya que os averigüen la
mentira, no os han de cortar la mano con que
lo escribistes.
»En lo de citar en las márgenes los libros y
autores de donde sacáredes las sentencias y
dichos que pusiéredes en vuestra historia, no
hay más sino hacer, de manera que venga a
pelo, algunas sentencias o latines que vos
sepáis de memoria, o, a lo menos, que os
cuesten poco trabajo el buscalle; como será
poner, tratando de libertad y cautiverio:
Non bene pro toto libertas venditur auro.
Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a
quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la
muerte, acudir luego con:
Pallida mors aequo pulsat pede pauperum
tabernas, Regumque turres.
Si de la amistad y amor que Dios manda
que se tenga al enemigo, entraros luego al
punto por la Escritura Divina, que lo podéis
hacer con tantico de curiosidad, y decir las
palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego
autem dico vobis: diligite inimicos vestros. Si
tratáredes de malos pensamientos, acudid
con el Evangelio: De corde exeunt
cogitationes malae. Si de la instabilidad de
los amigos, ahí está Catón, que os dará su
dístico:
Donec eris felix, multos numerabis amicos,
tempora si fuerint nubila, solus eris.
Y con estos latinicos y otros tales os
tendrán siquiera por gramático, que el serlo
no es de poca honra y provecho el día de
hoy.
»En lo que toca el poner anotaciones al fin
del libro, seguramente lo podéis hacer desta
manera: si nombráis algún gigante en
vuestro libro, hacelde que sea el gigante
Golías, y con sólo esto, que os costará casi
nada, tenéis una grande anotación, pues
podéis poner: El gigante Golías, o Goliat, fue
un filisteo a quien el pastor David mató de
una gran pedrada en el valle de Terebinto,
según se cuenta en el Libro de los Reyes, en
el Capítulo que vos halláredes que se escribe.
Tras esto, para mostraros hombre erudito en
letras humanas y cosmógrafo, haced de
modo como en vuestra historia se nombre el
río Tajo, y veréisos luego con otra famosa
anotación, poniendo: El río Tajo fue así dicho
por un rey de las Españas; tiene su
nacimiento en tal lugar y muere en el mar
océano, besando los muros de la famosa
ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las
arenas de oro, etc. Si tratáredes de ladrones,
yo os diré la historia de Caco, que la sé de
coro; si de mujeres rameras, ahí está el
obispo de Mondoñedo, que os prestará a
Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará
gran crédito; si de crueles, Ovidio os
entregará a Medea; si de encantadores y
hechiceras, Homero tiene a Calipso, y Virgilio
a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo
Julio César os prestará a sí mismo en sus
Comentarios, y Plutarco os dará mil
Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos
onzas que sepáis de la lengua toscana,
toparéis con León Hebreo, que os hincha las
medidas. Y si no queréis andaros por tierras
extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca,
Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que
vos y el más ingenioso acertare a desear en
tal materia. En resolución, no hay más sino
que vos procuréis nombrar estos nombres, o
tocar estas historias en la vuestra, que aquí
he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner
las anotaciones y acotaciones; que yo os voto
a tal de llenaros las márgenes y de gastar
cuatro pliegos en el fin del libro.
»Vengamos ahora a la citación de los
autores que los otros libros tienen, que en el
vuestro os faltan. El remedio que esto tiene
es muy fácil, porque no habéis de hacer otra
cosa que buscar un libro que los acote todos,
desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues
ese mismo abecedario pondréis vos en
vuestro libro; que, puesto que a la clara se
vea la mentira, por la poca necesidad que vos
teníades de aprovecharos dellos, no importa
nada; y quizá alguno habrá tan simple, que
crea que de todos os habéis aprovechado en
la simple y sencilla historia vuestra; y,
cuando no sirva de otra cosa, por lo menos
servirá aquel largo catálogo de autores a dar
de improviso autoridad al libro. Y más, que
no habrá quien se ponga a averiguar si los
seguistes o no los seguistes, no yéndole nada
en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la
cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad
de ninguna cosa de aquellas que vos decís
que le falta, porque todo él es una invectiva
contra los libros de caballerías, de quien
nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San
Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de
la cuenta de sus fabulosos disparates las
puntualidades de la verdad, ni las
observaciones de la astrología; ni le son de
importancia las medidas geométricas, ni la
confutación de los argumentos de quien se
sirve la retórica; ni tiene para qué predicar a
ninguno, mezclando lo humano con lo divino,
que es un género de mezcla de quien no se
ha de vestir ningún cristiano entendimiento.
Sólo tiene que aprovecharse de la imitación
en lo que fuere escribiendo; que, cuanto ella
fuere más perfecta, tanto mejor será lo que
se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura
no mira a más que a deshacer la autoridad y
cabida que en el mundo y en el vulgo tienen
los libros de caballerías, no hay para qué
andéis mendigando sentencias de filósofos,
consejos de la Divina Escritura, fábulas de
poetas, oraciones de retóricos, milagros de
santos, sino procurar que a la llana, con
palabras significantes, honestas y bien
colocadas, salga vuestra oración y período
sonoro y festivo; pintando, en todo lo que
alcanzáredes y fuere posible, vuestra
intención, dando a entender vuestros
conceptos sin intricarlos y escurecerlos.
Procurad también que, leyendo vuestra
historia, el melancólico se mueva a risa, el
risueño la acreciente, el simple no se enfade,
el discreto se admire de la invención, el grave
no la desprecie, ni el prudente deje de
alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a
derribar la máquina mal fundada destos
caballerescos libros, aborrecidos de tantos y
alabados de muchos más; que si esto
alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo
que mi amigo me decía, y de tal manera se
imprimieron en mí sus razones que, sin
ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y
de ellas mismas quise hacer este prólogo; en
el cual verás, lector suave, la discreción de mi
amigo, la buena ventura mía en hallar en
tiempo tan necesitado tal consejero, y el
alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin
revueltas la historia del famoso don Quijote
de la Mancha, de quien hay opinión, por
todos los habitadores del distrito del campo
de Montiel, que fue el más casto enamorado
y el más valiente caballero que de muchos
años a esta parte se vio en aquellos
contornos. Yo no quiero encarecerte el
servicio que te hago en darte a conocer tan
noble y tan honrado caballero, pero quiero
que me agradezcas el conocimiento que
tendrás del famoso Sancho Panza, su
escudero, en quien, a mi parecer, te doy
cifradas todas las gracias escuderiles que en
la caterva de los libros vanos de caballerías
están esparcidas.
Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no
olvide. Vale.
AL LIBRO DE DON QUIJOTE DE LA
MANCHA
Urganda la desconocida
Si de llegarte a los bue
—,
libro, fueres con letu
—,
no te dirá el boquirru
—
que no pones bien los de
—.
Mas si el pan no se te cue
—
por ir a manos de idio
—,
verás de manos a bo
—,
aun no dar una en el cla
—,
si bien se comen las ma
—
por mostrar que son curio
—.
Y, pues la expiriencia ense
—
que el que a buen árbol se arri
—
buena sombra le cobi
—,
en Béjar tu buena estre
—
un árbol real te ofre
—
que da príncipes por fru
—,
en el cual floreció un du
—
que es nuevo Alejandro Ma
—:
llega a su sombra, que a osa
—
favorece la fortu
—.
De un noble hidalgo manche
—
contarás las aventu
—,
a quien ociosas letu
—,
trastornaron la cabe
—:
damas, armas, caballe
—,
le provocaron de mo
—,
que, cual Orlando furio
—,
templado a lo enamora
—,
alcanzó a fuerza de bra
—
a Dulcinea del Tobo
—.
No indiscretos hieroglí
—
estampes en el escu
—,
que, cuando es todo figu
—,
con ruines puntos se envi
—.
Si en la dirección te humi
—,
no dirá, mofante, algu
—:
''¡Qué don Álvaro de Lu
—,
qué Anibal el de Carta
—,
qué rey Francisco en Espa
—
se queja de la Fortu
—!''
Pues al cielo no le plu
—
que salieses tan ladi
—
como el negro Juan Lati
—,
hablar latines rehú
—.
No me despuntes de agu
—,
ni me alegues con filó
—,
porque, torciendo la bo
—,
dirá el que entiende la le
—,
no un palmo de las ore
—:
''¿Para qué conmigo flo
—?''
No te metas en dibu
—,
ni en saber vidas aje
—,
que, en lo que no va ni vie
—,
pasar de largo es cordu
—.
Que suelen en caperu
—
darles a los que grace
—;
mas tú quémate las ce
—
sólo en cobrar buena fa
—;
que el que imprime neceda
—
dalas a censo perpe
—.
Advierte que es desati
—,
siendo de vidrio el teja
—,
tomar piedras en las ma
—
para tirar al veci
—.
Deja que el hombre de jui
—,
en las obras que compo
—,
se vaya con pies de plo
—;
que el que saca a luz pape
—
para entretener donce
—
escribe a tontas y a lo
—.
AMADÍS DE GAULA
A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Tú, que imitaste la llorosa vida
que tuve, ausente y desdeñado sobre
el gran ribazo de la Peña Pobre,
de alegre a penitencia reducida;
tú, a quien los ojos dieron la bebida
de abundante licor, aunque salobre,
y alzándote la plata, estaño y cobre,
te dio la tierra en tierra la comida,
vive seguro de que eternamente,
en tanto, al menos, que en la cuarta
esfera,
sus caballos aguije el rubio Apolo,
tendrás claro renombre de valiente;
tu patria será en todas la primera;
tu sabio autor, al mundo único y solo.
DON BELIANÍS DE GRECIA A DON
QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Rompí, corté, abollé, y dije y hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la Fama que eternice;
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto satisfice.
Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
y trajo del copete mi cordura
a la calva Ocasión al estricote.
Más, aunque sobre el cuerno de la luna
siempre se vio encumbrada mi ventura,
tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
LA SEÑORA ORIANA A DULCINEA DEL
TOBOSO
Soneto
¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste
del comedido hidalgo don Quijote!
Que así envidiada fuera, y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escote.
GANDALÍN, ESCUDERO DE AMADÍS DE
GAULA, A SANCHO PANZA, ESCUDERO DE
DON QUIJOTE
Soneto
Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
cuando en el trato escuderil te puso,
tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
que lo pasaste sin desgracia alguna.
Ya la azada o la hoz poco repugna
al andante ejercicio; ya está en uso
la llaneza escudera, con que acuso
al soberbio que intenta hollar la luna.
Envidio a tu jumento y a tu nombre,
y a tus alforjas igualmente invidio,
que mostraron tu cuerda providencia.
Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen
hombre,
que a solo tú nuestro español Ovidio
con buzcorona te hace reverencia.
DEL DONOSO, POETA ENTREVERADO, A
SANCHO PANZA Y ROCINANTE
Soy Sancho Panza, escude
—
del manchego don Quijo
—.
Puse pies en polvoro
—,
por vivir a lo discre
—;
que el tácito Villadie
—
toda su razón de esta
—
cifró en una retira
—,
según siente Celesti
—,
libro, en mi opinión, divi
—
si encubriera más lo huma
—.
A Rocinante
Soy Rocinante, el famo
—
bisnieto del gran Babie
—.
Por pecados de flaque
—,
fui a poder de un don Quijo
—.
Parejas corrí a lo flo
—;
mas, por uña de caba
—,
no se me escapó ceba
—;
que esto saqué a Lazari
—
cuando, para hurtar el vi
—
al ciego, le di la pa
—.
ORLANDO FURIOSO A DON QUIJOTE DE
LA MANCHA
Soneto
Si no eres par, tampoco le has tenido:
que par pudieras ser entre mil pares;
ni puede haberle donde tú te hallares,
invito vencedor, jamás vencido.
Orlando soy, Quijote, que, perdido
por Angélica, vi remotos mares,
ofreciendo a la Fama en sus altares
aquel valor que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual; que este decoro
se debe a tus proezas y a tu fama,
puesto que, como yo, perdiste el seso.
Mas serlo has mío, si al soberbio moro
y cita fiero domas, que hoy nos llama
iguales en amor con mal suceso.
EL CABALLERO DEL FEBO A DON
QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
A vuestra espada no igualó la mía,
Febo español, curioso cortesano,
ni a la alta gloria de valor mi mano,
que rayo fue do nace y muere el día.
Imperios desprecié; la monarquía
que me ofreció el Oriente rojo en vano
dejé, por ver el rostro soberano
de Claridiana, aurora hermosa mía.
Améla por milagro único y raro,
y, ausente en su desgracia, el propio
infierno
temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
por Dulcinea sois al mundo eterno,
y ella, por vos, famosa, honesta y
sabia.
DE SOLISDÁN A DON QUIJOTE DE LA
MANCHA
Soneto
Maguer, señor Quijote, que sandeces
vos tengan el cerbelo derrumbado,
nunca seréis de alguno reprochado
por home de obras viles y soeces.
Serán vuesas fazañas los joeces,
pues tuertos desfaciendo habéis
andado,
siendo vegadas mil apaleado
por follones cautivos y raheces.
Y si la vuesa linda Dulcinea
desaguisado contra vos comete,
ni a vuesas cuitas muestra buen
talante,
en tal desmán, vueso conorte sea
que Sancho Panza fue mal alcagüete,
necio él, dura ella, y vos no amante.
DIÁLOGO ENTRE BABIECA Y
ROCINANTE
Soneto
B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan
delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la
paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.
B. Andá, señor, que estáis muy mal
criado,
pues vuestra lengua de asno al amo
ultraja.
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.
B. ¿Es necedad amar? R. No es gran
prudencia.
B. Metafísico estáis. R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero. R. No es
bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?
Primera parte del
ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha
Capítulo I. Que trata de la
condición y ejercicio del
famoso hidalgo don Quijote
de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre
no quiero acordarme, no ha mucho tiempo
que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor. Una olla de algo más vaca que
carnero, salpicón las más noches, duelos y
quebrantos los sábados, lantejas los viernes,
algún palomino de añadidura los domingos,
consumían las tres partes de su hacienda. El
resto della concluían sayo de velarte, calzas
de velludo para las fiestas, con sus pantuflos
de lo mesmo, y los días de entresemana se
honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía
en su casa una ama que pasaba de los
cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los
veinte, y un mozo de campo y plaza, que así
ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los
cincuenta años; era de complexión recia,
seco de carnes, enjuto de rostro, gran
madrugador y amigo de la caza. Quieren
decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o
Quesada, que en esto hay alguna diferencia
en los autores que deste caso escriben;
aunque, por conjeturas verosímiles, se deja
entender que se llamaba Quejana. Pero esto
importa poco a nuestro cuento; basta que en
la narración dél no se salga un punto de la
verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho
hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran
los más del año, se daba a leer libros de
caballerías, con tanta afición y gusto, que
olvidó casi de todo punto el ejercicio de la
caza, y aun la administración de su hacienda.
Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en
esto, que vendió muchas hanegas de tierra
de sembradura para comprar libros de
caballerías en que leer, y así, llevó a su casa
todos cuantos pudo haber dellos; y de todos,
ningunos le parecían tan bien como los que
compuso el famoso Feliciano de Silva, porque
la claridad de su prosa y aquellas entricadas
razones suyas le parecían de perlas, y más
cuando llegaba a leer aquellos requiebros y
cartas de desafíos, donde en muchas partes
hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a
mi razón se hace, de tal manera mi razón
enflaquece, que con razón me quejo de la
vuestra fermosura. Y también cuando leía:
...los altos cielos que de vuestra divinidad
divinamente con las estrellas os fortifican, y
os hacen merecedora del merecimiento que
merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero
el juicio, y desvelábase por entenderlas y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara
ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si
resucitara para sólo ello. No estaba muy bien
con las heridas que don Belianís daba y
recebía, porque se imaginaba que, por
grandes maestros que le hubiesen curado, no
dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo
lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo,
alababa en su autor aquel acabar su libro con
la promesa de aquella inacabable aventura, y
muchas veces le vino deseo de tomar la
pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí
se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y
aun saliera con ello, si otros mayores y
continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura
de su lugar
—que era hombre docto,
graduado en Sigüenza
—, sobre cuál había
sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra
o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás,
barbero del mesmo pueblo, decía que
ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que
si alguno se le podía comparar, era don
Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque
tenía muy acomodada condición para todo;
que no era caballero melindroso, ni tan llorón
como su hermano, y que en lo de la valentía
no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su
letura, que se le pasaban las noches leyendo
de claro en claro, y los días de turbio en
turbio; y así, del poco dormir y del mucho
leer, se le secó el celebro, de manera que
vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía
de todo aquello que leía en los libros, así de
encantamentos como de pendencias, batallas,
desafíos, heridas, requiebros, amores,
tormentas y disparates imposibles; y
asentósele de tal modo en la imaginación que
era verdad toda aquella máquina de aquellas
sonadas soñadas invenciones que leía, que
para él no había otra historia más cierta en el
mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había
sido muy buen caballero, pero que no tenía
que ver con el Caballero de la Ardiente
Espada, que de sólo un revés había partido
por medio dos fieros y descomunales
gigantes. Mejor estaba con Bernardo del
Carpio, porque en Roncesvalles había muerto
a Roldán el encantado, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo,
el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía
mucho bien del gigante Morgante, porque,
con ser de aquella generación gigantea, que
todos son soberbios y descomedidos, él solo
era afable y bien criado. Pero, sobre todos,
estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y
más cuando le veía salir de su castillo y robar
cuantos topaba, y cuando en allende robó
aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro,
según dice su historia. Diera él, por dar una
mano de coces al traidor de Galalón, al ama
que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar
en el más estraño pensamiento que jamás
dio loco en el mundo; y fue que le pareció
convenible y necesario, así para el aumento
de su honra como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, y irse
por todo el mundo con sus armas y caballo a
buscar las aventuras y a ejercitarse en todo
aquello que él había leído que los caballeros
andantes se ejercitaban, deshaciendo todo
género de agravio, y poniéndose en
ocasiones y peligros donde, acabándolos,
cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase
el pobre ya coronado por el valor de su brazo,
por lo menos, del imperio de Trapisonda; y
así, con estos tan agradables pensamientos,
llevado del estraño gusto que en ellos sentía,
se dio priesa a poner en efeto lo que
deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas
armas que habían sido de sus bisabuelos,
que, tomadas de orín y llenas de moho,
luengos siglos había que estaban puestas y
olvidadas en un rincón. Limpiólas y
aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que
tenían una gran falta, y era que no tenían
celada de encaje, sino morrión simple; mas a
esto suplió su industria, porque de cartones
hizo un modo de media celada, que, encajada
con el morrión, hacían una apariencia de
celada entera. Es verdad que para probar si
era fuerte y podía estar al riesgo de una
cuchillada, sacó su espada y le dio dos
golpes, y con el primero y en un punto
deshizo lo que había hecho en una semana; y
no dejó de parecerle mal la facilidad con que
la había hecho pedazos, y, por asegurarse
deste peligro, la tornó a hacer de nuevo,
poniéndole unas barras de hierro por de
dentro, de tal manera que él quedó satisfecho
de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva
experiencia della, la diputó y tuvo por celada
finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía
más cuartos que un real y más tachas que el
caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa
fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro
ni Babieca el del Cid con él se igualaban.
Cuatro días se le pasaron en imaginar qué
nombre le pondría; porque, según se decía él
a sí mesmo, no era razón que caballo de
caballero tan famoso, y tan bueno él por sí,
estuviese sin nombre conocido; y ansí,
procuraba acomodársele de manera que
declarase quién había sido, antes que fuese
de caballero andante, y lo que era entonces;
pues estaba muy puesto en razón que,
mudando su señor estado, mudase él
también el nombre, y le cobrase famoso y de
estruendo, como convenía a la nueva orden y
al nuevo ejercicio que ya profesaba. Y así,
después de muchos nombres que formó,
borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer
en su memoria e imaginación, al fin le vino a
llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto,
sonoro y significativo de lo que había sido
cuando fue rocín, antes de lo que ahora era,
que era antes y primero de todos los rocines
del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su
caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este
pensamiento duró otros ocho días, y al cabo
se vino a llamar don Quijote; de donde
—
como queda dicho
— tomaron ocasión los
autores desta tan verdadera historia que, sin
duda, se debía de llamar Quijada, y no
Quesada, como otros quisieron decir. Pero,
acordándose que el valeroso Amadís no sólo
se había contentado con llamarse Amadís a
secas, sino que añadió el nombre de su reino
y patria, por Hepila famosa, y se llamó
Amadís de Gaula, así quiso, como buen
caballero, añadir al suyo el nombre de la suya
y llamarse don Quijote de la Mancha, con
que, a su parecer, declaraba muy al vivo su
linaje y patria, y la honraba con tomar el
sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del
morrión celada, puesto nombre a su rocín y
confirmándose a sí mismo, se dio a entender
que no le faltaba otra cosa sino buscar una
dama de quien enamorarse; porque el
caballero andante sin amores era árbol sin
hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase
él a sí:
—Si yo, por malos de mis pecados, o por mi
buena suerte, me encuentro por ahí con
algún gigante, como de ordinario les acontece
a los caballeros andantes, y le derribo de un
encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o,
finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien
tener a quien enviarle presentado y que entre
y se hinque de rodillas ante mi dulce señora,
y diga con voz humilde y rendido: ''Yo,
señora, soy el gigante Caraculiambro, señor
de la ínsula Malindrania, a quien venció en
singular batalla el jamás como se debe
alabado caballero don Quijote de la Mancha,
el cual me mandó que me presentase ante
vuestra merced, para que la vuestra
grandeza disponga de mí a su talante''?
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero
cuando hubo hecho este discurso, y más
cuando halló a quien dar nombre de su dama!
Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca
del suyo había una moza labradora de muy
buen parecer, de quien él un tiempo anduvo
enamorado, aunque, según se entiende, ella
jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase
Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien
darle título de señora de sus pensamientos;
y, buscándole nombre que no desdijese
mucho del suyo, y que tirase y se
encaminase al de princesa y gran señora,
vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque
era natural del Toboso; nombre, a su
parecer, músico y peregrino y significativo,
como todos los demás que a él y a sus cosas
había puesto.
Capítulo II. Que trata de
la primera salida que de su
tierra hizo el ingenioso don
Quijote
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso
aguardar más tiempo a poner en efeto su
pensamiento, apretándole a ello la falta que
él pensaba que hacía en el mundo su
tardanza, según eran los agravios que
pensaba deshacer, tuertos que enderezar,
sinrazones que emendar, y abusos que
mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin
dar parte a persona alguna de su intención, y
sin que nadie le viese, una mañana, antes del
día, que era uno de los calurosos del mes de
julio, se armó de todas sus armas, subió
sobre Rocinante, puesta su mal compuesta
celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y,
por la puerta falsa de un corral, salió al
campo con grandísimo contento y alborozo de
ver con cuánta facilidad había dado principio
a su buen deseo. Mas, apenas se vio en el
campo, cuando le asaltó un pensamiento
terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la
comenzada empresa; y fue que le vino a la
memoria que no era armado caballero, y que,
conforme a ley de caballería, ni podía ni debía
tomar armas con ningún caballero; y, puesto
que lo fuera, había de llevar armas blancas,
como novel caballero, sin empresa en el
escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase.
Estos pensamientos le hicieron titubear en su
propósito; mas, pudiendo más su locura que
otra razón alguna, propuso de hacerse armar
caballero del primero que topase, a imitación
de otros muchos que así lo hicieron, según él
había leído en los libros que tal le tenían. En
lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas
de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen
más que un armiño; y con esto se quietó y
prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel
que su caballo quería, creyendo que en
aquello consistía la fuerza de las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante
aventurero, iba hablando consigo mesmo y
diciendo:
—¿Quién duda sino que en los venideros
tiempos, cuando salga a luz la verdadera
historia de mis famosos hechos, que el sabio
que los escribiere no ponga, cuando llegue a
contar esta mi primera salidad tan de
mañana, desta manera?: «Apenas había el
rubicundo Apolo tendido por la faz de la
ancha y espaciosa tierra las doradas hebras
de sus hermosos cabellos, y apenas los
pequeños y pintados pajarillos con sus
arpadas lenguas habían saludado con dulce y
meliflua armonía la venida de la rosada
aurora, que, dejando la blanda cama del
celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se
mostraba, cuando el famoso caballero don
Quijote de la Mancha, dejando las ociosas
plumas, subió sobre su famoso caballo
Rocinante, y comenzó a caminar por el
antiguo y conocido campo de Montiel».
Y era la verdad que por él caminaba. Y
añadió diciendo:
—Dichosa edad, y siglo dichoso aquel
adonde saldrán a luz las famosas hazañas
mías, dignas de entallarse en bronces,
esculpirse en mármoles y pintarse en tablas
para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio
encantador, quienquiera que seas, a quien ha
de tocar el ser coronista desta peregrina
historia, ruégote que no te olvides de mi
buen Rocinante, compañero eterno mío en
todos mis caminos y carreras!
Luego volvía diciendo, como si
verdaderamente fuera enamorado:
—¡Oh princesa Dulcinea, señora deste
cautivo corazón!, mucho agravio me habedes
fecho en despedirme y reprocharme con el
riguroso afincamiento de mandarme no
parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos,
señora, de membraros deste vuestro sujeto
corazón, que tantas cuitas por vuestro amor
padece.
Con éstos iba ensartando otros disparates,
todos al modo de los que sus libros le habían
enseñado, imitando en cuanto podía su
lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y
el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor,
que fuera bastante a derretirle los sesos, si
algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle
cosa que de contar fuese, de lo cual se
desesperaba, porque quisiera topar luego
luego con quien hacer experiencia del valor
de su fuerte brazo. Autores hay que dicen
que la primera aventura que le avino fue la
del Puerto Lápice; otros dicen que la de los
molinos de viento; pero, lo que yo he podido
averiguar en este caso, y lo que he hallado
escrito en los Anales de la Mancha, es que él
anduvo todo aquel día, y, al anochecer, su
rocín y él se hallaron cansados y muertos de
hambre; y que, mirando a todas partes por
ver si descubriría algún castillo o alguna
majada de pastores donde recogerse y
adonde pudiese remediar su mucha hambre y
necesidad, vio, no lejos del camino por donde
iba, una venta, que fue como si viera una
estrella que, no a los portales, sino a los
alcázares de su redención le encaminaba.
Diose priesa a caminar, y llegó a ella a
tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres
mozas, destas que llaman del partido, las
cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en
la venta aquella noche acertaron a hacer
jornada; y, como a nuestro aventurero todo
cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía
ser hecho y pasar al modo de lo que había
leído, luego que vio la venta, se le representó
que era un castillo con sus cuatro torres y
chapiteles de luciente plata, sin faltarle su
puente levadiza y honda cava, con todos
aquellos adherentes que semejantes castillos
se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él
le parecía castillo, y a poco trecho della
detuvo las riendas a Rocinante, esperando
que algún enano se pusiese entre las almenas
a dar señal con alguna trompeta de que
llegaba caballero al castillo. Pero, como vio
que se tardaban y que Rocinante se daba
priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la
puerta de la venta, y vio a las dos destraídas
mozas que allí estaban, que a él le parecieron
dos hermosas doncellas o dos graciosas
damas que delante de la puerta del castillo se
estaban solazando. En esto, sucedió acaso
que un porquero que andaba recogiendo de
unos rastrojos una manada de puercos
—que,
sin perdón, así se llaman
— tocó un cuerno, a
cuya señal ellos se recogen, y al instante se
le representó a don Quijote lo que deseaba,
que era que algún enano hacía señal de su
venida; y así, con estraño contento, llegó a la
venta y a las damas, las cuales, como vieron
venir un hombre de aquella suerte, armado y
con lanza y adarga, llenas de miedo, se iban
a entrar en la venta; pero don Quijote,
coligiendo por su huida su miedo, alzándose
la visera de papelón y descubriendo su seco y
polvoroso rostro, con gentil talante y voz
reposada, les dijo:
—No fuyan las vuestras mercedes ni teman
desaguisado alguno; ca a la orden de
caballería que profeso non toca ni atañe
facerle a ninguno, cuanto más a tan altas
doncellas como vuestras presencias
demuestran.
Mirábanle las mozas, y andaban con los
ojos buscándole el rostro, que la mala visera
le encubría; mas, como se oyeron llamar
doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no
pudieron tener la risa, y fue de manera que
don Quijote vino a correrse y a decirles:
—Bien parece la mesura en las fermosas, y
es mucha sandez además la risa que de leve
causa procede; pero no vos lo digo porque os
acuitedes ni mostredes mal talante; que el
mío non es de ál que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y
el mal talle de nuestro caballero acrecentaba
en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy
adelante si a aquel punto no saliera el
ventero, hombre que, por ser muy gordo, era
muy pacífico, el cual, viendo aquella figura
contrahecha, armada de armas tan
desiguales como eran la brida, lanza, adarga
y coselete, no estuvo en nada en acompañar
a las doncellas en las muestras de su
contento. Mas, en efeto, temiendo la máquina
de tantos pertrechos, determinó de hablarle
comedidamente; y así, le dijo:
—Si vuestra merced, señor caballero, busca
posada, amén del lecho (porque en esta
venta no hay ninguno), todo lo demás se
hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide
de la fortaleza, que tal le pareció a él el
ventero y la venta, respondió:
—Para mí, señor castellano, cualquiera cosa
basta, porque mis arreos son las armas, mi
descanso el pelear, etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado
castellano había sido por haberle parecido de
los sanos de Castilla, aunque él era andaluz,
y de los de la playa de Sanlúcar, no menos
ladrón que Caco, ni menos maleante que
estudiantado paje; y así, le respondió:
—Según eso, las camas de vuestra merced
serán duras peñas, y su dormir, siempre
velar; y siendo así, bien se puede apear, con
seguridad de hallar en esta choza ocasión y
ocasiones para no dormir en todo un año,
cuanto más en una noche.
Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don
Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad
y trabajo, como aquel que en todo aquel día
no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho
cuidado de su caballo, porque era la mejor
pieza que comía pan en el mundo. Miróle el
ventero, y no le pareció tan bueno como don
Quijote decía, ni aun la mitad; y,
acomodándole en la caballeriza, volvió a ver
lo que su huésped mandaba, al cual estaban
desarmando las doncellas, que ya se habían
reconciliado con él; las cuales, aunque le
habían quitado el peto y el espaldar, jamás
supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni
quitalle la contrahecha celada, que traía
atada con unas cintas verdes, y era menester
cortarlas, por no poderse quitar los ñudos;
mas él no lo quiso consentir en ninguna
manera, y así, se quedó toda aquella noche
con la celada puesta, que era la más graciosa
y estraña figura que se pudiera pensar; y, al
desarmarle, como él se imaginaba que
aquellas traídas y llevadas que le desarmaban
eran algunas principales señoras y damas de
aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
—Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino,
o Rocinante, que éste es el nombre,
señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de
la Mancha el mío; que, puesto que no
quisiera descubrirme fasta que las fazañas
fechas en vuestro servicio y pro me
descubrieran, la fuerza de acomodar al
propósito presente este romance viejo de
Lanzarote ha sido causa que sepáis mi
nombre antes de toda sazón; pero, tiempo
vendrá en que las vuestras señorías me
manden y yo obedezca, y el valor de mi
brazo descubra el deseo que tengo de
serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír
semejantes retóricas, no respondían palabra;
sólo le preguntaron si quería comer alguna
cosa.
—Cualquiera yantaría yo
—respondió don
Quijote
—, porque, a lo que entiendo, me
haría mucho al caso.
A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no
había en toda la venta sino unas raciones de
un pescado que en Castilla llaman abadejo, y
en Andalucía bacallao, y en otras partes
curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle
si por ventura comería su merced truchuela,
que no había otro pescado que dalle a comer.
—Como haya muchas truchuelas
—
respondió don Quijote
—, podrán servir de
una trucha, porque eso se me da que me den
ocho reales en sencillos que en una pieza de
a ocho. Cuanto más, que podría ser que
fuesen estas truchuelas como la ternera, que
es mejor que la vaca, y el cabrito que el
cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego,
que el trabajo y peso de las armas no se
puede llevar sin el gobierno de las tripas.
Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta,
por el fresco, y trújole el huésped una porción
del mal remojado y peor cocido bacallao, y un
pan tan negro y mugriento como sus armas;
pero era materia de grande risa verle comer,
porque, como tenía puesta la celada y alzada
la visera, no podía poner nada en la boca con
sus manos si otro no se lo daba y ponía; y
ansí, una de aquellas señoras servía deste
menester. Mas, al darle de beber, no fue
posible, ni lo fuera si el ventero no horadara
una caña, y puesto el un cabo en la boca, por
el otro le iba echando el vino; y todo esto lo
recebía en paciencia, a trueco de no romper
las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un
castrador de puercos; y, así como llegó, sonó
su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con
lo cual acabó de confirmar don Quijote que
estaba en algún famoso castillo, y que le
servían con música, y que el abadejo eran
truchas; el pan, candeal; y las rameras,
damas; y el ventero, castellano del castillo, y
con esto daba por bien empleada su
determinación y salida. Mas lo que más le
fatigaba era el no verse armado caballero,
por parecerle que no se podría poner
legítimamente en aventura alguna sin recebir
la orden de caballería.
Capítulo III. Donde se
cuenta la graciosa manera
que tuvo don Quijote en
armarse caballero
Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió
su venteril y limitada cena; la cual acabada,
llamó al ventero, y, encerrándose con él en la
caballeriza, se hincó de rodillas ante él,
diciéndole:
—No me levantaré jamás de donde estoy,
valeroso caballero, fasta que la vuestra
cortesía me otorgue un don que pedirle
quiero, el cual redundará en alabanza vuestra
y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies
y oyó semejantes razones, estaba confuso
mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y
porfiaba con él que se levantase, y jamás
quiso, hasta que le hubo de decir que él le
otorgaba el don que le pedía.
—No esperaba yo menos de la gran
magnificencia vuestra, señor mío
—respondió
don Quijote
—; y así, os digo que el don que
os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha
sido otorgado, es que mañana en aquel día
me habéis de armar caballero, y esta noche
en la capilla deste vuestro castillo velaré las
armas; y mañana, como tengo dicho, se
cumplirá lo que tanto deseo, para poder,
como se debe, ir por todas las cuatro partes
del mundo buscando las aventuras, en pro de
los menesterosos, como está a cargo de la
caballería y de los caballeros andantes, como
yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es
inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un
poco socarrón y ya tenía algunos barruntos
de la falta de juicio de su huésped, acabó de
creerlo cuando acabó de oírle semejantes
razones, y, por tener qué reír aquella noche,
determinó de seguirle el humor; y así, le dijo
que andaba muy acertado en lo que deseaba
y pedía, y que tal prosupuesto era propio y
natural de los caballeros tan principales como
él parecía y como su gallarda presencia
mostraba; y que él, ansimesmo, en los años
de su mocedad, se había dado a aquel
honroso ejercicio, andando por diversas
partes del mundo buscando sus aventuras,
sin que hubiese dejado los Percheles de
Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla,
Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia,
Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro
de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras
diversas partes, donde había ejercitado la
ligereza de sus pies, sutileza de sus manos,
haciendo muchos tuertos, recuestando
muchas viudas, deshaciendo algunas
doncellas y engañando a algunos pupilos, y,
finalmente, dándose a conocer por cuantas
audiencias y tribunales hay casi en toda
España; y que, a lo último, se había venido a
recoger a aquel su castillo, donde vivía con su
hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a
todos los caballeros andantes, de cualquiera
calidad y condición que fuesen, sólo por la
mucha afición que les tenía y porque
partiesen con él de sus haberes, en pago de
su buen deseo.
Díjole también que en aquel su castillo no
había capilla alguna donde poder velar las
armas, porque estaba derribada para hacerla
de nuevo; pero que, en caso de necesidad, él
sabía que se podían velar dondequiera, y que
aquella noche las podría velar en un patio del
castillo; que a la mañana, siendo Dios
servido, se harían las debidas ceremonias, de
manera que él quedase armado caballero, y
tan caballero que no pudiese ser más en el
mundo.
Preguntóle si traía dineros; respondió don
Quijote que no traía blanca, porque él nunca
había leído en las historias de los caballeros
andantes que ninguno los hubiese traído. A
esto dijo el ventero que se engañaba; que,
puesto caso que en las historias no se
escribía, por haberles parecido a los autores
dellas que no era menester escrebir una cosa
tan clara y tan necesaria de traerse como
eran dineros y camisas limpias, no por eso se
había de creer que no los trujeron; y así,
tuviese por cierto y averiguado que todos los
caballeros andantes, de que tantos libros
están llenos y atestados, llevaban bien
herradas las bolsas, por lo que pudiese
sucederles; y que asimismo llevaban camisas
y una arqueta pequeña llena de ungüentos
para curar las heridas que recebían, porque
no todas veces en los campos y desiertos
donde se combatían y salían heridos había
quien los curase, si ya no era que tenían
algún sabio encantador por amigo, que luego
los socorría, trayendo por el aire, en alguna
nube, alguna doncella o enano con alguna
redoma de agua de tal virtud que, en
gustando alguna gota della, luego al punto
quedaban sanos de sus llagas y heridas,
como si mal alguno hubiesen tenido. Mas
que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron
los pasados caballeros por cosa acertada que
sus escuderos fuesen proveídos de dineros y
de otras cosas necesarias, como eran hilas y
ungüentos para curarse; y, cuando sucedía
que los tales caballeros no tenían escuderos,
que eran pocas y raras veces, ellos mesmos
lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles,
que casi no se parecían, a las ancas del
caballo, como que era otra cosa de más
importancia; porque, no siendo por ocasión
semejante, esto de llevar alforjas no fue muy
admitido entre los caballeros andantes; y por
esto le daba por consejo, pues aún se lo
podía mandar como a su ahijado, que tan
presto lo había de ser, que no caminase de
allí adelante sin dineros y sin las
prevenciones referidas, y que vería cuán bien
se hallaba con ellas cuando menos se
pensase.
Prometióle don Quijote de hacer lo que se le
aconsejaba con toda puntualidad; y así, se
dio luego orden como velase las armas en un
corral grande que a un lado de la venta
estaba; y, recogiéndolas don Quijote todas,
las puso sobre una pila que junto a un pozo
estaba, y, embrazando su adarga, asió de su
lanza y con gentil continente se comenzó a
pasear delante de la pila; y cuando comenzó
el paseo comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban
en la venta la locura de su huésped, la vela
de las armas y la armazón de caballería que
esperaba. Admiráronse de tan estraño género
de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y
vieron que, con sosegado ademán, unas
veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza,
ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por
un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la
noche, pero con tanta claridad de la luna, que
podía competir con el que se la prestaba, de
manera que cuanto el novel caballero hacía
era bien visto de todos. Antojósele en esto a
uno de los arrieros que estaban en la venta ir
a dar agua a su recua, y fue menester quitar
las armas de don Quijote, que estaban sobre
la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le
dijo:
—¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido
caballero, que llegas a tocar las armas del
más valeroso andante que jamás se ciñó
espada!, mira lo que haces y no las toques, si
no quieres dejar la vida en pago de tu
atrevimiento.
No se curó el arriero destas razones (y
fuera mejor que se curara, porque fuera
curarse en salud); antes, trabando de las
correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual
visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo, y,
puesto el pensamiento
—a lo que pareció
—
en su señora Dulcinea, dijo:
—Acorredme, señora mía, en esta primera
afrenta que a este vuestro avasallado pecho
se le ofrece; no me desfallezca en este
primero trance vuestro favor y amparo.
Y, diciendo estas y otras semejantes
razones, soltando la adarga, alzó la lanza a
dos manos y dio con ella tan gran golpe al
arriero en la cabeza, que le derribó en el
suelo, tan maltrecho que, si segundara con
otro, no tuviera necesidad de maestro que le
curara. Hecho esto, recogió sus armas y
tornó a pasearse con el mismo reposo que
primero. Desde allí a poco, sin saberse lo que
había pasado (porque aún estaba aturdido el
arriero), llegó otro con la mesma intención de
dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las
armas para desembarazar la pila, sin hablar
don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie,
soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la
lanza, y, sin hacerla pedazos, hizo más de
tres la cabeza del segundo arriero, porque se
la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la
gente de la venta, y entre ellos el ventero.
Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga,
y, puesta mano a su espada, dijo:
—¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y
vigor del debilitado corazón mío!
Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu
grandeza a este tu cautivo caballero, que
tamaña aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo,
que si le acometieran todos los arrieros del
mundo, no volviera el pie atrás. Los
compañeros de los heridos, que tales los
vieron, comenzaron desde lejos a llover
piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor
que podía, se reparaba con su adarga, y no
se osaba apartar de la pila por no
desamparar las armas. El ventero daba voces
que le dejasen, porque ya les había dicho
como era loco, y que por loco se libraría,
aunque los matase a todos. También don
Quijote las daba, mayores, llamándolos de
alevosos y traidores, y que el señor del
castillo era un follón y mal nacido caballero,
pues de tal manera consentía que se tratasen
los andantes caballeros; y que si él hubiera
recebido la orden de caballería, que él le
diera a entender su alevosía:
—Pero de vosotros, soez y baja canalla, no
hago caso alguno: tirad, llegad, venid y
ofendedme en cuanto pudiéredes, que
vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra
sandez y demasía.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que
infundió un terrible temor en los que le
acometían; y, así por esto como por las
persuasiones del ventero, le dejaron de tirar,
y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela
de sus armas con la misma quietud y sosiego
que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas
de su huésped, y determinó abreviar y darle
la negra orden de caballería luego, antes que
otra desgracia sucediese. Y así, llegándose a
él, se desculpó de la insolencia que aquella
gente baja con él había usado, sin que él
supiese cosa alguna; pero que bien
castigados quedaban de su atrevimiento.
Díjole como ya le había dicho que en aquel
castillo no había capilla, y para lo que restaba
de hacer tampoco era necesaria; que todo el
toque de quedar armado caballero consistía
en la pescozada y en el espaldarazo, según él
tenía noticia del ceremonial de la orden, y
que aquello en mitad de un campo se podía
hacer, y que ya había cumplido con lo que
tocaba al velar de las armas, que con solas
dos horas de vela se cumplía, cuanto más,
que él había estado más de cuatro. Todo se lo
creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí
pronto para obedecerle, y que concluyese con
la mayor brevedad que pudiese; porque si
fuese otra vez acometido y se viese armado
caballero, no pensaba dejar persona viva en
el castillo, eceto aquellas que él le mandase,
a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano,
trujo luego un libro donde asentaba la paja y
cebada que daba a los arrieros, y con un cabo
de vela que le traía un muchacho, y con las
dos ya dichas doncellas, se vino adonde don
Quijote estaba, al cual mandó hincar de
rodillas; y, leyendo en su manual, como que
decía alguna devota oración, en mitad de la
leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello
un buen golpe, y tras él, con su mesma
espada, un gentil espaldazaro, siempre
murmurando entre dientes, como que rezaba.
Hecho esto, mandó a una de aquellas damas
que le ciñese la espada, la cual lo hizo con
mucha desenvoltura y discreción, porque no
fue menester poca para no reventar de risa a
cada punto de las ceremonias; pero las
proezas que ya habían visto del novel
caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la
espada, dijo la buena señora:
—Dios haga a vuestra merced muy
venturoso caballero y le dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba,
porque él supiese de allí adelante a quién
quedaba obligado por la merced recebida;
porque pensaba darle alguna parte de la
honra que alcanzase por el valor de su brazo.
Ella respondió con mucha humildad que se
llamaba la Tolosa, y que era hija de un
remendón natural de Toledo que vivía a las
tendillas de Sancho Bienaya, y que
dondequiera que ella estuviese le serviría y le
tendría por señor. Don Quijote le replicó que,
por su amor, le hiciese merced que de allí
adelante se pusiese don y se llamase doña
Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le calzó
la espuela, con la cual le pasó casi el mismo
coloquio que con la de la espada: preguntóle
su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera,
y que era hija de un honrado molinero de
Antequera; a la cual también rogó don
Quijote que se pusiese don y se llamase doña
Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y
mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta
allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora
don Quijote de verse a caballo y salir
buscando las aventuras; y, ensillando luego a
Rocinante, subió en él, y, abrazando a su
huésped, le dijo cosas tan estrañas,
agradeciéndole la merced de haberle armado
caballero, que no es posible acertar a
referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la
venta, con no menos retóricas, aunque con
más breves palabras, respondió a las suyas,
y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir
a la buen hora.
Capítulo IV. De lo que le
sucedió a nuestro caballero
cuando salió de la venta
La del alba sería cuando don Quijote salió
de la venta, tan contento, tan gallardo, tan
alborozado por verse ya armado caballero,
que el gozo le reventaba por las cinchas del
caballo. Mas, viniéndole a la memoria los
consejos de su huésped cerca de las
prevenciones tan necesarias que había de
llevar consigo, especial la de los dineros y
camisas, determinó volver a su casa y
acomodarse de todo, y de un escudero,
haciendo cuenta de recebir a un labrador
vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero
muy a propósito para el oficio escuderil de la
caballería. Con este pensamiento guió a
Rocinante hacia su aldea, el cual, casi
conociendo la querencia, con tanta gana
comenzó a caminar, que parecía que no ponía
los pies en el suelo.
No había andado mucho, cuando le pareció
que a su diestra mano, de la espesura de un
bosque que allí estaba, salían unas voces
delicadas, como de persona que se quejaba;
y apenas las hubo oído, cuando dijo:
—Gracias doy al cielo por la merced que me
hace, pues tan presto me pone ocasiones
delante donde yo pueda cumplir con lo que
debo a mi profesión, y donde pueda coger el
fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin
duda, son de algún menesteroso o
menesterosa, que ha menester mi favor y
ayuda.
Y, volviendo las riendas, encaminó a
Rocinante hacia donde le pareció que las
voces salían. Y, a pocos pasos que entró por
el bosque, vio atada una yegua a una encina,
y atado en otra a un muchacho, desnudo de
medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince
años, que era el que las voces daba; y no sin
causa, porque le estaba dando con una
pretina muchos azotes un labrador de buen
talle, y cada azote le acompañaba con una
reprehensión y consejo.
Porque decía:
—La lengua queda y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
—No lo haré otra vez, señor mío; por la
pasión de Dios, que no lo haré otra vez; y yo
prometo de tener de aquí adelante más
cuidado con el hato.
Y, viendo don Quijote lo que pasaba, con
voz airada dijo:
—Descortés caballero, mal parece tomaros
con quien defender no se puede; subid sobre
vuestro caballo y tomad vuestra lanza
—que
también tenía una lanza arrimada a la encima
adonde estaba arrendada la yegua
—, que yo
os haré conocer ser de cobardes lo que estáis
haciendo.
El labrador, que vio sobre sí aquella figura
llena de armas blandiendo la lanza sobre su
rostro, túvose por muerto, y con buenas
palabras respondió:
—Señor caballero, este muchacho que estoy
castigando es un mi criado, que me sirve de
guardar una manada de ovejas que tengo en
estos contornos, el cual es tan descuidado,
que cada día me falta una; y, porque castigo
su descuido, o bellaquería, dice que lo hago
de miserable, por no pagalle la soldada que le
debo, y en Dios y en mi ánima que miente.
—¿"Miente", delante de mí, ruin villano?
—
dijo don Quijote
—. Por el sol que nos
alumbra, que estoy por pasaros de parte a
parte con esta lanza. Pagadle luego sin más
réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os
concluya y aniquile en este punto. Desatadlo
luego.
El labrador bajó la cabeza y, sin responder
palabra, desató a su criado, al cual preguntó
don Quijote que cuánto le debía su amo. Él
dijo que nueve meses, a siete reales cada
mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que
montaban setenta y tres reales, y díjole al
labrador que al momento los desembolsase,
si no quería morir por ello. Respondió el
medroso villano que para el paso en que
estaba y juramento que había hecho
—y aún
no había jurado nada
—, que no eran tantos,
porque se le habían de descontar y recebir en
cuenta tres pares de zapatos que le había
dado y un real de dos sangrías que le habían
hecho estando enfermo.
—Bien está todo eso
—replicó don Quijote
—
, pero quédense los zapatos y las sangrías
por los azotes que sin culpa le habéis dado;
que si él rompió el cuero de los zapatos que
vos pagastes, vos le habéis rompido el de su
cuerpo; y si le sacó el barbero sangre
estando enfermo, vos en sanidad se la habéis
sacado; ansí que, por esta parte, no os debe
nada.
—El daño está, señor caballero, en que no
tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo
a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre
otro.
—¿Irme yo con él?
—dijo el muchacho
—.
Mas, ¡mal año! No, señor, ni por pienso;
porque, en viéndose solo, me desuelle como
a un San Bartolomé.
—No hará tal
—replicó don Quijote
—: basta
que yo se lo mande para que me tenga
respeto; y con que él me lo jure por la ley de
caballería que ha recebido, le dejaré ir libre y
aseguraré la paga.
—Mire vuestra merced, señor, lo que dice
—
dijo el muchacho
—, que este mi amo no es
caballero ni ha recebido orden de caballería
alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino
del Quintanar.
—Importa eso poco
—respondió don
Quijote
—, que Haldudos puede haber
caballeros; cuanto más, que cada uno es hijo
de sus obras.
—Así es verdad
—dijo Andrés
—; pero este
mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me
niega mi soldada y mi sudor y trabajo?
—No niego, hermano Andrés
—respondió el
labrador
—; y hacedme placer de veniros
conmigo, que yo juro por todas las órdenes
que de caballerías hay en el mundo de
pagaros, como tengo dicho, un real sobre
otro, y aun sahumados.
—Del sahumerio os hago gracia
—dijo don
Quijote
—; dádselos en reales, que con eso
me contento; y mirad que lo cumpláis como
lo habéis jurado; si no, por el mismo
juramento os juro de volver a buscaros y a
castigaros, y que os tengo de hallar, aunque
os escondáis más que una lagartija. Y si
queréis saber quién os manda esto, para
quedar con más veras obligado a cumplirlo,
sabed que yo soy el valeroso don Quijote de
la Mancha, el desfacedor de agravios y
sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta
de las mientes lo prometido y jurado, so pena
de la pena pronunciada.
Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante, y
en breve espacio se apartó dellos. Siguióle el
labrador con los ojos, y, cuando vio que había
traspuesto del bosque y que ya no parecía,
volvióse a su criado Andrés y díjole:
—Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar
lo que os debo, como aquel deshacedor de
agravios me dejó mandado.
—Eso juro yo
—dijo Andrés
—; y ¡cómo que
andará vuestra merced acertado en cumplir
el mandamiento de aquel buen caballero, que
mil años viva; que, según es de valeroso y de
buen juez, vive Roque, que si no me paga,
que vuelva y ejecute lo que dijo!
—También lo juro yo
—dijo el labrador
—;
pero, por lo mucho que os quiero, quiero
acrecentar la deuda por acrecentar la paga.
Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la
encina, donde le dio tantos azotes, que le
dejó por muerto.
—Llamad, señor Andrés, ahora
—decía el
labrador
— al desfacedor de agravios, veréis
cómo no desface aquéste; aunque creo que
no está acabado de hacer, porque me viene
gana de desollaros vivo, como vos temíades.
Pero, al fin, le desató y le dio licencia que
fuese a buscar su juez, para que ejecutase la
pronunciada sentencia. Andrés se partió algo
mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso
don Quijote de la Mancha y contalle punto por
punto lo que había pasado, y que se lo había
de pagar con las setenas. Pero, con todo
esto, él se partió llorando y su amo se quedó
riendo.
Y desta manera deshizo el agravio el
valeroso don Quijote; el cual, contentísimo de
lo sucedido, pareciéndole que había dado
felicísimo y alto principio a sus caballerías,
con gran satisfación de sí mismo iba
caminando hacia su aldea, diciendo a media
voz:
—Bien te puedes llamar dichosa sobre
cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las
bellas bella Dulcinea del Toboso!, pues te
cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda
tu voluntad e talante a un tan valiente y tan
nombrado caballero como lo es y será don
Quijote de la Mancha, el cual, como todo el
mundo sabe, ayer rescibió la orden de
caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto
y agravio que formó la sinrazón y cometió la
crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a
aquel despiadado enemigo que tan sin
ocasión vapulaba a aquel delicado infante.
En esto, llegó a un camino que en cuatro se
dividía, y luego se le vino a la imaginación las
encrucejadas donde los caballeros andantes
se ponían a pensar cuál camino de aquéllos
tomarían, y, por imitarlos, estuvo un rato
quedo; y, al cabo de haberlo muy bien
pensado, soltó la rienda a Rocinante, dejando
a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió
su primer intento, que fue el irse camino de
su caballeriza.
Y, habiendo andado como dos millas,
descubrió don Quijote un grande tropel de
gente, que, como después se supo, eran unos
mercaderes toledanos que iban a comprar
seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus
quitasoles, con otros cuatro criados a caballo
y tres mozos de mulas a pie. Apenas los
divisó don Quijote, cuando se imaginó ser
cosa de nueva aventura; y, por imitar en
todo cuanto a él le parecía posible los pasos
que había leído en sus libros, le pareció venir
allí de molde uno que pensaba hacer. Y así,
con gentil continente y denuedo, se afirmó
bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la
adarga al pecho, y, puesto en la mitad del
camino, estuvo esperando que aquellos
caballeros andantes llegasen, que ya él por
tales los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron
a trecho que se pudieron ver y oír, levantó
don Quijote la voz, y con ademán arrogante
dijo:
—Todo el mundo se tenga, si todo el mundo
no confiesa que no hay en el mundo todo
doncella más hermosa que la emperatriz de
la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Paráronse los mercaderes al son destas
razones, y a ver la estraña figura del que las
decía; y, por la figura y por las razones,
luego echaron de ver la locura de su dueño;
mas quisieron ver despacio en qué paraba
aquella confesión que se les pedía, y uno
dellos, que era un poco burlón y muy mucho
discreto, le dijo:
—Señor caballero, nosotros no conocemos
quién sea esa buena señora que decís;
mostrádnosla: que si ella fuere de tanta
hermosura como significáis, de buena gana y
sin apremio alguno confesaremos la verdad
que por parte vuestra nos es pedida.
—Si os la mostrara
—replicó don Quijote
—,
¿qué hiciérades vosotros en confesar una
verdad tan notoria? La importancia está en
que sin verla lo habéis de creer, confesar,
afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo
sois en batalla, gente descomunal y soberbia.
Que, ahora vengáis uno a uno, como pide la
orden de caballería, ora todos juntos, como
es costumbre y mala usanza de los de
vuestra ralea, aquí os aguardo y espero,
confiado en la razón que de mi parte tengo.
—Señor caballero
—replicó el mercader
—,
suplico a vuestra merced, en nombre de
todos estos príncipes que aquí estamos, que,
porque no encarguemos nuestras conciencias
confesando una cosa por nosotros jamás
vista ni oída, y más siendo tan en perjuicio de
las emperatrices y reinas del Alcarria y
Estremadura, que vuestra merced sea servido
de mostrarnos algún retrato de esa señora,
aunque sea tamaño como un grano de trigo;
que por el hilo se sacará el ovillo, y
quedaremos con esto satisfechos y seguros, y
vuestra merced quedará contento y pagado;
y aun creo que estamos ya tan de su parte
que, aunque su retrato nos muestre que es
tuerta de un ojo y que del otro le mana
bermellón y piedra azufre, con todo eso, por
complacer a vuestra merced, diremos en su
favor todo lo que quisiere.
—No le mana, canalla infame
—respondió
don Quijote, encendido en cólera
—; no le
mana, digo, eso que decís, sino ámbar y
algalia entre algodones; y no es tuerta ni
corcovada, sino más derecha que un huso de
Guadarrama. Pero vosotros pagaréis la
grande blasfemia que habéis dicho contra
tamaña beldad como es la de mi señora.
Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza
baja contra el que lo había dicho, con tanta
furia y enojo que, si la buena suerte no
hiciera que en la mitad del camino tropezara
y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido
mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su
amo una buena pieza por el campo; y,
queriéndose levantar, jamás pudo: tal
embarazo le causaban la lanza, adarga,
espuelas y celada, con el peso de las antiguas
armas. Y, entretanto que pugnaba por
levantarse y no podía, estaba diciendo:
—¡Non fuyáis, gente cobarde; gente
cautiva, atended!; que no por culpa mía, sino
de mi caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas de los que allí venían,
que no debía de ser muy bien intencionado,
oyendo decir al pobre caído tantas
arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la
respuesta en las costillas. Y, llegándose a él,
tomó la lanza, y, después de haberla hecho
pedazos, con uno dellos comenzó a dar a
nuestro don Quijote tantos palos que, a
despecho y pesar de sus armas, le molió
como cibera. Dábanle voces sus amos que no
le diese tanto y que le dejase, pero estaba ya
el mozo picado y no quiso dejar el juego
hasta envidar todo el resto de su cólera; y,
acudiendo por los demás trozos de la lanza,
los acabó de deshacer sobre el miserable
caído, que, con toda aquella tempestad de
palos que sobre él vía, no cerraba la boca,
amenazando al cielo y a la tierra, y a los
malandrines, que tal le parecían.
Cansóse el mozo, y los mercaderes
siguieron su camino, llevando qué contar en
todo él del pobre apaleado. El cual, después
que se vio solo, tornó a probar si podía
levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando
sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi
deshecho? Y aún se tenía por dichoso,
pareciéndole que aquélla era propia desgracia
de caballeros andantes, y toda la atribuía a la
falta de su caballo, y no era posible
levantarse, según tenía brumado todo el
cuerpo.
Capítulo V. Donde se
prosigue la narración de la
desgracia de nuestro
caballero
Viendo, pues, que, en efeto, no podía
menearse, acordó de acogerse a su ordinario
remedio, que era pensar en algún paso de
sus libros; y trújole su locura a la memoria
aquel de Valdovinos y del marqués de
Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la
montiña, historia sabida de los niños, no
ignorada de los mozos, celebrada y aun
creída de los viejos; y, con todo esto, no más
verdadera que los milagros de Mahoma. Ésta,
pues, le pareció a él que le venía de molde
para el paso en que se hallaba; y así, con
muestras de grande sentimiento, se comenzó
a volcar por la tierra y a decir con debilitado
aliento lo mesmo que dicen decía el herido
caballero del bosque:
—¿Donde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.
Y, desta manera, fue prosiguiendo el
romance hasta aquellos versos que dicen:
—¡Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor carnal!
Y quiso la suerte que, cuando llegó a este
verso, acertó a pasar por allí un labrador de
su mesmo lugar y vecino suyo, que venía de
llevar una carga de trigo al molino; el cual,
viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a él
y le preguntó que quién era y qué mal sentía
que tan tristemente se quejaba. Don Quijote
creyó, sin duda, que aquél era el marqués de
Mantua, su tío; y así, no le respondió otra
cosa si no fue proseguir en su romance,
donde le daba cuenta de su desgracia y de
los amores del hijo del Emperante con su
esposa, todo de la mesma manera que el
romance lo canta.
El labrador estaba admirado oyendo
aquellos disparates; y, quitándole la visera,
que ya estaba hecha pedazos de los palos, le
limpió el rostro, que le tenía cubierto de
polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le
conoció y le dijo:
—Señor Quijana
—que así se debía de
llamar cuando él tenía juicio y no había
pasado de hidalgo sosegado a caballero
andante
—, ¿quién ha puesto a vuestra
merced desta suerte?
Pero él seguía con su romance a cuanto le
preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo
mejor que pudo le quitó el peto y espaldar,
para ver si tenía alguna herida; pero no vio
sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del
suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su
jumento, por parecer caballería más
sosegada. Recogió las armas, hasta las
astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante,
al cual tomó de la rienda, y del cabestro al
asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien
pensativo de oír los disparates que don
Quijote decía; y no menos iba don Quijote,
que, de puro molido y quebrantado, no se
podía tener sobre el borrico, y de cuando en
cuando daba unos suspiros que los ponía en
el cielo; de modo que de nuevo obligó a que
el labrador le preguntase le dijese qué mal
sentía; y no parece sino que el diablo le traía
a la memoria los cuentos acomodados a sus
sucesos, porque, en aquel punto, olvidándose
de Valdovinos, se acordó del moro
Abindarráez, cuando el alcaide de Antequera,
Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó cautivo
a su alcaidía. De suerte que, cuando el
labrador le volvió a preguntar que cómo
estaba y qué sentía, le respondió las mesmas
palabras y razones que el cautivo Abencerraje
respondía a Rodrigo de Narváez, del mesmo
modo que él había leído la historia en La
Diana, de Jorge de Montemayor, donde se
escribe; aprovechándose della tan a
propósito, que el labrador se iba dando al
diablo de oír tanta máquina de necedades;
por donde conoció que su vecino estaba loco,
y dábale priesa a llegar al pueblo, por escusar
el enfado que don Quijote le causaba con su
larga arenga. Al cabo de lo cual, dijo:
—Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo
de Narváez, que esta hermosa Jarifa que he
dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso,
por quien yo he hecho, hago y haré los más
famosos hechos de caballerías que se han
visto, vean ni verán en el mundo.
A esto respondió el labrador:
—Mire vuestra merced, señor, pecador de
mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni
el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su
vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni
Abindarráez, sino el honrado hidalgo del
señor Quijana.
—Yo sé quién soy
—respondió don Quijote
—
; y sé que puedo ser no sólo los que he dicho,
sino todos los Doce Pares de Francia, y aun
todos los Nueve de la Fama, pues a todas las
hazañas que ellos todos juntos y cada uno
por sí hicieron, se aventajarán las mías.
En estas pláticas y en otras semejantes,
llegaron al lugar a la hora que anochecía,
pero el labrador aguardó a que fuese algo
más noche, porque no viesen al molido
hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la
hora que le pareció, entró en el pueblo, y en
la casa de don Quijote, la cual halló toda
alborotada; y estaban en ella el cura y el
barbero del lugar, que eran grandes amigos
de don Quijote, que estaba diciéndoles su
ama a voces:
—¿Qué le parece a vuestra merced, señor
licenciado Pero Pérez
—que así se llamaba el
cura
—, de la desgracia de mi señor? Tres días
ha que no parecen él, ni el rocín, ni la
adarga, ni la lanza ni las armas.
¡Desventurada de mí!, que me doy a
entender, y así es ello la verdad como nací
para morir, que estos malditos libros de
caballerías que él tiene y suele leer tan de
ordinario le han vuelto el juicio; que ahora
me acuerdo haberle oído decir muchas veces,
hablando entre sí, que quería hacerse
caballero andante e irse a buscar las
aventuras por esos mundos. Encomendados
sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que
así han echado a perder el más delicado
entendimiento que había en toda la Mancha.
La sobrina decía lo mesmo, y aun decía
más:
—Sepa, señor maese Nicolás
—que éste era
el nombre del barbero
—, que muchas veces
le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en
estos desalmados libros de desventuras dos
días con sus noches, al cabo de los cuales,
arrojaba el libro de las manos, y ponía mano
a la espada y andaba a cuchilladas con las
paredes; y cuando estaba muy cansado,
decía que había muerto a cuatro gigantes
como cuatro torres, y el sudor que sudaba del
cansancio decía que era sangre de las feridas
que había recebido en la batalla; y bebíase
luego un gran jarro de agua fría, y quedaba
sano y sosegado, diciendo que aquella agua
era una preciosísima bebida que le había
traído el sabio Esquife, un grande encantador
y amigo suyo. Mas yo me tengo la culpa de
todo, que no avisé a vuestras mercedes de
los disparates de mi señor tío, para que lo
remediaran antes de llegar a lo que ha
llegado, y quemaran todos estos
descomulgados libros, que tiene muchos, que
bien merecen ser abrasados, como si fuesen
de herejes.
—Esto digo yo también
—dijo el cura
—, y a
fee que no se pase el día de mañana sin que
dellos no se haga acto público y sean
condenados al fuego, porque no den ocasión
a quien los leyere de hacer lo que mi buen
amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don
Quijote, con que acabó de entender el
labrador la enfermedad de su vecino; y así,
comenzó a decir a voces:
—Abran vuestras mercedes al señor
Valdovinos y al señor marqués de Mantua,
que viene malferido, y al señor moro
Abindarráez, que trae cautivo el valeroso
Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.
A estas voces salieron todos, y, como
conocieron los unos a su amigo, las otras a
su amo y tío, que aún no se había apeado del
jumento, porque no podía, corrieron a
abrazarle. Él dijo:
—Ténganse todos, que vengo malferido por
la culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho y
llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda,
que cure y cate de mis feridas.
—¡Mirá, en hora maza
—dijo a este punto el
ama
—, si me decía a mí bien mi corazón del
pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra
merced en buen hora, que, sin que venga esa
Hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos,
digo, sean otra vez y otras ciento estos libros
de caballerías, que tal han parado a vuestra
merced!
Lleváronle luego a la cama, y, catándole las
feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que
todo era molimiento, por haber dado una
gran caída con Rocinante, su caballo,
combatiéndose con diez jayanes, los más
desaforados y atrevidos que se pudieran
fallar en gran parte de la tierra.
—¡Ta, ta!
—dijo el cura
—. ¿Jayanes hay en
la danza? Para mi santiguada, que yo los
queme mañana antes que llegue la noche.
Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a
ninguna quiso responder otra cosa sino que le
diesen de comer y le dejasen dormir, que era
lo que más le importaba. Hízose así, y el cura
se informó muy a la larga del labrador del
modo que había hallado a don Quijote. Él se
lo contó todo, con los disparates que al
hallarle y al traerle había dicho; que fue
poner más deseo en el licenciado de hacer lo
que otro día hizo, que fue llamar a su amigo
el barbero maese Nicolás, con el cual se vino
a casa de don Quijote,
Capítulo VI. Del donoso y
grande escrutinio que el
cura y el barbero hicieron en
la librería de nuestro
ingenioso hidalgo
el cual aún todavía dormía. Pidió las llaves,
a la sobrina, del aposento donde estaban los
libros, autores del daño, y ella se las dio de
muy buena gana. Entraron dentro todos, y la
ama con ellos, y hallaron más de cien
cuerpos de libros grandes, muy bien
encuadernados, y otros pequeños; y, así
como el ama los vio, volvióse a salir del
aposento con gran priesa, y tornó luego con
una escudilla de agua bendita y un hisopo, y
dijo:
—Tome vuestra merced, señor licenciado:
rocíe este aposento, no esté aquí algún
encantador de los muchos que tienen estos
libros, y nos encanten, en pena de las que les
queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del
ama, y mandó al barbero que le fuese dando
de aquellos libros uno a uno, para ver de qué
trataban, pues podía ser hallar algunos que
no mereciesen castigo de fuego.
—No
—dijo la sobrina
—, no hay para qué
perdonar a ninguno, porque todos han sido
los dañadores; mejor será arrojarlos por las
ventanas al patio, y hacer un rimero dellos y
pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y
allí se hará la hoguera, y no ofenderá el
humo.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que
las dos tenían de la muerte de aquellos
inocentes; mas el cura no vino en ello sin
primero leer siquiera los títulos. Y el primero
que maese Nicolás le dio en las manos fue
Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el
cura:
—Parece cosa de misterio ésta; porque,
según he oído decir, este libro fue el primero
de caballerías que se imprimió en España, y
todos los demás han tomado principio y
origen déste; y así, me parece que, como a
dogmatizador de una secta tan mala, le
debemos, sin escusa alguna, condenar al
fuego.
—No, señor
—dijo el barbero
—, que
también he oído decir que es el mejor de
todos los libros que de este género se han
compuesto; y así, como a único en su arte,
se debe perdonar.
—Así es verdad
—dijo el cura
—, y por esa
razón se le otorga la vida por ahora. Veamos
esotro que está junto a él.
—Es
—dijo el barbero
— las Sergas de
Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.
—Pues, en verdad
—dijo el cura
— que no le
ha de valer al hijo la bondad del padre.
Tomad, señora ama: abrid esa ventana y
echadle al corral, y dé principio al montón de
la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el
bueno de Esplandián fue volando al corral,
esperando con toda paciencia el fuego que le
amenazaba.
—Adelante
—dijo el cura.
—Este que viene
—dijo el barbero
— es
Amadís de Grecia; y aun todos los deste lado,
a lo que creo, son del mesmo linaje de
Amadís.
—Pues vayan todos al corral
—dijo el cura
—
; que, a trueco de quemar a la reina
Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus
églogas, y a las endiabladas y revueltas
razones de su autor, quemaré con ellos al
padre que me engendró, si anduviera en
figura de caballero andante.
—De ese parecer soy yo
—dijo el barbero.
—Y aun yo
—añadió la sobrina.
—Pues así es
—dijo el ama
—, vengan, y al
corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró
la escalera y dio con ellos por la ventana
abajo.
—¿Quién es ese tonel?
—dijo el cura.
—Éste es
—respondió el barbero
— Don
Olivante de Laura.
—El autor de ese libro
—dijo el cura
— fue el
mesmo que compuso a Jardín de flores; y en
verdad que no sepa determinar cuál de los
dos libros es más verdadero, o, por decir
mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que
éste irá al corral por disparatado y arrogante.
—Éste que se sigue es Florimorte de
Hircania
—dijo el barbero.
—¿Ahí está el señor Florimorte?
—replicó el
cura
—. Pues a fe que ha de parar presto en el
corral, a pesar de su estraño nacimiento y
sonadas aventuras; que no da lugar a otra
cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al
corral con él y con esotro, señora ama.
—Que me place, señor mío
—respondía ella;
y con mucha alegría ejecutaba lo que le era
mandado.
—Éste es El Caballero Platir
—dijo el
barbero.
—Antiguo libro es éste
—dijo el cura
—, y no
hallo en él cosa que merezca venia.
Acompañe a los demás sin réplica.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron
que tenía por título El Caballero de la Cruz.
—Por nombre tan santo como este libro
tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas
también se suele decir: "tras la cruz está el
diablo"; vaya al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo:
—Éste es Espejo de caballerías.
—Ya conozco a su merced
—dijo el cura
—.
Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con
sus amigos y compañeros, más ladrones que
Caco, y los doce Pares, con el verdadero
historiador Turpín; y en verdad que estoy por
condenarlos no más que a destierro perpetuo,
siquiera porque tienen parte de la invención
del famoso Mateo Boyardo, de donde también
tejió su tela el cristiano poeta Ludovico
Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla
en otra lengua que la suya, no le guardaré
respeto alguno; pero si habla en su idioma, le
pondré sobre mi cabeza.
—Pues yo le tengo en italiano
—dijo el
barbero
—, mas no le entiendo.
—Ni aun fuera bien que vos le
entendiérades
—respondió el cura
—, y aquí le
perdonáramos al señor capitán que no le
hubiera traído a España y hecho castellano;
que le quitó mucho de su natural valor, y lo
mesmo harán todos aquellos que los libros de
verso quisieren volver en otra lengua: que,
por mucho cuidado que pongan y habilidad
que muestren, jamás llegarán al punto que
ellos tienen en su primer nacimiento. Digo,
en efeto, que este libro, y todos los que se
hallaren que tratan destas cosas de Francia,
se echen y depositen en un pozo seco, hasta
que con más acuerdo se vea lo que se ha de
hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del
Carpio que anda por ahí y a otro llamado
Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis
manos, han de estar en las del ama, y dellas
en las del fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por
bien y por cosa muy acertada, por entender
que era el cura tan buen cristiano y tan
amigo de la verdad, que no diría otra cosa
por todas las del mundo. Y, abriendo otro
libro, vio que era Palmerín de Oliva, y junto a
él estaba otro que se llamaba Palmerín de
Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado,
dijo:
—Esa oliva se haga luego rajas y se queme,
que aun no queden della las cenizas; y esa
palma de Ingalaterra se guarde y se conserve
como a cosa única, y se haga para ello otra
caja como la que halló Alejandro en los
despojos de Dario, que la diputó para guardar
en ella las obras del poeta Homero. Este
libro, señor compadre, tiene autoridad por
dos cosas: la una, porque él por sí es muy
bueno, y la otra, porque es fama que le
compuso un discreto rey de Portugal. Todas
las aventuras del castillo de Miraguarda son
bonísimas y de grande artificio; las razones,
cortesanas y claras, que guardan y miran el
decoro del que habla con mucha propriedad y
entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro
buen parecer, señor maese Nicolás, que éste
y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y
todos los demás, sin hacer más cala y cata,
perezcan.
—No, señor compadre
—replicó el barbero
—
; que éste que aquí tengo es el afamado Don
Belianís.
—Pues ése
—replicó el cura
—, con la
segunda, tercera y cuarta parte, tienen
necesidad de un poco de ruibarbo para
purgar la demasiada cólera suya, y es
menester quitarles todo aquello del castillo de
la Fama y otras impertinencias de más
importancia, para lo cual se les da término
ultramarino, y como se enmendaren, así se
usará con ellos de misericordia o de justicia;
y en tanto, tenedlos vos, compadre, en
vuestra casa, mas no los dejéis leer a
ninguno.
—Que me place
—respondió el barbero.
Y, sin querer cansarse más en leer libros de
caballerías, mandó al ama que tomase todos
los grandes y diese con ellos en el corral. No
se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía
más gana de quemallos que de echar una
tela, por grande y delgada que fuera; y,
asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por
la ventana. Por tomar muchos juntos, se le
cayó uno a los pies del barbero, que le tomó
gana de ver de quién era, y vio que decía:
Historia del famoso caballero Tirante el
Blanco.
—¡Válame Dios!
—dijo el cura, dando una
gran voz
—. ¡Que aquí esté Tirante el Blanco!
Dádmele acá, compadre; que hago cuenta
que he hallado en él un tesoro de contento y
una mina de pasatiempos. Aquí está don
Quirieleisón de Montalbán, valeroso caballero,
y su hermano Tomás de Montalbán, y el
caballero Fonseca, con la batalla que el
valiente de Tirante hizo con el alano, y las
agudezas de la doncella Placerdemivida, con
los amores y embustes de la viuda Reposada,
y la señora Emperatriz, enamorada de
Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor
compadre, que, por su estilo, es éste el mejor
libro del mundo: aquí comen los caballeros, y
duermen, y mueren en sus camas, y hacen
testamento antes de su muerte, con estas
cosas de que todos los demás libros deste
género carecen. Con todo eso, os digo que
merecía el que le compuso, pues no hizo
tantas necedades de industria, que le echaran
a galeras por todos los días de su vida.
Llevadle a casa y leedle, y veréis que es
verdad cuanto dél os he dicho.
—Así será
—respondió el barbero
—; pero,
¿qué haremos destos pequeños libros que
quedan?
—Éstos
—dijo el cura
— no deben de ser de
caballerías, sino de poesía.
Y abriendo uno, vio que era La Diana, de
Jorge de Montemayor, y dijo, creyendo que
todos los demás eran del mesmo género:
—Éstos no merecen ser quemados, como
los demás, porque no hacen ni harán el daño
que los de caballerías han hecho; que son
libros de entendimiento, sin perjuicio de
tercero.
—¡Ay señor!
—dijo la sobrina
—, bien los
puede vuestra merced mandar quemar, como
a los demás, porque no sería mucho que,
habiendo sanado mi señor tío de la
enfermedad caballeresca, leyendo éstos, se le
antojase de hacerse pastor y andarse por los
bosques y prados cantando y tañendo; y, lo
que sería peor, hacerse poeta; que, según
dicen, es enfermedad incurable y pegadiza.
—Verdad dice esta doncella
—dijo el cura
—,
y será bien quitarle a nuestro amigo este
tropiezo y ocasión delante. Y, pues
comenzamos por La Diana de Montemayor,
soy de parecer que no se queme, sino que se
le quite todo aquello que trata de la sabia
Felicia y de la agua encantada, y casi todos
los versos mayores, y quédesele en hora
buena la prosa, y la honra de ser primero en
semejantes libros.
—Éste que se sigue
—dijo el barbero
— es
La Diana llamada segunda del Salmantino; y
éste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo
autor es Gil Polo.
—Pues la del Salmantino
—respondió el
cura
—, acompañe y acreciente el número de
los condenados al corral, y la de Gil Polo se
guarde como si fuera del mesmo Apolo; y
pase adelante, señor compadre, y démonos
prisa, que se va haciendo tarde.
—Este libro es
—dijo el barbero, abriendo
otro
— Los diez libros de Fortuna de Amor,
compuestos por Antonio de Lofraso, poeta
sardo.
—Por las órdenes que recebí
—dijo el cura
—
, que, desde que Apolo fue Apolo, y las
musas musas, y los poetas poetas, tan
gracioso ni tan disparatado libro como ése no
se ha compuesto, y que, por su camino, es el
mejor y el más único de cuantos deste
género han salido a la luz del mundo; y el
que no le ha leído puede hacer cuenta que no
ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá,
compadre, que precio más haberle hallado
que si me dieran una sotana de raja de
Florencia.
Púsole aparte con grandísimo gusto, y el
barbero prosiguió diciendo:
—Estos que se siguen son El Pastor de
Iberia, Ninfas de Henares y Desengaños de
celos.
—Pues no hay más que hacer
—dijo el
cura
—, sino entregarlos al brazo seglar del
ama; y no se me pregunte el porqué, que
sería nunca acabar.
—Este que viene es El Pastor de Fílida.
—No es ése pastor
—dijo el cura
—, sino
muy discreto cortesano; guárdese como joya
preciosa.
—Este grande que aquí viene se intitula
—
dijo el barbero
— Tesoro de varias poesías.
—Como ellas no fueran tantas
—dijo el
cura
—, fueran más estimadas; menester es
que este libro se escarde y limpie de algunas
bajezas que entre sus grandezas tiene.
Guárdese, porque su autor es amigo mío, y
por respeto de otras más heroicas y
levantadas obras que ha escrito.
—Éste es
—siguió el barbero
— El
Cancionero de López Maldonado.
—También el autor de ese libro
—replicó el
cura
— es grande amigo mío, y sus versos en
su boca admiran a quien los oye; y tal es la
suavidad de la voz con que los canta, que
encanta. Algo largo es en las églogas, pero
nunca lo bueno fue mucho: guárdese con los
escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que está
junto a él?
—La Galatea, de Miguel de Cervantes
—dijo
el barbero.
—Muchos años ha que es grande amigo mío
ese Cervantes, y sé que es más versado en
desdichas que en versos. Su libro tiene algo
de buena invención; propone algo, y no
concluye nada: es menester esperar la
segunda parte que promete; quizá con la
emienda alcanzará del todo la misericordia
que ahora se le niega; y, entre tanto que esto
se ve, tenedle recluso en vuestra posada,
señor compadre.
—Que me place
—respondió el barbero
—. Y
aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana,
de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de
Juan Rufo, jurado de Córdoba, y El
Monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta
valenciano.
—Todos esos tres libros
—dijo el cura
— son
los mejores que, en verso heroico, en lengua
castellana están escritos, y pueden competir
con los más famosos de Italia: guárdense
como las más ricas prendas de poesía que
tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros; y así, a
carga cerrada, quiso que todos los demás se
quemasen; pero ya tenía abierto uno el
barbero, que se llamaba Las lágrimas de
Angélica.
—Lloráralas yo
—dijo el cura en oyendo el
nombre
— si tal libro hubiera mandado
quemar; porque su autor fue uno de los
famosos poetas del mundo, no sólo de
España, y fue felicísimo en la tradución de
algunas fábulas de Ovidio.
Capítulo VII. De la
segunda salida de nuestro
buen caballero don Quijote
de la Mancha
Estando en esto, comenzó a dar voces don
Quijote, diciendo:
—Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es
menester mostrar la fuerza de vuestros
valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo
mejor del torneo.
Por acudir a este ruido y estruendo, no se
pasó adelante con el escrutinio de los demás
libros que quedaban; y así, se cree que
fueron al fuego, sin ser vistos ni oídos, La
Carolea y León de España, con Los Hechos
del Emperador, compuestos por don Luis de
Ávila, que, sin duda, debían de estar entre los
que quedaban; y quizá, si el cura los viera,
no pasaran por tan rigurosa sentencia.
Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba
levantado de la cama, y proseguía en sus
voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y
reveses a todas partes, estando tan despierto
como si nunca hubiera dormido. Abrazáronse
con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y,
después que hubo sosegado un poco,
volviéndose a hablar con el cura, le dijo:
—Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es
gran mengua de los que nos llamamos doce
Pares dejar, tan sin más ni más, llevar la
vitoria deste torneo a los caballeros
cortesanos, habiendo nosotros los
aventureros ganado el prez en los tres días
antecedentes.
—Calle vuestra merced, señor compadre
—
dijo el cura
—, que Dios será servido que la
suerte se mude, y que lo que hoy se pierde
se gane mañana; y atienda vuestra merced a
su salud por agora, que me parece que debe
de estar demasiadamente cansado, si ya no
es que está malferido.
—Ferido no
—dijo don Quijote
—, pero
molido y quebrantado, no hay duda en ello;
porque aquel bastardo de don Roldán me ha
molido a palos con el tronco de una encina, y
todo de envidia, porque ve que yo solo soy el
opuesto de sus valentías. Mas no me llamaría
yo Reinaldos de Montalbán si, en
levantándome deste lecho, no me lo pagare,
a pesar de todos sus encantamentos; y, por
agora, tráiganme de yantar, que sé que es lo
que más me hará al caso, y quédese lo del
vengarme a mi cargo.
Hiciéronlo ansí: diéronle de comer, y
quedóse otra vez dormido, y ellos, admirados
de su locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama
cuantos libros había en el corral y en toda la
casa, y tales debieron de arder que merecían
guardarse en perpetuos archivos; mas no lo
permitió su suerte y la pereza del
escrutiñador; y así, se cumplió el refrán en
ellos de que pagan a las veces justos por
pecadores.
Uno de los remedios que el cura y el
barbero dieron, por entonces, para el mal de
su amigo, fue que le murasen y tapiasen el
aposento de los libros, porque cuando se
levantase no los hallase
—quizá quitando la
causa, cesaría el efeto
—, y que dijesen que
un encantador se los había llevado, y el
aposento y todo; y así fue hecho con mucha
presteza. De allí a dos días se levantó don
Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus
libros; y, como no hallaba el aposento donde
le había dejado, andaba de una en otra parte
buscándole. Llegaba adonde solía tener la
puerta, y tentábala con las manos, y volvía y
revolvía los ojos por todo, sin decir palabra;
pero, al cabo de una buena pieza, preguntó a
su ama quehacia qué parte estaba el
aposento de sus libros. El ama, que ya estaba
bien advertida de lo que había de responder,
le dijo:
—¿Qué aposento, o qué nada, busca
vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros
en esta casa, porque todo se lo llevó el
mesmo diablo.
—No era diablo
—replicó la sobrina
—, sino
un encantador que vino sobre una nube una
noche, después del día que vuestra merced
de aquí se partió, y, apeándose de una sierpe
en que venía caballero, entró en el aposento,
y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de
poca pieza salió volando por el tejado, y dejó
la casa llena de humo; y, cuando acordamos
a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni
aposento alguno; sólo se nos acuerda muy
bien a mí y al ama que, al tiempo del partirse
aquel mal viejo, dijo en altas voces que, por
enemistad secreta que tenía al dueño de
aquellos libros y aposento, dejaba hecho el
daño en aquella casa que después se vería.
Dijo también que se llamaba el sabio
Muñatón.
—Frestón diría
—dijo don Quijote.
—No sé
—respondió el ama
— si se llamaba
Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en tón su
nombre.
—Así es
—dijo don Quijote
—; que ése es un
sabio encantador, grande enemigo mío, que
me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y
letras que tengo de venir, andando los
tiempos, a pelear en singular batalla con un
caballero a quien él favorece, y le tengo de
vencer, sin que él lo pueda estorbar, y por
esto procura hacerme todos los sinsabores
que puede; y mándole yo que mal podrá él
contradecir ni evitar lo que por el cielo está
ordenado.
—¿Quién duda de eso?
—dijo la sobrina
—.
Pero, ¿quién le mete a vuestra merced, señor
tío, en esas pendencias? ¿No será mejor
estarse pacífico en su casa y no irse por el
mundo a buscar pan de trastrigo, sin
considerar que muchos van por lana y
vuelven tresquilados?
—¡Oh sobrina mía
—respondió don
Quijote
—, y cuán mal que estás en la cuenta!
Primero que a mí me tresquilen, tendré
peladas y quitadas las barbas a cuantos
imaginaren tocarme en la punta de un solo
cabello.
No quisieron las dos replicarle más, porque
vieron que se le encendía la cólera.
Es, pues, el caso que él estuvo quince días
en casa muy sosegado, sin dar muestras de
querer segundar sus primeros devaneos, en
los cuales días pasó graciosísimos cuentos
con sus dos compadres el cura y el barbero,
sobre que él decía que la cosa de que más
necesidad tenía el mundo era de caballeros
andantes y de que en él se resucitase la
caballería andantesca. El cura algunas veces
le contradecía y otras concedía, porque si no
guardaba este artificio, no había poder
averiguarse con él.
En este tiempo, solicitó don Quijote a un
labrador vecino suyo, hombre de bien
—si es
que este título se puede dar al que es pobre
—
, pero de muy poca sal en la mollera. En
resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y
prometió, que el pobre villano se determinó
de salirse con él y servirle de escudero.
Decíale, entre otras cosas, don Quijote que se
dispusiese a ir con él de buena gana, porque
tal vez le podía suceder aventura que ganase,
en quítame allá esas pajas, alguna ínsula, y
le dejase a él por gobernador della. Con estas
promesas y otras tales, Sancho Panza, que
así se llamaba el labrador, dejó su mujer y
hijos y asentó por escudero de su vecino.
Dio luego don Quijote orden en buscar
dineros; y, vendiendo una cosa y empeñando
otra, y malbaratándolas todas, llegó una
razonable cantidad. Acomodóse asimesmo de
una rodela, que pidió prestada a un su amigo,
y, pertrechando su rota celada lo mejor que
pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la
hora que pensaba ponerse en camino, para
que él se acomodase de lo que viese que más
le era menester. Sobre todo le encargó que
llevase alforjas; e dijo que sí llevaría, y que
ansimesmo pensaba llevar un asno que tenía
muy bueno, porque él no estaba duecho a
andar mucho a pie. En lo del asno reparó un
poco don Quijote, imaginando si se le
acordaba si algún caballero andante había
traído escudero caballero asnalmente, pero
nunca le vino alguno a la memoria; mas, con
todo esto, determinó que le llevase, con
presupuesto de acomodarle de más honrada
caballería en habiendo ocasión para ello,
quitándole el caballo al primer descortés
caballero que topase. Proveyóse de camisas y
de las demás cosas que él pudo, conforme al
consejo que el ventero le había dado; todo lo
cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza
de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su
ama y sobrina, una noche se salieron del
lugar sin que persona los viese; en la cual
caminaron tanto, que al amanecer se
tuvieron por seguros de que no los hallarían
aunque los buscasen.
Iba Sancho Panza sobre su jumento como
un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con
mucho deseo de verse ya gobernador de la
ínsula que su amo le había prometido. Acertó
don Quijote a tomar la misma derrota y
camino que el que él había tomado en su
primer viaje, que fue por el campo de
Montiel, por el cual caminaba con menos
pesadumbre que la vez pasada, porque, por
ser la hora de la mañana y herirles a soslayo
los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en
esto Sancho Panza a su amo:
—Mire vuestra merced, señor caballero
andante, que no se le olvide lo que de la
ínsula me tiene prometido; que yo la sabré
gobernar, por grande que sea.
A lo cual le respondió don Quijote:
—Has de saber, amigo Sancho Panza, que
fue costumbre muy usada de los caballeros
andantes antiguos hacer gobernadores a sus
escuderos de las ínsulas o reinos que
ganaban, y yo tengo determinado de que por
mí no falte tan agradecida usanza; antes,
pienso aventajarme en ella: porque ellos
algunas veces, y quizá las más, esperaban a
que sus escuderos fuesen viejos; y, ya
después de hartos de servir y de llevar malos
días y peores noches, les daban algún título
de conde, o, por lo mucho, de marqués, de
algún valle o provincia de poco más a menos;
pero, si tú vives y yo vivo, bien podría ser
que antes de seis días ganase yo tal reino
que tuviese otros a él adherentes, que
viniesen de molde para coronarte por rey de
uno dellos. Y no lo tengas a mucho, que
cosas y casos acontecen a los tales
caballeros, por modos tan nunca vistos ni
pensados, que con facilidad te podría dar aún
más de lo que te prometo.
—De esa manera
—respondió Sancho
Panza
—, si yo fuese rey por algún milagro de
los que vuestra merced dice, por lo menos,
Juana Gutiérrez, mi oíslo, vendría a ser reina,
y mis hijos infantes.
—Pues, ¿quién lo duda?
—respondió don
Quijote.
—Yo lo dudo
—replicó Sancho Panza
—;
porque tengo para mí que, aunque lloviese
Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría
bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa,
señor, que no vale dos maravedís para reina;
condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
—Encomiéndalo tú a Dios, Sancho
—
respondió don Quijote
—, que Él dará lo que
más le convenga, pero no apoques tu ánimo
tanto, que te vengas a contentar con menos
que con ser adelantado.
—No lo haré, señor mío
—respondió
Sancho
—; y más teniendo tan principal amo
en vuestra merced, que me sabrá dar todo
aquello que me esté bien y yo pueda llevar.
Capítulo VIII. Del buen
suceso que el valeroso don
Quijote tuvo en la
espantable y jamás
imaginada aventura de los
molinos de viento, con otros
sucesos dignos de felice
recordación
En esto, descubrieron treinta o cuarenta
molinos de viento que hay en aquel campo;
y, así como don Quijote los vio, dijo a su
escudero:
—La ventura va guiando nuestras cosas
mejor de lo que acertáramos a desear,
porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde
se descubren treinta, o pocos más,
desaforados gigantes, con quien pienso hacer
batalla y quitarles a todos las vidas, con
cuyos despojos comenzaremos a enriquecer;
que ésta es buena guerra, y es gran servicio
de Dios quitar tan mala simiente de sobre la
faz de la tierra.
—¿Qué gigantes?
—dijo Sancho Panza.
—Aquellos que allí ves
—respondió su
amo
— de los brazos largos, que los suelen
tener algunos de casi dos leguas.
—Mire vuestra merced
—respondió
Sancho
— que aquellos que allí se parecen no
son gigantes, sino molinos de viento, y lo que
en ellos parecen brazos son las aspas, que,
volteadas del viento, hacen andar la piedra
del molino.
—Bien parece
—respondió don Quijote
—
que no estás cursado en esto de las
aventuras: ellos son gigantes; y si tienes
miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en
el espacio que yo voy a entrar con ellos en
fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su
caballo Rocinante, sin atender a las voces que
su escudero Sancho le daba, advirtiéndole
que, sin duda alguna, eran molinos de viento,
y no gigantes, aquellos que iba a acometer.
Pero él iba tan puesto en que eran gigantes,
que ni oía las voces de su escudero Sancho ni
echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca,
lo que eran; antes, iba diciendo en voces
altas:
—Non fuyades, cobardes y viles criaturas,
que un solo caballero es el que os acomete.
Levantóse en esto un poco de viento y las
grandes aspas comenzaron a moverse, lo
cual visto por don Quijote, dijo:
—Pues, aunque mováis más brazos que los
del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y, en diciendo esto, y encomendándose de
todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole
que en tal trance le socorriese, bien cubierto
de su rodela, con la lanza en el ristre,
arremetió a todo el galope de Rocinante y
embistió con el primero molino que estaba
delante; y, dándole una lanzada en el aspa,
la volvió el viento con tanta furia que hizo la
lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y
al caballero, que fue rodando muy maltrecho
por el campo. Acudió Sancho Panza a
socorrerle, a todo el correr de su asno, y
cuando llegó halló que no se podía menear:
tal fue el golpe que dio con él Rocinante.
—¡Válame Dios!
—dijo Sancho
—. ¿No le dije
yo a vuestra merced que mirase bien lo que
hacía, que no eran sino molinos de viento, y
no lo podía ignorar sino quien llevase otros
tales en la cabeza?
—Calla, amigo Sancho
—respondió don
Quijote
—, que las cosas de la guerra, más
que otras, están sujetas a continua mudanza;
cuanto más, que yo pienso, y es así verdad,
que aquel sabio Frestón que me robó el
aposento y los libros ha vuelto estos gigantes
en molinos por quitarme la gloria de su
vencimiento: tal es la enemistad que me
tiene; mas, al cabo al cabo, han de poder
poco sus malas artes contra la bondad de mi
espada.
—Dios lo haga como puede
—respondió
Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir
sobre Rocinante, que medio despaldado
estaba. Y, hablando en la pasada aventura,
siguieron el camino del Puerto Lápice, porque
allí decía don Quijote que no era posible dejar
de hallarse muchas y diversas aventuras, por
ser lugar muy pasajero; sino que iba muy
pesaroso por haberle faltado la lanza; y,
diciéndoselo a su escudero, le dijo:
—Yo me acuerdo haber leído que un
caballero español, llamado Diego Pérez de
Vargas, habiéndosele en una batalla roto la
espada, desgajó de una encina un pesado
ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel
día, y machacó tantos moros, que le quedó
por sobrenombre Machuca, y así él como sus
decendientes se llamaron, desde aquel día en
adelante, Vargas y Machuca. Hete dicho esto,
porque de la primera encina o roble que se
me depare pienso desgajar otro tronco tal y
tan bueno como aquél, que me imagino y
pienso hacer con él tales hazañas, que tú te
tengas por bien afortunado de haber
merecido venir a vellas y a ser testigo de
cosas que apenas podrán ser creídas.
—A la mano de Dios
—dijo Sancho
—; yo lo
creo todo así como vuestra merced lo dice;
pero enderécese un poco, que parece que va
de medio lado, y debe de ser del molimiento
de la caída.
—Así es la verdad
—respondió don
Quijote
—; y si no me quejo del dolor, es
porque no es dado a los caballeros andantes
quejarse de herida alguna, aunque se le
salgan las tripas por ella.
—Si eso es así, no tengo yo qué replicar
—
respondió Sancho
—, pero sabe Dios si yo me
holgara que vuestra merced se quejara
cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir
que me he de quejar del más pequeño dolor
que tenga, si ya no se entiende también con
los escuderos de los caballeros andantes eso
del no quejarse.
No se dejó de reír don Quijote de la
simplicidad de su escudero; y así, le declaró
que podía muy bien quejarse, como y cuando
quisiese, sin gana o con ella; que hasta
entonces no había leído cosa en contrario en
la orden de caballería. Díjole Sancho que
mirase que era hora de comer. Respondióle
su amo que por entonces no le hacía
menester; que comiese él cuando se le
antojase. Con esta licencia, se acomodó
Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento,
y, sacando de las alforjas lo que en ellas
había puesto, iba caminando y comiendo
detrás de su amo muy de su espacio, y de
cuando en cuando empinaba la bota, con
tanto gusto, que le pudiera envidiar el más
regalado bodegonero de Málaga. Y, en tanto
que él iba de aquella manera menudeando
tragos, no se le acordaba de ninguna
promesa que su amo le hubiese hecho, ni
tenía por ningún trabajo, sino por mucho
descanso, andar buscando las aventuras, por
peligrosas que fuesen.
En resolución, aquella noche la pasaron
entre unos árboles, y del uno dellos desgajó
don Quijote un ramo seco que casi le podía
servir de lanza, y puso en él el hierro que
quitó de la que se le había quebrado. Toda
aquella noche no durmió don Quijote,
pensando en su señora Dulcinea, por
acomodarse a lo que había leído en sus
libros, cuando los caballeros pasaban sin
dormir muchas noches en las florestas y
despoblados, entretenidos con las memorias
de sus señoras. No la pasó ansí Sancho
Panza, que, como tenía el estómago lleno, y
no de agua de chicoria, de un sueño se la
llevó toda; y no fueran parte para
despertarle, si su amo no lo llamara, los
rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el
canto de las aves, que, muchas y muy
regocijadamente, la venida del nuevo día
saludaban. Al levantarse dio un tiento a la
bota, y hallóla algo más flaca que la noche
antes; y afligiósele el corazón, por parecerle
que no llevaban camino de remediar tan
presto su falta. No quiso desayunarse don
Quijote, porque, como está dicho, dio en
sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron
a su comenzado camino del Puerto Lápice, y
a obra de las tres del día le descubrieron.
—Aquí
—dijo, en viéndole, don Quijote
—
podemos, hermano Sancho Panza, meter las
manos hasta los codos en esto que llaman
aventuras. Mas advierte que, aunque me
veas en los mayores peligros del mundo, no
has de poner mano a tu espada para
defenderme, si ya no vieres que los que me
ofenden es canalla y gente baja, que en tal
caso bien puedes ayudarme; pero si fueren
caballeros, en ninguna manera te es lícito ni
concedido por las leyes de caballería que me
ayudes, hasta que seas armado caballero.
—Por cierto, señor
—respondió Sancho
—,
que vuestra merced sea muy bien obedicido
en esto; y más, que yo de mío me soy
pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni
pendencias. Bien es verdad que, en lo que
tocare a defender mi persona, no tendré
mucha cuenta con esas leyes, pues las
divinas y humanas permiten que cada uno se
defienda de quien quisiere agraviarle.
—No digo yo menos
—respondió don
Quijote
—; pero, en esto de ayudarme contra
caballeros, has de tener a raya tus naturales
ímpetus.
—Digo que así lo haré
—respondió Sancho
—
, y que guardaré ese preceto tan bien como
el día del domingo.
Estando en estas razones, asomaron por el
camino dos frailes de la orden de San Benito,
caballeros sobre dos dromedarios: que no
eran más pequeñas dos mulas en que venían.
Traían sus antojos de camino y sus
quitasoles. Detrás dellos venía un coche, con
cuatro o cinco de a caballo que le
acompañaban y dos mozos de mulas a pie.
Venía en el coche, como después se supo,
una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde
estaba su marido, que pasaba a las Indias
con un muy honroso cargo. No venían los
frailes con ella, aunque iban el mesmo
camino; mas, apenas los divisó don Quijote,
cuando dijo a su escudero:
—O yo me engaño, o ésta ha de ser la más
famosa aventura que se haya visto; porque
aquellos bultos negros que allí parecen deben
de ser, y son sin duda, algunos encantadores
que llevan hurtada alguna princesa en aquel
coche, y es menester deshacer este tuerto a
todo mi poderío.
—Peor será esto que los molinos de viento
—dijo Sancho
—. Mire, señor, que aquéllos
son frailes de San Benito, y el coche debe de
ser de alguna gente pasajera. Mire que digo
que mire bien lo que hace, no sea el diablo
que le engañe.
—Ya te he dicho, Sancho
—respondió don
Quijote
—, que sabes poco de achaque de
aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora
lo verás.
Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la
mitad del camino por donde los frailes
venían, y, en llegando tan cerca que a él le
pareció que le podrían oír lo que dijese, en
alta voz dijo:
—Gente endiablada y descomunal, dejad
luego al punto las altas princesas que en ese
coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a
recebir presta muerte, por justo castigo de
vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y
quedaron admirados, así de la figura de don
Quijote como de sus razones, a las cuales
respondieron:
—Señor caballero, nosotros no somos
endiablados ni descomunales, sino dos
religiosos de San Benito que vamos nuestro
camino, y no sabemos si en este coche
vienen, o no, ningunas forzadas princesas.
—Para conmigo no hay palabras blandas,
que ya yo os conozco, fementida canalla
—
dijo don Quijote.
Y, sin esperar más respuesta, picó a
Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra
el primero fraile, con tanta furia y denuedo
que, si el fraile no se dejara caer de la mula,
él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y
aun malferido, si no cayera muerto. El
segundo religioso, que vio del modo que
trataban a su compañero, puso piernas al
castillo de su buena mula, y comenzó a correr
por aquella campaña, más ligero que el
mesmo viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile,
apeándose ligeramente de su asno, arremetió
a él y le comenzó a quitar los hábitos.
Llegaron en esto dos mozos de los frailes y
preguntáronle que por qué le desnudaba.
Respondióles Sancho que aquello le tocaba a
él ligítimamente, como despojos de la batalla
que su señor don Quijote había ganado. Los
mozos, que no sabían de burlas, ni entendían
aquello de despojos ni batallas, viendo que ya
don Quijote estaba desviado de allí, hablando
con las que en el coche venían, arremetieron
con Sancho y dieron con él en el suelo; y, sin
dejarle pelo en las barbas, le molieron a
coces y le dejaron tendido en el suelo sin
aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto,
tornó a subir el fraile, todo temeroso y
acobardado y sin color en el rostro; y, cuando
se vio a caballo, picó tras su compañero, que
un buen espacio de allí le estaba aguardando,
y esperando en qué paraba aquel sobresalto;
y, sin querer aguardar el fin de todo aquel
comenzado suceso, siguieron su camino,
haciéndose más cruces que si llevaran al
diablo a las espaldas.
Don Quijote estaba, como se ha dicho,
hablando con la señora del coche, diciéndole:
—La vuestra fermosura, señora mía, puede
facer de su persona lo que más le viniere en
talante, porque ya la soberbia de vuestros
robadores yace por el suelo, derribada por
este mi fuerte brazo; y, porque no penéis por
saber el nombre de vuestro libertador, sabed
que yo me llamo don Quijote de la Mancha,
caballero andante y aventurero, y cautivo de
la sin par y hermosa doña Dulcinea del
Toboso; y, en pago del beneficio que de mí
habéis recebido, no quiero otra cosa sino que
volváis al Toboso, y que de mi parte os
presentéis ante esta señora y le digáis lo que
por vuestra libertad he fecho.
Todo esto que don Quijote decía escuchaba
un escudero de los que el coche
acompañaban, que era vizcaíno; el cual,
viendo que no quería dejar pasar el coche
adelante, sino que decía que luego había de
dar la vuelta al Toboso, se fue para don
Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en
mala lengua castellana y peor vizcaína, desta
manera:
—Anda, caballero que mal andes; por el
Dios que crióme, que, si no dejas coche, así
te matas como estás ahí vizcaíno.
Entendióle muy bien don Quijote, y con
mucho sosiego le respondió:
—Si fueras caballero, como no lo eres, ya
yo hubiera castigado tu sandez y
atrevimiento, cautiva criatura.
A lo cual replicó el vizcaíno:
—¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes
como cristiano. Si lanza arrojas y espada
sacas, ¡el agua cuán presto verás que al gato
llevas! Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar,
hidalgo por el diablo; y mientes que mira si
otra dices cosa.
—¡Ahora lo veredes, dijo Agrajes!
—
respondió don Quijote.
Y, arrojando la lanza en el suelo, sacó su
espada y embrazó su rodela, y arremetió al
vizcaíno con determinación de quitarle la
vida. El vizcaíno, que así le vio venir, aunque
quisiera apearse de la mula, que, por ser de
las malas de alquiler, no había que fiar en
ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su
espada; pero avínole bien que se halló junto
al coche, de donde pudo tomar una almohada
que le sirvió de escudo, y luego se fueron el
uno para el otro, como si fueran dos mortales
enemigos. La demás gente quisiera ponerlos
en paz, mas no pudo, porque decía el
vizcaíno en sus mal trabadas razones que si
no le dejaban acabar su batalla, que él mismo
había de matar a su ama y a toda la gente
que se lo estorbase. La señora del coche,
admirada y temerosa de lo que veía, hizo al
cochero que se desviase de allí algún poco, y
desde lejos se puso a mirar la rigurosa
contienda, en el discurso de la cual dio el
vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote
encima de un hombro, por encima de la
rodela, que, a dársela sin defensa, le abriera
hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la
pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio
una gran voz, diciendo:
—¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de
la fermosura, socorred a este vuestro
caballero, que, por satisfacer a la vuestra
mucha bondad, en este riguroso trance se
halla!
El decir esto, y el apretar la espada, y el
cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al
vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando
determinación de aventurarlo todo a la de un
golpe solo.
El vizcaíno, que así le vio venir contra él,
bien entendió por su denuedo su coraje, y
determinó de hacer lo mesmo que don
Quijote; y así, le aguardó bien cubierto de su
almohada, sin poder rodear la mula a una ni
a otra parte; que ya, de puro cansada y no
hecha a semejantes niñerías, no podía dar un
paso.
Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote
contra el cauto vizcaíno, con la espada en
alto, con determinación de abrirle por medio,
y el vizcaíno le aguardaba ansimesmo
levantada la espada y aforrado con su
almohada, y todos los circunstantes estaban
temerosos y colgados de lo que había de
suceder de aquellos tamaños golpes con que
se amenazaban; y la señora del coche y las
demás criadas suyas estaban haciendo mil
votos y ofrecimientos a todas las imágenes y
casas de devoción de España, porque Dios
librase a su escudero y a ellas de aquel tan
grande peligro en que se hallaban.
Pero está el daño de todo esto que en este
punto y término deja pendiente el autor desta
historia esta batalla, disculpándose que no
halló más escrito destas hazañas de don
Quijote de las que deja referidas. Bien es
verdad que el segundo autor desta obra no
quiso creer que tan curiosa historia estuviese
entregada a las leyes del olvido, ni que
hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios
de la Mancha que no tuviesen en sus archivos
o en sus escritorios algunos papeles que
deste famoso caballero tratasen; y así, con
esta imaginación, no se desesperó de hallar
el fin desta apacible historia, el cual, siéndole
el cielo favorable, le halló del modo que se
contará en la segunda parte.
Segunda parte del ingenioso hidalgo
don Quijote de la Mancha
Capítulo IX. Donde se
concluye y da fin a la
estupenda batalla que el
gallardo vizcaíno y el
valiente manchego tuvieron
Dejamos en la primera parte desta historia
al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote
con las espadas altas y desnudas, en guisa de
descargar dos furibundos fendientes, tales
que, si en lleno se acertaban, por lo menos se
dividirían y fenderían de arriba abajo y
abrirían como una granada; y que en aquel
punto tan dudoso paró y quedó destroncada
tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia
su autor dónde se podría hallar lo que della
faltaba.
Causóme esto mucha pesadumbre, porque
el gusto de haber leído tan poco se volvía en
disgusto, de pensar el mal camino que se
ofrecía para hallar lo mucho que, a mi
parecer, faltaba de tan sabroso cuento.
Parecióme cosa imposible y fuera de toda
buena costumbre que a tan buen caballero le
hubiese faltado algún sabio que tomara a
cargo el escrebir sus nunca vistas hazañas,
cosa que no faltó a ninguno de los caballeros
andantes,
de los que dicen las gentes
que van a sus aventuras,
porque cada uno dellos tenía uno o dos
sabios, como de molde, que no solamente
escribían sus hechos, sino que pintaban sus
más mínimos pensamientos y niñerías, por
más escondidas que fuesen; y no había de
ser tan desdichado tan buen caballero, que le
faltase a él lo que sobró a Platir y a otros
semejantes. Y así, no podía inclinarme a
creer que tan gallarda historia hubiese
quedado manca y estropeada; y echaba la
culpa a la malignidad del tiempo, devorador y
consumidor de todas las cosas, el cual, o la
tenía oculta o consumida.
Por otra parte, me parecía que, pues entre
sus libros se habían hallado tan modernos
como Desengaño de celos y Ninfas y Pastores
de Henares, que también su historia debía de
ser moderna; y que, ya que no estuviese
escrita, estaría en la memoria de la gente de
su aldea y de las a ella circunvecinas. Esta
imaginación me traía confuso y deseoso de
saber, real y verdaderamente, toda la vida y
milagros de nuestro famoso español don
Quijote de la Mancha, luz y espejo de la
caballería manchega, y el primero que en
nuestra edad y en estos tan calamitosos
tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las
andantes armas, y al desfacer agravios,
socorrer viudas, amparar doncellas, de
aquellas que andaban con sus azotes y
palafrenes, y con toda su virginidad a
cuestas, de monte en monte y de valle en
valle; que, si no era que algún follón, o algún
villano de hacha y capellina, o algún
descomunal gigante las forzaba, doncella
hubo en los pasados tiempos que, al cabo de
ochenta años, que en todos ellos no durmió
un día debajo de tejado, y se fue tan entera a
la sepultura como la madre que la había
parido. Digo, pues, que, por estos y otros
muchos respetos, es digno nuestro gallardo
Quijote de continuas y memorables
alabanzas; y aun a mí no se me deben negar,
por el trabajo y diligencia que puse en buscar
el fin desta agradable historia; aunque bien
sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me
ayudan, el mundo quedará falto y sin el
pasatiempo y gusto que bien casi dos horas
podrá tener el que con atención la leyere.
Pasó, pues, el hallarla en esta manera:
Estando yo un día en el Alcaná de Toledo,
llegó un muchacho a vender unos cartapacios
y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy
aficionado a leer, aunque sean los papeles
rotos de las calles, llevado desta mi natural
inclinación, tomé un cartapacio de los que el
muchacho vendía, y vile con caracteres que
conocí ser arábigos. Y, puesto que, aunque
los conocía, no los sabía leer, anduve
mirando si parecía por allí algún morisco
aljamiado que los leyese; y no fue muy
dificultoso hallar intérprete semejante, pues,
aunque le buscara de otra mejor y más
antigua lengua, le hallara. En fin, la suerte
me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y
poniéndole el libro en las manos, le abrió por
medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó
a reír.
Preguntéle yo que de qué se reía, y
respondióme que de una cosa que tenía aquel
libro escrita en el margen por anotación.
Díjele que me la dijese; y él, sin dejar la risa,
dijo:
—Está, como he dicho, aquí en el margen
escrito esto: "Esta Dulcinea del Toboso,
tantas veces en esta historia referida, dicen
que tuvo la mejor mano para salar puercos
que otra mujer de toda la Mancha".
Cuando yo oí decir "Dulcinea del Toboso",
quedé atónito y suspenso, porque luego se
me representó que aquellos cartapacios
contenían la historia de don Quijote. Con esta
imaginación, le di priesa que leyese el
principio, y, haciéndolo ansí, volviendo de
improviso el arábigo en castellano, dijo que
decía: Historia de don Quijote de la Mancha,
escrita por Cide Hamete Benengeli,
historiador arábigo. Mucha discreción fue
menester para disimular el contento que
recebí cuando llegó a mis oídos el título del
libro; y, salteándosele al sedero, compré al
muchacho todos los papeles y cartapacios por
medio real; que, si él tuviera discreción y
supiera lo que yo los deseaba, bien se
pudiera prometer y llevar más de seis reales
de la compra. Apartéme luego con el morisco
por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle
me volviese aquellos cartapacios, todos los
que trataban de don Quijote, en lengua
castellana, sin quitarles ni añadirles nada,
ofreciéndole la paga que él quisiese.
Contentóse con dos arrobas de pasas y dos
fanegas de trigo, y prometió de traducirlos
bien y fielmente y con mucha brevedad. Pero
yo, por facilitar más el negocio y por no dejar
de la mano tan buen hallazgo, le truje a mi
casa, donde en poco más de mes y medio la
tradujo toda, del mesmo modo que aquí se
refiere.
Estaba en el primero cartapacio, pintada
muy al natural, la batalla de don Quijote con
el vizcaíno, puestos en la mesma postura que
la historia cuenta, levantadas las espadas, el
uno cubierto de su rodela, el otro de la
almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo,
que estaba mostrando ser de alquiler a tiro
de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno
un título que decía: Don Sancho de Azpetia,
que, sin duda, debía de ser su nombre, y a
los pies de Rocinante estaba otro que decía:
Don Quijote. Estaba Rocinante
maravillosamente pintado, tan largo y
tendido, tan atenuado y flaco, con tanto
espinazo, tan hético confirmado, que
mostraba bien al descubierto con cuánta
advertencia y propriedad se le había puesto
el nombre de Rocinante. Junto a él estaba
Sancho Panza, que tenía del cabestro a su
asno, a los pies del cual estaba otro rétulo
que decía: Sancho Zancas, y debía de ser que
tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga
grande, el talle corto y las zancas largas; y
por esto se le debió de poner nombre de
Panza y de Zancas, que con estos dos
sobrenombres le llama algunas veces la
historia. Otras algunas menudencias había
que advertir, pero todas son de poca
importancia y que no hacen al caso a la
verdadera relación de la historia; que
ninguna es mala como sea verdadera.
Si a ésta se le puede poner alguna objeción
cerca de su verdad, no podrá ser otra sino
haber sido su autor arábigo, siendo muy
propio de los de aquella nación ser
mentirosos; aunque, por ser tan nuestros
enemigos, antes se puede entender haber
quedado falto en ella que demasiado. Y ansí
me parece a mí, pues, cuando pudiera y
debiera estender la pluma en las alabanzas
de tan buen caballero, parece que de
industria las pasa en silencio: cosa mal hecha
y peor pensada, habiendo y debiendo ser los
historiadores puntuales, verdaderos y no
nada apasionados, y que ni el interés ni el
miedo, el rancor ni la afición, no les hagan
torcer del camino de la verdad, cuya madre
es la historia, émula del tiempo, depósito de
las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y
aviso de lo presente, advertencia de lo por
venir. En ésta sé que se hallará todo lo que
se acertare a desear en la más apacible; y si
algo bueno en ella faltare, para mí tengo que
fue por culpa del galgo de su autor, antes que
por falta del sujeto. En fin, su segunda parte,
siguiendo la tradución, comenzaba desta
manera:
Puestas y levantadas en alto las cortadoras
espadas de los dos valerosos y enojados
combatientes, no parecía sino que estaban
amenazando al cielo, a la tierra y al abismo:
tal era el denuedo y continente que tenían. Y
el primero que fue a descargar el golpe fue el
colérico vizcaíno, el cual fue dado con tanta
fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la
espada en el camino, aquel solo golpe fuera
bastante para dar fin a su rigurosa contienda
y a todas las aventuras de nuestro caballero;
mas la buena suerte, que para mayores cosas
le tenía guardado, torció la espada de su
contrario, de modo que, aunque le acertó en
el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que
desarmarle todo aquel lado, llevándole de
camino gran parte de la celada, con la mitad
de la oreja; que todo ello con espantosa ruina
vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
¡Válame Dios, y quién será aquel que
buenamente pueda contar ahora la rabia que
entró en el corazón de nuestro manchego,
viéndose parar de aquella manera! No se diga
más, sino que fue de manera que se alzó de
nuevo en los estribos, y, apretando más la
espada en las dos manos, con tal furia
descargó sobre el vizcaíno, acertándole de
lleno sobre la almohada y sobre la cabeza,
que, sin ser parte tan buena defensa, como si
cayera sobre él una montaña, comenzó a
echar sangre por las narices, y por la boca y
por los oídos, y a dar muestras de caer de la
mula abajo, de donde cayera, sin duda, si no
se abrazara con el cuello; pero, con todo eso,
sacó los pies de los estribos y luego soltó los
brazos; y la mula, espantada del terrible
golpe, dio a correr por el campo, y a pocos
corcovos dio con su dueño en tierra.
Estábaselo con mucho sosiego mirando don
Quijote, y, como lo vio caer, saltó de su
caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y,
poniéndole la punta de la espada en los ojos,
le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría
la cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado que
no podía responder palabra, y él lo pasara
mal, según estaba ciego don Quijote, si las
señoras del coche, que hasta entonces con
gran desmayo habían mirado la pendencia,
no fueran adonde estaba y le pidieran con
mucho encarecimiento les hiciese tan gran
merced y favor de perdonar la vida a aquel su
escudero. A lo cual don Quijote respondió,
con mucho entono y gravedad:
—Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy
contento de hacer lo que me pedís; mas ha
de ser con una condición y concierto, y es
que este caballero me ha de prometer de ir al
lugar del Toboso y presentarse de mi parte
ante la sin par doña Dulcinea, para que ella
haga dél lo que más fuere de su voluntad.
La temerosa y desconsolada señora, sin
entrar en cuenta de lo que don Quijote pedía,
y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le
prometió que el escudero haría todo aquello
que de su parte le fuese mandado.
—Pues en fe de esa palabra, yo no le haré
más daño, puesto que me lo tenía bien
merecido.
Capítulo X. De lo que más
le avino a don Quijote con el
vizcaíno, y del peligro en
que se vio con una turba de
yangüeses
Ya en este tiempo se había levantado
Sancho Panza, algo maltratado de los mozos
de los frailes, y había estado atento a la
batalla de su señor don Quijote, y rogaba a
Dios en su corazón fuese servido de darle
vitoria y que en ella ganase alguna ínsula de
donde le hiciese gobernador, como se lo
había prometido. Viendo, pues, ya acabada la
pendencia, y que su amo volvía a subir sobre
Rocinante, llegó a tenerle el estribo; y antes
que subiese se hincó de rodillas delante dél,
y, asiéndole de la mano, se la besó y le dijo:
—Sea vuestra merced servido, señor don
Quijote mío, de darme el gobierno de la
ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha
ganado; que, por grande que sea, yo me
siento con fuerzas de saberla gobernar tal y
tan bien como otro que haya gobernado
ínsulas en el mundo.
A lo cual respondió don Quijote:
—Advertid, hermano Sancho, que esta
aventura y las a ésta semejantes no son
aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas,
en las cuales no se gana otra cosa que sacar
rota la cabeza o una oreja menos. Tened
paciencia, que aventuras se ofrecerán donde
no solamente os pueda hacer gobernador,
sino más adelante.
Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole
otra vez la mano y la falda de la loriga, le
ayudó a subir sobre Rocinante; y él subió
sobre su asno y comenzó a seguir a su señor,
que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar
más con las del coche, se entró por un
bosque que allí junto estaba. Seguíale Sancho
a todo el trote de su jumento, pero caminaba
tanto Rocinante que, viéndose quedar atrás,
le fue forzoso dar voces a su amo que se
aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo
las riendas a Rocinante hasta que llegase su
cansado escudero, el cual, en llegando, le
dijo:
—Paréceme, señor, que sería acertado irnos
a retraer a alguna iglesia; que, según quedó
maltrecho aquel con quien os combatistes, no
será mucho que den noticia del caso a la
Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que
si lo hacen, que primero que salgamos de la
cárcel que nos ha de sudar el hopo.
—Calla
—dijo don Quijote
—. Y ¿dónde has
visto tú, o leído jamás, que caballero andante
haya sido puesto ante la justicia, por más
homicidios que hubiese cometido?
—Yo no sé nada de omecillos
—respondió
Sancho
—, ni en mi vida le caté a ninguno;
sólo sé que la Santa Hermandad tiene que
ver con los que pelean en el campo, y en
esotro no me entremeto.
—Pues no tengas pena, amigo
—respondió
don Quijote
—, que yo te sacaré de las manos
de los caldeos, cuanto más de las de la
Hermandad. Pero dime, por tu vida: ¿has
visto más valeroso caballero que yo en todo
lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en
historias otro que tenga ni haya tenido más
brío en acometer, más aliento en el
perseverar, más destreza en el herir, ni más
maña en el derribar?
—La verdad sea
—respondió Sancho
— que
yo no he leído ninguna historia jamás, porque
ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré
apostar es que más atrevido amo que vuestra
merced yo no le he servido en todos los días
de mi vida, y quiera Dios que estos
atrevimientos no se paguen donde tengo
dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es
que se cure, que le va mucha sangre de esa
oreja; que aquí traigo hilas y un poco de
ungüento blanco en las alforjas.
—Todo eso fuera bien escusado
—respondió
don Quijote
— si a mí se me acordara de
hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás,
que con sola una gota se ahorraran tiempo y
medicinas.
—¿Qué redoma y qué bálsamo es ése?
—
dijo Sancho Panza.
—Es un bálsamo
—respondió don Quijote
—
de quien tengo la receta en la memoria, con
el cual no hay que tener temor a la muerte,
ni hay pensar morir de ferida alguna. Y ansí,
cuando yo le haga y te le dé, no tienes más
que hacer sino que, cuando vieres que en
alguna batalla me han partido por medio del
cuerpo (como muchas veces suele
acontecer), bonitamente la parte del cuerpo
que hubiere caído en el suelo, y con mucha
sotileza, antes que la sangre se yele, la
pondrás sobre la otra mitad que quedare en
la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y
al justo; luego me darás a beber solos dos
tragos del bálsamo que he dicho, y verásme
quedar más sano que una manzana.
—Si eso hay
—dijo Panza
—, yo renuncio
desde aquí el gobierno de la prometida
ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis
muchos y buenos servicios, sino que vuestra
merced me dé la receta de ese estremado
licor; que para mí tengo que valdrá la onza
adondequiera más de a dos reales, y no he
menester yo más para pasar esta vida
honrada y descansadamente. Pero es de
saber agora si tiene mucha costa el hacelle.
—Con menos de tres reales se pueden
hacer tres azumbres
—respondió don Quijote.
—¡Pecador de mí!
—replicó Sancho
—. ¿Pues
a qué aguarda vuestra merced a hacelle y a
enseñármele?
—Calla, amigo
—respondió don Quijote
—,
que mayores secretos pienso enseñarte y
mayores mercedes hacerte; y, por agora,
curémonos, que la oreja me duele más de lo
que yo quisiera.
Sacó Sancho de las alforjas hilas y
ungüento. Mas, cuando don Quijote llegó a
ver rota su celada, pensó perder el juicio, y,
puesta la mano en la espada y alzando los
ojos al cielo, dijo:
—Yo hago juramento al Criador de todas las
cosas y a los santos cuatro Evangelios, donde
más largamente están escritos, de hacer la
vida que hizo el grande marqués de Mantua
cuando juró de vengar la muerte de su
sobrino Valdovinos, que fue de no comer pan
a manteles, ni con su mujer folgar, y otras
cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las
doy aquí por expresadas, hasta tomar entera
venganza del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto Sancho, le dijo:
—Advierta vuestra merced, señor don
Quijote, que si el caballero cumplió lo que se
le dejó ordenado de irse a presentar ante mi
señora Dulcinea del Toboso, ya habrá
cumplido con lo que debía, y no merece otra
pena si no comete nuevo delito.
—Has hablado y apuntado muy bien
—
respondió don Quijote
—; y así, anulo el
juramento en cuanto lo que toca a tomar dél
nueva venganza; pero hágole y confírmole de
nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta
tanto que quite por fuerza otra celada tal y
tan buena como ésta a algún caballero. Y no
pienses, Sancho, que así a humo de pajas
hago esto, que bien tengo a quien imitar en
ello; que esto mesmo pasó, al pie de la letra,
sobre el yelmo de Mambrino, que tan caro le
costó a Sacripante.
—Que dé al diablo vuestra merced tales
juramentos, señor mío –replicó Sancho
—;
que son muy en daño de la salud y muy en
perjuicio de la conciencia. Si no, dígame
ahora: si acaso en muchos días no topamos
hombre armado con celada, ¿qué hemos de
hacer? ¿Hase de cumplir el juramento, a
despecho de tantos inconvenientes e
incomodidades, como será el dormir vestido,
y el no dormir en poblado, y otras mil
penitencias que contenía el juramento de
aquel loco viejo del marqués de Mantua, que
vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire
vuestra merced bien, que por todos estos
caminos no andan hombres armados, sino
arrieros y carreteros, que no sólo no traen
celadas, pero quizá no las han oído nombrar
en todos los días de su vida.
—Engáñaste en eso
—dijo don Quijote
—,
porque no habremos estado dos horas por
estas encrucijadas, cuando veamos más
armados que los que vinieron sobre Albraca a
la conquista de Angélica la Bella.
—Alto, pues; sea ansí
—dijo Sancho
—, y a
Dios prazga que nos suceda bien, y que se
llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que
tan cara me cuesta, y muérame yo luego.
—Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso
cuidado alguno; que, cuando faltare ínsula,
ahí está el reino de Dinamarca o el de
Soliadisa, que te vendrán como anillo al
dedo; y más, que, por ser en tierra firme, te
debes más alegrar. Pero dejemos esto para
su tiempo, y mira si traes algo en esas
alforjas que comamos, porque vamos luego
en busca de algún castillo donde alojemos
esta noche y hagamos el bálsamo que te he
dicho; porque yo te voto a Dios que me va
doliendo mucho la oreja.
—Aquí trayo una cebolla, y un poco de
queso y no sé cuántos mendrugos de pan
—
dijo Sancho
—, pero no son manjares que
pertenecen a tan valiente caballero como
vuestra merced.
—¡Qué mal lo entiendes!
—respondió don
Quijote
—. Hágote saber, Sancho, que es
honra de los caballeros andantes no comer en
un mes; y, ya que coman, sea de aquello que
hallaren más a mano; y esto se te hiciera
cierto si hubieras leído tantas historias como
yo; que, aunque han sido muchas, en todas
ellas no he hallado hecha relación de que los
caballeros andantes comiesen, si no era
acaso y en algunos suntuosos banquetes que
les hacían, y los demás días se los pasaban
en flores. Y, aunque se deja entender que no
podían pasar sin comer y sin hacer todos los
otros menesteres naturales, porque, en efeto,
eran hombres como nosotros, hase de
entender también que, andando lo más del
tiempo de su vida por las florestas y
despoblados, y sin cocinero, que su más
ordinaria comida sería de viandas rústicas,
tales como las que tú ahora me ofreces. Así
que, Sancho amigo, no te congoje lo que amí
me da gusto. Ni querrás tú hacer mundo
nuevo, ni sacar la caballería andante de sus
quicios.
—Perdóneme vuestra merced
—dijo
Sancho
—; que, como yo no sé leer ni
escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he
caído en las reglas de la profesión
caballeresca; y, de aquí adelante, yo
proveeré las alforjas de todo género de fruta
seca para vuestra merced, que es caballero, y
para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras
cosas volátiles y de más sustancia.
—No digo yo, Sancho
—replicó don
Quijote
—, que sea forzoso a los caballeros
andantes no comer otra cosa sino esas frutas
que dices, sino que su más ordinario sustento
debía de ser dellas, y de algunas yerbas que
hallaban por los campos, que ellos conocían y
yo también conozco.
—Virtud es
—respondió Sancho
— conocer
esas yerbas; que, según yo me voy
imaginando, algún día será menester usar de
ese conocimiento.
Y, sacando, en esto, lo que dijo que traía,
comieron los dos en buena paz y compaña.
Pero, deseosos de buscar donde alojar
aquella noche, acabaron con mucha brevedad
su pobre y seca comida. Subieron luego a
caballo, y diéronse priesa por llegar a poblado
antes que anocheciese; pero faltóles el sol, y
la esperanza de alcanzar lo que deseaban,
junto a unas chozas de unos cabreros, y así,
determinaron de pasarla allí; que cuanto fue
de pesadumbre para Sancho no llegar a
poblado, fue de contento para su amo
dormirla al cielo descubierto, por parecerle
que cada vez que esto le sucedía era hacer
un acto posesivo que facilitaba la prueba de
su caballería.
Capítulo XI. De lo que le
sucedió a don Quijote con
unos cabreros
Fue recogido de los cabreros con buen
ánimo; y, habiendo Sancho, lo mejor que
pudo, acomodado a Rocinante y a su
jumento, se fue tras el olor que despedían de
sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al
fuego en un caldero estaban; y, aunque él
quisiera en aquel mesmo punto ver si
estaban en sazón de trasladarlos del caldero
al estómago, lo dejó de hacer, porque los
cabreros los quitaron del fuego, y, tendiendo
por el suelo unas pieles de ovejas,
aderezaron con mucha priesa su rústica mesa
y convidaron a los dos, con muestras de muy
buena voluntad, con lo que tenían.
Sentáronse a la redonda de las pieles seis
dellos, que eran los que en la majada había,
habiendo primero con groseras ceremonias
rogado a don Quijote que se sentase sobre un
dornajo que vuelto del revés le pusieron.
Sentóse don Quijote, y quedábase Sancho en
pie para servirle la copa, que era hecha de
cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo:
—Porque veas, Sancho, el bien que en sí
encierra la andante caballería, y cuán a pique
están los que en cualquiera ministerio della
se ejercitan de venir brevemente a ser
honrados y estimados del mundo, quiero que
aquí a mi lado y en compañía desta buena
gente te sientes, y que seas una mesma cosa
conmigo, que soy tu amo y natural señor;
que comas en mi plato y bebas por donde yo
bebiere; porque de la caballería andante se
puede decir lo mesmo que del amor se dice:
que todas las cosas iguala.
—¡Gran merced!
—dijo Sancho
—; pero sé
decir a vuestra merced que, como yo tuviese
bien de comer, tan bien y mejor me lo
comería en pie y a mis solas como sentado a
par de un emperador.
Y aun, si va a decir
verdad, mucho mejor me sabe lo que como
en mi rincón, sin melindres ni respetos,
aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos
de otras mesas donde me sea forzoso mascar
despacio, beber poco, limpiarme a menudo,
no estornudar ni toser si me viene gana, ni
hacer otras cosas que la soledad y la libertad
traen consigo. Ansí que, señor mío, estas
honras que vuestra merced quiere darme por
ser ministro y adherente de la caballería
andante, como lo soy siendo escudero de
vuestra merced, conviértalas en otras cosas
que me sean de más cómodo y provecho;
que éstas, aunque las doy por bien recebidas,
las renuncio para desde aquí al fin del
mundo.
—Con todo eso, te has de sentar; porque a
quien se humilla, Dios le ensalza.
Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que
junto dél se sentase.
No entendían los cabreros aquella jerigonza
de escuderos y de caballeros andantes, y no
hacían otra cosa que comer y callar, y mirar a
sus huéspedes, que, con mucho donaire y
gana, embaulaban tasajo como el puño.
Acabado el servicio de carne, tendieron sobre
las zaleas gran cantidad de bellotas
avellanadas, y juntamente pusieron un medio
queso, más duro que si fuera hecho de
argamasa. No estaba, en esto, ocioso el
cuerno, porque andaba a la redonda tan a
menudo (ya lleno, ya vacío, como arcaduz de
noria) que con facilidad vació un zaque de
dos que estaban de manifiesto. Después que
don Quijote hubo bien satisfecho su
estómago, tomó un puño de bellotas en la
mano, y, mirándolas atentamente, soltó la
voz a semejantes razones:
—Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a
quien los antiguos pusieron nombre de
dorados, y no porque en ellos el oro, que en
esta nuestra edad de hierro tanto se estima,
se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga
alguna, sino porque entonces los que en ella
vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y
mío. Eran en aquella santa edad todas las
cosas comunes; a nadie le era necesario,
para alcanzar su ordinario sustento, tomar
otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de
las robustas encinas, que liberalmente les
estaban convidando con su dulce y sazonado
fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en
magnífica abundancia, sabrosas y
transparentes aguas les ofrecían. En las
quiebras de las peñas y en lo hueco de los
árboles formaban su república las solícitas y
discretas abejas, ofreciendo a cualquiera
mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de
su dulcísimo trabajo. Los valientes
alcornoques despedían de sí, sin otro artificio
que el de su cortesía, sus anchas y livianas
cortezas, con que se comenzaron a cubrir las
casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no
más que para defensa de las inclemencias del
cielo. Todo era paz entonces, todo amistad,
todo concordia; aún no se había atrevido la
pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar
las entrañas piadosas de nuestra primera
madre, que ella, sin ser forzada, ofrecía, por
todas las partes de su fértil y espacioso seno,
lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a
los hijos que entonces la poseían. Entonces sí
que andaban las simples y hermosas
zagalejas de valle en valle y de otero en
otero, en trenza y en cabello, sin más
vestidos de aquellos que eran menester para
cubrir honestamente lo que la honestidad
quiere y ha querido siempre que se cubra; y
no eran sus adornos de los que ahora se
usan, a quien la púrpura de Tiro y la por
tantos modos martirizada seda encarecen,
sino de algunas hojas verdes de lampazos y
yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan
pomposas y compuestas como van agora
nuestras cortesanas con las raras y
peregrinas invenciones que la curiosidad
ociosa les ha mostrado. Entonces se
decoraban los concetos amorosos del alma
simple y sencillamente, del mesmo modo y
manera que ella los concebía, sin buscar
artificioso rodeo de palabras para
encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni
la malicia mezcládose con la verdad y llaneza.
La justicia se estaba en sus proprios
términos, sin que la osasen turbar ni ofender
los del favor y los del interese, que tanto
ahora la menoscaban, turban y persiguen. La
ley del encaje aún no se había sentado en el
entendimiento del juez, porque entonces no
había qué juzgar, ni quién fuese juzgado. Las
doncellas y la honestidad andaban, como
tengo dicho, por dondequiera, sola y señora,
sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo
intento le menoscabasen, y su perdición nacía
de su gusto y propria voluntad. Y agora, en
estos nuestros detestables siglos, no está
segura ninguna, aunque la oculte y cierre
otro nuevo laberinto como el de Creta;
porque allí, por los resquicios o por el aire,
con el celo de la maldita solicitud, se les entra
la amorosa pestilencia y les hace dar con
todo su recogimiento al traste. Para cuya
seguridad, andando más los tiempos y
creciendo más la malicia, se instituyó la
orden de los caballeros andantes, para
defender las doncellas, amparar las viudas y
socorrer a los huérfanos y a los
menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos
cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen
acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero;
que, aunque por ley natural están todos los
que viven obligados a favorecer a los
caballeros andantes, todavía, por saber que
sin saber vosotros esta obligación me
acogistes y regalastes, es razón que, con la
voluntad a mí posible, os agradezca la
vuestra.
Toda esta larga arenga
—que se pudiera
muy bien escusar
— dijo nuestro caballero
porque las bellotas que le dieron le trujeron a
la memoria la edad dorada y antojósele hacer
aquel inútil razonamiento a los cabreros, que,
sin respondelle palabra, embobados y
suspensos, le estuvieron escuchando.
Sancho, asimesmo, callaba y comía bellotas,
y visitaba muy a menudo el segundo zaque,
que, porque se enfriase el vino, le tenían
colgado de un alcornoque.
Más tardó en hablar don Quijote que en
acabarse la cena; al fin de la cual, uno de los
cabreros dijo:
—Para que con más veras pueda vuestra
merced decir, señor caballero andante, que le
agasajamos con prompta y buena voluntad,
queremos darle solaz y contento con hacer
que cante un compañero nuestro que no
tardará mucho en estar aquí; el cual es un
zagal muy entendido y muy enamorado, y
que, sobre todo, sabe leer y escrebir y es
músico de un rabel, que no hay más que
desear.
Apenas había el cabrero acabado de decir
esto, cuando llegó a sus oídos el son del
rabel, y de allí a poco llegó el que le tañía,
que era un mozo de hasta veinte y dos años,
de muy buena gracia. Preguntáronle sus
compañeros si había cenado, y, respondiendo
que sí, el que había hecho los ofrecimientos
le dijo:
—De esa manera, Antonio, bien podrás
hacernos placer de cantar un poco, porque
vea este señor huésped que tenemos quien;
también por los montes y selvas hay quien
sepa de música. Hémosle dicho tus buenas
habilidades, y deseamos que las muestres y
nos saques verdaderos; y así, te ruego por tu
vida que te sientes y cantes el romance de
tus amores que te compuso el beneficiado tu
tío, que en el pueblo ha parecido muy bien.
—Que me place
—respondió el mozo.
Y, sin hacerse más de rogar, se sentó en el
tronco de una desmochada encina, y,
templando su rabel, de allí a poco, con muy
buena gracia, comenzó a cantar, diciendo
desta manera:
Antonio
—Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aun con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida,
en que me quieres me afirmo;
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma
y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reproches
y honestísimos desvíos,
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe, que nunca ha podido,
ni menguar por no llamado,
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que el fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mesmo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho;
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas malquisto.
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
''Tal piensa que adora a un ángel,
y viene a adorar a un jimio;
merced a los muchos dijes
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras,
que engañan al Amor mismo''.
Desmentíla y enojóse;
volvió por ella su primo:
desafióme, y ya sabes
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía;
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia
que son lazadas de sirgo;
pon tú el cuello en la gamella;
verás como pongo el mío.
Donde no, desde aquí juro,
por el santo más bendito,
de no salir destas sierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto; y,
aunque don Quijote le rogó que algo más
cantase, no lo consintió Sancho Panza,
porque estaba más para dormir que para oír
canciones. Y ansí, dijo a su amo:
—Bien
puede vuestra merced acomodarse desde
luego adonde ha de posar esta noche, que el
trabajo que estos buenos hombres tienen
todo el día no permite que pasen las noches
cantando.
—Ya te entiendo, Sancho
—le
respondió don Quijote
—; que bien se me
trasluce que las visitas del zaque piden más
recompensa de sueño que de música.
—A
todos nos sabe bien, bendito sea Dios
—
respondió Sancho.
—No lo niego
—replicó don
Quijote
—, pero acomódate tú donde
quisieres, que los de mi profesión mejor
parecen velando que durmiendo. Pero, con
todo esto, sería bien, Sancho, que me
vuelvas a curar esta oreja, que me va
doliendo más de lo que es menester. Hizo
Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno
de los cabreros la herida, le dijo que no
tuviese pena, que él pondría remedio con que
fácilmente se sanase. Y, tomando algunas
hojas de romero, de mucho que por allí
había, las mascó y las mezcló con un poco de
sal, y, aplicándoselas a la oreja, se la vendó
muy bien, asegurándole que no había
menester otra medicina; y así fue la verdad.
Capítulo XII. De lo que
contó un cabrero a los que
estaban con don Quijote
Estando en esto, llegó otro mozo de los que
les traían del aldea el bastimento, y dijo:
—¿Sabéis lo que pasa en el lugar,
compañeros?
—¿Cómo lo podemos saber?
—respondió
uno dellos.
—Pues sabed
—prosiguió el mozo
— que
murió esta mañana aquel famoso pastor
estudiante llamado Grisóstomo, y se
murmura que ha muerto de amores de
aquella endiablada moza de Marcela, la hija
de Guillermo el rico, aquélla que se anda en
hábito de pastora por esos andurriales.
—Por Marcela dirás
—dijo uno.
—Por ésa digo
—respondió el cabrero
—. Y
es lo bueno, que mandó en su testamento
que le enterrasen en el campo, como si fuera
moro, y que sea al pie de la peña donde está
la fuente del alcornoque; porque, según es
fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es
adonde él la vio la vez primera. Y también
mandó otras cosas, tales, que los abades del
pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es
bien que se cumplan, porque parecen de
gentiles. A todo lo cual responde aquel gran
su amigo Ambrosio, el estudiante, que
también se vistió de pastor con él, que se ha
de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó
mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el
pueblo alborotado; mas, a lo que se dice, en
fin se hará lo que Ambrosio y todos los
pastores sus amigos quieren; y mañana le
vienen a enterrar con gran pompa adonde
tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser
cosa muy de ver; a lo menos, yo no dejaré de
ir a verla, si supiese no volver mañana al
lugar.
—Todos haremos lo mesmo
—respondieron
los cabreros
—; y echaremos suertes a quién
ha de quedar a guardar las cabras de todos.
—Bien dices, Pedro
—dijo uno
—; aunque no
será menester usar de esa diligencia, que yo
me quedaré por todos. Y no lo atribuyas a
virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no
me deja andar el garrancho que el otro día
me pasó este pie.
—Con todo eso, te lo agradecemos
—
respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué
muerto era aquél y qué pastora aquélla; a lo
cual Pedro respondió que lo que sabía era
que el muerto era un hijodalgo rico, vecino de
un lugar que estaba en aquellas sierras, el
cual había sido estudiante muchos años en
Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto
a su lugar, con opinión de muy sabio y muy
leído.
—«Principalmente, decían que sabía la
ciencia de las estrellas, y de lo que pasan,
allá en el cielo, el sol y la luna; porque
puntualmente nos decía el cris del sol y de la
luna.»
—Eclipse se llama, amigo, que no cris, el
escurecerse esos dos luminares mayores
—
dijo don Quijote. Mas Pedro, no reparando en
niñerías, prosiguió su cuento diciendo:
—«Asimesmo adevinaba cuándo había de
ser el año abundante o estil.»
—Estéril queréis decir, amigo
—dijo don
Quijote.
—Estéril o estil
—respondió Pedro
—, todo se
sale allá. «Y digo que con esto que decía se
hicieron su padre y sus amigos, que le daban
crédito, muy ricos, porque hacían lo que él
les aconsejaba, diciéndoles: ''Sembrad este
año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar
garbanzos y no cebada; el que viene será de
guilla de aceite; los tres siguientes no se
cogerá gota''.»
—Esa ciencia se llama astrología
—dijo don
Quijote.
—No sé yo cómo se llama
—replicó Pedro
—,
mas sé que todo esto sabía, y aún más.
«Finalmente, no pasaron muchos meses,
después que vino de Salamanca, cuando un
día remaneció vestido de pastor, con su
cayado y pellico, habiéndose quitado los
hábitos largos que como escolar traía; y
juntamente se vistió con él de pastor otro su
grande amigo, llamado Ambrosio, que había
sido su compañero en los estudios.
Olvidábaseme de decir como Grisóstomo, el
difunto, fue grande hombre de componer
coplas; tanto, que él hacía los villancicos para
la noche del Nacimiento del Señor, y los
autos para el día de Dios, que los
representaban los mozos de nuestro pueblo,
y todos decían que eran por el cabo. Cuando
los del lugar vieron tan de improviso vestidos
de pastores a los dos escolares, quedaron
admirados, y no podían adivinar la causa que
les había movido a hacer aquella tan estraña
mudanza. Ya en este tiempo era muerto el
padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó
heredado en mucha cantidad de hacienda,
ansí en muebles como en raíces, y en no
pequeña cantidad de ganado, mayor y
menor, y en gran cantidad de dineros; de
todo lo cual quedó el mozo señor desoluto, y
en verdad que todo lo merecía, que era muy
buen compañero y caritativo y amigo de los
buenos, y tenía una cara como una bendición.
Después se vino a entender que el haberse
mudado de traje no había sido por otra cosa
que por andarse por estos despoblados en
pos de aquella pastora Marcela que nuestro
zagal nombró denantes, de la cual se había
enamorado el pobre difunto de Grisóstomo.»
Y quiéroos decir agora, porque es bien que lo
sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin
quizá, no habréis oído semejante cosa en
todos los días de vuestra vida, aunque viváis
más años que sarna.
—Decid Sarra
—replicó don Quijote, no
pudiendo sufrir el trocar de los vocablos del
cabrero.
—Harto vive la sarna
—respondió Pedro
—; y
si es, señor, que me habéis de andar
zaheriendo a cada paso los vocablos, no
acabaremos en un año.
—Perdonad, amigo
—dijo don Quijote
—;
que por haber tanta diferencia de sarna a
Sarra os lo dije; pero vos respondistes muy
bien, porque vive más sarna que Sarra; y
proseguid vuestra historia, que no os
replicaré más en nada.
—«Digo, pues, señor mío de mi alma
—dijo
el cabrero
—, que en nuestra aldea hubo un
labrador aún más rico que el padre de
Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al
cual dio Dios, amén de las muchas y grandes
riquezas, una hija, de cuyo parto murió su
madre, que fue la más honrada mujer que
hubo en todos estos contornos. No parece
sino que ahora la veo, con aquella cara que
del un cabo tenía el sol y del otro la luna; y,
sobre todo, hacendosa y amiga de los pobres,
por lo que creo que debe de estar su ánima a
la hora de ahora gozando de Dios en el otro
mundo. De pesar de la muerte de tan buena
mujer murió su marido Guillermo, dejando a
su hija Marcela, muchacha y rica, en poder de
un tío suyo sacerdote y beneficiado en
nuestro lugar. Creció la niña con tanta
belleza, que nos hacía acordar de la de su
madre, que la tuvo muy grande; y, con todo
esto, se juzgaba que le había de pasar la de
la hija. Y así fue, que, cuando llegó a edad de
catorce a quince años, nadie la miraba que no
bendecía a Dios, que tan hermosa la había
criado, y los más quedaban enamorados y
perdidos por ella. Guardábala su tío con
mucho recato y con mucho encerramiento;
pero, con todo esto, la fama de su mucha
hermosura se estendió de manera que, así
por ella como por sus muchas riquezas, no
solamente de los de nuestro pueblo, sino de
los de muchas leguas a la redonda, y de los
mejores dellos, era rogado, solicitado e
importunado su tío se la diese por mujer. Mas
él, que a las derechas es buen cristiano,
aunque quisiera casarla luego, así como la vía
de edad, no quiso hacerlo sin su
consentimiento, sin tener ojo a la ganancia y
granjería que le ofrecía el tener la hacienda
de la moza, dilatando su casamiento. Y a fe
que se dijo esto en más de un corrillo en el
pueblo, en alabanza del buen sacerdote.»
Que quiero que sepa, señor andante, que en
estos lugares cortos de todo se trata y de
todo se murmura; y tened para vos, como yo
tengo para mí, que debía de ser
demasiadamente bueno el clérigo que obliga
a sus feligreses a que digan bien dél,
especialmente en las aldeas.
—Así es la verdad
—dijo don Quijote
—, y
proseguid adelante, que el cuento es muy
bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy
buena gracia.
—La del Señor no me falte, que es la que
hace al caso. «Y en lo demás sabréis que,
aunque el tío proponía a la sobrina y le decía
las calidades de cada uno en particular, de los
muchos que por mujer la pedían, rogándole
que se casase y escogiese a su gusto, jamás
ella respondió otra cosa sino que por
entonces no quería casarse, y que, por ser
tan muchacha, no se sentía hábil para poder
llevar la carga del matrimonio. Con estas que
daba, al parecer justas escusas, dejaba el tío
de importunarla, y esperaba a que entrase
algo más en edad y ella supiese escoger
compañía a su gusto. Porque decía él, y decía
muy bien, que no habían de dar los padres a
sus hijos estado contra su voluntad. Pero
hételo aquí, cuando no me cato, que
remanece un día la melindrosa Marcela hecha
pastora; y, sin ser parte su tío ni todos los
del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en
irse al campo con las demás zagalas del
lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y,
así como ella salió en público y su hermosura
se vio al descubierto, no os sabré
buenamente decir cuántos ricos mancebos,
hidalgos y labradores han tomado el traje de
Grisóstomo y la andan requebrando por esos
campos. Uno de los cuales, como ya está
dicho, fue nuestro difunto, del cual decían
que la dejaba de querer, y la adoraba. Y no
se piense que porque Marcela se puso en
aquella libertad y vida tan suelta y de tan
poco o de ningún recogimiento, que por eso
ha dado indicio, ni por semejas, que venga en
menoscabo de su honestidad y recato; antes
es tanta y tal la vigilancia con que mira por
su honra, que de cuantos la sirven y solicitan
ninguno se ha alabado, ni con verdad se
podrá alabar, que le haya dado alguna
pequeña esperanza de alcanzar su deseo.
Que, puesto que no huye ni se esquiva de la
compañía y conversación de los pastores, y
los trata cortés y amigablemente, en llegando
a descubrirle su intención cualquiera dellos,
aunque sea tan justa y santa como la del
matrimonio, los arroja de sí como con un
trabuco. Y con esta manera de condición hace
más daño en esta tierra que si por ella
entrara la pestilencia; porque su afabilidad y
hermosura atrae los corazones de los que la
tratan a servirla y a amarla, pero su desdén y
desengaño los conduce a términos de
desesperarse; y así, no saben qué decirle,
sino llamarla a voces cruel y desagradecida,
con otros títulos a éste semejantes, que bien
la calidad de su condición manifiestan. Y si
aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades
resonar estas sierras y estos valles con los
lamentos de los desengañados que la siguen.
No está muy lejos de aquí un sitio donde hay
casi dos docenas de altas hayas, y no hay
ninguna que en su lisa corteza no tenga
grabado y escrito el nombre de Marcela; y
encima de alguna, una corona grabada en el
mesmo árbol, como si más claramente dijera
su amante que Marcela la lleva y la merece
de toda la hermosura humana. Aquí sospira
un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen
amorosas canciones, acá desesperadas
endechas. Cuál hay que pasa todas las horas
de la noche sentado al pie de alguna encina o
peñasco, y allí, sin plegar los llorosos ojos,
embebecido y transportado en sus
pensamientos, le halló el sol a la mañana; y
cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus
suspiros, en mitad del ardor de la más
enfadosa siesta del verano, tendido sobre la
ardiente arena, envía sus quejas al piadoso
cielo. Y déste y de aquél, y de aquéllos y de
éstos, libre y desenfadadamente triunfa la
hermosa Marcela; y todos los que la
conocemos estamos esperando en qué ha de
parar su altivez y quién ha de ser el dichoso
que ha de venir a domeñar condición tan
terrible y gozar de hermosura tan
estremada.» Por ser todo lo que he contado
tan averiguada verdad, me doy a entender
que también lo es la que nuestro zagal dijo
que se decía de la causa de la muerte de
Grisóstomo. Y así, os aconsejo, señor, que no
dejéis de hallaros mañana a su entierro, que
será muy de ver, porque Grisóstomo tiene
muchos amigos, y no está de este lugar a
aquél donde manda enterrarse media legua.
—En cuidado me lo tengo
—dijo don
Quijote
—, y agradézcoos el gusto que me
habéis dado con la narración de tan sabroso
cuento.
—¡Oh!
—replicó el cabrero
—, aún no sé yo
la mitad de los casos sucedidos a los amantes
de Marcela, mas podría ser que mañana
topásemos en el camino algún pastor que nos
los dijese. Y, por ahora, bien será que os vais
a dormir debajo de techado, porque el sereno
os podría dañar la herida, puesto que es tal la
medicina que se os ha puesto, que no hay
que temer de contrario acidente. Sancho
Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar
del cabrero, solicitó, por su parte, que su
amo se entrase a dormir en la choza de
Pedro. Hízolo así, y todo lo más de la noche
se le pasó en memorias de su señora
Dulcinea, a imitación de los amantes de
Marcela. Sancho Panza se acomodó entre
Rocinante y su jumento, y durmió, no como
enamorado desfavorecido, sino como hombre
molido a coces.
Capítulo XIII. Donde se
da fin al cuento de la
pastora Marcela, con otros
sucesos
Mas, apenas comenzó a descubrirse el día
por los balcones del oriente, cuando los cinco
de los seis cabreros se levantaron y fueron a
despertar a don Quijote, y a decille si estaba
todavía con propósito de ir a ver el famoso
entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían
compañía. Don Quijote, que otra cosa no
deseaba, se levantó y mandó a Sancho que
ensillase y enalbardase al momento, lo cual él
hizo con mucha diligencia, y con la mesma se
pusieron luego todos en camino. Y no
hubieron andado un cuarto de legua, cuando,
al cruzar de una senda, vieron venir hacia
ellos hasta seis pastores, vestidos con
pellicos negros y coronadas las cabezas con
guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa.
Traía cada uno un grueso bastón de acebo en
la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos
gentiles hombres de a caballo, muy bien
aderezados de camino, con otros tres mozos
de a pie que los acompañaban. En llegándose
a juntar, se saludaron cortésmente, y,
preguntándose los unos a los otros dónde
iban, supieron que todos se encaminaban al
lugar del entierro; y así, comenzaron a
caminar todos juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su
compañero, le dijo:
—Paréceme, señor Vivaldo, que habemos
de dar por bien empleada la tardanza que
hiciéremos en ver este famoso entierro, que
no podrá dejar de ser famoso, según estos
pastores nos han contado estrañezas, ansí
del muerto pastor como de la pastora
homicida.
—Así me lo parece a mí
—respondió
Vivaldo
—; y no digo yo hacer tardanza de un
día, pero de cuatro la hiciera a trueco de
verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que
habían oído de Marcela y de Grisóstomo. El
caminante dijo que aquella madrugada
habían encontrado con aquellos pastores, y
que, por haberles visto en aquel tan triste
traje, les habían preguntado la ocasión por
que iban de aquella manera; que uno dellos
se lo contó, contando la estrañeza y
hermosura de una pastora llamada Marcela, y
los amores de muchos que la recuestaban,
con la muerte de aquel Grisóstomo a cuyo
entierro iban. Finalmente, él contó todo lo
que Pedro a don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra,
preguntando el que se llamaba Vivaldo a don
Quijote qué era la ocasión que le movía a
andar armado de aquella manera por tierra
tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote:
—La profesión de mi ejercicio no consiente
ni permite que yo ande de otra manera. El
buen paso, el regalo y el reposo, allá se
inventó para los blandos cortesanos; mas el
trabajo, la inquietud y las armas sólo se
inventaron e hicieron para aquellos que el
mundo llama caballeros andantes, de los
cuales yo, aunque indigno, soy el menor de
todos. Apenas le oyeron esto, cuando todos
le tuvieron por loco; y, por averiguarlo más y
ver qué género de locura era el suyo, le tornó
a preguntar Vivaldo que qué quería decir
"caballeros andantes".
—¿No han vuestras mercedes leído
—
respondió don Quijote
— los anales e historias
de Ingalaterra, donde se tratan las famosas
fazañas del rey Arturo, que continuamente en
nuestro romance castellano llamamos el rey
Artús, de quien es tradición antigua y común
en todo aquel reino de la Gran Bretaña que
este rey no murió, sino que, por arte de
encantamento, se convirtió en cuervo, y que,
andando los tiempos, ha de volver a reinar y
a cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se
probará que desde aquel tiempo a éste haya
ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en
tiempo de este buen rey fue instituida aquella
famosa orden de caballería de los caballeros
de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un
punto, los amores que allí se cuentan de don
Lanzarote del Lago con la reina Ginebra,
siendo medianera dellos y sabidora aquella
tan honrada dueña Quintañona, de donde
nació aquel tan sabido romance, y tan
decantado en nuestra España, de:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino; con aquel progreso
tan dulce y tan suave de sus amorosos y
fuertes fechos. Pues desde entonces, de
mano en mano, fue aquella orden de
caballería estendiéndose y dilatándose por
muchas y diversas partes del mundo; y en
ella fueron famosos y conocidos por sus
fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos
sus hijos y nietos, hasta la quinta generación,
y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el
nunca como se debe alabado Tirante el
Blanco, y casi que en nuestros días vimos y
comunicamos y oímos al invencible y valeroso
caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues,
señores, es ser caballero andante, y la que he
dicho es la orden de su caballería; en la cual,
como otra vez he dicho, yo, aunque pecador,
he hecho profesión, y lo mesmo que
profesaron los caballeros referidos profeso
yo. Y así, me voy por estas soledades y
despoblados buscando las aventuras, con
ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi
persona a la más peligrosa que la suerte me
deparare, en ayuda de los flacos y
menesterosos. Por estas razones que dijo,
acabaron de enterarse los caminantes que
era don Quijote falto de juicio, y del género
de locura que lo señoreaba, de lo cual
recibieron la mesma admiración que recibían
todos aquellos que de nuevo venían en
conocimiento della. Y Vivaldo, que era
persona muy discreta y de alegre condición,
por pasar sin pesadumbre el poco camino que
decían que les faltaba, al llegar a la sierra del
entierro, quiso darle ocasión a que pasase
más adelante con sus disparates. Y así, le
dijo:
—Paréceme, señor caballero andante, que
vuestra merced ha profesado una de las más
estrechas profesiones que hay en la tierra, y
tengo para mí que aun la de los frailes
cartujos no es tan estrecha.
—Tan estrecha bien podía ser
—respondió
nuestro don Quijote
—, pero tan necesaria en
el mundo no estoy en dos dedos de ponello
en duda. Porque, si va a decir verdad, no
hace menos el soldado que pone en ejecución
lo que su capitán le manda que el mesmo
capitán que se lo ordena. Quiero decir que los
religiosos, con toda paz y sosiego, piden al
cielo el bien de la tierra; pero los soldados y
caballeros ponemos en ejecución lo que ellos
piden, defendiéndola con el valor de nuestros
brazos y filos de nuestras espadas; no debajo
de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por
blanco de los insufribles rayos del sol en
verano y de los erizados yelos del invierno.
Así que, somos ministros de Dios en la tierra,
y brazos por quien se ejecuta en ella su
justicia. Y, como las cosas de la guerra y las
a ellas tocantes y concernientes no se pueden
poner en ejecución sino sudando, afanando y
trabajando, síguese que aquellos que la
profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que
aquellos que en sosegada paz y reposo están
rogando a Dios favorezca a los que poco
pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por
pensamiento, que es tan buen estado el de
caballero andante como el del encerrado
religioso; sólo quiero inferir, por lo que yo
padezco, que, sin duda, es más trabajoso y
más aporreado, y más hambriento y
sediento, miserable, roto y piojoso; porque
no hay duda sino que los caballeros andantes
pasados pasaron mucha malaventura en el
discurso de su vida. Y si algunos subieron a
ser emperadores por el valor de su brazo, a
fe que les costó buen porqué de su sangre y
de su sudor; y que si a los que a tal grado
subieron les faltaran encantadores y sabios
que los ayudaran, que ellos quedaran bien
defraudados de sus deseos y bien engañados
de sus esperanzas.
—De ese parecer estoy yo
—replicó el
caminante
—; pero una cosa, entre otras
muchas, me parece muy mal de los
caballeros andantes, y es que, cuando se ven
en ocasión de acometer una grande y
peligrosa aventura, en que se vee manifiesto
peligro de perder la vida, nunca en aquel
instante de acometella se acuerdan de
encomendarse a Dios, como cada cristiano
está obligado a hacer en peligros semejantes;
antes, se encomiendan a sus damas, con
tanta gana y devoción como si ellas fueran su
Dios: cosa que me parece que huele algo a
gentilidad.
—Señor
—respondió don Quijote
—, eso no
puede ser menos en ninguna manera, y
caería en mal caso el caballero andante que
otra cosa hiciese; que ya está en uso y
costumbre en la caballería andantesca que el
caballero andante que, al acometer algún
gran fecho de armas, tuviese su señora
delante,vuelva a ella los ojos blanda y
amorosamente, como que le pide con ellos le
favorezca y ampare en el dudoso trance que
acomete; y aun si nadie le oye, está obligado
a decir algunas palabras entre dientes, en
que de todo corazón se le encomiende; y
desto tenemos innumerables ejemplos en las
historias. Y no se ha de entender por esto
que han de dejar de encomendarse a Dios;
que tiempo y lugar les queda para hacerlo en
el discurso de la obra.
—Con todo eso
—replicó el caminante
—, me
queda un escrúpulo, y es que muchas veces
he leído que se traban palabras entre dos
andantes caballeros, y, de una en otra, se les
viene a encender la cólera, y a volver los
caballos y tomar una buena pieza del campo,
y luego, sin más ni más, a todo el correr
dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de
la corrida, se encomiendan a sus damas; y lo
que suele suceder del encuentro es que el
uno cae por las ancas del caballo, pasado con
la lanza del contrario de parte a parte, y al
otro le viene también que, a no tenerse a las
crines del suyo, no pudiera dejar de venir al
suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar
para encomendarse a Dios en el discurso de
esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las
palabras que en la carrera gastó
encomendándose a su dama las gastara en lo
que debía y estaba obligado como cristiano.
Cuanto más, que yo tengo para mí que no
todos los caballeros andantes tienen damas a
quien encomendarse, porque no todos son
enamorados.
—Eso no puede ser
—respondió don
Quijote
—: digo que no puede ser que haya
caballero andante sin dama, porque tan
proprio y tan natural les es a los tales ser
enamorados como al cielo tener estrellas, y a
buen seguro que no se haya visto historia
donde se halle caballero andante sin amores;
y por el mesmo caso que estuviese sin ellos,
no sería tenido por legítimo caballero, sino
por bastardo, y que entró en la fortaleza de la
caballería dicha, no por la puerta, sino por las
bardas, como salteador y ladrón.
—Con todo eso
—dijo el caminante
—, me
parece, si mal no me acuerdo, haber leído
que don Galaor, hermano del valeroso
Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada
a quien pudiese encomendarse; y, con todo
esto, no fue tenido en menos, y fue un muy
valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
—Señor, una golondrina sola no hace
verano. Cuanto más, que yo sé que de
secreto estaba ese caballero muy bien
enamorado; fuera que, aquello de querer a
todas bien cuantas bien le parecían era
condición natural, a quien no podía ir a la
mano. Pero, en resolución, averiguado está
muy bien que él tenía una sola a quien él
había hecho señora de su voluntad, a la cual
se encomendaba muy a menudo y muy
secretamente, porque se preció de secreto
caballero.
—Luego, si es de esencia que todo caballero
andante haya de ser enamorado
—dijo el
caminante
—, bien se puede creer que vuestra
merced lo es, pues es de la profesión. Y si es
que vuestra merced no se precia de ser tan
secreto como don Galaor, con las veras que
puedo le suplico, en nombre de toda esta
compañía y en el mío, nos diga el nombre,
patria, calidad y hermosura de su dama; que
ella se tendría por dichosa de que todo el
mundo sepa que es querida y servida de un
tal caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote, y
dijo:
—Yo no podré afirmar si la dulce mi
enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa
que yo la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a
lo que con tanto comedimiento se me pide,
que su nombre es Dulcinea; su patria, el
Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad,
por lo menos, ha de ser de princesa, pues es
reina y señora mía; su hermosura,
sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer
verdaderos todos los imposibles y quiméricos
atributos de belleza que los poetas dan a sus
damas: que sus cabellos son oro, su frente
campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus
ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios
corales, perlas sus dientes, alabastro su
cuello, mármol su pecho, marfil sus manos,
su blancura nieve, y las partes que a la vista
humana encubrió la honestidad son tales,
según yo pienso y entiendo, que sólo la
discreta consideración puede encarecerlas, y
no compararlas.
—El linaje, prosapia y alcurnia querríamos
saber
—replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
—No es de los antiguos Curcios, Gayos y
Cipiones romanos, ni de los modernos
Colonas y Ursinos; ni de los Moncadas y
Requesenes de Cataluña, ni menos de los
Rebellas y Villanovas de Valencia; Palafoxes,
Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones,
Urreas, Foces y Gurreas de Aragón; Cerdas,
Manriques, Mendozas y Guzmanes de
Castilla; Alencastros, Pallas y Meneses de
Portogal; pero es de los del Toboso de la
Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que
puede dar generoso principio a las más
ilustres familias de los venideros siglos. Y no
se me replique en esto, si no fuere con las
condiciones que puso Cervino al pie del trofeo
de las armas de Orlando, que decía:
nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba.
—Aunque el mío es de los Cachopines de
Laredo
—respondió el caminante
—, no le
osaré yo poner con el del Toboso de la
Mancha, puesto que, para decir verdad,
semejante apellido hasta ahora no ha llegado
a mis oídos.
—¡Como eso no habrá llegado!
—replicó don
Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos
los demás la plática de los dos, y aun hasta
los mesmos cabreros y pastores conocieron la
demasiada falta de juicio de nuestro don
Quijote. Sólo Sancho Panza pensaba que
cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él
quién era y habiéndole conocido desde su
nacimiento; y en lo que dudaba algo era en
creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso,
porque nunca tal nombre ni tal princesa había
llegado jamás a su noticia, aunque vivía tan
cerca del Toboso.
En estas pláticas iban, cuando vieron que,
por la quiebra que dos altas montañas
hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos
con pellicos de negra lana vestidos y
coronados con guirnaldas, que, a lo que
después pareció, eran cuál de tejo y cuál de
ciprés. Entre seis dellos traían unas andas,
cubiertas de mucha diversidad de flores y de
ramos. Lo cual visto por uno de los cabreros,
dijo:
—Aquellos que allí vienen son los que traen
el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella
montaña es el lugar donde él mandó que le
enterrasen. Por esto se dieron priesa a llegar,
y fue a tiempo que ya los que venían habían
puesto las andas en el suelo; y cuatro dellos
con agudos picos estaban cavando la
sepultura a un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos y los otros
cortésmente; y luego don Quijote y los que
con él venían se pusieron a mirar las andas, y
en ellas vieron cubierto de flores un cuerpo
muerto, vestido como pastor, de edad, al
parecer, de treinta años; y, aunque muerto,
mostraba que vivo había sido de rostro
hermoso y de disposición gallarda. Alrededor
dél tenía en las mesmas andas algunos libros
y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así
los que esto miraban, como los que abrían la
sepultura, y todos los demás que allí había,
guardaban un maravilloso silencio, hasta que
uno de los que al muerto trujeron dijo a otro:
—Mirá bien, Ambrosio, si es éste el lugar
que Grisóstomo dijo, ya que queréis que tan
puntualmente se cumpla lo que dejó
mandado en su testamento.
—Éste es
—respondió Ambrosio
—; que
muchas veces en él me contó mi desdichado
amigo la historia de su desventura. Allí me
dijo él que vio la vez primera a aquella
enemiga mortal del linaje humano, y allí fue
también donde la primera vez le declaró su
pensamiento, tan honesto como enamorado,
y allí fue la última vez donde Marcela le acabó
de desengañar y desdeñar, de suerte que
puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y
aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso
él que le depositasen en las entrañas del
eterno olvido.
Y, volviéndose a don Quijote y a los
caminantes, prosiguió diciendo:
—Ese cuerpo, señores, que con piadosos
ojos estáis mirando, fue depositario de un
alma en quien el cielo puso infinita parte de
sus riquezas. Ése es el cuerpo de Grisóstomo,
que fue único en el ingenio, solo en la
cortesía, estremo en la gentileza, fénix en la
amistad, magnífico sin tasa, grave sin
presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente,
primero en todo lo que es ser bueno, y sin
segundo en todo lo que fue ser desdichado.
Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue
desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un
mármol, corrió tras el viento, dio voces a la
soledad, sirvió a la ingratitud, de quien
alcanzó por premio ser despojos de la muerte
en la mitad de la carrera de su vida, a la cual
dio fin una pastora a quien él procuraba
eternizar para que viviera en la memoria de
las gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos
papeles que estáis mirando, si él no me
hubiera mandado que los entregara al fuego
en habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
—De mayor rigor y crueldad usaréis vos con
ellos
—dijo Vivaldo
— que su mesmo dueño,
pues no es justo ni acertado que se cumpla la
voluntad de quien lo que ordena va fuera de
todo razonable discurso. Y no le tuviera
bueno Augusto César si consintiera que se
pusiera en ejecución lo que el divino
Mantuano dejó en su testamento mandado.
Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el
cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no
queráis dar sus escritos al olvido; que si él
ordenó como agraviado, no es bien que vos
cumpláis como indiscreto. Antes haced,
dando la vida a estos papeles, que la tenga
siempre la crueldad de Marcela, para que
sirva de ejemplo, en los tiempos que están
por venir, a los vivientes, para que se
aparten y huyan de caer en semejantes
despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí
venimos, la historia deste vuestro enamorado
y desesperado amigo, y sabemos la amistad
vuestra, y la ocasión de su muerte, y lo que
dejó mandado al acabar de la vida; de la cual
lamentable historia se puede sacar cuánto
haya sido la crueldad de Marcela, el amor de
Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con
el paradero que tienen los que a rienda suelta
corren por la senda que el desvariado amor
delante de los ojos les pone. Anoche supimos
la muerte de Grisóstomo, y que en este lugar
había de ser enterrado; y así, de curiosidad y
de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y
acordamos de venir a ver con los ojos lo que
tanto nos había lastimado en oíllo. Y, en pago
desta lástima y del deseo que en nosotros
nació de remedialla si pudiéramos, te
rogamos, ¡oh discreto Ambrosio! (a lo menos,
yo te lo suplico de mi parte), que, dejando de
abrasar estos papeles, me dejes llevar
algunos dellos.
Y, sin aguardar que el pastor respondiese,
alargó la mano y tomó algunos de los que
más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio,
dijo:
—Por cortesía consentiré que os quedéis,
señor, con los que ya habéis tomado; pero
pensar que dejaré de abrasar los que quedan
es pensamiento vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles
decían, abrió luego el uno dellos y vio que
tenía por título: Canción desesperada. Oyólo
Ambrosio y dijo:
—Ése es el último papel que escribió el
desdichado; y, porque veáis, señor, en el
término que le tenían sus desventuras, leelde
de modo que seáis oído; que bien os dará
lugar a ello el que se tardare en abrir la
sepultura.
—Eso haré yo de muy buena gana
—dijo
Vivaldo.
Y, como todos los circunstantes tenían el
mesmo deseo, se le pusieron a la redonda; y
él, leyendo en voz clara, vio que así decía:
Capítulo XIV. Donde se
ponen los versos
desesperados del difunto
pastor,
con otros no esperados sucesos
Canción de Grisóstomo
Ya que quieres, cruel, que se publique,
de lengua en lengua y de una en otra
gente,
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al rüido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas:
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas;
o ya en escuros valles, o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano,
o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano;
que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos,
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha;
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto;
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
celos, ponedme un hierro en estas manos!
Dame, desdén, una torcida soga.
Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin; y, porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que, en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y, con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga,
de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas;
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes, con risa en la ocasión funesta,
descubre que el fin mío fue tu fiesta;
mas gran simpleza es avisarte desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el peso terrible de su canto;
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto;
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja
—si ya a un desesperado son debidas
—
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstros,
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste.
Bien les pareció, a los que escuchado
habían, la canción de Grisóstomo, puesto que
el que la leyó dijo que no le parecía que
conformaba con la relación que él había oído
del recato y bondad de Marcela, porque en
ella se quejaba Grisóstomo de celos,
sospechas y de ausencia, todo en perjuicio
del buen crédito y buena fama de Marcela. A
lo cual respondió Ambrosio, como aquel que
sabía bien los más escondidos pensamientos
de su amigo:
—Para que, señor, os satisfagáis desa duda,
es bien que sepáis que cuando este
desdichado escribió esta canción estaba
ausente de Marcela, de quien él se había
ausentado por su voluntad, por ver si usaba
con él la ausencia de sus ordinarios fueros. Y,
como al enamorado ausente no hay cosa que
no le fatigue ni temor que no le dé alcance,
así le fatigaban a Grisóstomo los celos
imaginados y las sospechas temidas como si
fueran verdaderas. Y con esto queda en su
punto la verdad que la fama pregona de la
bondad de Marcela; la cual, fuera de ser
cruel, y un poco arrogante y un mucho
desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni
puede ponerle falta alguna.
—Así es la verdad
—respondió Vivaldo.
Y, queriendo leer otro papel de los que
había reservado del fuego, lo estorbó una
maravillosa visión
—que tal parecía ella
— que
improvisamente se les ofreció a los ojos; y
fue que, por cima de la peña donde se cavaba
la sepultura, pareció la pastora Marcela, tan
hermosa que pasaba a su fama su
hermosura. Los que hasta entonces no la
habían visto la miraban con admiración y
silencio, y los que ya estaban acostumbrados
a verla no quedaron menos suspensos que
los que nunca la habían visto. Mas, apenas la
hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras
de ánimo indignado, le dijo:
—¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero
basilisco destas montañas!, si con tu
presencia vierten sangre las heridas deste
miserable a quien tu crueldad quitó la vida?
¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas
de tu condición, o a ver desde esa altura,
como otro despiadado Nero, el incendio de su
abrasada Roma, o a pisar, arrogante, este
desdichado cadáver, como la ingrata hija al
de su padre Tarquino? Dinos presto a lo que
vienes, o qué es aquello de que más gustas;
que, por saber yo que los pensamientos de
Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en
vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan
los de todos aquellos que se llamaron sus
amigos.
—No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa
de las que has dicho –respondió Marcela
—,
sino a volver por mí misma, y a dar a
entender cuán fuera de razón van todos
aquellos que de sus penas y de la muerte de
Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos
los que aquí estáis me estéis atentos, que no
será menester mucho tiempo ni gastar
muchas palabras para persuadir una verdad a
los discretos.
»Hízome el cielo, según vosotros decís,
hermosa, y de tal manera que, sin ser
poderosos a otra cosa, a que me améis os
mueve mi hermosura; y, por el amor que me
mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo
obligada a amaros.
Yo conozco, con el natural entendimiento
que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es
amable; mas no alcanzo que, por razón de
ser amado, esté obligado lo que es amado
por hermoso a amar a quien le ama. Y más,
que podría acontecer que el amador de lo
hermoso fuese feo, y, siendo lo feo digno de
ser aborrecido, cae muy mal el decir
''Quiérote por hermosa; hasme de amar
aunque sea feo''. Pero, puesto caso que
corran igualmente las hermosuras, no por eso
han de correr iguales los deseos, que no
todas hermosuras enamoran; que algunas
alegran la vista y no rinden la voluntad; que
si todas las bellezas enamorasen y rindiesen,
sería un andar las voluntades confusas y
descaminadas, sin saber en cuál habían de
parar; porque, siendo infinitos los sujetos
hermosos, infinitos habían de ser los deseos.
Y, según yo he oído decir, el verdadero amor
no se divide, y ha de ser voluntario, y no
forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo
es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad
por fuerza, obligada no más de que decís que
me queréis bien? Si no, decidme: si como el
cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera
justo que me quejara de vosotros porque no
me amábades? Cuanto más, que habéis de
considerar que yo no escogí la hermosura que
tengo; que, tal cual es, el cielo me la dio de
gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y, así como
la víbora no merece ser culpada por la
ponzoña que tiene, puesto que con ella mata,
por habérsela dado naturaleza, tampoco yo
merezco ser reprehendida por ser hermosa;
que la hermosura en la mujer honesta es
como el fuego apartado o como la espada
aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a
ellos no se acerca. La honra y las virtudes
son adornos del alma, sin las cuales el
cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer
hermoso. Pues si la honestidad es una de las
virtudes que al cuerpo y al alma más adornan
y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que
es amada por hermosa, por corresponder a la
intención de aquel que, por sólo su gusto, con
todas sus fuerzas e industrias procura que la
pierda?
»Yo nací libre, y para poder vivir libre
escogí la soledad de los campos.
Los árboles destas montañas son mi
compañía, las claras aguas destos arroyos
mis espejos; con los árboles y con las aguas
comunico mis pensamientos y hermosura.
Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A
los que he enamorado con la vista he
desengañado con las palabras. Y si los deseos
se sustentan con esperanzas, no habiendo yo
dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno, el
fin de ninguno dellos bien se puede decir que
antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si
se me hace cargo que eran honestos sus
pensamientos, y que por esto estaba obligada
a corresponder a ellos, digo que, cuando en
ese mismo lugar donde ahora se cava su
sepultura me descubrió la bondad de su
intención, le dije yo que la mía era vivir en
perpetua soledad, y de que sola la tierra
gozase el fruto de mi recogimiento y los
despojos de mi hermosura; y si él, con todo
este desengaño, quiso porfiar contra la
esperanza y navegar contra el viento, ¿qué
mucho que se anegase en la mitad del golfo
de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera
falsa; si le contentara, hiciera contra mi
mejor intención y prosupuesto. Porfió
desengañado, desesperó sin ser aborrecido:
¡mirad ahora si será razón que de su pena
se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado,
desespérese aquel a quien le faltaron las
prometidas esperanzas, confíese el que yo
llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no
me llame cruel ni homicida aquel a quien yo
no prometo, engaño, llamo ni admito.
»El cielo aún hasta ahora no ha querido que
yo ame por destino, y el pensar que tengo de
amar por elección es escusado. Este general
desengaño sirva a cada uno de los que me
solicitan de su particular provecho; y
entiéndase, de aquí adelante, que si alguno
por mí muriere, no muere de celoso ni
desdichado, porque quien a nadie quiere, a
ninguno debe dar celos; que los desengaños
no se han de tomar en cuenta de desdenes.
El que me llama fiera y basilisco, déjeme
como cosa perjudicial y mala; el que me
llama ingrata, no me sirva; el que
desconocida, no me conozca; quien cruel, no
me siga; que esta fiera, este basilisco, esta
ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los
buscará, servirá, conocerá ni seguirá en
ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató
su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se
ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si
yo conservo mi limpieza con la compañía de
los árboles, ¿por qué ha de querer que la
pierda el que quiere que la tenga con los
hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas
propias y no codicio las ajenas; tengo libre
condición y no gusto de sujetarme: ni quiero
ni aborrezco a nadie. No engaño a éste ni
solicito aquél, ni burlo con uno ni me
entretengo con el otro. La conversación
honesta de las zagalas destas aldeas y el
cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen
mis deseos por término estas montañas, y si
de aquí salen, es a contemplar la hermosura
del cielo, pasos con que camina el alma a su
morada primera.
Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta
alguna, volvió las espaldas y se entró por lo
más cerrado de un monte que allí cerca
estaba, dejando admirados, tanto de su
discreción como de su hermosura, a todos los
que allí estaban. Y algunos dieron muestras
—de aquellos que de la poderosa flecha de
los rayos de sus bellos ojos estaban heridos
—
de quererla seguir, sin aprovecharse del
manifiesto desengaño que habían oído. Lo
cual visto por don Quijote, pareciéndole que
allí venía bien usar de su caballería,
socorriendo a las doncellas menesterosas,
puesta la mano en el puño de su espada, en
altas e inteligibles voces, dijo:
—Ninguna persona, de cualquier estado y
condición que sea, se atreva a seguir a la
hermosa Marcela, so pena de caer en la
furiosa indignación mía.
Ella ha mostrado con claras y suficientes
razones la poca o ninguna culpa que ha
tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán
ajena vive de condescender con los deseos de
ninguno de sus amantes, a cuya causa es
justo que, en lugar de ser seguida y
perseguida, sea honrada y estimada de todos
los buenos del mundo, pues muestra que en
él ella es sola la que con tan honesta
intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don
Quijote, o porque Ambrosio les dijo que
concluyesen con lo que a su buen amigo
debían, ninguno de los pastores se movió ni
apartó de allí hasta que, acabada la sepultura
y abrasados los papeles de Grisóstomo,
pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas
lágrimas de los circunstantes. Cerraron la
sepultura con una gruesa peña, en tanto que
se acababa una losa que, según Ambrosio
dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio
que había de decir desta manera:
Yace aquí de un amador
el mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de su amor.
Luego esparcieron por cima de la sepultura
muchas flores y ramos, y, dando todos el
pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron
dél. Lo mesmo hicieron Vivaldo y su
compañero, y don Quijote se despidió de sus
huéspedes y de los caminantes, los cuales le
rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser
lugar tan acomodado a hallar aventuras, que
en cada calle y tras cada esquina se ofrecen
más que en otro alguno. Don Quijote les
agradeció el aviso y el ánimo que mostraban
de hacerle merced, y dijo que por entonces
no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que
hubiese despojado todas aquellas sierras de
ladrones malandrines, de quien era fama que
todas estaban llenas. Viendo su buena
determinación, no quisieron los caminantes
importunarle más, sino, tornándose a
despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron
su camino, en el cual no les faltó de qué
tratar, así de la historia de Marcela y
Grisóstomo como de las locuras de don
Quijote. El cual determinó de ir a buscar a la
pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él
podía en su servicio. Mas no le avino como él
pensaba, según se cuenta en el discurso
desta verdadera historia, dando aquí fin la
segunda parte.
Tercera parte del ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha
Capítulo XV. Donde se
cuenta la desgraciada
aventura que se topó don
Quijote en topar con unos
desalmados yangüeses
Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que,
así como don Quijote se despidió de sus
huéspedes y de todos los que se hallaron al
entierro del pastor Grisóstomo, él y su
escudero se entraron por el mesmo bosque
donde vieron que se había entrado la pastora
Marcela; y, habiendo andado más de dos
horas por él, buscándola por todas partes sin
poder hallarla, vinieron a parar a un prado
lleno de fresca yerba, junto del cual corría un
arroyo apacible y fresco; tanto, que convidó y
forzó a pasar allí las horas de la siesta, que
rigurosamente comenzaba ya a entrar.
Apeáronse don Quijote y Sancho, y, dejando
al jumento y a Rocinante a sus anchuras
pacer de la mucha yerba que allí había,
dieron saco a las alforjas, y, sin cerimonia
alguna, en buena paz y compañía, amo y
mozo comieron lo que en ellas hallaron.
No se había curado Sancho de echar sueltas
a Rocinante, seguro de que le conocía por tan
manso y tan poco rijoso que todas las yeguas
de la dehesa de Córdoba no le hicieran tomar
mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte, y el
diablo, que no todas veces duerme, que
andaban por aquel valle paciendo una
manada de hacas galicianas de unos arrieros
gallegos, de los cuales es costumbre sestear
con su recua en lugares y sitios de yerba y
agua; y aquel donde acertó a hallarse don
Quijote era muy a propósito de los gallegos.
Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en
deseo de refocilarse con las señoras facas; y
saliendo, así como las olió, de su natural paso
y costumbre, sin pedir licencia a su dueño,
tomó un trotico algo picadillo y se fue a
comunicar su necesidad con ellas. Mas ellas,
que, a lo que pareció, debían de tener más
gana de pacer que de ál, recibiéronle con las
herraduras y con los dientes, de tal manera
que, a poco espacio, se le rompieron las
cinchas y quedó, sin silla, en pelota. Pero lo
que él debió más de sentir fue que, viendo
los arrieros la fuerza que a sus yeguas se les
hacía, acudieron con estacas, y tantos palos
le dieron que le derribaron malparado en el
suelo. Ya en esto don Quijote y Sancho, que
la paliza de Rocinante habían visto, llegaban
ijadeando; y dijo don Quijote a Sancho:
—A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no
son caballeros, sino gente soez y de baja
ralea. Dígolo porque bien me puedes ayudar
a tomar la debida venganza del agravio que
delante de nuestros ojos se le ha hecho a
Rocinante.
—¿Qué diablos de venganza hemos de
tomar
—respondió Sancho
—, si éstos son
más de veinte y nosotros no más de dos, y
aun, quizá, nosotros sino uno y medio?
—Yo valgo por ciento
—replicó don Quijote.
Y, sin hacer más discursos, echó mano a su
espada y arremetió a los gallegos, y lo
mesmo hizo Sancho Panza, incitado y movido
del ejemplo de su amo. Y, a las primeras, dio
don Quijote una cuchillada a uno, que le abrió
un sayo de cuero de que venía vestido, con
gran parte de la espalda. Los gallegos, que se
vieron maltratar de aquellos dos hombres
solos, siendo ellos tantos, acudieron a sus
estacas, y, cogiendo a los dos en medio,
comenzaron a menudear sobre ellos con
grande ahínco y vehemencia. Verdad es que
al segundo toque dieron con Sancho en el
suelo, y lo mesmo le avino a don Quijote, sin
que le valiese su destreza y buen ánimo; y
quiso su ventura que viniese a caer a los pies
de Rocinante, que aún no se había levantado;
donde se echa de ver la furia con que
machacan estacas puestas en manos rústicas
y enojadas.
Viendo, pues, los gallegos el mal recado
que habían hecho, con la mayor presteza que
pudieron, cargaron su recua y siguieron su
camino, dejando a los dos aventureros de
mala traza y de peor talante.
El primero que se resintió fue Sancho
Panza; y, hallándose junto a su señor, con
voz enferma y lastimada, dijo:
—¡Señor don Quijote! ¡Ah, señor don
Quijote!
—¿Qué quieres, Sancho hermano?
—
respondió don Quijote con el mesmo tono
afeminado y doliente que Sancho.
—Querría, si fuese posible
—respondió
Sancho Panza
—, que vuestra merced me
diese dos tragos de aquella bebida del feo
Blas, si es que la tiene vuestra merced ahí a
mano. Quizá será de provecho para los
quebrantamientos de huesos como lo es para
las feridas.
—Pues, a tenerla yo aquí, desgraciado yo,
¿qué nos faltaba?
—respondió don Quijote
—.
Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de
caballero andante, que antes que pasen dos
días, si la fortuna no ordena otra cosa, la
tengo de tener en mi poder, o mal me han de
andar las manos.
—Pues, ¿en cuántos le parece a vuestra
merced que podremos mover los pies?
—replicó Sancho Panza.
—De mí sé decir
—dijo el molido caballero
don Quijote
— que no sabré poner término a
esos días. Mas yo me tengo la culpa de todo,
que no había de poner mano a la espada
contra hombres que no fuesen armados
caballeros como yo; y así, creo que, en pena
de haber pasado las leyes de la caballería, ha
permitido el dios de las batallas que se me
diese este castigo. Por lo cual, Sancho Panza,
conviene que estés advertido en esto que
ahora te diré, porque importa mucho a la
salud de entrambos; y es que, cuando veas
que semejante canalla nos hace algún
agravio, no aguardes a que yo ponga mano al
espada para ellos, porque no lo haré en
ninguna manera, sino pon tú mano a tu
espada y castígalos muy a tu sabor; que si en
su ayuda y defensa acudieren caballeros, yo
te sabré defender y ofendellos con todo mi
poder; que ya habrás visto por mil señales y
experiencias hasta adónde se estiende el
valor de este mi fuerte brazo.
Tal quedó de arrogante el pobre señor con
el vencimiento del valiente vizcaíno. Mas no
le pareció tan bien a Sancho Panza el aviso
de su amo que dejase de responder,
diciendo:
—Señor, yo soy hombre pacífico, manso,
sosegado, y sé disimilar cualquiera injuria,
porque tengo mujer y hijos que sustentar y
criar. Así que, séale a vuestra merced
también aviso, pues no puede ser mandato,
que en ninguna manera pondré mano a la
espada, ni contra villano ni contra caballero;
y que, desde aquí para delante de Dios,
perdono cuantos agravios me han hecho y
han de hacer: ora me los haya hecho, o haga
o haya de hacer, persona alta o baja, rico o
pobre, hidalgo o pechero, sin eceptar estado
ni condición alguna.
Lo cual oído por su amo, le respondió:
—Quisiera tener aliento para poder hablar
un poco descansado, y que el dolor que tengo
en esta costilla se aplacara tanto cuanto, para
darte a entender, Panza, en el error en que
estás. Ven acá, pecador; si el viento de la
fortuna, hasta ahora tan contrario, en nuestro
favor se vuelve, llevándonos las velas del
deseo para que seguramente y sin contraste
alguno tomemos puerto en alguna de las
ínsulas que te tengo prometida, ¿qué sería de
ti si, ganándola yo, te hiciese señor della?
Pues ¿lo vendrás a imposibilitar por no ser
caballero, ni quererlo ser, ni tener valor ni
intención de vengar tus injurias y defender tu
señorío? Porque has de saber que en los
reinos y provincias nuevamente conquistados
nunca están tan quietos los ánimos de sus
naturales, ni tan de parte del nuevo señor
que no se tengan temor de que han de hacer
alguna novedad para alterar de nuevo las
cosas, y volver, como dicen, a probar
ventura; y así, es menester que el nuevo
posesor tenga entendimiento para saberse
gobernar, y valor para ofender y defenderse
en cualquiera acontecimiento.
—En este que ahora nos ha acontecido
—
respondió Sancho
—, quisiera yo tener ese
entendimiento y ese valor que vuestra
merced dice; mas yo le juro, a fe de pobre
hombre, que más estoy para bizmas que para
pláticas. Mire vuestra merced si se puede
levantar, y ayudaremos a Rocinante, aunque
no lo merece, porque él fue la causa principal
de todo este molimiento. Jamás tal creí de
Rocinante, que le tenía por persona casta y
tan pacífica como yo. En fin, bien dicen que
es menester mucho tiempo para venir a
conocer las personas, y que no hay cosa
segura en esta vida. ¿Quién dijera que tras
de aquellas tan grandes cuchilladas como
vuestra merced dio a aquel desdichado
caballero andante, había de venir, por la
posta y en seguimiento suyo, esta tan grande
tempestad de palos que ha descargado sobre
nuestras espaldas?
—Aun las tuyas, Sancho
—replicó don
Quijote
—, deben de estar hechas a
semejantes nublados; pero las mías, criadas
entre sinabafas y holandas, claro está que
sentirán más el dolor desta desgracia. Y si no
fuese porque imagino..., ¿qué digo imagino?,
sé muy cierto, que todas estas
incomodidades son muy anejas al ejercicio de
las armas, aquí me dejaría morir de puro
enojo.
A esto replicó el escudero:
—Señor, ya que estas desgracias son de la
cosecha de la caballería, dígame vuestra
merced si suceden muy a menudo, o si tienen
sus tiempos limitados en que acaecen;
porque me parece a mí que a dos cosechas
quedaremos inútiles para la tercera, si Dios,
por su infinita misericordia, no nos socorre.
—Sábete, amigo Sancho
—respondió don
Quijote
—, que la vida de los caballeros
andantes está sujeta a mil peligros y
desventuras; y, ni más ni menos, está en
potencia propincua de ser los caballeros
andantes reyes y emperadores, como lo ha
mostrado la experiencia en muchos y
diversos caballeros, de cuyas historias yo
tengo entera noticia. Y pudiérate contar
agora, si el dolor me diera lugar, de algunos
que, sólo por el valor de su brazo, han subido
a los altos grados que he contado; y estos
mesmos se vieron antes y después en
diversas calamidades y miserias. Porque el
valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de
su mortal enemigo Arcaláus el encantador, de
quien se tiene por averiguado que le dio,
teniéndole preso, más de docientos azotes
con las riendas de su caballo, atado a una
coluna de un patio. Y aun hay un autor
secreto, y de no poco crédito, que dice que,
habiendo cogido al Caballero del Febo con
una cierta trampa que se le hundió debajo de
los pies, en un cierto castillo, y al caer, se
halló en una honda sima debajo de tierra,
atado de pies y manos, y allí le echaron una
destas que llaman melecinas, de agua de
nieve y arena, de lo que llegó muy al cabo; y
si no fuera socorrido en aquella gran cuita de
un sabio grande amigo suyo, lo pasara muy
mal el pobre caballero. Ansí que, bien puedo
yo pasar entre tanta buena gente; que
mayores afrentas son las que éstos pasaron,
que no las que ahora nosotros pasamos.
Porque quiero hacerte sabidor, Sancho, que
no afrentan las heridas que se dan con los
instrumentos que acaso se hallan en las
manos; y esto está en la ley del duelo, escrito
por palabras expresas: que si el zapatero da
a otro con la horma que tiene en la mano,
puesto que verdaderamente es de palo, no
por eso se dirá que queda apaleado aquel a
quien dio con ella. Digo esto porque no
pienses que, puesto que quedamos desta
pendencia molidos, quedamos afrentados;
porque las armas que aquellos hombres
traían, con que nos machacaron, no eran
otras que sus estacas, y ninguno dellos, a lo
que se me acuerda, tenía estoque, espada ni
puñal.
—No me dieron a mí lugar
—respondió
Sancho
— a que mirase en tanto; porque,
apenas puse mano a mi tizona, cuando me
santiguaron los hombros con sus pinos, de
manera que me quitaron la vista de los ojos y
la fuerza de los pies, dando conmigo adonde
ahora yago, y adonde no me da pena alguna
el pensar si fue afrenta o no lo de los
estacazos, como me la da el dolor de los
golpes, que me han de quedar tan impresos
en la memoria como en las espaldas.
—Con todo eso, te hago saber, hermano
Panza
—replicó don Quijote
—, que no hay
memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor
que muerte no le consuma.
—Pues, ¿qué mayor desdicha puede ser
—
replicó Panza
— de aquella que aguarda al
tiempo que la consuma y a la muerte que la
acabe? Si esta nuestra desgracia fuera de
aquellas que con un par de bizmas se curan,
aun no tan malo; pero voy viendo que no han
de bastar todos los emplastos de un hospital
para ponerlas en buen término siquiera.
—Déjate deso y saca fuerzas de flaqueza,
Sancho
—respondió don Quijote
—, que así
haré yo, y veamos cómo está Rocinante; que,
a lo que me parece, no le ha cabido al pobre
la menor parte desta desgracia.
—No hay de qué maravillarse deso
—
respondió Sancho
—, siendo él tan buen
caballero andante; de lo que yo me maravillo
es de que mi jumento haya quedado libre y
sin costas donde nosotros salimos sin
costillas.
—Siempre deja la ventura una puerta
abierta en las desdichas, para dar remedio a
ellas
—dijo don Quijote
—. Dígolo porque esa
bestezuela podrá suplir ahora la falta de
Rocinante, llevándome a mí desde aquí a
algún castillo donde sea curado de mis
feridas. Y más, que no tendré a deshonra la
tal caballería, porque me acuerdo haber leído
que aquel buen viejo Sileno, ayo y pedagogo
del alegre dios de la risa, cuando entró en la
ciudad de las cien puertas iba, muy a su
placer, caballero sobre un muy hermoso
asno.
—Verdad será que él debía de ir caballero,
como vuestra merced dice
—respondió
Sancho
—, pero hay grande diferencia del ir
caballero al ir atravesado como costal de
basura.
A lo cual respondió don Quijote:
—Las feridas que se reciben en las batallas,
antes dan honra que la quitan. Así que, Panza
amigo, no me repliques más, sino, como ya
te he dicho, levántate lo mejor que pudieres
y ponme de la manera que más te agradare
encima de tu jumento, y vamos de aquí antes
que la noche venga y nos saltee en este
despoblado.
—Pues yo he oído decir a vuestra merced
—
dijo Panza
— que es muy de caballeros
andantes el dormir en los páramos y
desiertos lo más del año, y que lo tienen a
mucha ventura.
—Eso es
—dijo don Quijote
— cuando no
pueden más, o cuando están enamorados; y
es tan verdad esto, que ha habido caballero
que se ha estado sobre una peña, al sol y a la
sombra, y a las inclemencias del cielo, dos
años, sin que lo supiese su señora. Y uno
déstos fue Amadís, cuando, llamándose
Beltenebros, se alojó en la Peña Pobre, ni sé
si ocho años o ocho meses, que no estoy muy
bien en la cuenta: basta que él estuvo allí
haciendo penitencia, por no sé qué sinsabor
que le hizo la señora Oriana. Pero dejemos ya
esto, Sancho, y acaba, antes que suceda otra
desgracia al jumento, como a Rocinante.
—Aun ahí sería el diablo
—dijo Sancho.
Y, despidiendo treinta ayes, y sesenta
sospiros, y ciento y veinte pésetes y reniegos
de quien allí le había traído, se levantó,
quedándose agobiado en la mitad del camino,
como arco turquesco, sin poder acabar de
enderezarse; y con todo este trabajo aparejó
su asno, que también había andado algo
destraído con la demasiada libertad de aquel
día. Levantó luego a Rocinante, el cual, si
tuviera lengua con que quejarse, a buen
seguro que Sancho ni su amo no le fueran en
zaga.
En resolución, Sancho acomodó a don
Quijote sobre el asno y puso de reata a
Rocinante; y, llevando al asno de cabestro, se
encaminó, poco más a menos, hacia donde le
pareció que podía estar el camino real. Y la
suerte, que sus cosas de bien en mejor iba
guiando, aún no hubo andado una pequeña
legua, cuando le deparó el camino, en el cual
descubrió una venta que, a pesar suyo y
gusto de don Quijote, había de ser castillo.
Porfiaba Sancho que era venta, y su amo que
no, sino castillo; y tanto duró la porfía, que
tuvieron lugar, sin acabarla, de llegar a ella,
en la cual Sancho se entró, sin más
averiguación, con toda su recua.
Capítulo XVI. De lo que le
sucedió al ingenioso hidalgo
en la venta que él
imaginaba ser castillo
El ventero, que vio a don Quijote
atravesado en el asno, preguntó a Sancho
qué mal traía. Sancho le respondió que no
era nada, sino que había dado una caída de
una peña abajo, y que venía algo brumadas
las costillas. Tenía el ventero por mujer a
una, no de la condición que suelen tener las
de semejante trato, porque naturalmente era
caritativa y se dolía de las calamidades de
sus prójimos; y así, acudió luego a curar a
don Quijote y hizo que una hija suya,
doncella, muchacha y de muy buen parecer,
la ayudase a curar a su huésped. Servía en la
venta, asimesmo, una moza asturiana, ancha
de cara, llana de cogote, de nariz roma, del
un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad
es que la gallardía del cuerpo suplía las
demás faltas: no tenía siete palmos de los
pies a la cabeza, y las espaldas, que algún
tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo
más de lo que ella quisiera. Esta gentil moza,
pues, ayudó a la doncella, y las dos hicieron
una muy mala cama a don Quijote en un
camaranchón que, en otros tiempos, daba
manifiestos indicios que había servido de
pajar muchos años.
En la cual también alojaba un arriero, que
tenía su cama hecha un poco más allá de la
de nuestro don Quijote. Y, aunque era de las
enjalmas y mantas de sus machos, hacía
mucha ventaja a la de don Quijote, que sólo
contenía cuatro mal lisas tablas, sobre dos no
muy iguales bancos, y un colchón que en lo
sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que,
a no mostrar que eran de lana por algunas
roturas, al tiento, en la dureza, semejaban de
guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de
adarga, y una frazada, cuyos hilos, si se
quisieran contar, no se perdiera uno solo de
la cuenta.
En esta maldita cama se acostó don
Quijote, y luego la ventera y su hija le
emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles
Maritornes, que así se llamaba la asturiana;
y, como al bizmalle viese la ventera tan
acardenalado a partes a don Quijote, dijo que
aquello más parecían golpes que caída.
—No fueron golpes
—dijo Sancho
—, sino
que la peña tenía muchos picos y tropezones.
Y que cada uno había hecho su cardenal. Y
también le dijo:
—Haga vuestra merced, señora, de manera
que queden algunas estopas, que no faltará
quien las haya menester; que también me
duelen a mí un poco los lomos.
—Desa manera
—respondió la ventera
—,
también debistes vos de caer.
—No caí
—dijo Sancho Panza
—, sino que
del sobresalto que tomé de ver caer a mi
amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo
que me parece que me han dado mil palos.
—Bien podrá ser eso
—dijo la doncella
—;
que a mí me ha acontecido muchas veces
soñar que caía de una torre abajo y que
nunca acababa de llegar al suelo, y, cuando
despertaba del sueño, hallarme tan molida y
quebrantada como si verdaderamente
hubiera caído.
—Ahí está el toque, señora
—respondió
Sancho Panza
—: que yo, sin soñar nada, sino
estando más despierto que ahora estoy, me
hallo con pocos menos cardenales que mi
señor don Quijote.
—¿Cómo se llama este caballero?
—
preguntó la asturiana Maritornes.
—Don Quijote de la Mancha
—respondió
Sancho Panza
—, y es caballero aventurero, y
de los mejores y más fuertes que de luengos
tiempos acá se han visto en el mundo.
—¿Qué es caballero aventurero?
—replicó la
moza.
—¿Tan nueva sois en el mundo que no lo
sabéis vos?
—respondió Sancho Panza
—.
Pues sabed, hermana mía, que caballero
aventurero es una cosa que en dos palabras
se ve apaleado y emperador. Hoy está la más
desdichada criatura del mundo y la más
menesterosa, y mañana tendría dos o tres
coronas de reinos que dar a su escudero.
—Pues, ¿cómo vos, siéndolo deste tan buen
señor
—dijo la ventera
—, no tenéis, a lo que
parece, siquiera algún condado?
—Aún es temprano
—respondió Sancho
—,
porque no ha sino un mes que andamos
buscando las aventuras, y hasta ahora no
hemos topado con ninguna que lo sea. Y tal
vez hay que se busca una cosa y se halla
otra. Verdad es que, si mi señor don Quijote
sana desta herida o caída y yo no quedo
contrecho della, no trocaría mis esperanzas
con el mejor título de España. Todas estas
pláticas estaba escuchando, muy atento, don
Quijote, y, sentándose en el lecho como
pudo, tomando de la mano a la ventera, le
dijo:
—Creedme, fermosa señora, que os podéis
llamar venturosa por haber alojado en este
vuestro castillo a mi persona, que es tal, que
si yo no la alabo, es por lo que suele decirse
que la alabanza propria envilece; pero mi
escudero os dirá quién soy. Sólo os digo que
tendré eternamente escrito en mi memoria el
servicio que me habedes fecho, para
agradecéroslo mientras la vida me durare; y
pluguiera a los altos cielos que el amor no me
tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y
los ojos de aquella hermosa ingrata que digo
entre mis dientes; que los desta fermosa
doncella fueran señores de mi libertad.
Confusas estaban la ventera y su hija y la
buena de Maritornes oyendo las razones del
andante caballero, que así las entendían
como si hablara en griego, aunque bien
alcanzaron que todas se encaminaban a
ofrecimiento y requiebros; y, como no usadas
a semejante lenguaje, mirábanle y
admirábanse, y parecíales otro hombre de los
que se usaban; y, agradeciéndole con
venteriles razones sus ofrecimientos, le
dejaron; y la asturiana Maritornes curó a
Sancho, que no menos lo había menester que
su amo.
Había el arriero concertado con ella que
aquella noche se refocilarían juntos, y ella le
había dado su palabra de que, en estando
sosegados los huéspedes y durmiendo sus
amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto
en cuanto le mandase. Y cuéntase desta
buena moza que jamás dio semejantes
palabras que no las cumpliese, aunque las
diese en un monte y sin testigo alguno;
porque presumía muy de hidalga, y no tenía
por afrenta estar en aquel ejercicio de servir
en la venta, porque decía ella que desgracias
y malos sucesos la habían traído a aquel
estado.
El duro, estrecho, apocado y fementido
lecho de don Quijote estaba primero en mitad
de aquel estrellado establo, y luego, junto a
él, hizo el suyo Sancho, que sólo contenía
una estera de enea y una manta, que antes
mostraba ser de anjeo tundido que de lana.
Sucedía a estos dos lechos el del arriero,
fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas
y todo el adorno de los dos mejores mulos
que traía, aunque eran doce, lucios, gordos y
famosos, porque era uno de los ricos arrieros
de Arévalo, según lo dice el autor desta
historia, que deste arriero hace particular
mención, porque le conocía muy bien, y aun
quieren decir que era algo pariente suyo.
Fuera de que Cide Mahamate Benengeli fue
historiador muy curioso y muy puntual en
todas las cosas; y échase bien de ver, pues
las que quedan referidas, con ser tan
mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en
silencio; de donde podrán tomar ejemplo los
historiadores graves, que nos cuentan las
acciones tan corta y sucintamente que
apenas nos llegan a los labios, dejándose en
el tintero, ya por descuido, por malicia o
ignorancia, lo más sustancial de la obra. ¡Bien
haya mil veces el autor de Tablante de
Ricamonte, y aquel del otro libro donde se
cuenta los hechos del conde Tomillas; y con
qué puntualidad lo describen todo!
Digo, pues, que después de haber visitado
el arriero a su recua y dádole el segundo
pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a
esperar a su puntualísima Maritornes. Ya
estaba Sancho bizmado y acostado, y,
aunque procuraba dormir, no lo consentía el
dolor de sus costillas; y don Quijote, con el
dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos
como liebre. Toda la venta estaba en silencio,
y en toda ella no había otra luz que la que
daba una lámpara que colgada en medio del
portal ardía.
Esta maravillosa quietud, y los
pensamientos que siempre nuestro caballero
traía de los sucesos que a cada paso se
cuentan en los libros autores de su desgracia,
le trujo a la imaginación una de las estrañas
locuras que buenamente imaginarse pueden.
Y fue que él se imaginó haber llegado a un
famoso castillo
—que, como se ha dicho,
castillos eran a su parecer todas las ventas
donde alojaba
—, y que la hija del ventero lo
era del señor del castillo, la cual, vencida de
su gentileza, se había enamorado dél y
prometido que aquella noche, a furto de sus
padres, vendría a yacer con él una buena
pieza; y, teniendo toda esta quimera, que él
se había fabricado, por firme y valedera, se
comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso
trance en que su honestidad se había de ver,
y propuso en su corazón de no cometer
alevosía a su señora Dulcinea del Toboso,
aunque la mesma reina Ginebra con su dama
Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se
llegó el tiempo y la hora
—que para él fue
menguada
— de la venida de la asturiana, la
cual, en camisa y descalza, cogidos los
cabellos en una albanega de fustán, con
tácitos y atentados pasos, entró en el
aposento donde los tres alojaban en busca
del arriero. Pero, apenas llegó a la puerta,
cuando don Quijote la sintió, y, sentándose
en la cama, a pesar de sus bizmas y con
dolor de sus costillas, tendió los brazos para
recebir a su fermosa doncella. La asturiana,
que, toda recogida y callando, iba con las
manos delante buscando a su querido, topó
con los brazos de don Quijote, el cual la asió
fuertemente de una muñeca y, tirándola
hacía sí, sin que ella osase hablar palabra, la
hizo sentar sobre la cama. Tentóle luego la
camisa, y, aunque ella era de harpillera, a él
le pareció ser de finísimo y delgado cendal.
Traía en las muñecas unas cuentas de vidro,
pero a él le dieron vislumbres de preciosas
perlas orientales. Los cabellos, que en alguna
manera tiraban a crines, él los marcó por
hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo
resplandor al del mesmo sol escurecía. Y el
aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada
fiambre y trasnochada, a él le pareció que
arrojaba de su boca un olor suave y
aromático; y, finalmente, él la pintó en su
imaginación de la misma traza y modo que lo
había leído en sus libros de la otra princesa
que vino a ver el mal ferido caballero,
vencida de sus amores, con todos los adornos
que aquí van puestos. Y era tanta la
ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni
el aliento, ni otras cosas que traía en sí la
buena doncella, no le desengañaban, las
cuales pudieran hacer vomitar a otro que no
fuera arriero; antes, le parecía que tenía
entre sus brazos a la diosa de la hermosura.
Y, teniéndola bien asida, con voz amorosa y
baja le comenzó a decir:
—Quisiera hallarme en términos, fermosa y
alta señora, de poder pagar tamaña merced
como la que con la vista de vuestra gran
fermosura me habedes fecho, pero ha
querido la fortuna, que no se cansa de
perseguir a los buenos, ponerme en este
lecho, donde yago tan molido y quebrantado
que, aunque de mi voluntad quisiera
satisfacer a la vuestra, fuera imposible. Y
más, que se añade a esta imposibilidad otra
mayor, que es la prometida fe que tengo
dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única
señora de mis más escondidos pensamientos;
que si esto no hubiera de por medio, no fuera
yo tan sandio caballero que dejara pasar en
blanco la venturosa ocasión en que vuestra
gran bondad me ha puesto.
Maritornes estaba congojadísima y
trasudando, de verse tan asida de don
Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las
razones que le decía, procuraba, sin hablar
palabra, desasirse. El bueno del arriero, a
quien tenían despierto sus malos deseos,
desde el punto que entró su coima por la
puerta, la sintió; estuvo atentamente
escuchando todo lo que don Quijote decía, y,
celoso de que la asturiana le hubiese faltado
la palabra por otro, se fue llegando más al
lecho de don Quijote, y estúvose quedo hasta
ver en qué paraban aquellas razones, que él
no podía entender. Pero, como vio que la
moza forcejaba por desasirse y don Quijote
trabajaba por tenella, pareciéndole mal la
burla, enarboló el brazo en alto y descargó
tan terrible puñada sobre las estrechas
quijadas del enamorado caballero, que le
bañó toda la boca en sangre; y, no contento
con esto, se le subió encima de las costillas, y
con los pies más que de trote, se las paseó
todas de cabo a cabo.
El lecho, que era un poco endeble y de no
firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la
añadidura del arriero, dio consigo en el suelo,
a cuyo gran ruido despertó el ventero, y
luego imaginó que debían de ser pendencias
de Maritornes, porque, habiéndola llamado a
voces, no respondía. Con esta sospecha se
levantó, y, encendiendo un candil, se fue
hacia donde había sentido la pelaza. La moza,
viendo que su amo venía, y que era de
condición terrible, toda medrosica y
alborotada, se acogió a la cama de Sancho
Panza, que aún dormía, y allí se acorrucó y se
hizo un ovillo. El ventero entró diciendo:
—¿Adónde estás, puta? A buen seguro que
son tus cosas éstas.
En esto, despertó Sancho, y, sintiendo
aquel bulto casi encima de sí, pensó que
tenía la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a
una y otra parte, y entre otras alcanzó con no
sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del
dolor, echando a rodar la honestidad, dio el
retorno a Sancho con tantas que, a su
despecho, le quitó el sueño; el cual, viéndose
tratar de aquella manera y sin saber de
quién, alzándose como pudo, se abrazó con
Maritornes, y comenzaron entre los dos la
más reñida y graciosa escaramuza del
mundo.
Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del
candil del ventero, cuál andaba su dama,
dejando a don Quijote, acudió a dalle el
socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero,
pero con intención diferente, porque fue a
castigar a la moza, creyendo sin duda que
ella sola era la ocasión de toda aquella
armonía. Y así como suele decirse: el gato al
rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo,
daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza,
la moza a él, el ventero a la moza, y todos
menudeaban con tanta priesa que no se
daban punto de reposo; y fue lo bueno que al
ventero se le apagó el candil, y, como
quedaron ascuras, dábanse tan sin
compasión todos a bulto que, a doquiera que
ponían la mano, no dejaban cosa sana.
Alojaba acaso aquella noche en la venta un
cuadrillero de los que llaman de la Santa
Hermandad Vieja de Toledo, el cual, oyendo
ansimesmo el estraño estruendo de la pelea,
asió de su media vara y de la caja de lata de
sus títulos, y entró ascuras en el aposento,
diciendo:
—¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la
Santa Hermandad!
Y el primero con quien topó fue con el
apuñeado de don Quijote, que estaba en su
derribado lecho, tendido boca arriba, sin
sentido alguno, y, echándole a tiento mano a
las barbas, no cesaba de decir:
—¡Favor a la justicia!
Pero, viendo que el que tenía asido no se
bullía ni meneaba, se dio a entender que
estaba muerto, y que los que allí dentro
estaban eran sus matadores; y con esta
sospecha reforzó la voz, diciendo:
—¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no
se vaya nadie, que han muerto aquí a un
hombre!
Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual
dejó la pendencia en el grado que le tomó la
voz. Retiróse el ventero a su aposento, el
arriero a sus enjalmas, la moza a su rancho;
solos los desventurados don Quijote y Sancho
no se pudieron mover de donde estaban.
Soltó en esto el cuadrillero la barba de don
Quijote, y salió a buscar luz para buscar y
prender los delincuentes; mas no la halló,
porque el ventero, de industria, había muerto
la lámpara cuando se retiró a su estancia, y
fuele forzoso acudir a la chimenea, donde,
con mucho trabajo y tiempo, encendió el
cuadrillero otro candil.
Capítulo XVII. Donde se
prosiguen los innumerables
trabajos que el bravo don
Quijote y su buen escudero
Sancho Panza pasaron en la
venta que, por su mal,
pensó que era castillo
Había ya vuelto en este tiempo de su
parasismo don Quijote, y, con el mesmo tono
de voz con que el día antes había llamado a
su escudero, cuando estaba tendido en el val
de las estacas, le comenzó a llamar, diciendo:
—Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes,
amigo Sancho?
—¿Qué tengo de dormir, pesia a mí
—
respondió Sancho, lleno de pesadumbre y de
despecho
—; que no parece sino que todos los
diablos han andado conmigo esta noche?
—Puédeslo creer ansí, sin duda
—respondió
don Quijote
—, porque, o yo sé poco, o este
castillo es encantado. Porque has de saber...
Mas, esto que ahora quiero decirte hasme de
jurar que lo tendrás secreto hasta después de
mi muerte.
—Sí juro
—respondió Sancho.
—Dígolo
—replicó don Quijote
—, porque soy
enemigo de que se quite la honra a nadie.
—Digo que sí juro
—tornó a decir Sancho
—
que lo callaré hasta después de los días de
vuestra merced, y plega a Dios que lo pueda
descubrir mañana.
—¿Tan malas obras te hago, Sancho
—
respondió don Quijote
—, que me querrías ver
muerto con tanta brevedad?
—No es por eso
—respondió Sancho
—, sino
porque soy enemigo de guardar mucho las
cosas, y no querría que se me pudriesen de
guardadas.
—Sea por lo que fuere
—dijo don Quijote
—;
que más fío de tu amor y de tu cortesía; y
así, has de saber que esta noche me ha
sucedido una de las más estrañas aventuras
que yo sabré encarecer; y, por contártela en
breve, sabrás que poco ha que a mí vino la
hija del señor deste castillo, que es la más
apuesta y fermosa doncella que en gran parte
de la tierra se puede hallar. ¿Qué te podría
decir del adorno de su persona? ¿Qué de su
gallardo entendimiento? ¿Qué de otras cosas
ocultas, que, por guardar la fe que debo a mi
señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar
intactas y en silencio? Sólo te quiero decir
que, envidioso el cielo de tanto bien como la
ventura me había puesto en las manos, o
quizá, y esto es lo más cierto, que, como
tengo dicho, es encantado este castillo, al
tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y
amorosísimos coloquios, sin que yo la viese ni
supiese por dónde venía, vino una mano
pegada a algún brazo de algún descomunal
gigante y asentóme una puñada en las
quijadas, tal, que las tengo todas bañadas en
sangre; y después me molió de tal suerte que
estoy peor que ayer cuando los gallegos, que,
por demasías de Rocinante, nos hicieron el
agravio que sabes. Por donde conjeturo que
el tesoro de la fermosura desta doncella le
debe de guardar algún encantado moro, y no
debe de ser para mí.
—Ni para mí tampoco
—respondió Sancho
—
, porque más de cuatrocientos moros me han
aporreado a mí, de manera que el molimiento
de las estacas fue tortas y pan pintado. Pero
dígame, señor, ¿cómo llama a ésta buena y
rara aventura, habiendo quedado della cual
quedamos? Aun vuestra merced menos mal,
pues tuvo en sus manos aquella
incomparable fermosura que ha dicho, pero
yo, ¿qué tuve sino los mayores porrazos que
pienso recebir en toda mi vida? ¡Desdichado
de mí y de la madre que me parió, que ni soy
caballero andante, ni lo pienso ser jamás, y
de todas las malandanzas me cabe la mayor
parte!
—Luego, ¿también estás tú aporreado?
—
respondió don Quijote.
—¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje?
—dijo Sancho.
—No tengas pena, amigo
—dijo don
Quijote
—, que yo haré agora el bálsamo
precioso con que sanaremos en un abrir y
cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el
cuadrillero, y entró a ver el que pensaba que
era muerto; y, así como le vio entrar Sancho,
viéndole venir en camisa y con su paño de
cabeza y candil en la mano, y con una muy
mala cara, preguntó a su amo:
—Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro
encantado, que nos vuelve a castigar, si se
dejó algo en el tintero?
—No puede ser el moro
—respondió don
Quijote
—, porque los encantados no se dejan
ver de nadie.
—Si no se dejan ver, déjanse sentir
—dijo
Sancho
—; si no, díganlo mis espaldas.
—También lo podrían decir las mías
—
respondió don Quijote
—, pero no es bastante
indicio ése para creer que este que se vee
sea el encantado moro.
Llegó el cuadrillero, y, como los halló
hablando en tan sosegada conversación,
quedó suspenso. Bien es verdad que aún don
Quijote se estaba boca arriba, sin poderse
menear, de puro molido y emplastado.
Llegóse a él el cuadrillero y díjole:
—Pues, ¿cómo va, buen hombre?
—Hablara yo más bien criado
—respondió
don Quijote
—, si fuera que vos. ¿Úsase en
esta tierra hablar desa suerte a los caballeros
andantes, majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de
un hombre de tan mal parecer, no lo pudo
sufrir, y, alzando el candil con todo su aceite,
dio a don Quijote con él en la cabeza, de
suerte que le dejó muy bien descalabrado; y,
como todo quedó ascuras, salióse luego; y
Sancho Panza dijo:
—Sin duda, señor, que éste es el moro
encantado, y debe de guardar el tesoro para
otros, y para nosotros sólo guarda las
puñadas y los candilazos.
—Así es
—respondió don Quijote
—, y no
hay que hacer caso destas cosas de
encantamentos, ni hay para qué tomar cólera
ni enojo con ellas; que, como son invisibles y
fantásticas, no hallaremos de quién
vengarnos, aunque más lo procuremos.
Levántate, Sancho, si puedes, y llama al
alcaide desta fortaleza, y procura que se me
dé un poco de aceite, vino, sal y romero para
hacer el salutífero bálsamo; que en verdad
que creo que lo he bien menester ahora,
porque se me va mucha sangre de la herida
que esta fantasma me ha dado.
Levántose Sancho con harto dolor de sus
huesos, y fue ascuras donde estaba el
ventero; y, encontrándose con el cuadrillero,
que estaba escuchando en qué paraba su
enemigo, le dijo:
—Señor, quien quiera que seáis, hacednos
merced y beneficio de darnos un poco de
romero, aceite, sal y vino, que es menester
para curar uno de los mejores caballeros
andantes que hay en la tierra, el cual yace en
aquella cama, malferido por las manos del
encantado moro que está en esta venta.
Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por
hombre falto de seso; y, porque ya
comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la
venta, y, llamando al ventero, le dijo lo que
aquel buen hombre quería. El ventero le
proveyó de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó
a don Quijote, que estaba con las manos en
la cabeza, quejándose del dolor del candilazo,
que no le había hecho más mal que levantarle
dos chichones algo crecidos, y lo que él
pensaba que era sangre no era sino sudor
que sudaba con la congoja de la pasada
tormenta.
En resolución, él tomó sus simples, de los
cuales hizo un compuesto, mezclándolos
todos y cociéndolos un buen espacio, hasta
que le pareció que estaban en su punto. Pidió
luego alguna redoma para echallo, y, como
no la hubo en la venta, se resolvió de ponello
en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de
quien el ventero le hizo grata donación. Y
luego dijo sobre la alcuza más de ochenta
paternostres y otras tantas avemarías, salves
y credos, y a cada palabra acompañaba una
cruz, a modo de bendición; a todo lo cual se
hallaron presentes Sancho, el ventero y
cuadrillero; que ya el arriero sosegadamente
andaba entendiendo en el beneficio de sus
machos.
Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la
esperiencia de la virtud de aquel precioso
bálsamo que él se imaginaba; y así, se bebió,
de lo que no pudo caber en la alcuza y
quedaba en la olla donde se había cocido,
casi media azumbre; y apenas lo acabó de
beber, cuando comenzó a vomitar de manera
que no le quedó cosa en el estómago; y con
las ansias y agitación del vómito le dio un
sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le
arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo ansí, y
quedóse dormido más de tres horas, al cabo
de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo
del cuerpo, y en tal manera mejor de su
quebrantamiento que se tuvo por sano; y
verdaderamente creyó que había acertado
con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel
remedio podía acometer desde allí adelante,
sin temor alguno, cualesquiera ruinas,
batallas y pendencias, por peligrosas que
fuesen.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro
la mejoría de su amo, le rogó que le diese a
él lo que quedaba en la olla, que no era poca
cantidad. Concedióselo don Quijote, y él,
tomándola a dos manos, con buena fe y
mejor talante, se la echó a pechos, y envasó
bien poco menos que su amo. Es, pues, el
caso que el estómago del pobre Sancho no
debía de ser tan delicado como el de su amo,
y así, primero que vomitase, le dieron tantas
ansias y bascas, con tantos trasudores y
desmayos que él pensó bien y
verdaderamente que era llegada su última
hora; y, viéndose tan afligido y congojado,
maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo
había dado. Viéndole así don Quijote, le dijo:
—Yo creo, Sancho, que todo este mal te
viene de no ser armado caballero, porque
tengo para mí que este licor no debe de
aprovechar a los que no lo son.
—Si eso sabía vuestra merced
—replicó
Sancho
—, ¡mal haya yo y toda mi parentela!,
¿para qué consintió que lo gustase?
En esto, hizo su operación el brebaje, y
comenzó el pobre escudero a desaguarse por
entrambas canales, con tanta priesa que la
estera de enea, sobre quien se había vuelto a
echar, ni la manta de anjeo con que se
cubría, fueron más de provecho. Sudaba y
trasudaba con tales parasismos y accidentes,
que no solamente él, sino todos pensaron que
se le acababa la vida. Duróle esta borrasca y
mala andanza casi dos horas, al cabo de las
cuales no quedó como su amo, sino tan
molido y quebrantado que no se podía tener.
Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se
sintió aliviado y sano, quiso partirse luego a
buscar aventuras, pareciéndole que todo el
tiempo que allí se tardaba era quitársele al
mundo y a los en él menesterosos de su favor
y amparo; y más con la seguridad y confianza
que llevaba en su bálsamo. Y así, forzado
deste deseo, él mismo ensilló a Rocinante y
enalbardó al jumento de su escudero, a quien
también ayudó a vestir y a subir en el asno.
Púsose luego a caballo, y, llegándose a un
rincón de la venta, asió de un lanzón que allí
estaba, para que le sirviese de lanza.
Estábanle mirando todos cuantos había en
la venta, que pasaban de más de veinte
personas; mirábale también la hija del
ventero, y él también no quitaba los ojos
della, y de cuando en cuando arrojaba un
sospiro que parecía que le arrancaba de lo
profundo de sus entrañas, y todos pensaban
que debía de ser del dolor que sentía en las
costillas; a lo menos, pensábanlo aquellos
que la noche antes le habían visto bizmar. Ya
que estuvieron los dos a caballo, puesto a la
puerta de la venta, llamó al ventero, y con
voz muy reposada y grave le dijo:
—Muchas y muy grandes son las mercedes,
señor alcaide, que en este vuestro castillo he
recebido, y quedo obligadísimo a
agradecéroslas todos los días de mi vida. Si
os las puedo pagar en haceros vengado de
algún soberbio que os haya fecho algún
agravio, sabed que mi oficio no es otro sino
valer a los que poco pueden, y vengar a los
que reciben tuertos, y castigar alevosías.
Recorred vuestra memoria, y si halláis alguna
cosa deste jaez que encomendarme, no hay
sino decilla; que yo os prometo, por la orden
de caballero que recebí, de faceros satisfecho
y pagado a toda vuestra voluntad.
El ventero le respondió con el mesmo
sosiego:
—Señor caballero, yo no tengo necesidad
de que vuestra merced me vengue ningún
agravio, porque yo sé tomar la venganza que
me parece, cuando se me hacen. Sólo he
menester que vuestra merced me pague el
gasto que esta noche ha hecho en la venta,
así de la paja y cebada de sus dos bestias,
como de la cena y camas.
—Luego, ¿venta es ésta?
—replicó don
Quijote.
—Y muy honrada
—respondió el ventero.
—Engañado he vivido hasta aquí
—
respondió don Quijote
—, que en verdad que
pensé que era castillo, y no malo; pero, pues
es ansí que no es castillo sino venta, lo que
se podrá hacer por agora es que perdonéis
por la paga, que yo no puedo contravenir a la
orden de los caballeros andantes, de los
cuales sé cierto, sin que hasta ahora haya
leído cosa en contrario, que jamás pagaron
posada ni otra cosa en venta donde
estuviesen, porque se les debe de fuero y de
derecho cualquier buen acogimiento que se
les hiciere, en pago del insufrible trabajo que
padecen buscando las aventuras de noche y
de día, en invierno y en verano, a pie y a
caballo, con sed y con hambre, con calor y
con frío, sujetos a todas las inclemencias del
cielo y a todos los incómodos de la tierra.
—Poco tengo yo que ver en eso
—respondió
el ventero
—; págueseme lo que se me debe,
y dejémonos de cuentos ni de caballerías,
que yo no tengo cuenta con otra cosa que
con cobrar mi hacienda.
—Vos sois un sandio y mal hostalero
—
respondió don Quijote.
Y, poniendo piernas al Rocinante y
terciando su lanzón, se salió de la venta sin
que nadie le detuviese, y él, sin mirar si le
seguía su escudero, se alongó un buen
trecho.
El ventero, que le vio ir y que no le pagaba,
acudió a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo
que, pues su señor no había querido pagar,
que tampoco él pagaría; porque, siendo él
escudero de caballero andante, como era, la
mesma regla y razón corría por él como por
su amo en no pagar cosa alguna en los
mesones y ventas. Amohinóse mucho desto
el ventero, y amenazóle que si no le pagaba,
que lo cobraría de modo que le pesase. A lo
cual Sancho respondió que, por la ley de
caballería que su amo había recebido, no
pagaría un solo cornado, aunque le costase la
vida; porque no había de perder por él la
buena y antigua usanza de los caballeros
andantes, ni se habían de quejar dél los
escuderos de los tales que estaban por venir
al mundo, reprochándole el quebrantamiento
de tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho
que, entre la gente que estaba en la venta,
se hallasen cuatro perailes de Segovia, tres
agujeros del Potro de Córdoba y dos vecinos
de la Heria de Sevilla, gente alegre, bien
intencionada, maleante y juguetona, los
cuales, casi como instigados y movidos de un
mesmo espíritu, se llegaron a Sancho, y,
apeándole del asno, uno dellos entró por la
manta de la cama del huésped, y, echándole
en ella, alzaron los ojos y vieron que el techo
era algo más bajo de lo que habían menester
para su obra, y determinaron salirse al corral,
que tenía por levantarle en alto y a holgarse
con él como con perro por carnestolendas.
Las voces que el mísero manteado daba
fueron tantas, que llegaron a los oídos de su
amo; el cual, determinándose a escuchar
atentamente, creyó que alguna nueva
aventura le venía, hasta que claramente
conoció que el que gritaba era su escudero;
y, volviendo las riendas, con un penado
galope llegó a la venta, y, hallándola cerrada,
la rodeó por ver si hallaba por donde entrar;
pero no hubo llegado a las paredes del corral,
que no eran muy altas, cuando vio el mal
juego que se le hacía a su escudero. Viole
bajar y subir por el aire, con tanta gracia y
presteza que, si la cólera le dejara, tengo
para mí que se riera. Probó a subir desde el
caballo a las bardas, pero estaba tan molido y
quebrantado que aun apearse no pudo; y así,
desde encima del caballo, comenzó a decir
tantos denuestos y baldones a los que a
Sancho manteaban, que no es posible acertar
a escribillos; mas no por esto cesaban ellos
de su risa y de su obra, ni el volador Sancho
dejaba sus quejas, mezcladas ya con
amenazas, ya con ruegos; mas todo
aprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que
de puro cansados le dejaron.
Trujéronle allí su asno, y, subiéndole
encima, le arroparon con su gabán. Y la
compasiva de Maritornes, viéndole tan
fatigado, le pareció ser bien socorrelle con un
jarro de agua, y así, se le trujo del pozo, por
ser más frío. Tomóle Sancho, y llevándole a
la boca, se paró a las voces que su amo le
daba, diciendo:
—¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la
bebas, que te matará! ¿Ves? Aquí tengo el
santísimo bálsamo
—y enseñábale la alcuza
del brebaje
—, que con dos gotas que dél
bebas sanarás sin duda.
A estas voces volvió Sancho los ojos, como
de través, y dijo con otras mayores:
—¿Por dicha hásele olvidado a vuestra
merced como yo no soy caballero, o quiere
que acabe de vomitar las entrañas que me
quedaron de anoche?
Guárdese su licor con todos los diablos y
déjeme a mí.
Y el acabar de decir esto y el comenzar a
beber todo fue uno; mas, como al primer
trago vio que era agua, no quiso pasar
adelante, y rogó a Maritornes que se le
trujese de vino, y así lo hizo ella de muy
buena voluntad, y lo pagó de su mesmo
dinero; porque, en efecto, se dice della que,
aunque estaba en aquel trato, tenía unas
sombras y lejos de cristiana.
Así como bebió Sancho, dio de los carcaños
a su asno, y, abriéndole la puerta de la venta
de par en par, se salió della, muy contento de
no haber pagado nada y de haber salido con
su intención, aunque había sido a costa de
sus acostumbrados fiadores, que eran sus
espaldas. Verdad es que el ventero se quedó
con sus alforjas en pago de lo que se le
debía; mas Sancho no las echó menos, según
salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien
la puerta así como le vio fuera, mas no lo
consintieron los manteadores, que eran gente
que, aunque don Quijote fuera
verdaderamente de los caballeros andantes
de la Tabla Redonda, no le estimaran en dos
ardites.
Capítulo XVIII. Donde se
cuentan las razones que
pasó Sancho Panza con su
señor Don Quijote, con otras
aventuras dignas de ser
contadas
Llegó Sancho a su amo marchito y
desmayado; tanto, que no podía arrear a su
jumento. Cuando así le vio don Quijote, le
dijo:
—Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que
aquel castillo o venta, de que es encantado
sin duda; porque aquellos que tan
atrozmente tomaron pasatiempo contigo,
¿qué podían ser sino fantasmas y gente del
otro mundo? Y confirmo esto por haber visto
que, cuando estaba por las bardas del corral
mirando los actos de tu triste tragedia, no me
fue posible subir por ellas, ni menos pude
apearme de Rocinante, porque me debían de
tener encantado; que te juro, por la fe de
quien soy, que si pudiera subir o apearme,
que yo te hiciera vengado de manera que
aquellos follones y malandrines se acordaran
de la burla para siempre, aunque en ello
supiera contravenir a las leyes de la
caballería, que, como ya muchas veces te he
dicho, no consienten que caballero ponga
mano contra quien no lo sea, si no fuere en
defensa de su propria vida y persona, en caso
de urgente y gran necesidad.
—También me vengara yo si pudiera, fuera
o no fuera armado caballero, pero no pude;
aunque tengo para mí que aquellos que se
holgaron conmigo no eran fantasmas ni
hombres encantados, como vuestra merced
dice, sino hombres de carne y hueso como
nosotros; y todos, según los oí nombrar
cuando me volteaban, tenían sus nombres:
que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el
otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que
se llamaba Juan Palomeque el Zurdo. Así que,
señor, el no poder saltar las bardas del corral,
ni apearse del caballo, en ál estuvo que en
encantamentos. Y lo que yo saco en limpio de
todo esto es que estas aventuras que
andamos buscando, al cabo al cabo, nos han
de traer a tantas desventuras que no
sepamos cuál es nuestro pie derecho. Y lo
que sería mejor y más acertado, según mi
poco entendimiento, fuera el volvernos a
nuestro lugar, ahora que es tiempo de la
siega y de entender en la hacienda,
dejándonos de andar de Ceca en Meca y de
zoca en colodra, como dicen.
—¡Qué poco sabes, Sancho
—respondió don
Quijote
—, de achaque de caballería!
Calla y ten paciencia, que día vendrá donde
veas por vista de ojos cuán honrosa cosa es
andar en este ejercicio. Si no, dime: ¿qué
mayor contento puede haber en el mundo, o
qué gusto puede igualarse al de vencer una
batalla y al de triunfar de su enemigo?
Ninguno, sin duda alguna.
—Así debe de ser
—respondió Sancho
—,
puesto que yo no lo sé; sólo sé que, después
que somos caballeros andantes, o vuestra
merced lo es (que yo no hay para qué me
cuente en tan honroso número), jamás
hemos vencido batalla alguna, si no fue la del
vizcaíno, y aun de aquélla salió vuestra
merced con media oreja y media celada
menos; que, después acá, todo ha sido palos
y más palos, puñadas y más puñadas,
llevando yo de ventaja el manteamiento y
haberme sucedido por personas encantadas,
de quien no puedo vengarme, para saber
hasta dónde llega el gusto del vencimiento
del enemigo, como vuestra merced dice.
—Ésa es la pena que yo tengo y la que tú
debes tener, Sancho
—respondió don
Quijote
—; pero, de aquí adelante, yo
procuraré haber a las manos alguna espada
hecha por tal maestría, que al que la trujere
consigo no le puedan hacer ningún género de
encantamentos; y aun podría ser que me
deparase la ventura aquella de Amadís,
cuando se llamaba el Caballero de la Ardiente
Espada, que fue una de las mejores espadas
que tuvo caballero en el mundo, porque,
fuera que tenía la virtud dicha, cortaba como
una navaja, y no había armadura, por fuerte
y encantada que fuese, que se le parase
delante.
—Yo soy tan venturoso
—dijo Sancho
—
que, cuando eso fuese y vuestra merced
viniese a hallar espada semejante, sólo
vendría a servir y aprovechar a los armados
caballeros, como el bálsamo; y los escuderos,
que se los papen duelos.
—No temas eso, Sancho
—dijo don
Quijote
—, que mejor lo hará el cielo contigo.
Es estos coloquios iban don Quijote y su
escudero, cuando vio don Quijote que por el
camino que iban venía hacia ellos una grande
y espesa polvareda; y, en viéndola, se volvió
a Sancho y le dijo:
—Éste es el día, ¡oh Sancho!, en el cual se
ha de ver el bien que me tiene guardado mi
suerte; éste es el día, digo, en que se ha de
mostrar, tanto como en otro alguno, el valor
de mi brazo, y en el que tengo de hacer
obras que queden escritas en el libro de la
Fama por todos los venideros siglos.
¿Ves aquella polvareda que allí se levanta,
Sancho? Pues toda es cuajada de un
copiosísimo ejército que de diversas e
innumerables gentes por allí viene
marchando.
—A esa cuenta, dos deben de ser
—dijo
Sancho
—, porque desta parte contraria se
levanta asimesmo otra semejante polvareda.
Volvió a mirarlo don Quijote, y vio que así
era la verdad; y, alegrándose sobremanera,
pensó, sin duda alguna, que eran dos
ejércitos que venían a embestirse y a
encontrarse en mitad de aquella espaciosa
llanura; porque tenía a todas horas y
momentos llena la fantasía de aquellas
batallas, encantamentos, sucesos, desatinos,
amores, desafíos, que en los libros de
caballerías se cuentan, y todo cuanto
hablaba, pensaba o hacía era encaminado a
cosas semejantes. Y la polvareda que había
visto la levantaban dos grandes manadas de
ovejas y carneros que, por aquel mesmo
camino, de dos diferentes partes venían, las
cuales, con el polvo, no se echaron de ver
hasta que llegaron cerca. Y con tanto ahínco
afirmaba don Quijote que eran ejércitos, que
Sancho lo vino a creer y a decirle:
—Señor, ¿pues qué hemos de hacer
nosotros?
—¿Qué?
—dijo don Quijote
—: favorecer y
ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y
has de saber, Sancho, que este que viene por
nuestra frente le conduce y guía el grande
emperador Alifanfarón, señor de la grande
isla Trapobana; este otro que a mis espaldas
marcha es el de su enemigo, el rey de los
garamantas, Pentapolén del Arremangado
Brazo, porque siempre entra en las batallas
con el brazo derecho desnudo.
—Pues, ¿por qué se quieren tan mal estos
dos señores?
—preguntó Sancho.
—Quierénse mal
—respondió don Quijote
—
porque este Alefanfarón es un foribundo
pagano y está enamorado de la hija de
Pentapolín, que es una muy fermosa y
además agraciada señora, y es cristiana, y su
padre no se la quiere entregar al rey pagano
si no deja primero la ley de su falso profeta
Mahoma y se vuelve a la suya.
—¡Para mis barbas
—dijo Sancho
—, si no
hace muy bien Pentapolín, y que le tengo de
ayudar en cuanto pudiere!
—En eso harás lo que debes, Sancho
—dijo
don Quijote
—, porque, para entrar en
batallas semejantes, no se requiere ser
armado caballero.
—Bien se me alcanza eso
—respondió
Sancho
—, pero, ¿dónde pondremos a este
asno que estemos ciertos de hallarle después
de pasada la refriega? Porque el entrar en
ella en semejante caballería no creo que está
en uso hasta agora.
—Así es verdad
—dijo don Quijote
—. Lo que
puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras,
ora se pierda o no, porque serán tantos los
caballos que tendremos, después que
salgamos vencedores, que aun corre peligro
Rocinante no le trueque por otro. Pero
estáme atento y mira, que te quiero dar
cuenta de los caballeros más principales que
en estos dos ejércitos vienen. Y, para que
mejor los veas y notes, retirémonos a aquel
altillo que allí se hace, de donde se deben de
descubrir los dos ejércitos.
Hiciéronlo ansí, y pusierónse sobre una
loma, desde la cual se vieran bien las dos
manadas que a don Quijote se le hicieron
ejército, si las nubes del polvo que
levantaban no les turbara y cegara la vista;
pero, con todo esto, viendo en su imaginación
lo que no veía ni había, con voz levantada
comenzó a decir:
—Aquel caballero que allí ves de las armas
jaldes, que trae en el escudo un león
coronado, rendido a los pies de una doncella,
es el valeroso Laurcalco, señor de la Puente
de Plata; el otro de las armas de las flores de
oro, que trae en el escudo tres coronas de
plata en campo azul, es el temido
Micocolembo, gran duque de Quirocia; el otro
de los miembros giganteos, que está a su
derecha mano, es el nunca medroso
Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres
Arabias, que viene armado de aquel cuero de
serpiente, y tiene por escudo una puerta que,
según es fama, es una de las del templo que
derribó Sansón, cuando con su muerte se
vengó de sus enemigos. Pero vuelve los ojos
a estotra parte y verás delante y en la frente
destotro ejército al siempre vencedor y jamás
vencido Timonel de Carcajona, príncipe de la
Nueva Vizcaya, que viene armado con las
armas partidas a cuarteles, azules, verdes,
blancas y amarillas, y trae en el escudo un
gato de oro en campo leonado, con una letra
que dice: Miau, que es el principio del
nombre de su dama, que, según se dice, es la
sin par Miulina, hija del duque Alfeñiquén del
Algarbe; el otro, que carga y oprime los
lomos de aquella poderosa alfana, que trae
las armas como nieve blancas y el escudo
blanco y sin empresa alguna, es un caballero
novel, de nación francés, llamado Pierres
Papín, señor de las baronías de Utrique; el
otro, que bate las ijadas con los herrados
carcaños a aquella pintada y ligera cebra, y
trae las armas de los veros azules, es el
poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del
Bosque, que trae por empresa en el escudo
una esparraguera, con una letra en castellano
que dice así: Rastrea mi suerte. Y desta
manera fue nombrando muchos caballeros
del uno y del otro escuadrón, que él se
imaginaba, y a todos les dio sus armas,
colores, empresas y motes de improviso,
llevado de la imaginación de su nunca vista
locura; y, sin parar, prosiguió diciendo:
—A este escuadrón frontero forman y hacen
gentes de diversas naciones: aquí están los
que bebían las dulces aguas del famoso
Janto; los montuosos que pisan los masílicos
campos; los que criban el finísimo y menudo
oro en la felice Arabia; los que gozan las
famosas y frescas riberas del claro
Termodonte; los que sangran por muchas y
diversas vías al dorado Pactolo; los númidas,
dudosos en sus promesas; los persas, arcos y
flechas famosos; los partos, los medos, que
pelean huyendo; los árabes, de mudables
casas; los citas, tan crueles como blancos;
los etiopes, de horadados labios, y otras
infinitas naciones, cuyos rostros conozco y
veo, aunque de los nombres no me acuerdo.
En estotro escuadrón vienen los que beben
las corrientes cristalinas del olivífero Betis;
los que tersan y pulen sus rostros con el licor
del siempre rico y dorado Tajo; los que gozan
las provechosas aguas del divino Genil; los
que pisan los tartesios campos, de pastos
abundantes; los que se alegran en los elíseos
jerezanos prados; los manchegos, ricos y
coronados de rubias espigas; los de hierro
vestidos, reliquias antiguas de la sangre
goda; los que en Pisuerga se bañan, famoso
por la mansedumbre de su corriente; los que
su ganado apacientan en las estendidas
dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por
su escondido curso; los que tiemblan con el
frío del silvoso Pirineo y con los blancos copos
del levantado Apenino; finalmente, cuantos
toda la Europa en sí contiene y encierra.
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo,
cuántas naciones nombró, dándole a cada
una, con maravillosa presteza, los atributos
que le pertenecían, todo absorto y empapado
en lo que había leído en sus libros
mentirosos!
Estaba Sancho Panza colgado de sus
palabras, sin hablar ninguna, y, de cuando en
cuando, volvía la cabeza a ver si veía los
caballeros y gigantes que su amo nombraba;
y, como no descubría a ninguno, le dijo:
—Señor, encomiendo al diablo hombre, ni
gigante, ni caballero de cuantos vuestra
merced dice parece por todo esto; a lo
menos, yo no los veo; quizá todo debe ser
encantamento, como las fantasmas de
anoche.
—¿Cómo dices eso?
—respondió don
Quijote
—. ¿No oyes el relinchar de los
caballos, el tocar de los clarines, el ruido de
los atambores?
—No oigo otra cosa
—respondió Sancho
—
sino muchos balidos de ovejas y carneros.
Y así era la verdad, porque ya llegaban
cerca los dos rebaños.
—El miedo que tienes
—dijo don Quijote
—
te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a
derechas; porque uno de los efectos del
miedo es turbar los sentidos y hacer que las
cosas no parezcan lo que son; y si es que
tanto temes, retírate a una parte y déjame
solo, que solo basto a dar la victoria a la
parte a quien yo diere mi ayuda. Y, diciendo
esto, puso las espuelas a Rocinante, y,
puesta la lanza en el ristre, bajó de la
costezuela como un rayo. Diole voces
Sancho, diciéndole:
—¡Vuélvase vuestra merced, señor don
Quijote, que voto a Dios que son carneros y
ovejas las que va a embestir! ¡Vuélvase,
desdichado del padre que me engendró! ¿Qué
locura es ésta? Mire que no hay gigante ni
caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni
escudos partidos ni enteros, ni veros azules
ni endiablados. ¿Qué es lo que hace?
¡Pecador soy yo a Dios!
Ni por ésas volvió don Quijote; antes, en
altas voces, iba diciendo:
—¡Ea, caballeros, los que seguís y militáis
debajo de las banderas del valeroso
emperador Pentapolín del Arremangado
Brazo, seguidme todos: veréis cuán
fácilmente le doy venganza de su enemigo
Alefanfarón de la Trapobana!
Esto diciendo, se entró por medio del
escuadrón de las ovejas, y comenzó de
alanceallas con tanto coraje y denuedo como
si de veras alanceara a sus mortales
enemigos. Los pastores y ganaderos que con
la manada venían dábanle voces que no
hiciese aquello; pero, viendo que no
aprovechaban, desciñéronse las hondas y
comenzaron a saludalle los oídos con piedras
como el puño. Don Quijote no se curaba de
las piedras; antes, discurriendo a todas
partes, decía:
—¿Adónde estás, soberbio Alifanfuón?
Vente a mí; que un caballero solo soy, que
desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y
quitarte la vida, en pena de la que das al
valeroso Pentapolín Garamanta.
Llegó en esto una peladilla de arroyo, y,
dándole en un lado, le sepultó dos costillas en
el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin
duda que estaba muerto o malferido, y,
acordándose de su licor, sacó su alcuza y
púsosela a la boca, y comenzó a echar licor
en el estómago; mas, antes que acabase de
envasar lo que a él le parecía que era
bastante, llegó otra almendra y diole en la
mano y en el alcuza tan de lleno que se la
hizo pedazos, llevándole de camino tres o
cuatro dientes y muelas de la boca, y
machucándole malamente dos dedos de la
mano.
Tal fue el golpe primero, y tal el segundo,
que le fue forzoso al pobre caballero dar
consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los
pastores y creyeron que le habían muerto; y
así, con mucha priesa, recogieron su ganado,
y cargaron de las reses muertas, que
pasaban de siete, y, sin averiguar otra cosa,
se fueron.
Estábase todo este tiempo Sancho sobre la
cuesta, mirando las locuras que su amo
hacía, y arrancábase las barbas, maldiciendo
la hora y el punto en que la fortuna se le
había dado a conocer. Viéndole, pues, caído
en el suelo, y que ya los pastores se habían
ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y hallóle
de muy mal arte, aunque no había perdido el
sentido, y díjole:
—¿No le decía yo, señor don Quijote, que se
volviese, que los que iba a acometer no eran
ejércitos, sino manadas de carneros?
—Como eso puede desparecer y
contrahacer aquel ladrón del sabio mi
enemigo.
Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los
tales hacernos parecer lo que quieren, y este
maligno que me persigue, envidioso de la
gloria que vio que yo había de alcanzar desta
batalla, ha vuelto los escuadrones de
enemigos en manadas de ovejas. Si no, haz
una cosa, Sancho, por mi vida, porque te
desengañes y veas ser verdad lo que te digo:
sube en tu asno y síguelos bonitamente, y
verás cómo, en alejándose de aquí algún
poco, se vuelven en su ser primero, y,
dejando de ser carneros, son hombres hechos
y derechos, como yo te los pinté primero...
Pero no vayas agora, que he menester tu
favor y ayuda; llégate a mí y mira cuántas
muelas y dientes me faltan, que me parece
que no me ha quedado ninguno en la boca.
Llegóse Sancho tan cerca que casi le metía
los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya
había obrado el bálsamo en el estómago de
don Quijote; y, al tiempo que Sancho llegó a
mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que
una escopeta, cuanto dentro tenía, y dio con
todo ello en las barbas del compasivo
escudero.
—¡Santa María!
—dijo Sancho
—, ¿y qué es
esto que me ha sucedido? Sin duda, este
pecador está herido de muerte, pues vomita
sangre por la boca. Pero, reparando un poco
más en ello, echó de ver en la color, sabor y
olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la
alcuza que él le había visto beber; y fue tanto
el asco que tomó que, revolviéndosele el
estómago, vomitó las tripas sobre su mismo
señor, y quedaron entrambos como de
perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar
de las alforjas con qué limpiarse y con qué
curar a su amo; y, como no las halló, estuvo
a punto de perder el juicio. Maldíjose de
nuevo, y propuso en su corazón de dejar a su
amo y volverse a su tierra, aunque perdiese
el salario de lo servido y las esperanzas del
gobierno de la prometida ínsula.
Levantóse en esto don Quijote, y, puesta la
mano izquierda en la boca, porque no se le
acabasen de salir los dientes, asió con la otra
las riendas de Rocinante, que nunca se había
movido de junto a su amo
—tal era de leal y
bien acondicionado
—, y fuese adonde su
escudero estaba, de pechos sobre su asno,
con la mano en la mejilla, en guisa de
hombre pensativo además. Y, viéndole don
Quijote de aquella manera, con muestras de
tanta tristeza, le dijo:
—Sábete, Sancho, que no es un hombre
más que otro si no hace más que otro.
Todas estas borrascas que nos suceden son
señales de que presto ha de serenar el
tiempo y han de sucedernos bien las cosas;
porque no es posible que el mal ni el bien
sean durables, y de aquí se sigue que,
habiendo durado mucho el mal, el bien está
ya cerca. Así que, no debes congojarte por
las desgracias que a mí me suceden, pues a ti
no te cabe parte dellas.
—¿Cómo no?
—respondió Sancho
—. Por
ventura, el que ayer mantearon, ¿era otro
que el hijo de mi padre? Y las alforjas que
hoy me faltan, con todas mis alhajas, ¿son de
otro que del mismo?
—¿Que te faltan las alforjas, Sancho?
—dijo
don Quijote.
—Sí que me faltan
—respondió Sancho.
—Dese modo, no tenemos qué comer hoy
—replicó don Quijote.
—Eso fuera
—respondió Sancho
— cuando
faltaran por estos prados las yerbas que
vuestra merced dice que conoce, con que
suelen suplir semejantes faltas los tan
malaventurados andantes caballeros como
vuestra merced es.
—Con todo eso
—respondió don Quijote
—,
tomara yo ahora más aína un cuartal de pan,
o una hogaza y dos cabezas de sardinas
arenques, que cuantas yerbas describe
Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el
doctor Laguna. Mas, con todo esto, sube en
tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras
mí; que Dios, que es proveedor de todas las
cosas, no nos ha de faltar, y más andando
tan en su servicio como andamos, pues no
falta a los mosquitos del aire, ni a los
gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del
agua; y es tan piadoso que hace salir su sol
sobre los buenos y los malos, y llueve sobre
los injustos y justos.
—Más bueno era vuestra merced
—dijo
Sancho
— para predicador que para caballero
andante.
—De todo sabían y han de saber los
caballeros andantes, Sancho
—dijo don
Quijote
—, porque caballero andante hubo en
los pasados siglos que así se paraba a hacer
un sermón o plática, en mitad de un campo
real, como si fuera graduado por la
Universidad de París; de donde se infiere que
nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma
la lanza.
—Ahora bien, sea así como vuestra merced
dice
—respondió Sancho
—, vamos ahora de
aquí, y procuremos donde alojar esta noche,
y quiera Dios que sea en parte donde no haya
mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni
moros encantados; que si los hay, daré al
diablo el hato y el garabato.
—Pídeselo tú a Dios, hijo
—dijo don
Quijote
—, y guía tú por donde quisieres, que
esta vez quiero dejar a tu eleción el
alojarnos. Pero dame acá la mano y
atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos
dientes y muelas me faltan deste lado
derecho de la quijada alta, que allí siento el
dolor.
Metió Sancho los dedos, y, estándole
tentando, le dijo:
—¿Cuántas muelas solía vuestra merced
tener en esta parte?
—Cuatro
—respondió don Quijote
—, fuera
de la cordal, todas enteras y muy sanas.
—Mire vuestra merced bien lo que dice,
señor
—respondió Sancho.
—Digo cuatro, si no eran cinco
—respondió
don Quijote
—, porque en toda mi vida me
han sacado diente ni muela de la boca, ni se
me ha caído ni comido de neguijón ni de
reuma alguna.
—Pues en esta parte de abajo
—dijo
Sancho
— no tiene vuestra merced más de
dos muelas y media, y en la de arriba, ni
media ni ninguna, que toda está rasa como la
palma de la mano.
—¡Sin ventura yo!
—dijo don Quijote,
oyendo las tristes nuevas que su escudero le
daba
—, que más quisiera que me hubieran
derribado un brazo, como no fuera el de la
espada; porque te hago saber, Sancho, que
la boca sin muelas es como molino sin piedra,
y en mucho más se ha de estimar un diente
que un diamante. Mas a todo esto estamos
sujetos los que profesamos la estrecha orden
de la caballería. Sube, amigo, y guía, que yo
te seguiré al paso que quisieres.
Hízolo así Sancho, y encaminóse hacia
donde le pareció que podía hallar
acogimiento, sin salir del camino real, que
por allí iba muy seguido. Yéndose, pues, poco
a poco, porque el dolor de las quijadas de
don Quijote no le dejaba sosegar ni atender a
darse priesa, quiso Sancho entretenelle y
divertille diciéndole alguna cosa; y, entre
otras que le dijo, fue lo que se dirá en el
siguiente
Capítulo.
Capítulo XIX. De las
discretas razones que
Sancho pasaba con su amo,
y de la aventura que le
sucedió con un cuerpo
muerto, con otros
acontecimientos famosos
—Paréceme, señor mío, que todas estas
desventuras que estos días nos han sucedido,
sin duda alguna han sido pena del pecado
cometido por vuestra merced contra la orden
de su caballería, no habiendo cumplido el
juramento que hizo de no comer pan a
manteles ni con la reina folgar, con todo
aquello que a esto se sigue y vuestra merced
juró de cumplir, hasta quitar aquel almete de
Malandrino, o como se llama el moro, que no
me acuerdo bien.
—Tienes mucha razón, Sancho
—dijo don
Quijote
—; mas, para decirte verdad, ello se
me había pasado de la memoria; y también
puedes tener por cierto que por la culpa de
no habérmelo tú acordado en tiempo te
sucedió aquello de la manta; pero yo haré la
enmienda, que modos hay de composición en
la orden de la caballería para todo.
—Pues, ¿juré yo algo, por dicha?
—
respondió Sancho.
—No importa que no hayas jurado
—dijo
don Quijote
—: basta que yo entiendo que de
participantes no estás muy seguro, y, por sí o
por no, no será malo proveernos de remedio.
—Pues si ello es así
—dijo Sancho
—, mire
vuestra merced no se le torne a olvidar esto,
como lo del juramento; quizá les volverá la
gana a las fantasmas de solazarse otra vez
conmigo, y aun con vuestra merced si le ven
tan pertinaz.
En estas y otras pláticas les tomó la noche
en mitad del camino, sin tener ni descubrir
donde aquella noche se recogiesen; y lo que
no había de bueno en ello era que perecían
de hambre; que, con la falta de las alforjas,
les faltó toda la despensa y matalotaje. Y,
para acabar de confirmar esta desgracia, les
sucedió una aventura que, sin artificio
alguno, verdaderamente lo parecía. Y fue que
la noche cerró con alguna escuridad; pero,
con todo esto, caminaban, creyendo Sancho
que, pues aquel camino era real, a una o dos
leguas, de buena razón, hallaría en él alguna
venta.
Yendo, pues, desta manera, la noche
escura, el escudero hambriento y el amo con
gana de comer, vieron que por el mesmo
camino que iban venían hacia ellos gran
multitud de lumbres, que no parecían sino
estrellas que se movían. Pasmóse Sancho en
viéndolas, y don Quijote no las tuvo todas
consigo; tiró el uno del cabestro a su asno, y
el otro de las riendas a su rocino, y
estuvieron quedos, mirando atentamente lo
que podía ser aquello, y vieron que las
lumbres se iban acercando a ellos, y mientras
más se llegaban, mayores parecían; a cuya
vista Sancho comenzó a temblar como un
azogado, y los cabellos de la cabeza se le
erizaron a don Quijote; el cual, animándose
un poco, dijo:
—Ésta, sin duda, Sancho, debe de ser
grandísima y peligrosísima aventura, donde
será necesario que yo muestre todo mi valor
y esfuerzo.
—¡Desdichado de mí!
—respondió Sancho
—
; si acaso esta aventura fuese de fantasmas,
como me lo va pareciendo, ¿adónde habrá
costillas que la sufran?
—Por más fantasmas que sean
—dijo don
Quijote
—, no consentiré yo que te toque en el
pelo de la ropa; que si la otra vez se burlaron
contigo, fue porque no pude yo saltar las
paredes del corral, pero ahora estamos en
campo raso, donde podré yo como quisiere
esgremir mi espada.
—Y si le encantan y entomecen, como la
otra vez lo hicieron
—dijo Sancho
—, ¿qué
aprovechará estar en campo abierto o no?
—Con todo eso
—replicó don Quijote
—, te
ruego, Sancho, que tengas buen ánimo, que
la experiencia te dará a entender el que yo
tengo.
—Sí tendré, si a Dios place
—respondió
Sancho.
Y, apartándose los dos a un lado del
camino, tornaron a mirar atentamente lo que
aquello de aquellas lumbres que caminaban
podía ser; y de allí a muy poco descubrieron
muchos encamisados, cuya temerosa visión
de todo punto remató el ánimo de Sancho
Panza, el cual comenzó a dar diente con
diente, como quien tiene frío de cuartana; y
creció más el batir y dentellear cuando
distintamente vieron lo que era, porque
descubrieron hasta veinte encamisados,
todos a caballo, con sus hachas encendidas
en las manos; detrás de los cuales venía una
litera cubierta de luto, a la cual seguían otros
seis de a caballo, enlutados hasta los pies de
las mulas; que bien vieron que no eran
caballos en el sosiego con que caminaban.
Iban los encamisados murmurando entre sí,
con una voz baja y compasiva. Esta estraña
visión, a tales horas y en tal despoblado, bien
bastaba para poner miedo en el corazón de
Sancho, y aun en el de su amo; y así fuera
en cuanto a don Quijote, que ya Sancho
había dado al través con todo su esfuerzo. Lo
contrario le avino a su amo, al cual en aquel
punto se le representó en su imaginación al
vivo que aquélla era una de las aventuras de
sus libros.
Figurósele que la litera eran andas donde
debía de ir algún mal ferido o muerto
caballero, cuya venganza a él solo estaba
reservada; y, sin hacer otro discurso, enristró
su lanzón, púsose bien en la silla, y con gentil
brío y continente se puso en la mitad del
camino por donde los encamisados
forzosamente habían de pasar, y cuando los
vio cerca alzó la voz y dijo:
—Deteneos, caballeros, o quienquiera que
seáis, y dadme cuenta de quién sois, de
dónde venís, adónde vais, qué es lo que en
aquellas andas lleváis; que, según las
muestras, o vosotros habéis fecho, o vos han
fecho, algún desaguisado, y conviene y es
menester que yo lo sepa, o bien para
castigaros del mal que fecistes, o bien para
vengaros del tuerto que vos ficieron.
—Vamos de priesa
—respondió uno de los
encamisados
— y está la venta lejos, y no nos
podemos detener a dar tanta cuenta como
pedís.
Y, picando la mula, pasó adelante. Sintióse
desta respuesta grandemente don Quijote, y,
trabando del freno, dijo:
—Deteneos y sed más bien criado, y dadme
cuenta de lo que os he preguntado; si no,
conmigo sois todos en batalla.
Era la mula asombradiza, y al tomarla del
freno se espantó de manera que, alzándose
en los pies, dio con su dueño por las ancas en
el suelo. Un mozo que iba a pie, viendo caer
al encamisado, comenzó a denostar a don
Quijote, el cual, ya encolerizado, sin esperar
más, enristrando su lanzón, arremetió a uno
de los enlutados, y, mal ferido, dio con él en
tierra; y, revolviéndose por los demás, era
cosa de ver con la presteza que los acometía
y desbarataba; que no parecía sino que en
aquel instante le habían nacido alas a
Rocinante, según andaba de ligero y
orgulloso.
Todos los encamisados era gente medrosa y
sin armas, y así, con facilidad, en un
momento dejaron la refriega y comenzaron a
correr por aquel campo con las hachas
encendidas, que no parecían sino a los de las
máscaras que en noche de regocijo y fiesta
corren. Los enlutados, asimesmo, revueltos y
envueltos en sus faldamentos y lobas, no se
podían mover; así que, muy a su salvo, don
Quijote los apaleó a todos y les hizo dejar el
sitio mal de su grado, porque todos pensaron
que aquél no era hombre, sino diablo del
infierno que les salía a quitar el cuerpo
muerto que en la litera llevaban.
Todo lo miraba Sancho, admirado del
ardimiento de su señor, y decía entre sí:
—Sin duda este mi amo es tan valiente y
esforzado como él dice.
Estaba una hacha ardiendo en el suelo,
junto al primero que derribó la mula, a cuya
luz le pudo ver don Quijote; y, llegándose a
él, le puso la punta del lanzón en el rostro,
diciéndole que se rindiese; si no, que le
mataría. A lo cual respondió el caído:
—Harto rendido estoy, pues no me puedo
mover, que tengo una pierna quebrada;
suplico a vuestra merced, si es caballero
cristiano, que no me mate; que cometerá un
gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las
primeras órdenes.
—Pues, ¿quién diablos os ha traído aquí
—
dijo don Quijote
—, siendo hombre de Iglesia?
—¿Quién, señor?
—replicó el caído
—: mi
desventura.
—Pues otra mayor os amenaza
—dijo don
Quijote
—, si no me satisfacéis a todo cuanto
primero os pregunté.
—Con facilidad será vuestra merced
satisfecho
—respondió el licenciado
—; y así,
sabrá vuestra merced que, aunque denantes
dije que yo era licenciado, no soy sino
bachiller, y llámome Alonso López; soy
natural de Alcobendas; vengo de la ciudad de
Baeza con otros once sacerdotes, que son los
que huyeron con las hachas; vamos a la
ciudad de Segovia acompañando un cuerpo
muerto, que va en aquella litera, que es de
un caballero que murió en Baeza, donde fue
depositado; y ahora, como digo, llevábamos
sus huesos a su sepultura, que está en
Segovia, de donde es natural.
—¿Y quién le mató?
—preguntó don Quijote.
—Dios, por medio de unas calenturas
pestilentes que le dieron
—respondió el
bachiller.
—Desa suerte
—dijo don Quijote
—, quitado
me ha Nuestro Señor del trabajo que había
de tomar en vengar su muerte si otro alguno
le hubiera muerto; pero, habiéndole muerto
quien le mató, no hay sino callar y encoger
los hombros, porque lo mesmo hiciera si a mí
mismo me matara. Y quiero que sepa vuestra
reverencia que yo soy un caballero de la
Mancha, llamado don Quijote, y es mi oficio y
ejercicio andar por el mundo enderezando
tuertos y desfaciendo agravios.
—No sé cómo pueda ser eso de enderezar
tuertos
—dijo el bachiller
—, pues a mí de
derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome
una pierna quebrada, la cual no se verá
derecha en todos los días de su vida; y el
agravio que en mí habéis deshecho ha sido
dejarme agraviado de manera que me
quedaré agraviado para siempre; y harta
desventura ha sido topar con vos, que vais
buscando aventuras.
—No todas las cosas
—respondió don
Quijote
— suceden de un mismo modo. El
daño estuvo, señor bachiller Alonso López, en
venir, como veníades, de noche, vestidos con
aquellas sobrepellices, con las hachas
encendidas, rezando, cubiertos de luto, que
propiamente semejábades cosa mala y del
otro mundo; y así, yo no pude dejar de
cumplir con mi obligación acometiéndoos, y
os acometiera aunque verdaderamente
supiera que érades los memos satanases del
infierno, que por tales os juzgué y tuve
siempre.
—Ya que así lo ha querido mi suerte
—dijo
el bachiller
—, suplico a vuestra merced, señor
caballero andante (que tan mala andanza me
ha dado), me ayude a salir de debajo desta
mula, que me tiene tomada una pierna entre
el estribo y la silla.
—¡Hablara yo para mañana!
—dijo don
Quijote
—. Y ¿hasta cuándo aguardábades a
decirme vuestro afán?
Dio luego voces a Sancho Panza que
viniese; pero él no se curó de venir, porque
andaba ocupado desvalijando una acémila de
repuesto que traían aquellos buenos señores,
bien bastecida de cosas de comer. Hizo
Sancho costal de su gabán, y, recogiendo
todo lo que pudo y cupo en el talego, cargó
su jumento, y luego acudió a las voces de su
amo y ayudó a sacar al señor bachiller de la
opresión de la mula; y, poniéndole encima
della, le dio la hacha, y don Quijote le dijo
que siguiese la derrota de sus compañeros, a
quien de su parte pidiese perdón del agravio,
que no había sido en su mano dejar de
haberle hecho. Díjole también Sancho:
—Si acaso quisieren saber esos señores
quién ha sido el valeroso que tales los puso,
diráles vuestra merced que es el famoso don
Quijote de la Mancha, que por otro nombre se
llama el Caballero de la Triste Figura.
Con esto, se fue el bachiller; y don Quijote
preguntó a Sancho que qué le había movido a
llamarle el Caballero de la Triste Figura, más
entonces que nunca.
—Yo se lo diré
—respondió Sancho
—:
porque le he estado mirando un rato a la luz
de aquella hacha que lleva aquel malandante,
y verdaderamente tiene vuestra merced la
más mala figura, de poco acá, que jamás he
visto; y débelo de haber causado, o ya el
cansancio deste combate, o ya la falta de las
muelas y dientes.
—No es eso
—respondió don Quijote
—, sino
que el sabio, a cuyo cargo debe de estar el
escribir la historia de mis hazañas, le habrá
parecido que será bien que yo tome algún
nombre apelativo, como lo tomaban todos los
caballeros pasados: cuál se llamaba el de la
Ardiente Espada; cuál, el del Unicornio;
aquel, de las Doncellas; aquéste, el del Ave
Fénix; el otro, el Caballero del Grifo; estotro,
el de la Muerte; y por estos nombres e
insignias eran conocidos por toda la redondez
de la tierra. Y así, digo que el sabio ya dicho
te habrá puesto en la lengua y en el
pensamiento ahora que me llamases el
Caballero de la Triste Figura, como pienso
llamarme desde hoy en adelante; y, para que
mejor me cuadre tal nombre, determino de
hacer pintar, cuando haya lugar, en mi
escudo una muy triste figura.
—No hay para qué gastar tiempo y dineros
en hacer esa figura
—dijo Sancho
—, sino lo
que se ha de hacer es que vuestra merced
descubra la suya y dé rostro a los que le
miraren; que, sin más ni más, y sin otra
imagen ni escudo, le llamarán el de la Triste
Figura; y créame que le digo verdad, porque
le prometo a vuestra merced, señor, y esto
sea dicho en burlas, que le hace tan mala
cara la hambre y la falta de las muelas, que,
como ya tengo dicho, se podrá muy bien
escusar la triste pintura. Rióse don Quijote
del donaire de Sancho, pero, con todo,
propuso de llamarse de aquel nombre en
pudiendo pintar su escudo, o rodela, como
había imaginado.
En esto volvió el bachiller y le dijo a don
Quijote:
—Olvidábaseme de decir que advierta
vuestra merced que queda descomulgado por
haber puesto las manos violentamente en
cosa sagrada: juxta illud: Si quis suadente
diabolo, etc.
—No entiendo ese latín
—respondió don
Quijote
—, mas yo sé bien que no puse las
manos, sino este lanzón; cuanto más, que yo
no pensé que ofendía a sacerdotes ni a cosas
de la Iglesia, a quien respeto y adoro como
católico y fiel cristiano que soy, sino a
fantasmas y a vestiglos del otro mundo; y,
cuando eso así fuese, en la memoria tengo lo
que le pasó al Cid Ruy Díaz, cuando quebró la
silla del embajador de aquel rey delante de
Su Santidad del Papa, por lo cual lo
descomulgó, y anduvo aquel día el buen
Rodrigo de Vivar como muy honrado y
valiente caballero.
En oyendo esto el bachiller, se fue, como
queda dicho, sin replicarle palabra. Quisiera
don Quijote mirar si el cuerpo que venía en la
litera eran huesos o no, pero no lo consintió
Sancho, diciéndole:
—Señor, vuestra merced ha acabado esta
peligrosa aventura lo más a su salvo de todas
las que yo he visto; esta gente, aunque
vencida y desbaratada, podría ser que cayese
en la cuenta de que los venció sola una
persona, y, corridos y avergonzados desto,
volviesen a rehacerse y a buscarnos, y nos
diesen en qué entender. El jumento está
como conviene, la montaña cerca, la hambre
carga, no hay que hacer sino retirarnos con
gentil compás de pies, y, como dicen, váyase
el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza.
Y, antecogiendo su asno, rogó a su señor que
le siguiese; el cual, pareciéndole que Sancho
tenía razón, sin volverle a replicar, le siguió.
Y, a poco trecho que caminaban por entre
dos montañuelas, se hallaron en un espacioso
y escondido valle, donde se apearon; y
Sancho alivió el jumento, y, tendidos sobre la
verde yerba, con la salsa de su hambre,
almorzaron, comieron, merendaron y cenaron
a un mesmo punto, satisfaciendo sus
estómagos con más de una fiambrera que los
señores clérigos del difunto —que pocas
veces se dejan mal pasar — en la acémila de
su repuesto traían.
Mas sucedióles otra desgracia, que Sancho
la tuvo por la peor de todas, y fue que no
tenían vino que beber, ni aun agua que llegar
a la boca; y, acosados de la sed, dijo Sancho,
viendo que el prado donde estaban estaba
colmado de verde y menuda yerba, lo que se
dirá en el siguiente Capítulo.
Capítulo XX. De la jamás
vista ni oída aventura que
con más poco peligro fue
acabada de famoso
caballero en el mundo,
como la que acabó el
valeroso don Quijote de la
Mancha
—No es posible, señor mío, sino que estas
yerbas dan testimonio de que por aquí cerca
debe de estar alguna fuente o arroyo que
estas yerbas humedece; y así, será bien que
vamos un poco más adelante, que ya
toparemos donde podamos mitigar esta
terrible sed que nos fatiga, que, sin duda,
causa mayor pena que la hambre.
Parecióle bien el consejo a don Quijote, y,
tomando de la rienda a Rocinante, y Sancho
del cabestro a su asno, después de haber
puesto sobre él los relieves que de la cena
quedaron, comenzaron a caminar por el
prado arriba a tiento, porque la escuridad de
la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas,
no hubieron andado docientos pasos, cuando
llegó a sus oídos un grande ruido de agua,
como que de algunos grandes y levantados
riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en
gran manera, y, parándose a escuchar hacia
qué parte sonaba, oyeron a deshora otro
estruendo que les aguó el contento del agua,
especialmente a Sancho, que naturalmente
era medroso y de poco ánimo. Digo que
oyeron que daban unos golpes a compás, con
un cierto crujir de hierros y cadenas, que,
acompañados del furioso estruendo del agua,
que pusieran pavor a cualquier otro corazón
que no fuera el de don Quijote.
Era la noche, como se ha dicho, escura, y
ellos acertaron a entrar entre unos árboles
altos, cuyas hojas, movidas del blando
viento, hacían un temeroso y manso ruido;
de manera que la soledad, el sitio, la
escuridad, el ruido del agua con el susurro de
las hojas, todo causaba horror y espanto, y
más cuando vieron que ni los golpes cesaban,
ni el viento dormía, ni la mañana llegaba;
añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar
donde se hallaban. Pero don Quijote,
acompañado de su intrépido corazón, saltó
sobre Rocinante, y, embrazando su rodela,
terció su lanzón y dijo:
—Sancho amigo, has de saber que yo nací,
por querer del cielo, en esta nuestra edad de
hierro, para resucitar en ella la de oro, o la
dorada, como suele llamarse. Yo soy aquél
para quien están guardados los peligros, las
grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo
soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los
de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y
los Nueve de la Fama, y el que ha de poner
en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes
y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la
caterva de los famosos caballeros andantes
del pasado tiempo, haciendo en este en que
me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos
de armas, que escurezcan las más claras que
ellos ficieron. Bien notas, escudero fiel y
legal, las tinieblas desta noche, su estraño
silencio, el sordo y confuso estruendo destos
árboles, el temeroso ruido de aquella agua en
cuya busca venimos, que parece que se
despeña y derrumba desde los altos montes
de la luna, y aquel incesable golpear que nos
hiere y lastima los oídos; las cuales cosas,
todas juntas y cada una por sí, son bastantes
a infundir miedo, temor y espanto en el
pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel
que no está acostumbrado a semejantes
acontecimientos y aventuras. Pues todo esto
que yo te pinto son incentivos y
despertadores de mi ánimo, que ya hace que
el corazón me reviente en el pecho, con el
deseo que tiene de acometer esta aventura,
por más dificultosa que se muestra. Así que,
aprieta un poco las cinchas a Rocinante y
quédate a Dios, y espérame aquí hasta tres
días no más, en los cuales, si no volviere,
puedes tú volverte a nuestra aldea, y desde
allí, por hacerme merced y buena obra, irás
al Toboso, donde dirás a la incomparable
señora mía Dulcinea que su cautivo caballero
murió por acometer cosas que le hiciesen
digno de poder llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo,
comenzó a llorar con la mayor ternura del
mundo y a decille:
—Señor, yo no sé por qué quiere vuestra
merced acometer esta tan temerosa
aventura: ahora es de noche, aquí no nos vee
nadie, bien podemos torcer el camino y
desviarnos del peligro, aunque no bebamos
en tres días; y, pues no hay quien nos vea,
menos habrá quien nos note de cobardes;
cuanto más, que yo he oído predicar al cura
de nuestro lugar, que vuestra merced bien
conoce, que quien busca el peligro perece en
él; así que, no es bien tentar a Dios
acometiendo tan desaforado hecho, donde no
se puede escapar sino por milagro; y basta
los que ha hecho el cielo con vuestra merced
en librarle de ser manteado, como yo lo fui, y
en sacarle vencedor, libre y salvo de entre
tantos enemigos como acompañaban al
difunto. Y, cuando todo esto no mueva ni
ablande ese duro corazón, muévale el pensar
y creer que apenas se habrá vuestra merced
apartado de aquí, cuando yo, de miedo, dé
mi ánima a quien quisiere llevarla. Yo salí de
mi tierra y dejé hijos y mujer por venir a
servir a vuestra merced, creyendo valer más
y no menos; pero, como la cudicia rompe el
saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas,
pues cuando más vivas las tenía de alcanzar
aquella negra y malhadada ínsula que tantas
veces vuestra merced me ha prometido, veo
que, en pago y trueco della, me quiere ahora
dejar en un lugar tan apartado del trato
humano. Por un solo Dios, señor mío, que
non se me faga tal desaguisado; y ya que del
todo no quiera vuestra merced desistir de
acometer este fecho, dilátelo, a lo menos,
hasta la mañana; que, a lo que a mí me
muestra la ciencia que aprendí cuando era
pastor, no debe de haber desde aquí al alba
tres horas, porque la boca de la Bocina está
encima de la cabeza, y hace la media noche
en la línea del brazo izquierdo.
—¿Cómo puedes tú, Sancho
—dijo don
Quijote
—, ver dónde hace esa línea, ni dónde
está esa boca o ese colodrillo que dices, si
hace la noche tan escura que no parece en
todo el cielo estrella alguna?
—Así es
—dijo Sancho
—, pero tiene el
miedo muchos ojos y vee las cosas debajo de
tierra, cuanto más encima en el cielo; puesto
que, por buen discurso, bien se puede
entender que hay poco de aquí al día.
—Falte lo que faltare
—respondió don
Quijote
—; que no se ha de decir por mí,
ahora ni en ningún tiempo, que lágrimas y
ruegos me apartaron de hacer lo que debía a
estilo de caballero; y así, te ruego, Sancho,
que calles; que Dios, que me ha puesto en
corazón de acometer ahora esta tan no vista
y tan temerosa aventura, tendrá cuidado de
mirar por mi salud y de consolar tu tristeza.
Lo que has de hacer es apretar bien las
cinchas a Rocinante y quedarte aquí, que yo
daré la vuelta presto, o vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho la última resolución
de su amo y cuán poco valían con él sus
lágrimas, consejos y ruegos, determinó de
aprovecharse de su industria y hacerle
esperar hasta el día, si pudiese; y así, cuando
apretaba las cinchas al caballo, bonitamente
y sin ser sentido, ató con el cabestro de su
asno ambos pies a Rocinante, de manera que
cuando don Quijote se quiso partir, no pudo,
porque el caballo no se podía mover sino a
saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso
de su embuste, dijo:
—Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis
lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se
pueda mover Rocinante; y si vos queréis
porfiar, y espolear, y dalle, será enojar a la
fortuna y dar coces, como dicen, contra el
aguijón.
Desesperábase con esto don Quijote, y, por
más que ponía las piernas al caballo, menos
le podía mover; y, sin caer en la cuenta de la
ligadura, tuvo por bien de sosegarse y
esperar, o a que amaneciese, o a que
Rocinante se menease, creyendo, sin duda,
que aquello venía de otra parte que de la
industria de Sancho; y así, le dijo:
—Pues así es, Sancho, que Rocinante no
puede moverse, yo soy contento de esperar a
que ría el alba, aunque yo llore lo que ella
tardare en venir.
—No hay que llorar
—respondió Sancho
—,
que yo entretendré a vuestra merced
contando cuentos desde aquí al día, si ya no
es que se quiere apear y echarse a dormir un
poco sobre la verde yerba, a uso de
caballeros andantes, para hallarse más
descansado cuando llegue el día y punto de
acometer esta tan desemejable aventura que
le espera.
—¿A qué llamas apear o a qué dormir?
—
dijo don Quijote
—. ¿Soy yo, por ventura, de
aquellos caballeros que toman reposo en los
peligros? Duerme tú, que naciste para
dormir, o haz lo que quisieres, que yo haré lo
que viere que más viene con mi pretensión.
No se enoje vuestra merced, señor mío
—
respondió Sancho
—, que no lo dije por tanto.
Y, llegándose a él, puso la una mano en el
arzón delantero y la otra en el otro, de modo
que quedó abrazado con el muslo izquierdo
de su amo, sin osarse apartar dél un dedo:
tal era el miedo que tenía a los golpes, que
todavía alternativamente sonaban. Díjole don
Quijote que contase algún cuento para
entretenerle, como se lo había prometido, a
lo que Sancho dijo que sí hiciera si le dejara
el temor de lo que oía.
—Pero, con todo eso, yo me esforzaré a
decir una historia que, si la acierto a contar y
no me van a la mano, es la mejor de las
historias; y estéme vuestra merced atento,
que ya comienzo. «Érase que se era, el bien
que viniere para todos sea, y el mal, para
quien lo fuere a buscar...» Y advierta vuestra
merced, señor mío, que el principio que los
antiguos dieron a sus consejas no fue así
comoquiera, que fue una sentencia de Catón
Zonzorino, romano, que dice: "Y el mal, para
quien le fuere a buscar", que viene aquí como
anillo al dedo, para que vuestra merced se
esté quedo y no vaya a buscar el mal a
ninguna parte, sino que nos volvamos por
otro camino, pues nadie nos fuerza a que
sigamos éste, donde tantos miedos nos
sobresaltan.
—Sigue tu cuento, Sancho
—dijo don
Quijote
—, y del camino que hemos de seguir
déjame a mí el cuidado.
—«Digo, pues
—prosiguió Sancho
—, que en
un lugar de Estremadura había un pastor
cabrerizo (quiero decir que guardaba cabras),
el cual pastor o cabrerizo, como digo, de mi
cuento, se llamaba Lope Ruiz; y este Lope
Ruiz andaba enamorado de una pastora que
se llamaba Torralba, la cual pastora llamada
Torralba era hija de un ganadero rico, y este
ganadero rico...»
—Si desa manera cuentas tu cuento,
Sancho
—dijo don Quijote
—, repitiendo dos
veces lo que vas diciendo, no acabarás en
dos días; dilo seguidamente y cuéntalo como
hombre de entendimiento, y si no, no digas
nada.
—De la misma manera que yo lo cuento
—
respondió Sancho
—, se cuentan en mi tierra
todas las consejas, y yo no sé contarlo de
otra, ni es bien que vuestra merced me pida
que haga usos nuevos.
—Di como quisieres
—respondió don
Quijote
—; que, pues la suerte quiere que no
pueda dejar de escucharte, prosigue.
—«Así que, señor mío de mi ánima
—
prosiguió Sancho
—, que, como ya tengo
dicho, este pastor andaba enamorado de
Torralba, la pastora, que era una moza
rolliza, zahareña y tiraba algo a hombruna,
porque tenía unos pocos de bigotes, que
parece que ahora la veo.»
—Luego, ¿conocístela tú?
—dijo don
Quijote.
—No la conocí yo
—respondió Sancho
—,
pero quien me contó este cuento me dijo que
era tan cierto y verdadero que podía bien,
cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que
lo había visto todo. «Así que, yendo días y
viniendo días, el diablo, que no duerme y que
todo lo añasca, hizo de manera que el amor
que el pastor tenía a la pastora se volviese en
omecillo y mala voluntad; y la causa fue,
según malas lenguas, una cierta cantidad de
celillos que ella le dio, tales que pasaban de
la raya y llegaban a lo vedado; y fue tanto lo
que el pastor la aborreció de allí adelante
que, por no verla, se quiso ausentar de
aquella tierra e irse donde sus ojos no la
viesen jamás. La Torralba, que se vio
desdeñada del Lope, luego le quiso bien, mas
que nunca le había querido.»
—Ésa es natural condición de mujeres
—dijo
don Quijote
—: desdeñar a quien las quiere y
amar a quien las aborrece. Pasa adelante,
Sancho.
—«Sucedió
—dijo Sancho
— que el pastor
puso por obra su determinación, y,
antecogiendo sus cabras, se encaminó por los
campos de Estremadura, para pasarse a los
reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo,
se fue tras él, y seguíale a pie y descalza
desde lejos, con un bordón en la mano y con
unas alforjas al cuello, donde llevaba, según
es fama, un pedazo de espejo y otro de un
peine, y no sé qué botecillo de mudas para la
cara; mas, llevase lo que llevase, que yo no
me quiero meter ahora en averiguallo, sólo
diré que dicen que el pastor llegó con su
ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella
sazón iba crecido y casi fuera de madre, y
por la parte que llegó no había barca ni
barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado
de la otra parte, de lo que se congojó mucho,
porque veía que la Torralba venía ya muy
cerca y le había de dar mucha pesadumbre
con sus ruegos y lágrimas; mas, tanto
anduvo mirando, que vio un pescador que
tenía junto a sí un barco, tan pequeño que
solamente podían caber en él una persona y
una cabra; y, con todo esto, le habló y
concertó con él que le pasase a él y a
trecientas cabras que llevaba. Entró el
pescador en el barco, y pasó una cabra;
volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a
pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en
las cabras que el pescador va pasando,
porque si se pierde una de la memoria, se
acabará el cuento y no será posible contar
más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el
desembarcadero de la otra parte estaba lleno
de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador
mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto,
volvió por otra cabra, y otra, y otra...»
—Haz cuenta que las pasó todas
—dijo don
Quijote
—: no andes yendo y viniendo desa
manera, que no acabarás de pasarlas en un
año.
—¿Cuántas han pasado hasta agora?
—dijo
Sancho.
—¡Yo qué diablos sé!
—respondió don
Quijote
—.
—He ahí lo que yo dije: que tuviese buena
cuenta. Pues, por Dios, que se ha acabado el
cuento, que no hay pasar adelante.
—¿Cómo puede ser eso?
—respondió don
Quijote
—. ¿Tan de esencia de la historia es
saber las cabras que han pasado, por
estenso, que si se yerra una del número no
puedes seguir adelante con la historia?
—No señor, en ninguna manera
—respondió
Sancho
—; porque, así como yo pregunté a
vuestra merced que me dijese cuántas cabras
habían pasado y me respondió que no sabía,
en aquel mesmo instante se me fue a mí de
la memoria cuanto me quedaba por decir, y a
fe que era de mucha virtud y contento.
—¿De modo
—dijo don Quijote
— que ya la
historia es acabada?
—Tan acabada es como mi madre
—dijo
Sancho.
—Dígote de verdad
—respondió don
Quijote
— que tú has contado una de las más
nuevas consejas, cuento o historia, que nadie
pudo pensar en el mundo; y que tal modo de
contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni
habrá visto en toda la vida, aunque no
esperaba yo otra cosa de tu buen discurso;
mas no me maravillo, pues quizá estos
golpes, que no cesan, te deben de tener
turbado el entendimiento.
—Todo puede ser
—respondió Sancho
—,
mas yo sé que en lo de mi cuento no hay más
que decir: que allí se acaba do comienza el
yerro de la cuenta del pasaje de las cabras.
—Acabe norabuena donde quisiere
—dijo
don Quijote
—, y veamos si se puede mover
Rocinante.
Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar
saltos y a estarse quedo: tanto estaba de
bien atado.
En esto, parece ser, o que el frío de la
mañana, que ya venía, o que Sancho hubiese
cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese
cosa natural
—que es lo que más se debe
creer
—, a él le vino en voluntad y deseo de
hacer lo que otro no pudiera hacer por él;
mas era tanto el miedo que había entrado en
su corazón, que no osaba apartarse un negro
de uña de su amo. Pues pensar de no hacer
lo que tenía gana, tampoco era posible; y así,
lo que hizo, por bien de paz, fue soltar la
mano derecha, que tenía asida al arzón
trasero, con la cual, bonitamente y sin rumor
alguno, se soltó la lazada corrediza con que
los calzones se sostenían, sin ayuda de otra
alguna, y, en quitándosela, dieron luego
abajo y se le quedaron como grillos. Tras
esto, alzó la camisa lo mejor que pudo y echó
al aire entrambas posaderas, que no eran
muy pequeñas. Hecho esto
—que él pensó
que era lo más que tenía que hacer para salir
de aquel terrible aprieto y angustia
—, le
sobrevino otra mayor, que fue que le pareció
que no podía mudarse sin hacer estrépito y
ruido, y comenzó a apretar los dientes y a
encoger los hombros, recogiendo en sí el
aliento todo cuanto podía; pero, con todas
estas diligencias, fue tan desdichado que, al
cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido,
bien diferente de aquel que a él le ponía
tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo:
—¿Qué rumor es ése, Sancho?
—No sé, señor
—respondió él
—. Alguna
cosa nueva debe de ser, que las aventuras y
desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y
sucedióle tan bien que, sin más ruido ni
alboroto que el pasado, se halló libre de la
carga que tanta pesadumbre le había dado.
Mas, como don Quijote tenía el sentido del
olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho
estaba tan junto y cosido con él que casi por
línea recta subían los vapores hacia arriba, no
se pudo escusar de que algunos no llegasen a
sus narices; y, apenas hubieron llegado,
cuando él fue al socorro, apretándolas entre
los dos dedos; y, con tono algo gangoso,
dijo:
—Paréceme, Sancho, que tienes mucho
miedo.
—Sí tengo
—respondió Sancho
—; mas, ¿en
qué lo echa de ver vuestra merced ahora más
que nunca?
—En que ahora más que nunca hueles, y no
a ámbar
—respondió don Quijote.
—Bien podrá ser
—dijo Sancho
—, mas yo
no tengo la culpa, sino vuestra merced, que
me trae a deshoras y por estos no
acostumbrados pasos.
—Retírate tres o cuatro allá, amigo
—dijo
don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos
de las narices)
—, y desde aquí adelante ten
más cuenta con tu persona y con lo que
debes a la mía; que la mucha conversación
que tengo contigo ha engendrado este
menosprecio.
—Apostaré
—replicó Sancho
— que piensa
vuestra merced que yo he hecho de mi
persona alguna cosa que no deba.
—Peor es meneallo, amigo Sancho
—
respondió don Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes
pasaron la noche amo y mozo. Mas, viendo
Sancho que a más andar se venía la mañana,
con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató
los calzones. Como Rocinante se vio libre,
aunque él de suyo no era nada brioso, parece
que se resintió, y comenzó a dar manotadas;
porque corvetas
—con perdón suyo
— no las
sabía hacer. Viendo, pues, don Quijote que
ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal,
y creyó que lo era de que acometiese aquella
temerosa aventura.
Acabó en esto de descubrirse el alba y de
parecer distintamente las cosas, y vio don
Quijote que estaba entre unos árboles altos,
que ellos eran castaños, que hacen la sombra
muy escura. Sintió también que el golpear no
cesaba, pero no vio quién lo podía causar; y
así, sin más detenerse, hizo sentir las
espuelas a Rocinante, y, tornando a
despedirse de Sancho, le mandó que allí le
aguardase tres días, a lo más largo, como ya
otra vez se lo había dicho; y que, si al cabo
dellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto
que Dios había sido servido de que en aquella
peligrosa aventura se le acabasen sus días.
Tornóle a referir el recado y embajada que
había de llevar de su parte a su señora
Dulcinea, y que, en lo que tocaba a la paga
de sus servicios, no tuviese pena, porque él
había dejado hecho su testamento antes que
saliera de su lugar, donde se hallaría
gratificado de todo lo tocante a su salario,
rata por cantidad, del tiempo que hubiese
servido; pero que si Dios le sacaba de aquel
peligro sano y salvo y sin cautela, se podía
tener por muy más que cierta la prometida
ínsula. De nuevo tornó a llorar Sancho,
oyendo de nuevo las lastimeras razones de su
buen señor, y determinó de no dejarle hasta
el último tránsito y fin de aquel negocio.
Destas lágrimas y determinación tan
honrada de Sancho Panza saca el autor desta
historia que debía de ser bien nacido, y, por
lo menos, cristiano viejo. Cuyo sentimiento
enterneció algo a su amo, pero no tanto que
mostrase flaqueza alguna; antes, disimulando
lo mejor que pudo, comenzó a caminar hacia
la parte por donde le pareció que el ruido del
agua y del golpear venía.
Seguíale Sancho a pie, llevando, como tenía
de costumbre, del cabestro a su jumento,
perpetuo compañero de sus prósperas y
adversas fortunas; y, habiendo andado una
buena pieza por entre aquellos castaños y
árboles sombríos, dieron en un pradecillo que
al pie de unas altas peñas se hacía, de las
cuales se precipitaba un grandísimo golpe de
agua. Al pie de las peñas, estaban unas casas
mal hechas, que más parecían ruinas de
edificios que casas, de entre las cuales
advirtieron que salía el ruido y estruendo de
aquel golpear, que aún no cesaba.
Alborotóse Rocinante con el estruendo del
agua y de los golpes, y, sosegándole don
Quijote, se fue llegando poco a poco a las
casas, encomendándose de todo corazón a su
señora, suplicándole que en aquella temerosa
jornada y empresa le favoreciese, y de
camino se encomendaba también a Dios, que
no le olvidase. No se le quitaba Sancho del
lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello y
la vista por entre las piernas de Rocinante,
por ver si vería ya lo que tan suspenso y
medroso le tenía.
Otros cien pasos serían los que anduvieron,
cuando, al doblar de una punta,pareció
descubierta y patente la misma causa, sin
que pudiese ser otra, de aquel horrísono y
para ellos espantable ruido, que tan
suspensos y medrosos toda la noche los
había tenido. Y eran
—si no lo has, ¡oh
lector!, por pesadumbre y enojo
— seis mazos
de batán, que con sus alternativos golpes
aquel estruendo formaban.
Cuando don Quijote vio lo que era,
enmudeció y pasmóse de arriba abajo. Miróle
Sancho, y vio que tenía la cabeza inclinada
sobre el pecho, con muestras de estar
corrido. Miró también don Quijote a Sancho,
y viole que tenía los carrillos hinchados y la
boca llena de risa, con evidentes señales de
querer reventar con ella, y no pudo su
melanconía tanto con él que, a la vista de
Sancho, pudiese dejar de reírse; y, como vio
Sancho que su amo había comenzado, soltó
la presa de manera que tuvo necesidad de
apretarse las ijadas con los puños, por no
reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras
tantas volvió a su risa con el mismo ímpetu
que primero; de lo cual ya se daba al diablo
don Quijote, y más cuando le oyó decir, como
por modo de fisga:
—«Has de saber, ¡oh Sancho amigo!, que
yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra
edad de hierro, para resucitar en ella la
dorada, o de oro. Yo soy aquél para quien
están guardados los peligros, las hazañas
grandes, los valerosos fechos...»
Y por aquí fue repitiendo todas o las más
razones que don Quijote dijo la vez primera
que oyeron los temerosos golpes.
Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía
burla dél, se corrió y enojó en tanta manera,
que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales
que, si, como los recibió en las espaldas, los
recibiera en la cabeza, quedara libre de
pagarle el salario, si no fuera a sus
herederos. Viendo Sancho que sacaba tan
malas veras de sus burlas, con temor de que
su amo no pasase adelante en ellas, con
mucha humildad le dijo:
—Sosiéguese vuestra merced; que, por
Dios, que me burlo.
—Pues, porque os burláis, no me burlo yo
—respondió don Quijote
—. Venid acá, señor
alegre: ¿paréceos a vos que, si como éstos
fueron mazos de batán, fueran otra peligrosa
aventura, no había yo mostrado el ánimo que
convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy
yo obligado, a dicha, siendo, como soy,
caballero, a conocer y destinguir los sones y
saber cuáles son de batán o no? Y más, que
podría ser, como es verdad, que no los he
visto en mi vida, como vos los habréis visto,
como villano ruin que sois, criado y nacido
entre ellos. Si no, haced vos que estos seis
mazos se vuelvan en seis jayanes, y
echádmelos a las barbas uno a uno, o todos
juntos, y, cuando yo no diere con todos patas
arriba, haced de mí la burla que quisiéredes.
—No haya más, señor mío
—replicó
Sancho
—, que yo confieso que he andado
algo risueño en demasía. Pero dígame
vuestra merced, ahora que estamos en paz
(así Dios le saque de todas las aventuras que
le sucedieren tan sano y salvo como le ha
sacado désta), ¿no ha sido cosa de reír, y lo
es de contar, el gran miedo que hemos
tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de
vuestra merced ya yo sé que no le conoce, ni
sabe qué es temor ni espanto.
—No niego yo
—respondió don Quijote
—
que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna
de risa, pero no es digna de contarse; que no
son todas las personas tan discretas que
sepan poner en su punto las cosas.
—A lo menos
—respondió Sancho
—, supo
vuestra merced poner en su punto el lanzón,
apuntándome a la cabeza, y dándome en las
espaldas, gracias a Dios y a la diligencia que
puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldrá
en la colada; que yo he oído decir: "Ése te
quiere bien, que te hace llorar"; y más, que
suelen los principales señores, tras una mala
palabra que dicen a un criado, darle luego
unas calzas; aunque no sé lo que le suelen
dar tras haberle dado de palos, si ya no es
que los caballeros andantes dan tras palos
ínsulas o reinos en tierra firme.
—Tal podría correr el dado
—dijo don
Quijote
— que todo lo que dices viniese a ser
verdad; y perdona lo pasado, pues eres
discreto y sabes que los primeros
movimientos no son en mano del hombre, y
está advertido de aquí adelante en una cosa,
para que te abstengas y reportes en el hablar
demasiado conmigo; que en cuantos libros de
caballerías he leído, que son infinitos, jamás
he hallado que ningún escudero hablase tanto
con su señor como tú con el tuyo. Y en
verdad que lo tengo a gran falta, tuya y mía:
tuya, en que me estimas en poco; mía, en
que no me dejo estimar en más. Sí, que
Gandalín, escudero de Amadís de Gaula,
conde fue de la ínsula Firme; y se lee dél que
siempre hablaba a su señor con la gorra en la
mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo
more turquesco. Pues, ¿qué diremos de
Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan
callado que, para declararnos la excelencia de
su maravilloso silencio, sola una vez se
nombra su nombre en toda aquella tan
grande como verdadera historia? De todo lo
que he dicho has de inferir, Sancho, que es
menester hacer diferencia de amo a mozo, de
señor a criado y de caballero a escudero. Así
que, desde hoy en adelante, nos hemos de
tratar con más respeto, sin darnos cordelejo,
porque, de cualquiera manera que yo me
enoje con vos, ha de ser mal para el cántaro.
Las mercedes y beneficios que yo os he
prometido llegarán a su tiempo; y si no
llegaren, el salario, a lo menos, no se ha de
perder, como ya os he dicho.
—Está bien cuanto vuestra merced dice
—
dijo Sancho
—, pero querría yo saber, por si
acaso no llegase el tiempo de las mercedes y
fuese necesario acudir al de los salarios,
cuánto ganaba un escudero de un caballero
andante en aquellos tiempos, y si se
concertaban por meses, o por días, como
peones de albañir.
—No creo yo
—respondió don Quijote
— que
jamás los tales escuderos estuvieron a
salario, sino a merced. Y si yo ahora te le he
señalado a ti en el testamento cerrado que
dejé en mi casa, fue por lo que podía
suceder; que aún no sé cómo prueba en
estos tan calamitosos tiempos nuestros la
caballería, y no querría que por pocas cosas
penase mi ánima en el otro mundo. Porque
quiero que sepas, Sancho, que en él no hay
estado más peligroso que el de los
aventureros.
—Así es verdad
—dijo Sancho
—, pues sólo
el ruido de los mazos de un batán pudo
alborotar y desasosegar el corazón de un tan
valeroso andante aventurero como es vuestra
merced. Mas, bien puede estar seguro que,
de aquí adelante, no despliegue mis labios
para hacer donaire de las cosas de vuestra
merced, si no fuere para honrarle, como a mi
amo y señor natural.
—Desa manera
—replicó don Quijote
—,
vivirás sobre la haz de la tierra; porque,
después de a los padres, a los amos se ha de
respetar como si lo fuesen.
Capítulo XXI. Que trata
de la alta aventura y rica
ganancia del yelmo de
Mambrino, con otras cosas
sucedidas a nuestro
invencible caballero
En esto, comenzó a llover un poco, y
quisiera Sancho que se entraran en el molino
de los batanes; mas habíales cobrado tal
aborrecimiento don Quijote, por la pesada
burla, que en ninguna manera quiso entrar
dentro; y así, torciendo el camino a la
derecha mano, dieron en otro como el que
habían llevado el día de antes.
De allí a poco, descubrió don Quijote un
hombre a caballo, que traía en la cabeza una
cosa que relumbraba como si fuera de oro, y
aún él apenas le hubo visto, cuando se volvió
a Sancho y le dijo:
—Paréceme, Sancho, que no hay refrán que
no sea verdadero, porque todos son
sentencias sacadas de la mesma experiencia,
madre de las ciencias todas, especialmente
aquel que dice: "Donde una puerta se cierra,
otra se abre". Dígolo porque si anoche nos
cerró la ventura la puerta de la que
buscábamos, engañándonos con los batanes,
ahora nos abre de par en par otra, para otra
mejor y más cierta aventura; que si yo no
acertare a entrar por ella, mía será la culpa,
sin que la pueda dar a la poca noticia de
batanes ni a la escuridad de la noche. Digo
esto porque, si no me engaño, hacia nosotros
viene uno que trae en su cabeza puesto el
yelmo de Mambrino, sobre que yo hice el
juramento que sabes.
—Mire vuestra merced bien lo que dice, y
mejor lo que hace
—dijo Sancho
—, que no
querría que fuesen otros batanes que nos
acabasen de abatanar y aporrear el sentido.
—¡Válate el diablo por hombre!
—replicó
don Quijote
—. ¿Qué va de yelmo a batanes?
—No sé nada
—respondió Sancho
—; mas, a
fe que si yo pudiera hablar tanto como solía,
que quizá diera tales razones que vuestra
merced viera que se engañaba en lo que dice.
—¿Cómo me puedo engañar en lo que digo,
traidor escrupuloso?
—dijo don Quijote
—.
Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia
nosotros viene, sobre un caballo rucio
rodado, que trae puesto en la cabeza un
yelmo de oro?
—Lo que yo veo y columbro
—respondió
Sancho
— no es sino un hombre sobre un
asno pardo, como el mío, que trae sobre la
cabeza una cosa que relumbra.
—Pues ése es el yelmo de Mambrino
—dijo
don Quijote
—. Apártate a una parte y déjame
con él a solas: verás cuán sin hablar palabra,
por ahorrar del tiempo, concluyo esta
aventura y queda por mío el yelmo que tanto
he deseado.
—Yo me tengo en cuidado el apartarme
—
replicó Sancho
—, mas quiera Dios, torno a
decir, que orégano sea, y no batanes.
—Ya os he dicho, hermano, que no me
mentéis, ni por pienso, más eso de los
batanes
—dijo don Quijote
—; que voto..., y
no digo más, que os batanee el alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no
cumpliese el voto que le había echado,
redondo como una bola.
Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo
y caballero que don Quijote veía, era esto:
que en aquel contorno había dos lugares, el
uno tan pequeño que ni tenía botica ni
barbero, y el otro, que estaba junto, sí; y así,
el barbero del mayor servía al menor, en el
cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse
y otro de hacerse la barba, para lo cual venía
el barbero, y traía una bacía de azófar; y
quiso la suerte que, al tiempo que venía,
comenzó a llover, y, porque no se le
manchase el sombrero, que debía de ser
nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y,
como estaba limpia, desde media legua
relumbraba. Venía sobre un asno pardo,
como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a
don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y
caballero, y yelmo de oro; que todas las
cosas que veía, con mucha facilidad las
acomodaba a sus desvariadas caballerías y
malandantes pensamientos. Y cuando él vio
que el pobre caballero llegaba cerca, sin
ponerse con él en razones, a todo correr de
Rocinante le enristró con el lanzón bajo,
llevando intención de pasarle de parte a
parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la
furia de su carrera, le dijo:
—¡Defiéndete, cautiva criatura, o
entriégame de tu voluntad lo que con tanta
razón se me debe!
El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo,
vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo
otro remedio, para poder guardarse del golpe
de la lanza, si no fue el dejarse caer del asno
abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando se
levantó más ligero que un gamo y comenzó a
correr por aquel llano, que no le alcanzara el
viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la
cual se contentó don Quijote, y dijo que el
pagano había andado discreto y que había
imitado al castor, el cual, viéndose acosado
de los cazadores, se taraza y arpa con los
dientes aquéllo por lo que él, por distinto
natural, sabe que es perseguido. Mandó a
Sancho que alzase el yelmo, el cual,
tomándola en las manos, dijo:
—Por Dios, que la bacía es buena y que vale
un real de a ocho como un maravedí.
Y, dándosela a su amo, se la puso luego en
la cabeza, rodeándola a una parte y a otra,
buscándole el encaje; y, como no se le
hallaba, dijo:
—Sin duda que el pagano, a cuya medida se
forjó primero esta famosa celada, debía de
tener grandísima cabeza, y lo peor dello es
que le falta la mitad.
Cuando Sancho oyó llamar a la bacía
celada, no pudo tener la risa; mas vínosele a
las mientes la cólera de su amo, y calló en la
mitad della.
—¿De qué te ríes, Sancho?
—dijo don
Quijote.
—Ríome
—respondió él
— de considerar la
gran cabeza que tenía el pagano dueño deste
almete, que no semeja sino una bacía de
barbero pintiparada.
—¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta
famosa pieza deste encantado yelmo, por
algún estraño acidente, debió de venir a
manos de quien no supo conocer ni estimar
su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola
de oro purísimo, debió de fundir la otra mitad
para aprovecharse del precio, y de la otra
mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero,
como tú dices. Pero, sea lo que fuere; que
para mí que la conozco no hace al caso su
trasmutación; que yo la aderezaré en el
primer lugar donde haya herrero, y de suerte
que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la
que hizo y forjó el dios de las herrerías para
el dios de las batallas; y, en este entretanto,
la traeré como pudiere, que más vale algo
que no nada; cuanto más, que bien será
bastante para defenderme de alguna
pedrada.
—Eso será
—dijo Sancho
— si no se tira con
honda, como se tiraron en la pelea de los dos
ejércitos, cuando le santiguaron a vuestra
merced las muelas y le rompieron el alcuza
donde venía aquel benditísimo brebaje que
me hizo vomitar las asaduras.
—No me da mucha pena el haberle perdido,
que ya sabes tú, Sancho
—dijo don Quijote
—,
que yo tengo la receta en la memoria.
—También la tengo yo
—respondió
Sancho
—, pero si yo le hiciere ni le probare
más en mi vida, aquí sea mi hora. Cuanto
más, que no pienso ponerme en ocasión de
haberle menester, porque pienso guardarme
con todos mis cinco sentidos de ser ferido ni
de ferir a nadie. De lo del ser otra vez
manteado, no digo nada, que semejantes
desgracias mal se pueden prevenir, y si
vienen, no hay que hacer otra cosa sino
encoger los hombros, detener el aliento,
cerrar los ojos y dejarse ir por donde la
suerte y la manta nos llevare.
—Mal cristiano eres, Sancho
—dijo, oyendo
esto, don Quijote
—, porque nunca olvidas la
injuria que una vez te han hecho; pues
sábete que es de pechos nobles y generosos
no hacer caso de niñerías. ¿Qué pie sacaste
cojo, qué costilla quebrada, qué cabeza rota,
para que no se te olvide aquella burla? Que,
bien apurada la cosa, burla fue y pasatiempo;
que, a no entenderlo yo ansí, ya yo hubiera
vuelto allá y hubiera hecho en tu venganza
más daño que el que hicieron los griegos por
la robada Elena. La cual, si fuera en este
tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera
estar segura que no tuviera tanta fama de
hermosa como tiene.
Y aquí dio un sospiro, y le puso en las
nubes. Y dijo Sancho:
—Pase por burlas, pues la venganza no
puede pasar en veras; pero yo sé de qué
calidad fueron las veras y las burlas, y sé
también que no se me caerán de la memoria,
como nunca se quitarán de las espaldas.
Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra
merced qué haremos deste caballo rucio
rodado, que parece asno pardo, que dejó
aquí desamparado aquel Martino que vuestra
merced derribó; que, según él puso los pies
en polvorosa y cogió las de Villadiego, no
lleva pergenio de volver por él jamás; y ¡para
mis barbas, si no es bueno el rucio!
—Nunca yo acostumbro
—dijo don Quijote
—
despojar a los que venzo, ni es uso de
caballería quitarles los caballos y dejarlos a
pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese
perdido en la pendencia el suyo; que, en tal
caso, lícito es tomar el del vencido, como
ganado en guerra lícita. Así que, Sancho,
deja ese caballo, o asno, o lo que tú quisieres
que sea, que, como su dueño nos vea
alongados de aquí, volverá por él.
—Dios sabe si quisiera llevarle
—replicó
Sancho
—, o, por lo menos, trocalle con este
mío, que no me parece tan bueno.
Verdaderamente que son estrechas las leyes
de caballería, pues no se estienden a dejar
trocar un asno por otro; y querría saber si
podría trocar los aparejos siquiera.
—En eso no estoy muy cierto
—respondió
don Quijote
—; y, en caso de duda, hasta
estar mejor informado, digo que los trueques,
si es que tienes dellos necesidad estrema.
—Tan estrema es
—respondió Sancho
— que
si fueran para mi misma persona, no los
hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo
mutatio caparum y puso su jumento a las mil
lindezas, dejándole mejorado en tercio y
quinto. Hecho esto, almorzaron de las sobras
del real que del acémila despojaron, bebieron
del agua del arroyo de los batanes, sin volver
la cara a mirallos: tal era el aborrecimiento
que les tenían por el miedo en que les habían
puesto.
Cortada, pues, la cólera, y aun la
malenconía, subieron a caballo, y, sin tomar
determinado camino, por ser muy de
caballeros andantes el no tomar ninguno
cierto, se pusieron a caminar por donde la
voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba
tras sí la de su amo, y aun la del asno, que
siempre le seguía por dondequiera que
guiaba, en buen amor y compañía. Con todo
esto, volvieron al camino real y siguieron por
él a la ventura, sin otro disignio alguno.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a
su amo:
—Señor, ¿quiere vuestra merced darme
licencia que departa un poco con él? Que,
después que me puso aquel áspero
mandamiento del silencio, se me han podrido
más de cuatro cosas en el estómago, y una
sola que ahora tengo en el pico de la lengua
no querría que se mal lograse.
—Dila
—dijo don Quijote
—, y sé breve en
tus razonamientos, que ninguno hay gustoso
si es largo.
—Digo, pues, señor
—respondió Sancho
—,
que, de algunos días a esta parte, he
considerado cuán poco se gana y granjea de
andar buscando estas aventuras que vuestra
merced busca por estos desiertos y
encrucijadas de caminos, donde, ya que se
venzan y acaben las más eligrosas, no hay
quien las vea ni sepa; y así, se han de quedar
en perpetuo silencio, y en perjuicio de la
intención de vuestra merced y de lo que ellas
merecen. Y así, me parece que sería mejor,
salvo el mejor parecer de vuestra merced,
que nos fuésemos a servir a algún
emperador, o a otro príncipe grande que
tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra
merced muestre el valor de su persona, sus
grandes fuerzas y mayor entendimiento; que,
visto esto del señor a quien sirviéremos, por
fuerza nos ha de remunerar, a cada cual
según sus méritos, y allí no faltará quien
ponga en escrito las hazañas de vuestra
merced, para perpetua memoria. De las mías
no digo nada, pues no han de salir de los
límites escuderiles; aunque sé decir que, si se
usa en la caballería escribir hazañas de
escuderos, que no pienso que se han de
quedar las mías entre renglones.
—No dices mal, Sancho
—respondió don
Quijote
—; mas, antes que se llegue a ese
término, es menester andar por el mundo,
como en aprobación, buscando las aventuras,
para que, acabando algunas, se cobre
nombre y fama tal que, cuando se fuere a la
corte de algún gran monarca, ya sea el
caballero conocido por sus obras; y que,
apenas le hayan visto entrar los muchachos
por la puerta de la ciudad, cuando todos le
sigan y rodeen, dando voces, diciendo: ''Éste
es el Caballero del Sol'', o de la Sierpe, o de
otra insignia alguna, debajo de la cual
hubiere acabado grandes hazañas. ''Éste es
—dirán
— el que venció en singular batalla al
gigantazo Brocabruno de la Gran Fuerza; el
que desencantó al Gran Mameluco de Persia
del largo encantamento en que había estado
casi novecientos años''. Así que, de mano en
mano, irán pregonando tus hechos, y luego,
al alboroto de los muchachos y de la demás
gente, se parará a las fenestras de su real
palacio el rey de aquel reino, y así como vea
al caballero, conociéndole por las armas o por
la empresa del escudo, forzosamente ha de
decir: ''¡Ea, sus! ¡Salgan mis caballeros,
cuantos en mi corte están, a recebir a la flor
de la caballería, que allí viene!'' A cuyo
mandamiento saldrán todos, y él llegará
hasta la mitad de la escalera, y le abrazará
estrechísimamente, y le dará paz besándole
en el rostro; y luego le llevará por la mano al
aposento de la señora reina, adonde el
caballero la hallará con la infanta, su hija,
que ha de ser una de las más fermosas y
acabadas doncellas que, en gran parte de lo
descubierto de la tierra, a duras penas se
pueda hallar.
Sucederá tras esto, luego en continente,
que ella ponga los ojos en el caballero y él en
los della, y cada uno parezca a otro cosa más
divina que humana; y, sin saber cómo ni
cómo no, han de quedar presos y enlazados
en la intricable red amorosa, y con gran cuita
en sus corazones por no saber cómo se han
de fablar para descubrir sus ansias y
sentimientos. Desde allí le llevarán, sin duda,
a algún cuarto del palacio, ricamente
aderezado, donde, habiéndole quitado las
armas, le traerán un rico manto de escarlata
con que se cubra; y si bien pareció armado,
tan bien y mejor ha de parecer en farseto.
Venida la noche, cenará con el rey, reina e
infanta, donde nunca quitará los ojos della,
mirándola a furto de los circustantes, y ella
hará lo mesmo con la mesma sagacidad,
porque, como tengo dicho, es muy discreta
doncella. Levantarse han las tablas, y entrará
a deshora por la puerta de la sala un feo y
pequeño enano con una fermosa dueña, que,
entre dos gigantes, detrás del enano viene,
con cierta aventura, hecha por un antiquísimo
sabio, que el que la acabare será tenido por
el mejor caballero del mundo. Mandará luego
el rey que todos los que están presentes la
prueben, y ninguno le dará fin y cima sino el
caballero huésped, en mucho pro de su fama,
de lo cual quedará contentísima la infanta, y
se tendrá por contenta y pagada además, por
haber puesto y colocado sus pensamientos en
tan alta parte. Y lo bueno es que este rey, o
príncipe, o lo que es, tiene una muy reñida
guerra con otro tan poderoso como él, y el
caballero huésped le pide (al cabo de algunos
días que ha estado en su corte) licencia para
ir a servirle en aquella guerra dicha. Darásela
el rey de muy buen talante,
y el caballero le besará cortésmente las
manos por la merced que le face. Y aquella
noche se despedirá de su señora la infanta
por las rejas de un jardín, que cae en el
aposento donde ella duerme, por las cuales
ya otras muchas veces la había fablado,
siendo medianera y sabidora de todo una
doncella de quien la infanta mucho se fiaba.
Sospirará él, desmayaráse ella, traerá agua la
doncella, acuitaráse mucho porque viene la
mañana, y no querría que fuesen
descubiertos, por la honra de su señora.
Finalmente, la infanta volverá en sí y dará
sus blancas manos por la reja al caballero, el
cual se las besará mil y mil veces y se las
bañará en lágrimas. Quedará concertado
entre los dos del modo que se han de hacer
saber sus buenos o malos sucesos, y rogarále
la princesa que se detenga lo menos que
pudiere; prometérselo ha él con muchos
juramentos; tórnale a besar las manos, y
despídese con tanto sentimiento que estará
poco por acabar la vida. Vase desde allí a su
aposento, échase sobre su lecho, no puede
dormir del dolor de la partida, madruga muy
de mañana, vase a despedir del rey y de la
reina y de la infanta; dícenle, habiéndose
despedido de los dos, que la señora infanta
está mal dispuesta y que no puede recebir
visita; piensa el caballero que es de pena de
su partida, traspásasele el corazón, y falta
poco de no dar indicio manifiesto de su pena.
Está la doncella medianera delante, halo de
notar todo, váselo a decir a su señora, la cual
la recibe con lágrimas y le dice que una de
las mayores penas que tiene es no saber
quién sea su caballero, y si es de linaje de
reyes o no; asegúrala la doncella que no
puede caber tanta cortesía, gentileza y
valentía como la de su caballero sino en
subjeto real y grave; consuélase con esto la
cuitada; procura consolarse, por no dar mal
indicio de sí a sus padres, y, a cabo de dos
días, sale en público. Ya se es ido el
caballero: pelea en la guerra, vence al
enemigo del rey, gana muchas ciudades,
triunfa de muchas batallas, vuelve a la corte,
ve a su señora por donde suele, conciértase
que la pida a su padre por mujer en pago de
sus servicios. No se la quiere dar el rey,
porque no sabe quién es; pero, con todo
esto, o robada o de otra cualquier suerte que
sea, la infanta viene a ser su esposa y su
padre lo viene a tener a gran ventura, porque
se vino a averiguar que el tal caballero es hijo
de un valeroso rey de no sé qué reino,
porque creo que no debe de estar en el
mapa. Muérese el padre, hereda la infanta,
queda rey el caballero en dos palabras. Aquí
entra luego el hacer mercedes a su escudero
y a todos aquellos que le ayudaron a subir a
tan alto estado: casa a su escudero con una
doncella de la infanta, que será, sin duda, la
que fue tercera en sus amores, que es hija de
un duque muy principal.
—Eso pido, y barras derechas
—dijo
Sancho
—; a eso me atengo, porque todo, al
pie de la letra, ha de suceder por vuestra
merced, llamándose el Caballero de la Triste
Figura.
—No lo dudes, Sancho
—replicó don
Quijote
—, porque del mesmo y por los
mesmos pasos que esto he contado suben y
han subido los caballeros andantes a ser
reyes y emperadores. Sólo falta agora mirar
qué rey de los cristianos o de los paganos
tenga guerra y tenga hija hermosa; pero
tiempo habrá para pensar esto, pues, como
te tengo dicho, primero se ha de cobrar fama
por otras partes que se acuda a la corte.
También me falta otra cosa; que, puesto caso
que se halle rey con guerra y con hija
hermosa, y que yo haya cobrado fama
increíble por todo el universo, no sé yo cómo
se podía hallar que yo sea de linaje de reyes,
o, por lo menos, primo segundo de
emperador; porque no me querrá el rey dar a
su hija por mujer si no está primero muy
enterado en esto, aunque más lo merezcan
mis famosos hechos. Así que, por esta falta,
temo perder lo que mi brazo tiene bien
merecido. Bien es verdad que yo soy
hijodalgo de solar conocido, de posesión y
propriedad y de devengar quinientos sueldos;
y podría ser que el sabio que escribiese mi
historia deslindase de tal manera mi
parentela y decendencia, que me hallase
quinto o sesto nieto de rey. Porque te hago
saber, Sancho, que hay dos maneras de
linajes en el mundo: unos que traen y
derriban su decendencia de príncipes y
monarcas, a quien poco a poco el tiempo ha
deshecho, y han acabado en punta, como
pirámide puesta al revés; otros tuvieron
principio de gente baja, y van subiendo de
grado en grado, hasta llegar a ser grandes
señores. De manera que está la diferencia en
que unos fueron, que ya no son, y otros son,
que ya no fueron; y podría ser yo déstos que,
después de averiguado, hubiese sido mi
principio grande y famoso, con lo cual se
debía de contentar el rey, mi suegro, que
hubiere de ser. Y cuando no, la infanta me ha
de querer de manera que, a pesar de su
padre, aunque claramente sepa que soy hijo
de un azacán, me ha de admitir por señor y
por esposo; y si no, aquí entra el roballa y
llevalla donde más gusto me diere; que el
tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de
sus padres.
—Ahí entra bien también
—dijo Sancho
— lo
que algunos desalmados dicen: "No pidas de
grado lo que puedes tomar por fuerza";
aunque mejor cuadra decir: "Más vale salto
de mata que ruego de hombres buenos".
Dígolo porque si el señor rey, suegro de
vuestra merced, no se quisiere domeñar a
entregalle a mi señora la infanta, no hay sino,
como vuestra merced dice, roballa y
trasponella. Pero está el daño que, en tanto
que se hagan las paces y se goce
pacíficamente el reino, el pobre escudero se
podrá estar a diente en esto de las mercedes.
Si ya no es que la doncella tercera, que ha de
ser su mujer, se sale con la infanta, y él pasa
con ella su mala ventura, hasta que el cielo
ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo,
desde luego dársela su señor por ligítima
esposa.
—Eso no hay quien la quite
—dijo don
Quijote.
—Pues, como eso sea
—respondió Sancho
—
, no hay sino encomendarnos a Dios, y dejar
correr la suerte por donde mejor lo
encaminare.
—Hágalo Dios
—respondió don Quijote
—
como yo deseo y tú, Sancho, has menester; y
ruin sea quien por ruin se tiene.
—Sea par Dios
—dijo Sancho
—, que yo
cristiano viejo soy, y para ser conde esto me
basta.
—Y aun te sobra
—dijo don Quijote
—; y
cuando no lo fueras, no hacía nada al caso,
porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar
nobleza, sin que la compres ni me sirvas con
nada. Porque, en haciéndote conde, cátate
ahí caballero, y digan lo que dijeren; que a
buena fe que te han de llamar señoría, mal
que les pese.
—Y ¡montas que no sabría yo autorizar el
litado!
—dijo Sancho.
—Dictado has de decir, que no litado
—dijo
su amo.
—Sea ansí
—respondió Sancho Panza
—.
Digo que le sabría bien acomodar, porque,
por vida mía, que un tiempo fui muñidor de
una cofradía, y que me asentaba tan bien la
ropa de muñidor, que decían todos que tenía
presencia para poder ser prioste de la mesma
cofradía. Pues, ¿qué será cuando me ponga
un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y
de perlas, a uso de conde estranjero? Para mí
tengo que me han de venir a ver de cien
leguas.
—Bien parecerás
—dijo don Quijote
—, pero
será menester que te rapes las barbas a
menudo; que, según las tienes de espesas,
aborrascadas y mal puestas, si no te las
rapas a navaja, cada dos días por lo menos, a
tiro de escopeta se echará de ver lo que eres.
—¿Qué hay más
—dijo Sancho
—, sino
tomar un barbero y tenelle asalariado en
casa? Y aun, si fuere menester, le haré que
ande tras mí, como caballerizo de grande.
—Pues, ¿cómo sabes tú
—preguntó don
Quijote
— que los grandes llevan detrás de sí
a sus caballerizos?
—Yo se lo diré
—respondió Sancho
—: los
años pasados estuve un mes en la corte, y
allí vi que, paseándose un señor muy
pequeño, que decían que era muy grande, un
hombre le seguía a caballo a todas las vueltas
que daba, que no parecía sino que era su
rabo. Pregunté que cómo aquel hombre no se
juntaba con el otro, sino que siempre andaba
tras dél. Respondiéronme que era su
caballerizo y que era uso de los grandes
llevar tras sí a los tales. Desde entonces lo sé
tan bien que nunca se me ha olvidado.
—Digo que tienes razón
—dijo don Quijote
—
, y que así puedes tú llevar a tu barbero; que
los usos no vinieron todos juntos, ni se
inventaron a una, y puedes ser tú el primero
conde que lleve tras sí su barbero; y aun es
de más confianza el hacer la barba que
ensillar un caballo.
—Quédese eso del barbero a mi cargo
—dijo
Sancho
—, y al de vuestra merced se quede el
procurar venir a ser rey y el hacerme conde.
—Así será
—respondió don Quijote.
Y, alzando los ojos, vio lo que se dirá en el
siguiente
Capítulo.
Capítulo XXII. De la
libertad que dio don Quijote
a muchos desdichados que,
mal de su grado, los
llevaban donde no quisieran
ir
Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor
arábigo y manchego, en esta gravísima,
altisonante, mínima, dulce e imaginada
historia que, después que entre el famoso
don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, su
escudero, pasaron aquellas razones que en el
fin del
Capítulo veinte y uno quedan referidas,
que don Quijote alzó los ojos y vio que por el
camino que llevaba venían hasta doce
hombres a pie, ensartados, como cuentas, en
una gran cadena de hierro por los cuellos, y
todos con esposas a las manos. Venían
ansimismo con ellos dos hombres de a
caballo y dos de a pie; los de a caballo, con
escopetas de rueda, y los de a pie, con
dardos y espadas; y que así como Sancho
Panza los vido, dijo:
—Ésta es cadena de galeotes, gente forzada
del rey, que va a las galeras.
—¿Cómo gente forzada?
—preguntó don
Quijote
—. ¿Es posible que el rey haga fuerza
a ninguna gente?
—No digo eso
—respondió Sancho
—, sino
que es gente que, por sus delitos, va
condenada a servir al rey en las galeras de
por fuerza.
—En resolución
—replicó don Quijote
—,
comoquiera que ello sea, esta gente, aunque
los llevan, van de por fuerza, y no de su
voluntad.
—Así es
—dijo Sancho.
—Pues desa manera
—dijo su amo
—, aquí
encaja la ejecución de mi oficio: desfacer
fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
—Advierta vuestra merced
—dijo Sancho
—
que la justicia, que es el mesmo rey, no hace
fuerza ni agravio a semejante gente, sino que
los castiga en pena de sus delitos.
Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y
don Quijote, con muy corteses razones, pidió
a los que iban en su guarda fuesen servidos
de informalle y decille la causa, o causas, por
que llevan aquella gente de aquella manera.
Una de las guardas de a caballo respondió
que eran galeotes, gente de Su Majestad que
iba a galeras, y que no había más que decir,
ni él tenía más que saber.
—Con todo eso
—replicó don Quijote
—,
querría saber de cada uno dellos en particular
la causa de su desgracia.
Añadió a éstas otras tales y tan comedidas
razones, para moverlos a que dijesen lo que
deseaba, que la otra guarda de a caballo le
dijo:
—Aunque llevamos aquí el registro y la fe
de las sentencias de cada uno destos
malaventurados, no es tiempo éste de
detenerles a sacarlas ni a leellas; vuestra
merced llegue y se lo pregunte a ellos
mesmos, que ellos lo dirán si quisieren, que
sí querrán, porque es gente que recibe gusto
de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se
tomara aunque no se la dieran, se llegó a la
cadena, y al primero le preguntó que por qué
pecados iba de tan mala guisa. Él le
respondió que por enamorado iba de aquella
manera.
—¿Por eso no más?
—replicó don Quijote
—.
Pues, si por enamorados echan a galeras,
días ha que pudiera yo estar bogando en
ellas.
—No son los amores como los que vuestra
merced piensa
—dijo el galeote
—; que los
míos fueron que quise tanto a una canasta de
colar, atestada de ropa blanca, que la abracé
conmigo tan fuertemente que, a no
quitármela la justicia por fuerza, aún hasta
agora no la hubiera dejado de mi voluntad.
Fue en fragante, no hubo lugar de
tormento; concluyóse la causa,
acomodáronme las espaldas con ciento, y por
añadidura tres precisos de gurapas, y
acabóse la obra.
—¿Qué son gurapas?
—preguntó don
Quijote.
—Gurapas son galeras
—respondió el
galeote.
El cual era un mozo de hasta edad de veinte
y cuatro años, y dijo que era natural de
Piedrahíta. Lo mesmo preguntó don Quijote al
segundo, el cual no respondió palabra, según
iba de triste y malencónico; mas respondió
por él el primero, y dijo:
—Éste, señor, va por canario; digo, por
músico y cantor.
—Pues, ¿cómo
—repitió don Quijote
—, por
músicos y cantores van también a galeras?
—Sí, señor
—respondió el galeote
—, que no
hay peor cosa que cantar en el ansia.
—Antes, he yo oído decir
—dijo don
Quijote
— que quien canta sus males espanta.
—Acá es al revés
—dijo el galeote
—, que
quien canta una vez llora toda la vida.
—No lo entiendo
—dijo don Quijote.
Mas una de las guardas le dijo:
—Señor caballero, cantar en el ansia se
dice, entre esta gente non santa, confesar en
el tormento. A este pecador le dieron
tormento y confesó su delito, que era ser
cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y, por
haber confesado, le condenaron por seis años
a galeras, amén de docientos azotes que ya
lleva en las espaldas. Y va siempre pensativo
y triste, porque los demás ladrones que allá
quedan y aquí van le maltratan y aniquilan, y
escarnecen y tienen en poco, porque confesó
y no tuvo ánimo de decir nones.
Porque dicen ellos que tantas letras tiene
un no como un sí, y que harta ventura tiene
un delincuente, que está en su lengua su vida
o su muerte, y no en la de los testigos y
probanzas; y para mí tengo que no van muy
fuera de camino.
—Y yo lo entiendo así
—respondió don
Quijote.
El cual, pasando al tercero, preguntó lo que
a los otros; el cual, de presto y con mucho
desenfado, respondió y dijo:
—Yo voy por cinco años a las señoras
gurapas por faltarme diez ducados.
—Yo daré veinte de muy buena gana
—dijo
don Quijote
— por libraros desa pesadumbre.
—Eso me parece
—respondió el galeote
—
como quien tiene dineros en mitad del golfo y
se está muriendo de hambre, sin tener
adonde comprar lo que ha menester. Dígolo
porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte
ducados que vuestra merced ahora me
ofrece, hubiera untado con ellos la péndola
del escribano y avivado el ingenio del
procurador, de manera que hoy me viera en
mitad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y
no en este camino, atraillado como galgo;
pero Dios es grande: paciencia y basta.
Pasó don Quijote al cuarto, que era un
hombre de venerable rostro con una barba
blanca que le pasaba del pecho; el cual,
oyéndose preguntar la causa por que allí
venía, comenzó a llorar y no respondió
palabra; mas el quinto condenado le sirvió de
lengua, y dijo:
—Este hombre honrado va por cuatro años
a galeras, habiendo paseado las
acostumbradas vestido en pompa y a caballo.
—Eso es
—dijo Sancho Panza
—, a lo que a
mí me parece, haber salido a la vergüenza.
—Así es
—replicó el galeote
—; y la culpa
por que le dieron esta pena es por haber sido
corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo.
En efecto, quiero decir que este caballero va
por alcahuete, y por tener asimesmo sus
puntas y collar de hechicero.
—A no haberle añadido esas puntas y collar
—dijo don Quijote
—, por solamente el
alcahuete limpio, no merecía él ir a bogar en
las galeras, sino a mandallas y a ser general
dellas; porque no es así comoquiera el oficio
de alcahuete, que es oficio de discretos y
necesarísimo en la república bien ordenada, y
que no le debía ejercer sino gente muy bien
nacida; y aun había de haber veedor y
examinador de los tales, como le hay de los
demás oficios, con número deputado y
conocido, como corredores de lonja; y desta
manera se escusarían muchos males que se
causan por andar este oficio y ejercicio entre
gente idiota y de poco entendimiento, como
son mujercillas de poco más a menos,
pajecillos y truhanes de pocos años y de poca
experiencia, que, a la más necesaria ocasión
y cuando es menester dar una traza que
importe, se les yelan las migas entre la boca
y la mano y no saben cuál es su mano
derecha. Quisiera pasar adelante y dar las
razones por que convenía hacer elección de
los que en la república habían de tener tan
necesario oficio, pero no es el lugar
acomodado para ello: algún día lo diré a
quien lo pueda proveer y remediar. Sólo digo
ahora que la pena que me ha causado ver
estas blancas canas y este rostro venerable
en tanta fatiga, por alcahuete, me la ha
quitado el adjunto de ser hechicero; aunque
bien sé que no hay hechizos en el mundo que
puedan mover y forzar la voluntad, como
algunos simples piensan; que es libre nuestro
albedrío, y no hay yerba ni encanto que le
fuerce. Lo que suelen hacer algunas
mujercillas simples y algunos embusteros
bellacos es algunas misturas y venenos con
que vuelven locos a los hombres, dando a
entender que tienen fuerza para hacer querer
bien, siendo, como digo, cosa imposible
forzar la voluntad.
—Así es
—dijo el buen viejo
—, y, en verdad,
señor, que en lo de hechicero que no tuve
culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar.
Pero nunca pensé que hacía mal en ello: que
toda mi intención era que todo el mundo se
holgase y viviese en paz y quietud, sin
pendencias ni penas; pero no me aprovechó
nada este buen deseo para dejar de ir adonde
no espero volver, según me cargan los años y
un mal de orina que llevo, que no me deja
reposar un rato.
Y aquí tornó a su llanto, como de primero; y
túvole Sancho tanta compasión, que sacó un
real de a cuatro del seno y se le dio de
limosna.
Pasó adelante don Quijote, y preguntó a
otro su delito, el cual respondió con no
menos, sino con mucha más gallardía que el
pasado:
—Yo voy aquí porque me burlé
demasiadamente con dos primas hermanas
mías, y con otras dos hermanas que no lo
eran mías; finalmente, tanto me burlé con
todas, que resultó de la burla crecer la
parentela, tan intricadamente que no hay
diablo que la declare. Probóseme todo, faltó
favor, no tuve dineros, víame a pique de
perder los tragaderos, sentenciáronme a
galeras por seis años, consentí: castigo es de
mi culpa; mozo soy: dure la vida, que con
ella todo se alcanza. Si vuestra merced,
señor caballero, lleva alguna cosa con que
socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará
en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra
cuidado de rogar a Dios en nuestras
oraciones por la vida y salud de vuestra
merced, que sea tan larga y tan buena como
su buena presencia merece.
Éste iba en hábito de estudiante, y dijo una
de las guardas que era muy grande hablador
y muy gentil latino.
Tras todos éstos, venía un hombre de muy
buen parecer, de edad de treinta años, sino
que al mirar metía el un ojo en el otro un
poco. Venía diferentemente atado que los
demás, porque traía una cadena al pie, tan
grande que se la liaba por todo el cuerpo, y
dos argollas a la garganta, la una en la
cadena, y la otra de las que llaman
guardaamigo o piedeamigo, de la cual
decendían dos hierros que llegaban a la
cintura, en los cuales se asían dos esposas,
donde llevaba las manos, cerradas con un
grueso candado, de manera que ni con las
manos podía llegar a la boca, ni podía bajar
la cabeza a llegar a las manos. Preguntó don
Quijote que cómo iba aquel hombre con
tantas prisiones más que los otros.
Respondióle la guarda porque tenía aquel
solo más delitos que todos los otros juntos, y
que era tan atrevido y tan grande bellaco
que, aunque le llevaban de aquella manera,
no iban seguros dél, sino que temían que se
les había de huir.
—¿Qué delitos puede tener
—dijo don
Quijote
—, si no han merecido más pena que
echalle a las galeras?
—Va por diez años
—replicó la guarda
—,
que es como muerte cevil. No se quiera saber
más, sino que este buen hombre es el famoso
Ginés de Pasamonte, que por otro nombre
llaman Ginesillo de Parapilla.
—Señor comisario
—dijo entonces el
galeote
—, váyase poco a poco, y no andemos
ahora a deslindar nombres y sobrenombres.
Ginés me llamo y no Ginesillo, y Pasamonte
es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé
dice; y cada uno se dé una vuelta a la
redonda, y no hará poco.
—Hable con menos tono
—replicó el
comisario
—, señor ladrón de más de la
marca, si no quiere que le haga callar, mal
que le pese.
—Bien parece
—respondió el galeote
— que
va el hombre como Dios es servido, pero
algún día sabrá alguno si me llamo Ginesillo
de Parapilla o no.
—Pues, ¿no te llaman ansí, embustero?
—
dijo la guarda.
—Sí llaman
—respondió Ginés
—, mas yo
haré que no me lo llamen, o me las pelaría
donde yo digo entre mis dientes. Señor
caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo
ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto
querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere
saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte,
cuya vida está escrita por estos pulgares.
—Dice verdad
—dijo el comisario
—: que él
mesmo ha escrito su historia, que no hay
más, y deja empeñado el libro en la cárcel en
docientos reales.
—Y le pienso quitar
—dijo Ginés
—, si
quedara en docientos ducados.
—¿Tan bueno es?
—dijo don Quijote.
—Es tan bueno
—respondió Ginés
— que mal
año para Lazarillo de Tormes y para todos
cuantos de aquel género se han escrito o
escribieren. Lo que le sé decir a voacé es que
trata verdades, y que son verdades tan lindas
y tan donosas que no pueden haber mentiras
que se le igualen.
—¿Y cómo se intitula el libro?
—preguntó
don Quijote.
—La vida de Ginés de Pasamonte
—
respondió el mismo.
—¿Y está acabado?
—preguntó don Quijote.
—¿Cómo puede estar acabado
—respondió
él
—, si aún no está acabada mi vida?
Lo que está escrito es desde mi nacimiento
hasta el punto que esta última vez me han
echado en galeras.
—Luego, ¿otra vez habéis estado en ellas?
—dijo don Quijote.
—Para servir a Dios y al rey, otra vez he
estado cuatro años, y ya sé a qué sabe el
bizcocho y el corbacho
—respondió Ginés
—; y
no me pesa mucho de ir a ellas, porque allí
tendré lugar de acabar mi libro, que me
quedan muchas cosas que decir, y en las
galeras de España hay mas sosiego de aquel
que sería menester, aunque no es menester
mucho más para lo que yo tengo de escribir,
porque me lo sé de coro.
—Hábil pareces
—dijo don Quijote.
—Y desdichado
—respondió Ginés
—; porque
siempre las desdichas persiguen al buen
ingenio.
—Persiguen a los bellacos
—dijo el
comisario.
—Ya le he dicho, señor comisario
—
respondió Pasamonte
—, que se vaya poco a
poco, que aquellos señores no le dieron esa
vara para que maltratase a los pobretes que
aquí vamos, sino para que nos guiase y
llevase adonde Su Majestad manda. Si no,
¡por vida de...! ¡Basta!, que podría ser que
saliesen algún día en la colada las manchas
que se hicieron en la venta; y todo el mundo
calle, y viva bien, y hable mejor y
caminemos, que ya es mucho regodeo éste.
Alzó la vara en alto el comisario para dar a
Pasamonte en respuesta de sus amenazas,
mas don Quijote se puso en medio y le rogó
que no le maltratase, pues no era mucho que
quien llevaba tan atadas las manos tuviese
algún tanto suelta la lengua. Y, volviéndose a
todos los de la cadena, dijo:
—De todo cuanto me habéis dicho,
hermanos carísimos, he sacado en limpio
que, aunque os han castigado por vuestras
culpas, las penas que vais a padecer no os
dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de
mala gana y muy contra vuestra voluntad; y
que podría ser que el poco ánimo que aquél
tuvo en el tormento, la falta de dineros déste,
el poco favor del otro y, finalmente, el torcido
juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra
perdición y de no haber salido con la justicia
que de vuestra parte teníades. Todo lo cual
se me representa a mí ahora en la memoria
de manera que me está diciendo,
persuadiendo y aun forzando que muestre
con vosotros el efeto para que el cielo me
arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la
orden de caballería que profeso, y el voto que
en ella hice de favorecer a los menesterosos
y opresos de los mayores. Pero, porque sé
que una de las partes de la prudencia es que
lo que se puede hacer por bien no se haga
por mal, quiero rogar a estos señores
guardianes y comisario sean servidos de
desataros y dejaros ir en paz, que no faltarán
otros que sirvan al rey en mejores ocasiones;
porque me parece duro caso hacer esclavos a
los que Dios y naturaleza hizo libres. Cuanto
más, señores guardas
—añadió don Quijote
—
, que estos pobres no han cometido nada
contra vosotros. Allá se lo haya cada uno con
su pecado; Dios hay en el cielo, que no se
descuida de castigar al malo ni de premiar al
bueno, y no es bien que los hombres
honrados sean verdugos de los otros
hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto
con esta mansedumbre y sosiego, porque
tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y,
cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y
esta espada, con el valor de mi brazo, harán
que lo hagáis por fuerza.
—¡Donosa majadería!
—respondió el
comisario
— ¡Bueno está el donaire con que
ha salido a cabo de rato! ¡Los forzados del
rey quiere que le dejemos, como si
tuviéramos autoridad para soltarlos o él la
tuviera para mandárnoslo!
Váyase vuestra merced, señor, norabuena,
su camino adelante, y enderécese ese bacín
que trae en la cabeza, y no ande buscando
tres pies al gato.
—¡Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco!
—
respondió don Quijote.
Y, diciendo y haciendo, arremetió con él tan
presto que, sin que tuviese lugar de ponerse
en defensa, dio con él en el suelo, malherido
de una lanzada; y avínole bien, que éste era
el de la escopeta. Las demás guardas
quedaron atónitas y suspensas del no
esperado acontecimiento; pero, volviendo
sobre sí, pusieron mano a sus espadas los de
a caballo, y los de a pie a sus dardos, y
arremetieron a don Quijote, que con mucho
sosiego los aguardaba; y, sin duda, lo pasara
mal si los galeotes, viendo la ocasión que se
les ofrecía de alcanzar libertad, no la
procuraran, procurando romper la cadena
donde venían ensartados. Fue la revuelta de
manera que las guardas, ya por acudir a los
galeotes, que se desataban, ya por acometer
a don Quijote, que los acometía, no hicieron
cosa que fuese de provecho.
Ayudó Sancho, por su parte, a la soltura de
Ginés de Pasamonte, que fue el primero que
saltó en la campaña libre y desembarazado,
y, arremetiendo al comisario caído, le quitó la
espada y la escopeta, con la cual, apuntando
al uno y señalando al otro, sin disparalla
jamás, no quedó guarda en todo el campo,
porque se fueron huyendo, así de la escopeta
de Pasamonte como de las muchas pedradas
que los ya sueltos galeotes les tiraban.
Entristecióse mucho Sancho deste suceso,
porque se le representó que los que iban
huyendo habían de dar noticia del caso a la
Santa Hermandad, la cual, a campana herida,
saldría a buscar los delincuentes, y así se lo
dijo a su amo, y le rogó que luego de allí se
partiesen y se emboscasen en la sierra, que
estaba cerca.
—Bien está eso
—dijo don Quijote
—, pero
yo sé lo que ahora conviene que se haga.
Y, llamando a todos los galeotes, que
andaban alborotados y habían despojado al
comisario hasta dejarle en cueros, se le
pusieron todos a la redonda para ver lo que
les mandaba, y así les dijo:
—De gente bien nacida es agradecer los
beneficios que reciben, y uno de los pecados
que más a Dios ofende es la ingratitud.
Dígolo porque ya habéis visto, señores, con
manifiesta experiencia, el que de mí habéis
recebido; en pago del cual querría, y es mi
voluntad, que, cargados de esa cadena que
quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en
camino y vais a la ciudad del Toboso, y allí os
presentéis ante la señora Dulcinea del Toboso
y le digáis que su caballero, el de la Triste
Figura, se le envía a encomendar, y le
contéis, punto por punto, todos los que ha
tenido esta famosa aventura hasta poneros
en la deseada libertad; y, hecho esto, os
podréis ir donde quisiéredes a la buena
ventura.
Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y
dijo:
—Lo que vuestra merced nos manda, señor
y libertador nuestro, es imposible de toda
imposibilidad cumplirlo, porque no podemos
ir juntos por los caminos, sino solos y
divididos, y cada uno por su parte,
procurando meterse en las entrañas de la
tierra, por no ser hallado de la Santa
Hermandad, que, sin duda alguna, ha de salir
en nuestra busca. Lo que vuestra merced
puede hacer, y es justo que haga, es mudar
ese servicio y montazgo de la señora
Dulcinea del Toboso en alguna cantidad de
avemarías y credos, que nosotros diremos
por la intención de vuestra merced; y ésta es
cosa que se podrá cumplir de noche y de día,
huyendo o reposando, en paz o en guerra;
pero pensar que hemos de volver ahora a las
ollas de Egipto, digo, a tomar nuestra cadena
y a ponernos en camino del Toboso, es
pensar que es ahora de noche, que aún no
son las diez del día, y es pedir a nosotros eso
como pedir peras al olmo.
—Pues ¡voto a tal!
—dijo don Quijote, ya
puesto en cólera
—, don hijo de la puta, don
Ginesillo de Paropillo, o como os llamáis, que
habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con
toda la cadena a cuestas.
Pasamonte, que no era nada bien sufrido,
estando ya enterado que don Quijote no era
muy cuerdo, pues tal disparate había
cometido como el de querer darles libertad,
viéndose tratar de aquella manera, hizo del
ojo a los compañeros, y, apartándose aparte,
comenzaron a llover tantas piedras sobre don
Quijote, que no se daba manos a cubrirse con
la rodela; y el pobre de Rocinante no hacía
más caso de la espuela que si fuera hecho de
bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él
se defendía de la nube y pedrisco que sobre
entrambos llovía. No se pudo escudar tan
bien don Quijote que no le acertasen no sé
cuántos guijarros en el cuerpo, con tanta
fuerza que dieron con él en el suelo; y
apenas hubo caído, cuando fue sobre él el
estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y
diole con ella tres o cuatro golpes en las
espaldas y otros tantos en la tierra, con que
la hizo pedazos. Quitáronle una ropilla que
traía sobre las armas, y las medias calzas le
querían quitar si las grebas no lo estorbaran.
A Sancho le quitaron el gabán, y, dejándole
en pelota, repartiendo entre sí los demás
despojos de la batalla, se fueron cada uno
por su parte, con más cuidado de escaparse
de la Hermandad, que temían, que de
cargarse de la cadena e ir a presentarse ante
la señora Dulcinea del Toboso.
Solos quedaron jumento y Rocinante,
Sancho y Don Quijote; el jumento, cabizbajo
y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando
las orejas, pensando que aún no había
cesado la borrasca de las piedras, que le
perseguían los oídos; Rocinante, tendido
junto a su amo, que también vino al suelo de
otra pedrada; Sancho, en pelota y temeroso
de la Santa Hermandad; don Quijote,
mohinísimo de verse tan malparado por los
mismos a quien tanto bien había hecho.
Capítulo XXIII. De lo que
le aconteció al famoso don
Quijote en Sierra Morena,
que fue una de las más
raras aventuras que en esta
verdadera historia se
cuentan
Viéndose tan malparado don Quijote, dijo a
su escudero:
—Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el
hacer bien a villanos es echar agua en la mar.
Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo
hubiera escusado esta pesadumbre; pero ya
está hecho: paciencia, y escarmentar para
desde aquí adelante.
—Así escarmentará vuestra merced
—
respondió Sancho
— como yo soy turco; pero,
pues dice que si me hubiera creído se hubiera
escusado este daño, créame ahora y escusará
otro mayor; porque le hago saber que con la
Santa Hermandad no hay usar de caballerías,
que no se le da a ella por cuantos caballeros
andantes hay dos maravedís; y sepa que ya
me parece que sus saetas me zumban por los
oídos.
—Naturalmente eres cobarde, Sancho
—dijo
don Quijote
—, pero, porque no digas que soy
contumaz y que jamás hago lo que me
aconsejas, por esta vez quiero tomar tu
consejo y apartarme de la furia que tanto
temes; mas ha de ser con una condición: que
jamás, en vida ni en muerte, has de decir a
nadie que yo me retiré y aparté deste peligro
de miedo, sino por complacer a tus ruegos;
que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y
desde ahora para entonces, y desde entonces
para ahora, te desmiento, y digo que mientes
y mentirás todas las veces que lo pensares o
lo dijeres. Y no me repliques más, que en
sólo pensar que me aparto y retiro de algún
peligro, especialmente déste, que parece que
lleva algún es no es de sombra de miedo,
estoy ya para quedarme, y para aguardar
aquí solo, no solamente a la Santa
Hermandad que dices y temes, sino a los
hermanos de los doce tribus de Israel, y a los
siete Macabeos, y a Cástor y a Pólux, y aun a
todos los hermanos y hermandades que hay
en el mundo.
—Señor
—respondió Sancho
—, que el
retirar no es huir, ni el esperar es cordura,
cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, y
de sabios es guardarse hoy para mañana y
no aventurarse todo en un día. Y sepa que,
aunque zafio y villano, todavía se me alcanza
algo desto que llaman buen gobierno; así
que, no se arrepienta de haber tomado mi
consejo, sino suba en Rocinante, si puede, o
si no yo le ayudaré, y sígame, que el caletre
me dice que hemos menester ahora más los
pies que las manos.
Subió don Quijote, sin replicarle más
palabra, y, guiando Sancho sobre su asno, se
entraron por una parte de Sierra Morena, que
allí junto estaba, llevando Sancho intención
de atravesarla toda e ir a salir al Viso, o a
Almodóvar del Campo, y esconderse algunos
días por aquellas asperezas, por no ser
hallados si la Hermandad los buscase.
Animóle a esto haber visto que de la refriega
de los galeotes se había escapado libre la
despensa que sobre su asno venía, cosa que
la juzgó a milagro, según fue lo que llevaron
y buscaron los galeotes.
Así como don Quijote entró por aquellas
montañas, se le alegró el corazón,
pareciéndole aquellos lugares acomodados
para las aventuras que buscaba.
Reducíansele a la memoria los maravillosos
acaecimientos que en semejantes soledades
y asperezas habían sucedido a caballeros
andantes. Iba pensando en estas cosas, tan
embebecido y trasportado en ellas que de
ninguna otra se acordaba. Ni Sancho llevaba
otro cuidado
—después que le pareció que
caminaba por parte segura
— sino de
satisfacer su estómago con los relieves que
del despojo clerical habían quedado; y así,
iba tras su amo sentado a la mujeriega sobre
su jumento, sacando de un costal y
embaulando en su panza; y no se le diera por
hallar otra ventura, entretanto que iba de
aquella manera, un ardite.
En esto, alzó los ojos y vio que su amo
estaba parado, procurando con la punta del
lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído
en el suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a
ayudarle si fuese menester; y cuando llegó
fue a tiempo que alzaba con la punta del
lanzón un cojín y una maleta asida a él,
medio podridos, o podridos del todo, y
deshechos; mas, pesaba tanto, que fue
necesario que Sancho se apease a tomarlos,
y mandóle su amo que viese lo que en la
maleta venía.
Hízolo con mucha presteza Sancho, y,
aunque la maleta venía cerrada con una
cadena y su candado, por lo roto y podrido
della vio lo que en ella había, que eran cuatro
camisas de delgada holanda y otras cosas de
lienzo, no menos curiosas que limpias, y en
un pañizuelo halló un buen montoncillo de
escudos de oro; y, así como los vio, dijo:
—¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha
deparado una aventura que sea de provecho!
Y buscando más, halló un librillo de
memoria, ricamente guarnecido. Éste le pidió
don Quijote, y mandóle que guardase el
dinero y lo tomase para él. Besóle las manos
Sancho por la merced, y, desvalijando a la
valija de su lencería, la puso en el costal de la
despensa. Todo lo cual visto por don Quijote,
dijo:
—Paréceme, Sancho, y no es posible que
sea otra cosa, que algún caminante
descaminado debió de pasar por esta sierra,
y, salteándole malandrines, le debieron de
matar, y le trujeron a enterrar en esta tan
escondida parte.
—No puede ser eso
—respondió Sancho
—,
porque si fueran ladrones, no se dejaran aquí
este dinero.
—Verdad dices
—dijo don Quijote
—, y así,
no adivino ni doy en lo que esto pueda ser;
mas, espérate: veremos si en este librillo de
memoria hay alguna cosa escrita por donde
podamos rastrear y venir en conocimiento de
lo que deseamos. Abrióle, y lo primero que
halló en él escrito, como en borrador, aunque
de muy buena letra, fue un soneto, que,
leyéndole alto porque Sancho también lo
oyese, vio que decía desta manera:
O le falta al Amor conocimiento,
o le sobra crueldad, o no es mi pena
igual a la ocasión que me condena
al género más duro de tormento.
Pero si Amor es dios, es argumento
que nada ignora, y es razón muy buena
que un dios no sea cruel. Pues, ¿quién
ordena
el terrible dolor que adoro y siento?
Si digo que sois vos, Fili, no acierto;
que tanto mal en tanto bien no cabe,
ni me viene del cielo esta rüina.
Presto habré de morir, que es lo más cierto;
que al mal de quien la causa no se sabe
milagro es acertar la medicina.
—Por esa trova
—dijo Sancho
— no se puede
saber nada, si ya no es que por ese hilo que
está ahí se saque el ovillo de todo.
—¿Qué hilo está aquí?
—dijo don Quijote.
—Paréceme
—dijo Sancho
— que vuestra
merced nombró ahí hilo.
—No dije sino Fili
—respondió don Quijote
—
, y éste, sin duda, es el nombre de la dama
de quien se queja el autor deste soneto; y a
fe que debe de ser razonable poeta, o yo sé
poco del arte.
—Luego, ¿también
—dijo Sancho
— se le
entiende a vuestra merced de trovas?
—Y más de lo que tú piensas
—respondió
don Quijote
—, y veráslo cuando lleves una
carta, escrita en verso de arriba abajo, a mi
señora Dulcinea del Toboso. Porque quiero
que sepas, Sancho, que todos o los más
caballeros andantes de la edad pasada eran
grandes trovadores y grandes músicos; que
estas dos habilidades, o gracias, por mejor
decir, son anexas a los enamorados
andantes. Verdad es que las coplas de los
pasados caballeros tienen más de espíritu
que de primor.
—Lea más vuestra merced
—dijo Sancho
—,
que ya hallará algo que nos satisfaga.
Volvió la hoja don Quijote y dijo:
—Esto es prosa, y parece carta.
—¿Carta misiva, señor?
—preguntó Sancho.
—En el principio no parece sino de amores
—respondió don Quijote.
—Pues lea vuestra merced alto
—dijo
Sancho
—, que gusto mucho destas cosas de
amores.
—Que me place
—dijo don Quijote.
Y, leyéndola alto, como Sancho se lo había
rogado, vio que decía desta manera:
Tu falsa promesa y mi cierta desventura me
llevan a parte donde antes volverán a tus
oídos las nuevas de mi muerte que las
razones de mis quejas.
Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene
más, no por quien vale más que yo; mas si la
virtud fuera riqueza que se estimara, no
envidiara yo dichas ajenas ni llorara
desdichas propias. Lo que levantó tu
hermosura han derribado tus obras: por ella
entendí que eras ángel, y por ellas conozco
que eres mujer. Quédate en paz, causadora
de mi guerra, y haga el cielo que los engaños
de tu esposo estén siempre encubiertos,
porque tú no quedes arrepentida de lo que
heciste y yo no tome venganza de lo que no
deseo.
Acabando de leer la carta, dijo don Quijote:
—Menos por ésta que por los versos se
puede sacar más de que quien la escribió es
algún desdeñado amante.
Y, hojeando casi todo el librillo, halló otros
versos y cartas, que algunos pudo leer y
otros no; pero lo que todos contenían eran
quejas, lamentos, desconfianzas, sabores y
sinsabores, favores y desdenes, solenizados
los unos y llorados los otros.
En tanto que don Quijote pasaba el libro,
pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón en
toda ella, ni en el cojín, que no buscase,
escudriñase e inquiriese, ni costura que no
deshiciese, ni vedija de lana que no
escarmenase, porque no se quedase nada por
diligencia ni mal recado: tal golosina habían
despertado en él los hallados escudos, que
pasaban de ciento. Y, aunque no halló mas de
lo hallado, dio por bien empleados los vuelos
de la manta, el vomitar del brebaje, las
bendiciones de las estacas, las puñadas del
arriero, la falta de las alforjas, el robo del
gabán y toda la hambre, sed y cansancio que
había pasado en servicio de su buen señor,
pareciéndole que estaba más que rebién
pagado con la merced recebida de la entrega
del hallazgo.
Con gran deseo quedó el Caballero de la
Triste Figura de saber quién fuese el dueño
de la maleta, conjeturando, por el soneto y
carta, por el dinero en oro y por las tan
buenas camisas, que debía de ser de algún
principal enamorado, a quien desdenes y
malos tratamientos de su dama debían de
haber conducido a algún desesperado
término. Pero, como por aquel lugar
inhabitable y escabroso no parecía persona
alguna de quien poder informarse, no se curó
de más que de pasar adelante, sin llevar otro
camino que aquel que Rocinante quería, que
era por donde él podía caminar, siempre con
imaginación que no podía faltar por aquellas
malezas alguna estraña aventura.
Yendo, pues, con este pensamiento, vio
que, por cima de una montañuela que
delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando
un hombre, de risco en risco y de mata en
mata, con estraña ligereza. Figurósele que
iba desnudo, la barba negra y espesa, los
cabellos muchos y rabultados, los pies
descalzos y las piernas sin cosa alguna; los
muslos cubrían unos calzones, al parecer de
terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos
que por muchas partes se le descubrían las
carnes. Traía la cabeza descubierta, y,
aunque pasó con la ligereza que se ha dicho,
todas estas menudencias miró y notó el
Caballero de la Triste Figura; y, aunque lo
procuró, no pudo seguille, porque no era
dado a la debilidad de Rocinante andar por
aquellas asperezas, y más siendo él de suyo
pisacorto y flemático. Luego imaginó don
Quijote que aquél era el dueño del cojín y de
la maleta, y propuso en sí de buscalle,
aunque supiese andar un año por aquellas
montañas hasta hallarle; y así, mandó a
Sancho que se apease del asno y atajase por
la una parte de la montaña, que él iría por la
otra y podría ser que topasen, con esta
diligencia, con aquel hombre que con tanta
priesa se les había quitado de delante.
—No podré hacer eso
—respondió Sancho
—
, porque, en apartándome de vuestra
merced, luego es conmigo el miedo, que me
asalta con mil géneros de sobresaltos y
visiones. Y sírvale esto que digo de aviso,
para que de aquí adelante no me aparte un
dedo de su presencia.
—Así será
—dijo el de la Triste Figura
—, y
yo estoy muy contento de que te quieras
valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar,
aunque te falte el ánima del cuerpo. Y vente
ahora tras mí poco a poco, o como pudieres,
y haz de los ojos lanternas; rodearemos esta
serrezuela: quizá toparemos con aquel
hombre que vimos, el cual, sin duda alguna,
no es otro que el dueño de nuestro hallazgo.
A lo que Sancho respondió:
—Harto mejor sería no buscalle, porque si
le hallamos y acaso fuese el dueño del
dinero, claro está que lo tengo de restituir; y
así, fuera mejor, sin hacer esta inútil
diligencia, poseerlo yo con buena fe hasta
que, por otra vía menos curiosa y diligente,
pareciera su verdadero señor; y quizá fuera a
tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el
rey me hacía franco.
—Engáñaste en eso, Sancho
—respondió
don Quijote
—; que, ya que hemos caído en
sospecha de quién es el dueño, cuasi delante,
estamos obligados a buscarle y volvérselos;
y, cuando no le buscásemos, la vehemente
sospecha que tenemos de que él lo sea nos
pone ya en tanta culpa como si lo fuese.
Así que, Sancho amigo, no te dé pena el
buscalle, por la que a mí se me quitará si le
hallo.
Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho
con su acostumbrado jumento; y, habiendo
rodeado parte de la montaña, hallaron en un
arroyo, caída, muerta y medio comida de
perros y picada de grajos, una mula ensillada
y enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos
más la sospecha de que aquel que huía era el
dueño de la mula y del cojín.
Estándola mirando, oyeron un silbo como
de pastor que guardaba ganado, y a deshora,
a su siniestra mano, parecieron una buena
cantidad de cabras, y tras ellas, por cima de
la montaña, pareció el cabrero que las
guardaba, que era un hombre anciano. Diole
voces don Quijote, y rogóle que bajase donde
estaban. Él respondió a gritos que quién les
había traído por aquel lugar, pocas o
ningunas veces pisado sino de pies de cabras
o de lobos y otras fieras que por allí andaban.
Respondióle Sancho que bajase, que de todo
le darían buena cuenta. Bajó el cabrero, y, en
llegando adonde don Quijote estaba, dijo:
—Apostaré que está mirando la mula de
alquiler que está muerta en esa hondonada.
Pues a buena fe que ha ya seis meses que
está en ese lugar.
Díganme: ¿han topado por ahí a su dueño?
—No hemos topado a nadie
—respondió don
Quijote
—, sino a un cojín y a una maletilla
que no lejos deste lugar hallamos.
—También la hallé yo
—respondió el
cabrero
—, mas nunca la quise alzar ni llegar
a ella, temeroso de algún desmán y de que
no me la pidiesen por de hurto; que es el
diablo sotil, y debajo de los pies se levanta
allombre cosa donde tropiece y caya, sin
saber cómo ni cómo no.
—Eso mesmo es lo que yo digo
—respondió
Sancho
—: que también la hallé yo, y no quise
llegar a ella con un tiro de piedra; allí la dejé
y allí se queda como se estaba, que no quiero
perro con cencerro.
—Decidme, buen hombre
—dijo don
Quijote
—, ¿sabéis vos quién sea el dueño
destas prendas?
—Lo que sabré yo decir
—dijo el cabrero
—
es que «habrá al pie de seis meses, poco más
a menos, que llegó a una majada de
pastores, que estará como tres leguas deste
lugar, un mancebo de gentil talle y apostura,
caballero sobre esa mesma mula que ahí está
muerta, y con el mesmo cojín y maleta que
decís que hallastes y no tocastes.
Preguntónos que cuál parte desta sierra era
la más áspera y escondida; dijímosle que era
esta donde ahora estamos; y es ansí la
verdad, porque si entráis media legua más
adentro, quizá no acertaréis a salir; y estoy
maravillado de cómo habéis podido llegar
aquí, porque no hay camino ni senda que a
este lugar encamine. Digo, pues, que, en
oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió
las riendas y encaminó hacia el lugar donde
le señalamos, dejándonos a todos contentos
de su buen talle, y admirados de su demanda
y de la priesa con que le víamos caminar y
volverse hacia la sierra; y desde entonces
nunca más le vimos, hasta que desde allí a
algunos días salió al camino a uno de
nuestros pastores, y, sin decille nada, se
llegó a él y le dio muchas puñadas y coces, y
luego se fue a la borrica del hato y le quitó
cuanto pan y queso en ella traía; y, con
estraña ligereza, hecho esto, se volvió a
emboscar en la sierra. Como esto supimos
algunos cabreros, le anduvimos a buscar casi
dos días por lo más cerrado desta sierra, al
cabo de los cuales le hallamos metido en el
hueco de un grueso y valiente alcornoque.
Salió a nosotros con mucha mansedumbre,
ya roto el vestido, y el rostro disfigurado y
tostado del sol, de tal suerte que apenas le
conocíamos, sino que los vestidos, aunque
rotos, con la noticia que dellos teníamos, nos
dieron a entender que era el que
buscábamos. Saludónos cortésmente, y en
pocas y muy buenas razones nos dijo que no
nos maravillásemos de verle andar de aquella
suerte, porque así le convenía para cumplir
cierta penitencia que por sus muchos pecados
le había sido impuesta. Rogámosle que nos
dijese quién era, mas nunca lo pudimos
acabar con él. Pedímosle también que,
cuando hubiese menester el sustento, sin el
cual no podía pasar, nos dijese dónde le
hallaríamos, porque con mucho amor y
cuidado se lo llevaríamos; y que si esto
tampoco fuese de su gusto, que, a lo menos,
saliese a pedirlo, y no a quitarlo a los
pastores. Agradeció nuestro ofrecimiento,
pidió perdón de los asaltos pasados, y ofreció
de pedillo de allí adelante por amor de Dios,
sin dar molestia alguna a nadie.
En cuanto lo que tocaba a la estancia de su
habitación, dijo que no tenía otra que aquella
que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la
noche; y acabó su plática con un tan tierno
llanto, que bien fuéramos de piedra los que
escuchado le habíamos, si en él no le
acompañáramos, considerándole cómo le
habíamos visto la vez primera, y cuál le
veíamos entonces. Porque, como tengo dicho,
era un muy gentil y agraciado mancebo, y en
sus corteses y concertadas razones mostraba
ser bien nacido y muy cortesana persona;
que, puesto que éramos rústicos los que le
escuchábamos, su gentileza era tanta, que
bastaba a darse a conocer a la mesma
rusticidad. Y, estando en lo mejor de su
plática, paró y enmudecióse; clavó los ojos
en el suelo por un buen espacio, en el cual
todos estuvimos quedos y suspensos,
esperando en qué había de parar aquel
embelesamiento, con no poca lástima de
verlo; porque, por lo que hacía de abrir los
ojos, estar fijo mirando al suelo sin mover
pestaña gran rato, y otras veces cerrarlos,
apretando los labios y enarcando las cejas,
fácilmente conocimos que algún accidente de
locura le había sobrevenido. Mas él nos dio a
entender presto ser verdad lo que
pensábamos, porque se levantó con gran
furia del suelo, donde se había echado, y
arremetió con el primero que halló junto a sí,
con tal denuedo y rabia que, si no se le
quitáramos, le matara a puñadas y a
bocados; y todo esto hacía, diciendo: ''¡Ah,
fementido Fernando! ¡Aquí, aquí me pagarás
la sinrazón que me heciste: estas manos te
sacarán el corazón, donde albergan y tienen
manida todas las maldades juntas,
principalmente la fraude y el engaño!'' Y a
éstas añadía otras razones, que todas se
encaminaban a decir mal de aquel Fernando y
a tacharle de traidor y fementido.
Quitámossele, pues, con no poca
pesadumbre, y él, sin decir más palabra, se
apartó de nosotros y se emboscó corriendo
por entre estos jarales y malezas, de modo
que nos imposibilitó el seguille. Por esto
conjeturamos que la locura le venía a
tiempos, y que alguno que se llamaba
Fernando le debía de haber hecho alguna
mala obra, tan pesada cuanto lo mostraba el
término a que le había conducido. Todo lo
cual se ha confirmado después acá con las
veces, que han sido muchas, que él ha salido
al camino, unas a pedir a los pastores le den
de lo que llevan para comer y otras a
quitárselo por fuerza; porque cuando está
con el accidente de la locura, aunque los
pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo
admite, sino que lo toma a puñadas; y
cuando está en su seso, lo pide por amor de
Dios, cortés y comedidamente, y rinde por
ello muchas gracias, y no con falta de
lágrimas.
Y en verdad os digo, señores
—prosiguió el
cabrero
—, que ayer determinamos yo y
cuatro zagales, los dos criados y los dos
amigos míos, de buscarle hasta tanto que le
hallemos, y, después de hallado, ya por
fuerza ya por grado, le hemos de llevar a la
villa de Almodóvar, que está de aquí ocho
leguas, y allí le curaremos, si es que su mal
tiene cura, o sabremos quién es cuando esté
en sus seso, y si tiene parientes a quien dar
noticia de su desgracia». Esto es, señores, lo
que sabré deciros de lo que me habéis
preguntado; y entended que el dueño de las
prendas que hallastes es el mesmo que vistes
pasar con tanta ligereza como desnudez
—
que ya le había dicho don Quijote cómo había
visto pasar aquel hombre saltando por la
sierra.
El cual quedó admirado de lo que al cabrero
había oído, y quedó con más deseo de saber
quién era el desdichado loco; y propuso en sí
lo mesmo que ya tenía pensado: de buscalle
por toda la montaña, sin dejar rincón ni
cueva en ella que no mirase, hasta hallarle.
Pero hízolo mejor la suerte de lo que él
pensaba ni esperaba, porque en aquel
mesmo instante pareció, por entre una
quebrada de una sierra que salía donde ellos
estaban, el mancebo que buscaba, el cual
venía hablando entre sí cosas que no podían
ser entendidas de cerca, cuanto más de lejos.
Su traje era cual se ha pintado, sólo que,
llegando cerca, vio don Quijote que un coleto
hecho pedazos que sobre sí traía era de
ámbar; por donde acabó de entender que
persona que tales hábitos traía no debía de
ser de ínfima calidad.
En llegando el mancebo a ellos, les saludó
con una voz desentonada y bronca, pero con
mucha cortesía. Don Quijote le volvió las
saludes con no menos comedimiento, y,
apeándose de Rocinante, con gentil
continente y donaire, le fue a abrazar y le
tuvo un buen espacio estrechamente entre
sus brazos, como si de luengos tiempos le
hubiera conocido. El otro, a quien podemos
llamar el Roto de la Mala Figura
—como a don
Quijote el de la Triste
—, después de haberse
dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y,
puestas sus manos en los hombros de don
Quijote, le estuvo mirando, como que quería
ver si le conocía; no menos admirado quizá
de ver la figura, talle y armas de don Quijote,
que don Quijote lo estaba de verle a él. En
resolución, el primero que habló después del
abrazamiento fue el Roto, y dijo lo que se
dirá adelante.
Capítulo XXIV. Donde se
prosigue la aventura de la
Sierra Morena
Dice la historia que era grandísima la
atención con que don Quijote escuchaba al
astroso Caballero de la Sierra, el cual,
prosiguiendo su plática, dijo:
—Por cierto, señor, quienquiera que seáis,
que yo no os conozco, yo os agradezco las
muestras y la cortesía que conmigo habéis
usado; y quisiera yo hallarme en términos
que con más que la voluntad pudiera servir la
que habéis mostrado tenerme en el buen
acogimiento que me habéis hecho, mas no
quiere mi suerte darme otra cosa con que
corresponda a las buenas obras que me
hacen, que buenos deseos de satisfacerlas.
—Los que yo tengo
—respondió don
Quijote
— son de serviros; tanto, que tenía
determinado de no salir destas sierras hasta
hallaros y saber de vos si el dolor que en la
estrañeza de vuestra vida mostráis tener se
podía hallar algún género de remedio; y si
fuera menester buscarle, buscarle con la
diligencia posible. Y, cuando vuestra
desventura fuera de aquellas que tienen
cerradas las puertas a todo género de
consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y
plañirla como mejor pudiera, que todavía es
consuelo en las desgracias hallar quien se
duela dellas. Y, si es que mi buen intento
merece ser agradecido con algún género de
cortesía, yo os suplico, señor, por la mucha
que veo que en vos se encierra, y juntamente
os conjuro por la cosa que en esta vida más
habéis amado o amáis, que me digáis quién
sois y la causa que os ha traído a vivir y a
morir entre estas soledades como bruto
animal, pues moráis entre ellos tan ajeno de
vos mismo cual lo muestra vuestro traje y
persona. Y juro
—añadió don Quijote
—, por la
orden de caballería que recebí, aunque
indigno y pecador, y por la profesión de
caballero andante, que si en esto, señor, me
complacéis, de serviros con las veras a que
me obliga el ser quien soy: ora remediando
vuestra desgracia, si tiene remedio, ora
ayudándoos a llorarla, como os lo he
prometido.
El Caballero del Bosque, que de tal manera
oyó hablar al de la Triste Figura, no hacía
sino mirarle, y remirarle y tornarle a mirar de
arriba abajo; y, después que le hubo bien
mirado, le dijo:
—Si tienen algo que darme a comer, por
amor de Dios que me lo den; que, después
de haber comido, yo haré todo lo que se me
manda, en agradecimiento de tan buenos
deseos como aquí se me han mostrado.
Luego sacaron, Sancho de su costal y el
cabrero de su zurrón, con que satisfizo el
Roto su hambre, comiendo lo que le dieron
como persona atontada, tan apriesa que no
daba espacio de un bocado al otro, pues
antes los engullía que tragaba; y, en tanto
que comía, ni él ni los que le miraban
hablaban palabra. Como acabó de comer, les
hizo de señas que le siguiesen, como lo
hicieron, y él los llevó a un verde pradecillo
que a la vuelta de una peña poco desviada de
allí estaba. En llegando a él se tendió en el
suelo, encima de la yerba, y los demás
hicieron lo mismo; y todo esto sin que
ninguno hablase, hasta que el Roto, después
de haberse acomodado en su asiento, dijo:
—Si gustáis, señores, que os diga en breves
razones la inmensidad de mis desventuras,
habéisme de prometer de que con ninguna
pregunta, ni otra cosa, no interromperéis el
hilo de mi triste historia; porque en el punto
que lo hagáis, en ése se quedará lo que fuere
contando.
Estas razones del Roto trujeron a la
memoria a don Quijote el cuento que le había
contado su escudero, cuando no acertó el
número de las cabras que habían pasado el
río y se quedó la historia pendiente. Pero,
volviendo al Roto, prosiguió diciendo:
—Esta prevención que hago es porque
querría pasar brevemente por el cuento de
mis desgracias; que el traerlas a la memoria
no me sirve de otra cosa que añadir otras de
nuevo, y, mientras menos me preguntáredes,
más presto acabaré yo de decillas, puesto
que no dejaré por contar cosa alguna que sea
de importancia para no satisfacer del todo a
vuestro deseo.
Don Quijote se lo prometió, en nombre de
los demás, y él, con este seguro, comenzó
desta manera:
—«Mi nombre es Cardenio; mi patria, una
ciudad de las mejores desta Andalucía; mi
linaje, noble; mis padres, ricos; mi
desventura, tanta que la deben de haber
llorado mis padres y sentido mi linaje, sin
poderla aliviar con su riqueza; que para
remediar desdichas del cielo poco suelen
valer los bienes de fortuna. Vivía en esta
mesma tierra un cielo, donde puso el amor
toda la gloria que yo acertara a desearme: tal
es la hermosura de Luscinda, doncella tan
noble y tan rica como yo, pero de más
ventura y de menos firmeza de la que a mis
honrados pensamientos se debía. A esta
Luscinda amé, quise y adoré desde mis
tiernos y primeros años, y ella me quiso a mí
con aquella sencillez y buen ánimo que su
poca edad permitía. Sabían nuestros padres
nuestros intentos, y no les pesaba dello,
porque bien veían que, cuando pasaran
adelante, no podían tener otro fin que el de
casarnos, cosa que casi la concertaba la
igualdad de nuestro linaje y riquezas.
Creció la edad, y con ella el amor de
entrambos, que al padre de Luscinda le
pareció que por buenos respetos estaba
obligado a negarme la entrada de su casa,
casi imitando en esto a los padres de aquella
Tisbe tan decantada de los poetas. Y fue esta
negación añadir llama a llama y deseo a
deseo, porque, aunque pusieron silencio a las
lenguas, no le pudieron poner a las plumas,
las cuales, con más libertad que las lenguas,
suelen dar a entender a quien quieren lo que
en el alma está encerrado; que muchas veces
la presencia de la cosa amada turba y
enmudece la intención más determinada y la
lengua más atrevida. ¡Ay cielos, y cuántos
billetes le escribí! ¡Cuán regaladas y honestas
respuestas tuve! ¡Cuántas canciones
compuse y cuántos enamorados versos,
donde el alma declaraba y trasladaba sus
sentimientos, pintaba sus encendidos deseos,
entretenía sus memorias y recreaba su
voluntad!
»En efeto, viéndome apurado, y que mi
alma se consumía con el deseo de verla,
determiné poner por obra y acabar en un
punto lo que me pareció que más convenía
para salir con mi deseado y merecido premio;
y fue el pedírsela a su padre por legítima
esposa, como lo hice; a lo que él me
respondió que me agradecía la voluntad que
mostraba de honralle, y de querer honrarme
con prendas suyas, pero que, siendo mi
padre vivo, a él tocaba de justo derecho
hacer aquella demanda; porque, si no fuese
con mucha voluntad y gusto suyo, no era
Luscinda mujer para tomarse ni darse a
hurto.
»Yo le agradecí su buen intento,
pareciéndome que llevaba razón en lo que
decía, y que mi padre vendría en ello como
yo se lo dijese; y con este intento, luego en
aquel mismo instante, fui a decirle a mi padre
lo que deseaba. Y, al tiempo que entré en un
aposento donde estaba, le hallé con una carta
abierta en la mano, la cual, antes que yo le
dijese palabra, me la dio y me dijo: ''Por esa
carta verás, Cardenio, la voluntad que el
duque Ricardo tiene de hacerte merced''.»
Este duque Ricardo, como ya vosotros,
señores, debéis de saber, es un grande de
España que tiene su estado en lo mejor desta
Andalucía. «Tomé y leí la carta, la cual venía
tan encarecida que a mí mesmo me pareció
mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en
ella se le pedía, que era que me enviase
luego donde él estaba; que quería que fuese
compañero, no criado, de su hijo el mayor, y
que él tomaba a cargo el ponerme en estado
que correspondiese a la estimación en que
me tenía. Leí la carta y enmudecí leyéndola,
y más cuando oí que mi padre me decía: ''De
aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer
la voluntad del duque; y da gracias a Dios
que te va abriendo camino por donde
alcances lo que yo sé que mereces''. Añadió a
éstas otras razones de padre consejero.
»Llegóse el término de mi partida, hablé una
noche a Luscinda, díjele todo lo que pasaba,
y lo mesmo hice a su padre, suplicándole se
entretuviese algunos días y dilatase el darle
estado hasta que yo viese lo que Ricardo me
quería. Él me lo prometió y ella me lo
confirmó con mil juramentos y mil desmayos.
Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba.
Fui dél tan bien recebido y tratado, que desde
luego comenzó la envidia a hacer su oficio,
teniéndomela los criados antiguos,
pareciéndoles que las muestras que el duque
daba de hacerme merced habían de ser en
perjuicio suyo. Pero el que más se holgó con
mi ida fue un hijo segundo del duque,
llamado Fernando, mozo gallardo,
gentilhombre, liberal y enamorado, el cual,
en poco tiempo, quiso que fuese tan su
amigo, que daba que decir a todos; y,
aunque el mayor me quería bien y me hacía
merced, no llegó al estremo con que don
Fernando me quería y trataba.
»Es, pues, el caso que, como entre los
amigos no hay cosa secreta que no se
comunique, y la privanza que yo tenía con
don Fernando dejada de serlo por ser
amistad, todos sus pensamientos me
declaraba, especialmente uno enamorado,
que le traía con un poco de desasosiego.
Quería bien a una labradora, vasalla de su
padre (y ella los tenía muy ricos), y era tan
hermosa, recatada, discreta y honesta que
nadie que la conocía se determinaba en cuál
destas cosas tuviese más excelencia ni más
se aventajase. Estas tan buenas partes de la
hermosa labradora redujeron a tal término
los deseos de don Fernando, que se
determinó, para poder alcanzarlo y conquistar
la entereza de la labradora, darle palabra de
ser su esposo, porque de otra manera era
procurar lo imposible. Yo, obligado de su
amistad, con las mejores razones que supe y
con los más vivos ejemplos que pude,
procuré estorbarle y apartarle de tal
propósito. Pero, viendo que no aprovechaba,
determiné de decirle el caso al duque
Ricardo, su padre. Mas don Fernando, como
astuto y discreto, se receló y temió desto, por
parecerle que estaba yo obligado, en vez de
buen criado, no tener encubierta cosa que tan
en perjuicio de la honra de mi señor el duque
venía; y así, por divertirme y engañarme, me
dijo que no hallaba otro mejor remedio para
poder apartar de la memoria la hermosura
que tan sujeto le tenía, que el ausentarse por
algunos meses; y que quería que el ausencia
fuese que los dos nos viniésemos en casa de
mi padre, con ocasión que darían al duque
que venía a ver y a feriar unos muy buenos
caballos que en mi ciudad había, que es
madre de los mejores del mundo.
»Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido
de mi afición, aunque su determinación no
fuera tan buena, la aprobara yo por una de
las más acertadas que se podían imaginar,
por ver cuán buena ocasión y coyuntura se
me ofrecía de volver a ver a mi Luscinda. Con
este pensamiento y deseo, aprobé su parecer
y esforcé su propósito, diciéndole que lo
pusiese por obra con la brevedad posible,
porque, en efeto, la ausencia hacía su oficio,
a pesar de los más firmes pensamientos. Ya
cuando él me vino a decir esto, según
después se supo, había gozado a la labradora
con título de esposo, y esperaba ocasión de
descubrirse a su salvo, temeroso de lo que el
duque su padre haría cuando supiese su
disparate.
»Sucedió, pues, que, como el amor en los
mozos, por la mayor parte, no lo es, sino
apetito, el cual, como tiene por último fin el
deleite, en llegando a alcanzarle se acaba y
ha de volver atrás aquello que parecía amor,
porque no puede pasar adelante del término
que le puso naturaleza, el cual término no le
puso a lo que es verdadero amor...; quiero
decir que, así como don Fernando gozó a la
labradora, se le aplacaron sus deseos y se
resfriaron sus ahíncos; y si primero fingía
quererse ausentar, por remediarlos, ahora de
veras procuraba irse, por no ponerlos en
ejecución.
Diole el duque licencia, y mandóme que le
acompañase. Venimos a mi ciudad, recibióle
mi padre como quien era; vi yo luego a
Luscinda, tornaron a vivir, aunque no habían
estado muertos ni amortiguados, mis deseos,
de los cuales di cuenta, por mi mal, a don
Fernando, por parecerme que, en la ley de la
mucha amistad que mostraba, no le debía
encubrir nada. Alabéle la hermosura, donaire
y discreción de Luscinda de tal manera, que
mis alabanzas movieron en él los deseos de
querer ver doncella de tantas buenas partes
adornada. Cumplíselos yo, por mi corta
suerte, enseñándosela una noche, a la luz de
una vela, por una ventana por donde los dos
solíamos hablarnos. Viola en sayo, tal, que
todas las bellezas hasta entonces por él
vistas las puso en olvido. Enmudeció, perdió
el sentido, quedó absorto y, finalmente, tan
enamorado cual lo veréis en el discurso del
cuento de mi desventura. Y, para encenderle
más el deseo, que a mí me celaba y al cielo a
solas descubría, quiso la fortuna que hallase
un día un billete suyo pidiéndome que la
pidiese a su padre por esposa, tan discreto,
tan honesto y tan enamorado que, en
leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda se
encerraban todas las gracias de hermosura y
de entendimiento que en las demás mujeres
del mundo estaban repartidas.
»Bien es verdad que quiero confesar ahora
que, puesto que yo veía con cuán justas
causas don Fernando a Luscinda alababa, me
pesaba de oír aquellas alabanzas de su boca,
y comencé a temer y a recelarme dél, porque
no se pasaba momento donde no quisiese
que tratásemos de Luscinda, y él movía la
plática, aunque la trujese por los cabellos;
cosa que despertaba en mí un no sé qué de
celos, no porque yo temiese revés alguno de
la bondad y de la fe de Luscinda, pero, con
todo eso, me hacía temer mi suerte lo
mesmo que ella me aseguraba. Procuraba
siempre don Fernando leer los papeles que yo
a Luscinda enviaba y los que ella me
respondía, a título que de la discreción de los
dos gustaba mucho. Acaeció, pues, que,
habiéndome pedido Luscinda un libro de
caballerías en que leer, de quien era ella muy
aficionada, que era el de Amadís de Gaula...»
No hubo bien oído don Quijote nombrar
libro de caballerías, cuando dijo:
—Con que me dijera vuestra merced, al
principio de su historia, que su merced de la
señora Luscinda era aficionada a libros de
caballerías, no fuera menester otra
exageración para darme a entender la alteza
de su entendimiento, porque no le tuviera tan
bueno como vos, señor, le habéis pintado, si
careciera del gusto de tan sabrosa leyenda:
así que, para conmigo, no es menester gastar
más palabras en declararme su hermosura,
valor y entendimiento; que, con sólo haber
entendido su afición, la confirmo por la más
hermosa y más discreta mujer del mundo. Y
quisiera yo, señor, que vuestra merced le
hubiera enviado junto con Amadís de Gaula al
bueno de Don Rugel de Grecia, que yo sé que
gustara la señora Luscinda mucho de Daraida
y Geraya, y de las discreciones del pastor
Darinel y de aquellos admirables versos de
sus bucólicas, cantadas y representadas por
él con todo donaire, discreción y
desenvoltura. Pero tiempo podrá venir en que
se enmiende esa falta, y no dura más en
hacerse la enmienda de cuanto quiera
vuestra merced ser servido de venirse
conmigo a mi aldea, que allí le podré dar más
de trecientos libros, que son el regalo de mi
alma y el entretenimiento de mi vida; aunque
tengo para mí que ya no tengo ninguno,
merced a la malicia de malos y envidiosos
encantadores. Y perdóneme vuestra merced
el haber contravenido a lo que prometimos de
no interromper su plática, pues, en oyendo
cosas de caballerías y de caballeros andantes,
así es en mi mano dejar de hablar en ellos,
como lo es en la de los rayos del sol dejar de
calentar, ni humedecer en los de la luna. Así
que, perdón y proseguir, que es lo que ahora
hace más al caso.
En tanto que don Quijote estaba diciendo lo
que queda dicho, se le había caído a Cardenio
la cabeza sobre el pecho, dando muestras de
estar profundamente pensativo. Y, puesto
que dos veces le dijo don Quijote que
prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza ni
respondía palabra; pero, al cabo de un buen
espacio, la levantó y dijo:
—No se me puede quitar del pensamiento,
ni habrá quien me lo quite en el mundo, ni
quien me dé a entender otra cosa (y sería un
majadero el que lo contrario entendiese o
creyese), sino que aquel bellaconazo del
maestro Elisabat estaba amancebado con la
reina Madésima.
—Eso no, ¡voto a tal!
—respondió con
mucha cólera don Quijote (y arrojóle, como
tenía de costumbre)
—; y ésa es una muy
gran malicia, o bellaquería, por mejor decir:
la reina Madásima fue muy principal señora, y
no se ha de presumir que tan alta princesa se
había de amancebar con un sacapotras; y
quien lo contrario entendiere, miente como
muy gran bellaco. Y yo se lo daré a entender,
a pie o a caballo, armado o desarmado, de
noche o de día, o como más gusto le diere.
Estábale mirando Cardenio muy
atentamente, al cual ya había venido el
accidente de su locura y no estaba para
proseguir su historia; ni tampoco don Quijote
se la oyera, según le había disgustado lo que
de Madásima le había oído. ¡Estraño caso;
que así volvió por ella como si
verdaderamente fuera su verdadera y natural
señora: tal le tenían sus descomulgados
libros! Digo, pues, que, como ya Cardenio
estaba loco y se oyó tratar de mentís y de
bellaco, con otros denuestos semejantes,
parecióle mal la burla, y alzó un guijarro que
halló junto a sí, y dio con él en los pechos tal
golpe a don Quijote que le hizo caer de
espaldas. Sancho Panza, que de tal modo vio
parar a su señor, arremetió al loco con el
puño cerrado; y el Roto le recibió de tal
suerte que con una puñada dio con él a sus
pies, y luego se subió sobre él y le brumó las
costillas muy a su sabor. El cabrero, que le
quiso defender, corrió el mesmo peligro. Y,
después que los tuvo a todos rendidos y
molidos, los dejó y se fue, con gentil sosiego,
a emboscarse en la montaña.
Levantóse Sancho, y, con la rabia que tenía
de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió
a tomar la venganza del cabrero, diciéndole
que él tenía la culpa de no haberles avisado
que a aquel hombre le tomaba a tiempos la
locura; que, si esto supieran, hubieran estado
sobre aviso para poderse guardar. Respondió
el cabrero que ya lo había dicho, y que si él
no lo había oído, que no era suya la culpa.
Replicó Sancho Panza, y tornó a replicar el
cabrero, y fue el fin de las réplicas asirse de
las barbas y darse tales puñadas que, si don
Quijote no los pusiera en paz, se hicieran
pedazos. Decía Sancho, asido con el cabrero:
—Déjeme vuestra merced, señor Caballero
de la Triste Figura, que en éste, que es
villano como yo y no está armado caballero,
bien puedo a mi salvo satisfacerme del
agravio que me ha hecho, peleando con él
mano a mano, como hombre honrado.
—Así es
—dijo don Quijote
—, pero yo sé
que él no tiene ninguna culpa de lo sucedido.
Con esto los apaciguó, y don Quijote volvió
a preguntar al cabrero si sería posible hallar a
Cardenio, porque quedaba con grandísimo
deseo de saber el fin de su historia. Díjole el
cabrero lo que primero le había dicho, que
era no saber de cierto su manida; pero que,
si anduviese mucho por aquellos contornos,
no dejaría de hallarle, o cuerdo o loco.
Capítulo XXV. Que trata
de las estrañas cosas que en
Sierra Morena sucedieron al
valiente caballero de la
Mancha, y de la imitación
que hizo a la penitencia de
Beltenebros
Despidióse del cabrero don Quijote, y,
subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a
Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su
jumento, de muy mala gana. Íbanse poco a
poco entrando en lo más áspero de la
montaña, y Sancho iba muerto por razonar
con su amo, y deseaba que él comenzase la
plática, por no contravenir a lo que le tenía
mandado; mas, no pudiendo sufrir tanto
silencio, le dijo:
—Señor don Quijote, vuestra merced me
eche su bendición y me dé licencia; que
desde aquí me quiero volver a mi casa, y a
mi mujer y a mis hijos, con los cuales, por lo
menos, hablaré y departiré todo lo que
quisiere; porque querer vuestra merced que
vaya con él por estas soledades, de día y de
noche, y que no le hable cuando me diere
gusto es enterrarme en vida. Si ya quisiera la
suerte que los animales hablaran, como
hablaban en tiempos de Guisopete, fuera
menos mal, porque departiera yo con mi
jumento lo que me viniera en gana, y con
esto pasara mi mala ventura; que es recia
cosa, y que no se puede llevar en paciencia,
andar buscando aventuras toda la vida y no
hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos
y puñadas, y, con todo esto, nos hemos de
coser la boca, sin osar decir lo que el hombre
tiene en su corazón, como si fuera mudo.
—Ya te entiendo, Sancho
—respondió don
Quijote
—: tú mueres porque te alce el
entredicho que te tengo puesto en la lengua.
Dale por alzado y di lo que quisieres, con
condición que no ha de durar este alzamiento
más de en cuanto anduviéremos por estas
sierras.
—Sea ansí
—dijo Sancho
—: hable yo ahora,
que después Dios sabe lo que será; y,
comenzando a gozar de ese salvoconduto,
digo que ¿qué le iba a vuestra merced en
volver tanto por aquella reina Magimasa, o
como se llama? O, ¿qué hacía al caso que
aquel abad fuese su amigo o no? Que, si
vuestra merced pasara con ello, pues no era
su juez, bien creo yo que el loco pasara
adelante con su historia, y se hubieran
ahorrado el golpe del guijarro, y las coces, y
aun más de seis torniscones.
—A fe, Sancho
—respondió don Quijote
—,
que si tú supieras, como yo lo sé, cuán
honrada y cuán principal señora era la reina
Madásima, yo sé que dijeras que tuve mucha
paciencia, pues no quebré la boca por donde
tales blasfemias salieron; porque es muy
gran blasfemia decir ni pensar que una reina
esté amancebada con un cirujano. La verdad
del cuento es que aquel maestro Elisabat,
que el loco dijo, fue un hombre muy prudente
y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de
médico a la reina; pero pensar que ella era su
amiga es disparate digno de muy gran
castigo. Y, porque veas que Cardenio no supo
lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo
ya estaba sin juicio.
—Eso digo yo
—dijo Sancho
—: que no había
para qué hacer cuenta de las palabras de un
loco, porque si la buena suerte no ayudara a
vuestra merced y encaminara el guijarro a la
cabeza, como le encaminó al pecho, buenos
quedáramos por haber vuelto por aquella mi
señora, que Dios cohonda. Pues, ¡montas que
no se librara Cardenio por loco!
—Contra cuerdos y contra locos está
obligado cualquier caballero andante a volver
por la honra de las mujeres, cualesquiera que
sean, cuanto más por las reinas de tan alta
guisa y pro como fue la reina Madásima, a
quien yo tengo particular afición por sus
buenas partes; porque, fuera de haber sido
fermosa, además fue muy prudente y muy
sufrida en sus calamidades, que las tuvo
muchas; y los consejos y compañía del
maestro Elisabat le fue y le fueron de mucho
provecho y alivio para poder llevar sus
trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí
tomó ocasión el vulgo ignorante y mal
intencionado de decir y pensar que ella era su
manceba; y mienten, digo otra vez, y
mentirán otras docientas, todos los que tal
pensaren y dijeren.
—Ni yo lo digo ni lo pienso
—respondió
Sancho
—: allá se lo hayan; con su pan se lo
coman. Si fueron amancebados, o no, a Dios
habrán dado la cuenta. De mis viñas vengo,
no sé nada; no soy amigo de saber vidas
ajenas; que el que compra y miente, en su
bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo
nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano;
mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y
muchos piensan que hay tocinos y no hay
estacas. Mas, ¿quién puede poner puertas al
campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
—¡Válame Dios
—dijo don Quijote
—, y qué
de necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué
va de lo que tratamos a los refranes que
enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles; y de
aquí adelante, entremétete en espolear a tu
asno, y deja de hacello en lo que no te
importa. Y entiende con todos tus cinco
sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago
e hiciere, va muy puesto en razón y muy
conforme a las reglas de caballería, que las
sé mejor que cuantos caballeros las
profesaron en el mundo.
—Señor
—respondió Sancho
—, y ¿es buena
regla de caballería que andemos perdidos por
estas montañas, sin senda ni camino,
buscando a un loco, el cual, después de
hallado, quizá le vendrá en voluntad de
acabar lo que dejó comenzado, no de su
cuento, sino de la cabeza de vuestra merced
y de mis costillas, acabándonoslas de romper
de todo punto?
—Calla, te digo otra vez, Sancho
—dijo don
Quijote
—; porque te hago saber que no sólo
me trae por estas partes el deseo de hallar al
loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas
una hazaña con que he de ganar perpetuo
nombre y fama en todo lo descubierto de la
tierra; y será tal, que he de echar con ella el
sello a todo aquello que puede hacer perfecto
y famoso a un andante caballero.
—Y ¿es de muy gran peligro esa hazaña?
—
preguntó Sancho Panza.
—No
—respondió el de la Triste Figura
—,
puesto que de tal manera podía correr el
dado, que echásemos azar en lugar de
encuentro; pero todo ha de estar en tu
diligencia.
—¿En mi diligencia?
—dijo Sancho.
—Sí
—dijo don Quijote
—, porque si vuelves
presto de adonde pienso enviarte, presto se
acabará mi pena y presto comenzará mi
gloria. Y, porque no es bien que te tenga más
suspenso, esperando en lo que han de parar
mis razones, quiero, Sancho, que sepas que
el famoso Amadís de Gaula fue uno de los
más perfectos caballeros andantes. No he
dicho bien fue uno: fue el solo, el primero, el
único, el señor de todos cuantos hubo en su
tiempo en el mundo. Mal año y mal mes para
don Belianís y para todos aquellos que dijeren
que se le igualó en algo, porque se engañan,
juro cierto. Digo asimismo que, cuando algún
pintor quiere salir famoso en su arte, procura
imitar los originales de los más únicos
pintores que sabe; y esta mesma regla corre
por todos los más oficios o ejercicios de
cuenta que sirven para adorno de las
repúblicas. Y así lo ha de hacer y hace el que
quiere alcanzar nombre de prudente y
sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y
trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de
prudencia y de sufrimiento; como también
nos mostró Virgilio, en persona de Eneas, el
valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un
valiente y entendido capitán, no pintándolo ni
descubriéndolo como ellos fueron, sino como
habían de ser, para quedar ejemplo a los
venideros hombres de sus virtudes. Desta
mesma suerte, Amadís fue el norte, el lucero,
el sol de los valientes y enamorados
caballeros, a quien debemos de imitar todos
aquellos que debajo de la bandera de amor y
de la caballería militamos. Siendo, pues, esto
ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que
el caballero andante que más le imitare
estará más cerca de alcanzar la perfeción de
la caballería. Y una de las cosas en que más
este caballero mostró su prudencia, valor,
valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue
cuando se retiró, desdeñado de la señora
Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre,
mudado su nombre en el de Beltenebros,
nombre, por cierto, significativo y proprio
para la vida que él de su voluntad había
escogido. Ansí que, me es a mí más fácil
imitarle en esto que no en hender gigantes,
descabezar serpientes, matar endriagos,
desbaratar ejércitos, fracasar armadas y
deshacer encantamentos. Y, pues estos
lugares son tan acomodados para semejantes
efectos, no hay para qué se deje pasar la
ocasión, que ahora con tanta comodidad me
ofrece sus guedejas.
—En efecto
—dijo Sancho
—, ¿qué es lo que
vuestra merced quiere hacer en este tan
remoto lugar?
—¿Ya no te he dicho
—respondió don
Quijote
— que quiero imitar a Amadís,
haciendo aquí del desesperado, del sandio y
del furioso, por imitar juntamente al valiente
don Roldán, cuando halló en una fuente las
señales de que Angélica la Bella había
cometido vileza con Medoro, de cuya
pesadumbre se volvió loco y arrancó los
árboles, enturbió las aguas de las claras
fuentes, mató pastores, destruyó ganados,
abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas
y hizo otras cien mil insolencias, dignas de
eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo
no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o
Rotolando (que todos estos tres nombres
tenía), parte por parte en todas las locuras
que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo,
como mejor pudiere, en las que me pareciere
ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a
contentarme con sola la imitación de Amadís,
que sin hacer locuras de daño, sino de lloros
y sentimientos, alcanzó tanta fama como el
que más.
—Paréceme a mí
—dijo Sancho
— que los
caballeros que lo tal ficieron fueron
provocados y tuvieron causa para hacer esas
necedades y penitencias, pero vuestra
merced, ¿qué causa tiene para volverse loco?
¿Qué dama le ha desdeñado, o qué señales
ha hallado que le den a entender que la
señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna
niñería con moro o cristiano?
—Ahí esta el punto
—respondió don
Quijote
— y ésa es la fineza de mi negocio;
que volverse loco un caballero andante con
causa, ni grado ni gracias: el toque está
desatinar sin ocasión y dar a entender a mi
dama que si en seco hago esto, ¿qué hiciera
en mojado? Cuanto más, que harta ocasión
tengo en la larga ausencia que he hecho de la
siempre señora mía Dulcinea del Toboso;
que, como ya oíste decir a aquel pastor de
marras, Ambrosio: quien está ausente todos
los males tiene y teme. Así que, Sancho
amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que
deje tan rara, tan felice y tan no vista
imitación. Loco soy, loco he de ser hasta
tanto que tú vuelvas con la respuesta de una
carta que contigo pienso enviar a mi señora
Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se le
debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia;
y si fuere al contrario, seré loco de veras, y,
siéndolo, no sentiré nada. Ansí que, de
cualquiera manera que responda, saldré del
conflito y trabajo en que me dejares, gozando
el bien que me trujeres, por cuerdo, o no
sintiendo el mal que me aportares, por loco.
Pero dime, Sancho, ¿traes bien guardado el
yelmo de Mambrino?; que ya vi que le alzaste
del suelo cuando aquel desagradecido le
quiso hacer pedazos. Pero no pudo, donde se
puede echar de ver la fineza de su temple.
A lo cual respondió Sancho:
—Vive Dios, señor Caballero de la Triste
Figura, que no puedo sufrir ni llevar en
paciencia algunas cosas que vuestra merced
dice, y que por ellas vengo a imaginar que
todo cuanto me dice de caballerías y de
alcanzar reinos e imperios, de dar ínsulas y
de hacer otras mercedes y grandezas, como
es uso de caballeros andantes, que todo debe
de ser cosa de viento y mentira, y todo
pastraña, o patraña, o como lo llamáremos.
Porque quien oyere decir a vuestra merced
que una bacía de barbero es el yelmo de
Mambrino, y que no salga de este error en
más de cuatro días, ¿qué ha de pensar, sino
que quien tal dice y afirma debe de tener
güero el juicio? La bacía yo la llevo en el
costal, toda abollada, y llévola para
aderezarla en mi casa y hacerme la barba en
ella, si Dios me diere tanta gracia que algún
día me vea con mi mujer y hijos.
—Mira, Sancho, por el mismo que denantes
juraste, te juro
—dijo don Quijote
— que
tienes el más corto entendimiento que tiene
ni tuvo escudero en el mundo. ¿Que es
posible que en cuanto ha que andas conmigo
no has echado de ver que todas las cosas de
los caballeros andantes parecen quimeras,
necedades y desatinos, y que son todas
hechas al revés? Y no porque sea ello ansí,
sino porque andan entre nosotros siempre
una caterva de encantadores que todas
nuestras cosas mudan y truecan y les
vuelven según su gusto, y según tienen la
gana de favorecernos o destruirnos; y así,
eso que a ti te parece bacía de barbero, me
parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro
le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia
del sabio que es de mi parte hacer que
parezca bacía a todos lo que real y
verdaderamente es yelmo de Mambrino, a
causa que, siendo él de tanta estima, todo el
mundo me perseguirá por quitármele; pero,
como ven que no es más de un bacín de
barbero, no se curan de procuralle, como se
mostró bien en el que quiso rompelle y le
dejó en el suelo sin llevarle; que a fe que si le
conociera, que nunca él le dejara. Guárdale,
amigo, que por ahora no le he menester; que
antes me tengo de quitar todas estas armas y
quedar desnudo como cuando nací, si es que
me da en voluntad de seguir en mi penitencia
más a Roldán que a Amadís.
Llegaron, en estas pláticas, al pie de una
alta montaña que, casi como peñón tajado,
estaba sola entre otras muchas que la
rodeaban. Corría por su falda un manso
arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un
prado tan verde y vicioso, que daba contento
a los ojos que le miraban. Había por allí
muchos árboles silvestres y algunas plantas y
flores, que hacían el lugar apacible. Este sitio
escogió el Caballero de la Triste Figura para
hacer su penitencia; y así, en viéndole,
comenzó a decir en voz alta, como si
estuviera sin juicio:
—Éste es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y
escojo para llorar la desventura en que
vosotros mesmos me habéis puesto. Éste es
el sitio donde el humor de mis ojos
acrecentará las aguas deste pequeño arroyo,
y mis continos y profundos sospiros moverán
a la contina las hojas destos montaraces
árboles, en testimonio y señal de la pena que
mi asendereado corazón padece. ¡Oh
vosotros, quienquiera que seáis, rústicos
dioses que en este inhabitable lugar tenéis
vuestra morada, oíd las quejas deste
desdichado amante, a quien una luenga
ausencia y unos imaginados celos han traído
a lamentarse entre estas asperezas, y a
quejarse de la dura condición de aquella
ingrata y bella, término y fin de toda humana
hermosura! ¡Oh vosotras, napeas y dríadas,
que tenéis por costumbre de habitar en las
espesuras de los montes, así los ligeros y
lascivos sátiros, de quien sois, aunque en
vano, amadas, no perturben jamás vuestro
dulce sosiego, que me ayudéis a lamentar mi
desventura, o, a lo menos, no os canséis de
oílla! ¡Oh Dulcinea del Toboso, día de mi
noche, gloria de mi pena, norte de mis
caminos, estrella de mi ventura, así el cielo te
la dé buena en cuanto acertares a pedirle,
que consideres el lugar y el estado a que tu
ausencia me ha conducido, y que con buen
término correspondas al que a mi fe se le
debe! ¡Oh solitarios árboles, que desde hoy
en adelante habéis de hacer compañía a mi
soledad, dad indicio, con el blando
movimiento de vuestras ramas, que no os
desagrade mi presencia! ¡Oh tú, escudero
mío, agradable compañero en más prósperos
y adversos sucesos, toma bien en la memoria
lo que aquí me verás hacer, para que lo
cuentes y recetes a la causa total de todo
ello!
Y, diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en
un momento le quitó el freno y la silla; y,
dándole una palmada en las ancas, le dijo:
—Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh
caballo tan estremado por tus obras cuan
desdichado por tu suerte! Vete por do
quisieres, que en la frente llevas escrito que
no te igualó en ligereza el Hipogrifo de
Astolfo, ni el nombrado Frontino, que tan
caro le costó a Bradamante.
Viendo esto Sancho, dijo:
—Bien haya quien nos quitó ahora del
trabajo de desenalbardar al rucio; que a fe
que no faltaran palmadicas que dalle, ni
cosas que decille en su alabanza; pero si él
aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le
desalbardara, pues no había para qué, que a
él no le tocaban las generales de enamorado
ni de desesperado, pues no lo estaba su amo,
que era yo, cuando Dios quería. Y en verdad,
señor Caballero de la Triste Figura, que si es
que mi partida y su locura de vuestra merced
va de veras, que será bien tornar a ensillar a
Rocinante, para que supla la falta del rucio,
porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta;
que si la hago a pie, no sé cuándo llegaré ni
cuándo volveré, porque, en resolución, soy
mal caminante.
—Digo, Sancho
—respondió don Quijote
—,
que sea como tú quisieres, que no me parece
mal tu designio; y digo que de aquí a tres
días te partirás, porque quiero que en este
tiempo veas lo que por ella hago y digo, para
que se lo digas.
—Pues, ¿qué más tengo de ver
—dijo
Sancho
— que lo que he visto?
—¡Bien estás en el cuento!
—respondió don
Quijote
—. Ahora me falta rasgar las
vestiduras, esparcir las armas y darme de
calabazadas por estas peñas, con otras cosas
deste jaez que te han de admirar.
—Por amor de Dios
—dijo Sancho
—, que
mire vuestra merced cómo se da esas
calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y
en tal punto, que con la primera se acabase
la máquina desta penitencia; y sería yo de
parecer que, ya que vuestra merced le parece
que son aquí necesarias calabazadas y que no
se puede hacer esta obra sin ellas, se
contentase, pues todo esto es fingido y cosa
contrahecha y de burla, se contentase, digo,
con dárselas en el agua, o en alguna cosa
blanda, como algodón; y déjeme a mí el
cargo, que yo diré a mi señora que vuestra
merced se las daba en una punta de peña
más dura que la de un diamante.
—Yo agradezco tu buena intención, amigo
Sancho
—respondió don Quijote
—, mas
quiérote hacer sabidor de que todas estas
cosas que hago no son de burlas, sino muy
de veras; porque de otra manera, sería
contravenir a las órdenes de caballería, que
nos mandan que no digamos mentira alguna,
pena de relasos, y el hacer una cosa por otra
lo mesmo es que mentir. Ansí que, mis
calabazadas han de ser verdaderas, firmes y
valederas, sin que lleven nada del sofístico ni
del fantástico. Y será necesario que me dejes
algunas hilas para curarme, pues que la
ventura quiso que nos faltase el bálsamo que
perdimos.
—Más fue perder el asno
—respondió
Sancho
—, pues se perdieron en él las hilas y
todo. Y ruégole a vuestra merced que no se
acuerde más de aquel maldito brebaje; que
en sólo oírle mentar se me revuelve el alma,
no que el estómago. Y más le ruego: que
haga cuenta que son ya pasados los tres días
que me ha dado de término para ver las
locuras que hace, que ya las doy por vistas y
por pasadas en cosa juzgada, y diré
maravillas a mi señora; y escriba la carta y
despácheme luego, porque tengo gran deseo
de volver a sacar a vuestra merced deste
purgatorio donde le dejo.
—¿Purgatorio le llamas, Sancho?
—dijo don
Quijote
—. Mejor hicieras de llamarle infierno,
y aun peor, si hay otra cosa que lo sea.
—Quien ha infierno
—respondió Sancho
—,
nula es retencio, según he oído decir.
—No entiendo qué quiere decir retencio
—
dijo don Quijote.
—Retencio es
—respondió Sancho
— que
quien está en el infierno nunca sale dél, ni
puede. Lo cual será al revés en vuestra
merced, o a mí me andarán mal los pies, si
es que llevo espuelas para avivar a
Rocinante; y póngame yo una por una en el
Toboso, y delante de mi señora Dulcinea, que
yo le diré tales cosas de las necedades y
locuras, que todo es uno, que vuestra merced
ha hecho y queda haciendo, que la venga a
poner más blanda que un guante, aunque la
halle más dura que un alcornoque; con cuya
respuesta dulce y melificada volveré por los
aires, como brujo, y sacaré a vuestra merced
deste purgatorio, que parece infierno y no lo
es, pues hay esperanza de salir dél, la cual,
como tengo dicho, no la tienen de salir los
que están en el infierno, ni creo que vuestra
merced dirá otra cosa.
—Así es la verdad
—dijo el de la Triste
Figura
—; pero, ¿qué haremos para escribir la
carta?
—Y la libranza pollinesca también
—añadió
Sancho.
—Todo irá inserto
—dijo don Quijote
—; y
sería bueno, ya que no hay papel, que la
escribiésemos, como hacían los antiguos, en
hojas de árboles, o en unas tablitas de cera;
aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora
como el papel. Mas ya me ha venido a la
memoria dónde será bien, y aun más que
bien, escribilla: que es en el librillo de
memoria que fue de Cardenio; y tú tendrás
cuidado de hacerla trasladar en papel, de
buena letra, en el primer lugar que hallares,
donde haya maestro de escuela de
muchachos, o si no, cualquiera sacristán te la
trasladará; y no se la des a trasladar a
ningún escribano, que hacen letra procesada,
que no la entenderá Satanás.
—Pues, ¿qué se ha de hacer de la firma?
—
dijo Sancho.
—Nunca las cartas de Amadís se firman
—
respondió don Quijote.
—Está bien
—respondió Sancho
—, pero la
libranza forzosamente se ha de firmar, y ésa,
si se traslada, dirán que la firma es falsa y
quedaréme sin pollinos.
—La libranza irá en el mesmo librillo
firmada; que, en viéndola, mi sobrina no
pondrá dificultad en cumplilla. Y, en lo que
toca a la carta de amores, pondrás por firma:
"Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la
Triste Figura". Y hará poco al caso que vaya
de mano ajena, porque, a lo que yo me sé
acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y
en toda su vida ha visto letra mía ni carta
mía, porque mis amores y los suyos han sido
siempre platónicos, sin estenderse a más que
a un honesto mirar. Y aun esto tan de cuando
en cuando, que osaré jurar con verdad que
en doce años que ha que la quiero más que a
la lumbre destos ojos que han de comer la
tierra, no la he visto cuatro veces; y aun
podrá ser que destas cuatro veces no hubiese
ella echado de ver la una que la miraba: tal
es el recato y encerramiento con que sus
padres, Lorenzo Corchuelo, y su madre,
Aldonza Nogales, la han criado.
—¡Ta, ta!
—dijo Sancho
—. ¿Que la hija de
Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del
Toboso, llamada por otro nombre Aldonza
Lorenzo?
—Ésa es
—dijo don Quijote
—, y es la que
merece ser señora de todo el universo.
—Bien la conozco
—dijo Sancho
—, y sé
decir que tira tan bien una barra como el más
forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el
Dador, que es moza de chapa, hecha y
derecha y de pelo en pecho, y que puede
sacar la barba del lodo a cualquier caballero
andante, o por andar, que la tuviere por
señora! ¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y
qué voz! Sé decir que se puso un día encima
del campanario del aldea a llamar unos
zagales suyos que andaban en un barbecho
de su padre, y, aunque estaban de allí más
de media legua, así la oyeron como si
estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que
tiene es que no es nada melindrosa, porque
tiene mucho de cortesana: con todos se burla
y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo,
señor Caballero de la Triste Figura, que no
solamente puede y debe vuestra merced
hacer locuras por ella, sino que, con justo
título, puede desesperarse y ahorcarse; que
nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo
demasiado de bien, puesto que le lleve el
diablo. Y querría ya verme en camino, sólo
por vella; que ha muchos días que no la veo,
y debe de estar ya trocada, porque gasta
mucho la faz de las mujeres andar siempre al
campo, al sol y al aire. Y confieso a vuestra
merced una verdad, señor don Quijote: que
hasta aquí he estado en una grande
ignorancia; que pensaba bien y fielmente que
la señora Dulcinea debía de ser alguna
princesa de quien vuestra merced estaba
enamorado, o alguna persona tal, que
mereciese los ricos presentes que vuestra
merced le ha enviado: así el del vizcaíno
como el de los galeotes, y otros muchos que
deben ser, según deben de ser muchas las
vitorias que vuestra merced ha ganado y
ganó en el tiempo que yo aún no era su
escudero. Pero, bien considerado, ¿qué se le
ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo, digo,
a la señora Dulcinea del Toboso, de que se le
vayan a hincar de rodillas delante della los
vencidos que vuestra merced le envía y ha de
enviar? Porque podría ser que, al tiempo que
ellos llegasen, estuviese ella rastrillando lino,
o trillando en las eras, y ellos se corriesen de
verla, y ella se riese y enfadase del presente.
—Ya te tengo dicho antes de agora muchas
veces, Sancho
—dijo don Quijote
—, que eres
muy grande hablador, y que, aunque de
ingenio boto, muchas veces despuntas de
agudo. Mas, para que veas cuán necio eres tú
y cuán discreto soy yo, quiero que me oyas
un breve cuento. «Has de saber que una
viuda hermosa, moza, libre y rica, y, sobre
todo, desenfadada, se enamoró de un mozo
motilón, rollizo y de buen tomo. Alcanzólo a
saber su mayor, y un día dijo a la buena
viuda, por vía de fraternal reprehensión:
''Maravillado estoy, señora, y no sin mucha
causa, de que una mujer tan principal, tan
hermosa y tan rica como vuestra merced, se
haya enamorado de un hombre tan soez, tan
bajo y tan idiota como fulano, habiendo en
esta casa tantos maestros, tantos
presentados y tantos teólogos, en quien
vuestra merced pudiera escoger como entre
peras, y decir: "Éste quiero, aquéste no
quiero"''. Mas ella le respondió, con mucho
donaire y desenvoltura:
''Vuestra merced, señor mío, está muy
engañado, y piensa muy a lo antiguo si
piensa que yo he escogido mal en fulano, por
idiota que le parece, pues, para lo que yo le
quiero, tanta filosofía sabe, y más, que
Aristóteles''».
Así que, Sancho, por lo que yo quiero a
Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más
alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los
poetas que alaban damas, debajo de un
nombre que ellos a su albedrío les ponen, es
verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las
Amariles, las Filis, las Silvias, las Dianas, las
Galateas, las Alidas y otras tales de que los
libros, los romances, las tiendas de los
barberos, los teatros de las comedias, están
llenos, fueron verdaderamente damas de
carne y hueso, y de aquéllos que las celebran
y celebraron? No, por cierto, sino que las más
se las fingen, por dar subjeto a sus versos y
porque los tengan por enamorados y por
hombres que tienen valor para serlo. Y así,
bástame a mí pensar y creer que la buena de
Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en
lo del linaje importa poco, que no han de ir a
hacer la información dél para darle algún
hábito, y yo me hago cuenta que es la más
alta princesa del mundo.
Porque has de saber, Sancho, si no lo
sabes, que dos cosas solas incitan a amar
más que otras, que son la mucha hermosura
y la buena fama; y estas dos cosas se hallan
consumadamente en Dulcinea, porque en ser
hermosa ninguna le iguala, y en la buena
fama, pocas le llegan. Y para concluir con
todo, yo imagino que todo lo que digo es así,
sin que sobre ni falte nada; y píntola en mi
imaginación como la deseo, así en la belleza
como en la principalidad, y ni la llega Elena,
ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las
famosas mujeres de las edades pretéritas,
griega, bárbara o latina.
Y diga cada uno lo que quisiere; que si por
esto fuere reprehendido de los ignorantes, no
seré castigado de los rigurosos.
—Digo que en todo tiene vuestra merced
razón
—respondió Sancho
—, y que yo soy un
asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en
mi boca, pues no se ha de mentar la soga en
casa del ahorcado. Pero venga la carta, y a
Dios, que me mudo.
Sacó el libro de memoria don Quijote, y,
apartándose a una parte, con mucho sosiego
comenzó a escribir la carta; y, en
acabándola, llamó a Sancho y le dijo que se
la quería leer, porque la tomase de memoria,
si acaso se le perdiese por el camino, porque
de su desdicha todo se podía temer. A lo cual
respondió Sancho:
—Escríbala vuestra merced dos o tres veces
ahí en el libro y démele, que yo le llevaré
bien guardado, porque pensar que yo la he
de tomar en la memoria es disparate: que la
tengo tan mala que muchas veces se me
olvida cómo me llamo. Pero, con todo eso,
dígamela vuestra merced, que me holgaré
mucho de oílla, que debe de ir como de
molde.
—Escucha, que así dice
—dijo don Quijote:
Carta de don Quijote a Dulcinea del Toboso
Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado
de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea
del Toboso, te envía la salud que él no tiene.
Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no
es en mi pro, si tus desdenes son en mi
afincamiento, maguer que yo sea asaz de
sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita,
que, además de ser fuerte, es muy duradera.
Mi buen escudero Sancho te dará entera
relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga
mía!, del modo que por tu causa quedo. Si
gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz
lo que te viniere en gusto; que, con acabar
mi vida, habré satisfecho a tu crueldad y a mi
deseo.
Tuyo hasta la muerte,
El Caballero de la Triste Figura.
—Por vida de mi padre
—dijo Sancho en
oyendo la carta
—, que es la más alta cosa
que jamás he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que
le dice vuestra merced ahí todo cuanto
quiere, y qué bien que encaja en la firma El
Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad
que es vuestra merced el mesmo diablo, y
que no haya cosa que no sepa.
—Todo es menester
—respondió don
Quijote
— para el oficio que trayo.
—Ea, pues
—dijo Sancho
—, ponga vuestra
merced en esotra vuelta la cédula de los tres
pollinos y fírmela con mucha claridad, porque
la conozcan en viéndola.
—Que me place
—dijo don Quijote.
Y, habiéndola escrito,se la leyó; que decía
ansí:
Mandará vuestra merced, por esta primera
de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho
Panza, mi escudero, tres de los cinco que
dejé en casa y están a cargo de vuestra
merced. Los cuales tres pollinos se los mando
librar y pagar por otros tantos aquí recebidos
de contado, que consta, y con su carta de
pago serán bien dados. Fecha en las entrañas
de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto
deste presente año.
—Buena está
—dijo Sancho
—; fírmela
vuestra merced.
—No es menester firmarla
—dijo don
Quijote
—, sino solamente poner mi rúbrica,
que es lo mesmo que firma, y para tres
asnos, y aun para trecientos, fuera bastante.
—Yo me confío de vuestra merced
—
respondió Sancho
—. Déjeme, iré a ensillar a
Rocinante, y aparéjese vuestra merced a
echarme su bendición, que luego pienso
partirme, sin ver las sandeces que vuestra
merced ha de hacer, que yo diré que le vi
hacer tantas que no quiera más.
—Por lo menos quiero, Sancho, y porque es
menester ansí, quiero, digo, que me veas en
cueros, y hacer una o dos docenas de
locuras, que las haré en menos de media
hora, porque, habiéndolas tú visto por tus
ojos, puedas jurar a tu salvo en las demás
que quisieres añadir; y asegúrote que no
dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
—Por amor de Dios, señor mío, que no vea
yo en cueros a vuestra merced, que me dará
mucha lástima y no podré dejar de llorar; y
tengo tal la cabeza, del llanto que anoche
hice por el rucio, que no estoy para meterme
en nuevos lloros; y si es que vuestra merced
gusta de que yo vea algunas locuras, hágalas
vestido, breves y las que le vinieren más a
cuento. Cuanto más, que para mí no era
menester nada deso, y, como ya tengo dicho,
fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha
de ser con las nuevas que vuestra merced
desea y merece. Y si no, aparéjese la señora
Dulcinea; que si no responde como es razón,
voto hago solene a quien puedo que le tengo
de sacar la buena respuesta del estómago a
coces y a bofetones. Porque, ¿dónde se ha de
sufrir que un caballero andante, tan famoso
como vuestra merced, se vuelva loco, sin qué
ni para qué, por una...? No me lo haga decir
la señora, porque por Dios que despotrique y
lo eche todo a doce, aunque nunca se venda.
¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me conoce!
¡Pues, a fe que si me conociese, que me
ayunase!
—A fe, Sancho
—dijo don Quijote
—, que, a
lo que parece, que no estás tú más cuerdo
que yo.
—No estoy tan loco
—respondió Sancho
—,
mas estoy más colérico. Pero, dejando esto
aparte, ¿qué es lo que ha de comer vuestra
merced en tanto que yo vuelvo? ¿Ha de salir
al camino, como Cardenio, a quitárselo a los
pastores?
—No te dé pena ese cuidado
—respondió
don Quijote
—, porque, aunque tuviera, no
comiera otra cosa que las yerbas y frutos que
este prado y estos árboles me dieren, que la
fineza de mi negocio está en no comer y en
hacer otras asperezas equivalentes.
—A Dios, pues. Pero, ¿sabe vuestra merced
qué temo? Que no tengo de acertar a volver
a este lugar donde agora le dejo, según está
de escondido.
—Toma bien las señas, que yo procuraré no
apartarme destos contornos –dijo don
Quijote
—, y aun tendré cuidado de subirme
por estos más altos riscos, por ver si te
descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que lo
más acertado será, para que no me yerres y
te pierdas, que cortes algunas retamas de las
muchas que por aquí hay y las vayas
poniendo de trecho a trecho, hasta salir a lo
raso, las cuales te servirán de mojones y
señales para que me halles cuando vuelvas, a
imitación del hilo del laberinto de Teseo.
—Así lo haré
—respondió Sancho Panza.
Y, cortando algunos, pidió la bendición a su
señor, y, no sin muchas lágrimas de
entrambos, se despidió dél. Y, subiendo sobre
Rocinante, a quien don Quijote encomendó
mucho, y que mirase por él como por su
propria persona, se puso en camino del llano,
esparciendo de trecho a trecho los ramos de
la retama, como su amo se lo había
aconsejado. Y así, se fue, aunque todavía le
importunaba don Quijote que le viese siquiera
hacer dos locuras. Mas no hubo andado cien
pasos, cuando volvió y dijo:
—Digo, señor, que vuestra merced ha dicho
muy bien: que, para que pueda jurar sin
cargo de conciencia que le he visto hacer
locuras, será bien que vea siquiera una,
aunque bien grande la he visto en la quedada
de vuestra merced.
—¿No te lo decía yo?
—dijo don Quijote
—.
Espérate, Sancho, que en un credo las haré.
Y, desnudándose con toda priesa las
calzones, quedó en carnes y en pañales, y
luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en
el aire y dos tumbas, la cabeza abajo y los
pies en alto, descubriendo cosas que, por no
verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a
Rocinante y se dio por contento y satisfecho
de que podía jurar que su amo quedaba loco.
Y así, le dejaremos ir su camino, hasta la
vuelta, que fue breve.
Capítulo XXVI. Donde se
prosiguen las finezas que de
enamorado hizo don Quijote
en Sierra Morena
Y, volviendo a contar lo que hizo el de la
Triste Figura después que se vio solo, dice la
historia que, así como don Quijote acabó de
dar las tumbas o vueltas, de medio abajo
desnudo y de medio arriba vestido, y que vio
que Sancho se había ido sin querer aguardar
a ver más sandeces, se subió sobre una
punta de una alta peña y allí tornó a pensar
lo que otras muchas veces había pensado, sin
haberse jamás resuelto en ello. Y era que
cuál sería mejor y le estaría más a cuento:
imitar a Roldán en las locuras desaforadas
que hizo, o Amadís en las malencónicas. Y,
hablando entre sí mesmo, decía:
—Si Roldán fue tan buen caballero y tan
valiente como todos dicen, ¿qué maravilla?,
pues, al fin, era encantado y no le podía
matar nadie si no era metiéndole un alfiler de
a blanca por la planta del pie, y él traía
siempre los zapatos con siete suelas de
hierro. Aunque no le valieron tretas contra
Bernardo del Carpio, que se las entendió y le
ahogó entre los brazos, en Roncesvalles.
Pero, dejando en él lo de la valentía a una
parte, vengamos a lo de perder el juicio, que
es cierto que le perdió, por las señales que
halló en la fontana y por las nuevas que le dio
el pastor de que Angélica había dormido más
de dos siestas con Medoro, un morillo de
cabellos enrizados y paje de Agramante; y si
él entendió que esto era verdad y que su
dama le había cometido desaguisado, no hizo
mucho en volverse loco. Pero yo, ¿cómo
puedo imitalle en las locuras, si no le imito en
la ocasión dellas? Porque mi Dulcinea del
Toboso osaré yo jurar que no ha visto en
todos los días de su vida moro alguno, ansí
como él es, en su mismo traje, y que se está
hoy como la madre que la parió; y haríale
agravio manifiesto si, imaginando otra cosa
della, me volviese loco de aquel género de
locura de Roldán el furioso. Por otra parte,
veo que Amadís de Gaula, sin perder el juicio
y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de
enamorado como el que más; porque lo que
hizo, según su historia, no fue más de que,
por verse desdeñado de su señora Oriana,
que le había mandado que no pareciese ante
su presencia hasta que fuese su voluntad, de
que se retiró a la Peña Pobre en compañía de
un ermitaño, y allí se hartó de llorar y de
encomendarse a Dios, hasta que el cielo le
acorrió, en medio de su mayor cuita y
necesidad. Y si esto es verdad, como lo es,
¿para qué quiero yo tomar trabajo agora de
desnudarme del todo, ni dar pesadumbre a
estos árboles, que no me han hecho mal
alguno? Ni tengo para qué enturbiar el agua
clara destos arroyos, los cuales me han de
dar de beber cuando tenga gana. Viva la
memoria de Amadís, y sea imitado de don
Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere;
del cual se dirá lo que del otro se dijo: que si
no acabó grandes cosas, murió por
acometellas; y si yo no soy desechado ni
desdeñado de Dulcinea del Toboso, bástame,
como ya he dicho, estar ausente della. Ea,
pues, manos a la obra: venid a mi memoria,
cosas de Amadís, y enseñadme por dónde
tengo de comenzar a imitaros. Mas ya sé que
lo más que él hizo fue rezar y encomendarse
a Dios; pero, ¿qué haré de rosario, que no le
tengo? En esto le vino al pensamiento cómo
le haría, y fue que rasgó una gran tira de las
faldas de la camisa, que andaban colgando, y
diole once ñudos, el uno más gordo que los
demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo
que allí estuvo, donde rezó un millón de
avemarías. Y lo que le fatigaba mucho era no
hallar por allí otro ermitaño que le confesase
y con quien consolarse. Y así, se entretenía
paseándose por el pradecillo, escribiendo y
grabando por las cortezas de los árboles y
por la menuda arena muchos versos, todos
acomodados a su tristeza, y algunos en
alabanza de Dulcinea. Mas los que se
pudieron hallar enteros y que se pudiesen
leer, después que a él allí le hallaron, no
fueron más que estos que aquí se siguen:
Árboles, yerbas y plantas
que en aqueste sitio estáis,
tan altos, verdes y tantas,
si de mi mal no os holgáis,
escuchad mis quejas santas.
Mi dolor no os alborote,
aunque más terrible sea,
pues, por pagaros escote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Es aquí el lugar adonde
el amador más leal
de su señora se esconde,
y ha venido a tanto mal
sin saber cómo o por dónde.
Tráele amor al estricote,
que es de muy mala ralea;
y así, hasta henchir un pipote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Buscando las aventuras
por entre las duras peñas,
maldiciendo entrañas duras,
que entre riscos y entre breñas
halla el triste desventuras,
hirióle amor con su azote,
no con su blanda correa;
y, en tocándole el cogote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
No causó poca risa en los que hallaron los
versos referidos el añadidura del Toboso al
nombre de Dulcinea, porque imaginaron que
debió de imaginar don Quijote que si, en
nombrando a Dulcinea, no decía también del
Toboso, no se podría entender la copla; y así
fue la verdad, como él después confesó.
Otros muchos escribió, pero, como se ha
dicho, no se pudieron sacar en limpio, ni
enteros, más destas tres coplas. En esto, y
en suspirar y en llamar a los faunos y
silvanos de aquellos bosques, a las ninfas de
los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le
respondiese, consolasen y escuchasen, se
entretenía, y en buscar algunas yerbas con
que sustentarse en tanto que Sancho volvía;
que, si como tardó tres días, tardara tres
semanas, el Caballero de la Triste Figura
quedara tan desfigurado que no le conociera
la madre que lo parió.
Y será bien dejalle, envuelto entre sus
suspiros y versos, por contar lo que le avino a
Sancho Panza en su mandadería. Y fue que,
en saliendo al camino real, se puso en busca
del Toboso, y otro día llegó a la venta donde
le había sucedido la desgracia de la manta; y
no la hubo bien visto, cuando le pareció que
otra vez andaba en los aires, y no quiso
entrar dentro, aunque llegó a hora que lo
pudiera y debiera hacer, por ser la del comer
y llevar en deseo de gustar algo caliente; que
había grandes días que todo era fiambre.
Esta necesidad le forzó a que llegase junto
a la venta, todavía dudoso si entraría o no. Y,
estando en esto, salieron de la venta dos
personas que luego le conocieron; y dijo el
uno al otro:
—Dígame, señor licenciado, aquel del
caballo, ¿no es Sancho Panza, el que dijo el
ama de nuestro aventurero que había salido
con su señor por escudero?
—Sí es
—dijo el licenciado
—; y aquél es el
caballo de nuestro don Quijote.
Y conociéronle tan bien como aquellos que
eran el cura y el barbero de su mismo lugar,
y los que hicieron el escrutinio y acto general
de los libros.
Los cuales, así como acabaron de conocer a
Sancho Panza y a Rocinante, deseosos de
saber de don Quijote, se fueron a él; y el
cura le llamó por su nombre, diciéndole:
—Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda
vuestro amo?
Conociólos luego Sancho Panza, y
determinó de encubrir el lugar y la suerte
donde y como su amo quedaba; y así, les
respondió que su amo quedaba ocupado en
cierta parte y en cierta cosa que le era de
mucha importancia, la cual él no podía
descubrir, por los ojos que en la cara tenía.
—No, no
—dijo el barbero
—, Sancho Panza;
si vos no nos decís dónde queda,
imaginaremos, como ya imaginamos, que vos
le habéis muerto y robado, pues venís encima
de su caballo. En verdad que nos habéis de
dar el dueño del rocín, o sobre eso, morena.
—No hay para qué conmigo amenazas, que
yo no soy hombre que robo ni mato a nadie:
a cada uno mate su ventura, o Dios, que le
hizo. Mi amo queda haciendo penitencia en la
mitad desta montaña, muy a su sabor.
Y luego, de corrida y sin parar, les contó de
la suerte que quedaba, las aventuras que le
habían sucedido y cómo llevaba la carta a la
señora Dulcinea del Toboso, que era la hija
de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba
enamorado hasta los hígados.
Quedaron admirados los dos de lo que
Sancho Panza les contaba; y, aunque ya
sabían la locura de don Quijote y el género
della, siempre que la oían se admiraban de
nuevo. Pidiéronle a Sancho Panza que les
enseñase la carta que llevaba a la señora
Dulcinea del Toboso. Él dijo que iba escrita en
un libro de memoria y que era orden de su
señor que la hiciese trasladar en papel en el
primer lugar que llegase; a lo cual dijo el cura
que se la mostrase, que él la trasladaría de
muy buena letra. Metió la mano en el seno
Sancho Panza, buscando el librillo, pero no le
halló, ni le podía hallar si le buscara hasta
agora, porque se había quedado don Quijote
con él y no se le había dado, ni a él se le
acordó de pedírsele.
Cuando Sancho vio que no hallaba el libro,
fuésele parando mortal el rostro; y,
tornándose a tentar todo el cuerpo muy
apriesa, tornó a echar de ver que no le
hallaba; y, sin más ni más, se echó
entrambos puños a las barbas y se arrancó la
mitad de ellas, y luego, apriesa y sin cesar,
se dio media docena de puñadas en el rostro
y en las narices, que se las bañó todas en
sangre. Visto lo cual por el cura y el barbero,
le dijeron que qué le había sucedido, que tan
mal se paraba.
—¿Qué me ha de suceder
—respondió
Sancho
—, sino el haber perdido de una mano
a otra, en un estante, tres pollinos, que cada
uno era como un castillo?
—¿Cómo es eso?
—replicó el barbero.
—He perdido el libro de memoria
—
respondió Sancho
—, donde venía carta para
Dulcinea y una cédula firmada de su señor,
por la cual mandaba que su sobrina me diese
tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban
en casa.
Y, con esto, les contó la pérdida del rucio.
Consolóle el cura, y díjole que, en hallando a
su señor, él le haría revalidar la manda y que
tornase a hacer la libranza en papel, como
era uso y costumbre, porque las que se
hacían en libros de memoria jamás se
acetaban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo que,
como aquello fuese ansí, que no le daba
mucha pena la pérdida de la carta de
Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria,
de la cual se podría trasladar donde y cuando
quisiesen.
—Decildo, Sancho, pues
—dijo el barbero
—,
que después la trasladaremos.
Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza
para traer a la memoria la carta, y ya se
ponía sobre un pie, y ya sobre otro; unas
veces miraba al suelo, otras al cielo; y, al
cabo de haberse roído la mitad de la yema de
un dedo, teniendo suspensos a los que
esperaban que ya la dijese, dijo al cabo de
grandísimo rato:
—Por Dios, señor licenciado, que los diablos
lleven la cosa que de la carta se me acuerda;
aunque en el principio decía: «Alta y
sobajada señora».
—No diría
—dijo el barbero
— sobajada, sino
sobrehumana o soberana señora.
—Así es
—dijo Sancho
—. Luego, si mal no
me acuerdo, proseguía..., si mal no me
acuerdo: «el llego y falto de sueño, y el ferido
besa a vuestra merced las manos, ingrata y
muy desconocida hermosa», y no sé qué
decía de salud y de enfermedad que le
enviaba, y por aquí iba escurriendo, hasta
que acababa en «Vuestro hasta la muerte, el
Caballero de la Triste Figura».
No poco gustaron los dos de ver la buena
memoria de Sancho Panza, y alabáronsela
mucho, y le pidieron que dijese la carta otras
dos veces, para que ellos, ansimesmo, la
tomasen de memoria para trasladalla a su
tiempo.
Tornóla a decir Sancho otras tres veces, y
otras tantas volvió a decir otros tres mil
disparates. Tras esto, contó asimesmo las
cosas de su amo, pero no habló palabra
acerca del manteamiento que le había
sucedido en aquella venta, en la cual
rehusaba entrar. Dijo también como su
señor, en trayendo que le trujese buen
despacho de la señora Dulcinea del Toboso,
se había de poner en camino a procurar cómo
ser emperador, o, por lo menos, monarca;
que así lo tenían concertado entre los dos, y
era cosa muy fácil venir a serlo, según era el
valor de su persona y la fuerza de su brazo; y
que, en siéndolo, le había de casar a él,
porque ya sería viudo, que no podía ser
menos, y le había de dar por mujer a una
doncella de la emperatriz, heredera de un
rico y grande estado de tierra firme, sin
ínsulos ni ínsulas, que ya no las quería.
Decía esto Sancho con tanto reposo,
limpiándose de cuando en cuando las narices,
y con tan poco juicio, que los dos se
admiraron de nuevo, considerando cuán
vehemente había sido la locura de don
Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de
aquel pobre hombre. No quisieron cansarse
en sacarle del error en que estaba,
pareciéndoles que, pues no le dañaba nada la
conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos
les sería de más gusto oír sus necedades. Y
así, le dijeron que rogase a Dios por la salud
de su señor, que cosa contingente y muy
agible era venir, con el discurso del tiempo, a
ser emperador, como él decía, o, por lo
menos, arzobispo, o otra dignidad
equivalente. A lo cual respondió Sancho:
—Señores, si la fortuna rodease las cosas
de manera que a mi amo le viniese en
voluntad de no ser emperador, sino de ser
arzobispo, querría yo saber agora qué suelen
dar los arzobispos andantes a sus escuderos.
—Suélenles dar
—respondió el cura
— algún
beneficio, simple o curado, o alguna
sacristanía, que les vale mucho de renta
rentada, amén del pie de altar, que se suele
estimar en otro tanto.
—Para eso será menester
—replicó
Sancho
— que el escudero no sea casado y
que sepa ayudar a misa, por lo menos; y si
esto es así, ¡desdichado de yo, que soy
casado y no sé la primera letra del ABC! ¿Qué
será de mí si a mi amo le da antojo de ser
arzobispo, y no emperador, como es uso y
costumbre de los caballeros andantes?
—No tengáis pena, Sancho amigo
—dijo el
barbero
—, que aquí rogaremos a vuestro
amo y se lo aconsejaremos, y aun se lo
pondremos en caso de conciencia, que sea
emperador y no arzobispo, porque le será
más fácil, a causa de que él es más valiente
que estudiante.
—Así me ha parecido a mí
—respondió
Sancho
—, aunque sé decir que para todo
tiene habilidad. Lo que yo pienso hacer de mi
parte es rogarle a Nuestro Señor que le eche
a aquellas partes donde él más se sirva y
adonde a mí más mercedes me haga.
—Vos lo decís como discreto
—dijo el cura
—
y lo haréis como buen cristiano.
Mas lo que ahora se ha de hacer es dar
orden como sacar a vuestro amo de aquella
inútil penitencia que decís que queda
haciendo; y, para pensar el modo que hemos
de tener, y para comer, que ya es hora, será
bien nos entremos en esta venta.
Sancho dijo que entrasen ellos, que él
esperaría allí fuera y que después les diría la
causa por que no entraba ni le convenía
entrar en ella; mas que les rogaba que le
sacasen allí algo de comer que fuese cosa
caliente, y, ansimismo, cebada para
Rocinante. Ellos se entraron y le dejaron, y,
de allí a poco, el barbero le sacó de comer.
Después, habiendo bien pensado entre los
dos el modo que tendrían para conseguir lo
que deseaban, vino el cura en un
pensamiento muy acomodado al gusto de don
Quijote y para lo que ellos querían. Y fue que
dijo al barbero que lo que había pensado era
que él se vestiría en hábito de doncella
andante, y que él procurase ponerse lo mejor
que pudiese como escudero, y que así irían
adonde don Quijote estaba, fingiendo ser ella
una doncella afligida y menesterosa, y le
pediría un don, el cual él no podría dejársele
de otorgar, como valeroso caballero andante.
Y que el don que le pensaba pedir era que se
viniese con ella donde ella le llevase, a
desfacelle un agravio que un mal caballero le
tenía fecho; y que le suplicaba, ansimesmo,
que no la mandase quitar su antifaz, ni la
demandase cosa de su facienda, fasta que la
hubiese fecho derecho de aquel mal
caballero; y que creyese, sin duda, que don
Quijote vendría en todo cuanto le pidiese por
este término; y que desta manera le sacarían
de allí y le llevarían a su lugar, donde
procurarían ver si tenía algún remedio su
estraña locura.
Capítulo XXVII. De cómo
salieron con su intención el
cura y el barbero, con otras
cosas dignas de que se
cuenten en esta grande
historia
No le pareció mal al barbero la invención
del cura, sino tan bien, que luego la pusieron
por obra. Pidiéronle a la ventera una saya y
unas tocas, dejándole en prendas una sotana
nueva del cura. El barbero hizo una gran
barba de una cola rucia o roja de buey, donde
el ventero tenía colgado el peine. Preguntóles
la ventera que para qué le pedían aquellas
cosas. El cura le contó en breves razones la
locura de don Quijote, y cómo convenía aquel
disfraz para sacarle de la montaña, donde a
la sazón estaba. Cayeron luego el ventero y
la ventera en que el loco era su huésped, el
del bálsamo, y el amo del manteado
escudero, y contaron al cura todo lo que con
él les había pasado, sin callar lo que tanto
callaba Sancho. En resolución, la ventera
vistió al cura de modo que no había más que
ver: púsole una saya de paño, llena de fajas
de terciopelo negro de un palmo en ancho,
todas acuchilladas, y unos corpiños de
terciopelo verde, guarnecidos con unos
ribetes de raso blanco, que se debieron de
hacer, ellos y la saya, en tiempo del rey
Wamba. No consintió el cura que le tocasen,
sino púsose en la cabeza un birretillo de
lienzo colchado que llevaba para dormir de
noche, y ciñóse por la frente una liga de
tafetán negro, y con otra liga hizo un antifaz,
con que se cubrió muy bien las barbas y el
rostro; encasquetóse su sombrero, que era
tan grande que le podía servir de quitasol, y,
cubriéndose su herreruelo, subió en su mula
a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su
barba que le llegaba a la cintura, entre roja y
blanca, como aquella que, como se ha dicho,
era hecha de la cola de un buey barroso.
Despidiéronse de todos, y de la buena de
Maritornes, que prometió de rezar un rosario,
aunque pecadora, porque Dios les diese buen
suceso en tan arduo y tan cristiano negocio
como era el que habían emprendido.
Mas, apenas hubo salido de la venta,
cuando le vino al cura un pensamiento: que
hacía mal en haberse puesto de aquella
manera, por ser cosa indecente que un
sacerdote se pusiese así, aunque le fuese
mucho en ello; y, diciéndoselo al barbero, le
rogó que trocasen trajes, pues era más justo
que él fuese la doncella menesterosa, y que
él haría el escudero, y que así se profanaba
menos su dignidad; y que si no lo quería
hacer, determinaba de no pasar adelante,
aunque a don Quijote se le llevase el diablo.
En esto, llegó Sancho, y de ver a los dos en
aquel traje no pudo tener la risa. En efeto, el
barbero vino en todo aquello que el cura
quiso, y, trocando la invención, el cura le fue
informando el modo que había de tener y las
palabras que había de decir a don Quijote
para moverle y forzarle a que con él se
viniese, y dejase la querencia del lugar que
había escogido para su vana penitencia. El
barbero respondió que, sin que se le diese
lición, él lo pondría bien en su punto. No
quiso vestirse por entonces, hasta que
estuviesen junto de donde don Quijote
estaba; y así, dobló sus vestidos, y el cura
acomodó su barba, y siguieron su camino,
guiándolos Sancho Panza; el cual les fue
contando lo que les aconteció con el loco que
hallaron en la sierra, encubriendo, empero, el
hallazgo de la maleta y de cuanto en ella
venía; que, maguer que tonto, era un poco
codicioso el mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho
había dejado puestas las señales de las
ramas para acertar el lugar donde había
dejado a su señor; y, en reconociéndole, les
dijo como aquélla era la entrada, y que bien
se podían vestir, si era que aquello hacía al
caso para la libertad de su señor; porque
ellos le habían dicho antes que el ir de
aquella suerte y vestirse de aquel modo era
toda la importancia para sacar a su amo de
aquella mala vida que había escogido, y que
le encargaban mucho que no dijese a su amo
quien ellos eran, ni que los conocía; y que si
le preguntase, como se lo había de
preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese
que sí, y que, por no saber leer, le había
respondido de palabra, diciéndole que le
mandaba, so pena de la su desgracia, que
luego al momento se viniese a ver con ella,
que era cosa que le importaba mucho;
porque con esto y con lo que ellos pensaban
decirle tenían por cosa cierta reducirle a
mejor vida, y hacer con él que luego se
pusiese en camino para ir a ser emperador o
monarca; que en lo de ser arzobispo no había
de qué temer.
Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy
bien en la memoria, y les agradeció mucho la
intención que tenían de aconsejar a su señor
fuese emperador y no arzobispo, porque él
tenía para sí que, para hacer mercedes a sus
escuderos, más podían los emperadores que
los arzobispos andantes. También les dijo que
sería bien que él fuese delante a buscarle y
darle la respuesta de su señora, que ya sería
ella bastante a sacarle de aquel lugar, sin que
ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecióles
bien lo que Sancho Panza decía, y así,
determinaron de aguardarle hasta que
volviese con las nuevas del hallazgo de su
amo.
Entróse Sancho por aquellas quebradas de
la sierra, dejando a los dos en una por donde
corría un pequeño y manso arroyo, a quien
hacían sombra agradable y fresca otras peñas
y algunos árboles que por allí estaban. El
calor, y el día que allí llegaron, era de los del
mes de agosto, que por aquellas partes suele
ser el ardor muy grande; la hora, las tres de
la tarde: todo lo cual hacía al sitio más
agradable, y que convidase a que en él
esperasen la vuelta de Sancho, como lo
hicieron. Estando, pues, los dos allí,
sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos
una voz que, sin acompañarla son de algún
otro instrumento, dulce y regaladamente
sonaba, de que no poco se admiraron, por
parecerles que aquél no era lugar donde
pudiese haber quien tan bien cantase.
Porque, aunque suele decirse que por las
selvas y campos se hallan pastores de voces
estremadas, más son encarecimientos de
poetas que verdades; y más, cuando
advirtieron que lo que oían cantar eran
versos, no de rústicos ganaderos, sino de
discretos cortesanos. Y confirmó esta verdad
haber sido los versos que oyeron éstos:
¿Quién menoscaba mis bienes?
Desdenes.
Y ¿quién aumenta mis duelos?
Los celos.
Y ¿quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia.
¿Quién me causa este dolor?
Amor.
Y ¿quién mi gloria repugna?
Fortuna.
Y ¿quién consiente en mi duelo?
El cielo
De ese modo, yo recelo
morir deste mal estraño,
pues se aumentan en mi daño,
amor, fortuna y el cielo.
¿Quién mejorará mi suerte?
La muerte.
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
Mudanza.
Y sus males, ¿quién los cura?
Locura.
De ese modo, no es cordura
querer curar la pasión
cuando los remedios son
muerte, mudanza y locura.
La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la
destreza del que cantaba causó admiración y
contento en los dos oyentes, los cuales se
estuvieron quedos, esperando si otra alguna
cosa oían; pero, viendo que duraba algún
tanto el silencio, determinaron de salir a
buscar el músico que con tan buena voz
cantaba. Y, queriéndolo poner en efeto, hizo
la mesma voz que no se moviesen, la cual
llegó de nuevo a sus oídos, cantando este
soneto:
Soneto
Santa amistad, que con ligeras alas,
tu apariencia quedándose en el suelo,
entre benditas almas, en el cielo,
subiste alegre a las impíreas salas,
desde allá, cuando quieres, nos señalas
la justa paz cubierta con un velo,
por quien a veces se trasluce el celo
de buenas obras que, a la fin, son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas
que el engaño se vista tu librea,
con que destruye a la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas,
presto ha de verse el mundo en la pelea
de la discorde confusión primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro,
y los dos, con atención, volvieron a esperar si
más se cantaba; pero, viendo que la música
se había vuelto en sollozos y en lastimeros
ayes, acordaron de saber quién era el triste,
tan estremado en la voz como doloroso en los
gemidos; y no anduvieron mucho, cuando, al
volver de una punta de una peña, vieron a un
hombre del mismo talle y figura que Sancho
Panza les había pintado cuando les contó el
cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando
los vio, sin sobresaltarse, estuvo quedo, con
la cabeza inclinada sobre el pecho a guisa de
hombre pensativo, sin alzar los ojos a
mirarlos más de la vez primera, cuando de
improviso llegaron.
El cura, que era hombre bien hablado
(como el que ya tenía noticia de su desgracia,
pues por las señas le había conocido), se
llegó a él, y con breves aunque muy discretas
razones le rogó y persuadió que aquella tan
miserable vida dejase, porque allí no la
perdiese, que era la desdicha mayor de las
desdichas. Estaba Cardenio entonces en su
entero juicio, libre de aquel furioso accidente
que tan a menudo le sacaba de sí mismo; y
así, viendo a los dos en traje tan no usado de
los que por aquellas soledades andaban, no
dejó de admirarse algún tanto, y más cuando
oyó que le habían hablado en su negocio
como en cosa sabida
—porque las razones
que el cura le dijo así lo dieron a entender
—;
y así, respondió desta manera:
—Bien veo yo, señores, quienquiera que
seáis, que el cielo, que tiene cuidado de
socorrer a los buenos, y aun a los malos
muchas veces, sin yo merecerlo, me envía,
en estos tan remotos y apartados lugares del
trato común de las gentes, algunas personas
que, poniéndome delante de los ojos con
vivas y varias razones cuán sin ella ando en
hacer la vida que hago, han procurado
sacarme désta a mejor parte; pero, como no
saben que sé yo que en saliendo deste daño
he de caer en otro mayor, quizá me deben de
tener por hombre de flacos discursos, y aun,
lo que peor sería, por de ningún juicio. Y no
sería maravilla que así fuese, porque a mí se
me trasluce que la fuerza de la imaginación
de mis desgracias es tan intensa y puede
tanto en mi perdición que, sin que yo pueda
ser parte a estobarlo, vengo a quedar como
piedra, falto de todo buen sentido y
conocimiento; y vengo a caer en la cuenta
desta verdad, cuando algunos me dicen y
muestran señales de las cosas que he hecho
en tanto que aquel terrible accidente me
señorea, y no sé más que dolerme en vano y
maldecir sin provecho mi ventura, y dar por
disculpa de mis locuras el decir la causa
dellas a cuantos oírla quieren; porque, viendo
los cuerdos cuál es la causa, no se
maravillarán de los efetos, y si no me dieren
remedio, a lo menos no me darán culpa,
convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura
en lástima de mis desgracias. Y si es que
vosotros, señores, venís con la mesma
intención que otros han venido, antes que
paséis adelante en vuestras discretas
persuasiones, os ruego que escuchéis el
cuento, que no le tiene, de mis desventuras;
porque quizá, después de entendido,
ahorraréis del trabajo que tomaréis en
consolar un mal que de todo consuelo es
incapaz.
Los dos, que no deseaban otra cosa que
saber de su mesma boca la causa de su daño,
le rogaron se la contase, ofreciéndole de no
hacer otra cosa de la que él quisiese, en su
remedio o consuelo; y con esto, el triste
caballero comenzó su lastimera historia, casi
por las mesmas palabras y pasos que la había
contado a don Quijote y al cabrero pocos días
atrás, cuando, por ocasión del maestro
Elisabat y puntualidad de don Quijote en
guardar el decoro a la caballería, se quedó el
cuento imperfeto, como la historia lo deja
contado. Pero ahora quiso la buena suerte
que se detuvo el accidente de la locura y le
dio lugar de contarlo hasta el fin; y así,
llegando al paso del billete que había hallado
don Fernando entre el libro de Amadís de
Gaula, dijo Cardenio que le tenía bien en la
memoria, y que decía desta manera:
«Luscinda a Cardenio
Cada día descubro en vos valores que me
obligan y fuerzan a que en más os estime; y
así, si quisiéredes sacarme desta deuda sin
ejecutarme en la honra, lo podréis muy bien
hacer. Padre tengo, que os conoce y que me
quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad,
cumplirá la que será justo que vos tengáis, si
es que me estimáis como decís y como yo
creo.
—»Por este billete me moví a pedir a
Luscinda por esposa, como ya os he contado,
y éste fue por quien quedó Luscinda en la
opinión de don Fernando por una de las más
discretas y avisadas mujeres de su tiempo; y
este billete fue el que le puso en deseo de
destruirme, antes que el mío se efetuase.
Díjele yo a don Fernando en lo que reparaba
el padre de Luscinda, que era en que mi
padre se la pidiese, lo cual yo no le osaba
decir, temeroso que no vendría en ello, no
porque no tuviese bien conocida la calidad,
bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y
que tenía partes bastantes para enoblecer
cualquier otro linaje de España, sino porque
yo entendía dél que deseaba que no me
casase tan presto, hasta ver lo que el duque
Ricardo hacía conmigo. En resolución, le dije
que no me aventuraba a decírselo a mi
padre, así por aquel inconveniente como por
otros muchos que me acobardaban, sin saber
cuáles eran, sino que me parecía que lo que
yo desease jamás había de tener efeto.
»A todo esto me respondió don Fernando
que él se encargaba de hablar a mi padre y
hacer con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh
Mario ambicioso, oh Catilina cruel, oh Sila
facinoroso, oh Galalón embustero, oh Vellido
traidor, oh Julián vengativo, oh Judas
codicioso! Traidor, cruel, vengativo y
embustero, ¿qué deservicios te había hecho
este triste, que con tanta llaneza te descubrió
los secretos y contentos de su corazón? ¿Qué
ofensa te hice? ¿Qué palabras te dije, o qué
consejos te di, que no fuesen todos
encaminados a acrecentar tu honra y tu
provecho? Mas, ¿de qué me
quejo?,¡desventurado de mí!, pues es cosa
cierta que cuando traen las desgracias la
corriente de las estrellas, como vienen de alto
a bajo, despeñándose con furor y con
violencia, no hay fuerza en la tierra que las
detenga, ni industria humana que prevenirlas
pueda. ¿Quién pudiera imaginar que don
Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado
de mis servicios, poderoso para alcanzar lo
que el deseo amoroso le pidiese dondequiera
que le ocupase, se había de enconar, como
suele decirse, en tomarme a mí una sola
oveja, que aún no poseía? Pero quédense
estas consideraciones aparte, como inútiles y
sin provecho, y añudemos el roto hilo de mi
desdichada historia.
»Digo, pues, que, pareciéndole a don
Fernando que mi presencia le era
inconveniente para poner en ejecución su
falso y mal pensamiento, determinó de
enviarme a su hermano mayor, con ocasión
de pedirle unos dineros para pagar seis
caballos, que de industria, y sólo para este
efeto de que me ausentase (para poder mejor
salir con su dañado intento), el mesmo día
que se ofreció hablar a mi padre los compró,
y quiso que yo viniese por el dinero. ¿Pude yo
prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura,
caer en imaginarla? No, por cierto; antes, con
grandísimo gusto, me ofrecí a partir luego,
contento de la buena compra hecha. Aquella
noche hablé con Luscinda, y le dije lo que con
don Fernando quedaba concertado, y que
tuviese firme esperanza de que tendrían efeto
nuestros buenos y justos deseos. Ella me
dijo, tan segura como yo de la traición de don
Fernando, que procurase volver presto,
porque creía que no tardaría más la
conclusión de nuestras voluntades que
tardase mi padre de hablar al suyo. No sé
qué se fue, que, en acabando de decirme
esto, se le llenaron los ojos de lágrimas y un
nudo se le atravesó en la garganta, que no le
dejaba hablar palabra de otras muchas que
me pareció que procuraba decirme.
»Quedé admirado deste nuevo accidente,
hasta allí jamás en ella visto, porque siempre
nos hablábamos, las veces que la buena
fortuna y mi diligencia lo concedía, con todo
regocijo y contento, sin mezclar en nuestras
pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas
o temores. Todo era engrandecer yo mi
ventura, por habérmela dado el cielo por
señora: exageraba su belleza, admirábame
de su valor y entendimiento. Volvíame ella el
recambio, alabando en mí lo que, como
enamorada, le parecía digno de alabanza.
Con esto, nos contábamos cien mil niñerías y
acaecimientos de nuestros vecinos y
conocidos, y a lo que más se entendía mi
desenvoltura era a tomarle, casi por fuerza,
una de sus bellas y blancas manos, y llegarla
a mi boca, según daba lugar la estrecheza de
una baja reja que nos dividía. Pero la noche
que precedió al triste día de mi partida, ella
lloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó
lleno de confusión y sobresalto, espantado de
haber visto tan nuevas y tan tristes muestras
de dolor y sentimiento en Luscinda. Pero, por
no destruir mis esperanzas, todo lo atribuí a
la fuerza del amor que me tenía y al dolor
que suele causar la ausencia en los que bien
se quieren.
»En fin, yo me partí triste y pensativo, llena
el alma de imaginaciones y sospechas, sin
saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros
indicios que me mostraban el triste suceso y
desventura que me estaba guardada. Llegué
al lugar donde era enviado. Di las cartas al
hermano de don Fernando. Fui bien recebido,
pero no bien despachado, porque me mandó
aguardar, bien a mi disgusto, ocho días, y en
parte donde el duque, su padre, no me viese,
porque su hermano le escribía que le enviase
cierto dinero sin su sabiduría. Y todo fue
invención del falso don Fernando, pues no le
faltaban a su hermano dineros para
despacharme luego. Orden y mandato fue
éste que me puso en condición de no
obedecerle, por parecerme imposible
sustentar tantos días la vida en el ausencia
de Luscinda, y más, habiéndola dejado con la
tristeza que os he contado; pero, con todo
esto, obedecí, como buen criado, aunque veía
que había de ser a costa de mi salud. » Pero,
a los cuatro días que allí llegué, llegó un
hombre en mi busca con una carta, que me
dio, que en el sobrescrito conocí ser de
Luscinda, porque la letra dél era suya. Abríla,
temeroso y con sobresalto, creyendo que
cosa grande debía de ser la que la había
movido a escribirme estando ausente, pues
presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al
hombre, antes de leerla, quién se la había
dado y el tiempo que había tardado en el
camino. Díjome que acaso, pasando por una
calle de la ciudad a la hora de medio día, una
señora muy hermosa le llamó desde una
ventana, los ojos llenos de lágrimas, y que
con mucha priesa le dijo: ''Hermano: si sois
cristiano, como parecéis, por amor de Dios os
ruego que encaminéis luego luego esta carta
al lugar y a la persona que dice el
sobrescrito, que todo es bien conocido, y en
ello haréis un gran servicio a nuestro Señor;
y, para que no os falte comodidad de poderlo
hacer, tomad lo que va en este pañuelo''. ''Y,
diciendo esto, me arrojó por la ventana un
pañuelo, donde venían atados cien reales y
esta sortija de oro que aquí traigo, con esa
carta que os he dado. Y luego, sin aguardar
respuesta mía, se quitó de la ventana;
aunque primero vio cómo yo tomé la carta y
el pañuelo, y, por señas, le dije que haría lo
que me mandaba. Y así, viéndome tan bien
pagado del trabajo que podía tomar en
traérosla y conociendo por el sobrescrito que
érades vos a quien se enviaba, porque yo,
señor, os conozco muy bien, y obligado
asimesmo de las lágrimas de aquella hermosa
señora, determiné de no fiarme de otra
persona, sino venir yo mesmo a dárosla; y en
diez y seis horas que ha que se me dio, he
hecho el camino, que sabéis que es de diez y
ocho leguas''.
»En tanto que el agradecido y nuevo correo
esto me decía, estaba yo colgado de sus
palabras, temblándome las piernas de
manera que apenas podía sostenerme. En
efeto, abrí la carta y vi que contenía estas
razones:
La palabra que don Fernando os dio de
hablar a vuestro padre para que hablase al
mío, la ha cumplido más en su gusto que en
vuestro provecho. Sabed, señor, que él me
ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de
la ventaja que él piensa que don Fernando os
hace, ha venido en lo que quiere, con tantas
veras que de aquí a dos días se ha de hacer
el desposorio, tan secreto y tan a solas, que
sólo han de ser testigos los cielos y alguna
gente de casa. Cual yo quedo, imaginaldo; si
os cumple venir, veldo; y si os quiero bien o
no, el suceso deste negocio os lo dará a
entender. A Dios plega que ésta llegue a
vuestras manos antes que la mía se vea en
condición de juntarse con la de quien tan mal
sabe guardar la fe que promete.» Éstas, en
suma, fueron las razones que la carta
contenía y las que me hicieron poner luego
en camino, sin esperar otra respuesta ni
otros dineros; que bien claro conocí entonces
que no la compra de los caballos, sino la de
su gusto, había movido a don Fernando a
enviarme a su hermano. El enojo que contra
don Fernando concebí, junto con el temor de
perder la prenda que con tantos años de
servicios y deseos tenía granjeada, me
pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro
día me puse en mi lugar, al punto y hora que
convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré
secreto, y dejé una mula en que venía en
casa del buen hombre que me había llevado
la carta; y quiso la suerte que entonces la
tuviese tan buena que hallé a Luscinda
puesta a la reja, testigo de nuestros amores.
Conocióme Luscinda luego, y conocíla yo;
mas no como debía ella conocerme y yo
conocerla. Pero, ¿quién hay en el mundo que
se pueda alabar que ha penetrado y sabido el
confuso pensamiento y condición mudable de
una mujer? Ninguno, por cierto.
»Digo, pues, que, así como Luscinda me
vio, me dijo: ''Cardenio, de boda estoy
vestida; ya me están aguardando en la sala
don Fernando el traidor y mi padre el
codicioso, con otros testigos, que antes lo
serán de mi muerte que de mi desposorio. No
te turbes, amigo, sino procura hallarte
presente a este sacrificio, el cual si no
pudiere ser estorbado de mis razones, una
daga llevo escondida que podrá estorbar más
determinadas fuerzas, dando fin a mi vida y
principio a que conozcas la voluntad que te
he tenido y tengo''. Yo le respondí turbado y
apriesa, temeroso no me faltase lugar para
responderla: ''Hagan, señora, tus obras
verdaderas tus palabras; que si tú llevas
daga para acreditarte, aquí llevo yo espada
para defenderte con ella o para matarme si la
suerte nos fuere contraria''. No creo que pudo
oír todas estas razones, porque sentí que la
llamaban apriesa, porque el desposado
aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi
tristeza, púsoseme el sol de mi alegría:
quedé sin luz en los ojos y sin discurso en el
entendimiento. No acertaba a entrar en su
casa, ni podía moverme a parte alguna; pero,
considerando cuánto importaba mi presencia
para lo que suceder pudiese en aquel caso,
me animé lo más que pude y entré en su
casa. Y, como ya sabía muy bien todas sus
entradas y salidas, y más con el alboroto que
de secreto en ella andaba, nadie me echó de
ver. Así que, sin ser visto, tuve lugar de
ponerme en el hueco que hacía una ventana
de la mesma sala, que con las puntas y
remates de dos tapices se cubría, por entre
las cuales podía yo ver, sin ser visto, todo
cuanto en la sala se hacía.
»¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos
que me dio el corazón mientras allí estuve,
los pensamientos que me ocurrieron, las
consideraciones que hice?, que fueron tantas
y tales, que ni se pueden decir ni aun es bien
que se digan. Basta que sepáis que el
desposado entró en la sala sin otro adorno
que los mesmos vestidos ordinarios que solía.
Traía por padrino a un primo hermano de
Luscinda, y en toda la sala no había persona
de fuera, sino los criados de casa. De allí a un
poco, salió de una recámara Luscinda,
acompañada de su madre y de dos doncellas
suyas, tan bien aderezada y compuesta como
su calidad y hermosura merecían, y como
quien era la perfeción de la gala y bizarría
cortesana. No me dio lugar mi suspensión y
arrobamiento para que mirase y notase en
particular lo que traía vestido; sólo pude
advertir a las colores, que eran encarnado y
blanco, y en las vislumbres que las piedras y
joyas del tocado y de todo el vestido hacían,
a todo lo cual se aventajaba la belleza
singular de sus hermosos y rubios cabellos;
tales que, en competencia de las preciosas
piedras y de las luces de cuatro hachas que
en la sala estaban, la suya con más
resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria,
enemiga mortal de mi descanso! ¿De qué
sirve representarme ahora la incomparable
belleza de aquella adorada enemiga mía? ¿No
será mejor, cruel memoria, que me acuerdes
y representes lo que entonces hizo, para que,
movido de tan manifiesto agravio, procure,
ya que no la venganza, a lo menos perder la
vida?» No os canséis, señores, de oír estas
digresiones que hago; que no es mi pena de
aquellas que puedan ni deban contarse
sucintamente y de paso, pues cada
circunstancia suya me parece a mí que es
digna de un largo discurso. A esto le
respondió el cura que no sólo no se cansaban
en oírle, sino que les daba mucho gusto las
menudencias que contaba, por ser tales, que
merecían no pasarse en silencio, y la mesma
atención que lo principal del cuento.
—«Digo, pues
—prosiguió Cardenio
—, que,
estando todos en la sala, entró el cura de la
perroquia, y, tomando a los dos por la mano
para hacer lo que en tal acto se requiere, al
decir: ''¿Queréis, señora Luscinda, al señor
don Fernando, que está presente, por vuestro
legítimo esposo, como lo manda la Santa
Madre Iglesia?'', yo saqué toda la cabeza y
cuello de entre los tapices, y con atentísimos
oídos y alma turbada me puse a escuchar lo
que Luscinda respondía, esperando de su
respuesta la sentencia de mi muerte o la
confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se
atreviera a salir entonces, diciendo a voces!:
''¡Ah Luscinda, Luscinda, mira lo que haces,
considera lo que me debes, mira que eres
mía y que no puedes ser de otro! Advierte
que el decir tú sí y el acabárseme la vida ha
de ser todo a un punto. ¡Ah traidor don
Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi
vida! ¿Qué quieres? ¿Qué pretendes?
Considera que no puedes cristianamente
llegar al fin de tus deseos, porque Luscinda
es mi esposa y yo soy su marido''. ¡Ah, loco
de mí, ahora que estoy ausente y lejos del
peligro, digo que había de hacer lo que no
hice! ¡Ahora que dejé robar mi cara prenda,
maldigo al robador, de quien pudiera
vengarme si tuviera corazón para ello como
le tengo para quejarme! En fin, pues fui
entonces cobarde y necio, no es mucho que
muera ahora corrido, arrepentido y loco.
»Estaba esperando el cura la respuesta de
Luscinda, que se detuvo un buen espacio en
darla, y, cuando yo pensé que sacaba la daga
para acreditarse, o desataba la lengua para
decir alguna verdad o desengaño que en mi
provecho redundase, oigo que dijo con voz
desmayada y flaca: ''Sí quiero''; y lo mesmo
dijo don Fernando; y, dándole el anillo,
quedaron en disoluble nudo ligados. Llegó el
desposado a abrazar a su esposa, y ella,
poniéndose la mano sobre el corazón, cayó
desmayada en los brazos de su madre. Resta
ahora decir cuál quedé yo viendo, en el sí que
había oído, burladas mis esperanzas, falsas
las palabras y promesas de Luscinda:
imposibilitado de cobrar en algún tiempo el
bien que en aquel instante había perdido.
Quedé falto de consejo, desamparado, a mi
parecer, de todo el cielo, hecho enemigo de
la tierra que me sustentaba, negándome el
aire aliento para mis suspiros y el agua
humor para mis ojos; sólo el fuego se
acrecentó de manera que todo ardía de rabia
y de celos.
»Alborotáronse todos con el desmayo de
Luscinda, y, desabrochándole su madre el
pecho para que le diese el aire, se descubrió
en él un papel cerrado, que don Fernando
tomó luego y se le puso a leer a la luz de una
de las hachas; y, en acabando de leerle, se
sentó en una silla y se puso la mano en la
mejilla, con muestras de hombre muy
pensativo, sin acudir a los remedios que a su
esposa se hacían para que del desmayo
volviese. Yo, viendo alborotada toda la gente
de casa, me aventuré a salir, ora fuese visto
o no, con determinación que si me viesen, de
hacer un desatino tal, que todo el mundo
viniera a entender la justa indignación de mi
pecho en el castigo del falso don Fernando, y
aun en el mudable de la desmayada traidora.
Pero mi suerte, que para mayores males, si
es posible que los haya, me debe tener
guardado, ordenó que en aquel punto me
sobrase el entendimiento que después acá
me ha faltado; y así, sin querer tomar
venganza de mis mayores enemigos (que,
por estar tan sin pensamiento mío, fuera fácil
tomarla), quise tomarla de mi mano y
ejecutar en mí la pena que ellos merecían; y
aun quizá con más rigor del que con ellos se
usara si entonces les diera muerte, pues la
que se recibe repentina presto acaba la pena;
mas la que se dilata con tormentos siempre
mata, sin acabar la vida.
»En fin, yo salí de aquella casa y vine a la
de aquél donde había dejado la mula; hice
que me la ensillase, sin despedirme dél subí
en ella, y salí de la ciudad, sin osar, como
otro Lot, volver el rostro a miralla; y cuando
me vi en el campo solo, y que la escuridad de
la noche me encubría y su silencio convidaba
a quejarme, sin respeto o miedo de ser
escuchado ni conocido, solté la voz y desaté
la lengua en tantas maldiciones de Luscinda y
de don Fernando, como si con ellas
satisficiera el agravio que me habían hecho.
Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa y
desagradecida; pero, sobre todos, de
codiciosa, pues la riqueza de mi enemigo la
había cerrado los ojos de la voluntad, para
quitármela a mí y entregarla a aquél con
quien más liberal y franca la fortuna se había
mostrado; y, en mitad de la fuga destas
maldiciones y vituperios, la desculpaba,
diciendo que no era mucho que una doncella
recogida en casa de sus padres, hecha y
acostumbrada siempre a obedecerlos,
hubiese querido condecender con su gusto,
pues le daban por esposo a un caballero tan
principal, tan rico y tan gentil hombre que, a
no querer recebirle, se podía pensar, o que
no tenía juicio, o que en otra parte tenía la
voluntad: cosa que redundaba tan en
perjuicio de su buena opinión y fama. Luego
volvía diciendo que, puesto que ella dijera
que yo era su esposo, vieran ellos que no
había hecho en escogerme tan mala elección,
que no la disculparan, pues antes de
ofrecérseles don Fernando no pudieran ellos
mesmos acertar a desear, si con razón
midiesen su deseo, otro mejor que yo para
esposo de su hija; y que bien pudiera ella,
antes de ponerse en el trance forzoso y
último de dar la mano, decir que ya yo le
había dado la mía; que yo viniera y
concediera con todo cuanto ella acertara a
fingir en este caso.
»En fin, me resolví en que poco amor, poco
juicio, mucha ambición y deseos de
grandezas hicieron que se olvidase de las
palabras con que me había engañado,
entretenido y sustentado en mis firmes
esperanzas y honestos deseos. Con estas
voces y con esta inquietud caminé lo que
quedaba de aquella noche, y di al amanecer
en una entrada destas sierras, por las cuales
caminé otros tres días, sin senda ni camino
alguno, hasta que vine a parar a unos
prados, que no sé a qué mano destas
montañas caen, y allí pregunté a unos
ganaderos que hacia dónde era lo más áspero
destas sierras.
Dijéronme que hacia esta parte. Luego me
encaminé a ella, con intención de acabar aquí
la vida, y, en entrando por estas asperezas,
del cansancio y de la hambre se cayó mi mula
muerta, o, lo que yo más creo, por desechar
de sí tan inútil carga como en mí llevaba. Yo
quedé a pie, rendido de la naturaleza,
traspasado de hambre, sin tener, ni pensar
buscar, quien me socorriese.
»De aquella manera estuve no sé qué
tiempo, tendido en el suelo, al cabo del cual
me levanté sin hambre, y hallé junto a mí a
unos cabreros, que, sin duda, debieron ser
los que mi necesidad remediaron, porque
ellos me dijeron de la manera que me habían
hallado, y cómo estaba diciendo tantos
disparates y desatinos, que daba indicios
claros de haber perdido el juicio; y yo he
sentido en mí, después acá, que no todas
veces le tengo cabal, sino tan desmedrado y
flaco que hago mil locuras, rasgándome los
vestidos, dando voces por estas soledades,
maldiciendo mi ventura y repitiendo en vano
el nombre amado de mi enemiga, sin tener
otro discurso ni intento entonces que
procurar acabar la vida voceando; y cuando
en mí vuelvo, me hallo tan cansado y molido,
que apenas puedo moverme. Mi más común
habitación es en el hueco de un alcornoque,
capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los
vaqueros y cabreros que andan por estas
montañas, movidos de caridad, me
sustentan, poniéndome el manjar por los
caminos y por las peñas por donde entienden
que acaso podré pasar y hallarlo; y así,
aunque entonces me falte el juicio, la
necesidad natural me da a conocer el
mantenimiento, y despierta en mí el deseo de
apetecerlo y la voluntad de tomarlo. Otras
veces me dicen ellos, cuando me encuentran
con juicio, que yo salgo a los caminos y que
se lo quito por fuerza, aunque me lo den de
grado, a los pastores que vienen con ello del
lugar a las majadas.
»Desta manera paso mi miserable y
estrema vida, hasta que el cielo sea servido
de conducirle a su último fin, o de ponerle en
mi memoria, para que no me acuerde de la
hermosura y de la traición de Luscinda y del
agravio de don Fernando; que si esto él hace
sin quitarme la vida, yo volveré a mejor
discurso mis pensamientos; donde no, no hay
sino rogarle que absolutamente tenga
misericordia de mi alma, que yo no siento en
mí valor ni fuerzas para sacar el cuerpo desta
estrecheza en que por mi gusto he querido
ponerle».
Ésta es, ¡oh señores!, la amarga historia de
mi desgracia: decidme si es tal, que pueda
celebrarse con menos sentimientos que los
que en mí habéis visto; y no os canséis en
persuadirme ni aconsejarme lo que la razón
os dijere que puede ser bueno para mi
remedio, porque ha de aprovechar conmigo lo
que aprovecha la medicina recetada de
famoso médico al enfermo que recebir no la
quiere. Yo no quiero salud sin Luscinda; y,
pues ella gustó de ser ajena, siendo, o
debiendo ser, mía, guste yo de ser de la
desventura, pudiendo haber sido de la buena
dicha. Ella quiso, con su mudanza, hacer
estable mi perdición; yo querré, con procurar
perderme, hacer contenta su voluntad, y será
ejemplo a los por venir de que a mí solo faltó
lo que a todos los desdichados sobra, a los
cuales suele ser consuelo la imposibilidad de
tenerle, y en mí es causa de mayores
sentimientos y males, porque aun pienso que
no se han de acabar con la muerte.
Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y tan
desdichada como amorosa historia. Y, al
tiempo que el cura se prevenía para decirle
algunas razones de consuelo, le suspendió
una voz que llegó a sus oídos, que en
lastimados acentos oyeron que decía lo que
se dirá en la cuarta parte desta narración,
que en este punto dio fin a la tercera el sabio
y atentado historiador Cide Hamete
Benengeli.
Cuarta parte del ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha
Capítulo XXVIII. Que trata
de la nueva y agradable
aventura que al cura y
barbero sucedió en la
mesma sierra
Felicísimos y venturosos fueron los tiempos
donde se echó al mundo el audacísimo
caballero don Quijote de la Mancha, pues por
haber tenido tan honrosa determinación
como fue el querer resucitar y volver al
mundo la ya perdida y casi muerta orden de
la andante caballería, gozamos ahora, en esta
nuestra edad, necesitada de alegres
entretenimientos, no sólo de la dulzura de su
verdadera historia, sino de los cuentos y
episodios della, que, en parte, no son menos
agradables y artificiosos y verdaderos que la
misma historia; la cual, prosiguiendo su
rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que,
así como el cura comenzó a prevenirse para
consolar a Cardenio, lo impidió una voz que
llegó a sus oídos, que, con tristes acentos,
decía desta manera:
—¡Ay Dios! ¿Si será posible que he ya
hallado lugar que pueda servir de escondida
sepultura a la carga pesada deste cuerpo,
que tan contra mi voluntad sostengo? Sí será,
si la soledad que prometen estas sierras no
me miente. ¡Ay, desdichada, y cuán más
agradable compañía harán estos riscos y
malezas a mi intención, pues me darán lugar
para que con quejas comunique mi desgracia
al cielo, que no la de ningún hombre humano,
pues no hay ninguno en la tierra de quien se
pueda esperar consejo en las dudas, alivio en
las quejas, ni remedio en los males!
Todas estas razones oyeron y percibieron el
cura y los que con él estaban, y por
parecerles, como ello era, que allí junto las
decían, se levantaron a buscar el dueño, y no
hubieron andado veinte pasos, cuando detrás
de un peñasco vieron, sentado al pie de un
fresno, a un mozo vestido como labrador, al
cual, por tener inclinado el rostro, a causa de
que se lavaba los pies en el arroyo que por
allí corría, no se le pudieron ver por entonces.
Y ellos llegaron con tanto silencio que dél no
fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa
atento que a lavarse los pies, que eran tales,
que no parecían sino dos pedazos de blanco
cristal que entre las otras piedras del arroyo
se habían nacido. Suspendióles la blancura y
belleza de los pies, pareciéndoles que no
estaban hechos a pisar terrones, ni a andar
tras el arado y los bueyes, como mostraba el
hábito de su dueño; y así, viendo que no
habían sido sentidos, el cura, que iba delante,
hizo señas a los otros dos que se agazapasen
o escondiesen detrás de unos pedazos de
peña que allí había, y así lo hicieron todos,
mirando con atención lo que el mozo hacía; el
cual traía puesto un capotillo pardo de dos
haldas, muy ceñido al cuerpo con una toalla
blanca. Traía, ansimesmo, unos calzones y
polainas de paño pardo, y en la cabeza una
montera parda. Tenía las polainas levantadas
hasta la mitad de la pierna, que, sin duda
alguna, de blanco alabastro parecía. Acabóse
de lavar los hermosos pies, y luego, con un
paño de tocar, que sacó debajo de la
montera, se los limpió; y, al querer
quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los
que mirándole estaban de ver una hermosura
incomparable; tal, que Cardenio dijo al cura,
con voz baja:
—Ésta, ya que no es Luscinda, no es
persona humana, sino divina.
El mozo se quitó la montera, y, sacudiendo
la cabeza a una y a otra parte, se
comenzaron a descoger y desparcir unos
cabellos, que pudieran los del sol tenerles
envidia. Con esto conocieron que el que
parecía labrador era mujer, y delicada, y aun
la más hermosa que hasta entonces los ojos
de los dos habían visto, y aun los de
Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a
Luscinda; que después afirmó que sola la
belleza de Luscinda podía contender con
aquélla. Los luengos y rubios cabellos no sólo
le cubrieron las espaldas, mas toda en torno
la escondieron debajo de ellos; que si no eran
los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se
parecía: tales y tantos eran. En esto, les
sirvió de peine unas manos, que si los pies en
el agua habían parecido pedazos de cristal,
las manos en los cabellos semejaban pedazos
de apretada nieve; todo lo cual, en más
admiración y en más deseo de saber quién
era ponía a los tres que la miraban.
Por esto determinaron de mostrarse, y, al
movimiento que hicieron de ponerse en pie,
la hermosa moza alzó la cabeza, y,
apartándose los cabellos de delante de los
ojos con entrambas manos, miró los que el
ruido hacían; y apenas los hubo visto, cuando
se levantó en pie, y, sin aguardar a calzarse
ni a recoger los cabellos, asió con mucha
presteza un bulto, como de ropa, que junto a
sí tenía, y quiso ponerse en huida, llena de
turbación y sobresalto; mas no hubo dado
seis pasos cuando, no pudiendo sufrir los
delicados pies la aspereza de las piedras, dio
consigo en el suelo. Lo cual visto por los tres,
salieron a ella, y el cura fue el primero que le
dijo:
—Deteneos, señora, quienquiera que seáis,
que los que aquí veis sólo tienen intención de
serviros. No hay para qué os pongáis en tan
impertinente huida, porque ni vuestros pies lo
podrán sufrir ni nosotros consentir. A todo
esto, ella no respondía palabra, atónita y
confusa. Llegaron, pues, a ella, y, asiéndola
por la mano el cura, prosiguió diciendo:
—Lo que vuestro traje, señora, nos niega,
vuestros cabellos nos descubren: señales
claras que no deben de ser de poco momento
las causas que han disfrazado vuestra belleza
en hábito tan indigno, y traídola a tanta
soledad como es ésta, en la cual ha sido
ventura el hallaros, si no para dar remedio a
vuestros males, a lo menos para darles
consejo, pues ningún mal puede fatigar
tanto, ni llegar tan al estremo de serlo,
mientras no acaba la vida, que rehúya de no
escuchar siquiera el consejo que con buena
intención se le da al que lo padece. Así que,
señora mía, o señor mío, o lo que vos
quisierdes ser, perded el sobresalto que
nuestra vista os ha causado y contadnos
vuestra buena o mala suerte; que en
nosotros juntos, o en cada uno, hallaréis
quien os ayude a sentir vuestras desgracias.
En tanto que el cura decía estas razones,
estaba la disfrazada moza como embelesada,
mirándolos a todos, sin mover labio ni decir
palabra alguna: bien así como rústico aldeano
que de improviso se le muestran cosas raras
y dél jamás vistas. Mas, volviendo el cura a
decirle otras razones al mesmo efeto
encaminadas, dando ella un profundo suspiro,
rompió el silencio y dijo:
—Pues que la soledad destas sierras no ha
sido parte para encubrirme, ni la soltura de
mis descompuestos cabellos no ha permitido
que sea mentirosa mi lengua, en balde sería
fingir yo de nuevo ahora lo que, si se me
creyese, sería más por cortesía que por otra
razón alguna. Presupuesto esto, digo,
señores, que os agradezco el ofrecimiento
que me habéis hecho, el cual me ha puesto
en obligación de satisfaceros en todo lo que
me habéis pedido, puesto que temo que la
relación que os hiciere de mis desdichas os
ha de causar, al par de la compasión, la
pesadumbre, porque no habéis de hallar
remedio para remediarlas ni consuelo para
entretenerlas. Pero, con todo esto, porque no
ande vacilando mi honra en vuestras
intenciones, habiéndome ya conocido por
mujer y viéndome moza, sola y en este traje,
cosas todas juntas, y cada una por sí, que
pueden echar por tierra cualquier honesto
crédito, os habré de decir lo que quisiera
callar si pudiera.
Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa
mujer parecía, con tan suelta lengua, con voz
tan suave, que no menos les admiró su
discreción que su hermosura. Y, tornándole a
hacer nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos
para que lo prometido cumpliese, ella, sin
hacerse más de rogar, calzándose con toda
honestidad y recogiendo sus cabellos, se
acomodó en el asiento de una piedra, y,
puestos los tres alrededor della, haciéndose
fuerza por detener algunas lágrimas que a los
ojos se le venían, con voz reposada y clara,
comenzó la historia de su vida desta manera:
—«En esta Andalucía hay un lugar de quien
toma título un duque, que le hace uno de los
que llaman grandes en España. Éste tiene
dos hijos: el mayor, heredero de su estado,
y, al parecer, de sus buenas costumbres; y el
menor, no sé yo de qué sea heredero, sino de
las traiciones de Vellido y de los embustes de
Galalón. Deste señor son vasallos mis padres,
humildes en linaje, pero tan ricos que si los
bienes de su naturaleza igualaran a los de su
fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni
yo temiera verme en la desdicha en que me
veo; porque quizá nace mi poca ventura de la
que no tuvieron ellos en no haber nacido
ilustres. Bien es verdad que no son tan bajos
que puedan afrentarse de su estado, ni tan
altos que a mí me quiten la imaginación que
tengo de que de su humildad viene mi
desgracia. Ellos, en fin, son labradores, gente
llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante,
y, como suele decirse, cristianos viejos
ranciosos; pero tan ricos que su riqueza y
magnífico trato les va poco a poco
adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de
caballeros. Puesto que de la mayor riqueza y
nobleza que ellos se preciaban era de
tenerme a mí por hija; y, así por no tener
otra ni otro que los heredase como por ser
padres, y aficionados, yo era una de las más
regaladas hijas que padres jamás regalaron.
Era el espejo en que se miraban, el báculo de
su vejez, y el sujeto a quien encaminaban,
midiéndolos con el cielo, todos sus deseos;
de los cuales, por ser ellos tan buenos, los
míos no salían un punto. Y del mismo modo
que yo era señora de sus ánimos, ansí lo era
de su hacienda: por mí se recebían y
despedían los criados; la razón y cuenta de lo
que se sembraba y cogía pasaba por mi
mano; los molinos de aceite, los lagares de
vino, el número del ganado mayor y menor,
el de las colmenas. Finalmente, de todo
aquello que un tan rico labrador como mi
padre puede tener y tiene, tenía yo la cuenta,
y era la mayordoma y señora, con tanta
solicitud mía y con tanto gusto suyo, que
buenamente no acertaré a encarecerlo. Los
ratos que del día me quedaban, después de
haber dado lo que convenía a los mayorales,
a capataces y a otros jornaleros, los
entretenía en ejercicios que son a las
doncellas tan lícitos como necesarios, como
son los que ofrece la aguja y la almohadilla, y
la rueca muchas veces; y si alguna, por
recrear el ánimo, estos ejercicios dejaba, me
acogía al entretenimiento de leer algún libro
devoto, o a tocar una arpa, porque la
experiencia me mostraba que la música
compone los ánimos descompuestos y alivia
los trabajos que nacen del espíritu.
»Ésta, pues, era la vida que yo tenía en
casa de mis padres, la cual, si tan
particularmente he contado, no ha sido por
ostentación ni por dar a entender que soy
rica, sino porque se advierta cuán sin culpa
me he venido de aquel buen estado que he
dicho al infelice en que ahora me hallo. Es,
pues, el caso que, pasando mi vida en tantas
ocupaciones y en un encerramiento tal que al
de un monesterio pudiera compararse, sin ser
vista, a mi parecer, de otra persona alguna
que de los criados de casa, porque los días
que iba a misa era tan de mañana, y tan
acompañada de mi madre y de otras criadas,
y yo tan cubierta y recatada que apenas vían
mis ojos más tierra de aquella donde ponía
los pies; y, con todo esto, los del amor, o los
de la ociosidad, por mejor decir, a quien los
de lince no pueden igualarse, me vieron,
puestos en la solicitud de don Fernando, que
éste es el nombre del hijo menor del duque
que os he contado».
No hubo bien nombrado a don Fernando la
que el cuento contaba, cuando a Cardenio se
le mudó la color del rostro, y comenzó a
trasudar, con tan grande alteración que el
cura y el barbero, que miraron en ello,
temieron que le venía aquel accidente de
locura que habían oído decir que de cuando
en cuando le venía. Mas Cardenio no hizo
otra cosa que trasudar y estarse quedo,
mirando de hito en hito a la labradora,
imaginando quién ella era; la cual, sin
advertir en los movimientos de Cardenio,
prosiguió su historia, diciendo:
—«Y no me hubieron bien visto cuando,
según él dijo después, quedó tan preso de
mis amores cuanto lo dieron bien a entender
sus demostraciones. Mas, por acabar presto
con el cuento, que no le tiene, de mis
desdichas, quiero pasar en silencio las
diligencias que don Fernando hizo para
declararme su voluntad. Sobornó toda la
gente de mi casa, dio y ofreció dádivas y
mercedes a mis parientes. Los días eran
todos de fiesta y de regocijo en mi calle; las
noches no dejaban dormir a nadie las
músicas. Los billetes que, sin saber cómo, a
mis manos venían, eran infinitos, llenos de
enamoradas razones y ofrecimientos, con
menos letras que promesas y juramentos.
Todo lo cual no sólo no me ablandaba, pero
me endurecía de manera como si fuera mi
mortal enemigo, y que todas las obras que
para reducirme a su voluntad hacía, las
hiciera para el efeto contrario; no porque a
mí me pareciese mal la gentileza de don
Fernando, ni que tuviese a demasía sus
solicitudes; porque me daba un no sé qué de
contento verme tan querida y estimada de un
tan principal caballero, y no me pesaba ver
en sus papeles mis alabanzas: que en esto,
por feas que seamos las mujeres, me parece
a mí que siempre nos da gusto el oír que nos
llaman hermosas.
»Pero a todo esto se opone mi honestidad y
los consejos continuos que mis padres me
daban, que ya muy al descubierto sabían la
voluntad de don Fernando, porque ya a él no
se le daba nada de que todo el mundo la
supiese. Decíanme mis padres que en sola mi
virtud y bondad dejaban y depositaban su
honra y fama, y que considerase la
desigualdad que había entre mí y don
Fernando, y que por aquí echaría de ver que
sus pensamientos, aunque él dijese otra
cosa, mas se encaminaban a su gusto que a
mi provecho; y que si yo quisiese poner en
alguna manera algún inconveniente para que
él se dejase de su injusta pretensión, que
ellos me casarían luego con quien yo más
gustase: así de los más principales de
nuestro lugar como de todos los
circunvecinos, pues todo se podía esperar de
su mucha hacienda y de mi buena fama. Con
estos ciertos prometimientos, y con la verdad
que ellos me decían, fortificaba yo mi
entereza, y jamás quise responder a don
Fernando palabra que le pudiese mostrar,
aunque de muy lejos, esperanza de alcanzar
su deseo.
»Todos estos recatos míos, que él debía de
tener por desdenes, debieron de ser causa de
avivar más su lascivo apetito, que este
nombre quiero dar a la voluntad que me
mostraba; la cual, si ella fuera como debía,
no la supiérades vosotros ahora, porque
hubiera faltado la ocasión de decírosla.
Finalmente, don Fernando supo que mis
padres andaban por darme estado, por
quitalle a él la esperanza de poseerme, o, a lo
menos, porque yo tuviese más guardas para
guardarme; y esta nueva o sospecha fue
causa para que hiciese lo que ahora oiréis. Y
fue que una noche, estando yo en mi
aposento con sola la compañía de una
doncella que me servía, teniendo bien
cerradas las puertas, por temor que, por
descuido, mi honestidad no se viese en
peligro, sin saber ni imaginar cómo, en medio
destos recatos y prevenciones, y en la
soledad deste silencio y encierro, me le hallé
delante, cuya vista me turbó de manera que
me quitó la de mis ojos y me enmudeció la
lengua; y así, no fui poderosa de dar voces,
ni aun él creo que me las dejara dar, porque
luego se llegó a mí, y, tomándome entre sus
brazos (porque yo, como digo, no tuve
fuerzas para defenderme, según estaba
turbada), comenzó a decirme tales razones,
que no sé cómo es posible que tenga tanta
habilidad la mentira que las sepa componer
de modo que parezcan tan verdaderas. Hacía
el traidor que sus lágrimas acreditasen sus
palabras y los suspiros su intención. Yo,
pobrecilla, sola entre los míos, mal ejercitada
en casos semejantes, comencé, no sé en qué
modo, a tener por verdaderas tantas
falsedades, pero no de suerte que me
moviesen a compasión menos que buena sus
lágrimas y suspiros.
»Y así, pasándoseme aquel sobresalto
primero, torné algún tanto a cobrar mis
perdidos espíritus, y con más ánimo del que
pensé que pudiera tener, le dije: ''Si como
estoy, señor, en tus brazos, estuviera entre
los de un león fiero y el librarme dellos se me
asegurara con que hiciera, o dijera, cosa que
fuera en perjuicio de mi honestidad, así fuera
posible hacella o decilla como es posible dejar
de haber sido lo que fue. Así que, si tú tienes
ceñido mi cuerpo con tus brazos, yo tengo
atada mi alma con mis buenos deseos, que
son tan diferentes de los tuyos como lo verás
si con hacerme fuerza quisieres pasar
adelante en ellos. Tu vasalla soy, pero no tu
esclava; ni tiene ni debe tener imperio la
nobleza de tu sangre para deshonrar y tener
en poco la humildad de la mía; y en tanto me
estimo yo, villana y labradora, como tú, señor
y caballero. Conmigo no han de ser de ningún
efecto tus fuerzas, ni han de tener valor tus
riquezas, ni tus palabras han de poder
engañarme, ni tus suspiros y lágrimas
enternecerme.
Si alguna de todas estas cosas que he dicho
viera yo en el que mis padres me dieran por
esposo, a su voluntad se ajustara la mía, y
mi voluntad de la suya no saliera; de modo
que, como quedara con honra, aunque
quedara sin gusto, de grado te entregara lo
que tú, señor, ahora con tanta fuerza
procuras. Todo esto he dicho porque no es
pensar que de mí alcance cosa alguna el que
no fuere mi ligítimo esposo''. ''Si no reparas
más que en eso, bellísima Dorotea
—(que
éste es el nombre desta desdichada), dijo el
desleal caballero
—, ves: aquí te doy la mano
de serlo tuyo, y sean testigos desta verdad
los cielos, a quien ninguna cosa se asconde, y
esta imagen de Nuestra Señora que aquí
tienes''.»
Cuando Cardenio le oyó decir que se
llamaba Dorotea, tornó de nuevo a sus
sobresaltos y acabó de confirmar por
verdadera su primera opinión; pero no quiso
interromper el cuento, por ver en qué venía a
parar lo que él ya casi sabía; sólo dijo:
—¿Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra
he oído yo decir del mesmo, que quizá corre
parejas con tus desdichas. Pasa adelante, que
tiempo vendrá en que te diga cosas que te
espanten en el mesmo grado que te lastimen.
Reparó Dorotea en las razones de Cardenio
y en su estraño y desastrado traje, y rogóle
que si alguna cosa de su hacienda sabía, se la
dijese luego; porque si algo le había dejado
bueno la fortuna, era el ánimo que tenía para
sufrir cualquier desastre que le sobreviniese,
segura de que, a su parecer, ninguno podía
llegar que el que tenía acrecentase un punto.
—No le perdiera yo, señora
—respondió
Cardenio
—, en decirte lo que pienso, si fuera
verdad lo que imagino; y hasta ahora no se
pierde coyuntura, ni a ti te importa nada el
saberlo.
—Sea lo que fuere
—respondió Dorotea
—,
«lo que en mi cuento pasa fue que, tomando
don Fernando una imagen que en aquel
aposento estaba, la puso por testigo de
nuestro desposorio. Con palabras eficacísimas
y juramentos estraordinarios, me dio la
palabra de ser mi marido, puesto que, antes
que acabase de decirlas, le dije que mirase
bien lo que hacía y que considerase el enojo
que su padre había de recebir de verle
casado con una villana vasalla suya; que no
le cegase mi hermosura, tal cual era, pues no
era bastante para hallar en ella disculpa de su
yerro, y que si algún bien me quería hacer,
por el amor que me tenía, fuese dejar correr
mi suerte a lo igual de lo que mi calidad
podía, porque nunca los tan desiguales
casamientos se gozan ni duran mucho en
aquel gusto con que se comienzan.
»Todas estas razones que aquí he dicho le
dije, y otras muchas de que no me acuerdo,
pero no fueron parte para que él dejase de
seguir su intento, bien ansí como el que no
piensa pagar, que, al concertar de la barata,
no repara en inconvenientes. Yo, a esta
sazón, hice un breve discurso conmigo, y me
dije a mí mesma: ''Sí, que no seré yo la
primera que por vía de matrimonio haya
subido de humilde a grande estado, ni será
don Fernando el primero a quien hermosura,
o ciega afición, que es lo más cierto, haya
hecho tomar compañía desigual a su
grandeza. Pues si no hago ni mundo ni uso
nuevo, bien es acudir a esta honra que la
suerte me ofrece, puesto que en éste no dure
más la voluntad que me muestra de cuanto
dure el cumplimiento de su deseo; que, en
fin, para con Dios seré su esposa. Y si quiero
con desdenes despedille, en término le veo
que, no usando el que debe, usará el de la
fuerza y vendré a quedar deshonrada y sin
disculpa de la culpa que me podía dar el que
no supiere cuán sin ella he venido a este
punto. Porque, ¿qué razones serán bastantes
para persuadir a mis padres, y a otros, que
este caballero entró en mi aposento sin
consentimiento mío?''
»Todas estas demandas y respuestas
revolví yo en un instante en la imaginación;
y, sobre todo, me comenzaron a hacer fuerza
y a inclinarme a lo que fue, sin yo pensarlo,
mi perdición: los juramentos de don
Fernando, los testigos que ponía, las lágrimas
que derramaba, y, finalmente, su dispusición
y gentileza, que, acompañada con tantas
muestras de verdadero amor, pudieran rendir
a otro tan libre y recatado corazón como el
mío.
Llamé a mi criada, para que en la tierra
acompañase a los testigos del cielo; tornó
don Fernando a reiterar y confirmar sus
juramentos; añadió a los primeros nuevos
santos por testigos; echóse mil futuras
maldiciones, si no cumpliese lo que me
prometía; volvió a humedecer sus ojos y a
acrecentar sus suspiros; apretóme más entre
sus brazos, de los cuales jamás me había
dejado; y con esto, y con volverse a salir del
aposento mi doncella, yo dejé de serlo y él
acabó de ser traidor y fementido.
»El día que sucedió a la noche de mi
desgracia se venía aun no tan apriesa como
yo pienso que don Fernando deseaba,
porque, después de cumplido aquello que el
apetito pide, el mayor gusto que puede venir
es apartarse de donde le alcanzaron. Digo
esto porque don Fernando dio priesa por
partirse de mí, y, por industria de mi
doncella, que era la misma que allí le había
traído, antes que amaneciese se vio en la
calle. Y, al despedirse de mí, aunque no con
tanto ahínco y vehemencia como cuando
vino, me dijo que estuviese segura de su fe y
de ser firmes y verdaderos sus juramentos;
y, para más confirmación de su palabra, sacó
un rico anillo del dedo y lo puso en el mío. En
efecto, él se fue y yo quedé ni sé si triste o
alegre; esto sé bien decir: que quedé confusa
y pensativa, y casi fuera de mí con el nuevo
acaecimiento, y no tuve ánimo, o no se me
acordó, de reñir a mi doncella por la traición
cometida de encerrar a don Fernando en mi
mismo aposento, porque aún no me
determinaba si era bien o mal el que me
había sucedido. Díjele, al partir, a don
Fernando que por el mesmo camino de
aquélla podía verme otras noches, pues ya
era suya, hasta que, cuando él quisiese,
aquel hecho se publicase. Pero no vino otra
alguna, si no fue la siguiente, ni yo pude
verle en la calle ni en la iglesia en más de un
mes; que en vano me cansé en solicitallo,
puesto que supe que estaba en la villa y que
los más días iba a caza, ejercicio de que él
era muy aficionado.
»Estos días y estas horas bien sé yo que
para mí fueron aciagos y menguadas, y bien
sé que comencé a dudar en ellos, y aun a
descreer de la fe de don Fernando; y sé
también que mi doncella oyó entonces las
palabras que en reprehensión de su
atrevimiento antes no había oído; y sé que
me fue forzoso tener cuenta con mis lágrimas
y con la compostura de mi rostro, por no dar
ocasión a que mis padres me preguntasen
que de qué andaba descontenta y me
obligasen a buscar mentiras que decilles.
Pero todo esto se acabó en un punto,
llegándose uno donde se atropellaron
respectos y se acabaron los honrados
discursos, y adonde se perdió la paciencia y
salieron a plaza mis secretos pensamientos. Y
esto fue porque, de allí a pocos días, se dijo
en el lugar como en una ciudad allí cerca se
había casado don Fernando con una doncella
hermosísima en todo estremo, y de muy
principales padres, aunque no tan rica que,
por la dote, pudiera aspirar a tan noble
casamiento. Díjose que se llamaba Luscinda,
con otras cosas que en sus desposorios
sucedieron dignas de admiración.»
Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no
hizo otra cosa que encoger los hombros,
morderse los labios, enarcar las cejas y dejar
de allí a poco caer por sus ojos dos fuentes
de lágrimas. Mas no por esto dejó Dorotea de
seguir su cuento, diciendo:
—«Llegó esta triste nueva a mis oídos, y,
en lugar de helárseme el corazón en oílla, fue
tanta la cólera y rabia que se encendió en él,
que faltó poco para no salirme por las calles
dando voces, publicando la alevosía y traición
que se me había hecho. Mas templóse esta
furia por entonces con pensar de poner
aquella mesma noche por obra lo que puse:
que fue ponerme en este hábito, que me dio
uno de los que llaman zagales en casa de los
labradores, que era criado de mi padre, al
cual descubrí toda mi desventura, y le rogué
me acompañase hasta la ciudad donde
entendí que mi enemigo estaba. Él, después
que hubo reprehendido mi atrevimiento y
afeado mi determinación, viéndome resuelta
en mi parecer, se ofreció a tenerme
compañía, como él dijo, hasta el cabo del
mundo. Luego, al momento, encerré en una
almohada de lienzo un vestido de mujer, y
algunas joyas y dineros, por lo que podía
suceder. Y en el silencio de aquella noche, sin
dar cuenta a mi traidora doncella, salí de mi
casa, acompañada de mi criado y de muchas
imaginaciones, y me puse en camino de la
ciudad a pie, llevada en vuelo del deseo de
llegar, ya que no a estorbar lo que tenía por
hecho, a lo menos a decir a don Fernando me
dijese con qué alma lo había hecho.
»Llegué en dos días y medio donde quería,
y, en entrando por la ciudad, pregunté por la
casa de los padres de Luscinda, y al primero
a quien hice la pregunta me respondió más
de lo que yo quisiera oír. Díjome la casa y
todo lo que había sucedido en el desposorio
de su hija, cosa tan pública en la ciudad, que
se hace en corrillos para contarla por toda
ella. Díjome que la noche que don Fernando
se desposó con Luscinda, después de haber
ella dado el sí de ser su esposa, le había
tomado un recio desmayo, y que, llegando su
esposo a desabrocharle el pecho para que le
diese el aire, le halló un papel escrito de la
misma letra de Luscinda, en que decía y
declaraba que ella no podía ser esposa de
don Fernando, porque lo era de Cardenio,
que, a lo que el hombre me dijo, era un
caballero muy principal de la mesma ciudad;
y que si había dado el sí a don Fernando, fue
por no salir de la obediencia de sus padres.
En resolución, tales razones dijo que contenía
el papel, que daba a entender que ella había
tenido intención de matarse en acabándose
de desposar, y daba allí las razones por que
se había quitado la vida. Todo lo cual dicen
que confirmó una daga que le hallaron no sé
en qué parte de sus vestidos. Todo lo cual
visto por don Fernando, pareciéndole que
Luscinda le había burlado y escarnecido y
tenido en poco, arremetió a ella, antes que
de su desmayo volviese, y con la misma daga
que le hallaron la quiso dar de puñaladas; y
lo hiciera si sus padres y los que se hallaron
presentes no se lo estorbaran. Dijeron más:
que luego se ausentó don Fernando, y que
Luscinda no había vuelto de su parasismo
hasta otro día, que contó a sus padres cómo
ella era verdadera esposa de aquel Cardenio
que he dicho. Supe más: que el Cardenio,
según decían, se halló presente en los
desposorios, y que, en viéndola desposada, lo
cual él jamás pensó, se salió de la ciudad
desesperado, dejándole primero escrita una
carta, donde daba a entender el agravio que
Luscinda le había hecho, y de cómo él se iba
adonde gentes no le viesen.
»Esto todo era público y notorio en toda la
ciudad, y todos hablaban dello; y más
hablaron cuando supieron que Luscinda había
faltado de casa de sus padres y de la ciudad,
pues no la hallaron en toda ella, de que
perdían el juicio sus padres y no sabían qué
medio se tomar para hallarla. Esto que supe
puso en bando mis esperanzas, y tuve por
mejor no haber hallado a don Fernando, que
no hallarle casado, pareciéndome que aún no
estaba del todo cerrada la puerta a mi
remedio, dándome yo a entender que podría
ser que el cielo hubiese puesto aquel
impedimento en el segundo matrimonio, por
atraerle a conocer lo que al primero debía, y
a caer en la cuenta de que era cristiano y que
estaba más obligado a su alma que a los
respetos humanos. Todas estas cosas
revolvía en mi fantasía, y me consolaba sin
tener consuelo, fingiendo unas esperanzas
largas y desmayadas, para entretener la vida,
que ya aborrezco.
»Estando, pues, en la ciudad, sin saber qué
hacerme, pues a don Fernando no hallaba,
llegó a mis oídos un público pregón, donde se
prometía grande hallazgo a quien me hallase,
dando las señas de la edad y del mesmo traje
que traía; y oí decir que se decía que me
había sacado de casa de mis padres el mozo
que conmigo vino, cosa que me llegó al alma,
por ver cuán de caída andaba mi crédito,
pues no bastaba perderle con mi venida, sino
añadir el con quién, siendo subjeto tan bajo y
tan indigno de mis buenos pensamientos. Al
punto que oí el pregón, me salí de la ciudad
con mi criado, que ya comenzaba a dar
muestras de titubear en la fe que de fidelidad
me tenía prometida, y aquella noche nos
entramos por lo espeso desta montaña, con
el miedo de no ser hallados. Pero, como suele
decirse que un mal llama a otro, y que el fin
de una desgracia suele ser principio de otra
mayor, así me sucedió a mí, porque mi buen
criado, hasta entonces fiel y seguro, así como
me vio en esta soledad, incitado de su
mesma bellaquería antes que de mi
hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión
que, a su parecer, estos yermos le ofrecían;
y, con poca vergüenza y menos temor de
Dios ni respeto mío, me requirió de amores;
y, viendo que yo con feas y justas palabras
respondía a las desvergüenzas de sus
propósitos, dejó aparte los ruegos, de quien
primero pensó aprovecharse, y comenzó a
usar de la fuerza. Pero el justo cielo, que
pocas o ningunas veces deja de mirar y
favorecer a las justas intenciones, favoreció
las mías, de manera que con mis pocas
fuerzas, y con poco trabajo, di con él por un
derrumbadero, donde le dejé, ni sé si muerto
o si vivo; y luego, con más ligereza que mi
sobresalto y cansancio pedían, me entré por
estas montañas, sin llevar otro pensamiento
ni otro disignio que esconderme en ellas y
huir de mi padre y de aquellos que de su
parte me andaban buscando.
»Con este deseo, ha no sé cuántos meses
que entré en ellas, donde hallé un ganadero
que me llevó por su criado a un lugar que
está en las entrañas desta sierra, al cual he
servido de zagal todo este tiempo,
procurando estar siempre en el campo por
encubrir estos cabellos que ahora, tan si
pensarlo, me han descubierto. Pero toda mi
industria y toda mi solicitud fue y ha sido de
ningún provecho, pues mi amo vino en
conocimiento de que yo no era varón, y nació
en él el mesmo mal pensamiento que en mi
criado; y, como no siempre la fortuna con los
trabajos da los remedios, no hallé
derrumbadero ni barranco de donde despeñar
y despenar al amo, como le hallé para el
criado; y así, tuve por menor inconveniente
dejalle y asconderme de nuevo entre estas
asperezas que probar con él mis fuerzas o
mis disculpas. Digo, pues, que me torné a
emboscar, y a buscar donde sin impedimento
alguno pudiese con suspiros y lágrimas rogar
al cielo se duela de mi desventura y me dé
industria y favor para salir della, o para dejar
la vida entre estas soledades, sin que quede
memoria desta triste, que tan sin culpa suya
habrá dado materia para que de ella se hable
y murmure en la suya y en las ajenas
tierras.»
Capítulo XXIX. Que trata
de la discreción de la
hermosa Dorotea, con otras
cosas de mucho gusto y
pasatiempo
—Esta es, señores, la verdadera historia de
mi tragedia: mirad y juzgad ahora si los
suspiros que escuchastes, las palabras que
oístes y las lágrimas que de mis ojos salían,
tenían ocasión bastante para mostrarse en
mayor abundancia; y, considerada la calidad
de mi desgracia, veréis que será en vano el
consuelo, pues es imposible el remedio della.
Sólo os ruego (lo que con facilidad podréis y
debéis hacer) que me aconsejéis dónde podré
pasar la vida sin que me acabe el temor y
sobresalto que tengo de ser hallada de los
que me buscan; que, aunque sé que el
mucho amor que mis padres me tienen me
asegura que seré dellos bien recebida, es
tanta la vergüenza que me ocupa sólo el
pensar que, no como ellos pensaban, tengo
de parecer a su presencia, que tengo por
mejor desterrarme para siempre de ser vista
que no verles el rostro, con pensamiento que
ellos miran el mío ajeno de la honestidad que
de mí se debían de tener prometida. Calló en
diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un
color que mostró bien claro el sentimiento y
vergüenza del alma. En las suyas sintieron
los que escuchado la habían tanta lástima
como admiración de su desgracia; y, aunque
luego quisiera el cura consolarla y
aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio,
diciendo:
—En fin, señora, que tú eres la hermosa
Dorotea, la hija única del rico Clenardo.
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el
nombre de su padre, y de ver cuán de poco
era el que le nombraba, porque ya se ha
dicho de la mala manera que Cardenio estaba
vestido; y así, le dijo:
—Y ¿quién sois vos, hermano, que así
sabéis el nombre de mi padre? Porque yo,
hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo
el discurso del cuento de mi desdicha no le he
nombrado.
—Soy
—respondió Cardenio
— aquel sin
ventura que, según vos, señora, habéis
dicho, Luscinda dijo que era su esposa. Soy el
desdichado Cardenio, a quien el mal término
de aquel que a vos os ha puesto en el que
estáis me ha traído a que me veáis cual me
veis: roto, desnudo, falto de todo humano
consuelo y, lo que es peor de todo, falto de
juicio, pues no le tengo sino cuando al cielo
se le antoja dármele por algún breve espacio.
Yo, Teodora, soy el que me hallé presente a
las sinrazones de don Fernando, y el que
aguardó oír el sí que de ser su esposa
pronunció Luscinda. Yo soy el que no tuvo
ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni
lo que resultaba del papel que le fue hallado
en el pecho, porque no tuvo el alma
sufrimiento para ver tantas desventuras
juntas; y así, dejé la casa y la paciencia, y
una carta que dejé a un huésped mío, a quien
rogué que en manos de Luscinda la pusiese,
y víneme a estas soledades, con intención de
acabar en ellas la vida, que desde aquel
punto aborrecí como mortal enemiga mía.
Mas no ha querido la suerte quitármela,
contentándose con quitarme el juicio, quizá
por guardarme para la buena ventura que he
tenido en hallaros; pues, siendo verdad,
como creo que lo es, lo que aquí habéis
contado, aún podría ser que a entrambos nos
tuviese el cielo guardado mejor suceso en
nuestros desastres que nosotros pensamos.
Porque, presupuesto que Luscinda no puede
casarse con don Fernando, por ser mía, ni
don Fernando con ella, por ser vuestro, y
haberlo ella tan manifiestamente declarado,
bien podemos esperar que el cielo nos
restituya lo que es nuestro, pues está todavía
en ser, y no se ha enajenado ni deshecho. Y,
pues este consuelo tenemos, nacido no de
muy remota esperanza, ni fundado en
desvariadas imaginaciones, suplícoos, señora,
que toméis otra resolución en vuestros
honrados pensamientos, pues yo la pienso
tomar en los míos, acomodándoos a esperar
mejor fortuna; que yo os juro, por la fe de
caballero y de cristiano, de no desampararos
hasta veros en poder de don Fernando, y
que, cuando con razones no le pudiere atraer
a que conozca lo que os debe, de usar
entonces la libertad que me concede el ser
caballero, y poder con justo título desafialle,
en razón de la sinrazón que os hace, sin
acordarme de mis agravios, cuya venganza
dejaré al cielo por acudir en la tierra a los
vuestros.
Con lo que Cardenio dijo se acabó de
admirar Dorotea, y, por no saber qué gracias
volver a tan grandes ofrecimientos, quiso
tomarle los pies para besárselos; mas no lo
consintió Cardenio, y el licenciado respondió
por entrambos, y aprobó el buen discurso de
Cardenio, y, sobre todo, les rogó, aconsejó y
persuadió que se fuesen con él a su aldea,
donde se podrían reparar de las cosas que les
faltaban, y que allí se daría orden cómo
buscar a don Fernando, o cómo llevar a
Dorotea a sus padres, o hacer lo que más les
pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se
lo agradecieron, y acetaron la merced que se
les ofrecía. El barbero, que a todo había
estado suspenso y callado, hizo también su
buena plática y se ofreció con no menos
voluntad que el cura a todo aquello que fuese
bueno para servirles.
Contó asimesmo con brevedad la causa que
allí los había traído, con la estrañeza de la
locura de don Quijote, y cómo aguardaban a
su escudero, que había ido a buscalle.
Vínosele a la memoria a Cardenio, como por
sueños, la pendencia que con don Quijote
había tenido y contóla a los demás, mas no
supo decir por qué causa fue su quistión.
En esto, oyeron voces, y conocieron que el
que las daba era Sancho Panza, que, por no
haberlos hallado en el lugar donde los dejó,
los llamaba a voces. Saliéronle al encuentro,
y, preguntándole por don Quijote, les dijo
cómo le había hallado desnudo en camisa,
flaco, amarillo y muerto de hambre, y
suspirando por su señora Dulcinea; y que,
puesto que le había dicho que ella le
mandaba que saliese de aquel lugar y se
fuese al del Toboso, donde le quedaba
esperando, había respondido que estaba
determinado de no parecer ante su fermosura
fasta que hobiese fecho fazañas que le
ficiesen digno de su gracia. Y que si aquello
pasaba adelante, corría peligro de no venir a
ser emperador, como estaba obligado, ni aun
arzobispo, que era lo menos que podía ser.
Por eso, que mirasen lo que se había de
hacer para sacarle de allí.
El licenciado le respondió que no tuviese
pena, que ellos le sacarían de allí, mal que le
pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea
lo que tenían pensado para remedio de don
Quijote, a lo menos para llevarle a su casa. A
lo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella
menesterosa mejor que el barbero, y más,
que tenía allí vestidos con que hacerlo al
natural, y que la dejasen el cargo de saber
representar todo aquello que fuese menester
para llevar adelante su intento, porque ella
había leído muchos libros de caballerías y
sabía bien el estilo que tenían las doncellas
cuitadas cuando pedían sus dones a los
andantes caballeros.
—Pues no es menester más
—dijo el cura
—
sino que luego se ponga por obra; que, sin
duda, la buena suerte se muestra en favor
nuestro, pues, tan sin pensarlo, a vosotros,
señores, se os ha comenzado a abrir puerta
para vuestro remedio y a nosotros se nos ha
facilitado la que habíamos menester. Sacó
luego Dorotea de su almohada una saya
entera de cierta telilla rica y una mantellina
de otra vistosa tela verde, y de una cajita un
collar y otras joyas, con que en un instante
se adornó de manera que una rica y gran
señora parecía. Todo aquello, y más, dijo que
había sacado de su casa para lo que se
ofreciese, y que hasta entonces no se le
había ofrecido ocasión de habello menester. A
todos contentó en estremo su mucha gracia,
donaire y hermosura, y confirmaron a don
Fernando por de poco conocimiento, pues
tanta belleza desechaba.
Pero el que más se admiró fue Sancho
Panza, por parecerle
—como era así verdad
—
que en todos los días de su vida había visto
tan hermosa criatura; y así, preguntó al cura
con grande ahínco le dijese quién era aquella
tan fermosa señora, y qué era lo que buscaba
por aquellos andurriales.
—Esta hermosa señora
—respondió el
cura
—, Sancho hermano, es, como quien no
dice nada, es la heredera por línea recta de
varón del gran reino de Micomicón, la cual
viene en busca de vuestro amo a pedirle un
don, el cual es que le desfaga un tuerto o
agravio que un mal gigante le tiene fecho; y,
a la fama que de buen caballero vuestro amo
tiene por todo lo descubierto, de Guinea ha
venido a buscarle esta princesa.
—Dichosa buscada y dichoso hallazgo
—dijo
a esta sazón Sancho Panza
—, y más si mi
amo es tan venturoso que desfaga ese
agravio y enderece ese tuerto, matando a ese
hideputa dese gigante que vuestra merced
dice; que sí matará si él le encuentra, si ya
no fuese fantasma, que contra las fantasmas
no tiene mi señor poder alguno. Pero una
cosa quiero suplicar a vuestra merced, entre
otras, señor licenciado, y es que, porque a mi
amo no le tome gana de ser arzobispo, que
es lo que yo temo, que vuestra merced le
aconseje que se case luego con esta princesa,
y así quedará imposibilitado de recebir
órdenes arzobispales y vendrá con facilidad a
su imperio y yo al fin de mis deseos; que yo
he mirado bien en ello y hallo por mi cuenta
que no me está bien que mi amo sea
arzobispo, porque yo soy inútil para la
Iglesia, pues soy casado, y andarme ahora a
traer dispensaciones para poder tener renta
por la Iglesia, teniendo, como tengo, mujer y
hijos, sería nunca acabar. Así que, señor,
todo el toque está en que mi amo se case
luego con esta señora, que hasta ahora no sé
su gracia, y así, no la llamo por su nombre.
—Llámase
—respondió el cura
— la princesa
Micomicona, porque, llamándose su reino
Micomicón, claro está que ella se ha de
llamar así.
—No hay duda en eso
—respondió Sancho
—
, que yo he visto a muchos tomar el apellido
y alcurnia del lugar donde nacieron,
llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Úbeda y
Diego de Valladolid; y esto mesmo se debe
de usar allá en Guinea: tomar las reinas los
nombres de sus reinos.
—Así debe de ser
—dijo el cura
—; y en lo
del casarse vuestro amo, yo haré en ello
todos mis poderíos.
Con lo que quedó tan contento Sancho
cuanto el cura admirado de su simplicidad, y
de ver cuán encajados tenía en la fantasía los
mesmos disparates que su amo, pues sin
alguna duda se daba a entender que había de
venir a ser emperador. Ya, en esto, se había
puesto Dorotea sobre la mula del cura y el
barbero se había acomodado al rostro la
barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho
que los guiase adonde don Quijote estaba; al
cual advirtieron que no dijese que conocía al
licenciado ni al barbero, porque en no
conocerlos consistía todo el toque de venir a
ser emperador su amo; puesto que ni el cura
ni Cardenio quisieron ir con ellos, porque no
se le acordase a don Quijote la pendencia que
con Cardenio había tenido, y el cura porque
no era menester por entonces su presencia. Y
así, los dejaron ir delante, y ellos los fueron
siguiendo a pie, poco a poco. No dejó de
avisar el cura lo que había de hacer Dorotea;
a lo que ella dijo que descuidasen, que todo
se haría, sin faltar punto, como lo pedían y
pintaban los libros de caballerías. Tres
cuartos de legua habrían andado, cuando
descubrieron a don Quijote entre unas
intricadas peñas, ya vestido, aunque no
armado; y, así como Dorotea le vio y fue
informada de Sancho que aquél era don
Quijote, dio del azote a su palafrén,
siguiéndole el bien barbado barbero. Y, en
llegando junto a él, el escudero se arrojó de
la mula y fue a tomar en los brazos a
Dorotea, la cual, apeándose con grande
desenvoltura, se fue a hincar de rodillas ante
las de don Quijote; y, aunque él pugnaba por
levantarla, ella, sin levantarse, le fabló en
esta guisa:
—De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y
esforzado caballero!, fasta que la vuestra
bondad y cortesía me otorgue un don, el cual
redundará en honra y prez de vuestra
persona, y en pro de la más desconsolada y
agraviada doncella que el sol ha visto. Y si es
que el valor de vuestro fuerte brazo
corresponde a la voz de vuestra inmortal
fama, obligado estáis a favorecer a la sin
ventura que de tan lueñes tierras viene, al
olor de vuestro famoso nombre, buscándoos
para remedio de sus desdichas.
—No os responderé palabra, fermosa
señora
—respondió don Quijote
—, ni oiré más
cosa de vuestra facienda, fasta que os
levantéis de tierra.
—No me levantaré, señor
—respondió la
afligida doncella
—, si primero, por la vuestra
cortesía, no me es otorgado el don que pido.
—Yo vos le otorgo y concedo
—respondió
don Quijote
—, como no se haya de cumplir
en daño o mengua de mi rey, de mi patria y
de aquella que de mi corazón y libertad tiene
la llave.
—No será en daño ni en mengua de los que
decís, mi buen señor
—replicó la dolorosa
doncella.
Y, estando en esto, se llegó Sancho Panza
al oído de su señor y muy pasito le dijo:
—Bien puede vuestra merced, señor,
concederle el don que pide, que no es cosa
de nada: sólo es matar a un gigantazo, y esta
que lo pide es la alta princesa Micomicona,
reina del gran reino Micomicón de Etiopía.
—Sea quien fuere
—respondió don Quijote
—
, que yo haré lo que soy obligado y lo que me
dicta mi conciencia, conforme a lo que
profesado tengo.
Y, volviéndose a la doncella, dijo:
—La vuestra gran fermosura se levante,
que yo le otorgo el don que pedirme quisiere.
—Pues el que pido es
—dijo la doncella
—
que la vuestra magnánima persona se venga
luego conmigo donde yo le llevare, y me
prometa que no se ha de entremeter en otra
aventura ni demanda alguna hasta darme
venganza de un traidor que, contra todo
derecho divino y humano, me tiene usurpado
mi reino.
—Digo que así lo otorgo
—respondió don
Quijote
—, y así podéis, señora, desde hoy
más, desechar la malenconía que os fatiga y
hacer que cobre nuevos bríos y fuerzas
vuestra desmayada esperanza; que, con el
ayuda de Dios y la de mi brazo, vos os veréis
presto restituida en vuestro reino y sentada
en la silla de vuestro antiguo y grande
estado, a pesar y a despecho de los follones
que contradecirlo quisieren. Y manos a labor,
que en la tardanza dicen que suele estar el
peligro.
La menesterosa doncella pugnó, con mucha
porfía, por besarle las manos, mas don
Quijote, que en todo era comedido y cortés
caballero, jamás lo consintió; antes, la hizo
levantar y la abrazó con mucha cortesía y
comedimiento, y mandó a Sancho que
requiriese las cinchas a Rocinante y le armase
luego al punto. Sancho descolgó las armas,
que, como trofeo, de un árbol estaban
pendientes, y, requiriendo las cinchas, en un
punto armó a su señor; el cual, viéndose
armado, dijo:
—Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a
favorecer esta gran señora.
Estábase el barbero aún de rodillas,
teniendo gran cuenta de disimular la risa y de
que no se le cayese la barba, con cuya caída
quizá quedaran todos sin conseguir su buena
intención; y, viendo que ya el don estaba
concedido y con la diligencia que don Quijote
se alistaba para ir a cumplirle, se levantó y
tomó de la otra mano a su señora, y entre los
dos la subieron en la mula. Luego subió don
Quijote sobre Rocinante, y el barbero se
acomodó en su cabalgadura, quedándose
Sancho a pie, donde de nuevo se le renovó la
pérdida del rucio, con la falta que entonces le
hacía; mas todo lo llevaba con gusto, por
parecerle que ya su señor estaba puesto en
camino, y muy a pique, de ser emperador;
porque sin duda alguna pensaba que se había
de casar con aquella princesa, y ser, por lo
menos, rey de Micomicón. Sólo le daba
pesadumbre el pensar que aquel reino era en
tierra de negros, y que la gente que por sus
vasallos le diesen habían de ser todos
negros; a lo cual hizo luego en su
imaginación un buen remedio, y díjose a sí
mismo:
—¿Qué se me da a mí que mis vasallos
sean negros? ¿Habrá más que cargar con
ellos y traerlos a España, donde los podré
vender, y adonde me los pagarán de contado,
de cuyo dinero podré comprar algún título o
algún oficio con que vivir descansado todos
los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y no
tengáis ingenio ni habilidad para disponer de
las cosas y para vender treinta o diez mil
vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que
los he de volar, chico con grande, o como
pudiere, y que, por negros que sean, los he
de volver blancos o amarillos. ¡Llegaos, que
me mamo el dedo!
Con esto, andaba tan solícito y tan contento
que se le olvidaba la pesadumbre de caminar
a pie.
Todo esto miraban de entre unas breñas
Cardenio y el cura, y no sabían qué hacerse
para juntarse con ellos; pero el cura, que era
gran tracista, imaginó luego lo que harían
para conseguir lo que deseaban; y fue que
con unas tijeras que traía en un estuche quitó
con mucha presteza la barba a Cardenio, y
vistióle un capotillo pardo que él traía y diole
un herreruelo negro, y él se quedó en calzas
y en jubón; y quedó tan otro de lo que antes
parecía Cardenio, que él mesmo no se
conociera, aunque a un espejo se mirara.
Hecho esto, puesto ya que los otros habían
pasado adelante en tanto que ellos se
disfrazaron, con facilidad salieron al camino
real antes que ellos, porque las malezas y
malos pasos de aquellos lugares no concedían
que anduviesen tanto los de a caballo como
los de a pie. En efeto, ellos se pusieron en el
llano, a la salida de la sierra, y, así como
salió della don Quijote y sus camaradas, el
cura se le puso a mirar muy de espacio,
dando señales de que le iba reconociendo; y,
al cabo de haberle una buena pieza estado
mirando, se fue a él abiertos los brazos y
diciendo a voces:
—Para bien sea hallado el espejo de la
caballería, el mi buen compatriote don
Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la
gentileza, el amparo y remedio de los
menesterosos, la quintaesencia de los
caballeros andantes.
Y, diciendo esto, tenía abrazado por la
rodilla de la pierna izquierda a don Quijote; el
cual, espantado de lo que veía y oía decir y
hacer aquel hombre, se le puso a mirar con
atención, y, al fin, le conoció y quedó como
espantado de verle, y hizo grande fuerza por
apearse; mas el cura no lo consintió, por lo
cual don Quijote decía:
—Déjeme vuestra merced, señor licenciado,
que no es razón que yo esté a caballo, y una
tan reverenda persona como vuestra merced
esté a pie.
—Eso no consentiré yo en ningún modo
—
dijo el cura
—: estése la vuestra grandeza a
caballo, pues estando a caballo acaba las
mayores fazañas y aventuras que en nuestra
edad se han visto; que a mí, aunque indigno
sacerdote, bastaráme subir en las ancas de
una destas mulas destos señores que con
vuestra merced caminan, si no lo han por
enojo. Y aun haré cuenta que voy caballero
sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o
alfana en que cabalgaba aquel famoso moro
Muzaraque, que aún hasta ahora yace
encantado en la gran cuesta Zulema, que
dista poco de la gran Compluto.
—Aún no caía yo en tanto, mi señor
licenciado
—respondió don Quijote
—; y yo sé
que mi señora la princesa será servida, por
mi amor, de mandar a su escudero dé a
vuestra merced la silla de su mula, que él
podrá acomodarse en las ancas, si es que ella
las sufre.
—Sí sufre, a lo que yo creo
—respondió la
princesa
—; y también sé que no será
menester mandárselo al señor mi escudero,
que él es tan cortés y tan cortesano que no
consentirá que una persona eclesiástica vaya
a pie, pudiendo ir a caballo.
—Así es
—respondió el barbero.
Y, apeándose en un punto, convidó al cura
con la silla, y él la tomó sin hacerse mucho
de rogar. Y fue el mal que al subir a las ancas
el barbero, la mula, que, en efeto, era de
alquiler, que para decir que era mala esto
basta, alzó un poco los cuartos traseros y dio
dos coces en el aire, que, a darlas en el
pecho de maese Nicolás, o en la cabeza, él
diera al diablo la venida por don Quijote. Con
todo eso, le sobresaltaron de manera que
cayó en el suelo, con tan poco cuidado de las
barbas, que se le cayeron en el suelo; y,
como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio
sino acudir a cubrirse el rostro con ambas
manos y a quejarse que le habían derribado
las muelas. Don Quijote, como vio todo aquel
mazo de barbas, sin quijadas y sin sangre,
lejos del rostro del escudero caído, dijo:
—¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las
barbas le ha derribado y arrancado del rostro,
como si las quitaran aposta!
El cura, que vio el peligro que corría su
invención de ser descubierta, acudió luego a
las barbas y fuese con ellas adonde yacía
maese Nicolás, dando aún voces todavía, y
de un golpe, llegándole la cabeza a su pecho,
se las puso, murmurando sobre él unas
palabras, que dijo que era cierto ensalmo
apropiado para pegar barbas, como lo verían;
y, cuando se las tuvo puestas, se apartó, y
quedó el escudero tan bien barbado y tan
sano como de antes, de que se admiró don
Quijote sobremanera, y rogó al cura que
cuando tuviese lugar le enseñase aquel
ensalmo; que él entendía que su virtud a más
que pegar barbas se debía de estender, pues
estaba claro que de donde las barbas se
quitasen había de quedar la carne llagada y
maltrecha, y que, pues todo lo sanaba, a más
que barbas aprovechaba.
—Así es
—dijo el cura, y prometió de
enseñársele en la primera ocasión.
Concertáronse que por entonces subiese el
cura, y a trechos se fuesen los tres mudando,
hasta que llegasen a la venta, que estaría
hasta dos leguas de allí. Puestos los tres a
caballo, es a saber, don Quijote, la princesa y
el cura, y los tres a pie, Cardenio, el barbero
y Sancho Panza, don Quijote dijo a la
doncella:
—Vuestra grandeza, señora mía, guíe por
donde más gusto le diere.
Y, antes que ella respondiese, dijo el
licenciado:
—¿Hacia qué reino quiere guiar la vuestra
señoría? ¿Es, por ventura, hacia el de
Micomicón?; que sí debe de ser, o yo sé poco
de reinos.
Ella, que estaba bien en todo, entendió que
había de responder que sí; y así, dijo:
—Sí, señor, hacia ese reino es mi camino.
—Si así es
—dijo el cura
—, por la mitad de
mi pueblo hemos de pasar, y de allí tomará
vuestra merced la derrota de Cartagena,
donde se podrá embarcar con la buena
ventura; y si hay viento próspero, mar
tranquilo y sin borrasca, en poco menos de
nueve años se podrá estar a vista de la gran
laguna Meona, digo, Meótides, que está poco
más de cien jornadas más acá del reino de
vuestra grandeza.
—Vuestra merced está engañado, señor mío
—dijo ella
—, porque no ha dos años que yo
partí dél, y en verdad que nunca tuve buen
tiempo, y, con todo eso, he llegado a ver lo
que tanto deseaba, que es al señor don
Quijote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron
a mis oídos así como puse los pies en España,
y ellas me movieron a buscarle, para
encomendarme en su cortesía y fiar mi
justicia del valor de su invencible brazo.
—No más: cesen mis alabanzas
—dijo a
esta sazón don Quijote
—, porque soy
enemigo de todo género de adulación; y,
aunque ésta no lo sea, todavía ofenden mis
castas orejas semejantes pláticas. Lo que yo
sé decir, señora mía, que ora tenga valor o
no, el que tuviere o no tuviere se ha de
emplear en vuestro servicio hasta perder la
vida; y así, dejando esto para su tiempo,
ruego al señor licenciado me diga qué es la
causa que le ha traído por estas partes, tan
solo, y tan sin criados, y tan a la ligera, que
me pone espanto.
—A eso yo responderé con brevedad
—
respondió el cura
—, porque sabrá vuestra
merced, señor don Quijote, que yo y maese
Nicolás, nuestro amigo y nuestro barbero,
íbamos a Sevilla a cobrar cierto dinero que un
pariente mío que ha muchos años que pasó a
Indias me había enviado, y no tan pocos que
no pasan de sesenta mil pesos ensayados,
que es otro que tal; y, pasando ayer por
estos lugares, nos salieron al encuentro
cuatro salteadores y nos quitaron hasta las
barbas; y de modo nos las quitaron, que le
convino al barbero ponérselas postizas; y aun
a este mancebo que aquí va
—señalando a
Cardenio
— le pusieron como de nuevo. Y es
lo bueno que es pública fama por todos estos
contornos que los que nos saltearon son de
unos galeotes que dicen que libertó, casi en
este mesmo sitio, un hombre tan valiente
que, a pesar del comisario y de las guardas,
los soltó a todos; y, sin duda alguna, él debía
de estar fuera de juicio, o debe de ser tan
grande bellaco como ellos, o algún hombre
sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar al
lobo entre las ovejas, a la raposa entre las
gallinas, a la mosca entre la miel; quiso
defraudar la justicia, ir contra su rey y señor
natural, pues fue contra sus justos
mandamientos. Quiso, digo, quitar a las
galeras sus pies, poner en alboroto a la Santa
Hermandad, que había muchos años que
reposaba; quiso, finalmente, hacer un hecho
por donde se pierda su alma y no se gane su
cuerpo.
Habíales contado Sancho al cura y al
barbero la aventura de los galeotes, que
acabó su amo con tanta gloria suya, y por
esto cargaba la mano el cura refiriéndola, por
ver lo que hacía o decía don Quijote; al cual
se le mudaba la color a cada palabra, y no
osaba decir que él había sido el libertador de
aquella buena gente.
—Éstos, pues
—dijo el cura
—, fueron los
que nos robaron; que Dios, por su
misericordia, se lo perdone al que no los dejó
llevar al debido suplicio.
Capítulo XXX.
Que trata del gracioso artificio y orden que
se tuvo en sacar a nuestro enamorado
caballero de la asperísima penitencia en que
se había puesto.
No hubo bien acabado el cura, cuando
Sancho dijo:
—Pues mía fe, señor licenciado, el que hizo
esa fazaña fue mi amo, y no porque yo no le
dije antes y le avisé que mirase lo que hacía,
y que era pecado darles libertad, porque
todos iban allí por grandísimos bellacos.
—¡Majadero!
—dijo a esta sazón don
Quijote
—, a los caballeros andantes no les
toca ni atañe averiguar si los afligidos,
encadenados y opresos que encuentran por
los caminos van de aquella manera, o están
en aquella angustia, por sus culpas o por sus
gracias; sólo le toca ayudarles como a
menesterosos, poniendo los ojos en sus
penas y no en sus bellaquerías. Yo topé un
rosario y sarta de gente mohína y
desdichada, y hice con ellos lo que mi religión
me pide, y lo demás allá se avenga; y a quien
mal le ha parecido, salvo la santa dignidad
del señor licenciado y su honrada persona,
digo que sabe poco de achaque de caballería,
y que miente como un hideputa y mal nacido;
y esto le haré conocer con mi espada, donde
más largamente se contiene.
Y esto dijo afirmándose en los estribos y
calándose el morrión; porque la bacía de
barbero, que a su cuenta era el yelmo de
Mambrino, llevaba colgado del arzón
delantero, hasta adobarla del mal tratamiento
que la hicieron los galeotes.
Dorotea, que era discreta y de gran
donaire, como quien ya sabía el menguado
humor de don Quijote y que todos hacían
burla dél, sino Sancho Panza, no quiso ser
para menos, y, viéndole tan enojado, le dijo:
—Señor caballero, miémbresele a la vuestra
merced el don que me tiene prometido, y
que, conforme a él, no puede entremeterse
en otra aventura, por urgente que sea;
sosiegue vuestra merced el pecho, que si el
señor licenciado supiera que por ese invicto
brazo habían sido librados los galeotes, él se
diera tres puntos en la boca, y aun se
mordiera tres veces la lengua, antes que
haber dicho palabra que en despecho de
vuestra merced redundara.
—Eso juro yo bien
—dijo el cura
—, y aun
me hubiera quitado un bigote.
—Yo callaré, señora mía
—dijo don
Quijote
—, y reprimiré la justa cólera que ya
en mi pecho se había levantado, y iré quieto
y pacífico hasta tanto que os cumpla el don
prometido; pero, en pago deste buen deseo,
os suplico me digáis, si no se os hace de mal,
cuál es la vuestra cuita y cuántas, quiénes y
cuáles son las personas de quien os tengo de
dar debida, satisfecha y entera venganza.
—Eso haré yo de gana
—respondió
Dorotea
—, si es que no os enfadan oír
lástimas y desgracias.
—No enfadará, señora mía
—respondió don
Quijote.
A lo que respondió Dorotea:
—Pues así es, esténme vuestras mercedes
atentos.
No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y
el barbero se le pusieron al lado, deseosos de
ver cómo fingía su historia la discreta
Dorotea; y lo mismo hizo Sancho, que tan
engañado iba con ella como su amo. Y ella,
después de haberse puesto bien en la silla y
prevenídose con toser y hacer otros
ademanes, con mucho donaire, comenzó a
decir desta manera:
—«Primeramente, quiero que vuestras
mercedes sepan, señores míos, que a mí me
llaman...»
Y detúvose aquí un poco, porque se le
olvidó el nombre que el cura le había puesto;
pero él acudió al remedio, porque entendió en
lo que reparaba, y dijo:
—No es maravilla, señora mía, que la
vuestra grandeza se turbe y empache
contando sus desventuras, que ellas suelen
ser tales, que muchas veces quitan la
memoria a los que maltratan, de tal manera
que aun de sus mesmos nombres no se les
acuerda, como han hecho con vuestra gran
señoría, que se ha olvidado que se llama la
princesa Micomicona, legítima heredera del
gran reino Micomicón; y con este
apuntamiento puede la vuestra grandeza
reducir ahora fácilmente a su lastimada
memoria todo aquello que contar quisiere.
—Así es la verdad
—respondió la doncella
—,
y desde aquí adelante creo que no será
menester apuntarme nada, que yo saldré a
buen puerto con mi verdadera historia. «La
cual es que el rey mi padre, que se llama
Tinacrio el Sabidor, fue muy docto en esto
que llaman el arte mágica, y alcanzó por su
ciencia que mi madre, que se llamaba la reina
Jaramilla, había de morir primero que él, y
que de allí a poco tiempo él también había de
pasar desta vida y yo había de quedar
huérfana de padre y madre. Pero decía él que
no le fatigaba tanto esto cuanto le ponía en
confusión saber, por cosa muy cierta, que un
descomunal gigante, señor de una grande
ínsula, que casi alinda con nuestro reino,
llamado Pandafilando de la Fosca Vista
(porque es cosa averiguada que, aunque
tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre
mira al revés, como si fuese bizco, y esto lo
hace él de maligno y por poner miedo y
espanto a los que mira); digo que supo que
este gigante, en sabiendo mi orfandad, había
de pasar con gran poderío sobre mi reino y
me lo había de quitar todo, sin dejarme una
pequeña aldea donde me recogiese;
pero que podía escusar toda esta ruina y
desgracia si yo me quisiese casar con él;
mas, a lo que él entendía, jamás pensaba que
me vendría a mí en voluntad de hacer tan
desigual casamiento; y dijo en esto la pura
verdad, porque jamás me ha pasado por el
pensamiento casarme con aquel gigante,
pero ni con otro alguno, por grande y
desaforado que fuese. Dijo también mi padre
que, después que él fuese muerto y viese yo
que Pandafilando comenzaba a pasar sobre
mi reino, que no aguardase a ponerme en
defensa, porque sería destruirme, sino que
libremente le dejase desembarazado el reino,
si quería escusar la muerte y total destruición
de mis buenos y leales vasallos, porque no
había de ser posible defenderme de la
endiablada fuerza del gigante; sino que
luego, con algunos de los míos, me pusiese
en camino de las Españas, donde hallaría el
remedio de mis males hallando a un caballero
andante, cuya fama en este tiempo se
estendería por todo este reino, el cual se
había de llamar, si mal no me acuerdo, don
Azote o don Gigote.»
—Don Quijote diría, señora
—dijo a esta
sazón Sancho Panza
—, o, por otro nombre, el
Caballero de la Triste Figura.
—Así es la verdad
—dijo Dorotea
—. «Dijo
más: que había de ser alto de cuerpo, seco
de rostro, y que en el lado derecho, debajo
del hombro izquierdo, o por allí junto, había
de tener un lunar pardo con ciertos cabellos a
manera de cerdas.»
En oyendo esto don Quijote, dijo a su
escudero:
—Ten aquí, Sancho, hijo, ayúdame a
desnudar, que quiero ver si soy el caballero
que aquel sabio rey dejó profetizado.
—Pues, ¿para qué quiere vuestra merced
desnudarse?
—dijo Dorotea.
—Para ver si tengo ese lunar que vuestro
padre dijo
—respondió don Quijote.
—No hay para qué desnudarse
—dijo
Sancho
—, que yo sé que tiene vuestra
merced un lunar desas señas en la mitad del
espinazo, que es señal de ser hombre fuerte.
—Eso basta
—dijo Dorotea
—, porque con
los amigos no se ha de mirar en pocas cosas,
y que esté en el hombro o que esté en el
espinazo, importa poco; basta que haya
lunar, y esté donde estuviere, pues todo es
una mesma carne; y, sin duda, acertó mi
buen padre en todo, y yo he acertado en
encomendarme al señor don Quijote, que él
es por quien mi padre dijo, pues las señales
del rostro vienen con las de la buena fama
que este caballero tiene no sólo en España,
pero en toda la Mancha, pues apenas me
hube desembarcado en Osuna, cuando oí
decir tantas hazañas suyas, que luego me dio
el alma que era el mesmo que venía a
buscar.
—Pues, ¿cómo se desembarcó vuestra
merced en Osuna, señora mía –preguntó don
Quijote
—, si no es puerto de mar?
Mas, antes que Dorotea respondiese, tomó
el cura la mano y dijo:
—Debe de querer decir la señora princesa
que, después que desembarcó en Málaga, la
primera parte donde oyó nuevas de vuestra
merced fue en Osuna.
—Eso quise decir
—dijo Dorotea.
—Y esto lleva camino
—dijo el cura
—, y
prosiga vuestra majestad adelante.
—No hay que proseguir
—respondió
Dorotea
—, sino que, finalmente, mi suerte ha
sido tan buena en hallar al señor don Quijote,
que ya me cuento y tengo por reina y señora
de todo mi reino, pues él, por su cortesía y
magnificencia, me ha prometido el don de
irse conmigo dondequiera que yo le llevare,
que no será a otra parte que a ponerle
delante de Pandafilando de la Fosca Vista,
para que le mate y me restituya lo que tan
contra razón me tiene usurpado: que todo
esto ha de suceder a pedir de boca, pues así
lo dejó profetizado Tinacrio el Sabidor, mi
buen padre; el cual también dejó dicho y
escrito en letras caldeas, o griegas, que yo no
las sé leer, que si este caballero de la
profecía, después de haber degollado al
gigante, quisiese casarse conmigo, que yo me
otorgase luego sin réplica alguna por su
legítima esposa, y le diese la posesión de mi
reino, junto con la de mi persona.
—¿Qué te parece, Sancho amigo?
—dijo a
este punto don Quijote
—. ¿No oyes lo que
pasa? ¿No te lo dije yo? Mira si tenemos ya
reino que mandar y reina con quien casar.
—¡Eso juro yo
—dijo Sancho
— para el puto
que no se casare en abriendo el gaznatico al
señor Pandahilado! Pues, ¡monta que es mala
la reina! ¡Así se me vuelvan las pulgas de la
cama!
Y, diciendo esto, dio dos zapatetas en el
aire, con muestras de grandísimo contento, y
luego fue a tomar las riendas de la mula de
Dorotea, y, haciéndola detener, se hincó de
rodillas ante ella, suplicándole le diese las
manos para besárselas, en señal que la
recibía por su reina y señora.
¿Quién no había de reír de los circustantes,
viendo la locura del amo y la simplicidad del
criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le
prometió de hacerle gran señor en su reino,
cuando el cielo le hiciese tanto bien que se lo
dejase cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho
con tales palabras que renovó la risa en
todos.
—Ésta, señores
—prosiguió Dorotea
—, es
mi historia: sólo resta por deciros que de
cuanta gente de acompañamiento saqué de
mi reino no me ha quedado sino sólo este
buen barbado escudero, porque todos se
anegaron en una gran borrasca que tuvimos
a vista del puerto, y él y yo salimos en dos
tablas a tierra, como por milagro; y así, es
todo milagro y misterio el discurso de mi
vida, como lo habréis notado. Y si en alguna
cosa he andado demasiada, o no tan acertada
como debiera, echad la culpa a lo que el
señor licenciado dijo al principio de mi
cuento: que los trabajos continuos y
extraordinarios quitan la memoria al que los
padece.
—Ésa no me quitarán a mí, ¡oh alta y
valerosa señora!
—dijo don Quijote
—,
cuantos yo pasare en serviros, por grandes y
no vistos que sean; y así, de nuevo confirmo
el don que os he prometido, y juro de ir con
vos al cabo del mundo, hasta verme con el
fiero enemigo vuestro, a quien pienso, con el
ayuda de Dios y de mi brazo, tajar la cabeza
soberbia con los filos desta... no quiero decir
buena espada, merced a Ginés de
Pasamonte, que me llevó la mía.
Esto dijo entre dientes, y prosiguió
diciendo:
—Y después de habérsela tajado y puéstoos
en pacífica posesión de vuestro estado,
quedará a vuestra voluntad hacer de vuestra
persona lo que más en talante os viniere;
porque, mientras que yo tuviere ocupada la
memoria y cautiva la voluntad, perdido el
entendimiento, a aquella..., y no digo más,
no es posible que yo arrostre, ni por pienso,
el casarme, aunque fuese con el ave fénix.
Parecióle tan mal a Sancho lo que
últimamente su amo dijo acerca de no querer
casarse, que, con grande enojo, alzando la
voz, dijo:
—Voto a mí, y juro a mí, que no tiene
vuestra merced, señor don Quijote, cabal
juicio. Pues, ¿cómo es posible que pone
vuestra merced en duda el casarse con tan
alta princesa como aquésta? ¿Piensa que le
ha de ofrecer la fortuna, tras cada cantillo,
semejante ventura como la que ahora se le
ofrece? ¿Es, por dicha, más hermosa mi
señora Dulcinea? No, por cierto, ni aun con la
mitad, y aun estoy por decir que no llega a su
zapato de la que está delante. Así, noramala
alcanzaré yo el condado que espero, si
vuestra merced se anda a pedir cotufas en el
golfo. Cásese, cásese luego, encomiéndole yo
a Satanás, y tome ese reino que se le viene a
las manos de vobis, vobis, y, en siendo rey,
hágame marqués o adelantado, y luego,
siquiera se lo lleve el diablo todo.
Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir
contra su señora Dulcinea, no lo pudo sufrir,
y, alzando el lanzón, sin hablalle palabra a
Sancho y sin decirle esta boca es mía, le dio
tales dos palos que dio con él en tierra; y si
no fuera porque Dorotea le dio voces que no
le diera más, sin duda le quitara allí la vida.
—¿Pensáis
—le dijo a cabo de rato
—, villano
ruin, que ha de haber lugar siempre para
ponerme la mano en la horcajadura, y que
todo ha de ser errar vos y perdonaros yo?
Pues no lo penséis, bellaco descomulgado,
que sin duda lo estás, pues has puesto
lengua en la sin par Dulcinea. ¿Y no sabéis
vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese
por el valor que ella infunde en mi brazo, que
no le tendría yo para matar una pulga? Decid,
socarrón de lengua viperina, ¿y quién pensáis
que ha ganado este reino y cortado la cabeza
a este gigante, y héchoos a vos marqués, que
todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada
en cosa juzgada, si no es el valor de
Dulcinea, tomando a mi brazo por
instrumento de sus hazañas? Ella pelea en
mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella,
y tengo vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y
cómo sois desagradecido: que os veis
levantado del polvo de la tierra a ser señor de
título, y correspondéis a tan buena obra con
decir mal de quien os la hizo!
No estaba tan maltrecho Sancho que no
oyese todo cuanto su amo le decía, y,
levantándose con un poco de presteza, se fue
a poner detrás del palafrén de Dorotea, y
desde allí dijo a su amo:
—Dígame, señor: si vuestra merced tiene
determinado de no casarse con esta gran
princesa, claro está que no será el reino
suyo; y, no siéndolo, ¿qué mercedes me
puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo;
cásese vuestra merced una por una con esta
reina, ahora que la tenemos aquí como
llovida del cielo, y después puede volverse
con mi señora Dulcinea; que reyes debe de
haber habido en el mundo que hayan sido
amancebados. En lo de la hermosura no me
entremeto; que, en verdad, si va a decirla,
que entrambas me parecen bien, puesto que
yo nunca he visto a la señora Dulcinea.
—¿Cómo que no la has visto, traidor
blasfemo?
—dijo don Quijote
—. Pues, ¿no
acabas de traerme ahora un recado de su
parte?
—Digo que no la he visto tan despacio
—
dijo Sancho
— que pueda haber notado
particularmente su hermosura y sus buenas
partes punto por punto; pero así, a bulto, me
parece bien.
—Ahora te disculpo
—dijo don Quijote
—, y
perdóname el enojo que te he dado, que los
primeros movimientos no son en manos de
los hombres.
—Ya yo lo veo
—respondió Sancho
—; y así,
en mí la gana de hablar siempre es primero
movimiento, y no puedo dejar de decir, por
una vez siquiera, lo que me viene a la lengua.
—Con todo eso
—dijo don Quijote
—, mira,
Sancho, lo que hablas, porque tantas veces
va el cantarillo a la fuente..., y no te digo
más.
—Ahora bien
—respondió Sancho
—, Dios
está en el cielo, que ve las trampas, y será
juez de quién hace más mal: yo en no hablar
bien, o vuestra merced en obrallo.
—No haya más
—dijo Dorotea
—: corred,
Sancho, y besad la mano a vuestro señor, y
pedilde perdón, y de aquí adelante andad
más atentado en vuestras alabanzas y
vituperios, y no digáis mal de aquesa señora
Tobosa, a quien yo no conozco si no es para
servilla, y tened confianza en Dios, que no os
ha de faltar un estado donde viváis como un
príncipe.
Fue Sancho cabizbajo y pidió la mano a su
señor, y él se la dio con reposado continente;
y, después que se la hubo besado, le echó la
bendición, y dijo a Sancho que se
adelantasen un poco, que tenía que
preguntalle y que departir con él cosas de
mucha importancia. Hízolo así Sancho y
apartáronse los dos algo adelante, y díjole
don Quijote:
—Después que veniste, no he tenido lugar
ni espacio para preguntarte muchas cosas de
particularidad acerca de la embajada que
llevaste y de la respuesta que trujiste; y
ahora, pues la fortuna nos ha concedido
tiempo y lugar, no me niegues tú la ventura
que puedes darme con tan buenas nuevas.
—Pregunte vuestra merced lo que quisiere
—respondió Sancho
—, que a todo daré tan
buena salida como tuve la entrada. Pero
suplico a vuestra merced, señor mío, que no
sea de aquí adelante tan vengativo.
—¿Por qué lo dices, Sancho?
—dijo don
Quijote.
—Dígolo
—respondió
— porque estos palos
de agora más fueron por la pendencia que
entre los dos trabó el diablo la otra noche,
que por lo que dije contra mi señora
Dulcinea, a quien amo y reverencio como a
una reliquia, aunque en ella no lo haya, sólo
por ser cosa de vuestra merced.
—No tornes a esas pláticas, Sancho, por tu
vida
—dijo don Quijote
—, que me dan
pesadumbre; ya te perdoné entonces, y bien
sabes tú que suele decirse: a pecado nuevo,
penitencia nueva.
En tanto que los dos iban en estas pláticas,
dijo el cura a Dorotea que había andado muy
discreta, así en el cuento como en la
brevedad dél, y en la similitud que tuvo con
los de los libros de caballerías. Ella dijo que
muchos ratos se había entretenido en leellos,
pero que no sabía ella dónde eran las
provincias ni puertos de mar, y que así había
dicho a tiento que se había desembarcado en
Osuna.
—Yo lo entendí así
—dijo el cura
—, y por
eso acudí luego a decir lo que dije, con que
se acomodó todo. Pero, ¿no es cosa estraña
ver con cuánta facilidad cree este
desventurado hidalgo todas estas invenciones
y mentiras, sólo porque llevan el estilo y
modo de las necedades de sus libros?
—Sí es
—dijo Cardenio
—, y tan rara y
nunca vista, que yo no sé si queriendo
inventarla y fabricarla mentirosamente,
hubiera tan agudo ingenio que pudiera dar en
ella.
—Pues otra cosa hay en ello
—dijo el cura
—
: que fuera de las simplicidades que este
buen hidalgo dice tocantes a su locura, si le
tratan de otras cosas, discurre con bonísimas
razones y muestra tener un entendimiento
claro y apacible en todo. De manera que,
como no le toquen en sus caballerías, no
habrá nadie que le juzgue sino por de muy
buen entendimiento.
En tanto que ellos iban en esta
conversación, prosiguió don Quijote con la
suya y dijo a Sancho:
—Echemos, Panza amigo, pelillos a la mar
en esto de nuestras pendencias, y dime
ahora, sin tener cuenta con enojo ni rencor
alguno: ¿Dónde, cómo y cuándo hallaste a
Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué
te respondió?
¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta?
¿Quién te la trasladó? Y todo aquello que
vieres que en este caso es digno de saberse,
de preguntarse y satisfacerse, sin que añadas
o mientas por darme gusto, ni menos te
acortes por no quitármele.
—Señor
—respondió Sancho
—, si va a decir
la verdad, la carta no me la trasladó nadie,
porque yo no llevé carta alguna.
—Así es como tú dices
—dijo don Quijote
—,
porque el librillo de memoria donde yo la
escribí le hallé en mi poder a cabo de dos
días de tu partida, lo cual me causó
grandísima pena, por no saber lo que habías
tú de hacer cuando te vieses sin carta, y creí
siempre que te volvieras desde el lugar donde
la echaras menos.
—Así fuera
—respondió Sancho
—, si no la
hubiera yo tomado en la memoria cuando
vuestra merced me la leyó, de manera que se
la dije a un sacristán, que me la trasladó del
entendimiento, tan punto por punto, que dijo
que en todos los días de su vida, aunque
había leído muchas cartas de descomunión,
no había visto ni leído tan linda carta como
aquélla.
—Y ¿tiénesla todavía en la memoria,
Sancho?
—dijo don Quijote.
—No, señor
—respondió Sancho
—, porque
después que la di, como vi que no había de
ser de más provecho, di en olvidalla. Y si algo
se me acuerda, es aquello del sobajada, digo,
del soberana señora, y lo último: Vuestro
hasta la muerte, el Caballero de la Triste
Figura. Y, en medio destas dos cosas, le puse
más de trecientas almas, y vidas, y ojos
míos.
Capítulo XXXI. De los
sabrosos razonamientos que
pasaron entre don Quijote y
Sancho Panza, su escudero,
con otros sucesos
—Todo eso no me descontenta; prosigue
adelante
—dijo don Quijote
—.
Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la
hermosura? A buen seguro que la hallaste
ensartando perlas, o bordando alguna
empresa con oro de cañutillo para este su
cautivo caballero.
—No la hallé
—respondió Sancho
— sino
ahechando dos hanegas de trigo en un corral
de su casa.
—Pues haz cuenta
—dijo don Quijote
— que
los granos de aquel trigo eran granos de
perlas, tocados de sus manos. Y si miraste,
amigo, el trigo ¿era candeal, o trechel?
—No era sino rubión
—respondió Sancho.
—Pues yo te aseguro
—dijo don Quijote
—
que, ahechado por sus manos, hizo pan
candeal, sin duda alguna. Pero pasa
adelante: cuando le diste mi carta, ¿besóla?
¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna
ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
—Cuando yo se la iba a dar
—respondió
Sancho
—, ella estaba en la fuga del meneo
de una buena parte de trigo que tenía en la
criba, y díjome: ''Poned, amigo, esa carta
sobre aquel costal, que no la puedo leer
hasta que acabe de acribar todo lo que aquí
está''.
—¡Discreta señora!
—dijo don Quijote
—.
Eso debió de ser por leerla despacio y
recrearse con ella. Adelante, Sancho: y, en
tanto que estaba en su menester, ¿qué
coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de
mí? Y tú, ¿qué le respondiste? Acaba,
cuéntamelo todo; no se te quede en el tintero
una mínima.
—Ella no me preguntó nada
—dijo Sancho
—
, mas yo le dije de la manera que vuestra
merced, por su servicio, quedaba haciendo
penitencia, desnudo de la cintura arriba,
metido entre estas sierras como si fuera
salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan
a manteles ni sin peinarse la barba, llorando
y maldiciendo su fortuna.
—En decir que maldecía mi fortuna dijiste
mal
—dijo don Quijote
—, porque antes la
bendigo y bendeciré todos los días de mi
vida, por haberme hecho digno de merecer
amar tan alta señora como Dulcinea del
Toboso.
—Tan alta es
—respondió Sancho
—, que a
buena fe que me lleva a mí más de un coto.
—Pues, ¿cómo, Sancho?
—dijo don
Quijote
—. ¿Haste medido tú con ella?
—Medíme en esta manera
—respondió
Sancho
—: que, llegándole a ayudar a poner
un costal de trigo sobre un jumento, llegamos
tan juntos que eché de ver que me llevaba
más de un gran palmo.
—Pues ¡es verdad
—replicó don Quijote
—
que no acompaña esa grandeza y la adorna
con mil millones y gracias del alma! Pero no
me negarás, Sancho, una cosa: cuando
llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor
sabeo, una fragancia aromática, y un no sé
qué de bueno, que yo no acierto a dalle
nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si
estuvieras en la tienda de algún curioso
guantero?
—Lo que sé decir
—dijo Sancho
— es que
sentí un olorcillo algo hombruno; y debía de
ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba
sudada y algo correosa.
—No sería eso
—respondió don Quijote
—,
sino que tú debías de estar romadizado, o te
debiste de oler a ti mismo; porque yo sé bien
a lo que huele aquella rosa entre espinas,
aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.
—Todo puede ser
—respondió Sancho
—,
que muchas veces sale de mí aquel olor que
entonces me pareció que salía de su merced
de la señora Dulcinea; pero no hay de qué
maravillarse, que un diablo parece a otro.
—Y bien
—prosiguió don Quijote
—, he aquí
que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al
molino. ¿Qué hizo cuando leyó la carta?
—La carta
—dijo Sancho
— no la leyó,
porque dijo que no sabía leer ni escribir;
antes, la rasgó y la hizo menudas piezas,
diciendo que no la quería dar a leer a nadie,
porque no se supiesen en el lugar sus
secretos, y que bastaba lo que yo le había
dicho de palabra acerca del amor que vuestra
merced le tenía y de la penitencia
extraordinaria que por su causa quedaba
haciendo. Y, finalmente, me dijo que dijese a
vuestra merced que le besaba las manos, y
que allí quedaba con más deseo de verle que
de escribirle; y que, así, le suplicaba y
mandaba que, vista la presente, saliese de
aquellos matorrales y se dejase de hacer
disparates, y se pusiese luego luego en
camino del Toboso, si otra cosa de más
importancia no le sucediese, porque tenía
gran deseo de ver a vuestra merced. Rióse
mucho cuando le dije como se llamaba
vuestra merced el Caballero de la Triste
Figura. Preguntéle si había ido allá el vizcaíno
de marras; díjome que sí, y que era un
hombre muy de bien. También le pregunté
por los galeotes, mas díjome que no había
visto hasta entonces alguno.
—Todo va bien hasta agora
—dijo don
Quijote
—. Pero dime: ¿qué joya fue la que te
dio, al despedirte, por las nuevas que de mí
le llevaste? Porque es usada y antigua
costumbre entre los caballeros y damas
andantes dar a los escuderos, doncellas o
enanos que les llevan nuevas, de sus damas
a ellos, a ellas de sus andantes, alguna rica
joya en albricias, en agradecimiento de su
recado.
—Bien puede eso ser así, y yo la tengo por
buena usanza; pero eso debió de ser en los
tiempos pasados, que ahora sólo se debe de
acostumbrar a dar un pedazo de pan y queso,
que esto fue lo que me dio mi señora
Dulcinea, por las bardas de un corral, cuando
della me despedí; y aun, por más señas, era
el queso ovejuno.
—Es liberal en estremo
—dijo don Quijote
—,
y si no te dio joya de oro, sin duda debió de
ser porque no la tendría allí a la mano para
dártela; pero buenas son mangas después de
Pascua: yo la veré, y se satisfará todo.
¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De
que me parece que fuiste y veniste por los
aires, pues poco más de tres días has tardado
en ir y venir desde aquí al Toboso, habiendo
de aquí allá más de treinta leguas; por lo cual
me doy a entender que aquel sabio
nigromante que tiene cuenta con mis cosas y
es mi amigo (porque por fuerza le hay, y le
ha de haber, so pena que yo no sería buen
caballero andante); digo que este tal te debió
de ayudar a caminar, sin que tú lo sintieses;
que hay sabio déstos que coge a un caballero
andante durmiendo en su cama, y, sin saber
cómo o en qué manera, amanece otro día
más de mil leguas de donde anocheció. Y si
no fuese por esto, no se podrían socorrer en
sus peligros los caballeros andantes unos a
otros, como se socorren a cada paso. Que
acaece estar uno peleando en las sierras de
Armenia con algún endriago, o con algún
fiero vestiglo, o con otro caballero, donde
lleva lo peor de la batalla y está ya a punto
de muerte, y cuando no os me cato, asoma
por acullá, encima de una nube, o sobre un
carro de fuego, otro caballero amigo suyo,
que poco antes se hallaba en Ingalaterra, que
le favorece y libra de la muerte, y a la noche
se halla en su posada, cenando muy a su
sabor; y suele haber de la una a la otra parte
dos o tres mil leguas. Y todo esto se hace por
industria y sabiduría destos sabios
encantadores que tienen cuidado destos
valerosos caballeros. Así que, amigo Sancho,
no se me hace dificultoso creer que en tan
breve tiempo hayas ido y venido desde este
lugar al del Toboso, pues, como tengo dicho,
algún sabio amigo te debió de llevar en
volandillas, sin que tú lo sintieses.
—Así sería
—dijo Sancho
—; porque a buena
fe que andaba Rocinante como si fuera asno
de gitano con azogue en los oídos.
—Y ¡cómo si llevaba azogue!
—dijo don
Quijote
—, y aun una legión de demonios, que
es gente que camina y hace caminar, sin
cansarse, todo aquello que se les antoja.
Pero, dejando esto aparte, ¿qué te parece a ti
que debo yo de hacer ahora cerca de lo que
mi señora me manda que la vaya a ver?;
que, aunque yo veo que estoy obligado a
cumplir su mandamiento, véome también
imposibilitado del don que he prometido a la
princesa que con nosotros viene, y fuérzame
la ley de caballería a cumplir mi palabra antes
que mi gusto. Por una parte, me acosa y
fatiga el deseo de ver a mi señora; por otra,
me incita y llama la prometida fe y la gloria
que he de alcanzar en esta empresa. Pero lo
que pienso hacer será caminar apriesa y
llegar presto donde está este gigante, y, en
llegando, le cortaré la cabeza, y pondré a la
princesa pacíficamente en su estado, y al
punto daré la vuelta a ver a la luz que mis
sentidos alumbra, a la cual daré tales
disculpas que ella venga a tener por buena
mi tardanza, pues verá que todo redunda en
aumento de su gloria y fama, pues cuanta yo
he alcanzado, alcanzo y alcanzare por las
armas en esta vida, toda me viene del favor
que ella me da y de ser yo suyo.
—¡Ay
—dijo Sancho
—, y cómo está vuestra
merced lastimado de esos cascos!
Pues dígame, señor: ¿piensa vuestra
merced caminar este camino en balde, y
dejar pasar y perder un tan rico y tan
principal casamiento como éste, donde le dan
en dote un reino, que a buena verdad que he
oído decir que tiene más de veinte mil leguas
de contorno, y que es abundantísimo de
todas las cosas que son necesarias para el
sustento de la vida humana, y que es mayor
que Portugal y que Castilla juntos? Calle, por
amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que
ha dicho, y tome mi consejo, y perdóneme, y
cásese luego en el primer lugar que haya
cura; y si no, ahí está nuestro licenciado, que
lo hará de perlas. Y advierta que ya tengo
edad para dar consejos, y que este que le
doy le viene de molde, y que más vale pájaro
en mano que buitre volando, porque quien
bien tiene y mal escoge, por bien que se
enoja no se venga.
—Mira, Sancho
—respondió don Quijote
—:
si el consejo que me das de que me case es
porque sea luego rey, en matando al gigante,
y tenga cómodo para hacerte mercedes y
darte lo prometido, hágote saber que sin
casarme podré cumplir tu deseo muy
fácilmente, porque yo sacaré de adahala,
antes de entrar en la batalla, que, saliendo
vencedor della, ya que no me case, me han
de dar una parte del reino, para que la pueda
dar a quien yo quisiere; y, en dándomela, ¿a
quién quieres tú que la dé sino a ti?
—Eso está claro
—respondió Sancho
—, pero
mire vuestra merced que la escoja hacia la
marina, porque, si no me contentare la
vivienda, pueda embarcar mis negros
vasallos y hacer dellos lo que ya he dicho. Y
vuestra merced no se cure de ir por agora a
ver a mi señora Dulcinea, sino váyase a
matar al gigante, y concluyamos este
negocio; que por Dios que se me asienta que
ha de ser de mucha honra y de mucho
provecho.
—Dígote, Sancho
—dijo don Quijote
—, que
estás en lo cierto, y que habré de tomar tu
consejo en cuanto el ir antes con la princesa
que a ver a Dulcinea. Y avísote que no digas
nada a nadie, ni a los que con nosotros
vienen, de lo que aquí hemos departido y
tratado; que, pues Dulcinea es tan recatada
que no quiere que se sepan sus
pensamientos, no será bien que yo, ni otro
por mí, los descubra.
—Pues si eso es así
—dijo Sancho
—, ¿cómo
hace vuestra merced que todos los que vence
por su brazo se vayan a presentar ante mi
señora Dulcinea, siendo esto firma de su
nombre que la quiere bien y que es su
enamorado? Y, siendo forzoso que los que
fueren se han de ir a hincar de finojos ante
su presencia, y decir que van de parte de
vuestra merced a dalle la obediencia, ¿cómo
se pueden encubrir los pensamientos de
entrambos?
—¡Oh, qué necio y qué simple que eres!
—
dijo don Quijote
—. ¿Tú no ves, Sancho, que
eso todo redunda en su mayor
ensalzamiento? Porque has de saber que en
este nuestro estilo de caballería es gran
honra tener una dama muchos caballeros
andantes que la sirvan, sin que se estiendan
más sus pensamientos que a servilla, por sólo
ser ella quien es, sin esperar otro premio de
sus muchos y buenos deseos, sino que ella se
contente de acetarlos por sus caballeros.
—Con esa manera de amor
—dijo Sancho
—
he oído yo predicar que se ha de amar a
Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos
mueva esperanza de gloria o temor de pena.
Aunque yo le querría amar y servir por lo que
pudiese.
—¡Válate el diablo por villano
—dijo don
Quijote
—, y qué de discreciones dices a las
veces! No parece sino que has estudiado.
—Pues a fe mía que no sé leer
—respondió
Sancho.
En esto, les dio voces maese Nicolás que
esperasen un poco, que querían detenerse a
beber en una fontecilla que allí estaba.
Detúvose don Quijote, con no poco gusto de
Sancho, que ya estaba cansado de mentir
tanto y temía no le cogiese su amo a
palabras; porque, puesto que él sabía que
Dulcinea era una labradora del Toboso, no la
había visto en toda su vida.
Habíase en este tiempo vestido Cardenio los
vestidos que Dorotea traía cuando la
hallaron, que, aunque no eran muy buenos,
hacían mucha ventaja a los que dejaba.
Apeáronse junto a la fuente, y con lo que el
cura se acomodó en la venta satisficieron,
aunque poco, la mucha hambre que todos
traían.
Estando en esto, acertó a pasar por allí un
muchacho que iba de camino, el cual,
poniéndose a mirar con mucha atención a los
que en la fuente estaban, de allí a poco
arremetió a don Quijote, y, abrazándole por
las piernas, comenzó a llorar muy de
propósito, diciendo:
—¡Ay, señor mío! ¿No me conoce vuestra
merced? Pues míreme bien, que yo soy aquel
mozo Andrés que quitó vuestra merced de la
encina donde estaba atado. Reconocióle don
Quijote, y, asiéndole por la mano, se volvió a
los que allí estaban y dijo:
—Porque vean vuestras mercedes cuán de
importancia es haber caballeros andantes en
el mundo, que desfagan los tuertos y
agravios que en él se hacen por los insolentes
y malos hombres que en él viven, sepan
vuestras mercedes que los días pasados,
pasando yo por un bosque, oí unos gritos y
unas voces muy lastimosas, como de persona
afligida y menesterosa; acudí luego, llevado
de mi obligación, hacia la parte donde me
pareció que las lamentables voces sonaban, y
hallé atado a una encina a este muchacho
que ahora está delante (de lo que me huelgo
en el alma, porque será testigo que no me
dejará mentir en nada); digo que estaba
atado a la encina, desnudo del medio cuerpo
arriba, y estábale abriendo a azotes con las
riendas de una yegua un villano, que después
supe que era amo suyo; y, así como yo le vi,
le pregunté la causa de tan atroz
vapulamiento; respondió el zafio que le
azotaba porque era su criado, y que ciertos
descuidos que tenía nacían más de ladrón
que de simple; a lo cual este niño dijo:
''Señor, no me azota sino porque le pido mi
salario''. El amo replicó no sé qué arengas y
disculpas, las cuales, aunque de mí fueron
oídas, no fueron admitidas. En resolución, yo
le hice desatar, y tomé juramento al villano
de que le llevaría consigo y le pagaría un real
sobre otro, y aun sahumados. ¿No es verdad
todo esto, hijo Andrés? ¿No notaste con
cuánto imperio se lo mandé, y con cuánta
humildad prometió de hacer todo cuanto yo
le impuse, y notifiqué y quise? Responde; no
te turbes ni dudes en nada: di lo que pasó a
estos señores, porque se vea y considere ser
del provecho que digo haber caballeros
andantes por los caminos.
—Todo lo que vuestra merced ha dicho es
mucha verdad
—respondió el muchacho
—,
pero el fin del negocio sucedió muy al revés
de lo que vuestra merced se imagina.
—¿Cómo al revés?
—replicó don Quijote
—;
luego, ¿no te pagó el villano?
—No sólo no me pagó
—respondió el
muchacho
—, pero, así como vuestra merced
traspuso del bosque y quedamos solos, me
volvió a atar a la mesma encina, y me dio de
nuevo tantos azotes que quedé hecho un San
Bartolomé desollado; y, a cada azote que me
daba, me decía un donaire y chufeta acerca
de hacer burla de vuestra merced, que, a no
sentir yo tanto dolor, me riera de lo que
decía. En efeto: él me paró tal, que hasta
ahora he estado curándome en un hospital
del mal que el mal villano entonces me hizo.
De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa,
porque si se fuera su camino adelante y no
viniera donde no le llamaban, ni se
entremetiera en negocios ajenos, mi amo se
contentara con darme una o dos docenas de
azotes, y luego me soltara y pagara cuanto
me debía. Mas, como vuestra merced le
deshonró tan sin propósito y le dijo tantas
villanías, encendiósele la cólera, y, como no
la pudo vengar en vuestra merced, cuando se
vio solo descargó sobre mí el nublado, de
modo que me parece que no seré más
hombre en toda mi vida.
—El daño estuvo
—dijo don Quijote
— en
irme yo de allí; que no me había de ir hasta
dejarte pagado, porque bien debía yo de
saber, por luengas experiencias, que no hay
villano que guarde palabra que tiene, si él
vee que no le está bien guardalla. Pero ya te
acuerdas, Andrés, que yo juré que si no te
pagaba, que había de ir a buscarle, y que le
había de hallar, aunque se escondiese en el
vientre de la ballena.
—Así es la verdad
—dijo Andrés
—, pero no
aprovechó nada.
—Ahora verás si aprovecha
—dijo don
Quijote.
Y, diciendo esto, se levantó muy apriesa y
mandó a Sancho que enfrenase a Rocinante,
que estaba paciendo en tanto que ellos
comían. Preguntóle Dorotea qué era lo que
hacer quería. Él le respondió que quería ir a
buscar al villano y castigalle de tan mal
término, y hacer pagado a Andrés hasta el
último maravedí, a despecho y pesar de
cuantos villanos hubiese en el mundo. A lo
que ella respondió que advirtiese que no
podía, conforme al don prometido,
entremeterse en ninguna empresa hasta
acabar la suya; y que, pues esto sabía él
mejor que otro alguno, que sosegase el
pecho hasta la vuelta de su reino.
—Así es verdad
—respondió don Quijote
—,
y es forzoso que Andrés tenga paciencia
hasta la vuelta, como vos, señora, decís; que
yo le torno a jurar y a prometer de nuevo de
no parar hasta hacerle vengado y pagado.
—No me creo desos juramentos
—dijo
Andrés
—; más quisiera tener agora con qué
llegar a Sevilla que todas las venganzas del
mundo: déme, si tiene ahí, algo que coma y
lleve, y quédese con Dios su merced y todos
los caballeros andantes; que tan bien
andantes sean ellos para consigo como lo han
sido para conmigo.
Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de
pan y otro de queso, y, dándoselo al mozo, le
dijo:
—Tomá, hermano Andrés, que a todos nos
alcanza parte de vuestra desgracia.
—Pues, ¿qué parte os alcanza a vos?
—
preguntó Andrés.
—Esta parte de queso y pan que os doy
—
respondió Sancho
—, que Dios sabe si me ha
de hacer falta o no; porque os hago saber,
amigo, que los escuderos de los caballeros
andantes estamos sujetos a mucha hambre y
a mala ventura, y aun a otras cosas que se
sienten mejor que se dicen.
Andrés asió de su pan y queso, y, viendo
que nadie le daba otra cosa, abajó su cabeza
y tomó el camino en las manos, como suele
decirse. Bien es verdad que, al partirse, dijo a
don Quijote:
—Por amor de Dios, señor caballero
andante, que si otra vez me encontrare,
aunque vea que me hacen pedazos, no me
socorra ni ayude, sino déjeme con mi
desgracia; que no será tanta, que no sea
mayor la que me vendrá de su ayuda de
vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a
todos cuantos caballeros andantes han nacido
en el mundo.
Íbase a levantar don Quijote para castigalle,
mas él se puso a correr de modo que ninguno
se atrevió a seguille. Quedó corridísimo don
Quijote del cuento de Andrés, y fue menester
que los demás tuviesen mucha cuenta con no
reírse, por no acaballe de correr del todo.
Capítulo XXXII. Que trata
de lo que sucedió en la
venta a toda la cuadrilla de
don Quijote
Acabóse la buena comida, ensillaron luego,
y, sin que les sucediese cosa digna de contar,
llegaron otro día a la venta, espanto y
asombro de Sancho Panza; y, aunque él
quisiera no entrar en ella, no lo pudo huir. La
ventera, ventero, su hija y Maritornes, que
vieron venir a don Quijote y a Sancho, les
salieron a recebir con muestras de mucha
alegría, y él las recibió con grave continente y
aplauso, y díjoles que le aderezasen otro
mejor lecho que la vez pasada; a lo cual le
respondió la huéspeda que como la pagase
mejor que la otra vez, que ella se la daría de
príncipes. Don Quijote dijo que sí haría, y así,
le aderezaron uno razonable en el mismo
caramanchón de marras, y él se acostó luego,
porque venía muy quebrantado y falto de
juicio.
No se hubo bien encerrado, cuando la
huéspeda arremetió al barbero, y, asiéndole
de la barba, dijo:
—Para mi santiguada, que no se ha aún de
aprovechar más de mi rabo para su barba, y
que me ha de volver mi cola; que anda lo de
mi marido por esos suelos, que es
vergüenza; digo, el peine, que solía yo colgar
de mi buena cola.
No se la quería dar el barbero, aunque ella
más tiraba, hasta que el licenciado le dijo que
se la diese, que ya no era menester más usar
de aquella industria, sino que se descubriese
y mostrase en su misma forma, y dijese a
don Quijote que cuando le despojaron los
ladrones galeotes se habían venido a aquella
venta huyendo; y que si preguntase por el
escudero de la princesa, le dirían que ella le
había enviado adelante a dar aviso a los de
su reino como ella iba y llevaba consigo el
libertador de todos. Con esto, dio de buena
gana la cola a la ventera el barbero, y
asimismo le volvieron todos los adherentes
que había prestado para la libertad de don
Quijote. Espantáronse todos los de la venta
de la hermosura de Dorotea, y aun del buen
talle del zagal Cardenio. Hizo el cura que les
aderezasen de comer de lo que en la venta
hubiese, y el huésped, con esperanza de
mejor paga, con diligencia les aderezó una
razonable comida; y a todo esto dormía don
Quijote, y fueron de parecer de no
despertalle, porque más provecho le haría por
entonces el dormir que el comer.
Trataron sobre comida, estando delante el
ventero, su mujer, su hija, Maritornes, todos
los pasajeros, de la estraña locura de don
Quijote y del modo que le habían hallado. La
huéspeda les contó lo que con él y con el
arriero les había acontecido, y, mirando si
acaso estaba allí Sancho, como no le viese,
contó todo lo de su manteamiento, de que no
poco gusto recibieron. Y, como el cura dijese
que los libros de caballerías que don Quijote
había leído le habían vuelto el juicio, dijo el
ventero:
—No sé yo cómo puede ser eso; que en
verdad que, a lo que yo entiendo, no hay
mejor letrado en el mundo, y que tengo ahí
dos o tres dellos, con otros papeles, que
verdaderamente me han dado la vida, no sólo
a mí, sino a otros muchos. Porque, cuando es
tiempo de la siega, se recogen aquí, las
fiestas, muchos segadores, y siempre hay
algunos que saben leer, el cual coge uno
destos libros en las manos, y rodeámonos dél
más de treinta, y estámosle escuchando con
tanto gusto que nos quita mil canas; a lo
menos, de mí sé decir que cuando oyo decir
aquellos furibundos y terribles golpes que los
caballeros pegan, que me toma gana de
hacer otro tanto, y que querría estar
oyéndolos noches y días.
—Y yo ni más ni menos
—dijo la ventera
—,
porque nunca tengo buen rato en mi casa
sino aquel que vos estáis escuchando leer:
que estáis tan embobado, que no os acordáis
de reñir por entonces.
—Así es la verdad
—dijo Maritornes
—, y a
buena fe que yo también gusto mucho de oír
aquellas cosas, que son muy lindas; y más,
cuando cuentan que se está la otra señora
debajo de unos naranjos abrazada con su
caballero, y que les está una dueña
haciéndoles la guarda, muerta de envidia y
con mucho sobresalto. Digo que todo esto es
cosa de mieles.
—Y a vos ¿qué os parece, señora doncella?
—dijo el cura, hablando con la hija del
ventero.
—No sé, señor, en mi ánima
—respondió
ella
—; también yo lo escucho, y en verdad
que, aunque no lo entiendo, que recibo gusto
en oíllo; pero no gusto yo de los golpes de
que mi padre gusta, sino de las
lamentaciones que los caballeros hacen
cuando están ausentes de sus señoras: que
en verdad que algunas veces me hacen llorar
de compasión que les tengo.
—Luego, ¿bien las remediárades vos,
señora doncella
—dijo Dorotea
—, si por vos
lloraran?
—No sé lo que me hiciera
—respondió la
moza
—; sólo sé que hay algunas señoras de
aquéllas tan crueles, que las llaman sus
caballeros tigres y leones y otras mil
inmundicias. Y, ¡Jesús!, yo no sé qué gente
es aquélla tan desalmada y tan sin
conciencia, que por no mirar a un hombre
honrado, le dejan que se muera, o que se
vuelva loco. Yo no sé para qué es tanto
melindre: si lo hacen de honradas, cásense
con ellos, que ellos no desean otra cosa.
—Calla, niña
—dijo la ventera
—, que parece
que sabes mucho destas cosas, y no está
bien a las doncellas saber ni hablar tanto.
—Como me lo pregunta este señor
—
respondió ella
—, no pude dejar de
respondelle.
—Ahora bien
—dijo el cura
—, traedme,
señor huésped, aquesos libros, que los quiero
ver.
—Que me place
—respondió él.
Y, entrando en su aposento, sacó dél una
maletilla vieja, cerrada con una de muy
buena letra, escritos de mano. El primer libro
que abrió vio que era Don Cirongilio de
Tracia; y el otro, de Felixmarte de Hircania; y
el otro, la Historia del Gran Capitán Gonzalo
Hernández de Córdoba, con la vida de Diego
García de Paredes. Así como el cura leyó los
dos títulos primeros, volvió el rostro al
barbero y dijo:
—Falta nos hacen aquí ahora el ama de mi
amigo y su sobrina.
—No hacen
—respondió el barbero
—, que
también sé yo llevallos al corral o a la
chimenea; que en verdad que hay muy buen
fuego en ella.
—Luego, ¿quiere vuestra merced quemar
más libros?
—dijo el ventero.
—No más
—dijo el cura
— que estos dos: el
de Don Cirongilio y el de Felixmarte.
—Pues, ¿por ventura
—dijo el ventero
— mis
libros son herejes o flemáticos, que los quiere
quemar?
—Cismáticos queréis decir, amigo
—dijo el
barbero
—, que no flemáticos.
—Así es
—replicó el ventero
—; mas si
alguno quiere quemar, sea ese del Gran
Capitán y dese Diego García, que antes
dejaré quemar un hijo que dejar quemar
ninguno desotros.
—Hermano mío
—dijo el cura
—, estos dos
libros son mentirosos y están llenos de
disparates y devaneos; y este del Gran
Capitán es historia verdadera, y tiene los
hechos de Gonzalo Hernández de Córdoba, el
cual, por sus muchas y grandes hazañas,
mereció ser llamado de todo el mundo Gran
Capitán, renombre famoso y claro, y dél sólo
merecido. Y este Diego García de Paredes fue
un principal caballero, natural de la ciudad de
Trujillo, en Estremadura, valentísimo soldado,
y de tantas fuerzas naturales que detenía con
un dedo una rueda de molino en la mitad de
su furia; y, puesto con un montante en la
entrada de una puente, detuvo a todo un
innumerable ejército, que no pasase por ella;
y hizo otras tales cosas que, como si él las
cuenta y las escribe él asimismo, con la
modestia de caballero y de coronista propio,
las escribiera otro, libre y desapasionado,
pusieran en su olvido las de los Hétores,
Aquiles y Roldanes.
—¡Tomaos con mi padre!
—dijo el dicho
ventero
—. ¡Mirad de qué se espanta:
de detener una rueda de molino! Por Dios,
ahora había vuestra merced de leer lo que
hizo Felixmarte de Hircania, que de un revés
solo partió cinco gigantes por la cintura,
como si fueran hechos de habas, como los
frailecicos que hacen los niños. Y otra vez
arremetió con un grandísimo y poderosísimo
ejército, donde llevó más de un millón y
seiscientos mil soldados, todos armados
desde el pie hasta la cabeza, y los desbarató
a todos, como si fueran manadas de ovejas.
Pues, ¿qué me dirán del bueno de don
Cirongilio de Tracia, que fue tan valiente y
animoso como se verá en el libro, donde
cuenta que, navegando por un río, le salió de
la mitad del agua una serpiente de fuego, y
él, así como la vio, se arrojó sobre ella, y se
puso a horcajadas encima de sus escamosas
espaldas, y le apretó con ambas manos la
garganta, con tanta fuerza que, viendo la
serpiente que la iba ahogando, no tuvo otro
remedio sino dejarse ir a lo hondo del río,
llevándose tras sí al caballero, que nunca la
quiso soltar? Y, cuando llegaron allá bajo, se
halló en unos palacios y en unos jardines tan
lindos que era maravilla; y luego la sierpe se
volvió en un viejo anciano, que le dijo tantas
de cosas que no hay más que oír. Calle,
señor, que si oyese esto, se volvería loco de
placer. ¡Dos higas para el Gran Capitán y
para ese Diego García que dice!
Oyendo esto Dorotea, dijo callando a
Cardenio:
—Poco le falta a nuestro huésped para
hacer la segunda parte de don Quijote.
—Así me parece a mí
—respondió
Cardenio
—, porque, según da indicio, él tiene
por cierto que todo lo que estos libros
cuentan pasó ni más ni menos que lo
escriben, y no le harán creer otra cosa frailes
descalzos.
—Mirad, hermano
—tornó a decir el cura
—,
que no hubo en el mundo Felixmarte de
Hircania, ni don Cirongilio de Tracia, ni otros
caballeros semejantes que los libros de
caballerías cuentan, porque todo es
compostura y ficción de ingenios ociosos, que
los compusieron para el efeto que vos decís
de entretener el tiempo, como lo entretienen
leyéndolos vuestros segadores; porque
realmente os juro que nunca tales caballeros
fueron en el mundo, ni tales hazañas ni
disparates acontecieron en él.
—¡A otro perro con ese hueso!
—respondió
el ventero
—. ¡Como si yo no supiese cuántas
son cinco y adónde me aprieta el zapato! No
piense vuestra merced darme papilla, porque
por Dios que no soy nada blanco. ¡Bueno es
que quiera darme vuestra merced a entender
que todo aquello que estos buenos libros
dicen sea disparates y mentiras, estando
impreso con licencia de los señores del
Consejo Real, como si ellos fueran gente que
habían de dejar imprimir tanta mentira junta,
y tantas batallas y tantos encantamentos que
quitan el juicio!
—Ya os he dicho, amigo
—replicó el cura
—,
que esto se hace para entretener nuestros
ociosos pensamientos; y, así como se
consiente en las repúblicas bien concertadas
que haya juegos de ajedrez, de pelota y de
trucos, para entretener a algunos que ni
tienen, ni deben, ni pueden trabajar, así se
consiente imprimir y que haya tales libros,
creyendo, como es verdad, que no ha de
haber alguno tan ignorante que tenga por
historia verdadera ninguna destos libros. Y si
me fuera lícito agora, y el auditorio lo
requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que
han de tener los libros de caballerías para ser
buenos, que quizá fueran de provecho y aun
de gusto para algunos; pero yo espero que
vendrá tiempo en que lo pueda comunicar
con quien pueda remediallo, y en este
entretanto creed, señor ventero, lo que os he
dicho, y tomad vuestros libros, y allá os
avenid con sus verdades o mentiras, y buen
provecho os hagan, y quiera Dios que no
cojeéis del pie que cojea vuestro huésped
don Quijote.
—Eso no
—respondió el ventero
—, que no
seré yo tan loco que me haga caballero
andante: que bien veo que ahora no se usa lo
que se usaba en aquel tiempo, cuando se
dice que andaban por el mundo estos
famosos caballeros.
A la mitad desta plática se halló Sancho
presente, y quedó muy confuso y pensativo
de lo que había oído decir que ahora no se
usaban caballeros andantes, y que todos los
libros de caballerías eran necedades y
mentiras, y propuso en su corazón de esperar
en lo que paraba aquel viaje de su amo, y
que si no salía con la felicidad que él
pensaba, determinaba de dejalle y volverse
con su mujer y sus hijos a su acostumbrado
trabajo.
Llevábase la maleta y los libros el ventero,
mas el cura le dijo:
—Esperad, que quiero ver qué papeles son
esos que de tan buena letra están escritos.
Sacólos el huésped, y, dándoselos a leer,
vio hasta obra de ocho pliegos escritos de
mano, y al principio tenían un título grande
que decía: Novela del curioso impertinente.
Leyó el cura para sí tres o cuatro renglones y
dijo:
—Cierto que no me parece mal el título
desta novela, y que me viene voluntad de
leella toda.
A lo que respondió el ventero:
—Pues bien puede leella su reverencia,
porque le hago saber que algunos huéspedes
que aquí la han leído les ha contentado
mucho, y me la han pedido con muchas
veras; mas yo no se la he querido dar,
pensando volvérsela a quien aquí dejó esta
maleta olvidada con estos libros y esos
papeles; que bien puede ser que vuelva su
dueño por aquí algún tiempo, y, aunque sé
que me han de hacer falta los libros, a fe que
se los he de volver: que, aunque ventero,
todavía soy cristiano.
—Vos tenéis mucha razón, amigo
—dijo el
cura
—, mas, con todo eso, si la novela me
contenta, me la habéis de dejar trasladar.
—De muy buena gana
—respondió el
ventero.
Mientras los dos esto decían, había tomado
Cardenio la novela y comenzado a leer en
ella; y, pareciéndole lo mismo que al cura, le
rogó que la leyese de modo que todos la
oyesen.
—Sí leyera
—dijo el cura
—, si no fuera
mejor gastar este tiempo en dormir que en
leer.
—Harto reposo será para mí
—dijo
Dorotea
— entretener el tiempo oyendo algún
cuento, pues aún no tengo el espíritu tan
sosegado que me conceda dormir cuando
fuera razón.
—Pues desa manera
—dijo el cura
—, quiero
leerla, por curiosidad siquiera; quizá tendrá
alguna de gusto.
Acudió maese Nicolás a rogarle lo mesmo, y
Sancho también; lo cual visto del cura, y
entendiendo que a todos daría gusto y él le
recibiría, dijo:
—Pues así es, esténme todos atentos, que
la novela comienza desta manera:
Capítulo XXXIII. Donde se
cuenta la novela del Curioso
impertinente
«En Florencia, ciudad rica y famosa de
Italia, en la provincia que llaman Toscana,
vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos
y principales, y tan amigos que, por
excelencia y antonomasia, de todos los que
los conocían los dos amigos eran llamados.
Eran solteros, mozos de una misma edad y
de unas mismas costumbres; todo lo cual era
bastante causa a que los dos con recíproca
amistad se correspondiesen. Bien es verdad
que el Anselmo era algo más inclinado a los
pasatiempos amorosos que el Lotario, al cual
llevaban tras sí los de la caza; pero, cuando
se ofrecía, dejaba Anselmo de acudir a sus
gustos por seguir los de Lotario, y Lotario
dejaba los suyos por acudir a los de Anselmo;
y, desta manera, andaban tan a una sus
voluntades, que no había concertado reloj
que así lo anduviese.
»Andaba Anselmo perdido de amores de
una doncella principal y hermosa de la misma
ciudad, hija de tan buenos padres y tan
buena ella por sí, que se determinó, con el
parecer de su amigo Lotario, sin el cual
ninguna cosa hacía, de pedilla por esposa a
sus padres, y así lo puso en ejecución; y el
que llevó la embajada fue Lotario, y el que
concluyó el negocio tan a gusto de su amigo,
que en breve tiempo se vio puesto en la
posesión que deseaba, y Camila tan contenta
de haber alcanzado a Anselmo por esposo,
que no cesaba de dar gracias al cielo, y a
Lotario, por cuyo medio tanto bien le había
venido.
»Los primeros días, como todos los de boda
suelen ser alegres, continuó Lotario, como
solía, la casa de su amigo Anselmo,
procurando honralle, festejalle y regocijalle
con todo aquello que a él le fue posible; pero,
acabadas las bodas y sosegada ya la
frecuencia de las visitas y parabienes,
comenzó Lotario a descuidarse con cuidado
de las idas en casa de Anselmo, por parecerle
a él
—como es razón que parezca a todos los
que fueren discretos
— que no se han de
visitar ni continuar las casas de los amigos
casados de la misma manera que cuando
eran solteros; porque, aunque la buena y
verdadera amistad no puede ni debe de ser
sospechosa en nada, con todo esto, es tan
delicada la honra del casado, que parece que
se puede ofender aun de los mesmos
hermanos, cuanto más de los amigos.
»Notó Anselmo la remisión de Lotario, y
formó dél quejas grandes, diciéndole que si él
supiera que el casarse había de ser parte
para no comunicalle como solía, que jamás lo
hubiera hecho, y que si, por la buena
correspondencia que los dos tenían mientras
él fue soltero, habían alcanzado tan dulce
nombre como el de ser llamados los dos
amigos, que no permitiese, por querer hacer
del circunspecto, sin otra ocasión alguna, que
tan famoso y tan agradable nombre se
perdiese; y que así, le suplicaba, si era lícito
que tal término de hablar se usase entre
ellos, que volviese a ser señor de su casa, y a
entrar y salir en ella como de antes,
asegurándole que su esposa Camila no tenía
otro gusto ni otra voluntad que la que él
quería que tuviese, y que, por haber sabido
ella con cuántas veras los dos se amaban,
estaba confusa de ver en él tanta esquiveza.
»A todas estas y otras muchas razones que
Anselmo dijo a Lotario para persuadille
volviese como solía a su casa, respondió
Lotario con tanta prudencia, discreción y
aviso, que Anselmo quedó satisfecho de la
buena intención de su amigo, y quedaron de
concierto que dos días en la semana y las
fiestas fuese Lotario a comer con él; y,
aunque esto quedó así concertado entre los
dos, propuso Lotario de no hacer más de
aquello que viese que más convenía a la
honra de su amigo, cuyo crédito estimaba en
más que el suyo proprio. Decía él, y decía
bien, que el casado a quien el cielo había
concedido mujer hermosa, tanto cuidado
había de tener qué amigos llevaba a su casa
como en mirar con qué amigas su mujer
conversaba, porque lo que no se hace ni
concierta en las plazas, ni en los templos, ni
en las fiestas públicas, ni estaciones
—cosas
que no todas veces las han de negar los
maridos a sus mujeres
—, se concierta y
facilita en casa de la amiga o la parienta de
quien más satisfación se tiene.
»También decía Lotario que tenían
necesidad los casados de tener cada uno
algún amigo que le advirtiese de los
descuidos que en su proceder hiciese, porque
suele acontecer que con el mucho amor que
el marido a la mujer tiene, o no le advierte o
no le dice, por no enojalla, que haga o deje
de hacer algunas cosas, que el hacellas o no,
le sería de honra o de vituperio; de lo cual,
siendo del amigo advertido, fácilmente
pondría remedio en todo. Pero, ¿dónde se
hallará amigo tan discreto y tan leal y
verdadero como aquí Lotario le pide? No lo sé
yo, por cierto; sólo Lotario era éste, que con
toda solicitud y advertimiento miraba por la
honra de su amigo y procuraba dezmar, frisar
y acortar los días del concierto del ir a su
casa, porque no pareciese mal al vulgo ocioso
y a los ojos vagabundos y maliciosos la
entrada de un mozo rico, gentilhombre y bien
nacido, y de las buenas partes que él
pensaba que tenía, en la casa de una mujer
tan hermosa como Camila; que, puesto que
su bondad y valor podía poner freno a toda
maldiciente lengua, todavía no quería poner
en duda su crédito ni el de su amigo, y por
esto los más de los días del concierto los
ocupaba y entretenía en otras cosas, que él
daba a entender ser inexcusables. Así que, en
quejas del uno y disculpas del otro se
pasaban muchos ratos y partes del día.
»Sucedió, pues, que uno que los dos se
andaban paseando por un prado fuera de la
ciudad, Anselmo dijo a Lotario las semejantes
razones:
»
—Pensabas, amigo Lotario, que a las
mercedes que Dios me ha hecho en hacerme
hijo de tales padres como fueron los míos y al
darme, no con mano escasa, los bienes, así
los que llaman de naturaleza como los de
fortuna, no puedo yo corresponder con
agradecimiento que llegue al bien recebido, y
sobre al que me hizo en darme a ti por amigo
y a Camila por mujer propria: dos prendas
que las estimo, si no en el grado que debo,
en el que puedo.
Pues con todas estas partes, que suelen ser
el todo con que los hombres suelen y pueden
vivir contentos, vivo yo el más despechado y
el más desabrido hombre de todo el universo
mundo; porque no sé qué días a esta parte
me fatiga y aprieta un deseo tan estraño, y
tan fuera del uso común de otros, que yo me
maravillo de mí mismo, y me culpo y me riño
a solas, y procuro callarlo y encubrirlo de mis
proprios pensamientos; y así me ha sido
posible salir con este secreto como si de
industria procurara decillo a todo el mundo.
Y, pues que, en efeto, él ha de salir a
plaza,quiero que sea en la del archivo de tu
secreto, confiado que, con él y con la
diligencia que pondrás, como mi amigo
verdadero, en remediarme, yo me veré
presto libre de la angustia que me causa, y
llegará mi alegría por tu solicitud al grado que
ha llegado mi descontento por mi locura.
»Suspenso tenían a Lotario las razones de
Anselmo, y no sabía en qué había de parar
tan larga prevención o preámbulo; y, aunque
iba revolviendo en su imaginación qué deseo
podría ser aquel que a su amigo tanto
fatigaba, dio siempre muy lejos del blanco de
la verdad; y, por salir presto de la agonía que
le causaba aquella suspensión, le dijo que
hacía notorio agravio a su mucha amistad en
andar buscando rodeos para decirle sus más
encubiertos pensamientos, pues tenía cierto
que se podía prometer dél, o ya consejos
para entretenellos, o ya remedio para
cumplillos.
»
—Así es la verdad
—respondió Anselmo
—,
y con esa confianza te hago saber, amigo
Lotario, que el deseo que me fatiga es pensar
si Camila, mi esposa, es tan buena y tan
perfeta como yo pienso; y no puedo
enterarme en esta verdad, si no es
probándola de manera que la prueba
manifieste los quilates de su bondad, como el
fuego muestra los del oro. Porque yo tengo
para mí, ¡oh amigo!, que no es una mujer
más buena de cuanto es o no es solicitada, y
que aquella sola es fuerte que no se dobla a
las promesas, a las dádivas, a las lágrimas y
a las continuas importunidades de los
solícitos amantes.
Porque, ¿qué hay que agradecer
—decía
él
— que una mujer sea buena, si nadie le
dice que sea mala? ¿Qué mucho que esté
recogida y temerosa la que no le dan ocasión
para que se suelte, y la que sabe que tiene
marido que, en cogiéndola en la primera
desenvoltura, la ha de quitar la vida? Ansí
que, la que es buena por temor, o por falta
de lugar, yo no la quiero tener en aquella
estima en que tendré a la solicitada y
perseguida que salió con la corona del
vencimiento. De modo que, por estas razones
y por otras muchas que te pudiera decir para
acreditar y fortalecer la opinión que tengo,
deseo que Camila, mi esposa, pase por estas
dificultades y se acrisole y quilate en el fuego
de verse requerida y solicitada, y de quien
tenga valor para poner en ella sus deseos; y
si ella sale, como creo que saldrá, con la
palma desta batalla, tendré yo por sin igual
mi ventura; podré yo decir que está colmo el
vacío de mis deseos; diré que me cupo en
suerte la mujer fuerte, de quien el Sabio dice
que ¿quién la hallará? Y, cuando esto suceda
al revés de lo que pienso, con el gusto de ver
que acerté en mi opinión, llevaré sin pena la
que de razón podrá causarme mi tan costosa
experiencia.
Y, prosupuesto que ninguna cosa de
cuantas me dijeres en contra de mi deseo ha
de ser de algún provecho para dejar de
ponerle por la obra, quiero, ¡oh amigo
Lotario!, que te dispongas a ser el
instrumento que labre aquesta obra de mi
gusto; que yo te daré lugar para que lo
hagas, sin faltarte todo aquello que yo viere
ser necesario para solicitar a una mujer
honesta, honrada, recogida y desinteresada.
Y muéveme, entre otras cosas, a fiar de ti
esta tan ardua empresa, el ver que si de ti es
vencida Camila, no ha de llegar el
vencimiento a todo trance y rigor, sino a sólo
a tener por hecho lo que se ha de hacer, por
buen respeto; y así, no quedaré yo ofendido
más de con el deseo, y mi injuria quedará
escondida en la virtud de tu silencio, que bien
sé que en lo que me tocare ha de ser eterno
como el de la muerte. Así que, si quieres que
yo tenga vida que pueda decir que lo es,
desde luego has de entrar en esta amorosa
batalla, no tibia ni perezosamente, sino con el
ahínco y diligencia que mi deseo pide, y con
la confianza que nuestra amistad me
asegura.
ȃstas fueron las razones que Anselmo dijo
a Lotario, a todas las cuales estuvo tan
atento, que si no fueron las que quedan
escritas que le dijo, no desplegó sus labios
hasta que hubo acabado; y, viendo que no
decía más, después que le estuvo mirando un
buen espacio, como si mirara otra cosa que
jamás hubiera visto, que le causara
admiración y espanto, le dijo:
»
—No me puedo persuadir, ¡oh amigo
Anselmo!, a que no sean burlas las cosas que
me has dicho; que, a pensar que de veras las
decías, no consintiera que tan adelante
pasaras, porque con no escucharte previniera
tu larga arenga.
Sin duda imagino, o que no me conoces, o
que yo no te conozco. Pero no; que bien sé
que eres Anselmo, y tú sabes que yo soy
Lotario; el daño está en que yo pienso que no
eres el Anselmo que solías, y tú debes de
haber pensado que tampoco yo soy el Lotario
que debía ser, porque las cosas que me has
dicho, ni son de aquel Anselmo mi amigo, ni
las que me pides se han de pedir a aquel
Lotario que tú conoces; porque los buenos
amigos han de probar a sus amigos y valerse
dellos, como dijo un poeta, usque ad aras;
que quiso decir que no se habían de valer de
su amistad en cosas que fuesen contra Dios.
Pues, si esto sintió un gentil de la amistad,
¿cuánto mejor es que lo sienta el cristiano,
que sabe que por ninguna humana ha de
perder la amistad divina? Y cuando el amigo
tirase tanto la barra que pusiese aparte los
respetos del cielo por acudir a los de su
amigo, no ha de ser por cosas ligeras y de
poco momento, sino por aquellas en que vaya
la honra y la vida de su amigo. Pues dime tú
ahora, Anselmo: ¿cuál destas dos cosas
tienes en peligro para que yo me aventure a
complacerte y a hacer una cosa tan
detestable como me pides? Ninguna, por
cierto; antes, me pides, según yo entiendo,
que procure y solicite quitarte la honra y la
vida, y quitármela a mí juntamente. Porque si
yo he de procurar quitarte la honra, claro
está que te quito la vida, pues el hombre sin
honra peor es que un muerto; y,
siendo yo el instrumento, como tú quieres
que lo sea, de tanto mal tuyo, ¿no vengo a
quedar deshonrado, y, por el mesmo
consiguiente, sin vida? Escucha, amigo
Anselmo, y ten paciencia de no responderme
hasta que acabe de decirte lo que se me
ofreciere acerca de lo que te ha pedido tu
deseo; que tiempo quedará para que tú me
repliques y yo te escuche.
»
—Que me place
—dijo Anselmo
—: di lo
que quisieres.
»Y Lotario prosiguió diciendo:
»
—Paréceme, ¡oh Anselmo!, que tienes tú
ahora el ingenio como el que siempre tienen
los moros, a los cuales no se les puede dar a
entender el error de su secta con las
acotaciones de la Santa Escritura, ni con
razones que consistan en especulación del
entendimiento, ni que vayan fundadas en
artículos de fe, sino que les han de traer
ejemplos palpables, fáciles, intelegibles,
demonstrativos, indubitables, con
demostraciones matemáticas que no se
pueden negar, como cuando dicen: "Si de dos
partes iguales quitamos partes iguales, las
que quedan también son iguales"; y, cuando
esto no entiendan de palabra, como, en
efeto, no lo entienden, háseles de mostrar
con las manos y ponérselo delante de los
ojos, y, aun con todo esto, no basta nadie
con ellos a persuadirles las verdades de mi
sacra religión. Y este mesmo término y modo
me convendrá usar contigo, porque el deseo
que en ti ha nacido va tan descaminado y tan
fuera de todo aquello que tenga sombra de
razonable, que me parece que ha de ser
tiempo gastado el que ocupare en darte a
entender tu simplicidad, que por ahora no le
quiero dar otro nombre, y aun estoy por
dejarte en tu desatino, en pena de tu mal
deseo; mas no me deja usar deste rigor la
amistad que te tengo, la cual no consiente
que te deje puesto en tan manifiesto peligro
de perderte.
Y, porque claro lo veas, dime, Anselmo: ¿tú
no me has dicho que tengo de solicitar a una
retirada, persuadir a una honesta, ofrecer a
una desinteresada, servir a una prudente? Sí
que me lo has dicho. Pues si tú sabes que
tienes mujer retirada, honesta, desinteresada
y prudente, ¿qué buscas? Y si piensas que de
todos mis asaltos ha de salir vencedora,
como saldrá sin duda, ¿qué mejores títulos
piensas darle después que los que ahora
tiene, o qué será más después de lo que es
ahora? O es que tú no la tienes por la que
dices, o tú no sabes lo que pides. Si no la
tienes por lo que dices, ¿para qué quieres
probarla, sino, como a mala, hacer della lo
que más te viniere en gusto? Mas si es tan
buena como crees, impertinente cosa será
hacer experiencia de la mesma verdad, pues,
después de hecha, se ha de quedar con la
estimación que primero tenía. Así que, es
razón concluyente que el intentar las cosas
de las cuales antes nos puede suceder daño
que provecho es de juicios sin discurso y
temerarios, y más cuando quieren intentar
aquellas a que no son forzados ni compelidos,
y que de muy lejos traen descubierto que el
intentarlas es manifiesta locura. Las cosas
dificultosas se intentan por Dios, o por el
mundo, o por entrambos a dos: las que se
acometen por Dios son las que acometieron
los santos, acometiendo a vivir vida de
ángeles en cuerpos humanos; las que se
acometen por respeto del mundo son las de
aquellos que pasan tanta infinidad de agua,
tanta diversidad de climas, tanta estrañeza
de gentes, por adquirir estos que llaman
bienes de fortuna. Y las que se intentan por
Dios y por el mundo juntamente son aquellas
de los valerosos soldados, que apenas veen
en el contrario muro abierto tanto espacio
cuanto es el que pudo hacer una redonda
bala de artillería, cuando, puesto aparte todo
temor, sin hacer discurso ni advertir al
manifiesto peligro que les amenaza, llevados
en vuelo de las alas del deseo de volver por
su fe, por su nación y por su rey, se arrojan
intrépidamente por la mitad de mil
contrapuestas muertes que los esperan. Estas
cosas son las que suelen intentarse, y es
honra, gloria y provecho intentarlas, aunque
tan llenas de inconvenientes y peligros. Pero
la que tú dices que quieres intentar y poner
por obra, ni te ha de alcanzar gloria de Dios,
bienes de la fortuna, ni fama con los
hombres; porque, puesto que salgas con ella
como deseas, no has de quedar ni más ufano,
ni más rico, ni más honrado que estás ahora;
y si no sales, te has de ver en la mayor
miseria que imaginarse pueda, porque no te
ha de aprovechar pensar entonces que no
sabe nadie la desgracia que te ha sucedido,
porque bastará para afligirte y deshacerte
que la sepas tú mesmo. Y, para confirmación
desta verdad, te quiero decir una estancia
que hizo el famoso poeta Luis Tansilo, en el
fin de su primera parte de Las lágrimas de
San Pedro, que dice así:
Crece el dolor y crece la vergüenza
en Pedro, cuando el día se ha mostrado;
y, aunque allí no ve a nadie, se avergüenza
de sí mesmo, por ver que había pecado:
que a un magnánimo pecho a haber
vergüenza
no sólo ha de moverle el ser mirado;
que de sí se avergüenza cuando yerra,
si bien otro no vee que cielo y tierra.
Así que, no escusarás con el secreto tu
dolor; antes, tendrás que llorar contino, si no
lágrimas de los ojos, lágrimas de sangre del
corazón, como las lloraba aquel simple doctor
que nuestro poeta nos cuenta que hizo la
prueba del vaso, que, con mejor discurso, se
escusó de hacerla el prudente Reinaldos; que,
puesto que aquello sea ficción poética, tiene
en sí encerrados secretos morales dignos de
ser advertidos y entendidos e imitados.
Cuanto más que, con lo que ahora pienso
decirte, acabarás de venir en conocimiento
del grande error que quieres cometer. Dime,
Anselmo, si el cielo, o la suerte buena, te
hubiera hecho señor y legítimo posesor de un
finísimo diamante, de cuya bondad y quilates
estuviesen satisfechos cuantos lapidarios le
viesen, y que todos a una voz y de común
parecer dijesen que llegaba en quilates,
bondad y fineza a cuanto se podía estender la
naturaleza de tal piedra, y tú mesmo lo
creyeses así, sin saber otra cosa en contrario,
¿sería justo que te viniese en deseo de tomar
aquel diamante, y ponerle entre un ayunque
y un martillo, y allí, a pura fuerza de golpes y
brazos, probar si es tan duro y tan fino como
dicen? Y más, si lo pusieses por obra; que,
puesto caso que la piedra hiciese resistencia
a tan necia prueba, no por eso se le añadiría
más valor ni más fama; y si se rompiese,
cosa que podría ser, ¿no se perdería todo? Sí,
por cierto, dejando a su dueño en estimación
de que todos le tengan por simple. Pues haz
cuenta, Anselmo amigo, que Camila es
fínisimo diamante, así en tu estimación como
en la ajena, y que no es razón ponerla en
contingencia de que se quiebre, pues, aunque
se quede con su entereza, no puede subir a
más valor del que ahora tiene; y si faltase y
no resistiese, considera desde ahora cuál
quedarías sin ella, y con cuánta razón te
podrías quejar de ti mesmo, por haber sido
causa de su perdición y la tuya. Mira que no
hay joya en el mundo que tanto valga como
la mujer casta y honrada, y que todo el honor
de las mujeres consiste en la opinión buena
que dellas se tiene; y, pues la de tu esposa
es tal que llega al estremo de bondad que
sabes, ¿para qué quieres poner esta verdad
en duda? Mira, amigo, que la mujer es animal
imperfecto, y que no se le han de poner
embarazos donde tropiece y caiga, sino
quitárselos y despejalle el camino de
cualquier inconveniente, para que sin
pesadumbre corra ligera a alcanzar la
perfeción que le falta, que consiste en el ser
virtuosa. Cuentan los naturales que el
arminio es un animalejo que tiene una piel
blanquísima, y que cuando quieren cazarle,
los cazadores usan deste artificio: que,
sabiendo las partes por donde suele pasar y
acudir, las atajan con lodo, y después,
ojeándole, le encaminan hacia aquel lugar, y
así como el arminio llega al lodo, se está
quedo y se deja prender y cautivar, a trueco
de no pasar por el cieno y perder y ensuciar
su blancura, que la estima en más que la
libertad y la vida. La honesta y casta mujer
es arminio, y es más que nieve blanca y
limpia la virtud de la honestidad; y el que
quisiere que no la pierda, antes la guarde y
conserve, ha de usar de otro estilo diferente
que con el arminio se tiene, porque no le han
de poner delante el cieno de los regalos y
servicios de los importunos amantes, porque
quizá, y aun sin quizá, no tiene tanta virtud y
fuerza natural que pueda por sí mesma
atropellar y pasar por aquellos embarazos, y
es necesario quitárselos y ponerle delante la
limpieza de la virtud y la belleza que encierra
en sí la buena fama. Es asimesmo la buena
mujer como espejo de cristal luciente y claro;
pero está sujeto a empañarse y escurecerse
con cualquiera aliento que le toque. Hase de
usar con la honesta mujer el estilo que con
las reliquias: adorarlas y no tocarlas. Hase de
guardar y estimar la mujer buena como se
guarda y estima un hermoso jardín que está
lleno de flores y rosas, cuyo dueño no
consiente que nadie le pasee ni manosee;
basta que desde lejos, y por entre las verjas
de hierro, gocen de su fragrancia y
hermosura. Finalmente, quiero decirte unos
versos que se me han venido a la memoria,
que los oí en una comedia moderna, que me
parece que hacen al propósito de lo que
vamos tratando. Aconsejaba un prudente
viejo a otro, padre de una doncella, que la
recogiese, guardase y encerrase, y entre
otras razones, le dijo éstas:
Es de vidrio la mujer;
pero no se ha de probar
si se puede o no quebrar,
porque todo podría ser.
Y es más fácil el quebrarse,
y no es cordura ponerse
a peligro de romperse
lo que no puede soldarse.
Y en esta opinión estén
todos, y en razón la fundo:
que si hay Dánaes en el mundo,
hay pluvias de oro también.
Cuanto hasta aquí te he dicho, ¡oh
Anselmo!, ha sido por lo que a ti te toca; y
ahora es bien que se oiga algo de lo que a mí
me conviene; y si fuere largo, perdóname,
que todo lo requiere el laberinto donde te has
entrado y de donde quieres que yo te saque.
Tú me tienes por amigo y quieres quitarme la
honra, cosa que es contra toda amistad; y
aun no sólo pretendes esto, sino que
procuras que yo te la quite a ti. Que me la
quieres quitar a mí está claro, pues, cuando
Camila vea que yo la solicito, como me pides,
cierto está que me ha de tener por hombre
sin honra y mal mirado, pues intento y hago
una cosa tan fuera de aquello que el ser
quien soy y tu amistad me obliga. De que
quieres que te la quite a ti no hay duda,
porque, viendo Camila que yo la solicito, ha
de pensar que yo he visto en ella alguna
liviandad que me dio atrevimiento a
descubrirle mi mal deseo; y, teniéndose por
deshonrada, te toca a ti, como a cosa suya,
su mesma deshonra. Y de aquí nace lo que
comúnmente se platica: que el marido de la
mujer adúltera, puesto que él no lo sepa ni
haya dado ocasión para que su mujer no sea
la que debe, ni haya sido en su mano, ni en
su descuido y poco recato estorbar su
desgracia, con todo, le llaman y le nombran
con nombre de vituperio y bajo; y en cierta
manera le miran, los que la maldad de su
mujer saben, con ojos de menosprecio, en
cambio de mirarle con los de lástima, viendo
que no por su culpa, sino por el gusto de su
mala compañera, está en aquella desventura.
Pero quiérote decir la causa por que con justa
razón es deshonrado el marido de la mujer
mala, aunque él no sepa que lo es, ni tenga
culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasión,
para que ella lo sea. Y no te canses de oírme,
que todo ha de redundar en tu provecho.
Cuando Dios crió a nuestro primero padre en
el Paraíso terrenal, dice la Divina Escritura
que infundió Dios sueño en Adán, y que,
estando durmiendo, le sacó una costilla del
lado siniestro, de la cual formó a nuestra
madre Eva; y, así como Adán despertó y la
miró, dijo: ''Ésta es carne de mi carne y
hueso de mis huesos''. Y Dios dijo: ''Por ésta
dejará el hombre a su padre y madre, y serán
dos en una carne misma''. Y entonces fue
instituido el divino sacramento del
matrimonio, con tales lazos que sola la
muerte puede desatarlos. Y tiene tanta fuerza
y virtud este milagroso sacramento, que hace
que dos diferentes personas sean una mesma
carne; y aún hace más en los buenos
casados, que, aunque tienen dos almas, no
tienen más de una voluntad. Y de aquí viene
que, como la carne de la esposa sea una
mesma con la del esposo, las manchas que
en ella caen, o los defectos que se procura,
redundan en la carne del marido, aunque él
no haya dado, como queda dicho, ocasión
para aquel daño. Porque, así como el dolor
del pie o de cualquier miembro del cuerpo
humano le siente todo el cuerpo, por ser todo
de una carne mesma, y la cabeza siente el
daño del tobillo, sin que ella se le haya
causado, así el marido es participante de la
deshonra de la mujer, por ser una mesma
cosa con ella. Y como las honras y deshonras
del mundo sean todas y nazcan de carne y
sangre, y las de la mujer mala sean deste
género, es forzoso que al marido le quepa
parte dellas, y sea tenido por deshonrado sin
que él lo sepa. Mira, pues, ¡oh Anselmo!, al
peligro que te pones en querer turbar el
sosiego en que tu buena esposa vive. Mira
por cuán vana e impertinente curiosidad
quieres revolver los humores que ahora están
sosegados en el pecho de tu casta esposa.
Advierte que lo que aventuras a ganar es
poco, y que lo que perderás será tanto que lo
dejaré en su punto, porque me faltan
palabras para encarecerlo. Pero si todo
cuanto he dicho no basta a moverte de tu
mal propósito, bien puedes buscar otro
instrumento de tu deshonra y desventura,
que yo no pienso serlo, aunque por ello
pierda tu amistad, que es la mayor pérdida
que imaginar puedo.
»Calló, en diciendo esto, el virtuoso y
prudente Lotario, y Anselmo quedó tan
confuso y pensativo que por un buen espacio
no le pudo responder palabra; pero, en fin, le
dijo:
»
—Con la atención que has visto he
escuchado, Lotario amigo, cuanto has querido
decirme, y en tus razones, ejemplos y
comparaciones he visto la mucha discreción
que tienes y el estremo de la verdadera
amistad que alcanzas; y ansimesmo veo y
confieso que si no sigo tu parecer y me voy
tras el mío, voy huyendo del bien y corriendo
tras el mal. Prosupuesto esto, has de
considerar que yo padezco ahora la
enfermedad que suelen tener algunas
mujeres, que se les antoja comer tierra,
yeso, carbón y otras cosas peores, aun
asquerosas para mirarse, cuanto más para
comerse; así que, es menester usar de algún
artificio para que yo sane, y esto se podía
hacer con facilidad, sólo con que comiences,
aunque tibia y fingidamente, a solicitar a
Camila, la cual no ha de ser tan tierna que a
los primeros encuentros dé con su honestidad
por tierra; y con solo este principio quedaré
contento y tú habrás cumplido con lo que
debes a nuestra amistad, no solamente
dándome la vida, sino persuadiéndome de no
verme sin honra. Y estás obligado a hacer
esto por una razón sola; y es que, estando
yo, como estoy, determinado de poner en
plática esta prueba, no has tú de consentir
que yo dé cuenta de mi desatino a otra
persona, con que pondría en aventura el
honor que tú procuras que no pierda; y,
cuando el tuyo no esté en el punto que debe
en la intención de Camila en tanto que la
solicitares, importa poco o nada, pues con
brevedad, viendo en ella la entereza que
esperamos, le podrás decir la pura verdad de
nuestro artificio, con que volverá tu crédito al
ser primero. Y, pues tan poco aventuras y
tanto contento me puedes dar aventurándote,
no lo dejes de hacer, aunque más
inconvenientes se te pongan delante, pues,
como ya he dicho, con sólo que comiences
daré por concluida la causa.
»Viendo Lotario la resoluta voluntad de
Anselmo, y no sabiendo qué más ejemplos
traerle ni qué más razones mostrarle para
que no la siguiese, y viendo que le
amenazaba que daría a otro cuenta de su mal
deseo, por evitar mayor mal, determinó de
contentarle y hacer lo que le pedía, con
propósito e intención de guiar aquel negocio
de modo que, sin alterar los pensamientos de
Camila, quedase Anselmo satisfecho; y así, le
respondió que no comunicase su pensamiento
con otro alguno, que él tomaba a su cargo
aquella empresa, la cual comenzaría cuando
a él le diese más gusto.
Abrazóle Anselmo tierna y amorosamente, y
agradecióle su ofrecimiento, como si alguna
grande merced le hubiera hecho; y quedaron
de acuerdo entre los dos que desde otro día
siguiente se comenzase la obra; que él le
daría lugar y tiempo como a sus solas
pudiese hablar a Camila, y asimesmo le daría
dineros y joyas que darla y que ofrecerla.
Aconsejóle que le diese músicas, que
escribiese versos en su alabanza, y que,
cuando él no quisiese tomar trabajo de
hacerlos, él mesmo los haría. A todo se
ofreció Lotario, bien con diferente intención
que Anselmo pensaba.
»Y con este acuerdo se volvieron a casa de
Anselmo, donde hallaron a Camila con ansia y
cuidado, esperando a su esposo, porque
aquel día tardaba en venir más de lo
acostumbrado.
»Fuese Lotario a su casa, y Anselmo quedó
en la suya, tan contento como Lotario fue
pensativo, no sabiendo qué traza dar para
salir bien de aquel impertinente negocio. Pero
aquella noche pensó el modo que tendría
para engañar a Anselmo, sin ofender a
Camila; y otro día vino a comer con su
amigo, y fue bien recebido de Camila, la cual
le recebía y regalaba con mucha voluntad,
por entender la buena que su esposo le tenía.
»Acabaron de comer, levantaron los
manteles y Anselmo dijo a Lotario que se
quedase allí con Camila, en tanto que él iba a
un negocio forzoso, que dentro de hora y
media volvería. Rogóle Camila que no se
fuese y Lotario se ofreció a hacerle compañía,
más nada aprovechó con Anselmo; antes,
importunó a Lotario que se quedase y le
aguardase, porque tenía que tratar con él una
cosa de mucha importancia. Dijo también a
Camila que no dejase solo a Lotario en tanto
que él volviese. En efeto, él supo tan bien
fingir la necesidad, o necedad, de su
ausencia, que nadie pudiera entender que era
fingida. Fuese Anselmo, y quedaron solos a la
mesa Camila y Lotario, porque la demás
gente de casa toda se había ido a comer.
Viose Lotario puesto en la estacada que su
amigo deseaba y con el enemigo delante, que
pudiera vencer con sola su hermosura a un
escuadrón de caballeros armados: mirad si
era razón que le temiera Lotario.
»Pero lo que hizo fue poner el codo sobre el
brazo de la silla y la mano abierta en la
mejilla, y, pidiendo perdón a Camila del mal
comedimiento, dijo que quería reposar un
poco en tanto que Anselmo volvía. Camila le
respondió que mejor reposaría en el estrado
que en la silla, y así, le rogó se entrase a
dormir en él. No quiso Lotario, y allí se quedó
dormido hasta que volvió Anselmo, el cual,
como halló a Camila en su aposento y a
Lotario durmiendo, creyó que, como se había
tardado tanto, ya habrían tenido los dos lugar
para hablar, y aun para dormir, y no vio la
hora en que Lotario despertase, para volverse
con él fuera y preguntarle de su ventura.
»Todo le sucedió como él quiso: Lotario
despertó, y luego salieron los dos de casa, y
así, le preguntó lo que deseaba, y le
respondió Lotario que no le había parecido
ser bien que la primera vez se descubriese
del todo; y así, no había hecho otra cosa que
alabar a Camila de hermosa, diciéndole que
en toda la ciudad no se trataba de otra cosa
que de su hermosura y discreción, y que éste
le había parecido buen principio para entrar
ganando la voluntad, y disponiéndola a que
otra vez le escuchase con gusto, usando en
esto del artificio que el demonio usa cuando
quiere engañar a alguno que está puesto en
atalaya de mirar por sí: que se transforma en
ángel de luz, siéndolo él de tinieblas, y,
poniéndole delante apariencias buenas, al
cabo descubre quién es y sale con su
intención, si a los principios no es descubierto
su engaño. Todo esto le contentó mucho a
Anselmo, y dijo que cada día daría el mesmo
lugar, aunque no saliese de casa, porque en
ella se ocuparía en cosas que Camila no
pudiese venir en conocimiento de su artificio.
»Sucedió, pues, que se pasaron muchos
días que, sin decir Lotario palabra a Camila,
respondía a Anselmo que la hablaba y jamás
podía sacar della una pequeña muestra de
venir en ninguna cosa que mala fuese, ni aun
dar una señal de sombra de esperanza;
antes, decía que le amenazaba que si de
aquel mal pensamiento no se quitaba, que lo
había de decir a su esposo.
»
—Bien está
—dijo Anselmo
—. Hasta aquí
ha resistido Camila a las palabras; es
menester ver cómo resiste a las obras: yo os
daré mañana dos mil escudos de oro para
que se los ofrezcáis, y aun se los deis, y otros
tantos para que compréis joyas con que
cebarla; que las mujeres suelen ser
aficionadas, y más si son hermosas, por más
castas que sean, a esto de traerse bien y
andar galanas; y si ella resiste a esta
tentación, yo quedaré satisfecho y no os daré
más pesadumbre.
»Lotario respondió que ya que había
comenzado, que él llevaría hasta el fin
aquella empresa, puesto que entendía salir
della cansado y vencido. Otro día recibió los
cuatro mil escudos, y con ellos cuatro mil
confusiones, porque no sabía qué decirse
para mentir de nuevo; pero, en efeto,
determinó de decirle que Camila estaba tan
entera a las dádivas y promesas como a las
palabras, y que no había para qué cansarse
más, porque todo el tiempo se gastaba en
balde.
»Pero la suerte, que las cosas guiaba de
otra manera, ordenó que, habiendo dejado
Anselmo solos a Lotario y a Camila, como
otras veces solía, él se encerró en un
aposento y por los agujeros de la cerradura
estuvo mirando y escuchando lo que los dos
trataban, y vio que en más de media hora
Lotario no habló palabra a Camila, ni se la
hablara si allí estuviera un siglo, y cayó en la
cuenta de que cuanto su amigo le había dicho
de las respuestas de Camila todo era ficción y
mentira. Y, para ver si esto era ansí, salió del
aposento, y, llamando a Lotario aparte, le
preguntó qué nuevas había y de qué temple
estaba Camila. Lotario le respondió que no
pensaba más darle puntada en aquel negocio,
porque respondía tan áspera y
desabridamente, que no tendría ánimo para
volver a decirle cosa alguna.
»
—¡Ah!
—dijo Anselmo
—, Lotario, Lotario, y
cuán mal correspondes a lo que me debes y a
lo mucho que de ti confío! Ahora te he estado
mirando por el lugar que concede la entrada
desta llave, y he visto que no has dicho
palabra a Camila, por donde me doy a
entender que aun las primeras le tienes por
decir; y si esto es así, como sin duda lo es,
¿para qué me engañas, o por qué quieres
quitarme con tu industria los medios que yo
podría hallar para conseguir mi deseo?
»No dijo más Anselmo, pero bastó lo que
había dicho para dejar corrido y confuso a
Lotario; el cual, casi como tomando por punto
de honra el haber sido hallado en mentira,
juró a Anselmo que desde aquel momento
tomaba tan a su cargo el contentalle y no
mentille, cual lo vería si con curiosidad lo
espiaba; cuanto más, que no sería menester
usar de ninguna diligencia, porque la que él
pensaba poner en satisfacelle le quitaría de
toda sospecha. Creyóle Anselmo, y para dalle
comodidad más segura y menos
sobresaltada, determinó de hacer ausencia de
su casa por ocho días, yéndose a la de un
amigo suyo, que estaba en una aldea, no
lejos de la ciudad, con el cual amigo concertó
que le enviase a llamar con muchas veras,
para tener ocasión con Camila de su partida.
»¡Desdichado y mal advertido de ti,
Anselmo! ¿Qué es lo que haces? ¿Qué es lo
que trazas? ¿Qué es lo que ordenas? Mira que
haces contra ti mismo, trazando tu deshonra
y ordenando tu perdición. Buena es tu esposa
Camila, quieta y sosegadamente la posees,
nadie sobresalta tu gusto, sus pensamientos
no salen de las paredes de su casa, tú eres
su cielo en la tierra, el blanco de sus deseos,
el cumplimiento de sus gustos y la medida
por donde mide su voluntad, ajustándola en
todo con la tuya y con la del cielo. Pues si la
mina de su honor, hermosura, honestidad y
recogimiento te da sin ningún trabajo toda la
riqueza que tiene y tú puedes desear, ¿para
qué quieres ahondar la tierra y buscar nuevas
vetas de nuevo y nunca visto tesoro,
poniéndote a peligro que toda venga abajo,
pues, en fin, se sustenta sobre los débiles
arrimos de su flaca naturaleza? Mira que el
que busca lo imposible es justo que lo posible
se le niegue, como lo dijo mejor un poeta,
diciendo:
Busco en la muerte la vida,
salud en la enfermedad,
en la prisión libertad,
en lo cerrado salida
y en el traidor lealtad.
Pero mi suerte, de quien
jamás espero algún bien,
con el cielo ha estatuido
que, pues lo imposible pido,
lo posible aun no me den.
»Fuese otro día Anselmo a la aldea, dejando
dicho a Camila que el tiempo que él estuviese
ausente vendría Lotario a mirar por su casa y
a comer con ella; que tuviese cuidado de
tratalle como a su mesma persona. Afligióse
Camila, como mujer discreta y honrada, de la
orden que su marido le dejaba, y díjole que
advirtiese que no estaba bien que nadie, él
ausente, ocupase la silla de su mesa, y que si
lo hacía por no tener confianza que ella sabría
gobernar su casa, que probase por aquella
vez, y vería por experiencia como para
mayores cuidados era bastante. Anselmo le
replicó que aquél era su gusto, y que no tenía
más que hacer que bajar la cabeza y
obedecelle. Camila dijo que ansí lo haría,
aunque contra su voluntad.
»Partióse Anselmo, y otro día vino a su casa
Lotario, donde fue rescebido de Camila con
amoroso y honesto acogimiento; la cual
jamás se puso en parte donde Lotario la viese
a solas, porque siempre andaba rodeada de
sus criados y criadas, especialmente de una
doncella suya, llamada Leonela, a quien ella
mucho quería, por haberse criado desde
niñas las dos juntas en casa de los padres de
Camila, y cuando se casó con Anselmo la
trujo consigo.
»En los tres días primeros nunca Lotario le
dijo nada, aunque pudiera, cuando se
levantaban los manteles y la gente se iba a
comer con mucha priesa, porque así se lo
tenía mandado Camila. Y aun tenía orden
Leonela que comiese primero que Camila, y
que de su lado jamás se quitase; mas ella,
que en otras cosas de su gusto tenía puesto
el pensamiento y había menester aquellas
horas y aquel lugar para ocuparle en sus
contentos, no cumplía todas veces el
mandamiento de su señora; antes, los dejaba
solos, como si aquello le hubieran mandado.
Mas la honesta presencia de Camila, la
gravedad de su rostro, la compostura de su
persona era tanta, que ponía freno a la
lengua de Lotario.
»Pero el provecho que las muchas virtudes
de Camila hicieron, poniendo silencio en la
lengua de Lotario, redundó más en daño de
los dos, porque si la lengua callaba, el
pensamiento discurría y tenía lugar de
contemplar, parte por parte, todos los
estremos de bondad y de hermosura que
Camila tenía, bastantes a enamorar una
estatua de mármol, no que un corazón de
carne.
»Mirábala Lotario en el lugar y espacio que
había de hablarla, y consideraba cuán digna
era de ser amada; y esta consideración
comenzó poco a poco a dar asaltos a los
respectos que a Anselmo tenía, y mil veces
quiso ausentarse de la ciudad y irse donde
jamás Anselmo le viese a él, ni él viese a
Camila; mas ya le hacía impedimento y
detenía el gusto que hallaba en mirarla.
Hacíase fuerza y peleaba consigo mismo por
desechar y no sentir el contento que le
llevaba a mirar a Camila. Culpábase a solas
de su desatino, llamábase mal amigo y aun
mal cristiano; hacía discursos y
comparaciones entre él y Anselmo, y todos
paraban en decir que más había sido la locura
y confianza de Anselmo que su poca fidelidad,
y que si así tuviera disculpa para con Dios
como para con los hombres de lo que
pensaba hacer, que no temiera pena por su
culpa.
»En efecto, la hermosura y la bondad de
Camila, juntamente con la ocasión que el
ignorante marido le había puesto en las
manos, dieron con la lealtad de Lotario en
tierra. Y, sin mirar a otra cosa que aquella a
que su gusto le inclinaba, al cabo de tres días
de la ausencia de Anselmo, en los cuales
estuvo en continua batalla por resistir a sus
deseos, comenzó a requebrar a Camila, con
tanta turbación y con tan amorosas razones
que Camila quedó suspensa, y no hizo otra
cosa que levantarse de donde estaba y
entrarse a su aposento, sin respondelle
palabra alguna. Mas no por esta sequedad se
desmayó en Lotario la esperanza, que
siempre nace juntamente con el amor; antes,
tuvo en más a Camila. La cual, habiendo visto
en Lotario lo que jamás pensara, no sabía
qué hacerse. Y, pareciéndole no ser cosa
segura ni bien hecha darle ocasión ni lugar a
que otra vez la hablase, determinó de enviar
aquella mesma noche, como lo hizo, a un
criado suyo con un billete a Anselmo, donde
le escribió estas razones:
Capítulo XXXIV. Donde se
prosigue la novela del
Curioso impertinente
»Así como suele decirse que parece mal el
ejército sin su general y el castillo sin su
castellano, digo yo que parece muy peor la
mujer casada y moza sin su marido, cuando
justísimas ocasiones no lo impiden. Yo me
hallo tan mal sin vos, y tan imposibilitada de
no poder sufrir esta ausencia, que si presto
no venís, me habré de ir a entretener en casa
de mis padres, aunque deje sin guarda la
vuestra; porque la que me dejastes, si es que
quedó con tal título, creo que mira más por
su gusto que por lo que a vos os toca; y,
pues sois discreto, no tengo más que deciros,
ni aun es bien que más os diga.
»Esta carta recibió Anselmo, y entendió por
ella que Lotario había ya comenzado la
empresa, y que Camila debía de haber
respondido como él deseaba; y, alegre
sobremanera de tales nuevas, respondió a
Camila, de palabra, que no hiciese
mudamiento de su casa en modo ninguno,
porque él volvería con mucha brevedad.
Admirada quedó Camila de la respuesta de
Anselmo, que la puso en más confusión que
primero, porque ni se atrevía a estar en su
casa, ni menos irse a la de sus padres;
porque en la quedada corría peligro su
honestidad, y en la ida iba contra el
mandamiento de su esposo.
»En fin, se resolvió en lo que le estuvo
peor, que fue en el quedarse, con
determinación de no huir la presencia de
Lotario, por no dar que decir a sus criados; y
ya le pesaba de haber escrito lo que escribió
a su esposo, temerosa de que no pensase
que Lotario había visto en ella alguna
desenvoltura que le hubiese movido a no
guardalle el decoro que debía.
Pero, fiada en su bondad, se fió en Dios y
en su buen pensamiento, con que pensaba
resistir callando a todo aquello que Lotario
decirle quisiese, sin dar más cuenta a su
marido, por no ponerle en alguna pendencia y
trabajo. Y aun andaba buscando manera
como disculpar a Lotario con Anselmo,
cuando le preguntase la ocasión que le había
movido a escribirle aquel papel. Con estos
pensamientos, más honrados que acertados
ni provechosos, estuvo otro día escuchando a
Lotario, el cual cargó la mano de manera que
comenzó a titubear la firmeza de Camila, y su
honestidad tuvo harto que hacer en acudir a
los ojos, para que no diesen muestra de
alguna amorosa compasión que las lágrimas
y las razones de Lotario en su pecho habían
despertado. Todo esto notaba Lotario, y todo
le encendía.
»Finalmente, a él le pareció que era
menester, en el espacio y lugar que daba la
ausencia de Anselmo, apretar el cerco a
aquella fortaleza. Y así, acometió a su
presunción con las alabanzas de su
hermosura, porque no hay cosa que más
presto rinda y allane las encastilladas torres
de la vanidad de las hermosas que la mesma
vanidad, puesta en las lenguas de la
adulación. En efecto, él, con toda diligencia,
minó la roca de su entereza, con tales
pertrechos que, aunque Camila fuera toda de
bronce, viniera al suelo. Lloró, rogó, ofreció,
aduló, porfió, y fingió Lotario con tantos
sentimientos, con muestras de tantas veras,
que dio al través con el recato de Camila y
vino a triunfar de lo que menos se pensaba y
más deseaba.
»Rindióse Camila, Camila se rindió; pero,
¿qué mucho, si la amistad de Lotario no
quedó en pie? Ejemplo claro que nos muestra
que sólo se vence la pasión amorosa con
huilla, y que nadie se ha de poner a brazos
con tan poderoso enemigo, porque es
menester fuerzas divinas para vencer las
suyas humanas. Sólo supo Leonela la
flaqueza de su señora, porque no se la
pudieron encubrir los dos malos amigos y
nuevos amantes. No quiso Lotario decir a
Camila la pretensión de Anselmo, ni que él le
había dado lugar para llegar a aquel punto,
porque no tuviese en menos su amor y
pensase que así, acaso y sin pensar, y no de
propósito, la había solicitado.
»Volvió de allí a pocos días Anselmo a su
casa, y no echó de ver lo que faltaba en ella,
que era lo que en menos tenía y más
estimaba. Fuese luego a ver a Lotario, y
hallóle en su casa; abrazáronse los dos, y el
uno preguntó por las nuevas de su vida o de
su muerte.
»
—Las nuevas que te podré dar, ¡oh amigo
Anselmo!
—dijo Lotario
—, son de que tienes
una mujer que dignamente puede ser
ejemplo y corona de todas las mujeres
buenas. Las palabras que le he dicho se las
ha llevado el aire, los ofrecimientos se han
tenido en poco, las dádivas no se han
admitido, de algunas lágrimas fingidas mías
se ha hecho burla notable. En resolución, así
como Camila es cifra de toda belleza, es
archivo donde asiste la honestidad y vive el
comedimiento y el recato, y todas las
virtudes que pueden hacer loable y bien
afortunada a una honrada mujer. Vuelve a
tomar tus dineros, amigo, que aquí los tengo,
sin haber tenido necesidad de tocar a ellos;
que la entereza de Camila no se rinde a cosas
tan bajas como son dádivas ni promesas.
Conténtate, Anselmo, y no quieras hacer más
pruebas de las hechas; y, pues a pie enjuto
has pasado el mar de las dificultades y
sospechas que de las mujeres suelen y
pueden tenerse, no quieras entrar de nuevo
en el profundo piélago de nuevos
inconvenientes, ni quieras hacer experiencia
con otro piloto de la bondad y fortaleza del
navío que el cielo te dio en suerte para que
en él pasases la mar deste mundo, sino haz
cuenta que estás ya en seguro puerto, y
aférrate con las áncoras de la buena
consideración, y déjate estar hasta que te
vengan a pedir la deuda que no hay hidalguía
humana que de pagarla se escuse.
»Contentísimo quedó Anselmo de las
razones de Lotario, y así se las creyó como si
fueran dichas por algún oráculo. Pero, con
todo eso, le rogó que no dejase la empresa,
aunque no fuese más de por curiosidad y
entretenimiento, aunque no se aprovechase
de allí adelante de tan ahincadas diligencias
como hasta entonces; y que sólo quería que
le escribiese algunos versos en su alabanza,
debajo del nombre de Clori, porque él le daría
a entender a Camila que andaba enamorado
de una dama, a quien le había puesto aquel
nombre por poder celebrarla con el decoro
que a su honestidad se le debía; y que,
cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de
escribir los versos, que él los haría.
»
—No será menester eso
—dijo Lotario
—,
pues no me son tan enemigas las musas que
algunos ratos del año no me visiten. Dile tú a
Camila lo que has dicho del fingimiento de
mis amores, que los versos yo los haré; si no
tan buenos como el subjeto merece, serán,
por lo menos, los mejores que yo pudiere.
»Quedaron deste acuerdo el impertinente y
el traidor amigo; y, vuelto Anselmo a su casa,
preguntó a Camila lo que ella ya se
maravillaba que no se lo hubiese preguntado:
que fue que le dijese la ocasión por que le
había escrito el papel que le envió. Camila le
respondió que le había parecido que Lotario
la miraba un poco más desenvueltamente
que cuando él estaba en casa; pero que ya
estaba desengañada y creía que había sido
imaginación suya, porque ya Lotario huía de
vella y de estar con ella a solas. Díjole
Anselmo que bien podía estar segura de
aquella sospecha, porque él sabía que Lotario
andaba enamorado de una doncella principal
de la ciudad, a quien él celebraba debajo del
nombre de Clori, y que, aunque no lo
estuviera, no había que temer de la verdad
de Lotario y de la mucha amistad de
entrambos. Y, a no estar avisada Camila de
Lotario de que eran fingidos aquellos amores
de Clori, y que él se lo había dicho a Anselmo
por poder ocuparse algunos ratos en las
mismas alabanzas de Camila, ella, sin duda,
cayera en la desesperada red de los celos;
mas, por estar ya advertida, pasó aquel
sobresalto sin pesadumbre.
»Otro día, estando los tres sobre mesa,
rogó Anselmo a Lotario dijese alguna cosa de
las que había compuesto a su amada Clori;
que, pues Camila no la conocía, seguramente
podía decir lo que quisiese.
»
—Aunque la conociera
—respondió
Lotario
—, no encubriera yo nada, porque
cuando algún amante loa a su dama de
hermosa y la nota de cruel, ningún oprobrio
hace a su buen crédito. Pero, sea lo que
fuere, lo que sé decir, que ayer hice un
soneto a la ingratitud desta Clori, que dice
ansí:
Soneto
En el silencio de la noche, cuando
ocupa el dulce sueño a los mortales,
la pobre cuenta de mis ricos males
estoy al cielo y a mi Clori dando.
Y, al tiempo cuando el sol se va mostrando
por las rosadas puertas orientales,
con suspiros y acentos desiguales,
voy la antigua querella renovando.
Y cuando el sol, de su estrellado asiento,
derechos rayos a la tierra envía,
el llanto crece y doblo los gemidos.
Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento,
y siempre hallo, en mi mortal porfía,
al cielo, sordo; a Clori, sin oídos.
»Bien le pareció el soneto a Camila, pero
mejor a Anselmo, pues le alabó, y dijo que
era demasiadamente cruel la dama que a tan
claras verdades no correspondía. A lo que
dijo Camila:
»
—Luego, ¿todo aquello que los poetas
enamorados dicen es verdad?
»
—En cuanto poetas, no la dicen
—
respondió Lotario
—; mas, en cuanto
enamorados, siempre quedan tan cortos
como verdaderos.
»
—No hay duda deso
—replicó Anselmo,
todo por apoyar y acreditar los pensamientos
de Lotario con Camila, tan descuidada del
artificio de Anselmo como ya enamorada de
Lotario.
»Y así, con el gusto que de sus cosas tenía,
y más, teniendo por entendido que sus
deseos y escritos a ella se encaminaban, y
que ella era la verdadera Clori, le rogó que si
otro soneto o otros versos sabía, los dijese:
»
—Sí sé
—respondió Lotario
—, pero no creo
que es tan bueno como el primero, o, por
mejor decir, menos malo. Y podréislo bien
juzgar, pues es éste:
Soneto
Yo sé que muero; y si no soy creído,
es más cierto el morir, como es más cierto
verme a tus pies, ¡oh bella ingrata!,
muerto,
antes que de adorarte arrepentido.
Podré yo verme en la región de olvido,
de vida y gloria y de favor desierto,
y allí verse podrá en mi pecho abierto
cómo tu hermoso rostro está esculpido.
Que esta reliquia guardo para el duro
trance que me amenaza mi porfía,
que en tu mismo rigor se fortalece.
¡Ay de aquel que navega, el cielo escuro,
por mar no usado y peligrosa vía,
adonde norte o puerto no se ofrece!
»También alabó este segundo soneto
Anselmo, como había hecho el primero, y
desta manera iba añadiendo eslabón a
eslabón a la cadena con que se enlazaba y
trababa su deshonra, pues cuando más
Lotario le deshonraba, entonces le decía que
estaba más honrado; y, con esto, todos los
escalones que Camila bajaba hacia el centro
de su menosprecio, los subía, en la opinión
de su marido, hacia la cumbre de la virtud y
de su buena fama.
»Sucedió en esto que, hallándose una vez,
entre otras, sola Camila con su doncella, le
dijo:
»
—Corrida estoy, amiga Leonela, de ver en
cuán poco he sabido estimarme, pues
siquiera no hice que con el tiempo comprara
Lotario la entera posesión que le di tan presto
de mi voluntad. Temo que ha de estimar mi
presteza o ligereza, sin que eche de ver la
fuerza que él me hizo para no poder
resistirle.
»
—No te dé pena eso, señora mía
—
respondió Leonela
—, que no está la monta, ni
es causa para menguar la estimación, darse
lo que se da presto, si, en efecto, lo que se
da es bueno, y ello por sí digno de estimarse.
Y aun suele decirse que el que luego da, da
dos veces.
»
—También se suele decir
—dijo Camila
—
que lo que cuesta poco se estima en menos.
»
—No corre por ti esa razón
—respondió
Leonela
—, porque el amor, según he oído
decir, unas veces vuela y otras anda, con
éste corre y con aquél va despacio, a unos
entibia y a otros abrasa, a unos hiere y a
otros mata, en un mesmo punto comienza la
carrera de sus deseos y en aquel mesmo
punto la acaba y concluye, por la mañana
suele poner el cerco a una fortaleza y a la
noche la tiene rendida, porque no hay fuerza
que le resista. Y, siendo así, ¿de qué te
espantas, o de qué temes, si lo mismo debe
de haber acontecido a Lotario, habiendo
tomado el amor por instrumento de rendirnos
la ausencia de mi señor? Y era forzoso que en
ella se concluyese lo que el amor tenía
determinado, sin dar tiempo al tiempo para
que Anselmo le tuviese de volver, y con su
presencia quedase imperfecta la obra. Porque
el amor no tiene otro mejor ministro para
ejecutar lo que desea que es la ocasión: de la
ocasión se sirve en todos sus hechos,
principalmente en los principios.
Todo esto sé yo muy bien, más de
experiencia que de oídas, y algún día te lo
diré, señora, que yo también soy de carne y
de sangre moza. Cuanto más, señora Camila,
que no te entregaste ni diste tan luego, que
primero no hubieses visto en los ojos, en los
suspiros, en las razones y en las promesas y
dádivas de Lotario toda su alma, viendo en
ella y en sus virtudes cuán digno era Lotario
de ser amado. Pues si esto es ansí, no te
asalten la imaginación esos escrupulosos y
melindrosos pensamientos, sino asegúrate
que Lotario te estima como tú le estimas a él,
y vive con contento y satisfación de que, ya
que caíste en el lazo amoroso, es el que te
aprieta de valor y de estima. Y que no sólo
tiene las cuatro eses que dicen que han de
tener los buenos enamorados, sino todo un
ABC entero: si no, escúchame y verás como
te le digo de coro. Él es, según yo veo y a mí
me parece, agradecido, bueno, caballero,
dadivoso, enamorado, firme, gallardo,
honrado, ilustre, leal, mozo, noble, onesto,
principal, quantioso, rico, y las eses que
dicen; y luego, tácito, verdadero. La X no le
cuadra, porque es letra áspera; la Y ya está
dicha; la Z, zelador de tu honra.
»Rióse Camila del ABC de su doncella, y
túvola por más plática en las cosas de amor
que ella decía; y así lo confesó ella,
descubriendo a Camila como trataba amores
con un mancebo bien nacido, de la mesma
ciudad; de lo cual se turbó Camila, temiendo
que era aquél camino por donde su honra
podía correr riesgo. Apuróla si pasaban sus
pláticas a más que serlo. Ella, con poca
vergüenza y mucha desenvoltura, le
respondió que sí pasaban; porque es cosa ya
cierta que los descuidos de las señoras quitan
la vergüenza a las criadas, las cuales, cuando
ven a las amas echar traspiés, no se les da
nada a ellas de cojear, ni de que lo sepan.
»No pudo hacer otra cosa Camila sino rogar
a Leonela no dijese nada de su hecho al que
decía ser su amante, y que tratase sus cosas
con secreto, porque no viniesen a noticia de
Anselmo ni de Lotario. Leonela respondió que
así lo haría, mas cumpliólo de manera que
hizo cierto el temor de Camila de que por ella
había de perder su crédito. Porque la
deshonesta y atrevida Leonela, después que
vio que el proceder de su ama no era el que
solía, atrevióse a entrar y poner dentro de
casa a su amante, confiada que, aunque su
señora le viese, no había de osar descubrille;
que este daño acarrean, entre otros, los
pecados de las señoras: que se hacen
esclavas de sus mesmas criadas y se obligan
a encubrirles sus deshonestidades y vilezas,
como aconteció con Camila; que, aunque vio
una y muchas veces que su Leonela estaba
con su galán en un aposento de su casa, no
sólo no la osaba reñir, mas dábale lugar a
que lo encerrase, y quitábale todos los
estorbos, para que no fuese visto de su
marido.
»Pero no los pudo quitar que Lotario no le
viese una vez salir, al romper del alba; el
cual, sin conocer quién era, pensó primero
que debía de ser alguna fantasma; mas,
cuando le vio caminar, embozarse y
encubrirse con cuidado y recato, cayó de su
simple pensamiento y dio en otro, que fuera
la perdición de todos si Camila no lo
remediara. Pensó Lotario que aquel hombre
que había visto salir tan a deshora de casa de
Anselmo no había entrado en ella por
Leonela, ni aun se acordó si Leonela era en el
mundo; sólo creyó que Camila, de la misma
manera que había sido fácil y ligera con él, lo
era para otro; que estas añadiduras trae
consigo la maldad de la mujer mala: que
pierde el crédito de su honra con el mesmo a
quien se entregó rogada y persuadida, y cree
que con mayor facilidad se entrega a otros, y
da infalible crédito a cualquiera sospecha que
desto le venga. Y no parece sino que le faltó
a Lotario en este punto todo su buen
entendimiento, y se le fueron de la memoria
todos sus advertidos discursos,
pues, sin hacer alguno que bueno fuese, ni
aun razonable, sin más ni más, antes que
Anselmo se levantase, impaciente y ciego de
la celosa rabia que las entrañas le roía,
muriendo por vengarse de Camila, que en
ninguna cosa le había ofendido, se fue a
Anselmo y le dijo:
»
—Sábete, Anselmo, que ha muchos días
que he andado peleando conmigo mesmo,
haciéndome fuerza a no decirte lo que ya no
es posible ni justo que más te encubra.
Sábete que la fortaleza de Camila está ya
rendida y sujeta a todo aquello que yo
quisiere hacer della; y si he tardado en
descubrirte esta verdad, ha sido por ver si
era algún liviano antojo suyo, o si lo hacía
por probarme y ver si eran con propósito
firme tratados los amores que, con tu
licencia, con ella he comenzado. Creí,
ansimismo, que ella, si fuera la que debía y la
que entrambos pensábamos, ya te hubiera
dado cuenta de mi solicitud, pero, habiendo
visto que se tarda, conozco que son
verdaderas las promesas que me ha dado de
que, cuando otra vez hagas ausencia de tu
casa, me hablará en la recámara, donde está
el repuesto de tus alhajas –y era la verdad,
que allí le solía hablar Camila
—; y no quiero
que precipitosamente corras a hacer alguna
venganza, pues no está aún cometido el
pecado sino con pensamiento, y podría ser
que, desde éste hasta el tiempo de ponerle
por obra, se mudase el de Camila y naciese
en su lugar el arrepentimiento. Y así, ya que,
en todo o en parte, has seguido siempre mis
consejos, sigue y guarda uno que ahora te
diré, para que sin engaño y con medroso
advertimento te satisfagas de aquello que
más vieres que te convenga. Finge que te
ausentas por dos o tres días, como otras
veces sueles, y haz de manera que te quedes
escondido en tu recámara, pues los tapices
que allí hay y otras cosas con que te puedas
encubrir te ofrecen mucha comodidad, y
entonces verás por tus mismos ojos, y yo por
los míos, lo que Camila quiere; y si fuere la
maldad que se puede temer antes que
esperar, con silencio, sagacidad y discreción
podrás ser el verdugo de tu agravio.
»Absorto, suspenso y admirado quedó
Anselmo con las razones de Lotario, porque le
cogieron en tiempo donde menos las
esperaba oír, porque ya tenía a Camila por
vencedora de los fingidos asaltos de Lotario y
comenzaba a gozar la gloria del vencimiento.
Callando estuvo por un buen espacio,
mirando al suelo sin mover pestaña, y al cabo
dijo:
»
—Tú lo has hecho, Lotario, como yo
esperaba de tu amistad; en todo he de seguir
tu consejo: haz lo que quisieres y guarda
aquel secreto que ves que conviene en caso
tan no pensado.
»Prometióselo Lotario, y, en apartándose
dél, se arrepintió totalmente de cuanto le
había dicho, viendo cuán neciamente había
andado, pues pudiera él vengarse de Camila,
y no por camino tan cruel y tan deshonrado.
Maldecía su entendimiento, afeaba su ligera
determinación, y no sabía qué medio tomarse
para deshacer lo hecho, o para dalle alguna
razonable salida. Al fin, acordó de dar cuenta
de todo a Camila; y, como no faltaba lugar
para poderlo hacer, aquel mismo día la halló
sola, y ella, así como vio que le podía hablar,
le dijo.
»
—Sabed, amigo Lotario, que tengo una
pena en el corazón que me le aprieta de
suerte que parece que quiere reventar en el
pecho, y ha de ser maravilla si no lo hace,
pues ha llegado la desvergüenza de Leonela a
tanto, que cada noche encierra a un galán
suyo en esta casa y se está con él hasta el
día, tan a costa de mi crédito cuanto le
quedará campo abierto de juzgarlo al que le
viere salir a horas tan inusitadas de mi casa.
Y lo que me fatiga es que no la puedo
castigar ni reñir: que el ser ella secretario de
nuestros tratos me ha puesto un freno en la
boca para callar los suyos, y temo que de
aquí ha de nacer algún mal suceso.
»Al principio que Camila esto decía creyó
Lotario que era artificio para desmentille que
el hombre que había visto salir era de
Leonela, y no suyo; pero, viéndola llorar y
afligirse, y pedirle remedio, vino a creer la
verdad, y, en creyéndola, acabó de estar
confuso y arrepentido del todo.
Pero, con todo esto, respondió a Camila que
no tuviese pena, que él ordenaría remedio
para atajar la insolencia de Leonela. Díjole
asimismo lo que, instigado de la furiosa rabia
de los celos, había dicho a Anselmo, y cómo
estaba concertado de esconderse en la
recámara, para ver desde allí a la clara la
poca lealtad que ella le guardaba. Pidióle
perdón desta locura, y consejo para poder
remedialla y salir bien de tan revuelto
laberinto como su mal discurso le había
puesto.
»Espantada quedó Camila de oír lo que
Lotario le decía, y con mucho enojo y muchas
y discretas razones le riñó y afeó su mal
pensamiento y la simple y mala
determinación que había tenido. Pero, como
naturalmente tiene la mujer ingenio presto
para el bien y para el mal más que el varón,
puesto que le va faltando cuando de
propósito se pone a hacer discursos, luego al
instante halló Camila el modo de remediar
tan al parecer inremediable negocio, y dijo a
Lotario que procurase que otro día se
escondiese Anselmo donde decía, porque ella
pensaba sacar de su escondimiento
comodidad para que desde allí en adelante
los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y,
sin declararle del todo su pensamiento, le
advirtió que tuviese cuidado que, en estando
Anselmo escondido, él viniese cuando Leonela
le llamase, y que a cuanto ella le dijese le
respondiese como respondiera aunque no
supiera que Anselmo le escuchaba. Porfió
Lotario que le acabase de declarar su
intención, porque con más seguridad y aviso
guardase todo lo que viese ser necesario.
»
—Digo
—dijo Camila
— que no hay más
que guardar, si no fuere responderme como
yo os preguntare (no queriendo Camila darle
antes cuenta de lo que pensaba hacer,
temerosa que no quisiese seguir el parecer
que a ella tan bueno le parecía, y siguiese o
buscase otros que no podrían ser tan
buenos).
»Con esto, se fue Lotario; y Anselmo, otro
día, con la escusa de ir aquella aldea de su
amigo, se partió y volvió a esconderse: que lo
pudo hacer con comodidad, porque de
industria se la dieron Camila y Leonela.
»Escondido, pues, Anselmo, con aquel
sobresalto que se puede imaginar que tendría
el que esperaba ver por sus ojos hacer
notomía de las entrañas de su honra, íbase a
pique de perder el sumo bien que él pensaba
que tenía en su querida Camila. Seguras ya y
ciertas Camila y Leonela que Anselmo estaba
escondido, entraron en la recámara; y apenas
hubo puesto los pies en ella Camilia, cuando,
dando un grande suspiro, dijo:
»
—¡Ay, Leonela amiga! ¿No sería mejor
que, antes que llegase a poner en ejecución
lo que no quiero que sepas, porque no
procures estorbarlo, que tomases la daga de
Anselmo, que te he pedido, y pasases con
ella este infame pecho mío? Pero no hagas
tal, que no será razón que yo lleve la pena de
la ajena culpa. Primero quiero saber qué es lo
que vieron en mí los atrevidos y deshonestos
ojos de Lotario que fuese causa de darle
atrevimiento a descubrirme un tan mal deseo
como es el que me ha descubierto, en
desprecio de su amigo y en deshonra mía.
Ponte, Leonela, a esa ventana y llámale, que,
sin duda alguna, él debe de estar en la calle,
esperando poner en efeto su mala intención.
Pero primero se pondrá la cruel cuanto
honrada mía.
»
—¡Ay, señora mía!
—respondió la sagaz y
advertida Leonela
—, y ¿qué es lo que quieres
hacer con esta daga? ¿Quieres por ventura
quitarte la vida o quitársela a Lotario? Que
cualquiera destas cosas que quieras ha de
redundar en pérdida de tu crédito y fama.
Mejor es que disimules tu agravio, y no des
lugar a que este mal hombre entre ahora en
esta casa y nos halle solas. Mira, señora, que
somos flacas mujeres, y él es hombre y
determinado; y, como viene con aquel mal
propósito, ciego y apasionado, quizá antes
que tú pongas en ejecución el tuyo, hará él lo
que te estaría más mal que quitarte la vida.
¡Mal haya mi señor Anselmo, que tanto mal
ha querido dar a este desuellacaras en su
casa! Y ya, señora, que le mates, como yo
pienso que quieres hacer, ¿qué hemos de
hacer dél después de muerto?
»
—¿Qué, amiga?
—respondió Camila
—:
dejarémosle para que Anselmo le entierre,
pues será justo que tenga por descanso el
trabajo que tomare en poner debajo de la
tierra su misma infamia. Llámale, acaba, que
todo el tiempo que tardo en tomar la debida
venganza de mi agravio parece que ofendo a
la lealtad que a mi esposo debo.
»Todo esto escuchaba Anselmo, y, a cada
palabra que Camila decía, se le mudaban los
pensamientos; mas, cuando entendió que
estaba resuelta en matar a Lotario, quiso salir
y descubrirse, porque tal cosa no se hiciese;
pero detúvole el deseo de ver en qué paraba
tanta gallardía y honesta resolución, con
propósito de salir a tiempo que la estorbase.
»Tomóle en esto a Camila un fuerte
desmayo, y, arrojándose encima de una
cama que allí estaba, comenzó Leonela a
llorar muy amargamente y a decir:
»
—¡Ay, desdichada de mí si fuese tan sin
ventura que se me muriese aquí entre mis
brazos la flor de la honestidad del mundo, la
corona de las buenas mujeres, el ejemplo de
la castidad...!
»Con otras cosas a éstas semejantes, que
ninguno la escuchara que no la tuviera por la
más lastimada y leal doncella del mundo, y a
su señora por otra nueva y perseguida
Penélope. Poco tardó en volver de su
desmayo Camila; y, al volver en sí, dijo:
»
—¿Por qué no vas, Leonela, a llamar al
más leal amigo de amigo que vio el sol o
cubrió la noche? Acaba, corre, aguija,
camina, no se esfogue con la tardanza el
fuego de la cólera que tengo, y se pase en
amenazas y maldiciones la justa venganza
que espero.
»
—Ya voy a llamarle, señora mía
—dijo
Leonela
—, mas hasme de dar primero esa
daga, porque no hagas cosa, en tanto que
falto, que dejes con ella que llorar toda la
vida a todos los que bien te quieren.
»
—Ve segura, Leonela amiga, que no haré
—respondió Camila
—; porque, ya que sea
atrevida y simple a tu parecer en volver por
mi honra, no lo he de ser tanto como aquella
Lucrecia de quien dicen que se mató sin
haber cometido error alguno, y sin haber
muerto primero a quien tuvo la causa de su
desgracia. Yo moriré, si muero, pero ha de
ser vengada y satisfecha del que me ha dado
ocasión de venir a este lugar a llorar sus
atrevimientos, nacidos tan sin culpa mía.
»Mucho se hizo de rogar Leonela antes que
saliese a llamar a Lotario, pero, en fin, salió;
y, entre tanto que volvía, quedó Camilia
diciendo, como que hablaba consigo misma:
»
—¡Válame Dios! ¿No fuera más acertado
haber despedido a Lotario, como otras
muchas veces lo he hecho, que no ponerle en
condición, como ya le he puesto, que me
tenga por deshonesta y mala, siquiera este
tiempo que he de tardar en desengañarle?
Mejor fuera, sin duda; pero no quedara yo
vengada, ni la honra de mi marido satisfecha,
si tan a manos lavadas y tan a paso llano se
volviera a salir de donde sus malos
pensamientos le entraron.
Pague el traidor con la vida lo que intentó
con tan lascivo deseo: sepa el mundo, si
acaso llegare a saberlo, de que Camila no
sólo guardó la lealtad a su esposo, sino que le
dio venganza del que se atrevió a ofendelle.
Mas, con todo, creo que fuera mejor dar
cuenta desto a Anselmo, pero ya se la apunté
a dar en la carta que le escribí al aldea, y
creo que el no acudir él al remedio del daño
que allí le señalé, debió de ser que, de puro
bueno y confiado, no quiso ni pudo creer que
en el pecho de su tan firme amigo pudiese
caber género de pensamiento que contra su
honra fuese; ni aun yo lo creí después, por
muchos días, ni lo creyera jamás, si su
insolencia no llegara a tanto, que las
manifiestas dádivas y las largas promesas y
las continuas lágrimas no me lo manifestaran.
Mas, ¿para qué hago yo ahora estos
discursos? ¿Tiene, por ventura, una
resulución gallarda necesidad de consejo
alguno? No, por cierto. ¡Afuera, pues,
traidores; aquí, venganzas! ¡Entre el falso,
venga, llegue, muera y acabe, y suceda lo
que sucediere! Limpia entré en poder del que
el cielo me dio por mío, limpia he de salir dél;
y, cuando mucho, saldré bañada en mi casta
sangre, y en la impura del más falso amigo
que vio la amistad en el mundo.
»Y, diciendo esto, se paseaba por la sala
con la daga desenvainada, dando tan
desconcertados y desaforados pasos, y
haciendo tales ademanes, que no parecía sino
que le faltaba el juicio, y que no era mujer
delicada, sino un rufián desesperado.
»Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás
de unos tapices donde se había escondido, y
de todo se admiraba, y ya le parecía que lo
que había visto y oído era bastante
satisfación para mayores sospechas; y ya
quisiera que la prueba de venir Lotario
faltara, temeroso de algún mal repentino
suceso. Y, estando ya para manifestarse y
salir, para abrazar y desengañar a su esposa,
se detuvo porque vio que Leonela volvía con
Lotario de la mano; y, así como Camila le vio,
haciendo con la daga en el suelo una gran
raya delante della, le dijo:
»
—Lotario, advierte lo que te digo: si a
dicha te atrevieres a pasar desta raya que
ves, ni aun llegar a ella, en el punto que viere
que lo intentas, en ese mismo me pasaré el
pecho con esta daga que en las manos tengo.
Y, antes que a esto me respondas palabra,
quiero que otras algunas me escuches; que
después responderás lo que más te agradare.
Lo primero, quiero, Lotario, que me digas si
conoces a Anselmo, mi marido, y en qué
opinión le tienes; y lo segundo, quiero saber
también si me conoces a mí.
Respóndeme a esto, y no te turbes, ni
pienses mucho lo que has de responder, pues
no son dificultades las que te pregunto.
»No era tan ignorante Lotario que, desde el
primer punto que Camila le dijo que hiciese
esconder a Anselmo, no hubiese dado en la
cuenta de lo que ella pensaba hacer; y así,
correspondió con su intención tan
discretamente, y tan a tiempo, que hicieran
los dos pasar aquella mentira por más que
cierta verdad; y así, respondió a Camila desta
manera:
»
—No pensé yo, hermosa Camila, que me
llamabas para preguntarme cosas tan fuera
de la intención con que yo aquí vengo. Si lo
haces por dilatarme la prometida merced,
desde más lejos pudieras entretenerla,
porque tanto más fatiga el bien deseado
cuanto la esperanza está más cerca de
poseello; pero, porque no digas que no
respondo a tus preguntas, digo que conozco a
tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos
desde nuestros más tiernos años; y no quiero
decir lo que tú tan bien sabes de nuestra
amistad, por no me hacer testigo del agravio
que el amor hace que le haga, poderosa
disculpa de mayores yerros. A ti te conozco y
tengo en la misma posesión que él te tiene;
que, a no ser así, por menos prendas que las
tuyas no había yo de ir contra lo que debo a
ser quien soy y contra las santas leyes de la
verdadera amistad, ahora por tan poderoso
enemigo como el amor por mí rompidas y
violadas.
»
—Si eso confiesas
—respondió Camila
—,
enemigo mortal de todo aquello que
justamente merece ser amado, ¿con qué
rostro osas parecer ante quien sabes que es
el espejo donde se mira aquel en quien tú te
debieras mirar, para que vieras con cuán
poca ocasión le agravias? Pero ya cayo, ¡ay,
desdichada de mí!, en la cuenta de quién te
ha hecho tener tan poca con lo que a ti
mismo debes, que debe de haber sido alguna
desenvoltura mía, que no quiero llamarla
deshonestidad, pues no habrá procedido de
deliberada determinación, sino de algún
descuido de los que las mujeres que piensan
que no tienen de quién recatarse suelen
hacer inadvertidamente. Si no, dime:
¿cuándo, ¡oh traidor!, respondí a tus ruegos
con alguna palabra o señal que pudiese
despertar en ti alguna sombra de esperanza
de cumplir tus infames deseos? ¿Cuándo tus
amorosas palabras no fueron deshechas y
reprehendidas de las mías con rigor y con
aspereza? ¿Cuándo tus muchas promesas y
mayores dádivas fueron de mí creídas, ni
admitidas? Pero, por parecerme que alguno
no puede perseverar en el intento amoroso
luengo tiempo, si no es sustentado de alguna
esperanza, quiero atribuirme a mí la culpa de
tu impertinencia, pues, sin duda, algún
descuido mío ha sustentado tanto tiempo tu
cuidado; y así, quiero castigarme y darme la
pena que tu culpa merece. Y, porque vieses
que, siendo conmigo tan inhumana, no era
posible dejar de serlo contigo, quise traerte a
ser testigo del sacrificio que pienso hacer a la
ofendida honra de mi tan honrado marido,
agraviado de ti con el mayor cuidado que te
ha sido posible, y de mí también con el poco
recato que he tenido del huir la ocasión, si
alguna te di, para favorecer y canonizar tus
malas intenciones. Torno a decir que la
sospecha que tengo que algún descuido mío
engendró en ti tan desvariados pensamientos
es la que más me fatiga, y la que yo más
deseo castigar con mis propias manos,
porque, castigándome otro verdugo, quizá
sería más pública mi culpa; pero, antes que
esto haga, quiero matar muriendo, y llevar
conmigo quien me acabe de satisfacer el
deseo de la venganza que espero y tengo,
viendo allá, dondequiera que fuere, la pena
que da la justicia desinteresada y que no se
dobla al que en términos tan desesperados
me ha puesto.
»Y, diciendo estas razones, con una
increíble fuerza y ligereza arremetió a Lotario
con la daga desenvainada, con tales muestras
de querer enclavársela en el pecho, que casi
él estuvo en duda si aquellas demostraciones
eran falsas o verdaderas, porque le fue
forzoso valerse de su industria y de su fuerza
para estorbar que Camila no le diese. La cual
tan vivamente fingía aquel estraño embuste y
fealdad que, por dalle color de verdad, la
quiso matizar con su misma sangre; porque,
viendo que no podía haber a Lotario, o
fingiendo que no podía, dijo:
»
—Pues la suerte no quiere satisfacer del
todo mi tan justo deseo, a lo menos, no será
tan poderosa que, en parte, me quite que no
le satisfaga. Y, haciendo fuerza para soltar la
mano de la daga, que Lotario la tenía asida,
la sacó, y, guiando su punta por parte que
pudiese herir no profundamente, se la entró y
escondió por más arriba de la islilla del lado
izquierdo, junto al hombro, y luego se dejó
caer en el suelo, como desmayada.
»Estaban Leonela y Lotario suspensos y
atónitos de tal suceso, y todavía dudaban de
la verdad de aquel hecho, viendo a Camila
tendida en tierra y bañada en su sangre.
Acudió Lotario con mucha presteza,
despavorido y sin aliento, a sacar la daga, y,
en ver la pequeña herida, salió del temor que
hasta entonces tenía, y de nuevo se admiró
de la sagacidad, prudencia y mucha
discreción de la hermosa Camila; y, por
acudir con lo que a él le tocaba, comenzó a
hacer una larga y triste lamentación sobre el
cuerpo de Camila, como si estuviera difunta,
echándose muchas maldiciones, no sólo a él,
sino al que había sido causa de habelle
puesto en aquel término. Y, como sabía que
le escuchaba su amigo Anselmo, decía cosas
que el que le oyera le tuviera mucha más
lástima que a Camila, aunque por muerta la
juzgara.
»Leonela la tomó en brazos y la puso en el
lecho, suplicando a Lotario fuese a buscar
quien secretamente a Camila curase; pedíale
asimismo consejo y parecer de lo que dirían a
Anselmo de aquella herida de su señora, si
acaso viniese antes que estuviese sana. Él
respondió que dijesen lo que quisiesen, que
él no estaba para dar consejo que de
provecho fuese; sólo le dijo que procurase
tomarle la sangre, porque él se iba adonde
gentes no le viesen. Y, con muestras de
mucho dolor y sentimiento, se salió de casa;
y, cuando se vio solo y en parte donde nadie
le veía, no cesaba de hacerse cruces,
maravillándose de la industria de Camila y de
los ademanes tan proprios de Leonela.
Consideraba cuán enterado había de quedar
Anselmo de que tenía por mujer a una
segunda Porcia, y deseaba verse con él para
celebrar los dos la mentira y la verdad más
disimulada que jamás pudiera imaginarse.
Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre
a su señora, que no era más de aquello que
bastó para acreditar su embuste; y, lavando
con un poco de vino la herida, se la ató lo
mejor que supo, diciendo tales razones, en
tanto que la curaba, que, aunque no hubieran
precedido otras, bastaran a hacer creer a
Anselmo que tenía en Camila un simulacro de
la honestidad.
»Juntáronse a las palabras de Leonela otras
de Camila, llamándose cobarde y de poco
ánimo, pues le había faltado al tiempo que
fuera más necesario tenerle, para quitarse la
vida, que tan aborrecida tenía. Pedía consejo
a su doncella si daría, o no, todo aquel
suceso a su querido esposo; la cual le dijo
que no se lo dijese, porque le pondría en
obligación de vengarse de Lotario, lo cual no
podría ser sin mucho riesgo suyo, y que la
buena mujer estaba obligada a no dar
ocasión a su marido a que riñese, sino a
quitalle todas aquellas que le fuese posible.
»Respondió Camila que le parecía muy bien
su parecer y que ella le seguiría; pero que en
todo caso convenía buscar qué decir a
Anselmo de la causa de aquella herida, que él
no podría dejar de ver; a lo que Leonela
respondía que ella, ni aun burlando, no sabía
mentir.
»
—Pues yo, hermana
—replicó Camila
—,
¿qué tengo de saber, que no me atreveré a
forjar ni sustentar una mentira, si me fuese
en ello la vida? Y si es que no hemos de
saber dar salida a esto, mejor será decirle la
verdad desnuda, que no que nos alcance en
mentirosa cuenta.
»
—No tengas pena, señora: de aquí a
mañana
—respondió Leonela
— yo pensaré
qué le digamos, y quizá que, por ser la herida
donde es, la podrás encubrir sin que él la
vea, y el cielo será servido de favorecer a
nuestros tan justos y tan honrados
pensamientos. Sosiégate, señora mía, y
procura sosegar tu alteración, porque mi
señor no te halle sobresaltada, y lo demás
déjalo a mi cargo, y al de Dios, que siempre
acude a los buenos deseos.
»Atentísimo había estado Anselmo a
escuchar y a ver representar la tragedia de la
muerte de su honra; la cual con tan estraños
y eficaces afectos la representaron los
personajes della, que pareció que se habían
transformado en la misma verdad de lo que
fingían. Deseaba mucho la noche, y el tener
lugar para salir de su casa, y ir a verse con
su buen amigo Lotario, congratulándose con
él de la margarita preciosa que había hallado
en el desengaño de la bondad de su esposa.
Tuvieron cuidado las dos de darle lugar y
comodidad a que saliese, y él, sin perdella,
salió y luego fue a buscar a Lotario, el cual
hallado, no se puede buenamente contar los
abrazos que le dio, las cosas que de su
contento le dijo, las alabanzas que dio a
Camila. Todo lo cual escuchó Lotario sin
poder dar muestras de alguna alegría, porque
se le representaba a la memoria cuán
engañado estaba su amigo y cuán
injustamente él le agraviaba. Y, aunque
Anselmo veía que Lotario no se alegraba,
creía ser la causa por haber dejado a Camila
herida y haber él sido la causa; y así, entre
otras razones, le dijo que no tuviese pena del
suceso de Camila, porque, sin duda, la herida
era ligera, pues quedaban de concierto de
encubrírsela a él; y que, según esto, no había
de qué temer, sino que de allí adelante se
gozase y alegrase con él, pues por su
industria y medio él se veía levantado a la
más alta felicidad que acertara desearse, y
quería que no fuesen otros sus
entretenimientos que en hacer versos en
alabanza de Camila, que la hiciesen eterna en
la memoria de los siglos venideros. Lotario
alabó su buena determinación y dijo que él,
por su parte, ayudaría a levantar tan ilustre
edificio.
»Con esto quedó Anselmo el hombre más
sabrosamente engañado que pudo haber en
el mundo: él mismo llevó por la mano a su
casa, creyendo que llevaba el instrumento de
su gloria, toda la perdición de su fama.
Recebíale Camila con rostro, al parecer,
torcido, aunque con alma risueña. Duró este
engaño algunos días, hasta que, al cabo de
pocos meses, volvió Fortuna su rueda y salió
a plaza la maldad con tanto artificio hasta allí
cubierta, y a Anselmo le costó la vida su
impertinente curiosidad.»
Capítulo XXXV. Donde se
da fin a la novela del
Curioso impertinente
Poco más quedaba por leer de la novela,
cuando del caramanchón donde reposaba don
Quijote salió Sancho Panza todo alborotado,
diciendo a voces:
—Acudid, señores, presto y socorred a mi
señor, que anda envuelto en la más reñida y
trabada batalla que mis ojos han visto. ¡Vive
Dios, que ha dado una cuchillada al gigante
enemigo de la señora princesa Micomicona,
que le ha tajado la cabeza, cercen a cercen,
como si fuera un nabo!
—¿Qué dices, hermano?
—dijo el cura,
dejando de leer lo que de la novela
quedaba
—. ¿Estáis en vos, Sancho? ¿Cómo
diablos puede ser eso que decís, estando el
gigante dos mil leguas de aquí?
En esto, oyeron un gran ruido en el
aposento, y que don Quijote decía a voces:
—¡Tente, ladrón, malandrín, follón, que aquí
te tengo, y no te ha de valer tu cimitarra!
Y parecía que daba grandes cuchilladas por
las paredes. Y dijo Sancho:
—No tienen que pararse a escuchar, sino
entren a despartir la pelea, o a ayudar a mi
amo; aunque ya no será menester, porque,
sin duda alguna, el gigante está ya muerto, y
dando cuenta a Dios de su pasada y mala
vida, que yo vi correr la sangre por el suelo,
y la cabeza cortada y caída a un lado, que es
tamaña como un gran cuero de vino.
—Que me maten —dijo a esta sazón el
ventero— si don Quijote, o don diablo, no ha
dado alguna cuchillada en alguno de los
cueros de vino tinto que a su cabecera
estaban llenos, y el vino derramado debe de
ser lo que le parece sangre a este buen
hombre.
Y, con esto, entró en el aposento, y todos
tras él, y hallaron a don Quijote en el más
estraño traje del mundo: estaba en camisa,
la cual no era tan cumplida que por delante le
acabase de cubrir los muslos, y por detrás
tenía seis dedos menos; las piernas eran muy
largas y flacas, llenas de vello y no nada
limpias; tenía en la cabeza un bonetillo
colorado, grasiento, que era del ventero; en
el brazo izquierdo tenía revuelta la manta de
la cama, con quien tenía ojeriza Sancho, y él
se sabía bien el porqué; y en la derecha,
desenvainada la espada, con la cual daba
cuchilladas a todas partes, diciendo palabras
como si verdaderamente estuviera peleando
con algún gigante. Y es lo bueno que no tenía
los ojos abiertos, porque estaba durmiendo y
soñando que estaba en batalla con el
gigante; que fue tan intensa la imaginación
de la aventura que iba a fenecer, que le hizo
soñar que ya había llegado al reino de
Micomicón, y que ya estaba en la pelea con
su enemigo. Y había dado tantas cuchilladas
en los cueros, creyendo que las daba en el
gigante, que todo el aposento estaba lleno de
vino; lo cual visto por el ventero, tomó tanto
enojo que arremetió con don Quijote, y a
puño cerrado le comenzó a dar tantos golpes
que si Cardenio y el cura no se le quitaran, él
acabara la guerra del gigante; y, con todo
aquello, no despertaba el pobre caballero,
hasta que el barbero trujo un gran caldero de
agua fría del pozo y se le echó por todo el
cuerpo de golpe, con lo cual despertó don
Quijote; mas no con tanto acuerdo que
echase de ver de la manera que estaba.
Dorotea, que vio cuán corta y sotilmente
estaba vestido, no quiso entrar a ver la
batalla de su ayudador y de su contrario.
Andaba Sancho buscando la cabeza del
gigante por todo el suelo, y, como no la
hallaba, dijo:
—Ya yo sé que todo lo desta casa es
encantamento; que la otra vez, en este
mesmo lugar donde ahora me hallo, me
dieron muchos mojicones y porrazos, sin
saber quién me los daba, y nunca pude ver a
nadie; y ahora no parece por aquí esta
cabeza que vi cortar por mis mismísimos
ojos, y la sangre corría del cuerpo como de
una fuente.
—¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo
de Dios y de sus santos?
—dijo el ventero
—.
¿No vees, ladrón, que la sangre y la fuente
no es otra cosa que estos cueros que aquí
están horadados y el vino tinto que nada en
este aposento, que nadando vea yo el alma
en los infiernos de quien los horadó?
—No sé nada
—respondió Sancho
—; sólo sé
que vendré a ser tan desdichado que, por no
hallar esta cabeza, se me ha de deshacer mi
condado como la sal en el agua.
Y estaba peor Sancho despierto que su amo
durmiendo: tal le tenían las promesas que su
amo le había hecho. El ventero se
desesperaba de ver la flema del escudero y el
maleficio del señor, y juraba que no había de
ser como la vez pasada, que se le fueron sin
pagar; y que ahora no le habían de valer los
previlegios de su caballería para dejar de
pagar lo uno y lo otro, aun hasta lo que
pudiesen costar las botanas que se habían de
echar a los rotos cueros.
Tenía el cura de las manos a don Quijote, el
cual, creyendo que ya había acabado la
aventura, y que se hallaba delante de la
princesa Micomicona, se hincó de rodillas
delante del cura, diciendo:
—Bien puede la vuestra grandeza, alta y
famosa señora, vivir, de hoy más, segura que
le pueda hacer mal esta mal nacida criatura;
y yo también, de hoy más, soy quito de la
palabra que os di, pues, con el ayuda del alto
Dios y con el favor de aquella por quien yo
vivo y respiro, tan bien la he cumplido.
—¿No lo dije yo?
—dijo oyendo esto
Sancho
—. Sí que no estaba yo borracho:
¡mirad si tiene puesto ya en sal mi amo al
gigante! ¡Ciertos son los toros: mi condado
está de molde!
¿Quién no había de reír con los disparates
de los dos, amo y mozo? Todos reían sino el
ventero, que se daba a Satanás. Pero, en fin,
tanto hicieron el barbero, Cardenio y el cura
que, con no poco trabajo, dieron con don
Quijote en la cama, el cual se quedó dormido,
con muestras de grandísimo cansancio.
Dejáronle dormir, y saliéronse al portal de la
venta a consolar a Sancho Panza de no haber
hallado la cabeza del gigante; aunque más
tuvieron que hacer en aplacar al ventero, que
estaba desesperado por la repentina muerte
de sus cueros. Y la ventera decía en voz y en
grito:
—En mal punto y en hora menguada entró
en mi casa este caballero andante, que nunca
mis ojos le hubieran visto, que tan caro me
cuesta. La vez pasada se fue con el costo de
una noche, de cena, cama, paja y cebada,
para él y para su escudero, y un rocín y un
jumento, diciendo que era caballero
aventurero (que mala ventura le dé Dios a él
y a cuantos aventureros hay en el mundo) y
que por esto no estaba obligado a pagar
nada, que así estaba escrito en los aranceles
de la caballería andantesca. Y ahora, por su
respeto, vino estotro señor y me llevó mi
cola, y hámela vuelto con más de dos
cuartillos de daño, toda pelada, que no puede
servir para lo que la quiere mi marido. Y, por
fin y remate de todo, romperme mis cueros y
derramarme mi vino; que derramada le vea
yo su sangre. ¡Pues no se piense; que, por
los huesos de mi padre y por el siglo de mi
madre, si no me lo han de pagar un cuarto
sobre otro, o no me llamaría yo como me
llamo ni sería hija de quien soy!
Estas y otras razones tales decía la ventera
con grande enojo, y ayudábala su buena
criada Maritornes. La hija callaba, y de
cuando en cuando se sonreía. El cura lo
sosegó todo, prometiendo de satisfacerles su
pérdida lo mejor que pudiese, así de los
cueros como del vino, y principalmente del
menoscabo de la cola, de quien tanta cuenta
hacían. Dorotea consoló a Sancho Panza
diciéndole que cada y cuando que pareciese
haber sido verdad que su amo hubiese
descabezado al gigante, le prometía, en
viéndose pacífica en su reino, de darle el
mejor condado que en él hubiese.
Consolóse con esto Sancho, y aseguró a la
princesa que tuviese por cierto que él había
visto la cabeza del gigante, y que, por más
señas, tenía una barba que le llegaba a la
cintura; y que si no parecía, era porque todo
cuanto en aquella casa pasaba era por vía de
encantamento, como él lo había probado otra
vez que había posado en ella. Dorotea dijo
que así lo creía, y que no tuviese pena, que
todo se haría bien y sucedería a pedir de
boca.
Sosegados todos, el cura quiso acabar de
leer la novela, porque vio que faltaba poco.
Cardenio, Dorotea y todos los demás le
rogaron la acabase. Él, que a todos quiso dar
gusto, y por el que él tenía de leerla,
prosiguió el cuento, que así decía:
«Sucedió, pues, que, por la satisfación que
Anselmo tenía de la bondad de Camila, vivía
una vida contenta y descuidada, y Camila, de
industria, hacía mal rostro a Lotario, porque
Anselmo entendiese al revés de la voluntad
que le tenía; y, para más confirmación de su
hecho, pidió licencia Lotario para no venir a
su casa, pues claramente se mostraba la
pesadumbre que con su vista Camila recebía;
mas el engañado Anselmo le dijo que en
ninguna manera tal hiciese. Y, desta manera,
por mil maneras era Anselmo el fabricador de
su deshonra, creyendo que lo era de su
gusto.
»En esto, el que tenía Leonela de verse
cualificada, no de con sus amores, llegó a
tanto que, sin mirar a otra cosa, se iba tras él
a suelta rienda, fiada en que su señora la
encubría, y aun la advertía del modo que con
poco recelo pudiese ponerle en ejecución. En
fin, una noche sintió Anselmo pasos en el
aposento de Leonela, y, queriendo entrar a
ver quién los daba, sintió que le detenían la
puerta, cosa que le puso más voluntad de
abrirla; y tanta fuerza hizo, que la abrió, y
entró dentro a tiempo que vio que un hombre
saltaba por la ventana a la calle; y, acudiendo
con presteza a alcanzarle o conocerle, no
pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque
Leonela se abrazó con él, diciéndole:
»
—Sosiégate, señor mío, y no te alborotes,
ni sigas al que de aquí saltó; es cosa mía, y
tanto, que es mi esposo.
»No lo quiso creer Anselmo; antes, ciego de
enojo, sacó la daga y quiso herir a Leonela,
diciéndole que le dijese la verdad, si no, que
la mataría.
Ella, con el miedo, sin saber lo que se decía,
le dijo:
»
—No me mates, señor, que yo te diré
cosas de más importancia de las que puedes
imaginar.
»
—Dilas luego
—dijo Anselmo
—; si no,
muerta eres.
»
—Por ahora será imposible
—dijo
Leonela
—, según estoy de turbada; déjame
hasta mañana, que entonces sabrás de mí lo
que te ha de admirar; y está seguro que el
que saltó por esta ventana es un mancebo
desta ciudad, que me ha dado la mano de ser
mi esposo.
»Sosegóse con esto Anselmo y quiso
aguardar el término que se le pedía, porque
no pensaba oír cosa que contra Camila fuese,
por estar de su bondad tan satisfecho y
seguro; y así, se salió del aposento y dejó
encerrada en él a Leonela, diciéndole que de
allí no saldría hasta que le dijese lo que tenía
que decirle.
»Fue luego a ver a Camila y a decirle, como
le dijo, todo aquello que con su doncella le
había pasado, y la palabra que le había dado
de decirle grandes cosas y de importancia. Si
se turbó Camila o no, no hay para qué
decirlo, porque fue tanto el temor que cobró,
creyendo verdaderamente –y era de creer
—
que Leonela había de decir a Anselmo todo lo
que sabía de su poca fe, que no tuvo ánimo
para esperar si su sospecha salía falsa o no. Y
aquella mesma noche, cuando le pareció que
Anselmo dormía, juntó las mejores joyas que
tenía y algunos dineros, y, sin ser de nadie
sentida, salió de casa y se fue a la de Lotario,
a quien contó lo que pasaba, y le pidió que la
pusiese en cobro, o que se ausentasen los
dos donde de Anselmo pudiesen estar
seguros. La confusión en que Camila puso a
Lotario fue tal, que no le sabía responder
palabra, ni menos sabía resolverse en lo
queharía.
»En fin, acordó de llevar a Camila a un
monesterio, en quien era priora una su
hermana. Consintió Camila en ello, y, con la
presteza que el caso pedía, la llevó Lotario y
la dejó en el monesterio, y él, ansimesmo, se
ausentó luego de la ciudad, sin dar parte a
nadie de su ausencia.
»Cuando amaneció, sin echar de ver
Anselmo que Camila faltaba de su lado, con
el deseo que tenía de saber lo que Leonela
quería decirle, se levantó y fue adonde la
había dejado encerrada. Abrió y entró en el
aposento, pero no halló en él a Leonela: sólo
halló puestas unas sábanas añudadas a la
ventana, indicio y señal que por allí se había
descolgado e ido. Volvió luego muy triste a
decírselo a Camila, y, no hallándola en la
cama ni en toda la casa, quedó
asombrado.Preguntó a los criados de casa por
ella, pero nadie le supo dar razón de lo que
pedía.
»Acertó acaso, andando a buscar a Camila,
que vio sus cofres abiertos y que dellos
faltaban las más de sus joyas, y con esto
acabó de caer en la cuenta de su desgracia, y
en que no era Leonela la causa de su
desventura. Y, ansí como estaba, sin
acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a
dar cuentade su desdicha a su amigo Lotario.
Mas, cuando no le halló, y sus criados le
dijeron que aquella noche había faltado de
casa y había llevado consigo todos los dineros
que tenía, pensó perder el juicio. Y, para
acabar de concluir con todo, volviéndose a su
casa, no halló en ella ninguno de cuantos
criados ni criadas tenía, sino la casa desierta
y sola.
»No sabía qué pensar, qué decir, ni qué
hacer, y poco a poco se le iba volviendo el
juicio. Contemplábase y mirábase en un
instante sin mujer, sin amigo y sin criados;
desamparado, a su parecer, del cielo que le
cubría, y sobre todo sin honra, porque en la
falta de Camila vio su perdición.
»Resolvióse, en fin, a cabo de una gran
pieza, de irse a la aldea de su amigo, donde
había estado cuando dio lugar a que se
maquinase toda aquella desventura. Cerró las
puertas de su casa, subió a caballo, y con
desmayado aliento se puso en camino; y,
apenas hubo andado la mitad, cuando,
acosado de sus pensamientos, le fue forzoso
apearse y arrendar su caballo a un árbol, a
cuyo tronco se dejó caer, dando tiernos y
dolorosos suspiros, y allí se estuvo hasta casi
que anochecía; y aquella hora vio que venía
un hombre a caballo de la ciudad, y, después
de haberle saludado, le preguntó qué nuevas
había en Florencia. El ciudadano respondió:
»
—Las más estrañas que muchos días ha se
han oído en ella; porque se dice públicamente
que Lotario, aquel grande amigo de Anselmo
el rico, que vivía a San Juan, se llevó esta
noche a Camila, mujer de Anselmo, el cual
tampoco parece. Todo esto ha dicho una
criada de Camila, que anoche la halló el
gobernador descolgándose con una sábana
por las ventanas de la casa de Anselmo. En
efeto, no sé puntualmente cómo pasó el
negocio; sólo sé que toda la ciudad está
admirada deste suceso, porque no se podía
esperar tal hecho de la mucha y familiar
amistad de los dos, que dicen que era tanta,
que los llamaban los dos amigos.
»
—¿Sábese, por ventura
—dijo Anselmo
—,
el camino que llevan Lotario y Camila?
»
—Ni por pienso
—dijo el ciudadano
—,
puesto que el gobernador ha usado de mucha
diligencia en buscarlos
»
—A Dios vais, señor
—dijo Anselmo.
»
—Con Él quedéis
—respondió el ciudadano,
y fuese.
»Con tan desdichadas nuevas, casi casi
llegó a términos Anselmo, no sólo de perder
el juicio, sino de acabar la vida. Levantóse
como pudo y llegó a casa de su amigo, que
aún no sabía su desgracia; mas, como le vio
llegar amarillo, consumido y seco, entendió
que de algún grave mal venía fatigado.
Pidió luego Anselmo que le acostasen, y que
le diesen aderezo de escribir.
Hízose así, y dejáronle acostado y solo,
porque él así lo quiso, y aun que le cerrasen
la puerta. Viéndose, pues, solo, comenzó a
cargar tanto la imaginación de su desventura,
que claramente conoció que se le iba
acabando la vida; y así, ordenó de dejar
noticia de la causa de su estraña muerte; y,
comenzando a escribir, antes que acabase de
poner todo lo que quería, le faltó el aliento y
dejó la vida en las manos del dolor que le
causó su curiosidad impertinente.
»Viendo el señor de casa que era ya tarde y
que Anselmo no llamaba, acordó de entrar a
saber si pasaba adelante su indisposición, y
hallóle tendido boca abajo, la mitad del
cuerpo en la cama y la otra mitad sobre el
bufete, sobre el cual estaba con el papel
escrito y abierto, y él tenía aún la pluma en la
mano. Llegóse el huésped a él, habiéndole
llamado primero; y, trabándole por la mano,
viendo que no le respondía y hallándole frío,
vio que estaba muerto. Admiróse y congojóse
en gran manera, y llamó a la gente de casa
para que viesen la desgracia a Anselmo
sucedida; y, finalmente, leyó el papel, que
conoció que de su mesma mano estaba
escrito, el cual contenía estas razones:
Un necio e impertinente deseo me quitó la
vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren a
los oídos de Camila, sepa que yo la perdono,
porque no estaba ella obligada a hacer
milagros, ni yo tenía necesidad de querer que
ella los hiciese; y, pues yo fui el fabricador de
mi deshonra, no hay para qué...
»Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se
echó de ver que en aquel punto, sin poder
acabar la razón, se le acabó la vida. Otro día
dio aviso su amigo a los parientes de
Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían
su desgracia, y el monesterio donde Camila
estaba, casi en el término de acompañar a su
esposo en aquel forzoso viaje, no por las
nuevas del muerto esposo, mas por las que
supo del ausente amigo. Dícese que, aunque
se vio viuda, no quiso salir del monesterio, ni,
menos, hacer profesión de monja, hasta que,
no de allí a muchos días, le vinieron nuevas
que Lotario había muerto en una batalla que
en aquel tiempo dio monsiur de Lautrec al
Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba
en el reino de Nápoles, donde había ido a
parar el tarde arrepentido amigo; lo cual
sabido por Camila, hizo profesión, y acabó en
breves días la vida a las rigurosas manos de
tristezas y melancolías. Éste fue el fin que
tuvieron todos, nacido de un tan desatinado
principio.»
—Bien
—dijo el cura
— me parece esta
novela, pero no me puedo persuadir que esto
sea verdad; y si es fingido, fingió mal el
autor, porque no se puede imaginar que haya
marido tan necio que quiera hacer tan
costosa experiencia como Anselmo. Si este
caso se pusiera entre un galán y una dama,
pudiérase llevar, pero entre marido y mujer,
algo tiene del imposible; y, en lo que toca al
modo de contarle, no me descontenta.
Capítulo XXXVI. Que
trata de la brava y
descomunal batalla que don
Quijote tuvo con unos
cueros de vino tinto, con
otros raros sucesos que en
la venta le sucedieron
Estando en esto, el ventero, que estaba a la
puerta de la venta, dijo:
—Esta que viene es una hermosa tropa de
huéspedes: si ellos paran aquí, gaudeamus
tenemos.
—¿Qué gente es?
—dijo Cardenio.
—Cuatro hombres
—respondió el ventero
—
vienen a caballo, a la jineta, con lanzas y
adargas, y todos con antifaces negros; y
junto con ellos viene una mujer vestida de
blanco, en un sillón, ansimesmo cubierto el
rostro, y otros dos mozos de a pie.
—¿Vienen muy cerca?
—preguntó el cura.
—Tan cerca
—respondió el ventero
—, que
ya llegan.
Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y
Cardenio se entró en el aposento de don
Quijote; y casi no habían tenido lugar para
esto, cuando entraron en la venta todos los
que el ventero había dicho; y, apeándose los
cuatro de a caballo, que de muy gentil talle y
disposición eran, fueron a apear a la mujer
que en el sillón venía; y, tomándola uno
dellos en sus brazos, la sentó en una silla que
estaba a la entrada del aposento donde
Cardenio se había escondido. En todo este
tiempo, ni ella ni ellos se habían quitado los
antifaces, ni hablado palabra alguna; sólo
que, al sentarse la mujer en la silla, dio un
profundo suspiro y dejó caer los brazos, como
persona enferma y desmayada. Los mozos de
a pie llevaron los caballos a la caballeriza.
Viendo esto el cura, deseoso de saber qué
gente era aquella que con tal traje y tal
silencio estaba, se fue donde estaban los
mozos, y a uno dellos le preguntó lo que ya
deseaba; el cual le respondió:
—Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué
gente sea ésta; sólo sé que muestra ser muy
principal, especialmente aquel que llegó a
tomar en sus brazos a aquella señora que
habéis visto; y esto dígolo porque todos los
demás le tienen respeto, y no se hace otra
cosa más de la que él ordena y manda.
—Y la señora, ¿quién es?
—preguntó el
cura.
—Tampoco sabré decir eso
—respondió el
mozo
—, porque en todo el camino no la he
visto el rostro; suspirar sí la he oído muchas
veces, y dar unos gemidos que parece que
con cada uno dellos quiere dar el alma. Y no
es de maravillar que no sepamos más de lo
que habemos dicho, porque mi compañero y
yo no ha más de dos días que los
acompañamos; porque, habiéndolos
encontrado en el camino, nos rogaron y
persuadieron que viniésemos con ellos hasta
el Andalucía, ofreciéndose a pagárnoslo muy
bien.
—¿Y habéis oído nombrar a alguno dellos?
—preguntó el cura.
—No, por cierto
—respondió el mozo
—,
porque todos caminan con tanto silencio que
es maravilla, porque no se oye entre ellos
otra cosa que los suspiros y sollozos de la
pobre señora, que nos mueven a lástima; y
sin duda tenemos creído que ella va forzada
dondequiera que va, y, según se puede
colegir por su hábito, ella es monja, o va a
serlo, que es lo más cierto, y quizá porque no
le debe de nacer de voluntad el monjío, va
triste, como parece.
—Todo podría ser
—dijo el cura.
Y, dejándolos, se volvió adonde estaba
Dorotea, la cual, como había oído suspirar a
la embozada, movida de natural compasión,
se llegó a ella y le dijo:
—¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es
alguno de quien las mujeres suelen tener uso
y experiencia de curarle, que de mi parte os
ofrezco una buena voluntad de serviros.
A todo esto callaba la lastimada señora; y,
aunque Dorotea tornó con mayores
ofrecimientos, todavía se estaba en su
silencio, hasta que llegó el caballero
embozado que dijo el mozo que los demás
obedecían, y dijo a Dorotea:
—No os canséis, señora, en ofrecer nada a
esa mujer, porque tiene por costumbre de no
agradecer cosa que por ella se hace, ni
procuréis que os responda, si no queréis oír
alguna mentira de su boca.
—Jamás la dije
—dijo a esta sazón la que
hasta allí había estado callando
—; antes, por
ser tan verdadera y tan sin trazas
mentirosas, me veo ahora en tanta
desventura; y desto vos mesmo quiero que
seáis el testigo, pues mi pura verdad os hace
a vos ser falso y mentiroso.
Oyó estas razones Cardenio bien clara y
distintamente, como quien estaba tan junto
de quien las decía que sola la puerta del
aposento de don Quijote estaba en medio; y,
así como las oyó, dando una gran voz dijo:
—¡Válgame Dios! ¿Qué es esto que oigo?
¿Qué voz es esta que ha llegado a mis oídos?
Volvió la cabeza a estos gritos aquella
señora, toda sobresaltada, y, no viendo quién
las daba, se levantó en pie y fuese a entrar
en el aposento; lo cual visto por el caballero,
la detuvo, sin dejarla mover un paso. A ella,
con la turbación y desasosiego, se le cayó el
tafetán con que traía cubierto el rostro, y
descubrió una hermosura incomparable y un
rostro milagroso, aunque descolorido y
asombrado, porque con los ojos andaba
rodeando todos los lugares donde alcanzaba
con la vista, con tanto ahínco, que parecía
persona fuera de juicio; cuyas señales, sin
saber por qué las hacía, pusieron gran
lástima en Dorotea y en cuantos la miraban.
Teníala el caballero fuertemente asida por las
espaldas, y, por estar tan ocupado en
tenerla, no pudo acudir a alzarse el embozo,
que se le caía, como, en efeto, se le cayó del
todo; y, alzando los ojos Dorotea, que
abrazada con la señora estaba, vio que el que
abrazada ansimesmo la tenía era su esposo
don Fernando; y, apenas le hubo conocido,
cuando, arrojando de lo íntimo de sus
entrañas un luengo y tristísimo ''¡ay!'', se
dejó caer de espaldas desmayada; y, a no
hallarse allí junto el barbero, que la recogió
en los brazos, ella diera consigo en el suelo.
Acudió luego el cura a quitarle el embozo,
para echarle agua en el rostro, y así como la
descubrió la conoció don Fernando, que era el
que estaba abrazado con la otra, y quedó
como muerto en verla; pero no porque
dejase, con todo esto, de tener a Luscinda,
que era la que procuraba soltarse de sus
brazos; la cual había conocido en el suspiro a
Cardenio, y él la había conocido a ella. Oyó
asimesmo Cardenio el ¡ay! que dio Dorotea
cuando se cayó desmayada, y, creyendo que
era su Luscinda, salió del aposento
despavorido, y lo primero que vio fue a don
Fernando, que tenía abrazada a Luscinda.
También don Fernando conoció luego a
Cardenio; y todos tres, Luscinda, Cardenio y
Dorotea, quedaron mudos y suspensos, casi
sin saber lo que les había acontecido.
Callaban todos y mirábanse todos: Dorotea
a don Fernando, don Fernando a Cardenio,
Cardenio a Luscinda y Luscinda a Cardenio.
Mas quien primero rompió el silencio fue
Luscinda, hablando a don Fernando desta
manera:
—Dejadme, señor don Fernando, por lo que
debéis a ser quien sois, ya que por otro
respeto no lo hagáis; dejadme llegar al muro
de quien yo soy yedra, al arrimo de quien no
me han podido apartar vuestras
importunaciones, vuestras amenazas,
vuestras promesas ni vuestras dádivas.
Notad cómo el cielo, por desusados y a
nosotros encubiertos caminos, me ha puesto
a mi verdadero esposo delante. Y bien sabéis
por mil costosas experiencias que sola la
muerte fuera bastante para borrarle de mi
memoria. Sean, pues, parte tan claros
desengaños para que volváis, ya que no
podáis hacer otra cosa, el amor en rabia, la
voluntad en despecho, y acabadme con él la
vida; que, como yo la rinda delante de mi
buen esposo, la daré por bien empleada:
quizá con mi muerte quedará satisfecho de la
fe que le mantuve hasta el último trance de
la vida.
Había en este entretanto vuelto Dorotea en
sí, y había estado escuchando todas las
razones que Luscinda dijo, por las cuales vino
en conocimiento de quién ella era; que,
viendo que don Fernando aún no la dejaba de
los brazos, ni respondía a sus razones,
esforzándose lo más que pudo, se levantó y
se fue a hincar de rodillas a sus pies; y,
derramando mucha cantidad de hermosas y
lastimeras lágrimas, así le comenzó a decir:
—Si ya no es, señor mío, que los rayos
deste sol que en tus brazos eclipsado tienes
te quitan y ofuscan los de tus ojos, ya habrás
echado de ver que la que a tus pies está
arrodillada es la sin ventura, hasta que tú
quieras, y la desdichada Dorotea. Yo soy
aquella labradora humilde a quien tú, por tu
bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la
alteza de poder llamarse tuya. Soy la que,
encerrada en los límites de la honestidad,
vivió vida contenta hasta que, a las voces de
tus importunidades, y, al parecer, justos y
amorosos sentimientos, abrió las puertas de
su recato y te entregó las llaves de su
libertad: dádiva de ti tan mal agradecida,
cual lo muestra bien claro haber sido forzoso
hallarme en el lugar donde me hallas, y verte
yo a ti de la manera que te veo. Pero, con
todo esto, no querría que cayese en tu
imaginación pensar que he venido aquí con
pasos de mi deshonra, habiéndome traído
sólo los del dolor y sentimiento de verme de
ti olvidada.
Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo
de manera que, aunque ahora quieras que no
lo sea, no será posible que tú dejes de ser
mío. Mira, señor mío, que puede ser
recompensa a la hermosura y nobleza por
quien me dejas la incomparable voluntad que
te tengo. Tú no puedes ser de la hermosa
Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser
tuya, porque es de Cardenio; y más fácil te
será, si en ello miras, reducir tu voluntad a
querer a quien te adora, que no encaminar la
que te aborrece a que bien te quiera. Tú
solicitaste mi descuido, tú rogaste a mi
entereza, tú no ignoraste mi calidad, tú sabes
bien de la manera que me entregué a toda tu
voluntad: no te queda lugar ni acogida de
llamarte a engaño. Y si esto es así, como lo
es, y tú eres tan cristiano como caballero,
¿por qué por tantos rodeos dilatas de
hacerme venturosa en los fines, como me
heciste en los principios? Y si no me quieres
por la que soy, que soy tu verdadera y
legítima esposa, quiéreme, a lo menos, y
admíteme por tu esclava; que, como yo esté
en tu poder, me tendré por dichosa y bien
afortunada. No permitas, con dejarme y
desampararme, que se hagan y junten
corrillos en mi deshonra; no des tan mala
vejez a mis padres, pues no lo merecen los
leales servicios que, como buenos vasallos, a
los tuyos siempre han hecho. Y si te parece
que has de aniquilar tu sangre por mezclarla
con la mía, considera que pocas o ninguna
nobleza hay en el mundo que no haya corrido
por este camino, y que la que se toma de las
mujeres no es la que hace al caso en las
ilustres decendencias; cuanto más, que la
verdadera nobleza consiste en la virtud, y si
ésta a ti te falta, negándome lo que tan
justamente me debes, yo quedaré con más
ventajas de noble que las que tú tienes. En
fin, señor, lo que últimamente te digo es que,
quieras o no quieras, yo soy tu esposa:
testigos son tus palabras, que no han ni
deben ser mentirosas, si ya es que te precias
de aquello por que me desprecias; testigo
será la firma que hiciste, y testigo el cielo, a
quien tú llamaste por testigo de lo que me
prometías. Y, cuando todo esto falte, tu
misma conciencia no ha de faltar de dar
voces callando en mitad de tus alegrías,
volviendo por esta verdad que te he dicho y
turbando tus mejores gustos y contentos.
Estas y otras razones dijo la lastimada
Dorotea, con tanto sentimiento y lágrimas,
que los mismos que acompañaban a don
Fernando, y cuantos presentes estaban, la
acompañaron en ellas. Escuchóla don
Fernando sin replicalle palabra, hasta que ella
dio fin a las suyas y principio a tantos
sollozos y suspiros, que bien había de ser
corazón de bronce el que con muestras de
tanto dolor no se enterneciera. Mirándola
estaba Luscinda, no menos lastimada de su
sentimiento que admirada de su mucha
discreción y hermosura; y, aunque quisiera
llegarse a ella y decirle algunas palabras de
consuelo, no la dejaban los brazos de don
Fernando, que apretada la tenían. El cual,
lleno de confusión y espanto, al cabo de un
buen espacio que atentamente estuvo
mirando a Dorotea, abrió los brazos y,
dejando libre a Luscinda, dijo:
—Venciste, hermosa Dorotea, venciste;
porque no es posible tener ánimo para negar
tantas verdades juntas.
Con el desmayo que Luscinda había tenido,
así como la dejó don Fernando, iba a caer en
el suelo; mas, hallándose Cardenio allí junto,
que a las espaldas de don Fernando se había
puesto porque no le conociese, prosupuesto
todo temor y aventurando a todo riesgo,
acudió a sostener a Luscinda, y, cogiéndola
entre sus brazos, le dijo:
—Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya
tengas algún descanso, leal, firme y hermosa
señora mía, en ninguna parte creo yo que le
tendrás más seguro que en estos brazos que
ahora te reciben, y otro tiempo te recibieron,
cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte
mía.
A estas razones, puso Luscinda en Cardenio
los ojos, y, habiendo comenzado a conocerle,
primero por la voz, y asegurándose que él era
con la vista, casi fuera de sentido y sin tener
cuenta a ningún honesto respeto, le echó los
brazos al cuello, y, juntando su rostro con el
de Cardenio, le dijo:
—Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño
desta vuestra captiva, aunque más lo impida
la contraria suerte, y, aunque más amenazas
le hagan a esta vida que en la vuestra se
sustenta.
Estraño espectáculo fue éste para don
Fernando y para todos los circunstantes,
admirándose de tan no visto suceso.
Parecióle a Dorotea que don Fernando había
perdido la color del rostro y que hacía
ademán de querer vengarse de Cardenio,
porque le vio encaminar la mano a ponella en
la espada; y, así como lo pensó, con no vista
presteza se abrazó con él por las rodillas,
besándoselas y teniéndole apretado, que no
le dejaba mover, y, sin cesar un punto de sus
lágrimas, le decía:
—¿Qué es lo que piensas hacer, único
refugio mío, en este tan impensado trance?
Tú tienes a tus pies a tu esposa, y la que
quieres que lo sea está en los brazos de su
marido. Mira si te estará bien o te será
posible deshacer lo que el cielo ha hecho, o si
te convendrá querer levantar a igualar a ti
mismo a la que, pospuesto todo
inconveniente, confirmada en su verdad y
firmeza, delante de tus ojos tiene los suyos,
bañados de licor amoroso el rostro y pecho
de su verdadero esposo. Por quien Dios es te
ruego, y por quien tú eres te suplico, que
este tan notorio desengaño no sólo no
acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal
manera, que con quietud y sosiego permitas
que estos dos amantes le tengan, sin
impedimiento tuyo, todo el tiempo que el
cielo quisiere concedérsele; y en esto
mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble
pecho, y verá el mundo que tiene contigo
más fuerza la razón que el apetito.
En tanto que esto decía Dorotea, aunque
Cardenio tenía abrazada a Luscinda, no
quitaba los ojos de don Fernando, con
determinación de que, si le viese hacer algún
movimiento en su perjuicio, procurar
defenderse y ofender como mejor pudiese a
todos aquellos que en su daño se mostrasen,
aunque le costase la vida. Pero a esta sazón
acudieron los amigos de don Fernando, y el
cura y el barbero, que a todo habían estado
presentes, sin que faltase el bueno de Sancho
Panza, y todos rodeaban a don Fernando,
suplicándole tuviese por bien de mirar las
lágrimas de Dorotea; y que, siendo verdad,
como sin duda ellos creían que lo era, lo que
en sus razones había dicho, que no
permitiese quedase defraudada de sus tan
justas esperanzas. Que considerase que, no
acaso, como parecía, sino con particular
providencia del cielo, se habían todos juntado
en lugar donde menos ninguno pensaba; y
que advirtiese
—dijo el cura
— que sola la
muerte podía apartar a Luscinda de Cardenio;
y, aunque los dividiesen filos de alguna
espada, ellos tendrían por felicísima su
muerte; y que en los lazos inremediables era
suma cordura, forzándose y venciéndose a sí
mismo, mostrar un generoso pecho,
permitiendo que por sola su voluntad los dos
gozasen el bien que el cielo ya les había
concedido; que pusiese los ojos ansimesmo
en la beldad de Dorotea, y vería que pocas o
ninguna se le podían igualar, cuanto más
hacerle ventaja, y que juntase a su
hermosura su humildad y el estremo del
amor que le tenía; y, sobre todo, advirtiese
que si se preciaba de caballero y de cristiano,
que no podía hacer otra cosa que cumplille la
palabra dada, y que, cumpliéndosela,
cumpliría con Dios y satisfaría a las gentes
discretas, las cuales saben y conocen que es
prerrogativa de la hermosura, aunque esté en
sujeto humilde, como se acompañe con la
honestidad, poder levantarse e igualarse a
cualquiera alteza, sin nota de menoscabo del
que la levanta e iguala a sí mismo; y, cuando
se cumplen las fuertes leyes del gusto, como
en ello no intervenga pecado, no debe de ser
culpado el que las sigue.
En efeto, a estas razones añadieron todos
otras, tales y tantas, que el valeroso pecho
de don Fernando (en fin, como alimentado
con ilustre sangre) se ablandó y se dejó
vencer de la verdad, que él no pudiera negar
aunque quisiera; y la señal que dio de
haberse rendido y entregado al buen parecer
que se le había propuesto fue abajarse y
abrazar a Dorotea, diciéndole:
—Levantaos, señora mía, que no es justo
que esté arrodillada a mis pies la que yo
tengo en mi alma; y si hasta aquí no he dado
muestras de lo que digo, quizá ha sido por
orden del cielo, para que, viendo yo en vos la
fe con que me amáis, os sepa estimar en lo
que merecéis. Lo que os ruego es que no me
reprehendáis mi mal término y mi mucho
descuido, pues la misma ocasión y fuerza que
me movió para acetaros por mía, esa misma
me impelió para procurar no ser vuestro. Y
que esto sea verdad, volved y mirad los ojos
de la ya contenta Luscinda, y en ellos
hallaréis disculpa de todos mis yerros; y,
pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo
he hallado en vos lo que me cumple, viva ella
segura y contenta luengos y felices años con
su Cardenio, que yo rogaré al cielo que me
los deje vivir con mi Dorotea.
Y, diciendo esto, la tornó a abrazar y a
juntar su rostro con el suyo, con tan tierno
sentimiento, que le fue necesario tener gran
cuenta con que las lágrimas no acabasen de
dar indubitables señas de su amor y
arrepentimiento. No lo hicieron así las de
Luscinda y Cardenio, y aun las de casi todos
los que allí presentes estaban, porque
comenzaron a derramar tantas, los unos de
contento proprio y los otros del ajeno, que no
parecía sino que algún grave y mal caso a
todos había sucedido. Hasta Sancho Panza
lloraba, aunque después dijo que no lloraba
él sino por ver que Dorotea no era, como él
pensaba, la reina Micomicona, de quien él
tantas mercedes esperaba. Duró algún
espacio, junto con el llanto, la admiración en
todos, y luego Cardenio y Luscinda se fueron
a poner de rodillas ante don Fernando,
dándole gracias de la merced que les había
hecho con tan corteses razones, que don
Fernando no sabía qué responderles; y así,
los levantó y abrazó con muestras de mucho
amor y de mucha cortesía.
Preguntó luego a Dorotea le dijese cómo
había venido a aquel lugar tan lejos del suyo.
Ella, con breves y discretas razones, contó
todo lo que antes había contado a Cardenio,
de lo cual gustó tanto don Fernando y los que
con él venían, que quisieran que durara el
cuento más tiempo: tanta era la gracia con
que Dorotea contaba sus desventuras. Y, así
como hubo acabado, dijo don Fernando lo
que en la ciudad le había acontecido después
que halló el papel en el seno de Luscinda,
donde declaraba ser esposa de Cardenio y no
poderlo ser suya. Dijo que la quiso matar, y
lo hiciera si de sus padres no fuera impedido;
y que así, se salió de su casa, despechado y
corrido, con determinación de vengarse con
más comodidad; y que otro día supo como
Luscinda había faltado de casa de sus padres,
sin que nadie supiese decir dónde se había
ido, y que, en resolución, al cabo de algunos
meses vino a saber como estaba en un
monesterio, con voluntad de quedarse en él
toda la vida, si no la pudiese pasar con
Cardenio; y que, así como lo supo,
escogiendo para su compañía aquellos tres
caballeros, vino al lugar donde estaba, a la
cual no había querido hablar, temeroso que,
en sabiendo que él estaba allí, había de haber
más guarda en el monesterio; y así,
aguardando un día a que la portería estuviese
abierta, dejó a los dos a la guarda de la
puerta, y él, con otro, habían entrado en el
monesterio buscando a Luscinda, la cual
hallaron en el claustro hablando con una
monja; y, arrebatándola, sin darle lugar a
otra cosa, se habían venido con ella a un
lugar donde se acomodaron de aquello que
hubieron menester para traella. Todo lo cual
habían podido hacer bien a su salvo, por
estar el monesterio en el campo, buen trecho
fuera del pueblo. Dijo que, así como Luscinda
se vio en su poder, perdió todos los sentidos;
y que, después de vuelta en sí, no había
hecho otra cosa sino llorar y suspirar, sin
hablar palabra alguna; y que así,
acompañados de silencio y de lágrimas,
habían llegado a aquella venta, que para él
era haber llegado al cielo, donde se rematan
y tienen fin todas las desventuras de la tierra.
Capítulo XXXVII. Que
prosigue la historia de la
famosa infanta Micomicona,
con otras graciosas
aventuras
Todo esto escuchaba Sancho, no con poco
dolor de su ánima, viendo que se le
desparecían e iban en humo las esperanzas
de su ditado, y que la linda princesa
Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y
el gigante en don Fernando, y su amo se
estaba durmiendo a sueño suelto, bien
descuidado de todo lo sucedido. No se podía
asegurar Dorotea si era soñado el bien que
poseía. Cardenio estaba en el mismo
pensamiento, y el de Luscinda corría por la
misma cuenta. Don Fernando daba gracias al
cielo por la merced recebida y haberle sacado
de aquel intricado laberinto, donde se hallaba
tan a pique de perder el crédito y el alma; y,
finalmente, cuantos en la venta estaban,
estaban contentos y gozosos del buen suceso
que habían tenido tan trabados y
desesperados negocios.
Todo lo ponía en su punto el cura, como
discreto, y a cada uno daba el parabién del
bien alcanzado; pero quien más jubilaba y se
contentaba era la ventera, por la promesa
que Cardenio y el cura le habían hecho de
pagalle todos los daños e intereses que por
cuenta de don Quijote le hubiesen venido.
Sólo Sancho, como ya se ha dicho, era el
afligido, el desventurado y el triste; y así, con
malencónico semblante, entró a su amo, el
cual acababa de despertar, a quien dijo:
—Bien puede vuestra merced, señor Triste
Figura, dormir todo lo que quisiere, sin
cuidado de matar a ningún gigante, ni de
volver a la princesa su reino: que ya todo
está hecho y concluido.
—Eso creo yo bien
—respondió don
Quijote
—, porque he tenido con el gigante la
más descomunal y desaforada batalla que
pienso tener en todos los días de mi vida; y
de un revés, ¡zas!, le derribé la cabeza en el
suelo, y fue tanta la sangre que le salió, que
los arroyos corrían por la tierra como si
fueran de agua.
—Como si fueran de vino tinto, pudiera
vuestra merced decir mejor
—respondió
Sancho
—, porque quiero que sepa vuestra
merced, si es que no lo sabe, que el gigante
muerto es un cuero horadado, y la sangre,
seis arrobas de vino tinto que encerraba en
su vientre; y la cabeza cortada es la puta que
me parió, y llévelo todo Satanás.
—Y ¿qué es lo que dices, loco?
—replicó don
Quijote
—. ¿Estás en tu seso?
—Levántese vuestra merced
—dijo
Sancho
—, y verá el buen recado que ha
hecho, y lo que tenemos que pagar; y verá a
la reina convertida en una dama particular,
llamada Dorotea, con otros sucesos que, si
cae en ellos, le han de admirar.
—No me maravillaría de nada deso
—replicó
don Quijote
—, porque, si bien te acuerdas, la
otra vez que aquí estuvimos te dije yo que
todo cuanto aquí sucedía eran cosas de
encantamento, y no sería mucho que ahora
fuese lo mesmo.
—Todo lo creyera yo
—respondió Sancho
—,
si también mi manteamiento fuera cosa dese
jaez, mas no lo fue, sino real y
verdaderamente; y vi yo que el ventero que
aquí está hoy día tenía del un cabo de la
manta, y me empujaba hacia el cielo con
mucho donaire y brío, y con tanta risa como
fuerza; y donde interviene conocerse las
personas, tengo para mí, aunque simple y
pecador, que no hay encantamento alguno,
sino mucho molimiento y mucha mala
ventura.
—Ahora bien, Dios lo remediará
—dijo don
Quijote
—. Dame de vestir y déjame salir allá
fuera, que quiero ver los sucesos y
transformaciones que dices.
Diole de vestir Sancho, y, en el entretanto
que se vestía, contó el cura a don Fernando y
a los demás las locuras de don Quijote, y del
artificio que habían usado para sacarle de la
Peña Pobre, donde él se imaginaba estar por
desdenes de su señora. Contóles asimismo
casi todas las aventuras que Sancho había
contado, de que no poco se admiraron y
rieron, por parecerles lo que a todos parecía:
ser el más estraño género de locura que
podía caber en pensamiento desparatado.
Dijo más el cura: que, pues ya el buen
suceso de la señora Dorotea impidía pasar
con su disignio adelante, que era menester
inventar y hallar otro para poderle llevar a su
tierra. Ofrecióse Cardenio de proseguir lo
comenzado, y que Luscinda haría y
representaría la persona de Dorotea.
—No
—dijo don Fernando
—, no ha de ser
así: que yo quiero que Dorotea prosiga su
invención; que, como no sea muy lejos de
aquí el lugar deste buen caballero, yo holgaré
de que se procure su remedio.
—No está más de dos jornadas de aquí.
—Pues, aunque estuviera más, gustara yo
de caminallas, a trueco de hacer tan buena
obra.
Salió, en esto, don Quijote, armado de
todos sus pertrechos, con el yelmo, aunque
abollado, de Mambrino en la cabeza,
embrazado de su rodela y arrimado a su
tronco o lanzón. Suspendió a don Fernando y
a los demás la estraña presencia de don
Quijote, viendo su rostro de media legua de
andadura, seco y amarillo, la desigualdad de
sus armas y su mesurado continente, y
estuvieron callando hasta ver lo que él decía,
el cual, con mucha gravedad y reposo,
puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:
—Estoy informado, hermosa señora, deste
mi escudero que la vuestra grandeza se ha
aniquilado, y vuestro ser se ha deshecho,
porque de reina y gran señora que solíades
ser os habéis vuelto en una particular
doncella. Si esto ha sido por orden del rey
nigromante de vuestro padre, temeroso que
yo no os diese la necesaria y debida ayuda,
digo que no supo ni sabe de la misa la media,
y que fue poco versado en las historias
caballerescas, porque si él las hubiera leído y
pasado tan atentamente y con tanto espacio
como yo las pasé y leí, hallara a cada paso
cómo otros caballeros de menor fama que la
mía habían acabado cosas más dificultosas,
no siéndolo mucho matar a un gigantillo, por
arrogante que sea; porque no ha muchas
horas que yo me vi con él, y... quiero callar,
porque no me digan que miento; pero el
tiempo, descubridor de todas las cosas, lo
dirá cuando menos lo pensemos.
—Vístesos vos con dos cueros, que no con
un gigante
—dijo a esta sazón el ventero.
Al cual mandó don Fernando que callase y
no interrumpiese la plática de don Quijote en
ninguna manera; y don Quijote prosiguió
diciendo:
—Digo, en fin, alta y desheredada señora,
que si por la causa que he dicho vuestro
padre ha hecho este metamorfóseos en
vuestra persona, que no le deis crédito
alguno, porque no hay ningún peligro en la
tierra por quien no se abra camino mi
espada, con la cual, poniendo la cabeza de
vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la
corona de la vuestra en la cabeza en breves
días.
No dijo más don Quijote, y esperó a que la
princesa le respondiese, la cual, como ya
sabía la determinación de don Fernando de
que se prosiguiese adelante en el engaño
hasta llevar a su tierra a don Quijote, con
mucho donaire y gravedad, le respondió:
—Quienquiera que os dijo, valeroso
caballero de la Triste Figura, que yo me había
mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo
cierto, porque la misma que ayer fui me soy
hoy. Verdad es que alguna mudanza han
hecho en mí ciertos acaecimientos de buena
ventura, que me la han dado la mejor que yo
pudiera desearme, pero no por eso he dejado
de ser la que antes y de tener los mesmos
pensamientos de valerme del valor de
vuestro valeroso e invenerable brazo que
siempre he tenido. Así que, señor mío,
vuestra bondad vuelva la honra al padre que
me engendró, y téngale por hombre
advertido y prudente, pues con su ciencia
halló camino tan fácil y tan verdadero para
remediar mi desgracia; que yo creo que si
por vos, señor, no fuera, jamás acertara a
tener la ventura que tengo; y en esto digo
tanta verdad como son buenos testigos della
los más destos señores que están presentes.
Lo que resta es que mañana nos pongamos
en camino, porque ya hoy se podrá hacer
poca jornada, y en lo demás del buen suceso
que espero, lo dejaré a Dios y al valor de
vuestro pecho.
Esto dijo la discreta Dorotea, y, en oyéndolo
don Quijote, se volvió a Sancho, y, con
muestras de mucho enojo, le dijo:
—Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el
mayor bellacuelo que hay en España.
Dime, ladrón vagamundo, ¿no me acabaste
de decir ahora que esta princesa se había
vuelto en una doncella que se llamaba
Dorotea, y que la cabeza que entiendo que
corté a un gigante era la puta que te parió,
con otros disparates que me pusieron en la
mayor confusión que jamás he estado en
todos los días de mi vida? ¡Voto...
—y miró al
cielo y apretó los dientes
— que estoy por
hacer un estrago en ti, que ponga sal en la
mollera a todos cuantos mentirosos
escuderos hubiere de caballeros andantes, de
aquí adelante, en el mundo!
—Vuestra merced se sosiegue, señor mío
—
respondió Sancho
—, que bien podría ser que
yo me hubiese engañado en lo que toca a la
mutación de la señora princesa Micomicona;
pero, en lo que toca a la cabeza del gigante,
o, a lo menos, a la horadación de los cueros y
a lo de ser vino tinto la sangre, no me
engaño, ¡vive Dios!, porque los cueros allí
están heridos, a la cabecera del lecho de
vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho
un lago el aposento; y si no, al freír de los
huevos lo verá; quiero decir que lo verá
cuando aquí su merced del señor ventero le
pida el menoscabo de todo. De lo demás, de
que la señora reina se esté como se estaba,
me regocijo en el alma, porque me va mi
parte, como a cada hijo de vecino.
—Ahora yo te digo, Sancho
—dijo don
Quijote
—, que eres un mentecato; y
perdóname, y basta.
—Basta
—dijo don Fernando
—, y no se
hable más en esto; y, pues la señora princesa
dice que se camine mañana, porque ya hoy
es tarde, hágase así, y esta noche la
podremos pasar en buena conversación hasta
el venidero día, donde todos acompañaremos
al señor don Quijote, porque queremos ser
testigos de las valerosas e inauditas hazañas
que ha de hacer en el discurso desta grande
empresa que a su cargo lleva.
—Yo soy el que tengo de serviros y
acompañaros
—respondió don Quijote
—, y
agradezco mucho la merced que se me hace
y la buena opinión que de mí se tiene, la cual
procuraré que salga verdadera, o me costará
la vida, y aun más, si más costarme puede.
Muchas palabras de comedimiento y
muchos ofrecimientos pasaron entre don
Quijote y don Fernando; pero a todo puso
silencio un pasajero que en aquella sazón
entró en la venta, el cual en su traje
mostraba ser cristiano recién venido de tierra
de moros, porque venía vestido con una
casaca de paño azul, corta de faldas, con
medias mangas y sin cuello; los calzones
eran asimismo de lienzo azul, con bonete de
la misma color; traía unos borceguíes
datilados y un alfanje morisco, puesto en un
tahelí que le atravesaba el pecho. Entró luego
tras él, encima de un jumento, una mujer a
la morisca vestida, cubierto el rostro con una
toca en la cabeza; traía un bonetillo de
brocado, y vestida una almalafa, que desde
los hombros a los pies la cubría. Era el
hombre de robusto y agraciado talle, de edad
de poco más de cuarenta años, algo moreno
de rostro, largo de bigotes y la barba muy
bien puesta. En resolución, él mostraba en su
apostura que si estuviera bien vestido, le
juzgaran por persona de calidad y bien
nacida.
Pidió, en entrando, un aposento, y, como le
dijeron que en la venta no le había, mostró
recebir pesadumbre; y, llegándose a la que
en el traje parecía mora, la apeó en sus
brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija
y Maritornes, llevadas del nuevo y para ellas
nunca visto traje, rodearon a la mora, y
Dorotea, que siempre fue agraciada,
comedida y discreta, pareciéndole que así ella
como el que la traía se congojaban por la
falta del aposento, le dijo:
—No os dé mucha pena, señora mía, la
incomodidad de regalo que aquí falta, pues es
proprio de ventas no hallarse en ellas; pero,
con todo esto, si gustáredes de pasar con
nosotras
—señalando a Luscinda
—, quizá en
el discurso de este camino habréis hallado
otros no tan buenos acogimientos.
No respondió nada a esto la embozada, ni
hizo otra cosa que levantarse de donde
sentado se había, y, puestas entrambas
manos cruzadas sobre el pecho, inclinada la
cabeza, dobló el cuerpo en señal de que lo
agradecía. Por su silencio imaginaron que, sin
duda alguna, debía de ser mora, y que no
sabía hablar cristiano. Llegó, en esto, el
cautivo, que entendiendo en otra cosa hasta
entonces había estado, y, viendo que todas
tenían cercada a la que con él venía, y que
ella a cuanto le decían callaba, dijo:
—Señoras mías, esta doncella apenas
entiende mi lengua, ni sabe hablar otra
ninguna sino conforme a su tierra, y por esto
no debe de haber respondido, ni responde, a
lo que se le ha preguntado.
—No se le pregunta otra cosa ninguna
—
respondió Luscinda
— sino ofrecelle por esta
noche nuestra compañía y parte del lugar
donde nos acomodáremos, donde se le hará
el regalo que la comodidad ofreciere, con la
voluntad que obliga a servir a todos los
estranjeros que dello tuvieren necesidad,
especialmente siendo mujer a quien se sirve.
—Por ella y por mí
—respondió el captivo
—
os beso, señora mía, las manos, y estimo
mucho y en lo que es razón la merced
ofrecida; que en tal ocasión, y de tales
personas como vuestro parecer muestra, bien
se echa de ver que ha de ser muy grande.
—Decidme, señor
—dijo Dorotea
—: ¿esta
señora es cristiana o mora? Porque el traje y
el silencio nos hace pensar que es lo que no
querríamos que fuese.
—Mora es en el traje y en el cuerpo, pero
en el alma es muy grande cristiana, porque
tiene grandísimos deseos de serlo.
—Luego, ¿no es baptizada?
—replicó
Luscinda.
—No ha habido lugar para ello
—respondió
el captivo
— después que salió de Argel, su
patria y tierra, y hasta agora no se ha visto
en peligro de muerte tan cercana que
obligase a baptizalla sin que supiese primero
todas las ceremonias que nuestra Madre la
Santa Iglesia manda; pero Dios será servido
que presto se bautice con la decencia que la
calidad de su persona merece, que es más de
lo que muestra su hábito y el mío.
Con estas razones puso gana en todos los
que escuchándole estaban de saber quién
fuese la mora y el captivo, pero nadie se lo
quiso preguntar por entonces, por ver que
aquella sazón era más para procurarles
descanso que para preguntarles sus vidas.
Dorotea la tomó por la mano y la llevó a
sentar junto a sí, y le rogó que se quitase el
embozo. Ella miró al cautivo, como si le
preguntara le dijese lo que decían y lo que
ella haría.
Él, en lengua arábiga, le dijo que le pedían
se quitase el embozo, y que lo hiciese; y así,
se lo quitó, y descubrió un rostro tan
hermoso que Dorotea la tuvo por más
hermosa que a Luscinda, y Luscinda por más
hermosa que a Dorotea, y todos los
circustantes conocieron que si alguno se
podría igualar al de las dos, era el de la mora,
y aun hubo algunos que le aventajaron en
alguna cosa. Y, como la hermosura tenga
prerrogativa y gracia de reconciliar los
ánimos y atraer las voluntades, luego se
rindieron todos al deseo de servir y acariciar
a la hermosa mora.
Preguntó don Fernando al captivo cómo se
llamaba la mora, el cual respondió que lela
Zoraida; y, así como esto oyó, ella entendió
lo que le habían preguntado al cristiano, y
dijo con mucha priesa, llena de congoja y
donaire:
—¡No, no Zoraida: María, María!
—dando a
entender que se llamaba María y no Zoraida.
Estas palabras, el grande afecto con que la
mora las dijo, hicieron derramar más de una
lágrima a algunos de los que la escucharon,
especialmente a las mujeres, que de su
naturaleza son tiernas y compasivas.
Abrazóla Luscinda con mucho amor,
diciéndole:
—Sí, sí: María, María.
A lo cual respondió la mora:
—¡Sí, sí: María; Zoraida macange!
—que
quiere decir no.
Ya en esto llegaba la noche, y, por orden de
los que venían con don Fernando, había el
ventero puesto diligencia y cuidado en
aderezarles de cenar lo mejor que a él le fue
posible. Llegada, pues, la hora, sentáronse
todos a una larga mesa, como de tinelo,
porque no la había redonda ni cuadrada en la
venta, y dieron la cabecera y principal
asiento, puesto que él lo rehusaba, a don
Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado
la señora Micomicona, pues él era su
aguardador. Luego se sentaron Luscinda y
Zoraida, y frontero dellas don Fernando y
Cardenio, y luego el cautivo y los demás
caballeros, y, al lado de las señoras, el cura y
el barbero. Y así, cenaron con mucho
contento, y acrecentóseles más viendo que,
dejando de comer don Quijote, movido de
otro semejante espíritu que el que le movió a
hablar tanto como habló cuando cenó con los
cabreros, comenzó a decir:
—Verdaderamente, si bien se considera,
señores míos, grandes e inauditas cosas ven
los que profesan la orden de la andante
caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes habrá
en el mundo que ahora por la puerta deste
castillo entrara, y de la suerte que estamos
nos viere, que juzgue y crea que nosotros
somos quien somos? ¿Quién podrá decir que
esta señora que está a mi lado es la gran
reina que todos sabemos, y que yo soy aquel
Caballero de la Triste Figura que anda por ahí
en boca de la fama? Ahora no hay que dudar,
sino que esta arte y ejercicio excede a todas
aquellas y aquellos que los hombres
inventaron, y tanto más se ha de tener en
estima cuanto a más peligros está sujeto.
Quítenseme delante los que dijeren que las
letras hacen ventaja a las armas, que les
diré, y sean quien se fueren, que no saben lo
que dicen. Porque la razón que los tales
suelen decir, y a lo que ellos más se atienen,
es que los trabajos del espíritu exceden a los
del cuerpo, y que las armas sólo con el
cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio
oficio de ganapanes, para el cual no es
menester más de buenas fuerzas; o como si
en esto que llamamos armas los que las
profesamos no se encerrasen los actos de la
fortaleza, los cuales piden para ejecutallos
mucho entendimiento; o como si no trabajase
el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un
ejército, o la defensa de una ciudad sitiada,
así con el espíritu como con el cuerpo. Si no,
véase si se alcanza con las fuerzas corporales
a saber y conjeturar el intento del enemigo,
los disignios, las estratagemas, las
dificultades, el prevenir los daños que se
temen; que todas estas cosas son acciones
del entendimiento, en quien no tiene parte
alguna el cuerpo. Siendo pues ansí, que las
armas requieren espíritu, como las letras,
veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del
letrado o el del guerrero, trabaja más. Y esto
se vendrá a conocer por el fin y paradero a
que cada uno se encamina, porque aquella
intención se ha de estimar en más que tiene
por objeto más noble fin. Es el fin y paradero
de las letras..., y no hablo ahora de las
divinas, que tienen por blanco llevar y
encaminar las almas al cielo, que a un fin tan
sin fin como éste ninguno otro se le puede
igualar; hablo de las letras humanas, que es
su fin poner en su punto la justicia
distributiva y dar a cada uno lo que es suyo,
entender y hacer que las buenas leyes se
guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y
digno de grande alabanza, pero no de tanta
como merece aquel a que las armas
atienden, las cuales tienen por objeto y fin la
paz, que es el mayor bien que los hombres
pueden desear en esta vida. Y así, las
primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y
tuvieron los hombres fueron las que dieron
los ángeles la noche que fue nuestro día,
cuando cantaron en los aires:
''Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra,
a los hombres de buena voluntad''; y a la
salutación que el mejor maestro de la tierra y
del cielo enseñó a sus allegados y favoridos,
fue decirles que cuando entrasen en alguna
casa, dijesen: ''Paz sea en esta casa''; y otras
muchas veces les dijo: ''Mi paz os doy, mi
paz os dejo: paz sea con vosotros'', bien
como joya y prenda dada y dejada de tal
mano; joya que sin ella, en la tierra ni en el
cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el
verdadero fin de la guerra, que lo mesmo es
decir armas que guerra. Prosupuesta, pues,
esta verdad, que el fin de la guerra es la paz,
y que en esto hace ventaja al fin de las
letras, vengamos ahora a los trabajos del
cuerpo del letrado y a los del profesor de las
armas, y véase cuáles son mayores.
De tal manera, y por tan buenos términos,
iba prosiguiendo en su plática don Quijote
que obligó a que, por entonces, ninguno de
los que escuchándole estaban le tuviese por
loco; antes, como todos los más eran
caballeros, a quien son anejas las armas, le
escuchaban de muy buena gana; y él
prosiguió diciendo:
—Digo, pues, que los trabajos del
estudiante son éstos: principalmente pobreza
(no porque todos sean pobres, sino por poner
este caso en todo el estremo que pueda ser);
y, en haber dicho que padece pobreza, me
parece que no había que decir más de su
mala ventura, porque quien es pobre no tiene
cosa buena. Esta pobreza la padece por sus
partes, ya en hambre, ya en frío, ya en
desnudez, ya en todo junto; pero, con todo
eso, no es tanta que no coma, aunque sea un
poco más tarde de lo que se usa, aunque sea
de las sobras de los ricos; que es la mayor
miseria del estudiante éste que entre ellos
llaman andar a la sopa; y no les falta algún
ajeno brasero o chimenea, que, si no
callenta, a lo menos entibie su frío, y, en fin,
la noche duermen debajo de cubierta. No
quiero llegar a otras menudencias, conviene a
saber, de la falta de camisas y no sobra de
zapatos, la raridad y poco pelo del vestido, ni
aquel ahitarse con tanto gusto, cuando la
buena suerte les depara algún banquete. Por
este camino que he pintado, áspero y
dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí,
levantándose acullá, tornando a caer acá,
llegan al grado que desean; el cual
alcanzado, a muchos hemos visto que,
habiendo pasado por estas Sirtes y por estas
Scilas y Caribdis, como llevados en vuelo de
la favorable fortuna, digo que los hemos visto
mandar y gobernar el mundo desde una silla,
trocada su hambre en hartura, su frío en
refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir
en una estera en reposar en holandas y
damascos: premio justamente merecido de
su virtud. Pero, contrapuestos y comparados
sus trabajos con los del mílite guerrero, se
quedan muy atrás en todo, como ahora diré.
Capítulo XXXVIII. Que
trata del curioso discurso
que hizo don Quijote de las
armas y las letras
Prosiguiendo don Quijote, dijo:
—Pues comenzamos en el estudiante por la
pobreza y sus partes, veamos si es más rico
el soldado. Y veremos que no hay ninguno
más pobre en la misma pobreza, porque está
atenido a la miseria de su paga, que viene o
tarde o nunca, o a lo que garbeare por sus
manos, con notable peligro de su vida y de su
conciencia. Y a veces suele ser su desnudez
tanta, que un coleto acuchillado le sirve de
gala y de camisa, y en la mitad del invierno
se suele reparar de las inclemencias del cielo,
estando en la campaña rasa, con sólo el
aliento de su boca, que, como sale de lugar
vacío, tengo por averiguado que debe de salir
frío, contra toda naturaleza. Pues esperad
que espere que llegue la noche, para
restaurarse de todas estas incomodidades, en
la cama que le aguarda, la cual, si no es por
su culpa, jamás pecará de estrecha; que bien
puede medir en la tierra los pies que quisiere,
y revolverse en ella a su sabor, sin temor que
se le encojan las sábanas.
Lléguese, pues, a todo esto, el día y la hora
de recebir el grado de su ejercicio; lléguese
un día de batalla, que allí le pondrán la borla
en la cabeza, hecha de hilas, para curarle
algún balazo, que quizá le habrá pasado las
sienes, o le dejará estropeado de brazo o
pierna. Y, cuando esto no suceda, sino que el
cielo piadoso le guarde y conserve sano y
vivo, podrá ser que se quede en la mesma
pobreza que antes estaba, y que sea
menester que suceda uno y otro rencuentro,
una y otra batalla, y que de todas salga
vencedor, para medrar en algo; pero estos
milagros vense raras veces. Pero, decidme,
señores, si habéis mirado en ello: ¿cuán
menos son los premiados por la guerra que
los que han perecido en ella? Sin duda,
habéis de responder que no tienen
comparación, ni se pueden reducir a cuenta
los muertos, y que se podrán contar los
premiados vivos con tres letras de guarismo.
Todo esto es al revés en los letrados; porque,
de faldas, que no quiero decir de mangas,
todos tienen en qué entretenerse.
Así que, aunque es mayor el trabajo del
soldado, es mucho menor el premio. Pero a
esto se puede responder que es más fácil
premiar a dos mil letrados que a treinta mil
soldados, porque a aquéllos se premian con
darles oficios, que por fuerza se han de dar a
los de su profesión, y a éstos no se pueden
premiar sino con la mesma hacienda del
señor a quien sirven; y esta imposibilidad
fortifica más la razón que tengo. Pero
dejemos esto aparte, que es laberinto de muy
dificultosa salida, sino volvamos a la
preeminencia de las armas contra las letras,
materia que hasta ahora está por averiguar,
según son las razones que cada una de su
parte alega. Y, entre las que he dicho, dicen
las letras que sin ellas no se podrían
sustentar las armas, porque la guerra
también tiene sus leyes y está sujeta a ellas,
y que las leyes caen debajo de lo que son
letras y letrados. A esto responden las armas
que las leyes no se podrán sustentar sin
ellas, porque con las armas se defienden las
repúblicas, se conservan los reinos, se
guardan las ciudades, se aseguran los
caminos, se despejan los mares de cosarios;
y, finalmente, si por ellas no fuese, las
repúblicas, los reinos, las monarquías, las
ciudades, los caminos de mar y tierra
estarían sujetos al rigor y a la confusión que
trae consigo la guerra el tiempo que dura y
tiene licencia de usar de sus previlegios y de
sus fuerzas. Y es razón averiguada que
aquello que más cuesta se estima y debe de
estimar en más.
Alcanzar alguno a ser eminente en letras le
cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez,
váguidos de cabeza, indigestiones de
estómago, y otras cosas a éstas adherentes,
que, en parte, ya las tengo referidas; mas
llegar uno por sus términos a ser buen
soldado le cuesta todo lo que a el estudiante,
en tanto mayor grado que no tiene
comparación, porque a cada paso está a
pique de perder la vida. Y ¿qué temor de
necesidad y pobreza puede llegar ni fatigar al
estudiante, que llegue al que tiene un
soldado, que, hallándose cercado en alguna
fuerza, y estando de posta, o guarda, en
algún revellín o caballero, siente que los
enemigos están minando hacia la parte donde
él está, y no puede apartarse de allí por
ningún caso, ni huir el peligro que de tan
cerca le amenaza? Sólo lo que puede hacer
es dar noticia a su capitán de lo que pasa,
para que lo remedie con alguna contramina, y
él estarse quedo, temiendo y esperando
cuándo improvisamente ha de subir a las
nubes sin alas y bajar al profundo sin su
voluntad. Y si éste parece pequeño peligro,
veamos si le iguala o hace ventajas el de
embestirse dos galeras por las proas en
mitad del mar espacioso, las cuales
enclavijadas y trabadas, no le queda al
soldado más espacio del que concede dos
pies de tabla del espolón; y, con todo esto,
viendo que tiene delante de sí tantos
ministros de la muerte que le amenazan
cuantos cañones de artillería se asestan de la
parte contraria, que no distan de su cuerpo
una lanza, y viendo que al primer descuido de
los pies iría a visitar los profundos senos de
Neptuno; y, con todo esto, con intrépido
corazón, llevado de la honra que le incita, se
pone a ser blanco de tanta arcabucería, y
procura pasar por tan estrecho paso al bajel
contrario. Y lo que más es de admirar: que
apenas uno ha caído donde no se podrá
levantar hasta la fin del mundo, cuando otro
ocupa su mesmo lugar; y si éste también cae
en el mar, que como a enemigo le aguarda,
otro y otro le sucede, sin dar tiempo al
tiempo de sus muertes: valentía y
atrevimiento el mayor que se puede hallar en
todos los trances de la guerra. Bien hayan
aquellos benditos siglos que carecieron de la
espantable furia de aquestos endemoniados
instrumentos de la artillería, a cuyo inventor
tengo para mí que en el infierno se le está
dando el premio de su diabólica invención,
con la cual dio causa que un infame y
cobarde brazo quite la vida a un valeroso
caballero, y que, sin saber cómo o por dónde,
en la mitad del coraje y brío que enciende y
anima a los valientes pechos, llega una
desmandada bala, disparada de quien quizá
huyó y se espantó del resplandor que hizo el
fuego al disparar de la maldita máquina, y
corta y acaba en un instante los
pensamientos y vida de quien la merecía
gozar luengos siglos. Y así, considerando
esto, estoy por decir que en el alma me pesa
de haber tomado este ejercicio de caballero
andante en edad tan detestable como es esta
en que ahora vivimos; porque, aunque a mí
ningún peligro me pone miedo, todavía me
pone recelo pensar si la pólvora y el estaño
me han de quitar la ocasión de hacerme
famoso y conocido por el valor de mi brazo y
filos de mi espada, por todo lo descubierto de
la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere
servido, que tanto seré más estimado, si
salgo con lo que pretendo, cuanto a mayores
peligros me he puesto que se pusieron los
caballeros andantes de los pasados siglos.
Todo este largo preámbulo dijo don Quijote,
en tanto que los demás cenaban, olvidándose
de llevar bocado a la boca, puesto que
algunas veces le había dicho Sancho Panza
que cenase, que después habría lugar para
decir todo lo que quisiese. En los que
escuchado le habían sobrevino nueva lástima
de ver que hombre que, al parecer, tenía
buen entendimiento y buen discurso en todas
las cosas que trataba, le hubiese perdido tan
rematadamente, en tratándole de su negra y
pizmienta caballería. El cura le dijo que tenía
mucha razón en todo cuanto había dicho en
favor de las armas, y que él, aunque letrado
y graduado, estaba de su mesmo parecer.
Acabaron de cenar, levantaron los
manteles, y, en tanto que la ventera, su hija
y Maritornes aderezaban el camaranchón de
don Quijote de la Mancha, donde habían
determinado que aquella noche las mujeres
solas en él se recogiesen, don Fernando rogó
al cautivo les contase el discurso de su vida,
porque no podría ser sino que fuese
peregrino y gustoso, según las muestras que
había comenzado a dar, viniendo en
compañía de Zoraida. A lo cual respondió el
cautivo que de muy buena gana haría lo que
se le mandaba, y que sólo temía que el
cuento no había de ser tal, que les diese el
gusto que él deseaba; pero que, con todo
eso, por no faltar en obedecelle, le contaría.
El cura y todos los demás se lo agradecieron,
y de nuevo se lo rogaron; y él, viéndose
rogar de tantos, dijo que no eran menester
ruegos adonde el mandar tenía tanta fuerza.
—Y así, estén vuestras mercedes atentos, y
oirán un discurso verdadero, a quien podría
ser que no llegasen los mentirosos que con
curioso y pensado artificio suelen
componerse.
Con esto que dijo, hizo que todos se
acomodasen y le prestasen un grande
silencio; y él, viendo que ya callaban y
esperaban lo que decir quisiese, con voz
agradable y reposada, comenzó a decir desta
manera:
Capítulo XXXIX. Donde el
cautivo cuenta su vida y
sucesos
—«En un lugar de las Montañas de León
tuvo principio mi linaje, con quien fue más
agradecida y liberal la naturaleza que la
fortuna, aunque, en la estrecheza de aquellos
pueblos, todavía alcanzaba mi padre fama de
rico, y verdaderamente lo fuera si así se diera
maña a conservar su hacienda como se la
daba en gastalla. Y la condición que tenía de
ser liberal y gastador le procedió de haber
sido soldado los años de su joventud, que es
escuela la soldadesca donde el mezquino se
hace franco, y el franco, pródigo; y si algunos
soldados se hallan miserables, son como
monstruos, que se ven raras veces. Pasaba
mi padre los términos de la liberalidad, y
rayaba en los de ser pródigo: cosa que no le
es de ningún provecho al hombre casado, y
que tiene hijos que le han de suceder en el
nombre y en el ser. Los que mi padre tenía
eran tres, todos varones y todos de edad de
poder elegir estado. Viendo, pues, mi padre
que, según él decía, no podía irse a la mano
contra su condición, quiso privarse del
instrumento y causa que le hacía gastador y
dadivoso, que fue privarse de la hacienda, sin
la cual el mismo Alejandro pareciera
estrecho.
»Y así, llamándonos un día a todos tres a
solas en un aposento, nos dijo unas razones
semejantes a las que ahora diré: ''Hijos, para
deciros que os quiero bien, basta saber y
decir que sois mis hijos; y, para entender que
os quiero mal, basta saber que no me voy a
la mano en lo que toca a conservar vuestra
hacienda. Pues, para que entendáis desde
aquí adelante que os quiero como padre, y
que no os quiero destruir como padrastro,
quiero hacer una cosa con vosotros que ha
muchos días que la tengo pensada y con
madura consideración dispuesta. Vosotros
estáis ya en edad de tomar estado, o, a lo
menos, de elegir ejercicio, tal que, cuando
mayores, os honre y aproveche. Y lo que he
pensado es hacer de mi hacienda cuatro
partes: las tres os daré a vosotros, a cada
uno lo que le tocare, sin exceder en cosa
alguna, y con la otra me quedaré yo para
vivir y sustentarme los días que el cielo fuere
servido de darme de vida. Pero querría que,
después que cada uno tuviese en su poder la
parte que le toca de su hacienda, siguiese
uno de los caminos que le diré. Hay un refrán
en nuestra España, a mi parecer muy
verdadero, como todos lo son, por ser
sentencias breves sacadas de la luenga y
discreta experiencia; y el que yo digo dice:
"Iglesia, o mar, o casa real", como si más
claramente dijera: "Quien quisiere valer y ser
rico, siga o la Iglesia, o navegue, ejercitando
el arte de la mercancía, o entre a servir a los
reyes en sus casas"; porque dicen: "Más vale
migaja de rey que merced de señor". Digo
esto porque querría, y es mi voluntad, que
uno de vosotros siguiese las letras, el otro la
mercancía, y el otro sirviese al rey en la
guerra, pues es dificultoso entrar a servirle
en su casa; que, ya que la guerra no dé
muchas riquezas, suele dar mucho valor y
mucha fama. Dentro de ocho días, os daré
toda vuestra parte en dineros, sin
defraudaros en un ardite, como lo veréis por
la obra. Decidme ahora si queréis seguir mi
parecer y consejo en lo que os he propuesto''.
Y, mandándome a mí, por ser el mayor, que
respondiese,
después de haberle dicho que no se
deshiciese de la hacienda, sino que gastase
todo lo que fuese su voluntad, que nosotros
éramos mozos para saber ganarla, vine a
concluir en que cumpliría su gusto, y que el
mío era seguir el ejercicio de las armas,
sirviendo en él a Dios y a mi rey. El segundo
hermano hizo los mesmos ofrecimientos, y
escogió el irse a las Indias, llevando
empleada la hacienda que le cupiese. El
menor, y, a lo que yo creo, el más discreto,
dijo que quería seguir la Iglesia, o irse a
acabar sus comenzados estudios a
Salamanca. Así como acabamos de
concordarnos y escoger nuestros ejercicios,
mi padre nos abrazó a todos, y, con la
brevedad que dijo, puso por obra cuanto nos
había prometido; y, dando a cada uno su
parte, que, a lo que se me acuerda, fueron
cada tres mil ducados, en dineros (porque un
nuestro tío compró toda la hacienda y la pagó
de contado, porque no saliese del tronco de
la casa), en un mesmo día nos despedimos
todos tres de nuestro buen padre; y, en aquel
mesmo, pareciéndome a mí ser inhumanidad
que mi padre quedase viejo y con tan poca
hacienda, hice con él que de mis tres mil
tomase los dos mil ducados, porque a mí me
bastaba el resto para acomodarme de lo que
había menester un soldado. Mis dos
hermanos, movidos de mi ejemplo, cada uno
le dio mil ducados: de modo que a mi padre
le quedaron cuatro mil en dineros, y más tres
mil, que, a lo que parece, valía la hacienda
que le cupo, que no quiso vender, sino
quedarse con ella en raíces. Digo, en fin, que
nos despedimos dél y de aquel nuestro tío
que he dicho, no sin mucho sentimiento y
lágrimas de todos, encargándonos que les
hiciésemos saber, todas las veces que
hubiese comodidad para ello, de nuestros
sucesos, prósperos o adversos.
Prometímosselo, y, abrazándonos y
echándonos su bendición, el uno tomó el
viaje de Salamanca, el otro de Sevilla y yo el
de Alicante, adonde tuve nuevas que había
una nave ginovesa que cargaba allí lana para
Génova.
»Éste hará veinte y dos años que salí de
casa de mi padre, y en todos ellos, puesto
que he escrito algunas cartas, no he sabido
dél ni de mis hermanos nueva alguna. Y lo
que en este discurso de tiempo he pasado lo
diré brevemente. Embarquéme en Alicante,
llegué con próspero viaje a Génova, fui desde
allí a Milán, donde me acomodé de armas y
de algunas galas de soldado, de donde quise
ir a asentar mi plaza al Piamonte; y, estando
ya de camino para Alejandría de la Palla, tuve
nuevas que el gran duque de Alba pasaba a
Flandes. Mudé propósito, fuime con él, servíle
en las jornadas que hizo, halléme en la
muerte de los condes de Eguemón y de
Hornos, alcancé a ser alférez de un famoso
capitán de Guadalajara, llamado Diego de
Urbina; y, a cabo de algún tiempo que llegué
a Flandes, se tuvo nuevas de la liga que la
Santidad del Papa Pío Quinto, de felice
recordación, había hecho con Venecia y con
España, contra el enemigo común, que es el
Turco; el cual, en aquel mesmo tiempo, había
ganado con su armada la famosa isla de
Chipre, que estaba debajo del dominio del
veneciano: y pérdida lamentable y
desdichada. Súpose cierto que venía por
general desta liga el serenísimo don Juan de
Austria, hermano natural de nuestro buen rey
don Felipe. Divulgóse el grandísimo aparato
de guerra que se hacía. Todo lo cual me
incitó y conmovió el ánimo y el deseo de
verme en la jornada que se esperaba; y,
aunque tenía barruntos, y casi promesas
ciertas, de que en la primera ocasión que se
ofreciese sería promovido a capitán, lo quise
dejar todo y venirme, como me vine, a Italia.
Y quiso mi buena suerte que el señor don
Juan de Austria acababa de llegar a Génova,
que pasaba a Nápoles a juntarse con la
armada de Venecia, como después lo hizo en
Mecina.
»Digo, en fin, que yo me hallé en aquella
felicísima jornada, ya hecho capitán de
infantería, a cuyo honroso cargo me subió mi
buena suerte, más que mis merecimientos. Y
aquel día, que fue para la cristiandad tan
dichoso, porque en él se desengañó el mundo
y todas las naciones del error en que
estaban, creyendo que los turcos eran
invencibles por la mar: en aquel día, digo,
donde quedó el orgullo y soberbia otomana
quebrantada, entre tantos venturosos como
allí hubo (porque más ventura tuvieron los
cristianos que allí murieron que los que vivos
y vencedores quedaron), yo solo fui el
desdichado, pues, en cambio de que pudiera
esperar, si fuera en los romanos siglos,
alguna naval corona, me vi aquella noche que
siguió a tan famoso día con cadenas a los
pies y esposas a las manos.
»Y fue desta suerte: que, habiendo el
Uchalí, rey de Argel, atrevido y venturoso
cosario, embestido y rendido la capitana de
Malta, que solos tres caballeros quedaron
vivos en ella, y éstos malheridos, acudió la
capitana de Juan Andrea a socorrella, en la
cual yo iba con mi compañía; y, haciendo lo
que debía en ocasión semejante, salté en la
galera contraria, la cual, desviándose de la
que la había embestido, estorbó que mis
soldados me siguiesen, y así, me hallé solo
entre mis enemigos, a quien no pude resistir,
por ser tantos; en fin, me rindieron lleno de
heridas. Y, como ya habréis, señores, oído
decir que el Uchalí se salvó con toda su
escuadra, vine yo a quedar cautivo en su
poder, y solo fui el triste entre tantos alegres
y el cautivo entre tantos libres; porque fueron
quince mil cristianos los que aquel día
alcanzaron la deseada libertad, que todos
venían al remo en la turquesca armada.
»Lleváronme a Costantinopla, donde el
Gran Turco Selim hizo general de la mar a mi
amo, porque había hecho su deber en la
batalla, habiendo llevado por muestra de su
valor el estandarte de la religión de Malta.
Halléme el segundo año, que fue el de
setenta y dos, en Navarino, bogando en la
capitana de los tres fanales. Vi y noté la
ocasión que allí se perdió de no coger en el
puerto toda el armada turquesca, porque
todos los leventes y jenízaros que en ella
venían tuvieron por cierto que les habían de
embestir dentro del mesmo puerto, y tenían a
punto su ropa y pasamaques, que son sus
zapatos, para huirse luego por tierra, sin
esperar ser combatidos: tanto era el miedo
que habían cobrado a nuestra armada. Pero
el cielo lo ordenó de otra manera, no por
culpa ni descuido del general que a los
nuestros regía, sino por los pecados de la
cristiandad, y porque quiere y permite Dios
que tengamos siempre verdugos que nos
castiguen.
»En efeto, el Uchalí se recogió a Modón,
que es una isla que está junto a Navarino, y,
echando la gente en tierra, fortificó la boca
del puerto, y estúvose quedo hasta que el
señor don Juan se volvió. En este viaje se
tomó la galera que se llamaba La Presa, de
quien era capitán un hijo de aquel famoso
cosario Barbarroja. Tomóla la capitana de
Nápoles, llamada La Loba, regida por aquel
rayo de la guerra, por el padre de los
soldados, por aquel venturoso y jamás
vencido capitán don Álvaro de Bazán,
marqués de Santa Cruz. Y no quiero dejar de
decir lo que sucedió en la presa de La Presa.
Era tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba
tan mal a sus cautivos, que, así como los que
venían al remo vieron que la galera Loba les
iba entrando y que los alcanzaba, soltaron
todos a un tiempo los remos, y asieron de su
capitán, que estaba sobre el estanterol
gritando que bogasen apriesa, y pasándole de
banco en banco, de popa a proa, le dieron
bocados, que a poco más que pasó del árbol
ya había pasado su ánima al infierno: tal era,
como he dicho, la crueldad con que los
trataba y el odio que ellos le tenían.
»Volvimos a Constantinopla, y el año
siguiente, que fue el de setenta y tres, se
supo en ella cómo el señor don Juan había
ganado a Túnez, y quitado aquel reino a los
turcos y puesto en posesión dél a Muley
Hamet, cortando las esperanzas que de
volver a reinar en él tenía Muley Hamida, el
moro más cruel y más valiente que tuvo el
mundo. Sintió mucho esta pérdida el Gran
Turco, y, usando de la sagacidad que todos
los de su casa tienen, hizo paz con
venecianos, que mucho más que él la
deseaban; y el año siguiente de setenta y
cuatro acometió a la Goleta y al fuerte que
junto a Túnez había dejado medio levantado
el señor don Juan. En todos estos trances
andaba yo al remo, sin esperanza de libertad
alguna; a lo menos, no esperaba tenerla por
rescate, porque tenía determinado de no
escribir las nuevas de mi desgracia a mi
padre.
»Perdióse, en fin, la Goleta; perdióse el
fuerte, sobre las cuales plazas hubo de
soldados turcos, pagados, setenta y cinco
mil, y de moros, y alárabes de toda la Africa,
más de cuatrocientos mil, acompañado este
tan gran número de gente con tantas
municiones y pertrechos de guerra, y con
tantos gastadores, que con las manos y a
puñados de tierra pudieran cubrir la Goleta y
el fuerte. Perdióse primero la Goleta, tenida
hasta entonces por inexpugnable; y no se
perdió por culpa de sus defensores, los cuales
hicieron en su defensa todo aquello que
debían y podían, sino porque la experiencia
mostró la facilidad con que se podían levantar
trincheas en aquella desierta arena, porque a
dos palmos se hallaba agua, y los turcos no la
hallaron a dos varas; y así, con muchos sacos
de arena levantaron las trincheas tan altas
que sobrepujaban las murallas de la fuerza;
y, tirándoles a caballero, ninguno podía
parar, ni asistir a la defensa. Fue común
opinión que no se habían de encerrar los
nuestros en la Goleta, sino esperar en
campaña al desembarcadero; y los que esto
dicen hablan de lejos y con poca experiencia
de casos semejantes, porque si en la Goleta y
en el fuerte apenas había siete mil soldados,
¿cómo podía tan poco número, aunque más
esforzados fuesen, salir a la campaña y
quedar en las fuerzas, contra tanto como era
el de los enemigos?; y ¿cómo es posible dejar
de perderse fuerza que no es socorrida, y
más cuando la cercan enemigos muchos y
porfiados, y en su mesma tierra? Pero a
muchos les pareció, y así me pareció a mí,
que fue particular gracia y merced que el
cielo hizo a España en permitir que se asolase
aquella oficina y capa de maldades, y aquella
gomia o esponja y polilla de la infinidad de
dineros que allí sin provecho se gastaban, sin
servir de otra cosa que de conservar la
memoria de haberla ganado la felicísima del
invictísimo Carlos Quinto; como si fuera
menester para hacerla eterna, como lo es y
será, que aquellas piedras la sustentaran.
»Perdióse también el fuerte; pero fuéronle
ganando los turcos palmo a palmo, porque
los soldados que lo defendían pelearon tan
valerosa y fuertemente, que pasaron de
veinte y cinco mil enemigos los que mataron
en veinte y dos asaltos generales que les
dieron. Ninguno cautivaron sano de trecientos
que quedaron vivos, señal cierta y clara de su
esfuerzo y valor, y de lo bien que se habían
defendido y guardado sus plazas. Rindióse a
partido un pequeño fuerte o torre que estaba
en mitad del estaño, a cargo de don Juan
Zanoguera, caballero valenciano y famoso
soldado. Cautivaron a don Pedro
Puertocarrero, general de la Goleta, el cual
hizo cuanto fue posible por defender su
fuerza; y sintió tanto el haberla perdido que
de pesar murió en el camino de
Constantinopla, donde le llevaban cautivo.
Cautivaron ansimesmo al general del fuerte,
que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero
milanés, grande ingeniero y valentísimo
soldado. Murieron en estas dos fuerzas
muchas personas de cuenta, de las cuales fue
una Pagán de Oria, caballero del hábito de
San Juan, de condición generoso, como lo
mostró la summa liberalidad que usó con su
hermano, el famoso Juan de Andrea de Oria;
y lo que más hizo lastimosa su muerte fue
haber muerto a manos de unos alárabes de
quien se fió, viendo ya perdido el fuerte, que
se ofrecieron de llevarle en hábito de moro a
Tabarca, que es un portezuelo o casa que en
aquellas riberas tienen los ginoveses que se
ejercitan en la pesquería del coral; los cuales
alárabes le cortaron la cabeza y se la trujeron
al general de la armada turquesca, el cual
cumplió con ellos nuestro refrán castellano:
"Que aunque la traición aplace, el traidor se
aborrece"; y así, se dice que mandó el
general ahorcar a los que le trujeron el
presente, porque no se le habían traído vivo.
»Entre los cristianos que en el fuerte se
perdieron, fue uno llamado don Pedro de
Aguilar, natural no sé de qué lugar del
Andalucía, el cual había sido alférez en el
fuerte, soldado de mucha cuenta y de raro
entendimiento: especialmente tenía particular
gracia en lo que llaman poesía. Dígolo porque
su suerte le trujo a mi galera y a mi banco, y
a ser esclavo de mi mesmo patrón; y, antes
que nos partiésemos de aquel puerto, hizo
este caballero dos sonetos, a manera de
epitafios, el uno a la Goleta y el otro al
fuerte. Y en verdad que los tengo de decir,
porque los sé de memoria y creo que antes
causarán gusto que pesadumbre.»
En el punto que el cautivo nombró a don
Pedro de Aguilar, don Fernando miró a sus
camaradas, y todos tres se sonrieron; y,
cuando llegó a decir de los sonetos, dijo el
uno:
—Antes que vuestra merced pase adelante,
le suplico me diga qué se hizo ese don Pedro
de Aguilar que ha dicho.
—Lo que sé es
—respondió el cautivo
— que,
al cabo de dos años que estuvo en
Constantinopla, se huyó en traje de arnaúte
con un griego espía, y no sé si vino en
libertad, puesto que creo que sí, porque de
allí a un año vi yo al griego en
Constantinopla, y no le pude preguntar el
suceso de aquel viaje.
—Pues lo fue
—respondió el caballero
—,
porque ese don Pedro es mi hermano, y está
ahora en nuestro lugar, bueno y rico, casado
y con tres hijos.
—Gracias sean dadas a Dios
—dijo el
cautivo
— por tantas mercedes como le hizo;
porque no hay en la tierra, conforme mi
parecer, contento que se iguale a alcanzar la
libertad perdida.
—Y más
—replicó el caballero
—, que yo sé
los sonetos que mi hermano hizo.
—Dígalos, pues, vuestra merced
—dijo el
cautivo
—, que los sabrá decir mejor que yo.
—Que me place
—respondió el caballero
—;
y el de la Goleta decía así:
Capítulo XL. Donde se
prosigue la historia del
cautivo
Soneto
Almas dichosas que del mortal velo
libres y esentas, por el bien que obrastes,
desde la baja tierra os levantastes
a lo más alto y lo mejor del cielo,
y, ardiendo en ira y en honroso celo,
de los cuerpos la fuerza ejercitastes,
que en propia y sangre ajena colorastes
el mar vecino y arenoso suelo;
primero que el valor faltó la vida
en los cansados brazos, que, muriendo,
con ser vencidos, llevan la vitoria.
Y esta vuestra mortal, triste caída
entre el muro y el hierro, os va adquiriendo
fama que el mundo os da, y el cielo gloria.
—Desa mesma manera le sé yo
—dijo el
cautivo.
—Pues el del fuerte, si mal no me acuerdo
—dijo el caballero
—, dice así:
Soneto
De entre esta tierra estéril, derribada,
destos terrones por el suelo echados,
las almas santas de tres mil soldados
subieron vivas a mejor morada,
siendo primero, en vano, ejercitada
la fuerza de sus brazos esforzados,
hasta que, al fin, de pocos y cansados,
dieron la vida al filo de la espada.
Y éste es el suelo que continuo ha sido
de mil memorias lamentables lleno
en los pasados siglos y presentes.
Mas no más justas de su duro seno
habrán al claro cielo almas subido,
ni aun él sostuvo cuerpos tan valientes.
No parecieron mal los sonetos, y el cautivo
se alegró con las nuevas que de su camarada
le dieron; y, prosiguiendo su cuento, dijo:
—«Rendidos, pues, la Goleta y el fuerte, los
turcos dieron orden en desmantelar la Goleta,
porque el fuerte quedó tal, que no hubo qué
poner por tierra, y para hacerlo con más
brevedad y menos trabajo, la minaron por
tres partes; pero con ninguna se pudo volar
lo que parecía menos fuerte, que eran las
murallas viejas; y todo aquello que había
quedado en pie de la fortificación nueva que
había hecho el Fratín, con mucha facilidad
vino a tierra. En resolución, la armada volvió
a Constantinopla, triunfante y vencedora: y
de allí a pocos meses murió mi amo el Uchalí,
al cual llamaban Uchalí Fartax, que quiere
decir, en lengua turquesca, el renegado
tiñoso, porque lo era; y es costumbre entre
los turcos ponerse nombres de alguna falta
que tengan, o de alguna virtud que en ellos
haya. Y esto es porque no hay entre ellos
sino cuatro apellidos de linajes, que
decienden de la casa Otomana, y los demás,
como tengo dicho, toman nombre y apellido
ya de las tachas del cuerpo y ya de las
virtudes del ánimo. Y este Tiñoso bogó el
remo, siendo esclavo del Gran Señor, catorce
años, y a más de los treinta y cuatro de sus
edad renegó, de despecho de que un turco,
estando al remo, le dio un bofetón, y por
poderse vengar dejó su fe; y fue tanto su
valor que, sin subir por los torpes medios y
caminos que los más privados del Gran Turco
suben, vino a ser rey de Argel, y después, a
ser general de la mar, que es el tercero cargo
que hay en aquel señorío. Era calabrés de
nación, y moralmente fue un hombre de bien,
y trataba con mucha humanidad a sus
cautivos, que llegó a tener tres mil, los
cuales, después de su muerte, se repartieron,
como él lo dejó en su testamento, entre el
Gran Señor (que también es hijo heredero de
cuantos mueren, y entra a la parte con los
más hijos que deja el difunto) y entre sus
renegados; y yo cupe a un renegado
veneciano que, siendo grumete de una nave,
le cautivó el Uchalí, y le quiso tanto, que fue
uno de los más regalados garzones suyos, y
él vino a ser el más cruel renegado que
jamás se ha visto. Llamábase Azán Agá, y
llegó a ser muy rico, y a ser rey de Argel; con
el cual yo vine de Constantinopla, algo
contento, por estar tan cerca de España, no
porque pensase escribir a nadie el desdichado
suceso mío, sino por ver si me era más
favorable la suerte en Argel que en
Constantinopla, donde ya había probado mil
maneras de huirme, y ninguna tuvo sazón ni
ventura; y pensaba en Argel buscar otros
medios de alcanzar lo que tanto deseaba,
porque jamás me desamparó la esperanza de
tener libertad; y cuando en lo que fabricaba,
pensaba y ponía por obra no correspondía el
suceso a la intención, luego, sin
abandonarme, fingía y buscaba otra
esperanza que me sustentase, aunque fuese
débil y flaca.
»Con esto entretenía la vida, encerrado en
una prisión o casa que los turcos llaman
baño, donde encierran los cautivos cristianos,
así los que son del rey como de algunos
particulares; y los que llaman del almacén,
que es como decir cautivos del concejo, que
sirven a la ciudad en las obras públicas que
hace y en otros oficios, y estos tales cautivos
tienen muy dificultosa su libertad, que, como
son del común y no tienen amo particular, no
hay con quien tratar su rescate, aunque le
tengan. En estos baños, como tengo dicho,
suelen llevar a sus cautivos algunos
particulares del pueblo, principalmente
cuando son de rescate, porque allí los tienen
holgados y seguros hasta que venga su
rescate. También los cautivos del rey que son
de rescate no salen al trabajo con la demás
chusma, si no es cuando se tarda su rescate;
que entonces, por hacerles que escriban por
él con más ahínco, les hacen trabajar y ir por
leña con los demás, que es un no pequeño
trabajo.
»Yo, pues, era uno de los de rescate; que,
como se supo que era capitán, puesto que
dije mi poca posibilidad y falta de hacienda,
no aprovechó nada para que no me pusiesen
en el número de los caballeros y gente de
rescate. Pusiéronme una cadena, más por
señal de rescate que por guardarme con ella;
y así, pasaba la vida en aquel baño, con otros
muchos caballeros y gente principal,
señalados y tenidos por de rescate. Y, aunque
la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a
veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos
fatigaba tanto como oír y ver, a cada paso,
las jamás vistas ni oídas crueldades que mi
amo usaba con los cristianos. Cada día
ahorcaba el suyo, empalaba a éste,
desorejaba aquél; y esto, por tan poca
ocasión, y tan sin ella, que los turcos
conocían que lo hacía no más de por hacerlo,
y por ser natural condición suya ser homicida
de todo el género humano. Sólo libró bien
con él un soldado español, llamado tal de
Saavedra, el cual, con haber hecho cosas que
quedarán en la memoria de aquellas gentes
por muchos años, y todas por alcanzar
libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó
dar, ni le dijo mala palabra; y, por la menor
cosa de muchas que hizo, temíamos todos
que había de ser empalado, y así lo temió él
más de una vez; y si no fuera porque el
tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo
que este soldado hizo, que fuera parte para
entreteneros y admiraros harto mejor que
con el cuento de mi historia.
»Digo, pues, que encima del patio de
nuestra prisión caían las ventanas de la casa
de un moro rico y principal, las cuales, como
de ordinario son las de los moros, más eran
agujeros que ventanas, y aun éstas se
cubrían con celosías muy espesas y
apretadas. Acaeció, pues, que un día,
estando en un terrado de nuestra prisión con
otros tres compañeros, haciendo pruebas de
saltar con las cadenas, por entretener el
tiempo, estando solos, porque todos los
demás cristianos habían salido a trabajar,
alcé acaso los ojos y vi que por aquellas
cerradas ventanillas que he dicho parecía una
caña, y al remate della puesto un lienzo
atado, y la caña se estaba blandeando y
moviéndose, casi como si hiciera señas que
llegásemos a tomarla. Miramos en ello, y uno
de los que conmigo estaban fue a ponerse
debajo de la caña, por ver si la soltaban, o lo
que hacían; pero, así como llegó, alzaron la
caña y la movieron a los dos lados, como si
dijeran no con la cabeza. Volvióse el
cristiano, y tornáronla a bajar y hacer los
mesmos movimientos que primero. Fue otro
de mis compañeros, y sucedióle lo mesmo
que al primero. Finalmente, fue el tercero y
avínole lo que al primero y al segundo.
Viendo yo esto, no quise dejar de probar la
suerte, y, así como llegué a ponerme debajo
de la caña, la dejaron caer, y dio a mis pies
dentro del baño. Acudí luego a desatar el
lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro dél
venían diez cianíis, que son unas monedas de
oro bajo que usan los moros, que cada una
vale diez reales de los nuestros. Si me holgué
con el hallazgo, no hay para qué decirlo, pues
fue tanto el contento como la admiración de
pensar de donde podía venirnos aquel bien,
especialmente a mí, pues las muestras de no
haber querido soltar la caña sino a mí claro
decían que a mí se hacía la merced. Tomé mi
buen dinero, quebré la caña, volvíme al
terradillo, miré la ventana, y vi que por ella
salía una muy blanca mano, que la abrían y
cerraban muy apriesa. Con esto entendimos,
o imaginamos, que alguna mujer que en
aquella casa vivía nos debía de haber hecho
aquel beneficio; y, en señal de que lo
agradecíamos, hecimos zalemas a uso de
moros, inclinando la cabeza, doblando el
cuerpo y poniendo los brazos sobre el pecho.
De allí a poco sacaron por la mesma ventana
una pequeña cruz hecha de cañas, y luego la
volvieron a entrar. Esta señal nos confirmó en
que alguna cristiana debía de estar cautiva en
aquella casa, y era la que el bien nos hacía;
pero la blancura de la mano, y las ajorcas
que en ella vimos, nos deshizo este
pensamiento, puesto que imaginamos que
debía de ser cristiana renegada, a quien de
ordinario suelen tomar por legítimas mujeres
sus mesmos amos, y aun lo tienen a ventura,
porque las estiman en más que las de su
nación.
»En todos nuestros discursos dimos muy
lejos de la verdad del caso; y así, todo
nuestro entretenimiento desde allí adelante
era mirar y tener por norte a la ventana
donde nos había aparecido la estrella de la
caña; pero bien se pasaron quince días en
que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra
señal alguna. Y, aunque en este tiempo
procuramos con toda solicitud saber quién en
aquella casa vivía, y si había en ella alguna
cristiana renegada, jamás hubo quien nos
dijese otra cosa, sino que allí vivía un moro
principal y rico, llamado Agi Morato, alcaide
que había sido de La Pata, que es oficio entre
ellos de mucha calidad. Mas, cuando más
descuidados estábamos de que por allí habían
de llover más cianíis, vimos a deshora
parecer la caña, y otro lienzo en ella, con otro
nudo más crecido; y esto fue a tiempo que
estaba el baño, como la vez pasada, solo y
sin gente. Hecimos la acostumbrada prueba,
yendo cada uno primero que yo, de los
mismos tres que estábamos, pero a ninguno
se rindió la caña sino a mí, porque, en
llegando yo, la dejaron caer. Desaté el nudo,
y hallé cuarenta escudos de oro españoles y
un papel escrito en arábigo, y al cabo de lo
escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz,
tomé los escudos, volvíme al terrado,
hecimos todos nuestras zalemas, tornó a
parecer la mano, hice señas que leería el
papel, cerraron la ventana. Quedamos todos
confusos y alegres con lo sucedido; y, como
ninguno de nosotros no entendía el arábigo,
era grande el deseo que teníamos de
entender lo que el papel contenía, y mayor la
dificultad de buscar quien lo leyese.
»En fin, yo me determiné de fiarme de un
renegado, natural de Murcia, que se había
dado por grande amigo mío, y puesto
prendas entre los dos, que le obligaban a
guardar el secreto que le encargase; porque
suelen algunos renegados, cuando tienen
intención de volverse a tierra de cristianos,
traer consigo algunas firmas de cautivos
principales, en que dan fe, en la forma que
pueden, como el tal renegado es hombre de
bien, y que siempre ha hecho bien a
cristianos, y que lleva deseo de huirse en la
primera ocasión que se le ofrezca. Algunos
hay que procuran estas fees con buena
intención, otros se sirven dellas acaso y de
industria: que, viniendo a robar a tierra de
cristianos, si a dicha se pierden o los
cautivan, sacan sus firmas y dicen que por
aquellos papeles se verá el propósito con que
venían, el cual era de quedarse en tierra de
cristianos, y que por eso venían en corso con
los demás turcos. Con esto se escapan de
aquel primer ímpetu, y se reconcilian con la
Iglesia, sin que se les haga daño; y, cuando
veen la suya, se vuelven a Berbería a ser lo
que antes eran. Otros hay que usan destos
papeles, y los procuran, con buen intento, y
se quedan en tierra de cristianos.
»Pues uno de los renegados que he dicho
era este mi amigo, el cual tenía firmas de
todas nuestras camaradas, donde le
acreditábamos cuanto era posible; y si los
moros le hallaran estos papeles, le quemaran
vivo. Supe que sabía muy bien arábigo, y no
solamente hablarlo, sino escribirlo; pero,
antes que del todo me declarase con él, le
dije que me leyese aquel papel, que acaso
me había hallado en un agujero de mi
rancho. Abrióle, y estuvo un buen espacio
mirándole y construyéndole, murmurando
entre los dientes. Preguntéle si lo entendía;
díjome que muy bien, y, que si quería que
me lo declarase palabra por palabra, que le
diese tinta y pluma, porque mejor lo hiciese.
Dímosle luego lo que pedía, y él poco a poco
lo fue traduciendo; y, en acabando, dijo:
''Todo lo que va aquí en romance, sin faltar
letra, es lo que contiene este papel morisco;
y hase de advertir que adonde dice Lela
Marién quiere decir Nuestra Señora la Virgen
María''.
»Leímos el papel, y decía así:
Cuando yo era niña, tenía mi padre una
esclava, la cual en mi lengua me mostró la
zalá cristianesca, y me dijo muchas cosas de
Lela Marién. La cristiana murió, y yo sé que
no fue al fuego, sino con Alá, porque después
la vi dos veces, y me dijo que me fuese a
tierra de cristianos a ver a Lela Marién, que
me quería mucho. No sé yo cómo vaya:
muchos cristianos he visto por esta ventana,
y ninguno me ha parecido caballero sino tú.
Yo soy muy hermosa y muchacha, y tengo
muchos dineros que llevar conmigo: mira tú
si puedes hacer cómo nos vamos, y serás allá
mi marido, si quisieres, y si no quisieres, no
se me dará nada, que Lela Marién me dará
con quien me case. Yo escribí esto; mira a
quién lo das a leer: no te fíes de ningún
moro, porque son todos marfuces. Desto
tengo mucha pena: que quisiera que no te
descubrieras a nadie, porque si mi padre lo
sabe, me echará luego en un pozo, y me
cubrirá de piedras. En la caña pondré un hilo:
ata allí la respuesta; y si no tienes quien te
escriba arábigo, dímelo por señas, que Lela
Marién hará que te entienda. Ella y Alá te
guarden, y esa cruz que yo beso muchas
veces; que así me lo mandó la cautiva.
»Mirad, señores, si era razón que las
razones deste papel nos admirasen y
alegrasen. Y así, lo uno y lo otro fue de
manera que el renegado entendió que no
acaso se había hallado aquel papel, sino que
realmente a alguno de nosotros se había
escrito; y así, nos rogó que si era verdad lo
que sospechaba, que nos fiásemos dél y se lo
dijésemos, que él aventuraría su vida por
nuestra libertad. Y, diciendo esto, sacó del
pecho un crucifijo de metal, y con muchas
lágrimas juró por el Dios que aquella imagen
representaba, en quien él, aunque pecador y
malo, bien y fielmente creía, de guardarnos
lealtad y secreto en todo cuanto quisiésemos
descubrirle, porque le parecía, y casi
adevinaba que, por medio de aquella que
aquel papel había escrito, había él y todos
nosotros de tener libertad, y verse él en lo
que tanto deseaba, que era reducirse al
gremio de la Santa Iglesia, su madre, de
quien como miembro podrido estaba dividido
y apartado por su ignorancia y pecado.
»Con tantas lágrimas y con muestras de
tanto arrepentimiento dijo esto el renegado,
que todos de un mesmo parecer
consentimos, y venimos en declararle la
verdad del caso; y así, le dimos cuenta de
todo, sin encubrirle nada. Mostrámosle la
ventanilla por donde parecía la caña, y él
marcó desde allí la casa, y quedó de tener
especial y gran cuidado de informarse quién
en ella vivía. Acordamos, ansimesmo, que
sería bien responder al billete de la mora; y,
como teníamos quien lo supiese hacer, luego
al momento el renegado escribió las razones
que yo le fui notando, que puntualmente
fueron las que diré, porque de todos los
puntos sustanciales que en este suceso me
acontecieron, ninguno se me ha ido de la
memoria, ni aun se me irá en tanto que
tuviere vida.
»En efeto, lo que a la mora se le respondió
fue esto:
El verdadero Alá te guarde, señora mía, y
aquella bendita Marién, que es la verdadera
madre de Dios y es la que te ha puesto en
corazón que te vayas a tierra de cristianos,
porque te quiere bien. Ruégale tú que se
sirva de darte a entender cómo podrás poner
por obra lo que te manda, que ella es tan
buena que sí hará. De mi parte y de la de
todos estos cristianos que están conmigo, te
ofrezco de hacer por ti todo lo que
pudiéremos, hasta morir. No dejes de
escribirme y avisarme lo que pensares hacer,
que yo te responderé siempre; que el grande
Alá nos ha dado un cristiano cautivo que sabe
hablar y escribir tu lengua tan bien como lo
verás por este papel. Así que, sin tener
miedo, nos puedes avisar de todo lo que
quisieres. A lo que dices que si fueres a tierra
de cristianos, que has de ser mi mujer, yo te
lo prometo como buen cristiano; y sabe que
los cristianos cumplen lo que prometen mejor
que los moros. Alá y Marién, su madre, sean
en tu guarda, señora mía.
»Escrito y cerrado este papel, aguardé dos
días a que estuviese el baño solo, como solía,
y luego salí al paso acostumbrado del
terradillo, por ver si la caña parecía, que no
tardó mucho en asomar. Así como la vi,
aunque no podía ver quién la ponía, mostré el
papel, como dando a entender que pusiesen
el hilo, pero ya venía puesto en la caña, al
cual até el papel, y de allí a poco tornó a
parecer nuestra estrella, con la blanca
bandera de paz del atadillo. Dejáronla caer, y
alcé yo, y hallé en el paño, en toda suerte de
moneda de plata y de oro, más de cincuenta
escudos, los cuales cincuenta veces más
doblaron nuestro contento y confirmaron la
esperanza de tener libertad.
»Aquella misma noche volvió nuestro
renegado, y nos dijo que había sabido que en
aquella casa vivía el mesmo moro que a
nosotros nos habían dicho que se llamaba Agi
Morato, riquísimo por todo estremo, el cual
tenía una sola hija, heredera de toda su
hacienda, y que era común opinión en toda la
ciudad ser la más hermosa mujer de la
Berbería; y que muchos de los virreyes que
allí venían la habían pedido por mujer, y que
ella nunca se había querido casar; y que
también supo que tuvo una cristiana cautiva,
que ya se había muerto; todo lo cual
concertaba con lo que venía en el papel.
Entramos luego en consejo con el renegado,
en qué orden se tendría para sacar a la mora
y venirnos todos a tierra de cristianos, y, en
fin, se acordó por entonces que esperásemos
el aviso segundo de Zoraida, que así se
llamaba la que ahora quiere llamarse María;
porque bien vimos que ella, y no otra alguna
era la que había de dar medio a todas
aquellas dificultades. Después que quedamos
en esto, dijo el renegado que no tuviésemos
pena, que él perdería la vida o nos pondría en
libertad.
»Cuatro días estuvo el baño con gente, que
fue ocasión que cuatro días tardase en
parecer la caña; al cabo de los cuales, en la
acostumbrada soledad del baño, pareció con
el lienzo tan preñado, que un felicísimo parto
prometía. Inclinóse a mí la caña y el lienzo,
hallé en él otro papel y cien escudos de oro,
sin otra moneda alguna. Estaba allí el
renegado, dímosle a leer el papel dentro de
nuestro rancho, el cual dijo que así decía:
Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos
vamos a España, ni Lela Marién me lo ha
dicho, aunque yo se lo he preguntado. Lo que
se podrá hacer es que yo os daré por esta
ventana muchísimos dineros de oro:
rescataos vos con ellos y vuestros amigos, y
vaya uno en tierra de cristianos, y compre
allá una barca y vuelva por los demás; y a mí
me hallarán en el jardín de mi padre, que
está a la puerta de Babazón, junto a la
marina, donde tengo de estar todo este
verano con mi padre y con mis criados. De
allí, de noche, me podréis sacar sin miedo y
llevarme a la barca; y mira que has de ser mi
marido, porque si no, yo pediré a Marién que
te castigue. Si no te fías de nadie que vaya
por la barca, rescátate tú y ve, que yo sé que
volverás mejor que otro, pues eres caballero
y cristiano. Procura saber el jardín, y cuando
te pasees por ahí sabré que está solo el baño,
y te daré mucho dinero. Alá te guarde, señor
mío.
»Esto decía y contenía el segundo papel. Lo
cual visto por todos, cada uno se ofreció a
querer ser el rescatado, y prometió de ir y
volver con toda puntualidad, y también yo me
ofrecí a lo mismo; a todo lo cual se opuso el
renegado, diciendo que en ninguna manera
consentiría que ninguno saliese de libertad
hasta que fuesen todos juntos, porque la
experiencia le había mostrado cuán mal
cumplían los libres las palabras que daban en
el cautiverio; porque muchas veces habían
usado de aquel remedio algunos principales
cautivos, rescatando a uno que fuese a
Valencia, o Mallorca, con dineros para poder
armar una barca y volver por los que le
habían rescatado, y nunca habían vuelto;
porque la libertad alcanzada y el temor de no
volver a perderla les borraba de la memoria
todas las obligaciones del mundo. Y, en
confirmación de la verdad que nos decía, nos
contó brevemente un caso que casi en
aquella mesma sazón había acaecido a unos
caballeros cristianos, el más estraño que
jamás sucedió en aquellas partes, donde a
cada paso suceden cosas de grande espanto
y de admiración.
»En efecto, él vino a decir que lo que se
podía y debía hacer era que el dinero que se
había de dar para rescatar al cristiano, que se
le diese a él para comprar allí en Argel una
barca, con achaque de hacerse mercader y
tratante en Tetuán y en aquella costa; y que,
siendo él señor de la barca, fácilmente se
daría traza para sacarlos del baño y
embarcarlos a todos. Cuanto más, que si la
mora, como ella decía, daba dineros para
rescatarlos a todos, que, estando libres, era
facilísima cosa aun embarcarse en la mitad
del día; y que la dificultad que se ofrecía
mayor era que los moros no consienten que
renegado alguno compre ni tenga barca, si no
es bajel grande para ir en corso, porque se
temen que el que compra barca,
principalmente si es español, no la quiere
sino para irse a tierra de cristianos; pero que
él facilitaría este inconveniente con hacer que
un moro tagarino fuese a la parte con él en la
compañía de la barca y en la ganancia de las
mercancías, y con esta sombra él vendría a
ser señor de la barca, con que daba por
acabado todo lo demás.
»Y, puesto que a mí y a mis camaradas nos
había parecido mejor lo de enviar por la
barca a Mallorca, como la mora decía, no
osamos contradecirle, temerosos que, si no
hacíamos lo que él decía, nos había de
descubrir y poner a peligro de perder las
vidas, si descubriese el trato de Zoraida, por
cuya vida diéramos todos las nuestras. Y así,
determinamos de ponernos en las manos de
Dios y en las del renegado, y en aquel mismo
punto se le respondió a Zoraida, diciéndole
que haríamos todo cuanto nos aconsejaba,
porque lo había advertido tan bien como si
Lela Marién se lo hubiera dicho, y que en ella
sola estaba dilatar aquel negocio, o ponello
luego por obra. Ofrecímele de nuevo de ser
su esposo, y, con esto, otro día que acaeció a
estar solo el baño, en diversas veces, con la
caña y el paño, nos dio dos mil escudos de
oro, y un papel donde decía que el primer
jumá, que es el viernes, se iba al jardín de su
padre, y que antes que se fuese nos daría
más dinero, y que si aquello no bastase, que
se lo avisásemos, que nos daría cuanto le
pidiésemos: que su padre tenía tantos, que
no lo echaría menos, cuanto más, que ella
tenía la llaves de todo.
»Dimos luego quinientos escudos al
renegado para comprar la barca; con
ochocientos me rescaté yo, dando el dinero a
un mercader valenciano que a la sazón se
hallaba en Argel, el cual me rescató del rey,
tomándome sobre su palabra, dándola de que
con el primer bajel que viniese de Valencia
pagaría mi rescate; porque si luego diera el
dinero, fuera dar sospechas al rey que había
muchos días que mi rescate estaba en Argel,
y que el mercader, por sus granjerías, lo
había callado. Finalmente, mi amo era tan
caviloso que en ninguna manera me atreví a
que luego se desembolsase el dinero. El
jueves antes del viernes que la hermosa
Zoraida se había de ir al jardín, nos dio otros
mil escudos y nos avisó de su partida,
rogándome que, si me rescatase, supiese
luego el jardín de su padre, y que en todo
caso buscase ocasión de ir allá y verla.
Respondíle en breves palabras que así lo
haría, y que tuviese cuidado de
encomendarnos a Lela Marién, con todas
aquellas oraciones que la cautiva le había
enseñado.
»Hecho esto, dieron orden en que los tres
compañeros nuestros se rescatasen, por
facilitar la salida del baño, y porque,
viéndome a mí rescatado, y a ellos no, pues
había dinero, no se alborotasen y les
persuadiese el diablo que hiciesen alguna
cosa en perjuicio de Zoraida; que, puesto que
el ser ellos quien eran me podía asegurar
deste temor, con todo eso, no quise poner el
negocio en aventura, y así, los hice rescatar
por la misma orden que yo me rescaté,
entregando todo el dinero al mercader, para
que, con certeza y seguridad, pudiese hacer
la fianza; al cual nunca descubrimos nuestro
trato y secreto, por el peligro que había.
Capítulo XLI. Donde
todavía prosigue el cautivo
su suceso
»No se pasaron quince días, cuando ya
nuestro renegado tenía comprada una muy
buena barca, capaz de más de treinta
personas: y, para asegurar su hecho y dalle
color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un
lugar que se llamaba Sargel, que está treinta
leguas de Argel hacia la parte de Orán, en el
cual hay mucha contratación de higos pasos.
Dos o tres veces hizo este viaje, en compañía
del tagarino que había dicho. Tagarinos
llaman en Berbería a los moros de Aragón, y
a los de Granada, mudéjares; y en el reino de
Fez llaman a los mudéjares elches, los cuales
son la gente de quien aquel rey más se sirve
en la guerra.
»Digo, pues, que cada vez que pasaba con
su barca daba fondo en una caleta que estaba
no dos tiros de ballesta del jardín donde
Zoraida esperaba; y allí, muy de propósito,
se ponía el renegado con los morillos que
bogaban el remo, o ya a hacer la zalá, o a
como por ensayarse de burlas a lo que
pensaba hacer de veras; y así, se iba al
jardín de Zoraida y le pedía fruta, y su padre
se la daba sin conocelle; y, aunque él quisiera
hablar a Zoraida, como él después me dijo, y
decille que él era el que por orden mía le
había de llevar a tierra de cristianos, que
estuviese contenta y segura, nunca le fue
posible, porque las moras no se dejan ver de
ningún moro ni turco, si no es que su marido
o su padre se lo manden. De cristianos
cautivos se dejan tratar y comunicar, aun
más de aquello que sería razonable; y a mí
me hubiera pesado que él la hubiera hablado,
que quizá la alborotara, viendo que su
negocio andaba en boca de renegados. Pero
Dios, que lo ordenaba de otra manera, no dio
lugar al buen deseo que nuestro renegado
tenía; el cual, viendo cuán seguramente iba y
venía a Sargel, y que daba fondo cuando y
como y adonde quería, y que el tagarino, su
compañero, no tenía más voluntad de lo que
la suya ordenaba, y que yo estaba ya
rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos
cristianos que bogasen el remo, me dijo que
mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera
de los rescatados, y que los tuviese hablados
para el primer viernes, donde tenía
determinado que fuese nuestra partida.
Viendo esto, hablé a doce españoles, todos
valientes hombres del remo, y de aquellos
que más libremente podían salir de la ciudad;
y no fue poco hallar tantos en aquella
coyuntura, porque estaban veinte bajeles en
corso, y se habían llevado toda la gente de
remo, y éstos no se hallaran, si no fuera que
su amo se quedó aquel verano sin ir en
corso, a acabar una galeota que tenía en
astillero. A los cuales no les dije otra cosa,
sino que el primer viernes en la tarde se
saliesen uno a uno, disimuladamente, y se
fuesen la vuelta del jardín de Agi Morato, y
que allí me aguardasen hasta que yo fuese. A
cada uno di este aviso de por sí, con orden
que, aunque allí viesen a otros cristianos, no
les dijesen sino que yo les había mandado
esperar en aquel lugar.
»Hecha esta diligencia, me faltaba hacer
otra, que era la que más me convenía: y era
la de avisar a Zoraida en el punto que
estaban los negocios, para que estuviese
apercebida y sobre aviso, que no se
sobresaltase si de improviso la asaltásemos
antes del tiempo que ella podía imaginar que
la barca de cristianos podía volver. Y así,
determiné de ir al jardín y ver si podría
hablarla; y, con ocasión de coger algunas
yerbas, un día, antes de mi partida, fui allá, y
la primera persona con quién encontré fue
con su padre, el cual me dijo, en lengua que
en toda la Berbería, y aun en Costantinopla,
se halla entre cautivos y moros, que ni es
morisca, ni castellana, ni de otra nación
alguna, sino una mezcla de todas las lenguas
con la cual todos nos entendemos; digo,
pues, que en esta manera de lenguaje me
preguntó que qué buscaba en aquel su jardín,
y de quién era. Respondíle que era esclavo de
Arnaúte Mamí (y esto, porque sabía yo por
muy cierto que era un grandísimo amigo
suyo), y que buscaba de todas yerbas,
para hacer ensalada. Preguntóme, por el
consiguiente, si era hombre de rescate o no,
y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando
en todas estas preguntas y respuestas, salió
de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual
ya había mucho que me había visto; y, como
las moras en ninguna manera hacen melindre
de mostrarse a los cristianos, ni tampoco se
esquivan, como ya he dicho, no se le dio
nada de venir adonde su padre conmigo
estaba; antes, luego cuando su padre vio que
venía, y de espacio, la llamó y mandó que
llegase.
»Demasiada cosa sería decir yo agora la
mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y
rico adorno con que mi querida Zoraida se
mostró a mis ojos: sólo diré que más perlas
pendían de su hermosísimo cuello, orejas y
cabellos, que cabellos tenía en la cabeza. En
las gargantas de los sus pies, que
descubiertas, a su usanza, traía, traía dos
carcajes (que así se llamaban las manillas o
ajorcas de los pies en morisco) de purísimo
oro, con tantos diamantes engastados, que
ella me dijo después que su padre los
estimaba en diez mil doblas, y las que traía
en las muñecas de las manos valían otro
tanto. Las perlas eran en gran cantidad y
muy buenas, porque la mayor gala y bizarría
de las moras es adornarse de ricas perlas y
aljófar, y así, hay más perlas y aljófar entre
moros que entre todas las demás naciones; y
el padre de Zoraida tenía fama de tener
muchas y de las mejores que en Argel había,
y de tener asimismo más de docientos mil
escudos españoles, de todo lo cual era señora
esta que ahora lo es mía. Si con todo este
adorno podía venir entonces hermosa, o no,
por las reliquias que le han quedado en
tantos trabajos se podrá conjeturar cuál
debía de ser en las prosperidades. Porque ya
se sabe que la hermosura de algunas mujeres
tiene días y sazones, y requiere accidentes
para diminuirse o acrecentarse; y es natural
cosa que las pasiones del ánimo la levanten o
abajen, puesto que las más veces la
destruyen.
»Digo, en fin, que entonces llegó en todo
estremo aderezada y en todo estremo
hermosa, o, a lo menos, a mí me pareció
serlo la más que hasta entonces había visto;
y con esto, viendo las obligaciones en que me
había puesto, me parecía que tenía delante
de mí una deidad del cielo, venida a la tierra
para mi gusto y para mi remedio. Así como
ella llegó, le dijo su padre en su lengua como
yo era cautivo de su amigo Arnaúte Mamí, y
que venía a buscar ensalada. Ella tomó la
mano, y en aquella mezcla de lenguas que
tengo dicho me preguntó si era caballero y
qué era la causa que no me rescataba. Yo le
respondí que ya estaba rescatado, y que en
el precio podía echar de ver en lo que mi amo
me estimaba, pues había dado por mí mil y
quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió:
''En verdad que si tú fueras de mi padre, que
yo hiciera que no te diera él por otros dos
tantos, porque vosotros, cristianos, siempre
mentís en cuanto decís, y os hacéis pobres
por engañar a los moros''. ''Bien podría ser
eso, señora
—le respondí
—, mas en verdad
que yo la he tratado con mi amo, y la trato y
la trataré con cuantas personas hay en el
mundo''. ''Y ¿cuándo te vas?'', dijo Zoraida.
''Mañana, creo yo
—dije
—, porque está aquí
un bajel de Francia que se hace mañana a la
vela, y pienso irme en él''. ''¿No es mejor
—
replicó Zoraida
—, esperar a que vengan
bajeles de España, y irte con ellos, que no
con los de Francia, que no son vuestros
amigos?'' ''No
—respondí yo
—, aunque si
como hay nuevas que viene ya un bajel de
España, es verdad, todavía yo le aguardaré,
puesto que es más cierto el partirme
mañana; porque el deseo que tengo de
verme en mi tierra, y con las personas que
bien quiero, es tanto que no me dejará
esperar otra comodidad, si se tarda, por
mejor que sea''.
''Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra
—dijo Zoraida
—, y por eso deseas ir a verte
con tu mujer''. ''No soy
—respondí yo
—
casado, mas tengo dada la palabra de
casarme en llegando allá''. ''Y ¿es hermosa la
dama a quien se la diste?'', dijo Zoraida. ''Tan
hermosa es
—respondí yo
— que para
encarecella y decirte la verdad, te parece a ti
mucho''. Desto se riyó muy de veras su
padre, y dijo: ''Gualá, cristiano, que debe de
ser muy hermosa si se parece a mi hija, que
es la más hermosa de todo este reino. Si no,
mírala bien, y verás cómo te digo verdad''.
Servíanos de intérprete a las más de estas
palabras y razones el padre de Zoraida, como
más ladino; que, aunque ella hablaba la
bastarda lengua que, como he dicho, allí se
usa, más declaraba su intención por señas
que por palabras.
»Estando en estas y otras muchas razones,
llegó un moro corriendo, y dijo, a grandes
voces, que por las bardas o paredes del
jardín habían saltado cuatro turcos, y
andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba
madura. Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo
hizo Zoraida, porque es común y casi natural
el miedo que los moros a los turcos tienen,
especialmente a los soldados, los cuales son
tan insolentes y tienen tanto imperio sobre
los moros que a ellos están sujetos, que los
tratan peor que si fuesen esclavos suyos.
Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida:
''Hija, retírate a la casa y enciérrate, en tanto
que yo voy a hablar a estos canes; y tú,
cristiano, busca tus yerbas, y vete en buen
hora, y llévete Alá con bien a tu tierra''. Yo
me incliné, y él se fue a buscar los turcos,
dejándome solo con Zoraida, que comenzó a
dar muestras de irse donde su padre la había
mandado. Pero, apenas él se encubrió con los
árboles del jardín, cuando ella, volviéndose a
mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo:
''Ámexi, cristiano, ámexi''; que quiere decir:
"¿Vaste, cristiano, vaste?" Yo la respondí:
''Señora, sí, pero no en ninguna manera sin
ti: el primero jumá me aguarda, y no te
sobresaltes cuando nos veas; que sin duda
alguna iremos a tierra de cristianos''.
»Yo le dije esto de manera que ella me
entendió muy bien a todas las razones que
entrambos pasamos; y, echándome un brazo
al cuello, con desmayados pasos comenzó a
caminar hacia la casa; y quiso la suerte, que
pudiera ser muy mala si el cielo no lo
ordenara de otra manera, que, yendo los dos
de la manera y postura que os he contado,
con un brazo al cuello, su padre, que ya
volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de la
suerte y manera que íbamos, y nosotros
vimos que él nos había visto; pero Zoraida,
advertida y discreta, no quiso quitar el brazo
de mi cuello, antes se llegó más a mí y puso
su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco
las rodillas, dando claras señales y muestras
que se desmayaba, y yo, ansimismo, di a
entender que la sostenía contra mi voluntad.
Su padre llegó corriendo adonde estábamos,
y, viendo a su hija de aquella manera, le
preguntó que qué tenía; pero, como ella no le
respondiese, dijo su padre: ''Sin duda alguna
que con el sobresalto de la entrada de estos
canes se ha desmayado''. Y, quitándola del
mío, la arrimó a su pecho; y ella, dando un
suspiro y aún no enjutos los ojos de lágrimas,
volvió a decir: ''Ámexi, cristiano, ámexi'':
"Vete, cristiano, vete". A lo que su padre
respondió:
''No importa, hija, que el cristiano se vaya,
que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya
son idos. No te sobresalte cosa alguna, pues
ninguna hay que pueda darte pesadumbre,
pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi
ruego, se volvieron por donde entraron''.
''Ellos, señor, la sobresaltaron, como has
dicho
—dije yo a su padre
—; mas, pues ella
dice que yo me vaya, no la quiero dar
pesadumbre: quédate en paz, y, con tu
licencia, volveré, si fuere menester, por
yerbas a este jardín; que, según dice mi amo,
en ninguno las hay mejores para ensalada
que en él''. ''Todas las que quisieres podrás
volver
—respondió Agi Morato
—, que mi hija
no dice esto porque tú ni ninguno de los
cristianos la enojaban, sino que, por decir
que los turcos se fuesen, dijo que tú te
fueses, o porque ya era hora que buscases
tus yerbas''.
»Con esto, me despedí al punto de
entrambos; y ella, arrancándosele el alma, al
parecer, se fue con su padre; y yo, con
achaque de buscar las yerbas, rodeé muy
bien y a mi placer todo el jardín: miré bien
las entradas y salidas, y la fortaleza de la
casa, y la comodidad que se podía ofrecer
para facilitar todo nuestro negocio. Hecho
esto, me vine y di cuenta de cuanto había
pasado al renegado y a mis compañeros; y ya
no veía la hora de verme gozar sin sobresalto
del bien que en la hermosa y bella Zoraida la
suerte me ofrecía.
»En fin, el tiempo se pasó, y se llegó el día
y plazo de nosotros tan deseado; y, siguiendo
todos el orden y parecer que, con discreta
consideración y largo discurso, muchas veces
habíamos dado, tuvimos el buen suceso que
deseábamos; porque el viernes que se siguió
al día que yo con Zoraida hablé en el jardín,
nuestro renegado, al anochecer, dio fondo
con la barca casi frontero de donde la
hermosísima Zoraida estaba. Ya los cristianos
que habían de bogar el remo estaban
prevenidos y escondidos por diversas partes
de todos aquellos alrededores. Todos estaban
suspensos y alborozados, aguardándome,
deseosos ya de embestir con el bajel que a
los ojos tenían; porque ellos no sabían el
concierto del renegado, sino que pensaban
que a fuerza de brazos habían de haber y
ganar la libertad, quitando la vida a los moros
que dentro de la barca estaban.
»Sucedió, pues, que, así como yo me
mostré y mis compañeros, todos los demás
escondidos que nos vieron se vinieron
llegando a nosotros. Esto era ya a tiempo que
la ciudad estaba ya cerrada, y por toda
aquella campaña ninguna persona parecía.
Como estuvimos juntos, dudamos si sería
mejor ir primero por Zoraida, o rendir
primero a los moros bagarinos que bogaban
el remo en la barca. Y, estando en esta duda,
llegó a nosotros nuestro renegado
diciéndonos que en qué nos deteníamos, que
ya era hora, y que todos sus moros estaban
descuidados, y los más dellos durmiendo.
Dijímosle en lo que reparábamos, y él dijo
que lo que más importaba era rendir primero
el bajel, que se podía hacer con grandísima
facilidad y sin peligro alguno, y que luego
podíamos ir por Zoraida. Pareciónos bien a
todos lo que decía, y así, sin detenernos más,
haciendo él la guía, llegamos al bajel, y,
saltando él dentro primero, metió mano a un
alfanje, y dijo en morisco: ''Ninguno de
vosotros se mueva de aquí, si no quiere que
le cueste la vida''. Ya, a este tiempo, habían
entrado dentro casi todos los cristianos. Los
moros, que eran de poco ánimo, viendo
hablar de aquella manera a su arráez,
quedáronse espantados, y sin ninguno de
todos ellos echar mano a las armas, que
pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin
hablar alguna palabra, maniatar de los
cristianos, los cuales con mucha presteza lo
hicieron, amenazando a los moros que si
alzaban por alguna vía o manera la voz, que
luego al punto los pasarían todos a cuchillo.
»Hecho ya esto, quedándose en guardia
dellos la mitad de los nuestros, los que
quedábamos, haciéndonos asimismo el
renegado la guía, fuimos al jardín de Agi
Morato, y quiso la buena suerte que, llegando
a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad
como si cerrada no estuviera; y así, con gran
quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser
sentidos de nadie. Estaba la bellísima Zoraida
aguardándonos a una ventana, y, así como
sintió gente, preguntó con voz baja si éramos
nizarani, como si dijera o preguntara si
éramos cristianos. Yo le respondí que sí, y
que bajase. Cuando ella me conoció, no se
detuvo un punto, porque, sin responderme
palabra, bajó en un instante, abrió la puerta y
mostróse a todos tan hermosa y ricamente
vestida que no lo acierto a encarecer. Luego
que yo la vi, le tomé una mano y la comencé
a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis
dos camaradas; y los demás, que el caso no
sabían, hicieron lo que vieron que nosotros
hacíamos, que no parecía sino que le
dábamos las gracias y la reconocíamos por
señora de nuestra libertad. El renegado le
dijo en lengua morisca si estaba su padre en
el jardín. Ella respondió que sí y que dormía.
''Pues será menester despertalle
—replicó el
renegado
—, y llevárnosle con nosotros, y
todo aquello que tiene de valor este hermoso
jardín.'' ''No
—dijo ella
—, a mi padre no se ha
de tocar en ningún modo, y en esta casa no
hay otra cosa que lo que yo llevo, que es
tanto, que bien veéis''. Y, diciendo esto, se
volvió a entrar, diciendo que muy presto
volvería; que nos estuviésemos quedos, sin
hacer ningún ruido. Preguntéle al renegado lo
que con ella había pasado, el cual me lo
contó, a quien yo dije que en ninguna cosa se
había de hacer más de lo que Zoraida
quisiese; la cual ya que volvía cargada con un
cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que
apenas lo podía sustentar, quiso la mala
suerte que su padre despertase en el ínterin y
sintiese el ruido que andaba en el jardín; y,
asomándose a la ventana, luego conoció que
todos los que en él estaban eran cristianos;
y, dando muchas, grandes y desaforadas
voces, comenzó a decir en arábigo:
''¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones,
ladrones!''; por los cuales gritos nos vimos
todos puestos en grandísima y temerosa
confusión. Pero el renegado, viendo el peligro
en que estábamos, y lo mucho que le
importaba salir con aquella empresa antes de
ser sentido, con grandísima presteza, subió
donde Agi Morato estaba, y juntamente con
él fueron algunos de nosotros; que yo no osé
desamparar a la Zoraida, que como
desmayada se había dejado caer en mis
brazos. En resolución, los que subieron se
dieron tan buena maña que en un momento
bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas las
manos y puesto un pañizuelo en la boca, que
no le dejaba hablar palabra, amenazándole
que el hablarla le había de costar la vida.
Cuando su hija le vio, se cubrió los ojos por
no verle, y su padre quedó espantado,
ignorando cuán de su voluntad se había
puesto en nuestras manos. Mas, entonces
siendo más necesarios los pies, con diligencia
y presteza nos pusimos en la barca; que ya
los que en ella habían quedado nos
esperaban, temerosos de algún mal suceso
nuestro.
»Apenas serían dos horas pasadas de la
noche, cuando ya estábamos todos en la
barca, en la cual se le quitó al padre de
Zoraida la atadura de las manos y el paño de
la boca; pero tornóle a decir el renegado que
no hablase palabra, que le quitarían la vida.
Él, como vio allí a su hija, comenzó a suspirar
ternísimamente, y más cuando vio que yo
estrechamente la tenía abrazada, y que ella
sin defender, quejarse ni esquivarse, se
estaba queda; pero, con todo esto, callaba,
porque no pusiesen en efeto las muchas
amenazas que el renegado le hacía.
Viéndose, pues, Zoraida ya en la barca, y que
queríamos dar los remos al agua, y viendo
allí a su padre y a los demás moros que
atados estaban, le dijo al renegado que me
dijese le hiciese merced de soltar a aquellos
moros y de dar libertad a su padre, porque
antes se arrojaría en la mar que ver delante
de sus ojos y por causa suya llevar cautivo a
un padre que tanto la había querido. El
renegado me lo dijo; y yo respondí que era
muy contento; pero él respondió que no
convenía, a causa que, si allí los dejaban
apellidarían luego la tierra y alborotarían la
ciudad, y serían causa que saliesen a
buscallos con algunas fragatas ligeras, y les
tomasen la tierra y la mar, de manera que no
pudiésemos escaparnos; que lo que se podría
hacer era darles libertad en llegando a la
primera tierra de cristianos. En este parecer
venimos todos, y Zoraida, a quien se le dio
cuenta, con las causas que nos movían a no
hacer luego lo que quería, también se
satisfizo; y luego, con regocijado silencio y
alegre diligencia, cada uno de nuestros
valientes remeros tomó su remo, y
comenzamos, encomendándonos a Dios de
todo corazón, a navegar la vuelta de las islas
de Mallorca, que es la tierra de cristianos más
cerca.
»Pero, a causa de soplar un poco el viento
tramontana y estar la mar algo picada, no fue
posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos
forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de
Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por
no ser descubiertos del lugar de Sargel, que
en aquella costa cae sesenta millas de Argel.
Y, asimismo, temíamos encontrar por aquel
paraje alguna galeota de las que de ordinario
vienen con mercancía de Tetuán, aunque
cada uno por sí, y todos juntos, presumíamos
de que, si se encontraba galeota de
mercancía, como no fuese de las que andan
en corso, que no sólo no nos perderíamos,
mas que tomaríamos bajel donde con más
seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje.
Iba Zoraida, en tanto que se navegaba,
puesta la cabeza entre mis manos, por no ver
a su padre, y sentía yo que iba llamando a
Lela Marién que nos ayudase.
»Bien habríamos navegado treinta millas,
cuando nos amaneció, como tres tiros de
arcabuz desviados de tierra, toda la cual
vimos desierta y sin nadie que nos
descubriese; pero, con todo eso, nos fuimos a
fuerza de brazos entrando un poco en la mar,
que ya estaba algo más sosegada; y,
habiendo entrado casi dos leguas, diose
orden que se bogase a cuarteles en tanto que
comíamos algo, que iba bien proveída la
barca, puesto que los que bogaban dijeron
que no era aquél tiempo de tomar reposo
alguno, que les diesen de comer los que no
bogaban, que ellos no querían soltar los
remos de las manos en manera alguna.
Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un
viento largo, que nos obligó a hacer luego
vela y a dejar el remo, y enderezar a Orán,
por no ser posible poder hacer otro viaje.
Todo se hizo con muchísima presteza; y así, a
la vela, navegamos por más de ocho millas
por hora, sin llevar otro temor alguno sino el
de encontrar con bajel que de corso fuese.
»Dimos de comer a los moros bagarinos, y
el renegado les consoló diciéndoles como no
iban cautivos, que en la primera ocasión les
darían libertad. Lo mismo se le dijo al padre
de Zoraida, el cual respondió:
''Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y
creer de vuestra liberalidad y buen término,
¡oh cristianos!, mas el darme libertad, no me
tengáis por tan simple que lo imagine; que
nunca os pusistes vosotros al peligro de
quitármela para volverla tan liberalmente,
especialmente sabiendo quién soy yo, y el
interese que se os puede seguir de dármela;
el cual interese, si le queréis poner nombre,
desde aquí os ofrezco todo aquello que
quisiéredes por mí y por esa desdichada hija
mía, o si no, por ella sola, que es la mayor y
la mejor parte de mi alma''. En diciendo esto,
comenzó a llorar tan amargamente que a
todos nos movió a compasión, y forzó a
Zoraida que le mirase; la cual, viéndole
llorar, así se enterneció que se levantó de mis
pies y fue a abrazar a su padre, y, juntando
su rostro con el suyo, comenzaron los dos tan
tierno llanto que muchos de los que allí
íbamos le acompañamos en él. Pero, cuando
su padre la vio adornada de fiesta y con
tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua:
''¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer,
antes que nos sucediese esta terrible
desgracia en que nos vemos, te vi con tus
ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin
que hayas tenido tiempo de vestirte y sin
haberte dado alguna nueva alegre de
solenizalle con adornarte y pulirte, te veo
compuesta con los mejores vestidos que yo
supe y pude darte cuando nos fue la ventura
más favorable? Respóndeme a esto, que me
tiene más suspenso y admirado que la misma
desgracia en que me hallo''.
»Todo lo que el moro decía a su hija nos lo
declaraba el renegado, y ella no le respondía
palabra. Pero, cuando él vio a un lado de la
barca el cofrecillo donde ella solía tener sus
joyas, el cual sabía él bien que le había
dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó
más confuso, y preguntóle que cómo aquel
cofre había venido a nuestras manos, y qué
era lo que venía dentro. A lo cual el
renegado, sin aguardar que Zoraida le
respondiese, le respondió: ''No te canses,
señor, en preguntar a Zoraida, tu hija, tantas
cosas, porque con una que yo te responda te
satisfaré a todas; y así, quiero que sepas que
ella es cristiana, y es la que ha sido la lima de
nuestras cadenas y la libertad de nuestro
cautiverio; ella va aquí de su voluntad, tan
contenta, a lo que yo imagino, de verse en
este estado, como el que sale de las tinieblas
a la luz, de la muerte a la vida y de la pena a
la gloria''. ''¿Es verdad lo que éste dice,
hija?'', dijo el moro. ''Así es'', respondió
Zoraida. ''¿Que, en efeto
—replicó el viejo
—,
tú eres cristiana, y la que ha puesto a su
padre en poder de sus enemigos?'' A lo cual
respondió Zoraida: ''La que es cristiana yo
soy, pero no la que te ha puesto en este
punto, porque nunca mi deseo se estendió a
dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí
bien''. ''Y ¿qué bien es el que te has hecho,
hija?'' ''Eso
—respondió ella
— pregúntaselo tú
a Lela Marién, que ella te lo sabrá decir mejor
que no yo''.
»Apenas hubo oído esto el moro, cuando,
con una increíble presteza, se arrojó de
cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se
ahogara, si el vestido largo y embarazoso que
traía no le entretuviera un poco sobre el
agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y
así, acudimos luego todos, y, asiéndole de la
almalafa, le sacamos medio ahogado y sin
sentido, de que recibió tanta pena Zoraida
que, como si fuera ya muerto, hacía sobre él
un tierno y doloroso llanto. Volvímosle boca
abajo, volvió mucha agua, tornó en sí al cabo
de dos horas, en las cuales, habiéndose
trocado el viento, nos convino volver hacia
tierra, y hacer fuerza de remos, por no
embestir en ella; mas quiso nuestra buena
suerte que llegamos a una cala que se hace
al lado de un pequeño promontorio o cabo
que de los moros es llamado el de La Cava
Rumía, que en nuestra lengua quiere decir La
mala mujer cristiana; y es tradición entre los
moros que en aquel lugar está enterrada la
Cava, por quien se perdió España, porque
cava en su lengua quiere decir mujer mala, y
rumía, cristiana; y aun tienen por mal agüero
llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les
fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella;
puesto que para nosotros no fue abrigo de
mala mujer, sino puerto seguro de nuestro
remedio, según andaba alterada la mar.
»Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no
dejamos jamás los remos de la mano;
comimos de lo que el renegado había
proveído, y rogamos a Dios y a Nuestra
Señora, de todo nuestro corazón, que nos
ayudase y favoreciese para que felicemente
diésemos fin a tan dichoso principio. Diose
orden, a suplicación de Zoraida, como
echásemos en tierra a su padre y a todos los
demás moros que allí atados venían, porque
no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus
blandas entrañas, ver delante de sus ojos
atado a su padre y aquellos de su tierra
presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo
de la partida, pues no corría peligro el
dejallos en aquel lugar, que era despoblado.
No fueron tan vanas nuestras oraciones que
no fuesen oídas del cielo; que, en nuestro
favor, luego volvió el viento, tranquilo el mar,
convidándonos a que tornásemos alegres a
proseguir nuestro comenzado viaje.
»Viendo esto, desatamos a los moros, y uno
a uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se
quedaron admirados; pero, llegando a
desembarcar al padre de Zoraida, que ya
estaba en todo su acuerdo, dijo: ''¿Por qué
pensáis, cristianos, que esta mala hembra
huelga de que me deis libertad? ¿Pensáis que
es por piedad que de mí tiene? No, por cierto,
sino que lo hace por el estorbo que le dará mi
presencia cuando quiera poner en ejecución
sus malos deseos; ni penséis que la ha
movido a mudar religión entender ella que la
vuestra a la nuestra se aventaja, sino el
saber que en vuestra tierra se usa la
deshonestidad más libremente que en la
nuestra''. Y, volviéndose a Zoraida,
teniéndole yo y otro cristiano de entrambos
brazos asido, porque algún desatino no
hiciese, le dijo: ''¡Oh infame moza y mal
aconsejada muchacha! ¿Adónde vas, ciega y
desatinada, en poder destos perros, naturales
enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en
que yo te engendré, y malditos sean los
regalos y deleites en que te he criado!'' Pero,
viendo yo que llevaba término de no acabar
tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y
desde allí, a voces, prosiguió en sus
maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma
rogase a Alá que nos destruyese, confundiese
y acabase; y cuando, por habernos hecho a la
vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus
obras, que eran arrancarse las barbas,
mesarse los cabellos y arrastrarse por el
suelo; mas una vez esforzó la voz de tal
manera que podimos entender que decía:
''¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que
todo te lo perdono; entrega a esos hombres
ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a
consolar a este triste padre tuyo, que en esta
desierta arena dejará la vida, si tú le dejas!''
Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo
sentía y lloraba, y no supo decirle ni
respondelle palabra, sino: ''Plega a Alá, padre
mío, que Lela Marién, que ha sido la causa de
que yo sea cristiana, ella te consuele en tu
tristeza. Alá sabe bien que no pude hacer
otra cosa de la que he hecho, y que estos
cristianos no deben nada a mi voluntad,
pues, aunque quisiera no venir con ellos y
quedarme en mi casa, me fuera imposible,
según la priesa que me daba mi alma a poner
por obra ésta que a mí me parece tan buena
como tú, padre amado, la juzgas por mala''.
Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oía, ni
nosotros ya le veíamos; y así, consolando yo
a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el
cual nos le facilitaba el proprio viento, de tal
manera que bien tuvimos por cierto de
vernos otro día al amanecer en las riberas de
España.
»Mas, como pocas veces, o nunca, viene el
bien puro y sencillo, sin ser acompañado o
seguido de algún mal que le turbe o
sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las
maldiciones que el moro a su hija había
echado, que siempre se han de temer de
cualquier padre que sean; quiso, digo, que
estando ya engolfados y siendo ya casi
pasadas tres horas de la noche, yendo con la
vela tendida de alto baja, frenillados los
remos, porque el próspero viento nos quitaba
del trabajo de haberlos menester, con la luz
de la luna, que claramente resplandecía,
vimos cerca de nosotros un bajel redondo,
que, con todas las velas tendidas, llevando un
poco a orza el timón, delante de nosotros
atravesaba; y esto tan cerca, que nos fue
forzoso amainar por no embestirle, y ellos,
asimesmo, hicieron fuerza de timón para
darnos lugar que pasásemos.
»Habíanse puesto a bordo del bajel a
preguntarnos quién éramos, y adónde
navegábamos, y de dónde veníamos; pero,
por preguntarnos esto en lengua francesa,
dijo nuestro renegado: ''Ninguno responda;
porque éstos, sin duda, son cosarios
franceses, que hacen a toda ropa''. Por este
advertimiento, ninguno respondió palabra; y,
habiendo pasado un poco delante, que ya el
bajel quedaba sotavento, de improviso
soltaron dos piezas de artillería, y, a lo que
parecía, ambas venían con cadenas, porque
con una cortaron nuestro árbol por medio, y
dieron con él y con la vela en la mar; y al
momento, disparando otra pieza, vino a dar
la bala en mitad de nuestra barca, de modo
que la abrió toda, sin hacer otro mal alguno;
pero, como nosotros nos vimos ir a fondo,
comenzamos todos a grandes voces a pedir
socorro y a rogar a los del bajel que nos
acogiesen, porque nos anegábamos.
Amainaron entonces, y, echando el esquife o
barca a la mar, entraron en él hasta doce
franceses bien armados, con sus arcabuces y
cuerdas encendidas, y así llegaron junto al
nuestro; y, viendo cuán pocos éramos y
cómo el bajel se hundía, nos recogieron,
diciendo que, por haber usado de la
descortesía de no respondelles, nos había
sucedido aquello.
Nuestro renegado tomó el cofre de las
riquezas de Zoraida, y dio con él en la mar,
sin que ninguno echase de ver en lo que
hacía. En resolución, todos pasamos con los
franceses, los cuales, después de haberse
informado de todo aquello que de nosotros
saber quisieron, como si fueran nuestros
capitales enemigos, nos despojaron de todo
cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron
hasta los carcajes que traía en los pies. Pero
no me daba a mí tanta pesadumbre la que a
Zoraida daban, como me la daba el temor
que tenía de que habían de pasar del quitar
de las riquísimas y preciosísimas joyas al
quitar de la joya que más valía y ella más
estimaba. Pero los deseos de aquella gente
no se estienden a más que al dinero, y desto
jamás se vee harta su codicia; lo cual
entonces llegó a tanto, que aun hasta los
vestidos de cautivos nos quitaran si de algún
provecho les fueran. Y hubo parecer entre
ellos de que a todos nos arrojasen a la mar
envueltos en una vela, porque tenían
intención de tratar en algunos puertos de
España con nombre de que eran bretones, y
si nos llevaban vivos, serían castigados,
siendo descubierto su hurto. Mas el capitán,
que era el que había despojado a mi querida
Zoraida, dijo que él se contentaba con la
presa que tenía, y que no quería tocar en
ningún puerto de España, sino pasar el
estrecho de Gibraltar de noche, o como
pudiese, y irse a la Rochela, de donde había
salido; y así, tomaron por acuerdo de darnos
el esquife de su navío, y todo lo necesario
para la corta navegación que nos quedaba,
como lo hicieron otra día, ya a vista de tierra
de España, con la cual vista, todas nuestras
pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron de
todo punto, como si no hubieran pasado por
nosotros: tanto es el gusto de alcanzar la
libertad perdida.
»Cerca de mediodía podría ser cuando nos
echaron en la barca, dándonos dos barriles
de agua y algún bizcocho; y el capitán,
movido no sé de qué misericordia, al
embarcarse la hermosísima Zoraida, le dio
hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió
que le quitasen sus soldados estos mesmos
vestidos que ahora tiene puestos. Entramos
en el bajel; dímosles las gracias por el bien
que nos hacían, mostrándonos más
agradecidos que quejosos; ellos se hicieron a
lo largo, siguiendo la derrota del estrecho;
nosotros, sin mirar a otro norte que a la
tierra que se nos mostraba delante, nos
dimos tanta priesa a bogar que al poner del
sol estábamos tan cerca que bien
pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes
que fuera muy noche; pero, por no parecer
en aquella noche la luna y el cielo mostrarse
escuro, y por ignorar el paraje en que
estábamos, no nos pareció cosa segura
embestir en tierra, como a muchos de
nosotros les parecía, diciendo que diésemos
en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos
de poblado, porque así aseguraríamos el
temor que de razón se debía tener que por
allí anduviesen bajeles de cosarios de Tetuán,
los cuales anochecen en Berbería y amanecen
en las costas de España, y hacen de ordinario
presa, y se vuelven a dormir a sus casas.
Pero, de los contrarios pareceres, el que se
tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y
que si el sosiego del mar lo concediese,
desembarcásemos donde pudiésemos.
»Hízose así, y poco antes de la media noche
sería cuando llegamos al pie de una
disformísima y alta montaña, no tan junto al
mar que no concediese un poco de espacio
para poder desembarcar cómodamente.
Embestimos en la arena, salimos a tierra,
besamos el suelo, y, con lágrimas de muy
alegrísimo contento, dimos todos gracias a
Dios, Señor Nuestro, por el bien tan
incomparable que nos había hecho. Sacamos
de la barca los bastimentos que tenía,
tirámosla en tierra, y subímonos un
grandísimo trecho en la montaña, porque aún
allí estábamos, y aún no podíamos asegurar
el pecho, ni acabábamos de creer que era
tierra de cristianos la que ya nos sostenía.
Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo
que quisiéramos. Acabamos de subir toda la
montaña, por ver si desde allí algún poblado
se descubría, o algunas cabañas de pastores;
pero, aunque más tendimos la vista, ni
poblado, ni persona, ni senda, ni camino
descubrimos. Con todo esto, determinamos
de entrarnos la tierra adentro, pues no podría
ser menos sino que presto descubriésemos
quien nos diese noticia della. Pero lo que a mí
más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida
por aquellas asperezas, que, puesto que
alguna vez la puse sobre mis hombros, más
le cansaba a ella mi cansancio que la
reposaba su reposo; y así, nunca más quiso
que yo aquel trabajo tomase; y, con mucha
paciencia y muestras de alegría, llevándola yo
siempre de la mano, poco menos de un
cuarto de legua debíamos de haber andado,
cuando llegó a nuestros oídos el son de una
pequeña esquila, señal clara que por allí
cerca había ganado; y, mirando todos con
atención si alguno se parecía, vimos al pie de
un alcornoque un pastor mozo, que con
grande reposo y descuido estaba labrando un
palo con un cuchillo. Dimos voces, y él,
alzando la cabeza, se puso ligeramente en
pie, y, a lo que después supimos, los
primeros que a la vista se le ofrecieron fueron
el renegado y Zoraida, y, como él los vio en
hábito de moros, pensó que todos los de la
Berbería estaban sobre él; y, metiéndose con
estraña ligereza por el bosque adelante,
comenzó a dar los mayores gritos del mundo
diciendo: ''¡Moros, moros hay en la tierra!
¡Moros, moros! ¡Arma, arma!''
»Con estas voces quedamos todos
confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero,
considerando que las voces del pastor habían
de alborotar la tierra, y que la caballería de la
costa había de venir luego a ver lo que era,
acordamos que el renegado se desnudase las
ropas del turco y se vistiese un gilecuelco o
casaca de cautivo que uno de nosotros le dio
luego, aunque se quedó en camisa; y así,
encomendándonos a Dios, fuimos por el
mismo camino que vimos que el pastor
llevaba, esperando siempre cuándo había de
dar sobre nosotros la caballería de la costa. Y
no nos engañó nuestro pensamiento, porque,
aún no habrían pasado dos horas cuando,
habiendo ya salido de aquellas malezas a un
llano, descubrimos hasta cincuenta
caballeros, que con gran ligereza, corriendo a
media rienda, a nosotros se venían, y así
como los vimos, nos estuvimos quedos
aguardándolos; pero, como ellos llegaron y
vieron, en lugar de los moros que buscaban,
tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y
uno dellos nos preguntó si éramos nosotros
acaso la ocasión por que un pastor había
apellidado al arma. ''Sí'', dije yo; y, queriendo
comenzar a decirle mi suceso, y de dónde
veníamos y quién éramos, uno de los
cristianos que con nosotros venían conoció al
jinete que nos había hecho la pregunta, y
dijo, sin dejarme a mí decir más palabra:
''¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a
tan buena parte nos ha conducido!, porque, si
yo no me engaño, la tierra que pisamos es la
de Vélez Málaga, si ya los años de mi
cautiverio no me han quitado de la memoria
el acordarme que vos, señor, que nos
preguntáis quién somos, sois Pedro de
Bustamante, tío mío''. Apenas hubo dicho
esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se
arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo,
diciéndole: ''Sobrino de mi alma y de mi vida,
ya te conozco, y ya te he llorado por muerto
yo, y mi hermana, tu madre, y todos los
tuyos, que aún viven; y Dios ha sido servido
de darles vida para que gocen el placer de
verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y
por las señales y muestras de tus vestidos, y
la de todos los desta compañía, comprehendo
que habéis tenido milagrosa libertad''. ''Así es
—respondió el mozo
—, y tiempo nos quedará
para contároslo todo''.
»Luego que los jinetes entendieron que
éramos cristianos cautivos, se apearon de sus
caballos, y cada uno nos convidaba con el
suyo para llevarnos a la ciudad de Vélez
Málaga, que legua y media de allí estaba.
Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la
ciudad, diciéndoles dónde la habíamos
dejado; otros nos subieron a las ancas, y
Zoraida fue en las del caballo del tío del
cristiano. Saliónos a recebir todo el pueblo,
que ya de alguno que se había adelantado
sabían la nueva de nuestra venida. No se
admiraban de ver cautivos libres, ni moros
cautivos, porque toda la gente de aquella
costa está hecha a ver a los unos y a los
otros; pero admirábanse de la hermosura de
Zoraida, la cual en aquel instante y sazón
estaba en su punto, ansí con el cansancio del
camino como con la alegría de verse ya en
tierra de cristianos, sin sobresalto de
perderse; y esto le había sacado al rostro
tales colores que, si no es que la afición
entonces me engañaba, osaré decir que más
hermosa criatura no había en el mundo; a lo
menos, que yo la hubiese visto.
»Fuimos derechos a la iglesia, a dar gracias
a Dios por la merced recebida; y, así como en
ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros
que se parecían a los de Lela Marién.
Dijímosle que eran imágines suyas, y como
mejor se pudo le dio el renegado a entender
lo que significaban, para que ella las adorase
como si verdaderamente fueran cada una
dellas la misma Lela Marién que la había
hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y
un natural fácil y claro, entendió luego cuanto
acerca de las imágenes se le dijo. Desde allí
nos llevaron y repartieron a todos en
diferentes casas del pueblo; pero al
renegado, Zoraida y a mí nos llevó el
cristiano que vino con nosotros, y en casa de
sus padres, que medianamente eran
acomodados de los bienes de fortuna, y nos
regalaron con tanto amor como a su mismo
hijo.
»Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de
los cuales el renegado, hecha su información
de cuanto le convenía, se fue a la ciudad de
Granada, a reducirse por medio de la Santa
Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia;
los demás cristianos libertados se fueron cada
uno donde mejor le pareció; solos quedamos
Zoraida y yo, con solos los escudos que la
cortesía del francés le dio a Zoraida, de los
cuales compré este animal en que ella viene;
y, sirviéndola yo hasta agora de padre y
escudero, y no de esposo, vamos con
intención de ver si mi padre es vivo, o si
alguno de mis hermanos ha tenido más
próspera ventura que la mía, puesto que, por
haberme hecho el cielo compañero de
Zoraida, me parece que ninguna otra suerte
me pudiera venir, por buena que fuera, que
más la estimara. La paciencia con que
Zoraida lleva las incomodidades que la
pobreza trae consigo, y el deseo que muestra
tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que
me admira y me mueve a servirla todo el
tiempo de mi vida, puesto que el gusto que
tengo de verme suyo y de que ella sea mía
me lo turba y deshace no saber si hallaré en
mi tierra algún rincón donde recogella, y si
habrán hecho el tiempo y la muerte tal
mudanza en la hacienda y vida de mi padre y
hermanos que apenas halle quien me
conozca, si ellos faltan.» No tengo más,
señores, que deciros de mi historia; la cual, si
es agradable y peregrina, júzguenlo vuestros
buenos entendimientos; que de mí sé decir
que quisiera habérosla contado más
brevemente, puesto que el temor de
enfadaros más de cuatro circustancias me ha
quitado de la lengua.
Capítulo XLII. Que trata
de lo que más sucedió en la
venta y de otras muchas
cosas dignas de saberse
Calló, en diciendo esto, el cautivo, a quien
don Fernando dijo:
—Por cierto, señor capitán, el modo con que
habéis contado este estraño suceso ha sido
tal, que iguala a la novedad y estrañeza del
mesmo caso. Todo es peregrino y raro, y
lleno de accidentes que maravillan y
suspenden a quien los oye; y es de tal
manera el gusto que hemos recebido en
escuchalle, que, aunque nos hallara el día de
mañana entretenidos en el mesmo cuento,
holgáramos que de nuevo se comenzara.
Y, en diciendo esto, don Fernando y todos
los demás se le ofrecieron, con todo lo a ellos
posible para servirle, con palabras y razones
tan amorosas y tan verdaderas que el capitán
se tuvo por bien satisfecho de sus
voluntades. Especialmente, le ofreció don
Fernando que si quería volverse con él, que él
haría que el marqués, su hermano, fuese
padrino del bautismo de Zoraida, y que él,
por su parte, le acomodaría de manera que
pudiese entrar en su tierra con el autoridad y
cómodo que a su persona se debía. Todo lo
agradeció cortesísimamente el cautivo, pero
no quiso acetar ninguno de sus liberales
ofrecimientos.
En esto, llegaba ya la noche, y, al cerrar
della, llegó a la venta un coche, con algunos
hombres de a caballo. Pidieron posada; a
quien la ventera respondió que no había en
toda la venta un palmo desocupado.
—Pues, aunque eso sea
—dijo uno de los de
a caballo que habían entrado
—, no ha de
faltar para el señor oidor que aquí viene.
A este nombre se turbó la güéspeda, y dijo:
—Señor, lo que en ello hay es que no tengo
camas: si es que su merced del señor oidor la
trae, que sí debe de traer, entre en buen
hora, que yo y mi marido nos saldremos de
nuestro aposento por acomodar a su merced.
—Sea en buen hora
—dijo el escudero.
Pero, a este tiempo, ya había salido del
coche un hombre, que en el traje mostró
luego el oficio y cargo que tenía, porque la
ropa luenga, con las mangas arrocadas, que
vestía, mostraron ser oidor, como su criado
había dicho. Traía de la mano a una doncella,
al parecer de hasta diez y seis años, vestida
de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan
gallarda que a todos puso en admiración su
vista; de suerte que, a no haber visto a
Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en la
venta estaban, creyeran que otra tal
hermosura como la desta doncella
difícilmente pudiera hallarse. Hallóse don
Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y,
así como le vio, dijo:
—Seguramente puede vuestra merced
entrar y espaciarse en este castillo, que,
aunque es estrecho y mal acomodado, no hay
estrecheza ni incomodidad en el mundo que
no dé lugar a las armas y a las letras, y más
si las armas y letras traen por guía y adalid a
la fermosura, como la traen las letras de
vuestra merced en esta fermosa doncella, a
quien deben no sólo abrirse y manifestarse
los castillos, sino apartarse los riscos, y
devidirse y abajarse las montañas, para dalle
acogida. Entre vuestra merced, digo, en este
paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que
acompañen el cielo que vuestra merced trae
consigo; aquí hallará las armas en su punto y
la hermosura en su estremo.
Admirado quedó el oidor del razonamiento
de don Quijote, a quien se puso a mirar muy
de propósito, y no menos le admiraba su talle
que sus palabras; y, sin hallar ningunas con
que respondelle, se tornó a admirar de nuevo
cuando vio delante de sí a Luscinda, Dorotea
y a Zoraida, que, a las nuevas de los nuevos
güéspedes y a las que la ventera les había
dado de la hermosura de la doncella, habían
venido a verla y a recebirla. Pero don
Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más
llanos y más cortesanos ofrecimientos. En
efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo
que veía como de lo que escuchaba, y las
hermosas de la venta dieron la bienllegada a
la hermosa doncella.
En resolución, bien echó de ver el oidor que
era gente principal toda la que allí estaba;
pero el talle, visaje y la apostura de don
Quijote le desatinaba; y, habiendo pasado
entre todos corteses ofrecimientos y tanteado
la comodidad de la venta, se ordenó lo que
antes estaba ordenado: que todas las
mujeres se entrasen en el camaranchón ya
referido, y que los hombres se quedasen
fuera, como en su guarda. Y así, fue contento
el oidor que su hija, que era la doncella, se
fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo
de muy buena gana. Y con parte de la
estrecha cama del ventero, y con la mitad de
la que el oidor traía, se acomodaron aquella
noche mejor de lo que pensaban.
El cautivo, que, desde el punto que vio al
oidor, le dio saltos el corazón y barruntos de
que aquél era su hermano, preguntó a uno de
los criados que con él venían que cómo se
llamaba y si sabía de qué tierra era. El criado
le respondió que se llamaba el licenciado Juan
Pérez de Viedma, y que había oído decir que
era de un lugar de las montañas de León.
Con esta relación y con lo que él había visto
se acabó de confirmar de que aquél era su
hermano, que había seguido las letras por
consejo de su padre; y, alborotado y
contento, llamando aparte a don Fernando, a
Cardenio y al cura, les contó lo que pasaba,
certificándoles que aquel oidor era su
hermano. Habíale dicho también el criado
como iba proveído por oidor a las Indias, en
la Audiencia de Méjico. Supo también como
aquella doncella era su hija, de cuyo parto
había muerto su madre, y que él había
quedado muy rico con el dote que con la hija
se le quedó en casa. Pidióles consejo qué
modo tendría para descubrirse, o para
conocer primero si, después de descubierto,
su hermano, por verle pobre, se afrentaba o
le recebía con buenas entrañas.
—Déjeseme a mí el hacer esa experiencia
—
dijo el cura
—; cuanto más, que no hay
pensar sino que vos, señor capitán, seréis
muy bien recebido; porque el valor y
prudencia que en su buen parecer descubre
vuestro hermano no da indicios de ser
arrogante ni desconocido, ni que no ha de
saber poner los casos de la fortuna en su
punto.
—Con todo eso
—dijo el capitán
— yo
querría, no de improviso, sino por rodeos,
dármele a conocer.
—Ya os digo
—respondió el cura
— que yo lo
trazaré de modo que todos quedemos
satisfechos.
Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y
todos se sentaron a la mesa, eceto el cautivo
y las señoras, que cenaron de por sí en su
aposento. En la mitad de la cena dijo el cura:
—Del mesmo nombre de vuestra merced,
señor oidor, tuve yo una camarada en
Costantinopla, donde estuve cautivo algunos
años; la cual camarada era uno de los
valientes soldados y capitanes que había en
toda la infantería española, pero tanto cuanto
tenía de esforzado y valeroso lo tenía de
desdichado.
—Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor
mío?
—preguntó el oidor.
—Llamábase
—respondió el cura
— Ruy
Pérez de Viedma, y era natural de un lugar
de las montañas de León, el cual me contó un
caso que a su padre con sus hermanos le
había sucedido, que, a no contármelo un
hombre tan verdadero como él, lo tuviera por
conseja de aquellas que las viejas cuentan el
invierno al fuego. Porque me dijo que su
padre había dividido su hacienda entre tres
hijos que tenía, y les había dado ciertos
consejos, mejores que los de Catón. Y sé yo
decir que el que él escogió de venir a la
guerra le había sucedido tan bien que en
pocos años, por su valor y esfuerzo, sin otro
brazo que el de su mucha virtud, subió a ser
capitán de infantería, y a verse en camino y
predicamento de ser presto maestre de
campo. Pero fuele la fortuna contraria, pues
donde la pudiera esperar y tener buena, allí
la perdió, con perder la libertad en la
felicísima jornada donde tantos la cobraron,
que fue en la batalla de Lepanto. Yo la perdí
en la Goleta, y después, por diferentes
sucesos, nos hallamos camaradas en
Costantinopla. Desde allí vino a Argel, donde
sé que le sucedió uno de los más estraños
casos que en el mundo han sucedido.
De aquí fue prosiguiendo el cura, y, con
brevedad sucinta, contó lo que con Zoraida a
su hermano había sucedido; a todo lo cual
estaba tan atento el oidor, que ninguna vez
había sido tan oidor como entonces. Sólo
llegó el cura al punto de cuando los franceses
despojaron a los cristianos que en la barca
venían, y la pobreza y necesidad en que su
camarada y la hermosa mora habían
quedado; de los cuales no había sabido en
qué habían parado, ni si habían llegado a
España, o llevádolos los franceses a Francia.
Todo lo que el cura decía estaba
escuchando, algo de allí desviado, el capitán,
y notaba todos los movimientos que su
hermano hacía; el cual, viendo que ya el cura
había llegado al fin de su cuento, dando un
grande suspiro y llenándosele los ojos de
agua, dijo:
—¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que
me habéis contado, y cómo me tocan tan en
parte que me es forzoso dar muestras dello
con estas lágrimas que, contra toda mi
discreción y recato, me salen por los ojos!
Ese capitán tan valeroso que decís es mi
mayor hermano, el cual, como más fuerte y
de más altos pensamientos que yo ni otro
hermano menor mío, escogió el honroso y
digno ejercicio de la guerra, que fue uno de
los tres caminos que nuestro padre nos
propuso, según os dijo vuestra camarada en
la conseja que, a vuestro parecer, le oístes.
Yo seguí el de las letras, en las cuales Dios y
mi diligencia me han puesto en el grado que
me veis. Mi menor hermano está en el Pirú,
tan rico que con lo que ha enviado a mi padre
y a mí ha satisfecho bien la parte que él se
llevó, y aun dado a las manos de mi padre
con que poder hartar su liberalidad natural; y
yo, ansimesmo, he podido con más decencia
y autoridad tratarme en mis estudios y llegar
al puesto en que me veo. Vive aún mi padre,
muriendo con el deseo de saber de su hijo
mayor, y pide a Dios con continuas oraciones
no cierre la muerte sus ojos hasta que él vea
con vida a los de su hijo; del cual me
maravillo, siendo tan discreto, cómo en
tantos trabajos y afliciones, o prósperos
sucesos, se haya descuidado de dar noticia
de sí a su padre; que si él lo supiera, o
alguno de nosotros, no tuviera necesidad de
aguardar al milagro de la caña para alcanzar
su rescate. Pero de lo que yo agora me temo
es de pensar si aquellos franceses le habrán
dado libertad, o le habrán muerto por
encubrir su hurto. Esto todo será que yo
prosiga mi viaje, no con aquel contento con
que le comencé, sino con toda melancolía y
tristeza. ¡Oh buen hermano mío, y quién
supiera agora dónde estabas; que yo te fuera
a buscar y a librar de tus trabajos, aunque
fuera a costa de los míos! ¡Oh, quién llevara
nuevas a nuestro viejo padre de que tenías
vida, aunque estuvieras en las mazmorras
más escondidas de Berbería; que de allí te
sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las
mías! ¡Oh Zoraida hermosa y liberal, quién
pudiera pagar el bien que a un hermano
hiciste!; ¡quién pudiera hallarse al renacer de
tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a
todos nos dieran!
Estas y otras semejantes palabras decía el
oidor, lleno de tanta compasión con las
nuevas que de su hermano le habían dado,
que todos los que le oían le acompañaban en
dar muestras del sentimiento que tenían de
su lástima.
Viendo, pues, el cura que tan bien había
salido con su intención y con lo que deseaba
el capitán, no quiso tenerlos a todos más
tiempo tristes, y así, se levantó de la mesa,
y, entrando donde estaba Zoraida, la tomó
por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda,
Dorotea y la hija del oidor. Estaba esperando
el capitán a ver lo que el cura quería hacer,
que fue que, tomándole a él asimesmo de la
otra mano, con entrambos a dos se fue
donde el oidor y los demás caballeros
estaban, y dijo:
—Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y
cólmese vuestro deseo de todo el bien que
acertare a desearse, pues tenéis delante a
vuestro buen hermano y a vuestra buena
cuñada. Éste que aquí veis es el capitán
Viedma, y ésta, la hermosa mora que tanto
bien le hizo. Los franceses que os dije los
pusieron en la estrecheza que veis, para que
vos mostréis la liberalidad de vuestro buen
pecho.
Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y
él le puso ambas manos en los pechos por
mirarle algo más apartado; mas, cuando le
acabó de conocer, le abrazó tan
estrechamente, derramando tan tiernas
lágrimas de contento,que los más de los que
presentes estaban le hubieron de acompañar
en ellas. Las palabras que entrambos
hermanos se dijeron, los sentimientos que
mostraron, apenas creo que pueden
pensarse, cuanto más escribirse. Allí, en
breves razones, se dieron cuenta de sus
sucesos; allí mostraron puesta en su punto la
buena amistad de dos hermanos; allí abrazó
el oidor a Zoraida; allí la ofreció su hacienda;
allí hizo que la abrazase su hija; allí la
cristiana hermosa y la mora hermosísima
renovaron las lágrimas de todos.
Allí don Quijote estaba atento, sin hablar
palabra, considerando estos tan estraños
sucesos, atribuyéndolos todos a quimeras de
la andante caballería. Allí concertaron que el
capitán y Zoraida se volviesen con su
hermano a Sevilla y avisasen a su padre de
su hallazgo y libertad, para que, como
pudiese, viniese a hallarse en las bodas y
bautismo de Zoraida, por no le ser al oidor
posible dejar el camino que llevaba, a causa
de tener nuevas que de allí a un mes partía la
flota de Sevilla a la Nueva España, y fuérale
de grande incomodidad perder el viaje.
En resolución, todos quedaron contentos y
alegres del buen suceso del cautivo; y, como
ya la noche iba casi en las dos partes de su
jornada, acordaron de recogerse y reposar lo
que de ella les quedaba. Don Quijote se
ofreció a hacer la guardia del castillo, porque
de algún gigante o otro mal andante follón no
fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro
de hermosura que en aquel castillo se
encerraba. Agradeciéronselo los que le
conocían, y dieron al oidor cuenta del humor
estraño de don Quijote, de que no poco gusto
recibió.
Sólo Sancho Panza se desesperaba con la
tardanza del recogimiento, y sólo él se
acomodó mejor que todos, echándose sobre
los aparejos de su jumento, que le costaron
tan caros como adelante se dirá.
Recogidas, pues, las damas en su estancia,
y los demás acomodádose como menos mal
pudieron, don Quijote se salió fuera de la
venta a hacer la centinela del castillo, como
lo había prometido.
Sucedió, pues, que faltando poco por venir
el alba, llegó a los oídos de las damas una
voz tan entonada y tan buena, que les obligó
a que todas le prestasen atento oído,
especialmente Dorotea, que despierta estaba,
a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma,
que ansí se llamaba la hija del oidor. Nadie
podía imaginar quién era la persona que tan
bien cantaba, y era una voz sola, sin que la
acompañase instrumento alguno. Unas veces
les parecía que cantaban en el patio; otras,
que en la caballeriza; y, estando en esta
confusión muy atentas, llegó a la puerta del
aposento Cardenio y dijo:
—Quien no duerme, escuche; que oirán una
voz de un mozo de mulas, que de tal manera
canta que encanta.
—Ya lo oímos, señor
—respondió Dorotea.
Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea,
poniendo toda la atención posible, entendió
que lo que se cantaba era esto:
Capítulo XLIII. Donde se
cuenta la agradable historia
del mozo de mulas, con
otros estraños
acaecimientos en la venta
sucedidos]
—Marinero soy de amor,
y en su piélago profundo
navego sin esperanza
de llegar a puerto alguno.
Siguiendo voy a una estrella
que desde lejos descubro,
más bella y resplandeciente
que cuantas vio Palinuro.
Yo no sé adónde me guía,
y así, navego confuso,
el alma a mirarla atenta,
cuidadosa y con descuido.
Recatos impertinentes,
honestidad contra el uso,
son nubes que me la encubren
cuando más verla procuro.
¡Oh clara y luciente estrella,
en cuya lumbre me apuro!;
al punto que te me encubras,
será de mi muerte el punto.
Llegando el que cantaba a este punto, le
pareció a Dorotea que no sería bien que
dejase Clara de oír una tan buena voz; y así,
moviéndola a una y a otra parte, la despertó
diciéndole:
—Perdóname, niña, que te despierto, pues
lo hago porque gustes de oír la mejor voz que
quizá habrás oído en toda tu vida.
Clara despertó toda soñolienta, y de la
primera vez no entendió lo que Dorotea le
decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo
volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara.
Pero, apenas hubo oído dos versos que el que
cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un
temblor tan estraño como si de algún grave
accidente de cuartana estuviera enferma, y,
abrazándose estrechamente con Teodora, le
dijo:
—¡Ay señora de mi alma y de mi vida!,
¿para qué me despertastes?; que el mayor
bien que la fortuna me podía hacer por ahora
era tenerme cerrados los ojos y los oídos,
para no ver ni oír a ese desdichado músico.
—¿Qué es lo que dices, niña?; mira que
dicen que el que canta es un mozo de mulas.
—No es sino señor de lugares
—respondió
Clara
—, y el que le tiene en mi alma con
tanta seguridad que si él no quiere dejalle, no
le será quitado eternamente.
Admirada quedó Dorotea de las sentidas
razones de la muchacha, pareciéndole que se
aventajaban en mucho a la discreción que sus
pocos años prometían; y así, le dijo:
—Habláis de modo, señora Clara, que no
puedo entenderos: declaraos más y decidme
qué es lo que decís de alma y de lugares, y
deste músico, cuya voz tan inquieta os tiene.
Pero no me digáis nada por ahora, que no
quiero perder, por acudir a vuestro
sobresalto, el gusto que recibo de oír al que
canta; que me parece que con nuevos versos
y nuevo tono torna a su canto.
—Sea en buen hora
—respondió Clara.
Y, por no oílle, se tapó con las manos
entrambos oídos, de lo que también se
admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo
que se cantaba, vio que proseguían en esta
manera:
—Dulce esperanza mía,
que, rompiendo imposibles y malezas,
sigues firme la vía
que tú mesma te finges y aderezas:
no te desmaye el verte
a cada paso junto al de tu muerte.
No alcanzan perezosos
honrados triunfos ni vitoria alguna,
ni pueden ser dichosos
los que, no contrastando a la fortuna,
entregan, desvalidos,
al ocio blando todos los sentidos.
Que amor sus glorias venda
caras, es gran razón, y es trato justo,
pues no hay más rica prenda
que la que se quilata por su gusto;
y es cosa manifiesta
que no es de estima lo que poco cuesta.
Amorosas porfías
tal vez alcanzan imposibles cosas;
y ansí, aunque con las mías
sigo de amor las más dificultosas,
no por eso recelo
de no alcanzar desde la tierra el cielo.
Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos
sollozos Clara. Todo lo cual encendía el deseo
de Dorotea, que deseaba saber la causa de
tan suave canto y de tan triste lloro. Y así, le
volvió a preguntar qué era lo que le quería
decir denantes. Entonces Clara, temerosa de
que Luscinda no la oyese, abrazando
estrechamente a Dorotea, puso su boca tan
junto del oído de Dorotea, que seguramente
podía hablar sin ser de otro sentida, y así le
dijo:
—Este que canta, señora mía, es un hijo de
un caballero natural del reino de Aragón,
señor de dos lugares, el cual vivía frontero de
la casa de mi padre en la Corte; y, aunque mi
padre tenía las ventanas de su casa con
lienzos en el invierno y celosías en el verano,
yo no sé lo que fue, ni lo que no, que este
caballero, que andaba al estudio, me vio, ni
sé si en la iglesia o en otra parte. Finalmente,
él se enamoró de mí, y me lo dio a entender
desde las ventanas de su casa con tantas
señas y con tantas lágrimas, que yo le hube
de creer, y aun querer, sin saber lo que me
quería. Entre las señas que me hacía, era una
de juntarse la una mano con la otra,
dándome a entender que se casaría conmigo;
y, aunque yo me holgaría mucho de que ansí
fuera, como sola y sin madre, no sabía con
quién comunicallo, y así, lo dejé estar sin
dalle otro favor si no era, cuando estaba mi
padre fuera de casa y el suyo también, alzar
un poco el lienzo o la celosía y dejarme ver
toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba
señales de volverse loco. Llegóse en esto el
tiempo de la partida de mi padre, la cual él
supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo.
Cayó malo, a lo que yo entiendo, de
pesadumbre; y así, el día que nos partimos
nunca pude verle para despedirme dél,
siquiera con los ojos. Pero, a cabo de dos días
que caminábamos, al entrar de una posada,
en un lugar una jornada de aquí, le vi a la
puerta del mesón, puesto en hábito de mozo
de mulas, tan al natural que si yo no le
trujera tan retratado en mi alma fuera
imposible conocelle. Conocíle, admiréme y
alegréme; él me miró a hurto de mi padre, de
quien él siempre se esconde cuando atraviesa
por delante de mí en los caminos y en las
posadas do llegamos; y, como yo sé quién
es, y considero que por amor de mí viene a
pie y con tanto trabajo, muérome de
pesadumbre, y adonde él pone los pies pongo
yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni
cómo ha podido escaparse de su padre, que
le quiere estraordinariamente, porque no
tiene otro heredero, y porque él lo merece,
como lo verá vuestra merced cuando le vea.
Y más le sé decir: que todo aquello que canta
lo saca de su cabeza; que he oído decir que
es muy gran estudiante y poeta. Y hay más:
que cada vez que le veo o le oigo cantar,
tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de
que mi padre le conozca y venga en
conocimiento de nuestros deseos. En mi vida
le he hablado palabra, y, con todo eso, le
quiero de manera que no he de poder vivir
sin él. Esto es, señora mía, todo lo que os
puedo decir deste músico, cuya voz tanto os
ha contentado; que en sola ella echaréis bien
de ver que no es mozo de mulas, como decís,
sino señor de almas y lugares, como yo os he
dicho.
—No digáis más, señora doña Clara
—dijo a
esta sazón Dorotea, y esto, besándola mil
veces
—; no digáis más, digo, y esperad que
venga el nuevo día, que yo espero en Dios de
encaminar de manera vuestros negocios, que
tengan el felice fin que tan honestos
principios merecen.
—¡Ay señora!
—dijo doña Clara
—, ¿qué fin
se puede esperar, si su padre es tan principal
y tan rico que le parecerá que aun yo no
puedo ser criada de su hijo, cuanto más
esposa? Pues casarme yo a hurto de mi
padre, no lo haré por cuanto hay en el
mundo. No querría sino que este mozo se
volviese y me dejase; quizá con no velle y
con la gran distancia del camino que llevamos
se me aliviaría la pena que ahora llevo,
aunque sé decir que este remedio que me
imagino me ha de aprovechar bien poco. No
sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se
ha entrado este amor que le tengo, siendo yo
tan muchacha y él tan muchacho, que en
verdad que creo que somos de una edad
mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y
seis años; que para el día de San Miguel que
vendrá dice mi padre que los cumplo.
No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo
cuán como niña hablaba doña Clara, a quien
dijo:
—Reposemos, señora, lo poco que creo
queda de la noche, y amanecerá Dios y
medraremos, o mal me andarán las manos.
Sosegáronse con esto, y en toda la venta se
guardaba un grande silencio; solamente no
dormían la hija de la ventera y Maritornes, su
criada, las cuales, como ya sabían el humor
de que pecaba don Quijote, y que estaba
fuera de la venta armado y a caballo
haciendo la guarda, determinaron las dos de
hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar
un poco el tiempo oyéndole sus disparates.
Es, pues, el caso que en toda la venta no
había ventana que saliese al campo, sino un
agujero de un pajar, por donde echaban la
paja por defuera. A este agujero se pusieron
las dos semidoncellas, y vieron que don
Quijote estaba a caballo, recostado sobre su
lanzón, dando de cuando en cuando tan
dolientes y profundos suspiros que parecía,
que con cada uno se le arrancaba el alma. Y
asimesmo oyeron que decía con voz blanda,
regalada y amorosa:
—¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso,
estremo de toda hermosura, fin y remate de
la discreción, archivo del mejor donaire,
depósito de la honestidad, y, ultimadamente,
idea de todo lo provechoso, honesto y
deleitable que hay en el mundo! Y ¿qué fará
agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura
las mientes en tu cautivo caballero, que a
tantos peligros, por sólo servirte, de su
voluntad ha querido ponerse? Dame tú
nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras!
Quizá con envidia de la suya la estás ahora
mirando; que, o paseándose por alguna
galería de sus suntuosos palacios, o ya
puesta de pechos sobre algún balcón, está
considerando cómo, salva su honestidad y
grandeza, ha de amansar la tormenta que por
ella este mi cuitado corazón padece, qué
gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a
mi cuidado y, finalmente, qué vida a mi
muerte y qué premio a mis servicios. Y tú,
sol, que ya debes de estar apriesa ensillando
tus caballos, por madrugar y salir a ver a mi
señora, así como la veas, suplícote que de mi
parte la saludes; pero guárdate que al verla y
saludarla no le des paz en el rostro, que
tendré más celos de ti que tú los tuviste de
aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar
y correr por los llanos de Tesalia, o por las
riberas de Peneo, que no me acuerdo bien
por dónde corriste entonces celoso y
enamorado.
A este punto llegaba entonces don Quijote
en su tan lastimero razonamiento, cuando la
hija de la ventera le comenzó a cecear y a
decirle:
—Señor mío, lléguese acá la vuestra
merced si es servido.
A cuyas señas y voz volvió don Quijote la
cabeza, y vio, a la luz de la luna, que
entonces estaba en toda su claridad, cómo le
llamaban del agujero que a él le pareció
ventana, y aun con rejas doradas, como
conviene que las tengan tan ricos castillos
como él se imaginaba que era aquella venta;
y luego en el instante se le representó en su
loca imaginación que otra vez, como la
pasada, la doncella fermosa, hija de la señora
de aquel castillo, vencida de su amor,
tornaba a solicitarle; y con este pensamiento,
por no mostrarse descortés y desagradecido,
volvió las riendas a Rocinante y se llegó al
agujero, y, así como vio a las dos mozas,
dijo:
—Lástima os tengo, fermosa señora, de que
hayades puesto vuestras amorosas mientes
en parte donde no es posible corresponderos
conforme merece vuestro gran valor y
gentileza; de lo que no debéis dar culpa a
este miserable andante caballero, a quien
tiene amor imposibilitado de poder entregar
su voluntad a otra que aquella que, en el
punto que sus ojos la vieron, la hizo señora
absoluta de su alma. Perdonadme, buena
señora, y recogeos en vuestro aposento, y no
queráis, con significarme más vuestros
deseos, que yo me muestre más
desagradecido; y si del amor que me tenéis
halláis en mí otra cosa con que satisfaceros,
que el mismo amor no sea, pedídmela; que
yo os juro, por aquella ausente enemiga
dulce mía, de dárosla en continente, si bien
me pidiésedes una guedeja de los cabellos de
Medusa, que eran todos culebras, o ya los
mesmos rayos del sol encerrados en una
redoma.
—No ha menester nada deso mi señora,
señor caballero
—dijo a este punto
Maritornes.
—Pues, ¿qué ha menester, discreta dueña,
vuestra señora?
—respondió don Quijote.
—Sola una de vuestras hermosas manos
—
dijo Maritornes
—, por poder deshogar con
ella el gran deseo que a este agujero la ha
traído, tan a peligro de su honor que si su
señor padre la hubiera sentido, la menor
tajada della fuera la oreja.
—¡Ya quisiera yo ver eso!
—respondió don
Quijote
—; pero él se guardará bien deso, si
ya no quiere hacer el más desastrado fin que
padre hizo en el mundo, por haber puesto las
manos en los delicados miembros de su
enamorada hija.
Parecióle a Maritornes que sin duda don
Quijote daría la mano que le habían pedido,
y, proponiendo en su pensamiento lo que
había de hacer, se bajó del agujero y se fue a
la caballeriza, donde tomó el cabestro del
jumento de Sancho Panza, y con mucha
presteza se volvió a su agujero, a tiempo que
don Quijote se había puesto de pies sobre la
silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana
enrejada, donde se imaginaba estar la ferida
doncella; y, al darle la mano, dijo:
—Tomad, señora, esa mano, o, por mejor
decir, ese verdugo de los malhechores del
mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha
tocado otra de mujer alguna, ni aun la de
aquella que tiene entera posesión de todo mi
cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino
para que miréis la contestura de sus nervios,
la trabazón de sus músculos, la anchura y
espaciosidad de sus venas; de donde sacaréis
qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal
mano tiene.
—Ahora lo veremos
—dijo Maritornes.
Y, haciendo una lazada corrediza al
cabestro, se la echó a la muñeca, y,
bajándose del agujero, ató lo que quedaba al
cerrojo de la puerta del pajar muy
fuertemente. Don Quijote, que sintió la
aspereza del cordel en su muñeca, dijo:
—Más parece que vuestra merced me ralla
que no que me regala la mano; no la tratéis
tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal
que mi voluntad os hace, ni es bien que en
tan poca parte venguéis el todo de vuestro
enojo. Mirad que quien quiere bien no se
venga tan mal.
Pero todas estas razones de don Quijote ya
no las escuchaba nadie, porque, así como
Maritornes le ató, ella y la otra se fueron,
muertas de risa, y le dejaron asido de
manera que fue imposible soltarse.
Estaba, pues, como se ha dicho, de pies
sobre Rocinante, metido todo el brazo por el
agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de
la puerta, con grandísimo temor y cuidado,
que si Rocinante se desviaba a un cabo o a
otro, había de quedar colgado del brazo; y
así, no osaba hacer movimiento alguno,
puesto que de la paciencia y quietud de
Rocinante bien se podía esperar que estaría
sin moverse un siglo entero.
En resolución, viéndose don Quijote atado,
y que ya las damas se habían ido, se dio a
imaginar que todo aquello se hacía por vía de
encantamento, como la vez pasada, cuando
en aquel mesmo castillo le molió aquel moro
encantado del arriero; y maldecía entre sí su
poca discreción y discurso, pues, habiendo
salido tan mal la vez primera de aquel
castillo, se había aventurado a entrar en él la
segunda, siendo advertimiento de caballeros
andantes que, cuando han probado una
aventura y no salido bien con ella, es señal
que no está para ellos guardada, sino para
otros; y así, no tienen necesidad de probarla
segunda vez. Con todo esto, tiraba de su
brazo, por ver si podía soltarse; mas él
estaba tan bien asido, que todas sus pruebas
fueron en vano. Bien es verdad que tiraba
con tiento, porque Rocinante no se moviese;
y, aunque él quisiera sentarse y ponerse en
la silla, no podía sino estar en pie, o
arrancarse la mano.
Allí fue el desear de la espada de Amadís,
contra quien no tenía fuerza de
encantamento alguno; allí fue el maldecir de
su fortuna; allí fue el exagerar la falta que
haría en el mundo su presencia el tiempo que
allí estuviese encantado, que sin duda alguna
se había creído que lo estaba; allí el
acordarse de nuevo de su querida Dulcinea
del Toboso; allí fue el llamar a su buen
escudero Sancho Panza, que, sepultado en
sueño y tendido sobre el albarda de su
jumento, no se acordaba en aquel instante de
la madre que lo había parido; allí llamó a los
sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen;
allí invocó a su buena amiga Urganda, que le
socorriese, y, finalmente, allí le tomó la
mañana, tan desesperado y confuso que
bramaba como un toro; porque no esperaba
él que con el día se remediara su cuita,
porque la tenía por eterna, teniéndose por
encantado. Y hacíale creer esto ver que
Rocinante poco ni mucho se movía, y creía
que de aquella suerte, sin comer ni beber ni
dormir, habían de estar él y su caballo, hasta
que aquel mal influjo de las estrellas se
pasase, o hasta que otro más sabio
encantador le desencantase.
Pero engañóse mucho en su creencia,
porque, apenas comenzó a amanecer, cuando
llegaron a la venta cuatro hombres de a
caballo, muy bien puestos y aderezados, con
sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a
la puerta de la venta, que aún estaba
cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto
por don Quijote desde donde aún no dejaba
de hacer la centinela, con voz arrogante y
alta dijo:
—Caballeros, o escuderos, o quienquiera
que seáis: no tenéis para qué llamar a las
puertas deste castillo; que asaz de claro está
que a tales horas, o los que están dentro
duermen, o no tienen por costumbre de
abrirse las fortalezas hasta que el sol esté
tendido por todo el suelo. Desviaos afuera, y
esperad que aclare el día, y entonces
veremos si será justo o no que os abran.
—¿Qué diablos de fortaleza o castillo es
éste
—dijo uno
—, para obligarnos a guardar
esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad
que nos abran, que somos caminantes que no
queremos más de dar cebada a nuestras
cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos
de priesa.
—¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle
de ventero?
—respondió don Quijote.
—No sé de qué tenéis talle
—respondió el
otro
—, pero sé que decís disparates en llamar
castillo a esta venta.
—Castillo es
—replicó don Quijote
—, y aun
de los mejores de toda esta provincia; y
gente tiene dentro que ha tenido cetro en la
mano y corona en la cabeza.
—Mejor fuera al revés
—dijo el caminante
—
: el cetro en la cabeza y la corona en la
mano. Y será, si a mano viene, que debe de
estar dentro alguna compañía de
representantes, de los cuales es tener a
menudo esas coronas y cetros que decís,
porque en una venta tan pequeña, y adonde
se guarda tanto silencio como ésta, no creo
yo que se alojan personas dignas de corona y
cetro.
—Sabéis poco del mundo
—replicó don
Quijote
—, pues ignoráis los casos que suelen
acontecer en la caballería andante.
Cansábanse los compañeros que con el
preguntante venían del coloquio que con don
Quijote pasaba, y así, tornaron a llamar con
grande furia; y fue de modo que el ventero
despertó, y aun todos cuantos en la venta
estaban; y así, se levantó a preguntar quién
llamaba. Sucedió en este tiempo que una de
las cabalgaduras en que venían los cuatro
que llamaban se llegó a oler a Rocinante,
que, melancólico y triste, con las orejas
caídas, sostenía sin moverse a su estirado
señor; y como, en fin, era de carne, aunque
parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y
tornar a oler a quien le llegaba a hacer
caricias; y así, no se hubo movido tanto
cuanto, cuando se desviaron los juntos pies
de don Quijote, y, resbalando de la silla,
dieran con él en el suelo, a no quedar colgado
del brazo: cosa que le causó tanto dolor que
creyó o que la muñeca le cortaban, o que el
brazo se le arrancaba; porque él quedó tan
cerca del suelo que con los estremos de las
puntas de los pies besaba la tierra, que era
en su perjuicio, porque, como sentía lo poco
que le faltaba para poner las plantas en la
tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía
por alcanzar al suelo: bien así como los que
están en el tormento de la garrucha, puestos
a toca, no toca, que ellos mesmos son causa
de acrecentar su dolor, con el ahínco que
ponen en estirarse, engañados de la
esperanza que se les representa, que con
poco más que se estiren llegarán al suelo.
Capítulo XLIV. Donde se
prosiguen los inauditos
sucesos de la venta
En efeto, fueron tantas las voces que don
Quijote dio, que, abriendo de presto las
puertas de la venta, salió el ventero,
despavorido, a ver quién tales gritos daba, y
los que estaban fuera hicieron lo mesmo.
Maritornes, que ya había despertado a las
mismas voces, imaginando lo que podía ser,
se fue al pajar y desató, sin que nadie lo
viese, el cabestro que a don Quijote sostenía,
y él dio luego en el suelo, a vista del ventero
y de los caminantes, que, llegándose a él, le
preguntaron qué tenía, que tales voces daba.
Él, sin responder palabra, se quitó el cordel
de la muñeca, y, levantándose en pie, subió
sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró
su lanzón, y, tomando buena parte del
campo, volvió a medio galope, diciendo:
—Cualquiera que dijere que yo he sido con
justo título encantado, como mi señora la
princesa Micomicona me dé licencia para ello,
yo le desmiento, le rieto y desafío a singular
batalla.
Admirados se quedaron los nuevos
caminantes de las palabras de don Quijote,
pero el ventero les quitó de aquella
admiración, diciéndoles que era don Quijote,
y que no había que hacer caso dél, porque
estaba fuera de juicio.
Preguntáronle al ventero si acaso había
llegado a aquella venta un muchacho de
hasta edad de quince años, que venía vestido
como mozo de mulas, de tales y tales señas,
dando las mesmas que traía el amante de
doña Clara. El ventero respondió que había
tanta gente en la venta, que no había echado
de ver en el que preguntaban. Pero, habiendo
visto uno dellos el coche donde había venido
el oidor, dijo:
—Aquí debe de estar sin duda, porque éste
es el coche que él dicen que sigue; quédese
uno de nosotros a la puerta y entren los
demás a buscarle; y aun sería bien que uno
de nosotros rodease toda la venta, porque no
se fuese por las bardas de los corrales.
—Así se hará
—respondió uno dellos.
Y, entrándose los dos dentro, uno se quedó
a la puerta y el otro se fue a rodear la venta;
todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar
para qué se hacían aquellas diligencias,
puesto que bien creyó que buscaban aquel
mozo cuyas señas le habían dado.
Ya a esta sazón aclaraba el día; y, así por
esto como por el ruido que don Quijote había
hecho, estaban todos despiertos y se
levantaban, especialmente doña Clara y
Dorotea, que la una con sobresalto de tener
tan cerca a su amante, y la otra con el deseo
de verle, habían podido dormir bien mal
aquella noche. Don Quijote, que vio que
ninguno de los cuatro caminantes hacía caso
dél, ni le respondían a su demanda, moría y
rabiaba de despecho y saña; y si él hallara en
las ordenanzas de su caballería que
lícitamente podía el caballero andante tomar
y emprender otra empresa, habiendo dado su
palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta
acabar la que había prometido, él embistiera
con todos, y les hiciera responder mal de su
grado. Pero, por parecerle no convenirle ni
estarle bien comenzar nueva empresa hasta
poner a Micomicona en su reino, hubo de
callar y estarse quedo, esperando a ver en
qué paraban las diligencias de aquellos
caminantes; uno de los cuales halló al
mancebo que buscaba, durmiendo al lado de
un mozo de mulas, bien descuidado de que
nadie ni le buscase, ni menos de que le
hallase. El hombre le trabó del brazo y le
dijo:
—Por cierto, señor don Luis, que responde
bien a quien vos sois el hábito que tenéis, y
que dice bien la cama en que os hallo al
regalo con que vuestra madre os crió.
Limpióse el mozo los soñolientos ojos y
miró de espacio al que le tenía asido, y luego
conoció que era criado de su padre, de que
recibió tal sobresalto, que no acertó o no
pudo hablarle palabra por un buen espacio. Y
el criado prosiguió diciendo:
—Aquí no hay que hacer otra cosa, señor
don Luis, sino prestar paciencia y dar la
vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta
que su padre y mi señor la dé al otro mundo,
porque no se puede esperar otra cosa de la
pena con que queda por vuestra ausencia.
—Pues, ¿cómo supo mi padre
—dijo don
Luis
— que yo venía este camino y en este
traje?
—Un estudiante
—respondió el criado
— a
quien distes cuenta de vuestros
pensamientos fue el que lo descubrió, movido
a lástima de las que vio que hacía vuestro
padre al punto que os echó de menos; y así,
despachó a cuatro de sus criados en vuestra
busca, y todos estamos aquí a vuestro
servicio, más contentos de lo que imaginar se
puede, por el buen despacho con que
tornaremos, llevándoos a los ojos que tanto
os quieren.
—Eso será como yo quisiere, o como el cielo
lo ordenare
—respondió don Luis.
—¿Qué habéis de querer, o qué ha de
ordenar el cielo, fuera de consentir en
volveros?; porque no ha de ser posible otra
cosa.
Todas estas razones que entre los dos
pasaban oyó el mozo de mulas junto a quien
don Luis estaba; y, levantándose de allí, fue a
decir lo que pasaba a don Fernando y a
Cardenio, y a los demás, que ya vestido se
habían; a los cuales dijo cómo aquel hombre
llamaba de don a aquel muchacho, y las
razones que pasaban, y cómo le quería volver
a casa de su padre, y el mozo no quería. Y
con esto, y con lo que dél sabían de la buena
voz que el cielo le había dado, vinieron todos
en gran deseo de saber más particularmente
quién era, y aun de ayudarle si alguna fuerza
le quisiesen hacer; y así, se fueron hacia la
parte donde aún estaba hablando y porfiando
con su criado.
Salía en esto Dorotea de su aposento, y
tras ella doña Clara, toda turbada; y,
llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contó
en breves razones la historia del músico y de
doña Clara, a quien él también dijo lo que
pasaba de la venida a buscarle los criados de
su padre, y no se lo dijo tan callando que lo
dejase de oír Clara; de lo que quedó tan
fuera de sí que, si Dorotea no llegara a
tenerla, diera consigo en el suelo. Cardenio
dijo a Dorotea que se volviesen al aposento,
que él procuraría poner remedio en todo, y
ellas lo hicieron.
Ya estaban todos los cuatro que venían a
buscar a don Luis dentro de la venta y
rodeados dél, persuadiéndole que luego, sin
detenerse un punto, volviese a consolar a su
padre. Él respondió que en ninguna manera
lo podía hacer hasta dar fin a un negocio en
que le iba la vida, la honra y el alma.
Apretáronle entonces los criados, diciéndole
que en ningún modo volverían sin él, y que le
llevarían, quisiese o no quisiese.
—Eso no haréis vosotros
—replicó don
Luis
—, si no es llevándome muerto; aunque,
de cualquiera manera que me llevéis, será
llevarme sin vida.
Ya a esta sazón habían acudido a la porfía
todos los más que en la venta estaban,
especialmente Cardenio, don Fernando, sus
camaradas, el oidor, el cura, el barbero y don
Quijote, que ya le pareció que no había
necesidad de guardar más el castillo.
Cardenio, como ya sabía la historia del mozo,
preguntó a los que llevarle querían que qué
les movía a querer llevar contra su voluntad
aquel muchacho.
—Muévenos
—respondió uno de los cuatro
—
dar la vida a su padre, que por la ausencia
deste caballero queda a peligro de perderla.
A esto dijo don Luis:
—No hay para qué se dé cuenta aquí de mis
cosas: yo soy libre, y volveré si me diere
gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de
hacer fuerza.
—Harásela a vuestra merced la razón
—
respondió el hombre
—; y, cuando ella no
bastare con vuestra merced, bastará con
nosotros para hacer a lo que venimos y lo
que somos obligados.
—Sepamos qué es esto de raíz
—dijo a este
tiempo el oidor.
Pero el hombre, que lo conoció, como
vecino de su casa, respondió:
—¿No conoce vuestra merced, señor oidor,
a este caballero, que es el hijo de su vecino,
el cual se ha ausentado de casa de su padre
en el hábito tan indecente a su calidad como
vuestra merced puede ver?
Miróle entonces el oidor más atentamente y
conocióle; y, abrazándole, dijo:
—¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o
qué causas tan poderosas, que os hayan
movido a venir desta manera, y en este traje,
que dice tan mal con la calidad vuestra?
Al mozo se le vinieron las lágrimas a los
ojos, y no pudo responder palabra. El oidor
dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo
se haría bien; y, tomando por la mano a don
Luis, le apartó a una parte y le preguntó qué
venida había sido aquélla.
Y, en tanto que le hacía esta y otras
preguntas, oyeron grandes voces a la puerta
de la venta, y era la causa dellas que dos
huéspedes que aquella noche habían alojado
en ella, viendo a toda la gente ocupada en
saber lo que los cuatro buscaban, habían
intentado a irse sin pagar lo que debían; mas
el ventero, que atendía más a su negocio que
a los ajenos, les asió al salir de la puerta y
pidió su paga, y les afeó su mala intención
con tales palabras, que les movió a que le
respondiesen con los puños; y así, le
comenzaron a dar tal mano, que el pobre
ventero tuvo necesidad de dar voces y pedir
socorro. La ventera y su hija no vieron a otro
más desocupado para poder socorrerle que a
don Quijote, a quien la hija de la ventera
dijo:
—Socorra vuestra merced, señor caballero,
por la virtud que Dios le dio, a mi pobre
padre, que dos malos hombres le están
moliendo como a cibera.
A lo cual respondió don Quijote, muy de
espacio y con mucha flema:
—Fermosa doncella, no ha lugar por ahora
vuestra petición, porque estoy impedido de
entremeterme en otra aventura en tanto que
no diere cima a una en que mi palabra me ha
puesto. Mas lo que yo podré hacer por
serviros es lo que ahora diré: corred y decid a
vuestro padre que se entretenga en esa
batalla lo mejor que pudiere, y que no se
deje vencer en ningún modo, en tanto que yo
pido licencia a la princesa Micomicona para
poder socorrerle en su cuita; que si ella me la
da, tened por cierto que yo le sacaré della.
—¡Pecadora de mí!
—dijo a esto Maritornes,
que estaba delante
—: primero que vuestra
merced alcance esa licencia que dice, estará
ya mi señor en el otro mundo.
—Dadme vos, señora, que yo alcance la
licencia que digo
—respondió don Quijote
—;
que, como yo la tenga, poco hará al caso que
él esté en el otro mundo; que de allí le sacaré
a pesar del mismo mundo que lo contradiga;
o, por lo menos, os daré tal venganza de los
que allá le hubieren enviado, que quedéis
más que medianamente satisfechas.
Y sin decir más se fue a poner de hinojos
ante Dorotea, pidiéndole con palabras
caballerescas y andantescas que la su
grandeza fuese servida de darle licencia de
acorrer y socorrer al castellano de aquel
castillo, que estaba puesto en una grave
mengua. La princesa se la dio de buen
talante, y él luego, embrazando su adarga y
poniendo mano a su espada, acudió a la
puerta de la venta, adonde aún todavía traían
los dos huéspedes a mal traer al ventero;
pero, así como llegó, embazó y se estuvo
quedo, aunque Maritornes y la ventera le
decían que en qué se detenía, que socorriese
a su señor y marido.
—Deténgome
—dijo don Quijote
— porque
no me es lícito poner mano a la espada
contra gente escuderil; pero llamadme aquí a
mi escudero Sancho, que a él toca y atañe
esta defensa y venganza.
Esto pasaba en la puerta de la venta, y en
ella andaban las puñadas y mojicones muy en
su punto, todo en daño del ventero y en rabia
de Maritornes, la ventera y su hija, que se
desesperaban de ver la cobardía de don
Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido,
señor y padre.
Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le
socorra, o si no, sufra y calle el que se atreve
a más de a lo que sus fuerzas le prometen, y
volvámonos atrás cincuenta pasos, a ver qué
fue lo que don Luis respondió al oidor, que le
dejamos aparte, preguntándole la causa de
su venida a pie y de tan vil traje vestido. A lo
cual el mozo, asiéndole fuertemente de las
manos, como en señal de que algún gran
dolor le apretaba el corazón, y derramando
lágrimas en grande abundancia, le dijo:
—Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino
que desde el punto que quiso el cielo y
facilitó nuestra vecindad que yo viese a mi
señora doña Clara, hija vuestra y señora mía,
desde aquel instante la hice dueño de mi
voluntad; y si la vuestra, verdadero señor y
padre mío, no lo impide, en este mesmo día
ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de
mi padre, y por ella me puse en este traje,
para seguirla dondequiera que fuese, como la
saeta al blanco, o como el marinero al norte.
Ella no sabe de mis deseos más de lo que ha
podido entender de algunas veces que desde
lejos ha visto llorar mis ojos. Ya, señor,
sabéis la riqueza y la nobleza de mis padres,
y como yo soy su único heredero: si os
parece que éstas son partes para que os
aventuréis a hacerme en todo venturoso,
recebidme luego por vuestro hijo; que si mi
padre, llevado de otros disignios suyos, no
gustare deste bien que yo supe buscarme,
más fuerza tiene el tiempo para deshacer y
mudar las cosas que las humanas voluntades.
Calló, en diciendo esto, el enamorado
mancebo, y el oidor quedó en oírle suspenso,
confuso y admirado, así de haber oído el
modo y la discreción con que don Luis le
había descubierto su pensamiento, como de
verse en punto que no sabía el que poder
tomar en tan repentino y no esperado
negocio; y así, no respondió otra cosa sino
que se sosegase por entonces, y entretuviese
a sus criados, que por aquel día no le
volviesen, porque se tuviese tiempo para
considerar lo que mejor a todos estuviese.
Besóle las manos por fuerza don Luis, y aun
se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera
enternecer un corazón de mármol, no sólo el
del oidor, que, como discreto, ya había
conocido cuán bien le estaba a su hija aquel
matrimonio; puesto que, si fuera posible, lo
quisiera efetuar con voluntad del padre de
don Luis, del cual sabía que pretendía hacer
de título a su hijo.
Ya a esta sazón estaban en paz los
huéspedes con el ventero, pues, por
persuasión y buenas razones de don Quijote,
más que por amenazas, le habían pagado
todo lo que él quiso, y los criados de don Luis
aguardaban el fin de la plática del oidor y la
resolución de su amo, cuando el demonio,
que no duerme, ordenó que en aquel mesmo
punto entró en la venta el barbero a quien
don Quijote quitó el yelmo de Mambrino y
Sancho Panza los aparejos del asno, que
trocó con los del suyo; el cual barbero,
llevando su jumento a la caballeriza, vio a
Sancho Panza que estaba aderezando no sé
qué de la albarda, y así como la vio la
conoció, y se atrevió a arremeter a Sancho,
diciendo:
—¡Ah don ladrón, que aquí os tengo!
¡Venga mi bacía y mi albarda, con todos mis
aparejos que me robastes!
Sancho, que se vio acometer tan de
improviso y oyó los vituperios que le decían,
con la una mano asió de la albarda, y con la
otra dio un mojicón al barbero que le bañó
los dientes en sangre; pero no por esto dejó
el barbero la presa que tenía hecha en el
albarda; antes, alzó la voz de tal manera que
todos los de la venta acudieron al ruido y
pendencia, y decía:
—¡Aquí del rey y de la justicia, que, sobre
cobrar mi hacienda, me quiere matar este
ladrón salteador de caminos!
—Mentís
—respondió Sancho
—, que yo no
soy salteador de caminos; que en buena
guerra ganó mi señor don Quijote estos
despojos.
Ya estaba don Quijote delante, con mucho
contento de ver cuán bien se defendía y
ofendía su escudero, y túvole desde allí
adelante por hombre de pro, y propuso en su
corazón de armalle caballero en la primera
ocasión que se le ofreciese, por parecerle que
sería en él bien empleada la orden de la
caballería. Entre otras cosas que el barbero
decía en el discurso de la pendencia, vino a
decir:
—Señores, así esta albarda es mía como la
muerte que debo a Dios, y así la conozco
como si la hubiera parido; y ahí está mi asno
en el establo, que no me dejará mentir; si no,
pruébensela, y si no le viniere pintiparada, yo
quedaré por infame. Y hay más: que el
mismo día que ella se me quitó, me quitaron
también una bacía de azófar nueva, que no
se había estrenado, que era señora de un
escudo.
Aquí no se pudo contener don Quijote sin
responder: y, poniéndose entre los dos y
apartándoles, depositando la albarda en el
suelo, que la tuviese de manifiesto hasta que
la verdad se aclarase, dijo:
—¡Porque vean vuestras mercedes clara y
manifiestamente el error en que está este
buen escudero, pues llama bacía a lo que fue,
es y será yelmo deMambrino, el cual se lo
quité yo en buena guerra, y me hice señor
dél con ligítima y lícita posesión! En lo del
albarda no me entremeto, que lo que en ello
sabré decir es que mi escudero Sancho me
pidió licencia para quitar los jaeces del
caballo deste vencido cobarde, y con ellos
adornar el suyo; yo se la di, y él los tomó, y,
de haberse convertido de jaez en albarda, no
sabré dar otra razón si no es la ordinaria: que
como esas transformaciones se ven en los
sucesos de la caballería; para confirmación de
lo cual, corre, Sancho hijo, y saca aquí el
yelmo que este buen hombre dice ser bacía.
—¡Pardiez, señor
—dijo Sancho
—, si no
tenemos otra prueba de nuestra intención
que la que vuestra merced dice, tan bacía es
el yelmo de Malino como el jaez deste buen
hombre albarda!
—Haz lo que te mando
—replicó don
Quijote
—, que no todas las cosas deste
castillo han de ser guiadas por
encantamento.
Sancho fue a do estaba la bacía y la trujo;
y, así como don Quijote la vio, la tomó en las
manos y dijo:
—Miren vuestras mercedes con qué cara
podía decir este escudero que ésta es bacía, y
no el yelmo que yo he dicho; y juro por la
orden de caballería que profeso que este
yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber
añadido en él ni quitado cosa alguna.
—En eso no hay duda
—dijo a esta sazón
Sancho
—, porque desde que mi señor le ganó
hasta agora no ha hecho con él más de una
batalla, cuando libró a los sin ventura
encadenados; y si no fuera por este
baciyelmo, no lo pasara entonces muy bien,
porque hubo asaz de pedradas en aquel
trance.
Capítulo XLV. Donde se
acaba de averiguar la duda
del yelmo de Mambrino y de
la albarda, y otras aventuras
sucedidas, con toda verdad
—¿Qué les parece a vuestras mercedes,
señores
—dijo el barbero
—, de lo que afirman
estos gentiles hombres, pues aún porfían que
ésta no es bacía, sino yelmo?
—Y quien lo contrario dijere
—dijo don
Quijote
—, le haré yo conocer que miente, si
fuere caballero, y si escudero, que remiente
mil veces.
Nuestro barbero, que a todo estaba
presente, como tenía tan bien conocido el
humor de don Quijote, quiso esforzar su
desatino y llevar adelante la burla para que
todos riesen, y dijo, hablando con el otro
barbero:
—Señor barbero, o quien sois, sabed que yo
también soy de vuestro oficio, y tengo más
ha de veinte años carta de examen, y
conozco muy bien de todos los instrumentos
de la barbería, sin que le falte uno; y ni más
ni menos fui un tiempo en mi mocedad
soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es
morrión, y celada de encaje, y otras cosas
tocantes a la milicia, digo, a los géneros de
armas de los soldados; y digo, salvo mejor
parecer, remitiéndome siempre al mejor
entendimiento, que esta pieza que está aquí
delante y que este buen señor tiene en las
manos, no sólo no es bacía de barbero, pero
está tan lejos de serlo como está lejos lo
blanco de lo negro y la verdad de la mentira;
también digo que éste, aunque es yelmo, no
es yelmo entero.
—No, por cierto
—dijo don Quijote
—,
porque le falta la mitad, que es la babera.
—Así es
—dijo el cura, que ya había
entendido la intención de su amigo el
barbero.
Y lo mismo confirmó Cardenio, don
Fernando y sus camaradas; y aun el oidor, si
no estuviera tan pensativo con el negocio de
don Luis, ayudara, por su parte, a la burla;
pero las veras de lo que pensaba le tenían
tan suspenso, que poco o nada atendía a
aquellos donaires.
—¡Válame Dios!
—dijo a esta sazón el
barbero burlado
—; ¿que es posible que tanta
gente honrada diga que ésta no es bacía, sino
yelmo? Cosa parece ésta que puede poner en
admiración a toda una Universidad, por
discreta que sea. Basta: si es que esta bacía
es yelmo, también debe de ser esta albarda
jaez de caballo, como este señor ha dicho.
—A mí albarda me parece
—dijo don
Quijote
—, pero ya he dicho que en eso no me
entremeto.
—De que sea albarda o jaez
—dijo el cura
—
no está en más de decirlo el señor don
Quijote; que en estas cosas de la caballería
todos estos señores y yo le damos la ventaja.
—Por Dios, señores míos
—dijo don
Quijote
—, que son tantas y tan estrañas las
cosas que en este castillo, en dos veces que
en él he alojado, me han sucedido, que no
me atreva a decir afirmativamente ninguna
cosa de lo que acerca de lo que en él se
contiene se preguntare, porque imagino que
cuanto en él se trata va por vía de
encantamento. La primera vez me fatigó
mucho un moro encantado que en él hay, y a
Sancho no le fue muy bien con otros sus
secuaces; y anoche estuve colgado deste
brazo casi dos horas, sin saber cómo ni cómo
no vine a caer en aquella desgracia. Así que,
ponerme yo agora en cosa de tanta confusión
a dar mi parecer, será caer en juicio
temerario. En lo que toca a lo que dicen que
ésta es bacía, y no yelmo, ya yo tengo
respondido; pero, en lo de declarar si ésa es
albarda o jaez, no me atrevo a dar sentencia
difinitiva: sólo lo dejo al buen parecer de
vuestras mercedes. Quizá por no ser armados
caballeros, como yo lo soy, no tendrán que
ver con vuestras mercedes los
encantamentos deste lugar, y tendrán los
entendimientos libres, y podrán juzgar de las
cosas deste castillo como ellas son real y
verdaderamente, y no como a mí me
parecían.
—No hay duda
—respondió a esto don
Fernando
—, sino que el señor don Quijote ha
dicho muy bien hoy que a nosotros toca la
difinición deste caso; y, porque vaya con más
fundamento, yo tomaré en secreto los votos
destos señores, y de lo que resultare daré
entera y clara noticia.
Para aquellos que la tenían del humor de
don Quijote, era todo esto materia de
grandísima risa; pero, para los que le
ignoraban, les parecía el mayor disparate del
mundo, especialmente a los cuatro criados de
don Luis, y a don Luis ni más ni menos, y a
otros tres pasajeros que acaso habían llegado
a la venta, que tenían parecer de ser
cuadrilleros, como, en efeto, lo eran. Pero el
que más se desesperaba era el barbero, cuya
bacía, allí delante de sus ojos, se le había
vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya albarda
pensaba sin duda alguna que se le había de
volver en jaez rico de caballo; y los unos y
los otros se reían de ver cómo andaba don
Fernando tomando los votos de unos en
otros, hablándolos al oído para que en
secreto declarasen si era albarda o jaez
aquella joya sobre quien tanto se había
peleado. Y, después que hubo tomado los
votos de aquellos que a don Quijote conocían,
dijo en alta voz:
—El caso es, buen hombre, que ya yo estoy
cansado de tomar tantos pareceres, porque
veo que a ninguno pregunto lo que deseo
saber que no me diga que es disparate el
decir que ésta sea albarda de jumento, sino
jaez de caballo, y aun de caballo castizo; y
así, habréis de tener paciencia, porque, a
vuestro pesar y al de vuestro asno, éste es
jaez y no albarda, y vos habéis alegado y
probado muy mal de vuestra parte.
—No la tenga yo en el cielo
—dijo el
sobrebarbero
— si todos vuestras mercedes
no se engañan, y que así parezca mi ánima
ante Dios como ella me parece a mí albarda,
y no jaez; pero allá van leyes..., etcétera; y
no digo más; y en verdad que no estoy
borracho: que no me he desayunado, si de
pecar no.
No menos causaban risa las necedades que
decía el barbero que los disparates de don
Quijote, el cual a esta sazón dijo:
—Aquí no hay más que hacer, sino que cada
uno tome lo que es suyo, y a quien Dios se la
dio, San Pedro se la bendiga.
Uno de los cuatro dijo:
—Si ya no es que esto sea burla pesada, no
me puedo persuadir que hombres de tan
buen entendimiento como son, o parecen,
todos los que aquí están, se atrevan a decir y
afirmar que ésta no es bacía, ni aquélla
albarda; mas, como veo que lo afirman y lo
dicen, me doy a entender que no carece de
misterio el porfiar una cosa tan contraria de
lo que nos muestra la misma verdad y la
misma experiencia; porque, ¡voto a tal!
—y
arrojóle redondo
—, que no me den a mí a
entender cuantos hoy viven en el mundo al
revés de que ésta no sea bacía de barbero y
ésta albarda de asno.
—Bien podría ser de borrica
—dijo el cura.
—Tanto monta
—dijo el criado
—, que el
caso no consiste en eso, sino en si es o no es
albarda, como vuestras mercedes dicen.
Oyendo esto uno de los cuadrilleros que
habían entrado, que había oído la pendencia
y quistión, lleno de cólera y de enfado, dijo:
—Tan albarda es como mi padre; y el que
otra cosa ha dicho o dijere debe de estar
hecho uva.
—Mentís como bellaco villano
—respondió
don Quijote.
Y, alzando el lanzón, que nunca le dejaba
de las manos, le iba a descargar tal golpe
sobre la cabeza, que, a no desviarse el
cuadrillero, se le dejara allí tendido. El lanzón
se hizo pedazos en el suelo, y los demás
cuadrilleros, que vieron tratar mal a su
compañero, alzaron la voz pidiendo favor a la
Santa Hermandad.
El ventero, que era de la cuadrilla, entró al
punto por su varilla y por su espada, y se
puso al lado de sus compañeros; los criados
de don Luis rodearon a don Luis, porque con
el alboroto no se les fuese; el barbero, viendo
la casa revuelta, tornó a asir de su albarda, y
lo mismo hizo Sancho; don Quijote puso
mano a su espada y arremetió a los
cuadrilleros. Don Luis daba voces a sus
criados que le dejasen a él y acorriesen a don
Quijote, y a Cardenio, y a don Fernando, que
todos favorecían a don Quijote. El cura daba
voces, la ventera gritaba, su hija se afligía,
Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa,
Luscinda suspensa y doña Clara desmayada.
El barbero aporreaba a Sancho, Sancho molía
al barbero; don Luis, a quien un criado suyo
se atrevió a asirle del brazo porque no se
fuese, le dio una puñada que le bañó los
dientes en sangre; el oidor le defendía, don
Fernando tenía debajo de sus pies a un
cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos
muy a su sabor. El ventero tornó a reforzar la
voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad: de
modo que toda la venta era llantos, voces,
gritos, confusiones, temores, sobresaltos,
desgracias, cuchilladas, mojicones, palos,
coces y efusión de sangre. Y, en la mitad
deste caos, máquina y laberinto de cosas, se
le representó en la memoria de don Quijote
que se veía metido de hoz y de coz en la
discordia del campo de Agramante; y así dijo,
con voz que atronaba la venta:
—¡Ténganse todos; todos envainen; todos
se sosieguen; óiganme todos, si todos
quieren quedar con vida!
A cuya gran voz, todos se pararon, y él
prosiguió diciendo:
—¿No os dije yo, señores, que este castillo
era encantado, y que alguna región de
demonios debe de habitar en él? En
confirmación de lo cual, quiero que veáis por
vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y
trasladado entre nosotros la discordia del
campo de Agramante. Mirad cómo allí se
pelea por la espada, aquí por el caballo,
acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos
peleamos, y todos no nos entendemos.
Venga, pues, vuestra merced, señor oidor, y
vuestra merced, señor cura, y el uno sirva de
rey Agramante, y el otro de rey Sobrino, y
pónganos en paz; porque por Dios
Todopoderoso que es gran bellaquería que
tanta gente principal como aquí estamos se
mate por causas tan livianas.
Los cuadrilleros, que no entendían el frasis
de don Quijote, y se veían malparados de don
Fernando, Cardenio y sus camaradas, no
querían sosegarse; el barbero sí, porque en la
pendencia tenía deshechas las barbas y el
albarda; Sancho, a la más mínima voz de su
amo, obedeció como buen criado; los cuatro
criados de don Luis también se estuvieron
quedos, viendo cuán poco les iba en no
estarlo. Sólo el ventero porfiaba que se
habían de castigar las insolencias de aquel
loco, que a cada paso le alborotaba la venta.
Finalmente, el rumor se apaciguó por
entonces, la albarda se quedó por jaez hasta
el día del juicio, y la bacía por yelmo y la
venta por castillo en la imaginación de don
Quijote.
Puestos, pues, ya en sosiego, y hechos
amigos todos a persuasión del oidor y del
cura, volvieron los criados de don Luis a
porfiarle que al momento se viniese con ellos;
y, en tanto que él con ellos se avenía, el oidor
comunicó con don Fernando, Cardenio y el
cura qué debía hacer en aquel caso,
contándoseles con las razones que don Luis le
había dicho. En fin, fue acordado que don
Fernando dijese a los criados de don Luis
quién él era y cómo era su gusto que don
Luis se fuese con él al Andalucía, donde de su
hermano el marqués sería estimado como el
valor de don Luis merecía; porque desta
manera se sabía de la intención de don Luis
que no volvería por aquella vez a los ojos de
su padre, si le hiciesen pedazos. Entendida,
pues, de los cuatro la calidad de don
Fernando y la intención de don Luis,
determinaron entre ellos que los tres se
volviesen a contar lo que pasaba a su padre,
y el otro se quedase a servir a don Luis, y a
no dejalle hasta que ellos volviesen por él, o
viese lo que su padre les ordenaba.
Desta manera se apaciguó aquella máquina
de pendencias, por la autoridad de
Agramante y prudencia del rey Sobrino; pero,
viéndose el enemigo de la concordia y el
émulo de la paz menospreciado y burlado, y
el poco fruto que había granjeado de haberlos
puesto a todos en tan confuso laberinto,
acordó de probar otra vez la mano,
resucitando nuevas pendencias y
desasosiegos.
Es, pues, el caso que los cuadrilleros se
sosegaron, por haber entreoído la calidad de
los que con ellos se habían combatido, y se
retiraron de la pendencia, por parecerles que,
de cualquiera manera que sucediese, habían
de llevar lo peor de la batalla; pero uno
dellos, que fue el que fue molido y pateado
por don Fernando, le vino a la memoria que,
entre algunos mandamientos que traía para
prender a algunos delincuentes, traía uno
contra don Quijote, a quien la Santa
Hermandad había mandado prender, por la
libertad que dio a los galeotes, y como
Sancho, con mucha razón, había temido.
Imaginando, pues, esto, quiso certificarse si
las señas que de don Quijote traía venían
bien, y, sacando del seno un pergamino, topó
con el que buscaba; y, poniéndosele a leer de
espacio, porque no era buen lector, a cada
palabra que leía ponía los ojos en don
Quijote, y iba cotejando las señas del
mandamiento con el rostro de don Quijote, y
halló que, sin duda alguna, era el que el
mandamiento rezaba. Y, apenas se hubo
certificado, cuando, recogiendo su
pergamino, en la izquierda tomó el
mandamiento, y con la derecha asió a don
Quijote del cuello fuertemente, que no le
dejaba alentar, y a grandes voces decía:
—¡Favor a la Santa Hermandad! Y, para que
se vea que lo pido de veras, léase este
mandamiento, donde se contiene que se
prenda a este salteador de caminos.
Tomó el mandamiento el cura, y vio como
era verdad cuanto el cuadrillero decía, y
cómo convenía con las señas con don
Quijote; el cual, viéndose tratar mal de aquel
villano malandrín, puesta la cólera en su
punto y crujiéndole los huesos de su cuerpo,
como mejor pudo él, asió al cuadrillero con
entrambas manos de la garganta, que, a no
ser socorrido de sus compañeros, allí dejara
la vida antes que don Quijote la presa. El
ventero, que por fuerza había de favorecer a
los de su oficio, acudió luego a dalle favor. La
ventera, que vio de nuevo a su marido en
pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor
le llevaron luego Maritornes y su hija,
pidiendo favor al cielo y a los que allí
estaban. Sancho dijo, viendo lo que pasaba:
—¡Vive el Señor, que es verdad cuanto mi
amo dice de los encantos deste castillo, pues
no es posible vivir una hora con quietud en
él!
Don Fernando despartió al cuadrillero y a
don Quijote, y, con gusto de entrambos, les
desenclavijó las manos, que el uno en el
collar del sayo del uno, y el otro en la
garganta del otro, bien asidas tenían; pero no
por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su
preso, y que les ayudasen a dársele atado y
entregado a toda su voluntad, porque así
convenía al servicio del rey y de la Santa
Hermandad, de cuya parte de nuevo les
pedían socorro y favor para hacer aquella
prisión de aquel robador y salteador de
sendas y de carreras. Reíase de oír decir
estas razones don Quijote; y, con mucho
sosiego, dijo:
—Venid acá, gente soez y malnacida:
¿saltear de caminos llamáis al dar libertad a
los encadenados, soltar los presos, acorrer a
los miserables, alzar los caídos, remediar los
menesterosos? ¡Ah gente infame, digna por
vuestro bajo y vil entendimiento que el cielo
no os comunique el valor que se encierra en
la caballería andante, ni os dé a entender el
pecado e ignorancia en que estáis en no
reverenciar la sombra, cuanto más la
asistencia, de cualquier caballero andante!
Venid acá, ladrones en cuadrilla, que no
cuadrilleros, salteadores de caminos con
licencia de la Santa Hermandad; decidme:
¿quién fue el ignorante que firmó
mandamiento de prisión contra un tal
caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró
que son esentos de todo judicial fuero los
caballeros andantes, y que su ley es su
espada; sus fueros, sus bríos; sus
premáticas, su voluntad? ¿Quién fue el
mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que
no hay secutoria de hidalgo con tantas
preeminencias, ni esenciones, como la que
adquiere un caballero andante el día que se
arma caballero y se entrega al duro ejercicio
de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó
pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda
forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le
llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué
castellano le acogió en su castillo que le
hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le
asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le
aficionó y se le entregó rendida, a todo su
talante y voluntad? Y, finalmente, ¿qué
caballero andante ha habido, hay ni habrá en
el mundo, que no tenga bríos para dar él solo
cuatrocientos palos a cuatrocientos
cuadrilleros que se le pongan delante?
Capítulo XLVI. De la
notable aventura de los
cuadrilleros, y la gran
ferocidad de nuestro buen
caballero don Quijote
En tanto que don Quijote esto decía, estaba
persuadiendo el cura a los cuadrilleros como
don Quijote era falto de juicio, como lo veían
por sus obras y por sus palabras, y que no
tenían para qué llevar aquel negocio
adelante, pues, aunque le prendiesen y
llevasen, luego le habían de dejar por loco; a
lo que respondió el del mandamiento que a él
no tocaba juzgar de la locura de don Quijote,
sino hacer lo que por su mayor le era
mandado, y que una vez preso, siquiera le
soltasen trecientas.
—Con todo eso
—dijo el cura
—, por esta
vez no le habéis de llevar, ni aun él dejará
llevarse, a lo que yo entiendo.
En efeto, tanto les supo el cura decir, y
tantas locuras supo don Quijote hacer, que
más locos fueran que no él los cuadrilleros si
no conocieran la falta de don Quijote; y así,
tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de
ser medianeros de hacer las paces entre el
barbero y Sancho Panza, que todavía asistían
con gran rancor a su pendencia. Finalmente,
ellos, como miembros de justicia, mediaron la
causa y fueron árbitros della, de tal modo
que ambas partes quedaron, si no del todo
contentas, a lo menos en algo satisfechas,
porque se trocaron las albardas, y no las
cinchas y jáquimas; y en lo que tocaba a lo
del yelmo de Mambrino, el cura, a socapa y
sin que don Quijote lo entendiese, le dio por
la bacía ocho reales, y el barbero le hizo una
cédula del recibo y de no llamarse a engaño
por entonces, ni por siempre jamás amén.
Sosegadas, pues, estas dos pendencias,
que eran las más principales y de más tomo,
restaba que los criados de don Luis se
contentasen de volver los tres, y que el uno
quedase para acompañarle donde don
Fernando le quería llevar; y, como ya la
buena suerte y mejor fortuna había
comenzado a romper lanzas y a facilitar
dificultades en favor de los amantes de la
venta y de los valientes della, quiso llevarlo al
cabo y dar a todo felice suceso, porque los
criados se contentaron de cuanto don Luis
quería; de que recibió tanto contento doña
Clara, que ninguno en aquella sazón la mirara
al rostro que no conociera el regocijo de su
alma.
Zoraida, aunque no entendía bien todos los
sucesos que había visto, se entristecía y
alegraba a bulto, conforme veía y notaba los
semblantes a cada uno, especialmente de su
español, en quien tenía siempre puestos los
ojos y traía colgada el alma. El ventero, a
quien no se le pasó por alto la dádiva y
recompensa que el cura había hecho al
barbero, pidió el escote de don Quijote, con
el menoscabo de sus cueros y falta de vino,
jurando que no saldría de la venta Rocinante,
ni el jumento de Sancho, sin que se le pagase
primero hasta el último ardite. Todo lo
apaciguó el cura, y lo pagó don Fernando,
puesto que el oidor, de muy buena voluntad,
había también ofrecido la paga; y de tal
manera quedaron todos en paz y sosiego,
que ya no parecía la venta la discordia del
campo de Agramante, como don Quijote
había dicho, sino la misma paz y quietud del
tiempo de Otaviano; de todo lo cual fue
común opinión que se debían dar las gracias
a la buena intención y mucha elocuencia del
señor cura y a la incomparable liberalidad de
don Fernando.
Viéndose, pues, don Quijote libre y
desembarazado de tantas pendencias, así de
su escudero como suyas, le pareció que sería
bien seguir su comenzado viaje y dar fin a
aquella grande aventura para que había sido
llamado y escogido; y así, con resoluta
determinación se fue a poner de hinojos ante
Dorotea, la cual no le consintió que hablase
palabra hasta que se levantase; y él, por
obedecella, se puso en pie y le dijo:
—Es común proverbio, fermosa señora, que
la diligencia es madre de la buena ventura, y
en muchas y graves cosas ha mostrado la
experiencia que la solicitud del negociante
trae a buen fin el pleito dudoso; pero en
ningunas cosas se muestra más esta verdad
que en las de la guerra, adonde la celeridad y
presteza previene los discursos del enemigo,
y alcanza la vitoria antes que el contrario se
ponga en defensa. Todo esto digo, alta y
preciosa señora, porque me parece que la
estada nuestra en este castillo ya es sin
provecho, y podría sernos de tanto daño que
lo echásemos de ver algún día; porque,
¿quién sabe si por ocultas espías y diligentes
habrá sabido ya vuestro enemigo el gigante
de que yo voy a destruille?; y, dándole lugar
el tiempo, se fortificase en algún
inexpugnable castillo o fortaleza contra quien
valiesen poco mis diligencias y la fuerza de
mi incansable brazo. Así que, señora mía,
prevengamos, como tengo dicho, con nuestra
diligencia sus designios, y partámonos luego
a la buena ventura; que no está más de
tenerla vuestra grandeza como desea, de
cuanto yo tarde de verme con vuestro
contrario.
Calló y no dijo más don Quijote, y esperó
con mucho sosiego la respuesta de la
fermosa infanta; la cual, con ademán señoril
y acomodado al estilo de don Quijote, le
respondió desta manera:
—Yo os agradezco, señor caballero, el
deseo que mostráis tener de favorecerme en
mi gran cuita, bien así como caballero, a
quien es anejo y concerniente favorecer los
huérfanos y menesterosos; y quiera el cielo
que el vuestro y mi deseo se cumplan, para
que veáis que hay agradecidas mujeres en el
mundo. Y en lo de mi partida, sea luego; que
yo no tengo más voluntad que la vuestra:
disponed vos de mí a toda vuestra guisa y
talante; que la que una vez os entregó la
defensa de su persona y puso en vuestras
manos la restauración de sus señoríos no ha
de querer ir contra lo que la vuestra
prudencia ordenare.
—A la mano de Dios
—dijo don Quijote
—;
pues así es que una señora se me humilla, no
quiero yo perder la ocasión de levantalla y
ponella en su heredado trono. La partida sea
luego, porque me va poniendo espuelas al
deseo y al camino lo que suele decirse que en
la tardanza está el peligro. Y, pues no ha
criado el cielo, ni visto el infierno, ninguno
que me espante ni acobarde, ensilla, Sancho,
a Rocinante, y apareja tu jumento y el
palafrén de la reina, y despidámonos del
castellano y destos señores, y vamos de aquí
luego al punto.
Sancho, que a todo estaba presente, dijo,
meneando la cabeza a una parte y a otra:
—¡Ay señor, señor, y cómo hay más mal en
el aldegüela que se suena, con perdón sea
dicho de las tocadas honradas!
—¿Qué mal puede haber en ninguna aldea,
ni en todas las ciudades del mundo, que
pueda sonarse en menoscabo mío, villano?
—Si vuestra merced se enoja
—respondió
Sancho
—, yo callaré, y dejaré de decir lo que
soy obligado como buen escudero, y como
debe un buen criado decir a su señor.
—Di lo que quisieres
—replicó don Quijote
—
, como tus palabras no se encaminen a
ponerme miedo; que si tú le tienes, haces
como quien eres, y si yo no le tengo, hago
como quien soy.
—No es eso, ¡pecador fui yo a Dios!
—
respondió Sancho
—, sino que yo tengo por
cierto y por averiguado que esta señora que
se dice ser reina del gran reino Micomicón no
lo es más que mi madre; porque, a ser lo que
ella dice, no se anduviera hocicando con
alguno de los que están en la rueda, a vuelta
de cabeza y a cada traspuesta.
Paróse colorada con las razones de Sancho
Dorotea, porque era verdad que su esposo
don Fernando, alguna vez, a hurto de otros
ojos, había cogido con los labios parte del
premio que merecían sus deseos (lo cual
había visto Sancho, y pareciéndole que
aquella desenvoltura más era de dama
cortesana que de reina de tan gran reino), y
no pudo ni quiso responder palabra a Sancho,
sino dejóle proseguir en su plática, y él fue
diciendo:
—Esto digo, señor, porque, si al cabo de
haber andado caminos y carreras, y pasado
malas noches y peores días, ha de venir a
coger el fruto de nuestros trabajos el que se
está holgando en esta venta, no hay para qué
darme priesa a que ensille a Rocinante,
albarde el jumento y aderece al palafrén,
pues será mejor que nos estemos quedos, y
cada puta hile, y comamos.
¡Oh, válame Dios, y cuán grande que fue el
enojo que recibió don Quijote, oyendo las
descompuestas palabras de su escudero!
Digo que fue tanto, que, con voz atropellada
y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por
los ojos, dijo:
—¡Oh bellaco villano, mal mirado,
descompuesto, ignorante, infacundo,
deslenguado, atrevido, murmurador y
maldiciente! ¿Tales palabras has osado decir
en mi presencia y en la destas ínclitas
señoras, y tales deshonestidades y
atrevimientos osaste poner en tu confusa
imaginación? ¡Vete de mi presencia,
monstruo de naturaleza, depositario de
mentiras, almario de embustes, silo de
bellaquerías, inventor de maldades,
publicador de sandeces, enemigo del decoro
que se debe a las reales personas! ¡Vete; no
parezcas delante de mí, so pena de mi ira!
Y, diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó
los carrillos, miró a todas partes, y dio con el
pie derecho una gran patada en el suelo,
señales todas de la ira que encerraba en sus
entrañas. A cuyas palabras y furibundos
ademanes quedó Sancho tan encogido y
medroso, que se holgara que en aquel
instante se abriera debajo de sus pies la
tierra y le tragara. Y no supo qué hacerse,
sino volver las espaldas y quitarse de la
enojada presencia de su señor. Pero la
discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya
el humor de don Quijote, dijo, para templarle
la ira:
—No os despechéis, señor Caballero de la
Triste Figura, de las sandeces que vuestro
buen escudero ha dicho, porque quizá no las
debe de decir sin ocasión, ni de su buen
entendimiento y cristiana conciencia se puede
sospechar que levante testimonio a nadie; y
así, se ha de creer, sin poner duda en ello,
que, como en este castillo, según vos, señor
caballero, decís, todas las cosas van y
suceden por modo de encantamento, podría
ser, digo, que Sancho hubiese visto por esta
diabólica vía lo que él dice que vio, tan en
ofensa de mi honestidad.
—Por el omnipotente Dios juro
—dijo a esta
sazón don Quijote
—, que la vuestra grandeza
ha dado en el punto, y que alguna mala
visión se le puso delante a este pecador de
Sancho, que le hizo ver lo que fuera
imposible verse de otro modo que por el de
encantos no fuera; que sé yo bien de la
bondad e inocencia deste desdichado, que no
sabe levantar testimonios a nadie.
—Ansí es y ansí será
—dijo don Fernando
—;
por lo cual debe vuestra merced, señor don
Quijote, perdonalle y reducille al gremio de su
gracia, sicut erat in principio, antes que las
tales visiones le sacasen de juicio. Don
Quijote respondió que él le perdonaba, y el
cura fue por Sancho, el cual vino muy
humilde, y, hincándose de rodillas, pidió la
mano a su amo; y él se la dio, y, después de
habérsela dejado besar, le echó la bendición,
diciendo:
—Agora acabarás de conocer, Sancho hijo,
ser verdad lo que yo otras muchas veces te
he dicho de que todas las cosas deste castillo
son hechas por vía de encantamento.
—Así lo creo yo
—dijo Sancho
—, excepto
aquello de la manta, que realmente sucedió
por vía ordinaria.
—No lo creas
—respondió don Quijote
—;
que si así fuera, yo te vengara entonces, y
aun agora; pero ni entonces ni agora pude ni
vi en quién tomar venganza de tu agravio.
Desearon saber todos qué era aquello de la
manta, y el ventero lo contó, punto por
punto: la volatería de Sancho Panza, de que
no poco se rieron todos; y de que no menos
se corriera Sancho, si de nuevo no le
asegurara su amo que era encantamento;
puesto que jamás llegó la sandez de Sancho
a tanto, que creyese no ser verdad pura y
averiguada, sin mezcla de engaño alguno, lo
de haber sido manteado por personas de
carne y hueso, y no por fantasmas soñadas ni
imaginadas, como su señor lo creía y lo
afirmaba.
Dos días eran ya pasados los que había que
toda aquella ilustre compañía estaba en la
venta; y, pareciéndoles que ya era tiempo de
partirse, dieron orden para que, sin ponerse
al trabajo de volver Dorotea y don Fernando
con don Quijote a su aldea, con la invención
de la libertad de la reina Micomicona,
pudiesen el cura y el barbero llevársele, como
deseaban, y procurar la cura de su locura en
su tierra. Y lo que ordenaron fue que se
concertaron con un carretero de bueyes que
acaso acertó a pasar por allí, para que lo
llevase en esta forma: hicieron una como
jaula de palos enrejados, capaz que pudiese
en ella caber holgadamente don Quijote; y
luego don Fernando y sus camaradas, con los
criados de don Luis y los cuadrilleros,
juntamente con el ventero, todos por orden y
parecer del cura, se cubrieron los rostros y se
disfrazaron, quién de una manera y quién de
otra, de modo que a don Quijote le pareciese
ser otra gente de la que en aquel castillo
había visto.
Hecho esto, con grandísimo silencio se
entraron adonde él estaba durmiendo y
descansando de las pasadas refriegas.
Llegáronse a él, que libre y seguro de tal
acontecimiento dormía, y, asiéndole
fuertemente, le ataron muy bien las manos y
los pies, de modo que, cuando él despertó
con sobresalto, no pudo menearse, ni hacer
otra cosa más que admirarse y suspenderse
de ver delante de sí tan estraños visajes; y
luego dio en la cuenta de lo que su continua y
desvariada imaginación le representaba, y se
creyó que todas aquellas figuras eran
fantasmas de aquel encantado castillo, y que,
sin duda alguna, ya estaba encantado, pues
no se podía menear ni defender: todo a punto
como había pensado que sucedería el cura,
trazador desta máquina. Sólo Sancho, de
todos los presentes, estaba en su mesmo
juicio y en su mesma figura; el cual, aunque
le faltaba bien poco para tener la mesma
enfermedad de su amo, no dejó de conocer
quién eran todas aquellas contrahechas
figuras; mas no osó descoser su boca, hasta
ver en qué paraba aquel asalto y prisión de
su amo, el cual tampoco hablaba palabra,
atendiendo a ver el paradero de su desgracia;
que fue que, trayendo allí la jaula, le
encerraron dentro, y le clavaron los maderos
tan fuertemente que no se pudieran romper a
dos tirones.
Tomáronle luego en hombros, y, al salir del
aposento, se oyó una voz temerosa, todo
cuanto la supo formar el barbero, no el del
albarda, sino el otro, que decía:
—¡Oh Caballero de la Triste Figura!, no te
dé afincamiento la prisión en que vas, porque
así conviene para acabar más presto la
aventura en que tu gran esfuerzo te puso; la
cual se acabará cuando el furibundo león
manchado con la blanca paloma tobosina
yoguieren en uno, ya después de humilladas
las altas cervices al blando yugo
matrimoñesco; de cuyo inaudito consorcio
saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros,
que imitarán las rumpantes garras del
valeroso padre. Y esto será antes que el
seguidor de la fugitiva ninfa faga dos vegadas
la visita de las lucientes imágines con su
rápido y natural curso. Y tú, ¡oh, el más noble
y obediente escudero que tuvo espada en
cinta, barbas en rostro y olfato en las
narices!, no te desmaye ni descontente ver
llevar ansí delante de tus ojos mesmos a la
flor de la caballería andante; que presto, si al
plasmador del mundo le place, te verás tan
alto y tan sublimado que no te conozcas, y no
saldrán defraudadas las promesas que te ha
fecho tu buen señor. Y asegúrote, de parte de
la sabia Mentironiana, que tu salario te sea
pagado, como lo verás por la obra; y sigue
las pisadas del valeroso y encantado
caballero, que conviene que vayas donde
paréis entrambos. Y, porque no me es lícito
decir otra cosa, a Dios quedad, que yo me
vuelvo adonde yo me sé.
Y, al acabar de la profecía, alzó la voz de
punto, y diminuyóla después, con tan tierno
acento, que aun los sabidores de la burla
estuvieron por creer que era verdad lo que
oían.
Quedó don Quijote consolado con la
escuchada profecía, porque luego coligió de
todo en todo la significación de ella; y vio que
le prometían el verse ayuntados en santo y
debido matrimonio con su querida Dulcinea
del Toboso, de cuyo felice vientre saldrían los
cachorros, que eran sus hijos, para gloria
perpetua de la Mancha. Y, creyendo esto bien
y firmemente, alzó la voz, y, dando un gran
suspiro, dijo:
—¡Oh tú, quienquiera que seas, que tanto
bien me has pronosticado!, ruégote que pidas
de mi parte al sabio encantador que mis
cosas tiene a cargo, que no me deje perecer
en esta prisión donde agora me llevan, hasta
ver cumplidas tan alegres e incomparables
promesas como son las que aquí se me han
hecho; que, como esto sea, tendré por gloria
las penas de mi cárcel, y por alivio estas
cadenas que me ciñen, y no por duro campo
de batalla este lecho en que me acuestan,
sino por cama blanda y tálamo dichoso. Y, en
lo que toca a la consolación de Sancho Panza,
mi escudero, yo confío de su bondad y buen
proceder que no me dejará en buena ni en
mala suerte; porque, cuando no suceda, por
la suya o por mi corta ventura, el poderle yo
dar la ínsula, o otra cosa equivalente que le
tengo prometida, por lo menos su salario no
podrá perderse; que en mi testamento, que
ya está hecho, dejo declarado lo que se le ha
de dar, no conforme a sus muchos y buenos
servicios, sino a la posibilidad mía.
Sancho Panza se le inclinó con mucho
comedimiento, y le besó entrambas las
manos, porque la una no pudiera, por estar
atadas entrambas.
Luego tomaron la jaula en hombros
aquellas visiones, y la acomodaron en el
carro de los bueyes.
Capítulo XLVII. Del
estraño modo con que fue
encantado don Quijote de la
Mancha, con otros famosos
sucesos
Cuando don Quijote se vio de aquella
manera enjaulado y encima del carro, dijo:
—Muchas y muy graves historias he yo leído
de caballeros andantes, pero jamás he leído,
ni visto, ni oído, que a los caballeros
encantados los lleven desta manera y con el
espacio que prometen estos perezosos y
tardíos animales; porque siempre los suelen
llevar por los aires, con estraña ligereza,
encerrados en alguna parda y escura nube, o
en algún carro de fuego, o ya sobre algún
hipogrifo o otra bestia semejante; pero que
me lleven a mí agora sobre un carro de
bueyes, ¡vive Dios que me pone en
confusión! Pero quizá la caballería y los
encantos destos nuestros tiempos deben de
seguir otro camino que siguieron los
antiguos. Y también podría ser que, como yo
soy nuevo caballero en el mundo, y el
primero que ha resucitado el ya olvidado
ejercicio de la caballería aventurera, también
nuevamente se hayan inventado otros
géneros de encantamentos y otros modos de
llevar a los encantados. ¿Qué te parece
desto, Sancho hijo?
—No sé yo lo que me parece
—respondió
Sancho
—, por no ser tan leído como vuestra
merced en las escrituras andantes; pero, con
todo eso, osaría afirmar y jurar que estas
visiones que por aquí andan, que no son del
todo católicas.
—¿Católicas? ¡Mi padre!
—respondió don
Quijote
—. ¿Cómo han de ser católicas si son
todos demonios que han tomado cuerpos
fantásticos para venir a hacer esto y a
ponerme en este estado? Y si quieres ver
esta verdad, tócalos y pálpalos, y verás como
no tienen cuerpo sino de aire, y como no
consiste más de en la apariencia.
—Par Dios, señor
—replicó Sancho
—, ya yo
los he tocado; y este diablo que aquí anda
tan solícito es rollizo de carnes, y tiene otra
propiedad muy diferente de la que yo he oído
decir que tienen los demonios; porque, según
se dice, todos huelen a piedra azufre y a
otros malos olores; pero éste huele a ámbar
de media legua.
Decía esto Sancho por don Fernando, que,
como tan señor, debía de oler a lo que
Sancho decía.
—No te maravilles deso, Sancho amigo
—
respondió don Quijote
—, porque te hago
saber que los diablos saben mucho, y, puesto
que traigan olores consigo, ellos no huelen
nada, porque son espíritus, y si huelen, no
pueden oler cosas buenas, sino malas y
hidiondas. Y la razón es que como ellos,
dondequiera que están, traen el infierno
consigo, y no pueden recebir género de alivio
alguno en sus tormentos, y el buen olor sea
cosa que deleita y contenta, no es posible
que ellos huelan cosa buena. Y si a ti te
parece que ese demonio que dices huele a
ámbar, o tú te engañas, o él quiere
engañarte con hacer que no le tengas por
demonio.
Todos estos coloquios pasaron entre amo y
criado; y, temiendo don Fernando y Cardenio
que Sancho no viniese a caer del todo en la
cuenta de su invención, a quien andaba ya
muy en los alcances, determinaron de
abreviar con la partida; y, llamando aparte al
ventero, le ordenaron que ensillase a
Rocinante y enalbardase el jumento de
Sancho; el cual lo hizo con mucha presteza.
Ya en esto, el cura se había concertado con
los cuadrilleros que le acompañasen hasta su
lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó
Cardenio del arzón de la silla de Rocinante,
del un cabo la adarga y del otro la bacía, y
por señas mandó a Sancho que subiese en su
asno y tomase de las riendas a Rocinante, y
puso a los dos lados del carro a los dos
cuadrilleros con sus escopetas. Pero, antes
que se moviese el carro, salió la ventera, su
hija y Maritornes a despedirse de don
Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su
desgracia; a quien don Quijote dijo:
—No lloréis, mis buenas señoras, que todas
estas desdichas son anexas a los que
profesan lo que yo profeso; y si estas
calamidades no me acontecieran, no me
tuviera yo por famoso caballero andante;
porque a los caballeros de poco nombre y
fama nunca les suceden semejantes casos,
porque no hay en el mundo quien se acuerde
dellos. A los valerosos sí, que tienen
envidiosos de su virtud y valentía a muchos
príncipes y a muchos otros caballeros, que
procuran por malas vías destruir a los
buenos. Pero, con todo eso, la virtud es tan
poderosa que, por sí sola, a pesar de toda la
nigromancia que supo su primer inventor,
Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y
dará de sí luz en el mundo, como la da el sol
en el cielo. Perdonadme, fermosas damas, si
algún desaguisado, por descuido mío, os he
fecho, que, de voluntad y a sabiendas, jamás
le di a nadie; y rogad a Dios me saque destas
prisiones, donde algún mal intencionado
encantador me ha puesto; que si de ellas me
veo libre, no se me caerá de la memoria las
mercedes que en este castillo me habedes
fecho, para gratificallas, servillas y
recompensallas como ellas merecen.
En tanto que las damas del castillo esto
pasaban con don Quijote, el cura y el barbero
se despidieron de don Fernando y sus
camaradas, y del capitán y de su hermano y
todas aquellas contentas señoras,
especialmente de Dorotea y Luscinda. Todos
se abrazaron y quedaron de darse noticia de
sus sucesos, diciendo don Fernando al cura
dónde había de escribirle para avisarle en lo
que paraba don Quijote, asegurándole que no
habría cosa que más gusto le diese que
saberlo; y que él, asimesmo, le avisaría de
todo aquello que él viese que podría darle
gusto, así de su casamiento como del
bautismo de Zoraida, y suceso de don Luis, y
vuelta de Luscinda a su casa. El cura ofreció
de hacer cuanto se le mandaba, con toda
puntualidad. Tornaron a abrazarse otra vez, y
otra vez tornaron a nuevos ofrecimientos.
El ventero se llegó al cura y le dio unos
papeles, diciéndole que los había hallado en
un aforro de la maleta donde se halló la
Novela del curioso impertinente, y que, pues
su dueño no había vuelto más por allí, que se
los llevase todos; que, pues él no sabía leer,
no los quería. El cura se lo agradeció, y,
abriéndolos luego, vio que al principio de lo
escrito decía: Novela de Rinconete y
Cortadillo, por donde entendió ser alguna
novela y coligió que, pues la del Curioso
impertinente había sido buena, que también
lo sería aquélla, pues podría ser fuesen todas
de un mesmo autor; y así, la guardó, con
prosupuesto de leerla cuando tuviese
comodidad.
Subió a caballo, y también su amigo el
barbero, con sus antifaces, porque no fuesen
luego conocidos de don Quijote, y pusiéronse
a caminar tras el carro. Y la orden que
llevaban era ésta: iba primero el carro,
guiándole su dueño; a los dos lados iban los
cuadrilleros, como se ha dicho, con sus
escopetas; seguía luego Sancho Panza sobre
su asno, llevando de rienda a Rocinante.
Detrás de todo esto iban el cura y el barbero
sobre sus poderosas mulas, cubiertos los
rostros, como se ha dicho, con grave y
reposado continente, no caminando más de lo
que permitía el paso tardo de los bueyes. Don
Quijote iba sentado en la jaula, las manos
atadas, tendidos los pies, y arrimado a las
verjas, con tanto silencio y tanta paciencia
como si no fuera hombre de carne, sino
estatua de piedra.
Y así, con aquel espacio y silencio
caminaron hasta dos leguas, que llegaron a
un valle, donde le pareció al boyero ser lugar
acomodado para reposar y dar pasto a los
bueyes; y, comunicándolo con el cura, fue de
parecer el barbero que caminasen un poco
más, porque él sabía, detrás de un recuesto
que cerca de allí se mostraba, había un valle
de más yerba y mucho mejor que aquel
donde parar querían. Tomóse el parecer del
barbero, y así, tornaron a proseguir su
camino.
En esto, volvió el cura el rostro, y vio que a
sus espaldas venían hasta seis o siete
hombres de a caballo, bien puestos y
aderezados, de los cuales fueron presto
alcanzados, porque caminaban no con la
flema y reposo de los bueyes, sino como
quien iba sobre mulas de canónigos y con
deseo de llegar presto a sestear a la venta,
que menos de una legua de allí se parecía.
Llegaron los diligentes a los perezosos y
saludáronse cortésmente; y uno de los que
venían, que, en resolución, era canónigo de
Toledo y señor de los demás que le
acompañaban, viendo la concertada
procesión del carro, cuadrilleros, Sancho,
Rocinante, cura y barbero, y más a don
Quijote, enjaulado y aprisionado, no pudo
dejar de preguntar qué significaba llevar
aquel hombre de aquella manera; aunque ya
se había dado a entender, viendo las
insignias de los cuadrilleros, que debía de ser
algún facinoroso salteador, o otro delincuente
cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad.
Uno de los cuadrilleros, a quien fue hecha la
pregunta, respondió ansí:
—Señor, lo que significa ir este caballero
desta manera, dígalo él, porque nosotros no
lo sabemos.
Oyó don Quijote la plática, y dijo:
—¿Por dicha vuestras mercedes, señores
caballeros, son versados y perictos en esto de
la caballería andante? Porque si lo son,
comunicaré con ellos mis desgracias, y si no,
no hay para qué me canse en decillas.
Y, a este tiempo, habían ya llegado el cura
y el barbero, viendo que los caminantes
estaban en pláticas con don Quijote de la
Mancha, para responder de modo que no
fuese descubierto su artificio.
El canónigo, a lo que don Quijote dijo,
respondió:
—En verdad, hermano, que sé más de libros
de caballerías que de las Súmulas de
Villalpando. Ansí que, si no está más que en
esto, seguramente podéis comunicar conmigo
lo que quisiéredes.
—A la mano de Dios
—replicó don Quijote
—.
Pues así es, quiero, señor caballero, que
sepades que yo voy encantado en esta jaula,
por envidia y fraude de malos encantadores;
que la virtud más es perseguida de los malos
que amada de los buenos. Caballero andante
soy, y no de aquellos de cuyos nombres
jamás la Fama se acordó para eternizarlos en
su memoria, sino de aquellos que, a
despecho y pesar de la mesma envidia, y de
cuantos magos crió Persia, bracmanes la
India, ginosofistas la Etiopía, ha de poner su
nombre en el templo de la inmortalidad para
que sirva de ejemplo y dechado en los
venideros siglos, donde los caballeros
andantes vean los pasos que han de seguir,
si quisieren llegar a la cumbre y alteza
honrosa de las armas.
—Dice verdad el señor don Quijote de la
Mancha
—dijo a esta sazón el cura
—; que él
va encantado en esta carreta, no por sus
culpas y pecados, sino por la mala intención
de aquellos a quien la virtud enfada y la
valentía enoja. Éste es, señor, el Caballero de
la Triste Figura, si ya le oístes nombrar en
algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y
grandes hechos serán escritas en bronces
duros y en eternos mármoles, por más que se
canse la envidia en escurecerlos y la malicia
en ocultarlos.
Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al
libre en semejante estilo, estuvo por hacerse
la cruz, de admirado, y no podía saber lo que
le había acontencido; y en la mesma
admiración cayeron todos los que con él
venían. En esto, Sancho Panza, que se había
acercado a oír la plática, para adobarlo todo,
dijo:
—Ahora, señores, quiéranme bien o
quiéranme mal por lo que dijere, el caso de
ello es que así va encantado mi señor don
Quijote como mi madre; él tiene su entero
juicio, él come y bebe y hace sus necesidades
como los demás hombres, y como las hacía
ayer, antes que le enjaulasen. Siendo esto
ansí, ¿cómo quieren hacerme a mí entender
que va encantado? Pues yo he oído decir a
muchas personas que los encantados ni
comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo, si
no le van a la mano, hablará más que treinta
procuradores.
Y, volviéndose a mirar al cura, prosiguió
diciendo:
—¡Ah señor cura, señor cura! ¿Pensaba
vuestra merced que no le conozco, y pensará
que yo no calo y adivino adónde se
encaminan estos nuevos encantamentos?
Pues sepa que le conozco, por más que se
encubra el rostro, y sepa que le entiendo, por
más que disimule sus embustes. En fin,
donde reina la envidia no puede vivir la
virtud, ni adonde hay escaseza la liberalidad.
!Mal haya el diablo!; que, si por su reverencia
no fuera, ésta fuera ya la hora que mi señor
estuviera casado con la infanta Micomicona, y
yo fuera conde, por lo menos, pues no se
podía esperar otra cosa, así de la bondad de
mi señor el de la Triste Figura como de la
grandeza de mis servicios. Pero ya veo que
es verdad lo que se dice por ahí: que la rueda
de la Fortuna anda más lista que una rueda
de molino, y que los que ayer estaban en
pinganitos hoy están por el suelo. De mis
hijos y de mi mujer me pesa, pues cuando
podían y debían esperar ver entrar a su padre
por sus puertas hecho gobernador o visorrey
de alguna ínsula o reino, le verán entrar
hecho mozo de caballos. Todo esto que he
dicho, señor cura, no es más de por
encarecer a su paternidad haga conciencia
del mal tratamiento que a mi señor se le
hace, y mire bien no le pida Dios en la otra
vida esta prisión de mi amo, y se le haga
cargo de todos aquellos socorros y bienes que
mi señor don Quijote deja de hacer en este
tiempo que está preso.
—¡Adóbame esos candiles!
—dijo a este
punto el barbero
—. ¿También vos, Sancho,
sois de la cofradía de vuestro amo? ¡Vive el
Señor, que voy viendo que le habéis de tener
compañía en la jaula, y que habéis de quedar
tan encantado como él, por lo que os toca de
su humor y de su caballería! En mal punto os
empreñastes de sus promesas, y en mal hora
se os entró en los cascos la ínsula que tanto
deseáis.
—Yo no estoy preñado de nadie
—respondió
Sancho
—, ni soy hombre que me dejaría
empreñar, del rey que fuese; y, aunque
pobre, soy cristiano viejo, y no debo nada a
nadie; y si ínsulas deseo, otros desean otras
cosas peores; y cada uno es hijo de sus
obras; y, debajo de ser hombre, puedo venir
a ser papa, cuanto más gobernador de una
ínsula, y más pudiendo ganar tantas mi señor
que le falte a quien dallas. Vuestra merced
mire cómo habla, señor barbero; que no es
todo hacer barbas, y algo va de Pedro a
Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y
a mí no se me ha de echar dado falso. Y en
esto del encanto de mi amo, Dios sabe la
verdad; y quédese aquí, porque es peor
meneallo.
No quiso responder el barbero a Sancho,
porque no descubriese con sus simplicidades
lo que él y el cura tanto procuraban encubrir;
y, por este mesmo temor, había el cura dicho
al canónigo que caminasen un poco delante:
que él le diría el misterio del enjaulado, con
otras cosas que le diesen gusto. Hízolo así el
canónigo, y adelantóse con sus criados y con
él: estuvo atento a todo aquello que decirle
quiso de la condición, vida, locura y
costumbres de don Quijote, contándole
brevemente el principio y causa de su
desvarío, y todo el progreso de sus sucesos,
hasta haberlo puesto en aquella jaula, y el
disignio que llevaban de llevarle a su tierra,
para ver si por algún medio hallaban remedio
a su locura. Admiráronse de nuevo los criados
y el canónigo de oír la peregrina historia de
don Quijote, y, en acabándola de oír, dijo:
—Verdaderamente, señor cura, yo hallo por
mi cuenta que son perjudiciales en la
república estos que llaman libros de
caballerías; y, aunque he leído, llevado de un
ocioso y falso gusto, casi el principio de todos
los más que hay impresos, jamás me he
podido acomodar a leer ninguno del principio
al cabo, porque me parece que, cuál más,
cuál menos, todos ellos son una mesma cosa,
y no tiene más éste que aquél, ni estotro que
el otro. Y, según a mí me parece, este género
de escritura y composición cae debajo de
aquel de las fábulas que llaman milesias, que
son cuentos disparatados, que atienden
solamente a deleitar, y no a enseñar: al
contrario de lo que hacen las fábulas
apólogas, que deleitan y enseñan
juntamente. Y, puesto que el principal intento
de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo
cómo puedan conseguirle, yendo llenos de
tantos y tan desaforados disparates; que el
deleite que en el alma se concibe ha de ser
de la hermosura y concordancia que vee o
contempla en las cosas que la vista o la
imaginación le ponen delante; y toda cosa
que tiene en sí fealdad y descompostura no
nos puede causar contento alguno. Pues,
¿qué hermosura puede haber, o qué
proporción de partes con el todo y del todo
con las partes, en un libro o fábula donde un
mozo de diez y seis años da una cuchillada a
un gigante como una torre, y le divide en dos
mitades, como si fuera de alfeñique; y que,
cuando nos quieren pintar una batalla,
después de haber dicho que hay de la parte
de los enemigos un millón de competientes,
como sea contra ellos el señor del libro,
forzosamente, mal que nos pese, habemos de
entender que el tal caballero alcanzó la
vitoria por solo el valor de su fuerte brazo?
Pues, ¿qué diremos de la facilidad con que
una reina o emperatriz heredera se conduce
en los brazos de un andante y no conocido
caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo
bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo
que una gran torre llena de caballeros va por
la mar adelante, como nave con próspero
viento, y hoy anochece en Lombardía, y
mañana amanezca en tierras del Preste Juan
de las Indias, o en otras que ni las descubrió
Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y, si a esto se
me respondiese que los que tales libros
componen los escriben como cosas de
mentira, y que así, no están obligados a
mirar en delicadezas ni verdades,
responderles hía yo que tanto la mentira es
mejor cuanto más parece verdadera, y tanto
más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y
posible. Hanse de casar las fábulas
mentirosas con el entendimiento de los que
las leyeren, escribiéndose de suerte que,
facilitando los imposibles, allanando las
grandezas, suspendiendo los ánimos,
admiren, suspendan, alborocen y
entretengan, de modo que anden a un mismo
paso la admiración y la alegría juntas; y
todas estas cosas no podrá hacer el que
huyere de la verisimilitud y de la imitación,
en quien consiste la perfeción de lo que se
escribe. No he visto ningún libro de
caballerías que haga un cuerpo de fábula
entero con todos sus miembros, de manera
que el medio corresponda al principio, y el fin
al principio y al medio; sino que los
componen con tantos miembros, que más
parece que llevan intención a formar una
quimera o un monstruo que a hacer una
figura proporcionada. Fuera desto, son en el
estilo duros; en las hazañas, increíbles; en
los amores, lascivos; en las cortesías, mal
mirados; largos en las batallas, necios en las
razones, disparatados en los viajes, y,
finalmente, ajenos de todo discreto artificio, y
por esto dignos de ser desterrados de la
república cristiana, como a gente inútil.
El cura le estuvo escuchando con grande
atención, y parecióle hombre de buen
entendimiento, y que tenía razón en cuanto
decía; y así, le dijo que, por ser él de su
mesma opinión y tener ojeriza a los libros de
caballerías, había quemado todos los de don
Quijote, que eran muchos. Y contóle el
escrutinio que dellos había hecho, y los que
había condenado al fuego y dejado con vida,
de que no poco se rió el canónigo, y dijo que,
con todo cuanto mal había dicho de tales
libros, hallaba en ellos una cosa buena: que
era el sujeto que ofrecían para que un buen
entendimiento pudiese mostrarse en ellos,
porque daban largo y espacioso campo por
donde sin empacho alguno pudiese correr la
pluma, descubriendo naufragios, tormentas,
rencuentros y batallas; pintando un capitán
valeroso con todas las partes que para ser tal
se requieren, mostrándose prudente
previniendo las astucias de sus enemigos, y
elocuente orador persuadiendo o disuadiendo
a sus soldados, maduro en el consejo, presto
en lo determinado, tan valiente en el esperar
como en el acometer; pintando ora un
lamentable y trágico suceso, ahora un alegre
y no pensado acontecimiento; allí una
hermosísima dama, honesta, discreta y
recatada; aquí un caballero cristiano, valiente
y comedido; acullá un desaforado bárbaro
fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y
bien mirado; representando bondad y lealtad
de vasallos, grandezas y mercedes de
señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya
cosmógrafo excelente, ya músico, ya
inteligente en las materias de estado, y tal
vez le vendrá ocasión de mostrarse
nigromante, si quisiere. Puede mostrar las
astucias de Ulixes, la piedad de Eneas, la
valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor,
las traiciones de Sinón, la amistad de
Eurialio, la liberalidad de Alejandro, el valor
de César, la clemencia y verdad de Trajano,
la fidelidad de Zopiro, la prudencia de Catón;
y, finalmente, todas aquellas acciones que
pueden hacer perfecto a un varón ilustre,
ahora poniéndolas en uno solo, ahora
dividiéndolas en muchos.
—Y, siendo esto hecho con apacibilidad de
estilo y con ingeniosa invención, que tire lo
más que fuere posible a la verdad, sin duda
compondrá una tela de varios y hermosos
lazos tejida, que, después de acabada, tal
perfeción y hermosura muestre, que consiga
el fin mejor que se pretende en los escritos,
que es enseñar y deleitar juntamente, como
ya tengo dicho. Porque la escritura desatada
destos libros da lugar a que el autor pueda
mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con
todas aquellas partes que encierran en sí las
dulcísimas y agradables ciencias de la poesía
y de la oratoria; que la épica también puede
escrebirse en prosa como en verso.
Capítulo XLVIII. Donde
prosigue el canónigo la
materia de los libros de
caballerías, con otras cosas
dignas de su ingenio
—Así es como vuestra merced dice, señor
canónigo
—dijo el cura
—, y por esta causa
son más dignos de reprehensión los que
hasta aquí han compuesto semejantes libros
sin tener advertencia a ningún buen discurso,
ni al arte y reglas por donde pudieran guiarse
y hacerse famosos en prosa, como lo son en
verso los dos príncipes de la poesía griega y
latina.
—Yo, a lo menos
—replicó el canónigo
—, he
tenido cierta tentación de hacer un libro de
caballerías, guardando en él todos los puntos
que he significado; y si he de confesar la
verdad, tengo escritas más de cien hojas. Y
para hacer la experiencia de si correspondían
a mi estimación, las he comunicado con
hombres apasionados desta leyenda, dotos y
discretos, y con otros ignorantes, que sólo
atienden al gusto de oír disparates, y de
todos he hallado una agradable aprobación;
pero, con todo esto, no he proseguido
adelante, así por parecerme que hago cosa
ajena de mi profesión, como por ver que es
más el número de los simples que de los
prudentes; y que, puesto que es mejor ser
loado de los pocos sabios que burlado de los
muchos necios, no quiero sujetarme al
confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien
por la mayor parte toca leer semejantes
libros. Pero lo que más me le quitó de las
manos, y aun del pensamiento, de acabarle,
fue un argumento que hice conmigo mesmo,
sacado de las comedias que ahora se
representa, diciendo: ''Si estas que ahora se
usan, así las imaginadas como las de historia,
todas o las más son conocidos disparates y
cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con
todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las
tiene y las aprueba por buenas, estando tan
lejos de serlo, y los autores que las
componen y los actores que las representan
dicen que así han de ser, porque así las
quiere el vulgo, y no de otra manera; y que
las que llevan traza y siguen la fábula como
el arte pide, no sirven sino para cuatro
discretos que las entienden, y todos los
demás se quedan ayunos de entender su
artificio, y que a ellos les está mejor ganar de
comer con los muchos, que no opinión con los
pocos, deste modo vendrá a ser un libro, al
cabo de haberme quemado las cejas por
guardar los preceptos referidos, y vendré a
ser el sastre del cantillo''. Y, aunque algunas
veces he procurado persuadir a los actores
que se engañan en tener la opinión que
tienen, y que más gente atraerán y más fama
cobrarán representando comedias que hagan
el arte que no con las disparatadas, y están
tan asidos y encorporados en su parecer, que
no hay razón ni evidencia que dél los saque.
Acuérdome que un día dije a uno destos
pertinaces: ''Decidme, ¿no os acordáis que ha
pocos años que se representaron en España
tres tragedias que compuso un famoso poeta
destos reinos, las cuales fueron tales, que
admiraron, alegraron y suspendieron a todos
cuantos las oyeron, así simples como
prudentes, así del vulgo como de los
escogidos, y dieron más dineros a los
representantes ellas tres solas que treinta de
las mejores que después acá se han hecho?''
''Sin duda
—respondió el autor que digo
—,
que debe de decir vuestra merced por La
Isabela, La Filis y La Alejandra''. ''Por ésas
digo
—le repliqué yo
—; y mirad si guardaban
bien los preceptos del arte, y si por
guardarlos dejaron de parecer lo que eran y
de agradar a todo el mundo. Así que no está
la falta en el vulgo, que pide disparates, sino
en aquellos que no saben representar otra
cosa. Sí, que no fue disparate La ingratitud
vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le
halló en la del Mercader amante, ni menos en
La enemiga favorable, ni en otras algunas
que de algunos entendidos poetas han sido
compuestas, para fama y renombre suyo, y
para ganancia de los que las han
representado''. Y otras cosas añadí a éstas,
con que, a mi parecer, le dejé algo confuso,
pero no satisfecho ni convencido para sacarle
de su errado pensamiento.
—En materia ha tocado vuestra merced,
señor canónigo
—dijo a esta sazón el cura
—,
que ha despertado en mí un antiguo rancor
que tengo con las comedias que agora se
usan, tal, que iguala al que tengo con los
libros de caballerías; porque, habiendo de ser
la comedia, según le parece a Tulio, espejo
de la vida humana, ejemplo de las
costumbres y imagen de la verdad, las que
ahora se representan son espejos de
disparates, ejemplos de necedades e
imágenes de lascivia. Porque, ¿qué mayor
disparate puede ser en el sujeto que
tratamos que salir un niño en mantillas en la
primera cena del primer acto, y en la
segunda salir ya hecho hombre barbado? Y
¿qué mayor que pintarnos un viejo valiente y
un mozo cobarde, un lacayo rectórico, un
paje consejero, un rey ganapán y una
princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la
observancia que guardan en los tiempos en
que pueden o podían suceder las acciones
que representan, sino que he visto comedia
que la primera jornada comenzó en Europa,
la segunda en Asia, la tercera se acabó en
Africa, y ansí fuera de cuatro jornadas, la
cuarta acababa en América, y así se hubiera
hecho en todas las cuatro partes del mundo?
Y si es que la imitación es lo principal que ha
de tener la comedia, ¿cómo es posible que
satisfaga a ningún mediano entendimiento
que, fingiendo una acción que pasa en tiempo
del rey Pepino y Carlomagno, el mismo que
en ella hace la persona principal le atribuyan
que fue el emperador Heraclio, que entró con
la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa
Santa, como Godofre de Bullón, habiendo
infinitos años de lo uno a lo otro; y
fundándose la comedia sobre cosa fingida,
atribuirle verdades de historia, y mezclarle
pedazos de otras sucedidas a diferentes
personas y tiempos, y esto, no con trazas
verisímiles, sino con patentes errores de todo
punto inexcusables? Y es lo malo que hay
ignorantes que digan que esto es lo perfecto,
y que lo demás es buscar gullurías. Pues,
¿qué si venimos a las comedias divinas?:
¡qué de milagros falsos fingen en ellas, qué
de cosas apócrifas y mal entendidas,
atribuyendo a un santo los milagros de otro!
Y aun en las humanas se atreven a hacer
milagros, sin más respeto ni consideración
que parecerles que allí estará bien el tal
milagro y apariencia, como ellos llaman, para
que gente ignorante se admire y venga a la
comedia; que todo esto es en perjuicio de la
verdad y en menoscabo de las historias, y
aun en oprobrio de los ingenios españoles;
porque los estranjeros, que con mucha
puntualidad guardan las leyes de la comedia,
nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo
los absurdos y disparates de las que
hacemos. Y no sería bastante disculpa desto
decir que el principal intento que las
repúblicas bien ordenadas tienen,
permitiendo que se hagan públicas comedias,
es para entretener la comunidad con alguna
honesta recreación, y divertirla a veces de los
malos humores que suele engendrar la
ociosidad; y que, pues éste se consigue con
cualquier comedia, buena o mala, no hay
para qué poner leyes, ni estrechar a los que
las componen y representan a que las hagan
como debían hacerse, pues, como he dicho,
con cualquiera se consigue lo que con ellas se
pretende. A lo cual respondería yo que este
fin se conseguiría mucho mejor, sin
comparación alguna, con las comedias
buenas que con las no tales; porque, de
haber oído la comedia artificiosa y bien
ordenada, saldría el oyente alegre con las
burlas, enseñado con las veras, admirado de
los sucesos, discreto con las razones,
advertido con los embustes, sagaz con los
ejemplos, airado contra el vicio y enamorado
de la virtud; que todos estos afectos ha de
despertar la buena comedia en el ánimo del
que la escuchare, por rústico y torpe que sea;
y de toda imposibilidad es imposible dejar de
alegrar y entretener, satisfacer y contentar,
la comedia que todas estas partes tuviere
mucho más que aquella que careciere dellas,
como por la mayor parte carecen estas que
de ordinario agora se representan. Y no
tienen la culpa desto los poetas que las
componen, porque algunos hay dellos que
conocen muy bien en lo que yerran, y saben
estremadamente lo que deben hacer; pero,
como las comedias se han hecho mercadería
vendible, dicen, y dicen verdad, que los
representantes no se las comprarían si no
fuesen de aquel jaez; y así, el poeta procura
acomodarse con lo que el representante que
le ha de pagar su obra le pide. Y que esto sea
verdad véase por muchas e infinitas
comedias que ha compuesto un felicísimo
ingenio destos reinos, con tanta gala, con
tanto donaire, con tan elegante verso, con
tan buenas razones, con tan graves
sentencias y, finalmente, tan llenas de
elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el
mundo de su fama. Y, por querer acomodarse
al gusto de los representantes, no han
llegado todas, como han llegado algunas, al
punto de la perfección que requieren. Otros
las componen tan sin mirar lo que hacen, que
después de representadas tienen necesidad
los recitantes de huirse y ausentarse,
temerosos de ser castigados, como lo han
sido muchas veces, por haber representado
cosas en perjuicio de algunos reyes y en
deshonra de algunos linajes. Y todos estos
inconvinientes cesarían, y aun otros muchos
más que no digo, con que hubiese en la Corte
una persona inteligente y discreta que
examinase todas las comedias antes que se
representasen (no sólo aquellas que se
hiciesen en la Corte, sino todas las que se
quisiesen representar en España), sin la cual
aprobación, sello y firma, ninguna justicia en
su lugar dejase representar comedia alguna;
y, desta manera, los comediantes tendrían
cuidado de enviar las comedias a la Corte, y
con seguridad podrían representallas, y
aquellos que las componen mirarían con más
cuidado y estudio lo que hacían, temorosos
de haber de pasar sus obras por el riguroso
examen de quien lo entiende; y desta manera
se harían buenas comedias y se conseguiría
felicísimamente lo que en ellas se pretende:
así el entretenimiento del pueblo, como la
opinión de los ingenios de España, el interés
y seguridad de los recitantes y el ahorro del
cuidado de castigallos. Y si diese cargo a
otro, o a este mismo, que examinase los
libros de caballerías que de nuevo se
compusiesen, sin duda podrían salir algunos
con la perfección que vuestra merced ha
dicho, enriqueciendo nuestra lengua del
agradable y precioso tesoro de la elocuencia,
dando ocasión que los libros viejos se
escureciesen a la luz de los nuevos que
saliesen, para honesto pasatiempo, no
solamente de los ociosos, sino de los más
ocupados; pues no es posible que esté
continuo el arco armado, ni la condición y
flaqueza humana se pueda sustentar sin
alguna lícita recreación.
A este punto de su coloquio llegaban el
canónigo y el cura, cuando, adelantándose el
barbero, llegó a ellos, y dijo al cura:
—Aquí, señor licenciado, es el lugar que yo
dije que era bueno para que, sesteando
nosotros, tuviesen los bueyes fresco y
abundoso pasto.
—Así me lo parece a mí
—respondió el cura.
Y, diciéndole al canónigo lo que pensaba
hacer, él también quiso quedarse con ellos,
convidado del sitio de un hermoso valle que a
la vista se les ofrecía. Y, así por gozar dél
como de la conversación del cura, de quien
ya iba aficionado, y por saber más por
menudo las hazañas de don Quijote, mandó a
algunos de sus criados que se fuesen a la
venta, que no lejos de allí estaba, y trujesen
della lo que hubiese de comer, para todos,
porque él determinaba de sestear en aquel
lugar aquella tarde; a lo cual uno de sus
criados respondió que el acémila del
repuesto, que ya debía de estar en la venta,
traía recado bastante para no obligar a no
tomar de la venta más que cebada.
—Pues así es
—dijo el canónigo
—, llévense
allá todas las cabalgaduras, y haced volver la
acémila.
En tanto que esto pasaba, viendo Sancho
que podía hablar a su amo sin la continua
asistencia del cura y el barbero, que tenía por
sospechosos, se llegó a la jaula donde iba su
amo, y le dijo:
—Señor, para descargo de mi conciencia, le
quiero decir lo que pasa cerca de su
encantamento; y es que aquestos dos que
vienen aquí cubiertos los rostros son el cura
de nuestro lugar y el barbero; y imagino han
dado esta traza de llevalle desta manera, de
pura envidia que tienen como vuestra merced
se les adelanta en hacer famosos hechos.
Presupuesta, pues, esta verdad, síguese que
no va encantado, sino embaído y tonto. Para
prueba de lo cual le quiero preguntar una
cosa; y si me responde como creo que me ha
de responder, tocará con la mano este
engaño y verá como no va encantado, sino
trastornado el juicio.
—Pregunta lo que quisieres, hijo Sancho
—
respondió don Quijote
—, que yo te satisfaré y
responderé a toda tu voluntad. Y en lo que
dices que aquellos que allí van y vienen con
nosotros son el cura y el barbero, nuestros
compatriotos y conocidos, bien podrá ser que
parezca que son ellos mesmos; pero que lo
sean realmente y en efeto, eso no lo creas en
ninguna manera. Lo que has de creer y
entender es que si ellos se les parecen, como
dices, debe de ser que los que me han
encantado habrán tomado esa apariencia y
semejanza; porque es fácil a los
encantadores tomar la figura que se les
antoja, y habrán tomado las destos nuestros
amigos, para darte a ti ocasión de que
pienses lo que piensas, y ponerte en un
laberinto de imaginaciones, que no aciertes a
salir dél, aunque tuvieses la soga de Teseo. Y
también lo habrán hecho para que yo vacile
en mi entendimiento, y no sepa atinar de
dónde me viene este daño; porque si, por
una parte, tú me dices que me acompañan el
barbero y el cura de nuestro pueblo, y, por
otra, yo me veo enjaulado, y sé de mí que
fuerzas humanas, como no fueran
sobrenaturales, no fueran bastantes para
enjaularme, ¿qué quieres que diga o piense
sino que la manera de mi encantamento
excede a cuantas yo he leído en todas las
historias que tratan de caballeros andantes
que han sido encantados? Ansí que, bien
puedes darte paz y sosiego en esto de creer
que son los que dices, porque así son ellos
como yo soy turco. Y, en lo que toca a querer
preguntarme algo, di, que yo te responderé,
aunque me preguntes de aquí a mañana.
—¡Válame Nuestra Señora!
—respondió
Sancho, dando una gran voz
—. Y ¿es posible
que sea vuestra merced tan duro de celebro,
y tan falto de meollo, que no eche de ver que
es pura verdad la que le digo, y que en esta
su prisión y desgracia tiene más parte la
malicia que el encanto? Pero, pues así es, yo
le quiero probar evidentemente como no va
encantado. Si no, dígame, así Dios le saque
desta tormenta, y así se vea en los brazos de
mi señora Dulcinea cuando menos se
piense...
—Acaba de conjurarme
—dijo don Quijote
—
, y pregunta lo que quisieres; que ya te he
dicho que te responderé con toda
puntualidad.
—Eso pido
—replicó Sancho
—; y lo que
quiero saber es que me diga, sin añadir ni
quitar cosa ninguna, sino con toda verdad,
como se espera que la han de decir y la dicen
todos aquellos que profesan las armas, como
vuestra merced las profesa, debajo de título
de caballeros andantes...
—Digo que no mentiré en cosa alguna
—
respondió don Quijote
—. Acaba ya de
preguntar, que en verdad que me cansas con
tantas salvas, plegarias y prevenciones,
Sancho.
—Digo que yo estoy seguro de la bondad y
verdad de mi amo; y así, porque hace al caso
a nuestro cuento, pregunto, hablando con
acatamiento, si acaso después que vuestra
merced va enjaulado y, a su parecer,
encantado en esta jaula, le ha venido gana y
voluntad de hacer aguas mayores o menores,
como suele decirse.
—No entiendo eso de hacer aguas, Sancho;
aclárate más, si quieres que te responda
derechamente.
—¿Es posible que no entiende vuestra
merced de hacer aguas menores o mayores?
Pues en la escuela destetan a los muchachos
con ello. Pues sepa que quiero decir si le ha
venido gana de hacer lo que no se escusa.
—¡Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas
veces; y aun agora la tengo. ¡Sácame deste
peligro, que no anda todo limpio!
Capítulo XLIX. Donde se
trata del discreto coloquio
que Sancho Panza tuvo con
su señor don Quijote
—¡Ah
—dijo Sancho
—; cogido le tengo! Esto
es lo que yo deseaba saber, como al alma y
como a la vida. Venga acá, señor: ¿podría
negar lo que comúnmente suele decirse por
ahí cuando una persona está de mala
voluntad: "No sé qué tiene fulano, que ni
come, ni bebe, ni duerme, ni responde a
propósito a lo que le preguntan, que no
parece sino que está encantado"? De donde
se viene a sacar que los que no comen, ni
beben, ni duermen, ni hacen las obras
naturales que yo digo, estos tales están
encantados; pero no aquellos que tienen la
gana que vuestra merced tiene y que bebe
cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y
responde a todo aquello que le preguntan.
—Verdad dices, Sancho
—respondió don
Quijote
—, pero ya te he dicho que hay
muchas maneras de encantamentos, y podría
ser que con el tiempo se hubiesen mudado de
unos en otros, y que agora se use que los
encantados hagan todo lo que yo hago,
aunque antes no lo hacían. De manera que
contra el uso de los tiempos no hay que
argüir ni de qué hacer consecuencias. Yo sé y
tengo para mí que voy encantado, y esto me
basta para la seguridad de mi conciencia; que
la formaría muy grande si yo pensase que no
estaba encantado y me dejase estar en esta
jaula, perezoso y cobarde, defraudando el
socorro que podría dar a muchos
menesterosos y necesitados que de mi ayuda
y amparo deben tener a la hora de ahora
precisa y estrema necesidad.
—Pues, con todo eso
—replicó Sancho
—,
digo que, para mayor abundancia y
satisfación, sería bien que vuestra merced
probase a salir desta cárcel, que yo me obligo
con todo mi poder a facilitarlo, y aun a
sacarle della, y probase de nuevo a subir
sobre su buen Rocinante, que también parece
que va encantado, según va de malencólico y
triste; y, hecho esto, probásemos otra vez la
suerte de buscar más aventuras; y si no nos
sucediese bien, tiempo nos queda para
volvernos a la jaula, en la cual prometo, a ley
de buen y leal escudero, de encerrarme
juntamente con vuestra merced, si acaso
fuere vuestra merced tan desdichado, o yo
tan simple, que no acierte a salir con lo que
digo.
—Yo soy contento de hacer lo que dices,
Sancho hermano
—replicó don Quijote
—; y
cuando tú veas coyuntura de poner en obra
mi libertad, yo te obedeceré en todo y por
todo; pero tú, Sancho, verás como te
engañas en el conocimiento de mi desgracia.
En estas pláticas se entretuvieron el
caballero andante y el mal andante escudero,
hasta que llegaron donde, ya apeados, los
aguardaban el cura, el canónigo y el barbero.
Desunció luego los bueyes de la carreta el
boyero, y dejólos andar a sus anchuras por
aquel verde y apacible sitio, cuya frescura
convidaba a quererla gozar, no a las personas
tan encantadas como don Quijote, sino a los
tan advertidos y discretos como su escudero;
el cual rogó al cura que permitiese que su
señor saliese por un rato de la jaula, porque
si no le dejaban salir, no iría tan limpia
aquella prisión como requiría la decencia de
un tal caballero como su amo. Entendióle el
cura, y dijo que de muy buena gana haría lo
que le pedía si no temiera que, en viéndose
su señor en libertad, había de hacer de las
suyas, y irse donde jamás gentes le viesen.
—Yo le fío de la fuga
—respondió Sancho.
—Y yo y todo
—dijo el canónigo
—; y más si
él me da la palabra, como caballero, de no
apartarse de nosotros hasta que sea nuestra
voluntad.
—Sí doy
—respondió don Quijote, que todo
lo estaba escuchando
—; cuanto más, que el
que está encantado, como yo, no tiene
libertad para hacer de su persona lo que
quisiere, porque el que le encantó le puede
hacer que no se mueva de un lugar en tres
siglos; y si hubiere huido, le hará volver en
volandas.
—Y que, pues esto era así, bien
podían soltalle, y más, siendo tan en
provecho de todos; y del no soltalle les
protestaba que no podía dejar de fatigalles el
olfato, si de allí no se desviaban.
Tomóle la mano el canónigo, aunque las
tenía atadas, y, debajo de su buena fe y
palabra, le desenjaularon, de que él se alegró
infinito y en grande manera de verse fuera de
la jaula. Y lo primero que hizo fue estirarse
todo el cuerpo, y luego se fue donde estaba
Rocinante, y, dándole dos palmadas en las
ancas, dijo:
—Aún espero en Dios y en su bendita
Madre, flor y espejo de los caballos, que
presto nos hemos de ver los dos cual
deseamos; tú, con tu señor a cuestas; y yo,
encima de ti, ejercitando el oficio para que
Dios me echó al mundo.
Y, diciendo esto, don Quijote se apartó con
Sancho en remota parte, de donde vino más
aliviado y con más deseos de poner en obra
lo que su escudero ordenase.
Mirábalo el canónigo, y admirábase de ver
la estrañeza de su grande locura, y de que,
en cuanto hablaba y respondía, mostraba
tener bonísimo entendimiento: solamente
venía a perder los estribos, como otras veces
se ha dicho, en tratándole de caballería. Y
así, movido de compasión, después de
haberse sentado todos en la verde yerba,
para esperar el repuesto del canónigo, le
dijo:
—¿Es posible, señor hidalgo, que haya
podido tanto con vuestra merced la amarga y
ociosa letura de los libros de caballerías, que
le hayan vuelto el juicio de modo que venga a
creer que va encantado, con otras cosas
deste jaez, tan lejos de ser verdaderas como
lo está la mesma mentira de la verdad? Y
¿cómo es posible que haya entendimiento
humano que se dé a entender que ha habido
en el mundo aquella infinidad de Amadises, y
aquella turbamulta de tanto famoso
caballero, tanto emperador de Trapisonda,
tanto Felixmarte de Hircania, tanto palafrén,
tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos
endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas
aventuras, tanto género de encantamentos,
tantas batallas, tantos desaforados
encuentros, tanta bizarría de trajes, tantas
princesas enamoradas, tantos escuderos
condes, tantos enanos graciosos, tanto
billete, tanto requiebro, tantas mujeres
valientes; y, finalmente, tantos y tan
disparatados casos como los libros de
caballerías contienen? De mí sé decir que,
cuando los leo, en tanto que no pongo la
imaginación en pensar que son todos mentira
y liviandad, me dan algún contento; pero,
cuando caigo en la cuenta de lo que son, doy
con el mejor dellos en la pared, y aun diera
con él en el fuego si cerca o presente le
tuviera, bien como a merecedores de tal
pena, por ser falsos y embusteros, y fuera del
trato que pide la común naturaleza, y como a
inventores de nuevas sectas y de nuevo
modo de vida, y como a quien da ocasión que
el vulgo ignorante venga a creer y a tener por
verdaderas tantas necedades como
contienen. Y aun tienen tanto atrevimiento,
que se atreven a turbar los ingenios de los
discretos y bien nacidos hidalgos, como se
echa bien de ver por lo que con vuestra
merced han hecho, pues le han traído a
términos que sea forzoso encerrarle en una
jaula, y traerle sobre un carro de bueyes,
como quien trae o lleva algún león o algún
tigre, de lugar en lugar, para ganar con él
dejando que le vean. ¡Ea, señor don Quijote,
duélase de sí mismo, y redúzgase al gremio
de la discreción, y sepa usar de la mucha que
el cielo fue servido de darle, empleando el
felicísimo talento de su ingenio en otra letura
que redunde en aprovechamiento de su
conciencia y en aumento de su honra! Y si
todavía, llevado de su natural inclinación,
quisiere leer libros de hazañas y de
caballerías, lea en la Sacra Escritura el de los
Jueces; que allí hallará verdades grandiosas y
hechos tan verdaderos como valientes. Un
Viriato tuvo Lusitania; un César, Roma; un
Anibal, Cartago; un Alejandro, Grecia; un
conde Fernán González, Castilla; un Cid,
Valencia; un Gonzalo Fernández, Andalucía;
un Diego García de Paredes, Estremadura; un
Garci Pérez de Vargas, Jerez; un Garcilaso,
Toledo; un don Manuel de León, Sevilla, cuya
leción de sus valerosos hechos puede
entretener, enseñar, deleitar y admirar a los
más altos ingenios que los leyeren. Ésta sí
será letura digna del buen entendimiento de
vuestra merced, señor don Quijote mío, de la
cual saldrá erudito en la historia, enamorado
de la virtud, enseñado en la bondad,
mejorado en las costumbres, valiente sin
temeridad, osado sin cobardía, y todo esto,
para honra de Dios, provecho suyo y fama de
la Mancha; do, según he sabido, trae vuestra
merced su principio y origen.
Atentísimamente estuvo don Quijote
escuchando las razones del canónigo; y,
cuando vio que ya había puesto fin a ellas,
después de haberle estado un buen espacio
mirando, le dijo:
—Paréceme, señor hidalgo, que la plática de
vuestra merced se ha encaminado a querer
darme a entender que no ha habido
caballeros andantes en el mundo, y que todos
los libros de caballerías son falsos,
mentirosos, dañadores e inútiles para la
república; y que yo he hecho mal en leerlos,
y peor en creerlos, y más mal en imitarlos,
habiéndome puesto a seguir la durísima
profesión de la caballería andante, que ellos
enseñan, negándome que no ha habido en el
mundo Amadises, ni de Gaula ni de Grecia, ni
todos los otros caballeros de que las
escrituras están llenas.
—Todo es al pie de la letra como vuestra
merced lo va relatando
—dijo a está sazón el
canónigo.
A lo cual respondió don Quijote:
—Añadió también vuestra merced, diciendo
que me habían hecho mucho daño tales
libros, pues me habían vuelto el juicio y
puéstome en una jaula, y que me sería mejor
hacer la enmienda y mudar de letura,
leyendo otros más verdaderos y que mejor
deleitan y enseñan.
—Así es
—dijo el canónigo.
—Pues yo
—replicó don Quijote
— hallo por
mi cuenta que el sin juicio y el encantado es
vuestra merced, pues se ha puesto a decir
tantas blasfemias contra una cosa tan
recebida en el mundo, y tenida por tan
verdadera, que el que la negase, como
vuestra merced la niega, merecía la mesma
pena que vuestra merced dice que da a los
libros cuando los lee y le enfadan. Porque
querer dar a entender a nadie que Amadís no
fue en el mundo, ni todos los otros caballeros
aventureros de que están colmadas las
historias, será querer persuadir que el sol no
alumbra, ni el yelo enfría, ni la tierra
sustenta; porque, ¿qué ingenio puede haber
en el mundo que pueda persuadir a otro que
no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy
de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente
de Mantible, que sucedió en el tiempo de
Carlomagno; que voto a tal que es tanta
verdad como es ahora de día? Y si es
mentira, también lo debe de ser que no hubo
Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni
los Doce Pares de Francia, ni el rey Artús de
Ingalaterra, que anda hasta ahora convertido
en cuervo y le esperan en su reino por
momentos.
Y también se atreverán a decir
que es mentirosa la historia de Guarino
Mezquino, y la de la demanda del Santo Grial,
y que son apócrifos los amores de don Tristán
y la reina Iseo, como los de Ginebra y
Lanzarote, habiendo personas que casi se
acuerdan de haber visto a la dueña
Quintañona, que fue la mejor escanciadora de
vino que tuvo la Gran Bretaña. Y es esto tan
ansí, que me acuerdo yo que me decía una
mi agüela de partes de mi padre, cuando veía
alguna dueña con tocas reverendas: ''Aquélla,
nieto, se parece a la dueña Quintañona''; de
donde arguyo yo que la debió de conocer ella
o, por lo menos, debió de alcanzar a ver
algún retrato suyo. Pues, ¿quién podrá negar
no ser verdadera la historia de Pierres y la
linda Magalona, pues aun hasta hoy día se
vee en la armería de los reyes la clavija con
que volvía al caballo de madera, sobre quien
iba el valiente Pierres por los aires, que es un
poco mayor que un timón de carreta? Y junto
a la clavija está la silla de Babieca, y en
Roncesvalles está el cuerno de Roldán,
tamaño como una grande viga: de donde se
infiere que hubo Doce Pares, que hubo
Pierres, que hubo Cides, y otros caballeros
semejantes, déstos que dicen las gentes que
a sus aventuras van.
Si no, díganme también que no es verdad
que fue caballero andante el valiente lusitano
Juan de Merlo, que fue a Borgoña y se
combatió en la ciudad de Ras con el famoso
señor de Charní, llamado mosén Pierres, y
después, en la ciudad de Basilea, con mosén
Enrique de Remestán, saliendo de entrambas
empresas vencedor y lleno de honrosa fama;
y las aventuras y desafíos que también
acabaron en Borgoña los valientes españoles
Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya
alcurnia yo deciendo por línea recta de
varón), venciendo a los hijos del conde de
San Polo. Niéguenme, asimesmo, que no fue
a buscar las aventuras a Alemania don
Fernando de Guevara, donde se combatió con
micer Jorge, caballero de la casa del duque
de Austria; digan que fueron burla las justas
de Suero de Quiñones, del Paso; las
empresas de mosén Luis de Falces contra don
Gonzalo de Guzmán, caballero castellano, con
otras muchas hazañas hechas por caballeros
cristianos, déstos y de los reinos estranjeros,
tan auténticas y verdaderas, que torno a
decir que el que las negase carecería de toda
razón y buen discurso.
Admirado quedó el canónigo de oír la
mezcla que don Quijote hacía de verdades y
mentiras, y de ver la noticia que tenía de
todas aquellas cosas tocantes y concernientes
a los hechos de su andante caballería; y así,
le respondió:
—No puedo yo negar, señor don Quijote,
que no sea verdad algo de lo que vuestra
merced ha dicho, especialmente en lo que
toca a los caballeros andantes españoles; y,
asimesmo, quiero conceder que hubo Doce
Pares de Francia, pero no quiero creer que
hicieron todas aquellas cosas que el arzobispo
Turpín dellos escribe; porque la verdad dello
es que fueron caballeros escogidos por los
reyes de Francia, a quien llamaron pares por
ser todos iguales en valor, en calidad y en
valentía; a lo menos, si no lo eran, era razón
que lo fuesen y era como una religión de las
que ahora se usan de Santiago o de
Calatrava, que se presupone que los que la
profesan han de ser, o deben ser, caballeros
valerosos, valientes y bien nacidos; y, como
ahora dicen caballero de San Juan, o de
Alcántara, decían en aquel tiempo caballero
de los Doce Pares, porque no fueron doce
iguales los que para esta religión militar se
escogieron. En lo de que hubo Cid no hay
duda, ni menos Bernardo del Carpio, pero de
que hicieron las hazañas que dicen, creo que
la hay muy grande. En lo otro de la clavija
que vuestra merced dice del conde Pierres, y
que está junto a la silla de Babieca en la
armería de los reyes, confieso mi pecado;
que soy tan ignorante, o tan corto de vista,
que, aunque he visto la silla, no he echado de
ver la clavija, y más siendo tan grande como
vuestra merced ha dicho.
—Pues allí está, sin duda alguna
—replicó
don Quijote
—; y, por más señas, dicen que
está metida en una funda de vaqueta, porque
no se tome de moho.
—Todo puede ser
—respondió el canónigo
—
; pero, por las órdenes que recebí, que no me
acuerdo haberla visto. Mas, puesto que
conceda que está allí, no por eso me obligo a
creer las historias de tantos Amadises, ni las
de tanta turbamulta de caballeros como por
ahí nos cuentan; ni es razón que un hombre
como vuestra merced, tan honrado y de tan
buenas partes, y dotado de tan buen
entendimiento, se dé a entender que son
verdaderas tantas y tan estrañas locuras
como las que están escritas en los
disparatados libros de caballerías.
Capítulo L. De las
discretas altercaciones que
don Quijote y el canónigo
tuvieron, con otros sucesos
—¡Bueno está eso!
—respondió don
Quijote
—. Los libros que están impresos con
licencia de los reyes y con aprobación de
aquellos a quien se remitieron, y que con
gusto general son leídos y celebrados de los
grandes y de los chicos, de los pobres y de
los ricos, de los letrados e ignorantes, de los
plebeyos y caballeros, finalmente, de todo
género de personas, de cualquier estado y
condición que sean, ¿habían de ser mentira?;
y más llevando tanta apariencia de verdad,
pues nos cuentan el padre, la madre, la
patria, los parientes, la edad, el lugar y las
hazañas, punto por punto y día por día, que
el tal caballero hizo, o caballeros hicieron.
Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia (y
créame que le aconsejo en esto lo que debe
de hacer como discreto), sino léalos, y verá el
gusto que recibe de su leyenda. Si no,
dígame: ¿hay mayor contento que ver, como
si dijésemos: aquí ahora se muestra delante
de nosotros un gran lago de pez hirviendo a
borbollones, y que andan nadando y
cruzando por él muchas serpientes, culebras
y lagartos, y otros muchos géneros de
animales feroces y espantables, y que del
medio del lago sale una voz tristísima que
dice: ''Tú, caballero, quienquiera que seas,
que el temeroso lago estás mirando, si
quieres alcanzar el bien que debajo destas
negras aguas se encubre, muestra el valor de
tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su
negro y encendido licor; porque si así no lo
haces, no serás digno de ver las altas
maravillas que en sí encierran y contienen los
siete castillos de las siete fadas que debajo
desta negregura yacen?'' ¿Y que, apenas el
caballero no ha acabado de oír la voz
temerosa, cuando, sin entrar más en cuentas
consigo, sin ponerse a considerar el peligro a
que se pone, y aun sin despojarse de la
pesadumbre de sus fuertes armas,
encomendándose a Dios y a su señora, se
arroja en mitad del bullente lago, y, cuando
no se cata ni sabe dónde ha de parar, se
halla entre unos floridos campos, con quien
los Elíseos no tienen que ver en ninguna
cosa? Allí le parece que el cielo es más
transparente, y que el sol luce con claridad
más nueva; ofrécesele a los ojos una apacible
floresta de tan verdes y frondosos árboles
compuesta, que alegra a la vista su verdura,
y entretiene los oídos el dulce y no aprendido
canto de los pequeños, infinitos y pintados
pajarillos que por los intricados ramos van
cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas
frescas aguas, que líquidos cristales parecen,
corren sobre menudas arenas y blancas
pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas
semejan; acullá vee una artificiosa fuente de
jaspe variado y de liso mármol compuesta;
acá vee otra a lo brutesco adornada, adonde
las menudas conchas de las almejas, con las
torcidas casas blancas y amarillas del caracol,
puestas con orden desordenada, mezclados
entre ellas pedazos de cristal luciente y de
contrahechas esmeraldas, hacen una variada
labor, de manera que el arte, imitando a la
naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de
improviso se le descubre un fuerte castillo o
vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo
oro, las almenas de diamantes, las puertas de
jacintos; finalmente, él es de tan admirable
compostura que, con ser la materia de que
está formado no menos que de diamantes, de
carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro y de
esmeraldas, es de más estimación su
hechura. Y ¿hay más que ver, después de
haber visto esto, que ver salir por la puerta
del castillo un buen número de doncellas,
cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me
pusiese ahora a decirlos como las historias
nos los cuentan, sería nunca acabar; y tomar
luego la que parecía principal de todas por la
mano al atrevido caballero que se arrojó en el
ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra,
dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle
desnudar como su madre le parió, y bañarle
con templadas aguas, y luego untarle todo
con olorosos ungüentos, y vestirle una
camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y
perfumada, y acudir otra doncella y echarle
un mantón sobre los hombros, que, por lo
menos menos, dicen que suele valer una
ciudad, y aun más? ¿Qué es ver, pues,
cuando nos cuentan que, tras todo esto, le
llevan a otra sala, donde halla puestas las
mesas, con tanto concierto, que queda
suspenso y admirado?; ¿qué, el verle echar
agua a manos, toda de ámbar y de olorosas
flores distilada?; ¿qué, el hacerle sentar
sobre una silla de marfil?; ¿qué, verle servir
todas las doncellas, guardando un
maravilloso silencio?; ¿qué, el traerle tanta
diferencia de manjares, tan sabrosamente
guisados, que no sabe el apetito a cuál deba
de alargar la mano? ¿Cuál será oír la música
que en tanto que come suena, sin saberse
quién la canta ni adónde suena? ¿Y, después
de la comida acabada y las mesas alzadas,
quedarse el caballero recostado sobre la silla,
y quizá mondándose los dientes, como es
costumbre, entrar a deshora por la puerta de
la sala otra mucho más hermosa doncella que
ninguna de las primeras, y sentarse al lado
del caballero, y comenzar a darle cuenta de
qué castillo es aquél, y de cómo ella está
encantada en él, con otras cosas que
suspenden al caballero y admiran a los
leyentes que van leyendo su historia? No
quiero alargarme más en esto, pues dello se
puede colegir que cualquiera parte que se
lea, de cualquiera historia de caballero
andante, ha de causar gusto y maravilla a
cualquiera que la leyere. Y vuestra merced
créame, y, como otra vez le he dicho, lea
estos libros, y verá cómo le destierran la
melancolía que tuviere, y le mejoran la
condición, si acaso la tiene mala. De mí sé
decir que, después que soy caballero
andante, soy valiente, comedido, liberal, bien
criado, generoso, cortés, atrevido, blando,
paciente, sufridor de trabajos, de prisiones,
de encantos; y, aunque ha tan poco que me
vi encerrado en una jaula, como loco, pienso,
por el valor de mi brazo, favoreciéndome el
cielo y no me siendo contraria la fortuna, en
pocos días verme rey de algún reino, adonde
pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad
que mi pecho encierra. Que, mía fe, señor, el
pobre está inhabilitado de poder mostrar la
virtud de liberalidad con ninguno, aunque en
sumo grado la posea; y el agradecimiento
que sólo consiste en el deseo es cosa muerta,
como es muerta la fe sin obras. Por esto
querría que la fortuna me ofreciese presto
alguna ocasión donde me hiciese emperador,
por mostrar mi pecho haciendo bien a mis
amigos, especialmente a este pobre de
Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor
hombre del mundo, y querría darle un
condado que le tengo muchos días ha
prometido, sino que temo que no ha de tener
habilidad para gobernar su estado.
Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su
amo, a quien dijo:
—Trabaje vuestra merced, señor don
Quijote, en darme ese condado, tan
prometido de vuestra merced como de mí
esperado, que yo le prometo que no me falte
a mí habilidad para gobernarle; y, cuando me
faltare, yo he oído decir que hay hombres en
el mundo que toman en arrendamiento los
estados de los señores, y les dan un tanto
cada año, y ellos se tienen cuidado del
gobierno, y el señor se está a pierna tendida,
gozando de la renta que le dan, sin curarse
de otra cosa;
y así haré yo, y no repararé en tanto más
cuanto, sino que luego me desistiré de todo,
y me gozaré mi renta como un duque, y allá
se lo hayan.
—Eso, hermano Sancho
—dijo el canónigo
—
, entiéndese en cuanto al gozar la renta;
empero, al administrar justicia, ha de atender
el señor del estado, y aquí entra la habilidad
y buen juicio, y principalmente la buena
intención de acertar; que si ésta falta en los
principios, siempre irán errados los medios y
los fines; y así suele Dios ayudar al buen
deseo del simple como desfavorecer al malo
del discreto.
—No sé esas filosofías
—respondió Sancho
Panza
—; mas sólo sé que tan presto tuviese
yo el condado como sabría regirle; que tanta
alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo
como el que más, y tan rey sería yo de mi
estado como cada uno del suyo; y, siéndolo,
haría lo que quisiese; y, haciendo lo que
quisiese, haría mi gusto; y, haciendo mi
gusto, estaría contento; y, en estando uno
contento, no tiene más que desear; y, no
teniendo más que desear, acabóse; y el
estado venga, y a Dios y veámonos, como
dijo un ciego a otro.
—No son malas filosofías ésas, como tú
dices, Sancho; pero, con todo eso, hay
mucho que decir sobre esta materia de
condados.
A lo cual replicó don Quijote:
—Yo no sé que haya más que decir; sólo
me guío por el ejemplo que me da el grande
Amadís de Gaula, que hizo a su escudero
conde de la Ínsula Firme; y así, puedo yo, sin
escrúpulo de conciencia, hacer conde a
Sancho Panza, que es uno de los mejores
escuderos que caballero andante ha tenido.
Admirado quedó el canónigo de los
concertados disparates que don Quijote había
dicho, del modo con que había pintado la
aventura del Caballero del Lago, de la
impresión que en él habían hecho las
pensadas mentiras de los libros que había
leído; y, finalmente, le admiraba la necedad
de Sancho, que con tanto ahínco deseaba
alcanzar el condado que su amo le había
prometido.
Ya en esto, volvían los criados del canónigo,
que a la venta habían ido por la acémila del
repuesto, y, haciendo mesa de una alhombra
y de la verde yerba del prado, a la sombra de
unos árboles se sentaron, y comieron allí,
porque el boyero no perdiese la comodidad
de aquel sitio, como queda dicho. Y, estando
comiendo, a deshora oyeron un recio
estruendo y un son de esquila, que por entre
unas zarzas y espesas matas que allí junto
estaban sonaba, y al mesmo instante vieron
salir de entre aquellas malezas una hermosa
cabra, toda la piel manchada de negro,
blanco y pardo. Tras ella venía un cabrero
dándole voces, y diciéndole palabras a su
uso, para que se detuviese, o al rebaño
volviese. La fugitiva cabra, temerosa y
despavorida, se vino a la gente, como a
favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó el
cabrero, y, asiéndola de los cuernos, como si
fuera capaz de discurso y entendimiento, le
dijo:
—¡Ah cerrera, cerrera, Manchada,
Manchada, y cómo andáis vos estos días de
pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No
me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¡qué
puede ser sino que sois hembra, y no podéis
estar sosegada; que mal haya vuestra
condición, y la de todas aquellas a quien
imitáis! Volved, volved, amiga; que si no tan
contenta, a lo menos, estaréis más segura en
vuestro aprisco, o con vuestras compañeras;
que si vos que las habéis de guardar y
encaminar andáis tan sin guía y tan
descaminada, ¿en qué podrán parar ellas?
Contento dieron las palabras del cabrero a
los que las oyeron, especialmente al
canónigo, que le dijo:
—Por vida vuestra, hermano, que os
soseguéis un poco y no os acuciéis en volver
tan presto esa cabra a su rebaño; que, pues
ella es hembra, como vos decís, ha de seguir
su natural distinto, por más que vos os
pongáis a estorbarlo. Tomad este bocado y
bebed una vez, con que templaréis la cólera,
y en tanto, descansará la cabra.
Y el decir esto y el darle con la punta del
cuchillo los lomos de un conejo fiambre, todo
fue uno. Tomólo y agradeciólo el cabrero;
bebió y sosegóse, y luego dijo:
—No querría que por haber yo hablado con
esta alimaña tan en seso, me tuviesen
vuestras mercedes por hombre simple; que
en verdad que no carecen de misterio las
palabras que le dije. Rústico soy, pero no
tanto que no entienda cómo se ha de tratar
con los hombres y con las bestias.
—Eso creo yo muy bien
—dijo el cura
—, que
ya yo sé de esperiencia que los montes crían
letrados y las cabañas de los pastores
encierran filósofos.
—A lo menos, señor
—replicó el cabrero
—,
acogen hombres escarmentados; y para que
creáis esta verdad y la toquéis con la mano,
aunque parezca que sin ser rogado me
convido, si no os enfadáis dello y queréis,
señores, un breve espacio prestarme oído
atento, os contaré una verdad que acredite lo
que ese señor (señalando al cura) ha dicho, y
la mía.
A esto respondió don Quijote:
—Por ver que tiene este caso un no sé qué
de sombra de aventura de caballería, yo, por
mi parte, os oiré, hermano, de muy buena
gana, y así lo harán todos estos señores, por
lo mucho que tienen de discretos y de ser
amigos de curiosas novedades que
suspendan, alegren y entretengan los
sentidos, como, sin duda, pienso que lo ha de
hacer vuestro cuento. Comenzad, pues,
amigo, que todos escucharemos.
—Saco la mía
—dijo Sancho
—; que yo a
aquel arroyo me voy con esta empanada,
donde pienso hartarme por tres días; porque
he oído decir a mi señor don Quijote que el
escudero de caballero andante ha de comer,
cuando se le ofreciere, hasta no poder más, a
causa que se les suele ofrecer entrar acaso
por una selva tan intricada que no aciertan a
salir della en seis días; y si el hombre no va
harto, o bien proveídas las alforjas, allí se
podrá quedar, como muchas veces se queda,
hecho carne momia.
—Tú estás en lo cierto, Sancho
—dijo don
Quijote
—: vete adonde quisieres, y come lo
que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y
sólo me falta dar al alma su refacción, como
se la daré escuchando el cuento deste buen
hombre.
—Así las daremos todos a las nuestras
—
dijo el canónigo.
Y luego, rogó al cabrero que diese principio
a lo que prometido había. El cabrero dio dos
palmadas sobre el lomo a la cabra, que por
los cuernos tenía, diciéndole:
—Recuéstate junto a mí, Manchada, que
tiempo nos queda para volver a nuestro
apero.
Parece que lo entendió la cabra, porque, en
sentándose su dueño, se tendió ella junto a él
con mucho sosiego, y, mirándole al rostro,
daba a entender que estaba atenta a lo que
el cabrero iba diciendo, el cual comenzó su
historia desta manera:
Capítulo LI. Que trata de
lo que contó el cabrero a
todos los que llevaban a don
Quijote
—«Tres leguas deste valle está una aldea
que, aunque pequeña, es de las más ricas
que hay en todos estos contornos; en la cual
había un labrador muy honrado, y tanto, que,
aunque es anexo al ser rico el ser honrado,
más lo era él por la virtud que tenía que por
la riqueza que alcanzaba. Mas lo que le hacía
más dichoso, según él decía, era tener una
hija de tan estremada hermosura, rara
discreción, donaire y virtud, que el que la
conocía y la miraba se admiraba de ver las
estremadas partes con que el cielo y la
naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña
fue hermosa, y siempre fue creciendo en
belleza, y en la edad de diez y seis años fue
hermosísima. La fama de su belleza se
comenzó a estender por todas las
circunvecinas aldeas, ¿qué digo yo por las
circunvecinas no más, si se estendió a las
apartadas ciudades, y aun se entró por las
salas de los reyes, y por los oídos de todo
género de gente; que, como a cosa rara, o
como a imagen de milagros, de todas partes
a verla venían? Guardábala su padre, y
guardábase ella; que no hay candados,
guardas ni cerraduras que mejor guarden a
una doncella que las del recato proprio.
»La riqueza del padre y la belleza de la hija
movieron a muchos, así del pueblo como
forasteros, a que por mujer se la pidiesen;
mas él, como a quien tocaba disponer de tan
rica joya, andaba confuso, sin saber
determinarse a quién la entregaría de los
infinitos que le importunaban. Y, entre los
muchos que tan buen deseo tenían, fui yo
uno, a quien dieron muchas y grandes
esperanzas de buen suceso conocer que el
padre conocía quien yo era, el ser natural del
mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad
floreciente, en la hacienda muy rico y en el
ingenio no menos acabado. Con todas estas
mismas partes la pidió también otro del
mismo pueblo, que fue causa de suspender y
poner en balanza la voluntad del padre, a
quien parecía que con cualquiera de nosotros
estaba su hija bien empleada; y, por salir
desta confusión, determinó decírselo a
Leandra, que así se llama la rica que en
miseria me tiene puesto, advirtiendo que,
pues los dos éramos iguales, era bien dejar a
la voluntad de su querida hija el escoger a su
gusto: cosa digna de imitar de todos los
padres que a sus hijos quieren poner en
estado: no digo yo que los dejen escoger en
cosas ruines y malas, sino que se las
propongan buenas, y de las buenas, que
escojan a su gusto. No sé yo el que tuvo
Leandra; sólo sé que el padre nos entretuvo a
entrambos con la poca edad de su hija y con
palabras generales, que ni le obligaban, ni
nos desobligaba tampoco. Llámase mi
competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque
vais con noticia de los nombres de las
personas que en esta tragedia se contienen,
cuyo fin aún está pendiente; pero bien se
deja entender que será desastrado.
»En esta sazón, vino a nuestro pueblo un
Vicente de la Rosa, hijo de un pobre labrador
del mismo lugar; el cual Vicente venía de las
Italias, y de otras diversas partes, de ser
soldado. Llevóle de nuestro lugar, siendo
muchacho de hasta doce años, un capitán
que con su compañía por allí acertó a pasar,
y volvió el mozo de allí a otros doce, vestido
a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno
de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de
acero. Hoy se ponía una gala y mañana otra;
pero todas sutiles, pintadas, de poco peso y
menos tomo. La gente labradora, que de
suyo es maliciosa, y dándole el ocio lugar es
la misma malicia, lo notó, y contó punto por
punto sus galas y preseas, y halló que los
vestidos eran tres, de diferentes colores, con
sus ligas y medias; pero él hacía tantos
guisados e invenciones dellas, que si no se
los contaran, hubiera quien jurara que había
hecho muestra de más de diez pares de
vestidos y de más de veinte plumajes. Y no
parezca impertinencia y demasía esto que de
los vestidos voy contando, porque ellos hacen
una buena parte en esta historia.
»Sentábase en un poyo que debajo de un
gran álamo está en nuestra plaza, y allí nos
tenía a todos la boca abierta, pendientes de
las hazañas que nos iba contando. No había
tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni
batalla donde no se hubiese hallado; había
muerto más moros que tiene Marruecos y
Túnez, y entrado en más singulares desafíos,
según él decía, que Gante y Luna, Diego
García de Paredes y otros mil que nombraba;
y de todos había salido con vitoria, sin que le
hubiesen derramado una sola gota de sangre.
Por otra parte, mostraba señales de heridas
que, aunque no se divisaban, nos hacía
entender que eran arcabuzazos dados en
diferentes rencuentros y faciones.
Finalmente, con una no vista arrogancia,
llamaba de vos a sus iguales y a los mismos
que le conocían, y decía que su padre era su
brazo, su linaje, sus obras, y que debajo de
ser soldado, al mismo rey no debía nada.
Añadiósele a estas arrogancias ser un poco
músico y tocar una guitarra a lo rasgado, de
manera que decían algunos que la hacía
hablar; pero no pararon aquí sus gracias, que
también la tenía de poeta, y así, de cada
niñería que pasaba en el pueblo, componía un
romance de legua y media de escritura.
»Este soldado, pues, que aquí he pintado,
este Vicente de la Rosa, este bravo, este
galán, este músico, este poeta fue visto y
mirado muchas veces de Leandra, desde una
ventana de su casa que tenía la vista a la
plaza. Enamoróla el oropel de sus vistosos
trajes, encantáronla sus romances, que de
cada uno que componía daba veinte
traslados, llegaron a sus oídos las hazañas
que él de sí mismo había referido, y,
finalmente, que así el diablo lo debía de tener
ordenado, ella se vino a enamorar dél, antes
que en él naciese presunción de solicitalla. Y,
como en los casos de amor no hay ninguno
que con más facilidad se cumpla que aquel
que tiene de su parte el deseo de la dama,
con facilidad se concertaron Leandra y
Vicente; y, primero que alguno de sus
muchos pretendientes cayesen en la cuenta
de su deseo, ya ella le tenía cumplido,
habiendo dejado la casa de su querido y
amado padre, que madre no la tiene, y
ausentádose de la aldea con el soldado, que
salió con más triunfo desta empresa que de
todas las muchas que él se aplicaba.
»Admiró el suceso a toda el aldea, y aun a
todos los que dél noticia tuvieron; yo quedé
suspenso, Anselmo, atónito, el padre triste,
sus parientes afrentados, solícita la justicia,
los cuadrilleros listos; tomáronse los caminos,
escudriñáronse los bosques y cuanto había,
y, al cabo de tres días, hallaron a la
antojadiza Leandra en una cueva de un
monte, desnuda en camisa, sin muchos
dineros y preciosísimas joyas que de su casa
había sacado. Volviéronla a la presencia del
lastimado padre; preguntáronle su desgracia;
confesó sin apremio que Vicente de la Roca la
había engañado, y debajo de su palabra de
ser su esposo la persuadió que dejase la casa
de su padre; que él la llevaría a la más rica y
más viciosa ciudad que había en todo el
universo mundo, que era Nápoles; y que ella,
mal advertida y peor engañada, le había
creído; y, robando a su padre, se le entregó
la misma noche que había faltado; y que él la
llevó a un áspero monte, y la encerró en
aquella cueva donde la habían hallado. Contó
también como el soldado, sin quitalle su
honor, le robó cuanto tenía, y la dejó en
aquella cueva y se fue: suceso que de nuevo
puso en admiración a todos.
»Duro se nos hizo de creer la continencia
del mozo, pero ella lo afirmó con tantas
veras, que fueron parte para que el
desconsolado padre se consolase, no
haciendo cuenta de las riquezas que le
llevaban, pues le habían dejado a su hija con
la joya que, si una vez se pierde, no deja
esperanza de que jamás se cobre. El mismo
día que pareció Leandra la despareció su
padre de nuestros ojos, y la llevó a encerrar
en un monesterio de una villa que está aquí
cerca, esperando que el tiempo gaste alguna
parte de la mala opinión en que su hija se
puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de
disculpa de su culpa, a lo menos con aquellos
que no les iba algún interés en que ella fuese
mala o buena; pero los que conocían su
discreción y mucho entendimiento no
atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su
desenvoltura y a la natural inclinación de las
mujeres, que, por la mayor parte, suele ser
desatinada y mal compuesta.
»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de
Anselmo ciegos, a lo menos sin tener cosa
que mirar que contento le diese; los míos en
tinieblas, sin luz que a ninguna cosa de gusto
les encaminase; con la ausencia de Leandra,
crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra
paciencia, maldecíamos las galas del soldado
y abominábamos del poco recato del padre de
Leandra. Finalmente, Anselmo y yo nos
concertamos de dejar el aldea y venirnos a
este valle, donde él, apacentando una gran
cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un
numeroso rebaño de cabras, también mías,
pasamos la vida entre los árboles, dando
vado a nuestras pasiones, o cantando juntos
alabanzas o vituperios de la hermosa
Leandra, o suspirando solos y a solas
comunicando con el cielo nuestras querellas.
»A imitación nuestra, otros muchos de los
pretendientes de Leandra se han venido a
estos ásperos montes, usando el mismo
ejercicio nuestro; y son tantos, que parece
que este sitio se ha convertido en la pastoral
Arcadia, según está colmo de pastores y de
apriscos, y no hay parte en él donde no se
oiga el nombre de la hermosa Leandra. Éste
la maldice y la llama antojadiza, varia y
deshonesta; aquél la condena por fácil y
ligera; tal la absuelve y perdona, y tal la
justicia y vitupera; uno celebra su
hermosura, otro reniega de su condición, y,
en fin, todos la deshonran, y todos la adoran,
y de todos se estiende a tanto la locura, que
hay quien se queje de desdén sin haberla
jamás hablado, y aun quien se lamente y
sienta la rabiosa enfermedad de los celos,
que ella jamás dio a nadie; porque, como ya
tengo dicho, antes se supo su pecado que su
deseo. No hay hueco de peña, ni margen de
arroyo, ni sombra de árbol que no esté
ocupada de algún pastor que sus desventuras
a los aires cuente; el eco repite el nombre de
Leandra dondequiera que pueda formarse:
Leandra resuenan los montes, Leandra
murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a
todos suspensos y encantados, esperando sin
esperanza y temiendo sin saber de qué
tememos. Entre estos disparatados, el que
muestra que menos y más juicio tiene es mi
competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas
otras cosas de que quejarse, sólo se queja de
ausencia; y al son de un rabel, que
admirablemente toca, con versos donde
muestra su buen entendimiento, cantando se
queja. Yo sigo otro camino más fácil, y a mi
parecer el más acertado, que es decir mal de
la ligereza de las mujeres, de su inconstancia,
de su doble trato, de sus promesas muertas,
de su fe rompida, y, finalmente, del poco
discurso que tienen en saber colocar sus fue
la ocasión, señores, de las palabras y razones
que dije a esta cabra cuando aquí llegué; que
por ser hembra la tengo en poco, aunque es
la mejor de todo mi apero. Ésta es la historia
que prometí contaros; si he sido en el
contarla prolijo, no seré en serviros corto:
cerca de aquí tengo mi majada, y en ella
tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso,
con otras varias y sazonadas frutas, no
menos a la vista que al gusto agradables.
Capítulo LII. De la
pendencia que don Quijote
tuvo con el cabrero, con la
rara aventura de los
deceplinantes, a quien dio
felice fin a costa de su sudor
General gusto causó el cuento del cabrero a
todos los que escuchado le habían;
especialmente le recibió el canónigo, que con
estraña curiosidad notó la manera con que le
había contado, tan lejos de parecer rústico
cabrero cuan cerca de mostrarse discreto
cortesano; y así, dijo que había dicho muy
bien el cura en decir que los montes criaban
letrados. Todos se ofrecieron a Eugenio; pero
el que más se mostró liberal en esto fue don
Quijote, que le dijo:
—Por cierto, hermano cabrero, que si yo me
hallara posibilitado de poder comenzar alguna
aventura, que luego luego me pusiera en
camino porque vos la tuviérades buena; que
yo sacara del monesterio, donde, sin duda
alguna, debe de estar contra su voluntad, a
Leandra, a pesar de la abadesa y de cuantos
quisieran estorbarlo, y os la pusiera en
vuestras manos, para que hiciérades della a
toda vuestra voluntad y talante, guardando,
pero, las leyes de la caballería, que mandan
que a ninguna doncella se le sea fecho
desaguisado alguno; aunque yo espero en
Dios Nuestro Señor que no ha de poder tanto
la fuerza de un encantador malicioso, que no
pueda más la de otro encantador mejor
intencionado, y para entonces os prometo mi
favor y ayuda, como me obliga mi profesión,
que no es otra si no es favorecer a los
desvalidos y menesterosos.
Miróle el cabrero, y, como vio a don Quijote
de tan mal pelaje y catadura, admiróse y
preguntó al barbero, que cerca de sí tenía:
—Señor, ¿quién es este hombre, que tal
talle tiene y de tal manera habla?
—¿Quién ha de ser
—respondió el barbero
—
sino el famoso don Quijote de la Mancha,
desfacedor de agravios, enderezador de
tuertos, el amparo de las doncellas, el
asombro de los gigantes y el vencedor de las
batallas?
—Eso me semeja
—respondió el cabrero
— a
lo que se lee en los libros de caballeros
andantes, que hacían todo eso que de este
hombre vuestra merced dice; puesto que
para mí tengo, o que vuestra merced se
burla, o que este gentil hombre debe de tener
vacíos los aposentos de la cabeza.
—Sois un grandísimo bellaco
—dijo a esta
sazón don Quijote
—; y vos sois el vacío y el
menguado, que yo estoy más lleno que jamás
lo estuvo la muy hideputa puta que os parió.
Y, diciendo y haciendo, arrebató de un pan
que junto a sí tenía, y dio con él al cabrero en
todo el rostro, con tanta furia, que le
remachó las narices; mas el cabrero, que no
sabía de burlas, viendo con cuántas veras le
maltrataban, sin tener respeto a la alhombra,
ni a los manteles, ni a todos aquellos que
comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y,
asiéndole del cuello con entrambas manos,
no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no
llegara en aquel punto, y le asiera por las
espaldas y diera con él encima de la mesa,
quebrando platos, rompiendo tazas y
derramando y esparciendo cuanto en ella
estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió
a subirse sobre el cabrero; el cual, lleno de
sangre el rostro, molido a coces de Sancho,
andaba buscando a gatas algún cuchillo de la
mesa para hacer alguna sanguinolenta
venganza, pero estorbábanselo el canónigo y
el cura; mas el barbero hizo de suerte que el
cabrero cogió debajo de sí a don Quijote,
sobre el cual llovió tanto número de
mojicones, que del rostro del pobre caballero
llovía tanta sangre como del suyo.
Reventaban de risa el canónigo y el cura,
saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los
unos y los otros, como hacen a los perros
cuando en pendencia están trabados; sólo
Sancho Panza se desesperaba, porque no se
podía desasir de un criado del canónigo, que
le estorbaba que a su amo no ayudase.
En resolución, estando todos en regocijo y
fiesta, sino los dos aporreantes que se
carpían, oyeron el son de una trompeta, tan
triste que les hizo volver los rostros hacia
donde les pareció que sonaba; pero el que
más se alborotó de oírle fue don Quijote, el
cual, aunque estaba debajo del cabrero, harto
contra su voluntad y más que medianamente
molido, le dijo:
—Hermano demonio, que no es posible que
dejes de serlo, pues has tenido valor y
fuerzas para sujetar las mías, ruégote que
hagamos treguas, no más de por una hora;
porque el doloroso son de aquella trompeta
que a nuestros oídos llega me parece que a
alguna nueva aventura me llama.
El cabrero, que ya estaba cansado de moler
y ser molido, le dejó luego, y don Quijote se
puso en pie, volviendo asimismo el rostro
adonde el son se oía, y vio a deshora que por
un recuesto bajaban muchos hombres
vestidos de blanco, a modo de diciplinantes.
Era el caso que aquel año habían las nubes
negado su rocío a la tierra, y por todos los
lugares de aquella comarca se hacían
procesiones, rogativas y diciplinas, pidiendo a
Dios abriese las manos de su misericordia y
les lloviese; y para este efecto la gente de
una aldea que allí junto estaba venía en
procesión a una devota ermita que en un
recuesto de aquel valle había.
Don Quijote, que vio los estraños trajes de
los diciplinantes, sin pasarle por la memoria
las muchas veces que los había de haber
visto, se imaginó que era cosa de aventura, y
que a él solo tocaba, como a caballero
andante, el acometerla; y confirmóle más
esta imaginación pensar que una imagen que
traían cubierta de luto fuese alguna principal
señora que llevaban por fuerza aquellos
follones y descomedidos malandrines; y,
como esto le cayó en las mientes, con gran
ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo
andaba, quitándole del arzón el freno y el
adarga, y en un punto le enfrenó, y, pidiendo
a Sancho su espada, subió sobre Rocinante y
embrazó su adarga, y dijo en alta voz a todos
los que presentes estaban:
—Agora, valerosa compañía, veredes
cuánto importa que haya en el mundo
caballeros que profesen la orden de la
andante caballería; agora digo que veredes,
en la libertad de aquella buena señora que
allí va cautiva, si se han de estimar los
caballeros andantes.
Y, en diciendo esto, apretó los muslos a
Rocinante, porque espuelas no las tenía, y, a
todo galope, porque carrera tirada no se lee
en toda esta verdadera historia que jamás la
diese Rocinante, se fue a encontrar con los
diciplinantes, bien que fueran el cura y el
canónigo y barbero a detenelle; mas no les
fue posible, ni menos le detuvieron las voces
que Sancho le daba, diciendo:
—¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué
demonios lleva en el pecho, que le incitan a ir
contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya
yo, que aquélla es procesión de diciplinantes,
y que aquella señora que llevan sobre la
peana es la imagen benditísima de la Virgen
sin mancilla; mire, señor, lo que hace, que
por esta vez se puede decir que no es lo que
sabe.
Fatigóse en vano Sancho, porque su amo
iba tan puesto en llegar a los ensabanados y
en librar a la señora enlutada, que no oyó
palabra; y, aunque la oyera, no volviera, si el
rey se lo mandara. Llegó, pues, a la
procesión, y paró a Rocinante, que ya llevaba
deseo de quietarse un poco, y, con turbada y
ronca voz, dijo:
—Vosotros, que, quizá por no ser buenos,
os encubrís los rostros, atended y escuchad lo
que deciros quiero.
Los primeros que se detuvieron fueron los
que la imagen llevaban; y uno de los cuatro
clérigos que cantaban las ledanías, viendo la
estraña catadura de don Quijote, la flaqueza
de Rocinante y otras circunstancias de risa
que notó y descubrió en don Quijote, le
respondió diciendo:
—Señor hermano, si nos quiere decir algo,
dígalo presto, porque se van estos hermanos
abriendo las carnes, y no podemos, ni es
razón que nos detengamos a oír cosa alguna,
si ya no es tan breve que en dos palabras se
diga.
—En una lo diré
—replicó don Quijote
—, y
es ésta: que luego al punto dejéis libre a esa
hermosa señora, cuyas lágrimas y triste
semblante dan claras muestras que la lleváis
contra su voluntad y que algún notorio
desaguisado le habedes fecho; y yo, que nací
en el mundo para desfacer semejantes
agravios, no consentiré que un solo paso
adelante pase sin darle la deseada libertad
que merece.
En estas razones, cayeron todos los que las
oyeron que don Quijote debía de ser algún
hombre loco, y tomáronse a reír muy de
gana; cuya risa fue poner pólvora a la cólera
de don Quijote, porque, sin decir más
palabra, sacando la espada, arremetió a las
andas. Uno de aquellos que las llevaban,
dejando la carga a sus compañeros, salió al
encuentro de don Quijote, enarbolando una
horquilla o bastón con que sustentaba las
andas en tanto que descansaba; y, recibiendo
en ella una gran cuchillada que le tiró don
Quijote, con que se la hizo dos partes, con el
último tercio, que le quedó en la mano, dio
tal golpe a don Quijote encima de un hombro,
por el mismo lado de la espada, que no pudo
cubrir el adarga contra villana fuerza, que el
pobre don Quijote vino al suelo muy mal
parado.
Sancho Panza, que jadeando le iba a los
alcances, viéndole caído, dio voces a su
moledor que no le diese otro palo, porque era
un pobre caballero encantado, que no había
hecho mal a nadie en todos los días de su
vida. Mas, lo que detuvo al villano no fueron
las voces de Sancho, sino el ver que don
Quijote no bullía pie ni mano; y así, creyendo
que le había muerto, con priesa se alzó la
túnica a la cinta, y dio a huir por la campaña
como un gamo.
Ya en esto llegaron todos los de la
compañía de don Quijote adonde él estaba; y
más los de la procesión, que los vieron venir
corriendo, y con ellos los cuadrilleros con sus
ballestas, temieron algún mal suceso, y
hiciéronse todos un remolino alrededor de la
imagen; y, alzados los capirotes, empuñando
las diciplinas, y los clérigos los ciriales,
esperaban el asalto con determinación de
defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a sus
acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor
que se pensaba, porque Sancho no hizo otra
cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su
señor, haciendo sobre él el más doloroso y
risueño llanto del mundo, creyendo que
estaba muerto.
El cura fue conocido de otro cura que en la
procesión venía, cuyo conocimiento puso en
sosiego el concebido temor de los dos
escuadrones. El primer cura dio al segundo,
en dos razones, cuenta de quién era don
Quijote, y así él como toda la turba de los
diciplinantes fueron a ver si estaba muerto el
pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza,
con lágrimas en los ojos, decía:
—¡Oh flor de la caballería, que con solo un
garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien
gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor
y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el
mundo, el cual, faltando tú en él, quedará
lleno de malhechores, sin temor de ser
castigados de sus malas fechorías! ¡Oh liberal
sobre todos los Alejandros, pues por solos
ocho meses de servicio me tenías dada la
mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh
humilde con los soberbios y arrogante con los
humildes, acometedor de peligros, sufridor de
afrentas, enamorado sin causa, imitador de
los buenos, azote de los malos, enemigo de
los ruines, en fin, caballero andante, que es
todo lo que decir se puede!
Con las voces y gemidos de Sancho revivió
don Quijote, y la primer palabra que dijo fue:
—El que de vos vive ausente, dulcísima
Dulcinea, a mayores miserias que éstas está
sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme
sobre el carro encantado, que ya no estoy
para oprimir la silla de Rocinante, porque
tengo todo este hombro hecho pedazos.
—Eso haré yo de muy buena gana, señor
mío
—respondió Sancho
—, y volvamos a mi
aldea en compañía destos señores, que su
bien desean, y allí daremos orden de hacer
otra salida que nos sea de más provecho y
fama.
—Bien dices, Sancho
—respondió don
Quijote
—, y será gran prudencia dejar pasar
el mal influjo de las estrellas que agora corre.
El canónigo y el cura y barbero le dijeron
que haría muy bien en hacer lo que decía; y
así, habiendo recebido grande gusto de las
simplicidades de Sancho Panza, pusieron a
don Quijote en el carro, como antes venía. La
procesión volvió a ordenarse y a proseguir su
camino; el cabrero se despidió de todos; los
cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el
cura les pagó lo que se les debía. El canónigo
pidió al cura le avisase el suceso de don
Quijote, si sanaba de su locura o si proseguía
en ella, y con esto tomó licencia para seguir
su viaje. En fin, todos se dividieron y
apartaron, quedando solos el cura y barbero,
don Quijote y Panza, y el bueno de
Rocinante, que a todo lo que había visto
estaba con tanta paciencia como su amo.
El boyero unció sus bueyes y acomodó a
don Quijote sobre un haz de heno, y con su
acostumbrada flema siguió el camino que el
cura quiso, y a cabo de seis días llegaron a la
aldea de don Quijote, adonde entraron en la
mitad del día, que acertó a ser domingo, y la
gente estaba toda en la plaza, por mitad de la
cual atravesó el carro de don Quijote.
Acudieron todos a ver lo que en el carro
venía, y, cuando conocieron a su
compatrioto, quedaron maravillados, y un
muchacho acudió corriendo a dar las nuevas
a su ama y a su sobrina de que su tío y su
señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre
un montón de heno y sobre un carro de
bueyes. Cosa de lástima fue oír los gritos que
las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas
que se dieron, las maldiciones que de nuevo
echaron a los malditos libros de caballerías;
todo lo cual se renovó cuando vieron entrar a
don Quijote por sus puertas.
A las nuevas desta venida de don Quijote,
acudió la mujer de Sancho Panza, que ya
había sabido que había ido con él sirviéndole
de escudero, y, así como vio a Sancho, lo
primero que le preguntó fue que si venía
bueno el asno. Sancho respondió que venía
mejor que su amo.
—Gracias sean dadas a Dios
—replicó ella
—,
que tanto bien me ha hecho; pero contadme
agora, amigo: ¿qué bien habéis sacado de
vuestras escuderías?, ¿qué saboyana me
traes a mí?, ¿qué zapaticos a vuestros hijos?
—No traigo nada deso
—dijo Sancho
—,
mujer mía, aunque traigo otras cosas de más
momento y consideración.
—Deso recibo yo mucho gusto
—respondió
la mujer
—; mostradme esas cosas de más
consideración y más momento, amigo mío,
que las quiero ver, para que se me alegre
este corazón, que tan triste y descontento ha
estado en todos los siglos de vuestra
ausencia.
—En casa os las mostraré, mujer
—dijo
Panza
—, y por agora estad contenta, que,
siendo Dios servido de que otra vez salgamos
en viaje a buscar aventuras, vos me veréis
presto conde o gobernador de una ínsula, y
no de las de por ahí, sino la mejor que pueda
hallarse.
—Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien
lo habemos menester. Mas, decidme: ¿qué es
eso de ínsulas, que no lo entiendo?
—No es la miel para la boca del asno
—
respondió Sancho
—; a su tiempo lo verás,
mujer, y aun te admirarás de oírte llamar
Señoría de todos tus vasallos.
—¿Qué es lo que decís, Sancho, de
señorías, ínsulas y vasallos? –respondió
Juana Panza, que así se llamaba la mujer de
Sancho, aunque no eran parientes, sino
porque se usa en la Mancha tomar las
mujeres el apellido de sus maridos.
—No te acucies, Juana, por saber todo esto
tan apriesa; basta que te digo verdad, y cose
la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que
no hay cosa más gustosa en el mundo que
ser un hombre honrado escudero de un
caballero andante buscador de aventuras.
Bien es verdad que las más que se hallan no
salen tan a gusto como el hombre querría,
porque de ciento que se encuentran, las
noventa y nueve suelen salir aviesas y
torcidas. Sélo yo de expiriencia, porque de
algunas he salido manteado, y de otras
molido; pero, con todo eso, es linda cosa
esperar los sucesos atravesando montes,
escudriñando selvas, pisando peñas,
visitando castillos, alojando en ventas a toda
discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo,
el maravedí.
Todas estas pláticas pasaron entre Sancho
Panza y Juana Panza, su mujer, en tanto que
el ama y sobrina de don Quijote le recibieron,
y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo
lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no
acababa de entender en qué parte estaba. El
cura encargó a la sobrina tuviese gran cuenta
con regalar a su tío, y que estuviesen alerta
de que otra vez no se les escapase, contando
lo que había sido menester para traelle a su
casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos
al cielo; allí se renovaron las maldiciones de
los libros de caballerías, allí pidieron al cielo
que confundiese en el centro del abismo a los
autores de tantas mentiras y disparates.
Finalmente, ellas quedaron confusas y
temerosas de que se habían de ver sin su
amo y tío en el mesmo punto que tuviese
alguna mejoría; y sí fue como ellas se lo
imaginaron.
Pero el autor desta historia, puesto que con
curiosidad y diligencia ha buscado los hechos
que don Quijote hizo en su tercera salida, no
ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos
por escrituras auténticas; sólo la fama ha
guardado, en las memorias de la Mancha,
que don Quijote, la tercera vez que salió de
su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en
unas famosas justas que en aquella ciudad
hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su
valor y buen entendimiento. Ni de su fin y
acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la
alcanzara ni supiera si la buena suerte no le
deparara un antiguo médico que tenía en su
poder una caja de plomo, que, según él dijo,
se había hallado en los cimientos derribados
de una antigua ermita que se renovaba; en la
cual caja se habían hallado unos pergaminos
escritos con letras góticas, pero en versos
castellanos, que contenían muchas de sus
hazañas y daban noticia de la hermosura de
Dulcinea del Toboso, de la figura de
Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y
de la sepultura del mesmo don Quijote, con
diferentes epitafios y elogios de su vida y
costumbres.
Y los que se pudieron leer y sacar en limpio
fueron los que aquí pone el fidedigno autor
desta nueva y jamás vista historia. El cual
autor no pide a los que la leyeren, en premio
del inmenso trabajo que le costó inquerir y
buscar todos los archivos manchegos, por
sacarla a luz, sino que le den el mesmo
crédito que suelen dar los discretos a los
libros de caballerías, que tan validos andan
en el mundo; que con esto se tendrá por bien
pagado y satisfecho, y se animará a sacar y
buscar otras, si no tan verdaderas, a lo
menos de tanta invención y pasatiempo.
Las palabras primeras que estaban escritas
en el pergamino que se halló en la caja de
plomo eran éstas:
LOS ACADÉMICOS DE LA
ARGAMASILLA,
LUGAR DE LA MANCHA,
EN VIDA Y MUERTE DEL VALEROSO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA,
HOC SCRIPSERUNT:
EL MONICONGO, ACADÉMICO DE LA
ARGAMASILLA,
A LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
Epitafio
El calvatrueno que adornó a la Mancha
de más despojos que Jasón decreta;
el jüicio que tuvo la veleta
aguda donde fuera mejor ancha,
el brazo que su fuerza tanto ensancha,
que llegó del Catay hasta Gaeta,
la musa más horrenda y más discreta
que grabó versos en la broncínea plancha,
el que a cola dejó los Amadises,
y en muy poquito a Galaores tuvo,
estribando en su amor y bizarría,
el que hizo callar los Belianises,
aquel que en Rocinante errando anduvo,
yace debajo desta losa fría.
DEL PANIAGUADO, ACADÉMICO DE LA
ARGAMASILLA,
In laudem Dulcineae del Toboso
Soneto
Esta que veis de rostro amondongado,
alta de pechos y ademán brioso,
es Dulcinea, reina del Toboso,
de quien fue el gran Quijote aficionado.
Pisó por ella el uno y otro lado
de la gran Sierra Negra, y el famoso
campo de Montïel, hasta el herboso
llano de Aranjüez, a pie y cansado.
Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,
que esta manchega dama, y este invito
andante caballero, en tiernos años,
ella dejó, muriendo, de ser bella;
y él, aunque queda en mármores escrito,
no pudo huir de amor, iras y engaños.
DEL CAPRICHOSO, DISCRETÍSIMO
ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,
EN LOOR DE ROCINANTE, CABALLO DE
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
En el soberbio trono diamantino
que con sangrientas plantas huella Marte,
frenético, el Manchego su estandarte
tremola con esfuerzo peregrino.
Cuelga las armas y el acero fino
con que destroza, asuela, raja y parte:
¡nuevas proezas!, pero inventa el arte
un nuevo estilo al nuevo paladino.
Y si de su Amadís se precia Gaula,
por cuyos bravos descendientes Grecia
triunfó mil veces y su fama ensancha,
hoy a Quijote le corona el aula
do Belona preside, y dél se precia,
más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.
Nunca sus glorias el olvido mancha,
pues hasta Rocinante, en ser gallardo,
excede a Brilladoro y a Bayardo.
DEL BURLADOR, ACADÉMICO
ARGAMASILLESCO,
A SANCHO PANZA
Soneto
DEL CACHIDIABLO, ACADÉMICO DE LA
ARGAMASILLA,
EN LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE
Epitafio
Aquí yace el caballero,
bien molido y mal andante,
a quien llevó Rocinante
por uno y otro sendero.
Sancho Panza el majadero
yace también junto a él,
escudero el más fïel
que vio el trato de escudero.
DEL TIQUITOC, ACADÉMICO DE LA
ARGAMASILLA,
EN LA SEPULTURA DE DULCINEA DEL
TOBOSO
Epitafio
Reposa aquí Dulcinea;
y, aunque de carnes rolliza,
la volvió en polvo y ceniza
la muerte espantable y fea.
Fue de castiza ralea,
y tuvo asomos de dama;
del gran Quijote fue llama,
y fue gloria de su aldea.
Éstos fueron los versos que se pudieron
leer; los demás, por estar carcomida la letra,
se entregaron a un académico para que por
conjeturas los declarase. Tiénese noticia que
lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y
mucho trabajo, y que tiene intención de
sacallos a luz, con esperanza de la tercera
salida de don Quijote.
Forsi altro canterà con miglior plectio.
Finis
Segunda parte del
ingenioso caballero don
Quijote de la Mancha
TASA
Yo, Hernando de Vallejo, escribano de
Cámara del Rey nuestro señor, de los que
residen en su Consejo, doy fe que,
habiéndose visto por los señores dél un libro
que compuso Miguel de Cervantes Saavedra,
intitulado Don Quijote de la Mancha, Segunda
parte, que con licencia de Su Majestad fue
impreso, le tasaron a cuatro maravedís cada
pliego en papel, el cual tiene setenta y tres
pliegos, que al dicho respeto suma y monta
docientos y noventa y dos maravedís, y
mandaron que esta tasa se ponga al principio
de cada volumen del dicho libro, para que se
sepa y entienda lo que por él se ha de pedir y
llevar, sin que se exceda en ello en manera
alguna, como consta y parece por el auto y
decreto original sobre ello dado, y que queda
en mi poder, a que me refiero; y de
mandamiento de los dichos señores del
Consejo y de pedimiento de la parte del dicho
Miguel de Cervantes, di esta fee en Madrid, a
veinte y uno días del mes de otubre del mil y
seiscientos y quince años.
Hernando de Vallejo.
FEE DE ERRATAS
Vi este libro intitulado Segunda parte de
don Quijote de la Mancha, compuesto por
Miguel de Cervantes Saavedra, y no hay en él
cosa digna de notar que no corresponda a su
original. Dada en Madrid, a veinte y uno de
otubre, mil y seiscientos y quince.
El licenciado Francisco Murcia de la Llana.
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del
Consejo, he hecho ver el libro contenido en
este memorial: no contiene cosa contra la fe
ni buenas costumbres, antes es libro de
mucho entretenimiento lícito, mezclado de
mucha filosofía moral; puédesele dar licencia
para imprimirle. En Madrid, a cinco de
noviembre de mil seiscientos y quince.
Doctor Gutierre de Cetina.
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del
Consejo, he visto la Segunda parte de don
Quijote de la Mancha, por Miguel de
Cervantes Saavedra: no contiene cosa contra
nuestra santa fe católica, ni buenas
costumbres, antes, muchas de honesta
recreación y apacible divertimiento, que los
antiguos juzgaron convenientes a sus
repúblicas, pues aun en la severa de los
lacedemonios levantaron estatua a la risa, y
los de Tesalia la dedicaron fiestas, como lo
dice Pausanias, referido de Bosio, libro II De
signis Ecclesiae, cap. 10, alentando ánimos
marchitos y espíritus melancólicos, de que se
acordó Tulio en el primero De legibus, y el
poeta diciendo:
Interpone tuis interdum gaudia curis,
lo cual hace el autor mezclando las veras a
las burlas, lo dulce a lo provechoso y lo moral
a lo faceto, disimulando en el cebo del
donaire el anzuelo de la reprehensión, y
cumpliendo con el acertado asunto en que
pretende la expulsión de los libros de
caballerías, pues con su buena diligencia
mañosamente alimpiando de su contagiosa
dolencia a estos reinos, es obra muy digna de
su grande ingenio, honra y lustre de nuestra
nación, admiración y invidia de las estrañas.
Éste es mi parecer, salvo etc. En Madrid, a 17
de marzo de 1615.
El maestro Josef de Valdivielso.
APROBACIÓN
Por comisión del señor doctor Gutierre de
Cetina, vicario general desta villa de Madrid,
corte de Su Majestad, he visto este libro de la
Segunda parte del ingenioso caballero don
Quijote de la Mancha, por Miguel de
Cervantes Saavedra, y no hallo en él cosa
indigna de un cristiano celo, ni que disuene
de la decencia debida a buen ejemplo, ni
virtudes morales; antes, mucha erudición y
aprovechamiento, así en la continencia de su
bien seguido asunto para extirpar los vanos y
mentirosos libros de caballerías, cuyo
contagio había cundido más de lo que fuera
justo, como en la lisura del lenguaje
castellano, no adulterado con enfadosa y
estudiada afectación, vicio con razón
aborrecido de hombres cuerdos; y en la
correción de vicios que generalmente toca,
ocasionado de sus agudos discursos, guarda
con tanta cordura las leyes de reprehensión
cristiana, que aquel que fuere tocado de la
enfermedad que pretende curar, en lo dulce y
sabroso de sus medicinas gustosamente
habrá bebido, cuando menos lo imagine, sin
empacho ni asco alguno, lo provechoso de la
detestación de su vicio, con que se hallará,
que es lo más difícil de conseguirse, gustoso
y reprehendido. Ha habido muchos que, por
no haber sabido templar ni mezclar a
propósito lo útil con lo dulce, han dado con
todo su molesto trabajo en tierra, pues no
pudiendo imitar a Diógenes en lo filósofo y
docto, atrevida, por no decir licenciosa y
desalumbradamente, le pretenden imitar en
lo cínico, entregándose a maldicientes,
inventando casos que no pasaron, para hacer
capaz al vicio que tocan de su áspera
reprehensión, y por ventura descubren
caminos para seguirle, hasta entonces
ignorados, con que vienen a quedar, si no
reprehensores, a lo menos maestros dél.
Hácense odiosos a los bien entendidos, con el
pueblo pierden el crédito, si alguno tuvieron,
para admitir sus escritos y los vicios que
arrojada e imprudentemente quisieren
corregir en muy peor estado que antes, que
no todas las postemas a un mismo tiempo
están dispuestas para admitir las recetas o
cauterios; antes, algunos mucho mejor
reciben las blandas y suaves medicinas, con
cuya aplicación, el atentado y docto médico
consigue el fin de resolverlas, término que
muchas veces es mejor que no el que se
alcanza con el rigor del hierro. Bien diferente
han sentido de los escritos de Miguel de
Cervantes, así nuestra nación como las
estrañas, pues como a milagro desean ver el
autor de libros que con general aplauso, así
por su decoro y decencia como por la
suavidad y blandura de sus discursos, han
recebido España, Francia, Italia, Alemania y
Flandes. Certifico con verdad que en veinte y
cinco de febrero deste año de seiscientos y
quince, habiendo ido el ilustrísimo señor don
Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal
arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la
visita que a Su Ilustrísima hizo el embajador
de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a
los casamientos de sus príncipes y los de
España, muchos caballeros franceses, de los
que vinieron acompañando al embajador, tan
corteses como entendidos y amigos de
buenas letras, se llegaron a mí y a otros
capellanes del cardenal mi señor, deseosos
de saber qué libros de ingenio andaban más
validos; y, tocando acaso en éste que yo
estaba censurando, apenas oyeron el nombre
de Miguel de Cervantes, cuando se
comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la
estimación en que, así en Francia como en los
reinos sus confinantes, se tenían sus obras:
la Galatea, que alguno dellos tiene casi de
memoria la primera parte désta, y las
Novelas. Fueron tantos sus encarecimientos,
que me ofrecí llevarles que viesen el autor
dellas, que estimaron con mil demostraciones
de vivos deseos. Preguntáronme muy por
menor su edad, su profesión, calidad y
cantidad. Halléme obligado a decir que era
viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno
respondió estas formales palabras: ''Pues, ¿a
tal hombre no le tiene España muy rico y
sustentado del erario público?'' Acudió otro
de aquellos caballeros con este pensamiento
y con mucha agudeza, y dijo: ''Si necesidad
le ha de obligar a escribir, plega a Dios que
nunca tenga abundancia, para que con sus
obras, siendo él pobre, haga rico a todo el
mundo''. Bien creo que está, para censura,
un poco larga; alguno dirá que toca los
límites de lisonjero elogio; mas la verdad de
lo que cortamente digo deshace en el crítico
la sospecha y en mí el cuidado; además que
el día de hoy no se lisonjea a quien no tiene
con qué cebar el pico del adulador, que,
aunque afectuosa y falsamente dice de
burlas, pretende ser remunerado de veras.
En Madrid, a veinte y siete de febrero de mil
y seiscientos y quince.
El licenciado Márquez Torres.
PRIVILEGIO
Por cuanto por parte de vos, Miguel de
Cervantes Saavedra, nos fue fecha relación
que habíades compuesto la Segunda parte de
don Quijote de la Mancha, de la cual hacíades
presentación, y, por ser libro de historia
agradable y honesta, y haberos costado
mucho trabajo y estudio, nos suplicastes os
mandásemos dar licencia para le poder
imprimir y privilegio por veinte años, o como
la nuestra merced fuese; lo cual visto por los
del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho
libro se hizo la diligencia que la premática por
nos sobre ello fecha dispone, fue acordado
que debíamos mandar dar esta nuestra
cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por
bien. Por la cual vos damos licencia y facultad
para que, por tiempo y espacio de diez años,
cumplidos primeros siguientes, que corran y
se cuenten desde el día de la fecha de esta
nuestra cédula en adelante, vos, o la persona
que para ello vuestro poder hobiere, y no
otra alguna, podáis imprimir y vender el
dicho libro que desuso se hace mención; y
por la presente damos licencia y facultad a
cualquier impresor de nuestros reinos que
nombráredes para que durante el dicho
tiempo le pueda imprimir por el original que
en el nuestro Consejo se vio, que va
rubricado y firmado al fin de Hernando de
Vallejo, nuestro escribano de Cámara, y uno
de los que en él residen, con que antes y
primero que se venda lo traigáis ante ellos,
juntamente con el dicho original, para que se
vea si la dicha impresión está conforme a él,
o traigáis fe en pública forma cómo, por
corretor por nos nombrado, se vio y corrigió
la dicha impresión por el dicho original, y más
al dicho impresor que ansí imprimiere el
dicho libro no imprima el principio y primer
pliego dél, ni entregue más de un solo libro
con el original al autor y persona a cuya costa
lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto
de la dicha correción y tasa, hasta que antes
y primero el dicho libro esté corregido y
tasado por los del nuestro Consejo, y estando
hecho, y no de otra manera, pueda imprimir
el dicho principio y primer pliego, en el cual
imediatamente ponga esta nuestra licencia y
la aprobación, tasa y erratas, ni lo podáis
vender ni vendáis vos ni otra persona alguna,
hasta que esté el dicho libro en la forma
susodicha, so pena de caer e incurrir en las
penas contenidas en la dicha premática y
leyes de nuestros reinos que sobre ello
disponen; y más, que durante el dicho tiempo
persona alguna sin vuestra licencia no le
pueda imprimir ni vender, so pena que el que
lo imprimiere y vendiere haya
perdido y pierda cualesquiera libros, moldes
y aparejos que dél tuviere, y más incurra en
pena de cincuenta mil maravedís por cada
vez que lo contrario hiciere, de la cual dicha
pena sea la tercia parte para nuestra
Cámara, y la otra tercia parte para el juez
que lo sentenciare, y la otra tercia parte par
el que lo denunciare; y más a los del nuestro
Consejo, presidentes, oidores de las nuestras
Audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra
Casa y Corte y Chancillerías, y a otras
cualesquiera justicias de todas las ciudades,
villas y lugares de los nuestros reinos y
señoríos, y a cada uno en su juridición, ansí a
los que agora son como a los que serán de
aquí adelante, que vos guarden y cumplan
esta nuestra cédula y merced, que ansí vos
hacemos, y contra ella no vayan ni pasen en
manera alguna, so pena de la nuestra merced
y de diez mil maravedís para la nuestra
Cámara. Dada en Madrid, a treinta días del
mes de marzo de mil y seiscientos y quince
años.
YO, EL REY.
Por mandado del Rey nuestro señor:
Pedro de Contreras.
PRÓLOGO AL LECTOR
¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de
estar esperando ahora, lector ilustre, o quier
plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él
venganzas, riñas y vituperios del autor del
segundo Don Quijote; digo de aquel que
dicen que se engendró en Tordesillas y nació
en Tarragona! Pues en verdad que no te he
dar este contento; que, puesto que los
agravios despiertan la cólera en los más
humildes pechos, en el mío ha de padecer
excepción esta regla. Quisieras tú que lo
diera del asno, del mentecato y del atrevido,
pero no me pasa por el pensamiento:
castíguele su pecado, con su pan se lo coma
y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar
de sentir es que me note de viejo y de
manco, como si hubiera sido en mi mano
haber detenido el tiempo, que no pasase por
mí, o si mi manquedad hubiera nacido en
alguna taberna, sino en la más alta ocasión
que vieron los siglos pasados, los presentes,
ni esperan ver los venideros. Si mis heridas
no resplandecen en los ojos de quien las
mira, son estimadas, a lo menos, en la
estimación de los que saben dónde se
cobraron; que el soldado más bien parece
muerto en la batalla que libre en la fuga; y es
esto en mí de manera, que si ahora me
propusieran y facilitaran un imposible,
quisiera antes haberme hallado en aquella
facción prodigiosa que sano ahora de mis
heridas sin haberme hallado en ella. Las que
el soldado muestra en el rostro y en los
pechos, estrellas son que guían a los demás
al cielo de la honra, y al de desear la justa
alabanza; y hase de advertir que no se
escribe con las canas, sino con el
entendimiento, el cual suele mejorarse con
los años.
He sentido también que me llame invidioso,
y que, como a ignorante, me describa qué
cosa sea la invidia; que, en realidad de
verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a
la santa, a la noble y bien intencionada; y,
siendo esto así, como lo es, no tengo yo de
perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene
por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y
si él lo dijo por quien parece que lo dijo,
engañóse de todo en todo: que del tal adoro
el ingenio, admiro las obras y la ocupación
continua y virtuosa. Pero, en efecto, le
agradezco a este señor autor el decir que mis
novelas son más satíricas que ejemplares,
pero que son buenas; y no lo pudieran ser si
no tuvieran de todo.
Paréceme que me dices que ando muy
limitado y que me contengo mucho en los
términos de mi modestia, sabiendo que no se
ha añadir aflición al afligido, y que la que
debe de tener este señor sin duda es grande,
pues no osa parecer a campo abierto y al
cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo
su patria, como si hubiera hecho alguna
traición de lesa majestad. Si, por ventura,
llegares a conocerle, dile de mi parte que no
me tengo por agraviado: que bien sé lo que
son tentaciones del demonio, y que una de
las mayores es ponerle a un hombre en el
entendimiento que puede componer y
imprimir un libro, con que gane tanta fama
como dineros, y tantos dineros cuanta fama;
y, para confirmación desto, quiero que en tu
buen donaire y gracia le cuentes este cuento:
«Había en Sevilla un loco que dio en el más
gracioso disparate y tema que dio loco en el
mundo. Y fue que hizo un cañuto de caña
puntiagudo en el fin, y, en cogiendo algún
perro en la calle, o en cualquiera otra parte,
con el un pie le cogía el suyo, y el otro le
alzaba con la mano, y como mejor podía le
acomodaba el cañuto en la parte que,
soplándole, le ponía redondo como una
pelota; y, en teniéndolo desta suerte, le daba
dos palmaditas en la barriga, y le soltaba,
diciendo a los circunstantes, que siempre
eran muchos: ''¿Pensarán vuestras mercedes
ahora que es poco trabajo hinchar un
perro?''»
¿Pensará vuestra merced ahora que es poco
trabajo hacer un libro?
Y si este cuento no le cuadrare, dirásle,
lector amigo, éste, que también es de loco y
de perro:
«Había en Córdoba otro loco, que tenía por
costumbre de traer encima de la cabeza un
pedazo de losa de mármol, o un canto no
muy liviano, y, en topando algún perro
descuidado, se le ponía junto, y a plomo
dejaba caer sobre él el peso. Amohinábase el
perro, y, dando ladridos y aullidos, no paraba
en tres calles. Sucedió, pues, que, entre los
perros que descargó la carga, fue uno un
perro de un bonetero, a quien quería mucho
su dueño. Bajó el canto, diole en la cabeza,
alzó el grito el molido perro, violo y sintiólo
su amo, asió de una vara de medir, y salió al
loco y no le dejó hueso sano; y cada palo que
le daba decía: ''Perro ladrón, ¿a mi podenco?
¿No viste, cruel, que era podenco mi perro?''
Y, repitiéndole el nombre de podenco muchas
veces, envió al loco hecho una alheña.
Escarmentó el loco y retiróse, y en más de un
mes no salió a la plaza; al cabo del cual
tiempo, volvió con su invención y con más
carga. Llegábase donde estaba el perro, y,
mirándole muy bien de hito en hito, y sin
querer ni atreverse a descargar la piedra,
decía: ''Este es podenco: ¡guarda!'' En efeto,
todos cuantos perros topaba, aunque fuesen
alanos, o gozques, decía que eran podencos;
y así, no soltó más el canto.»
Quizá de esta suerte le podrá acontecer a
este historiador: que no se atreverá a soltar
más la presa de su ingenio en libros que, en
siendo malos, son más duros que las peñas.
Dile también que de la amenaza que me
hace, que me ha de quitar la ganancia con su
libro, no se me da un ardite, que,
acomodándome al entremés famoso de La
Perendenga, le respondo que me viva el
Veinte y cuatro, mi señor, y Cristo con todos.
Viva el gran conde de Lemos, cuya
cristiandad y liberalidad, bien conocida,
contra todos los golpes de mi corta fortuna
me tiene en pie, y vívame la suma caridad
del ilustrísimo de Toledo, don Bernardo de
Sandoval y Rojas, y siquiera no haya
emprentas en el mundo, y siquiera se
impriman contra mí más libros que tienen
letras las Coplas de Mingo Revulgo. Estos dos
príncipes, sin que los solicite adulación mía ni
otro género de aplauso, por sola su bondad,
han tomado a su cargo el hacerme merced y
favorecerme; en lo que me tengo por más
dichoso y más rico que si la fortuna por
camino ordinario me hubiera puesto en su
cumbre. La honra puédela tener el pobre,
pero no el vicioso; la pobreza puede anublar
a la nobleza, pero no escurecerla del todo;
pero, como la virtud dé alguna luz de sí,
aunque sea por los inconvenientes y
resquicios de la estrecheza, viene a ser
estimada de los altos y nobles espíritus, y,
por el
consiguiente, favorecida. Y no le digas más,
ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte
que consideres que esta segunda parte de
Don Quijote que te ofrezco es cortada del
mismo artífice y del mesmo paño que la
primera, y que en ella te doy a don Quijote
dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado,
porque ninguno se
atreva a levantarle nuevos testimonios,
pues bastan los pasados y basta también que
un hombre honrado haya dado noticia destas
discretas locuras, sin querer de nuevo
entrarse en ellas: que la abundancia de las
cosas, aunque sean buenas, hace que no se
estimen, y la carestía, aun de las malas, se
estima en algo. Olvídaseme de decirte que
esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y
la segunda parte de Galatea.
DEDICATORIA
AL CONDE DE LEMOS
Enviando a Vuestra Excelencia los días
pasados mis comedias, antes impresas que
representadas, si bien me acuerdo, dije que
don Quijote quedaba calzadas las espuelas
para ir a besar las manos a Vuestra
Excelencia; y ahora digo que se las ha
calzado y se ha puesto en camino, y si él allá
llega, me parece que habré hecho algún
servicio a Vuestra Excelencia, porque es
mucha la priesa que de infinitas partes me
dan a que le envíe para quitar el hámago y la
náusea que ha causado otro don Quijote,
que, con nombre de segunda parte, se ha
disfrazado y corrido por el orbe; y el que más
ha mostrado desearle ha sido el grande
emperador de la China, pues en lengua
chinesca habrá un mes que me escribió una
carta con un propio, pidiéndome, o, por
mejor decir, suplicándome se le enviase,
porque quería fundar un colegio donde se
leyese la lengua castellana, y quería que el
libro que se leyese fuese el de la historia de
don Quijote. Juntamente con esto, me decía
que fuese yo a ser el rector del tal colegio.
Preguntéle al portador si Su Majestad le
había dado para mí alguna ayuda de costa.
Respondióme que ni por pensamiento. ''Pues,
hermano
—le respondí yo
—, vos os podéis
volver a vuestra China a las diez, o a las
veinte, o a las que venís despachado, porque
yo no estoy con salud para ponerme en tan
largo viaje; además que, sobre estar
enfermo, estoy muy sin dineros, y emperador
por emperador, y monarca por monarca, en
Nápoles tengo al grande conde de Lemos,
que, sin tantos titulillos de colegios ni
rectorías, me sustenta, me ampara y hace
más merced que la que yo acierto a desear''.
Con esto le despedí, y con esto me despido,
ofreciendo a Vuestra Excelencia los Trabajos
de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré
fin dentro de cuatro meses, Deo volente; el
cual ha de ser o el más malo o el mejor que
en nuestra lengua se haya compuesto, quiero
decir de los de entretenimiento; y digo que
me arrepiento de haber dicho el más malo,
porque, según la opinión de mis amigos, ha
de llegar al estremo de bondad posible.
Venga Vuestra Excelencia con la salud que
es deseado; que ya estará Persiles para
besarle las manos, y yo los pies, como criado
que soy de Vuestra Excelencia. De Madrid,
último de otubre de mil seiscientos y quince.
Criado de Vuestra Excelencia,
Miguel de Cervantes Saavedra.
Capítulo I. De lo que el
cura y el barbero pasaron
con don Quijote cerca de su
enfermedad
Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la
segunda parte desta historia y tercera salida
de don Quijote, que el cura y el barbero se
estuvieron casi un mes sin verle, por no
renovarle y traerle a la memoria las cosas
pasadas; pero no por esto dejaron de visitar
a su sobrina y a su ama, encargándolas
tuviesen cuenta con regalarle, dándole a
comer cosas confortativas y apropiadas para
el corazón y el celebro, de donde procedía,
según buen discurso, toda su mala ventura.
Las cuales dijeron que así lo hacían, y lo
harían, con la voluntad y cuidado posible,
porque echaban de ver que su señor por
momentos iba dando muestras de estar en su
entero juicio; de lo cual recibieron los dos
gran contento, por parecerles que habían
acertado en haberle traído encantado en el
carro de los bueyes, como se contó en la
primera parte desta tan grande como puntual
historia, en su último
Capítulo. Y así,
determinaron de visitarle y hacer esperiencia
de su mejoría, aunque tenían casi por
imposible que la tuviese, y acordaron de no
tocarle en ningún punto de la andante
caballería, por no ponerse a peligro de
descoser los de la herida, que tan tiernos
estaban.
Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en
la cama, vestida una almilla de bayeta verde,
con un bonete colorado toledano; y estaba
tan seco y amojamado, que no parecía sino
hecho de carne momia. Fueron dél muy bien
recebidos, preguntáronle por su salud, y él
dio cuenta de sí y de ella con mucho juicio y
con muy elegantes palabras; y en el discurso
de su plática vinieron a tratar en esto que
llaman razón de estado y modos de gobierno,
enmendando este abuso y condenando aquél,
reformando una costumbre y desterrando
otra, haciéndose cada uno de los tres un
nuevo legislador, un Licurgo moderno o un
Solón flamante; y de tal manera renovaron la
república, que no pareció sino que la habían
puesto en una fragua, y sacado otra de la que
pusieron; y habló don Quijote con tanta
discreción en todas las materias que se
tocaron, que los dos esaminadores creyeron
indubitadamente que estaba del todo bueno y
en su entero juicio.
Halláronse presentes a la plática la sobrina
y ama, y no se hartaban de dar gracias a
Dios de ver a su señor con tan buen
entendimiento; pero el cura, mudando el
propósito primero, que era de no tocarle en
cosa de caballerías, quiso hacer de todo en
todo esperiencia si la sanidad de don Quijote
era falsa o verdadera, y así, de lance en
lance, vino a contar algunas nuevas que
habían venido de la corte; y, entre otras, dijo
que se tenía por cierto que el Turco bajaba
con una poderosa armada, y que no se sabía
su designio, ni adónde había de descargar tan
gran nublado; y, con este temor, con que casi
cada año nos toca arma, estaba puesta en
ella toda la cristiandad, y Su Majestad había
hecho proveer las costas de Nápoles y Sicilia
y la isla de Malta. A esto respondió don
Quijote:
—Su Majestad ha hecho como prudentísimo
guerrero en proveer sus estados con tiempo,
porque no le halle desapercebido el enemigo;
pero si se tomara mi consejo, aconsejárale yo
que usara de una prevención, de la cual Su
Majestad la hora de agora debe estar muy
ajeno de pensar en ella.
Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre
sí:
—¡Dios te tenga de su mano, pobre don
Quijote: que me parece que te despeñas de
la alta cumbre de tu locura hasta el profundo
abismo de tu simplicidad!
Mas el barbero, que ya había dado en el
mesmo pensamiento que el cura, preguntó a
don Quijote cuál era la advertencia de la
prevención que decía era bien se hiciese;
quizá podría ser tal, que se pusiese en la lista
de los muchos advertimientos impertinentes
que se suelen dar a los príncipes.
—El mío, señor rapador
—dijo don Quijote
—
, no será impertinente, sino perteneciente.
—No lo digo por tanto
—replicó el barbero
—
, sino porque tiene mostrado la esperiencia
que todos o los más arbitrios que se dan a Su
Majestad, o son imposibles, o disparatados, o
en daño del rey o del reino.
—Pues el mío
—respondió don Quijote
— ni
es imposible ni disparatado, sino el más fácil,
el más justo y el más mañero y breve que
puede caber en pensamiento de arbitrante
alguno.
—Ya tarda en decirle vuestra merced, señor
don Quijote
—dijo el cura.
—No querría
—dijo don Quijote
— que le
dijese yo aquí agora, y amaneciese mañana
en los oídos de los señores consejeros, y se
llevase otro las gracias y el premio de mi
trabajo.
—Por mí
—dijo el barbero
—, doy la palabra,
para aquí y para delante de Dios, de no decir
lo que vuestra merced dijere a rey ni a roque,
ni a hombre terrenal, juramento que aprendí
del romance del cura que en el prefacio avisó
al rey del ladrón que le había robado las cien
doblas y la su mula la andariega.
—No sé historias
—dijo don Quijote
—, pero
sé que es bueno ese juramento, en fee de
que sé que es hombre de bien el señor
barbero.
—Cuando no lo fuera
—dijo el cura
—, yo le
abono y salgo por él, que en este caso no
hablará más que un mudo, so pena de pagar
lo juzgado y sentenciado.
—Y a vuestra merced, ¿quién le fía, señor
cura?
—dijo don Quijote.
—Mi profesión
—respondió el cura
—, que es
de guardar secreto.
—¡Cuerpo de tal!
—dijo a esta sazón don
Quijote
—. ¿Hay más, sino mandar Su
Majestad por público pregón que se junten en
la corte para un día señalado todos los
caballeros andantes que vagan por España;
que, aunque no viniesen sino media docena,
tal podría venir entre ellos, que solo bastase
a destruir toda la potestad del Turco?
Esténme vuestras mercedes atentos, y vayan
conmigo. ¿Por ventura es cosa nueva
deshacer un solo caballero andante un
ejército de docientos mil hombres, como si
todos juntos tuvieran una sola garganta, o
fueran hechos de alfenique? Si no, díganme:
¿cuántas historias están llenas destas
maravillas? ¡Había, en hora mala para mí,
que no quiero decir para otro, de vivir hoy el
famoso don Belianís, o alguno de los del
inumerable linaje de Amadís de Gaula; que si
alguno déstos hoy viviera y con el Turco se
afrontara, a fee que no le arrendara la
ganancia! Pero Dios mirará por su pueblo, y
deparará alguno que, si no tan bravo como
los pasados andantes caballeros, a lo menos
no les será inferior en el ánimo; y Dios me
entiende, y no digo más.
—¡Ay!
—dijo a este punto la sobrina
—; ¡que
me maten si no quiere mi señor volver a ser
caballero andante!
A lo que dijo don Quijote:
—Caballero andante he de morir, y baje o
suba el Turco cuando él quisiere y cuan
poderosamente pudiere; que otra vez digo
que Dios me entiende.
A esta sazón dijo el barbero:
—Suplico a vuestras mercedes que se me
dé licencia para contar un cuento breve que
sucedió en Sevilla, que, por venir aquí como
de molde, me da gana de contarle.
Dio la licencia don Quijote, y el cura y los
demás le prestaron atención, y él comenzó
desta manera:
—«En la casa de los locos de Sevilla estaba
un hombre a quien sus parientes habían
puesto allí por falto de juicio. Era graduado
en cánones por Osuna, pero, aunque lo fuera
por Salamanca, según opinión de muchos, no
dejara de ser loco. Este tal graduado, al cabo
de algunos años de recogimiento, se dio a
entender que estaba cuerdo y en su entero
juicio, y con esta imaginación escribió al
arzobispo, suplicándole encarecidamente y
con muy concertadas razones le mandase
sacar de aquella miseria en que vivía, pues
por la misericordia de Dios había ya cobrado
el juicio perdido; pero que sus parientes, por
gozar de la parte de su hacienda, le tenían
allí, y, a pesar de la verdad, querían que
fuese loco hasta la muerte.
»El arzobispo, persuadido de muchos
billetes concertados y discretos, mandó a un
capellán suyo se informase del retor de la
casa si era verdad lo que aquel licenciado le
escribía, y que asimesmo hablase con el loco,
y que si le pareciese que tenía juicio, le
sacase y pusiese en libertad. Hízolo así el
capellán, y el retor le dijo que aquel hombre
aún se estaba loco: que, puesto que hablaba
muchas veces como persona de grande
entendimiento, al cabo disparaba con tantas
necedades, que en muchas y en grandes
igualaban a sus primeras discreciones, como
se podía hacer la esperiencia hablándole.
Quiso hacerla el capellán, y, poniéndole con
el loco, habló con él una hora y más, y en
todo aquel tiempo jamás el loco dijo razón
torcida ni disparatada; antes, habló tan
atentadamente, que el capellán fue forzado a
creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras
cosas que el loco le dijo fue que el retor le
tenía ojeriza, por no perder los regalos que
sus parientes le hacían porque dijese que aún
estaba loco, y con lúcidos intervalos; y que el
mayor contrario que en su desgracia tenía
era su mucha hacienda, pues, por gozar della
sus enemigos, ponían dolo y dudaban de la
merced que Nuestro Señor le había hecho en
volverle de bestia en hombre. Finalmente, él
habló de manera que hizo sospechoso al
retor, codiciosos y desalmados a sus
parientes, y a él tan discreto que el capellán
se determinó a llevársele consigo a que el
arzobispo le viese y tocase con la mano la
verdad de aquel negocio.
»Con esta buena fee, el buen capellán pidió
al retor mandase dar los vestidos con que allí
había entrado el licenciado; volvió a decir el
retor que mirase lo que hacía, porque, sin
duda alguna, el licenciado aún se estaba loco.
No sirvieron de nada para con el capellán las
prevenciones y advertimientos del retor para
que dejase de llevarle; obedeció el retor,
viendo ser orden del arzobispo; pusieron al
licenciado sus vestidos, que eran nuevos y
decentes, y, como él se vio vestido de cuerdo
y desnudo de loco, suplicó al capellán que por
caridad le diese licencia para ir a despedirse
de sus compañeros los locos. El capellán dijo
que él le quería acompañar y ver los locos
que en la casa había. Subieron, en efeto, y
con ellos algunos que se hallaron presentes;
y, llegado el licenciado a una jaula adonde
estaba un loco furioso, aunque entonces
sosegado y quieto, le dijo: ''Hermano mío,
mire si me manda algo, que me voy a mi
casa; que ya Dios ha sido servido, por su
infinita bondad y misericordia, sin yo
merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy
sano y cuerdo; que acerca del poder de Dios
ninguna cosa es imposible. Tenga grande
esperanza y confianza en Él, que, pues a mí
me ha vuelto a mi primero estado, también le
volverá a él si en Él confía. Yo tendré cuidado
de enviarle algunos regalos que coma, y
cómalos en todo caso, que le hago saber que
imagino, como quien ha pasado por ello, que
todas nuestras locuras proceden de tener los
estómagos vacíos y los celebros llenos de
aire. Esfuércese, esfuércese, que el
descaecimiento en los infortunios apoca la
salud y acarrea la muerte''.
»Todas estas razones del licenciado escuchó
otro loco que estaba en otra jaula, frontero
de la del furioso, y, levantándose de una
estera vieja donde estaba echado y desnudo
en cueros, preguntó a grandes voces quién
era el que se iba sano y cuerdo. El licenciado
respondió: ''Yo soy, hermano, el que me voy;
que ya no tengo necesidad de estar más
aquí, por lo que doy infinitas gracias a los
cielos, que tan grande merced me han
hecho''. ''Mirad lo que decís, licenciado, no os
engañe el diablo
—replicó el loco
—; sosegad
el pie, y estaos quedito en vuestra casa, y
ahorraréis la vuelta''. ''Yo sé que estoy bueno
—replicó el licenciado
—, y no habrá para qué
tornar a andar estaciones''. ''¿Vos bueno?
—
dijo el loco
—: agora bien, ello dirá; andad
con Dios, pero yo os voto a Júpiter, cuya
majestad yo represento en la tierra, que por
solo este pecado que hoy comete Sevilla, en
sacaros desta casa y en teneros por cuerdo,
tengo de hacer un tal castigo en ella, que
quede memoria dél por todos los siglos del
los siglos, amén. ¿No sabes tú, licenciadillo
menguado, que lo podré hacer, pues, como
digo, soy Júpiter Tonante, que tengo en mis
manos los rayos abrasadores con que puedo
y suelo amenazar y destruir el mundo? Pero
con sola una cosa quiero castigar a este
ignorante pueblo, y es con no llover en él ni
en todo su distrito y contorno por tres
enteros años, que se han de contar desde el
día y punto en que ha sido hecha esta
amenaza en adelante. ¿Tú libre, tú sano, tú
cuerdo, y yo loco, y yo enfermo, y yo
atado...? Así pienso llover como pensar
ahorcarme''.
»A las voces y a las razones del loco
estuvieron los circustantes atentos, pero
nuestro licenciado, volviéndose a nuestro
capellán y asiéndole de las manos, le dijo:
''No tenga vuestra merced pena, señor mío,
ni haga caso de lo que este loco ha dicho,
que si él es Júpiter y no quisiere llover, yo,
que soy Neptuno, el padre y el dios de las
aguas, lloveré todas las veces que se me
antojare y fuere menester''. A lo que
respondió el capellán: ''Con todo eso, señor
Neptuno, no será bien enojar al señor
Júpiter: vuestra merced se quede en su casa,
que otro día, cuando haya más comodidad y
más espacio, volveremos por vuestra
merced''. Rióse el retor y los presentes, por
cuya risa se medio corrió el capellán;
desnudaron al licenciado, quedóse en casa y
acabóse el cuento.»
—Pues, ¿éste es el cuento, señor barbero
—
dijo don Quijote
—, que, por venir aquí como
de molde, no podía dejar de contarle? ¡Ah,
señor rapista, señor rapista, y cuán ciego es
aquel que no vee por tela de cedazo! Y ¿es
posible que vuestra merced no sabe que las
comparaciones que se hacen de ingenio a
ingenio, de valor a valor, de hermosura a
hermosura y de linaje a linaje son siempre
odiosas y mal recebidas? Yo, señor barbero,
no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni
procuro que nadie me tenga por discreto no
lo siendo; sólo me fatigo por dar a entender
al mundo en el error en que está en no
renovar en sí el felicísimo tiempo donde
campeaba la orden de la andante caballería.
Pero no es merecedora la depravada edad
nuestra de gozar tanto bien como el que
gozaron las edades donde los andantes
caballeros tomaron a su cargo y echaron
sobre sus espaldas la defensa de los reinos,
el amparo de las doncellas, el socorro de los
huérfanos y pupilos, el castigo de los
soberbios y el premio de los humildes. Los
más de los caballeros que agora se usan,
antes les crujen los damascos, los brocados y
otras ricas telas de que se visten, que la
malla con que se arman; ya no hay caballero
que duerma en los campos, sujeto al rigor del
cielo, armado de todas armas desde los pies
a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los
pies de los estribos, arrimado a su lanza, sólo
procure descabezar, como dicen, el sueño,
como lo hacían los caballeros andantes. Ya no
hay ninguno que, saliendo deste bosque,
entre en aquella montaña, y de allí pise una
estéril y desierta playa del mar, las más
veces proceloso y alterado, y, hallando en
ella y en su orilla un pequeño batel sin
remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con
intrépido corazón se arroje en él,
entregándose a las implacables olas del mar
profundo, que ya le suben al cielo y ya le
bajan al abismo; y él, puesto el pecho a la
incontrastable borrasca, cuando menos se
cata, se halla tres mil y más leguas distante
del lugar donde se embarcó, y, saltando en
tierra remota y no conocida, le suceden cosas
dignas de estar escritas, no en pergaminos,
sino en bronces. Mas agora, ya triunfa la
pereza de la diligencia, la ociosidad del
trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de
la valentía y la teórica de la práctica de las
armas, que sólo vivieron y resplandecieron en
las edades del oro y en los andantes
caballeros. Si no, díganme: ¿quién más
honesto y más valiente que el famoso Amadís
de Gaula?; ¿quién más discreto que Palmerín
de Inglaterra?; ¿quién más acomodado y
manual que Tirante el Blanco?; ¿quién más
galán que Lisuarte de Grecia?; ¿quién más
acuchillado ni acuchillador que don Belianís?;
¿quién más intrépido que Perión de Gaula, o
quién más acometedor de peligros que
Felixmarte de Hircania, o quién más sincero
que Esplandián?; ¿quién mas arrojado que
don Cirongilio de Tracia?; ¿quién más bravo
que Rodamonte?; ¿quién más prudente que
el rey Sobrino?; ¿quién más atrevido que
Reinaldos?; ¿quién más invencible que
Roldán?; y ¿quién más gallardo y más cortés
que Rugero, de quien decienden hoy los
duques de Ferrara, según Turpín en su
Cosmografía? Todos estos caballeros, y otros
muchos que pudiera decir, señor cura, fueron
caballeros andantes, luz y gloria de la
caballería. Déstos, o tales como éstos,
quisiera yo que fueran los de mi arbitrio, que,
a serlo, Su Majestad se hallara bien servido y
ahorrara de mucho gasto, y el Turco se
quedara pelando las barbas, y con esto, no
quiero quedar en mi casa, pues no me saca el
capellán della; y si su Júpiter, como ha dicho
el barbero, no lloviere, aquí estoy yo, que
lloveré cuando se me antojare. Digo esto
porque sepa el señor Bacía que le entiendo.
—En verdad, señor don Quijote
—dijo el
barbero
—, que no lo dije por tanto, y así me
ayude Dios como fue buena mi intención, y
que no debe vuestra merced sentirse.
—Si puedo sentirme o no
—respondió don
Quijote
—, yo me lo sé.
A esto dijo el cura:
—Aun bien que yo casi no he hablado
palabra hasta ahora, y no quisiera quedar con
un escrúpulo que me roe y escarba la
conciencia, nacido de lo que aquí el señor don
Quijote ha dicho.
—Para otras cosas más
—respondió don
Quijote
— tiene licencia el señor cura; y así,
puede decir su escrúpulo, porque no es de
gusto andar con la conciencia escrupulosa.
—Pues con ese beneplácito
—respondió el
cura
—, digo que mi escrúpulo es que no me
puedo persuadir en ninguna manera a que
toda la caterva de caballeros andantes que
vuestra merced, señor don Quijote, ha
referido, hayan sido real y verdaderamente
personas de carne y hueso en el mundo;
antes, imagino que todo es ficción, fábula y
mentira, y sueños contados por hombres
despiertos, o, por mejor decir, medio
dormidos.
—Ése es otro error
—respondió don
Quijote
— en que han caído muchos, que no
creen que haya habido tales caballeros en el
mundo; y yo muchas veces, con diversas
gentes y ocasiones, he procurado sacar a la
luz de la verdad este casi común engaño;
pero algunas veces no he salido con mi
intención, y otras sí, sustentándola sobre los
hombros de la verdad; la cual verdad es tan
cierta, que estoy por decir que con mis
propios ojos vi a Amadís de Gaula, que era un
hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien
puesto de barba, aunque negra, de vista
entre blanda y rigurosa, corto de razones,
tardo en airarse y presto en deponer la ira; y
del modo que he delineado a Amadís pudiera,
a mi parecer, pintar y descubrir todos
cuantos caballeros andantes andan en las
historias en el orbe, que, por la aprehensión
que tengo de que fueron como sus historias
cuentan, y por las hazañas que hicieron y
condiciones que tuvieron, se pueden sacar
por buena filosofía sus faciones, sus colores y
estaturas.
—¿Que tan grande le parece a vuestra
merced, mi señor don Quijote –preguntó el
barbero
—, debía de ser el gigante Morgante?
—En esto de gigantes
—respondió don
Quijote
— hay diferentes opiniones, si los ha
habido o no en el mundo; pero la Santa
Escritura, que no puede faltar un átomo en la
verdad, nos muestra que los hubo,
contándonos la historia de aquel filisteazo de
Golías, que tenía siete codos y medio de
altura, que es una desmesurada grandeza.
También en la isla de Sicilia se han hallado
canillas y espaldas tan grandes, que su
grandeza manifiesta que fueron gigantes sus
dueños, y tan grandes como grandes torres;
que la geometría saca esta verdad de duda.
Pero, con todo esto, no sabré decir con
certidumbre qué tamaño tuviese Morgante,
aunque imagino que no debió de ser muy
alto; y muéveme a ser deste parecer hallar
en la historia donde se hace mención
particular de sus hazañas que muchas veces
dormía debajo de techado; y, pues hallaba
casa donde cupiese, claro está que no era
desmesurada su grandeza.
—Así es
—dijo el cura.
El cual, gustando de oírle decir tan grandes
disparates, le preguntó que qué sentía acerca
de los rostros de Reinaldos de Montalbán y de
don Roldán, y de los demás Doce Pares de
Francia, pues todos habían sido caballeros
andantes.
—De Reinaldos
—respondió don Quijote
—
me atrevo a decir que era ancho de rostro, de
color bermejo, los ojos bailadores y algo
saltados, puntoso y colérico en demasía,
amigo de ladrones y de gente perdida. De
Roldán, o Rotolando, o Orlando, que con
todos estos nombres le nombran las historias,
soy de parecer y me afirmo que fue de
mediana estatura, ancho de espaldas, algo
estevado, moreno de rostro y barbitaheño,
velloso en el cuerpo y de vista amenazadora;
corto de razones, pero muy comedido y bien
criado.
—Si no fue Roldán más gentilhombre que
vuestra merced ha dicho
—replicó el cura
—,
no fue maravilla que la señora Angélica la
Bella le desdeñase y dejase por la gala, brío y
donaire que debía de tener el morillo
barbiponiente a quien ella se entregó; y
anduvo discreta de adamar antes la blandura
de Medoro que la aspereza de Roldán.
—Esa Angélica
—respondió don Quijote
—,
señor cura, fue una doncella destraída,
andariega y algo antojadiza, y tan lleno dejó
el mundo de sus impertinencias como de la
fama de su hermosura: despreció mil
señores, mil valientes y mil discretos, y
contentóse con un pajecillo barbilucio, sin
otra hacienda ni nombre que el que le pudo
dar de agradecido la amistad que guardó a su
amigo. El gran cantor de su belleza, el
famoso Ariosto, por no atreverse, o por no
querer cantar lo que a esta señora le sucedió
después de su ruin entrego, que no debieron
ser cosas demasiadamente honestas, la dejó
donde dijo:
Y como del Catay recibió el cetro, quizá otro
cantará con mejor plectro.
Y, sin duda, que esto fue como profecía;
que los poetas también se llaman vates, que
quiere decir adivinos. Véese esta verdad
clara, porque, después acá, un famoso poeta
andaluz lloró y cantó sus lágrimas, y otro
famoso y único poeta castellano cantó su
hermosura.
—Dígame, señor don Quijote
—dijo a esta
sazón el barbero
—, ¿no ha habido algún
poeta que haya hecho alguna sátira a esa
señora Angélica, entre tantos como la han
alabado?
—Bien creo yo
—respondió don Quijote
—
que si Sacripante o Roldán fueran poetas,
que ya me hubieran jabonado a la doncella;
porque es propio y natural de los poetas
desdeñados y no admitidos de sus damas
fingidas –o fingidas, en efeto, de aquéllos a
quien ellos escogieron por señoras de sus
pensamientos
—, vengarse con sátiras y
libelos (venganza, por cierto, indigna de
pechos generosos), pero hasta agora no ha
llegado a mi noticia ningún verso infamatorio
contra la señora Angélica, que trujo revuelto
el mundo.
—¡Milagro!
—dijo el cura.
Y, en esto, oyeron que la ama y la sobrina,
que ya habían dejado la conversación, daban
grandes voces en el patio, y acudieron todos
al ruido.
Capítulo II. Que trata de
la notable pendencia que
Sancho Panza tuvo con la
sobrina y ama de don
Quijote, con otros sujetos
graciosos
Cuenta la historia que las voces que oyeron
don Quijote, el cura y el barbero eran de la
sobrina y ama, que las daban diciendo a
Sancho Panza, que pugnaba por entrar a ver
a don Quijote, y ellas le defendían la puerta:
—¿Qué quiere este mostrenco en esta casa?
Idos a la vuestra, hermano, que vos sois, y
no otro, el que destrae y sonsaca a mi señor,
y le lleva por esos andurriales.
A lo que Sancho respondió:
—Ama de Satanás, el sonsacado, y el
destraído, y el llevado por esos andurriales
soy yo, que no tu amo; él me llevó por esos
mundos, y vosotras os engañáis en la mitad
del justo precio: él me sacó de mi casa con
engañifas, prometiéndome una ínsula, que
hasta agora la espero.
—Malas ínsulas te ahoguen
—respondió la
sobrina
—, Sancho maldito. Y ¿qué son
ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, golosazo,
comilón, que tú eres?
—No es de comer
—replicó Sancho
—, sino
de gobernar y regir mejor que cuatro
ciudades y que cuatro alcaldes de corte.
—Con todo eso
—dijo el ama
—, no entraréis
acá, saco de maldades y costal de malicias.
Id a gobernar vuestra casa y a labrar
vuestros pegujares, y dejaos de pretender
ínsulas ni ínsulos.
Grande gusto recebían el cura y el barbero
de oír el coloquio de los tres; pero don
Quijote, temeroso que Sancho se descosiese
y desbuchase algún montón de maliciosas
necedades, y tocase en puntos que no le
estarían bien a su crédito, le llamó, y hizo a
las dos que callasen y le dejasen entrar.
Entró Sancho, y el cura y el barbero se
despidieron de don Quijote, de cuya salud
desesperaron, viendo cuán puesto estaba en
sus desvariados pensamientos, y cuán
embebido en la simplicidad de sus
malandantes caballerías; y así, dijo el cura al
barbero:
—Vos veréis, compadre, cómo, cuando
menos lo pensemos, nuestro hidalgo sale otra
vez a volar la ribera.
No pongo yo duda en eso
—respondió el
barbero
—, pero no me maravillo tanto de la
locura del caballero como de la simplicidad
del escudero, que tan creído tiene aquello de
la ínsula, que creo que no se lo sacarán del
casco cuantos desengaños pueden
imaginarse.
—Dios los remedie
—dijo el cura
—, y
estemos a la mira: veremos en lo que para
esta máquina de disparates de tal caballero y
de tal escudero, que parece que los forjaron a
los dos en una mesma turquesa, y que las
locuras del señor, sin las necedades del
criado, no valían un ardite.
—Así es
—dijo el barbero
—, y holgara
mucho saber qué tratarán ahora los dos.
—Yo seguro
—respondió el cura
— que la
sobrina o el ama nos lo cuenta después, que
no son de condición que dejarán de
escucharlo.
En tanto, don Quijote se encerró con
Sancho en su aposento; y, estando solos, le
dijo:
—Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho
y digas que yo fui el que te saqué de tus
casillas, sabiendo que yo no me quedé en mis
casas: juntos salimos, juntos fuimos y juntos
peregrinamos; una misma fortuna y una
misma suerte ha corrido por los dos: si a ti te
mantearon una vez, a mí me han molido
ciento, y esto es lo que te llevo de ventaja.
—Eso estaba puesto en razón
—respondió
Sancho
—, porque, según vuestra merced
dice, más anejas son a los caballeros
andantes las desgracias que a sus escuderos.
—Engáñaste, Sancho
—dijo don Quijote
—;
según aquello, quando caput dolet...,
etcétera.
—No entiendo otra lengua que la mía
—
respondió Sancho.
—Quiero decir
—dijo don Quijote
— que,
cuando la cabeza duele, todos los miembros
duelen; y así, siendo yo tu amo y señor, soy
tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado;
y, por esta razón, el mal que a mí me toca, o
tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo.
—Así había de ser
—dijo Sancho
—, pero
cuando a mí me manteaban como a
miembro, se estaba mi cabeza detrás de las
bardas, mirándome volar por los aires, sin
sentir dolor alguno; y, pues los miembros
están obligados a dolerse del mal de la
cabeza, había de estar obligada ella a dolerse
dellos.
—¿Querrás tú decir agora, Sancho
—
respondió don Quijote
—, que no me dolía yo
cuando a ti te manteaban? Y si lo dices, no lo
digas, ni lo pienses; pues más dolor sentía yo
entonces en mi espíritu que tú en tu cuerpo.
Pero dejemos esto aparte por agora, que
tiempo habrá donde lo ponderemos y
pongamos en su punto, y dime, Sancho
amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por ese
lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en
qué los hidalgos y en qué los caballeros?
¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis
hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se
platica del asumpto que he tomado de
resucitar y volver al mundo la ya olvidada
orden caballeresca? Finalmente, quiero,
Sancho, me digas lo que acerca desto ha
llegado a tus oídos; y esto me has de decir
sin añadir al bien ni quitar al mal cosa
alguna, que de los vasallos leales es decir la
verdad a sus señores en su ser y figura
propia, sin que la adulación la acreciente o
otro vano respeto la disminuya; y quiero que
sepas, Sancho, que si a los oídos de los
príncipes llegase la verdad desnuda, sin los
vestidos de la lisonja, otros siglos correrían,
otras edades serían tenidas por más de hierro
que la nuestra, que entiendo que, de las que
ahora se usan, es la dorada. Sírvate este
advertimiento, Sancho, para que discreta y
bienintencionadamente pongas en mis oídos
la verdad de las cosas que supieres de lo que
te he preguntado.
—Eso haré yo de muy buena gana, señor
mío
—respondió Sancho
—, con condición que
vuestra merced no se ha de enojar de lo que
dijere, pues quiere que lo diga en cueros, sin
vestirlo de otras ropas de aquellas con que
llegaron a mi noticia.
—En ninguna manera me enojaré
—
respondió don Quijote
—. Bien puedes,
Sancho, hablar libremente y sin rodeo
alguno.
—Pues lo primero que digo
—dijo
—, es que
el vulgo tiene a vuestra merced por
grandísimo loco, y a mí por no menos
mentecato. Los hidalgos dicen que, no
conteniéndose vuestra merced en los límites
de la hidalguía, se ha puesto don y se ha
arremetido a caballero con cuatro cepas y dos
yugadas de tierra y con un trapo atrás y otro
adelante. Dicen los caballeros que no
querrían que los hidalgos se opusiesen a
ellos, especialmente aquellos hidalgos
escuderiles que dan humo a los zapatos y
toman los puntos de las medias negras con
seda verde.
—Eso
—dijo don Quijote
— no tiene que ver
conmigo, pues ando siempre bien vestido, y
jamás remendado; roto, bien podría ser; y el
roto, más de las armas que del tiempo.
—En lo que toca
—prosiguió Sancho
— a la
valentía, cortesía, hazañas y asumpto de
vuestra merced, hay diferentes opiniones;
unos dicen: "loco, pero gracioso"; otros,
"valiente, pero desgraciado"; otros, "cortés,
pero impertinente"; y por aquí van
discurriendo en tantas cosas, que ni a vuestra
merced ni a mí nos dejan hueso sano.
—Mira, Sancho
—dijo don Quijote
—:
dondequiera que está la virtud en eminente
grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los
famosos varones que pasaron dejó de ser
calumniado de la malicia. Julio César,
animosísimo, prudentísimo y valentísimo
capitán, fue notado de ambicioso y algún
tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus
costumbres. Alejandro, a quien sus hazañas
le alcanzaron el renombre de Magno, dicen
dél que tuvo sus ciertos puntos de borracho.
De Hércules, el de los muchos trabajos, se
cuenta que fue lascivo y muelle. De don
Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se
murmura que fue más que demasiadamente
rijoso; y de su hermano, que fue llorón. Así
que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias
de buenos, bien pueden pasar las mías, como
no sean más de las que has dicho.
—¡Ahí está el toque, cuerpo de mi padre!
—
replicó Sancho.
—Pues, ¿hay más?
—preguntó don Quijote.
—Aún la cola falta por desollar
—dijo
Sancho
—. Lo de hasta aquí son tortas y pan
pintado; mas si vuestra merced quiere saber
todo lo que hay acerca de las caloñas que le
ponen, yo le traeré aquí luego al momento
quien se las diga todas, sin que les falte una
meaja; que anoche llegó el hijo de Bartolomé
Carrasco, que viene de estudiar de
Salamanca, hecho bachiller, y, yéndole yo a
dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en
libros la historia de vuestra merced, con
nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de
la Mancha; y dice que me mientan a mí en
ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza,
y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras
cosas que pasamos nosotros a solas, que me
hice cruces de espantado cómo las pudo
saber el historiador que las escribió.
—Yo te aseguro, Sancho
—dijo don
Quijote
—, que debe de ser algún sabio
encantador el autor de nuestra historia; que
a los tales no se les encubre nada de lo que
quieren escribir.
—Y ¡cómo
—dijo Sancho
— si era sabio y
encantador, pues (según dice el bachiller
Sansón Carrasco, que así se llama el que
dicho tengo) que el autor de la historia se
llama Cide Hamete Berenjena!
—Ese nombre es de moro
—respondió don
Quijote.
—Así será
—respondió Sancho
—, porque
por la mayor parte he oído decir que los
moros son amigos de berenjenas.
—Tú debes, Sancho
—dijo don Quijote
—,
errarte en el sobrenombre de ese Cide, que
en arábigo quiere decir señor.
—Bien podría ser
—replicó Sancho
—, mas,
si vuestra merced gusta que yo le haga venir
aquí, iré por él en volandas.
—Harásme mucho placer, amigo
—dijo don
Quijote
—, que me tiene suspenso lo que me
has dicho, y no comeré bocado que bien me
sepa hasta ser informado de todo.
—Pues yo voy por él
—respondió Sancho.
Y, dejando a su señor, se fue a buscar al
bachiller, con el cual volvió de allí a poco
espacio, y entre los tres pasaron un
graciosísimo coloquio.
Capítulo III. Del ridículo
razonamiento que pasó
entre don Quijote, Sancho
Panza y el bachiller Sansón
Carrasco
Pensativo además quedó don Quijote,
esperando al bachiller Carrasco, de quien
esperaba oír las nuevas de sí mismo puestas
en libro, como había dicho Sancho; y no se
podía persuadir a que tal historia hubiese,
pues aún no estaba enjuta en la cuchilla de
su espada la sangre de los enemigos que
había muerto, y ya querían que anduviesen
en estampa sus altas caballerías. Con todo
eso, imaginó que algún sabio, o ya amigo o
enemigo, por arte de encantamento las habrá
dado a la estampa: si amigo, para
engrandecerlas y levantarlas sobre las más
señaladas de caballero andante; si enemigo,
para aniquilarlas y ponerlas debajo de las
más viles que de algún vil escudero se
hubiesen escrito, puesto
—decía entre sí
—
que nunca hazañas de escuderos se
escribieron; y cuando fuese verdad que la tal
historia hubiese, siendo de caballero andante,
por fuerza había de ser grandílocua, alta,
insigne, magnífica y verdadera.
Con esto se consoló algún tanto, pero
desconsolóle pensar que su autor era moro,
según aquel nombre de Cide; y de los moros
no se podía esperar verdad alguna, porque
todos son embelecadores, falsarios y
quimeristas. Temíase no hubiese tratado sus
amores con alguna indecencia, que
redundase en menoscabo y perjuicio de la
honestidad de su señora Dulcinea del Toboso;
deseaba que hubiese declarado su fidelidad y
el decoro que siempre la había guardado,
menospreciando reinas, emperatrices y
doncellas de todas calidades, teniendo a raya
los ímpetus de los naturales movimientos; y
así, envuelto y revuelto en estas y otras
muchas imaginaciones, le hallaron Sancho y
Carrasco, a quien don Quijote recibió con
mucha cortesía.
Era el bachiller, aunque se llamaba Sansón,
no muy grande de cuerpo, aunque muy gran
socarrón, de color macilenta, pero de muy
buen entendimiento; tendría hasta veinte y
cuatro años, carirredondo, de nariz chata y
de boca grande, señales todas de ser de
condición maliciosa y amigo de donaires y de
burlas, como lo mostró en viendo a don
Quijote, poniéndose delante dél de rodillas,
diciéndole:
—Déme vuestra grandeza las manos, señor
don Quijote de la Mancha; que, por el hábito
de San Pedro que visto, aunque no tengo
otras órdenes que las cuatro primeras, que es
vuestra merced uno de los más famosos
caballeros andantes que ha habido, ni aun
habrá, en toda la redondez de la tierra. Bien
haya Cide Hamete Benengeli, que la historia
de vuestras grandezas dejó escritas, y rebién
haya el curioso que tuvo cuidado de hacerlas
traducir de arábigo en nuestro vulgar
castellano, para universal entretenimiento de
las gentes.
Hízole levantar don Quijote, y dijo:
—Desa manera, ¿verdad es que hay historia
mía, y que fue moro y sabio el que la
compuso?
—Es tan verdad, señor
—dijo Sansón
—, que
tengo para mí que el día de hoy están
impresos más de doce mil libros de la tal
historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y
Valencia, donde se han impreso; y aun hay
fama que se está imprimiendo en Amberes, y
a mí se me trasluce que no ha de haber
nación ni lengua donde no se traduzga.
—Una de las cosas
—dijo a esta sazón don
Quijote
— que más debe de dar contento a un
hombre virtuoso y eminente es verse,
viviendo, andar con buen nombre por las
lenguas de las gentes, impreso y en estampa.
Dije con buen nombre porque, siendo al
contrario, ninguna muerte se le igualará.
—Si por buena fama y si por buen nombre
va
—dijo el bachiller
—, solo vuestra merced
lleva la palma a todos los caballeros
andantes; porque el moro en su lengua y el
cristiano en la suya tuvieron cuidado de
pintarnos muy al vivo la gallardía de vuestra
merced, el ánimo grande en acometer los
peligros, la paciencia en las adversidades y el
sufrimiento, así en las desgracias como en las
heridas, la honestidad y continencia en los
amores tan platónicos de vuestra merced y
de mi señora doña Dulcinea del Toboso.
—Nunca
—dijo a este punto Sancho Panza
—
he oído llamar con don a mi señora Dulcinea,
sino solamente la señora Dulcinea del
Toboso, y ya en esto anda errada la historia.
—No es objeción de importancia ésa
—
respondió Carrasco.
—No, por cierto
—respondió don Quijote
—;
pero dígame vuestra merced, señor bachiller:
¿qué hazañas mías son las que más se
ponderan en esa historia?
—En eso
—respondió el bachiller
—, hay
diferentes opiniones, como hay diferentes
gustos: unos se atienen a la aventura de los
molinos de viento, que a vuestra merced le
parecieron Briareos y gigantes; otros, a la de
los batanes; éste, a la descripción de los dos
ejércitos, que después parecieron ser dos
manadas de carneros; aquél encarece la del
muerto que llevaban a enterrar a Segovia;
uno dice que a todas se aventaja la de la
libertad de los galeotes; otro, que ninguna
iguala a la de los dos gigantes benitos, con la
pendencia del valeroso vizcaíno.
—Dígame, señor bachiller
—dijo a esta
sazón Sancho
—: ¿entra ahí la aventura de los
yangüeses, cuando a nuestro buen Rocinante
se le antojó pedir cotufas en el golfo?
—No se le quedó nada
—respondió
Sansón
— al sabio en el tintero: todo lo dice y
todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que
el buen Sancho hizo en la manta.
—En la manta no hice yo cabriolas
—
respondió Sancho
—; en el aire sí, y aun más
de las que yo quisiera.
—A lo que yo imagino
—dijo don Quijote
—,
no hay historia humana en el mundo que no
tenga sus altibajos, especialmente las que
tratan de caballerías, las cuales nunca
pueden estar llenas de prósperos sucesos.
—Con todo eso
—respondió el bachiller
—,
dicen algunos que han leído la historia que se
holgaran se les hubiera olvidado a los autores
della algunos de los infinitos palos que en
diferentes encuentros dieron al señor don
Quijote.
—Ahí entra la verdad de la historia
—dijo
Sancho.
—También pudieran callarlos por equidad
—
dijo don Quijote
—, pues las acciones que ni
mudan ni alteran la verdad de la historia no
hay para qué escribirlas, si han de redundar
en menosprecio del señor de la historia. A fee
que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le
pinta, ni tan prudente Ulises como le describe
Homero.
—Así es
—replicó Sansón
—, pero uno es
escribir como poeta y otro como historiador:
el poeta puede contar, o cantar las cosas, no
como fueron, sino como debían ser; y el
historiador las ha de escribir, no como debían
ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a
la verdad cosa alguna.
—Pues si es que se anda a decir verdades
ese señor moro
—dijo Sancho
—, a buen
seguro que entre los palos de mi señor se
hallen los míos; porque nunca a su merced le
tomaron la medida de las espaldas que no me
la tomasen a mí de todo el cuerpo; pero no
hay de qué maravillarme, pues, como dice el
mismo señor mío, del dolor de la cabeza han
de participar los miembros.
—Socarrón sois, Sancho
—respondió don
Quijote
—. A fee que no os falta memoria
cuando vos queréis tenerla.
—Cuando yo quisiese olvidarme de los
garrotazos que me han dado –dijo Sancho
—,
no lo consentirán los cardenales, que aún se
están frescos en las costillas.
—Callad, Sancho
—dijo don Quijote
—, y no
interrumpáis al señor bachiller, a quien
suplico pase adelante en decirme lo que se
dice de mí en la referida historia.
—Y de mí
—dijo Sancho
—, que también
dicen que soy yo uno de los principales
presonajes della.
—Personajes que no presonajes, Sancho
amigo
—dijo Sansón.
—¿Otro reprochador de voquibles tenemos?
—dijo Sancho
—. Pues ándense a eso, y no
acabaremos en toda la vida.
—Mala me la dé Dios, Sancho
—respondió
el bachiller
—, si no sois vos la segunda
persona de la historia; y que hay tal, que
precia más oíros hablar a vos que al más
pintado de toda ella, puesto que también hay
quien diga que anduvistes demasiadamente
de crédulo en creer que podía ser verdad el
gobierno de aquella ínsula, ofrecida por el
señor don Quijote, que está presente.
—Aún hay sol en las bardas
—dijo don
Quijote
—, y, mientras más fuere entrando en
edad Sancho, con la esperiencia que dan los
años, estará más idóneo y más hábil para ser
gobernador que no está agora.
—Por Dios, señor
—dijo Sancho
—, la isla
que yo no gobernase con los años que tengo,
no la gobernaré con los años de Matusalén. El
daño está en que la dicha ínsula se
entretiene, no sé dónde, y no en faltarme a
mí el caletre para gobernarla.
—Encomendadlo a Dios, Sancho
—dijo don
Quijote
—, que todo se hará bien, y quizá
mejor de lo que vos pensáis; que no se
mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de
Dios.
—Así es verdad
—dijo Sansón
—, que si Dios
quiere, no le faltarán a Sancho mil islas que
gobernar, cuanto más una.
—Gobernador he visto por ahí
—dijo
Sancho
— que, a mi parecer, no llegan a la
suela de mi zapato, y, con todo eso, los
llaman señoría, y se sirven con plata.
—Ésos no son gobernadores de ínsulas
—
replicó Sansón
—, sino de otros gobiernos
más manuales; que los que gobiernan
ínsulas, por lo menos han de saber
gramática.
—Con la grama bien me avendría yo
—dijo
Sancho
—, pero con la tica, ni me tiro ni me
pago, porque no la entiendo. Pero, dejando
esto del gobierno en las manos de Dios, que
me eche a las partes donde más de mí se
sirva, digo, señor bachiller Sansón Carrasco,
que infinitamente me ha dado gusto que el
autor de la historia haya hablado de mí de
manera que no enfadan las cosas que de mí
se cuentan; que a fe de buen escudero que si
hubiera dicho de mí cosas que no fueran muy
de cristiano viejo, como soy, que nos habían
de oír los sordos.
—Eso fuera hacer milagros
—respondió
Sansón.
—Milagros o no milagros
—dijo Sancho
—,
cada uno mire cómo habla o cómo escribe de
las presonas, y no ponga a troche moche lo
primero que le viene al magín.
—Una de las tachas que ponen a la tal
historia
—dijo el bachiller
— es que su autor
puso en ella una novela intitulada El curioso
impertinente; no por mala ni por mal
razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni
tiene que ver con la historia de su merced del
señor don Quijote.
—Yo apostaré
—replicó Sancho
— que ha
mezclado el hideperro berzas con capachos.
—Ahora digo
—dijo don Quijote
— que no ha
sido sabio el autor de mi historia, sino algún
ignorante hablador, que, a tiento y sin algún
discurso, se puso a escribirla, salga lo que
saliere, como hacía Orbaneja, el pintor de
Úbeda, al cual preguntándole qué pintaba,
respondió: ''Lo que saliere''. Tal vez pintaba
un gallo, de tal suerte y tan mal parecido,
que era menester que con letras góticas
escribiese junto a él: "Éste es gallo". Y así
debe de ser de mi historia, que tendrá
necesidad de comento para entenderla.
—Eso no
—respondió Sansón
—, porque es
tan clara, que no hay cosa que dificultar en
ella: los niños la manosean, los mozos la
leen, los hombres la entienden y los viejos la
celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan
leída y tan sabida de todo género de gentes,
que, apenas han visto algún rocín flaco,
cuando dicen: "allí va Rocinante". Y los que
más se han dado a su letura son los pajes: no
hay antecámara de señor donde no se halle
un Don Quijote: unos le toman si otros le
dejan; éstos le embisten y aquéllos le piden.
Finalmente, la tal historia es del más gustoso
y menos perjudicial entretenimiento que
hasta agora se haya visto, porque en toda
ella no se descubre, ni por semejas, una
palabra deshonesta ni un pensamiento menos
que católico.
—A escribir de otra suerte
—dijo don
Quijote
—, no fuera escribir verdades, sino
mentiras; y los historiadores que de mentiras
se valen habían de ser quemados, como los
que hacen moneda falsa; y no sé yo qué le
movió al autor a valerse de novelas y cuentos
ajenos, habiendo tanto que escribir en los
míos: sin duda se debió de atener al refrán:
"De paja y de heno...", etcétera. Pues en
verdad que en sólo manifestar mis
pensamientos, mis sospiros, mis lágrimas,
mis buenos deseos y mis acometimientos
pudiera hacer un volumen mayor, o tan
grande que el que pueden hacer todas las
obras del Tostado. En efeto, lo que yo
alcanzo, señor bachiller, es que para
componer historias y libros, de cualquier
suerte que sean, es menester un gran juicio y
un maduro entendimiento. Decir gracias y
escribir donaires es de grandes ingenios: la
más discreta figura de la comedia es la del
bobo, porque no lo ha de ser el que quiere
dar a entender que es simple. La historia es
como cosa sagrada; porque ha de ser
verdadera, y donde está la verdad está Dios,
en cuanto a verdad; pero, no obstante esto,
hay algunos que así componen y arrojan
libros de sí como si fuesen buñuelos.
—No hay libro tan malo
—dijo el bachiller
—
que no tenga algo bueno.
—No hay duda en eso
—replicó don
Quijote
—; pero muchas veces acontece que
los que tenían méritamente granjeada y
alcanzada gran fama por sus escritos, en
dándolos a la estampa, la perdieron del todo,
o la menoscabaron en algo.
—La causa deso es
—dijo Sansón
— que,
como las obras impresas se miran despacio,
fácilmente se veen sus faltas, y tanto más se
escudriñan cuanto es mayor la fama del que
las compuso. Los hombres famosos por sus
ingenios, los grandes poetas, los ilustres
historiadores, siempre, o las más veces, son
envidiados de aquellos que tienen por gusto y
por particular entretenimiento juzgar los
escritos ajenos, sin haber dado algunos
propios a la luz del mundo.
—Eso no es de maravillar
—dijo don
Quijote
—, porque muchos teólogos hay que
no son buenos para el púlpito, y son
bonísimos para conocer las faltas o sobras de
los que predican.
—Todo eso es así, señor don Quijote
—dijo
Carrasco
—, pero quisiera yo que los tales
censuradores fueran más misericordiosos y
menos escrupulosos, sin atenerse a los
átomos del sol clarísimo de la obra de que
murmuran; que si aliquando bonus dormitat
Homerus, consideren lo mucho que estuvo
despierto, por dar la luz de su obra con la
menos sombra que pudiese; y quizá podría
ser que lo que a ellos les parece mal fuesen
lunares, que a las veces acrecientan la
hermosura del rostro que los tiene; y así,
digo que es grandísimo el riesgo a que se
pone el que imprime un libro, siendo de toda
imposibilidad imposible componerle tal, que
satisfaga y contente a todos los que le
leyeren.
—El que de mí trata
—dijo don Quijote
—, a
pocos habrá contentado.
—Antes es al revés; que, como de
stultorum infinitus est numerus, infinitos son
los que han gustado de la tal historia; y
algunos han puesto falta y dolo en la
memoria del autor, pues se le olvida de
contar quién fue el ladrón que hurtó el rucio a
Sancho, que allí no se declara, y sólo se
infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de
allí a poco le vemos a caballo sobre el mesmo
jumento, sin haber parecido. También dicen
que se le olvidó poner lo que Sancho hizo de
aquellos cien escudos que halló en la maleta
en Sierra Morena, que nunca más los
nombra, y hay muchos que desean saber qué
hizo dellos, o en qué los gastó, que es uno de
los puntos sustanciales que faltan en la obra.
—Sancho respondió:
—Yo, señor Sansón, no estoy ahora para
ponerme en cuentas ni cuentos; que me ha
tomado un desmayo de estómago, que si no
le reparo con dos tragos de lo añejo, me
pondrá en la espina de Santa Lucía. En casa
lo tengo, mi oíslo me aguarda; en acabando
de comer, daré la vuelta, y satisfaré a
vuestra merced y a todo el mundo de lo que
preguntar quisieren, así de la pérdida del
jumento como del gasto de los cien escudos.
Y, sin esperar respuesta ni decir otra
palabra, se fue a su casa.
Don Quijote pidió y rogó al bachiller se
quedase a hacer penitencia con él. Tuvo el
bachiller el envite: quedóse, añadióse al
ordinaro un par de pichones, tratóse en la
mesa de caballerías, siguióle el humor
Carrasco, acabóse el banquete, durmieron la
siesta, volvió Sancho y renovóse la plática
pasada.
Capítulo IV. Donde
Sancho Panza satisface al
bachiller Sansón Carrasco
de sus dudas y preguntas,
con otros sucesos dignos de
saberse y de contarse
Volvió Sancho a casa de don Quijote, y,
volviendo al pasado razonamiento, dijo:
—A lo que el señor Sansón dijo que se
deseaba saber quién, o cómo, o cuándo se
me hurtó el jumento, respondiendo digo que
la noche misma que, huyendo de la Santa
Hermandad, nos entramos en Sierra Morena,
después de la aventura sin ventura de los
galeotes y de la del difunto que llevaban a
Segovia, mi señor y yo nos metimos entre
una espesura, adonde mi señor arrimado a su
lanza, y yo sobre mi rucio, molidos y
cansados de las pasadas refriegas, nos
pusimos a dormir como si fuera sobre cuatro
colchones de pluma; especialmente yo dormí
con tan pesado sueño, que quienquiera que
fue tuvo lugar de llegar y suspenderme sobre
cuatro estacas que puso a los cuatro lados de
la albarda, de manera que me dejó a caballo
sobre ella, y me sacó debajo de mí al rucio,
sin que yo lo sintiese.
—Eso es cosa fácil, y no acontecimiento
nuevo, que lo mesmo le sucedió a Sacripante
cuando, estando en el cerco de Albraca, con
esa misma invención le sacó el caballo de
entre las piernas aquel famoso ladrón
llamado Brunelo.
—Amaneció
—prosiguió Sancho
—, y,
apenas me hube estremecido, cuando,
faltando las estacas, di conmigo en el suelo
una gran caída; miré por el jumento, y no le
vi; acudiéronme lágrimas a los ojos, y hice
una lamentación, que si no la puso el autor
de nuestra historia, puede hacer cuenta que
no puso cosa buena. Al cabo de no sé
cuántos días, viniendo con la señora princesa
Micomicona, conocí mi asno, y que venía
sobre él en hábito de gitano aquel Ginés de
Pasamonte, aquel embustero y grandísimo
maleador que quitamos mi señor y yo de la
cadena.
—No está en eso el yerro
—replicó Sansón
—
, sino en que, antes de haber parecido el
jumento, dice el autor que iba a caballo
Sancho en el mesmo rucio.
—A eso
—dijo Sancho
—, no sé qué
responder, sino que el historiador se engañó,
o ya sería descuido del impresor.
—Así es, sin duda
—dijo Sansón
—; pero,
¿qué se hicieron los cien escudos?;
¿deshiciéronse?
Respondió Sancho:
—Yo los gasté en pro de mi persona y de la
de mi mujer, y de mis hijos, y ellos han sido
causa de que mi mujer lleve en paciencia los
caminos y carreras que he andado sirviendo a
mi señor don Quijote; que si, al cabo de tanto
tiempo, volviera sin blanca y sin el jumento a
mi casa, negra ventura me esperaba; y si hay
más que saber de mí, aquí estoy, que
responderé al mismo rey en presona, y nadie
tiene para qué meterse en si truje o no truje,
si gasté o no gasté; que si los palos que me
dieron en estos viajes se hubieran de pagar a
dinero, aunque no se tasaran sino a cuatro
maravedís cada uno, en otros cien escudos
no había para pagarme la mitad; y cada uno
meta la mano en su pecho, y no se ponga a
juzgar lo blanco por negro y lo negro por
blanco; que cada uno es como Dios le hizo, y
aun peor muchas veces.
—Yo tendré cuidado
—dijo Carrasco
— de
acusar al autor de la historia que si otra vez
la imprimiere, no se le olvide esto que el
buen Sancho ha dicho, que será realzarla un
buen coto más de lo que ella se está.
—¿Hay otra cosa que enmendar en esa
leyenda, señor bachiller?
—preguntó don
Quijote.
—Sí debe de haber
—respondió él
—, pero
ninguna debe de ser de la importancia de las
ya referidas.
—Y por ventura
—dijo don Quijote
—,
¿promete el autor segunda parte?
—Sí promete
—respondió Sansón
—, pero
dice que no ha hallado ni sabe quién la tiene,
y así, estamos en duda si saldrá o no; y así
por esto como porque algunos dicen: "Nunca
segundas partes fueron buenas", y otros: "De
las cosas de don Quijote bastan las escritas",
se duda que no ha de haber segunda parte;
aunque algunos que son más joviales que
saturninos dicen: "Vengan más quijotadas:
embista don Quijote y hable Sancho Panza, y
sea lo que fuere, que con eso nos
contentamos".
—Y ¿a qué se atiene el autor?
—A que
—respondió Sansón
—, en hallando
que halle la historia, que él va buscando con
extraordinarias diligencias, la dará luego a la
estampa, llevado más del interés que de
darla se le sigue que de otra alabanza alguna.
A lo que dijo Sancho:
—¿Al dinero y al interés mira el autor?
Maravilla será que acierte, porque no hará
sino harbar, harbar, como sastre en vísperas
de pascuas, y las obras que se hacen apriesa
nunca se acaban con la perfeción que
requieren. Atienda ese señor moro, o lo que
es, a mirar lo que hace; que yo y mi señor le
daremos tanto ripio a la mano en materia de
aventuras y de sucesos diferentes, que pueda
componer no sólo segunda parte, sino ciento.
Debe de pensar el buen hombre, sin duda,
que nos dormimos aquí en las pajas; pues
ténganos el pie al herrar, y verá del que
cosqueamos. Lo que yo sé decir es que si mi
señor tomase mi consejo, ya habíamos de
estar en esas campañas deshaciendo
agravios y enderezando tuertos, como es uso
y costumbre de los buenos andantes
caballeros.
No había bien acabado de decir estas
razones Sancho, cuando llegaron a sus oídos
relinchos de Rocinante; los cuales relinchos
tomó don Quijote por felicísimo agüero, y
determinó de hacer de allí a tres o cuatro días
otra salida; y, declarando su intento al
bachiller, le pidió consejo por qué parte
comenzaría su jornada; el cual le respondió
que era su parecer que fuese al reino de
Aragón y a la ciudad de Zaragoza, adonde, de
allí a pocos días, se habían de hacer unas
solenísimas justas por la fiesta de San Jorge,
en las cuales podría ganar fama sobre todos
los caballeros aragoneses, que sería ganarla
sobre todos los del mundo. Alabóle ser
honradísima y valentísima su determinación,
y advirtióle que anduviese más atentado en
acometer los peligros, a causa que su vida no
era suya, sino de todos aquellos que le
habían de menester para que los amparase y
socorriese en sus desventuras.
—Deso es lo que yo reniego, señor Sansón
—dijo a este punto Sancho
—, que así
acomete mi señor a cien hombres armados
como un muchacho goloso a media docena de
badeas. ¡Cuerpo del mundo, señor bachiller!
Sí, que tiempos hay de acometer y tiempos
de retirar; sí, no ha de ser todo "¡Santiago, y
cierra, España!" Y más, que yo he oído decir,
y creo que a mi señor mismo, si mal no me
acuerdo, que en los estremos de cobarde y
de temerario está el medio de la valentía; y si
esto es así, no quiero que huya sin tener para
qué, ni que acometa cuando la demasía pide
otra cosa. Pero, sobre todo, aviso a mi señor
que si me ha de llevar consigo, ha de ser con
condición que él se lo ha de batallar todo, y
que yo no he de estar obligado a otra cosa
que a mirar por su persona en lo que tocare a
su limpieza y a su regalo; que en esto yo le
bailaré el agua delante; pero pensar que
tengo de poner mano a la espada, aunque
sea contra villanos malandrines de hacha y
capellina, es pensar en lo escusado. Yo, señor
Sansón, no pienso granjear fama de valiente,
sino del mejor y más leal escudero que jamás
sirvió a caballero andante; y si mi señor don
Quijote, obligado de mis muchos y buenos
servicios, quisiere darme alguna ínsula de las
muchas que su merced dice que se ha de
topar por ahí, recibiré mucha merced en ello;
y cuando no me la diere, nacido soy, y no ha
de vivir el hombre en hoto de otro sino de
Dios; y más, que tan bien, y aun quizá mejor,
me sabrá el pan desgobernado que siendo
gobernador; y ¿sé yo por ventura si en esos
gobiernos me tiene aparejada el diablo
alguna zancadilla donde tropiece y caiga y me
haga las muelas? Sancho nací, y Sancho
pienso morir; pero si con todo esto, de
buenas a buenas, sin mucha solicitud y sin
mucho riesgo, me deparase el cielo alguna
ínsula, o otra cosa semejante, no soy tan
necio que la desechase; que también se dice:
"Cuando te dieren la vaquilla, corre con la
soguilla"; y "Cuando viene el bien, mételo en
tu casa".
—Vos, hermano Sancho
—dijo Carrasco
—,
habéis hablado como un catedrático; pero,
con todo eso, confiad en Dios y en el señor
don Quijote, que os ha de dar un reino, no
que una ínsula.
—Tanto es lo de más como lo de menos
—
respondió Sancho
—; aunque sé decir al señor
Carrasco que no echara mi señor el reino que
me diera en saco roto, que yo he tomado el
pulso a mí mismo, y me hallo con salud para
regir reinos y gobernar ínsulas, y esto ya
otras veces lo he dicho a mi señor.
—Mirad, Sancho
—dijo Sansón
—, que los
oficios mudan las costumbres, y podría ser
que viéndoos gobernador no conociésedes a
la madre que os parió.
—Eso allá se ha de entender
—respondió
Sancho
— con los que nacieron en las malvas,
y no con los que tienen sobre el alma cuatro
dedos de enjundia de cristianos viejos, como
yo los tengo. ¡No, sino llegaos a mi condición,
que sabrá usar de desagradecimiento con
alguno!
—Dios lo haga
—dijo don Quijote
—, y ello
dirá cuando el gobierno venga; que ya me
parece que le trayo entre los ojos.
Dicho esto, rogó al bachiller que, si era
poeta, le hiciese merced de componerle unos
versos que tratasen de la despedida que
pensaba hacer de su señora Dulcinea del
Toboso, y que advirtiese que en el principio
de cada verso había de poner una letra de su
nombre, de manera que al fin de los versos,
juntando las primeras letras, se leyese:
Dulcinea del Toboso.
El bachiller respondió que, puesto que él no
era de los famosos poetas que había en
España, que decían que no eran sino tres y
medio, que no dejaría de componer los tales
metros, aunque hallaba una dificultad grande
en su composición, a causa que las letras que
contenían el nombre eran diez y siete; y que
si hacía cuatro castellanas de a cuatro versos,
sobrara una letra; y si de a cinco, a quien
llaman décimas o redondillas, faltaban tres
letras; pero, con todo eso, procuraría
embeber una letra lo mejor que pudiese, de
manera que en las cuatro castellanas se
incluyese el nombre de Dulcinea del Toboso.
—Ha de ser así en todo caso
—dijo don
Quijote
—; que si allí no va el nombre patente
y de manifiesto, no hay mujer que crea que
para ella se hicieron los metros.
Quedaron en esto y en que la partida sería
de allí a ocho días. Encargó don Quijote al
bachiller la tuviese secreta, especialmente al
cura y a maese Nicolás, y a su sobrina y al
ama, porque no estorbasen su honrada y
valerosa determinación. Todo lo prometió
Carrasco. Con esto se despidió, encargando a
don Quijote que de todos sus buenos o malos
sucesos le avisase, habiendo comodidad; y
así, se despidieron, y Sancho fue a poner en
orden lo necesario para su jornada.
Capítulo V. De la discreta
y graciosa plática que pasó
entre Sancho Panza y su
mujer Teresa Panza, y otros
sucesos dignos de felice
recordación
(Llegando a escribir el traductor desta
historia este quinto
Capítulo, dice que le tiene
por apócrifo, porque en él habla Sancho
Panza con otro estilo del que se podía
prometer de su corto ingenio, y dice cosas
tan sutiles, que no tiene por posible que él las
supiese; pero que no quiso dejar de
traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio
debía; y así, prosiguió diciendo:)
Llegó Sancho a su casa tan regocijado y
alegre, que su mujer conoció su alegría a tiro
de ballesta; tanto, que la obligó a
preguntarle:
—¿Qué traés, Sancho amigo, que tan alegre
venís?
A lo que él respondió:
—Mujer mía, si Dios quisiera, bien me
holgara yo de no estar tan contento como
muestro.
—No os entiendo, marido
—replicó ella
—, y
no sé qué queréis decir en eso de que os
holgáredes, si Dios quisiera, de no estar
contento; que, maguer tonta, no sé yo quién
recibe gusto de no tenerle.
—Mirad, Teresa
—respondió Sancho
—: yo
estoy alegre porque tengo determinado de
volver a servir a mi amo don Quijote, el cual
quiere la vez tercera salir a buscar las
aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque
lo quiere así mi necesidad, junto con la
esperanza, que me alegra, de pensar si podré
hallar otros cien escudos como los ya
gastados, puesto que me entristece el
haberme de apartar de ti y de mis hijos; y si
Dios quisiera darme de comer a pie enjuto y
en mi casa, sin traerme por vericuetos y
encrucijadas, pues lo podía hacer a poca
costa y no más de quererlo, claro está que mi
alegría fuera más firme y valedera, pues que
la que tengo va mezclada con la tristeza del
dejarte; así que, dije bien que holgara, si
Dios quisiera, de no estar contento.
—Mirad, Sancho
—replicó Teresa
—:
después que os hicistes miembro de caballero
andante habláis de tan rodeada manera, que
no hay quien os entienda.
—Basta que me entienda Dios, mujer
—
respondió Sancho
—, que Él es el entendedor
de todas las cosas, y quédese esto aquí; y
advertid, hermana, que os conviene tener
cuenta estos tres días con el rucio, de
manera que esté para armas tomar: dobladle
los piensos, requerid la albarda y las demás
jarcias, porque no vamos a bodas, sino a
rodear el mundo, y a tener dares y tomares
con gigantes, con endriagos y con vestiglos, y
a oír silbos, rugidos, bramidos y baladros; y
aun todo esto fuera flores de cantueso si no
tuviéramos que entender con yangüeses y
con moros encantados.
—Bien creo yo, marido
—replicó Teresa
—,
que los escuderos andantes no comen el pan
de balde; y así, quedaré rogando a Nuestro
Señor os saque presto de tanta mala ventura.
—Yo os digo, mujer
—respondió Sancho
—,
que si no pensase antes de mucho tiempo
verme gobernador de una ínsula, aquí me
caería muerto.
—Eso no, marido mío
—dijo Teresa
—: viva
la gallina, aunque sea con su pepita; vivid
vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay
en el mundo; sin gobierno salistes del vientre
de vuestra madre, sin gobierno habéis vivido
hasta ahora, y sin gobierno os iréis, o os
llevarán, a la sepultura cuando Dios fuere
servido. Como ésos hay en el mundo que
viven sin gobierno, y no por eso dejan de
vivir y de ser contados en el número de las
gentes. La mejor salsa del mundo es la
hambre; y como ésta no falta a los pobres,
siempre comen con gusto. Pero mirad,
Sancho: si por ventura os viéredes con algún
gobierno, no os olvidéis de mí y de vuestros
hijos. Advertid que Sanchico tiene ya quince
años cabales, y es razón que vaya a la
escuela, si es que su tío el abad le ha de
dejar hecho de la Iglesia. Mirad también que
Mari Sancha, vuestra hija, no se morirá si la
casamos; que me va dando barruntos que
desea tanto tener marido como vos deseáis
veros con gobierno; y, en fin en fin, mejor
parece la hija mal casada que bien
abarraganada.
—A buena fe
—respondió Sancho
— que si
Dios me llega a tener algo qué de gobierno,
que tengo de casar, mujer mía, a Mari
Sancha tan altamente que no la alcancen sino
con llamarla señora.
—Eso no, Sancho
—respondió Teresa
—:
casadla con su igual, que es lo más acertado;
que si de los zuecos la sacáis a chapines, y
de saya parda de catorceno a verdugado y
saboyanas de seda, y de una Marica y un tú a
una doña tal y señoría, no se ha de hallar la
mochacha, y a cada paso ha de caer en mil
faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta
y grosera.
—Calla, boba
—dijo Sancho
—, que todo
será usarlo dos o tres años; que después le
vendrá el señorío y la gravedad como de
molde; y cuando no, ¿qué importa? Séase
ella señoría, y venga lo que viniere.
—Medíos, Sancho, con vuestro estado
—
respondió Teresa
—; no os queráis alzar a
mayores, y advertid al refrán que dice: "Al
hijo de tu vecino, límpiale las narices y
métele en tu casa". ¡Por cierto, que sería
gentil cosa casar a nuestra María con un
condazo, o con caballerote que, cuando se le
antojase, la pusiese como nueva, llamándola
de villana, hija del destripaterrones y de la
pelarruecas! ¡No en mis días, marido! ¡Para
eso, por cierto, he criado yo a mi hija! Traed
vos dineros, Sancho, y el casarla dejadlo a mi
cargo; que ahí está Lope Tocho, el hijo de
Juan Tocho, mozo rollizo y sano, y que le
conocemos, y sé que no mira de mal ojo a la
mochacha; y con éste, que es nuestro igual,
estará bien casada, y le tendremos siempre a
nuestros ojos, y seremos todos unos, padres
y hijos, nietos y yernos, y andará la paz y la
bendición de Dios entre todos nosotros; y no
casármela vos ahora en esas cortes y en esos
palacios grandes, adonde ni a ella la
entiendan, ni ella se entienda.
—Ven acá, bestia y mujer de Barrabás
—
replicó Sancho
—: ¿por qué quieres tú ahora,
sin qué ni para qué, estorbarme que no case
a mi hija con quien me dé nietos que se
llamen señoría? Mira, Teresa: siempre he
oído decir a mis mayores que el que no sabe
gozar de la ventura cuando le viene, que no
se debe quejar si se le pasa. Y no sería bien
que ahora, que está llamando a nuestra
puerta, se la cerremos; dejémonos llevar
deste viento favorable que nos sopla.
(Por este modo de hablar, y por lo que más
abajo dice Sancho, dijo el tradutor desta
historia que tenía por apócrifo este
Capítulo.)
—¿No te parece, animalia
—prosiguió
Sancho
—, que será bien dar con mi cuerpo en
algún gobierno provechoso que nos saque el
pie del lodo? Y cásese a Mari Sancha con
quien yo quisiere, y verás cómo te llaman a ti
doña Teresa Panza, y te sientas en la iglesia
sobre alcatifa, almohadas y arambeles, a
pesar y despecho de las hidalgas del pueblo.
¡No, sino estaos siempre en un ser, sin crecer
ni menguar, como figura de paramento! Y en
esto no hablemos más, que Sanchica ha de
ser condesa, aunque tú más me digas.
—¿Veis cuanto decís, marido?
—respondió
Teresa
—. Pues, con todo eso, temo que este
condado de mi hija ha de ser su perdición.
Vos haced lo que quisiéredes, ora la hagáis
duquesa o princesa, pero séos decir que no
será ello con voluntad ni consentimiento mío.
Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad,
y no puedo ver entonos sin fundamentos.
Teresa me pusieron en el bautismo, nombre
mondo y escueto, sin añadiduras ni
cortapisas, ni arrequives de dones ni donas;
Cascajo se llamó mi padre, y a mí, por ser
vuestra mujer, me llaman Teresa Panza, que
a buena razón me habían de llamar Teresa
Cascajo. Pero allá van reyes do quieren leyes,
y con este nombre me contento, sin que me
le pongan un don encima, que pese tanto que
no le pueda llevar, y no quiero dar que decir
a los que me vieren andar vestida a lo
condesil o a lo de gobernadora, que luego
dirán: ''¡Mirad qué entonada va la
pazpuerca!; ayer no se hartaba de estirar de
un copo de estopa, y iba a misa cubierta la
cabeza con la falda de la saya, en lugar de
manto, y ya hoy va con verdugado, con
broches y con entono, como si no la
conociésemos''. Si Dios me guarda mis siete,
o mis cinco sentidos, o los que tengo, no
pienso dar ocasión de verme en tal aprieto.
Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y
entonaos a vuestro gusto; que mi hija ni yo,
por el siglo de mi madre, que no nos hemos
de mudar un paso de nuestra aldea: la mujer
honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la
doncella honesta, el hacer algo es su fiesta.
Idos con vuestro don Quijote a vuestras
aventuras, y dejadnos a nosotras con
nuestras malas venturas, que Dios nos las
mejorará como seamos buenas; y yo no sé,
por cierto, quién le puso a él don, que no
tuvieron sus padres ni sus agüelos.
—Ahora digo
—replicó Sancho
— que tienes
algún familiar en ese cuerpo. ¡Válate Dios, la
mujer, y qué de cosas has ensartado unas en
otras, sin tener pies ni cabeza! ¿Qué tiene
que ver el Cascajo, los broches, los refranes y
el entono con lo que yo digo? Ven acá,
mentecata e ignorante (que así te puedo
llamar, pues no entiendes mis razones y vas
huyendo de la dicha): si yo dijera que mi hija
se arrojara de una torre abajo, o que se fuera
por esos mundos, como se quiso ir la infanta
doña Urraca, tenías razón de no venir con mi
gusto; pero si en dos paletas, y en menos de
un abrir y cerrar de ojos, te la chanto un don
y una señoría a cuestas, y te la saco de los
rastrojos, y te la pongo en toldo y en peana,
y en un estrado de más almohadas de velludo
que tuvieron moros en su linaje los
Almohadas de Marruecos, ¿por qué no has de
consentir y querer lo que yo quiero?
—¿Sabéis por qué, marido?
—respondió
Teresa
—; por el refrán que dice: "¡Quien te
cubre, te descubre!" Por el pobre todos pasan
los ojos como de corrida, y en el rico los
detienen; y si el tal rico fue un tiempo pobre,
allí es el murmurar y el maldecir, y el peor
perseverar de los maldicientes, que los hay
por esas calles a montones, como enjambres
de abejas.
—Mira, Teresa
—respondió Sancho
—, y
escucha lo que agora quiero decirte; quizá no
lo habrás oído en todos los días de tu vida, y
yo agora no hablo de mío; que todo lo que
pienso decir son sentencias del padre
predicador que la Cuaresma pasada predicó
en este pueblo, el cual, si mal no me
acuerdo, dijo que todas las cosas presentes
que los ojos están mirando se presentan,
están y asisten en nuestra memoria mucho
mejor y con más vehemencia que las cosas
pasadas.
(Todas estas razones que aquí va diciendo
Sancho son las segundas por quien dice el
tradutor que tiene por apócrifo este
Capítulo,
que exceden a la capacidad de Sancho. El
cual prosiguió diciendo:)
—De donde nace que, cuando vemos alguna
persona bien aderezada, y con ricos vestidos
compuesta, y con pompa de criados, parece
que por fuerza nos mueve y convida a que la
tengamos respeto, puesto que la memoria en
aquel instante nos represente alguna bajeza
en que vimos a la tal persona; la cual
inominia, ahora sea de pobreza o de linaje,
como ya pasó, no es, y sólo es lo que vemos
presente. Y si éste a quien la fortuna sacó del
borrador de su bajeza (que por estas mesmas
razones lo dijo el padre) a la alteza de su
prosperidad, fuere bien criado, liberal y
cortés con todos, y no se pusiere en cuentos
con aquellos que por antigüedad son nobles,
ten por cierto, Teresa, que no habrá quien se
acuerde de lo que fue, sino que reverencien
lo que es, si no fueren los invidiosos, de
quien ninguna próspera fortuna está segura.
—Yo no os entiendo, marido
—replicó
Teresa
—: haced lo que quisiéredes, y no me
quebréis más la cabeza con vuestras arengas
y retóricas. Y si estáis revuelto en hacer lo
que decís...
—Resuelto has de decir, mujer
—dijo
Sancho
—, y no revuelto.
—No os pongáis a disputar, marido,
conmigo
—respondió Teresa
—. Yo hablo
como Dios es servido, y no me meto en más
dibujos; y digo que si estáis porfiando en
tener gobierno, que llevéis con vos a vuestro
hijo Sancho, para que desde agora le
enseñéis a tener gobierno, que bien es que
los hijos hereden y aprendan los oficios de
sus padres.
—En teniendo gobierno
—dijo Sancho
—,
enviaré por él por la posta, y te enviaré
dineros, que no me faltarán, pues nunca falta
quien se los preste a los gobernadores
cuando no los tienen; y vístele de modo que
disimule lo que es y parezca lo que ha de ser.
—Enviad vos dinero
—dijo Teresa
—, que yo
os lo vistiré como un palmito.
—En efecto, quedamos de acuerdo
—dijo
Sancho
— de que ha de ser condesa nuestra
hija.
—El día que yo la viere condesa
—respondió
Teresa
—, ése haré cuenta que la entierro,
pero otra vez os digo que hagáis lo que os
diere gusto, que con esta carga nacemos las
mujeres, de estar obedientes a sus maridos,
aunque sean unos porros.
Y, en esto, comenzó a llorar tan de veras
como si ya viera muerta y enterrada a
Sanchica. Sancho la consoló diciéndole que,
ya que la hubiese de hacer condesa, la haría
todo lo más tarde que ser pudiese. Con esto
se acabó su plática, y Sancho volvió a ver a
don Quijote para dar orden en su partida.
Capítulo VI. De lo que le
pasó a Don Quijote con su
sobrina y con su ama, y es
uno de los importantes
Capítulos de toda la historia
En tanto que Sancho Panza y su mujer
Teresa Cascajo pasaron la impertinente
referida plática, no estaban ociosas la sobrina
y el ama de don Quijote, que por mil señales
iban coligiendo que su tío y señor quería
desgarrarse la vez tercera, y volver al
ejercicio de su, para ellas, mal andante
caballería: procuraban por todas las vías
posibles apartarle de tan mal pensamiento,
pero todo era predicar en desierto y majar en
hierro frío. Con todo esto, entre otras muchas
razones que con él pasaron, le dijo el ama:
—En verdad, señor mío, que si vuesa
merced no afirma el pie llano y se está quedo
en su casa, y se deja de andar por los montes
y por los valles como ánima en pena,
buscando esas que dicen que se llaman
aventuras, a quien yo llamo desdichas, que
me tengo de quejar en voz y en grita a Dios y
al rey, que pongan remedio en ello.
A lo que respondió don Quijote:
—Ama, lo que Dios responderá a tus quejas
yo no lo sé, ni lo que ha de responder Su
Majestad tampoco, y sólo sé que si yo fuera
rey, me escusara de responder a tanta
infinidad de memoriales impertinentes como
cada día le dan; que uno de los mayores
trabajos que los reyes tienen, entre otros
muchos, es el estar obligados a escuchar a
todos y a responder a todos; y así, no querría
yo que cosas mías le diesen pesadumbre.
A lo que dijo el ama:
—Díganos, señor: en la corte de Su
Majestad, ¿no hay caballeros?
—Sí
—respondió don Quijote
—, y muchos; y
es razón que los haya, para adorno de la
grandeza de los príncipes y para ostentación
de la majestad real.
—Pues, ¿no sería vuesa merced
—replicó
ella
— uno de los que a pie quedo sirviesen a
su rey y señor, estándose en la corte?
—Mira, amiga
—respondió don Quijote
—:
no todos los caballeros pueden ser
cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni
deben ser caballeros andantes: de todos ha
de haber en el mundo; y, aunque todos
seamos caballeros, va mucha diferencia de
los unos a los otros; porque los cortesanos,
sin salir de sus aposentos ni de los umbrales
de la corte, se pasean por todo el mundo,
mirando un mapa, sin costarles blanca, ni
padecer calor ni frío, hambre ni sed; pero
nosotros, los caballeros andantes verdaderos,
al sol, al frío, al aire, a las inclemencias del
cielo, de noche y de día, a pie y a caballo,
medimos toda la tierra con nuestros mismos
pies; y no solamente conocemos los
enemigos pintados, sino en su mismo ser, y
en todo trance y en toda ocasión los
acometemos, sin mirar en niñerías, ni en las
leyes de los desafíos; si lleva, o no lleva, más
corta la lanza, o la espada; si trae sobre sí
reliquias, o algún engaño encubierto; si se ha
de partir y hacer tajadas el sol, o no, con
otras ceremonias deste jaez, que se usan en
los desafíos particulares de persona a
persona, que tú no sabes y yo sí. Y has de
saber más: que el buen caballero andante,
aunque vea diez gigantes que con las cabezas
no sólo tocan, sino pasan las nubes, y que a
cada uno le sirven de piernas dos
grandísimas torres, y que los brazos semejan
árboles de gruesos y poderosos navíos, y
cada ojo como una gran rueda de molino y
más ardiendo que un horno de vidrio, no le
han de espantar en manera alguna; antes
con gentil continente y con intrépido corazón
los ha de acometer y embestir, y, si fuere
posible, vencerlos y desbaratarlos en un
pequeño instante, aunque viniesen armados
de unas conchas de un cierto pescado que
dicen que son más duras que si fuesen de
diamantes, y en lugar de espadas trujesen
cuchillos tajantes de damasquino acero, o
porras ferradas con puntas asimismo de
acero, como yo las he visto más de dos
veces. Todo esto he dicho, ama mía, porque
veas la diferencia que hay de unos caballeros
a otros; y sería razón que no hubiese príncipe
que no estimase en más esta segunda, o, por
mejor decir, primera especie de caballeros
andantes, que, según leemos en sus
historias, tal ha habido entre ellos que ha
sido la salud no sólo de un reino, sino de
muchos.
—¡Ah, señor mío!
—dijo a esta sazón la
sobrina
—; advierta vuestra merced que todo
eso que dice de los caballeros andantes es
fábula y mentira, y sus historias, ya que no
las quemasen, merecían que a cada una se le
echase un sambenito, o alguna señal en que
fuese conocida por infame y por gastadora de
las buenas costumbres.
—Por el Dios que me sustenta
—dijo don
Quijote
—, que si no fueras mi sobrina
derechamente, como hija de mi misma
hermana, que había de hacer un tal castigo
en ti, por la blasfemia que has dicho, que
sonara por todo el mundo. ¿Cómo que es
posible que una rapaza que apenas sabe
menear doce palillos de randas se atreva a
poner lengua y a censurar las historias de los
caballeros andantes? ¿Qué dijera el señor
Amadís si lo tal oyera? Pero a buen seguro
que él te perdonara, porque fue el más
humilde y cortés caballero de su tiempo, y,
demás, grande amparador de las doncellas;
mas, tal te pudiera haber oído que no te
fuera bien dello, que no todos son corteses ni
bien mirados: algunos hay follones y
descomedidos. Ni todos los que se llaman
caballeros lo son de todo en todo: que unos
son de oro, otros de alquimia, y todos
parecen caballeros, pero no todos pueden
estar al toque de la piedra de la verdad.
Hombres bajos hay que revientan por parecer
caballeros, y caballeros altos hay que parece
que aposta mueren por parecer hombres
bajos; aquéllos se llevantan o con la ambición
o con la virtud, éstos se abajan o con la
flojedad o con el vicio; y es menester
aprovecharnos del conocimiento discreto para
distinguir estas dos maneras de caballeros,
tan parecidos en los nombres y tan distantes
en las acciones.
—¡Válame Dios!
—dijo la sobrina
—. ¡Que
sepa vuestra merced tanto, señor tío, que, si
fuese menester en una necesidad, podría
subir en un púlpito e irse a predicar por esas
calles, y que, con todo esto, dé en una
ceguera tan grande y en una sandez tan
conocida, que se dé a entender que es
valiente, siendo viejo, que tiene fuerzas,
estando enfermo, y que endereza tuertos,
estando por la edad agobiado, y, sobre todo,
que es caballero, no lo siendo; porque,
aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son
los pobres!
—Tienes mucha razón, sobrina, en lo que
dices
—respondió don Quijote
—, y cosas te
pudiera yo decir cerca de los linajes, que te
admiraran; pero, por no mezclar lo divino con
lo humano, no las digo. Mirad, amigas: a
cuatro suertes de linajes, y estadme atentas,
se pueden reducir todos los que hay en el
mundo, que son éstas: unos, que tuvieron
principios humildes, y se fueron estendiendo
y dilatando hasta llegar a una suma
grandeza; otros, que tuvieron principios
grandes, y los fueron conservando y los
conservan y mantienen en el ser que
comenzaron; otros, que, aunque tuvieron
principios grandes, acabaron en punta, como
pirámide, habiendo diminuido y aniquilado su
principio hasta parar en nonada, como lo es
la punta de la pirámide, que respeto de su
basa o asiento no es nada; otros hay, y éstos
son los más, que ni tuvieron principio bueno
ni razonable medio, y así tendrán el fin, sin
nombre, como el linaje de la gente plebeya y
ordinaria. De los primeros, que tuvieron
principio humilde y subieron a la grandeza
que agora conservan, te sirva de ejemplo la
Casa Otomana, que, de un humilde y bajo
pastor que le dio principio, está en la cumbre
que le vemos. Del segundo linaje, que tuvo
principio en grandeza y la conserva sin
aumentarla, serán ejemplo muchos príncipes
que por herencia lo son, y se conservan en
ella,
sin aumentarla ni diminuirla, conteniéndose
en los límites de sus estados pacíficamente.
De los que comenzaron grandes y acabaron
en punta hay millares de ejemplos, porque
todos los Faraones y Tolomeos de Egipto, los
Césares de Roma, con toda la caterva, si es
que se le puede dar este nombre, de infinitos
príncipes, monarcas, señores, medos, asirios,
persas, griegos y bárbaros, todos estos
linajes y señoríos han acabado en punta y en
nonada, así ellos como los que les dieron
principio, pues no será posible hallar agora
ninguno de sus decendientes, y si le
hallásemos, sería en bajo y humilde estado.
Del linaje plebeyo no tengo qué decir, sino
que sirve sólo de acrecentar el número de los
que viven, sin que merezcan otra fama ni
otro elogio sus grandezas. De todo lo dicho
quiero que infiráis, bobas mías, que es
grande la confusión que hay entre los linajes,
y que solos aquéllos parecen grandes y
ilustres que lo muestran en la virtud, y en la
riqueza y liberalidad de sus dueños. Dije
virtudes, riquezas y liberalidades, porque el
grande que fuere vicioso será vicioso grande,
y el rico no liberal será un avaro mendigo;
que al poseedor de las riquezas no le hace
dichoso el tenerlas, sino el gastarlas, y no el
gastarlas comoquiera, sino el saberlas bien
gastar. Al caballero pobre no le queda otro
camino para mostrar que es caballero sino el
de la virtud, siendo afable, bien criado, cortés
y comedido, y oficioso; no soberbio, no
arrogante, no murmurador, y, sobre todo,
caritativo; que con dos maravedís que con
ánimo alegre dé al pobre se mostrará tan
liberal como el que a campana herida da
limosna, y no habrá quien le vea adornado de
las referidas virtudes que, aunque no le
conozca, deje de juzgarle y tenerle por de
buena casta, y el no serlo sería milagro; y
siempre la alabanza fue premio de la virtud, y
los virtuosos no pueden dejar de ser
alabados. Dos caminos hay, hijas, por donde
pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y
honrados: el uno es el de las letras; otro, el
de las armas. Yo tengo más armas que letras,
y nací, según me inclino a las armas, debajo
de la influencia del planeta Marte; así que,
casi me es forzoso seguir por su camino, y
por él tengo de ir a pesar de todo el mundo,
y será en balde cansaros en persuadirme a
que no quiera yo lo que los cielos quieren, la
fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo,
mi voluntad desea. Pues con saber, como sé,
los innumerables trabajos que son anejos al
andante caballería, sé también los infinitos
bienes que se alcanzan con ella; y sé que la
senda de la virtud es muy estrecha, y el
camino del vicio, ancho y espacioso; y sé que
sus fines y paraderos son diferentes, porque
el del vicio, dilatado y espacioso, acaba en la
muerte, y el de la virtud, angosto y
trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se
acaba, sino en la que no tendrá fin; y sé,
como dice el gran poeta castellano nuestro,
que
Por estas asperezas se
camina
de la inmortalidad al alto
asiento,
do nunca arriba quien de
allí declina.
—¡Ay, desdichada de mí
—dijo la sobrina
—,
que también mi señor es poeta!.
Todo lo sabe, todo lo alcanza: yo apostaré
que si quisiera ser albañil, que supiera
fabricar una casa como una jaula.
Yo te prometo, sobrina
—respondió don
Quijote
—, que si estos pensamientos
caballerescos no me llevasen tras sí todos los
sentidos, que no habría cosa que yo no
hiciese, ni curiosidad que no saliese de mis
manos, especialmente jaulas y palillos de
dientes.
A este tiempo, llamaron a la puerta, y,
preguntando quién llamaba, respondió
Sancho Panza que él era; y, apenas le hubo
conocido el ama, cuando corrió a esconderse
por no verle: tanto le aborrecía. Abrióle la
sobrina, salió a recebirle con los brazos
abiertos su señor don Quijote, y encerráronse
los dos en su aposento, donde tuvieron otro
coloquio, que no le hace ventaja el pasado.
Capítulo VII. De lo que
pasó don Quijote con su
escudero, con otros sucesos
famosísimos
Apenas vio el ama que Sancho Panza se
encerraba con su señor, cuando dio en la
cuenta de sus tratos; y, imaginando que de
aquella consulta había de salir la resolución
de su tercera salida y tomando su manto,
toda llena de congoja y pesadumbre, se fue a
buscar al bachiller Sansón Carrasco,
pareciéndole que, por ser bien hablado y
amigo fresco de su señor, le podría persuadir
a que dejase tan desvariado propósito.
Hallóle paseándose por el patio de su casa,
y, viéndole, se dejó caer ante sus pies,
trasudando y congojosa. Cuando la vio
Carrasco con muestras tan doloridas y
sobresaltadas, le dijo:
—¿Qué es esto, señora ama? ¿Qué le ha
acontecido, que parece que se le quiere
arrancar el alma?
—No es nada, señor Sansón mío, sino que
mi amo se sale; ¡sálese sin duda!
—Y ¿por dónde se sale, señora?
—preguntó
Sansón
—. ¿Hásele roto alguna parte de su
cuerpo?
—No se sale
—respondió ella
—, sino por la
puerta de su locura. Quiero decir, señor
bachiller de mi ánima, que quiere salir otra
vez, que con ésta será la tercera, a buscar
por ese mundo lo que él llama venturas, que
yo no puedo entender cómo les da este
nombre. La vez primera nos le volvieron
atravesado sobre un jumento, molido a palos.
La segunda vino en un carro de bueyes,
metido y encerrado en una jaula, adonde él
se daba a entender que estaba encantado; y
venía tal el triste, que no le conociera la
madre que le parió: flaco, amarillo, los ojos
hundidos en los últimos camaranchones del
celebro, que, para haberle de volver algún
tanto en sí, gasté más de seiscientos huevos,
como lo sabe Dios y todo el mundo, y mis
gallinas, que no me dejaran mentir.
—Eso creo yo muy bien
—respondió el
bachiller
—; que ellas son tan buenas, tan
gordas y tan bien criadas, que no dirán una
cosa por otra, si reventasen. En efecto,
señora ama: ¿no hay otra cosa, ni ha
sucedido otro desmán alguno, sino el que se
teme que quiere hacer el señor don Quijote?
—No, señor
—respondió ella.
—Pues no tenga pena
—respondió el
bachiller
—, sino váyase en hora buena a su
casa, y téngame aderezado de almorzar
alguna cosa caliente, y, de camino, vaya
rezando la oración de Santa Apolonia si es
que la sabe, que yo iré luego allá, y verá
maravillas.
—¡Cuitada de mí!
—replicó el ama
—; ¿la
oración de Santa Apolonia dice vuestra
merced que rece?: eso fuera si mi amo lo
hubiera de las muelas, pero no lo ha sino de
los cascos.
—Yo sé lo que digo, señora ama: váyase y
no se ponga a disputar conmigo, pues sabe
que soy bachiller por Salamanca, que no hay
más que bachillear
—respondió Carrasco.
Y con esto, se fue el ama, y el bachiller fue
luego a buscar al cura, a comunicar con él lo
que se dirá a su tiempo.
En el que estuvieron encerrados don Quijote
y Sancho, pasaron las razones que con
mucha puntualidad y verdadera relación
cuenta la historia.
Dijo Sancho a su amo:
—Señor, ya yo tengo relucida a mi mujer a
que me deje ir con vuestra merced adonde
quisiere llevarme.
—Reducida has de decir, Sancho
—dijo don
Quijote
—, que no relucida.
—Una o dos veces
—respondió Sancho
—, si
mal no me acuerdo, he suplicado a vuestra
merced que no me emiende los vocablos, si
es que entiende lo que quiero decir en ellos, y
que, cuando no los entienda, diga: ''Sancho,
o diablo, no te entiendo''; y si yo no me
declarare, entonces podrá emendarme; que
yo soy tan fócil...
—No te entiendo, Sancho
—dijo luego don
Quijote
—, pues no sé qué quiere decir soy
tan fócil.
—Tan fócil quiere decir
—respondió
Sancho
— soy tan así.
—Menos te entiendo agora
—replicó don
Quijote.
—Pues si no me puede entender
—
respondió Sancho
—, no sé cómo lo diga: no
sé más, y Dios sea conmigo.
—Ya, ya caigo
—respondió don Quijote
— en
ello: tú quieres decir que eres tan dócil,
blando y mañero que tomarás lo que yo te
dijere, y pasarás por lo que te enseñare.
—Apostaré yo
—dijo Sancho
— que desde el
emprincipio me caló y me entendió, sino que
quiso turbarme por oírme decir otras
docientas patochadas.
—Podrá ser
—replicó don Quijote
—. Y, en
efecto, ¿qué dice Teresa?
—Teresa dice
—dijo Sancho
— que ate bien
mi dedo con vuestra merced, y que hablen
cartas y callen barbas, porque quien destaja
no baraja, pues más vale un toma que dos te
daré. Y yo digo que el consejo de la mujer es
poco, y el que no le toma es loco.
—Y yo lo digo también
—respondió don
Quijote
—. Decid, Sancho amigo; pasá
adelante, que habláis hoy de perlas.
—Es el caso
—replicó Sancho
— que, como
vuestra merced mejor sabe, todos estamos
sujetos a la muerte, y que hoy somos y
mañana no, y que tan presto se va el cordero
como el carnero, y que nadie puede
prometerse en este mundo más horas de vida
de las que Dios quisiere darle, porque la
muerte es sorda, y, cuando llega a llamar a
las puertas de nuestra vida, siempre va
depriesa y no la harán detener ni ruegos, ni
fuerzas, ni ceptros, ni mitras, según es
pública voz y fama, y según nos lo dicen por
esos púlpitos.
—Todo eso es verdad
—dijo don Quijote
—,
pero no sé dónde vas a parar.
—Voy a parar
—dijo Sancho
— en que vuesa
merced me señale salario conocido de lo que
me ha de dar cada mes el tiempo que le
sirviere, y que el tal salario se me pague de
su hacienda; que no quiero estar a mercedes,
que llegan tarde, o mal, o nunca; con lo mío
me ayude Dios. En fin, yo quiero saber lo que
gano, poco o mucho que sea, que sobre un
huevo pone la gallina, y muchos pocos hacen
un mucho, y mientras se gana algo no se
pierde nada. Verdad sea que si sucediese, lo
cual ni lo creo ni lo espero, que vuesa merced
me diese la ínsula que me tiene prometida,
no soy tan ingrato, ni llevo las cosas tan por
los cabos, que no querré que se aprecie lo
que montare la renta de la tal ínsula, y se
descuente de mi salario gata por cantidad.
—Sancho amigo
—respondió don Quijote
—,
a las veces, tan buena suele ser una gata
como una rata.
—Ya entiendo
—dijo Sancho
—: yo apostaré
que había de decir rata, y no gata; pero no
importa nada, pues vuesa merced me ha
entendido.
—Y tan entendido
—respondió don Quijote
—
que he penetrado lo último de tus
pensamientos, y sé al blanco que tiras con las
inumerables saetas de tus refranes. Mira,
Sancho: yo bien te señalaría salario, si
hubiera hallado en alguna de las historias de
los caballeros andantes ejemplo que me
descubriese y mostrase, por algún pequeño
resquicio, qué es lo que solían ganar cada
mes, o cada año; pero yo he leído todas o las
más de sus historias, y no me acuerdo haber
leído que ningún caballero andante haya
señalado conocido salario a su escudero. Sólo
sé que todos servían a merced, y que,
cuando menos se lo pensaban, si a sus
señores les había corrido bien la suerte, se
hallaban premiados con una ínsula, o con otra
cosa equivalente, y, por lo menos, quedaban
con título y señoría. Si con estas esperanzas
y aditamentos vos, Sancho, gustáis de volver
a servirme, sea en buena hora: que pensar
que yo he de sacar de sus términos y quicios
la antigua usanza de la caballería andante es
pensar en lo escusado. Así que, Sancho mío,
volveos a vuestra casa, y declarad a vuestra
Teresa mi intención; y si ella gustare y vos
gustáredes de estar a merced conmigo, bene
quidem; y si no, tan amigos como de antes;
que si al palomar no le falta cebo, no le
faltarán palomas. Y advertid, hijo, que vale
más buena esperanza que ruin posesión, y
buena queja que mala paga. Hablo de esta
manera, Sancho, por daros a entender que
también como vos sé yo arrojar refranes
como llovidos. Y, finalmente, quiero decir, y
os digo, que si no queréis venir a merced
conmigo y correr la suerte que yo corriere,
que Dios quede con vos y os haga un santo;
que a mí no me faltarán escuderos más
obedientes, más solícitos, y no tan
empachados ni tan habladores como vos.
Cuando Sancho oyó la firme resolución de
su amo se le anubló el cielo y se le cayeron
las alas del corazón, porque tenía creído que
su señor no se iría sin él por todos los
haberes del mundo; y así, estando suspenso
y pensativo, entró Sansón Carrasco y la
sobrina, deseosos de oír con qué razones
persuadía a su señor que no tornarse a
buscar las aventuras. Llegó Sansón, socarrón
famoso, y, abrazándole como la vez primera
y con voz levantada, le dijo:
—¡Oh flor de la andante caballería; oh luz
resplandeciente de las armas; oh honor y
espejo de la nación española! Plega a Dios
todopoderoso, donde más largamente se
contiene, que la persona o personas que
pusieren impedimento y estorbaren tu tercera
salida, que no la hallen en el laberinto de sus
deseos, ni jamás se les cumpla lo que mal
desearen.
Y, volviéndose al ama, le dijo:
—Bien puede la señora ama no rezar más la
oración de Santa Apolonia, que yo sé que es
determinación precisa de las esferas que el
señor don Quijote vuelva a ejecutar sus altos
y nuevos pensamientos, y yo encargaría
mucho mi conciencia si no intimase y
persuadiese a este caballero que no tenga
más tiempo encogida y detenida la fuerza de
su valeroso brazo y la bondad de su ánimo
valentísimo, porque defrauda con su tardanza
el derecho de los tuertos, el amparo de los
huérfanos, la honra de las doncellas, el favor
de las viudas y el arrimo de las casadas, y
otras cosas deste jaez, que tocan, atañen,
dependen y son anejas a la orden de la
caballería andante. ¡Ea, señor don Quijote
mío, hermoso y bravo, antes hoy que
mañana se ponga vuestra merced y su
grandeza en camino; y si alguna cosa faltare
para ponerle en ejecución, aquí estoy yo para
suplirla con mi persona y hacienda; y si fuere
necesidad servir a tu magnificencia de
escudero, lo tendré a felicísima ventura!
A esta sazón, dijo don Quijote, volviéndose
a Sancho:
—¿No te dije yo, Sancho, que me habían de
sobrar escuderos? Mira quién se ofrece a
serlo, sino el inaudito bachiller Sansón
Carrasco, perpetuo trastulo y regocijador de
los patios de las escuelas salmanticenses,
sano de su persona, ágil de sus miembros,
callado, sufridor así del calor como del frío,
así de la hambre como de la sed, con todas
aquellas partes que se requieren para ser
escudero de un caballero andante. Pero no
permita el cielo que, por seguir mi gusto,
desjarrete y quiebre la coluna de las letras y
el vaso de las ciencias, y tronque la palma
eminente de las buenas y liberales artes.
Quédese el nuevo Sansón en su patria, y,
honrándola, honre juntamente las canas de
sus ancianos padres; que yo con cualquier
escudero estaré contento, ya que Sancho no
se digna de venir conmigo.
—Sí digno
—respondió Sancho, enternecido
y llenos de lágrimas los ojos; y prosiguió
—:
No se dirá por mí, señor mío: el pan comido y
la compañía deshecha; sí, que no vengo yo
de alguna alcurnia desagradecida, que ya
sabe todo el mundo, y especialmente mi
pueblo, quién fueron los Panzas, de quien yo
deciendo, y más, que tengo conocido y calado
por muchas buenas obras, y por más buenas
palabras, el deseo que vuestra merced tiene
de hacerme merced; y si me he puesto en
cuentas de tanto más cuanto acerca de mi
salario, ha sido por complacer a mi mujer; la
cual, cuando toma la mano a persuadir una
cosa, no hay mazo que tanto apriete los aros
de una cuba como ella aprieta a que se haga
lo que quiere; pero, en efeto, el hombre ha
de ser hombre, y la mujer, mujer; y, pues yo
soy hombre dondequiera, que no lo puedo
negar, también lo quiero ser en mi casa, pese
a quien pesare; y así, no hay más que hacer,
sino que vuestra merced ordene su
testamento con su codicilo, en modo que no
se pueda revolcar, y pongámonos luego en
camino, porque no padezca el alma del señor
Sansón, que dice que su conciencia le lita que
persuada a vuestra merced a salir vez tercera
por ese mundo; y yo de nuevo me ofrezco a
servir a vuestra merced fiel y legalmente, tan
bien y mejor que cuantos escuderos han
servido a caballeros andantes en los pasados
y presentes tiempos.
Admirado quedó el bachiller de oír el
término y modo de hablar de Sancho Panza;
que, puesto que había leído la primera
historia de su señor, nunca creyó que era tan
gracioso como allí le pintan; pero, oyéndole
decir ahora testamento y codicilo que no se
pueda revolcar, en lugar de testamento y
codicilo que no se pueda revocar, creyó todo
lo que dél había leído, y confirmólo por uno
de los más solenes mentecatos de nuestros
siglos; y dijo entre sí que tales dos locos
como amo y mozo no se habrían visto en el
mundo.
Finalmente, don Quijote y Sancho se
abrazaron y quedaron amigos, y con parecer
y beneplácito del gran Carrasco, que por
entonces era su oráculo, se ordenó que de allí
a tres días fuese su partida; en los cuales
habría lugar de aderezar lo necesario para el
viaje, y de buscar una celada de encaje, que
en todas maneras dijo don Quijote que la
había de llevar. Ofreciósela Sansón, porque
sabía no se la negaría un amigo suyo que la
tenía, puesto que estaba más escura por el
orín y el moho que clara y limpia por el terso
acero.
Las maldiciones que las dos, ama y sobrina,
echaron al bachiller no tuvieron cuento:
mesaron sus cabellos, arañaron sus rostros,
y, al modo de las endechaderas que se
usaban, lamentaban la partida como si fuera
la muerte de su señor. El designo que tuvo
Sansón, para persuadirle a que otra vez
saliese, fue hacer lo que adelante cuenta la
historia, todo por consejo del cura y del
barbero, con quien él antes lo había
comunicado.
En resolución, en aquellos tres días don
Quijote y Sancho se acomodaron de lo que
les pareció convenirles; y, habiendo aplacado
Sancho a su mujer, y don Quijote a su
sobrina y a su ama, al anochecer, sin que
nadie lo viese, sino el bachiller, que quiso
acompañarles media legua del lugar, se
pusieron en camino del Toboso: don Quijote
sobre su buen Rocinante, y Sancho sobre su
antiguo rucio, proveídas las alforjas de cosas
tocantes a la bucólica, y la bolsa de dineros
que le dio don Quijote para lo que se
ofreciese. Abrazóle Sansón, y suplicóle le
avisase de su buena o mala suerte, para
alegrarse con ésta o entristecerse con
aquélla, como las leyes de su amistad pedían.
Prometióselo don Quijote, dio Sansón la
vuelta a su lugar, y los dos tomaron la de la
gran ciudad del Toboso.
Capítulo VIII. Donde se
cuenta lo que le sucedió a
don Quijote, yendo a ver su
señora Dulcinea del Toboso
''¡Bendito sea el poderoso Alá!
—dice
Hamete Benengeli al comienzo deste octavo
Capítulo
—. ¡Bendito sea Alá!'', repite tres
veces; y dice que da estas bendiciones por
ver que tiene ya en campaña a don Quijote y
a Sancho, y que los letores de su agradable
historia pueden hacer cuenta que desde este
punto comienzan las hazañas y donaires de
don Quijote y de su escudero; persuádeles
que se les olviden las pasadas caballerías del
ingenioso hidalgo, y pongan los ojos en las
que están por venir, que desde agora en el
camino del Toboso comienzan, como las otras
comenzaron en los campos de Montiel, y no
es mucho lo que pide para tanto como él
promete; y así prosigue diciendo:
Solos quedaron don Quijote y Sancho, y,
apenas se hubo apartado Sansón, cuando
comenzó a relinchar Rocinante y a sospirar el
rucio, que de entrambos, caballero y
escudero, fue tenido a buena señal y por
felicísimo agüero; aunque, si se ha de contar
la verdad, más fueron los sospiros y rebuznos
del rucio que los relinchos del rocín, de donde
coligió Sancho que su ventura había de
sobrepujar y ponerse encima de la de su
señor, fundándose no sé si en astrología
judiciaria que él se sabía, puesto que la
historia no lo declara; sólo le oyeron decir
que, cuando tropezaba o caía, se holgara no
haber salido de casa, porque del tropezar o
caer no se sacaba otra cosa sino el zapato
roto o las costillas quebradas; y, aunque
tonto, no andaba en esto muy fuera de
camino. Díjole don Quijote:
—Sancho amigo, la noche se nos va
entrando a más andar, y con más escuridad
de la que habíamos menester para alcanzar a
ver con el día al Toboso, adonde tengo
determinado de ir antes que en otra aventura
me ponga, y allí tomaré la bendición y buena
licencia de la sin par Dulcinea, con la cual
licencia pienso y tengo por cierto de acabar y
dar felice cima a toda peligrosa aventura,
porque ninguna cosa desta vida hace más
valientes a los caballeros andantes que verse
favorecidos de sus damas.
—Yo así lo creo
—respondió Sancho
—; pero
tengo por dificultoso que vuestra merced
pueda hablarla ni verse con ella, en parte, a
lo menos, que pueda recebir su bendición, si
ya no se la echa desde las bardas del corral,
por donde yo la vi la vez primera, cuando le
llevé la carta donde iban las nuevas de las
sandeces y locuras que vuestra merced
quedaba haciendo en el corazón de Sierra
Morena.
—¿Bardas de corral se te antojaron
aquéllas, Sancho
—dijo don Quijote
—,
adonde o por donde viste aquella jamás
bastantemente alabada gentileza y
hermosura? No debían de ser sino galerías o
corredores, o lonjas, o como las llaman, de
ricos y reales palacios.
—Todo pudo ser
—respondió Sancho
—,
pero a mí bardas me parecieron, si no es que
soy falto de memoria.
—Con todo eso, vamos allá, Sancho
—
replicó don Quijote
—, que como yo la vea,
eso se me da que sea por bardas que por
ventanas, o por resquicios, o verjas de
jardines; que cualquier rayo que del sol de su
belleza llegue a mis ojos alumbrará mi
entendimiento y fortalecerá mi corazón, de
modo que quede único y sin igual en la
discreción y en la valentía.
—Pues en verdad, señor
—respondió
Sancho
—, que cuando yo vi ese sol de la
señora Dulcinea del Toboso, que no estaba
tan claro, que pudiese echar de sí rayos
algunos, y debió de ser que, como su merced
estaba ahechando aquel trigo que dije, el
mucho polvo que sacaba se le puso como
nube ante el rostro y se le escureció.
—¡Que todavía das, Sancho
—dijo don
Quijote
—, en decir, en pensar, en creer y en
porfiar que mi señora Dulcinea ahechaba
trigo, siendo eso un menester y ejercicio que
va desviado de todo lo que hacen y deben
hacer las personas principales que están
constituidas y guardadas para otros ejercicios
y entretenimientos, que muestran a tiro de
ballesta su principalidad...! Mal se te
acuerdan a ti, ¡oh Sancho!, aquellos versos
de nuestro poeta donde nos pinta las labores
que hacían allá en sus moradas de cristal
aquellas cuatro ninfas que del Tajo amado
sacaron las cabezas, y se sentaron a labrar
en el prado verde aquellas ricas telas que allí
el ingenioso poeta nos describe, que todas
eran de oro, sirgo y perlas contestas y
tejidas. Y desta manera debía de ser el de mi
señora cuando tú la viste; sino que la envidia
que algún mal encantador debe de tener a
mis cosas, todas las que me han de dar gusto
trueca y vuelve en diferentes figuras que
ellas tienen; y así, temo que, en aquella
historia que dicen que anda impresa de mis
hazañas, si por ventura ha sido su autor
algún sabio mi enemigo, habrá puesto unas
cosas por otras, mezclando con una verdad
mil mentiras, divertiéndose a contar otras
acciones fuera de lo que requiere la
continuación de una verdadera historia. ¡Oh
envidia, raíz de infinitos males y carcoma de
las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen
un no sé qué de deleite consigo, pero el de la
envidia no trae sino disgustos, rancores y
rabias.
—Eso es lo que yo digo también
—respondió
Sancho
—, y pienso que en esa leyenda o
historia que nos dijo el bachiller Carrasco que
de nosotros había visto debe de andar mi
honra a coche acá, cinchado, y, como dicen,
al estricote, aquí y allí, barriendo las calles.
Pues, a fe de bueno, que no he dicho yo mal
de ningún encantador, ni tengo tantos bienes
que pueda ser envidiado; bien es verdad que
soy algo malicioso, y que tengo mis ciertos
asomos de bellaco, pero todo lo cubre y tapa
la gran capa de la simpleza mía, siempre
natural y nunca artificiosa. Y cuando otra
cosa no tuviese sino el creer, como siempre
creo, firme y verdaderamente en Dios y en
todo aquello que tiene y cree la Santa Iglesia
Católica Romana, y el ser enemigo mortal,
como lo soy, de los judíos, debían los
historiadores tener misericordia de mí y
tratarme bien en sus escritos. Pero digan lo
que quisieren; que desnudo nací, desnudo me
hallo: ni pierdo ni gano; aunque, por verme
puesto en libros y andar por ese mundo de
mano en mano, no se me da un higo que
digan de mí todo lo que quisieren.
—Eso me parece, Sancho
—dijo don
Quijote
—, a lo que sucedió a un famoso poeta
destos tiempos, el cual, habiendo hecho una
maliciosa sátira contra todas las damas
cortesanas, no puso ni nombró en ella a una
dama que se podía dudar si lo era o no; la
cual, viendo que no estaba en la lista de las
demás, se quejó al poeta, diciéndole que qué
había visto en ella para no ponerla en el
número de las otras, y que alargase la sátira,
y la pusiese en el ensanche; si no, que
mirase para lo que había nacido. Hízolo así el
poeta, y púsola cual no digan dueñas, y ella
quedó satisfecha, por verse con fama,
aunque infame. También viene con esto lo
que cuentan de aquel pastor que puso fuego
y abrasó el templo famoso de Diana, contado
por una de las siete maravillas del mundo,
sólo porque quedase vivo su nombre en los
siglos venideros; y, aunque se mandó que
nadie le nombrase, ni hiciese por palabra o
por escrito mención de su nombre, porque no
consiguiese el fin de su deseo, todavía se
supo que se llamaba Eróstrato. También
alude a esto lo que sucedió al grande
emperador Carlo Quinto con un caballero en
Roma. Quiso ver el emperador aquel famoso
templo de la Rotunda, que en la antigüedad
se llamó el templo de todos los dioses, y
ahora, con mejor vocación, se llama de todos
los santos, y es el edificio que más entero ha
quedado de los que alzó la gentilidad en
Roma, y es el que más conserva la fama de la
grandiosidad y magnificencia de sus
fundadores: él es de hechura de una media
naranja, grandísimo en estremo, y está muy
claro, sin entrarle otra luz que la que le
concede una ventana, o, por mejor decir,
claraboya redonda que está en su cima,
desde la cual mirando el emperador el
edificio, estaba con él y a su lado un caballero
romano, declarándole los primores y sutilezas
de aquella gran máquina y memorable
arquitetura; y, habiéndose quitado de la
claraboya, dijo al emperador: ''Mil veces,
Sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme
con vuestra Majestad y arrojarme de aquella
claraboya abajo, por dejar de mí fama eterna
en el mundo''. ''Yo os agradezco
—respondió
el emperador
— el no haber puesto tan mal
pensamiento en efeto, y de aquí adelante no
os pondré yo en ocasión que volváis a hacer
prueba de vuestra lealtad; y así, os mando
que jamás me habléis, ni estéis donde yo
estuviere''. Y, tras estas palabras, le hizo una
gran merced. Quiero decir, Sancho, que el
deseo de alcanzar fama es activo en gran
manera. ¿Quién piensas tú que arrojó a
Horacio del puente abajo, armado de todas
armas, en la profundidad del Tibre? ¿Quién
abrasó el brazo y la mano a Mucio? ¿Quién
impelió a Curcio a lanzarse en la profunda
sima ardiente que apareció en la mitad de
Roma? ¿Quién, contra todos los agüeros que
en contra se le habían mostrado, hizo pasar
el Rubicón a César? Y, con ejemplos más
modernos, ¿quién barrenó los navíos y dejó
en seco y aislados los valerosos españoles
guiados por el cortesísimo Cortés en el Nuevo
Mundo? Todas estas y otras grandes y
diferentes hazañas son, fueron y serán obras
de la fama, que los mortales desean como
premios y parte de la inmortalidad que sus
famosos hechos merecen, puesto que los
cristianos, católicos y andantes caballeros
más habemos de atender a la gloria de los
siglos venideros, que es eterna en las
regiones etéreas y celestes, que a la vanidad
de la fama que en este presente y acabable
siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que
dure, en fin se ha de acabar con el mesmo
mundo, que tiene su fin señalado. Así, ¡oh
Sancho!, que nuestras obras no han de salir
del límite que nos tiene puesto la religión
cristiana, que profesamos. Hemos de matar
en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en
la generosidad y buen pecho; a la ira, en el
reposado continente y quietud del ánimo; a la
gula y al sueño, en el poco comer que
comemos y en el mucho velar que velamos; a
la lujuria y lascivia, en la lealtad que
guardamos a las que hemos hecho señoras
de nuestros pensamientos; a la pereza, con
andar por todas las partes del mundo,
buscando las ocasiones que nos puedan hacer
y hagan, sobre cristianos, famosos
caballeros. Ves aquí, Sancho, los medios por
donde se alcanzan los estremos de alabanzas
que consigo trae la buena fama.
—Todo lo que vuestra merced hasta aquí
me ha dicho
—dijo Sancho
— lo he entendido
muy bien, pero, con todo eso, querría que
vuestra merced me sorbiese una duda que
agora en este punto me ha venido a la
memoria.
—Asolviese quieres decir, Sancho
—dijo don
Quijote
—. Di en buen hora, que yo
responderé lo que supiere.
—Dígame, señor
—prosiguió Sancho
—: esos
Julios o Agostos, y todos esos caballeros
hazañosos que ha dicho, que ya son muertos,
¿dónde están agora?
—Los gentiles
—respondió don Quijote
— sin
duda están en el infierno; los cristianos, si
fueron buenos cristianos, o están en el
purgatorio o en el cielo.
—Está bien
—dijo Sancho
—, pero sepamos
ahora: esas sepulturas donde están los
cuerpos desos señorazos, ¿tienen delante de
sí lámparas de plata, o están adornadas las
paredes de sus capillas de muletas, de
mortajas, de cabelleras, de piernas y de ojos
de cera? Y si desto no, ¿de qué están
adornadas?
A lo que respondió don Quijote:
—Los sepulcros de los gentiles fueron por la
mayor parte suntuosos templos: las cenizas
del cuerpo de Julio César se pusieron sobre
una pirámide de piedra de desmesurada
grandeza, a quien hoy llaman en Roma La
aguja de San Pedro; al emperador Adriano le
sirvió de sepultura un castillo tan grande
como una buena aldea, a quien llamaron
Moles Hadriani, que agora es el castillo de
Santángel en Roma; la reina Artemisa sepultó
a su marido Mausoleo en un sepulcro que se
tuvo por una de las siete maravillas del
mundo; pero ninguna destas sepulturas ni
otras muchas que tuvieron los gentiles se
adornaron con mortajas ni con otras ofrendas
y señales que mostrasen ser santos los que
en ellas estaban sepultados.
—A eso voy
—replicó Sancho
—. Y dígame
agora: ¿cuál es más: resucitar a un muerto, o
matar a un gigante?
—La respuesta está en la mano
—respondió
don Quijote
—: más es resucitar a un muerto.
—Cogido le tengo
—dijo Sancho
—: luego la
fama del que resucita muertos, da vista a los
ciegos, endereza los cojos y da salud a los
enfermos, y delante de sus sepulturas arden
lámparas, y están llenas sus capillas de
gentes devotas que de rodillas adoran sus
reliquias, mejor fama será, para este y para
el otro siglo, que la que dejaron y dejaren
cuantos emperadores gentiles y caballeros
andantes ha habido en el mundo.
—También confieso esa verdad
—respondió
don Quijote.
—Pues esta fama, estas gracias, estas
prerrogativas, como llaman a esto
—
respondió Sancho
—, tienen los cuerpos y las
reliquias de los santos que, con aprobación y
licencia de nuestra santa madre Iglesia,
tienen lámparas, velas, mortajas, muletas,
pinturas, cabelleras, ojos, piernas, con que
aumentan la devoción y engrandecen su
cristiana fama. Los cuerpos de los santos o
sus reliquias llevan los reyes sobre sus
hombros, besan los pedazos de sus huesos,
adornan y enriquecen con ellos sus oratorios
y sus más preciados altares...
—¿Qué quieres que infiera, Sancho, de todo
lo que has dicho?
—dijo don Quijote.
—Quiero decir
—dijo Sancho
— que nos
demos a ser santos, y alcanzaremos más
brevemente la buena fama que pretendemos;
y advierta, señor, que ayer o antes de ayer,
que, según ha poco se puede decir desta
manera, canonizaron o beatificaron dos
frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro
con que ceñían y atormentaban sus cuerpos
se tiene ahora a gran ventura el besarlas y
tocarlas, y están en más veneración que está,
según dije, la espada de Roldán en la armería
del rey, nuestro señor, que Dios guarde. Así
que, señor mío, más vale ser humilde
frailecito, de cualquier orden que sea, que
valiente y andante caballero; mas alcanzan
con Dios dos docenas de diciplinas que dos
mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a
vestiglos o a endrigos.
—Todo eso es así
—respondió don Quijote
—
, pero no todos podemos ser frailes, y
muchos son los caminos por donde lleva Dios
a los suyos al cielo: religión es la caballería;
caballeros santos hay en la gloria.
—Sí
—respondió Sancho
—, pero yo he oído
decir que hay más frailes en el cielo que
caballeros andantes.
—Eso es
—respondió don Quijote
— porque
es mayor el número de los religiosos que el
de los caballeros.
—Muchos son los andantes
—dijo Sancho.
—Muchos
—respondió don Quijote
—, pero
pocos los que merecen nombre de caballeros.
En estas y otras semejantes pláticas se les
pasó aquella noche y el día siguiente, sin
acontecerles cosa que de contar fuese, de
que no poco le pesó a don Quijote. En fin,
otro día, al anochecer, descubrieron la gran
ciudad del Toboso, con cuya vista se le
alegraron los espíritus a don Quijote y se le
entristecieron a Sancho, porque no sabía la
casa de Dulcinea, ni en su vida la había visto,
como no la había visto su señor; de modo
que el uno por verla, y el otro por no haberla
visto, estaban alborotados, y no imaginaba
Sancho qué había de hacer cuando su dueño
le enviase al Toboso. Finalmente, ordenó don
Quijote entrar en la ciudad entrada la noche,
y, en tanto que la hora se llegaba, se
quedaron entre unas encinas que cerca del
Toboso estaban, y, llegado el determinado
punto, entraron en la ciudad, donde les
sucedió cosas que a cosas llegan.
Capítulo IX. Donde se
cuenta lo que en él se verá
Media noche era por filo, poco más a
menos, cuando don Quijote y Sancho dejaron
el monte y entraron en el Toboso. Estaba el
pueblo en un sosegado silencio, porque todos
sus vecinos dormían y reposaban a pierna
tendida, como suele decirse. Era la noche
entreclara, puesto que quisiera Sancho que
fuera del todo escura, por hallar en su
escuridad disculpa de su sandez. No se oía en
todo el lugar sino ladridos de perros, que
atronaban los oídos de don Quijote y
turbaban el corazón de Sancho. De cuando en
cuando, rebuznaba un jumento, gruñían
puercos, mayaban gatos, cuyas voces, de
diferentes sonidos, se aumentaban con el
silencio de la noche, todo lo cual tuvo el
enamorado caballero a mal agüero; pero, con
todo esto, dijo a Sancho:
—Sancho, hijo, guía al palacio de Dulcinea:
quizá podrá ser que la hallemos despierta.
—¿A qué palacio tengo de guiar, cuerpo del
sol
—respondió Sancho
—, que en el que yo vi
a su grandeza no era sino casa muy
pequeña?
—Debía de estar retirada, entonces
—
respondió don Quijote
—, en algún pequeño
apartamiento de su alcázar, solazándose a
solas con sus doncellas, como es uso y
costumbre de las altas señoras y princesas.
—Señor
—dijo Sancho
—, ya que vuestra
merced quiere, a pesar mío, que sea alcázar
la casa de mi señora Dulcinea, ¿es hora ésta
por ventura de hallar la puerta abierta? Y
¿será bien que demos aldabazos para que
nos oyan y nos abran, metiendo en alboroto y
rumor toda la gente? ¿Vamos por dicha a
llamar a la casa de nuestras mancebas, como
hacen los abarraganados, que llegan, y
llaman, y entran a cualquier hora, por tarde
que sea?
—Hallemos primero una por una el alcázar
—replicó don Quijote
—, que entonces yo te
diré, Sancho, lo que será bien que hagamos.
Y advierte, Sancho, que yo veo poco, o que
aquel bulto grande y sombra que desde aquí
se descubre la debe de hacer el palacio de
Dulcinea.
—Pues guíe vuestra merced
—respondió
Sancho
—: quizá será así; aunque yo lo veré
con los ojos y lo tocaré con las manos, y así
lo creeré yo como creer que es ahora de día.
Guió don Quijote, y, habiendo andado como
docientos pasos, dio con el bulto que hacía la
sombra, y vio una gran torre, y luego conoció
que el tal edificio no era alcázar, sino la
iglesia principal del pueblo. Y dijo:
—Con la iglesia hemos dado, Sancho.
—Ya lo veo
—respondió Sancho
—; y plega a
Dios que no demos con nuestra sepultura,
que no es buena señal andar por los
cimenterios a tales horas, y más, habiendo yo
dicho a vuestra merced, si mal no me
acuerdo, que la casa desta señora ha de estar
en una callejuela sin salida.
—¡Maldito seas de Dios, mentecato!
—dijo
don Quijote
—. ¿Adónde has tú hallado que
los alcázares y palacios reales estén
edificados en callejuelas sin salida?
—Señor
—respondió Sancho
—, en cada
tierra su uso: quizá se usa aquí en el Toboso
edificar en callejuelas los palacios y edificios
grandes; y así, suplico a vuestra merced me
deje buscar por estas calles o callejuelas que
se me ofrecen: podría ser que en algún
rincón topase con ese alcázar, que le vea yo
comido de perros, que así nos trae corridos y
asendereados.
—Habla con respeto, Sancho, de las cosas
de mi señora
—dijo don Quijote
—, y
tengamos la fiesta en paz, y no arrojemos la
soga tras el caldero.
—Yo me reportaré
—respondió Sancho
—;
pero, ¿con qué paciencia podré llevar que
quiera vuestra merced que de sola una vez
que vi la casa de nuestra ama, la haya de
saber siempre y hallarla a media noche, no
hallándola vuestra merced, que la debe de
haber visto millares de veces?
—Tú me harás desesperar, Sancho
—dijo
don Quijote
—. Ven acá, hereje: ¿no te he
dicho mil veces que en todos los días de mi
vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni
jamás atravesé los umbrales de su palacio, y
que sólo estoy enamorado de oídas y de la
gran fama que tiene de hermosa y discreta?
—Ahora lo oigo
—respondió Sancho
—; y
digo que, pues vuestra merced no la ha visto,
ni yo tampoco...
—Eso no puede ser
—replicó don Quijote
—;
que, por lo menos, ya me has dicho tú que la
viste ahechando trigo, cuando me trujiste la
respuesta de la carta que le envié contigo.
—No se atenga a eso, señor
—respondió
Sancho
—, porque le hago saber que también
fue de oídas la vista y la respuesta que le
truje; porque, así sé yo quién es la señora
Dulcinea como dar un puño en el cielo.
—Sancho, Sancho
—respondió don
Quijote
—, tiempos hay de burlar, y tiempos
donde caen y parecen mal las burlas. No
porque yo diga que ni he visto ni hablado a la
señora de mi alma has tú de decir también
que ni la has hablado ni visto, siendo tan al
revés como sabes.
Estando los dos en estas pláticas, vieron
que venía a pasar por donde estaban uno con
dos mulas, que, por el ruido que hacía el
arado, que arrastraba por el suelo, juzgaron
que debía de ser labrador, que habría
madrugado antes del día a ir a su labranza; y
así fue la verdad. Venía el labrador cantando
aquel romance que dicen:
Mala la hubistes, franceses,
en esa de Roncesvalles.
—Que me maten, Sancho
—dijo, en
oyéndole, don Quijote
—, si nos ha de suceder
cosa buena esta noche. ¿No oyes lo que viene
cantando ese villano?
—Sí oigo
—respondió Sancho
—; pero, ¿qué
hace a nuestro propósito la caza de
Roncesvalles? Así pudiera cantar el romance
de Calaínos, que todo fuera uno para
sucedernos bien o mal en nuestro negocio.
Llegó, en esto, el labrador, a quien don
Quijote preguntó:
—¿Sabréisme decir, buen amigo, que buena
ventura os dé Dios, dónde son por aquí los
palacios de la sin par princesa doña Dulcinea
del Toboso?
—Señor
—respondió el mozo
—, yo soy
forastero y ha pocos días que estoy en este
pueblo, sirviendo a un labrador rico en la
labranza del campo; en esa casa frontera
viven el cura y el sacristán del lugar;
entrambos, o cualquier dellos, sabrá dar a
vuestra merced razón desa señora princesa,
porque tienen la lista de todos los vecinos del
Toboso; aunque para mí tengo que en todo él
no vive princesa alguna; muchas señoras, sí,
principales, que cada una en su casa puede
ser princesa.
—Pues entre ésas
—dijo don Quijote
— debe
de estar, amigo, ésta por quien te pregunto.
—Podría ser
—respondió el mozo
—; y adiós,
que ya viene el alba.
Y, dando a sus mulas, no atendió a más
preguntas. Sancho, que vio suspenso a su
señor y asaz mal contento, le dijo:
—Señor, ya se viene a más andar el día, y
no será acertado dejar que nos halle el sol en
la calle; mejor será que nos salgamos fuera
de la ciudad, y que vuestra merced se
embosque en alguna floresta aquí cercana, y
yo volveré de día, y no dejaré ostugo en todo
este lugar donde no busque la casa, alcázar o
palacio de mi señora, y asaz sería de
desdichado si no le hallase; y, hallándole,
hablaré con su merced, y le diré dónde y
cómo queda vuestra merced esperando que
le dé orden y traza para verla, sin menoscabo
de su honra y fama.
—Has dicho, Sancho
—dijo don Quijote
—,
mil sentencias encerradas en el círculo de
breves palabras: el consejo que ahora me
has dado le apetezco y recibo de bonísima
gana. Ven, hijo, y vamos a buscar donde me
embosque, que tú volverás, como dices, a
buscar, a ver y hablar a mi señora, de cuya
discreción y cortesía espero más que
milagrosos favores.
Rabiaba Sancho por sacar a su amo del
pueblo, porque no averiguase la mentira de la
respuesta que de parte de Dulcinea le había
llevado a Sierra Morena; y así, dio priesa a la
salida, que fue luego, y a dos millas del lugar
hallaron una floresta o bosque, donde don
Quijote se emboscó en tanto que Sancho
volvía a la ciudad a hablar a Dulcinea; en
cuya embajada le sucedieron cosas que piden
nueva atención y nuevo crédito.
Capítulo X. Donde se
cuenta la industria que
Sancho tuvo para encantar
a la señora Dulcinea, y de
otros sucesos tan ridículos
como verdaderos
Llegando el autor desta grande historia a
contar lo que en este
Capítulo cuenta, dice
que quisiera pasarle en silencio, temeroso de
que no había de ser creído, porque las
locuras de don Quijote llegaron aquí al
término y raya de las mayores que pueden
imaginarse, y aun pasaron dos tiros de
ballesta más allá de las mayores. Finalmente,
aunque con este miedo y recelo, las escribió
de la misma manera que él las hizo, sin
añadir ni quitar a la historia un átomo de la
verdad, sin dársele nada por las objeciones
que podían ponerle de mentiroso. Y tuvo
razón, porque la verdad adelgaza y no
quiebra, y siempre anda sobre la mentira
como el aceite sobre el agua.
Y así, prosiguiendo su historia, dice que, así
como don Quijote se emboscó en la floresta,
encinar o selva junto al gran Toboso, mandó
a Sancho volver a la ciudad, y que no
volviese a su presencia sin haber primero
hablado de su parte a su señora, pidiéndola
fuese servida de dejarse ver de su cautivo
caballero, y se dignase de echarle su
bendición, para que pudiese esperar por ella
felicísimos sucesos de todos sus
acometimientos y dificultosas empresas.
Encargóse Sancho de hacerlo así como se le
mandaba, y de traerle tan buena respuesta
como le trujo la vez primera.
—Anda, hijo
—replicó don Quijote
—, y no te
turbes cuando te vieres ante la luz del sol de
hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú
sobre todos los escuderos del mundo! Ten
memoria, y no se te pase della cómo te
recibe: si muda las colores el tiempo que la
estuvieres dando mi embajada; si se
desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no
cabe en la almohada, si acaso la hallas
sentada en el estrado rico de su autoridad; y
si está en pie, mírala si se pone ahora sobre
el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la
respuesta que te diere dos o tres veces; si la
muda de blanda en áspera, de aceda en
amorosa; si levanta la mano al cabello para
componerle, aunque no esté desordenado;
finalmente, hijo, mira todas sus acciones y
movimientos; porque si tú me los relatares
como ellos fueron, sacaré yo lo que ella tiene
escondido en lo secreto de su corazón acerca
de lo que al fecho de mis amores toca; que
has de saber, Sancho, si no lo sabes, que
entre los amantes, las acciones y
movimientos exteriores que muestran,
cuando de sus amores se trata, son
certísimos correos que traen las nuevas de lo
que allá en lo interior del alma pasa. Ve,
amigo, y guíete otra mejor ventura que la
mía, y vuélvate otro mejor suceso del que yo
quedo temiendo y esperando en esta amarga
soledad en que me dejas.
—Yo iré y volveré presto
—dijo Sancho
—; y
ensanche vuestra merced, señor mío, ese
corazoncillo, que le debe de tener agora no
mayor que una avellana, y considere que se
suele decir que buen corazón quebranta mala
ventura, y que donde no hay tocinos, no hay
estacas; y también se dice: donde no piensa,
salta la liebre. Dígolo porque si esta noche no
hallamos los palacios o alcázares de mi
señora, agora que es de día los pienso hallar,
cuando menos los piense, y hallados,
déjenme a mí con ella.
—Por cierto, Sancho
—dijo don Quijote
—,
que siempre traes tus refranes tan a pelo de
lo que tratamos cuanto me dé Dios mejor
ventura en lo que deseo.
Esto dicho, volvió Sancho las espaldas y
vareó su rucio, y don Quijote se quedó a
caballo, descansando sobre los estribos y
sobre el arrimo de su lanza, lleno de tristes y
confusas imaginaciones, donde le dejaremos,
yéndonos con Sancho Panza, que no menos
confuso y pensativo se apartó de su señor
que él quedaba; y tanto, que, apenas hubo
salido del bosque, cuando, volviendo la
cabeza y viendo que don Quijote no parecía,
se apeó del jumento, y, sentándose al pie de
un árbol, comenzó a hablar consigo mesmo y
a decirse:
—Sepamos agora, Sancho hermano, adónde
va vuesa merced. ¿Va a buscar algún
jumento que se le haya perdido? ''No, por
cierto''. Pues, ¿qué va a buscar? ''Voy a
buscar, como quien no dice nada, a una
princesa, y en ella al sol de la hermosura y a
todo el cielo junto''. Y ¿adónde pensáis hallar
eso que decís, Sancho? ''¿Adónde? En la gran
ciudad del Toboso''. Y bien: ¿y de parte de
quién la vais a buscar? ''De parte del famoso
caballero don Quijote de la Mancha, que
desface los tuertos, y da de comer al que ha
sed, y de beber al que ha hambre''. Todo eso
está muy bien. Y ¿sabéis su casa, Sancho?
''Mi amo dice que han de ser unos reales
palacios o unos soberbios alcázares''. Y
¿habéisla visto algún día por ventura? ''Ni yo
ni mi amo la habemos visto jamás''. Y
¿paréceos que fuera acertado y bien hecho
que si los del Toboso supiesen que estáis vos
aquí con intención de ir a sonsacarles sus
princesas y a desasosegarles sus damas,
viniesen y os moliesen las costillas a puros
palos, y no os dejasen hueso sano? ''En
verdad que tendrían mucha razón, cuando no
considerasen que soy mandado, y que
mensajero sois, amigo, no merecéis culpa,
non''. No os fiéis en eso, Sancho, porque la
gente manchega es tan colérica como
honrada, y no consiente cosquillas de nadie.
Vive Dios que si os huele, que os mando mala
ventura. ''¡Oxte, puto! ¡Allá darás, rayo! ¡No,
sino ándeme yo buscando tres pies al gato
por el gusto ajeno! Y más, que así será
buscar a Dulcinea por el Toboso como a
Marica por Rávena, o al bachiller en
Salamanca. ¡El diablo, el diablo me ha metido
a mí en esto, que otro no!''
Este soliloquio pasó consigo Sancho, y lo
que sacó dél fue que volvió a decirse:
—Ahora bien, todas las cosas tienen
remedio, si no es la muerte, debajo de cuyo
yugo hemos de pasar todos, mal que nos
pese, al acabar de la vida. Este mi amo, por
mil señales, he visto que es un loco de atar, y
aun también yo no le quedo en zaga, pues
soy más mentecato que él, pues le sigo y le
sirvo, si es verdadero el refrán que dice:
"Dime con quién andas, decirte he quién
eres", y el otro de "No con quien naces, sino
con quien paces". Siendo, pues, loco, como lo
es, y de locura que las más veces toma unas
cosas por otras, y juzga lo blanco por negro y
lo negro por blanco, como se pareció cuando
dijo que los molinos de viento eran gigantes,
y las mulas de los religiosos dromedarios, y
las manadas de carneros ejércitos de
enemigos, y otras muchas cosas a este tono,
no será muy difícil hacerle creer que una
labradora, la primera que me topare por aquí,
es la señora Dulcinea; y, cuando él no lo
crea, juraré yo; y si él jurare, tornaré yo a
jurar; y si porfiare, porfiaré yo más, y de
manera que tengo de tener la mía siempre
sobre el hito, venga lo que viniere. Quizá con
esta porfía acabaré con él que no me envíe
otra vez a semejantes mensajerías, viendo
cuán mal recado le traigo dellas, o quizá
pensará, como yo imagino, que algún mal
encantador de estos que él dice que le
quieren mal la habrá mudado la figura por
hacerle mal y daño.
Con esto que pensó Sancho Panza quedó
sosegado su espíritu, y tuvo por bien acabado
su negocio, y deteniéndose allí hasta la tarde,
por dar lugar a que don Quijote pensase que
le había tenido para ir y volver del Toboso; y
sucedióle todo tan bien que, cuando se
levantó para subir en el rucio, vio que del
Toboso hacia donde él estaba venían tres
labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que
el autor no lo declara, aunque más se puede
creer que eran borricas, por ser ordinaria
caballería de las aldeanas; pero, como no va
mucho en esto, no hay para qué detenernos
en averiguarlo. En resolución: así como
Sancho vio a las labradoras, a paso tirado
volvió a buscar a su señor don Quijote, y
hallóle suspirando y diciendo mil amorosas
lamentaciones. Como don Quijote le vio, le
dijo:
—¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar
este día con piedra blanca, o con negra?
—Mejor será
—respondió Sancho
— que
vuesa merced le señale con almagre, como
rétulos de cátedras, porque le echen bien de
ver los que le vieren.
—De ese modo
—replicó don Quijote
—,
buenas nuevas traes.
—Tan buenas
—respondió Sancho
—, que no
tiene más que hacer vuesa merced sino picar
a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora
Dulcinea del Toboso, que con otras dos
doncellas suyas viene a ver a vuesa merced.
—¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho
amigo?
—dijo don Quijote
—. Mira no me
engañes, ni quieras con falsas alegrías
alegrar mis verdaderas tristezas.
—¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa
merced
—respondió Sancho
—, y más estando
tan cerca de descubrir mi verdad? Pique,
señor, y venga, y verá venir a la princesa,
nuestra ama, vestida y adornada, en fin,
como quien ella es. Sus doncellas y ella todas
son una ascua de oro, todas mazorcas de
perlas, todas son diamantes, todas rubíes,
todas telas de brocado de más de diez altos;
los cabellos, sueltos por las espaldas, que son
otros tantos rayos del sol que andan jugando
con el viento; y, sobre todo, vienen a caballo
sobre tres cananeas remendadas, que no hay
más que ver.
—Hacaneas querrás decir, Sancho.
—Poca diferencia hay
—respondió Sancho
—
de cananeas a hacaneas; pero, vengan sobre
lo que vinieren, ellas vienen las más galanas
señoras que se puedan desear, especialmente
la princesa Dulcinea, mi señora, que pasma
los sentidos.
—Vamos, Sancho hijo
—respondió don
Quijote
—; y, en albricias destas no esperadas
como buenas nuevas, te mando el mejor
despojo que ganare en la primera aventura
que tuviere, y si esto no te contenta, te
mando las crías que este año me dieren las
tres yeguas mías, que tú sabes que quedan
para parir en el prado concejil de nuestro
pueblo.
—A las crías me atengo
—respondió
Sancho
—, porque de ser buenos los despojos
de la primera aventura no está muy cierto.
Ya en esto salieron de la selva, y
descubrieron cerca a las tres aldeanas.
Tendió don Quijote los ojos por todo el
camino del Toboso, y como no vio sino a las
tres labradoras, turbóse todo, y preguntó a
Sancho si las había dejado fuera de la ciudad.
—¿Cómo fuera de la ciudad?
—respondió
—.
¿Por ventura tiene vuesa merced los ojos en
el colodrillo, que no vee que son éstas, las
que aquí vienen, resplandecientes como el
mismo sol a mediodía?
—Yo no veo, Sancho
—dijo don Quijote
—,
sino a tres labradoras sobre tres borricos.
—¡Agora me libre Dios del diablo!
—
respondió Sancho
—. Y ¿es posible que tres
hacaneas, o como se llaman, blancas como el
ampo de la nieve, le parezcan a vuesa
merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele
estas barbas si tal fuese verdad!
—Pues yo te digo, Sancho amigo
—dijo don
Quijote
—, que es tan verdad que son
borricos, o borricas, como yo soy don Quijote
y tú Sancho Panza; a lo menos, a mí tales me
parecen.
—Calle, señor
—dijo Sancho
—, no diga la
tal palabra, sino despabile esos ojos, y venga
a hacer reverencia a la señora de sus
pensamientos, que ya llega cerca.
Y, diciendo esto, se adelantó a recebir a las
tres aldeanas; y, apeándose del rucio, tuvo
del cabestro al jumento de una de las tres
labradoras, y, hincando ambas rodillas en el
suelo, dijo:
—Reina y princesa y duquesa de la
hermosura, vuestra altivez y grandeza sea
servida de recebir en su gracia y buen talente
al cautivo caballero vuestro, que allí está
hecho piedra mármol, todo turbado y sin
pulsos de verse ante vuestra magnífica
presencia. Yo soy Sancho Panza, su escudero,
y él es el asendereado caballero don Quijote
de la Mancha, llamado por otro nombre el
Caballero de la Triste Figura.
A esta sazón, ya se había puesto don
Quijote de hinojos junto a Sancho, y miraba
con ojos desencajados y vista turbada a la
que Sancho llamaba reina y señora, y, como
no descubría en ella sino una moza aldeana,
y no de muy buen rostro, porque era
carirredonda y chata, estaba suspenso y
admirado, sin osar desplegar los labios. Las
labradoras estaban asimismo atónitas, viendo
aquellos dos hombres tan diferentes hincados
de rodillas, que no dejaban pasar adelante a
su compañera; pero, rompiendo el silencio la
detenida, toda desgraciada y mohína, dijo:
—Apártense nora en tal del camino, y
déjenmos pasar, que vamos de priesa.
A lo que respondió Sancho:
—¡Oh princesa y señora universal del
Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo corazón
no se enternece viendo arrodillado ante
vuestra sublimada presencia a la coluna y
sustento de la andante caballería?
Oyendo lo cual, otra de las dos dijo:
—Mas, ¡jo, que te estrego, burra de mi
suegro! ¡Mirad con qué se vienen los
señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas,
como si aquí no supiésemos echar pullas
como ellos! Vayan su camino, e déjenmos
hacer el nueso, y serles ha sano.
—Levántate, Sancho
—dijo a este punto don
Quijote
—, que ya veo que la Fortuna, de mi
mal no harta, tiene tomados los caminos
todos por donde pueda venir algún contento
a esta ánima mezquina que tengo en las
carnes. Y tú, ¡oh estremo del valor que puede
desearse, término de la humana gentileza,
único remedio deste afligido corazón que te
adora!, ya que el maligno encantador me
persigue, y ha puesto nubes y cataratas en
mis ojos, y para sólo ellos y no para otros ha
mudado y transformado tu sin igual
hermosura y rostro en el de una labradora
pobre, si ya también el mío no le ha
cambiado en el de algún vestiglo, para
hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de
mirarme blanda y amorosamente, echando
de ver en esta sumisión y arrodillamiento que
a tu contrahecha hermosura hago, la
humildad con que mi alma te adora.
—¡Tomá que mi agüelo!
—respondió la
aldeana
—. ¡Amiguita soy yo de oír
resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y
agradecérselo hemos.
Apartóse Sancho y dejóla ir, contentísimo
de haber salido bien de su enredo.
Apenas se vio libre la aldeana que había
hecho la figura de Dulcinea, cuando, picando
a su cananea con un aguijón que en un palo
traía, dio a correr por el prado adelante. Y,
como la borrica sentía la punta del aguijón,
que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó
a dar corcovos, de manera que dio con la
señora Dulcinea en tierra; lo cual visto por
don Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a
componer y cinchar el albarda, que también
vino a la barriga de la pollina. Acomodada,
pues, la albarda, y quiriendo don Quijote
levantar a su encantada señora en los brazos
sobre la jumenta, la señora, levantándose del
suelo, le quitó de aquel trabajo, porque,
haciéndose algún tanto atrás, tomó una
corridica, y, puestas ambas manos sobre las
ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más
ligero que un halcón, sobre la albarda, y
quedó a horcajadas, como si fuera hombre; y
entonces dijo Sancho:
—¡Vive Roque, que es la señora nuestra
ama más ligera que un acotán, y que puede
enseñar a subir a la jineta al más diestro
cordobés o mejicano! El arzón trasero de la
silla pasó de un salto, y sin espuelas hace
correr la hacanea como una cebra. Y no le
van en zaga sus doncellas; que todas corren
como el viento.
Y así era la verdad, porque, en viéndose a
caballo Dulcinea, todas picaron tras ella y
dispararon a correr, sin volver la cabeza atrás
por espacio de más de media legua. Siguiólas
don Quijote con la vista, y, cuando vio que no
parecían, volviéndose a Sancho, le dijo:
—Sancho, ¿qué te parece cuán malquisto
soy de encantadores? Y mira hasta dónde se
estiende su malicia y la ojeriza que me
tienen, pues me han querido privar del
contento que pudiera darme ver en su ser a
mi señora. En efecto, yo nací para ejemplo de
desdichados, y para ser blanco y terrero
donde tomen la mira y asiesten las flechas de
la mala fortuna. Y has también de advertir,
Sancho, que no se contentaron estos
traidores de haber vuelto y transformado a
mi Dulcinea, sino que la transformaron y
volvieron en una figura tan baja y tan fea
como la de aquella aldeana, y juntamente le
quitaron lo que es tan suyo de las principales
señoras, que es el buen olor, por andar
siempre entre ámbares y entre flores. Porque
te hago saber, Sancho, que cuando llegé a
subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú
dices, que a mí me pareció borrica, me dio un
olor de ajos crudos, que me encalabrinó y
atosigó el alma.
—¡Oh canalla!
—gritó a esta sazón Sancho
—
¡Oh encantadores aciagos y
malintencionados, y quién os viera a todos
ensartados por las agallas, como sardinas en
lercha! Mucho sabéis, mucho podéis y mucho
más hacéis. Bastaros debiera, bellacos, haber
mudado las perlas de los ojos de mi señora
en agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de
oro purísimo en cerdas de cola de buey
bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de
buenas en malas, sin que le tocárades en el
olor; que por él siquiera sacáramos lo que
estaba encubierto debajo de aquella fea
corteza; aunque, para decir verdad, nunca yo
vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual
subía de punto y quilates un lunar que tenía
sobre el labio derecho, a manera de bigote,
con siete o ocho cabellos rubios como hebras
de oro y largos de más de un palmo.
—A ese lunar
—dijo don Quijote
—, según la
correspondencia que tienen entre sí los del
rostro con los del cuerpo, ha de tener otro
Dulcinea en la tabla del muslo que
corresponde al lado donde tiene el del rostro,
pero muy luengos para lunares son pelos de
la grandeza que has significado.
—Pues yo sé decir a vuestra merced
—
respondió Sancho
— que le parecían allí como
nacidos.
—Yo lo creo, amigo
—replicó don Quijote
—,
porque ninguna cosa puso la naturaleza en
Dulcinea que no fuese perfecta y bien
acabada; y así, si tuviera cien lunares como
el que dices, en ella no fueran lunares, sino
lunas y estrellas resplandecientes. Pero dime,
Sancho: aquella que a mí me pareció albarda,
que tú aderezaste, ¿era silla rasa o sillón?
—No era
—respondió Sancho
— sino silla a
la jineta, con una cubierta de campo que vale
la mitad de un reino, según es de rica.
—¡Y que no viese yo todo eso, Sancho!
—
dijo don Quijote
—. Ahora torno a decir, y diré
mil veces, que soy el más desdichado de los
hombres.
Harto tenía que hacer el socarrón de
Sancho en disimular la risa, oyendo las
sandeces de su amo, tan delicadamente
engañado. Finalmente, después de otras
muchas razones que entre los dos pasaron,
volvieron a subir en sus bestias, y siguieron
el camino de Zaragoza, adonde pensaban
llegar a tiempo que pudiesen hallarse en unas
solenes fiestas que en aquella insigne ciudad
cada año suelen hacerse. Pero, antes que allá
llegasen, les sucedieron cosas que, por
muchas, grandes y nuevas, merecen ser
escritas y leídas, como se verá adelante.
Capítulo XI. De la estraña
aventura que le sucedió al
valeroso don Quijote con el
carro, o carreta, de Las
Cortes de la Muerte
Pensativo además iba don Quijote por su
camino adelante, considerando la mala burla
que le habían hecho los encantadores,
volviendo a su señora Dulcinea en la mala
figura de la aldeana, y no imaginaba qué
remedio tendría para volverla a su ser
primero; y estos pensamientos le llevaban
tan fuera de sí, que, sin sentirlo, soltó las
riendas a Rocinante, el cual, sintiendo la
libertad que se le daba, a cada paso se
detenía a pacer la verde yerba de que
aquellos campos abundaban. De su
embelesamiento le volvió Sancho Panza,
diciéndole:
—Señor, las tristezas no se hicieron para las
bestias, sino para los hombres; pero si los
hombres las sienten demasiado, se vuelven
bestias: vuestra merced se reporte, y vuelva
en sí, y coja las riendas a Rocinante, y avive
y despierte, y muestre aquella gallardía que
conviene que tengan los caballeros andantes.
¿Qué diablos es esto? ¿Qué descaecimiento
es éste? ¿Estamos aquí, o en Francia? Mas
que se lleve Satanás a cuantas Dulcineas hay
en el mundo, pues vale más la salud de un
solo caballero andante que todos los encantos
y transformaciones de la tierra.
—Calla, Sancho
—respondió don Quijote con
voz no muy desmayada
—; calla, digo, y no
digas blasfemias contra aquella encantada
señora, que de su desgracia y desventura yo
solo tengo la culpa: de la invidia que me
tienen los malos ha nacido su mala andanza.
—Así lo digo yo
—respondió Sancho
—:
quien la vido y la vee ahora, ¿cuál es el
corazón que no llora?
—Eso puedes tú decir bien, Sancho
—replicó
don Quijote
—, pues la viste en la entereza
cabal de su hermosura, que el encanto no se
estendió a turbarte la vista ni a encubrirte su
belleza: contra mí solo y contra mis ojos se
endereza la fuerza de su veneno. Mas, con
todo esto, he caído, Sancho, en una cosa, y
es que me pintaste mal su hermosura,
porque, si mal no me acuerdo, dijiste que
tenía los ojos de perlas, y los ojos que
parecen de perlas antes son de besugo que
de dama; y, a lo que yo creo, los de Dulcinea
deben ser de verdes esmeraldas, rasgados,
con dos celestiales arcos que les sirven de
cejas; y esas perlas quítalas de los ojos y
pásalas a los dientes, que sin duda te
trocaste, Sancho, tomando los ojos por los
dientes.
—Todo puede ser
—respondió Sancho
—,
porque también me turbó a mí su hermosura
como a vuesa merced su fealdad. Pero
encomendémoslo todo a Dios, que Él es el
sabidor de las cosas que han de suceder en
este valle de lágrimas, en este mal mundo
que tenemos, donde apenas se halla cosa que
esté sin mezcla de maldad, embuste y
bellaquería. De una cosa me pesa, señor mío,
más que de otras; que es pensar qué medio
se ha de tener cuando vuesa merced venza a
algún gigante o otro caballero, y le mande
que se vaya a presentar ante la hermosura
de la señora Dulcinea: ¿adónde la ha de
hallar este pobre gigante, o este pobre y
mísero caballero vencido? Paréceme que los
veo andar por el Toboso hechos unos
bausanes, buscando a mi señora Dulcinea, y,
aunque la encuentren en mitad de la calle, no
la conocerán más que a mi padre.
—Quizá, Sancho
—respondió don Quijote
—,
no se estenderá el encantamento a quitar el
conocimiento de Dulcinea a los vencidos y
presentados gigantes y caballeros; y, en uno
o dos de los primeros que yo venza y le
envíe, haremos la experiencia si la ven o no,
mandándoles que vuelvan a darme relación
de lo que acerca desto les hubiere sucedido.
—Digo, señor
—replicó Sancho
—, que me
ha parecido bien lo que vuesa merced ha
dicho, y que con ese artificio vendremos en
conocimiento de lo que deseamos; y si es que
ella a solo vuesa merced se encubre, la
desgracia más será de vuesa merced que
suya; pero, como la señora Dulcinea tenga
salud y contento, nosotros por acá nos
avendremos y lo pasaremos lo mejor que
pudiéremos, buscando nuestras aventuras y
dejando al tiempo que haga de las suyas, que
él es el mejor médico destas y de otras
mayores enfermedades.
Responder quería don Quijote a Sancho
Panza, pero estorbóselo una carreta que salió
al través del camino, cargada de los más
diversos y estraños personajes y figuras que
pudieron imaginarse. El que guiaba las mulas
y servía de carretero era un feo demonio.
Venía la carreta descubierta al cielo abierto,
sin toldo ni zarzo. La primera figura que se
ofreció a los ojos de don Quijote fue la de la
misma Muerte, con rostro humano; junto a
ella venía un ángel con unas grandes y
pintadas alas; al un lado estaba un
emperador con una corona, al parecer de oro,
en la cabeza; a los pies de la Muerte estaba
el dios que llaman Cupido, sin venda en los
ojos, pero con su arco, carcaj y saetas. Venía
también un caballero armado de punta en
blanco, excepto que no traía morrión, ni
celada, sino un sombrero lleno de plumas de
diversas colores; con éstas venían otras
personas de diferentes trajes y rostros. Todo
lo cual visto de improviso, en alguna manera
alborotó a don Quijote y puso miedo en el
corazón de Sancho; mas luego se alegró don
Quijote, creyendo que se le ofrecía alguna
nueva y peligrosa aventura, y con este
pensamiento, y con ánimo dispuesto de
acometer cualquier peligro, se puso delante
de la carreta, y, con voz alta y amenazadora,
dijo:
—Carretero, cochero, o diablo, o lo que
eres, no tardes en decirme quién eres, a dó
vas y quién es la gente que llevas en tu
carricoche, que más parece la barca de Carón
que carreta de las que se usan.
A lo cual, mansamente, deteniendo el
Diablo la carreta, respondió:
—Señor, nosotros somos recitantes de la
compañía de Angulo el Malo; hemos hecho en
un lugar que está detrás de aquella loma,
esta mañana, que es la octava del Corpus, el
auto de Las Cortes de la Muerte, y hémosle
de hacer esta tarde en aquel lugar que desde
aquí se parece; y, por estar tan cerca y
escusar el trabajo de desnudarnos y
volvernos a vestir, nos vamos vestidos con
los mesmos vestidos que representamos.
Aquel mancebo va de Muerte; el otro, de
Ángel; aquella mujer, que es la del autor, va
de Reina; el otro, de Soldado; aquél, de
Emperador, y yo, de Demonio, y soy una de
las principales figuras del auto, porque hago
en esta compañía los primeros papeles. Si
otra cosa vuestra merced desea saber de
nosotros, pregúntemelo, que yo le sabré
responder con toda puntualidad; que, como
soy demonio, todo se me alcanza.
—Por la fe de caballero andante
—respondió
don Quijote
—, que, así como vi este carro,
imaginé que alguna grande aventura se me
ofrecía; y ahora digo que es menester tocar
las apariencias con la mano para dar lugar al
desengaño. Andad con Dios, buena gente, y
haced vuestra fiesta, y mirad si mandáis algo
en que pueda seros de provecho, que lo haré
con buen ánimo y buen talante, porque desde
mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi
mocedad se me iban los ojos tras la
farándula.
Estando en estas pláticas, quiso la suerte
que llegase uno de la compañía, que venía
vestido de bojiganga, con muchos cascabeles,
y en la punta de un palo traía tres vejigas de
vaca hinchadas; el cual moharracho,
llegándose a don Quijote, comenzó a esgrimir
el palo y a sacudir el suelo con las vejigas, y
a dar grandes saltos, sonando los cascabeles,
cuya mala visión así alborotó a Rocinante,
que, sin ser poderoso a detenerle don
Quijote, tomando el freno entre los dientes,
dio a correr por el campo con más ligereza
que jamás prometieron los huesos de su
notomía. Sancho, que consideró el peligro en
que iba su amo de ser derribado, saltó del
rucio, y a toda priesa fue a valerle; pero,
cuando a él llegó, ya estaba en tierra, y junto
a él, Rocinante, que, con su amo, vino al
suelo: ordinario fin y paradero de las lozanías
de Rocinante y de sus atrevimientos.
Mas, apenas hubo dejado su caballería
Sancho por acudir a don Quijote, cuando el
demonio bailador de las vejigas saltó sobre el
rucio, y, sacudiéndole con ellas, el miedo y
ruido, más que el dolor de los golpes, le hizo
volar por la campaña hacia el lugar donde
iban a hacer la fiesta. Miraba Sancho la
carrera de su rucio y la caída de su amo, y no
sabía a cuál de las dos necesidades acudiría
primero; pero, en efecto, como buen
escudero y como buen criado, pudo más con
él el amor de su señor que el cariño de su
jumento, puesto que cada vez que veía
levantar las vejigas en el aire y caer sobre las
ancas de su rucio eran para él tártagos y
sustos de muerte, y antes quisiera que
aquellos golpes se los dieran a él en las niñas
de los ojos que en el más mínimo pelo de la
cola de su asno. Con esta perpleja tribulación
llegó donde estaba don Quijote, harto más
maltrecho de lo que él quisiera, y,
ayudándole a subir sobre Rocinante, le dijo:
—Señor, el Diablo se ha llevado al rucio.
—¿Qué diablo?
—preguntó don Quijote.
—El de las vejigas
—respondió Sancho.
—Pues yo le cobraré
—replicó don Quijote
—
, si bien se encerrase con él en los más
hondos y escuros calabozos del infierno.
Sígueme, Sancho, que la carreta va despacio,
y con las mulas della satisfaré la pérdida del
rucio.
—No hay para qué hacer esa diligencia,
señor
—respondió Sancho
—: vuestra merced
temple su cólera, que, según me parece, ya
el Diablo ha dejado el rucio, y vuelve a la
querencia.
Y así era la verdad; porque, habiendo caído
el Diablo con el rucio, por imitar a don
Quijote y a Rocinante, el Diablo se fue a pie
al pueblo, y el jumento se volvió a su amo.
—Con todo eso
—dijo don Quijote
—, será
bien castigar el descomedimiento de aquel
demonio en alguno de los de la carreta,
aunque sea el mesmo emperador.
—Quítesele a vuestra merced eso de la
imaginación
—replicó Sancho
—, y tome mi
consejo, que es que nunca se tome con
farsantes, que es gente favorecida. Recitante
he visto yo estar preso por dos muertes y
salir libre y sin costas. Sepa vuesa merced
que, como son gentes alegres y de placer,
todos los favorecen, todos los amparan,
ayudan y estiman, y más siendo de aquellos
de las compañías reales y de título, que
todos, o los más, en sus trajes y compostura
parecen unos príncipes.
—Pues con todo
—respondió don Quijote
—,
no se me ha de ir el demonio farsante
alabando, aunque le favorezca todo el género
humano.
Y, diciendo esto, volvió a la carreta, que ya
estaba bien cerca del pueblo.
Iba dando voces, diciendo:
—Deteneos, esperad, turba alegre y
regocijada, que os quiero dar a entender
cómo se han de tratar los jumentos y
alimañas que sirven de caballería a los
escuderos de los caballeros andantes.
Tan altos eran los gritos de don Quijote,
que los oyeron y entendieron los de la
carreta; y, juzgando por las palabras la
intención del que las decía, en un instante
saltó la Muerte de la carreta, y tras ella, el
Emperador, el Diablo carretero y el Ángel, sin
quedarse la Reina ni el dios Cupido; y todos
se cargaron de piedras y se pusieron en ala,
esperando recebir a don Quijote en las
puntas de sus guijarros. Don Quijote, que los
vio puestos en tan gallardo escuadrón, los
brazos levantados con ademán de despedir
poderosamente las piedras, detuvo las
riendas a Rocinante y púsose a pensar de qué
modo los acometería con menos peligro de su
persona. En esto que se detuvo, llegó
Sancho, y, viéndole en talle de acometer al
bien formado escuadrón, le dijo:
—Asaz de locura sería intentar tal empresa:
considere vuesa merced, señor mío, que para
sopa de arroyo y tente bonete, no hay arma
defensiva en el mundo, si no es embutirse y
encerrarse en una campana de bronce; y
también se ha de considerar que es más
temeridad que valentía acometer un hombre
solo a un ejército donde está la Muerte, y
pelean en persona emperadores, y a quien
ayudan los buenos y los malos ángeles; y si
esta consideración no le mueve a estarse
quedo, muévale saber de cierto que, entre
todos los que allí están, aunque parecen
reyes, príncipes y emperadores, no hay
ningún caballero andante.
—Ahora sí
—dijo don Quijote
— has dado,
Sancho, en el punto que puede y debe
mudarme de mi ya determinado intento. Yo
no puedo ni debo sacar la espada, como otras
veces muchas te he dicho, contra quien no
fuere armado caballero. A ti, Sancho, toca, si
quieres tomar la venganza del agravio que a
tu rucio se le ha hecho, que yo desde aquí te
ayudaré con voces y advertimientos
saludables.
—No hay para qué, señor
—respondió
Sancho
—, tomar venganza de nadie, pues no
es de buenos cristianos tomarla de los
agravios; cuanto más, que yo acabaré con mi
asno que ponga su ofensa en las manos de
mi voluntad, la cual es de vivir pacíficamente
los días que los cielos me dieren de vida.
—Pues ésa es tu determinación
—replicó
don Quijote
—, Sancho bueno, Sancho
discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero,
dejemos estas fantasmas y volvamos a
buscar mejores y más calificadas aventuras;
que yo veo esta tierra de talle, que no han de
faltar en ella muchas y muy milagrosas.
Volvió las riendas luego, Sancho fue a
tomar su rucio, la Muerte con todo su
escuadrón volante volvieron a su carreta y
prosiguieron su viaje, y este felice fin tuvo la
temerosa aventura de la carreta de la Muerte,
gracias sean dadas al saludable consejo que
Sancho Panza dio a su amo; al cual, el día
siguiente, le sucedió otra con un enamorado
y andante caballero, de no menos suspensión
que la pasada.
Capítulo XII. De la
estraña aventura que le
sucedió al valeroso don
Quijote con el bravo
Caballero de los Espejos
La noche que siguió al día del rencuentro de
la Muerte la pasaron don Quijote y su
escudero debajo de unos altos y sombrosos
árboles, habiendo, a persuasión de Sancho,
comido don Quijote de lo que venía en el
repuesto del rucio, y entre la cena dijo
Sancho a su señor:
—Señor, ¡qué tonto hubiera andado yo si
hubiera escogido en albricias los despojos de
la primera aventura que vuestra merced
acabara, antes que las crías de las tres
yeguas! En efecto, en efecto, más vale pájaro
en mano que buitre volando.
—Todavía
—respondió don Quijote
—, si tú,
Sancho, me dejaras acometer, como yo
quería, te hubieran cabido en despojos, por lo
menos, la corona de oro de la Emperatriz y
las pintadas alas de Cupido, que yo se las
quitara al redropelo y te las pusiera en las
manos.
—Nunca los cetros y coronas de los
emperadores farsantes –respondió Sancho
Panza
— fueron de oro puro, sino de oropel o
hoja de lata.
—Así es verdad
—replicó don Quijote
—,
porque no fuera acertado que los atavíos de
la comedia fueran finos, sino fingidos y
aparentes, como lo es la mesma comedia,
con la cual quiero, Sancho, que estés bien,
teniéndola en tu gracia, y por el mismo
consiguiente a los que las representan y a los
que las componen, porque todos son
instrumentos de hacer un gran bien a la
república, poniéndonos un espejo a cada paso
delante, donde se veen al vivo las acciones
de la vida humana, y ninguna comparación
hay que más al vivo nos represente lo que
somos y lo que habemos de ser como la
comedia y los comediantes. Si no, dime: ¿no
has visto tú representar alguna comedia
adonde se introducen reyes, emperadores y
pontífices, caballeros, damas y otros diversos
personajes? Uno hace el rufián, otro el
embustero, éste el mercader, aquél el
soldado, otro el simple discreto, otro el
enamorado simple; y, acabada la comedia y
desnudándose de los vestidos della, quedan
todos los recitantes iguales.
—Sí he visto
—respondió Sancho.
—Pues lo mesmo
—dijo don Quijote
—
acontece en la comedia y trato deste mundo,
donde unos hacen los emperadores, otros los
pontífices, y, finalmente, todas cuantas
figuras se pueden introducir en una comedia;
pero, en llegando al fin, que es cuando se
acaba la vida, a todos les quita la muerte las
ropas que los diferenciaban, y quedan iguales
en la sepultura.
—¡Brava comparación!
—dijo Sancho
—,
aunque no tan nueva que yo no la haya oído
muchas y diversas veces, como aquella del
juego del ajedrez, que, mientras dura el
juego, cada pieza tiene su particular oficio; y,
en acabándose el juego, todas se mezclan,
juntan y barajan, y dan con ellas en una
bolsa, que es como dar con la vida en la
sepultura.
—Cada día, Sancho
—dijo don Quijote
—, te
vas haciendo menos simple y más discreto.
—Sí, que algo se me ha de pegar de la
discreción de vuestra merced
—respondió
Sancho
—; que las tierras que de suyo son
estériles y secas, estercolándolas y
cultivándolas, vienen a dar buenos frutos:
quiero decir que la conversación de vuestra
merced ha sido el estiércol que sobre la
estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la
cultivación, el tiempo que ha que le sirvo y
comunico; y con esto espero de dar frutos de
mí que sean de bendición, tales, que no
desdigan ni deslicen de los senderos de la
buena crianza que vuesa merced ha hecho en
el agostado entendimiento mío.
Rióse don Quijote de las afectadas razones
de Sancho, y parecióle ser verdad lo que
decía de su emienda, porque de cuando en
cuando hablaba de manera que le admiraba;
puesto que todas o las más veces que Sancho
quería hablar de oposición y a lo cortesano,
acababa su razón con despeñarse del monte
de su simplicidad al profundo de su
ignorancia; y en lo que él se mostraba más
elegante y memorioso era en traer refranes,
viniesen o no viniesen a pelo de lo que
trataba, como se habrá visto y se habrá
notado en el discurso desta historia.
En estas y en otras pláticas se les pasó gran
parte de la noche, y a Sancho le vino en
voluntad de dejar caer las compuertas de los
ojos, como él decía cuando quería dormir, y,
desaliñando al rucio, le dio pasto abundoso y
libre. No quitó la silla a Rocinante, por ser
expreso mandamiento de su señor que, en el
tiempo que anduviesen en campaña, o no
durmiesen debajo de techado, no desaliñase
a Rocinante: antigua usanza establecida y
guardada de los andantes caballeros, quitar
el freno y colgarle del arzón de la silla; pero,
¿quitar la silla al caballo?, ¡guarda!; y así lo
hizo Sancho, y le dio la misma libertad que al
rucio, cuya amistad dél y de Rocinante fue
tan única y tan trabada, que hay fama, por
tradición de padres a hijos, que el autor desta
verdadera historia hizo particulares
Capítulos
della; mas que, por guardar la decencia y
decoro que a tan heroica historia se debe, no
los puso en ella, puesto que algunas veces se
descuida deste su prosupuesto, y escribe
que, así como las dos bestias se juntaban,
acudían a rascarse el uno al otro, y que,
después de cansados y satisfechos, cruzaba
Rocinante el pescuezo sobre el cuello del
rucio (que le sobraba de la otra parte más de
media vara), y, mirando los dos atentamente
al suelo, se solían estar de aquella manera
tres días; a lo menos, todo el tiempo que les
dejaban, o no les compelía la hambre a
buscar sustento.
Digo que dicen que dejó el autor escrito que
los había comparado en la amistad a la que
tuvieron Niso y Euríalo, y Pílades y Orestes; y
si esto es así, se podía echar de ver, para
universal admiración, cuán firme debió ser la
amistad destos dos pacíficos animales, y para
confusión de los hombres, que tan mal saben
guardarse amistad los unos a los otros. Por
esto se dijo:
No hay amigo para amigo:
las cañas se vuelven lanzas;
y el otro que cantó:
De amigo a amigo la chinche, etc.
Y no le parezca a alguno que anduvo el
autor algo fuera de camino en haber
comparado la amistad destos animales a la
de los hombres, que de las bestias han
recebido muchos advertimientos los hombres
y aprendido muchas cosas de importancia,
como son: de las cigüeñas, el cristel; de los
perros, el vómito y el agradecimiento; de las
grullas, la vigilancia; de las hormigas, la
providencia; de los elefantes, la honestidad, y
la lealtad, del caballo.
Finalmente, Sancho se quedó dormido al pie
de un alcornoque, y don Quijote dormitando
al de una robusta encina; pero, poco espacio
de tiempo había pasado, cuando le despertó
un ruido que sintió a sus espaldas, y,
levantándose con sobresalto, se puso a mirar
y a escuchar de dónde el ruido procedía, y vio
que eran dos hombres a caballo, y que el
uno, dejándose derribar de la silla, dijo al
otro:
—Apéate, amigo, y quita los frenos a los
caballos, que, a mi parecer, este sitio abunda
de yerba para ellos, y del silencio y soledad
que han menester mis amorosos
pensamientos.
El decir esto y el tenderse en el suelo todo
fue a un mesmo tiempo; y, al arrojarse,
hicieron ruido las armas de que venía
armado, manifiesta señal por donde conoció
don Quijote que debía de ser caballero
andante; y, llegándose a Sancho, que
dormía, le trabó del brazo, y con no pequeño
trabajo le volvió en su acuerdo, y con voz
baja le dijo:
—Hermano Sancho, aventura tenemos.
—Dios nos la dé buena
—respondió
Sancho
—; y ¿adónde está, señor mío, su
merced de esa señora aventura?
—¿Adónde, Sancho?
—replicó don Quijote
—
; vuelve los ojos y mira, y verás allí tendido
un andante caballero, que, a lo que a mí se
me trasluce, no debe de estar
demasiadamente alegre, porque le vi arrojar
del caballo y tenderse en el suelo con algunas
muestras de despecho, y al caer le crujieron
las armas.
—Pues ¿en qué halla vuesa merced
—dijo
Sancho
— que ésta sea aventura?
—No quiero yo decir
—respondió don
Quijote
— que ésta sea aventura del todo,
sino principio della; que por aquí se
comienzan las aventuras. Pero escucha, que,
a lo que parece, templando está un laúd o
vigüela, y, según escupe y se desembaraza el
pecho, debe de prepararse para cantar algo.
—A buena fe que es así
—respondió
Sancho
—, y que debe de ser caballero
enamorado.
—No hay ninguno de los andantes que no lo
sea
—dijo don Quijote
—. Y escuchémosle,
que por el hilo sacaremos el ovillo de sus
pensamientos, si es que canta; que de la
abundancia del corazón habla la lengua.
Replicar quería Sancho a su amo, pero la
voz del Caballero del Bosque, que no era muy
mala mi muy buena, lo estorbó; y, estando
los dos atónitos, oyeron que lo que cantó fue
este soneto:
—Dadme, señora, un
término que siga,
conforme a vuestra
voluntad cortado;
que será de la mía así
estimado,
que por jamás un punto dél
desdiga.
Si gustáis que callando mi
fatiga
muera, contadme ya por
acabado:
si queréis que os la cuente
en desusado
modo, haré que el mesmo
amor la diga.
A prueba de contrarios
estoy hecho,
de blanda cera y de
diamante duro,
y a las leyes de amor el
ama ajusto.
Blando cual es, o fuerte,
ofrezco el pecho:
entallad o imprimid lo que
os dé gusto,
que de guardarlo
eternamente juro.
Con un ¡ay!, arrancado, al parecer, de lo
íntimo de su corazón, dio fin a su canto el
Caballero del Bosque, y, de allí a un poco,
con voz doliente y lastimada, dijo:
—¡Oh la más hermosa y la más ingrata
mujer del orbe! ¿Cómo que será posible,
serenísima Casildea de Vandalia, que has de
consentir que se consuma y acabe en
continuas peregrinaciones y en ásperos y
duros trabajos este tu cautivo caballero? ¿No
basta ya que he hecho que te confiesen por la
más hermosa del mundo todos los caballeros
de Navarra, todos los leoneses, todos los
tartesios, todos los castellanos, y, finalmente,
todos los caballeros de la Mancha?
—Eso no
—dijo a esta sazón don Quijote
—,
que yo soy de la Mancha y nunca tal he
confesado, ni podía ni debía confesar una
cosa tan perjudicial a la belleza de mi señora;
y este tal caballero ya vees tú, Sancho, que
desvaría. Pero, escuchemos: quizá se
declarará más.
—Si hará
—replicó Sancho
—, que término
lleva de quejarse un mes arreo.
Pero no fue así, porque, habiendo entreoído
el Caballero del Bosque que hablaban cerca
dél, sin pasar adelante en su lamentación, se
puso en pie, y dijo con voz sonora y
comedida:
—¿Quién va allá? ¿Qué gente? ¿Es por
ventura de la del número de los contentos, o
la del de los afligidos?
—De los afligidos
—respondió don Quijote.
—Pues lléguese a mí
—respondió el del
Bosque
—, y hará cuenta que se llega a la
mesma tristeza y a la aflición mesma.
Don Quijote, que se vio responder tan
tierna y comedidamente, se llegó a él, y
Sancho ni más ni menos.
El caballero lamentador asió a don Quijote
del brazo, diciendo:
—Sentaos aquí, señor caballero, que para
entender que lo sois, y de los que profesan la
andante caballería, bástame el haberos
hallado en este lugar, donde la soledad y el
sereno os hacen compañía, naturales lechos y
propias estancias de los caballeros andantes.
A lo que respondió don Quijote:
—Caballero soy, y de la profesión que decís;
y, aunque en mi alma tienen su propio
asiento las tristezas, las desgracias y las
desventuras, no por eso se ha ahuyentado
della la compasión que tengo de las ajenas
desdichas. De lo que contaste poco ha, colegí
que las vuestras son enamoradas, quiero
decir, del amor que tenéis a aquella hermosa
ingrata que en vuestras lamentaciones
nombrastes.
Ya cuando esto pasaban estaban sentados
juntos sobre la dura tierra, en buena paz y
compañía, como si al romper del día no se
hubieran de romper las cabezas.
—Por ventura, señor caballero
—preguntó el
del Bosque a don Quijote
—, ¿sois
enamorado?
—Por desventura lo soy
—respondió don
Quijote
—; aunque los daños que nacen de los
bien colocados pensamientos, antes se deben
tener por gracias que por desdichas.
—Así es la verdad
—replicó el del Bosque
—,
si no nos turbasen la razón y el
entendimiento los desdenes, que, siendo
muchos, parecen venganzas.
—Nunca fui desdeñado de mi señora
—
respondió don Quijote.
—No, por cierto
—dijo Sancho, que allí
junto estaba
—, porque es mi señora como
una borrega mansa: es más blanda que una
manteca.
—¿Es vuestro escudero éste?
—preguntó el
del Bosque.
—Sí es
—respondió don Quijote.
—Nunca he visto yo escudero
—replicó el
del Bosque
— que se atreva a hablar donde
habla su señor; a lo menos, ahí está ese mío,
que es tan grande como su padre, y no se
probará que haya desplegado el labio donde
yo hablo.
—Pues a fe
—dijo Sancho
—, que he hablado
yo, y puedo hablar delante de otro tan..., y
aun quédese aquí, que es peor meneallo.
El escudero del Bosque asió por el brazo a
Sancho, diciéndole:
—Vámonos los dos donde podamos hablar
escuderilmente todo cuanto quisiéremos, y
dejemos a estos señores amos nuestros que
se den de las astas, contándose las historias
de sus amores; que a buen seguro que les ha
de coger el día en ellas y no las han de haber
acabado.
—Sea en buena hora
—dijo Sancho
—; y yo
le diré a vuestra merced quién soy, para que
vea si puedo entrar en docena con los más
hablantes escuderos.
Con esto se apartaron los dos escuderos,
entre los cuales pasó un tan gracioso coloquio
como fue grave el que pasó entre sus
señores.
Capítulo XIII. Donde se
prosigue la aventura del
Caballero del Bosque, con el
discreto, nuevo y suave
coloquio que pasó entre los
dos escuderos
Divididos estaban caballeros y escuderos:
éstos contándose sus vidas, y aquéllos sus
amores; pero la historia cuenta primero el
razonamiento de los mozos y luego prosigue
el de los amos; y así, dice que, apartándose
un poco dellos, el del Bosque dijo a Sancho:
—Trabajosa vida es la que pasamos y
vivimos, señor mío, estos que somos
escuderos de caballeros andantes: en verdad
que comemos el pan en el sudor de nuestros
rostros, que es una de las maldiciones que
echó Dios a nuestros primeros padres.
—También se puede decir
—añadió
Sancho
— que lo comemos en el yelo de
nuestros cuerpos; porque, ¿quién más calor y
más frío que los miserables escuderos de la
andante caballería? Y aun menos mal si
comiéramos, pues los duelos, con pan son
menos; pero tal vez hay que se nos pasa un
día y dos sin desayunarnos, si no es del
viento que sopla.
—Todo eso se puede llevar y conllevar
—
dijo el del Bosque
—, con la esperanza que
tenemos del premio; porque si
demasiadamente no es desgraciado el
caballero andante a quien un escudero sirve,
por lo menos, a pocos lances se verá
premiado con un hermoso gobierno de
cualque ínsula, o con un condado de buen
parecer.
Yo
—replicó Sancho
— ya he dicho a mi amo
que me contento con el gobierno de alguna
ínsula; y él es tan noble y tan liberal, que me
le ha prometido muchas y diversas veces.
Yo
—dijo el del Bosque
—, con un canonicato
quedaré satisfecho de mis servicios, y ya me
le tiene mandado mi amo, y ¡qué tal!
—Debe de ser
—dijo Sancho
— su amo de
vuesa merced caballero a lo eclesiástico, y
podrá hacer esas mercedes a sus buenos
escuderos; pero el mío es meramente lego,
aunque yo me acuerdo cuando le querían
aconsejar personas discretas, aunque, a mi
parecer mal intencionadas, que procurase ser
arzobispo; pero él no quiso sino ser
emperador, y yo estaba entonces temblando
si le venía en voluntad de ser de la Iglesia,
por no hallarme suficiente de tener beneficios
por ella; porque le hago saber a vuesa
merced que, aunque parezco hombre, soy
una bestia para ser de la Iglesia.
—Pues en verdad que lo yerra vuesa
merced
—dijo el del Bosque
—, a causa que
los gobiernos insulanos no son todos de
buena data. Algunos hay torcidos, algunos
pobres, algunos malencónicos, y finalmente,
el más erguido y bien dispuesto trae consigo
una pesada carga de pensamientos y de
incomodidades, que pone sobre sus hombros
el desdichado que le cupo en suerte. Harto
mejor sería que los que profesamos esta
maldita servidumbre nos retirásemos a
nuestras casas, y allí nos entretuviésemos en
ejercicios más suaves, como si dijésemos,
cazando o pescando; que, ¿qué escudero hay
tan pobre en el mundo, a quien le falte un
rocín, y un par de galgos, y una caña de
pescar, con que entretenerse en su aldea?
—A mí no me falta nada deso
—respondió
Sancho
—: verdad es que no tengo rocín, pero
tengo un asno que vale dos veces más que el
caballo de mi amo. Mala pascua me dé Dios,
y sea la primera que viniere, si le trocara por
él, aunque me diesen cuatro fanegas de
cebada encima. A burla tendrá vuesa merced
el valor de mi rucio, que rucio es el color de
mi jumento. Pues galgos no me habían de
faltar, habiéndolos sobrados en mi pueblo; y
más, que entonces es la caza más gustosa
cuando se hace a costa ajena.
—Real y verdaderamente
—respondió el del
Bosque
—, señor escudero, que tengo
propuesto y determinado de dejar estas
borracherías destos caballeros, y retirarme a
mi aldea, y criar mis hijitos, que tengo tres
como tres orientales perlas.
—Dos tengo yo
—dijo Sancho
—, que se
pueden presentar al Papa en persona,
especialmente una muchacha a quien crío
para condesa, si Dios fuere servido, aunque a
pesar de su madre.
—Y ¿qué edad tiene esa señora que se cría
para condesa?
—preguntó el del Bosque.
—Quince años, dos más a menos
—
respondió Sancho
—, pero es tan grande como
una lanza, y tan fresca como una mañana de
abril, y tiene una fuerza de un ganapán.
—Partes son ésas
—respondió el del
Bosque
— no sólo para ser condesa, sino para
ser ninfa del verde bosque. ¡Oh hideputa,
puta, y qué rejo debe de tener la bellaca!
A lo que respondió Sancho, algo mohíno:
—Ni ella es puta, ni lo fue su madre, ni lo
será ninguna de las dos, Dios quiriendo,
mientras yo viviere. Y háblese más
comedidamente, que, para haberse criado
vuesa merced entre caballeros andantes, que
son la mesma cortesía, no me parecen muy
concertadas esas palabras.
—¡Oh, qué mal se le entiende a vuesa
merced
—replicó el del Bosque
— de achaque
de alabanzas, señor escudero! ¿Cómo y no
sabe que cuando algún caballero da una
buena lanzada al toro en la plaza, o cuando
alguna persona hace alguna cosa bien hecha,
suele decir el vulgo: "¡Oh hideputa, puto, y
qué bien que lo ha hecho!?" Y aquello que
parece vituperio, en aquel término, es
alabanza notable; y renegad vos, señor, de
los hijos o hijas que no hacen obras que
merezcan se les den a sus padres loores
semejantes.
—Sí reniego
—respondió Sancho
—, y dese
modo y por esa misma razón podía echar
vuestra merced a mí y hijos y a mi mujer
toda una putería encima, porque todo cuanto
hacen y dicen son estremos dignos de
semejantes alabanzas, y para volverlos a ver
ruego yo a Dios me saque de pecado mortal,
que lo mesmo será si me saca deste peligroso
oficio de escudero, en el cual he incurrido
segunda vez, cebado y engañado de una
bolsa con cien ducados que me hallé un día
en el corazón de Sierra Morena, y el diablo
me pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino
acullá, un talego lleno de doblones, que me
parece que a cada paso le toco con la mano,
y me abrazo con él, y lo llevo a mi casa, y
echo censos, y fundo rentas, y vivo como un
príncipe; y el rato que en esto pienso se me
hacen fáciles y llevaderos cuantos trabajos
padezco con este mentecato de mi amo, de
quien sé que tiene más de loco que de
caballero.
—Por eso
—respondió el del Bosque
— dicen
que la codicia rompe el saco; y si va a tratar
dellos, no hay otro mayor en el mundo que
mi amo, porque es de aquellos que dicen:
"Cuidados ajenos matan al asno"; pues,
porque cobre otro caballero el juicio que ha
perdido, se hace el loco, y anda buscando lo
que no sé si después de hallado le ha de salir
a los hocicos.
—Y ¿es enamorado, por dicha?
—Sí
—dijo el del Bosque
—: de una tal
Casildea de Vandalia, la más cruda y la más
asada señora que en todo el orbe puede
hallarse; pero no cojea del pie de la crudeza,
que otros mayores embustes le gruñen en las
entrañas, y ello dirá antes de muchas horas.
—No hay camino tan llano
—replicó
Sancho
— que no tenga algún tropezón o
barranco; en otras casas cuecen habas, y en
la mía, a calderadas; más acompañados y
paniaguados debe de tener la locura que la
discreción. Mas si es verdad lo que
comúnmente se dice, que el tener
compañeros en los trabajos suele servir de
alivio en ellos, con vuestra merced podré
consolarme, pues sirve a otro amo tan tonto
como el mío.
—Tonto, pero valiente
—respondió el del
Bosque
—, y más bellaco que tonto y que
valiente.
—Eso no es el mío
—respondió Sancho
—:
digo, que no tiene nada de bellaco; antes
tiene una alma como un cántaro: no sabe
hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene
malicia alguna: un niño le hará entender que
es de noche en la mitad del día; y por esta
sencillez le quiero como a las telas de mi
corazón, y no me amaño a dejarle, por más
disparates que haga.
—Con todo eso, hermano y señor
—dijo el
del Bosque
—, si el ciego guía al ciego, ambos
van a peligro de caer en el hoyo. Mejor es
retirarnos con buen compás de pies, y
volvernos a nuestras querencias; que los que
buscan aventuras no siempre las hallan
buenas.
Escupía Sancho a menudo, al parecer, un
cierto género de saliva pegajosa y algo seca;
lo cual visto y notado por el caritativo
bosqueril escudero, dijo:
—Paréceme que de lo que hemos hablado
se nos pegan al paladar las lenguas; pero yo
traigo un despegador pendiente del arzón de
mi caballo, que es tal como bueno.
Y, levantándose, volvió desde allí a un poco
con una gran bota de vino y una empanada
de media vara; y no es encarecimiento,
porque era de un conejo albar, tan grande
que Sancho, al tocarla, entendió ser de algún
cabrón, no que de cabrito; lo cual visto por
Sancho, dijo:
—Y ¿esto trae vuestra merced consigo,
señor?
—Pues, ¿qué se pensaba?
—respondió el
otro
—. ¿Soy yo por ventura algún escudero
de agua y lana? Mejor repuesto traigo yo en
las ancas de mi caballo que lleva consigo
cuando va de camino un general.
Comió Sancho sin hacerse de rogar, y
tragaba a escuras bocados de nudos de
suelta. Y dijo:
—Vuestra merced sí que es escudero fiel y
legal, moliente y corriente, magnífico y
grande, como lo muestra este banquete, que
si no ha venido aquí por arte de
encantamento, parécelo, a lo menos; y no
como yo, mezquino y malaventurado, que
sólo traigo en mis alforjas un poco de queso,
tan duro que pueden descalabrar con ello a
un gigante, a quien hacen compañía cuatro
docenas de algarrobas y otras tantas de
avellanas y nueces, mercedes a la estrecheza
de mi dueño, y a la opinión que tiene y orden
que guarda de que los caballeros andantes no
se han de mantener y sustentar sino con
frutas secas y con las yerbas del campo.
—Por mi fe, hermano
—replicó el del
Bosque
—, que yo no tengo hecho el
estómago a tagarninas, ni a piruétanos, ni a
raíces de los montes. Allá se lo hayan con sus
opiniones y leyes caballerescas nuestros
amos, y coman lo que ellos mandaren.
Fiambreras traigo, y esta bota colgando del
arzón de la silla, por sí o por no; y es tan
devota mía y quiérola tanto, que pocos ratos
se pasan sin que la dé mil besos y mil
abrazos.
Y, diciendo esto, se la puso en las manos a
Sancho, el cual, empinándola, puesta a la
boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto
de hora, y, en acabando de beber, dejó caer
la cabeza a un lado, y, dando un gran
suspiro, dijo:
—¡Oh hideputa bellaco, y cómo es católico!
—¿Veis ahí
—dijo el del Bosque, en oyendo
el hideputa de Sancho
—, cómo habéis
alabado este vino llamándole hideputa?
—Digo
—respondió Sancho
—, que confieso
que conozco que no es deshonra llamar hijo
de puta a nadie, cuando cae debajo del
entendimiento de alabarle. Pero dígame,
señor, por el siglo de lo que más quiere:
¿este vino es de Ciudad Real?
—¡Bravo mojón!
—respondió el del
Bosque
—. En verdad que no es de otra parte,
y que tiene algunos años de ancianidad.
—¡A mí con eso!
—dijo Sancho
—. No toméis
menos, sino que se me fuera a mí por alto
dar alcance a su conocimiento. ¿No será
bueno, señor escudero, que tenga yo un
instinto tan grande y tan natural, en esto de
conocer vinos, que, en dándome a oler
cualquiera, acierto la patria, el linaje, el
sabor, y la dura, y las vueltas que ha de dar,
con todas las circunstancias al vino
atañederas? Pero no hay de qué maravillarse,
si tuve en mi linaje por parte de mi padre los
dos más excelentes mojones que en luengos
años conoció la Mancha; para prueba de lo
cual les sucedió lo que ahora diré: «Diéronles
a los dos a probar del vino de una cuba,
pidiéndoles su parecer del estado, cualidad,
bondad o malicia del vino. El uno lo probó con
la punta de la lengua, el otro no hizo más de
llegarlo a las narices. El primero dijo que
aquel vino sabía a hierro, el segundo dijo que
más sabía a cordobán. El dueño dijo que la
cuba estaba limpia, y que el tal vino no tenía
adobo alguno por donde hubiese tomado
sabor de hierro ni de cordobán. Con todo eso,
los dos famosos mojones se afirmaron en lo
que habían dicho. Anduvo el tiempo, vendióse
el vino, y al limpiar de la cuba hallaron en ella
una llave pequeña, pendiente de una correa
de cordobán.» Porque vea vuestra merced si
quien viene desta ralea podrá dar su parecer
en semejantes causas.
—Por eso digo
—dijo el del Bosque
— que
nos dejemos de andar buscando aventuras;
y, pues tenemos hogazas, no busquemos
tortas, y volvámonos a nuestras chozas, que
allí nos hallará Dios, si Él quiere.
—Hasta que mi amo llegue a Zaragoza, le
serviré; que después todos nos
entenderemos.
Finalmente, tanto hablaron y tanto bebieron
los dos buenos escuderos, que tuvo
necesidad el sueño de atarles las lenguas y
templarles la sed, que quitársela fuera
imposible; y así, asidos entrambos de la ya
casi vacía bota, con los bocados a medio
mascar en la boca, se quedaron dormidos,
donde los dejaremos por ahora, por contar lo
que el Caballero del Bosque pasó con el de la
Triste Figura.
Capítulo XIV. Donde se
prosigue la aventura del
Caballero del Bosque
Entre muchas razones que pasaron don
Quijote y el Caballero de la Selva, dice la
historia que el del Bosque dijo a don Quijote:
—Finalmente, señor caballero, quiero que
sepáis que mi destino, o, por mejor decir, mi
elección, me trujo a enamorar de la sin par
Casildea de Vandalia. Llámola sin par porque
no le tiene, así en la grandeza del cuerpo
como en el estremo del estado y de la
hermosura. Esta tal Casildea, pues, que voy
contando, pagó mis buenos pensamientos y
comedidos deseos con hacerme ocupar, como
su madrina a Hércules, en muchos y diversos
peligros, prometiéndome al fin de cada uno
que en el fin del otro llegaría el de mi
esperanza; pero así se han ido eslabonando
mis trabajos, que no tienen cuento, ni yo sé
cuál ha de ser el último que dé principio al
cumplimiento de mis buenos deseos. Una vez
me mandó que fuese a desafiar a aquella
famosa giganta de Sevilla llamada la Giralda,
que es tan valiente y fuerte como hecha de
bronce, y, sin mudarse de un lugar, es la más
movible y voltaria mujer del mundo. Llegué,
vila, y vencíla, y hícela estar queda y a raya,
porque en más de una semana no soplaron
sino vientos nortes. Vez también hubo que
me mandó fuese a tomar en peso las
antiguas piedras de los valientes Toros de
Guisando, empresa más para encomendarse
a ganapanes que a caballeros. Otra vez me
mandó que me precipitase y sumiese en la
sima de Cabra, peligro inaudito y temeroso, y
que le trujese particular relación de lo que en
aquella escura profundidad se encierra.
Detuve el movimiento a la Giralda, pesé los
Toros de Guisando, despeñéme en la sima y
saqué a luz lo escondido de su abismo, y mis
esperanzas, muertas que muertas, y sus
mandamientos y desdenes, vivos que vivos.
En resolución, últimamente me ha mandado
que discurra por todas las provincias de
España y haga confesar a todos los andantes
caballeros que por ellas vagaren que ella sola
es la más aventajada en hermosura de
cuantas hoy viven, y que yo soy el más
valiente y el más bien enamorado caballero
del orbe; en cuya demanda he andado ya la
mayor parte de España, y en ella he vencido
muchos caballeros que se han atrevido a
contradecirme. Pero de lo que yo más me
precio y ufano es de haber vencido, en
singular batalla, a aquel tan famoso caballero
don Quijote de la Mancha, y héchole confesar
que es más hermosa mi Casildea que su
Dulcinea; y en solo este vencimiento hago
cuenta que he vencido todos los caballeros
del mundo, porque el tal don Quijote que digo
los ha vencido a todos; y, habiéndole yo
vencido a él, su gloria, su fama y su honra se
ha transferido y pasado a mi persona;
y tanto el vencedor es más honrado,
cuanto más el vencido es reputado;
así que, ya corren por mi cuenta y son mías
las inumerables hazañas del ya referido don
Quijote.
Admirado quedó don Quijote de oír al
Caballero del Bosque, y estuvo mil veces por
decirle que mentía, y ya tuvo el mentís en el
pico de la lengua; pero reportóse lo mejor
que pudo, por hacerle confesar por su propia
boca su mentira; y así, sosegadamente le
dijo:
—De que vuesa merced, señor caballero,
haya vencido a los más caballeros andantes
de España, y aun de todo el mundo, no digo
nada; pero de que haya vencido a don
Quijote de la Mancha, póngolo en duda.
Podría ser que fuese otro que le pareciese,
aunque hay pocos que le parezcan.
—¿Cómo no?
—replicó el del Bosque
—. Por
el cielo que nos cubre, que peleé con don
Quijote, y le vencí y rendí; y es un hombre
alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y
avellanado de miembros, entrecano, la nariz
aguileña y algo corva, de bigotes grandes,
negros y caídos. Campea debajo del nombre
del Caballero de la Triste Figura, y trae por
escudero a un labrador llamado Sancho
Panza; oprime el lomo y rige el freno de un
famoso caballo llamado Rocinante, y,
finalmente, tiene por señora de su voluntad a
una tal Dulcinea del Toboso, llamada un
tiempo Aldonza Lorenzo; como la mía, que,
por llamarse Casilda y ser de la Andalucía, yo
la llamo Casildea de Vandalia. Si todas estas
señas no bastan para acreditar mi verdad,
aquí está mi espada, que la hará dar crédito a
la mesma incredulidad.
—Sosegaos, señor caballero
—dijo don
Quijote
—, y escuchad lo que decir os quiero.
Habéis de saber que ese don Quijote que
decís es el mayor amigo que en este mundo
tengo, y tanto, que podré decir que le tengo
en lugar de mi misma persona, y que por las
señas que dél me habéis dado, tan puntuales
y ciertas, no puedo pensar sino que sea el
mismo que habéis vencido. Por otra parte,
veo con los ojos y toco con las manos no ser
posible ser el mesmo, si ya no fuese que
como él tiene muchos enemigos
encantadores, especialmente uno que de
ordinario le persigue, no haya alguno dellos
tomado su figura para dejarse vencer, por
defraudarle de la fama que sus altas
caballerías le tienen granjeada y adquirida
por todo lo descubierto de la tierra. Y, para
confirmación desto, quiero también que
sepáis que los tales encantadores sus
contrarios no ha más de dos días que
transformaron la figura y persona de la
hermosa Dulcinea del Toboso en una aldeana
soez y baja, y desta manera habrán
transformado a don Quijote; y si todo esto no
basta para enteraros en esta verdad que
digo, aquí está el mesmo don Quijote, que la
sustentará con sus armas a pie, o a caballo, o
de cualquiera suerte que os agradare.
Y, diciendo esto, se levantó en pie y se
empuñó en la espada, esperando qué
resolución tomaría el Caballero del Bosque; el
cual, con voz asimismo sosegada, respondió
y dijo:
—Al buen pagador no le duelen prendas: el
que una vez, señor don Quijote, pudo
venceros transformado, bien podrá tener
esperanza de rendiros en vuestro propio ser.
Mas, porque no es bien que los caballeros
hagan sus fechos de armas ascuras, como los
salteadores y rufianes, esperemos el día,
para que el sol vea nuestras obras. Y ha de
ser condición de nuestra batalla que el
vencido ha de quedar a la voluntad del
vencedor, para que haga dél todo lo que
quisiere, con tal que sea decente a caballero
lo que se le ordenare.
—Soy más que contento desa condición y
convenencia
—respondió don Quijote.
Y, en diciendo esto, se fueron donde
estaban sus escuderos, y los hallaron
roncando y en la misma forma que estaban
cuando les salteó el sueño. Despertáronlos y
mandáronles que tuviesen a punto los
caballos, porque, en saliendo el sol, habían
de hacer los dos una sangrienta, singular y
desigual batalla; a cuyas nuevas quedó
Sancho atónito y pasmado, temeroso de la
salud de su amo, por las valentías que había
oído decir del suyo al escudero del Bosque;
pero, sin hablar palabra, se fueron los dos
escuderos a buscar su ganado, que ya todos
tres caballos y el rucio se habían olido, y
estaban todos juntos.
En el camino dijo el del Bosque a Sancho:
—Ha de saber, hermano, que tienen por
costumbre los peleantes de la Andalucía,
cuando son padrinos de alguna pendencia, no
estarse ociosos mano sobre mano en tanto
que sus ahijados riñen. Dígolo porque esté
advertido que mientras nuestros dueños
riñeren, nosotros también hemos de pelear y
hacernos astillas.
—Esa costumbre, señor escudero
—
respondió Sancho
—, allá puede correr y pasar
con los rufianes y peleantes que dice, pero
con los escuderos de los caballeros andantes,
ni por pienso. A lo menos, yo no he oído decir
a mi amo semejante costumbre, y sabe de
memoria todas las ordenanzas de la andante
caballería. Cuanto más, que yo quiero que
sea verdad y ordenanza expresa el pelear los
escuderos en tanto que sus señores pelean;
pero yo no quiero cumplirla, sino pagar la
pena que estuviere puesta a los tales
pacíficos escuderos, que yo aseguro que no
pase de dos libras de cera, y más quiero
pagar las tales libras, que sé que me costarán
menos que las hilas que podré gastar en
curarme la cabeza, que ya me la cuento por
partida y dividida en dos partes. Hay más:
que me imposibilita el reñir el no tener
espada, pues en mi vida me la puse.
—Para eso sé yo un buen remedio
—dijo el
del Bosque
—: yo traigo aquí dos talegas de
lienzo, de un mesmo tamaño: tomaréis vos la
una, y yo la otra, y riñiremos a talegazos, con
armas iguales.
—Desa manera, sea en buena hora
—
respondió Sancho
—, porque antes servirá la
tal pelea de despolvorearnos que de herirnos.
—No ha de ser así
—replicó el otro
—,
porque se han de echar dentro de las talegas,
porque no se las lleve el aire, media docena
de guijarros lindos y pelados, que pesen
tanto los unos como los otros, y desta
manera nos podremos atalegar sin hacernos
mal ni daño.
—¡Mirad, cuerpo de mi padre
—respondió
Sancho
—, qué martas cebollinas, o qué copos
de algodón cardado pone en las talegas, para
no quedar molidos los cascos y hechos alheña
los huesos! Pero, aunque se llenaran de
capullos de seda, sepa, señor mío, que no he
de pelear: peleen nuestros amos, y allá se lo
hayan, y bebamos y vivamos nosotros, que el
tiempo tiene cuidado de quitarnos las vidas,
sin que andemos buscando apetites para que
se acaben antes de llegar su sazón y término
y que se cayan de maduras.
—Con todo
—replicó el del Bosque
—, hemos
de pelear siquiera media hora.
—Eso no
—respondió Sancho
—: no seré yo
tan descortés ni tan desagradecido, que con
quien he comido y he bebido trabe cuestión
alguna, por mínima que sea; cuanto más
que, estando sin cólera y sin enojo, ¿quién
diablos se ha de amañar a reñir a secas?
—Para eso
—dijo el del Bosque
— yo daré un
suficiente remedio: y es que, antes que
comencemos la pelea, yo me llegaré
bonitamente a vuestra merced y le daré tres
o cuatro bofetadas, que dé con él a mis pies,
con las cuales le haré despertar la cólera,
aunque esté con más sueño que un lirón.
—Contra ese corte sé yo otro
—respondió
Sancho
—, que no le va en zaga: cogeré yo un
garrote, y, antes que vuestra merced llegue a
despertarme la cólera, haré yo dormir a
garrotazos de tal suerte la suya, que no
despierte si no fuere en el otro mundo, en el
cual se sabe que no soy yo hombre que me
dejo manosear el rostro de nadie; y cada uno
mire por el virote, aunque lo más acertado
sería dejar dormir su cólera a cada uno, que
no sabe nadie el alma de nadie, y tal suele
venir por lana que vuelve tresquilado; y Dios
bendijo la paz y maldijo las riñas, porque si
un gato acosado, encerrado y apretado se
vuelve en león, yo, que soy hombre, Dios
sabe en lo que podré volverme; y así, desde
ahora intimo a vuestra merced, señor
escudero, que corra por su cuenta todo el mal
y daño que de nuestra pendencia resultare.
—Está bien
—replicó el del Bosque
—.
Amanecerá Dios y medraremos.
En esto, ya comenzaban a gorjear en los
árboles mil suertes de pintados pajarillos, y
en sus diversos y alegres cantos parecía que
daban la norabuena y saludaban a la fresca
aurora, que ya por las puertas y balcones del
oriente iba descubriendo la hermosura de su
rostro, sacudiendo de sus cabellos un número
infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor
bañándose las yerbas, parecía asimesmo que
ellas brotaban y llovían blanco y menudo
aljófar; los sauces destilaban maná sabroso,
reíanse las fuentes, murmuraban los arroyos,
alegrábanse las selvas y enriquecíanse los
prados con su venida. Mas, apenas dio lugar
la claridad del día para ver y diferenciar las
cosas, cuando la primera que se ofreció a los
ojos de Sancho Panza fue la nariz del
escudero del Bosque, que era tan grande que
casi le hacía sombra a todo el cuerpo.
Cuéntase, en efecto, que era de demasiada
grandeza, corva en la mitad y toda llena de
verrugas, de color amoratado, como de
berenjena; bajábale dos dedos más abajo de
la boca; cuya grandeza, color, verrugas y
encorvamiento así le afeaban el rostro, que,
en viéndole Sancho, comenzó a herir de pie y
de mano, como niño con alferecía, y propuso
en su corazón de dejarse dar docientas
bofetadas antes que despertar la cólera para
reñir con aquel vestiglo.
Don Quijote miró a su contendor, y hallóle
ya puesta y calada la celada, de modo que no
le pudo ver el rostro, pero notó que era
hombre membrudo, y no muy alto de cuerpo.
Sobre las armas traía una sobrevista o casaca
de una tela, al parecer, de oro finísimo,
sembradas por ella muchas lunas pequeñas
de resplandecientes espejos, que le hacían en
grandísima manera galán y vistoso; volábanle
sobre la celada grande cantidad de plumas
verdes, amarillas y blancas; la lanza, que
tenía arrimada a un árbol, era grandísima y
gruesa, y de un hierro acerado de más de un
palmo.
Todo lo miró y todo lo notó don Quijote, y
juzgó de lo visto y mirado que el ya dicho
caballero debía de ser de grandes fuerzas;
pero no por eso temió, como Sancho Panza;
antes, con gentil denuedo, dijo al Caballero
de los Espejos:
—Si la mucha gana de pelear, señor
caballero, no os gasta la cortesía, por ella os
pido que alcéis la visera un poco, porque yo
vea si la gallardía de vuestro rostro responde
a la de vuestra disposición.
—O vencido o vencedor que salgáis desta
empresa, señor caballero –respondió el de los
Espejos
—, os quedará tiempo y espacio
demasiado para verme; y si ahora no
satisfago a vuestro deseo, es por parecerme
que hago notable agravio a la hermosa
Casildea de Vandalia en dilatar el tiempo que
tardare en alzarme la visera, sin haceros
confesar lo que ya sabéis que pretendo.
—Pues, en tanto que subimos a caballo
—
dijo don Quijote
—, bien podéis decirme si soy
yo aquel don Quijote que dijistes haber
vencido.
—A eso vos respondemos
—dijo el de los
Espejos
— que parecéis, como se parece un
huevo a otro, al mismo caballero que yo
vencí; pero, según vos decís que le persiguen
encantadores, no osaré afirmar si sois el
contenido o no.
—Eso me basta a mí
—respondió don
Quijote
— para que crea vuestro engaño;
empero, para sacaros dél de todo punto,
vengan nuestros caballos; que, en menos
tiempo que el que tardárades en alzaros la
visera, si Dios, si mi señora y mi brazo me
valen, veré yo vuestro rostro, y vos veréis
que no soy yo el vencido don Quijote que
pensáis.
Con esto, acortando razones, subieron a
caballo, y don Quijote volvió las riendas a
Rocinante para tomar lo que convenía del
campo, para volver a encontrar a su
contrario, y lo mesmo hizo el de los Espejos.
Pero, no se había apartado don Quijote veinte
pasos, cuando se oyó llamar del de los
Espejos, y, partiendo los dos el camino, el de
los Espejos le dijo:
—Advertid, señor caballero, que la condición
de nuestra batalla es que el vencido, como
otra vez he dicho, ha de quedar a discreción
del vencedor.
—Ya la sé
—respondió don Quijote
—; con
tal que lo que se le impusiere y mandare al
vencido han de ser cosas que no salgan de
los límites de la caballería.
—Así se entiende
—respondió el de los
Espejos.
Ofreciéronsele en esto a la vista de don
Quijote las estrañas narices del escudero, y
no se admiró menos de verlas que Sancho;
tanto, que le juzgó por algún monstro, o por
hombre nuevo y de aquellos que no se usan
en el mundo. Sancho, que vio partir a su amo
para tomar carrera, no quiso quedar solo con
el narigudo, temiendo que con solo un
pasagonzalo con aquellas narices en las suyas
sería acabada la pendencia suya, quedando
del golpe, o del miedo, tendido en el suelo, y
fuese tras su amo, asido a una acción de
Rocinante; y, cuando le pareció que ya era
tiempo que volviese, le dijo:
—Suplico a vuesa merced, señor mío, que
antes que vuelva a encontrarse me ayude a
subir sobre aquel alcornoque, de donde podré
ver más a mi sabor, mejor que desde el
suelo, el gallardo encuentro que vuesa
merced ha de hacer con este caballero.
—Antes creo, Sancho
—dijo don Quijote
—,
que te quieres encaramar y subir en andamio
por ver sin peligro los toros.
—La verdad que diga
—respondió Sancho
—,
las desaforadas narices de aquel escudero me
tienen atónito y lleno de espanto, y no me
atrevo a estar junto a él.
—Ellas son tales
—dijo don Quijote
—, que,
a no ser yo quien soy, también me
asombraran; y así, ven: ayudarte he a subir
donde dices.
En lo que se detuvo don Quijote en que
Sancho subiese en el alcornoque, tomó el de
los Espejos del campo lo que le pareció
necesario; y, creyendo que lo mismo habría
hecho don Quijote, sin esperar son de
trompeta ni otra señal que los avisase, volvió
las riendas a su caballo
—que no era más
ligero ni de mejor parecer que Rocinante
—, y,
a todo su correr, que era un mediano trote,
iba a encontrar a su enemigo; pero, viéndole
ocupado en la subida de Sancho, detuvo las
riendas y paróse en la mitad de la carrera, de
lo que el caballo quedó agradecidísimo, a
causa que ya no podía moverse. Don Quijote,
que le pareció que ya su enemigo venía
volando, arrimó reciamente las espuelas a las
trasijadas ijadas de Rocinante, y le hizo
aguijar de manera, que cuenta la historia que
esta sola vez se conoció haber corrido algo,
porque todas las demás siempre fueron trotes
declarados; y con esta no vista furia llegó
donde el de los Espejos estaba hincando a su
caballo las espuelas hasta los botones, sin
que le pudiese mover un solo dedo del lugar
donde había hecho estanco de su carrera.
En esta buena sazón y coyuntura halló don
Quijote a su contrario embarazado con su
caballo y ocupado con su lanza, que nunca, o
no acertó, o no tuvo lugar de ponerla en
ristre. Don Quijote, que no miraba en estos
inconvenientes, a salvamano y sin peligro
alguno, encontró al de los Espejos con tanta
fuerza, que mal de su grado le hizo venir al
suelo por las ancas del caballo, dando tal
caída, que, sin mover pie ni mano, dio
señales de que estaba muerto.
Apenas le vio caído Sancho, cuando se
deslizó del alcornoque y a toda priesa vino
donde su señor estaba, el cual, apeándose de
Rocinante, fue sobre el de los Espejos, y,
quitándole las lazadas del yelmo para ver si
era muerto y para que le diese el aire si
acaso estaba vivo; y vio... ¿Quién podrá decir
lo que vio, sin causar admiración, maravilla y
espanto a los que lo oyeren? Vio, dice la
historia, el rostro mesmo, la misma figura, el
mesmo aspecto, la misma fisonomía, la
mesma efigie, la pespetiva mesma del
bachiller Sansón Carrasco; y, así como la vio,
en altas voces dijo:
—¡Acude, Sancho, y mira lo que has de ver
y no lo has creer! ¡Aguija, hijo, y advierte lo
que puede la magia, lo que pueden los
hechiceros y los encantadores!
Llegó Sancho, y, como vio el rostro del
bachiller Carrasco, comenzó a hacerse mil
cruces y a santiguarse otras tantas. En todo
esto, no daba muestras de estar vivo el
derribado caballero, y Sancho dijo a don
Quijote:
—Soy de parecer, señor mío, que, por sí o
por no, vuesa merced hinque y meta la
espada por la boca a este que parece el
bachiller Sansón Carrasco; quizá matará en él
a alguno de sus enemigos los encantadores.
—No dices mal
—dijo don Quijote
—, porque
de los enemigos, los menos.
Y, sacando la espada para poner en efecto
el aviso y consejo de Sancho, llegó el
escudero del de los Espejos, ya sin las narices
que tan feo le habían hecho, y a grandes
voces dijo:
—Mire vuesa merced lo que hace, señor don
Quijote, que ese que tiene a los pies es el
bachiller Sansón Carrasco, su amigo, y yo soy
su escudero.
Y, viéndole Sancho sin aquella fealdad
primera, le dijo:
—¿Y las narices?
A lo que él respondió:
—Aquí las tengo, en la faldriquera.
Y, echando mano a la derecha, sacó unas
narices de pasta y barniz, de máscara, de la
manifatura que quedan delineadas. Y,
mirándole más y más Sancho, con voz
admirativa y grande, dijo:
—¡Santa María, y valme! ¿Éste no es Tomé
Cecial, mi vecino y mi compadre?
—Y ¡cómo si lo soy!
—respondió el ya
desnarigado escudero
—: Tomé Cecial soy,
compadre y amigo Sancho Panza, y luego os
diré los arcaduces, embustes y enredos por
donde soy aquí venido; y en tanto, pedid y
suplicad al señor vuestro amo que no toque,
maltrate, hiera ni mate al caballero de los
Espejos, que a sus pies tiene, porque sin
duda alguna es el atrevido y mal aconsejado
del bachiller Sansón Carrasco, nuestro
compatrioto.
En esto, volvió en sí el de los Espejos, lo
cual visto por don Quijote, le puso la punta
desnuda de su espada encima del rostro, y le
dijo:
—Muerto sois, caballero, si no confesáis que
la sin par Dulcinea del Toboso se aventaja en
belleza a vuestra Casildea de Vandalia; y
demás de esto habéis de prometer, si de esta
contienda y caída quedárades con vida, de ir
a la ciudad del Toboso y presentaros en su
presencia de mi parte, para que haga de vos
lo que más en voluntad le viniere; y si os
dejare en la vuestra, asimismo habéis de
volver a buscarme, que el rastro de mis
hazañas os servirá de guía que os traiga
donde yo estuviere, y a decirme lo que con
ella hubiéredes pasado; condiciones que,
conforme a las que pusimos antes de nuestra
batalla, no salen de los términos de la
andante caballería.
—Confieso
—dijo el caído caballero
— que
vale más el zapato descosido y sucio de la
señora Dulcinea del Toboso que las barbas
mal peinadas, aunque limpias, de Casildea, y
prometo de ir y volver de su presencia a la
vuestra, y daros entera y particular cuenta de
lo que me pedís.
—También habéis de confesar y creer
—
añadió don Quijote
— que aquel caballero que
vencistes no fue ni pudo ser don Quijote de la
Mancha, sino otro que se le parecía, como yo
confieso y creo que vos, aunque parecéis el
bachiller Sansón Carrasco, no lo sois, sino
otro que le parece, y que en su figura aquí
me le han puesto mis enemigos, para que
detenga y temple el ímpetu de mi cólera, y
para que use blandamente de la gloria del
vencimiento.
—Todo lo confieso, juzgo y siento como vos
lo creéis, juzgáis y sentís
—respondió el
derrengado caballero
—. Dejadme levantar, os
ruego, si es que lo permite el golpe de mi
caída, que asaz maltrecho me tiene.
Ayudóle a levantar don Quijote y Tomé
Cecial, su escudero, del cual no apartaba los
ojos Sancho, preguntándole cosas cuyas
respuestas le daban manifiestas señales de
que verdaderamente era el Tomé Cecial que
decía; mas la aprehensión que en Sancho
había hecho lo que su amo dijo, de que los
encantadores habían mudado la figura del
Caballero de los Espejos en la del bachiller
Carrasco, no le dejaba dar crédito a la verdad
que con los ojos estaba mirando. Finalmente,
se quedaron con este engaño amo y mozo, y
el de los Espejos y su escudero, mohínos y
malandantes, se apartaron de don Quijote y
Sancho, con intención de buscar algún lugar
donde bizmarle y entablarle las costillas. Don
Quijote y Sancho volvieron a proseguir su
camino de Zaragoza, donde los deja la
historia, por dar cuenta de quién era el
Caballero de los Espejos y su narigante
escudero.
Capítulo XV. Donde se
cuenta y da noticia de quién
era el Caballero de los
Espejos y su escudero
En estremo contento, ufano y vanaglorioso
iba don Quijote por haber alcanzado vitoria
de tan valiente caballero como él se
imaginaba que era el de los Espejos, de cuya
caballeresca palabra esperaba saber si el
encantamento de su señora pasaba adelante,
pues era forzoso que el tal vencido caballero
volviese, so pena de no serlo, a darle razón
de lo que con ella le hubiese sucedido. Pero
uno pensaba don Quijote y otro el de los
Espejos, puesto que por entonces no era otro
su pensamiento sino buscar donde bizmarse,
como se ha dicho.
Dice, pues, la historia que cuando el
bachiller Sansón Carrasco aconsejó a don
Quijote que volviese a proseguir sus dejadas
caballerías, fue por haber entrado primero en
bureo con el cura y el barbero sobre qué
medio se podría tomar para reducir a don
Quijote a que se estuviese en su casa quieto
y sosegado, sin que le alborotasen sus mal
buscadas aventuras; de cuyo consejo salió,
por voto común de todos y parecer particular
de Carrasco, que dejasen salir a don Quijote,
pues el detenerle parecía imposible, y que
Sansón le saliese al camino como caballero
andante, y trabase batalla con él, pues no
faltaría sobre qué, y le venciese, teniéndolo
por cosa fácil, y que fuese pacto y concierto
que el vencido quedase a merced del
vencedor; y así vencido don Quijote, le había
de mandar el bachiller caballero se volviese a
su pueblo y casa, y no saliese della en dos
años, o hasta tanto que por él le fuese
mandado otra cosa; lo cual era claro que don
Quijote vencido cumpliría indubitablemente,
por no contravenir y faltar a las leyes de la
caballería, y podría ser que en el tiempo de
su reclusión se le olvidasen sus vanidades, o
se diese lugar de buscar a su locura algún
conveniente remedio.
Aceptólo Carrasco, y ofreciósele por
escudero Tomé Cecial, compadre y vecino de
Sancho Panza, hombre alegre y de lucios
cascos. Armóse Sansón como queda referido
y Tomé Cecial acomodó sobre sus naturales
narices las falsas y de máscara ya dichas,
porque no fuese conocido de su compadre
cuando se viesen; y así, siguieron el mismo
viaje que llevaba don Quijote, y llegaron casi
a hallarse en la aventura del carro de la
Muerte. Y, finalmente, dieron con ellos en el
bosque, donde les sucedió todo lo que el
prudente ha leído; y si no fuera por los
pensamientos extraordinarios de don Quijote,
que se dio a entender que el bachiller no era
el bachiller, el señor bachiller quedara
imposibilitado para siempre de graduarse de
licenciado, por no haber hallado nidos donde
pensó hallar pájaros.
Tomé Cecial, que vio cuán mal había
logrado sus deseos y el mal paradero que
había tenido su camino, dijo al bachiller:
—Por cierto, señor Sansón Carrasco, que
tenemos nuestro merecido: con facilidad se
piensa y se acomete una empresa, pero con
dificultad las más veces se sale della. Don
Quijote loco, nosotros cuerdos: él se va sano
y riendo, vuesa merced queda molido y triste.
Sepamos, pues, ahora, cuál es más loco: ¿el
que lo es por no poder menos, o el que lo es
por su voluntad?
A lo que respondió Sansón:
—La diferencia que hay entre esos dos locos
es que el que lo es por fuerza lo será
siempre, y el que lo es de grado lo dejará de
ser cuando quisiere.
—Pues así es
—dijo Tomé Cecial
—, yo fui
por mi voluntad loco cuando quise hacerme
escudero de vuestra merced, y por la misma
quiero dejar de serlo y volverme a mi casa.
—Eso os cumple
—respondió Sansón
—,
porque pensar que yo he de volver a la mía,
hasta haber molido a palos a don Quijote, es
pensar en lo escusado; y no me llevará ahora
a buscarle el deseo de que cobre su juicio,
sino el de la venganza; que el dolor grande
de mis costillas no me deja hacer más
piadosos discursos.
En esto fueron razonando los dos, hasta
que llegaron a un pueblo donde fue ventura
hallar un algebrista, con quien se curó el
Sansón desgraciado. Tomé Cecial se volvió y
le dejó, y él quedó imaginando su venganza;
y la historia vuelve a hablar dél a su tiempo,
por no dejar de regocijarse ahora con don
Quijote.
Capítulo XVI. De lo que
sucedió a don Quijote con
un discreto caballero de la
Mancha
Con la alegría, contento y ufanidad que se
ha dicho, seguía don Quijote su jornada,
imaginándose por la pasada vitoria ser el
caballero andante más valiente que tenía en
aquella edad el mundo; daba por acabadas y
a felice fin conducidas cuantas aventuras
pudiesen sucederle de allí adelante; tenía en
poco a los encantos y a los encantadores; no
se acordaba de los inumerables palos que en
el discurso de sus caballerías le habían dado,
ni de la pedrada que le derribó la mitad de los
dientes, ni del desagradecimiento de los
galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de
estacas de los yangüeses. Finalmente, decía
entre sí que si él hallara arte, modo o manera
como desencantar a su señora Dulcinea, no
invidiara a la mayor ventura que alcanzó o
pudo alcanzar el más venturoso caballero
andante de los pasados siglos. En estas
imaginaciones iba todo ocupado, cuando
Sancho le dijo:
—¿No es bueno, señor, que aun todavía
traigo entre los ojos las desaforadas narices,
y mayores de marca, de mi compadre Tomé
Cecial?
—Y ¿crees tú, Sancho, por ventura, que el
Caballero de los Espejos era el bachiller
Carrasco; y su escudero, Tomé Cecial, tu
compadre?
—No sé qué me diga a eso
—respondió
Sancho
—; sólo sé que las señas que me dio
de mi casa, mujer y hijos no me las podría
dar otro que él mesmo; y la cara, quitadas
las narices, era la misma de Tomé Cecial,
como yo se la he visto muchas veces en mi
pueblo y pared en medio de mi misma casa;
y el tono de la habla era todo uno.
—Estemos a razón, Sancho
—replicó don
Quijote
—. Ven acá: ¿en qué consideración
puede caber que el bachiller Sansón Carrasco
viniese como caballero andante, armado de
armas ofensivas y defensivas, a pelear
conmigo? ¿He sido yo su enemigo por
ventura? ¿Hele dado yo jamás ocasión para
tenerme ojeriza? ¿Soy yo su rival, o hace él
profesión de las armas, para tener invidia a la
fama que yo por ellas he ganado?
—Pues, ¿qué diremos, señor
—respondió
Sancho
—, a esto de parecerse tanto aquel
caballero, sea el que se fuere, al bachiller
Carrasco, y su escudero a Tomé Cecial, mi
compadre? Y si ello es encantamento, como
vuestra merced ha dicho, ¿no había en el
mundo otros dos a quien se parecieran?
—Todo es artificio y traza
—respondió don
Quijote
— de los malignos magos que me
persiguen, los cuales, anteviendo que yo
había de quedar vencedor en la contienda, se
previnieron de que el caballero vencido
mostrase el rostro de mi amigo el bachiller,
porque la amistad que le tengo se pusiese
entre los filos de mi espada y el rigor de mi
brazo, y templase la justa ira de mi corazón,
y desta manera quedase con vida el que con
embelecos y falsías procuraba quitarme la
mía. Para prueba de lo cual ya sabes, ¡oh
Sancho!, por experiencia que no te dejará
mentir ni engañar, cuán fácil sea a los
encantadores mudar unos rostros en otros,
haciendo de lo hermoso feo y de lo feo
hermoso, pues no ha dos días que viste por
tus mismos ojos la hermosura y gallardía de
la sin par Dulcinea en toda su entereza y
natural conformidad, y yo la vi en la fealdad y
bajeza de una zafia labradora, con cataratas
en los ojos y con mal olor en la boca; y más,
que el perverso encantador que se atrevió a
hacer una transformación tan mala no es
mucho que haya hecho la de Sansón Carrasco
y la de tu compadre, por quitarme la gloria
del vencimiento de las manos. Pero, con todo
esto, me consuelo; porque, en fin, en
cualquiera figura que haya sido, he quedado
vencedor de mi enemigo.
—Dios sabe la verdad de todo
—respondió
Sancho.
Y como él sabía que la transformación de
Dulcinea había sido traza y embeleco suyo,
no le satisfacían las quimeras de su amo;
pero no le quiso replicar, por no decir alguna
palabra que descubriese su embuste.
En estas razones estaban cuando los
alcanzó un hombre que detrás dellos por el
mismo camino venía sobre una muy hermosa
yegua tordilla, vestido un gabán de paño fino
verde, jironado de terciopelo leonado, con
una montera del mismo terciopelo; el aderezo
de la yegua era de campo y de la jineta,
asimismo de morado y verde. Traía un alfanje
morisco pendiente de un ancho tahalí de
verde y oro, y los borceguíes eran de la labor
del tahalí; las espuelas no eran doradas, sino
dadas con un barniz verde, tan tersas y
bruñidas que, por hacer labor con todo el
vestido, parecían mejor que si fuera de oro
puro. Cuando llegó a ellos, el caminante los
saludó cortésmente, y, picando a la yegua, se
pasaba de largo; pero don Quijote le dijo:
—Señor galán, si es que vuestra merced
lleva el camino que nosotros y no importa el
darse priesa, merced recibiría en que nos
fuésemos juntos.
—En verdad
—respondió el de la yegua
—
que no me pasara tan de largo, si no fuera
por temor que con la compañía de mi yegua
no se alborotara ese caballo.
—Bien puede, señor
—respondió a esta
sazón Sancho
—, bien puede tener las riendas
a su yegua, porque nuestro caballo es el más
honesto y bien mirado del mundo: jamás en
semejantes ocasiones ha hecho vileza alguna,
y una vez que se desmandó a hacerla la
lastamos mi señor y yo con las setenas. Digo
otra vez que puede vuestra merced
detenerse, si quisiere; que, aunque se la den
entre dos platos, a buen seguro que el
caballo no la arrostre.
Detuvo la rienda el caminante, admirándose
de la apostura y rostro de don Quijote, el cual
iba sin celada, que la llevaba Sancho como
maleta en el arzón delantero de la albarda del
rucio; y si mucho miraba el de lo verde a don
Quijote, mucho más miraba don Quijote al de
lo verde, pareciéndole hombre de chapa. La
edad mostraba ser de cincuenta años; las
canas, pocas, y el rostro, aguileño; la vista,
entre alegre y grave; finalmente, en el traje y
apostura daba a entender ser hombre de
buenas prendas.
Lo que juzgó de don Quijote de la Mancha el
de lo verde fue que semejante manera ni
parecer de hombre no le había visto jamás:
admiróle la longura de su caballo, la grandeza
de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su
rostro, sus armas, su ademán y compostura:
figura y retrato no visto por luengos tiempos
atrás en aquella tierra. Notó bien don Quijote
la atención con que el caminante le miraba, y
leyóle en la suspensión su deseo; y, como era
tan cortés y tan amigo de dar gusto a todos,
antes que le preguntase nada, le salió al
camino, diciéndole:
—Esta figura que vuesa merced en mí ha
visto, por ser tan nueva y tan fuera de las
que comúnmente se usan, no me maravillaría
yo de que le hubiese maravillado; pero dejará
vuesa merced de estarlo cuando le diga,
como le digo, que soy caballero
destos que dicen las gentes
que a sus aventuras van.
Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé
mi regalo, y entreguéme en los brazos de la
Fortuna, que me llevasen donde más fuese
servida. Quise resucitar la ya muerta andante
caballería, y ha muchos días que, tropezando
aquí, cayendo allí, despeñándome acá y
levantándome acullá, he cumplido gran parte
de mi deseo, socorriendo viudas, amparando
doncellas y favoreciendo casadas, huérfanos
y pupilos, propio y natural oficio de caballeros
andantes; y así, por mis valerosas, muchas y
cristianas hazañas he merecido andar ya en
estampa en casi todas o las más naciones del
mundo. Treinta mil volúmenes se han
impreso de mi historia, y lleva camino de
imprimirse treinta mil veces de millares, si el
cielo no lo remedia. Finalmente, por
encerrarlo todo en breves palabras, o en una
sola, digo que yo soy don Quijote de la
Mancha, por otro nombre llamado el
Caballero de la Triste Figura; y, puesto que
las propias alabanzas envilecen, esme forzoso
decir yo tal vez las mías, y esto se entiende
cuando no se halla presente quien las diga;
así que, señor gentilhombre, ni este caballo,
esta lanza, ni este escudo, ni escudero, ni
todas juntas estas armas, ni la amarillez de
mi rostro, ni mi atenuada flaqueza, os podrá
admirar de aquí adelante, habiendo ya sabido
quién soy y la profesión que hago.
Calló en diciendo esto don Quijote, y el de
lo verde, según se tardaba en responderle,
parecía que no acertaba a hacerlo; pero de
allí a buen espacio le dijo:
—Acertastes, señor caballero, a conocer por
mi suspensión mi deseo; pero no habéis
acertado a quitarme la maravilla que en mí
causa el haberos visto; que, puesto que,
como vos, señor, decís, que el saber ya quién
sois me lo podría quitar, no ha sido así;
antes, agora que lo sé, quedo más suspenso
y maravillado. ¿Cómo y es posible que hay
hoy caballeros andantes en el mundo, y que
hay historias impresas de verdaderas
caballerías? No me puedo persuadir que haya
hoy en la tierra quien favorezca viudas,
ampare doncellas, ni honre casadas, ni
socorra huérfanos, y no lo creyera si en
vuesa merced no lo hubiera visto con mis
ojos. ¡Bendito sea el cielo!, que con esa
historia, que vuesa merced dice que está
impresa, de sus altas y verdaderas
caballerías, se habrán puesto en olvido las
innumerables de los fingidos caballeros
andantes, de que estaba lleno el mundo, tan
en daño de las buenas costumbres y tan en
perjuicio y descrédito de las buenas historias.
—Hay mucho que decir
—respondió don
Quijote
— en razón de si son fingidas, o no,
las historias de los andantes caballeros.
—Pues, ¿hay quien dude
—respondió el
Verde
— que no son falsas las tales historias?
—Yo lo dudo
—respondió don Quijote
—, y
quédese esto aquí; que si nuestra jornada
dura, espero en Dios de dar a entender a
vuesa merced que ha hecho mal en irse con
la corriente de los que tienen por cierto que
no son verdaderas.
Desta última razón de don Quijote tomó
barruntos el caminante de que don Quijote
debía de ser algún mentecato, y aguardaba
que con otras lo confirmase; pero, antes que
se divertiesen en otros razonamientos, don
Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le
había dado parte de su condición y de su
vida. A lo que respondió el del Verde Gabán:
—Yo, señor Caballero de la Triste Figura,
soy un hidalgo natural de un lugar donde
iremos a comer hoy, si Dios fuere servido.
Soy más que medianamente rico y es mi
nombre don Diego de Miranda; paso la vida
con mi mujer, y con mis hijos, y con mis
amigos; mis ejercicios son el de la caza y
pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos,
sino algún perdigón manso, o algún hurón
atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros,
cuáles de romance y cuáles de latín, de
historia algunos y de devoción otros; los de
caballerías aún no han entrado por los
umbrales de mis puertas. Hojeo más los que
son profanos que los devotos, como sean de
honesto entretenimiento, que deleiten con el
lenguaje y admiren y suspendan con la
invención, puesto que déstos hay muy pocos
en España. Alguna vez como con mis vecinos
y amigos, y muchas veces los convido; son
mis convites limpios y aseados, y no nada
escasos; ni gusto de murmurar, ni consiento
que delante de mí se murmure; no escudriño
las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de
los otros; oigo misa cada día; reparto de mis
bienes con los pobres, sin hacer alarde de las
buenas obras, por no dar entrada en mi
corazón a la hipocresía y vanagloria,
enemigos que blandamente se apoderan del
corazón más recatado; procuro poner en paz
los que sé que están desavenidos; soy devoto
de nuestra Señora, y confío siempre en la
misericordia infinita de Dios nuestro Señor.
Atentísimo estuvo Sancho a la relación de la
vida y entretenimientos del hidalgo; y,
pareciéndole buena y santa y que quien la
hacía debía de hacer milagros, se arrojó del
rucio, y con gran priesa le fue a asir del
estribo derecho, y con devoto corazón y casi
lágrimas le besó los pies una y muchas veces.
Visto lo cual por el hidalgo, le preguntó:
—¿Qué hacéis, hermano? ¿Qué besos son
éstos?
—Déjenme besar
—respondió Sancho
—,
porque me parece vuesa merced el primer
santo a la jineta que he visto en todos los
días de mi vida.
—No soy santo
—respondió el hidalgo
—,
sino gran pecador; vos sí, hermano, que
debéis de ser bueno, como vuestra
simplicidad lo muestra.
Volvió Sancho a cobrar la albarda, habiendo
sacado a plaza la risa de la profunda
malencolía de su amo y causado nueva
admiración a don Diego. Preguntóle don
Quijote que cuántos hijos tenía, y díjole que
una de las cosas en que ponían el sumo bien
los antiguos filósofos, que carecieron del
verdadero conocimiento de Dios, fue en los
bienes de la naturaleza, en los de la fortuna,
en tener muchos amigos y en tener muchos y
buenos hijos.
—Yo, señor don Quijote
—respondió el
hidalgo
—, tengo un hijo, que, a no tenerle,
quizá me juzgara por más dichoso de lo que
soy; y no porque él sea malo, sino porque no
es tan bueno como yo quisiera. Será de edad
de diez y ocho años: los seis ha estado en
Salamanca, aprendiendo las lenguas latina y
griega; y, cuando quise que pasase a estudiar
otras ciencias, halléle tan embebido en la de
la poesía, si es que se puede llamar ciencia,
que no es posible hacerle arrostrar la de las
leyes, que yo quisiera que estudiara, ni de la
reina de todas, la teología. Quisiera yo que
fuera corona de su linaje, pues vivimos en
siglo donde nuestros reyes premian
altamente las virtuosas y buenas letras;
porque letras sin virtud son perlas en el
muladar. Todo el día se le pasa en averiguar
si dijo bien o mal Homero en tal verso de la
Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto, o no, en
tal epigrama; si se han de entender de una
manera o otra tales y tales versos de Virgilio.
En fin, todas sus conversaciones son con los
libros de los referidos poetas, y con los de
Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo; que de los
modernos romancistas no hace mucha
cuenta; y, con todo el mal cariño que
muestra tener a la poesía de romance, le
tiene agora desvanecidos los pensamientos el
hacer una glosa a cuatro versos que le han
enviado de Salamanca, y pienso que son de
justa literaria.
A todo lo cual respondió don Quijote:
—Los hijos, señor, son pedazos de las
entrañas de sus padres, y así, se han de
querer, o buenos o malos que sean, como se
quieren las almas que nos dan vida; a los
padres toca el encaminarlos desde pequeños
por los pasos de la virtud, de la buena crianza
y de las buenas y cristianas costumbres, para
que cuando grandes sean báculo de la vejez
de sus padres y gloria de su posteridad; y en
lo de forzarles que estudien esta o aquella
ciencia no lo tengo por acertado, aunque el
persuadirles no será dañoso; y cuando no se
ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan
venturoso el estudiante que le dio el cielo
padres que se lo dejen, sería yo de parecer
que le dejen seguir aquella ciencia a que más
le vieren inclinado; y, aunque la de la poesía
es menos útil que deleitable, no es de
aquellas que suelen deshonrar a quien las
posee. La poesía, señor hidalgo, a mi
parecer, es como una doncella tierna y de
poca edad, y en todo estremo hermosa, a
quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y
adornar otras muchas doncellas, que son
todas las otras ciencias, y ella se ha de servir
de todas, y todas se han de autorizar con
ella; pero esta tal doncella no quiere ser
manoseada, ni traída por las calles, ni
publicada por las esquinas de las plazas ni
por los rincones de los palacios. Ella es hecha
de una alquimia de tal virtud, que quien la
sabe tratar la volverá en oro purísimo de
inestimable precio; hala de tener, el que la
tuviere, a raya, no dejándola correr en torpes
sátiras ni en desalmados sonetos; no ha de
ser vendible en ninguna manera, si ya no
fuere en poemas heroicos, en lamentables
tragedias, o en comedias alegres y
artificiosas; no se ha de dejar tratar de los
truhanes, ni del ignorante vulgo, incapaz de
conocer ni estimar los tesoros que en ella se
encierran. Y no penséis, señor, que yo llamo
aquí vulgo solamente a la gente plebeya y
humilde; que todo aquel que no sabe, aunque
sea señor y príncipe, puede y debe entrar en
número de vulgo. Y así, el que con los
requisitos que he dicho tratare y tuviere a la
poesía, será famoso y estimado su nombre en
todas las naciones políticas del mundo. Y a lo
que decís, señor, que vuestro hijo no estima
mucho la poesía de romance, doyme a
entender que no anda muy acertado en ello,
y la razón es ésta: el grande Homero no
escribió en latín, porque era griego, ni Virgilio
no escribió en griego, porque era latino. En
resolución, todos los poetas antiguos
escribieron en la lengua que mamaron en la
leche, y no fueron a buscar las estranjeras
para declarar la alteza de sus conceptos. Y,
siendo esto así, razón sería se estendiese
esta costumbre por todas las naciones, y que
no se desestimase el poeta alemán porque
escribe en su lengua, ni el castellano, ni aun
el vizcaíno, que escribe en la suya. Pero
vuestro hijo, a lo que yo, señor, imagino, no
debe de estar mal con la poesía de romance,
sino con los poetas que son meros
romancistas, sin saber otras lenguas ni otras
ciencias que adornen y despierten y ayuden a
su natural impulso; y aun en esto puede
haber yerro; porque, según es opinión
verdadera, el poeta nace: quieren decir que
del vientre de su madre el poeta natural sale
poeta; y, con aquella inclinación que le dio el
cielo, sin más estudio ni artificio, compone
cosas, que hace verdadero al que dijo: est
Deus in nobis..., etcétera. También digo que
el natural poeta que se ayudare del arte será
mucho mejor y se aventajará al poeta que
sólo por saber el arte quisiere serlo; la razón
es porque el arte no se aventaja a la
naturaleza, sino perficiónala; así que,
mezcladas la naturaleza y el arte, y el arte
con la naturaleza, sacarán un perfetísimo
poeta. Sea, pues, la conclusión de mi plática,
señor hidalgo, que vuesa merced deje
caminar a su hijo por donde su estrella le
llama; que, siendo él tan buen estudiante
como debe de ser, y habiendo ya subido
felicemente el primer escalón de las esencias,
que es el de las lenguas, con ellas por sí
mesmo subirá a la cumbre de las letras
humanas, las cuales tan bien parecen en un
caballero de capa y espada, y así le adornan,
honran y engrandecen, como las mitras a los
obispos, o como las garnachas a los peritos
jurisconsultos. Riña vuesa merced a su hijo si
hiciere sátiras que perjudiquen las honras
ajenas, y castíguele, y rómpaselas, pero si
hiciere sermones al modo de Horacio, donde
reprehenda los vicios en general, como tan
elegantemente él lo hizo, alábele: porque
lícito es al poeta escribir contra la invidia, y
decir en sus versos mal de los invidiosos, y
así de los otros vicios, con que no señale
persona alguna; pero hay poetas que, a
trueco de decir una malicia, se pondrán a
peligro que los destierren a las islas de Ponto.
Si el poeta fuere casto en sus costumbres, lo
será también en sus versos; la pluma es
lengua del alma: cuales fueren los conceptos
que en ella se engendraren, tales serán sus
escritos; y cuando los reyes y príncipes veen
la milagrosa ciencia de la poesía en sujetos
prudentes, virtuosos y graves, los honran, los
estiman y los enriquecen, y aun los coronan
con las hojas del árbol a quien no ofende el
rayo, como en señal que no han de ser
ofendidos de nadie los que con tales coronas
veen honrados y adornadas sus sienes.
Admirado quedó el del Verde Gabán del
razonamiento de don Quijote, y tanto, que
fue perdiendo de la opinión que con él tenía,
de ser mentecato. Pero, a la mitad desta
plática, Sancho, por no ser muy de su gusto,
se había desviado del camino a pedir un poco
de leche a unos pastores que allí junto
estaban ordeñando unas ovejas; y, en esto,
ya volvía a renovar la plática el hidalgo,
satisfecho en estremo de la discreción y buen
discurso de don Quijote, cuando, alzando don
Quijote la cabeza, vio que por el camino por
donde ellos iban venía un carro lleno de
banderas reales; y, creyendo que debía de
ser alguna nueva aventura, a grandes voces
llamó a Sancho que viniese a darle la celada.
El cual Sancho, oyéndose llamar, dejó a los
pastores, y a toda priesa picó al rucio, y llegó
donde su amo estaba, a quien sucedió una
espantosa y desatinada aventura.
Capítulo XVII. De donde se
declaró el último punto y
estremo adonde llegó y
pudo llegar el inaudito
ánimo de don Quijote, con
la felicemente acabada
aventura de los leones
Cuenta la historia que cuando don Quijote
daba voces a Sancho que le trujese el yelmo,
estaba él comprando unos requesones que
los pastores le vendían; y, acosado de la
mucha priesa de su amo, no supo qué hacer
dellos, ni en qué traerlos, y, por no perderlos,
que ya los tenía pagados, acordó de echarlos
en la celada de su señor, y con este buen
recado volvió a ver lo que le quería; el cual,
en llegando, le dijo:
—Dame, amigo, esa celada; que yo sé poco
de aventuras, o lo que allí descubro es alguna
que me ha de necesitar, y me necesita, a
tomar mis armas.
El del Verde Gabán, que esto oyó, tendió la
vista por todas partes, y no descubrió otra
cosa que un carro que hacia ellos venía, con
dos o tres banderas pequeñas, que le dieron
a entender que el tal carro debía de traer
moneda de Su Majestad, y así se lo dijo a don
Quijote; pero él no le dio crédito, siempre
creyendo y pensando que todo lo que le
sucediese habían de ser aventuras y más
aventuras, y así, respondió al hidalgo:
—Hombre apercebido, medio combatido: no
se pierde nada en que yo me aperciba, que
sé por experiencia que tengo enemigos
visibles e invisibles, y no sé cuándo, ni
adónde, ni en qué tiempo, ni en qué figuras
me han de acometer.
Y, volviéndose a Sancho, le pidió la celada;
el cual, como no tuvo lugar de sacar los
requesones, le fue forzoso dársela como
estaba. Tomóla don Quijote, y, sin que
echase de ver lo que dentro venía, con toda
priesa se la encajó en la cabeza; y, como los
requesones se apretaron y exprimieron,
comenzó a correr el suero por todo el rostro y
barbas de don Quijote, de lo que recibió tal
susto, que dijo a Sancho:
—¿Qué será esto, Sancho, que parece que
se me ablandan los cascos, o se me derriten
los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza?
Y si es que sudo, en verdad que no es de
miedo; sin duda creo que es terrible la
aventura que agora quiere sucederme. Dame,
si tienes, con que me limpie, que el copioso
sudor me ciega los ojos.
Calló Sancho y diole un paño, y dio con él
gracias a Dios de que su señor no hubiese
caído en el caso. Limpióse don Quijote y
quitóse la celada por ver qué cosa era la que,
a su parecer, le enfriaba la cabeza, y, viendo
aquellas gachas blancas dentro de la celada,
las llegó a las narices, y en oliéndolas dijo:
—Por vida de mi señora Dulcinea del
Toboso, que son requesones los que aquí me
has puesto, traidor, bergante y mal mirado
escudero.
A lo que, con gran flema y disimulación,
respondió Sancho:
—Si son requesones, démelos vuesa
merced, que yo me los comeré... Pero
cómalos el diablo, que debió de ser el que ahí
los puso. ¿Yo había de tener atrevimiento de
ensuciar el yelmo de vuesa merced? ¡Hallado
le habéis el atrevido! A la fe, señor, a lo que
Dios me da a entender, también debo yo de
tener encantadores que me persiguen como a
hechura y miembro de vuesa merced, y
habrán puesto ahí esa inmundicia para mover
a cólera su paciencia y hacer que me muela,
como suele, las costillas. Pues en verdad que
esta vez han dado salto en vago, que yo
confío en el buen discurso de mi señor, que
habrá considerado que ni yo tengo
requesones, ni leche, ni otra cosa que lo
valga, y que si la tuviera, antes la pusiera en
mi estómago que en la celada.
—Todo puede ser
—dijo don Quijote.
Y todo lo miraba el hidalgo, y de todo se
admiraba, especialmente cuando, después de
haberse limpiado don Quijote cabeza, rostro y
barbas y celada, se la encajó; y, afirmándose
bien en los estribos, requiriendo la espada y
asiendo la lanza, dijo:
—Ahora, venga lo que veniere, que aquí
estoy con ánimo de tomarme con el mesmo
Satanás en persona.
Llegó en esto el carro de las banderas, en el
cual no venía otra gente que el carretero, en
las mulas, y un hombre sentado en la
delantera. Púsose don Quijote delante y dijo:
—¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es
éste, qué lleváis en él y qué banderas son
aquéstas?
A lo que respondió el carretero:
—El carro es mío; lo que va en él son dos
bravos leones enjaulados, que el general de
Orán envía a la corte, presentados a Su
Majestad; las banderas son del rey nuestro
señor, en señal que aquí va cosa suya.
—Y ¿son grandes los leones?
—preguntó
don Quijote.
—Tan grandes
—respondió el hombre que
iba a la puerta del carro
—, que no han
pasado mayores, ni tan grandes, de Africa a
España jamás; y yo soy el leonero, y he
pasado otros, pero como éstos, ninguno. Son
hembra y macho; el macho va en esta jaula
primera, y la hembra en la de atrás; y ahora
van hambrientos porque no han comido hoy;
y así, vuesa merced se desvíe, que es
menester llegar presto donde les demos de
comer.
A lo que dijo don Quijote, sonriéndose un
poco:
—¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales
horas? Pues, ¡por Dios que han de ver esos
señores que acá los envían si soy yo hombre
que se espanta de leones! Apeaos, buen
hombre, y, pues sois el leonero, abrid esas
jaulas y echadme esas bestias fuera, que en
mitad desta campaña les daré a conocer
quién es don Quijote de la Mancha, a
despecho y pesar de los encantadores que a
mí los envían.
—¡Ta, ta!
—dijo a esta sazón entre sí el
hidalgo
—, dado ha señal de quién es nuestro
buen caballero: los requesones, sin duda, le
han ablandado los cascos y madurado los
sesos.
Llegóse en esto a él Sancho y díjole:
—Señor, por quien Dios es, que vuesa
merced haga de manera que mi señor don
Quijote no se tome con estos leones, que si
se toma, aquí nos han de hacer pedazos a
todos.
—Pues, ¿tan loco es vuestro amo
—
respondió el hidalgo
—, que teméis, y creéis
que se ha de tomar con tan fieros animales?
—No es loco
—respondió Sancho
—, sino
atrevido.
—Yo haré que no lo sea
—replicó el hidalgo.
Y, llegándose a don Quijote, que estaba
dando priesa al leonero que abriese las
jaulas, le dijo:
—Señor caballero, los caballeros andantes
han de acometer las aventuras que prometen
esperanza de salir bien dellas, y no aquellas
que de en todo la quitan; porque la valentía
que se entra en la juridición de la temeridad,
más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto
más, que estos leones no vienen contra
vuesa merced, ni lo sueñan: van presentados
a Su Majestad, y no será bien detenerlos ni
impedirles su viaje.
—Váyase vuesa merced, señor hidalgo
—
respondió don Quijote
—, a entender con su
perdigón manso y con su hurón atrevido, y
deje a cada uno hacer su oficio. Éste es el
mío, y yo sé si vienen a mí, o no, estos
señores leones.
Y, volviéndose al leonero, le dijo:
—¡Voto a tal, don bellaco, que si no abrís
luego luego las jaulas, que con esta lanza os
he de coser con el carro!
El carretero, que vio la determinación de
aquella armada fantasía, le dijo:
—Señor mío, vuestra merced sea servido,
por caridad, dejarme desuncir las mulas y
ponerme en salvo con ellas antes que se
desenvainen los leones, porque si me las
matan, quedaré rematado para toda mi vida;
que no tengo otra hacienda sino este carro y
estas mulas.
—¡Oh hombre de poca fe!
—respondió don
Quijote
—, apéate y desunce, y haz lo que
quisieres, que presto verás que trabajaste en
vano y que pudieras ahorrar desta diligencia.
Apeóse el carretero y desunció a gran
priesa, y el leonero dijo a grandes voces:
—Séanme testigos cuantos aquí están cómo
contra mi voluntad y forzado abro las jaulas y
suelto los leones, y de que protesto a este
señor que todo el mal y daño que estas
bestias hicieren corra y vaya por su cuenta,
con más mis salarios y derechos. Vuestras
mercedes, señores, se pongan en cobro antes
que abra, que yo seguro estoy que no me
han de hacer daño.
Otra vez le persuadió el hidalgo que no
hiciese locura semejante, que era tentar a
Dios acometer tal disparate. A lo que
respondió don Quijote que él sabía lo que
hacía. Respondióle el hidalgo que lo mirase
bien, que él entendía que se engañaba.
—Ahora, señor
—replicó don Quijote
—, si
vuesa merced no quiere ser oyente desta que
a su parecer ha de ser tragedia, pique la
tordilla y póngase en salvo.
Oído lo cual por Sancho, con lágrimas en los
ojos le suplicó desistiese de tal empresa, en
cuya comparación habían sido tortas y pan
pintado la de los molinos de viento y la
temerosa de los batanes, y, finalmente, todas
las hazañas que había acometido en todo el
discurso de su vida.
—Mire, señor
—decía Sancho
—, que aquí no
hay encanto ni cosa que lo valga; que yo he
visto por entre las verjas y resquicios de la
jaula una uña de león verdadero, y saco por
ella que el tal león, cuya debe de ser la tal
uña, es mayor que una montaña.
—El miedo, a lo menos
—respondió don
Quijote
—, te le hará parecer mayor que la
mitad del mundo. Retírate, Sancho, y
déjame; y si aquí muriere, ya sabes nuestro
antiguo concierto: acudirás a Dulcinea, y no
te digo más.
A éstas añadió otras razones, con que quitó
las esperanzas de que no había de dejar de
proseguir su desvariado intento. Quisiera el
del Verde Gabán oponérsele, pero viose
desigual en las armas, y no le pareció cordura
tomarse con un loco, que ya se lo había
parecido de todo punto don Quijote; el cual,
volviendo a dar priesa al leonero y a reiterar
las amenazas, dio ocasión al hidalgo a que
picase la yegua, y Sancho al rucio, y el
carretero a sus mulas, procurando todos
apartarse del carro lo más que pudiesen,
antes que los leones se desembanastasen.
Lloraba Sancho la muerte de su señor, que
aquella vez sin duda creía que llegaba en las
garras de los leones; maldecía su ventura, y
llamaba menguada la hora en que le vino al
pensamiento volver a servirle; pero no por
llorar y lamentarse dejaba de aporrear al
rucio para que se alejase del carro. Viendo,
pues, el leonero que ya los que iban huyendo
estaban bien desviados, tornó a requerir y a
intimar a don Quijote lo que ya le había
requerido e intimado, el cual respondió que lo
oía, y que no se curase de más intimaciones
y requirimientos, que todo sería de poco
fruto, y que se diese priesa.
En el espacio que tardó el leonero en abrir
la jaula primera, estuvo considerando don
Quijote si sería bien hacer la batalla antes a
pie que a caballo; y, en fin, se determinó de
hacerla a pie, temiendo que Rocinante se
espantaría con la vista de los leones. Por esto
saltó del caballo, arrojó la lanza y embrazó el
escudo, y, desenvainando la espada, paso
ante paso, con maravilloso denuedo y
corazón valiente, se fue a poner delante del
carro, encomendándose a Dios de todo
corazón, y luego a su señora Dulcinea.
Y es de saber que, llegando a este paso, el
autor de esta verdadera historia exclama y
dice: ''¡Oh fuerte y, sobre todo
encarecimiento, animoso don Quijote de la
Mancha, espejo donde se pueden mirar todos
los valientes del mundo, segundo y nuevo
don Manuel de León, que fue gloria y honra
de los españoles caballeros! ¿Con qué
palabras contaré esta tan espantosa hazaña,
o con qué razones la haré creíble a los siglos
venideros, o qué alabanzas habrá que no te
convengan y cuadren, aunque sean
hipérboles sobre todos los hipérboles? Tú a
pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con
sola una espada, y no de las del perrillo
cortadoras, con un escudo no de muy luciente
y limpio acero, estás aguardando y
atendiendo los dos más fieros leones que
jamás criaron las africanas selvas. Tus
mismos hechos sean los que te alaben,
valeroso manchego, que yo los dejo aquí en
su punto por faltarme palabras con que
encarecerlos''.
Aquí cesó la referida exclamación del autor,
y pasó adelante, anudando el hilo de la
historia, diciendo que, visto el leonero ya
puesto en postura a don Quijote, y que no
podía dejar de soltar al león macho, so pena
de caer en la desgracia del indignado y
atrevido caballero, abrió de par en par la
primera jaula, donde estaba, como se ha
dicho, el león, el cual pareció de grandeza
extraordinaria y de espantable y fea
catadura. Lo primero que hizo fue revolverse
en la jaula, donde venía echado, y tender la
garra, y desperezarse todo; abrió luego la
boca y bostezó muy despacio, y, con casi dos
palmos de lengua que sacó fuera, se
despolvoreó los ojos y se lavó el rostro;
hecho esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y
miró a todas partes con los ojos hechos
brasas, vista y ademán para poner espanto a
la misma temeridad. Sólo don Quijote lo
miraba atentamente, deseando que saltase
ya del carro y viniese con él a las manos,
entre las cuales pensaba hacerle pedazos.
Hasta aquí llegó el estremo de su jamás
vista locura. Pero el generoso león, más
comedido que arrogante, no haciendo caso de
niñerías, ni de bravatas, después de haber
mirado a una y otra parte, como se ha dicho,
volvió las espaldas y enseñó sus traseras
partes a don Quijote, y con gran flema y
remanso se volvió a echar en la jaula. Viendo
lo cual don Quijote, mandó al leonero que le
diese de palos y le irritase para echarle fuera.
—Eso no haré yo
—respondió el leonero
—,
porque si yo le instigo, el primero a quien
hará pedazos será a mí mismo. Vuesa
merced, señor caballero, se contente con lo
hecho, que es todo lo que puede decirse en
género de valentía, y no quiera tentar
segunda fortuna. El león tiene abierta la
puerta: en su mano está salir, o no salir;
pero, pues no ha salido hasta ahora, no
saldrá en todo el día. La grandeza del corazón
de vuesa merced ya está bien declarada:
ningún bravo peleante, según a mí se me
alcanza, está obligado a más que a desafiar a
su enemigo y esperarle en campaña; y si el
contrario no acude, en él se queda la infamia,
y el esperante gana la corona del
vencimiento.
—Así es verdad
—respondió don Quijote
—:
cierra, amigo, la puerta, y dame por
testimonio, en la mejor forma que pudieres,
lo que aquí me has visto hacer; conviene a
saber: cómo tú abriste al león, yo le esperé,
él no salió; volvíle a esperar, volvió a no salir
y volvióse acostar. No debo más, y encantos
afuera, y Dios ayude a la razón y a la verdad,
y a la verdadera caballería; y cierra, como he
dicho, en tanto que hago señas a los huidos y
ausentes, para que sepan de tu boca esta
hazaña.
Hízolo así el leonero, y don Quijote,
poniendo en la punta de la lanza el lienzo con
que se había limpiado el rostro de la lluvia de
los requesones, comenzó a llamar a los que
no dejaban de huir ni de volver la cabeza a
cada paso, todos en tropa y antecogidos del
hidalgo; pero, alcanzando Sancho a ver la
señal del blanco paño, dijo:
—Que me maten si mi señor no ha vencido
a las fieras bestias, pues nos llama.
Detuviéronse todos, y conocieron que el
que hacía las señas era don Quijote; y,
perdiendo alguna parte del miedo, poco a
poco se vinieron acercando hasta donde
claramente oyeron las voces de don Quijote,
que los llamaba. Finalmente, volvieron al
carro, y, en llegando, dijo don Quijote al
carretero:
—Volved, hermano, a uncir vuestras mulas
y a proseguir vuestro viaje; y tú, Sancho,
dale dos escudos de oro, para él y para el
leonero, en recompensa de lo que por mí se
han detenido.
—Ésos daré yo de muy buena gana
—
respondió Sancho
—; pero, ¿qué se han hecho
los leones? ¿Son muertos, o vivos?
Entonces el leonero, menudamente y por
sus pausas, contó el fin de la contienda,
exagerando, como él mejor pudo y supo, el
valor de don Quijote, de cuya vista el león,
acobardado, no quiso ni osó salir de la jaula,
puesto que había tenido un buen espacio
abierta la puerta de la jaula; y que, por haber
él dicho a aquel caballero que era tentar a
Dios irritar al león para que por fuerza
saliese, como él quería que se irritase, mal de
su grado y contra toda su voluntad, había
permitido que la puerta se cerrase.
—¿Qué te parece desto, Sancho?
—dijo don
Quijote
—. ¿Hay encantos que valgan contra
la verdadera valentía? Bien podrán los
encantadores quitarme la ventura, pero el
esfuerzo y el ánimo, será imposible.
Dio los escudos Sancho, unció el carretero,
besó las manos el leonero a don Quijote por
la merced recebida, y prometióle de contar
aquella valerosa hazaña al mismo rey,
cuando en la corte se viese.
—Pues, si acaso Su Majestad preguntare
quién la hizo, diréisle que el Caballero de los
Leones, que de aquí adelante quiero que en
éste se trueque, cambie, vuelva y mude el
que hasta aquí he tenido del Caballero de la
Triste Figura; y en esto sigo la antigua
usanza de los andantes caballeros, que se
mudaban los nombres cuando querían, o
cuando les venía a cuento.
Siguió su camino el carro, y don Quijote,
Sancho y el del Verde Gabán prosiguieron el
suyo.
En todo este tiempo no había hablado
palabra don Diego de Miranda, todo atento a
mirar y a notar los hechos y palabras de don
Quijote, pareciéndole que era un cuerdo loco
y un loco que tiraba a cuerdo. No había aún
llegado a su noticia la primera parte de su
historia; que si la hubiera leído, cesara la
admiración en que lo ponían sus hechos y sus
palabras, pues ya supiera el género de su
locura; pero, como no la sabía, ya le tenía
por cuerdo y ya por loco, porque lo que
hablaba era concertado, elegante y bien
dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario
y tonto. Y decía entre sí:
—¿Qué más locura puede ser que ponerse
la celada llena de requesones y darse a
entender que le ablandaban los cascos los
encantadores? Y ¿qué mayor temeridad y
disparate que querer pelear por fuerza con
leones?
Destas imaginaciones y deste soliloquio le
sacó don Quijote, diciéndole:
—¿Quién duda, señor don Diego de
Miranda, que vuestra merced no me tenga en
su opinión por un hombre disparatado y loco?
Y no sería mucho que así fuese, porque mis
obras no pueden dar testimonio de otra cosa.
Pues, con todo esto, quiero que vuestra
merced advierta que no soy tan loco ni tan
menguado como debo de haberle parecido.
Bien parece un gallardo caballero, a los ojos
de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar
una lanzada con felice suceso a un bravo
toro; bien parece un caballero, armado de
resplandecientes armas, pasar la tela en
alegres justas delante de las damas, y bien
parecen todos aquellos caballeros que en
ejercicios militares, o que lo parezcan,
entretienen y alegran, y, si se puede decir,
honran las cortes de sus príncipes; pero
sobre todos éstos parece mejor un caballero
andante, que por los desiertos, por las
soledades, por las encrucijadas, por las
selvas y por los montes anda buscando
peligrosas aventuras, con intención de darles
dichosa y bien afortunada cima, sólo por
alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor
parece, digo, un caballero andante,
socorriendo a una viuda en algún despoblado,
que un cortesano caballero, requebrando a
una doncella en las ciudades. Todos los
caballeros tienen sus particulares ejercicios:
sirva a las damas el cortesano; autorice la
corte de su rey con libreas; sustente los
caballeros pobres con el espléndido plato de
su mesa; concierte justas, mantenga torneos
y muéstrese grande, liberal y magnífico, y
buen cristiano, sobre todo, y desta manera
cumplirá con sus precisas obligaciones. Pero
el andante caballero busque los rincones del
mundo; éntrese en los más intricados
laberintos; acometa a cada paso lo imposible;
resista en los páramos despoblados los
ardientes rayos del sol en la mitad del
verano, y en el invierno la dura inclemencia
de los vientos y de los yelos; no le asombren
leones, ni le espanten vestiglos, ni
atemoricen endriagos; que buscar éstos,
acometer aquéllos y vencerlos a todos son
sus principales y verdaderos ejercicios. Yo,
pues, como me cupo en suerte ser uno del
número de la andante caballería, no puedo
dejar de acometer todo aquello que a mí me
pareciere que cae debajo de la juridición de
mis ejercicios; y así, el acometer los leones
que ahora acometí derechamente me tocaba,
puesto que conocí ser temeridad esorbitante,
porque bien sé lo que es valentía, que es una
virtud que está puesta entre dos estremos
viciosos, como son la cobardía y la
temeridad; pero menos mal será que el que
es valiente toque y suba al punto de
temerario, que no que baje y toque en el
punto de cobarde; que así como es más fácil
venir el pródigo a ser liberal que al avaro, así
es más fácil dar el temerario en verdadero
valiente que no el cobarde subir a la
verdadera valentía; y, en esto de acometer
aventuras, créame vuesa merced, señor don
Diego, que antes se ha de perder por carta de
más que de menos, porque mejor suena en
las orejas de los que lo oyen "el tal caballero
es temerario y atrevido" que no "el tal
caballero es tímido y cobarde".
—Digo, señor don Quijote
—respondió don
Diego
—, que todo lo que vuesa merced ha
dicho y hecho va nivelado con el fiel de la
misma razón, y que entiendo que si las
ordenanzas y leyes de la caballería andante
se perdiesen, se hallarían en el pecho de
vuesa merced como en su mismo depósito y
archivo. Y démonos priesa, que se hace
tarde, y lleguemos a mi aldea y casa, donde
descansará vuestra merced del pasado
trabajo, que si no ha sido del cuerpo, ha sido
del espíritu, que suele tal vez redundar en
cansancio del cuerpo.
—Tengo el ofrecimiento a gran favor y
merced, señor don Diego
— respondió don
Quijote.
Y, picando más de lo que hasta entonces,
serían como las dos de la tarde cuando
llegaron a la aldea y a la casa de don Diego,
a quien don Quijote llamaba el Caballero del
Verde Gabán.
Capítulo XVIII. De lo que
sucedió a don Quijote en el
castillo o casa del Caballero
del Verde Gabán, con otras
cosas extravagantes
Halló don Quijote ser la casa de don Diego
de Miranda ancha como de aldea; las armas,
empero, aunque de piedra tosca, encima de
la puerta de la calle; la bodega, en el patio;
la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la
redonda, que, por ser del Toboso, le
renovaron las memorias de su encantada y
transformada Dulcinea; y sospirando, y sin
mirar lo que decía, ni delante de quién
estaba, dijo:
—¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería!
¡Oh tobosescas tinajas, que me habéis
traído a la memoria la dulce prenda de mi
mayor amargura!
Oyóle decir esto el estudiante poeta, hijo de
don Diego, que con su madre había salido a
recebirle, y madre y hijo quedaron suspensos
de ver la estraña figura de don Quijote; el
cual, apeándose de Rocinante, fue con mucha
cortesía a pedirle las manos para besárselas,
y don Diego dijo:
—Recebid, señora, con vuestro sólito
agrado al señor don Quijote de la Mancha,
que es el que tenéis delante, andante
caballero y el más valiente y el más discreto
que tiene el mundo.
La señora, que doña Cristina se llamaba, le
recibió con muestras de mucho amor y de
mucha cortesía, y don Quijote se le ofreció
con asaz de discretas y comedidas razones.
Casi los mismos comedimientos pasó con el
estudiante, que, en oyéndole hablar don
Quijote, le tuvo por discreto y agudo.
Aquí pinta el autor todas las circunstancias
de la casa de don Diego, pintándonos en ellas
lo que contiene una casa de un caballero
labrador y rico; pero al traductor desta
historia le pareció pasar estas y otras
semejantes menudencias en silencio, porque
no venían bien con el propósito principal de la
historia, la cual más tiene su fuerza en la
verdad que en las frías digresiones.
Entraron a don Quijote en una sala,
desarmóle Sancho, quedó en valones y en
jubón de camuza, todo bisunto con la mugre
de las armas: el cuello era valona a lo
estudiantil, sin almidón y sin randas; los
borceguíes eran datilados, y encerados los
zapatos. Ciñóse su buena espada, que pendía
de un tahalí de lobos marinos; que es opinión
que muchos años fue enfermo de los riñones;
cubrióse un herreruelo de buen paño pardo;
pero antes de todo, con cinco calderos, o
seis, de agua, que en la cantidad de los
calderos hay alguna diferencia, se lavó la
cabeza y rostro, y todavía se quedó el agua
de color de suero, merced a la golosina de
Sancho y a la compra de sus negros
requesones, que tan blanco pusieron a su
amo. Con los referidos atavíos, y con gentil
donaire y gallardía, salió don Quijote a otra
sala, donde el estudiante le estaba esperando
para entretenerle en tanto que las mesas se
ponían; que, por la venida de tan noble
huésped, quería la señora doña Cristina
mostrar que sabía y podía regalar a los que a
su casa llegasen.
En tanto que don Quijote se estuvo
desarmando, tuvo lugar don Lorenzo, que así
se llamaba el hijo de don Diego, de decir a su
padre:
—¿Quién diremos, señor, que es este
caballero que vuesa merced nos ha traído a
casa? Que el nombre, la figura, y el decir que
es caballero andante, a mí y a mi madre nos
tiene suspensos.
—No sé lo que te diga, hijo
—respondió don
Diego
—; sólo te sabré decir que le he visto
hacer cosas del mayor loco del mundo, y
decir razones tan discretas que borran y
deshacen sus hechos: háblale tú, y toma el
pulso a lo que sabe, y, pues eres discreto,
juzga de su discreción o tontería lo que más
puesto en razón estuviere; aunque, para
decir verdad, antes le tengo por loco que por
cuerdo.
Con esto, se fue don Lorenzo a entretener a
don Quijote, como queda dicho, y, entre
otras pláticas que los dos pasaron, dijo don
Quijote a don Lorenzo:
—El señor don Diego de Miranda, padre de
vuesa merced, me ha dado noticia de la rara
habilidad y sutil ingenio que vuestra merced
tiene, y, sobre todo, que es vuesa merced un
gran poeta.
—Poeta, bien podrá ser
—respondió don
Lorenzo
—, pero grande, ni por pensamiento.
Verdad es que yo soy algún tanto aficionado
a la poesía y a leer los buenos poetas, pero
no de manera que se me pueda dar el
nombre de grande que mi padre dice.
—No me parece mal esa humildad
—
respondió don Quijote
—, porque no hay
poeta que no sea arrogante y piense de sí
que es el mayor poeta del mundo.
—No hay regla sin excepción
—respondió
don Lorenzo
—, y alguno habrá que lo sea y
no lo piense.
—Pocos
—respondió don Quijote
—; pero
dígame vuesa merced: ¿qué versos son los
que agora trae entre manos, que me ha dicho
el señor su padre que le traen algo inquieto y
pensativo? Y si es alguna glosa, a mí se me
entiende algo de achaque de glosas, y
holgaría saberlos; y si es que son de justa
literaria, procure vuestra merced llevar el
segundo premio, que el primero siempre se
lleva el favor o la gran calidad de la persona,
el segundo se le lleva la mera justicia, y el
tercero viene a ser segundo, y el primero, a
esta cuenta, será el tercero, al modo de las
licencias que se dan en las universidades;
pero, con todo esto, gran personaje es el
nombre de primero.
—Hasta ahora
—dijo entre sí don Lorenzo
—,
no os podré yo juzgar por loco; vamos
adelante.
Y díjole:
—Paréceme que vuesa merced ha cursado
las escuelas: ¿qué ciencias ha oído?
—La de la caballería andante
—respondió
don Quijote
—, que es tan buena como la de
la poesía, y aun dos deditos más.
—No sé qué ciencia sea ésa
—replicó don
Lorenzo
—, y hasta ahora no ha llegado a mi
noticia.
—Es una ciencia
—replicó don Quijote
— que
encierra en sí todas o las más ciencias del
mundo, a causa que el que la profesa ha de
ser jurisperito, y saber las leyes de la justicia
distributiva y comutativa, para dar a cada
uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha
de ser teólogo, para saber dar razón de la
cristiana ley que profesa, clara y
distintamente, adondequiera que le fuere
pedido; ha de ser médico y principalmente
herbolario, para conocer en mitad de los
despoblados y desiertos las yerbas que tienen
virtud de sanar las heridas, que no ha de
andar el caballero andante a cada triquete
buscando quien se las cure; ha de ser
astrólogo, para conocer por las estrellas
cuántas horas son pasadas de la noche, y en
qué parte y en qué clima del mundo se halla;
ha de saber las matemáticas, porque a cada
paso se le ofrecerá tener necesidad dellas; y,
dejando aparte que ha de estar adornado de
todas las virtudes teologales y cardinales,
decendiendo a otras menudencias, digo que
ha de saber nadar como dicen que nadaba el
peje Nicolás o Nicolao; ha de saber herrar un
caballo y aderezar la silla y el freno; y,
volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a
Dios y a su dama; ha de ser casto en los
pensamientos, honesto en las palabras,
liberal en las obras, valiente en los hechos,
sufrido en los trabajos, caritativo con los
menesterosos, y, finalmente, mantenedor de
la verdad, aunque le cueste la vida el
defenderla. De todas estas grandes y
mínimas partes se compone un buen
caballero andante; porque vea vuesa merced,
señor don Lorenzo, si es ciencia mocosa lo
que aprende el caballero que la estudia y la
profesa, y si se puede igualar a las más
estiradas que en los ginasios y escuelas se
enseñan.
—Si eso es así
—replicó don Lorenzo
—, yo
digo que se aventaja esa ciencia a todas.
—¿Cómo si es así?
—respondió don Quijote.
Lo que yo quiero decir
—dijo don Lorenzo
—
es que dudo que haya habido, ni que los hay
ahora, caballeros andantes y adornados de
virtudes tantas.
—Muchas veces he dicho lo que vuelvo a
decir ahora
—respondió don Quijote
—: que la
mayor parte de la gente del mundo está de
parecer de que no ha habido en él caballeros
andantes; y, por parecerme a mí que si el
cielo milagrosamente no les da a entender la
verdad de que los hubo y de que los hay,
cualquier trabajo que se tome ha de ser en
vano, como muchas veces me lo ha mostrado
la experiencia, no quiero detenerme agora en
sacar a vuesa merced del error que con los
muchos tiene; lo que pienso hacer es el rogar
al cielo le saque dél, y le dé a entender cuán
provechosos y cuán necesarios fueron al
mundo los caballeros andantes en los
pasados siglos, y cuán útiles fueran en el
presente si se usaran; pero triunfan ahora,
por pecados de las gentes, la pereza, la
ociosidad, la gula y el regalo.
—Escapado se nos ha nuestro huésped
—
dijo a esta sazón entre sí don Lorenzo
—,
pero, con todo eso, él es loco bizarro, y yo
sería mentecato flojo si así no lo creyese.
Aquí dieron fin a su plática, porque los
llamaron a comer. Preguntó don Diego a su
hijo qué había sacado en limpio del ingenio
del huésped. A lo que él respondió:
—No le sacarán del borrador de su locura
cuantos médicos y buenos escribanos tiene el
mundo: él es un entreverado loco, lleno de
lúcidos intervalos.
Fuéronse a comer, y la comida fue tal como
don Diego había dicho en el camino que la
solía dar a sus convidados: limpia, abundante
y sabrosa; pero de lo que más se contentó
don Quijote fue del maravilloso silencio que
en toda la casa había, que semejaba un
monasterio de cartujos. Levantados, pues, los
manteles, y dadas gracias a Dios y agua a las
manos, don Quijote pidió ahincadamente a
don Lorenzo dijese los versos de la justa
literaria; a lo que él respondió que, por no
parecer de aquellos poetas que cuando les
ruegan digan sus versos los niegan y cuando
no se los piden los vomitan,...
—...yo diré mi glosa, de la cual no espero
premio alguno, que sólo por ejercitar el
ingenio la he hecho.
—Un amigo y discreto
—respondió don
Quijote
— era de parecer que no se había de
cansar nadie en glosar versos; y la razón,
decía él, era que jamás la glosa podía llegar
al texto, y que muchas o las más veces iba la
glosa fuera de la intención y propósito de lo
que pedía lo que se glosaba; y más, que las
leyes de la glosa eran demasiadamente
estrechas: que no sufrían interrogantes, ni
dijo, ni diré, ni hacer nombres de verbos, ni
mudar el sentido, con otras ataduras y
estrechezas con que van atados los que
glosan, como vuestra merced debe de saber.
—Verdaderamente, señor don Quijote
—dijo
don Lorenzo
—, que deseo coger a vuestra
merced en un mal latín continuado, y no
puedo, porque se me desliza de entre las
manos como anguila.
—No entiendo
—respondió don Quijote
— lo
que vuestra merced dice ni quiere decir en
eso del deslizarme.
—Yo me daré a entender
—respondió don
Lorenzo
—; y por ahora esté vuesa merced
atento a los versos glosados y a la glosa, que
dicen desta manera:
¡Si mi fue tornase a es,
sin esperar más será,
o viniese el tiempo ya
de lo que será después...!
Glosa
Al fin, como todo pasa,
se pasó el bien que me dio
Fortuna, un tiempo no escasa,
y nunca me le volvió,
ni abundante, ni por tasa.
Siglos ha ya que me vees,
Fortuna, puesto a tus pies;
vuélveme a ser venturoso,
que será mi ser dichoso
si mi fue tornase a es.
No quiero otro gusto o gloria,
otra palma o vencimiento,
otro triunfo, otra vitoria,
sino volver al contento
que es pesar en mi memoria.
Si tú me vuelves allá,
Fortuna, templado está
todo el rigor de mi fuego,
y más si este bien es luego,
sin esperar más será.
Cosas imposibles pido,
pues volver el tiempo a ser
después que una vez ha sido,
no hay en la tierra poder
que a tanto se haya estendido.
Corre el tiempo, vuela y va
ligero, y no volverá,
y erraría el que pidiese,
o que el tiempo ya se fuese,
o volviese el tiempo ya.
Vivo en perpleja vida,
ya esperando, ya temiendo:
es muerte muy conocida,
y es mucho mejor muriendo
buscar al dolor salida.
A mí me fuera interés
acabar, mas no lo es,
pues, con discurso mejor,
me da la vida el temor
de lo que será después.
En acabando de decir su glosa don Lorenzo,
se levantó en pie don Quijote, y, en voz
levantada, que parecía grito, asiendo con su
mano la derecha de don Lorenzo, dijo:
—¡Viven los cielos donde más altos están,
mancebo generoso, que sois el mejor poeta
del orbe, y que merecéis estar laureado, no
por Chipre ni por Gaeta, como dijo un poeta,
que Dios perdone, sino por las academias de
Atenas, si hoy vivieran, y por las que hoy
viven de París, Bolonia y Salamanca! Plega al
cielo que los jueces que os quitaren el premio
primero, Febo los asaetee y las Musas jamás
atraviesen los umbrales de sus casas.
Decidme, señor, si sois servido, algunos
versos mayores, que quiero tomar de todo en
todo el pulso a vuestro admirable ingenio.
¿No es bueno que dicen que se holgó don
Lorenzo de verse alabar de don Quijote,
aunque le tenía por loco? ¡Oh fuerza de la
adulación, a cuánto te estiendes, y cuán
dilatados límites son los de tu juridición
agradable! Esta verdad acreditó don Lorenzo,
pues concedió con la demanda y deseo de
don Quijote, diciéndole este soneto a la
fábula o historia de Píramo y Tisbe:
Soneto
El muro rompe la doncella hermosa
que de Píramo abrió el gallardo pecho:
parte el Amor de Chipre, y va derecho
a ver la quiebra estrecha y prodigiosa.
Habla el silencio allí, porque no osa
la voz entrar por tan estrecho estrecho;
las almas sí, que amor suele de hecho
facilitar la más difícil cosa.
Salió el deseo de compás, y el paso
de la imprudente virgen solicita
por su gusto su muerte; ved qué historia:
que a entrambos en un punto, ¡oh estraño
caso!,
los mata, los encubre y resucita
una espada, un sepulcro, una memoria.
—¡Bendito sea Dios!
—dijo don Quijote
habiendo oído el soneto a don Lorenzo
—, que
entre los infinitos poetas consumidos que
hay, he visto un consumado poeta, como lo
es vuesa merced, señor mío; que así me lo
da a entender el artificio deste soneto.
Cuatro días estuvo don Quijote regaladísimo
en la casa de don Diego, al cabo de los cuales
le pidió licencia para irse, diciéndole que le
agradecía la merced y buen tratamiento que
en su casa había recebido; pero que, por no
parecer bien que los caballeros andantes se
den muchas horas a ocio y al regalo, se
quería ir a cumplir con su oficio, buscando las
aventuras, de quien tenía noticia que aquella
tierra abundaba, donde esperaba entretener
el tiempo hasta que llegase el día de las
justas de Zaragoza, que era el de su derecha
derrota; y que primero había de entrar en la
cueva de Montesinos, de quien tantas y tan
admirables cosas en aquellos contornos se
contaban, sabiendo e inquiriendo asimismo el
nacimiento y verdaderos manantiales de las
siete lagunas llamadas comúnmente de
Ruidera.
Don Diego y su hijo le alabaron su honrosa
determinación, y le dijeron que tomase de su
casa y de su hacienda todo lo que en grado le
viniese, que le servirían con la voluntad
posible; que a ello les obligaba el valor de su
persona y la honrosa profesión suya.
Llegóse, en fin, el día de su partida, tan
alegre para don Quijote como triste y aciago
para Sancho Panza, que se hallaba muy bien
con la abundancia de la casa de don Diego, y
rehusaba de volver a la hambre que se usa
en las florestas, despoblados, y a la
estrecheza de sus mal proveídas alforjas. Con
todo esto, las llenó y colmó de lo más
necesario que le pareció; y al despedirse dijo
don Quijote a don Lorenzo:
—No sé si he dicho a vuesa merced otra
vez, y si lo he dicho lo vuelvo a decir, que
cuando vuesa merced quisiere ahorrar
caminos y trabajos para llegar a la inacesible
cumbre del templo de la Fama, no tiene que
hacer otra cosa sino dejar a una parte la
senda de la poesía, algo estrecha, y tomar la
estrechísima de la andante caballería,
bastante para hacerle emperador en daca las
pajas.
Con estas razones acabó don Quijote de
cerrar el proceso de su locura, y más con las
que añadió, diciendo:
—Sabe Dios si quisiera llevar conmigo al
señor don Lorenzo, para enseñarle cómo se
han de perdonar los sujetos, y supeditar y
acocear los soberbios, virtudes anejas a la
profesión que yo profeso; pero, pues no lo
pide su poca edad, ni lo querrán consentir sus
loables ejercicios, sólo me contento con
advertirle a vuesa merced que, siendo poeta,
podrá ser famoso si se guía más por el
parecer ajeno que por el propio, porque no
hay padre ni madre a quien sus hijos le
parezcan feos, y en los que lo son del
entendimiento corre más este engaño.
De nuevo se admiraron padre y hijo de las
entremetidas razones de don Quijote, ya
discretas y ya disparatadas, y del tema y
tesón que llevaba de acudir de todo en todo a
la busca de sus desventuradas aventuras,
que las tenía por fin y blanco de sus deseos.
Reiteráronse los ofrecimientos y
comedimientos, y, con la buena licencia de la
señora del castillo, don Quijote y Sancho,
sobre Rocinante y el rucio, se partieron.
Capítulo XIX. Donde se
cuenta la aventura del
pastor enamorado, con
otros en verdad graciosos
sucesos
Poco trecho se había alongado don Quijote
del lugar de don Diego, cuando encontró con
dos como clérigos o como estudiantes y con
dos labradores que sobre cuatro bestias
asnales venían caballeros. El uno de los
estudiantes traía, como en portamanteo, en
un lienzo de bocací verde envuelto, al
parecer, un poco de grana blanca y dos pares
de medias de cordellate; el otro no traía otra
cosa que dos espadas negras de esgrima,
nuevas, y con sus zapatillas. Los labradores
traían otras cosas, que daban indicio y señal
que venían de alguna villa grande, donde las
habían comprado, y las llevaban a su aldea; y
así estudiantes como labradores cayeron en
la misma admiración en que caían todos
aquellos que la vez primera veían a don
Quijote, y morían por saber qué hombre
fuese aquél tan fuera del uso de los otros
hombres.
Saludóles don Quijote, y, después de saber
el camino que llevaban, que era el mesmo
que él hacía, les ofreció su compañía, y les
pidió detuviesen el paso, porque caminaban
más sus pollinas que su caballo; y, para
obligarlos, en breves razones les dijo quién
era, y su oficio y profesión, que era de
caballero andante que iba a buscar las
aventuras por todas las partes del mundo.
Díjoles que se llamaba de nombre propio don
Quijote de la Mancha, y por el apelativo, el
Caballero de los Leones. Todo esto para los
labradores era hablarles en griego o en
jerigonza, pero no para los estudiantes, que
luego entendieron la flaqueza del celebro de
don Quijote; pero, con todo eso, le miraban
con admiración y con respecto, y uno dellos
le dijo:
—Si vuestra merced, señor caballero, no
lleva camino determinado, como no le suelen
llevar los que buscan las aventuras, vuesa
merced se venga con nosotros: verá una de
las mejores bodas y más ricas que hasta el
día de hoy se habrán celebrado en la Mancha,
ni en otras muchas leguas a la redonda.
Preguntóle don Quijote si eran de algún
príncipe, que así las ponderaba.
—No son
—respondió el estudiante
— sino
de un labrador y una labradora: él, el más
rico de toda esta tierra; y ella, la más
hermosa que han visto los hombres. El
aparato con que se han de hacer es
estraordinario y nuevo, porque se han de
celebrar en un prado que está junto al pueblo
de la novia, a quien por excelencia llaman
Quiteria la hermosa, y el desposado se llama
Camacho el rico; ella de edad de diez y ocho
años, y él de veinte y dos; ambos para en
uno, aunque algunos curiosos que tienen de
memoria los linajes de todo el mundo quieren
decir que el de la hermosa Quiteria se
aventaja al de Camacho; pero ya no se mira
en esto, que las riquezas son poderosas de
soldar muchas quiebras. En efecto, el tal
Camacho es liberal y hásele antojado de
enramar y cubrir todo el prado por arriba, de
tal suerte que el sol se ha de ver en trabajo si
quiere entrar a visitar las yerbas verdes de
que está cubierto el suelo. Tiene asimesmo
maheridas danzas, así de espadas como de
cascabel menudo, que hay en su pueblo
quien los repique y sacuda por estremo; de
zapateadores no digo nada, que es un juicio
los que tiene muñidos; pero ninguna de las
cosas referidas ni otras muchas que he
dejado de referir ha de hacer más
memorables estas bodas, sino las que
imagino que hará en ellas el despechado
Basilio. Es este Basilio un zagal vecino del
mesmo lugar de Quiteria, el cual tenía su
casa pared y medio de la de los padres de
Quiteria, de donde tomó ocasión el amor de
renovar al mundo los ya olvidados amores de
Píramo y Tisbe, porque Basilio se enamoró de
Quiteria desde sus tiernos y primeros años, y
ella fue correspondiendo a su deseo con mil
honestos favores, tanto, que se contaban por
entretenimiento en el pueblo los amores de
los dos niños Basilio y Quiteria. Fue creciendo
la edad, y acordó el padre de Quiteria de
estorbar a Basilio la ordinaria entrada que en
su casa tenía; y, por quitarse de andar
receloso y lleno de sospechas, ordenó de
casar a su hija con el rico Camacho, no
pareciéndole ser bien casarla con Basilio, que
no tenía tantos bienes de fortuna como de
naturaleza; pues si va a decir las verdades
sin invidia, él es el más ágil mancebo que
conocemos: gran tirador de barra, luchador
estremado y gran jugador de pelota; corre
como un gamo, salta más que una cabra y
birla a los bolos como por encantamento;
canta como una calandria, y toca una
guitarra, que la hace hablar, y, sobre todo,
juega una espada como el más pintado.
—Por esa sola gracia
—dijo a esta sazón
don Quijote
—, merecía ese mancebo no sólo
casarse con la hermosa Quiteria, sino con la
mesma reina Ginebra, si fuera hoy viva, a
pesar de Lanzarote y de todos aquellos que
estorbarlo quisieran.
—¡A mi mujer con eso!
—dijo Sancho
Panza, que hasta entonces había ido callando
y escuchando
—, la cual no quiere sino que
cada uno case con su igual, ateniéndose al
refrán que dicen "cada oveja con su pareja".
Lo que yo quisiera es que ese buen Basilio,
que ya me le voy aficionando, se casara con
esa señora Quiteria; que buen siglo hayan y
buen poso, iba a decir al revés, los que
estorban que se casen los que bien se
quieren.
—Si todos los que bien se quieren se
hubiesen de casar
—dijo don Quijote
—,
quitaríase la eleción y juridición a los padres
de casar sus hijos con quien y cuando deben;
y si a la voluntad de las hijas quedase
escoger los maridos, tal habría que escogiese
al criado de su padre, y tal al que vio pasar
por la calle, a su parecer, bizarro y entonado,
aunque fuese un desbaratado espadachín;
que el amor y la afición con facilidad ciegan
los ojos del entendimiento, tan necesarios
para escoger estado, y el del matrimonio está
muy a peligro de errarse, y es menester gran
tiento y particular favor del cielo para
acertarle. Quiere hacer uno un viaje largo, y
si es prudente, antes de ponerse en camino
busca alguna compañía segura y apacible con
quien acompañarse; pues, ¿por qué no hará
lo mesmo el que ha de caminar toda la vida,
hasta el paradero de la muerte, y más si la
compañía le ha de acompañar en la cama, en
la mesa y en todas partes, como es la de la
mujer con su marido? La de la propia mujer
no es mercaduría que una vez comprada se
vuelve, o se trueca o cambia, porque es
accidente inseparable, que dura lo que dura
la vida: es un lazo que si una vez le echáis al
cuello, se vuelve en el nudo gordiano, que si
no le corta la guadaña de la muerte, no hay
desatarle. Muchas más cosas pudiera decir en
esta materia, si no lo estorbara el deseo que
tengo de saber si le queda más que decir al
señor licenciado acerca de la historia de
Basilio.
A lo que respondió el estudiante bachiller, o
licenciado, como le llamó don Quijote, que:
—De todo no me queda más que decir sino
que desde el punto que Basilio supo que la
hermosa Quiteria se casaba con Camacho el
rico, nunca más le han visto reír ni hablar
razón concertada, y siempre anda pensativo
y triste, hablando entre sí mismo, con que da
ciertas y claras señales de que se le ha vuelto
el juicio: come poco y duerme poco, y lo que
come son frutas, y en lo que duerme, si
duerme, es en el campo, sobre la dura tierra,
como animal bruto; mira de cuando en
cuando al cielo, y otras veces clava los ojos
en la tierra, con tal embelesamiento, que no
parece sino estatua vestida que el aire le
mueve la ropa. En fin, él da tales muestras
de tener apasionado el corazón, que
tememos todos los que le conocemos que el
dar el sí mañana la hermosa Quiteria ha de
ser la sentencia de su muerte.
—Dios lo hará mejor
—dijo Sancho
—; que
Dios, que da la llaga, da la medicina; nadie
sabe lo que está por venir: de aquí a mañana
muchas horas hay, y en una, y aun en un
momento, se cae la casa; yo he visto llover y
hacer sol, todo a un mesmo punto; tal se
acuesta sano la noche, que no se puede
mover otro día. Y díganme, ¿por ventura
habrá quien se alabe que tiene echado un
clavo a la rodaja de la Fortuna? No, por
cierto; y entre el sí y el no de la mujer no me
atrevería yo a poner una punta de alfiler,
porque no cabría. Denme a mí que Quiteria
quiera de buen corazón y de buena voluntad
a Basilio, que yo le daré a él un saco de
buena ventura: que el amor, según yo he
oído decir, mira con unos antojos que hacen
parecer oro al cobre, a la pobreza riqueza, y
a las lagañas perlas.
—¿Adónde vas a parar, Sancho, que seas
maldito?
—dijo don Quijote
—; que cuando
comienzas a ensartar refranes y cuentos, no
te puede esperar sino el mesmo Judas, que te
lleve. Dime, animal, ¿qué sabes tú de clavos,
ni de rodajas, ni de otra cosa ninguna?
—¡Oh! Pues si no me entienden
—respondió
Sancho
—, no es maravilla que mis sentencias
sean tenidas por disparates. Pero no importa:
yo me entiendo, y sé que no he dicho muchas
necedades en lo que he dicho; sino que vuesa
merced, señor mío, siempre es friscal de mis
dichos, y aun de mis hechos.
—Fiscal has de decir
—dijo don Quijote
—,
que no friscal, prevaricador del buen
lenguaje, que Dios te confunda.
—No se apunte vuestra merced conmigo
—
respondió Sancho
—, pues sabe que no me he
criado en la Corte, ni he estudiado en
Salamanca, para saber si añado o quito
alguna letra a mis vocablos. Sí, que,
¡válgame Dios!, no hay para qué obligar al
sayagués a que hable como el toledano, y
toledanos puede haber que no las corten en
el aire en esto del hablar polido.
—Así es
—dijo el licenciado
—, porque no
pueden hablar tan bien los que se crían en las
Tenerías y en Zocodover como los que se
pasean casi todo el día por el claustro de la
Iglesia Mayor, y todos son toledanos. El
lenguaje puro, el propio, el elegante y claro,
está en los discretos cortesanos, aunque
hayan nacido en Majalahonda: dije discretos
porque hay muchos que no lo son, y la
discreción es la gramática del buen lenguaje,
que se acompaña con el uso. Yo, señores, por
mis pecados, he estudiado Cánones en
Salamanca, y pícome algún tanto de decir mi
razón con palabras claras, llanas y
significantes.
—Si no os picáredes más de saber más
menear las negras que lleváis que la lengua
—dijo el otro estudiante
—, vos llevárades el
primero en licencias, como llevastes cola.
—Mirad, bachiller
—respondió el
licenciado
—: vos estáis en la más errada
opinión del mundo acerca de la destreza de la
espada, teniéndola por vana.
—Para mí no es opinión, sino verdad
asentada
—replicó Corchuelo
—; y si queréis
que os lo muestre con la experiencia,
espadas traéis, comodidad hay, yo pulsos y
fuerzas tengo, que acompañadas de mi
ánimo, que no es poco, os harán confesar
que yo no me engaño. Apeaos, y usad de
vuestro compás de pies, de vuestros círculos
y vuestros ángulos y ciencia; que yo espero
de haceros ver estrellas a mediodía con mi
destreza moderna y zafia, en quien espero,
después de Dios, que está por nacer hombre
que me haga volver las espaldas, y que no le
hay en el mundo a quien yo no le haga
perder tierra.
—En eso de volver, o no, las espaldas no
me meto
—replico el diestro
—; aunque podría
ser que en la parte donde la vez primera
clavásedes el pie, allí os abriesen la
sepultura: quiero decir que allí quedásedes
muerto por la despreciada destreza.
—Ahora se verá
—respondió Corchuelo.
Y, apeándose con gran presteza de su
jumento, tiró con furia de una de las espadas
que llevaba el licenciado en el suyo.
—No ha de ser así
—dijo a este instante don
Quijote
—, que yo quiero ser el maestro desta
esgrima, y el juez desta muchas veces no
averiguada cuestión.
Y, apeándose de Rocinante y asiendo de su
lanza, se puso en la mitad del camino, a
tiempo que ya el licenciado, con gentil
donaire de cuerpo y compás de pies, se iba
contra Corchuelo, que contra él se vino,
lanzando, como decirse suele, fuego por los
ojos. Los otros dos labradores del
acompañamiento, sin apearse de sus pollinas,
sirvieron de aspetatores en la mortal
tragedia. Las cuchilladas, estocadas,
altibajos, reveses y mandobles que tiraba
Corchuelo eran sin número, más espesas que
hígado y más menudas que granizo.
Arremetía como un león irritado, pero salíale
al encuentro un tapaboca de la zapatilla de la
espada del licenciado, que en mitad de su
furia le detenía, y se la hacía besar como si
fuera reliquia, aunque no con tanta devoción
como las reliquias deben y suelen besarse.
Finalmente, el licenciado le contó a
estocadas todos los botones de una media
sotanilla que traía vestida, haciéndole tiras
los faldamentos, como colas de pulpo;
derribóle el sombrero dos veces, y cansóle de
manera que de despecho, cólera y rabia asió
la espada por la empuñadura, y arrojóla por
el aire con tanta fuerza, que uno de los
labradores asistentes, que era escribano, que
fue por ella, dio después por testimonio que
la alongó de sí casi tres cuartos de legua; el
cual testimonio sirve y ha servido para que se
conozca y vea con toda verdad cómo la
fuerza es vencida del arte.
Sentóse cansado Corchuelo, y llegándose a
él Sancho, le dijo:
—Mía fe, señor bachiller, si vuesa merced
toma mi consejo, de aquí adelante no ha de
desafiar a nadie a esgrimir, sino a luchar o a
tirar la barra, pues tiene edad y fuerzas para
ello; que destos a quien llaman diestros he
oído decir que meten una punta de una
espada por el ojo de una aguja.
—Yo me contento
—respondió Corchuelo
—
de haber caído de mi burra, y de que me
haya mostrado la experiencia la verdad, de
quien tan lejos estaba.
Y, levantándose, abrazó al licenciado, y
quedaron más amigos que de antes, y no
queriendo esperar al escribano, que había ido
por la espada, por parecerle que tardaría
mucho; y así, determinaron seguir, por llegar
temprano a la aldea de Quiteria, de donde
todos eran.
En lo que faltaba del camino, les fue
contando el licenciado las excelencias de la
espada, con tantas razones demostrativas y
con tantas figuras y demostraciones
matemáticas, que todos quedaron enterados
de la bondad de la ciencia, y Corchuelo
reducido de su pertinacia.
Era anochecido, pero antes que llegasen les
pareció a todos que estaba delante del pueblo
un cielo lleno de inumerables y
resplandecientes estrellas. Oyeron, asimismo,
confusos y suaves sonidos de diversos
instrumentos, como de flautas, tamborinos,
salterios, albogues, panderos y sonajas; y
cuando llegaron cerca vieron que los árboles
de una enramada, que a mano habían puesto
a la entrada del pueblo, estaban todos llenos
de luminarias, a quien no ofendía el viento,
que entonces no soplaba sino tan manso que
no tenía fuerza para mover las hojas de los
árboles. Los músicos eran los regocijadores
de la boda, que en diversas cuadrillas por
aquel agradable sitio andaban, unos bailando,
y otros cantando, y otros tocando la
diversidad de los referidos instrumentos. En
efecto, no parecía sino que por todo aquel
prado andaba corriendo la alegría y saltando
el contento.
Otros muchos andaban ocupados en
levantar andamios, de donde con comodidad
pudiesen ver otro día las representaciones y
danzas que se habían de hacer en aquel lugar
dedicado para solenizar las bodas del rico
Camacho y las exequias de Basilio. No quiso
entrar en el lugar don Quijote, aunque se lo
pidieron así el labrador como el bachiller;
pero él dio por disculpa, bastantísima a su
parecer, ser costumbre de los caballeros
andantes dormir por los campos y florestas
antes que en los poblados, aunque fuese
debajo de dorados techos; y con esto, se
desvió un poco del camino, bien contra la
voluntad de Sancho, viniéndosele a la
memoria el buen alojamiento que había
tenido en el castillo o casa de don Diego.
Capítulo XX. Donde se
cuentan las bodas de
Camacho el rico, con el
suceso de Basilio el pobre
Apenas la blanca aurora había dado lugar a
que el luciente Febo, con el ardor de sus
calientes rayos, las líquidas perlas de sus
cabellos de oro enjugase, cuando don
Quijote, sacudiendo la pereza de sus
miembros, se puso en pie y llamó a su
escudero Sancho, que aún todavía roncaba;
lo cual visto por don Quijote, antes que le
despertase, le dijo:
—¡Oh tú, bienaventurado sobre cuantos
viven sobre la haz de la tierra, pues sin tener
invidia ni ser invidiado, duermes con
sosegado espíritu, ni te persiguen
encantadores, ni sobresaltan encantamentos!
Duerme, digo otra vez, y lo diré otras ciento,
sin que te tengan en contina vigilia celos de
tu dama, ni te desvelen pensamientos de
pagar deudas que debas, ni de lo que has de
hacer para comer otro día tú y tu pequeña y
angustiada familia. Ni la ambición te inquieta,
ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues
los límites de tus deseos no se estienden a
más que a pensar tu jumento; que el de tu
persona sobre mis hombros le tienes puesto:
contrapeso y carga que puso la naturaleza y
la costumbre a los señores. Duerme el criado,
y está velando el señor, pensando cómo le ha
de sustentar, mejorar y hacer mercedes. La
congoja de ver que el cielo se hace de bronce
sin acudir a la tierra con el conveniente rocío
no aflige al criado, sino al señor, que ha de
sustentar en la esterilidad y hambre al que le
sirvió en la fertilidad y abundancia.
A todo esto no respondió Sancho, porque
dormía, ni despertara tan presto si don
Quijote con el cuento de la lanza no le hiciere
volver en sí. Despertó, en fin, soñoliento y
perezoso, y, volviendo el rostro a todas
partes, dijo:
—De la parte desta enramada, si no me
engaño, sale un tufo y olor harto más de
torreznos asados que de juncos y tomillos:
bodas que por tales olores comienzan, para
mi santiguada que deben de ser abundantes
y generosas.
—Acaba, glotón
—dijo don Quijote
—; ven,
iremos a ver estos desposorios, por ver lo
que hace el desdeñado Basilio.
—Mas que haga lo que quisiere
—respondió
Sancho
—: no fuera él pobre y casárase con
Quiteria. ¿No hay más sino tener un cuarto y
querer alzarse por las nubes? A la fe, señor,
yo soy de parecer que el pobre debe de
contentarse con lo que hallare, y no pedir
cotufas en el golfo. Yo apostaré un brazo que
puede Camacho envolver en reales a Basilio;
y si esto es así, como debe de ser, bien boba
fuera Quiteria en desechar las galas y las
joyas que le debe de haber dado, y le puede
dar Camacho, por escoger el tirar de la barra
y el jugar de la negra de Basilio. Sobre un
buen tiro de barra o sobre una gentil treta de
espada no dan un cuartillo de vino en la
taberna. Habilidades y gracias que no son
vendibles, mas que las tenga el conde Dirlos;
pero, cuando las tales gracias caen sobre
quien tiene buen dinero, tal sea mi vida como
ellas parecen. Sobre un buen cimiento se
puede levantar un buen edificio, y el mejor
cimiento y zanja del mundo es el dinero.
—Por quien Dios es, Sancho
—dijo a esta
sazón don Quijote
—, que concluyas con tu
arenga; que tengo para mí que si te dejasen
seguir en las que a cada paso comienzas, no
te quedaría tiempo para comer ni para
dormir, que todo le gastarías en hablar.
—Si vuestra merced tuviera buena memoria
—replicó Sancho
—, debiérase acordar de los
Capítulos de nuestro concierto antes que esta
última vez saliésemos de casa: uno dellos fue
que me había de dejar hablar todo aquello
que quisiese, con que no fuese contra el
prójimo ni contra la autoridad de vuesa
merced; y hasta agora me parece que no he
contravenido contra el tal
Capítulo.
—Yo no me acuerdo, Sancho
—respondió
don Quijote
—, del tal
Capítulo; y, puesto que
sea así, quiero que calles y vengas, que ya
los instrumentos que anoche oímos vuelven a
alegrar los valles, y sin duda los desposorios
se celebrarán en el frescor de la mañana, y
no en el calor de la tarde.
Hizo Sancho lo que su señor le mandaba, y,
poniendo la silla a Rocinante y la albarda al
rucio, subieron los dos, y paso ante paso se
fueron entrando por la enramada.
Lo primero que se le ofreció a la vista de
Sancho fue, espetado en un asador de un
olmo entero, un entero novillo; y en el fuego
donde se había de asar ardía un mediano
monte de leña, y seis ollas que alrededor de
la hoguera estaban no se habían hecho en la
común turquesa de las demás ollas, porque
eran seis medias tinajas, que cada una cabía
un rastro de carne: así embebían y
encerraban en sí carneros enteros, sin
echarse de ver, como si fueran palominos; las
liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma
que estaban colgadas por los árboles para
sepultarlas en las ollas no tenían número; los
pájaros y caza de diversos géneros eran
infinitos, colgados de los árboles para que el
aire los enfriase.
Contó Sancho más de sesenta zaques de
más de a dos arrobas cada uno, y todos
llenos, según después pareció, de generosos
vinos; así había rimeros de pan blanquísimo,
como los suele haber de montones de trigo
en las eras; los quesos, puestos como
ladrillos enrejados, formaban una muralla, y
dos calderas de aceite, mayores que las de
un tinte, servían de freír cosas de masa, que
con dos valientes palas las sacaban fritas y
las zabullían en otra caldera de preparada
miel que allí junto estaba.
Los cocineros y cocineras pasaban de
cincuenta: todos limpios, todos diligentes y
todos contentos. En el dilatado vientre del
novillo estaban doce tiernos y pequeños
lechones, que, cosidos por encima, servían de
darle sabor y enternecerle. Las especias de
diversas suertes no parecía haberlas
comprado por libras, sino por arrobas, y
todas estaban de manifiesto en una grande
arca. Finalmente, el aparato de la boda era
rústico, pero tan abundante que podía
sustentar a un ejército.
Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo
contemplaba, y de todo se aficionaba:
primero le cautivaron y rindieron el deseo las
ollas, de quién él tomara de bonísima gana
un mediano puchero; luego le aficionaron la
voluntad los zaques; y, últimamente, las
frutas de sartén, si es que se podían llamar
sartenes las tan orondas calderas; y así, sin
poderlo sufrir ni ser en su mano hacer otra
cosa, se llegó a uno de los solícitos cocineros,
y, con corteses y hambrientas razones, le
rogó le dejase mojar un mendrugo de pan en
una de aquellas ollas. A lo que el cocinero
respondió:
—Hermano, este día no es de aquellos
sobre quien tiene juridición la hambre,
merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si
hay por ahí un cucharón, y espumad una
gallina o dos, y buen provecho os hagan.
—No veo ninguno
—respondió Sancho.
—Esperad
—dijo el cocinero
—. ¡Pecador de
mí, y qué melindroso y para poco debéis de
ser!
Y, diciendo esto, asió de un caldero, y,
encajándole en una de las medias tinajas,
sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo a
Sancho:
—Comed, amigo, y desayunaos con esta
espuma, en tanto que se llega la hora del
yantar.
—No tengo en qué echarla
—respondió
Sancho.
—Pues llevaos
—dijo el cocinero
— la
cuchara y todo, que la riqueza y el contento
de Camacho todo lo suple.
En tanto, pues, que esto pasaba Sancho,
estaba don Quijote mirando cómo, por una
parte de la enramada, entraban hasta doce
labradores sobre doce hermosísimas yeguas,
con ricos y vistosos jaeces de campo y con
muchos cascabeles en los petrales, y todos
vestidos de regocijo y fiestas; los cuales, en
concertado tropel, corrieron no una, sino
muchas carreras por el prado, con regocijada
algazara y grita, diciendo:
—¡Vivan Camacho y Quiteria: él tan rico
como ella hermosa, y ella la más hermosa del
mundo!
Oyendo lo cual don Quijote, dijo entre sí:
—Bien parece que éstos no han visto a mi
Dulcinea del Toboso, que si la hubieran visto,
ellos se fueran a la mano en las alabanzas
desta su Quiteria.
De allí a poco comenzaron a entrar por
diversas partes de la enramada muchas y
diferentes danzas, entre las cuales venía una
de espadas, de hasta veinte y cuatro zagales
de gallardo parecer y brío, todos vestidos de
delgado y blanquísimo lienzo, con sus paños
de tocar, labrados de varias colores de fina
seda; y al que los guiaba, que era un ligero
mancebo, preguntó uno de los de las yeguas
si se había herido alguno de los danzantes.
—Por ahora, bendito sea Dios, no se ha
herido nadie: todos vamos sanos.
Y luego comenzó a enredarse con los demás
compañeros, con tantas vueltas y con tanta
destreza que, aunque don Quijote estaba
hecho a ver semejantes danzas, ninguna le
había parecido tan bien como aquélla.
También le pareció bien otra que entró de
doncellas hermosísimas, tan mozas que, al
parecer, ninguna bajaba de catorce ni llegaba
a diez y ocho años, vestidas todas de palmilla
verde, los cabellos parte tranzados y parte
sueltos, pero todos tan rubios, que con los
del sol podían tener competencia, sobre los
cuales traían guirnaldas de jazmines, rosas,
amaranto y madreselva compuestas.
Guiábalas un venerable viejo y una anciana
matrona, pero más ligeros y sueltos que sus
años prometían. Hacíales el son una gaita
zamorana, y ellas, llevando en los rostros y
en los ojos a la honestidad y en los pies a la
ligereza, se mostraban las mejores bailadoras
del mundo.
Tras ésta entró otra danza de artificio y de
las que llaman habladas. Era de ocho ninfas,
repartidas en dos hileras: de la una hilera era
guía el dios Cupido, y de la otra, el Interés;
aquél, adornado de alas, arco, aljaba y
saetas; éste, vestido de ricas y diversas
colores de oro y seda. Las ninfas que al Amor
seguían traían a las espaldas, en pargamino
blanco y letras grandes, escritos sus
nombres: poesía era el título de la primera, el
de la segunda discreción, el de la tercera
buen linaje, el de la cuarta valentía; del modo
mesmo venían señaladas las que al Interés
seguían: decía liberalidad el título de la
primera, dádiva el de la segunda, tesoro el de
la tercera y el de la cuarta posesión pacífica.
Delante de todos venía un castillo de madera,
a quien tiraban cuatro salvajes, todos
vestidos de yedra y de cáñamo teñido de
verde, tan al natural, que por poco
espantaran a Sancho. En la frontera del
castillo y en todas cuatro partes de sus
cuadros traía escrito: castillo del buen recato.
Hacíanles el son cuatro diestros tañedores de
tamboril y flauta.
Comenzaba la danza Cupido, y, habiendo
hecho dos mudanzas, alzaba los ojos y
flechaba el arco contra una doncella que se
ponía entre las almenas del castillo, a la cual
desta suerte dijo:
—Yo soy el dios poderoso
en el aire y en la tierra
y en el ancho mar undoso,
y en cuanto el abismo encierra
en su báratro espantoso.
Nunca conocí qué es miedo;
todo cuanto quiero puedo,
aunque quiera lo imposible,
y en todo lo que es posible
mando, quito, pongo y vedo.
Acabó la copla, disparó una flecha por lo
alto del castillo y retiróse a su puesto. Salió
luego el Interés, y hizo otras dos mudanzas;
callaron los tamborinos, y él dijo:
—Soy quien puede más que Amor,
y es Amor el que me guía;
soy de la estirpe mejor
que el cielo en la tierra cría,
más conocida y mayor.
Soy el Interés, en quien
pocos suelen obrar bien,
y obrar sin mí es gran milagro;
y cual soy te me consagro,
por siempre jamás, amén.
Retiróse el Interés, y hízose adelante la
Poesía; la cual, después de haber hecho sus
mudanzas como los demás, puestos los ojos
en la doncella del castillo, dijo:
—En dulcísimos conceptos,
la dulcísima Poesía,
altos, graves y discretos,
señora, el alma te envía
envuelta entre mil sonetos.
Si acaso no te importuna
mi porfía, tu fortuna,
de otras muchas invidiada,
será por mí levantada
sobre el cerco de la luna.
Desvióse la Poesía, y de la parte del Interés
salió la Liberalidad, y, después de hechas sus
mudanzas, dijo:
—Llaman Liberalidad
al dar que el estremo huye
de la prodigalidad,
y del contrario, que arguye
tibia y floja voluntad.
Mas yo, por te engrandecer,
de hoy más, pródiga he de ser;
que, aunque es vicio, es vicio honrado
y de pecho enamorado,
que en el dar se echa de ver.
Deste modo salieron y se retiraron todas las
dos figuras de las dos escuadras, y cada uno
hizo sus mudanzas y dijo sus versos, algunos
elegantes y algunos ridículos, y sólo tomó de
memoria don Quijote
—que la tenía grande
—
los ya referidos; y luego se mezclaron todos,
haciendo y deshaciendo lazos con gentil
donaire y desenvoltura; y cuando pasaba el
Amor por delante del castillo, disparaba por
alto sus flechas, pero el Interés quebraba en
él alcancías doradas.
Finalmente, después de haber bailado un
buen espacio, el Interés sacó un bolsón, que
le formaba el pellejo de un gran gato romano,
que parecía estar lleno de dineros, y,
arrojándole al castillo, con el golpe se
desencajaron las tablas y se cayeron,
dejando a la doncella descubierta y sin
defensa alguna. Llegó el Interés con las
figuras de su valía, y, echándola una gran
cadena de oro al cuello, mostraron prenderla,
rendirla y cautivarla; lo cual visto por el Amor
y sus valedores, hicieron ademán de
quitársela; y todas las demostraciones que
hacían eran al son de los tamborinos,
bailando y danzando concertadamente.
Pusiéronlos en paz los salvajes, los cuales con
mucha presteza volvieron a armar y a encajar
las tablas del castillo, y la doncella se encerró
en él como de nuevo, y con esto se acabó la
danza con gran contento de los que la
miraban.
Preguntó don Quijote a una de las ninfas
que quién la había compuesto y ordenado.
Respondióle que un beneficiado de aquel
pueblo, que tenía gentil caletre para
semejantes invenciones.
—Yo apostaré
—dijo don Quijote
— que debe
de ser más amigo de Camacho que de Basilio
el tal bachiller o beneficiado, y que debe de
tener más de satírico que de vísperas: ¡bien
ha encajado en la danza las habilidades de
Basilio y las riquezas de Camacho!
Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo:
—El rey es mi gallo: a Camacho me atengo.
—En fin
—dijo don Quijote
—, bien se
parece, Sancho, que eres villano y de
aquéllos que dicen: "¡Viva quien vence!"
—No sé de los que soy
—respondió
Sancho
—, pero bien sé que nunca de ollas de
Basilio sacaré yo tan elegante espuma como
es esta que he sacado de las de Camacho.
Y enseñóle el caldero lleno de gansos y de
gallinas, y, asiendo de una, comenzó a comer
con mucho donaire y gana, y dijo:
—¡A la barba de las habilidades de Basilio!,
que tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes
cuanto vales. Dos linajes solos hay en el
mundo, como decía una agüela mía, que son
el tener y el no tener, aunque ella al del tener
se atenía; y el día de hoy, mi señor don
Quijote, antes se toma el pulso al haber que
al saber: un asno cubierto de oro parece
mejor que un caballo enalbardado. Así que
vuelvo a decir que a Camacho me atengo, de
cuyas ollas son abundantes espumas gansos
y gallinas, liebres y conejos; y de las de
Basilio serán, si viene a mano, y aunque no
venga sino al pie, aguachirle.
—¿Has acabado tu arenga, Sancho?
—dijo
don Quijote.
—Habréla acabado
—respondió Sancho
—,
porque veo que vuestra merced recibe
pesadumbre con ella; que si esto no se
pusiera de por medio, obra había cortada
para tres días.
—Plega a Dios, Sancho
—replicó don
Quijote
—, que yo te vea mudo antes que me
muera.
—Al paso que llevamos
—respondió
Sancho
—, antes que vuestra merced se
muera estaré yo mascando barro, y entonces
podrá ser que esté tan mudo que no hable
palabra hasta la fin del mundo, o, por lo
menos, hasta el día del Juicio.
—Aunque eso así suceda, ¡oh Sancho!
—
respondió don Quijote
—, nunca llegará tu
silencio a do ha llegado lo que has hablado,
hablas y tienes de hablar en tu vida; y más,
que está muy puesto en razón natural que
primero llegue el día de mi muerte que el de
la tuya; y así, jamás pienso verte mudo, ni
aun cuando estés bebiendo o durmiendo, que
es lo que puedo encarecer.
—A buena fe, señor
—respondió Sancho
—,
que no hay que fiar en la descarnada, digo,
en la muerte, la cual también come cordero
como carnero; y a nuestro cura he oído decir
que con igual pie pisaba las altas torres de
los reyes como las humildes chozas de los
pobres. Tiene esta señora más de poder que
de melindre: no es nada asquerosa, de todo
come y a todo hace, y de toda suerte de
gentes, edades y preeminencias hinche sus
alforjas. No es segador que duerme las
siestas, que a todas horas siega, y corta así
la seca como la verde yerba; y no parece que
masca, sino que engulle y traga cuanto se le
pone delante, porque tiene hambre canina,
que nunca se harta; y, aunque no tiene
barriga, da a entender que está hidrópica y
sedienta de beber solas las vidas de cuantos
viven, como quien se bebe un jarro de agua
fría.
—No más, Sancho
—dijo a este punto don
Quijote
—. Tente en buenas, y no te dejes
caer; que en verdad que lo que has dicho de
la muerte por tus rústicos términos es lo que
pudiera decir un buen predicador. Dígote,
Sancho que si como tienes buen natural y
discreción, pudieras tomar un púlpito en la
mano y irte por ese mundo predicando
lindezas...
—Bien predica quien bien vive
—respondió
Sancho
—, y yo no sé otras tologías.
—Ni las has menester
—dijo don Quijote
—;
pero yo no acabo de entender ni alcanzar
cómo, siendo el principio de la sabiduría el
temor de Dios, tú, que temes más a un
lagarto que a Él, sabes tanto.
—Juzgue vuesa merced, señor, de sus
caballerías
—respondió Sancho
—, y no se
meta en juzgar de los temores o valentías
ajenas, que tan gentil temeroso soy yo de
Dios como cada hijo de vecino; y déjeme
vuestra merced despabilar esta espuma, que
lo demás todas son palabras ociosas, de que
nos han de pedir cuenta en la otra vida.
Y, diciendo esto, comenzó de nuevo a dar
asalto a su caldero, con tan buenos alientos
que despertó los de don Quijote, y sin duda le
ayudara, si no lo impidiera lo que es fuerza
se diga adelante.
Capítulo XXI. Donde se
prosiguen las bodas de
Camacho, con otros
gustosos sucesos
Cuando estaban don Quijote y Sancho en
las razones referidas en el
Capítulo
antecedente, se oyeron grandes voces y gran
ruido, y dábanlas y causábanle los de las
yeguas, que con larga carrera y grita iban a
recebir a los novios, que, rodeados de mil
géneros de instrumentos y de invenciones,
venían acompañados del cura, y de la
parentela de entrambos, y de toda la gente
más lucida de los lugares circunvecinos,
todos vestidos de fiesta. Y como Sancho vio a
la novia, dijo:
—A buena fe que no viene vestida de
labradora, sino de garrida palaciega.
¡Pardiez, que según diviso, que las patenas
que había de traer son ricos corales, y la
palmilla verde de Cuenca es terciopelo de
treinta pelos! ¡Y montas que la guarnición es
de tiras de lienzo, blanca!, ¡voto a mí que es
de raso!; pues, ¡tomadme las manos,
adornadas con sortijas de azabache!: no
medre yo si no son anillos de oro, y muy de
oro, y empedrados con pelras blancas como
una cuajada, que cada una debe de valer un
ojo de la cara. ¡Oh hideputa, y qué cabellos;
que, si no son postizos, no los he visto mas
luengos ni más rubios en toda mi vida! ¡No,
sino ponedla tacha en el brío y en el talle, y
no la comparéis a una palma que se mueve
cargada de racimos de dátiles, que lo mesmo
parecen los dijes que trae pendientes de los
cabellos y de la garganta! Juro en mi ánima
que ella es una chapada moza, y que puede
pasar por los bancos de Flandes.
Rióse don Quijote de las rústicas alabanzas
de Sancho Panza; parecióle que, fuera de su
señora Dulcinea del Toboso, no había visto
mujer más hermosa jamás. Venía la hermosa
Quiteria algo descolorida, y debía de ser de la
mala noche que siempre pasan las novias en
componerse para el día venidero de sus
bodas. Íbanse acercando a un teatro que a
un lado del prado estaba, adornado de
alfombras y ramos, adonde se habían de
hacer los desposorios, y de donde habían de
mirar las danzas y las invenciones; y, a la
sazón que llegaban al puesto, oyeron a sus
espaldas grandes voces, y una que decía:
—Esperaos un poco, gente tan
inconsiderada como presurosa.
A cuyas voces y palabras todos volvieron la
cabeza, y vieron que las daba un hombre
vestido, al parecer, de un sayo negro,
jironado de carmesí a llamas. Venía coronado
—como se vio luego
— con una corona de
funesto ciprés; en las manos traía un bastón
grande. En llegando más cerca, fue conocido
de todos por el gallardo Basilio, y todos
estuvieron suspensos, esperando en qué
habían de parar sus voces y sus palabras,
temiendo algún mal suceso de su venida en
sazón semejante.
Llegó, en fin, cansado y sin aliento, y,
puesto delante de los desposados, hincando
el bastón en el suelo, que tenía el cuento de
una punta de acero, mudada la color, puestos
los ojos en Quiteria, con voz tremente y
ronca, estas razones dijo:
—Bien sabes, desconocida Quiteria, que
conforme a la santa ley que profesamos, que
viviendo yo, tú no puedes tomar esposo; y
juntamente no ignoras que, por esperar yo
que el tiempo y mi diligencia mejorasen los
bienes de mi fortuna, no he querido dejar de
guardar el decoro que a tu honra convenía;
pero tú, echando a las espaldas todas las
obligaciones que debes a mi buen deseo,
quieres hacer señor de lo que es mío a otro,
cuyas riquezas le sirven no sólo de buena
fortuna, sino de bonísima ventura. Y para que
la tenga colmada, y no como yo pienso que la
merece, sino como se la quieren dar los
cielos, yo, por mis manos, desharé el
imposible o el inconveniente que puede
estorbársela, quitándome a mí de por medio.
¡Viva, viva el rico Camacho con la ingrata
Quiteria largos y felices siglos, y muera,
muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortó
las alas de su dicha y le puso en la sepultura!
Y, diciendo esto, asió del bastón que tenía
hincado en el suelo, y, quedándose la mitad
dél en la tierra, mostró que servía de vaina a
un mediano estoque que en él se ocultaba; y,
puesta la que se podía llamar empuñadura en
el suelo, con ligero desenfado y determinado
propósito se arrojó sobre él, y en un punto
mostró la punta sangrienta a las espaldas,
con la mitad del acerada cuchilla, quedando
el triste bañado en su sangre y tendido en el
suelo, de sus mismas armas traspasado.
Acudieron luego sus amigos a favorecerle,
condolidos de su miseria y lastimosa
desgracia; y, dejando don Quijote a
Rocinante, acudió a favorecerle y le tomó en
sus brazos, y halló que aún no había
espirado. Quisiéronle sacar el estoque, pero
el cura, que estaba presente, fue de parecer
que no se le sacasen antes de confesarle,
porque el sacársele y el espirar sería todo a
un tiempo. Pero, volviendo un poco en sí
Basilio, con voz doliente y desmayada dijo:
—Si quisieses, cruel Quiteria, darme en este
último y forzoso trance la mano de esposa,
aún pensaría que mi temeridad tendría
desculpa, pues en ella alcancé el bien de ser
tuyo.
El cura, oyendo lo cual, le dijo que
atendiese a la salud del alma antes que a los
gustos del cuerpo, y que pidiese muy de
veras a Dios perdón de sus pecados y de su
desesperada determinación. A lo cual replicó
Basilio que en ninguna manera se confesaría
si primero Quiteria no le daba la mano de ser
su esposa: que aquel contento le adobaría la
voluntad y le daría aliento para confesarse.
En oyendo don Quijote la petición del
herido, en altas voces dijo que Basilio pedía
una cosa muy justa y puesta en razón, y
además, muy hacedera, y que el señor
Camacho quedaría tan honrado recibiendo a
la señora Quiteria viuda del valeroso Basilio
como si la recibiera del lado de su padre:
—Aquí no ha de haber más de un sí, que no
tenga otro efecto que el pronunciarle, pues el
tálamo de estas bodas ha de ser la sepultura.
Todo lo oía Camacho, y todo le tenía
suspenso y confuso, sin saber qué hacer ni
qué decir; pero las voces de los amigos de
Basilio fueron tantas, pidiéndole que
consintiese que Quiteria le diese la mano de
esposa, porque su alma no se perdiese,
partiendo desesperado desta vida, que le
movieron, y aun forzaron, a decir que si
Quiteria quería dársela, que él se contentaba,
pues todo era dilatar por un momento el
cumplimiento de sus deseos.
Luego acudieron todos a Quiteria, y unos
con ruegos, y otros con lágrimas, y otros con
eficaces razones, la persuadían que diese la
mano al pobre Basilio; y ella, más dura que
un mármol y más sesga que una estatua,
mostraba que ni sabía ni podía, ni quería
responder palabra; ni la respondiera si el cura
no la dijera que se determinase presto en lo
que había de hacer, porque tenía Basilio ya el
alma en los dientes, y no daba lugar a
esperar inresolutas determinaciones.
Entonces la hermosa Quiteria, sin responder
palabra alguna, turbada, al parecer triste y
pesarosa, llegó donde Basilio estaba, ya los
ojos vueltos, el aliento corto y apresurado,
murmurando entre los dientes el nombre de
Quiteria, dando muestras de morir como
gentil, y no como cristiano. Llegó, en fin,
Quiteria, y, puesta de rodillas, le pidió la
mano por señas, y no por palabras.
Desencajó los ojos Basilio, y, mirándola
atentamente, le dijo:
—¡Oh Quiteria, que has venido a ser
piadosa a tiempo cuando tu piedad ha de
servir de cuchillo que me acabe de quitar la
vida, pues ya no tengo fuerzas para llevar la
gloria que me das en escogerme por tuyo, ni
para suspender el dolor que tan apriesa me
va cubriendo los ojos con la espantosa
sombra de la muerte! Lo que te suplico es,
¡oh fatal estrella mía!, que la mano que me
pides y quieres darme no sea por
cumplimiento, ni para engañarme de nuevo,
sino que confieses y digas que, sin hacer
fuerza a tu voluntad, me la entregas y me la
das como a tu legítimo esposo; pues no es
razón que en un trance como éste me
engañes, ni uses de fingimientos con quien
tantas verdades ha tratado contigo.
Entre estas razones, se desmayaba, de
modo que todos los presentes pensaban que
cada desmayo se había de llevar el alma
consigo. Quiteria, toda honesta y toda
vergonzosa, asiendo con su derecha mano la
de Basilio, le dijo:
—Ninguna fuerza fuera bastante a torcer mi
voluntad; y así, con la más libre que tengo te
doy la mano de legítima esposa, y recibo la
tuya, si es que me la das de tu libre albedrío,
sin que la turbe ni contraste la calamidad en
que tu discurso acelerado te ha puesto.
—Sí doy
—respondió Basilio
—, no turbado
ni confuso, sino con el claro entendimiento
que el cielo quiso darme; y así, me doy y me
entrego por tu esposo.
—Y yo por tu esposa
—respondió Quiteria
—,
ahora vivas largos años, ahora te lleven de
mis brazos a la sepultura.
—Para estar tan herido este mancebo
—dijo
a este punto Sancho Panza
—, mucho habla;
háganle que se deje de requiebros y que
atienda a su alma, que, a mi parecer, más la
tiene en la lengua que en los dientes.
Estando, pues, asidos de las manos Basilio
y Quiteria, el cura, tierno y lloroso, los echó
la bendición y pidió al cielo diese buen poso
al alma del nuevo desposado; el cual, así
como recibió la bendición, con presta ligereza
se levantó en pie, y con no vista desenvoltura
se sacó el estoque, a quien servía de vaina su
cuerpo.
Quedaron todos los circunstantes
admirados, y algunos dellos, más simples que
curiosos, en altas voces, comenzaron a decir:
—¡Milagro, milagro!
Pero Basilio replicó:
—¡No "milagro, milagro", sino industria,
industria!
El cura, desatentado y atónito, acudió con
ambas manos a tentar la herida, y halló que
la cuchilla había pasado, no por la carne y
costillas de Basilio, sino por un cañón hueco
de hierro que, lleno de sangre, en aquel lugar
bien acomodado tenía; preparada la sangre,
según después se supo, de modo que no se
helase.
Finalmente, el cura y Camacho, con todos
los más circunstantes, se tuvieron por
burlados y escarnidos. La esposa no dio
muestras de pesarle de la burla; antes,
oyendo decir que aquel casamiento, por
haber sido engañoso, no había de ser
valedero, dijo que ella le confirmaba de
nuevo; de lo cual coligieron todos que de
consentimiento y sabiduría de los dos se
había trazado aquel caso, de lo que quedó
Camacho y sus valedores tan corridos que
remitieron su venganza a las manos, y,
desenvainando muchas espadas,
arremetieron a Basilio, en cuyo favor en un
instante se desenvainaron casi otras tantas.
Y, tomando la delantera a caballo don
Quijote, con la lanza sobre el brazo y bien
cubierto de su escudo, se hacía dar lugar de
todos. Sancho, a quien jamás pluguieron ni
solazaron semejantes fechurías, se acogió a
las tinajas, donde había sacado su agradable
espuma, pareciéndole aquel lugar como
sagrado, que había de ser tenido en respeto.
Don Quijote, a grandes voces, decía:
—Teneos, señores, teneos, que no es razón
toméis venganza de los agravios que el amor
nos hace; y advertid que el amor y la guerra
son una misma cosa, y así como en la guerra
es cosa lícita y acostumbrada usar de ardides
y estratagemas para vencer al enemigo, así
en las contiendas y competencias amorosas
se tienen por buenos los embustes y marañas
que se hacen para conseguir el fin que se
desea, como no sean en menoscabo y
deshonra de la cosa amada. Quiteria era de
Basilio, y Basilio de Quiteria, por justa y
favorable disposición de los cielos. Camacho
es rico, y podrá comprar su gusto cuando,
donde y como quisiere. Basilio no tiene más
desta oveja, y no se la ha de quitar alguno,
por poderoso que sea; que a los dos que Dios
junta no podrá separar el hombre; y el que lo
intentare, primero ha de pasar por la punta
desta lanza.
Y, en esto, la blandió tan fuerte y tan
diestramente, que puso pavor en todos los
que no le conocían, y tan intensamente se
fijó en la imaginación de Camacho el desdén
de Quiteria, que se la borró de la memoria en
un instante; y así, tuvieron lugar con él las
persuasiones del cura, que era varón
prudente y bien intencionado, con las cuales
quedó Camacho y los de su parcialidad
pacíficos y sosegados; en señal de lo cual
volvieron las espadas a sus lugares, culpando
más a la facilidad de Quiteria que a la
industria de Basilio; haciendo discurso
Camacho que si Quiteria quería bien a Basilio
doncella, también le quisiera casada, y que
debía de dar gracias al cielo, más por
habérsela quitado que por habérsela dado.
Consolado, pues, y pacífico Camacho y los
de su mesnada, todos los de la de Basilio se
sosegaron, y el rico Camacho, por mostrar
que no sentía la burla, ni la estimaba en
nada, quiso que las fiestas pasasen adelante
como si realmente se desposara; pero no
quisieron asistir a ellas Basilio ni su esposa ni
secuaces; y así, se fueron a la aldea de
Basilio, que también los pobres virtuosos y
discretos tienen quien los siga, honre y
ampare, como los ricos tienen quien los
lisonjee y acompañe.
Llevarónse consigo a don Quijote,
estimándole por hombre de valor y de pelo
en pecho. A sólo Sancho se le escureció el
alma, por verse imposibilitado de aguardar la
espléndida comida y fiestas de Camacho, que
duraron hasta la noche; y así, asenderado y
triste, siguió a su señor, que con la cuadrilla
de Basilio iba, y así se dejó atrás las ollas de
Egipto, aunque las llevaba en el alma, cuya
ya casi consumida y acabada espuma, que en
el caldero llevaba, le representaba la gloria y
la abundancia del bien que perdía; y así,
congojado y pensativo, aunque sin hambre,
sin apearse del rucio, siguió las huellas de
Rocinante.
Capítulo XXII. Donde se da
cuenta de la grande
aventura de la cueva de
Montesinos, que está en el
corazón de la Mancha, a
quien dio felice cima el
valeroso don Quijote de la
Mancha
Grandes fueron y muchos los regalos que
los desposados hicieron a don Quijote,
obligados de las muestras que había dado
defendiendo su causa, y al par de la valentía
le graduaron la discreción, teniéndole por un
Cid en las armas y por un Cicerón en la
elocuencia. El buen Sancho se refociló tres
días a costa de los novios, de los cuales se
supo que no fue traza comunicada con la
hermosa Quiteria el herirse fingidamente,
sino industria de Basilio, esperando della el
mesmo suceso que se había visto; bien es
verdad que confesó que había dado parte de
su pensamiento a algunos de sus amigos,
para que al tiempo necesario favoreciesen su
intención y abonasen su engaño.
—No se pueden ni deben llamar engaños
—
dijo don Quijote
— los que ponen la mira en
virtuosos fines.
Y que el de casarse los enamorados era el
fin de más excelencia, advirtiendo que el
mayor contrario que el amor tiene es la
hambre y la continua necesidad, porque el
amor es todo alegría, regocijo y contento, y
más cuando el amante está en posesión de la
cosa amada, contra quien son enemigos
opuestos y declarados la necesidad y la
pobreza; y que todo esto decía con intención
de que se dejase el señor Basilio de ejercitar
las habilidades que sabe, que, aunque le
daban fama, no le daban dineros, y que
atendiese a granjear hacienda por medios
lícitos e industriosos, que nunca faltan a los
prudentes y aplicados.
—El pobre honrado, si es que puede ser
honrado el pobre, tiene prenda en tener
mujer hermosa, que, cuando se la quitan, le
quitan la honra y se la matan. La mujer
hermosa y honrada, cuyo marido es pobre,
merece ser coronada con laureles y palmas
de vencimiento y triunfo. La hermosura, por
sí sola, atrae las voluntades de cuantos la
miran y conocen, y como a señuelo gustoso
se le abaten las águilas reales y los pájaros
altaneros; pero si a la tal hermosura se le
junta la necesidad y la estrecheza, también la
embisten los cuervos, los milanos y las otras
aves de rapiña; y la que está a tantos
encuentros firme bien merece llamarse
corona de su marido. Mirad, discreto Basilio
—añadió don Quijote
—: opinión fue de no sé
qué sabio que no había en todo el mundo
sino una sola mujer buena, y daba por
consejo que cada uno pensase y creyese que
aquella sola buena era la suya, y así viviría
contento. Yo no soy casado, ni hasta agora
me ha venido en pensamiento serlo; y, con
todo esto, me atrevería a dar consejo al que
me lo pidiese del modo que había de buscar
la mujer con quien se quisiese casar. Lo
primero, le aconsejaría que mirase más a la
fama que a la hacienda, porque la buena
mujer no alcanza la buena fama solamente
con ser buena, sino con parecerlo; que
mucho más dañan a las honras de las
mujeres las desenvolturas y libertades
públicas que las maldades secretas. Si traes
buena mujer a tu casa, fácil cosa sería
conservarla, y aun mejorarla, en aquella
bondad; pero si la traes mala, en trabajo te
pondrá el enmendarla: que no es muy
hacedero pasar de un estremo a otro. Yo no
digo que sea imposible, pero téngolo por
dificultoso.
Oía todo esto Sancho, y dijo entre sí:
—Este mi amo, cuando yo hablo cosas de
meollo y de sustancia suele decir que podría
yo tomar un púlpito en las manos y irme por
ese mundo adelante predicando lindezas; y
yo digo dél que cuando comienza a enhilar
sentencias y a dar consejos, no sólo puede
tomar púlpito en las manos, sino dos en cada
dedo, y andarse por esas plazas a ¿qué
quieres boca? ¡Válate el diablo por caballero
andante, que tantas cosas sabes! Yo pensaba
en mi ánima que sólo podía saber aquello que
tocaba a sus caballerías, pero no hay cosa
donde no pique y deje de meter su
cucharada.
Murmuraba esto algo Sancho, y entreoyóle
su señor, y preguntóle:
—¿Qué murmuras, Sancho?
—No digo nada, ni murmuro de nada
—
respondió Sancho
—; sólo estaba diciendo
entre mí que quisiera haber oído lo que vuesa
merced aquí ha dicho antes que me casara,
que quizá dijera yo agora: "El buey suelto
bien se lame".
—¿Tan mala es tu Teresa, Sancho?
—dijo
don Quijote.
—No es muy mala
—respondió Sancho
—,
pero no es muy buena; a lo menos, no es tan
buena como yo quisiera.
—Mal haces, Sancho
—dijo don Quijote
—,
en decir mal de tu mujer, que, en efecto, es
madre de tus hijos.
—No nos debemos nada
—respondió
Sancho
—, que también ella dice mal de mí
cuando se le antoja, especialmente cuando
está celosa, que entonces súfrala el mesmo
Satanás.
Finalmente, tres días estuvieron con los
novios, donde fueron regalados y servidos
como cuerpos de rey. Pidió don Quijote al
diestro licenciado le diese una guía que le
encaminase a la cueva de Montesinos, porque
tenía gran deseo de entrar en ella y ver a
ojos vistas si eran verdaderas las maravillas
que de ella se decían por todos aquellos
contornos. El licenciado le dijo que le daría a
un primo suyo, famoso estudiante y muy
aficionado a leer libros de caballerías, el cual
con mucha voluntad le pondría a la boca de la
mesma cueva, y le enseñaría las lagunas de
Ruidera, famosas ansimismo en toda la
Mancha, y aun en toda España; y díjole que
llevaría con él gustoso entretenimiento, a
causa que era mozo que sabía hacer libros
para imprimir y para dirigirlos a príncipes.
Finalmente, el primo vino con una pollina
preñada, cuya albarda cubría un gayado
tapete o arpillera. Ensilló Sancho a Rocinante
y aderezó al rucio, proveyó sus alforjas, a las
cuales acompañaron las del primo, asimismo
bien proveídas, y, encomendándose a Dios y
despediéndose de todos, se pusieron en
camino, tomando la derrota de la famosa
cueva de Montesinos.
En el camino preguntó don Quijote al primo
de qué género y calidad eran sus ejercicios,
su profesión y estudios; a lo que él respondió
que su profesión era ser humanista; sus
ejercicios y estudios, componer libros para
dar a la estampa, todos de gran provecho y
no menos entretenimiento para la república;
que el uno se intitulaba el de las libreas,
donde pinta setecientas y tres libreas, con
sus colores, motes y cifras, de donde podían
sacar y tomar las que quisiesen en tiempo de
fiestas y regocijos los caballeros cortesanos,
sin andarlas mendigando de nadie, ni
lambicando, como dicen, el cerbelo, por
sacarlas conformes a sus deseos e
intenciones.
—Porque doy al celoso, al desdeñado, al
olvidado y al ausente las que les convienen,
que les vendrán más justas que pecadoras.
Otro libro tengo también, a quien he de
llamar Metamorfóseos, o Ovidio español, de
invención nueva y rara; porque en él,
imitando a Ovidio a lo burlesco, pinto quién
fue la Giralda de Sevilla y el Ángel de la
Madalena, quién el Caño de Vecinguerra, de
Córdoba, quiénes los Toros de Guisando, la
Sierra Morena, las fuentes de Leganitos y
Lavapiés, en Madrid, no olvidándome de la
del Piojo, de la del Caño Dorado y de la
Priora; y esto, con sus alegorías, metáforas y
translaciones, de modo que alegran,
suspenden y enseñan a un mismo punto.
Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a
Virgilio Polidoro, que trata de la invención de
las cosas, que es de grande erudición y
estudio, a causa que las cosas que se dejó de
decir Polidoro de gran sustancia, las averiguo
yo, y las declaro por gentil estilo. Olvidósele a
Virgilio de declararnos quién fue el primero
que tuvo catarro en el mundo, y el primero
que tomó las unciones para curarse del
morbo gálico, y yo lo declaro al pie de la
letra, y lo autorizo con más de veinte y cinco
autores: porque vea vuesa merced si he
trabajado bien y si ha de ser útil el tal libro a
todo el mundo.
Sancho, que había estado muy atento a la
narración del primo, le dijo:
—Dígame, señor, así Dios le dé buena
manderecha en la impresión de sus libros:
¿sabríame decir, que sí sabrá, pues todo lo
sabe, quién fue el primero que se rascó en la
cabeza, que yo para mí tengo que debió de
ser nuestro padre Adán?
—Sí sería
—respondió el primo
—, porque
Adán no hay duda sino que tuvo cabeza y
cabellos; y, siendo esto así, y siendo el
primer hombre del mundo, alguna vez se
rascaría.
—Así lo creo yo
—respondió Sancho
—; pero
dígame ahora: ¿quién fue el primer volteador
del mundo?
—En verdad, hermano
—respondió el
primo
—, que no me sabré determinar por
ahora, hasta que lo estudie. Yo lo estudiaré,
en volviendo adonde tengo mis libros, y yo os
satisfaré cuando otra vez nos veamos, que no
ha de ser ésta la postrera.
—Pues mire, señor
—replicó Sancho
—, no
tome trabajo en esto, que ahora he caído en
la cuenta de lo que le he preguntado. Sepa
que el primer volteador del mundo fue
Lucifer, cuando le echaron o arrojaron del
cielo, que vino volteando hasta los abismos.
—Tienes razón, amigo
—dijo el primo.
Y dijo don Quijote:
—Esa pregunta y respuesta no es tuya,
Sancho: a alguno las has oído decir.
—Calle, señor
—replicó Sancho
—, que a
buena fe que si me doy a preguntar y a
responder, que no acabe de aquí a mañana.
Sí, que para preguntar necedades y
responder disparates no he menester yo
andar buscando ayuda de vecinos.
—Más has dicho, Sancho, de lo que sabes
—
dijo don Quijote
—; que hay algunos que se
cansan en saber y averiguar cosas que,
después de sabidas y averiguadas, no
importan un ardite al entendimiento ni a la
memoria.
En estas y otras gustosas pláticas se les
pasó aquel día, y a la noche se albergaron en
una pequeña aldea, adonde el primo dijo a
don Quijote que desde allí a la cueva de
Montesinos no había más de dos leguas, y
que si llevaba determinado de entrar en ella,
era menester proverse de sogas, para atarse
y descolgarse en su profundidad.
Don Quijote dijo que, aunque llegase al
abismo, había de ver dónde paraba; y así,
compraron casi cien brazas de soga, y otro
día, a las dos de la tarde, llegaron a la cueva,
cuya boca es espaciosa y ancha, pero llena
de cambroneras y cabrahígos, de zarzas y
malezas, tan espesas y intricadas, que de
todo en todo la ciegan y encubren. En
viéndola, se apearon el primo, Sancho y don
Quijote, al cual los dos le ataron luego
fortísimamente con las sogas; y, en tanto que
le fajaban y ceñían, le dijo Sancho:
—Mire vuestra merced, señor mío, lo que
hace: no se quiera sepultar en vida, ni se
ponga adonde parezca frasco que le ponen a
enfriar en algún pozo. Sí, que a vuestra
merced no le toca ni atañe ser el
escudriñador desta que debe de ser peor que
mazmorra.
—Ata y calla
—respondió don Quijote
—, que
tal empresa como aquésta, Sancho amigo,
para mí estaba guardada.
Y entonces dijo la guía:
—Suplico a vuesa merced, señor don
Quijote, que mire bien y especule con cien
ojos lo que hay allá dentro: quizá habrá cosas
que las ponga yo en el libro de mis
Transformaciones.
—En manos está el pandero que le sabrá
bien tañer
—respondió Sancho Panza.
Dicho esto y acabada la ligadura de don
Quijote
—que no fue sobre el arnés, sino
sobre el jubón de armar
—, dijo don Quijote:
—Inadvertidos hemos andado en no
habernos proveído de algún esquilón
pequeño, que fuera atado junto a mí en esta
mesma soga, con cuyo sonido se entendiera
que todavía bajaba y estaba vivo; pero, pues
ya no es posible, a la mano de Dios, que me
guíe.
Y luego se hincó de rodillas y hizo una
oración en voz baja al cielo, pidiendo a Dios
le ayudase y le diese buen suceso en aquella,
al parecer, peligrosa y nueva aventura, y en
voz alta dijo luego:
—¡Oh señora de mis acciones y
movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del
Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos
las plegarias y rogaciones deste tu venturoso
amante, por tu inaudita belleza te ruego las
escuches, que no son otras que rogarte no
me niegues tu favor y amparo, ahora que
tanto le he menester. Yo voy a despeñarme,
a empozarme y a hundirme en el abismo que
aquí se me representa, sólo porque conozca
el mundo que si tú me favoreces, no habrá
imposible a quien yo no acometa y acabe.
Y, en diciendo esto, se acercó a la sima; vio
no ser posible descolgarse, ni hacer lugar a la
entrada, si no era a fuerza de brazos, o a
cuchilladas, y así, poniendo mano a la
espada, comenzó a derribar y a cortar de
aquellas malezas que a la boca de la cueva
estaban, por cuyo ruido y estruendo salieron
por ella una infinidad de grandísimos cuervos
y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que
dieron con don Quijote en el suelo; y si él
fuera tan agorero como católico cristiano, lo
tuviera a mala señal y escusara de encerrarse
en lugar semejante.
Finalmente se levantó, y, viendo que no
salían más cuervos ni otras aves noturnas,
como fueron murciélagos, que asimismo
entre los cuervos salieron, dándole soga el
primo y Sancho, se dejó calar al fondo de la
caverna espantosa; y, al entrar, echándole
Sancho su bendición y haciendo sobre él mil
cruces, dijo:
—¡Dios te guíe y la Peña de Francia, junto
con la Trinidad de Gaeta, flor, nata y espuma
de los caballeros andantes! ¡Allá vas,
valentón del mundo, corazón de acero,
brazos de bronce! ¡Dios te guíe, otra vez, y te
vuelva libre, sano y sin cautela a la luz desta
vida, que dejas por enterrarte en esta
escuridad que buscas!
Casi las mismas plegarias y deprecaciones
hizo el primo.
Iba don Quijote dando voces que le diesen
soga y más soga, y ellos se la daban poco a
poco; y cuando las voces, que acanaladas por
la cueva salían, dejaron de oírse, ya ellos
tenían descolgadas las cien brazas de soga, y
fueron de parecer de volver a subir a don
Quijote, pues no le podían dar más cuerda.
Con todo eso, se detuvieron como media
hora, al cabo del cual espacio volvieron a
recoger la soga con mucha facilidad y sin
peso alguno, señal que les hizo imaginar que
don Quijote se quedaba dentro; y, creyéndolo
así, Sancho lloraba amargamente y tiraba con
mucha priesa por desengañarse, pero,
llegando, a su parecer, a poco más de las
ochenta brazas, sintieron peso, de que en
estremo se alegraron. Finalmente, a las diez
vieron distintamente a don Quijote, a quien
dio voces Sancho, diciéndole:
—Sea vuestra merced muy bien vuelto,
señor mío, que ya pensábamos que se
quedaba allá para casta.
Pero no respondía palabra don Quijote; y,
sacándole del todo, vieron que traía cerrados
los ojos, con muestras de estar dormido.
Tendiéronle en el suelo y desliáronle, y con
todo esto no despertaba; pero tanto le
volvieron y revolvieron, sacudieron y
menearon, que al cabo de un buen espacio
volvió en sí, desperezándose, bien como si de
algún grave y profundo sueño despertara; y,
mirando a una y otra parte, como espantado,
dijo:
—Dios os lo perdone, amigos; que me
habéis quitado de la más sabrosa y agradable
vida y vista que ningún humano ha visto ni
pasado. En efecto, ahora acabo de conocer
que todos los contentos desta vida pasan
como sombra y sueño, o se marchitan como
la flor del campo. ¡Oh desdichado
Montesinos! ¡Oh mal ferido Durandarte! ¡Oh
sin ventura Belerma! ¡Oh lloroso Guadiana, y
vosotras sin dicha ijas de Ruidera, que
mostráis en vuestras aguas las que lloraron
vuestros hermosos ojos!
Escuchaban el primo y Sancho las palabras
de don Quijote, que las decía como si con
dolor inmenso las sacara de las entrañas.
Suplicáronle les diese a entender lo que
decía, y les dijese lo que en aquel infierno
había visto.
—¿Infierno le llamáis?
—dijo don Quijote
—;
pues no le llaméis ansí, porque no lo merece,
como luego veréis.
Pidió que le diesen algo de comer, que traía
grandísima hambre. Tendieron la arpillera del
primo sobre la verde yerba, acudieron a la
despensa de sus alforjas, y, sentados todos
tres en buen amor y compaña, merendaron y
cenaron, todo junto. Levantada la arpillera,
dijo don Quijote de la Mancha:
—No se levante nadie, y estadme, hijos,
todos atentos.
Capítulo XXIII. De las
admirables cosas que el
estremado don Quijote
contó que había visto en la
profunda cueva de
Montesinos, cuya
imposibilidad y grandeza
hace que se tenga esta
aventura por apócrifa
Las cuatro de la tarde serían cuando el sol,
entre nubes cubierto, con luz escasa y
templados rayos, dio lugar a don Quijote para
que, sin calor y pesadumbre, contase a sus
dos clarísimos oyentes lo que en la cueva de
Montesinos había visto. Y comenzó en el
modo siguiente:
—A obra de doce o catorce estados de la
profundidad desta mazmorra, a la derecha
mano, se hace una concavidad y espacio
capaz de poder caber en ella un gran carro
con sus mulas. Éntrale una pequeña luz por
unos resquicios o agujeros, que lejos le
responden, abiertos en la superficie de la
tierra. Esta concavidad y espacio vi yo a
tiempo cuando ya iba cansado y mohíno de
verme, pendiente y colgado de la soga,
caminar por aquella escura región abajo, sin
llevar cierto ni determinado camino; y así,
determiné entrarme en ella y descansar un
poco. Di voces, pidiéndoos que no
descolgásedes más soga hasta que yo os lo
dijese, pero no debistes de oírme. Fui
recogiendo la soga que enviábades, y,
haciendo della una rosca o rimero, me senté
sobre él, pensativo además, considerando lo
que hacer debía para calar al fondo, no
teniendo quién me sustentase; y, estando en
este pensamiento y confusión, de repente y
sin procurarlo, me salteó un sueño
profundísimo; y, cuando menos lo pensaba,
sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y
me hallé en la mitad del más bello, ameno y
deleitoso prado que puede criar la naturaleza
ni imaginar la más discreta imaginación
humana. Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi
que no dormía, sino que realmente estaba
despierto; con todo esto, me tenté la cabeza
y los pechos, por certificarme si era yo mismo
el que allí estaba, o alguna fantasma vana y
contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los
discursos concertados que entre mí hacía, me
certificaron que yo era allí entonces el que
soy aquí ahora. Ofrecióseme luego a la vista
un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos
muros y paredes parecían de transparente y
claro cristal fabricados; del cual abriéndose
dos grandes puertas, vi que por ellas salía y
hacía mí se venía un venerable anciano,
vestido con un capuz de bayeta morada, que
por el suelo le arrastraba: ceñíale los
hombros y los pechos una beca de colegial,
de raso verde; cubríale la cabeza una gorra
milanesa negra, y la barba, canísima, le
pasaba de la cintura; no traía arma ninguna,
sino un rosario de cuentas en la mano,
mayores que medianas nueces, y los dieces
asimismo como huevos medianos de
avestruz; el continente, el paso, la gravedad
y la anchísima presencia, cada cosa de por sí
y todas juntas, me suspendieron y
admiraron. Llegóse a mí, y lo primero que
hizo fue abrazarme estrechamente, y luego
decirme: ''Luengos tiempos ha, valeroso
caballero don Quijote de la Mancha, que los
que estamos en estas soledades encantados
esperamos verte, para que des noticia al
mundo de lo que encierra y cubre la profunda
cueva por donde has entrado, llamada la
cueva de Montesinos: hazaña sólo guardada
para ser acometida de tu invencible corazón y
de tu ánimo stupendo. Ven conmigo, señor
clarísimo, que te quiero mostrar las
maravillas que este transparente alcázar
solapa, de quien yo soy alcaide y guarda
mayor perpetua, porque soy el mismo
Montesinos, de quien la cueva toma nombre''.
Apenas me dijo que era Montesinos, cuando
le pregunté si fue verdad lo que en el mundo
de acá arriba se contaba: que él había sacado
de la mitad del pecho, con una pequeña
daga, el corazón de su grande amigo
Durandarte y llevádole a la Señora Belerma,
como él se lo mandó al punto de su muerte.
Respondióme que en todo decían verdad,
sino en la daga, porque no fue daga, ni
pequeña, sino un puñal buido, más agudo
que una lezna.
—Debía de ser
—dijo a este punto Sancho
—
el tal puñal de Ramón de Hoces, el sevillano.
—No sé
—prosiguió don Quijote
—, pero no
sería dese puñalero, porque Ramón de Hoces
fue ayer, y lo de Roncesvalles, donde
aconteció esta desgracia, ha muchos años; y
esta averiguación no es de importancia, ni
turba ni altera la verdad y contesto de la
historia.
—Así es
—respondió el primo
—; prosiga
vuestra merced, señor don Quijote, que le
escucho con el mayor gusto del mundo.
—No con menor lo cuento yo
—respondió
don Quijote
—; y así, digo que el venerable
Montesinos me metió en el cristalino palacio,
donde en una sala baja, fresquísima
sobremodo y toda de alabastro, estaba un
sepulcro de mármol, con gran maestría
fabricado, sobre el cual vi a un caballero
tendido de largo a largo, no de bronce, ni de
mármol, ni de jaspe hecho, como los suele
haber en otros sepulcros, sino de pura carne
y de puros huesos. Tenía la mano derecha
(que, a mi parecer, es algo peluda y nervosa,
señal de tener muchas fuerzas su dueño)
puesta sobre el lado del corazón, y, antes que
preguntase nada a Montesinos, viéndome
suspenso mirando al del sepulcro, me dijo:
''Éste es mi amigo Durandarte, flor y espejo
de los caballeros enamorados y valientes de
su tiempo; tiénele aquí encantado, como me
tiene a mí y a otros muchos y muchas,
Merlín, aquel francés encantador que dicen
que fue hijo del diablo; y lo que yo creo es
que no fue hijo del diablo, sino que supo,
como dicen, un punto más que el diablo. El
cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe, y
ello dirá andando los tiempos, que no están
muy lejos, según imagino. Lo que a mí me
admira es que sé, tan cierto como ahora es
de día, que Durandarte acabó los de su vida
en mis brazos, y que después de muerto le
saqué el corazón con mis propias manos; y
en verdad que debía de pesar dos libras,
porque, según los naturales, el que tiene
mayor corazón es dotado de mayor valentía
del que le tiene pequeño. Pues siendo esto
así, y que realmente murió este caballero,
¿cómo ahora se queja y sospira de cuando en
cuando, como si estuviese vivo?'' Esto dicho,
el mísero Durandarte, dando una gran voz,
dijo:
''¡Oh, mi primo Montesinos!
Lo postrero que os rogaba,
que cuando yo fuere muerto,
y mi ánima arrancada,
que llevéis mi corazón
adonde Belerma estaba,
sacándomele del pecho,
ya con puñal, ya con daga.''
Oyendo lo cual el venerable Montesinos, se
puso de rodillas ante el lastimado caballero,
y, con lágrimas en los ojos, le dijo: ''Ya,
señor Durandarte, carísimo primo mío, ya
hice lo que me mandastes en el aciago día de
nuestra pérdida: yo os saqué el corazón lo
mejor que pude, sin que os dejase una
mínima parte en el pecho; yo le limpié con un
pañizuelo de puntas; yo partí con él de
carrera para Francia, habiéndoos primero
puesto en el seno de la tierra, con tantas
lágrimas, que fueron bastantes a lavarme las
manos y limpiarme con ellas la sangre que
tenían, de haberos andado en las entrañas;
y, por más señas, primo de mi alma, en el
primero lugar que topé, saliendo de
Roncesvalles, eché un poco de sal en vuestro
corazón, porque no oliese mal, y fuese, si no
fresco, a lo menos amojamado, a la presencia
de la señora Belerma; la cual, con vos, y
conmigo, y con Guadiana, vuestro escudero,
y con la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos
sobrinas, y con otros muchos de vuestros
conocidos y amigos, nos tiene aquí
encantados el sabio Merlín ha muchos años;
y, aunque pasan de quinientos, no se ha
muerto ninguno de nosotros: solamente
faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las
cuales llorando, por compasión que debió de
tener Merlín dellas, las convirtió en otras
tantas lagunas, que ahora, en el mundo de
los vivos y en la provincia de la Mancha, las
llaman las lagunas de Ruidera; las siete son
de los reyes de España, y las dos sobrinas, de
los caballeros de una orden santísima, que
llaman de San Juan. Guadiana, vuestro
escudero, plañendo asimesmo vuestra
desgracia, fue convertido en un río llamado
de su mesmo nombre; el cual, cuando llegó a
la superficie de la tierra y vio el sol del otro
cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que
os dejaba, que se sumergió en las entrañas
de la tierra; pero, como no es posible dejar
de acudir a su natural corriente, de cuando
en cuando sale y se muestra donde el sol y
las gentes le vean. Vanle administrando de
sus aguas las referidas lagunas, con las
cuales y con otras muchas que se llegan,
entra pomposo y grande en Portugal. Pero,
con todo esto, por dondequiera que va
muestra su tristeza y melancolía, y no se
precia de criar en sus aguas peces regalados
y de estima, sino burdos y desabridos, bien
diferentes de los del Tajo dorado; y esto que
agora os digo, ¡oh primo mío!, os lo he dicho
muchas veces; y, como no me respondéis,
imagino que no me dais crédito, o no me oís,
de lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo
sabe. Unas nuevas os quiero dar ahora, las
cuales, ya que no sirvan de alivio a vuestro
dolor, no os le aumentarán en ninguna
manera. Sabed que tenéis aquí en vuestra
presencia, y abrid los ojos y veréislo, aquel
gran caballero de quien tantas cosas tiene
profetizadas el sabio Merlín, aquel don
Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y
con mayores ventajas que en los pasados
siglos ha resucitado en los presentes la ya
olvidada andante caballería, por cuyo medio y
favor podría ser que nosotros fuésemos
desencantados; que las grandes hazañas
para los grandes hombres están guardadas''.
''Y cuando así no sea
—respondió el lastimado
Durandarte con voz desmayada y baja
—,
cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia
y barajar''. Y, volviéndose de lado, tornó a su
acostumbrado silencio, sin hablar más
palabra. Oyéronse en esto grandes alaridos y
llantos, acompañados de profundos gemidos
y angustiados sollozos; volví la cabeza, y vi
por las paredes de cristal que por otra sala
pasaba una procesión de dos hileras de
hermosísimas doncellas, todas vestidas de
luto, con turbantes blancos sobre las cabezas,
al modo turquesco. Al cabo y fin de las hileras
venía una señora, que en la gravedad lo
parecía, asimismo vestida de negro, con
tocas blancas tan tendidas y largas, que
besaban la tierra. Su turbante era mayor dos
veces que el mayor de alguna de las otras;
era cejijunta y la nariz algo chata; la boca
grande, pero colorados los labios; los dientes,
que tal vez los descubría, mostraban ser ralos
y no bien puestos, aunque eran blancos como
unas peladas almendras; traía en las manos
un lienzo delgado, y entre él, a lo que pude
divisar, un corazón de carne momia, según
venía seco y amojamado. Díjome Montesinos
como toda aquella gente de la procesión eran
sirvientes de Durandarte y de Belerma, que
allí con sus dos señores estaban encantados,
y que la última, que traía el corazón entre el
lienzo y en las manos, era la señora Belerma,
la cual con sus doncellas cuatro días en la
semana hacían aquella procesión y cantaban,
o, por mejor decir, lloraban endechas sobre el
cuerpo y sobre el lastimado corazón de su
primo; y que si me había parecido algo fea, o
no tan hermosa como tenía la fama, era la
causa las malas noches y peores días que en
aquel encantamento pasaba, como lo podía
ver en sus grandes ojeras y en su color
quebradiza. ''Y no toma ocasión su amarillez
y sus ojeras de estar con el mal mensil,
ordinario en las mujeres, porque ha muchos
meses, y aun años, que no le tiene ni asoma
por sus puertas, sino del dolor que siente su
corazón por el que de contino tiene en las
manos, que le renueva y trae a la memoria la
desgracia de su mal logrado amante; que si
esto no fuera, apenas la igualara en
hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea
del Toboso, tan celebrada en todos estos
contornos, y aun en todo el mundo''. ''¡Cepos
quedos!
—dije yo entonces
—, señor don
Montesinos: cuente vuesa merced su historia
como debe, que ya sabe que toda
comparación es odiosa, y así, no hay para
qué comparar a nadie con nadie. La sin par
Dulcinea del Toboso es quien es, y la señora
doña Belerma es quien es, y quien ha sido, y
quédese aquí''. A lo que él me respondió:
''Señor don Quijote, perdóneme vuesa
merced, que yo confieso que anduve mal, y
no dije bien en decir que apenas igualara la
señora Dulcinea a la señora Belerma, pues
me bastaba a mí haber entendido, por no sé
qué barruntos, que vuesa merced es su
caballero, para que me mordiera la lengua
antes de compararla sino con el mismo cielo''.
Con esta satisfación que me dio el gran
Montesinos se quietó mi corazón del
sobresalto que recebí en oír que a mi señora
la comparaban con Belerma.
—Y aun me maravillo yo
—dijo Sancho
— de
cómo vuestra merced no se subió sobre el
vejote, y le molió a coces todos los huesos, y
le peló las barbas, sin dejarle pelo en ellas.
—No, Sancho amigo
—respondió don
Quijote
—, no me estaba a mí bien hacer eso,
porque estamos todos obligados a tener
respeto a los ancianos, aunque no sean
caballeros, y principalmente a los que lo son
y están encantados; yo sé bien que no nos
quedamos a deber nada en otras muchas
demandas y respuestas que entre los dos
pasamos.
A esta sazón dijo el primo:
—Yo no sé, señor don Quijote, cómo
vuestra merced en tan poco espacio de
tiempo como ha que está allá bajo, haya
visto tantas cosas y hablado y respondido
tanto.
—¿Cuánto ha que bajé?
—preguntó don
Quijote.
—Poco más de una hora
—respondió
Sancho.
—Eso no puede ser
—replicó don Quijote
—,
porque allá me anocheció y amaneció, y
tornó a anochecer y amanecer tres veces; de
modo que, a mi cuenta, tres días he estado
en aquellas partes remotas y escondidas a la
vista nuestra.
—Verdad debe de decir mi señor
—dijo
Sancho
—, que, como todas las cosas que le
han sucedido son por encantamento, quizá lo
que a nosotros nos parece un hora, debe de
parecer allá tres días con sus noches.
—Así será
—respondió don Quijote.
—Y ¿ha comido vuestra merced en todo
este tiempo, señor mío?
—preguntó el primo.
—No me he desayunado de bocado
—
respondió don Quijote
—, ni aun he tenido
hambre, ni por pensamiento.
—Y los encantados, ¿comen?
—dijo el
primo.
—No comen
—respondió don Quijote
—, ni
tienen escrementos mayores; aunque es
opinión que les crecen las uñas, las barbas y
los cabellos.
—¿Y duermen, por ventura, los encantados,
señor?
—preguntó Sancho.
—No, por cierto
—respondió don Quijote
—;
a lo menos, en estos tres días que yo he
estado con ellos, ninguno ha pegado el ojo, ni
yo tampoco.
—Aquí encaja bien el refrán
—dijo Sancho
—
de dime con quién andas, decirte he quién
eres: ándase vuestra merced con encantados
ayunos y vigilantes, mirad si es mucho que ni
coma ni duerma mientras con ellos
anduviere. Pero perdóneme vuestra merced,
señor mío, si le digo que de todo cuanto aquí
ha dicho, lléveme Dios, que iba a decir el
diablo, si le creo cosa alguna.
—¿Cómo no?
—dijo el primo
—, pues ¿había
de mentir el señor don Quijote, que, aunque
quisiera, no ha tenido lugar para componer e
imaginar tanto millón de mentiras?
—Yo no creo que mi señor miente
—
respondió Sancho.
—Si no, ¿qué crees?
—le preguntó don
Quijote.
—Creo
—respondió Sancho
— que aquel
Merlín, o aquellos encantadores que
encantaron a toda la chusma que vuestra
merced dice que ha visto y comunicado allá
bajo, le encajaron en el magín o la memoria
toda esa máquina que nos ha contado, y todo
aquello que por contar le queda.
—Todo eso pudiera ser, Sancho
—replicó
don Quijote
—, pero no es así, porque lo que
he contado lo vi por mis propios ojos y lo
toqué con mis mismas manos. Pero, ¿qué
dirás cuando te diga yo ahora cómo, entre
otras infinitas cosas y maravillas que me
mostró Montesinos, las cuales despacio y a
sus tiempos te las iré contando en el discurso
de nuestro viaje, por no ser todas deste
lugar, me mostró tres labradoras que por
aquellos amenísimos campos iban saltando y
brincando como cabras; y, apenas las hube
visto, cuando conocí ser la una la sin par
Dulcinea del Toboso, y las otras dos aquellas
mismas labradoras que venían con ella, que
hablamos a la salida del Toboso?
Pregunté a
Montesinos si las conocía, respondióme que
no, pero que él imaginaba que debían de ser
algunas señoras principales encantadas, que
pocos días había que en aquellos prados
habían parecido; y que no me maravillase
desto, porque allí estaban otras muchas
señoras de los pasados y presentes siglos,
encantadas en diferentes y estrañas figuras,
entre las cuales conocía él a la reina Ginebra
y su dueña Quintañona, escanciando el vino a
Lanzarote,
cuando de Bretaña vino.
Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su
amo, pensó perder el juicio, o morirse de
risa; que, como él sabía la verdad del fingido
encanto de Dulcinea, de quien él había sido el
encantador y el levantador de tal testimonio,
acabó de conocer indubitablemente que su
señor estaba fuera de juicio y loco de todo
punto; y así, le dijo:
—En mala coyuntura y en peor sazón y en
aciago día bajó vuestra merced, caro patrón
mío, al otro mundo, y en mal punto se
encontró con el señor Montesinos, que tal nos
le ha vuelto. Bien se estaba vuestra merced
acá arriba con su entero juicio, tal cual Dios
se le había dado, hablando sentencias y
dando consejos a cada paso, y no agora,
contando los mayores disparates que pueden
imaginarse.
—Como te conozco, Sancho
—respondió
don Quijote
—, no hago caso de tus palabras.
—Ni yo tampoco de las de vuestra merced
—replicó Sancho
—, siquiera me hiera,
siquiera me mate por las que le he dicho, o
por las que le pienso decir si en las suyas no
se corrige y enmienda. Pero dígame vuestra
merced, ahora que estamos en paz: ¿cómo o
en qué conoció a la señora nuestra ama? Y si
la habló, ¿qué dijo, y qué le respondió?
—Conocíla
—respondió don Quijote
— en
que trae los mesmos vestidos que traía
cuando tú me le mostraste. Habléla, pero no
me respondió palabra; antes, me volvió las
espaldas, y se fue huyendo con tanta priesa,
que no la alcanzara una jara. Quise seguirla,
y lo hiciera, si no me aconsejara Montesinos
que no me cansase en ello, porque sería en
balde, y más porque se llegaba la hora donde
me convenía volver a salir de la sima. Díjome
asimesmo que, andando el tiempo, se me
daría aviso cómo habían de ser
desencantados él, y Belerma y Durandarte,
con todos los que allí estaban; pero lo que
más pena me dio, de las que allí vi y noté,
fue que, estándome diciendo Montesinos
estas razones, se llegó a mí por un lado, sin
que yo la viese venir, una de las dos
compañeras de la sin ventura Dulcinea, y,
llenos los ojos de lágrimas, con turbada y
baja voz, me dijo: ''Mi señora Dulcinea del
Toboso besa a vuestra merced las manos, y
suplica a vuestra merced se la haga de
hacerla saber cómo está; y que, por estar en
una gran necesidad, asimismo suplica a
vuestra merced, cuan encarecidamente
puede, sea servido de prestarle sobre este
faldellín que aquí traigo, de cotonía, nuevo,
media docena de reales, o los que vuestra
merced tuviere, que ella da su palabra de
volvérselos con mucha brevedad''.
Suspendióme y admiróme el tal recado, y,
volviéndome al señor Montesinos, le
pregunté: ''¿Es posible, señor Montesinos,
que los encantados principales padecen
necesidad?'' A lo que él me respondió:
''Créame vuestra merced, señor don Quijote
de la Mancha, que ésta que llaman necesidad
adondequiera se usa, y por todo se estiende,
y a todos alcanza, y aun hasta los encantados
no perdona; y, pues la señora Dulcinea del
Toboso envía a pedir esos seis reales, y la
prenda es buena, según parece, no hay sino
dárselos; que, sin duda, debe de estar puesta
en algún grande aprieto''. ''Prenda, no la
tomaré yo
—le respondí
—, ni menos le daré
lo que pide, porque no tengo sino solos
cuatro reales''; los cuales le di (que fueron los
que tú, Sancho, me diste el otro día para dar
limosna a los pobres que topase por los
caminos), y le dije: ''Decid, amiga mía, a
vuesa señora que a mí me pesa en el alma de
sus trabajos, y que quisiera ser un Fúcar para
remediarlos; y que le hago saber que yo no
puedo ni debo tener salud careciendo de su
agradable vista y discreta conversación, y
que le suplico, cuan encarecidamente puedo,
sea servida su merced de dejarse ver y tratar
deste su cautivo servidor y asendereado
caballero. Diréisle también que, cuando
menos se lo piense, oirá decir como yo he
hecho un juramento y voto, a modo de aquel
que hizo el marqués de Mantua, de vengar a
su sobrino Baldovinos, cuando le halló para
espirar en mitad de la montiña, que fue de no
comer pan a manteles, con las otras
zarandajas que allí añadió, hasta vengarle; y
así le haré yo de no sosegar, y de andar las
siete partidas del mundo, con más
puntualidad que las anduvo el infante don
Pedro de Portugal, hasta desencantarla''.
''Todo eso, y más, debe vuestra merced a mi
señora'', me respondió la doncella. Y,
tomando los cuatro reales, en lugar de
hacerme una reverencia, hizo una cabriola,
que se levantó dos varas de medir en el aire.
—¡Oh santo Dios!
—dijo a este tiempo
dando una gran voz Sancho
—. ¿Es posible
que tal hay en el mundo, y que tengan en él
tanta fuerza los encantadores y
encantamentos, que hayan trocado el buen
juicio de mi señor en una tan disparatada
locura? ¡Oh señor, señor, por quien Dios es,
que vuestra merced mire por sí y vuelva por
su honra, y no dé crédito a esas vaciedades
que le tienen menguado y descabalado el
sentido!
—Como me quieres bien, Sancho, hablas
desa manera
—dijo don Quijote
—; y, como
no estás experimentado en las cosas del
mundo, todas las cosas que tienen algo de
dificultad te parecen imposibles; pero andará
el tiempo, como otra vez he dicho, y yo te
contaré algunas de las que allá abajo he
visto, que te harán creer las que aquí he
contado, cuya verdad ni admite réplica ni
disputa.
Capítulo XXIV. Donde se
cuentan mil zarandajas tan
impertinentes como
necesarias al verdadero
entendimiento desta grande
historia
Dice el que tradujo esta grande historia del
original, de la que escribió su primer autor
Cide Hamete Benengeli, que, llegando al
Capítulo de la aventura de la cueva de
Montesinos, en el margen dél estaban
escritas, de mano del mesmo Hamete, estas
mismas razones:
''No me puedo dar a entender, ni me puedo
persuadir, que al valeroso don Quijote le
pasase puntualmente todo lo que en el
antecedente
Capítulo queda escrito: la razón
es que todas las aventuras hasta aquí
sucedidas han sido contingibles y verisímiles,
pero ésta desta cueva no le hallo entrada
alguna para tenerla por verdadera, por ir tan
fuera de los términos razonables. Pues
pensar yo que don Quijote mintiese, siendo el
más verdadero hidalgo y el más noble
caballero de sus tiempos, no es posible; que
no dijera él una mentira si le asaetearan. Por
otra parte, considero que él la contó y la dijo
con todas las circunstancias dichas, y que no
pudo fabricar en tan breve espacio tan gran
máquina de disparates; y si esta aventura
parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así,
sin afirmarla por falsa o verdadera, la
escribo. Tú, letor, pues eres prudente, juzga
lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo
más; puesto que se tiene por cierto que al
tiempo de su fin y muerte dicen que se
retrató della, y dijo que él la había inventado,
por parecerle que convenía y cuadraba bien
con las aventuras que había leído en sus
historias''.
Y luego prosigue, diciendo:
Espantóse el primo, así del atrevimiento de
Sancho Panza como de la paciencia de su
amo, y juzgó que del contento que tenía de
haber visto a su señora Dulcinea del Toboso,
aunque encantada, le nacía aquella condición
blanda que entonces mostraba; porque, si así
no fuera, palabras y razones le dijo Sancho,
que merecían molerle a palos; porque
realmente le pareció que había andado
atrevidillo con su señor, a quien le dijo:
—Yo, señor don Quijote de la Mancha, doy
por bien empleadísima la jornada que con
vuestra merced he hecho, porque en ella he
granjeado cuatro cosas. La primera, haber
conocido a vuestra merced, que lo tengo a
gran felicidad. La segunda, haber sabido lo
que se encierra en esta cueva de Montesinos,
con las mutaciones de Guadiana y de las
lagunas de Ruidera, que me servirán para el
Ovidio español que traigo entre manos. La
tercera, entender la antigüedad de los naipes,
que, por lo menos, ya se usaban en tiempo
del emperador Carlomagno, según puede
colegirse de las palabras que vuesa merced
dice que dijo Durandarte, cuando, al cabo de
aquel grande espacio que estuvo hablando
con él Montesinos, él despertó diciendo:
''Paciencia y barajar''; y esta razón y modo
de hablar no la pudo aprender encantado,
sino cuando no lo estaba, en Francia y en
tiempo del referido emperador Carlomagno. Y
esta averiguación me viene pintiparada para
el otro libro que voy componiendo , que es
Suplemento de Virgilio Polidoro, en la
invención de las antigüedades; y creo que en
el suyo no se acordó de poner la de los
naipes, como la pondré yo ahora, que será de
mucha importancia, y más alegando autor
tan grave y tan verdadero como es el señor
Durandarte. La cuarta es haber sabido con
certidumbre el nacimiento del río Guadiana,
hasta ahora ignorado de las gentes.
—Vuestra merced tiene razón
—dijo don
Quijote
—, pero querría yo saber, ya que Dios
le haga merced de que se le dé licencia para
imprimir esos sus libros, que lo dudo, a quién
piensa dirigirlos.
—Señores y grandes hay en España a quien
puedan dirigirse
—dijo el primo.
—No muchos
—respondió don Quijote
—; y
no porque no lo merezcan, sino que no
quieren admitirlos, por no obligarse a la
satisfación que parece se debe al trabajo y
cortesía de sus autores. Un príncipe conozco
yo que puede suplir la falta de los demás, con
tantas ventajas que, si me atreviere a
decirlas, quizá despertara la invidia en más
de cuatro generosos pechos; pero quédese
esto aquí para otro tiempo más cómodo, y
vamos a buscar adonde recogernos esta
noche.
—No lejos de aquí
—respondió el primo
—
está una ermita, donde hace su habitación un
ermitaño, que dicen ha sido soldado, y está
en opinión de ser un buen cristiano, y muy
discreto y caritativo además. Junto con la
ermita tiene una pequeña casa, que él ha
labrado a su costa; pero, con todo, aunque
chica, es capaz de recibir huéspedes.
—¿Tiene por ventura gallinas el tal
ermitaño?
—preguntó Sancho.
—Pocos ermitaños están sin ellas
—
respondió don Quijote
—, porque no son los
que agora se usan como aquellos de los
desiertos de Egipto, que se vestían de hojas
de palma y comían raíces de la tierra. Y no se
entienda que por decir bien de aquéllos no lo
digo de aquéstos, sino que quiero decir que al
rigor y estrecheza de entonces no llegan las
penitencias de los de agora; pero no por esto
dejan de ser todos buenos; a lo menos, yo
por buenos los juzgo; y, cuando todo corra
turbio, menos mal hace el hipócrita que se
finge bueno que el público pecador.
Estando en esto, vieron que hacia donde
ellos estaban venía un hombre a pie,
caminando apriesa, y dando varazos a un
macho que venía cargado de lanzas y de
alabardas. Cuando llegó a ellos, los saludó y
pasó de largo. Don Quijote le dijo:
—Buen hombre, deteneos, que parece que
vais con más diligencia que ese macho ha
menester.
—No me puedo detener, señor
—respondió
el hombre
—, porque las armas que veis que
aquí llevo han de servir mañana; y así, me es
forzoso el no detenerme, y a Dios. Pero si
quisiéredes saber para qué las llevo, en la
venta que está más arriba de la ermita pienso
alojar esta noche; y si es que hacéis este
mesmo camino, allí me hallaréis, donde os
contaré maravillas. Y a Dios otra vez.
Y de tal manera aguijó el macho, que no
tuvo lugar don Quijote de preguntarle qué
maravillas eran las que pensaba decirles; y,
como él era algo curioso y siempre le
fatigaban deseos de saber cosas nuevas,
ordenó que al momento se partiesen y fuesen
a pasar la noche en la venta, sin tocar en la
ermita, donde quisiera el primo que se
quedaran.
Hízose así, subieron a caballo, y siguieron
todos tres el derecho camino de la venta, a la
cual llegaron un poco antes de anochecer.
Dijo el primo a don Quijote que llegasen a
ella a beber un trago. Apenas oyó esto
Sancho Panza, cuando encaminó el rucio a la
ermita, y lo mismo hicieron don Quijote y el
primo; pero la mala suerte de Sancho parece
que ordenó que el ermitaño no estuviese en
casa; que así se lo dijo una sotaermitaño que
en la ermita hallaron. Pidiéronle de lo caro;
respondió que su señor no lo tenía, pero que
si querían agua barata, que se la daría de
muy buena gana.
—Si yo la tuviera de agua
—respondió
Sancho
—, pozos hay en el camino, donde la
hubiera satisfecho. ¡Ah bodas de Camacho y
abundancia de la casa de don Diego, y
cuántas veces os tengo de echar menos!
Con esto, dejaron la ermita y picaron hacia
la venta; y a poco trecho toparon un
mancebito, que delante dellos iba caminando
no con mucha priesa; y así, le alcanzaron.
Llevaba la espada sobre el hombro, y en ella
puesto un bulto o envoltorio, al parecer de
sus vestidos; que, al parecer, debían de ser
los calzones o greguescos, y herreruelo, y
alguna camisa, porque traía puesta una
ropilla de terciopelo con algunas vislumbres
de raso, y la camisa, de fuera; las medias
eran de seda, y los zapatos cuadrados, a uso
de corte; la edad llegaría a diez y ocho o diez
y nueve años; alegre de rostro, y, al parecer,
ágil de su persona. Iba cantando seguidillas,
para entretener el trabajo del camino.
Cuando llegaron a él, acababa de cantar una,
que el primo tomó de memoria, que dicen
que decía:
A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros,
no fuera, en verdad.
El primero que le habló fue don Quijote,
diciéndole:
—Muy a la ligera camina vuesa merced,
señor galán. Y ¿adónde bueno? Sepamos, si
es que gusta decirlo.
A lo que el mozo respondió:
—El caminar tan a la ligera lo causa el calor
y la pobreza, y el adónde voy es a la guerra.
—¿Cómo la pobreza?
—preguntó don
Quijote
—; que por el calor bien puede ser.
—Señor
—replicó el mancebo
—, yo llevo en
este envoltorio unos greguescos de
terciopelo, compañeros desta ropilla; si los
gasto en el camino, no me podré honrar con
ellos en la ciudad, y no tengo con qué
comprar otros; y, así por esto como por
orearme, voy desta manera, hasta alcanzar
unas compañías de infantería que no están
doce leguas de aquí, donde asentaré mi
plaza, y no faltarán bagajes en que caminar
de allí adelante hasta el embarcadero, que
dicen ha de ser en Cartagena. Y más quiero
tener por amo y por señor al rey, y servirle
en la guerra, que no a un pelón en la corte.
—Y ¿lleva vuesa merced alguna ventaja por
ventura?
—preguntó el primo.
—Si yo hubiera servido a algún grande de
España, o algún principal personaje
—
respondió el mozo
—, a buen seguro que yo la
llevara, que eso tiene el servir a los buenos:
que del tinelo suelen salir a ser alférez o
capitanes, o con algún buen entretenimiento;
pero yo, desventurado, serví siempre a
catarriberas y a gente advenediza, de ración
y quitación tan mísera y atenuada, que en
pagar el almidonar un cuello se consumía la
mitad della; y sería tenido a milagro que un
paje aventurero alcanzase alguna siquiera
razonable ventura.
—Y dígame, por su vida, amigo
—preguntó
don Quijote
—: ¿es posible que en los años
que sirvió no ha podido alcanzar alguna
librea?
—Dos me han dado
—respondió el paje
—;
pero, así como el que se sale de alguna
religión antes de profesar le quitan el hábito y
le vuelven sus vestidos, así me volvían a mí
los míos mis amos, que, acabados los
negocios a que venían a la corte, se volvían a
sus casas y recogían las libreas que por sola
ostentación habían dado.
—Notable espilorchería, como dice el
italiano
—dijo don Quijote
—; pero, con todo
eso, tenga a felice ventura el haber salido de
la corte con tan buena intención como lleva;
porque no hay otra cosa en la tierra más
honrada ni de más provecho que servir a
Dios, primeramente, y luego, a su rey y señor
natural, especialmente en el ejercicio de las
armas, por las cuales se alcanzan, si no más
riquezas, a lo menos, más honra que por las
letras, como yo tengo dicho muchas veces;
que, puesto que han fundado más
mayorazgos las letras que las armas, todavía
llevan un no sé qué los de las armas a los de
las letras, con un sí sé qué de esplendor que
se halla en ellos, que los aventaja a todos. Y
esto que ahora le quiero decir llévelo en la
memoria, que le será de mucho provecho y
alivio en sus trabajos; y es que, aparte la
imaginación de los sucesos adversos que le
podrán venir, que el peor de todos es la
muerte, y como ésta sea buena, el mejor de
todos es el morir. Preguntáronle a Julio
César, aquel valeroso emperador romano,
cuál era la mejor muerte; respondió que la
impensada, la de repente y no prevista; y,
aunque respondió como gentil y ajeno del
conocimiento del verdadero Dios, con todo
eso, dijo bien, para ahorrarse del sentimiento
humano; que, puesto caso que os maten en
la primera facción y refriega, o ya de un tiro
de artillería, o volado de una mina, ¿qué
importa? Todo es morir, y acabóse la obra; y,
según Terencio, más bien parece el soldado
muerto en la batalla que vivo y salvo en la
huida; y tanto alcanza de fama el buen
soldado cuanto tiene de obediencia a sus
capitanes y a los que mandarle pueden. Y
advertid, hijo, que al soldado mejor le está el
oler a pólvora que algalia, y que si la vejez os
coge en este honroso ejercicio, aunque sea
lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo
menos no os podrá coger sin honra, y tal,
que no os la podrá menoscabar la pobreza;
cuanto más, que ya se va dando orden cómo
se entretengan y remedien los soldados
viejos y estropeados, porque no es bien que
se haga con ellos lo que suelen hacer los que
ahorran y dan libertad a sus negros cuando
ya son viejos y no pueden servir, y,
echándolos de casa con título de libres, los
hacen esclavos de la hambre, de quien no
piensan ahorrarse sino con la muerte. Y por
ahora no os quiero decir más, sino que subáis
a las ancas deste mi caballo hasta la venta, y
allí cenaréis conmigo, y por la mañana
seguiréis el camino, que os le dé Dios tan
bueno como vuestros deseos merecen.
El paje no aceptó el convite de las ancas,
aunque sí el de cenar con él en la venta; y, a
esta sazón, dicen que dijo Sancho entre sí:
—¡Válate Dios por señor! Y ¿es posible que
hombre que sabe decir tales, tantas y tan
buenas cosas como aquí ha dicho, diga que
ha visto los disparates imposibles que cuenta
de la cueva de Montesinos? Ahora bien, ello
dirá.
Y en esto, llegaron a la venta, a tiempo que
anochecía, y no sin gusto de Sancho, por ver
que su señor la juzgó por verdadera venta, y
no por castillo, como solía. No hubieron bien
entrado, cuando don Quijote preguntó al
ventero por el hombre de las lanzas y
alabardas; el cual le respondió que en la
caballeriza estaba acomodando el macho. Lo
mismo hicieron de sus jumentos el primo y
Sancho, dando a Rocinante el mejor pesebre
y el mejor lugar de la caballeriza.
Capítulo XXV. Donde se
apunta la aventura del
rebuzno y la graciosa del
titerero, con las memorables
adivinanzas del mono
adivino
No se le cocía el pan a don Quijote, como
suele decirse, hasta oír y saber las maravillas
prometidas del hombre condutor de las
armas. Fuele a buscar donde el ventero le
había dicho que estaba, y hallóle, y díjole que
en todo caso le dijese luego lo que le había
de decir después, acerca de lo que le había
preguntado en el camino. El hombre le
respondió:
—Más despacio, y no en pie, se ha de tomar
el cuento de mis maravillas: déjeme vuestra
merced, señor bueno, acabar de dar recado a
mi bestia, que yo le diré cosas que le
admiren.
—No quede por eso
—respondió don
Quijote
—, que yo os ayudaré a todo.
Y así lo hizo, ahechándole la cebada y
limpiando el pesebre, humildad que obligó al
hombre a contarle con buena voluntad lo que
le pedía; y, sentándose en un poyo y don
Quijote junto a él, teniendo por senado y
auditorio al primo, al paje, a Sancho Panza y
al ventero, comenzó a decir desta manera:
—«Sabrán vuesas mercedes que en un
lugar que está cuatro leguas y media desta
venta sucedió que a un regidor dél, por
industria y engaño de una muchacha criada
suya, y esto es largo de contar, le faltó un
asno, y, aunque el tal regidor hizo las
diligencias posibles por hallarle, no fue
posible. Quince días serían pasados, según es
pública voz y fama,
— que el asno faltaba,
cuando, estando en la plaza el regidor
perdidoso, otro regidor del mismo pueblo le
dijo: ''Dadme albricias, compadre, que
vuestro jumento ha parecido''. ''Yo os las
mando y buenas, compadre
—respondió el
otro
—, pero sepamos dónde ha parecido''.
''En el monte
—respondió el hallador
—, le vi
esta mañana, sin albarda y sin aparejo
alguno, y tan flaco que era una compasión
miralle. Quísele antecoger delante de mí y
traérosle, pero está ya tan montaraz y tan
huraño, que, cuando llegé a él, se fue
huyendo y se entró en lo más escondido del
monte. Si queréis que volvamos los dos a
buscarle, dejadme poner esta borrica en mi
casa, que luego vuelvo''. ''Mucho placer me
haréis
—dijo el del jumento
—, e yo procuraré
pagároslo en la mesma moneda''. Con estas
circunstancias todas, y de la mesma manera
que yo lo voy contando, lo cuentan todos
aquellos que están enterados en la verdad
deste caso. En resolución, los dos regidores,
a pie y mano a mano, se fueron al monte, y,
llegando al lugar y sitio donde pensaron
hallar el asno, no le hallaron, ni pareció por
todos aquellos contornos, aunque más le
buscaron. Viendo, pues, que no parecía, dijo
el regidor que le había visto al otro: ''Mirad,
compadre: una traza me ha venido al
pensamiento, con la cual sin duda alguna
podremos descubrir este animal, aunque esté
metido en las entrañas de la tierra, no que
del monte; y es que yo sé rebuznar
maravillosamente; y si vos sabéis algún
tanto, dad el hecho por concluido''. ''¿Algún
tanto decís, compadre?
—dijo el otro
—; por
Dios, que no dé la ventaja a nadie, ni aun a
los mesmos asnos''. ''Ahora lo veremos
—
respondió el regidor segundo
—, porque tengo
determinado que os vais vos por una parte
del monte y yo por otra, de modo que le
rodeemos y andemos todo, y de trecho en
trecho rebuznaréis vos y rebuznaré yo, y no
podrá ser menos sino que el asno nos oya y
nos responda, si es que está en el monte''. A
lo que respondió el dueño del jumento:
''Digo, compadre, que la traza es excelente y
digna de vuestro gran ingenio''. Y,
dividiéndose los dos según el acuerdo,
sucedió que casi a un mesmo tiempo
rebuznaron, y cada uno engañado del
rebuzno del otro, acudieron a buscarse,
pensando que ya el jumento había parecido;
y, en viéndose, dijo el perdidoso: ''¿Es
posible, compadre, que no fue mi asno el que
rebuznó?'' ''No fue, sino yo'', respondió el
otro. ''Ahora digo
—dijo el dueño
—, que de
vos a un asno, compadre, no hay alguna
diferencia, en cuanto toca al rebuznar,
porque en mi vida he visto ni oído cosa más
propia''. ''Esas alabanzas y encarecimiento
—
respondió el de la traza
—, mejor os atañen y
tocan a vos que a mí, compadre; que por el
Dios que me crió que podéis dar dos
rebuznos de ventaja al mayor y más perito
rebuznador del mundo; porque el sonido que
tenéis es alto; lo sostenido de la voz, a su
tiempo y compás; los dejos, muchos y
apresurados, y, en resolución, yo me doy por
vencido y os rindo la palma y doy la bandera
desta rara habilidad''. ''Ahora digo
—
respondió el dueño
—, que me tendré y
estimaré en más de aquí adelante, y pensaré
que sé alguna cosa, pues tengo alguna
gracia; que, puesto que pensara que
rebuznaba bien, nunca entendí que llegaba el
estremo que decís''. ''También diré yo ahora
—respondió el segundo
— que hay raras
habilidades perdidas en el mundo, y que son
mal empleadas en aquellos que no saben
aprovecharse dellas''. ''Las nuestras
—
respondió el dueño
—, si no es en casos
semejantes como el que traemos entre
manos, no nos pueden servir en otros, y aun
en éste plega a Dios que nos sean de
provecho''. Esto dicho, se tornaron a dividir y
a volver a sus rebuznos, y a cada paso se
engañaban y volvían a juntarse, hasta que se
dieron por contraseño que, para entender
que eran ellos, y no el asno, rebuznasen dos
veces, una tras otra. Con esto, doblando a
cada paso los rebuznos, rodearon todo el
monte sin que el perdido jumento
respondiese, ni aun por señas. Mas, ¿cómo
había de responder el pobre y mal logrado, si
le hallaron en lo más escondido del bosque,
comido de lobos? Y, en viéndole, dijo su
dueño: ''Ya me maravillaba yo de que él no
respondía, pues a no estar muerto, él
rebuznara si nos oyera, o no fuera asno;
pero, a trueco de haberos oído rebuznar con
tanta gracia, compadre, doy por bien
empleado el trabajo que he tenido en
buscarle, aunque le he hallado muerto''. ''En
buena mano está, compadre
—respondió el
otro
—, pues si bien canta el abad, no le va en
zaga el monacillo''. Con esto, desconsolados y
roncos, se volvieron a su aldea, adonde
contaron a sus amigos, vecinos y conocidos
cuanto les había acontecido en la busca del
asno, exagerando el uno la gracia del otro en
el rebuznar; todo lo cual se supo y se
estendió por los lugares circunvecinos. Y el
diablo, que no duerme, como es amigo de
sembrar y derramar rencillas y discordia por
doquiera, levantando caramillos en el viento y
grandes quimeras de nonada, ordenó e hizo
que las gentes de los otros pueblos, en
viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznase,
como dándoles en rostro con el rebuzno de
nuestros regidores. Dieron en ello los
muchachos, que fue dar en manos y en bocas
de todos los demonios del infierno, y fue
cundiendo el rebuzno de en uno en otro
pueblo, de manera que son conocidos los
naturales del pueblo del rebuzno, como son
conocidos y diferenciados los negros de los
blancos; y ha llegado a tanto la desgracia
desta burla, que muchas veces con mano
armada y formado escuadrón han salido
contra los burladores los burlados a darse la
batalla, sin poderlo remediar rey ni roque, ni
temor ni vergüenza. Yo creo que mañana o
esotro día han de salir en campaña los de mi
pueblo, que son los del rebuzno, contra otro
lugar que está a dos leguas del nuestro, que
es uno de los que más nos persiguen: y, por
salir bien apercebidos, llevo compradas estas
lanzas y alabardas que habéis visto.» Y éstas
son las maravillas que dije que os había de
contar, y si no os lo han parecido, no sé
otras.
Y con esto dio fin a su plática el buen
hombre; y, en esto, entró por la puerta de la
venta un hombre todo vestido de camuza,
medias, greguescos y jubón, y con voz
levantada dijo:
—Señor huésped, ¿hay posada? Que viene
aquí el mono adivino y el retablo de la
libertad de Melisendra.
—¡Cuerpo de tal
—dijo el ventero
—, que
aquí está el señor mase Pedro! Buena noche
se nos apareja.
Olvidábaseme de decir como el tal mase
Pedro traía cubierto el ojo izquierdo, y casi
medio carrillo, con un parche de tafetán
verde, señal que todo aquel lado debía de
estar enfermo; y el ventero prosiguió,
diciendo:
—Sea bien venido vuestra merced, señor
mase Pedro. ¿Adónde está el mono y el
retablo, que no los veo?
—Ya llegan cerca
—respondió el todo
camuza
—, sino que yo me he adelantado, a
saber si hay posada.
—Al mismo duque de Alba se la quitara para
dársela al señor mase Pedro
—respondió el
ventero
—; llegue el mono y el retablo, que
gente hay esta noche en la venta que pagará
el verle y las habilidades del mono.
—Sea en buen hora
—respondió el del
parche
—, que yo moderaré el precio, y con
sola la costa me daré por bien pagado; y yo
vuelvo a hacer que camine la carreta donde
viene el mono y el retablo.
Y luego se volvió a salir de la venta.
Preguntó luego don Quijote al ventero qué
mase Pedro era aquél, y qué retablo y qué
mono traía. A lo que respondió el ventero:
—Éste es un famoso titerero, que ha
muchos días que anda por esta Mancha de
Aragón enseñando un retablo de Melisendra,
libertada por el famoso don Gaiferos, que es
una de las mejores y más bien representadas
historias que de muchos años a esta parte en
este reino se han visto. Trae asimismo
consigo un mono de la más rara habilidad
que se vio entre monos, ni se imaginó entre
hombres, porque si le preguntan algo, está
atento a lo que le preguntan y luego salta
sobre los hombros de su amo, y, llegándosele
al oído, le dice la respuesta de lo que le
preguntan, y maese Pedro la declara luego; y
de las cosas pasadas dice mucho más que de
las que están por venir; y, aunque no todas
veces acierta en todas, en las más no yerra,
de modo que nos hace creer que tiene el
diablo en el cuerpo. Dos reales lleva por cada
pregunta, si es que el mono responde; quiero
decir, si responde el amo por él, después de
haberle hablado al oído; y así, se cree que el
tal maese Pedro esta riquísimo; y es hombre
galante, como dicen en Italia y bon compaño,
y dase la mejor vida del mundo; habla más
que seis y bebe más que doce, todo a costa
de su lengua y de su mono y de su retablo.
En esto, volvió maese Pedro, y en una
carreta venía el retablo, y el mono, grande y
sin cola, con las posaderas de fieltro, pero no
de mala cara; y, apenas le vio don Quijote,
cuando le preguntó:
—Dígame vuestra merced, señor adivino:
¿qué peje pillamo? ¿Qué ha de ser de
nosotros?. Y vea aquí mis dos reales.
Y mandó a Sancho que se los diese a maese
Pedro, el cual respondió por el mono, y dijo:
—Señor, este animal no responde ni da
noticia de las cosas que están por venir; de
las pasadas sabe algo, y de las presentes,
algún tanto.
—¡Voto a Rus
—dijo Sancho
—, no dé yo un
ardite porque me digan lo que por mí ha
pasado!; porque, ¿quién lo puede saber
mejor que yo mesmo? Y pagar yo porque me
digan lo que sé, sería una gran necedad;
pero, pues sabe las cosas presentes, he aquí
mis dos reales, y dígame el señor monísimo
qué hace ahora mi mujer Teresa Panza, y en
qué se entretiene.
No quiso tomar maese Pedro el dinero,
diciendo:
—No quiero recebir adelantados los
premios, sin que hayan precedido los
servicios.
Y, dando con la mano derecha dos golpes
sobre el hombro izquierdo, en un brinco se le
puso el mono en él, y, llegando la boca al
oído, daba diente con diente muy apriesa; y,
habiendo hecho este ademán por espacio de
un credo, de otro brinco se puso en el suelo,
y al punto, con grandísima priesa, se fue
maese Pedro a poner de rodillas ante don
Quijote, y, abrazándole las piernas, dijo:
—Estas piernas abrazo, bien así como si
abrazara las dos colunas de Hércules, ¡oh
resucitador insigne de la ya puesta en olvido
andante caballería!; ¡oh no jamás como se
debe alabado caballero don Quijote de la
Mancha, ánimo de los desmayados, arrimo de
los que van a caer, brazo de los caídos,
báculo y consuelo de todos los desdichados!
Quedó pasmado don Quijote, absorto
Sancho, suspenso el primo, atónito el paje,
abobado el del rebuzno, confuso el ventero,
y, finalmente, espantados todos los que
oyeron las razones del titerero, el cual
prosiguió diciendo:
—Niño, niño
—dijo con voz alta a esta sazón
don Quijote
—, seguid vuestra historia línea
recta, y no os metáis en las curvas o
transversales; que, para sacar una verdad en
limpio, menester son muchas pruebas y
repruebas.
También dijo maese Pedro desde dentro:
—Muchacho, no te metas en dibujos, sino
haz lo que ese señor te manda, que será lo
más acertado; sigue tu canto llano, y no te
metas en contrapuntos, que se suelen
quebrar de sotiles.
—Yo lo haré así
—respondió el muchacho; y
prosiguió, diciendo
—: Esta figura que aquí
parece a caballo, cubierta con una capa
gascona, es la mesma de don Gaiferos, a
quien su esposa, ya vengada del atrevimiento
del enamorado moro, con mejor y más
sosegado semblante, se ha puesto a los
miradores de la torre, y habla con su esposo,
creyendo que es algún pasajero, con quien
pasó todas aquellas razones y coloquios de
aquel romance que dicen:
Caballero, si a Francia ides,
por Gaiferos preguntad;
las cuales no digo yo ahora, porque de la
prolijidad se suele engendrar el fastidio;
basta ver cómo don Gaiferos se descubre, y
que por los ademanes alegres que Melisendra
hace se nos da a entender que ella le ha
conocido, y más ahora que veemos se
descuelga del balcón, para ponerse en las
ancas del caballo de su buen esposo. Mas,
¡ay, sin ventura!, que se le ha asido una
punta del faldellín de uno de los hierros del
balcón, y está pendiente en el aire, sin poder
llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso
cielo socorre en las mayores necesidades,
pues llega don Gaiferos, y, sin mirar si se
rasgará o no el rico faldellín, ase della, y mal
su grado la hace bajar al suelo, y luego, de
un brinco, la pone sobre las ancas de su
caballo, a horcajadas como hombre, y la
manda que se tenga fuertemente y le eche
los brazos por las espaldas, de modo que los
cruce en el pecho, porque no se caiga, a
causa que no estaba la señora Melisendra
acostumbrada a semejantes caballerías. Veis
también cómo los relinchos del caballo dan
señales que va contento con la valiente y
hermosa carga que lleva en su señor y en su
señora. Veis cómo vuelven las espaldas y
salen de la ciudad, y alegres y regocijados
toman de París la vía. ¡Vais en paz, oh par sin
par de verdaderos amantes! ¡Lleguéis a
salvamento a vuestra deseada patria, sin que
la fortuna ponga estorbo en vuestro felice
viaje! ¡Los ojos de vuestros amigos y
parientes os vean gozar en paz tranquila los
días, que los de Néstor sean, que os quedan
de la vida!
Aquí alzó otra vez la voz maese Pedro, y
dijo:
—Llaneza, muchacho; no te encumbres,
que toda afectación es mala.
No respondió nada el intérprete; antes,
prosiguió, diciendo:
—No faltaron algunos ociosos ojos, que lo
suelen ver todo, que no viesen la bajada y la
subida de Melisendra, de quien dieron noticia
al rey Marsilio, el cual mandó luego tocar al
arma; y miren con qué priesa, que ya la
ciudad se hunde con el son de las campanas
que en todas las torres de las mezquitas
suenan.
—¡Eso no!
—dijo a esta sazón don Quijote
—
: en esto de las campanas anda muy
impropio maese Pedro, porque entre moros
no se usan campanas, sino atabales, y un
género de dulzainas que parecen nuestras
chirimías; y esto de sonar campanas en
Sansueña sin duda que es un gran disparate.
Lo cual oído por maese Pedro, cesó el tocar
y dijo:
—No mire vuesa merced en niñerías, señor
don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por
el cabo que no se le halle. ¿No se representan
por ahí, casi de ordinario, mil comedias llenas
de mil impropiedades y disparates, y, con
todo eso, corren felicísimamente su carrera, y
se escuchan no sólo con aplauso, sino con
admiración y todo? Prosigue, muchacho, y
deja decir; que, como yo llene mi talego, si
quiere represente más impropiedades que
tiene átomos el sol.
—Así es la verdad
—replicó don Quijote.
Y el muchacho dijo:
—Miren cuánta y cuán lucida caballería sale
de la ciudad en siguimiento de los dos
católicos amantes, cuántas trompetas que
suenan, cuántas dulzainas que tocan y
cuántos atabales y atambores que retumban.
Témome que los han de alcanzar, y los han
de volver atados a la cola de su mismo
caballo, que sería un horrendo espetáculo.
Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y
tanto estruendo don Quijote, parecióle ser
bien dar ayuda a los que huían; y,
levantándose en pie, en voz alta, dijo:
—No consentiré yo en mis días y en mi
presencia se le haga superchería a tan
famoso caballero y a tan atrevido enamorado
como don Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida
canalla; no le sigáis ni persigáis; si no,
conmigo sois en la batalla!
Y, diciendo y haciendo, desenvainó la
espada, y de un brinco se puso junto al
retablo, y, con acelerada y nunca vista furia,
comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera
morisma, derribando a unos, descabezando a
otros, estropeando a éste, destrozando a
aquél, y, entre otros muchos, tiró un altibajo
tal, que si maese Pedro no se abaja, se
encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con
más facilidad que si fuera hecha de masa de
mazapán. Daba voces maese Pedro, diciendo:
—Deténgase vuesa merced, señor don
Quijote, y advierta que estos que derriba,
destroza y mata no son verdaderos moros,
sino unas figurillas de pasta. ¡Mire, pecador
de mí, que me destruye y echa a perder toda
mi hacienda!
Mas no por esto dejaba de menudear don
Quijote cuchilladas, mandobles, tajos y
reveses como llovidos. Finalmente, en menos
de dos credos dio con todo el retablo en el
suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas
sus jarcias y figuras: el rey Marsilio, mal
herido, y el emperador Carlomagno, partida
la corona y la cabeza en dos partes.
Alborotóse el senado de los oyentes, huyóse
el mono por los tejados de la ventana, temió
el primo, acobardóse el paje, y hasta el
mesmo Sancho Panza tuvo pavor grandísimo,
porque, como él juró después de pasada la
borrasca, jamás había visto a su señor con
tan desatinada cólera. Hecho, pues, el
general destrozo del retablo, sosegóse un
poco don Quijote y dijo:
—Quisiera yo tener aquí delante en este
punto todos aquellos que no creen, ni quieren
creer, de cuánto provecho sean en el mundo
los caballeros andantes: miren, si no me
hallara yo aquí presente, qué fuera del buen
don Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a
buen seguro que ésta fuera ya la hora que los
hubieran alcanzado estos canes, y les
hubieran hecho algún desaguisado. En
resolución, ¡viva la andante caballería sobre
cuantas cosas hoy viven en la tierra!
—¡Vivan en hora buena
—dijo a esta sazón
con voz enfermiza maese Pedro
—, y muera
yo, pues soy tan desdichado que puedo decir
con el rey don Rodrigo:
Ayer fui señor de España...
y hoy no tengo una almena
que pueda decir que es mía!
No ha media hora, ni aun un mediano
momento, que me vi señor de reyes y de
emperadores, llenas mis caballerizas y mis
cofres y sacos de infinitos caballos y de
innumerables galas, y agora me veo desolado
y abatido, pobre y mendigo, y, sobre todo,
sin mi mono, que a fe que primero que le
vuelva a mi poder me han de sudar los
dientes; y todo por la furia mal considerada
deste señor caballero, de quien se dice que
ampara pupilos, y endereza tuertos, y hace
otras obras caritativas; y en mí solo ha
venido a faltar su intención generosa, que
sean benditos y alabados los cielos, allá
donde tienen más levantados sus asientos.
En fin, el Caballero de la Triste Figura había
de ser aquel que había de desfigurar las
mías.
Enternecióse Sancho Panza con las razones
de maese Pedro, y díjole:
—No llores, maese Pedro, ni te lamentes,
que me quiebras el corazón; porque te hago
saber que es mi señor don Quijote tan
católico y escrupuloso cristiano, que si él cae
en la cuenta de que te ha hecho algún
agravio, te lo sabrá y te lo querrá pagar y
satisfacer con muchas ventajas.
—Con que me pagase el señor don Quijote
alguna parte de las hechuras que me ha
deshecho, quedaría contento, y su merced
aseguraría su conciencia, porque no se puede
salvar quien tiene lo ajeno contra la voluntad
de su dueño y no lo restituye.
—Así es
—dijo don Quijote
—, pero hasta
ahora yo no sé que tenga nada vuestro,
maese Pedro.
—¿Cómo no?
—respondió maese Pedro
—; y
estas reliquias que están por este duro y
estéril suelo, ¿quién las esparció y aniquiló,
sino la fuerza invencible dese poderoso
brazo?, y ¿cúyos eran sus cuerpos sino
míos?, y ¿con quién me sustentaba yo sino
con ellos?
—Ahora acabo de creer
—dijo a este punto
don Quijote
— lo que otras muchas veces he
creído: que estos encantadores que me
persiguen no hacen sino ponerme las figuras
como ellas son delante de los ojos, y luego
me las mudan y truecan en las que ellos
quieren. Real y verdaderamente os digo,
señores que me oís, que a mí me pareció
todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie
de la letra: que Melisendra era Melisendra,
don Gaiferos don Gaiferos, Marsilio Marsilio, y
Carlomagno Carlomagno: por eso se me
alteró la cólera, y, por cumplir con mi
profesión de caballero andante, quise dar
ayuda y favor a los que huían, y con este
buen propósito hice lo que habéis visto; si me
ha salido al revés, no es culpa mía, sino de
los malos que me persiguen; y, con todo
esto, deste mi yerro, aunque no ha procedido
de malicia, quiero yo mismo condenarme en
costas: vea maese Pedro lo que quiere por
las figuras deshechas, que yo me ofrezco a
pagárselo luego, en buena y corriente
moneda castellana.
Inclinósele maese Pedro, diciéndole:
—No esperaba yo menos de la inaudita
cristiandad del valeroso don Quijote de la
Mancha, verdadero socorredor y amparo de
todos los necesitados y menesterosos
vagamundos; y aquí el señor ventero y el
gran Sancho serán medianeros y
apreciadores, entre vuesa merced y mí, de lo
que valen o podían valer las ya deshechas
figuras.
El ventero y Sancho dijeron que así lo
harían, y luego maese Pedro alzó del suelo,
con la cabeza menos, al rey Marsilio de
Zaragoza, y dijo:
—Ya se vee cuán imposible es volver a este
rey a su ser primero; y así, me parece, salvo
mejor juicio, que se me dé por su muerte, fin
y acabamiento cuatro reales y medio.
—¡Adelante!
—dijo don Quijote.
—Pues por esta abertura de arriba abajo
—
prosiguió maese Pedro, tomando en las
manos al partido emperador Carlomagno
—,
no sería mucho que pidiese yo cinco reales y
un cuartillo.
—No es poco
—dijo Sancho.
—Ni mucho
—replicó el ventero
—; médiese
la partida y señálensele cinco reales.
—Dénsele todos cinco y cuartillo
—dijo don
Quijote
—, que no está en un cuartillo más a
menos la monta desta notable desgracia; y
acabe presto maese Pedro, que se hace hora
de cenar, y yo tengo ciertos barruntos de
hambre.
—Por esta figura
—dijo maese Pedro
— que
está sin narices y un ojo menos, que es de la
hermosa Melisendra, quiero, y me pongo en
lo justo, dos reales y doce maravedís.
—Aun ahí sería el diablo
—dijo don
Quijote
—, si ya no estuviese Melisendra con
su esposo, por lo menos, en la raya de
Francia; porque el caballo en que iban, a mí
me pareció que antes volaba que corría; y
así, no hay para qué venderme a mí el gato
por liebre, presentándome aquí a Melisendra
desnarigada, estando la otra, si viene a
mano, ahora holgándose en Francia con su
esposo a pierna tendida. Ayude Dios con lo
suyo a cada uno, señor maese Pedro, y
caminemos todos con pie llano y con
intención sana. Y prosiga.
Maese Pedro, que vio que don Quijote
izquierdeaba y que volvía a su primer tema,
no quiso que se le escapase; y así, le dijo:
—Ésta no debe de ser Melisendra, sino
alguna de las doncellas que la servían; y así,
con sesenta maravedís que me den por ella
quedaré contento y bien pagado.
Desta manera fue poniendo precio a otras
muchas destrozadas figuras, que después los
moderaron los dos jueces árbitros, con
satisfación de las partes, que llegaron a
cuarenta reales y tres cuartillos; y, además
desto, que luego lo desembolsó Sancho, pidió
maese Pedro dos reales por el trabajo de
tomar el mono.
—Dáselos, Sancho
—dijo don Quijote
—, no
para tomar el mono, sino la mona; y
docientos diera yo ahora en albricias a quien
me dijera con certidumbre que la señora
doña Melisendra y el señor don Gaiferos
estaban ya en Francia y entre los suyos.
—Ninguno nos lo podrá decir mejor que mi
mono
—dijo maese Pedro
—, pero no habrá
diablo que ahora le tome; aunque imagino
que el cariño y la hambre le han de forzar a
que me busque esta noche, y amanecerá
Dios y verémonos.
En resolución, la borrasca del retablo se
acabó y todos cenaron en paz y en buena
compañía, a costa de don Quijote, que era
liberal en todo estremo.
Antes que amaneciese, se fue el que llevaba
las lanzas y las alabardas, y ya después de
amanecido, se vinieron a despedir de don
Quijote el primo y el paje: el uno, para
volverse a su tierra; y el otro, a proseguir su
camino, para ayuda del cual le dio don
Quijote una docena de reales. Maese Pedro
no quiso volver a entrar en más dimes ni
diretes con don Quijote, a quien él conocía
muy bien, y así, madrugó antes que el sol, y,
cogiendo las reliquias de su retablo y a su
mono, se fue también a buscar sus
aventuras. El ventero, que no conocía a don
Quijote, tan admirado le tenían sus locuras
como su liberalidad. Finalmente, Sancho le
pagó muy bien, por orden de su señor, y,
despidiéndose dél, casi a las ocho del día
dejaron la venta y se pusieron en camino,
donde los dejaremos ir; que así conviene
para dar lugar a contar otras cosas
pertenecientes a la declaración desta famosa
historia.
Capítulo XXVII. Donde se
da cuenta quiénes eran
maese Pedro y su mono,
con el mal suceso que don
Quijote tuvo en la aventura
del rebuzno, que no la
acabó como él quisiera y
como lo tenía pensado
Entra Cide Hamete, coronista desta grande
historia, con estas palabras en este
Capítulo:
''Juro como católico cristiano...''; a lo que su
traductor dice que el jurar Cide Hamete como
católico cristiano, siendo él moro, como sin
duda lo era, no quiso decir otra cosa sino
que, así como el católico cristiano cuando
jura, jura, o debe jurar, verdad, y decirla en
lo que dijere, así él la decía, como si jurara
como cristiano católico, en lo que quería
escribir de don Quijote, especialmente en
decir quién era maese Pedro, y quién el mono
adivino que traía admirados todos aquellos
pueblos con sus adivinanzas.
Dice, pues, que bien se acordará, el que
hubiere leído la primera parte desta historia,
de aquel Ginés de Pasamonte, a quien, entre
otros galeotes, dio libertad don Quijote en
Sierra Morena, beneficio que después le fue
mal agradecido y peor pagado de aquella
gente maligna y mal acostumbrada. Este
Ginés de Pasamonte, a quien don Quijote
llamaba Ginesillo de Parapilla, fue el que
hurtó a Sancho Panza el rucio; que, por no
haberse puesto el cómo ni el cuándo en la
primera parte, por culpa de los impresores,
ha dado en qué entender a muchos, que
atribuían a poca memoria del autor la falta de
emprenta. Pero, en resolución, Ginés le
hurtó, estando sobre él durmiendo Sancho
Panza, usando de la traza y modo que usó
Brunelo cuando, estando Sacripante sobre
Albraca, le sacó el caballo de entre las
piernas, y después le cobró Sancho, como se
ha contado. Este Ginés, pues, temeroso de no
ser hallado de la justicia, que le buscaba para
castigarle de sus infinitas bellaquerías y
delitos, que fueron tantos y tales, que él
mismo compuso un gran volumen
contándolos, determinó pasarse al reino de
Aragón y cubrirse el ojo izquierdo,
acomodándose al oficio de titerero; que esto
y el jugar de manos lo sabía hacer por
estremo.
Sucedió, pues, que de unos cristianos ya
libres que venían de Berbería compró aquel
mono, a quien enseñó que, en haciéndole
cierta señal, se le subiese en el hombro y le
murmurase, o lo pareciese, al oído. Hecho
esto, antes que entrase en el lugar donde
entraba con su retablo y mono, se informaba
en el lugar más cercano, o de quien él mejor
podía, qué cosas particulares hubiesen
sucedido en el tal lugar, y a qué personas; y,
llevándolas bien en la memoria, lo primero
que hacía era mostrar su retablo, el cual unas
veces era de una historia, y otras de otra;
pero todas alegres y regocijadas y conocidas.
Acabada la muestra, proponía las habilidades
de su mono, diciendo al pueblo que adivinaba
todo lo pasado y lo presente; pero que en lo
de por venir no se daba maña. Por la
respuesta de cada pregunta pedía dos reales,
y de algunas hacía barato, según tomaba el
pulso a los preguntantes; y como tal vez
llegaba a las casas de quien él sabía los
sucesos de los que en ella moraban, aunque
no le preguntasen nada por no pagarle, él
hacía la seña al mono, y luego decía que le
había dicho tal y tal cosa, que venía de molde
con lo sucedido. Con esto cobraba crédito
inefable, y andábanse todos tras él. Otras
veces, como era tan discreto, respondía de
manera que las respuestas venían bien con
las preguntas; y, como nadie le apuraba ni
apretaba a que dijese cómo adevinaba su
mono, a todos hacía monas, y llenaba sus
esqueros.
Así como entró en la venta, conoció a don
Quijote y a Sancho, por cuyo conocimiento le
fue fácil poner en admiración a don Quijote y
a Sancho Panza, y a todos los que en ella
estaban; pero hubiérale de costar caro si don
Quijote bajara un poco más la mano cuando
cortó la cabeza al rey Marsilio y destruyó toda
su caballería, como queda dicho en el
antecedente
Capítulo.
Esto es lo que hay que decir de maese
Pedro y de su mono.
Y, volviendo a don Quijote de la Mancha,
digo que, después de haber salido de la
venta, determinó de ver primero las riberas
del río Ebro y todos aquellos contornos, antes
de entrar en la ciudad de Zaragoza, pues le
daba tiempo para todo el mucho que faltaba
desde allí a las justas. Con esta intención
siguió su camino, por el cual anduvo dos días
sin acontecerle cosa digna de ponerse en
escritura, hasta que al tercero, al subir de
una loma, oyó un gran rumor de atambores,
de trompetas y arcabuces. Al principio pensó
que algún tercio de soldados pasaba por
aquella parte, y por verlos picó a Rocinante y
subió la loma arriba; y cuando estuvo en la
cumbre, vio al pie della, a su parecer, más de
docientos hombres armados de diferentes
suertes de armas, como si dijésemos
lanzones, ballestas, partesanas, alabardas y
picas, y algunos arcabuces, y muchas
rodelas. Bajó del recuesto y acercóse al
escuadrón, tanto, que distintamente vio las
banderas, juzgó de las colores y notó las
empresas que en ellas traían, especialmente
una que en un estandarte o jirón de raso
blanco venía, en el cual estaba pintado muy
al vivo un asno como un pequeño sardesco,
la cabeza levantada, la boca abierta y la
lengua de fuera, en acto y postura como si
estuviera rebuznando; alrededor dél estaban
escritos de letras grandes estos dos versos:
No rebuznaron en balde
el uno y el otro alcalde.
Por esta insignia sacó don Quijote que
aquella gente debía de ser del pueblo del
rebuzno, y así se lo dijo a Sancho,
declarándole lo que en el estandarte venía
escrito. Díjole también que el que les había
dado noticia de aquel caso se había errado en
decir que dos regidores habían sido los que
rebuznaron; pero que, según los versos del
estandarte, no habían sido sino alcaldes. A lo
que respondió Sancho Panza:
—Señor, en eso no hay que reparar, que
bien puede ser que los regidores que
entonces rebuznaron viniesen con el tiempo a
ser alcaldes de su pueblo, y así, se pueden
llamar con entrambos títulos; cuanto más,
que no hace al caso a la verdad de la historia
ser los rebuznadores alcaldes o regidores,
como ellos una por una hayan rebuznado;
porque tan a pique está de rebuznar un
alcalde como un regidor.
Finalmente, conocieron y supieron como el
pueblo corrido salía a pelear con otro que le
corría más de lo justo y de lo que se debía a
la buena vecindad.
Fuese llegando a ellos don Quijote, no con
poca pesadumbre de Sancho, que nunca fue
amigo de hallarse en semejantes jornadas.
Los del escuadrón le recogieron en medio,
creyendo que era alguno de los de su
parcialidad. Don Quijote, alzando la visera,
con gentil brío y continente, llegó hasta el
estandarte del asno, y allí se le pusieron
alrededor todos los más principales del
ejército, por verle, admirados con la
admiración acostumbrada en que caían todos
aquellos que la vez primera le miraban. Don
Quijote, que los vio tan atentos a mirarle, sin
que ninguno le hablase ni le preguntase
nada, quiso aprovecharse de aquel silencio,
y, rompiendo el suyo, alzó la voz y dijo:
—Buenos señores, cuan encarecidamente
puedo, os suplico que no interrumpáis un
razonamiento que quiero haceros, hasta que
veáis que os disgusta y enfada; que si esto
sucede, con la más mínima señal que me
hagáis pondré un sello en mi boca y echaré
una mordaza a mi lengua.
Todos le dijeron que dijese lo que quisiese,
que de buena gana le escucharían. Don
Quijote, con esta licencia, prosiguió diciendo:
Yo, señores míos, soy caballero andante,
cuyo ejercicio es el de las armas, y cuya
profesión la de favorecer a los necesitados de
favor y acudir a los menesterosos. Días ha
que he sabido vuestra desgracia y la causa
que os mueve a tomar las armas a cada
paso, para vengaros de vuestros enemigos;
y, habiendo discurrido una y muchas veces
en mi entendimiento sobre vuestro negocio,
hallo, según las leyes del duelo, que estáis
engañados en teneros por afrentados, porque
ningún particular puede afrentar a un pueblo
entero, si no es retándole de traidor por
junto, porque no sabe en particular quién
cometió la traición por que le reta. Ejemplo
desto tenemos en don Diego Ordóñez de
Lara, que retó a todo el pueblo zamorano,
porque ignoraba que solo Vellido Dolfos había
cometido la traición de matar a su rey; y así,
retó a todos, y a todos tocaba la venganza y
la respuesta; aunque bien es verdad que el
señor don Diego anduvo algo demasiado, y
aun pasó muy adelante de los límites del
reto, porque no tenía para qué retar a los
muertos, a las aguas, ni a los panes, ni a los
que estaban por nacer, ni a las otras
menudencias que allí se declaran; pero,
¡vaya!, pues cuando la cólera sale de madre,
no tiene la lengua padre, ayo ni freno que la
corrija. Siendo, pues, esto así, que uno solo
no puede afrentar a reino, provincia, ciudad,
república ni pueblo entero, queda en limpio
que no hay para qué salir a la venganza del
reto de la tal afrenta, pues no lo es; porque,
¡bueno sería que se matasen a cada paso los
del pueblo de la Reloja con quien se lo llama,
ni los cazoleros, berenjeneros, ballenatos,
jaboneros, ni los de otros nombres y apellidos
que andan por ahí en boca de los muchachos
y de gente de poco más a menos! ¡Bueno
sería, por cierto, que todos estos insignes
pueblos se corriesen y vengasen, y
anduviesen contino hechas las espadas
sacabuches a cualquier pendencia, por
pequeña que fuese! No, no, ni Dios lo permita
o quiera. Los varones prudentes, las
repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas
han de tomar las armas y desenvainar las
espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas
y haciendas: la primera, por defender la fe
católica; la segunda, por defender su vida,
que es de ley natural y divina; la tercera, en
defensa de su honra, de su familia y
hacienda; la cuarta, en servicio de su rey, en
la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la
quinta, que se puede contar por segunda, es
en defensa de su patria. A estas cinco causas,
como capitales, se pueden agregar algunas
otras que sean justas y razonables, y que
obliguen a tomar las armas; pero tomarlas
por niñerías y por cosas que antes son de risa
y pasatiempo que de afrenta, parece que
quien las toma carece de todo razonable
discurso; cuanto más, que el tomar venganza
injusta, que justa no puede haber alguna que
lo sea, va derechamente contra la santa ley
que profesamos, en la cual se nos manda que
hagamos bien a nuestros enemigos y que
amemos a los que nos aborrecen;
mandamiento que, aunque parece algo
dificultoso de cumplir, no lo es sino para
aquellos que tienen menos de Dios que del
mundo, y más de carne que de espíritu;
porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero,
que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir,
siendo legislador nuestro, dijo que su yugo
era suave y su carga liviana; y así, no nos
había de mandar cosa que fuese imposible el
cumplirla. Así que, mis señores, vuesas
mercedes están obligados por leyes divinas y
humanas a sosegarse.
—El diablo me lleve
—dijo a esta sazón
Sancho entre sí
— si este mi amo no es
tólogo; y si no lo es, que lo parece como un
güevo a otro.
Tomó un poco de aliento don Quijote, y,
viendo que todavía le prestaban silencio,
quiso pasar adelante en su plática, como
pasara ni no se pusiere en medio la agudeza
de Sancho, el cual, viendo que su amo se
detenía, tomó la mano por él, diciendo:
—Mi señor don Quijote de la Mancha, que
un tiempo se llamó el Caballero de la Triste
Figura y ahora se llama el Caballero de los
Leones, es un hidalgo muy atentado, que
sabe latín y romance como un bachiller, y en
todo cuanto trata y aconseja procede como
muy buen soldado, y tiene todas las leyes y
ordenanzas de lo que llaman el duelo en la
uña; y así, no hay más que hacer sino
dejarse llevar por lo que él dijere, y sobre mí
si lo erraren; cuanto más, que ello se está
dicho que es necedad correrse por sólo oír un
rebuzno, que yo me acuerdo, cuando
muchacho, que rebuznaba cada y cuando que
se me antojaba, sin que nadie me fuese a la
mano, y con tanta gracia y propiedad que, en
rebuznando yo, rebuznaban todos los asnos
del pueblo, y no por eso dejaba de ser hijo de
mis padres, que eran honradísimos; y,
aunque por esta habilidad era invidiado de
más de cuatro de los estirados de mi pueblo,
no se me daba dos ardites. Y, porque se vea
que digo verdad, esperen y escuchen, que
esta ciencia es como la del nadar: que, una
vez aprendida, nunca se olvida.
Y luego, puesta la mano en las narices,
comenzó a rebuznar tan reciamente, que
todos los cercanos valles retumbaron. Pero
uno de los que estaban junto a él, creyendo
que hacía burla dellos, alzó un varapalo que
en la mano tenía, y diole tal golpe con él,
que, sin ser poderoso a otra cosa, dio con
Sancho Panza en el suelo. Don Quijote, que
vio tan malparado a Sancho, arremetió al que
le había dado, con la lanza sobre mano, pero
fueron tantos los que se pusieron en medio,
que no fue posible vengarle; antes, viendo
que llovía sobre él un nublado de piedras, y
que le amenazaban mil encaradas ballestas y
no menos cantidad de arcabuces, volvió las
riendas a Rocinante, y a todo lo que su
galope pudo, se salió de entre ellos,
encomendándose de todo corazón a Dios, que
de aquel peligro le librase, temiendo a cada
paso no le entrase alguna bala por las
espaldas y le saliese al pecho; y a cada punto
recogía el aliento, por ver si le faltaba.
Pero los del escuadrón se contentaron con
verle huir, sin tirarle. A Sancho le pusieron
sobre su jumento, apenas vuelto en sí, y le
dejaron ir tras su amo, no porque él tuviese
sentido para regirle; pero el rucio siguió las
huellas de Rocinante, sin el cual no se hallaba
un punto. Alongado, pues, don Quijote buen
trecho, volvió la cabeza y vio que Sancho
venía, y atendióle, viendo que ninguno le
seguía.
Los del escuadrón se estuvieron allí hasta la
noche, y, por no haber salido a la batalla sus
contrarios, se volvieron a su pueblo,
regocijados y alegres; y si ellos supieran la
costumbre antigua de los griegos, levantaran
en aquel lugar y sitio un trofeo.
Capítulo XXVIII. De cosas
que dice Benengeli que las
sabrá quien le leyere, si las
lee con atención
Cuando el valiente huye, la superchería está
descubierta, y es de varones prudentes
guardarse para mejor ocasión. Esta verdad se
verificó en don Quijote, el cual, dando lugar a
la furia del pueblo y a las malas intenciones
de aquel indignado escuadrón, puso pies en
polvorosa, y, sin acordarse de Sancho ni del
peligro en que le dejaba, se apartó tanto
cuanto le pareció que bastaba para estar
seguro. Seguíale Sancho, atravesado en su
jumento, como queda referido. Llegó, en fin,
ya vuelto en su acuerdo, y al llegar, se dejó
caer del rucio a los pies de Rocinante, todo
ansioso, todo molido y todo apaleado. Apeóse
don Quijote para catarle las feridas; pero,
como le hallase sano de los pies a la cabeza,
con asaz cólera le dijo:
—¡Tan en hora mala supistes vos rebuznar,
Sancho! Y ¿dónde hallastes vos ser bueno el
nombrar la soga en casa del ahorcado? A
música de rebuznos, ¿qué contrapunto se
había de llevar sino de varapalos? Y dad
gracias a Dios, Sancho, que ya que os
santiguaron con un palo, no os hicieron el per
signum crucis con un alfanje.
—No estoy para responder
—respondió
Sancho
—, porque me parece que hablo por
las espaldas. Subamos y apartémonos de
aquí, que yo pondré silencio en mis rebuznos,
pero no en dejar de decir que los caballeros
andantes huyen, y dejan a sus buenos
escuderos molidos como alheña, o como
cibera, en poder de sus enemigos.
—No huye el que se retira
—respondió don
Quijote
—, porque has de saber, Sancho, que
la valentía que no se funda sobre la basa de
la prudencia se llama temeridad, y las
hazañas del temerario más se atribuyen a la
buena fortuna que a su ánimo. Y así, yo
confieso que me he retirado, pero no huido; y
en esto he imitado a muchos valientes, que
se han guardado para tiempos mejores, y
desto están las historias llenas, las cuales,
por no serte a ti de provecho ni a mí de
gusto, no te las refiero ahora.
En esto, ya estaba a caballo Sancho,
ayudado de don Quijote, el cual asimismo
subió en Rocinante, y poco a poco se fueron a
emboscar en una alameda que hasta un
cuarto de legua de allí se parecía. De cuando
en cuando daba Sancho unos ayes
profundísimos y unos gemidos dolorosos; y,
preguntándole don Quijote la causa de tan
amargo sentimiento, respondió que, desde la
punta del espinazo hasta la nuca del celebro,
le dolía de manera que le sacaba de sentido.
—La causa dese dolor debe de ser, sin duda
—dijo don Quijote
—, que, como era el palo
con que te dieron largo y tendido, te cogió
todas las espaldas, donde entran todas esas
partes que te duelen; y si más te cogiera,
más te doliera.
—¡Por Dios
—dijo Sancho
—, que vuesa
merced me ha sacado de una gran duda, y
que me la ha declarado por lindos términos!
¡Cuerpo de mí! ¿Tan encubierta estaba la
causa de mi dolor que ha sido menester
decirme que me duele todo todo aquello que
alcanzó el palo? Si me dolieran los tobillos,
aún pudiera ser que se anduviera adivinando
el porqué me dolían, pero dolerme lo que me
molieron no es mucho adivinar. A la fe, señor
nuestro amo, el mal ajeno de pelo cuelga, y
cada día voy descubriendo tierra de lo poco
que puedo esperar de la compañía que con
vuestra merced tengo; porque si esta vez me
ha dejado apalear, otra y otras ciento
volveremos a los manteamientos de marras y
a otras muchacherías, que si ahora me han
salido a las espaldas, después me saldrán a
los ojos. Harto mejor haría yo, sino que soy
un bárbaro, y no haré nada que bueno sea en
toda mi vida; harto mejor haría yo, vuelvo a
decir, en volverme a mi casa, y a mi mujer, y
a mis hijos, y sustentarla y criarlos con lo que
Dios fue servido de darme, y no andarme tras
vuesa merced por caminos sin camino y por
sendas y carreras que no las tienen, bebiendo
mal y comiendo peor. Pues, ¡tomadme el
dormir! Contad, hermano escudero, siete pies
de tierra, y si quisiéredes más, tomad otros
tantos, que en vuestra mano está escudillar,
y tendeos a todo vuestro buen talante; que
quemado vea yo y hecho polvos al primero
que dio puntada en la andante caballería, o, a
lo menos, al primero que quiso ser escudero
de tales tontos como debieron ser todos los
caballeros andantes pasados. De los
presentes no digo nada, que, por ser vuestra
merced uno dellos, los tengo respeto, y
porque sé que sabe vuesa merced un punto
más que el diablo en cuanto habla y en
cuanto piensa.
—Haría yo una buena apuesta con vos,
Sancho
—dijo don Quijote
—: que ahora que
vais hablando sin que nadie os vaya a la
mano, que no os duele nada en todo vuestro
cuerpo. Hablad, hijo mío, todo aquello que os
viniere al pensamiento y a la boca; que, a
trueco de que a vos no os duela nada, tendré
yo por gusto el enfado que me dan vuestras
impertinencias. Y si tanto deseáis volveros a
vuestra casa con vuestra mujer y hijos, no
permita Dios que yo os lo impida; dineros
tenéis míos: mirad cuánto ha que esta
tercera vez salimos de nuestro pueblo, y
mirad lo que podéis y debéis ganar cada mes,
y pagaos de vuestra mano.
—Cuando yo servía
—respondió Sancho
— a
Tomé Carrasco, el padre del bachiller Sansón
Carrasco, que vuestra merced bien conoce,
dos ducados ganaba cada mes, amén de la
comida; con vuestra merced no sé lo que
puedo ganar, puesto que sé que tiene más
trabajo el escudero del caballero andante que
el que sirve a un labrador; que, en
resolución, los que servimos a labradores, por
mucho que trabajemos de día, por mal que
suceda, a la noche cenamos olla y dormimos
en cama, en la cual no he dormido después
que ha que sirvo a vuestra merced. Si no ha
sido el tiempo breve que estuvimos en casa
de don Diego de Miranda, y la jira que tuve
con la espuma que saqué de las ollas de
Camacho, y lo que comí y bebí y dormí en
casa de Basilio, todo el otro tiempo he
dormido en la dura tierra, al cielo abierto,
sujeto a lo que dicen inclemencias del cielo,
sustentándome con rajas de queso y
mendrugos de pan, y bebiendo aguas, ya de
arroyos, ya de fuentes, de las que
encontramos por esos andurriales donde
andamos.
—Confieso
—dijo don Quijote
— que todo lo
que dices, Sancho, sea verdad. ¿Cuánto
parece que os debo dar más de lo que os
daba Tomé Carrasco?
—A mi parecer
—dijo Sancho
—, con dos
reales más que vuestra merced añadiese
cada mes me tendría por bien pagado. Esto
es cuanto al salario de mi trabajo; pero, en
cuanto a satisfacerme a la palabra y promesa
que vuestra merced me tiene hecha de
darme el gobierno de una ínsula, sería justo
que se me añadiesen otros seis reales, que
por todos serían treinta.
—Está muy bien
—replicó don Quijote
—; y,
conforme al salario que vos os habéis
señalado, 23 días ha que salimos de nuestro
pueblo: contad, Sancho, rata por cantidad, y
mirad lo que os debo, y pagaos, como os
tengo dicho, de vuestra mano.
—¡Oh, cuerpo de mí!
—dijo Sancho
—, que
va vuestra merced muy errado en esta
cuenta, porque en lo de la promesa de la
ínsula se ha de contar desde el día que
vuestra merced me la prometió hasta la
presente hora en que estamos.
—Pues, ¿qué tanto ha, Sancho, que os la
prometí?
—dijo don Quijote.
—Si yo mal no me acuerdo
—respondió
Sancho
—, debe de haber más de veinte años,
tres días más a menos.
Diose don Quijote una gran palmada en la
frente, y comenzó a reír muy de gana, y dijo:
—Pues no anduve yo en Sierra Morena, ni
en todo el discurso de nuestras salidas, sino
dos meses apenas, y ¿dices, Sancho, que ha
veinte años que te prometí la ínsula? Ahora
digo que quieres que se consuman en tus
salarios el dinero que tienes mío; y si esto es
así, y tú gustas dello, desde aquí te lo doy, y
buen provecho te haga; que, a trueco de
verme sin tan mal escudero, holgaréme de
quedarme pobre y sin blanca. Pero dime,
prevaricador de las ordenanzas escuderiles de
la andante caballería, ¿dónde has visto tú, o
leído, que ningún escudero de caballero
andante se haya puesto con su señor en
tanto más cuánto me habéis de dar cada mes
porque os sirva? Éntrate, éntrate, malandrín,
follón y vestiglo, que todo lo pareces;
éntrate, digo, por el mare magnum de sus
historias, y si hallares que algún escudero
haya dicho, ni pensado, lo que aquí has
dicho, quiero que me le claves en la frente, y,
por añadidura, me hagas cuatro mamonas
selladas en mi rostro. Vuelve las riendas, o el
cabestro, al rucio, y vuélvete a tu casa,
porque un solo paso desde aquí no has de
pasar más adelante conmigo. ¡Oh pan mal
conocido! ¡Oh promesas mal colocadas! ¡Oh
hombre que tiene más de bestia que de
persona! ¿Ahora, cuando yo pensaba ponerte
en estado, y tal, que a pesar de tu mujer te
llamaran señoría, te despides? ¿Ahora te vas,
cuando yo venía con intención firme y
valedera de hacerte señor de la mejor ínsula
del mundo? En fin, como tú has dicho otras
veces, no es la miel... etc. Asno eres, y asno
has de ser, y en asno has de parar cuando se
te acabe el curso de la vida; que para mí
tengo que antes llegará ella a su último
término que tú caigas y des en la cuenta de
que eres bestia.
Miraba Sancho a don Quijote de en hito en
hito, en tanto que los tales vituperios le
decía, y compungióse de manera que le
vinieron las lágrimas a los ojos, y con voz
dolorida y enferma le dijo:
—Señor mío, yo confieso que para ser del
todo asno no me falta más de la cola; si
vuestra merced quiere ponérmela, yo la daré
por bien puesta, y le serviré como jumento
todos los días que me quedan de mi vida.
Vuestra merced me perdone y se duela de mi
mocedad, y advierta que sé poco, y que si
hablo mucho, más procede de enfermedad
que de malicia; mas, quien yerra y se
enmienda, a Dios se encomienda.
—Maravillárame yo, Sancho, si no
mezclaras algún refrancico en tu coloquio.
Ahora bien, yo te perdono, con que te
emiendes, y con que no te muestres de aquí
adelante tan amigo de tu interés, sino que
procures ensanchar el corazón, y te alientes y
animes a esperar el cumplimiento de mis
promesas, que, aunque se tarda, no se
imposibilita.
Sancho respondió que sí haría, aunque
sacase fuerzas de flaqueza.
Con esto, se metieron en la alameda, y don
Quijote se acomodó al pie de un olmo, y
Sancho al de una haya; que estos tales
árboles y otros sus semejantes siempre
tienen pies, y no manos. Sancho pasó la
noche penosamente, porque el varapalo se
hacía más sentir con el sereno. Don Quijote la
pasó en sus continuas memorias; pero, con
todo eso, dieron los ojos al sueño, y al salir
del alba siguieron su camino buscando las
riberas del famoso Ebro, donde les sucedió lo
que se contará en el
Capítulo venidero.
Capítulo XXIX. De la
famosa aventura del barco
encantado
Por sus pasos contados y por contar, dos
días después que salieron de la alameda,
llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro, y el
verle fue de gran gusto a don Quijote, porque
contempló y miró en él la amenidad de sus
riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego
de su curso y la abundancia de sus líquidos
cristales, cuya alegre vista renovó en su
memoria mil amorosos pensamientos.
Especialmente fue y vino en lo que había
visto en la cueva de Montesinos; que, puesto
que el mono de maese Pedro le había dicho
que parte de aquellas cosas eran verdad y
parte mentira, él se atenía más a las
verdaderas que a las mentirosas, bien al
revés de Sancho, que todas las tenía por la
mesma mentira.
Yendo, pues, desta manera, se le ofreció a
la vista un pequeño barco sin remos ni otras
jarcias algunas, que estaba atado en la orilla
a un tronco de un árbol que en la ribera
estaba. Miró don Quijote a todas partes, y no
vio persona alguna; y luego, sin más ni más,
se apeó de Rocinante y mandó a Sancho que
lo mesmo hiciese del rucio, y que a
entrambas bestias las atase muy bien,
juntas, al tronco de un álamo o sauce que allí
estaba. Preguntóle Sancho la causa de aquel
súbito apeamiento y de aquel ligamiento.
Respondió don Quijote:
—Has de saber, Sancho, que este barco que
aquí está, derechamente y sin poder ser otra
cosa en contrario, me está llamando y
convidando a que entre en él, y vaya en él a
dar socorro a algún caballero, o a otra
necesitada y principal persona, que debe de
estar puesta en alguna grande cuita, porque
éste es estilo de los libros de las historias
caballerescas y de los encantadores que en
ellas se entremeten y platican: cuando algún
caballero está puesto en algún trabajo, que
no puede ser librado dél sino por la mano de
otro caballero, puesto que estén distantes el
uno del otro dos o tres mil leguas, y aun más,
o le arrebatan en una nube o le deparan un
barco donde se entre, y en menos de un abrir
y cerrar de ojos le llevan, o por los aires, o
por la mar, donde quieren y adonde es
menester su ayuda; así que, ¡oh Sancho!,
este barco está puesto aquí para el mesmo
efecto; y esto es tan verdad como es ahora
de día; y antes que éste se pase, ata juntos
al rucio y a Rocinante, y a la mano de Dios,
que nos guíe, que no dejaré de embarcarme
si me lo pidiesen frailes descalzos.
—Pues así es
—respondió Sancho
—, y
vuestra merced quiere dar a cada paso en
estos que no sé si los llame disparates, no
hay sino obedecer y bajar la cabeza,
atendiendo al refrán "haz lo que tu amo te
manda, y siéntate con él a la mesa"; pero,
con todo esto, por lo que toca al descargo de
mi conciencia, quiero advertir a vuestra
merced que a mí me parece que este tal
barco no es de los encantados, sino de
algunos pescadores deste río, porque en él se
pescan las mejores sabogas del mundo.
Esto decía, mientras ataba las bestias,
Sancho, dejándolas a la proteción y amparo
de los encantadores, con harto dolor de su
ánima. Don Quijote le dijo que no tuviese
pena del desamparo de aquellos animales,
que el que los llevaría a ellos por tan
longincuos caminos y regiones tendría cuenta
de sustentarlos.
—No entiendo eso de logicuos
—dijo
Sancho
—, ni he oído tal vocablo en todos los
días de mi vida.
—Longincuos
—respondió don Quijote
—
quiere decir apartados; y no es maravilla que
no lo entiendas, que no estás tú obligado a
saber latín, como algunos que presumen que
lo saben, y lo ignoran.
—Ya están atados
—replicó Sancho
—. ¿Qué
hemos de hacer ahora?
—¿Qué?
—respondió don Quijote
—.
Santiguarnos y levar ferro; quiero decir,
embarcarnos y cortar la amarra con que este
barco está atado.
Y, dando un salto en él, siguiéndole Sancho,
cortó el cordel, y el barco se fue apartando
poco a poco de la ribera; y cuando Sancho se
vio obra de dos varas dentro del río, comenzó
a temblar, temiendo su perdición; pero
ninguna cosa le dio más pena que el oír
roznar al rucio y el ver que Rocinante
pugnaba por desatarse, y díjole a su señor:
—El rucio rebuzna, condolido de nuestra
ausencia, y Rocinante procura ponerse en
libertad para arrojarse tras nosotros. ¡Oh
carísimos amigos, quedaos en paz, y la locura
que nos aparta de vosotros, convertida en
desengaño, nos vuelva a vuestra presencia!
Y, en esto, comenzó a llorar tan
amargamente que don Quijote, mohíno y
colérico, le dijo:
—¿De qué temes, cobarde criatura? ¿De
qué lloras, corazón de mantequillas? ¿Quién
te persigue, o quién te acosa, ánimo de ratón
casero, o qué te falta, menesteroso en la
mitad de las entrañas de la abundancia? ¿Por
dicha vas caminando a pie y descalzo por las
montañas rifeas, sino sentado en una tabla,
como un archiduque, por el sesgo curso deste
agradable río, de donde en breve espacio
saldremos al mar dilatado? Pero ya habemos
de haber salido, y caminado, por lo menos,
setecientas o ochocientas leguas; y si yo
tuviera aquí un astrolabio con que tomar la
altura del polo, yo te dijera las que hemos
caminado; aunque, o yo sé poco, o ya hemos
pasado, o pasaremos presto, por la línea
equinocial, que divide y corta los dos
contrapuestos polos en igual distancia.
—Y cuando lleguemos a esa leña que
vuestra merced dice
—preguntó Sancho
—,
¿cuánto habremos caminado?
—Mucho
—replicó don Quijote
—, porque de
trecientos y sesenta grados que contiene el
globo, del agua y de la tierra, según el
cómputo de Ptolomeo, que fue el mayor
cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos
caminado, llegando a la línea que he dicho.
—Por Dios
—dijo Sancho
—, que vuesa
merced me trae por testigo de lo que dice a
una gentil persona, puto y gafo, con la
añadidura de meón, o meo, o no sé cómo.
Rióse don Quijote de la interpretación que
Sancho había dado al nombre y al cómputo y
cuenta del cosmógrafo Ptolomeo, y díjole:
—Sabrás, Sancho, que los españoles y los
que se embarcan en Cádiz para ir a las Indias
Orientales, una de las señales que tienen
para entender que han pasado la línea
equinocial que te he dicho es que a todos los
que van en el navío se les mueren los piojos,
sin que les quede ninguno, ni en todo el bajel
le hallarán, si le pesan a oro; y así, puedes,
Sancho, pasear una mano por un muslo, y si
topares cosa viva, saldremos desta duda; y si
no, pasado habemos.
—Yo no creo nada deso
—respondió
Sancho
—, pero, con todo, haré lo que vuesa
merced me manda, aunque no sé para qué
hay necesidad de hacer esas experiencias,
pues yo veo con mis mismos ojos que no nos
habemos apartado de la ribera cinco varas, ni
hemos decantado de donde están las
alemañas dos varas, porque allí están
Rocinante y el rucio en el propio lugar do los
dejamos; y tomada la mira, como yo la tomo
ahora, voto a tal que no nos movemos ni
andamos al paso de una hormiga.
—Haz, Sancho, la averiguación que te he
dicho, y no te cures de otra, que tú no sabes
qué cosa sean coluros, líneas, paralelos,
zodíacos, clíticas, polos, solsticios,
equinocios, planetas, signos, puntos,
medidas, de que se compone la esfera celeste
y terrestre; que si todas estas cosas supieras,
o parte dellas, vieras claramente qué de
paralelos hemos cortado, qué de signos visto
y qué de imágines hemos dejado atrás y
vamos dejando ahora. Y tórnote a decir que
te tientes y pesques, que yo para mí tengo
que estás más limpio que un pliego de papel
liso y blanco.
Tentóse Sancho, y, llegando con la mano
bonitamente y con tiento hacia la corva
izquierda, alzó la cabeza y miró a su amo, y
dijo:
—O la experiencia es falsa, o no hemos
llegado adonde vuesa merced dice, ni con
muchas leguas.
—Pues ¿qué?
—preguntó don Quijote
—,
¿has topado algo?
—¡Y aun algos!
—respondió Sancho.
Y, sacudiéndose los dedos, se lavó toda la
mano en el río, por el cual sosegadamente se
deslizaba el barco por mitad de la corriente,
sin que le moviese alguna inteligencia
secreta, ni algún encantador escondido, sino
el mismo curso del agua, blando entonces y
suave.
En esto, descubrieron unas grandes aceñas
que en la mitad del río estaban; y apenas las
hubo visto don Quijote, cuando con voz alta
dijo a Sancho:
—¿Vees? Allí, ¡oh amigo!, se descubre la
ciudad, castillo o fortaleza donde debe de
estar algún caballero oprimido, o alguna
reina, infanta o princesa malparada, para
cuyo socorro soy aquí traído.
—¿Qué diablos de ciudad, fortaleza o
castillo dice vuesa merced, señor?
—dijo
Sancho
—. ¿No echa de ver que aquéllas son
aceñas que están en el río, donde se muele el
trigo?
—Calla, Sancho
—dijo don Quijote
—; que,
aunque parecen aceñas, no lo son; y ya te he
dicho que todas las cosas trastruecan y
mudan de su ser natural los encantos. No
quiero decir que las mudan de en uno en otro
ser realmente, sino que lo parece, como lo
mostró la experiencia en la transformación de
Dulcinea, único refugio de mis esperanzas.
En esto, el barco, entrado en la mitad de la
corriente del río, comenzó a caminar no tan
lentamente como hasta allí. Los molineros de
las aceñas, que vieron venir aquel barco por
el río, y que se iba a embocar por el raudal
de las ruedas, salieron con presteza muchos
dellos con varas largas a detenerle, y, como
salían enharinados, y cubiertos los rostros y
los vestidos del polvo de la harina,
representaban una mala vista. Daban voces
grandes, diciendo:
—¡Demonios de hombres! ¿Dónde vais?
¿Venís desesperados? ¿Qué queréis, ahogaros
y haceros pedazos en estas ruedas?
—¿No te dije yo, Sancho
—dijo a esta sazón
don Quijote
—, que habíamos llegado donde
he de mostrar a dó llega el valor de mi brazo?
Mira qué de malandrines y follones me salen
al encuentro, mira cuántos vestiglos se me
oponen, mira cuántas feas cataduras nos
hacen cocos... Pues ¡ahora lo veréis, bellacos!
Y, puesto en pie en el barco, con grandes
voces comenzó a amenazar a los molineros,
diciéndoles:
—Canalla malvada y peor aconsejada, dejad
en su libertad y libre albedrío a la persona
que en esa vuestra fortaleza o prisión tenéis
oprimida, alta o baja, de cualquiera suerte o
calidad que sea, que yo soy don Quijote de la
Mancha, llamado el Caballero de los Leones
por otro nombre, a quien está reservada por
orden de los altos cielos el dar fin felice a
esta aventura.
Y, diciendo esto, echó mano a su espada y
comenzó a esgrimirla en el aire contra los
molineros; los cuales, oyendo y no
entendiendo aquellas sandeces, se pusieron
con sus varas a detener el barco, que ya iba
entrando en el raudal y canal de las ruedas.
Púsose Sancho de rodillas, pidiendo
devotamente al cielo le librase de tan
manifiesto peligro, como lo hizo, por la
industria y presteza de los molineros, que,
oponiéndose con sus palos al barco, le
detuvieron, pero no de manera que dejasen
de trastornar el barco y dar con don Quijote y
con Sancho al través en el agua; pero vínole
bien a don Quijote, que sabía nadar como un
ganso, aunque el peso de las armas le llevó al
fondo dos veces; y si no fuera por los
molineros, que se arrojaron al agua y los
sacaron como en peso a entrambos, allí había
sido Troya para los dos.
Puestos, pues, en tierra, más mojados que
muertos de sed, Sancho, puesto de rodillas,
las manos juntas y los ojos clavados al cielo,
pidió a Dios con una larga y devota plegaria
le librase de allí adelante de los atrevidos
deseos y acometimientos de su señor.
Llegaron en esto los pescadores dueños del
barco, a quien habían hecho pedazos las
ruedas de las aceñas; y, viéndole roto,
acometieron a desnudar a Sancho, y a pedir a
don Quijote se lo pagase; el cual, con gran
sosiego, como si no hubiera pasado nada por
él, dijo a los molineros y pescadores que él
pagaría el barco de bonísima gana, con
condición que le diesen libre y sin cautela a la
persona o personas que en aquel su castillo
estaban oprimidas.
—¿Qué personas o qué castillo dice
—
respondió uno de los molineros
—, hombre sin
juicio? ¿Quiéreste llevar por ventura las que
vienen a moler trigo a estas aceñas?
—¡Basta!
—dijo entre sí don Quijote
—. Aquí
será predicar en desierto querer reducir a
esta canalla a que por ruegos haga virtud
alguna. Y en esta aventura se deben de haber
encontrado dos valientes encantadores, y el
uno estorba lo que el otro intenta: el uno me
deparó el barco, y el otro dio conmigo al
través. Dios lo remedie, que todo este mundo
es máquinas y trazas, contrarias unas de
otras. Yo no puedo más.
Y, alzando la voz, prosiguió diciendo, y
mirando a las aceñas:
—Amigos, cualesquiera que seáis, que en
esa prisión quedáis encerrados, perdonadme;
que, por mi desgracia y por la vuestra, yo no
os puedo sacar de vuestra cuita. Para otro
caballero debe de estar guardada y reservada
esta aventura.
En diciendo esto, se concertó con los
pescadores, y pagó por el barco cincuenta
reales, que los dio Sancho de muy mala
gana, diciendo:
—A dos barcadas como éstas, daremos con
todo el caudal al fondo.
Los pescadores y molineros estaban
admirados, mirando aquellas dos figuras tan
fuera del uso, al parecer, de los otros
hombres, y no acababan de entender a dó se
encaminaban las razones y preguntas que
don Quijote les decía; y, teniéndolos por
locos, les dejaron y se recogieron a sus
aceñas, y los pescadores a sus ranchos.
Volvieron a sus bestias, y a ser bestias, don
Quijote y Sancho, y este fin tuvo la aventura
del encantado barco.
Capítulo XXX. De lo que le
avino a don Quijote con una
bella cazadora
Asaz melancólicos y de mal talante llegaron
a sus animales caballero y escudero,
especialmente Sancho, a quien llegaba al
alma llegar al caudal del dinero, pareciéndole
que todo lo que dél se quitaba era quitárselo
a él de las niñas de sus ojos. Finalmente, sin
hablarse palabra, se pusieron a caballo y se
apartaron del famoso río, don Quijote
sepultado en los pensamientos de sus
amores, y Sancho en los de su
acrecentamiento, que por entonces le parecía
que estaba bien lejos de tenerle; porque,
maguer era tonto, bien se le alcanzaba que
las acciones de su amo, todas o las más, eran
disparates, y buscaba ocasión de que, sin
entrar en cuentas ni en despedimientos con
su señor, un día se desgarrase y se fuese a
su casa. Pero la fortuna ordenó las cosas muy
al revés de lo que él temía.
Sucedió, pues, que otro día, al poner del sol
y al salir de una selva, tendió don Quijote la
vista por un verde prado, y en lo último dél
vio gente, y, llegándose cerca, conoció que
eran cazadores de altanería. Llegóse más, y
entre ellos vio una gallarda señora sobre un
palafrén o hacanea blanquísima, adornada de
guarniciones verdes y con un sillón de plata.
Venía la señora asimismo vestida de verde,
tan bizarra y ricamente que la misma bizarría
venía transformada en ella. En la mano
izquierda traía un azor, señal que dio a
entender a don Quijote ser aquélla alguna
gran señora, que debía serlo de todos
aquellos cazadores, como era la verdad; y
así, dijo a Sancho:
—Corre, hijo Sancho, y di a aquella señora
del palafrén y del azor que yo, el Caballero de
los Leones, besa las manos a su gran
fermosura, y que si su grandeza me da
licencia, se las iré a besar, y a servirla en
cuanto mis fuerzas pudieren y su alteza me
mandare. Y mira, Sancho, cómo hablas, y ten
cuenta de no encajar algún refrán de los
tuyos en tu embajada.
—¡Hallado os le habéis el encajador!
—
respondió Sancho
—. ¡A mí con eso! ¡Sí, que
no es ésta la vez primera que he llevado
embajadas a altas y crecidas señoras en esta
vida!
—Si no fue la que llevaste a la señora
Dulcinea
—replicó don Quijote
—, yo no sé
que hayas llevado otra, a lo menos en mi
poder.
—Así es verdad
—respondió Sancho
—, pero
al buen pagador no le duelen prendas, y en
casa llena presto se guisa la cena; quiero
decir que a mí no hay que decirme ni
advertirme de nada, que para todo tengo y
de todo se me alcanza un poco.
—Yo lo creo, Sancho
—dijo don Quijote
—;
ve en buena hora, y Dios te guíe.
Partió Sancho de carrera, sacando de su
paso al rucio, y llegó donde la bella cazadora
estaba, y, apeándose, puesto ante ella de
hinojos, le dijo:
—Hermosa señora, aquel caballero que allí
se parece, llamado el Caballero de los
Leones, es mi amo, y yo soy un escudero
suyo, a quien llaman en su casa Sancho
Panza. Este tal Caballero de los Leones, que
no ha mucho que se llamaba el de la Triste
Figura, envía por mí a decir a vuestra
grandeza sea servida de darle licencia para
que, con su propósito y beneplácito y
consentimiento, él venga a poner en obra su
deseo, que no es otro, según él dice y yo
pienso, que de servir a vuestra encumbrada
altanería y fermosura; que en dársela vuestra
señoría hará cosa que redunde en su pro, y él
recibirá señaladísima merced y contento.
—Por cierto, buen escudero
—respondió la
señora
—, vos habéis dado la embajada
vuestra con todas aquellas circunstancias que
las tales embajadas piden. Levantaos del
suelo, que escudero de tan gran caballero
como es el de la Triste Figura, de quien ya
tenemos acá mucha noticia, no es justo que
esté de hinojos; levantaos, amigo, y decid a
vuestro señor que venga mucho en hora
buena a servirse de mí y del duque mi
marido, en una casa de placer que aquí
tenemos.
Levantóse Sancho admirado, así de la
hermosura de la buena señora como de su
mucha crianza y cortesía, y más de lo que le
había dicho que tenía noticia de su señor el
Caballero de la Triste Figura, y que si no le
había llamado el de los Leones, debía de ser
por habérsele puesto tan nuevamente.
Preguntóle la duquesa, cuyo título aún no se
sabe:
—Decidme, hermano escudero: este
vuestro señor, ¿no es uno de quien anda
impresa una historia que se llama del
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha,
que tiene por señora de su alma a una tal
Dulcinea del Toboso?
—El mesmo es, señora
—respondió
Sancho
—; y aquel escudero suyo que anda, o
debe de andar, en la tal historia, a quien
llaman Sancho Panza, soy yo, si no es que
me trocaron en la cuna; quiero decir, que me
trocaron en la estampa.
—De todo eso me huelgo yo mucho
—dijo la
duquesa
—. Id, hermano Panza, y decid a
vuestro señor que él sea el bien llegado y el
bien venido a mis estados, y que ninguna
cosa me pudiera venir que más contento me
diera.
Sancho, con esta tan agradable respuesta,
con grandísimo gusto volvió a su amo, a
quien contó todo lo que la gran señora le
había dicho, levantando con sus rústicos
términos a los cielos su mucha fermosura, su
gran donaire y cortesía. Don Quijote se
gallardeó en la silla, púsose bien en los
estribos, acomodóse la visera, arremetió a
Rocinante, y con gentil denuedo fue a besar
las manos a la duquesa; la cual, haciendo
llamar al duque, su marido, le contó, en tanto
que don Quijote llegaba, toda la embajada
suya; y los dos, por haber leído la primera
parte desta historia y haber entendido por
ella el disparatado humor de don Quijote, con
grandísimo gusto y con deseo de conocerle le
atendían, con prosupuesto de seguirle el
humor y conceder con él en cuanto les dijese,
tratándole como a caballero andante los días
que con ellos se detuviese, con todas las
ceremonias acostumbradas en los libros de
caballerías, que ellos habían leído, y aun les
eran muy aficionados.
En esto, llegó don Quijote, alzada la visera;
y, dando muestras de apearse, acudió
Sancho a tenerle el estribo; pero fue tan
desgraciado que, al apearse del rucio, se le
asió un pie en una soga del albarda, de tal
modo que no fue posible desenredarle, antes
quedó colgado dél, con la boca y los pechos
en el suelo. Don Quijote, que no tenía en
costumbre apearse sin que le tuviesen el
estribo, pensando que ya Sancho había
llegado a tenérsele, descargó de golpe el
cuerpo, y llevóse tras sí la silla de Rocinante,
que debía de estar mal cinchado, y la silla y
él vinieron al suelo, no sin vergüenza suya y
de muchas maldiciones que entre dientes
echó al desdichado de Sancho, que aún
todavía tenía el pie en la corma.
El duque mandó a sus cazadores que
acudiesen al caballero y al escudero, los
cuales levantaron a don Quijote maltrecho de
la caída, y, renqueando y como pudo, fue a
hincar las rodillas ante los dos señores; pero
el duque no lo consintió en ninguna manera,
antes, apeándose de su caballo, fue a abrazar
a don Quijote, diciéndole:
—A mí me pesa, señor Caballero de la Triste
Figura, que la primera que vuesa merced ha
hecho en mi tierra haya sido tan mala como
se ha visto; pero descuidos de escuderos
suelen ser causa de otros peores sucesos.
—El que yo he tenido en veros, valeroso
príncipe
—respondió don Quijote
—, es
imposible ser malo, aunque mi caída no
parara hasta el profundo de los abismos,
pues de allí me levantara y me sacara la
gloria de haberos visto. Mi escudero, que Dios
maldiga, mejor desata la lengua para decir
malicias que ata y cincha una silla para que
esté firme; pero, comoquiera que yo me
halle, caído o levantado, a pie o a caballo,
siempre estaré al servicio vuestro y al de mi
señora la duquesa, digna consorte vuestra, y
digna señora de la hermosura y universal
princesa de la cortesía.
—¡Pasito, mi señor don Quijote de la
Mancha!
—dijo el duque
—, que adonde está
mi señora doña Dulcinea del Toboso no es
razón que se alaben otras fermosuras.
Ya estaba a esta sazón libre Sancho Panza
del lazo, y, hallándose allí cerca, antes que su
amo respondiese, dijo:
—No se puede negar, sino afirmar, que es
muy hermosa mi señora Dulcinea del Toboso,
pero donde menos se piensa se levanta la
liebre; que yo he oído decir que esto que
llaman naturaleza es como un alcaller que
hace vasos de barro, y el que hace un vaso
hermoso también puede hacer dos, y tres y
ciento; dígolo porque mi señora la duquesa a
fee que no va en zaga a mi ama la señora
Dulcinea del Toboso.
Volvióse don Quijote a la duquesa y dijo:
—Vuestra grandeza imagine que no tuvo
caballero andante en el mundo escudero más
hablador ni más gracioso del que yo tengo, y
él me sacará verdadero si algunos días
quisiere vuestra gran celsitud servirse de mí.
A lo que respondió la duquesa:
—De que Sancho el bueno sea gracioso lo
estimo yo en mucho, porque es señal que es
discreto; que las gracias y los donaires, señor
don Quijote, como vuesa merced bien sabe,
no asientan sobre ingenios torpes; y, pues el
buen Sancho es gracioso y donairoso, desde
aquí le confirmo por discreto.
—Y hablador
—añadió don Quijote.
—Tanto que mejor
—dijo el duque
—,
porque muchas gracias no se pueden decir
con pocas palabras. Y, porque no se nos vaya
el tiempo en ellas, venga el gran Caballero de
la Triste Figura...
—De los Leones ha de decir vuestra alteza
—dijo Sancho
—, que ya no hay Triste Figura,
ni figuro.
—Sea el de los Leones
—prosiguió el
duque
—. Digo que venga el señor Caballero
de los Leones a un castillo mío que está aquí
cerca, donde se le hará el acogimiento que a
tan alta persona se debe justamente, y el que
yo y la duquesa solemos hacer a todos los
caballeros andantes que a él llegan.
Ya en esto, Sancho había aderezado y
cinchado bien la silla a Rocinante; y,
subiendo en él don Quijote, y el duque en un
hermoso caballo, pusieron a la duquesa en
medio y encaminaron al castillo. Mandó la
duquesa a Sancho que fuese junto a ella,
porque gustaba infinito de oír sus
discreciones. No se hizo de rogar Sancho, y
entretejióse entre los tres, y hizo cuarto en la
conversación, con gran gusto de la duquesa y
del duque, que tuvieron a gran ventura
acoger en su castillo tal caballero andante y
tal escudero andado.
Capítulo XXXI. Que trata de
muchas y grandes cosas
Suma era la alegría que llevaba consigo
Sancho, viéndose, a su parecer, en privanza
con la duquesa, porque se le figuraba que
había de hallar en su castillo lo que en la casa
de don Diego y en la de Basilio, siempre
aficionado a la buena vida; y así, tomaba la
ocasión por la melena en esto del regalarse
cada y cuando que se le ofrecía.
Cuenta, pues, la historia, que antes que a la
casa de placer o castillo llegasen, se adelantó
el duque y dio orden a todos sus criados del
modo que habían de tratar a don Quijote; el
cual, como llegó con la duquesa a las puertas
del castillo, al instante salieron dél dos
lacayos o palafreneros, vestidos hasta en pies
de unas ropas que llaman de levantar, de
finísimo raso carmesí, y, cogiendo a don
Quijote en brazos, sin ser oído ni visto, le
dijeron:
—Vaya la vuestra grandeza a apear a mi
señora la duquesa.
Don Quijote lo hizo, y hubo grandes
comedimientos entre los dos sobre el caso;
pero, en efecto, venció la porfía de la
duquesa, y no quiso decender o bajar del
palafrén sino en los brazos del duque,
diciendo que no se hallaba digna de dar a tan
gran caballero tan inútil carga. En fin, salió el
duque a apearla; y al entrar en un gran patio,
llegaron dos hermosas doncellas y echaron
sobre los hombros a don Quijote un gran
manto de finísima escarlata, y en un instante
se coronaron todos los corredores del patio
de criados y criadas de aquellos señores,
diciendo a grandes voces:
—¡Bien sea venido la flor y la nata de los
caballeros andantes!
Y todos, o los más, derramaban pomos de
aguas olorosas sobre don Quijote y sobre los
duques, de todo lo cual se admiraba don
Quijote; y aquél fue el primer día que de todo
en todo conoció y creyó ser caballero andante
verdadero, y no fantástico, viéndose tratar
del mesmo modo que él había leído se
trataban los tales caballeros en los pasados
siglos.
Sancho, desamparando al rucio, se cosió
con la duquesa y se entró en el castillo; y,
remordiéndole la conciencia de que dejaba al
jumento solo, se llegó a una reverenda
dueña, que con otras a recebir a la duquesa
había salido, y con voz baja le dijo:
—Señora González, o como es su gracia de
vuesa merced...
—Doña Rodríguez de Grijalba me llamo
—
respondió la dueña
—. ¿Qué es lo que
mandáis, hermano?
A lo que respondió Sancho:
—Querría que vuesa merced me la hiciese
de salir a la puerta del castillo, donde hallará
un asno rucio mío; vuesa merced sea servida
de mandarle poner, o ponerle, en la
caballeriza, porque el pobrecito es un poco
medroso, y no se hallará a estar solo en
ninguna de las maneras.
—Si tan discreto es el amo como el mozo
—
respondió la dueña
—, ¡medradas estamos!
Andad, hermano, mucho de enhoramala para
vos y para quien acá os trujo, y tened cuenta
con vuestro jumento, que las dueñas desta
casa no estamos acostumbradas a
semejantes haciendas.
—Pues en verdad
—respondió Sancho
— que
he oído yo decir a mi señor, que es zahorí de
las historias, contando aquella de Lanzarote,
cuando de Bretaña vino,
que damas curaban dél,
y dueñas del su rocino;
y que en el particular de mi asno, que no le
trocara yo con el rocín del señor Lanzarote.
—Hermano, si sois juglar
—replicó la
dueña
—, guardad vuestras gracias para
donde lo parezcan y se os paguen, que de mi
no podréis llevar sino una higa.
—¡Aun bien
—respondió Sancho
— que será
bien madura, pues no perderá vuesa merced
la quínola de sus años por punto menos!
—Hijo de puta
—dijo la dueña, toda ya
encendida en cólera
—, si soy vieja o no, a
Dios daré la cuenta, que no a vos, bellaco,
harto de ajos.
Y esto dijo en voz tan alta, que lo oyó la
duquesa; y, volviendo y viendo a la dueña
tan alborotada y tan encarnizados los ojos, le
preguntó con quién las había.
—Aquí las he
—respondió la dueña
— con
este buen hombre, que me ha pedido
encarecidamente que vaya a poner en la
caballeriza a un asno suyo que está a la
puerta del castillo, trayéndome por ejemplo
que así lo hicieron no sé dónde, que unas
damas curaron a un tal Lanzarote, y unas
dueñas a su rocino, y, sobre todo, por buen
término me ha llamado vieja.
—Eso tuviera yo por afrenta
—respondió la
duquesa
—, más que cuantas pudieran
decirme.
Y, hablando con Sancho, le dijo:
—Advertid, Sancho amigo, que doña
Rodríguez es muy moza, y que aquellas tocas
más las trae por autoridad y por la usanza
que por los años.
—Malos sean los que me quedan por vivir
—
respondió Sancho
—, si lo dije por tanto; sólo
lo dije porque es tan grande el cariño que
tengo a mi jumento, que me pareció que no
podía encomendarle a persona más caritativa
que a la señora doña Rodríguez.
Don Quijote, que todo lo oía, le dijo:
—¿Pláticas son éstas, Sancho, para este
lugar?
—Señor
—respondió Sancho
—, cada uno ha
de hablar de su menester dondequiera que
estuviere; aquí se me acordó del rucio, y aquí
hablé dél; y si en la caballeriza se me
acordara, allí hablara.
A lo que dijo el duque:
—Sancho está muy en lo cierto, y no hay
que culparle en nada; al rucio se le dará
recado a pedir de boca, y descuide Sancho,
que se le tratará como a su mesma persona.
Con estos razonamientos, gustosos a todos
sino a don Quijote, llegaron a lo alto y
entraron a don Quijote en una sala adornada
de telas riquísimas de oro y de brocado; seis
doncellas le desarmaron y sirvieron de pajes,
todas industriadas y advertidas del duque y
de la duquesa de lo que habían de hacer, y
de cómo habían de tratar a don Quijote, para
que imaginase y viese que le trataban como
caballero andante. Quedó don Quijote,
después de desarmado, en sus estrechos
greguescos y en su jubón de camuza, seco,
alto, tendido, con las quijadas, que por de
dentro se besaba la una con la otra; figura
que, a no tener cuenta las doncellas que le
servían con disimular la risa
—que fue una de
las precisas órdenes que sus señores les
habían dado
—, reventaran riendo.
Pidiéronle que se dejase desnudar para una
camisa, pero nunca lo consintió, diciendo que
la honestidad parecía tan bien en los
caballeros andantes como la valentía. Con
todo, dijo que diesen la camisa a Sancho, y,
encerrándose con él en una cuadra donde
estaba un rico lecho, se desnudó y vistió la
camisa; y, viéndose solo con Sancho, le dijo:
—Dime, truhán moderno y majadero
antiguo: ¿parécete bien deshonrar y afrentar
a una dueña tan veneranda y tan digna de
respeto como aquélla? ¿Tiempos eran
aquéllos para acordarte del rucio, o señores
son éstos para dejar mal pasar a las bestias,
tratando tan elegantemente a sus dueños?
Por quien Dios es, Sancho, que te reportes, y
que no descubras la hilaza de manera que
caigan en la cuenta de que eres de villana y
grosera tela tejido. Mira, pecador de ti, que
en tanto más es tenido el señor cuanto tiene
más honrados y bien nacidos criados, y que
una de las ventajas mayores que llevan los
príncipes a los demás hombres es que se
sirven de criados tan buenos como ellos. ¿No
adviertes, angustiado de ti, y malaventurado
de mí, que si veen que tú eres un grosero
villano, o un mentecato gracioso, pensarán
que yo soy algún echacuervos, o algún
caballero de mohatra? No, no, Sancho amigo,
huye, huye destos inconvinientes, que quien
tropieza en hablador y en gracioso, al primer
puntapié cae y da en truhán desgraciado.
Enfrena la lengua, considera y rumia las
palabras antes que te salgan de la boca, y
advierte que hemos llegado a parte donde,
con el favor de Dios y valor de mi brazo,
hemos de salir mejorados en tercio y quinto
en fama y en hacienda.
Sancho le prometió con muchas veras de
coserse la boca, o morderse la lengua, antes
de hablar palabra que no fuese muy a
propósito y bien considerada, como él se lo
mandaba, y que descuidase acerca de lo tal,
que nunca por él se descubriría quién ellos
eran.
Vistióse don Quijote, púsose su tahalí con
su espada, echóse el mantón de escarlata a
cuestas, púsose una montera de raso verde
que las doncellas le dieron, y con este adorno
salió a la gran sala, adonde halló a las
doncellas puestas en ala, tantas a una parte
como a otra, y todas con aderezo de darle
aguamanos, la cual le dieron con muchas
reverencias y ceremonias.
Luego llegaron doce pajes con el
maestresala, para llevarle a comer, que ya
los señores le aguardaban. Cogiéronle en
medio, y, lleno de pompa y majestad, le
llevaron a otra sala, donde estaba puesta una
rica mesa con solos cuatro servicios. La
duquesa y el duque salieron a la puerta de la
sala a recebirle, y con ellos un grave
eclesiástico, destos que gobiernan las casas
de los príncipes; destos que, como no nacen
príncipes, no aciertan a enseñar cómo lo han
de ser los que lo son; destos que quieren que
la grandeza de los grandes se mida con la
estrecheza de sus ánimos; destos que,
queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a
ser limitados, les hacen ser miserables;
destos tales, digo que debía de ser el grave
religioso que con los duques salió a recebir a
don Quijote. Hiciéronse mil corteses
comedimientos, y, finalmente, cogiendo a
don Quijote en medio, se fueron a sentar a la
mesa.
Convidó el duque a don Quijote con la
cabecera de la mesa, y aunque él lo rehusó,
las importunaciones del duque fueron tantas
que la hubo de tomar. El eclesiástico se sentó
frontero, y el duque y la duquesa a los dos
lados.
A todo estaba presente Sancho, embobado
y atónito de ver la honra que a su señor
aquellos príncipes le hacían; y, viendo las
muchas ceremonias y ruegos que pasaron
entre el duque y don Quijote para hacerle
sentar a la cabecera de la mesa, dijo:
—Si sus mercedes me dan licencia, les
contaré un cuento que pasó en mi pueblo
acerca desto de los asientos.
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando
don Quijote tembló, creyendo sin duda
alguna que había de decir alguna necedad.
Miróle Sancho y entendióle, y dijo:
—No tema vuesa merced, señor mío, que
yo me desmande, ni que diga cosa que no
venga muy a pelo, que no se me han
olvidado los consejos que poco ha vuesa
merced me dio sobre el hablar mucho o poco,
o bien o mal.
—Yo no me acuerdo de nada, Sancho
—
respondió don Quijote
—; di lo que quisieres,
como lo digas presto.
—Pues lo que quiero decir
—dijo Sancho
—
es tan verdad, que mi señor don Quijote, que
está presente, no me dejará mentir.
—Por mí
—replicó don Quijote
—, miente tú,
Sancho, cuanto quisieres, que yo no te iré a
la mano, pero mira lo que vas a decir.
—Tan mirado y remirado lo tengo, que a
buen salvo está el que repica, como se verá
por la obra.
—Bien será
—dijo don Quijote
— que
vuestras grandezas manden echar de aquí a
este tonto, que dirá mil patochadas.
—Por vida del duque
—dijo la duquesa
—,
que no se ha de apartar de mí Sancho un
punto: quiérole yo mucho, porque sé que es
muy discreto.
—Discretos días
—dijo Sancho
— viva
vuestra santidad por el buen crédito que de
mí tiene, aunque en mí no lo haya. Y el
cuento que quiero decir es éste: «Convidó un
hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal,
porque venía de los Álamos de Medina del
Campo, que casó con doña Mencía de
Quiñones, que fue hija de don Alonso de
Marañón, caballero del hábito de Santiago,
que se ahogó en la Herradura, por quien
hubo aquella pendencia años ha en nuestro
lugar, que, a lo que entiendo, mi señor don
Quijote se halló en ella, de donde salió herido
Tomasillo el Travieso, el hijo de Balbastro el
herrero...» ¿No es verdad todo esto, señor
nuestro amo? Dígalo, por su vida, porque
estos señores no me tengan por algún
hablador mentiroso.
—Hasta ahora
—dijo el eclesiástico
—, más
os tengo por hablador que por mentiroso,
pero de aquí adelante no sé por lo que os
tendré.
—Tú das tantos testigos, Sancho, y tantas
señas, que no puedo dejar de decir que
debes de decir verdad. Pasa adelante y
acorta el cuento, porque llevas camino de no
acabar en dos días.
—No ha de acortar tal
—dijo la duquesa
—,
por hacerme a mí placer; antes, le ha de
contar de la manera que le sabe, aunque no
le acabe en seis días; que si tantos fuesen,
serían para mí los mejores que hubiese
llevado en mi vida.
—«Digo, pues, señores míos
—prosiguió
Sancho
—, que este tal hidalgo, que yo
conozco como a mis manos, porque no hay
de mi casa a la suya un tiro de ballesta,
convidó un labrador pobre, pero honrado.»
—Adelante, hermano
—dijo a esta sazón el
religioso
—, que camino lleváis de no parar
con vuestro cuento hasta el otro mundo.
—A menos de la mitad pararé, si Dios fuere
servido
—respondió Sancho
—. «Y así, digo
que, llegando el tal labrador a casa del dicho
hidalgo convidador, que buen poso haya su
ánima, que ya es muerto, y por más señas
dicen que hizo una muerte de un ángel, que
yo no me hallé presente, que había ido por
aquel tiempo a segar a Tembleque...»
—Por vida vuestra, hijo, que volváis presto
de Tembleque, y que, sin enterrar al hidalgo,
si no queréis hacer más exequias, acabéis
vuestro cuento.
—«Es, pues, el caso
—replicó Sancho
— que,
estando los dos para asentarse a la mesa,
que parece que ahora los veo más que
nunca...»
Gran gusto recebían los duques del disgusto
que mostraba tomar el buen religioso de la
dilación y pausas con que Sancho contaba su
cuento, y don Quijote se estaba consumiendo
en cólera y en rabia.
—«Digo, así
—dijo Sancho
—, que, estando,
como he dicho, los dos para sentarse a la
mesa, el labrador porfiaba con el hidalgo que
tomase la cabecera de la mesa, y el hidalgo
porfiaba también que el labrador la tomase,
porque en su casa se había de hacer lo que él
mandase; pero el labrador, que presumía de
cortés y bien criado, jamás quiso, hasta que
el hidalgo, mohíno, poniéndole ambas manos
sobre los hombros, le hizo sentar por fuerza,
diciéndole: ''Sentaos, majagranzas, que
adondequiera que yo me siente será vuestra
cabecera''.» Y éste es el cuento, y en verdad
que creo que no ha sido aquí traído fuera de
propósito.
Púsose don Quijote de mil colores, que
sobre lo moreno le jaspeaban y se le
parecían; los señores disimularon la risa,
porque don Quijote no acabase de correrse,
habiendo entendido la malicia de Sancho; y,
por mudar de plática y hacer que Sancho no
prosiguiese con otros disparates, preguntó la
duquesa a don Quijote que qué nuevas tenía
de la señora Dulcinea, y que si le había
enviado aquellos días algunos presentes de
gigantes o malandrines, pues no podía dejar
de haber vencido muchos. A lo que don
Quijote respondió:
—Señora mía, mis desgracias, aunque
tuvieron principio, nunca tendrán fin.
Gigantes he vencido, y follones y malandrines
le he enviado, pero ¿adónde la habían de
hallar, si está encantada y vuelta en la más
fea labradora que imaginar se puede?
—No sé
—dijo Sancho Panza
—, a mí me
parece la más hermosa criatura del mundo; a
lo menos, en la ligereza y en el brincar bien
sé yo que no dará ella la ventaja a un
volteador; a buena fe, señora duquesa, así
salta desde el suelo sobre una borrica como
si fuera un gato.
—¿Habéisla visto vos encantada, Sancho?
—preguntó el duque.
—Y ¡cómo si la he visto!
—respondió
Sancho
—. Pues, ¿quién diablos sino yo fue el
primero que cayó en el achaque del
encantorio? ¡Tan encantada está como mi
padre!
El eclesiástico, que oyó decir de gigantes,
de follones y de encantos, cayó en la cuenta
de que aquél debía de ser don Quijote de la
Mancha, cuya historia leía el duque de
ordinario, y él se lo había reprehendido
muchas veces, diciéndole que era disparate
leer tales disparates; y, enterándose ser
verdad lo que sospechaba, con mucha cólera,
hablando con el duque, le dijo:
—Vuestra Excelencia, señor mío, tiene que
dar cuenta a Nuestro Señor de lo que hace
este buen hombre. Este don Quijote, o don
Tonto, o como se llama, imagino yo que no
debe de ser tan mentecato como Vuestra
Excelencia quiere que sea, dándole ocasiones
a la mano para que lleve adelante sus
sandeces y vaciedades.
Y, volviendo la plática a don Quijote, le dijo:
—Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha
encajado en el celebro que sois caballero
andante y que vencéis gigantes y prendéis
malandrines? Andad en hora buena, y en tal
se os diga: volveos a vuestra casa, y criad
vuestros hijos, si los tenéis, y curad de
vuestra hacienda, y dejad de andar vagando
por el mundo, papando viento y dando que
reír a cuantos os conocen y no conocen. ¿En
dónde, nora tal, habéis vos hallado que hubo
ni hay ahora caballeros andantes? ¿Dónde
hay gigantes en España, o malandrines en la
Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la
caterva de las simplicidades que de vos se
cuentan?
Atento estuvo don Quijote a las razones de
aquel venerable varón, y, viendo que ya
callaba, sin guardar respeto a los duques, con
semblante airado y alborotado rostro, se puso
en pie y dijo...
Pero esta respuesta
Capítulo por sí merece.
Capítulo XXXII. De la
respuesta que dio don
Quijote a su reprehensor,
con otros graves y graciosos
sucesos
Levantado, pues, en pie don Quijote,
temblando de los pies a la cabeza como
azogado, con presurosa y turbada lengua,
dijo:
—El lugar donde estoy, y la presencia ante
quien me hallo y el respeto que siempre tuve
y tengo al estado que vuesa merced profesa
tienen y atan las manos de mi justo enojo; y,
así por lo que he dicho como por saber que
saben todos que las armas de los togados son
las mesmas que las de la mujer, que son la
lengua, entraré con la mía en igual batalla
con vuesa merced, de quien se debía esperar
antes buenos consejos que infames
vituperios. Las reprehensiones santas y bien
intencionadas otras circunstancias requieren
y otros puntos piden: a lo menos, el haberme
reprehendido en público y tan ásperamente
ha pasado todos los límites de la buena
reprehensión, pues las primeras mejor
asientan sobre la blandura que sobre la
aspereza, y no es bien que, sin tener
conocimiento del pecado que se reprehende,
llamar al pecador, sin más ni más, mentecato
y tonto. Si no, dígame vuesa merced: ¿por
cuál de las mentecaterías que en mí ha visto
me condena y vitupera, y me manda que me
vaya a mi casa a tener cuenta en el gobierno
della y de mi mujer y de mis hijos, sin saber
si la tengo o los tengo? ¿No hay más sino a
troche moche entrarse por las casas ajenas a
gobernar sus dueños, y, habiéndose criado
algunos en la estrecheza de algún pupilaje,
sin haber visto más mundo que el que puede
contenerse en veinte o treinta leguas de
distrito, meterse de rondón a dar leyes a la
caballería y a juzgar de los caballeros
andantes? ¿Por ventura es asumpto vano o
es tiempo mal gastado el que se gasta en
vagar por el mundo, no buscando los regalos
dél, sino las asperezas por donde los buenos
suben al asiento de la inmortalidad? Si me
tuvieran por tonto los caballeros, los
magníficos, los generosos, los altamente
nacidos, tuviéralo por afrenta inreparable;
pero de que me tengan por sandio los
estudiantes, que nunca entraron ni pisaron
las sendas de la caballería, no se me da un
ardite: caballero soy y caballero he de morir
si place al Altísimo. Unos van por el ancho
campo de la ambición soberbia; otros, por el
de la adulación servil y baja; otros, por el de
la hipocresía engañosa, y algunos, por el de
la verdadera religión; pero yo, inclinado de
mi estrella, voy por la angosta senda de la
caballería andante, por cuyo ejercicio
desprecio la hacienda, pero no la honra. Yo
he satisfecho agravios, enderezado tuertos,
castigado insolencias, vencido gigantes y
atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no
más de porque es forzoso que los caballeros
andantes lo sean; y, siéndolo, no soy de los
enamorados viciosos, sino de los platónicos
continentes. Mis intenciones siempre las
enderezo a buenos fines, que son de hacer
bien a todos y mal a ninguno; si el que esto
entiende, si el que esto obra, si el que desto
trata merece ser llamado bobo, díganlo
vuestras grandezas, duque y duquesa
excelentes.
—¡Bien, por Dios!
—dijo Sancho
—. No diga
más vuestra merced, señor y amo mío, en su
abono, porque no hay más que decir, ni más
que pensar, ni más que perseverar en el
mundo. Y más, que, negando este señor,
como ha negado, que no ha habido en el
mundo, ni los hay, caballeros andantes, ¿qué
mucho que no sepa ninguna de las cosas que
ha dicho?
—¿Por ventura
—dijo el eclesiástico
— sois
vos, hermano, aquel Sancho Panza que dicen,
a quien vuestro amo tiene prometida una
ínsula?
—Sí soy
—respondió Sancho
—; y soy quien
la merece tan bien como otro cualquiera; soy
quien "júntate a los buenos y serás uno
dellos", y soy yo de aquellos "no con quien
naces, sino con quien paces", y de los "quien
a buen árbol se arrima, buena sombra le
cobija". Yo me he arrimado a buen señor, y
ha muchos meses que ando en su compañía,
y he de ser otro como él, Dios queriendo; y
viva él y viva yo: que ni a él le faltarán
imperios que mandar ni a mí ínsulas que
gobernar.
—No, por cierto, Sancho amigo
—dijo a esta
sazón el duque
—, que yo, en nombre del
señor don Quijote, os mando el gobierno de
una que tengo de nones, de no pequeña
calidad.
—Híncate de rodillas, Sancho
—dijo don
Quijote
—, y besa los pies a Su Excelencia por
la merced que te ha hecho.
Hízolo así Sancho; lo cual visto por el
eclesiástico, se levantó de la mesa, mohíno
además, diciendo:
—Por el hábito que tengo, que estoy por
decir que es tan sandio Vuestra Excelencia
como estos pecadores. ¡Mirad si no han de
ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan
sus locuras! Quédese Vuestra Excelencia con
ellos; que, en tanto que estuvieren en casa,
me estaré yo en la mía, y me escusaré de
reprehender lo que no puedo remediar.
Y, sin decir más ni comer más, se fue, sin
que fuesen parte a detenerle los ruegos de
los duques; aunque el duque no le dijo
mucho, impedido de la risa que su
impertinente cólera le había causado. Acabó
de reír y dijo a don Quijote:
—Vuesa merced, señor Caballero de los
Leones, ha respondido por sí tan altamente
que no le queda cosa por satisfacer deste
que, aunque parece agravio, no lo es en
ninguna manera; porque, así como no
agravian las mujeres, no agravian los
eclesiásticos, como vuesa merced mejor
sabe.
—Así es
—respondió don Quijote
—, y la
causa es que el que no puede ser agraviado
no puede agraviar a nadie. Las mujeres, los
niños y los eclesiásticos, como no pueden
defenderse, aunque sean ofendidos, no
pueden ser afrentados; porque entre el
agravio y la afrenta hay esta diferencia, como
mejor Vuestra Excelencia sabe: la afrenta
viene de parte de quien la puede hacer, y la
hace y la sustenta; el agravio puede venir de
cualquier parte, sin que afrente. Sea
ejemplo: está uno en la calle descuidado,
llegan diez con mano armada, y, dándole de
palos, pone mano a la espada y hace su
deber, pero la muchedumbre de los
contrarios se le opone, y no le deja salir con
su intención, que es de vengarse; este tal
queda agraviado, pero no afrentado. Y lo
mesmo confirmará otro ejemplo: está uno
vuelto de espaldas, llega otro y dale de palos,
y en dándoselos huye y no espera, y el otro
le sigue y no alcanza; este que recibió los
palos, recibió agravio, mas no afrenta,
porque la afrenta ha de ser sustentada. Si el
que le dio los palos, aunque se los dio a
hurtacordel, pusiera mano a su espada y se
estuviera quedo, haciendo rostro a su
enemigo, quedara el apaleado agraviado y
afrentado juntamente: agraviado, porque le
dieron a traición; afrentado, porque el que le
dio sustentó lo que había hecho, sin volver
las espaldas y a pie quedo. Y así, según las
leyes del maldito duelo, yo puedo estar
agraviado, mas no afrentado; porque los
niños no sienten, ni las mujeres, ni pueden
huir, ni tienen para qué esperar, y lo mesmo
los constituidos en la sacra religión, porque
estos tres géneros de gente carecen de
armas ofensivas y defensivas; y así, aunque
naturalmente estén obligados a defenderse,
no lo están para ofender a nadie. Y, aunque
poco ha dije que yo podía estar agraviado,
agora digo que no, en ninguna manera,
porque quien no puede recebir afrenta,
menos la puede dar; por las cuales razones
yo no debo sentir, ni siento, las que aquel
buen hombre me ha dicho; sólo quisiera que
esperara algún poco, para darle a entender
en el error en que está en pensar y decir que
no ha habido, ni los hay, caballeros andantes
en el mundo; que si lo tal oyera Amadís, o
uno de los infinitos de su linaje, yo sé que no
le fuera bien a su merced.
—Eso juro yo bien
—dijo Sancho
—:
cuchillada le hubieran dado que le abrieran
de arriba abajo como una granada, o como a
un melón muy maduro. ¡Bonitos eran ellos
para sufrir semejantes cosquillas! Para mi
santiguada, que tengo por cierto que si
Reinaldos de Montalbán hubiera oído estas
razones al hombrecito, tapaboca le hubiera
dado que no hablara más en tres años. ¡No,
sino tomárase con ellos y viera cómo
escapaba de sus manos!
Perecía de risa la duquesa en oyendo hablar
a Sancho, y en su opinión le tenía por más
gracioso y por más loco que a su amo; y
muchos hubo en aquel tiempo que fueron
deste mismo parecer. Finalmente, don
Quijote se sosegó, y la comida se acabó, y,
en levantando los manteles, llegaron cuatro
doncellas, la una con una fuente de plata, y
la otra con un aguamanil, asimismo de plata,
y la otra con dos blanquísimas y riquísimas
toallas al hombro, y la cuarta descubiertos los
brazos hasta la mitad, y en sus blancas
manos
—que sin duda eran blancas
— una
redonda pella de jabón napolitano. Llegó la
de la fuente, y con gentil donaire y
desenvoltura encajó la fuente debajo de la
barba de don Quijote; el cual, sin hablar
palabra, admirado de semejante ceremonia,
creyendo que debía ser usanza de aquella
tierra en lugar de las manos lavar las barbas,
y así tendió la suya todo cuanto pudo, y al
mismo punto comenzó a llover el aguamanil,
y la doncella del jabón le manoseó las barbas
con mucha priesa, levantando copos de
nieve, que no eran menos blancas las
jabonaduras, no sólo por las barbas, mas por
todo el rostro y por los ojos del obediente
caballero, tanto, que se los hicieron cerrar
por fuerza.
El duque y la duquesa, que de nada desto
eran sabidores, estaban esperando en qué
había de parar tan extraordinario lavatorio.
La doncella barbera, cuando le tuvo con un
palmo de jabonadura, fingió que se le había
acabado el agua, y mandó a la del aguamanil
fuese por ella, que el señor don Quijote
esperaría. Hízolo así, y quedó don Quijote con
la más estraña figura y más para hacer reír
que se pudiera imaginar.
Mirábanle todos los que presentes estaban,
que eran muchos, y como le veían con media
vara de cuello, más que medianamente
moreno, los ojos cerrados y las barbas llenas
de jabón, fue gran maravilla y mucha
discreción poder disimular la risa; las
doncellas de la burla tenían los ojos bajos, sin
osar mirar a sus señores; a ellos les retozaba
la cólera y la risa en el cuerpo, y no sabían a
qué acudir: o a castigar el atrevimiento de las
muchachas, o darles premio por el gusto que
recibían de ver a don Quijote de aquella
suerte.
Finalmente, la doncella del aguamanil vino,
y acabaron de lavar a don Quijote, y luego la
que traía las toallas le limpió y le enjugó muy
reposadamente; y, haciéndole todas cuatro a
la par una grande y profunda inclinación y
reverencia, se querían ir; pero el duque,
porque don Quijote no cayese en la burla,
llamó a la doncella de la fuente, diciéndole:
—Venid y lavadme a mí, y mirad que no se
os acabe el agua.
La muchacha, aguda y diligente, llegó y
puso la fuente al duque como a don Quijote,
y, dándose prisa, le lavaron y jabonaron muy
bien, y, dejándole enjuto y limpio, haciendo
reverencias se fueron. Después se supo que
había jurado el duque que si a él no le
lavaran como a don Quijote, había de castigar
su desenvoltura, lo cual habían enmendado
discretamente con haberle a él jabonado.
Estaba atento Sancho a las ceremonias de
aquel lavatorio, y dijo entre sí:
—¡Válame Dios! ¿Si será también usanza en
esta tierra lavar las barbas a los escuderos
como a los caballeros? Porque, en Dios y en
mi ánima que lo he bien menester, y aun que
si me las rapasen a navaja, lo tendría a más
beneficio.
—¿Qué decís entre vos, Sancho?
—preguntó
la duquesa.
—Digo, señora
—respondió él
—, que en las
cortes de los otros príncipes siempre he oído
decir que en levantando los manteles dan
agua a las manos, pero no lejía a las barbas;
y que por eso es bueno vivir mucho, por ver
mucho; aunque también dicen que el que
larga vida vive mucho mal ha de pasar,
puesto que pasar por un lavatorio de éstos
antes es gusto que trabajo.
—No tengáis pena, amigo Sancho
—dijo la
duquesa
—, que yo haré que mis doncellas os
laven, y aun os metan en colada, si fuere
menester.
—Con las barbas me contento
—respondió
Sancho
—, por ahora a lo menos, que
andando el tiempo, Dios dijo lo que será.
—Mirad, maestresala
—dijo la duquesa
—, lo
que el buen Sancho pide, y cumplidle su
voluntad al pie de la letra.
El maestresala respondió que en todo sería
servido el señor Sancho, y con esto se fue a
comer, y llevó consigo a Sancho, quedándose
a la mesa los duques y don Quijote, hablando
en muchas y diversas cosas; pero todas
tocantes al ejercicio de las armas y de la
andante caballería.
La duquesa rogó a don Quijote que le
delinease y describiese, pues parecía tener
felice memoria, la hermosura y facciones de
la señora Dulcinea del Toboso; que, según lo
que la fama pregonaba de su belleza, tenía
por entendido que debía de ser la más bella
criatura del orbe, y aun de toda la Mancha.
Sospiró don Quijote, oyendo lo que la
duquesa le mandaba, y dijo:
—Si yo pudiera sacar mi corazón y ponerle
ante los ojos de vuestra grandeza, aquí,
sobre esta mesa y en un plato, quitara el
trabajo a mi lengua de decir lo que apenas se
puede pensar, porque Vuestra Excelencia la
viera en él toda retratada; pero, ¿para qué es
ponerme yo ahora a delinear y describir
punto por punto y parte por parte la
hermosura de la sin par Dulcinea, siendo
carga digna de otros hombros que de los
míos, empresa en quien se debían ocupar los
pinceles de Parrasio, de Timantes y de
Apeles, y los buriles de Lisipo, para pintarla y
grabarla en tablas, en mármoles y en
bronces, y la retórica ciceroniana y demostina
para alabarla?
—¿Qué quiere decir demostina, señor don
Quijote
—preguntó la duquesa
—, que es
vocablo que no le he oído en todos los días de
mi vida?
—Retórica demostina
—respondió don
Quijote
— es lo mismo que decir retórica de
Demóstenes, como ciceroniana, de Cicerón,
que fueron los dos mayores retóricos del
mundo.
—Así es
—dijo el duque
—, y habéis andado
deslumbrada en la tal pregunta. Pero, con
todo eso, nos daría gran gusto el señor don
Quijote si nos la pintase; que a buen seguro
que, aunque sea en rasguño y bosquejo, que
ella salga tal, que la tengan invidia las más
hermosas.
—Sí hiciera, por cierto
—respondió don
Quijote
—, si no me la hubiera borrado de la
idea la desgracia que poco ha que le sucedió,
que es tal, que más estoy para llorarla que
para describirla; porque habrán de saber
vuestras grandezas que, yendo los días
pasados a besarle las manos, y a recebir su
bendición, beneplácito y licencia para esta
tercera salida, hallé otra de la que buscaba:
halléla encantada y convertida de princesa en
labradora, de hermosa en fea, de ángel en
diablo, de olorosa en pestífera, de bien
hablada en rústica, de reposada en
brincadora, de luz en tinieblas, y, finalmente,
de Dulcinea del Toboso en una villana de
Sayago.
—¡Válame Dios!
—dando una gran voz, dijo
a este instante el duque
—. ¿Quién ha sido el
que tanto mal ha hecho al mundo? ¿Quién ha
quitado dél la belleza que le alegraba, el
donaire que le entretenía y la honestidad que
le acreditaba?
—¿Quién?
—respondió don Quijote
—.
¿Quién puede ser sino algún maligno
encantador de los muchos invidiosos que me
persiguen? Esta raza maldita, nacida en el
mundo para escurecer y aniquilar las hazañas
de los buenos, y para dar luz y levantar los
fechos de los malos. Perseguido me han
encantadores, encantadores me persiguen y
encantadores me persiguirán hasta dar
conmigo y con mis altas caballerías en el
profundo abismo del olvido; y en aquella
parte me dañan y hieren donde veen que
más lo siento, porque quitarle a un caballero
andante su dama es quitarle los ojos con que
mira, y el sol con que se alumbra, y el
sustento con que se mantiene. Otras muchas
veces lo he dicho, y ahora lo vuelvo a decir:
que el caballero andante sin dama es como el
árbol sin hojas, el edificio sin cimiento y la
sombra sin cuerpo de quien se cause.
—No hay más que decir
—dijo la duquesa
—
; pero si, con todo eso, hemos de dar crédito
a la historia que del señor don Quijote de
pocos días a esta parte ha salido a la luz del
mundo, con general aplauso de las gentes,
della se colige, si mal no me acuerdo, que
nunca vuesa merced ha visto a la señora
Dulcinea, y que esta tal señora no es en el
mundo, sino que es dama fantástica, que
vuesa merced la engendró y parió en su
entendimiento, y la pintó con todas aquellas
gracias y perfeciones que quiso.
—En eso hay mucho que decir
—respondió
don Quijote
—. Dios sabe si hay Dulcinea o no
en el mundo, o si es fantástica o no es
fantástica; y éstas no son de las cosas cuya
averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni
yo engendré ni parí a mi señora, puesto que
la contemplo como conviene que sea una
dama que contenga en sí las partes que
puedan hacerla famosa en todas las del
mundo, como son: hermosa, sin tacha, grave
sin soberbia, amorosa con honestidad,
agradecida por cortés, cortés por bien criada,
y, finalmente, alta por linaje, a causa que
sobre la buena sangre resplandece y campea
la hermosura con más grados de perfeción
que en las hermosas humildemente nacidas.
—Así es
—dijo el duque
—; pero hame de
dar licencia el señor don Quijote para que
diga lo que me fuerza a decir la historia que
de sus hazañas he leído, de donde se infiere
que, puesto que se conceda que hay
Dulcinea, en el Toboso o fuera dél, y que sea
hermosa en el sumo grado que vuesa merced
nos la pinta, en lo de la alteza del linaje no
corre parejas con las Orianas, con las
Alastrajareas, con las Madásimas, ni con
otras deste jaez, de quien están llenas las
historias que vuesa merced bien sabe.
—A eso puedo decir
—respondió don
Quijote
— que Dulcinea es hija de sus obras, y
que las virtudes adoban la sangre, y que en
más se ha de estimar y tener un humilde
virtuoso que un vicioso levantado; cuanto
más, que Dulcinea tiene un jirón que la puede
llevar a ser reina de corona y ceptro; que el
merecimiento de una mujer hermosa y
virtuosa a hacer mayores milagros se
estiende, y, aunque no formalmente,
virtualmente tiene en sí encerradas mayores
venturas.
—Digo, señor don Quijote
—dijo la
duquesa
—, que en todo cuanto vuestra
merced dice va con pie de plomo, y, como
suele decirse, con la sonda en la mano; y que
yo desde aquí adelante creeré y haré creer a
todos los de mi casa, y aun al duque mi
señor, si fuere menester, que hay Dulcinea
en el Toboso, y que vive hoy día, y es
hermosa, y principalmente nacida y
merecedora que un tal caballero como es el
señor don Quijote la sirva; que es lo más que
puedo ni sé encarecer. Pero no puedo dejar
de formar un escrúpulo, y tener algún no sé
qué de ojeriza contra Sancho Panza: el
escrúpulo es que dice la historia referida que
el tal Sancho Panza halló a la tal señora
Dulcinea, cuando de parte de vuestra merced
le llevó una epístola, ahechando un costal de
trigo, y, por más señas, dice que era rubión:
cosa que me hace dudar en la alteza de su
linaje.
A lo que respondió don Quijote:
—Señora mía, sabrá la vuestra grandeza
que todas o las más cosas que a mí me
suceden van fuera de los términos ordinarios
de las que a los otros caballeros andantes
acontecen, o ya sean encaminadas por el
querer inescrutable de los hados, o ya
vengan encaminadas por la malicia de algún
encantador invidioso; y, como es cosa ya
averiguada que todos o los más caballeros
andantes y famosos, uno tenga gracia de no
poder ser encantado, otro de ser de tan
impenetrables carnes que no pueda ser
herido, como lo fue el famoso Roldán, uno de
los doce Pares de Francia, de quien se cuenta
que no podía ser ferido sino por la planta del
pie izquierdo, y que esto había de ser con la
punta de un alfiler gordo, y no con otra
suerte de arma alguna; y así, cuando
Bernardo del Carpio le mató en Roncesvalles,
viendo que no le podía llagar con fierro, le
levantó del suelo entre los brazos y le ahogó,
acordándose entonces de la muerte que dio
Hércules a Anteón, aquel feroz gigante que
decían ser hijo de la Tierra. Quiero inferir de
lo dicho, que podría ser que yo tuviese
alguna gracia déstas, no del no poder ser
ferido, porque muchas veces la experiencia
me ha mostrado que soy de carnes blandas y
no nada impenetrables, ni la de no poder ser
encantado, que ya me he visto metido en una
jaula, donde todo el mundo no fuera
poderoso a encerrarme, si no fuera a fuerzas
de encantamentos; pero, pues de aquél me
libré, quiero creer que no ha de haber otro
alguno que me empezca; y así, viendo estos
encantadores que con mi persona no pueden
usar de sus malas mañas, vénganse en las
cosas que más quiero, y quieren quitarme la
vida maltratando la de Dulcinea, por quien yo
vivo; y así, creo que, cuando mi escudero le
llevó mi embajada, se la convirtieron en
villana y ocupada en tan bajo ejercicio como
es el de ahechar trigo; pero ya tengo yo
dicho que aquel trigo ni era rubión ni trigo,
sino granos de perlas orientales; y para
prueba desta verdad quiero decir a vuestras
magnitudes cómo, viniendo poco ha por el
Toboso, jamás pude hallar los palacios de
Dulcinea; y que otro día, habiéndola visto
Sancho, mi escudero, en su mesma figura,
que es la más bella del orbe, a mí me pareció
una labradora tosca y fea, y no nada bien
razonada, siendo la discreción del mundo; y,
pues yo no estoy encantado, ni lo puedo
estar, según buen discurso, ella es la
encantada, la ofendida y la mudada, trocada
y trastrocada, y en ella se han vengado de mí
mis enemigos, y por ella viviré yo en
perpetuas lágrimas, hasta verla en su prístino
estado. Todo esto he dicho para que nadie
repare en lo que Sancho dijo del cernido ni
del ahecho de Dulcinea; que, pues a mí me la
mudaron, no es maravilla que a él se la
cambiasen. Dulcinea es principal y bien
nacida, y de los hidalgos linajes que hay en el
Toboso, que son muchos, antiguos y muy
buenos, a buen seguro que no le cabe poca
parte a la sin par Dulcinea, por quien su lugar
será famoso y nombrado en los venideros
siglos, como lo ha sido Troya por Elena, y
España por la Cava, aunque con mejor título
y fama. Por otra parte, quiero que entiendan
vuestras señorías que Sancho Panza es uno
de los más graciosos escuderos que jamás
sirvió a caballero andante; tiene a veces unas
simplicidades tan agudas, que el pensar si es
simple o agudo causa no pequeño contento;
tiene malicias que le condenan por bellaco, y
descuidos que le confirman por bobo; duda
de todo y créelo todo; cuando pienso que se
va a despeñar de tonto, sale con unas
discreciones, que le levantan al cielo.
Finalmente, yo no le trocaría con otro
escudero, aunque me diesen de añadidura
una ciudad; y así, estoy en duda si será bien
enviarle al gobierno de quien vuestra
grandeza le ha hecho merced; aunque veo en
él una cierta aptitud para esto de gobernar,
que atusándole tantico el entendimiento, se
saldría con cualquiera gobierno, como el rey
con sus alcabalas; y más, que ya por muchas
experiencias sabemos que no es menester ni
mucha habilidad ni muchas letras para ser
uno gobernador, pues hay por ahí ciento que
apenas saber leer, y gobiernan como unos
girifaltes; el toque está en que tengan buena
intención y deseen acertar en todo; que
nunca les faltará quien les aconseje y
encamine en lo que han de hacer, como los
gobernadores caballeros y no letrados, que
sentencian con asesor. Aconsejaríale yo que
ni tome cohecho, ni pierda derecho, y otras
cosillas que me quedan en el estómago, que
saldrán a su tiempo, para utilidad de Sancho
y provecho de la ínsula que gobernare.
A este punto llegaban de su coloquio el
duque, la duquesa y don Quijote, cuando
oyeron muchas voces y gran rumor de gente
en el palacio; y a deshora entró Sancho en la
sala, todo asustado, con un cernadero por
babador, y tras él muchos mozos, o, por
mejor decir, pícaros de cocina y otra gente
menuda, y uno venía con un artesoncillo de
agua, que en la color y poca limpieza
mostraba ser de fregar; seguíale y
perseguíale el de la artesa, y procuraba con
toda solicitud ponérsela y encajársela debajo
de las barbas, y otro pícaro mostraba
querérselas lavar.
—¿Qué es esto, hermanos?
—preguntó la
duquesa
—. ¿Qué es esto? ¿Qué queréis a ese
buen hombre? ¿Cómo y no consideráis que
está electo gobernador?
A lo que respondió el pícaro barbero:
—No quiere este señor dejarse lavar, como
es usanza, y como se la lavó el duque mi
señor y el señor su amo.
—Sí quiero
—respondió Sancho con mucha
cólera
—, pero querría que fuese con toallas
más limpias, con lejía mas clara y con manos
no tan sucias; que no hay tanta diferencia de
mí a mi amo, que a él le laven con agua de
ángeles y a mí con lejía de diablos. Las
usanzas de las tierras y de los palacios de los
príncipes tanto son buenas cuanto no dan
pesadumbre, pero la costumbre del lavatorio
que aquí se usa peor es que de diciplinantes.
Yo estoy limpio de barbas y no tengo
necesidad de semejantes refrigerios; y el que
se llegare a lavarme ni a tocarme a un pelo
de la cabeza, digo, de mi barba, hablando
con el debido acatamiento, le daré tal puñada
que le deje el puño engastado en los cascos;
que estas tales ceremonias y jabonaduras
más parecen burlas que gasajos de
huéspedes.
Perecida de risa estaba la duquesa, viendo
la cólera y oyendo las razones de Sancho,
pero no dio mucho gusto a don Quijote verle
tan mal adeliñado con la jaspeada toalla, y
tan rodeado de tantos entretenidos de
cocina; y así, haciendo una profunda
reverencia a los duques, como que les pedía
licencia para hablar, con voz reposada dijo a
la canalla:
—¡Hola, señores caballeros! Vuesas
mercedes dejen al mancebo, y vuélvanse por
donde vinieron, o por otra parte si se les
antojare, que mi escudero es limpio tanto
como otro, y esas artesillas son para él
estrechas y penantes búcaros. Tomen mi
consejo y déjenle, porque ni él ni yo sabemos
de achaque de burlas.
Cogióle la razón de la boca Sancho, y
prosiguió diciendo:
—¡No, sino lléguense a hacer burla del
mostrenco, que así lo sufriré como ahora es
de noche! Traigan aquí un peine, o lo que
quisieren, y almohácenme estas barbas, y si
sacaren dellas cosa que ofenda a la limpieza,
que me trasquilen a cruces.
A esta sazón, sin dejar la risa, dijo la
duquesa:
—Sancho Panza tiene razón en todo cuanto
ha dicho, y la tendrá en todo cuanto dijere: él
es limpio, y, como él dice, no tiene necesidad
de lavarse; y si nuestra usanza no le
contenta, su alma en su palma, cuanto más,
que vosotros, ministros de la limpieza, habéis
andado demasiadamente de remisos y
descuidados, y no sé si diga atrevidos, a traer
a tal personaje y a tales barbas, en lugar de
fuentes y aguamaniles de oro puro y de
alemanas toallas, artesillas y dornajos de
palo y rodillas de aparadores. Pero, en fin,
sois malos y mal nacidos, y no podéis dejar,
como malandrines que sois, de mostrar la
ojeriza que tenéis con los escuderos de los
andantes caballeros.
Creyeron los apicarados ministros, y aun el
maestresala, que venía con ellos, que la
duquesa hablaba de veras; y así, quitaron el
cernadero del pecho de Sancho, y todos
confusos y casi corridos se fueron y le
dejaron; el cual, viéndose fuera de aquel, a
su parecer, sumo peligro, se fue a hincar de
rodillas ante la duquesa y dijo:
—De grandes señoras, grandes mercedes se
esperan; esta que la vuestra merced hoy me
ha fecho no puede pagarse con menos, si no
es con desear verme armado caballero
andante, para ocuparme todos los días de mi
vida en servir a tan alta señora. Labrador
soy, Sancho Panza me llamo, casado soy,
hijos tengo y de escudero sirvo: si con alguna
destas cosas puedo servir a vuestra
grandeza, menos tardaré yo en obedecer que
vuestra señoría en mandar.
—Bien parece, Sancho
—respondió la
duquesa
—, que habéis aprendido a ser cortés
en la escuela de la misma cortesía; bien
parece, quiero decir, que os habéis criado a
los pechos del señor don Quijote, que debe
de ser la nata de los comedimientos y la flor
de las ceremonias, o cirimonias, como vos
decís. Bien haya tal señor y tal criado: el uno,
por norte de la andante caballería; y el otro,
por estrella de la escuderil fidelidad.
Levantaos, Sancho amigo, que yo satisfaré
vuestras cortesías con hacer que el duque mi
señor, lo más presto que pudiere, os cumpla
la merced prometida del gobierno.
Con esto cesó la plática, y don Quijote se
fue a reposar la siesta, y la duquesa pidió a
Sancho que, si no tenía mucha gana de
dormir, viniese a pasar la tarde con ella y con
sus doncellas en una muy fresca sala. Sancho
respondió que, aunque era verdad que tenía
por costumbre dormir cuatro o cinco horas las
siestas del verano, que, por servir a su
bondad, él procuraría con todas sus fuerzas
no dormir aquel día ninguna, y vendría
obediente a su mandado, y fuese. El duque
dio nuevas órdenes como se tratase a don
Quijote como a caballero andante, sin salir un
punto del estilo como cuentan que se
trataban los antiguos caballeros.
Capítulo XXXIII. De la
sabrosa plática que la
duquesa y sus doncellas
pasaron con Sancho Panza,
digna de que se lea y de que
se note
Cuenta, pues, la historia, que Sancho no
durmió aquella siesta, sino que, por cumplir
su palabra, vino en comiendo a ver a la
duquesa; la cual, con el gusto que tenía de
oírle, le hizo sentar junto a sí en una silla
baja, aunque Sancho, de puro bien criado, no
quería sentarse; pero la duquesa le dijo que
se sentase como gobernador y hablase como
escudero, puesto que por entrambas cosas
merecía el mismo escaño del Cid Ruy Díaz
Campeador.
Encogió Sancho los hombros, obedeció y
sentóse, y todas las doncellas y dueñas de la
duquesa la rodearon, atentas, con grandísimo
silencio, a escuchar lo que diría; pero la
duquesa fue la que habló primero, diciendo:
—Ahora que estamos solos, y que aquí no
nos oye nadie, querría yo que el señor
gobernador me asolviese ciertas dudas que
tengo, nacidas de la historia que del gran don
Quijote anda ya impresa; una de las cuales
dudas es que, pues el buen Sancho nunca vio
a Dulcinea, digo, a la señora Dulcinea del
Toboso, ni le llevó la carta del señor don
Quijote, porque se quedó en el libro de
memoria en Sierra Morena, cómo se atrevió a
fingir la respuesta, y aquello de que la halló
ahechando trigo, siendo todo burla y mentira,
y tan en daño de la buena opinión de la sin
par Dulcinea, y todas que no vienen bien con
la calidad y fidelidad de los buenos
escuderos.
A estas razones, sin responder con alguna,
se levantó Sancho de la silla, y, con pasos
quedos, el cuerpo agobiado y el dedo puesto
sobre los labios, anduvo por toda la sala
levantando los doseles; y luego, esto hecho,
se volvió a sentar y dijo:
—Ahora, señora mía, que he visto que no
nos escucha nadie de solapa, fuera de los
circunstantes, sin temor ni sobresalto
responderé a lo que se me ha preguntado, y
a todo aquello que se me preguntare; y lo
primero que digo es que yo tengo a mi señor
don Quijote por loco rematado, puesto que
algunas veces dice cosas que, a mi parecer, y
aun de todos aquellos que le escuchan, son
tan discretas y por tan buen carril
encaminadas, que el mesmo Satanás no las
podría decir mejores; pero, con todo esto,
verdaderamente y sin escrúpulo, a mí se me
ha asentado que es un mentecato. Pues,
como yo tengo esto en el magín, me atrevo a
hacerle creer lo que no lleva pies ni cabeza,
como fue aquello de la respuesta de la carta,
y lo de habrá seis o ocho días, que aún no
está en historia; conviene a saber: lo del
encanto de mi señora doña Dulcinea, que le
he dado a entender que está encantada, no
siendo más verdad que por los cerros de
Úbeda.
Rogóle la duquesa que le contase aquel
encantamento o burla, y Sancho se lo contó
todo del mesmo modo que había pasado, de
que no poco gusto recibieron los oyentes; y,
prosiguiendo en su plática, dijo la duquesa:
—De lo que el buen Sancho me ha contado
me anda brincando un escrúpulo en el alma y
un cierto susurro llega a mis oídos, que me
dice: ''Pues don Quijote de la Mancha es loco,
menguado y mentecato, y Sancho Panza su
escudero lo conoce, y, con todo eso, le sirve
y le sigue y va atenido a las vanas promesas
suyas, sin duda alguna debe de ser él más
loco y tonto que su amo; y, siendo esto así,
como lo es, mal contado te será, señora
duquesa, si al tal Sancho Panza le das ínsula
que gobierne, porque el que no sabe
gobernarse a sí, ¿cómo sabrá gobernar a
otros?''
—Par Dios, señora
—dijo Sancho
—, que ese
escrúpulo viene con parto derecho; pero
dígale vuesa merced que hable claro, o como
quisiere, que yo conozco que dice verdad:
que si yo fuera discreto, días ha que había de
haber dejado a mi amo. Pero ésta fue mi
suerte, y ésta mi malandanza; no puedo más,
seguirle tengo: somos de un mismo lugar, he
comido su pan, quiérole bien, es agradecido,
diome sus pollinos, y, sobre todo, yo soy fiel;
y así, es imposible que nos pueda apartar
otro suceso que el de la pala y azadón. Y si
vuestra altanería no quisiere que se me dé el
prometido gobierno, de menos me hizo Dios,
y podría ser que el no dármele redundase en
pro de mi conciencia; que, maguera tonto, se
me entiende aquel refrán de ''por su mal le
nacieron alas a la hormiga''; y aun podría ser
que se fuese más aína Sancho escudero al
cielo, que no Sancho gobernador. Tan buen
pan hacen aquí como en Francia; y de noche
todos los gatos son pardos, y asaz de
desdichada es la persona que a las dos de la
tarde no se ha desayunado; y no hay
estómago que sea un palmo mayor que otro,
el cual se puede llenar, como suele decirse,
de paja y de heno; y las avecitas del campo
tienen a Dios por su proveedor y despensero;
y más calientan cuatro varas de paño de
Cuenca que otras cuatro de límiste de
Segovia; y al dejar este mundo y meternos la
tierra adentro, por tan estrecha senda va el
príncipe como el jornalero, y no ocupa más
pies de tierra el cuerpo del Papa que el del
sacristán, aunque sea más alto el uno que el
otro; que al entrar en el hoyo todos nos
ajustamos y encogemos, o nos hacen ajustar
y encoger, mal que nos pese y a buenas
noches. Y torno a decir que si vuestra señoría
no me quisiere dar la ínsula por tonto, yo
sabré no dárseme nada por discreto; y yo he
oído decir que detrás de la cruz está el
diablo, y que no es oro todo lo que reluce, y
que de entre los bueyes, arados y coyundas
sacaron al labrador Wamba para ser rey de
España, y de entre los brocados, pasatiempos
y riquezas sacaron a Rodrigo para ser comido
de culebras, si es que las trovas de los
romances antiguos no mienten.
—Y ¡cómo que no mienten!
—dijo a esta
sazón doña Rodríguez la dueña, que era una
de las escuchantes
—: que un romance hay
que dice que metieron al rey Rodrigo, vivo
vivo, en una tumba llena de sapos, culebras y
lagartos, y que de allí a dos días dijo el rey
desde dentro de la tumba, con voz doliente y
baja:
Ya me comen, ya me comen
por do más pecado había;
y, según esto, mucha razón tiene este
señor en decir que quiere más ser más
labrador que rey, si le han de comer
sabandijas.
No pudo la duquesa tener la risa, oyendo la
simplicidad de su dueña, ni dejó de admirarse
en oír las razones y refranes de Sancho, a
quien dijo:
—Ya sabe el buen Sancho que lo que una
vez promete un caballero procura cumplirlo,
aunque le cueste la vida. El duque, mi señor
y marido, aunque no es de los andantes, no
por eso deja de ser caballero, y así, cumplirá
la palabra de la prometida ínsula, a pesar de
la invidia y de la malicia del mundo. Esté
Sancho de buen ánimo, que cuando menos lo
piense se verá sentado en la silla de su ínsula
y en la de su estado, y empuñará su
gobierno, que con otro de brocado de tres
altos lo deseche. Lo que yo le encargo es que
mire cómo gobierna sus vasallos, advirtiendo
que todos son leales y bien nacidos.
—Eso de gobernarlos bien
—respondió
Sancho
— no hay para qué encargármelo,
porque yo soy caritativo de mío y tengo
compasión de los pobres; y a quien cuece y
amasa, no le hurtes hogaza; y para mi
santiguada que no me han de echar dado
falso; soy perro viejo, y entiendo todo tus,
tus, y sé despabilarme a sus tiempos, y no
consiento que me anden musarañas ante los
ojos, porque sé dónde me aprieta el zapato:
dígolo porque los buenos tendrán conmigo
mano y concavidad, y los malos, ni pie ni
entrada. Y paréceme a mí que en esto de los
gobiernos todo es comenzar, y podría ser que
a quince días de gobernador me comiese las
manos tras el oficio y supiese más dél que de
la labor del campo, en que me he criado.
—Vos tenéis razón razón, Sancho
—dijo la
duquesa
—, que nadie nace enseñado, y de
los hombres se hacen los obispos, que no de
las piedras. Pero, volviendo a la plática que
poco ha tratábamos del encanto de la señora
Dulcinea, tengo por cosa cierta y más que
averiguada que aquella imaginación que
Sancho tuvo de burlar a su señor y darle a
entender que la labradora era Dulcinea, y que
si su señor no la conocía debía de ser por
estar encantada, toda fue invención de
alguno de los encantadores que al señor don
Quijote persiguen; porque real y
verdaderamente yo sé de buena parte que la
villana que dio el brinco sobre la pollina era y
es Dulcinea del Toboso, y que el buen
Sancho, pensando ser el engañador, es el
engañado; y no hay poner más duda en esta
verdad que en las cosas que nunca vimos; y
sepa el señor Sancho Panza que también
tenemos acá encantadores que nos quieren
bien, y nos dicen lo que pasa por el mundo,
pura y sencillamente, sin enredos ni
máquinas; y créame Sancho que la villana
brincadora era y es Dulcinea del Toboso, que
está encantada como la madre que la parió; y
cuando menos nos pensemos, la habemos de
ver en su propia figura, y entonces saldrá
Sancho del engaño en que vive.
—Bien puede ser todo eso
—dijo Sancho
Panza
—; y agora quiero creer lo que mi amo
cuenta de lo que vio en la cueva de
Montesinos, donde dice que vio a la señora
Dulcinea del Toboso en el mesmo traje y
hábito que yo dije que la había visto cuando
la encanté por solo mi gusto; y todo debió de
ser al revés, como vuesa merced, señora
mía, dice, porque de mi ruin ingenio no se
puede ni debe presumir que fabricase en un
instante tan agudo embuste, ni creo yo que
mi amo es tan loco que con tan flaca y magra
persuasión como la mía creyese una cosa tan
fuera de todo término. Pero, señora, no por
esto será bien que vuestra bondad me tenga
por malévolo, pues no está obligado un porro
como yo a taladrar los pensamientos y
malicias de los pésimos encantadores: yo
fingí aquello por escaparme de las riñas de mi
señor don Quijote, y no con intención de
ofenderle; y si ha salido al revés, Dios está
en el cielo, que juzga los corazones.
—Así es la verdad
—dijo la duquesa
—; pero
dígame agora, Sancho, qué es esto que dice
de la cueva de Montesinos, que gustaría
saberlo.
Entonces Sancho Panza le contó punto por
punto lo que queda dicho acerca de la tal
aventura. Oyendo lo cual la duquesa, dijo:
—Deste suceso se puede inferir que, pues el
gran don Quijote dice que vio allí a la mesma
labradora que Sancho vio a la salida del
Toboso, sin duda es Dulcinea, y que andan
por aquí los encantadores muy listos y
demasiadamente curiosos.
—Eso digo yo
—dijo Sancho Panza
—, que si
mi señora Dulcinea del Toboso está
encantada, su daño; que yo no me tengo de
tomar, yo, con los enemigos de mi amo, que
deben de ser muchos y malos. Verdad sea
que la que yo vi fue una labradora, y por
labradora la tuve, y por tal labradora la
juzgué; y si aquélla era Dulcinea, no ha de
estar a mi cuenta, ni ha de correr por mí, o
sobre ello, morena. No, sino ándense a cada
triquete conmigo a dime y direte, "Sancho lo
dijo, Sancho lo hizo, Sancho tornó y Sancho
volvió", como si Sancho fuese algún
quienquiera, y no fuese el mismo Sancho
Panza, el que anda ya en libros por ese
mundo adelante, según me dijo Sansón
Carrasco, que, por lo menos, es persona
bachillerada por Salamanca, y los tales no
pueden mentir si no es cuando se les antoja o
les viene muy a cuento; así que, no hay para
qué nadie se tome conmigo, y pues que
tengo buena fama, y, según oí decir a mi
señor, que más vale el buen nombre que las
muchas riquezas, encájenme ese gobierno y
verán maravillas; que quien ha sido buen
escudero será buen gobernador.
—Todo cuanto aquí ha dicho el buen Sancho
—dijo la duquesa
— son sentencias
catonianas, o, por lo menos, sacadas de las
mesmas entrañas del mismo Micael Verino,
florentibus occidit annis. En fin, en fin,
hablando a su modo, debajo de mala capa
suele haber buen bebedor.
—En verdad, señora
—respondió Sancho
—,
que en mi vida he bebido de malicia; con sed
bien podría ser, porque no tengo nada de
hipócrita: bebo cuando tengo gana, y cuando
no la tengo y cuando me lo dan, por no
parecer o melindroso o malcriado; que a un
brindis de un amigo, ¿qué corazón ha de
haber tan de mármol que no haga la razón?
Pero, aunque las calzo, no las ensucio;
cuanto más, que los escuderos de los
caballeros andantes, casi de ordinario beben
agua, porque siempre andan por florestas,
selvas y prados, montañas y riscos, sin hallar
una misericordia de vino, si dan por ella un
ojo.
—Yo lo creo así
—respondió la duquesa
—. Y
por ahora, váyase Sancho a reposar, que
después hablaremos más largo y daremos
orden como vaya presto a encajarse, como él
dice, aquel gobierno.
De nuevo le besó las manos Sancho a la
duquesa, y le suplicó le hiciese merced de
que se tuviese buena cuenta con su rucio,
porque era la lumbre de sus ojos.
—¿Qué rucio es éste?
—preguntó la
duquesa.
—Mi asno
—respondió Sancho
—, que por no
nombrarle con este nombre, le suelo llamar el
rucio; y a esta señora dueña le rogué, cuando
entré en este castillo, tuviese cuenta con él, y
azoróse de manera como si la hubiera dicho
que era fea o vieja, debiendo ser más propio
y natural de las dueñas pensar jumentos que
autorizar las salas. ¡Oh, válame Dios, y cuán
mal estaba con estas señoras un hidalgo de
mi lugar!
—Sería algún villano
—dijo doña Rodríguez,
la dueña
—, que si él fuera hidalgo y bien
nacido, él las pusiera sobre el cuerno de la
luna.
—Agora bien
—dijo la duquesa
—, no haya
más: calle doña Rodríguez y sosiéguese el
señor Panza, y quédese a mi cargo el regalo
del rucio; que, por ser alhaja de Sancho, le
pondré yo sobre las niñas de mis ojos.
—En la caballeriza basta que esté
—
respondió Sancho
—, que sobre las niñas de
los ojos de vuestra grandeza ni él ni yo
somos dignos de estar sólo un momento, y
así lo consintiría yo como darme de
puñaladas; que, aunque dice mi señor que en
las cortesías antes se ha de perder por carta
de más que de menos, en las jumentiles y así
niñas se ha de ir con el compás en la mano y
con medido término.
—Llévele
—dijo la duquesa
— Sancho al
gobierno, y allá le podrá regalar como
quisiere, y aun jubilarle del trabajo.
—No piense vuesa merced, señora duquesa,
que ha dicho mucho
—dijo Sancho
—; que yo
he visto ir más de dos asnos a los gobiernos,
y que llevase yo el mío no sería cosa nueva.
Las razones de Sancho renovaron en la
duquesa la risa y el contento; y, enviándole a
reposar, ella fue a dar cuenta al duque de lo
que con él había pasado, y entre los dos
dieron traza y orden de hacer una burla a don
Quijote que fuese famosa y viniese bien con
el estilo caballeresco, en el cual le hicieron
muchas, tan propias y discretas, que son las
mejores aventuras que en esta grande
historia se contienen.
Capítulo XXXIV. Que
cuenta de la noticia que se
tuvo de cómo se había de
desencantar la sin par
Dulcinea del Toboso, que es
una de las aventuras más
famosas deste libro
Grande era el gusto que recebían el duque
y la duquesa de la conversación de don
Quijote y de la de Sancho Panza; y,
confirmándose en la intención que tenían de
hacerles algunas burlas que llevasen
vislumbres y apariencias de aventuras,
tomaron motivo de la que don Quijote ya les
había contado de la cueva de Montesinos,
para hacerle una que fuese famosa (pero de
lo que más la duquesa se admiraba era que
la simplicidad de Sancho fuese tanta que
hubiese venido a creer ser verdad infalible
que Dulcinea del Toboso estuviese encantada,
habiendo sido él mesmo el encantador y el
embustero de aquel negocio); y así, habiendo
dado orden a sus criados de todo lo que
habían de hacer, de allí a seis días le llevaron
a caza de montería, con tanto aparato de
monteros y cazadores como pudiera llevar un
rey coronado. Diéronle a don Quijote un
vestido de monte y a Sancho otro verde, de
finísimo paño; pero don Quijote no se le quiso
poner, diciendo que otro día había de volver
al duro ejercicio de las armas y que no podía
llevar consigo guardarropas ni reposterías.
Sancho sí tomó el que le dieron, con
intención de venderle en la primera ocasión
que pudiese.
Llegado, pues, el esperado día, armóse don
Quijote, vistióse Sancho, y, encima de su
rucio, que no le quiso dejar aunque le daban
un caballo, se metió entre la tropa de los
monteros. La duquesa salió bizarramente
aderezada, y don Quijote, de puro cortés y
comedido, tomó la rienda de su palafrén,
aunque el duque no quería consentirlo, y,
finalmente, llegaron a un bosque que entre
dos altísimas montañas estaba, donde,
tomados los puestos, paranzas y veredas, y
repartida la gente por diferentes puestos, se
comenzó la caza con grande estruendo, grita
y vocería, de manera que unos a otros no
podían oírse, así por el ladrido de los perros
como por el son de las bocinas.
Apeóse la duquesa, y, con un agudo
venablo en las manos, se puso en un puesto
por donde ella sabía que solían venir algunos
jabalíes. Apeóse asimismo el duque y don
Quijote, y pusiéronse a sus lados; Sancho se
puso detrás de todos, sin apearse del rucio, a
quien no osara desamparar, porque no le
sucediese algún desmán. Y, apenas habían
sentado el pie y puesto en ala con otros
muchos criados suyos, cuando, acosado de
los perros y seguido de los cazadores, vieron
que hacia ellos venía un desmesurado jabalí,
crujiendo dientes y colmillos y arrojando
espuma por la boca; y en viéndole,
embrazando su escudo y puesta mano a su
espada, se adelantó a recebirle don Quijote.
Lo mesmo hizo el duque con su venablo; pero
a todos se adelantara la duquesa, si el duque
no se lo estorbara. Sólo Sancho, en viendo al
valiente animal, desamparó al rucio y dio a
correr cuanto pudo, y, procurando subirse
sobre una alta encina, no fue posible; antes,
estando ya a la mitad dél, asido de una rama,
pugnando subir a la cima, fue tan corto de
ventura y tan desgraciado, que se desgajó la
rama, y, al venir al suelo, se quedó en el aire,
asido de un gancho de la encina, sin poder
llegar al suelo. Y, viéndose así, y que el sayo
verde se le rasgaba, y pareciéndole que si
aquel fiero animal allí allegaba le podía
alcanzar, comenzó a dar tantos gritos y a
pedir socorro con tanto ahínco, que todos los
que le oían y no le veían creyeron que estaba
entre los dientes de alguna fiera.
Finalmente, el colmilludo jabalí quedó
atravesado de las cuchillas de muchos
venablos que se le pusieron delante; y,
volviendo la cabeza don Quijote a los gritos
de Sancho, que ya por ellos le había
conocido, viole pendiente de la encina y la
cabeza abajo, y al rucio junto a él, que no le
desamparó en su calamidad; y dice Cide
Hamete que pocas veces vio a Sancho Panza
sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho:
tal era la amistad y buena fe que entre los
dos se guardaban.
Llegó don Quijote y descolgó a Sancho; el
cual, viéndose libre y en el suelo, miró lo
desgarrado del sayo de monte, y pesóle en el
alma; que pensó que tenía en el vestido un
mayorazgo. En esto, atravesaron al jabalí
poderoso sobre una acémila, y, cubriéndole
con matas de romero y con ramas de mirto,
le llevaron, como en señal de vitoriosos
despojos, a unas grandes tiendas de
campaña que en la mitad del bosque estaban
puestas, donde hallaron las mesas en orden y
la comida aderezada, tan sumptuosa y
grande, que se echaba bien de ver en ella la
grandeza y magnificencia de quien la daba.
Sancho, mostrando las llagas a la duquesa de
su roto vestido, dijo:
—Si esta caza fuera de liebres o de
pajarillos, seguro estuviera mi sayo de verse
en este estremo. Yo no sé qué gusto se
recibe de esperar a un animal que, si os
alcanza con un colmillo, os puede quitar la
vida; yo me acuerdo haber oído cantar un
romance antiguo que dice:
De los osos seas comido,
como Favila el nombrado.
—Ése fue un rey godo
—dijo don Quijote
—,
que, yendo a caza de montería, le comió un
oso.
—Eso es lo que yo digo
—respondió
Sancho
—: que no querría yo que los príncipes
y los reyes se pusiesen en semejantes
peligros, a trueco de un gusto que parece que
no le había de ser, pues consiste en matar a
un animal que no ha cometido delito alguno.
—Antes os engañáis, Sancho
—respondió el
duque
—, porque el ejercicio de la caza de
monte es el más conveniente y necesario
para los reyes y príncipes que otro alguno. La
caza es una imagen de la guerra: hay en ella
estratagemas, astucias, insidias para vencer
a su salvo al enemigo; padécense en ella fríos
grandísimos y calores intolerables;
menoscábase el ocio y el sueño, corrobóranse
las fuerzas, agilítanse los miembros del que
la usa, y, en resolución, es ejercicio que se
puede hacer sin perjuicio de nadie y con
gusto de muchos; y lo mejor que él tiene es
que no es para todos, como lo es el de los
otros géneros de caza, excepto el de la
volatería, que también es sólo para reyes y
grandes señores. Así que, ¡oh Sancho!,
mudad de opinión, y, cuando seáis
gobernador, ocupaos en la caza y veréis
como os vale un pan por ciento.
—Eso no
—respondió Sancho
—: el buen
gobernador, la pierna quebrada y en casa.
¡Bueno sería que viniesen los negociantes a
buscarle fatigados y él estuviese en el monte
holgándose! ¡Así enhoramala andaría el
gobierno! Mía fe, señor, la caza y los
pasatiempos más han de ser para los
holgazanes que para los gobernadores. En lo
que yo pienso entretenerme es en jugar al
triunfo envidado las pascuas, y a los bolos los
domingos y fiestas; que esas cazas ni cazos
no dicen con mi condición ni hacen con mi
conciencia.
—Plega a Dios, Sancho, que así sea, porque
del dicho al hecho hay gran trecho.
—Haya lo que hubiere
—replicó Sancho
—,
que al buen pagador no le duelen prendas, y
más vale al que Dios ayuda que al que mucho
madruga, y tripas llevan pies, que no pies a
tripas; quiero decir que si Dios me ayuda, y
yo hago lo que debo con buena intención, sin
duda que gobernaré mejor que un gerifalte.
¡No, sino pónganme el dedo en la boca y
verán si aprieto o no!
—¡Maldito seas de Dios y de todos sus
santos, Sancho maldito
—dijo don Quijote
—,
y cuándo será el día, como otras muchas
veces he dicho, donde yo te vea hablar sin
refranes una razón corriente y concertada!
Vuestras grandezas dejen a este tonto,
señores míos, que les molerá las almas, no
sólo puestas entre dos, sino entre dos mil
refranes, traídos tan a sazón y tan a tiempo
cuanto le dé Dios a él la salud, o a mí si los
querría escuchar.
—Los refranes de Sancho Panza
—dijo la
duquesa
—, puesto que son más que los del
Comendador Griego, no por eso son en
menos de estimar, por la brevedad de las
sentencias. De mí sé decir que me dan más
gusto que otros, aunque sean mejor traídos y
con más sazón acomodados.
Con estos y otros entretenidos
razonamientos, salieron de la tienda al
bosque, y en requerir algunas paranzas, y
presto, se les pasó el día y se les vino la
noche, y no tan clara ni tan sesga como la
sazón del tiempo pedía, que era en la mitad
del verano; pero un cierto claroescuro que
trujo consigo ayudó mucho a la intención de
los duques; y, así como comenzó a
anochecer, un poco más adelante del
crepúsculo, a deshora pareció que todo el
bosque por todas cuatro partes se ardía, y
luego se oyeron por aquí y por allí, y por acá
y por acullá, infinitas cornetas y otros
instrumentos de guerra, como de muchas
tropas de caballería que por el bosque
pasaba. La luz del fuego, el son de los bélicos
instrumentos, casi cegaron y atronaron los
ojos y los oídos de los circunstantes, y aun de
todos los que en el bosque estaban. Luego se
oyeron infinitos lelilíes, al uso de moros
cuando entran en las batallas, sonaron
trompetas y clarines, retumbaron tambores,
resonaron pífaros, casi todos a un tiempo, tan
contino y tan apriesa, que no tuviera sentido
el que no quedara sin él al son confuso de
tantos intrumentos. Pasmóse el duque,
suspendióse la duquesa, admiróse don
Quijote, tembló Sancho Panza, y, finalmente,
aun hasta los mesmos sabidores de la causa
se espantaron. Con el temor les cogió el
silencio, y un postillón que en traje de
demonio les pasó por delante, tocando en voz
de corneta un hueco y desmesurado cuerno,
que un ronco y espantoso son despedía.
—¡Hola, hermano correo!
—dijo el duque
—,
¿quién sois, adónde vais, y qué gente de
guerra es la que por este bosque parece que
atraviesa?
A lo que respondió el correo con voz
horrísona y desenfadada:
—Yo soy el Diablo; voy a buscar a don
Quijote de la Mancha; la gente que por aquí
viene son seis tropas de encantadores, que
sobre un carro triunfante traen a la sin par
Dulcinea del Toboso. Encantada viene con el
gallardo francés Montesinos, a dar orden a
don Quijote de cómo ha de ser desencantada
la tal señora.
—Si vos fuérades diablo, como decís y como
vuestra figura muestra, ya hubiérades
conocido al tal caballero don Quijote de la
Mancha, pues le tenéis delante.
—En Dios y en mi conciencia
—respondió el
Diablo
— que no miraba en ello, porque traigo
en tantas cosas divertidos los pensamientos,
que de la principal a que venía se me
olvidaba.
—Sin duda
—dijo Sancho
— que este
demonio debe de ser hombre de bien y buen
cristiano, porque, a no serlo, no jurara en
Dios y en mi conciencia. Ahora yo tengo para
mí que aun en el mesmo infierno debe de
haber buena gente.
Luego el Demonio, sin apearse,
encaminando la vista a don Quijote, dijo:
—A ti, el Caballero de los Leones (que entre
las garras dellos te vea yo), me envía el
desgraciado pero valiente caballero
Montesinos, mandándome que de su parte te
diga que le esperes en el mismo lugar que te
topare, a causa que trae consigo a la que
llaman Dulcinea del Toboso, con orden de
darte la que es menester para desencantarla.
Y, por no ser para más mi venida, no ha de
ser más mi estada: los demonios como yo
queden contigo, y los ángeles buenos con
estos señores.
Y, en diciendo esto, tocó el desaforado
cuerno, y volvió las espaldas y fuese, sin
esperar respuesta de ninguno.
Renovóse la admiración en todos,
especialmente en Sancho y don Quijote: en
Sancho, en ver que, a despecho de la verdad,
querían que estuviese encantada Dulcinea;
en don Quijote, por no poder asegurarse si
era verdad o no lo que le había pasado en la
cueva de Montesinos. Y, estando elevado en
estos pensamientos, el duque le dijo:
—¿Piensa vuestra merced esperar, señor
don Quijote?
—Pues ¿no?
—respondió él
—. Aquí esperaré
intrépido y fuerte, si me viniese a embestir
todo el infierno.
—Pues si yo veo otro diablo y oigo otro
cuerno como el pasado, así esperaré yo aquí
como en Flandes
—dijo Sancho.
En esto, se cerró más la noche, y
comenzaron a discurrir muchas luces por el
bosque, bien así como discurren por el cielo
las exhalaciones secas de la tierra, que
parecen a nuestra vista estrellas que corren.
Oyóse asimismo un espantoso ruido, al modo
de aquel que se causa de las ruedas macizas
que suelen traer los carros de bueyes, de
cuyo chirrío áspero y continuado se dice que
huyen los lobos y los osos, si los hay por
donde pasan. Añadióse a toda esta
tempestad otra que las aumentó todas, que
fue que parecía verdaderamente que a las
cuatro partes del bosque se estaban dando a
un mismo tiempo cuatro rencuentros o
batallas, porque allí sonaba el duro estruendo
de espantosa artillería, acullá se disparaban
infinitas escopetas, cerca casi sonaban las
voces de los combatientes, lejos se
reiteraban los lililíes agarenos.
Finalmente, las cornetas, los cuernos, las
bocinas, los clarines, las trompetas, los
tambores, la artillería, los arcabuces, y, sobre
todo, el temeroso ruido de los carros,
formaban todos juntos un son tan confuso y
tan horrendo, que fue menester que don
Quijote se valiese de todo su corazón para
sufrirle; pero el de Sancho vino a tierra, y dio
con él desmayado en las faldas de la
duquesa, la cual le recibió en ellas, y a gran
priesa mandó que le echasen agua en el
rostro. Hízose así, y él volvió en su acuerdo,
a tiempo que ya un carro de las rechinantes
ruedas llegaba a aquel puesto.
Tirábanle cuatro perezosos bueyes, todos
cubiertos de paramentos negros; en cada
cuerno traían atada y encendida una grande
hacha de cera, y encima del carro venía
hecho un asiento alto, sobre el cual venía
sentado un venerable viejo, con una barba
más blanca que la mesma nieve, y tan luenga
que le pasaba de la cintura; su vestidura era
una ropa larga de negro bocací, que, por
venir el carro lleno de infinitas luces, se podía
bien divisar y discernir todo lo que en él
venía. Guiábanle dos feos demonios vestidos
del mesmo bocací, con tan feos rostros, que
Sancho, habiéndolos visto una vez, cerró los
ojos por no verlos otra. Llegando, pues, el
carro a igualar al puesto, se levantó de su
alto asiento el viejo venerable, y, puesto en
pie, dando una gran voz, dijo:
—Yo soy el sabio Lirgandeo.
Y pasó el carro adelante, sin hablar más
palabra. Tras éste pasó otro carro de la
misma manera, con otro viejo entronizado; el
cual, haciendo que el carro se detuviese, con
voz no menos grave que el otro, dijo:
—Yo soy el sabio Alquife, el grande amigo
de Urganda la Desconocida.
Y pasó adelante.
Luego, por el mismo continente, llegó otro
carro; pero el que venía sentado en el trono
no era viejo como los demás, sino hombrón
robusto y de mala catadura, el cual, al llegar,
levantándose en pie, como los otros, dijo con
voz más ronca y más endiablada:
—Yo soy Arcaláus el encantador, enemigo
mortal de Amadís de Gaula y de toda su
parentela.
Y pasó adelante. Poco desviados de allí
hicieron alto estos tres carros, y cesó el
enfadoso ruido de sus ruedas, y luego se oyó
otro, no ruido, sino un son de una suave y
concertada música formado, con que Sancho
se alegró, y lo tuvo a buena señal; y así, dijo
a la duquesa, de quien un punto ni un paso
se apartaba:
—Señora, donde hay música no puede
haber cosa mala.
—Tampoco donde hay luces y claridad
—
respondió la duquesa.
A lo que replicó Sancho:
—Luz da el fuego y claridad las hogueras,
como lo vemos en las que nos cercan, y bien
podría ser que nos abrasasen, pero la música
siempre es indicio de regocijos y de fiestas.
—Ello dirá
—dijo don Quijote, que todo lo
escuchaba.
Y dijo bien, como se muestra en el
Capítulo
siguiente.
Capítulo XXXV. Donde se
prosigue la noticia que tuvo
don Quijote del desencanto
de Dulcinea, con otros
admirables sucesos
Al compás de la agradable música vieron
que hacia ellos venía un carro de los que
llaman triunfales tirado de seis mulas pardas,
encubertadas, empero, de lienzo blanco, y
sobre cada una venía un diciplinante de luz,
asimesmo vestido de blanco, con una hacha
de cera grande encendida en la mano. Era el
carro dos veces, y aun tres, mayor que los
pasados, y los lados, y encima dél, ocupaban
doce otros diciplinantes albos como la nieve,
todos con sus hachas encendidas, vista que
admiraba y espantaba juntamente; y en un
levantado trono venía sentada una ninfa,
vestida de mil velos de tela de plata, brillando
por todos ellos infinitas hojas de argentería
de oro, que la hacían, si no rica, a lo menos
vistosamente vestida. Traía el rostro cubierto
con un transparente y delicado cendal, de
modo que, sin impedirlo sus lizos, por entre
ellos se descubría un hermosísimo rostro de
doncella, y las muchas luces daban lugar para
distinguir la belleza y los años, que, al
parecer, no llegaban a veinte ni bajaban de
diez y siete.
Junto a ella venía una figura vestida de una
ropa de las que llaman rozagantes, hasta los
pies, cubierta la cabeza con un velo negro;
pero, al punto que llegó el carro a estar
frente a frente de los duques y de don
Quijote, cesó la música de las chirimías, y
luego la de las arpas y laúdes que en el carro
sonaban; y, levantándose en pie la figura de
la ropa, la apartó a entrambos lados, y,
quitándose el velo del rostro, descubrió
patentemente ser la mesma figura de la
muerte, descarnada y fea, de que don Quijote
recibió pesadumbre y Sancho miedo, y los
duques hicieron algún sentimiento temeroso.
Alzada y puesta en pie esta muerte viva, con
voz algo dormida y con lengua no muy
despierta, comenzó a decir desta manera:
—Yo soy Merlín, aquel que las historias
dicen que tuve por mi padre al diablo
(mentira autorizada de los tiempos),
príncipe de la Mágica y monarca
y archivo de la ciencia zoroástrica,
émulo a las edades y a los siglos
que solapar pretenden las hazañas
de los andantes bravos caballeros
a quien yo tuve y tengo gran cariño.
Y, puesto que es de los encantadores,
de los magos o mágicos contino
dura la condición, áspera y fuerte,
la mía es tierna, blanda y amorosa,
y amiga de hacer bien a todas gentes.
En las cavernas lóbregas de Dite,
donde estaba mi alma entretenida
en formar ciertos rombos y caráteres,
llegó la voz doliente de la bella
y sin par Dulcinea del Toboso.
Supe su encantamento y su desgracia,
y su trasformación de gentil dama
en rústica aldeana; condolíme,
y, encerrando mi espíritu en el hueco
desta espantosa y fiera notomía,
después de haber revuelto cien mil libros
desta mi ciencia endemoniada y torpe,
vengo a dar el remedio que conviene
a tamaño dolor, a mal tamaño.
¡Oh tú, gloria y honor de cuantos visten
las túnicas de acero y de diamante,
luz y farol, sendero, norte y guía
de aquellos que, dejando el torpe sueño
y las ociosas plumas, se acomodan
a usar el ejercicio intolerable
de las sangrientas y pesadas armas!
A ti digo ¡oh varón, como se debe
por jamás alabado!, a ti, valiente
juntamente y discreto don Quijote,
de la Mancha esplendor, de España estrella,
que para recobrar su estado primo
la sin par Dulcinea del Toboso,
es menester que Sancho, tu escudero,
se dé tres mil azotes y trecientos
en ambas sus valientes posaderas,
al aire descubiertas, y de modo
que le escuezan, le amarguen y le enfaden.
Y en esto se resuelven todos cuantos
de su desgracia han sido los autores,
y a esto es mi venida, mis señores.
—¡Voto a tal!
—dijo a esta sazón Sancho
—.
No digo yo tres mil azotes, pero así me daré
yo tres como tres puñaladas. ¡Válate el diablo
por modo de desencantar! ¡Yo no sé qué
tienen que ver mis posas con los encantos!
¡Par Dios que si el señor Merlín no ha hallado
otra manera como desencantar a la señora
Dulcinea del Toboso, encantada se podrá ir a
la sepultura!
—Tomaros he yo
—dijo don Quijote
—, don
villano, harto de ajos, y amarraros he a un
árbol, desnudo como vuestra madre os parió;
y no digo yo tres mil y trecientos, sino seis
mil y seiscientos azotes os daré, tan bien
pegados que no se os caigan a tres mil y
trecientos tirones. Y no me repliquéis palabra,
que os arrancaré el alma.
Oyendo lo cual Merlín, dijo:
—No ha de ser así, porque los azotes que
ha de recebir el buen Sancho han de ser por
su voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo
que él quisiere; que no se le pone término
señalado; pero permítesele que si él quisiere
redemir su vejación por la mitad de este
vapulamiento, puede dejar que se los dé
ajena mano, aunque sea algo pesada.
—Ni ajena, ni propia, ni pesada, ni por
pesar
—replicó Sancho
—: a mí no me ha de
tocar alguna mano. ¿Parí yo, por ventura, a
la señora Dulcinea del Toboso, para que
paguen mis posas lo que pecaron sus ojos? El
señor mi amo sí, que es parte suya, pues la
llama a cada paso mi vida, mi alma, sustento
y arrimo suyo, se puede y debe azotar por
ella y hacer todas las diligencias necesarias
para su desencanto; pero, ¿azotarme yo...?
¡Abernuncio!
Apenas acabó de decir esto Sancho,
cuando, levantándose en pie la argentada
ninfa que junto al espíritu de Merlín venía,
quitándose el sutil velo del rostro, le
descubrió tal, que a todos pareció mas que
demasiadamente hermoso, y, con un
desenfado varonil y con una voz no muy
adamada, hablando derechamente con
Sancho Panza, dijo:
—¡Oh malaventurado escudero, alma de
cántaro, corazón de alcornoque, de entrañas
guijeñas y apedernaladas! Si te mandaran,
ladrón desuellacaras, que te arrojaras de una
alta torre al suelo; si te pidieran, enemigo del
género humano, que te comieras una docena
de sapos, dos de lagartos y tres de culebras;
si te persuadieran a que mataras a tu mujer y
a tus hijos con algún truculento y agudo
alfanje, no fuera maravilla que te mostraras
melindroso y esquivo; pero hacer caso de
tres mil y trecientos azotes, que no hay niño
de la doctrina, por ruin que sea, que no se los
lleve cada mes, admira, adarva, espanta a
todas las entrañas piadosas de los que lo
escuchan, y aun las de todos aquellos que lo
vinieren a saber con el discurso del tiempo.
Pon, ¡oh miserable y endurecido animal!,
pon, digo, esos tus ojos de machuelo
espantadizo en las niñas destos míos,
comparados a rutilantes estrellas, y veráslos
llorar hilo a hilo y madeja a madeja, haciendo
surcos, carreras y sendas por los hermosos
campos de mis mejillas. Muévate, socarrón y
malintencionado monstro, que la edad tan
florida mía, que aún se está todavía en el
diez y... de los años, pues tengo diez y nueve
y no llego a veinte, se consume y marchita
debajo de la corteza de una rústica
labradora; y si ahora no lo parezco, es
merced particular que me ha hecho el señor
Merlín, que está presente, sólo porque te
enternezca mi belleza; que las lágrimas de
una afligida hermosura vuelven en algodón
los riscos, y los tigres en ovejas. Date, date
en esas carnazas, bestión indómito, y saca de
harón ese brío, que a sólo comer y más
comer te inclina, y pon en libertad la lisura de
mis carnes, la mansedumbre de mi condición
y la belleza de mi faz; y si por mí no quieres
ablandarte ni reducirte a algún razonable
término, hazlo por ese pobre caballero que a
tu lado tienes; por tu amo, digo, de quien
estoy viendo el alma, que la tiene atravesada
en la garganta, no diez dedos de los labios,
que no espera sino tu rígida o blanda
repuesta, o para salirse por la boca, o para
volverse al estómago.
Tentóse, oyendo esto, la garganta don
Quijote y dijo, volviéndose al duque:
—Por Dios, señor, que Dulcinea ha dicho la
verdad, que aquí tengo el alma atravesada en
la garganta, como una nuez de ballesta.
—¿Qué decís vos a esto, Sancho?
—
preguntó la duquesa.
—Digo, señora
—respondió Sancho
—, lo
que tengo dicho: que de los azotes,
abernuncio.
—Abrenuncio habéis de decir, Sancho, y no
como decís
—dijo el duque.
—Déjeme vuestra grandeza
—respondió
Sancho
—, que no estoy agora para mirar en
sotilezas ni en letras más a menos; porque
me tienen tan turbado estos azotes que me
han de dar, o me tengo de dar, que no sé lo
que me digo, ni lo que me hago. Pero querría
yo saber de la señora mi señora doña Dulcina
del Toboso adónde aprendió el modo de rogar
que tiene: viene a pedirme que me abra las
carnes a azotes, y llámame alma de cántaro y
bestión indómito, con una tiramira de malos
nombres, que el diablo los sufra. ¿Por
ventura son mis carnes de bronce, o vame a
mí algo en que se desencante o no? ¿Qué
canasta de ropa blanca, de camisas, de
tocadores y de escarpines, anque no los
gasto, trae delante de sí para ablandarme,
sino un vituperio y otro, sabiendo aquel
refrán que dicen por ahí, que un asno
cargado de oro sube ligero por una montaña,
y que dádivas quebrantan peñas, y a Dios
rogando y con el mazo dando, y que más vale
un "toma" que dos "te daré"? Pues el señor
mi amo, que había de traerme la mano por el
cerro y halagarme para que yo me hiciese de
lana y de algodón cardado, dice que si me
coge me amarrará desnudo a un árbol y me
doblará la parada de los azotes; y habían de
considerar estos lastimados señores que no
solamente piden que se azote un escudero,
sino un gobernador; como quien dice: "bebe
con guindas". Aprendan, aprendan mucho de
enhoramala a saber rogar, y a saber pedir, y
a tener crianza, que no son todos los tiempos
unos, ni están los hombres siempre de un
buen humor. Estoy yo ahora reventando de
pena por ver mi sayo verde roto, y vienen a
pedirme que me azote de mi voluntad,
estando ella tan ajena dello como de
volverme cacique.
—Pues en verdad, amigo Sancho
—dijo el
duque
—, que si no os ablandáis más que una
breva madura, que no habéis de empuñar el
gobierno. ¡Bueno sería que yo enviase a mis
insulanos un gobernador cruel, de entrañas
pedernalinas, que no se doblega a las
lágrimas de las afligidas doncellas, ni a los
ruegos de discretos, imperiosos y antiguos
encantadores y sabios! En resolución,
Sancho, o vos habéis de ser azotado, o os
han de azotar, o no habéis de ser
gobernador.
—Señor
—respondió Sancho
—, ¿no se me
darían dos días de término para pensar lo que
me está mejor?
—No, en ninguna manera
—dijo Merlín
—;
aquí, en este instante y en este lugar, ha de
quedar asentado lo que ha de ser deste
negocio, o Dulcinea volverá a la cueva de
Montesinos y a su prístino estado de
labradora, o ya, en el ser que está, será
llevada a los Elíseos Campos, donde estará
esperando se cumpla el número del vápulo.
—Ea, buen Sancho
—dijo la duquesa
—,
buen ánimo y buena correspondencia al pan
que habéis comido del señor don Quijote, a
quien todos debemos servir y agradar, por su
buena condición y por sus altas caballerías.
Dad el sí, hijo, desta azotaina, y váyase el
diablo para diablo y el temor para mezquino;
que un buen corazón quebranta mala
ventura, como vos bien sabéis.
A estas razones respondió con éstas
disparatadas Sancho, que, hablando con
Merlín, le preguntó:
—Dígame vuesa merced, señor Merlín:
cuando llegó aquí el diablo correo y dio a mi
amo un recado del señor Montesinos,
mandándole de su parte que le esperase
aquí, porque venía a dar orden de que la
señora doña Dulcinea del Toboso se
desencantase, y hasta agora no hemos visto
a Montesinos, ni a sus semejas.
A lo cual respondió Merlín:
—El Diablo, amigo Sancho, es un ignorante
y un grandísimo bellaco: yo le envié en busca
de vuestro amo, pero no con recado de
Montesinos, sino mío, porque Montesinos se
está en su cueva entendiendo, o, por mejor
decir, esperando su desencanto, que aún le
falta la cola por desollar. Si os debe algo, o
tenéis alguna cosa que negociar con él, yo os
lo traeré y pondré donde vos más
quisiéredes. Y, por agora, acabad de dar el sí
desta diciplina, y creedme que os será de
mucho provecho, así para el alma como para
el cuerpo: para el alma, por la caridad con
que la haréis; para el cuerpo, porque yo sé
que sois de complexión sanguínea, y no os
podrá hacer daño sacaros un poco de sangre.
—Muchos médicos hay en el mundo: hasta
los encantadores son médicos
—replicó
Sancho
—; pero, pues todos me lo dicen,
aunque yo no me lo veo, digo que soy
contento de darme los tres mil y trecientos
azotes, con condición que me los tengo de
dar cada y cuando que yo quisiere, sin que se
me ponga tasa en los días ni en el tiempo; y
yo procuraré salir de la deuda lo más presto
que sea posible, porque goce el mundo de la
hermosura de la señora doña Dulcinea del
Toboso, pues, según parece, al revés de lo
que yo pensaba, en efecto es hermosa. Ha de
ser también condición que no he de estar
obligado a sacarme sangre con la diciplina, y
que si algunos azotes fueren de mosqueo, se
me han de tomar en cuenta. Iten, que si me
errare en el número, el señor Merlín, pues lo
sabe todo, ha de tener cuidado de contarlos y
de avisarme los que me faltan o los que me
sobran.
—De las sobras no habrá que avisar
—
respondió Merlín
—, porque, llegando al cabal
número, luego quedará de improviso
desencantada la señora Dulcinea, y vendrá a
buscar, como agradecida, al buen Sancho, y
a darle gracias, y aun premios, por la buena
obra. Así que no hay de qué tener escrúpulo
de las sobras ni de las faltas, ni el cielo
permita que yo engañe a nadie, aunque sea
en un pelo de la cabeza.
—¡Ea, pues, a la mano de Dios!
—dijo
Sancho
—. Yo consiento en mi mala ventura;
digo que yo acepto la penitencia con las
condiciones apuntadas.
Apenas dijo estas últimas palabras Sancho,
cuando volvió a sonar la música de las
chirimías y se volvieron a disparar infinitos
arcabuces, y don Quijote se colgó del cuello
de Sancho, dándole mil besos en la frente y
en las mejillas. La duquesa y el duque y
todos los circunstantes dieron muestras de
haber recebido grandísimo contento, y el
carro comenzó a caminar; y, al pasar, la
hermosa Dulcinea inclinó la cabeza a los
duques y hizo una gran reverencia a Sancho.
Y ya, en esto, se venía a más andar el alba,
alegre y risueña: las florecillas de los campos
se descollaban y erguían, y los líquidos
cristales de los arroyuelos, murmurando por
entre blancas y pardas guijas, iban a dar
tributo a los ríos que los esperaban. La tierra
alegre, el cielo claro, el aire limpio, la luz
serena, cada uno por sí y todos juntos, daban
manifiestas señales que el día, que al aurora
venía pisando las faldas, había de ser sereno
y claro. Y, satisfechos los duques de la caza y
de haber conseguido su intención tan discreta
y felicemente, se volvieron a su castillo, con
prosupuesto de segundar en sus burlas, que
para ellos no había veras que más gusto les
diesen.
Capítulo XXXVI. Donde se
cuenta la estraña y jamás
imaginada aventura de la
dueña Dolorida, alias de la
condesa Trifaldi, con una
carta que Sancho Panza
escribió a su mujer Teresa
Panza
Tenía un mayordomo el duque de muy
burlesco y desenfadado ingenio, el cual hizo
la figura de Merlín y acomodó todo el aparato
de la aventura pasada, compuso los versos y
hizo que un paje hiciese a Dulcinea.
Finalmente, con intervención de sus señores,
ordenó otra del más gracioso y estraño
artificio que puede imaginarse.
Preguntó la duquesa a Sancho otro día si
había comenzado la tarea de la penitencia
que había de hacer por el desencanto de
Dulcinea. Dijo que sí, y que aquella noche se
había dado cinco azotes. Preguntóle la
duquesa que con qué se los había dado.
Respondió que con la mano.
—Eso
—replicó la duquesa
— más es darse
de palmadas que de azotes. Yo tengo para mí
que el sabio Merlín no estará contento con
tanta blandura; menester será que el buen
Sancho haga alguna diciplina de abrojos, o de
las de canelones, que se dejen sentir; porque
la letra con sangre entra, y no se ha de dar
tan barata la libertad de una tan gran señora
como lo es Dulcinea por tan poco precio; y
advierta Sancho que las obras de caridad que
se hacen tibia y flojamente no tienen mérito
ni valen nada.
A lo que respondió Sancho:
—Déme vuestra señoría alguna diciplina o
ramal conveniente, que yo me daré con él
como no me duela demasiado, porque hago
saber a vuesa merced que, aunque soy
rústico, mis carnes tienen más de algodón
que de esparto, y no será bien que yo me
descríe por el provecho ajeno.
—Sea en buena hora
—respondió la
duquesa
—: yo os daré mañana una diciplina
que os venga muy al justo y se acomode con
la ternura de vuestras carnes, como si fueran
sus hermanas propias.
A lo que dijo Sancho:
—Sepa vuestra alteza, señora mía de mi
ánima, que yo tengo escrita una carta a mi
mujer Teresa Panza, dándole cuenta de todo
lo que me ha sucedido después que me
aparté della; aquí la tengo en el seno, que no
le falta más de ponerle el sobreescrito;
querría que vuestra discreción la leyese,
porque me parece que va conforme a lo de
gobernador, digo, al modo que deben de
escribir los gobernadores.
—¿Y quién la notó?
—preguntó la duquesa.
—¿Quién la había de notar sino yo, pecador
de mí?
—respondió Sancho.
—¿Y escribístesla vos?
—dijo la duquesa.
—Ni por pienso
—respondió Sancho
—,
porque yo no sé leer ni escribir, puesto que
sé firmar.
—Veámosla
—dijo la duquesa
—, que a buen
seguro que vos mostréis en ella la calidad y
suficiencia de vuestro ingenio.
Sacó Sancho una carta abierta del seno, y,
tomándola la duquesa, vio que decía desta
manera:
Carta de Sancho Panza a Teresa Panza, su
mujer
Si buenos azotes me daban, bien caballero
me iba; si buen gobierno me tengo, buenos
azotes me cuesta. Esto no lo entenderás tú,
Teresa mía, por ahora; otra vez lo sabrás.
Has de saber, Teresa, que tengo determinado
que andes en coche, que es lo que hace al
caso, porque todo otro andar es andar a
gatas. Mujer de un gobernador eres, ¡mira si
te roerá nadie los zancajos! Ahí te envío un
vestido verde de cazador, que me dio mi
señora la duquesa; acomódale en modo que
sirva de saya y cuerpos a nuestra hija. Don
Quijote, mi amo, según he oído decir en esta
tierra, es un loco cuerdo y un mentecato
gracioso, y que yo no le voy en zaga. Hemos
estado en la cueva de Montesinos, y el sabio
Merlín ha echado mano de mí para el
desencanto de Dulcinea del Toboso, que por
allá se llama Aldonza Lorenzo: con tres mil y
trecientos azotes, menos cinco, que me he de
dar, quedará desencantada como la madre
que la parió. No dirás desto nada a nadie,
porque pon lo tuyo en concejo, y unos dirán
que es blanco y otros que es negro. De aquí a
pocos días me partiré al gobierno, adonde
voy con grandísimo deseo de hacer dineros,
porque me han dicho que todos los
gobernadores nuevos van con este mesmo
deseo; tomaréle el pulso, y avisaréte si has
de venir a estar conmigo o no. El rucio está
bueno, y se te encomienda mucho; y no le
pienso dejar, aunque me llevaran a ser Gran
Turco. La duquesa mi señora te besa mil
veces las manos; vuélvele el retorno con dos
mil, que no hay cosa que menos cueste ni
valga más barata, según dice mi amo, que los
buenos comedimientos. No ha sido Dios
servido de depararme otra maleta con otros
cien escudos, como la de marras, pero no te
dé pena, Teresa mía, que en salvo está el que
repica, y todo saldrá en la colada del
gobierno; sino que me ha dado gran pena
que me dicen que si una vez le pruebo, que
me tengo de comer las manos tras él; y si así
fuese, no me costaría muy barato, aunque los
estropeados y mancos ya se tienen su
calonjía en la limosna que piden; así que, por
una vía o por otra, tú has de ser rica, de
buena ventura. Dios te la dé, como puede, y
a mí me guarde para servirte. Deste castillo,
a veinte de julio de 1614.
Tu marido el gobernador,
Sancho Panza.
En acabando la duquesa de leer la carta,
dijo a Sancho:
—En dos cosas anda un poco descaminado
el buen gobernador: la una, en decir o dar a
entender que este gobierno se le han dado
por los azotes que se ha de dar, sabiendo él,
que no lo puede negar, que cuando el duque,
mi señor, se le prometió, no se soñaba haber
azotes en el mundo; la otra es que se
muestra en ella muy codicioso, y no querría
que orégano fuese, porque la codicia rompe
el saco, y el gobernador codicioso hace la
justicia desgobernada.
—Yo no lo digo por tanto, señora
—
respondió Sancho
—; y si a vuesa merced le
parece que la tal carta no va como ha de ir,
no hay sino rasgarla y hacer otra nueva, y
podría ser que fuese peor si me lo dejan a mi
caletre.
—No, no
—replicó la duquesa
—, buena está
ésta, y quiero que el duque la vea.
Con esto se fueron a un jardín, donde
habían de comer aquel día. Mostró la duquesa
la carta de Sancho al duque, de que recibió
grandísimo contento. Comieron, y después de
alzado los manteles, y después de haberse
entretenido un buen espacio con la sabrosa
conversación de Sancho, a deshora se oyó el
son tristísimo de un pífaro y el de un ronco y
destemplado tambor. Todos mostraron
alborotarse con la confusa, marcial y triste
armonía, especialmente don Quijote, que no
cabía en su asiento de puro alborotado; de
Sancho no hay que decir sino que el miedo le
llevó a su acostumbrado refugio, que era el
lado o faldas de la duquesa, porque real y
verdaderamente el son que se escuchaba era
tristísimo y malencólico. Y, estando todos así
suspensos, vieron entrar por el jardín
adelante dos hombres vestidos de luto, tan
luego y tendido que les arrastraba por el
suelo; éstos venían tocando dos grandes
tambores, asimismo cubiertos de negro. A su
lado venía el pífaro, negro y pizmiento como
los demás. Seguía a los tres un personaje de
cuerpo agigantado, amantado, no que
vestido, con una negrísima loba, cuya falda
era asimismo desaforada de grande. Por
encima de la loba le ceñía y atravesaba un
ancho tahelí, también negro, de quien pendía
un desmesurado alfanje de guarniciones y
vaina negra. Venía cubierto el rostro con un
trasparente velo negro, por quien se
entreparecía una longísima barba, blanca
como la nieve. Movía el paso al son de los
tambores con mucha gravedad y reposo. En
fin, su grandeza, su contoneo, su negrura y
su acompañamiento pudiera y pudo
suspender a todos aquellos que sin conocerle
le miraron.
Llegó, pues, con el espacio y prosopopeya
referida a hincarse de rodillas ante el duque,
que en pie, con los demás que allí estaban, le
atendía; pero el duque en ninguna manera le
consintió hablar hasta que se levantase.
Hízolo así el espantajo prodigioso, y, puesto
en pie, alzó el antifaz del rostro y hizo
patente la más horrenda, la más larga, la
más blanca y más poblada barba que hasta
entonces humanos ojos habían visto, y luego
desencajó y arrancó del ancho y dilatado
pecho una voz grave y sonora, y, poniendo
los ojos en el duque, dijo:
—Altísimo y poderoso señor, a mí me
llaman Trifaldín el de la Barba Blanca; soy
escudero de la condesa Trifaldi, por otro
nombre llamada la Dueña Dolorida, de parte
de la cual traigo a vuestra grandeza una
embajada, y es que la vuestra magnificencia
sea servida de darla facultad y licencia para
entrar a decirle su cuita, que es una de las
más nuevas y más admirables que el más
cuitado pensamiento del orbe pueda haber
pensado. Y primero quiere saber si está en
este vuestro castillo el valeroso y jamás
vencido caballero don Quijote de la Mancha,
en cuya busca viene a pie y sin desayunarse
desde el reino de Candaya hasta este vuestro
estado, cosa que se puede y debe tener a
milagro o a fuerza de encantamento. Ella
queda a la puerta desta fortaleza o casa de
campo, y no aguarda para entrar sino vuestro
beneplácito. Dije.
Y tosió luego y manoseóse la barba de
arriba abajo con entrambas manos, y con
mucho sosiego estuvo atendiendo la
respuesta del duque, que fue:
—Ya, buen escudero Trifaldín de la Blanca
Barba, ha muchos días que tenemos noticia
de la desgracia de mi señora la condesa
Trifaldi, a quien los encantadores la hacen
llamar la Dueña Dolorida; bien podéis,
estupendo escudero, decirle que entre y que
aquí está el valiente caballero don Quijote de
la Mancha, de cuya condición generosa puede
prometerse con seguridad todo amparo y
toda ayuda; y asimismo le podréis decir de
mi parte que si mi favor le fuere necesario,
no le ha de faltar, pues ya me tiene obligado
a dársele el ser caballero, a quien es anejo y
concerniente favorecer a toda suerte de
mujeres, en especial a las dueñas viudas,
menoscabadas y doloridas, cual lo debe estar
su señoría.
Oyendo lo cual Trifaldín, inclinó la rodilla
hasta el suelo, y, haciendo al pífaro y
tambores señal que tocasen, al mismo son y
al mismo paso que había entrado, se volvió a
salir del jardín, dejando a todos admirados de
su presencia y compostura. Y, volviéndose el
duque a don Quijote, le dijo:
—En fin, famoso caballero, no pueden las
tinieblas de malicia ni de la ignorancia
encubrir y escurecer la luz del valor y de la
virtud. Digo esto porque apenas ha seis días
que la vuestra bondad está en este castillo,
cuando ya os vienen a buscar de lueñas y
apartadas tierras, y no en carrozas ni en
dromedarios, sino a pie y en ayunas; los
tristes, los afligidos, confiados que han de
hallar en ese fortísimo brazo el remedio de
sus cuitas y trabajos, merced a vuestras
grandes hazañas, que corren y rodean todo lo
descubierto de la tierra.
—Quisiera yo, señor duque
—respondió don
Quijote
—, que estuviera aquí presente aquel
bendito religioso que a la mesa el otro día
mostró tener tan mal talante y tan mala
ojeriza contra los caballeros andantes, para
que viera por vista de ojos si los tales
caballeros son necesarios en el mundo:
tocara, por lo menos, con la mano que los
extraordinariamente afligidos y
desconsolados, en casos grandes y en
desdichas inormes no van a buscar su
remedio a las casas de los letrados, ni a la de
los sacristanes de las aldeas, ni al caballero
que nunca ha acertado a salir de los términos
de su lugar, ni al perezoso cortesano que
antes busca nuevas para referirlas y
contarlas, que procura hacer obras y hazañas
para que otros las cuenten y las escriban; el
remedio de las cuitas, el socorro de las
necesidades, el amparo de las doncellas, el
consuelo de las viudas, en ninguna suerte de
personas se halla mejor que en los caballeros
andantes, y de serlo yo doy infinitas gracias
al cielo, y doy por muy bien empleado
cualquier desmán y trabajo que en este tan
honroso ejercicio pueda sucederme. Venga
esta dueña y pida lo que quisiere, que yo le
libraré su remedio en la fuerza de mi brazo y
en la intrépida resolución de mi animoso
espíritu.
Capítulo XXXVII. Donde se
prosigue la famosa aventura
de la dueña Dolorida
En estremo se holgaron el duque y la
duquesa de ver cuán bien iba respondiendo a
su intención don Quijote, y a esta sazón dijo
Sancho:
—No querría yo que esta señora dueña
pusiese algún tropiezo a la promesa de mi
gobierno, porque yo he oído decir a un
boticario toledano que hablaba como un
silguero que donde interviniesen dueñas no
podía suceder cosa buena. ¡Válame Dios, y
qué mal estaba con ellas el tal boticario! De
lo que yo saco que, pues todas las dueñas
son enfadosas e impertinentes, de cualquiera
calidad y condición que sean, ¿qué serán las
que son doloridas, como han dicho que es
esta condesa Tres Faldas, o Tres Colas?; que
en mi tierra faldas y colas, colas y faldas,
todo es uno.
—Calla, Sancho amigo
—dijo don Quijote
—,
que, pues esta señora dueña de tan lueñes
tierras viene a buscarme, no debe ser de
aquellas que el boticario tenía en su número,
cuanto más que ésta es condesa, y cuando
las condesas sirven de dueñas, será sirviendo
a reinas y a emperatrices, que en sus casas
son señorísimas que se sirven de otras
dueñas.
A esto respondió doña Rodríguez, que se
halló presente:
—Dueñas tiene mi señora la duquesa en su
servicio, que pudieran ser condesas si la
fortuna quisiera, pero allá van leyes do
quieren reyes; y nadie diga mal de las
dueñas, y más de las antiguas y doncellas;
que, aunque yo no lo soy, bien se me alcanza
y se me trasluce la ventaja que hace una
dueña doncella a una dueña viuda; y quien a
nosotras trasquiló, las tijeras le quedaron en
la mano.
—Con todo eso
—replicó Sancho
—, hay
tanto que trasquilar en las dueñas, según mi
barbero, cuanto será mejor no menear el
arroz, aunque se pegue.
—Siempre los escuderos
—respondió doña
Rodríguez
— son enemigos nuestros; que,
como son duendes de las antesalas y nos
veen a cada paso, los ratos que no rezan,
que son muchos, los gastan en murmurar de
nosotras, desenterrándonos los huesos y
enterrándonos la fama. Pues mándoles yo a
los leños movibles, que, mal que les pese,
hemos de vivir en el mundo, y en las casas
principales, aunque muramos de hambre y
cubramos con un negro monjil nuestras
delicadas o no delicadas carnes, como quien
cubre o tapa un muladar con un tapiz en día
de procesión. A fe que si me fuera dado, y el
tiempo lo pidiera, que yo diera a entender, no
sólo a los presentes, sino a todo el mundo,
cómo no hay virtud que no se encierre en una
dueña.
—Yo creo
—dijo la duquesa
— que mi buena
doña Rodríguez tiene razón, y muy grande;
pero conviene que aguarde tiempo para
volver por sí y por las demás dueñas, para
confundir la mala opinión de aquel mal
boticario, y desarraigar la que tiene en su
pecho el gran Sancho Panza.
A lo que Sancho respondió:
—Después que tengo humos de gobernador
se me han quitado los váguidos de escudero,
y no se me da por cuantas dueñas hay un
cabrahígo.
Adelante pasaran con el coloquio dueñesco,
si no oyeran que el pífaro y los tambores
volvían a sonar, por donde entendieron que la
dueña Dolorida entraba. Preguntó la duquesa
al duque si sería bien ir a recebirla, pues era
condesa y persona principal.
—Por lo que tiene de condesa
—respondió
Sancho, antes que el duque respondiese
—,
bien estoy en que vuestras grandezas salgan
a recebirla; pero por lo de dueña, soy de
parecer que no se muevan un paso.
—¿Quién te mete a ti en esto, Sancho?
—
dijo don Quijote.
—¿Quién, señor?
—respondió Sancho
—. Yo
me meto, que puedo meterme, como
escudero que ha aprendido los términos de la
cortesía en la escuela de vuesa merced, que
es el más cortés y bien criado caballero que
hay en toda la cortesanía; y en estas cosas,
según he oído decir a vuesa merced, tanto se
pierde por carta de más como por carta de
menos; y al buen entendedor, pocas
palabras.
—Así es, como Sancho dice
—dijo el
duque
—: veremos el talle de la condesa, y
por él tantearemos la cortesía que se le debe.
En esto, entraron los tambores y el pífaro,
como la vez primera.
Y aquí, con este breve
Capítulo, dio fin el
autor, y comenzó el otro, siguiendo la mesma
aventura, que es una de las más notables de
la historia.
Capítulo XXXVIII. Donde se
cuenta la que dio de su mala
andanza la dueña Dolorida
Detrás de los tristes músicos comenzaron a
entrar por el jardín adelante hasta cantidad
de doce dueñas, repartidas en dos hileras,
todas vestidas de unos monjiles anchos, al
parecer, de anascote batanado, con unas
tocas blancas de delgado canequí, tan
luengas que sólo el ribete del monjil
descubrían. Tras ellas venía la condesa
Trifaldi, a quien traía de la mano el escudero
Trifaldín de la Blanca Barba, vestida de
finísima y negra bayeta por frisar, que, a
venir frisada, descubriera cada grano del
grandor de un garbanzo de los buenos de
Martos. La cola, o falda, o como llamarla
quisieren, era de tres puntas, las cuales se
sustentaban en las manos de tres pajes,
asimesmo vestidos de luto, haciendo una
vistosa y matemática figura con aquellos tres
ángulos acutos que las tres puntas formaban,
por lo cual cayeron todos los que la falda
puntiaguda miraron que por ella se debía
llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos
la condesa de las Tres Faldas; y así dice
Benengeli que fue verdad, y que de su propio
apellido se llama la condesa Lobuna, a causa
que se criaban en su condado muchos lobos,
y que si como eran lobos fueran zorras, la
llamaran la condesa Zorruna, por ser
costumbre en aquellas partes tomar los
señores la denominación de sus nombres de
la cosa o cosas en que más sus estados
abundan; empero esta condesa, por
favorecer la novedad de su falda, dejó el
Lobuna y tomó el Trifaldi.
Venían las doce dueñas y la señora a paso
de procesión, cubiertos los rostros con unos
velos negros y no trasparentes como el de
Trifaldín, sino tan apretados que ninguna
cosa se traslucían.
Así como acabó de parecer el dueñesco
escuadrón, el duque, la duquesa y don
Quijote se pusieron en pie, y todos aquellos
que la espaciosa procesión miraban. Pararon
las doce dueñas y hicieron calle, por medio
de la cual la Dolorida se adelantó, sin dejarla
de la mano Trifaldín, viendo lo cual el duque,
la duquesa y don Quijote, se adelantaron
obra de doce pasos a recebirla. Ella, puesta
las rodillas en el suelo, con voz antes basta y
ronca que sutil y dilicada, dijo:
—Vuestras grandezas sean servidas de no
hacer tanta cortesía a este su criado; digo, a
esta su criada, porque, según soy de
dolorida, no acertaré a responder a lo que
debo, a causa que mi estraña y jamás vista
desdicha me ha llevado el entendimiento no
sé adónde, y debe de ser muy lejos, pues
cuanto más le busco menos le hallo.
—Sin él estaría
—respondió el duque
—,
señora condesa, el que no descubriese por
vuestra persona vuestro valor, el cual, sin
más ver, es merecedor de toda la nata de la
cortesía y de toda la flor de las bien criadas
ceremonias.
Y, levantándola de la mano, la llevó a
asentar en una silla junto a la duquesa, la
cual la recibió asimismo con mucho
comedimiento.
Don Quijote callaba, y Sancho andaba
muerto por ver el rostro de la Trifaldi y de
alguna de sus muchas dueñas, pero no fue
posible hasta que ellas de su grado y
voluntad se descubrieron.
Sosegados todos y puestos en silencio,
estaban esperando quién le había de romper,
y fue la dueña Dolorida con estas palabras:
—Confiada estoy, señor poderosísimo,
hermosísima señora y discretísimos
circunstantes, que ha de hallar mi cuitísima
en vuestros valerosísimos pechos
acogimiento no menos plácido que generoso
y doloroso, porque ella es tal, que es
bastante a enternecer los mármoles, y a
ablandar los diamantes, y a molificar los
aceros de los más endurecidos corazones del
mundo; pero, antes que salga a la plaza de
vuestros oídos, por no decir orejas, quisiera
que me hicieran sabidora si está en este
gremio, corro y compañía el acendradísimo
caballero don Quijote de la Manchísima y su
escuderísimo Panza.
—El Panza
—antes que otro respondiese,
dijo Sancho
— aquí esta, y el don Quijotísimo
asimismo; y así, podréis, dolorosísima
dueñísima, decir lo que quisieridísimis, que
todos estamos prontos y aparejadísimos a ser
vuestros servidorísimos.
En esto se levantó don Quijote, y,
encaminando sus razones a la Dolorida
dueña, dijo:
—Si vuestras cuitas, angustiada señora, se
pueden prometer alguna esperanza de
remedio por algún valor o fuerzas de algún
andante caballero, aquí están las mías, que,
aunque flacas y breves, todas se emplearán
en vuestro servicio. Yo soy don Quijote de la
Mancha, cuyo asumpto es acudir a toda
suerte de menesterosos, y, siendo esto así,
como lo es, no habéis menester, señora,
captar benevolencias ni buscar preámbulos,
sino, a la llana y sin rodeos, decir vuestros
males, que oídos os escuchan que sabrán, si
no remediarlos, dolerse dellos.
Oyendo lo cual, la Dolorida dueña hizo señal
de querer arrojarse a los pies de don Quijote,
y aun se arrojó, y, pugnando por
abrazárselos, decía:
—Ante estos pies y piernas me arrojo, ¡oh
caballero invicto!, por ser los que son basas y
colunas de la andante caballería; estos pies
quiero besar, de cuyos pasos pende y cuelga
todo el remedio de mi desgracia, ¡oh valeroso
andante, cuyas verdaderas fazañas dejan
atrás y escurecen las fabulosas de los
Amadises, Esplandianes y Belianises!
Y, dejando a don Quijote, se volvió a
Sancho Panza, y, asiéndole de las manos, le
dijo:
—¡Oh tú, el más leal escudero que jamás
sirvió a caballero andante en los presentes ni
en los pasados siglos, más luengo en bondad
que la barba de Trifaldín, mi acompañador,
que está presente!, bien puedes preciarte que
en servir al gran don Quijote sirves en cifra a
toda la caterva de caballeros que han tratado
las armas en el mundo. Conjúrote, por lo que
debes a tu bondad fidelísima, me seas buen
intercesor con tu dueño, para que luego
favorezca a esta humilísima y desdichadísima
condesa.
A lo que respondió Sancho:
—De que sea mi bondad, señoría mía, tan
larga y grande como la barba de vuestro
escudero, a mí me hace muy poco al caso;
barbada y con bigotes tenga yo mi alma
cuando desta vida vaya, que es lo que
importa, que de las barbas de acá poco o
nada me curo; pero, sin esas socaliñas ni
plegarias, yo rogaré a mi amo, que sé que
me quiere bien, y más agora que me ha
menester para cierto negocio, que favorezca
y ayude a vuesa merced en todo lo que
pudiere. Vuesa merced desembaúle su cuita y
cuéntenosla, y deje hacer, que todos nos
entenderemos.
Reventaban de risa con estas cosas los
duques, como aquellos que habían tomado el
pulso a la tal aventura, y alababan entre sí la
agudeza y disimulación de la Trifaldi, la cual,
volviéndose a sentar, dijo:
—«Del famoso reino de Candaya, que cae
entre la gran Trapobana y el mar del Sur, dos
leguas más allá del cabo Comorín, fue señora
la reina doña Maguncia, viuda del rey
Archipiela, su señor y marido, de cuyo
matrimonio tuvieron y procrearon a la infanta
Antonomasia, heredera del reino, la cual
dicha infanta Antonomasia se crió y creció
debajo de mi tutela y doctrina, por ser yo la
más antigua y la más principal dueña de su
madre. Sucedió, pues, que, yendo días y
viniendo días, la niña Antonomasia llegó a
edad de catorce años, con tan gran perfeción
de hermosura, que no la pudo subir más de
punto la naturaleza. ¡Pues digamos agora que
la discreción era mocosa! Así era discreta
como bella, y era la más bella del mundo, y
lo es, si ya los hados invidiosos y las parcas
endurecidas no la han cortado la estambre de
la vida. Pero no habrán, que no han de
permitir los cielos que se haga tanto mal a la
tierra como sería llevarse en agraz el racimo
del más hermoso veduño del suelo. De esta
hermosura, y no como se debe encarecida de
mi torpe lengua, se enamoró un número
infinito de príncipes, así naturales como
estranjeros, entre los cuales osó levantar los
pensamientos al cielo de tanta belleza un
caballero particular que en la corte estaba,
confiado en su mocedad y en su bizarría, y en
sus muchas habilidades y gracias, y facilidad
y felicidad de ingenio; porque hago saber a
vuestras grandezas, si no lo tienen por enojo,
que tocaba una guitarra que la hacía hablar,
y más que era poeta y gran bailarín, y sabía
hacer una jaula de pájaros, que solamente a
hacerlas pudiera ganar la vida cuando se
viera en estrema necesidad, que todas estas
partes y gracias son bastantes a derribar una
montaña, no que una delicada doncella. Pero
toda su gentileza y buen donaire y todas sus
gracias y habilidades fueran poca o ninguna
parte para rendir la fortaleza de mi niña, si el
ladrón desuellacaras no usara del remedio de
rendirme a mí primero. Primero quiso el
malandrín y desalmado vagamundo
granjearme la voluntad y cohecharme el
gusto, para que yo, mal alcaide, le entregase
las llaves de la fortaleza que guardaba. En
resolución: él me aduló el entendimiento y
me rindió la voluntad con no sé qué dijes y
brincos que me dio, pero lo que más me hizo
postrar y dar conmigo por el suelo fueron
unas coplas que le oí cantar una noche desde
una reja que caía a una callejuela donde él
estaba, que, si mal no me acuerdo, decían:
De la dulce mi enemiga
nace un mal que al alma hiere,
y, por más tormento, quiere
que se sienta y no se diga.
Parecióme la trova de perlas, y su voz de
almíbar, y después acá, digo, desde
entonces, viendo el mal en que caí por estos
y otros semejantes versos, he considerado
que de las buenas y concertadas repúblicas
se habían de desterrar los poetas, como
aconsejaba Platón, a lo menos, los lascivos,
porque escriben unas coplas, no como las del
marqués de Mantua, que entretienen y hacen
llorar los niños y a las mujeres, sino unas
agudezas que, a modo de blandas espinas, os
atraviesan el alma, y como rayos os hieren
en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez
cantó:
Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el placer del morir
no me torne a dar la vida.
Y deste jaez otras coplitas y estrambotes,
que cantados encantan y escritos suspenden.
Pues, ¿qué cuando se humillan a componer
un género de verso que en Candaya se usaba
entonces, a quien ellos llamaban seguidillas?
Allí era el brincar de las almas, el retozar de
la risa, el desasosiego de los cuerpos y,
finalmente, el azogue de todos los sentidos. Y
así, digo, señores míos, que los tales
trovadores con justo título los debían
desterrar a las islas de los Lagartos. Pero no
tienen ellos la culpa, sino los simples que los
alaban y las bobas que los creen; y si yo
fuera la buena dueña que debía, no me
habían de mover sus trasnochados
conceptos, ni había de creer ser verdad aquel
decir: "Vivo muriendo, ardo en el yelo,
tiemblo en el fuego, espero sin esperanza,
pártome y quédome", con otros imposibles
desta ralea, de que están sus escritos llenos.
Pues, ¿qué cuando prometen el fénix de
Arabia, la corona de Aridiana, los caballos del
Sol, del Sur las perlas, de Tíbar el oro y de
Pancaya el bálsamo? Aquí es donde ellos
alargan más la pluma, como les cuesta poco
prometer lo que jamás piensan ni pueden
cumplir. Pero, ¿dónde me divierto? ¡Ay de mí,
desdichada! ¿Qué locura o qué desatino me
lleva a contar las ajenas faltas, teniendo
tanto que decir de las mías? ¡Ay de mí, otra
vez, sin ventura!, que no me rindieron los
versos, sino mi simplicidad; no me
ablandaron las músicas, sino mi liviandad: mi
mucha ignorancia y mi poco advertimiento
abrieron el camino y desembarazaron la
senda a los pasos de don Clavijo, que éste es
el nombre del referido caballero; y así, siendo
yo la medianera, él se halló una y muy
muchas veces en la estancia de la por mí, y
no por él, engañada Antonomasia, debajo del
título de verdadero esposo; que, aunque
pecadora, no consintiera que sin ser su
marido la llegara a la vira de la suela de sus
zapatillas. ¡No, no, eso no: el matrimonio ha
de ir adelante en cualquier negocio destos
que por mí se tratare! Solamente hubo un
daño en este negocio, que fue el de la
desigualdad, por ser don Clavijo un caballero
particular, y la infanta Antonomasia heredera,
como ya he dicho, del reino. Algunos días
estuvo encubierta y solapada en la sagacidad
de mi recato esta maraña, hasta que me
pareció que la iba descubriendo a más andar
no sé qué hinchazón del vientre de
Antonomasia, cuyo temor nos hizo entrar en
bureo a los tres, y salió dél que, antes que se
saliese a luz el mal recado, don Clavijo
pidiese ante el vicario por su mujer a
Antonomasia, en fe de una cédula que de ser
su esposa la infanta le había hecho, notada
por mi ingenio, con tanta fuerza, que las de
Sansón no pudieran romperla. Hiciéronse las
diligencias, vio el vicario la cédula, tomó el tal
vicario la confesión a la señora, confesó de
plano, mandóla depositar en casa de un
alguacil de corte muy honrado...»
A esta sazón, dijo Sancho:
—También en Candaya hay alguaciles de
corte, poetas y seguidillas, por lo que puedo
jurar que imagino que todo el mundo es uno.
Pero dése vuesa merced priesa, señora
Trifaldi, que es tarde y ya me muero por
saber el fin desta tan larga historia.
—Sí haré
—respondió la condesa.
Capítulo XXXIX. Donde la
Trifaldi prosigue su
estupenda y memorable
historia
De cualquiera palabra que Sancho decía, la
duquesa gustaba tanto como se desesperaba
don Quijote; y, mandándole que callase, la
Dolorida prosiguió diciendo:
—«En fin, al cabo de muchas demandas y
respuestas, como la infanta se estaba
siempre en sus trece, sin salir ni variar de la
primera declaración, el vicario sentenció en
favor de don Clavijo, y se la entregó por su
legítima esposa, de lo que recibió tanto enojo
la reina doña Maguncia, madre de la infanta
Antonomasia, que dentro de tres días la
enterramos.»
—Debió de morir, sin duda
—dijo Sancho.
—¡Claro está!
—respondió Trifaldín
—, que
en Candaya no se entierran las personas
vivas, sino las muertas.
—Ya se ha visto, señor escudero
—replicó
Sancho
—, enterrar un desmayado creyendo
ser muerto, y parecíame a mí que estaba la
reina Maguncia obligada a desmayarse antes
que a morirse; que con la vida muchas cosas
se remedian, y no fue tan grande el disparate
de la infanta que obligase a sentirle tanto.
Cuando se hubiera casado esa señora con
algún paje suyo, o con otro criado de su casa,
como han hecho otras muchas, según he oído
decir, fuera el daño sin remedio; pero el
haberse casado con un caballero tan
gentilhombre y tan entendido como aquí nos
le han pintado, en verdad en verdad que,
aunque fue necedad, no fue tan grande como
se piensa; porque, según las reglas de mi
señor, que está presente y no me dejará
mentir, así como se hacen de los hombres
letrados los obispos, se pueden hacer de los
caballeros, y más si son andantes, los reyes y
los emperadores.
—Razón tienes, Sancho
—dijo don Quijote
—
, porque un caballero andante, como tenga
dos dedos de ventura, está en potencia
propincua de ser el mayor señor del mundo.
Pero, pase adelante la señora Dolorida, que a
mí se me trasluce que le falta por contar lo
amargo desta hasta aquí dulce historia.
—Y ¡cómo si queda lo amargo!
—respondió
la condesa
—, y tan amargo que en su
comparación son dulces las tueras y sabrosas
las adelfas. «Muerta, pues, la reina, y no
desmayada, la enterramos; y, apenas la
cubrimos con la tierra y apenas le dimos el
último vale, cuando,
quis talia fando temperet a lachrymis?,
puesto sobre un caballo de madera, pareció
encima de la sepultura de la reina el gigante
Malambruno, primo cormano de Maguncia,
que junto con ser cruel era encantador, el
cual con sus artes, en venganza de la muerte
de su cormana, y por castigo del atrevimiento
de don Clavijo, y por despecho de la demasía
de Antonomasia, los dejó encantados sobre la
mesma sepultura: a ella, convertida en una
jimia de bronce, y a él, en un espantoso
cocodrilo de un metal no conocido, y entre los
dos está un padrón, asimismo de metal, y en
él escritas en lengua siríaca unas letras que,
habiéndose declarado en la candayesca, y
ahora en la castellana, encierran esta
sentencia: "No cobrarán su primera forma
estos dos atrevidos amantes hasta que el
valeroso manchego venga conmigo a las
manos en singular batalla, que para solo su
gran valor guardan los hados esta nunca
vista aventura". Hecho esto, sacó de la vaina
un ancho y desmesurado alfanje, y,
asiéndome a mí por los cabellos, hizo finta de
querer segarme la gola y cortarme cercen la
cabeza. Turbéme, pegóseme la voz a la
garganta, quedé mohína en todo estremo,
pero, con todo, me esforcé lo más que pude,
y, con voz tembladora y doliente, le dije
tantas y tales cosas, que le hicieron
suspender la ejecución de tan riguroso
castigo. Finalmente, hizo traer ante sí todas
las dueñas de palacio, que fueron estas que
están presentes, y, después de haber
exagerado nuestra culpa y vituperado las
condiciones de las dueñas, sus malas mañas
y peores trazas, y cargando a todas la culpa
que yo sola tenía, dijo que no quería con
pena capital castigarnos, sino con otras penas
dilatadas, que nos diesen una muerte civil y
continua; y, en aquel mismo momento y
punto que acabó de decir esto, sentimos
todas que se nos abrían los poros de la cara,
y que por toda ella nos punzaban como con
puntas de agujas. Acudimos luego con las
manos a los rostros, y hallámonos de la
manera que ahora veréis.»
Y luego la Dolorida y las demás dueñas
alzaron los antifaces con que cubiertas
venían, y descubrieron los rostros, todos
poblados de barbas, cuáles rubias, cuáles
negras, cuáles blancas y cuáles albarrazadas,
de cuya vista mostraron quedar admirados el
duque y la duquesa, pasmados don Quijote y
Sancho, y atónitos todos los presentes.
Y la Trifaldi prosiguió:
—«Desta manera nos castigó aquel follón y
malintencionado de Malambruno, cubriendo la
blandura y morbidez de nuestros rostros con
la aspereza destas cerdas, que pluguiera al
cielo que antes con su desmesurado alfanje
nos hubiera derribado las testas, que no que
nos asombrara la luz de nuestras caras con
esta borra que nos cubre; porque si entramos
en cuenta, señores míos (y esto que voy a
decir agora lo quisiera decir hechos mis ojos
fuentes, pero la consideración de nuestra
desgracia, y los mares que hasta aquí han
llovido, los tienen sin humor y secos como
aristas, y así, lo diré sin lágrimas), digo,
pues, que ¿adónde podrá ir una dueña con
barbas? ¿Qué padre o qué madre se dolerá
della? ¿Quién la dará ayuda? Pues, aun
cuando tiene la tez lisa y el rostro martirizado
con mil suertes de menjurjes y mudas,
apenas halla quien bien la quiera, ¿qué hará
cuando descubra hecho un bosque su rostro?
¡Oh dueñas y compañeras mías, en
desdichado punto nacimos, en hora
menguada nuestros padres nos
engendraron!»
Y, diciendo esto, dio muestras de
desmayarse.
Capítulo XL. De cosas que
atañen y tocan a esta
aventura y a esta
memorable historia
Real y verdaderamente, todos los que
gustan de semejantes historias como ésta
deben de mostrarse agradecidos a Cide
Hamete, su autor primero, por la curiosidad
que tuvo en contarnos las semínimas della,
sin dejar cosa, por menuda que fuese, que no
la sacase a luz distintamente: pinta los
pensamientos, descubre las imaginaciones,
responde a las tácitas, aclara las dudas,
resuelve los argumentos; finalmente, los
átomos del más curioso deseo manifiesta.
¡Oh autor celebérrimo! ¡Oh don Quijote
dichoso! ¡Oh Dulcinea famosa! ¡Oh Sancho
Panza gracioso! Todos juntos y cada uno de
por sí viváis siglos infinitos, para gusto y
general pasatiempo de los vivientes.
Dice, pues, la historia que, así como Sancho
vio desmayada a la Dolorida, dijo:
—Por la fe de hombre de bien, juro, y por el
siglo de todos mis pasados los Panzas, que
jamás he oído ni visto, ni mi amo me ha
contado, ni en su pensamiento ha cabido,
semejante aventura como ésta. Válgate mil
satanases, por no maldecirte por encantador
y gigante, Malambruno; y ¿no hallaste otro
género de castigo que dar a estas pecadoras
sino el de barbarlas? ¿Cómo y no fuera
mejor, y a ellas les estuviera más a cuento,
quitarles la mitad de las narices de medio
arriba, aunque hablaran gangoso, que no
ponerles barbas? Apostaré yo que no tienen
hacienda para pagar a quien las rape.
—Así es la verdad, señor
—respondió una
de las doce
—, que no tenemos hacienda para
mondarnos; y así, hemos tomado algunas de
nosotras por remedio ahorrativo de usar de
unos pegotes o parches pegajosos, y
aplicándolos a los rostros, y tirando de golpe,
quedamos rasas y lisas como fondo de
mortero de piedra; que, puesto que hay en
Candaya mujeres que andan de casa en casa
a quitar el vello y a pulir las cejas y hacer
otros menjurjes tocantes a mujeres, nosotras
las dueñas de mi señora por jamás quisimos
admitirlas, porque las más oliscan a terceras,
habiendo dejado de ser primas; y si por el
señor don Quijote no somos remediadas, con
barbas nos llevarán a la sepultura.
—Yo me pelaría las mías
—dijo don
Quijote
— en tierra de moros, si no remediase
las vuestras.
A este punto, volvió de su desmayo la
Trifaldi y dijo:
—El retintín desa promesa, valeroso
caballero, en medio de mi desmayo llegó a
mis oídos, y ha sido parte para que yo dél
vuelva y cobre todos mis sentidos; y así, de
nuevo os suplico, andante ínclito y señor
indomable,
—Por mí no quedará
—respondió don
Quijote
—: ved, señora, qué es lo que tengo
de hacer, que el ánimo está muy pronto para
serviros.
—Es el caso
—respondió la Dolorida
—que
desde aquí al reino de Candaya, si se va por
tierra, hay cinco mil leguas, dos más a
menos; pero si se va por el aire y por la línea
recta, hay tres mil y docientas y veinte y
siete. Es también de saber que Malambruno
me dijo que cuando la suerte me deparase al
caballero nuestro libertador, que él le enviaría
una cabalgadura harto mejor y con menos
malicias que las que son de retorno, porque
ha de ser aquel mesmo caballo de madera
sobre quien llevó el valeroso Pierres robada a
la linda Magalona, el cual caballo se rige por
una clavija que tiene en la frente, que le sirve
de freno, y vuela por el aire con tanta
ligereza que parece que los mesmos diablos
le llevan. Este tal caballo, según es tradición
antigua, fue compuesto por aquel sabio
Merlín; prestósele a Pierres, que era su
amigo, con el cual hizo grandes viajes, y
robó, como se ha dicho, a la linda Magalona,
llevándola a las ancas por el aire, dejando
embobados a cuantos desde la tierra los
miraban; y no le prestaba sino a quien él
quería, o mejor se lo pagaba; y desde el gran
Pierres hasta ahora no sabemos que haya
subido alguno en él. De allí le ha sacado
Malambruno con sus artes, y le tiene en su
poder, y se sirve dél en sus viajes, que los
hace por momentos, por diversas partes del
mundo, y hoy está aquí y mañana en Francia
y otro día en Potosí; y es lo bueno que el tal
caballo ni come, ni duerme ni gasta
herraduras, y lleva un portante por los aires,
sin tener alas, que el que lleva encima puede
llevar una taza llena de agua en la mano sin
que se le derrame gota, según camina llano y
reposado; por lo cual la linda Magalona se
holgaba mucho de andar caballera en él.
A esto dijo Sancho:
—Para andar reposado y llano, mi rucio,
puesto que no anda por los aires; pero por la
tierra, yo le cutiré con cuantos portantes hay
en el mundo.
Riéronse todos, y la Dolorida prosiguió:
—Y este tal caballo, si es que Malambruno
quiere dar fin a nuestra desgracia, antes que
sea media hora entrada la noche, estará en
nuestra presencia, porque él me significó que
la señal que me daría por donde yo
entendiese que había hallado el caballero que
buscaba, sería enviarme el caballo, donde
fuese con comodidad y presteza.
—Y ¿cuántos caben en ese caballo?
—
preguntó Sancho.
La Dolorida respondió:
—Dos personas: la una en la silla y la otra
en las ancas; y, por la mayor parte, estas
tales dos personas son caballero y escudero,
cuando falta alguna robada doncella.
—Querría yo saber, señora Dolorida
—dijo
Sancho
—, qué nombre tiene ese caballo.
—El nombre
—respondió la Dolorida
— no es
como el caballo de Belorofonte, que se
llamaba Pegaso, ni como el del Magno
Alejandro, llamado Bucéfalo, ni como el del
furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro,
ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de
Montalbán, ni Frontino, como el de Rugero, ni
Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman
los del Sol, ni tampoco se llama Orelia, como
el caballo en que el desdichado Rodrigo,
último rey de los godos, entró en la batalla
donde perdió la vida y el reino.
—Yo apostaré
—dijo Sancho
— que, pues no
le han dado ninguno desos famosos nombres
de caballos tan conocidos, que tampoco le
habrán dado el de mi amo, Rocinante, que en
ser propio excede a todos los que se han
nombrado.
—Así es
—respondió la barbada condesa
—,
pero todavía le cuadra mucho, porque se
llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre
conviene con el ser de leño, y con la clavija
que trae en la frente, y con la ligereza con
que camina; y así, en cuanto al nombre, bien
puede competir con el famoso Rocinante.
—No me descontenta el nombre
—replicó
Sancho
—, pero ¿con qué freno o con qué
jáquima se gobierna?
—Ya he dicho
—respondió la Trifaldi
— que
con la clavija, que, volviéndola a una parte o
a otra, el caballero que va encima le hace
caminar como quiere, o ya por los aires, o ya
rastreando y casi barriendo la tierra, o por el
medio, que es el que se busca y se ha de
tener en todas las acciones bien ordenadas.
—Ya lo querría ver
—respondió Sancho
—,
pero pensar que tengo de subir en él, ni en la
silla ni en las ancas, es pedir peras al olmo.
¡Bueno es que apenas puedo tenerme en mi
rucio, y sobre un albarda más blanda que la
mesma seda, y querrían ahora que me
tuviese en unas ancas de tabla, sin cojín ni
almohada alguna! Pardiez, yo no me pienso
moler por quitar las barbas a nadie: cada cual
se rape como más le viniere a cuento, que yo
no pienso acompañar a mi señor en tan largo
viaje. Cuanto más, que yo no debo de hacer
al caso para el rapamiento destas barbas
como lo soy para el desencanto de mi señora
Dulcinea.
—Sí sois, amigo
—respondió la Trifaldi
—, y
tanto, que, sin vuestra presencia, entiendo
que no haremos nada.
—¡Aquí del rey!
—dijo Sancho
—: ¿qué
tienen que ver los escuderos con las
aventuras de sus señores? ¿Hanse de llevar
ellos la fama de las que acaban, y hemos de
llevar nosotros el trabajo? ¡Cuerpo de mí!
Aun si dijesen los historiadores: "El tal
caballero acabó la tal y tal aventura, pero con
ayuda de fulano, su escudero, sin el cual
fuera imposible el acabarla". Pero, ¡que
escriban a secas: "Don Paralipomenón de las
Tres Estrellas acabó la aventura de los seis
vestiglos", sin nombrar la persona de su
escudero, que se halló presente a todo, como
si no fuera en el mundo! Ahora, señores,
vuelvo a decir que mi señor se puede ir solo,
y buen provecho le haga, que yo me quedaré
aquí, en compañía de la duquesa mi señora,
y podría ser que cuando volviese hallase
mejorada la causa de la señora Dulcinea en
tercio y quinto; porque pienso, en los ratos
ociosos y desocupados, darme una tanda de
azotes que no me la cubra pelo.
—Con todo eso, le habéis de acompañar si
fuere necesario, buen Sancho, porque os lo
rogarán buenos; que no han de quedar por
vuestro inútil temor tan poblados los rostros
destas señoras; que, cierto, sería mal caso.
—¡Aquí del rey otra vez!
—replicó Sancho
—.
Cuando esta caridad se hiciera por algunas
doncellas recogidas, o por algunas niñas de la
doctrina, pudiera el hombre aventurarse a
cualquier trabajo, pero que lo sufra por quitar
las barbas a dueñas, ¡mal año! Mas que las
viese yo a todas con barbas, desde la mayor
hasta la menor, y de la más melindrosa hasta
la más repulgada.
—Mal estáis con las dueñas, Sancho amigo
—dijo la duquesa
—: mucho os vais tras la
opinión del boticario toledano. Pues a fe que
no tenéis razón; que dueñas hay en mi casa
que pueden ser ejemplo de dueñas, que aquí
está mi doña Rodríguez, que no me dejará
decir otra cosa.
—Mas que la diga vuestra excelencia
—dijo
Rodríguez
—, que Dios sabe la verdad de
todo, y buenas o malas, barbadas o lampiñas
que seamos las dueñas, también nos parió
nuestra madre como a las otras mujeres; y,
pues Dios nos echó en el mundo, Él sabe para
qué, y a su misericordia me atengo, y no a
las barbas de nadie.
—Ahora bien, señora Rodríguez
—dijo don
Quijote
—, y señora Trifaldi y compañía, yo
espero en el cielo que mirará con buenos ojos
vuestras cuitas, que Sancho hará lo que yo le
mandare, ya viniese Clavileño y ya me viese
con Malambruno; que yo sé que no habría
navaja que con más facilidad rapase a
vuestras mercedes como mi espada raparía
de los hombros la cabeza de Malambruno;
que Dios sufre a los malos, pero no para
siempre.
—¡Ay!
—dijo a esta sazón la Dolorida
—, con
benignos ojos miren a vuestra grandeza,
valeroso caballero, todas las estrellas de las
regiones celestes, e infundan en vuestro
ánimo toda prosperidad y valentía para ser
escudo y amparo del vituperoso y abatido
género dueñesco, abominado de boticarios,
murmurado de escuderos y socaliñado de
pajes; que mal haya la bellaca que en la flor
de su edad no se metió primero a ser monja
que a dueña. ¡Desdichadas de nosotras las
dueñas, que, aunque vengamos por línea
recta, de varón en varón, del mismo Héctor el
troyano, no dejaran de echaros un vos
nuestras señoras, si pensasen por ello ser
reinas! ¡Oh gigante Malambruno, que, aunque
eres encantador, eres certísimo en tus
promesas!, envíanos ya al sin par Clavileño,
para que nuestra desdicha se acabe, que si
entra el calor y estas nuestras barbas duran,
¡guay de nuestra ventura!
Dijo esto con tanto sentimiento la Trifaldi,
que sacó las lágrimas de los ojos de todos los
circunstantes, y aun arrasó los de Sancho, y
propuso en su corazón de acompañar a su
señor hasta las últimas partes del mundo, si
es que en ello consistiese quitar la lana de
aquellos venerables rostros.
Capítulo XLI. De la venida
de Clavileño, con el fin desta
dilatada aventura
Llegó en esto la noche, y con ella el punto
determinado en que el famoso caballo
Clavileño viniese, cuya tardanza fatigaba ya a
don Quijote, pareciéndole que, pues
Malambruno se detenía en enviarle, o que él
no era el caballero para quien estaba
guardada aquella aventura, o que
Malambruno no osaba venir con él a singular
batalla. Pero veis aquí cuando a deshora
entraron por el jardín cuatro salvajes,
vestidos todos de verde yedra, que sobre sus
hombros traían un gran caballo de madera.
Pusiéronle de pies en el suelo, y uno de los
salvajes dijo:
—Suba sobre esta máquina el que tuviere
ánimo para ello.
—Aquí
—dijo Sancho
— yo no subo, porque
ni tengo ánimo ni soy caballero.
Y el salvaje prosiguió diciendo:
—Y ocupe las ancas el escudero, si es que
lo tiene, y fíese del valeroso Malambruno, que
si no fuere de su espada, de ninguna otra, ni
de otra malicia, será ofendido; y no hay más
que torcer esta clavija que sobre el cuello
trae puesta, que él los llevará por los aires
adonde los atiende Malambruno; pero,
porque la alteza y sublimidad del camino no
les cause váguidos, se han de cubrir los ojos
hasta que el caballo relinche, que será señal
de haber dado fin a su viaje.
Esto dicho, dejando a Clavileño, con gentil
continente se volvieron por donde habían
venido. La Dolorida, así como vio al caballo,
casi con lágrimas dijo a don Quijote:
—Valeroso caballero, las promesas de
Malambruno han sido ciertas: el caballo está
en casa, nuestras barbas crecen, y cada una
de nosotras y con cada pelo dellas te
suplicamos nos rapes y tundas, pues no está
en más sino en que subas en él con tu
escudero y des felice principio a vuestro
nuevo viaje.
—Eso haré yo, señora condesa Trifaldi, de
muy buen grado y de mejor talante, sin
ponerme a tomar cojín, ni calzarme espuelas,
por no detenerme: tanta es la gana que
tengo de veros a vos, señora, y a todas estas
dueñas rasas y mondas.
—Eso no haré yo
—dijo Sancho
—, ni de
malo ni de buen talante, en ninguna manera;
y si es que este rapamiento no se puede
hacer sin que yo suba a las ancas, bien puede
buscar mi señor otro escudero que le
acompañe, y estas señoras otro modo de
alisarse los rostros; que yo no soy brujo, para
gustar de andar por los aires. Y ¿qué dirán
mis insulanos cuando sepan que su
gobernador se anda paseando por los
vientos? Y otra cosa más: que habiendo tres
mil y tantas leguas de aquí a Candaya, si el
caballo se cansa o el gigante se enoja,
tardaremos en dar la vuelta media docena de
años, y ya ni habrá ínsula ni ínsulos en el
mundo que me conozan; y, pues se dice
comúnmente que en la tardanza va el peligro,
y que cuando te dieren la vaquilla acudas con
la soguilla, perdónenme las barbas destas
señoras, que bien se está San Pedro en
Roma; quiero decir que bien me estoy en
esta casa, donde tanta merced se me hace y
de cuyo dueño tan gran bien espero como es
verme gobernador.
A lo que el duque dijo:
—Sancho amigo, la ínsula que yo os he
prometido no es movible ni fugitiva: raíces
tiene tan hondas, echadas en los abismos de
la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de
donde está a tres tirones; y, pues vos sabéis
que sé yo que no hay ninguno género de
oficio destos de mayor cantía que no se
granjee con alguna suerte de cohecho, cuál
más, cuál menos, el que yo quiero llevar por
este gobierno es que vais con vuestro señor
don Quijote a dar cima y cabo a esta
memorable aventura; que ahora volváis
sobre Clavileño con la brevedad que su
ligereza promete, ora la contraria fortuna os
traiga y vuelva a pie, hecho romero, de
mesón en mesón y de venta en venta,
siempre que volviéredes hallaréis vuestra
ínsula donde la dejáis, y a vuestros insulanos
con el mesmo deseo de recebiros por su
gobernador que siempre han tenido, y mi
voluntad será la mesma; y no pongáis duda
en esta verdad, señor Sancho, que sería
hacer notorio agravio al deseo que de
serviros tengo.
—No más, señor
—dijo Sancho
—: yo soy un
pobre escudero y no puedo llevar a cuestas
tantas cortesías; suba mi amo, tápenme
estos ojos y encomiéndenme a Dios, y
avísenme si cuando vamos por esas
altanerías podré encomendarme a Nuestro
Señor o invocar los ángeles que me
favorezcan.
A lo que respondió Trifaldi:
—Sancho, bien podéis encomendaros a Dios
o a quien quisiéredes, que Malambruno,
aunque es encantador, es cristiano, y hace
sus encantamentos con mucha sagacidad y
con mucho tiento, sin meterse con nadie.
—¡Ea, pues
—dijo Sancho
—, Dios me ayude
y la Santísima Trinidad de Gaeta!
—Desde la memorable aventura de los
batanes
—dijo don Quijote
—, nunca he visto
a Sancho con tanto temor como ahora, y si
yo fuera tan agorero como otros, su
pusilanimidad me hiciera algunas cosquillas
en el ánimo. Pero llegaos aquí, Sancho, que
con licencia destos señores os quiero hablar
aparte dos palabras.
Y, apartando a Sancho entre unos árboles
del jardín y asiéndole ambas las manos, le
dijo:
—Ya vees, Sancho hermano, el largo viaje
que nos espera, y que sabe Dios cuándo
volveremos dél, ni la comodidad y espacio
que nos darán los negocios; así, querría que
ahora te retirases en tu aposento, como que
vas a buscar alguna cosa necesaria para el
camino, y, en un daca las pajas, te dieses, a
buena cuenta de los tres mil y trecientos
azotes a que estás obligado, siquiera
quinientos, que dados te los tendrás, que el
comenzar las cosas es tenerlas medio
acabadas.
—¡Par Dios
—dijo Sancho
—, que vuestra
merced debe de ser menguado! Esto es como
aquello que dicen: "¡en priesa me vees y
doncellez me demandas!" ¿Ahora que tengo
de ir sentado en una tabla rasa, quiere
vuestra merced que me lastime las posas? En
verdad en verdad que no tiene vuestra
merced razón. Vamos ahora a rapar estas
dueñas, que a la vuelta yo le prometo a
vuestra merced, como quien soy, de darme
tanta priesa a salir de mi obligación, que
vuestra merced se contente, y no le digo
más.
Y don Quijote respondió:
—Pues con esa promesa, buen Sancho, voy
consolado, y creo que la cumplirás, porque,
en efecto, aunque tonto, eres hombre
verídico.
—No soy verde, sino moreno
—dijo
Sancho
—, pero aunque fuera de mezcla,
cumpliera mi palabra.
Y con esto se volvieron a subir en Clavileño,
y al subir dijo don Quijote:
—Tapaos, Sancho, y subid, Sancho, que
quien de tan lueñes tierras envía por nosotros
no será para engañarnos, por la poca gloria
que le puede redundar de engañar a quien
dél se fía; y, puesto que todo sucediese al
revés de lo que imagino, la gloria de haber
emprendido esta hazaña no la podrá
escurecer malicia alguna.
—Vamos, señor
—dijo Sancho
—, que las
barbas y lágrimas destas señoras las tengo
clavadas en el corazón, y no comeré bocado
que bien me sepa hasta verlas en su primera
lisura. Suba vuesa merced y tápese primero,
que si yo tengo de ir a las ancas, claro está
que primero sube el de la silla.
—Así es la verdad
—replicó don Quijote.
Y, sacando un pañuelo de la faldriquera,
pidió a la Dolorida que le cubriese muy bien
los ojos, y, habiéndoselos cubierto, se volvió
a descubrir y dijo:
—Si mal no me acuerdo, yo he leído en
Virgilio aquello del Paladión de Troya, que fue
un caballo de madera que los griegos
presentaron a la diosa Palas, el cual iba
preñado de caballeros armados, que después
fueron la total ruina de Troya; y así, será bien
ver primero lo que Clavileño trae en su
estómago.
—No hay para qué
—dijo la Dolorida
—, que
yo le fío y sé que Malambruno no tiene nada
de malicioso ni de traidor; vuesa merced,
señor don Quijote, suba sin pavor alguno, y a
mi daño si alguno le sucediere.
Parecióle a don Quijote que cualquiera cosa
que replicase acerca de su seguridad sería
poner en detrimento su valentía; y así, sin
más altercar, subió sobre Clavileño y le tentó
la clavija, que fácilmente se rodeaba; y,
como no tenía estribos y le colgaban las
piernas, no parecía sino figura de tapiz
flamenco pintada o tejida en algún romano
triunfo. De mal talante y poco a poco llegó a
subir Sancho, y, acomodándose lo mejor que
pudo en las ancas, las halló algo duras y no
nada blandas, y pidió al duque que, si fuese
posible, le acomodasen de algún cojín o de
alguna almohada, aunque fuese del estrado
de su señora la duquesa, o del lecho de algún
paje, porque las ancas de aquel caballo más
parecían de mármol que de leño.
A esto dijo la Trifaldi que ningún jaez ni
ningún género de adorno sufría sobre sí
Clavileño; que lo que podía hacer era ponerse
a mujeriegas, y que así no sentiría tanto la
dureza. Hízolo así Sancho, y, diciendo ''a
Dios'', se dejó vendar los ojos, y, ya después
de vendados, se volvió a descubrir, y,
mirando a todos los del jardín tiernamente y
con lágrimas, dijo que le ayudasen en aquel
trance con sendos paternostres y sendas
avemarías, porque Dios deparase quien por
ellos los dijese cuando en semejantes trances
se viesen. A lo que dijo don Quijote:
—Ladrón, ¿estás puesto en la horca por
ventura, o en el último término de la vida,
para usar de semejantes plegarias? ¿No
estás, desalmada y cobarde criatura, en el
mismo lugar que ocupó la linda Magalona, del
cual decendió, no a la sepultura, sino a ser
reina de Francia, si no mienten las historias?
Y yo, que voy a tu lado, ¿no puedo ponerme
al del valeroso Pierres, que oprimió este
mismo lugar que yo ahora oprimo? Cúbrete,
cúbrete, animal descorazonado, y no te salga
a la boca el temor que tienes, a lo menos en
presencia mía.
—Tápenme
—respondió Sancho
—; y, pues
no quieren que me encomiende a Dios ni que
sea encomendado, ¿qué mucho que tema no
ande por aquí alguna región de diablos que
den con nosotros en Peralvillo?
Cubriéronse, y, sintiendo don Quijote que
estaba como había de estar, tentó la clavija,
y, apenas hubo puesto los dedos en ella,
cuando todas las dueñas y cuantos estaban
presentes levantaron las voces, diciendo:
—¡Dios te guíe, valeroso caballero!
—¡Dios sea contigo, escudero intrépido!
—¡Ya, ya vais por esos aires, rompiéndolos
con más velocidad que una saeta!
—¡Ya comenzáis a suspender y admirar a
cuantos desde la tierra os están mirando!
—¡Tente, valeroso Sancho, que te
bamboleas! ¡Mira no cayas, que será peor tu
caída que la del atrevido mozo que quiso
regir el carro del Sol, su padre!
Oyó Sancho las voces, y, apretándose con
su amo y ciñiéndole con los brazos, le dijo:
—Señor, ¿cómo dicen éstos que vamos tan
altos, si alcanzan acá sus voces, y no parecen
sino que están aquí hablando junto a
nosotros?
—No repares en eso, Sancho, que, como
estas cosas y estas volaterías van fuera de
los cursos ordinarios, de mil leguas verás y
oirás lo que quisieres. Y no me aprietes tanto,
que me derribas; y en verdad que no sé de
qué te turbas ni te espantas, que osaré jurar
que en todos los días de mi vida he subido en
cabalgadura de paso más llano: no parece
sino que no nos movemos de un lugar.
Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la
cosa va como ha de ir y el viento llevamos en
popa.
—Así es la verdad
—respondió Sancho
—,
que por este lado me da un viento tan recio,
que parece que con mil fuelles me están
soplando.
Y así era ello, que unos grandes fuelles le
estaban haciendo aire: tan bien trazada
estaba la tal aventura por el duque y la
duquesa y su mayordomo, que no le faltó
requisito que la dejase de hacer perfecta.
Sintiéndose, pues, soplar don Quijote, dijo:
—Sin duda alguna, Sancho, que ya
debemos de llegar a la segunda región del
aire, adonde se engendra el granizo, las
nieves; los truenos, los relámpagos y los
rayos se engendran en la tercera región, y si
es que desta manera vamos subiendo, presto
daremos en la región del fuego, y no sé yo
cómo templar esta clavija para que no
subamos donde nos abrasemos.
En esto, con unas estopas ligeras de
encenderse y apagarse, desde lejos,
pendientes de una caña, les calentaban los
rostros. Sancho, que sintió el calor, dijo:
—Que me maten si no estamos ya en el
lugar del fuego, o bien cerca, porque una
gran parte de mi barba se me ha
chamuscado, y estoy, señor, por descubrirme
y ver en qué parte estamos.
—No hagas tal
—respondió don Quijote
—, y
acuérdate del verdadero cuento del licenciado
Torralba, a quien llevaron los diablos en
volandas por el aire, caballero en una caña,
cerrados los ojos, y en doce horas llegó a
Roma, y se apeó en Torre de Nona, que es
una calle de la ciudad, y vio todo el fracaso y
asalto y muerte de Borbón, y por la mañana
ya estaba de vuelta en Madrid, donde dio
cuenta de todo lo que había visto; el cual
asimismo dijo que cuando iba por el aire le
mandó el diablo que abriese los ojos, y los
abrió, y se vio tan cerca, a su parecer, del
cuerpo de la luna, que la pudiera asir con la
mano, y que no osó mirar a la tierra por no
desvanecerse. Así que, Sancho, no hay para
qué descubrirnos; que, el que nos lleva a
cargo, él dará cuenta de nosotros, y quizá
vamos tomando puntas y subiendo en alto
para dejarnos caer de una sobre el reino de
Candaya, como hace el sacre o neblí sobre la
garza para cogerla, por más que se remonte;
y, aunque nos parece que no ha media hora
que nos partimos del jardín, creéme que
debemos de haber hecho gran camino.
—No sé lo que es
—respondió Sancho
Panza
—, sólo sé decir que si la señora
Magallanes o Magalona se contentó destas
ancas, que no debía de ser muy tierna de
carnes.
Todas estas pláticas de los dos valientes
oían el duque y la duquesa y los del jardín,
de que recibían estraordinario contento; y,
queriendo dar remate a la estraña y bien
fabricada aventura, por la cola de Clavileño le
pegaron fuego con unas estopas, y al punto,
por estar el caballo lleno de cohetes
tronadores, voló por los aires, con estraño
ruido, y dio con don Quijote y con Sancho
Panza en el suelo, medio chamuscados.
En este tiempo ya se habían desparecido
del jardín todo el barbado escuadrón de las
dueñas y la Trifaldi y todo, y los del jardín
quedaron como desmayados, tendidos por el
suelo. Don Quijote y Sancho se levantaron
maltrechos, y, mirando a todas partes,
quedaron atónitos de verse en el mesmo
jardín de donde habían partido y de ver
tendido por tierra tanto número de gente; y
creció más su admiración cuando a un lado
del jardín vieron hincada una gran lanza en el
suelo y pendiente della y de dos cordones de
seda verde un pergamino liso y blanco, en el
cual, con grandes letras de oro, estaba
escrito lo siguiente:
El ínclito caballero don Quijote de la Mancha
feneció y acabó la aventura de la condesa
Trifaldi, por otro nombre llamada la dueña
Dolorida, y compañía, con sólo intentarla.
Malambruno se da por contento y satisfecho
a toda su voluntad, y las barbas de las
dueñas ya quedan lisas y mondas, y los reyes
don Clavijo y Antonomasia en su prístino
estado. Y, cuando se cumpliere el escuderil
vápulo, la blanca paloma se verá libre de los
pestíferos girifaltes que la persiguen, y en
brazos de su querido arrullador; que así está
ordenado por el sabio Merlín,
protoencantador de los encantadores.
Habiendo, pues, don Quijote leído las letras
del pergamino, claro entendió que del
desencanto de Dulcinea hablaban; y, dando
muchas gracias al cielo de que con tan poco
peligro hubiese acabado tan gran fecho,
reduciendo a su pasada tez los rostros de las
venerables dueñas, que ya no parecían, se
fue adonde el duque y la duquesa aún no
habían vuelto en sí, y, trabando de la mano al
duque, le dijo:
—¡Ea, buen señor, buen ánimo; buen
ánimo, que todo es nada! La aventura es ya
acabada sin daño de barras, como lo muestra
claro el escrito que en aquel padrón está
puesto.
El duque, poco a poco, y como quien de un
pesado sueño recuerda, fue volviendo en sí, y
por el mismo tenor la duquesa y todos los
que por el jardín estaban caídos, con tales
muestras de maravilla y espanto, que casi se
podían dar a entender haberles acontecido de
veras lo que tan bien sabían fingir de burlas.
Leyó el duque el cartel con los ojos medio
cerrados, y luego, con los brazos abiertos,
fue a abrazar a don Quijote, diciéndole ser el
más buen caballero que en ningún siglo se
hubiese visto.
Sancho andaba mirando por la Dolorida, por
ver qué rostro tenía sin las barbas, y si era
tan hermosa sin ellas como su gallarda
disposición prometía, pero dijéronle que, así
como Clavileño bajó ardiendo por los aires y
dio en el suelo, todo el escuadrón de las
dueñas, con la Trifaldi, había desaparecido, y
que ya iban rapadas y sin cañones. Preguntó
la duquesa a Sancho que cómo le había ido
en aquel largo viaje. A lo cual Sancho
respondió:
—Yo, señora, sentí que íbamos, según mi
señor me dijo, volando por la región del
fuego, y quise descubrirme un poco los ojos,
pero mi amo, a quien pedí licencia para
descubrirme, no la consintió; mas yo, que
tengo no sé qué briznas de curioso y de
desear saber lo que se me estorba y impide,
bonitamente y sin que nadie lo viese, por
junto a las narices aparté tanto cuanto el
pañizuelo que me tapaba los ojos, y por allí
miré hacia la tierra, y parecióme que toda
ella no era mayor que un grano de mostaza,
y los hombres que andaban sobre ella, poco
mayores que avellanas; porque se vea cuán
altos debíamos de ir entonces.
A esto dijo la duquesa:
—Sancho amigo, mirad lo que decís, que, a
lo que parece, vos no vistes la tierra, sino los
hombres que andaban sobre ella; y está claro
que si la tierra os pareció como un grano de
mostaza, y cada hombre como una avellana,
un hombre solo había de cubrir toda la tierra.
—Así es verdad
—respondió Sancho
—, pero,
con todo eso, la descubrí por un ladito, y la vi
toda.
—Mirad, Sancho
—dijo la duquesa
—, que
por un ladito no se vee el todo de lo que se
mira.
—Yo no sé esas miradas
—replicó Sancho
—:
sólo sé que será bien que vuestra señoría
entienda que, pues volábamos por
encantamento, por encantamento podía yo
ver toda la tierra y todos los hombres por
doquiera que los mirara; y si esto no se me
cree, tampoco creerá vuestra merced cómo,
descubriéndome por junto a las cejas, me vi
tan junto al cielo que no había de mí a él
palmo y medio, y por lo que puedo jurar,
señora mía, que es muy grande además. Y
sucedió que íbamos por parte donde están las
siete cabrillas; y en Dios y en mi ánima que,
como yo en mi niñez fui en mi tierra
cabrerizo, que así como las vi, ¡me dio una
gana de entretenerme con ellas un rato...! Y
si no le cumpliera me parece que reventara.
Vengo, pues, y tomo, y ¿qué hago? Sin decir
nada a nadie, ni a mi señor tampoco,
bonita y pasitamente me apeé de Clavileño,
y me entretuve con las cabrillas, que son
como unos alhelíes y como unas flores, casi
tres cuartos de hora, y Clavileño no se movió
de un lugar, ni pasó adelante.
—Y, en tanto que el buen Sancho se
entretenía con las cabras
—preguntó el
duque
—, ¿en qué se entretenía el señor don
Quijote?
A lo que don Quijote respondió:
—Como todas estas cosas y estos tales
sucesos van fuera del orden natural, no es
mucho que Sancho diga lo que dice. De mí sé
decir que ni me descubrí por alto ni por bajo,
ni vi el cielo ni la tierra, ni la mar ni las
arenas. Bien es verdad que sentí que pasaba
por la región del aire, y aun que tocaba a la
del fuego; pero que pasásemos de allí no lo
puedo creer, pues, estando la región del
fuego entre el cielo de la luna y la última
región del aire, no podíamos llegar al cielo
donde están las siete cabrillas que Sancho
dice, sin abrasarnos; y, pues no nos
asuramos, o Sancho miente o Sancho sueña.
—Ni miento ni sueño
—respondió Sancho
—:
si no, pregúntenme las señas de las tales
cabras, y por ellas verán si digo verdad o no.
—Dígalas, pues, Sancho
—dijo la duquesa.
—Son
—respondió Sancho
— las dos verdes,
las dos encarnadas, las dos azules, y la una
de mezcla.
—Nueva manera de cabras es ésa
—dijo el
duque
—, y por esta nuestra región del suelo
no se usan tales colores; digo, cabras de
tales colores.
—Bien claro está eso
—dijo Sancho
—; sí,
que diferencia ha de haber de las cabras del
cielo a las del suelo.
—Decidme, Sancho
—preguntó el duque
—:
¿vistes allá en entre esas cabras algún
cabrón?
—No, señor
—respondió Sancho
—, pero oí
decir que ninguno pasaba de los cuernos de
la luna.
No quisieron preguntarle más de su viaje,
porque les pareció que llevaba Sancho hilo de
pasearse por todos los cielos, y dar nuevas
de cuanto allá pasaba, sin haberse movido
del jardín.
En resolución, éste fue el fin de la aventura
de la dueña Dolorida, que dio que reír a los
duques, no sólo aquel tiempo, sino el de toda
su vida, y que contar a Sancho siglos, si los
viviera; y, llegándose don Quijote a Sancho,
al oído le dijo:
—Sancho, pues vos queréis que se os crea
lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que
vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de
Montesinos; y no os digo más.
Capítulo XLII. De los
consejos que dio don
Quijote a Sancho Panza
antes que fuese a gobernar
la ínsula, con otras cosas
bien consideradas
Con el felice y gracioso suceso de la
aventura de la Dolorida, quedaron tan
contentos los duques, que determinaron
pasar con las burlas adelante, viendo el
acomodado sujeto que tenían para que se
tuviesen por veras; y así, habiendo dado la
traza y órdenes que sus criados y sus
vasallos habían de guardar con Sancho en el
gobierno de la ínsula prometida, otro día, que
fue el que sucedió al vuelo de Clavileño, dijo
el duque a Sancho que se adeliñase y
compusiese para ir a ser gobernador, que ya
sus insulanos le estaban esperando como el
agua de mayo. Sancho se le humilló y le dijo:
—Después que bajé del cielo, y después que
desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan
pequeña, se templó en parte en mí la gana
que tenía tan grande de ser gobernador;
porque, ¿qué grandeza es mandar en un
grano de mostaza, o qué dignidad o imperio
el gobernar a media docena de hombres
tamaños como avellanas, que, a mi parecer,
no había más en toda la tierra? Si vuestra
señoría fuese servido de darme una tantica
parte del cielo, aunque no fuese más de
media legua, la tomaría de mejor gana que la
mayor ínsula del mundo.
—Mirad, amigo Sancho
—respondió el
duque
—: yo no puedo dar parte del cielo a
nadie, aunque no sea mayor que una uña,
que a solo Dios están reservadas esas
mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy,
que es una ínsula hecha y derecha, redonda y
bien proporcionada, y sobremanera fértil y
abundosa, donde si vos os sabéis dar maña,
podéis con las riquezas de la tierra granjear
las del cielo.
—Ahora bien
—respondió Sancho
—, venga
esa ínsula, que yo pugnaré por ser tal
gobernador que, a pesar de bellacos, me
vaya al cielo; y esto no es por codicia que yo
tenga de salir de mis casillas ni de
levantarme a mayores, sino por el deseo que
tengo de probar a qué sabe el ser
gobernador.
—Si una vez lo probáis, Sancho
—dijo el
duque
—, comeros heis las manos tras el
gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y
ser obedecido. A buen seguro que cuando
vuestro dueño llegue a ser emperador, que lo
será sin duda, según van encaminadas sus
cosas, que no se lo arranquen comoquiera, y
que le duela y le pese en la mitad del alma
del tiempo que hubiere dejado de serlo.
—Señor
—replicó Sancho
—, yo imagino que
es bueno mandar, aunque sea a un hato de
ganado.
—Con vos me entierren, Sancho, que sabéis
de todo
—respondió el duque
—, y yo espero
que seréis tal gobernador como vuestro juicio
promete, y quédese esto aquí y advertid que
mañana en ese mesmo día habéis de ir al
gobierno de la ínsula, y esta tarde os
acomodarán del traje conveniente que habéis
de llevar y de todas las cosas necesarias a
vuestra partida.
—Vístanme
—dijo Sancho
— como quisieren,
que de cualquier manera que vaya vestido
seré Sancho Panza.
—Así es verdad
—dijo el duque
—, pero los
trajes se han de acomodar con el oficio o
dignidad que se profesa, que no sería bien
que un jurisperito se vistiese como soldado,
ni un soldado como un sacerdote. Vos,
Sancho, iréis vestido parte de letrado y parte
de capitán, porque en la ínsula que os doy
tanto son menester las armas como las
letras, y las letras como las armas.
—Letras
—respondió Sancho
—, pocas
tengo, porque aún no sé el A, B, C; pero
bástame tener el Christus en la memoria para
ser buen gobernador. De las armas manejaré
las que me dieren, hasta caer, y Dios delante.
—Con tan buena memoria
—dijo el duque
—,
no podrá Sancho errar en nada.
En esto llegó don Quijote, y, sabiendo lo
que pasaba y la celeridad con que Sancho se
había de partir a su gobierno, con licencia del
duque le tomó por la mano y se fue con él a
su estancia, con intención de aconsejarle
cómo se había de haber en su oficio.
Entrados, pues, en su aposento, cerró tras
sí la puerta, y hizo casi por fuerza que
Sancho se sentase junto a él, y con reposada
voz le dijo:
—Infinitas gracias doy al cielo, Sancho
amigo, de que, antes y primero que yo haya
encontrado con alguna buena dicha, te haya
salido a ti a recebir y a encontrar la buena
ventura. Yo, que en mi buena suerte te tenía
librada la paga de tus servicios, me veo en
los principios de aventajarme, y tú, antes de
tiempo, contra la ley del razonable discurso,
te vees premiado de tus deseos. Otros
cohechan, importunan, solicitan, madrugan,
ruegan, porfían, y no alcanzan lo que
pretenden; y llega otro, y sin saber cómo ni
cómo no, se halla con el cargo y oficio que
otros muchos pretendieron; y aquí entra y
encaja bien el decir que hay buena y mala
fortuna en las pretensiones. Tú, que para mí,
sin duda alguna, eres un porro, sin madrugar
ni trasnochar y sin hacer diligencia alguna,
con solo el aliento que te ha tocado de la
andante caballería, sin más ni más te vees
gobernador de una ínsula, como quien no
dice nada. Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para
que no atribuyas a tus merecimientos la
merced recebida, sino que des gracias al
cielo, que dispone suavemente las cosas, y
después las darás a la grandeza que en sí
encierra la profesión de la caballería andante.
Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te
he dicho, está, ¡oh hijo!, atento a este tu
Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y
guía que te encamine y saque a seguro
puerto deste mar proceloso donde vas a
engolfarte; que los oficios y grandes cargos
no son otra cosa sino un golfo profundo de
confusiones.
Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a
Dios, porque en el temerle está la sabiduría,
y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo
segundo, has de poner los ojos en quien eres,
procurando conocerte a ti mismo, que es el
más difícil conocimiento que puede
imaginarse. Del conocerte saldrá el no
hincharte como la rana que quiso igualarse
con el buey, que si esto haces, vendrá a ser
feos pies de la rueda de tu locura la
consideración de haber guardado puercos en
tu tierra.
—Así es la verdad
—respondió Sancho
—,
pero fue cuando muchacho; pero después,
algo hombrecillo, gansos fueron los que
guardé, que no puercos; pero esto paréceme
a mí que no hace al caso, que no todos los
que gobiernan vienen de casta de reyes.
—Así es verdad
—replicó don Quijote
—, por
lo cual los no de principios nobles deben
acompañar la gravedad del cargo que
ejercitan con una blanda suavidad que,
guiada por la prudencia, los libre de la
murmuración maliciosa, de quien no hay
estado que se escape. Haz gala, Sancho, de
la humildad de tu linaje, y no te desprecies
de decir que vienes de labradores; porque,
viendo que no te corres, ninguno se pondrá a
correrte; y préciate más de ser humilde
virtuoso que pecador soberbio. Inumerables
son aquellos que, de baja estirpe nacidos,
han subido a la suma dignidad pontificia e
imperatoria; y desta verdad te pudiera traer
tantos ejemplos, que te cansaran. Mira,
Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te
precias de hacer hechos virtuosos, no hay
para qué tener envidia a los que los tienen de
príncipes y señores, porque la sangre se
hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale
por sí sola lo que la sangre no vale. Siendo
esto así, como lo es, que si acaso viniere a
verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus
parientes, no le deseches ni le afrentes;
antes le has de acoger, agasajar y regalar,
que con esto satisfarás al cielo, que gusta
que nadie se desprecie de lo que él hizo, y
corresponderás a lo que debes a la naturaleza
bien concertada. Si trujeres a tu mujer
contigo (porque no es bien que los que
asisten a gobiernos de mucho tiempo estén
sin las propias), enséñala, doctrínala y
desbástala de su natural rudeza, porque todo
lo que suele adquirir un gobernador discreto
suele perder y derramar una mujer rústica y
tonta. Si acaso enviudares, cosa que puede
suceder, y con el cargo mejorares de
consorte, no la tomes tal, que te sirva de
anzuelo y de caña de pescar, y del no quiero
de tu capilla, porque en verdad te digo que
de todo aquello que la mujer del juez
recibiere ha de dar cuenta el marido en la
residencia universal, donde pagará con el
cuatro tanto en la muerte las partidas de que
no se hubiere hecho cargo en la vida. Nunca
te guíes por la ley del encaje, que suele tener
mucha cabida con los ignorantes que
presumen de agudos. Hallen en ti más
compasión las lágrimas del pobre, pero no
más justicia, que las informaciones del rico.
Procura descubrir la verdad por entre las
promesas y dádivas del rico, como por entre
los sollozos e importunidades del pobre.
Cuando pudiere y debiere tener lugar la
equidad, no cargues todo el rigor de la ley al
delincuente, que no es mejor la fama del juez
riguroso que la del compasivo. Si acaso
doblares la vara de la justicia, no sea con el
peso de la dádiva, sino con el de la
misericordia. Cuando te sucediere juzgar
algún pleito de algún tu enemigo, aparta las
mientes de tu injuria y ponlas en la verdad
del caso. No te ciegue la pasión propia en la
causa ajena, que los yerros que en ella
hicieres, las más veces, serán sin remedio; y
si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y
aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa
veniere a pedirte justicia, quita los ojos de
sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y
considera de espacio la sustancia de lo que
pide, si no quieres que se anegue tu razón en
su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que
has de castigar con obras no trates mal con
palabras, pues le basta al desdichado la pena
del suplicio, sin la añadidura de las malas
razones. Al culpado que cayere debajo de tu
juridición considérale hombre miserable,
sujeto a las condiciones de la depravada
naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de
tu parte, sin hacer agravio a la contraria,
muéstratele piadoso y clemente, porque,
aunque los atributos de Dios todos son
iguales, más resplandece y campea a nuestro
ver el de la misericordia que el de la justicia.
Si estos preceptos y estas reglas sigues,
Sancho, serán luengos tus días, tu fama será
eterna, tus premios colmados, tu felicidad
indecible, casarás tus hijos como quisieres,
títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en
paz y beneplácito de las gentes, y en los
últimos pasos de la vida te alcanzará el de la
muerte, en vejez suave y madura, y cerrarán
tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus
terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te
he dicho son documentos que han de adornar
tu alma; escucha ahora los que han de servir
para adorno del cuerpo.
Capítulo XLIII. De los
consejos segundos que dio
don Quijote a Sancho Panza
¿Quién oyera el pasado razonamiento de
don Quijote que no le tuviera por persona
muy cuerda y mejor intencionada? Pero,
como muchas veces en el progreso desta
grande historia queda dicho, solamente
disparaba en tocándole en la caballería, y en
los demás discursos mostraba tener claro y
desenfadado entendimiento, de manera que a
cada paso desacreditaban sus obras su juicio,
y su juicio sus obras; pero en ésta destos
segundos documentos que dio a Sancho,
mostró tener gran donaire, y puso su
discreción y su locura en un levantado punto.
Atentísimamente le escuchaba Sancho, y
procuraba conservar en la memoria sus
consejos, como quien pensaba guardarlos y
salir por ellos a buen parto de la preñez de su
gobierno. Prosiguió, pues, don Quijote, y
dijo:
—En lo que toca a cómo has de gobernar tu
persona y casa, Sancho, lo primero que te
encargo es que seas limpio, y que te cortes
las uñas, sin dejarlas crecer, como algunos
hacen, a quien su ignorancia les ha dado a
entender que las uñas largas les hermosean
las manos, como si aquel escremento y
añadidura que se dejan de cortar fuese uña,
siendo antes garras de cernícalo lagartijero:
puerco y extraordinario abuso. No andes,
Sancho, desceñido y flojo, que el vestido
descompuesto da indicios de ánimo
desmazalado, si ya la descompostura y
flojedad no cae debajo de socarronería, como
se juzgó en la de Julio César. Toma con
discreción el pulso a lo que pudiere valer tu
oficio, y si sufriere que des librea a tus
criados, dásela honesta y provechosa más
que vistosa y bizarra, y repártela entre tus
criados y los pobres: quiero decir que si has
de vestir seis pajes, viste tres y otros tres
pobres, y así tendrás pajes para el cielo y
para el suelo; y este nuevo modo de dar
librea no la alcanzan los vanagloriosos. No
comas ajos ni cebollas, porque no saquen por
el olor tu villanería. Anda despacio; habla con
reposo, pero no de manera que parezca que
te escuchas a ti mismo, que toda afectación
es mala. Come poco y cena más poco, que la
salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina
del estómago.
Sé templado en el beber,
considerando que el vino demasiado ni
guarda secreto ni cumple palabra. Ten
cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos,
ni de erutar delante de nadie.
—Eso de erutar no entiendo
—dijo Sancho.
Y don Quijote le dijo:
—Erutar, Sancho, quiere decir regoldar, y
éste es uno de los más torpes vocablos que
tiene la lengua castellana, aunque es muy
sinificativo; y así, la gente curiosa se ha
acogido al latín, y al regoldar dice erutar, y a
los regüeldos, erutaciones; y, cuando algunos
no entienden estos términos, importa poco,
que el uso los irá introduciendo con el
tiempo, que con facilidad se entiendan; y
esto es enriquecer la lengua, sobre quien
tiene poder el vulgo y el uso.
—En verdad, señor
—dijo Sancho
—, que
uno de los consejos y avisos que pienso llevar
en la memoria ha de ser el de no regoldar,
porque lo suelo hacer muy a menudo.
—Erutar, Sancho, que no regoldar
—dijo
don Quijote.
—Erutar diré de aquí adelante
—respondió
Sancho
—, y a fee que no se me olvide.
—También, Sancho, no has de mezclar en
tus pláticas la muchedumbre de refranes que
sueles; que, puesto que los refranes son
sentencias breves, muchas veces los traes
tan por los cabellos, que más parecen
disparates que sentencias.
—Eso Dios lo puede remediar
—respondió
Sancho
—, porque sé más refranes que un
libro, y viénenseme tantos juntos a la boca
cuando hablo, que riñen por salir unos con
otros, pero la lengua va arrojando los
primeros que encuentra, aunque no vengan a
pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante
de decir los que convengan a la gravedad de
mi cargo, que en casa llena presto se guisa la
cena, y quien destaja no baraja, y a buen
salvo está el que repica, y el dar y el tener
seso ha menester.
—¡Eso sí, Sancho!
—dijo don Quijote
—:
¡encaja, ensarta, enhila refranes, que nadie
te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo
trómpogelas! Estoyte diciendo que escuses
refranes, y en un instante has echado aquí
una letanía dellos, que así cuadran con lo que
vamos tratando como por los cerros de
Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que
parece mal un refrán traído a propósito, pero
cargar y ensartar refranes a troche moche
hace la plática desmayada y baja. Cuando
subieres a caballo, no vayas echando el
cuerpo sobre el arzón postrero, ni lleves las
piernas tiesas y tiradas y desviadas de la
barriga del caballo, ni tampoco vayas tan
flojo que parezca que vas sobre el rucio: que
el andar a caballo a unos hace caballeros; a
otros, caballerizos. Sea moderado tu sueño,
que el que no madruga con el sol, no goza
del día; y advierte, ¡oh Sancho!, que la
diligencia es madre de la buena ventura, y la
pereza, su contraria, jamás llegó al término
que pide un buen deseo. Este último consejo
que ahora darte quiero, puesto que no sirva
para adorno del cuerpo, quiero que le lleves
muy en la memoria, que creo que no te será
de menos provecho que los que hasta aquí te
he dado; y es que jamás te pongas a disputar
de linajes, a lo menos, comparándolos entre
sí, pues, por fuerza, en los que se comparan
uno ha de ser el mejor, y del que abatieres
serás aborrecido, y del que levantares en
ninguna manera premiado. Tu vestido será
calza entera, ropilla larga, herreruelo un poco
más largo; greguescos, ni por pienso, que no
les están bien ni a los caballeros ni a los
gobernadores. Por ahora, esto se me ha
ofrecido, Sancho, que aconsejarte; andará el
tiempo, y, según las ocasiones, así serán mis
documentos, como tú tengas cuidado de
avisarme el estado en que te hallares.
—Señor
—respondió Sancho
—, bien veo
que todo cuanto vuestra merced me ha dicho
son cosas buenas, santas y provechosas,
pero ¿de qué han de servir, si de ninguna me
acuerdo? Verdad sea que aquello de no
dejarme crecer las uñas y de casarme otra
vez, si se ofreciere, no se me pasará del
magín, pero esotros badulaques y enredos y
revoltillos, no se me acuerda ni acordará más
dellos que de las nubes de antaño, y así, será
menester que se me den por escrito, que,
puesto que no sé leer ni escribir, yo se los
daré a mi confesor para que me los encaje y
recapacite cuando fuere menester.
—¡Ah, pecador de mí
—respondió don
Quijote
—, y qué mal parece en los
gobernadores el no saber leer ni escribir!;
porque has de saber, ¡oh Sancho!, que no
saber un hombre leer, o ser zurdo, arguye
una de dos cosas: o que fue hijo de padres
demasiado de humildes y bajos, o él tan
travieso y malo que no pudo entrar en el
buen uso ni la buena doctrina. Gran falta es
la que llevas contigo, y así, querría que
aprendieses a firmar siquiera.
—Bien sé firmar mi nombre
—respondió
Sancho
—, que cuando fui prioste en mi lugar,
aprendí a hacer unas letras como de marca
de fardo, que decían que decía mi nombre;
cuanto más, que fingiré que tengo tullida la
mano derecha, y haré que firme otro por mí;
que para todo hay remedio, si no es para la
muerte; y, teniendo yo el mando y el palo,
haré lo que quisiere; cuanto más, que el que
tiene el padre alcalde... Y, siendo yo
gobernador, que es más que ser alcalde,
¡llegaos, que la dejan ver! No, sino popen y
calóñenme, que vendrán por lana y volverán
trasquilados; y a quien Dios quiere bien, la
casa le sabe; y las necedades del rico por
sentencias pasan en el mundo; y, siéndolo
yo, siendo gobernador y juntamente liberal,
como lo pienso ser, no habrá falta que se me
parezca. No, sino haceos miel, y paparos han
moscas; tanto vales cuanto tienes, decía una
mi agüela, y del hombre arraigado no te
verás vengado.
—¡Oh, maldito seas de Dios, Sancho!
—dijo
a esta sazón don Quijote
—. ¡Sesenta mil
satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una
hora ha que los estás ensartando y dándome
con cada uno tragos de tormento. Yo te
aseguro que estos refranes te han de llevar
un día a la horca; por ellos te han de quitar el
gobierno tus vasallos, o ha de haber entre
ellos comunidades. Dime, ¿dónde los hallas,
ignorante, o cómo los aplicas, mentecato,
que para decir yo uno y aplicarle bien, sudo y
trabajo como si cavase?
—Por Dios, señor nuestro amo
—replicó
Sancho
—, que vuesa merced se queja de
bien pocas cosas. ¿A qué diablos se pudre de
que yo me sirva de mi hacienda, que ninguna
otra tengo, ni otro caudal alguno, sino
refranes y más refranes? Y ahora se me
ofrecen cuatro que venían aquí pintiparados,
o como peras en tabaque, pero no los diré,
porque al buen callar llaman Sancho.
—Ese Sancho no eres tú
—dijo don
Quijote
—, porque no sólo no eres buen callar,
sino mal hablar y mal porfiar; y, con todo
eso, querría saber qué cuatro refranes te
ocurrían ahora a la memoria que venían aquí
a propósito, que yo ando recorriendo la mía,
que la tengo buena, y ninguno se me ofrece.
—¿Qué mejores
—dijo Sancho
— que "entre
dos muelas cordales nunca pongas tus
pulgares", y "a idos de mi casa y qué queréis
con mi mujer, no hay responder", y "si da el
cántaro en la piedra o la piedra en el cántaro,
mal para el cántaro", todos los cuales vienen
a pelo? Que nadie se tome con su gobernador
ni con el que le manda, porque saldrá
lastimado, como el que pone el dedo entre
dos muelas cordales, y aunque no sean
cordales, como sean muelas, no importa; y a
lo que dijere el gobernador no hay que
replicar, como al "salíos de mi casa y qué
queréis con mi mujer". Pues lo de la piedra
en el cántaro un ciego lo verá. Así que, es
menester que el que vee la mota en el ojo
ajeno, vea la viga en el suyo, porque no se
diga por él: "espantóse la muerta de la
degollada", y vuestra merced sabe bien que
más sabe el necio en su casa que el cuerdo
en la ajena.
—Eso no, Sancho
—respondió don Quijote
—
, que el necio en su casa ni en la ajena sabe
nada, a causa que sobre el aumento de la
necedad no asienta ningún discreto edificio. Y
dejemos esto aquí, Sancho, que si mal
gobernares, tuya será la culpa, y mía la
vergüenza; mas consuélome que he hecho lo
que debía en aconsejarte con las veras y con
la discreción a mí posible: con esto salgo de
mi obligación y de mi promesa. Dios te guíe,
Sancho, y te gobierne en tu gobierno, y a mí
me saque del escrúpulo que me queda que
has de dar con toda la ínsula patas arriba,
cosa que pudiera yo escusar con descubrir al
duque quién eres, diciéndole que toda esa
gordura y esa personilla que tienes no es otra
cosa que un costal lleno de refranes y de
malicias.
—Señor
—replicó Sancho
—, si a vuestra
merced le parece que no soy de pro para este
gobierno, desde aquí le suelto, que más
quiero un solo negro de la uña de mi alma
que a todo mi cuerpo; y así me sustentaré
Sancho a secas con pan y cebolla, como
gobernador con perdices y capones; y más
que, mientras se duerme, todos son iguales,
los grandes y los menores, los pobres y los
ricos; y si vuestra merced mira en ello, verá
que sólo vuestra merced me ha puesto en
esto de gobernar: que yo no sé más de
gobiernos de ínsulas que un buitre; y si se
imagina que por ser gobernador me ha de
llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al
cielo que gobernador al infierno.
—Por Dios, Sancho
—dijo don Quijote
—,
que, por solas estas últimas razones que has
dicho, juzgo que mereces ser gobernador de
mil ínsulas: buen natural tienes, sin el cual no
hay ciencia que valga; encomiéndate a Dios,
y procura no errar en la primera intención;
quiero decir que siempre tengas intento y
firme propósito de acertar en cuantos
negocios te ocurrieren, porque siempre
favorece el cielo los buenos deseos. Y
vámonos a comer, que creo que ya estos
señores nos aguardan.
Capítulo XLIV. Cómo
Sancho Panza fue llevado al
gobierno, y de la estraña
aventura que en el castillo
sucedió a don Quijote
Dicen que en el propio original desta
historia se lee que, llegando Cide Hamete a
escribir este
Capítulo, no le tradujo su
intérprete como él le había escrito, que fue
un modo de queja que tuvo el moro de sí
mismo, por haber tomado entre manos una
historia tan seca y tan limitada como esta de
don Quijote, por parecerle que siempre había
de hablar dél y de Sancho, sin osar
estenderse a otras digresiones y episodios
más graves y más entretenidos; y decía que
el ir siempre atenido el entendimiento, la
mano y la pluma a escribir de un solo sujeto
y hablar por las bocas de pocas personas era
un trabajo incomportable, cuyo fruto no
redundaba en el de su autor, y que, por huir
deste inconveniente, había usado en la
primera parte del artificio de algunas novelas,
como fueron la del Curioso impertinente y la
del Capitán cautivo, que están como
separadas de la historia, puesto que las
demás que allí se cuentan son casos
sucedidos al mismo don Quijote, que no
podían dejar de escribirse. También pensó,
como él dice, que muchos, llevados de la
atención que piden las hazañas de don
Quijote, no la darían a las novelas, y pasarían
por ellas, o con priesa o con enfado, sin
advertir la gala y artificio que en sí contienen,
el cual se mostrara bien al descubierto
cuando, por sí solas, sin arrimarse a las
locuras de don Quijote ni a las sandeces de
Sancho, salieran a luz. Y así, en esta segunda
parte no quiso ingerir novelas sueltas ni
pegadizas, sino algunos episodios que lo
pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos
que la verdad ofrece; y aun éstos,
limitadamente y con solas las palabras que
bastan a declararlos; y, pues se contiene y
cierra en los estrechos límites de la narración,
teniendo habilidad, suficiencia y
entendimiento para tratar del universo todo,
pide no se desprecie su trabajo, y se le den
alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo
que ha dejado de escribir.
Y luego prosigue la historia diciendo que, en
acabando de comer don Quijote, el día que
dio los consejos a Sancho, aquella tarde se
los dio escritos, para que él buscase quien se
los leyese; pero, apenas se los hubo dado,
cuando se le cayeron y vinieron a manos del
duque, que los comunicó con la duquesa, y
los dos se admiraron de nuevo de la locura y
del ingenio de don Quijote; y así, llevando
adelante sus burlas, aquella tarde enviaron a
Sancho con mucho acompañamiento al lugar
que para él había de ser ínsula.
Acaeció, pues, que el que le llevaba a cargo
era un mayordomo del duque, muy discreto y
muy gracioso
—que no puede haber gracia
donde no hay discreción
—, el cual había
hecho la persona de la condesa Trifaldi, con
el donaire que queda referido; y con esto, y
con ir industriado de sus señores de cómo se
había de haber con Sancho, salió con su
intento maravillosamente. Digo, pues, que
acaeció que, así como Sancho vio al tal
mayordomo, se le figuró en su rostro el
mesmo de la Trifaldi, y, volviéndose a su
señor, le dijo:
—Señor, o a mí me ha de llevar el diablo de
aquí de donde estoy, en justo y en creyente,
o vuestra merced me ha de confesar que el
rostro deste mayordomo del duque, que aquí
está, es el mesmo de la Dolorida.
Miró don Quijote atentamente al
mayordomo, y, habiéndole mirado, dijo a
Sancho:
—No hay para qué te lleve el diablo,
Sancho, ni en justo ni en creyente, que no sé
lo que quieres decir; que el rostro de la
Dolorida es el del mayordomo, pero no por
eso el mayordomo es la Dolorida; que, a
serlo, implicaría contradición muy grande, y
no es tiempo ahora de hacer estas
averiguaciones, que sería entrarnos en
intricados laberintos. Créeme, amigo, que es
menester rogar a Nuestro Señor muy de
veras que nos libre a los dos de malos
hechiceros y de malos encantadores.
—No es burla, señor
—replicó Sancho
—,
sino que denantes le oí hablar, y no pareció
sino que la voz de la Trifaldi me sonaba en
los oídos. Ahora bien, yo callaré, pero no
dejaré de andar advertido de aquí adelante, a
ver si descubre otra señal que confirme o
desfaga mi sospecha.
—Así lo has de hacer, Sancho
—dijo don
Quijote
—, y darásme aviso de todo lo que en
este caso descubrieres y de todo aquello que
en el gobierno te sucediere.
Salió, en fin, Sancho, acompañado de
mucha gente, vestido a lo letrado, y encima
un gabán muy ancho de chamelote de aguas
leonado, con una montera de lo mesmo,
sobre un macho a la jineta, y detrás dél, por
orden del duque, iba el rucio con jaeces y
ornamentos jumentiles de seda y flamantes.
Volvía Sancho la cabeza de cuando en cuando
a mirar a su asno, con cuya compañía iba tan
contento que no se trocara con el emperador
de Alemaña.
Al despedirse de los duques, les besó las
manos, y tomó la bendición de su señor, que
se la dio con lágrimas, y Sancho la recibió
con pucheritos.
Deja, lector amable, ir en paz y en hora
buena al buen Sancho, y espera dos fanegas
de risa, que te ha de causar el saber cómo se
portó en su cargo, y, en tanto, atiende a
saber lo que le pasó a su amo aquella noche;
que si con ello no rieres, por lo menos
desplegarás los labios con risa de jimia,
porque los sucesos de don Quijote, o se han
de celebrar con admiración, o con risa.
Cuéntase, pues, que, apenas se hubo
partido Sancho, cuando don Quijote sintió su
soledad; y si le fuera posible revocarle la
comisión y quitarle el gobierno, lo hiciera.
Conoció la duquesa su melancolía, y
preguntóle que de qué estaba triste; que si
era por la ausencia de Sancho, que
escuderos, dueñas y doncellas había en su
casa que le servirían muy a satisfación de su
deseo.
—Verdad es, señora mía
—respondió don
Quijote
—, que siento la ausencia de Sancho,
pero no es ésa la causa principal que me hace
parecer que estoy triste, y, de los muchos
ofrecimientos que vuestra excelencia me
hace, solamente acepto y escojo el de la
voluntad con que se me hacen, y, en lo
demás, suplico a Vuestra Excelencia que
dentro de mi aposento consienta y permita
que yo solo sea el que me sirva.
—En verdad
—dijo la duquesa
—, señor don
Quijote, que no ha de ser así: que le han de
servir cuatro doncellas de las mías, hermosas
como unas flores.
—Para mí
—respondió don Quijote
— no
serán ellas como flores, sino como espinas
que me puncen el alma. Así entrarán ellas en
mi aposento, ni cosa que lo parezca, como
volar. Si es que vuestra grandeza quiere
llevar adelante el hacerme merced sin yo
merecerla, déjeme que yo me las haya
conmigo, y que yo me sirva de mis puertas
adentro, que yo ponga una muralla en medio
de mis deseos y de mi honestidad; y no
quiero perder esta costumbre por la
liberalidad que vuestra alteza quiere mostrar
conmigo. Y, en resolución, antes dormiré
vestido que consentir que nadie me desnude.
—No más, no más, señor don Quijote
—
replicó la duquesa
—. Por mí digo que daré
orden que ni aun una mosca entre en su
estancia, no que una doncella; no soy yo
persona, que por mí se ha de descabalar la
decencia del señor don Quijote; que, según
se me ha traslucido, la que más campea
entre sus muchas virtudes es la de la
honestidad. Desnúdese vuesa merced y
vístase a sus solas y a su modo, como y
cuando quisiere, que no habrá quien lo
impida, pues dentro de su aposento hallará
los vasos necesarios al menester del que
duerme a puerta cerrada, porque ninguna
natural necesidad le obligue a que la abra.
Viva mil siglos la gran Dulcinea del Toboso, y
sea su nombre estendido por toda la
redondez de la tierra, pues mereció ser
amada de tan valiente y tan honesto
caballero, y los benignos cielos infundan en el
corazón de Sancho Panza, nuestro
gobernador, un deseo de acabar presto sus
diciplinas, para que vuelva a gozar el mundo
de la belleza de tan gran señora.
A lo cual dijo don Quijote:
—Vuestra altitud ha hablado como quien es,
que en la boca de las buenas señoras no ha
de haber ninguna que sea mala; y más
venturosa y más conocida será en el mundo
Dulcinea por haberla alabado vuestra
grandeza, que por todas las alabanzas que
puedan darle los más elocuentes de la tierra.
—Agora bien, señor don Quijote
—replicó la
duquesa
—, la hora de cenar se llega, y el
duque debe de esperar: venga vuesa merced
y cenemos, y acostaráse temprano, que el
viaje que ayer hizo de Candaya no fue tan
corto que no haya causado algún molimiento.
—No siento ninguno, señora
—respondió
don Quijote
—, porque osaré jurar a Vuestra
Excelencia que en mi vida he subido sobre
bestia más reposada ni de mejor paso que
Clavileño; y no sé yo qué le pudo mover a
Malambruno para deshacerse de tan ligera y
tan gentil cabalgadura, y abrasarla así, sin
más ni más.
—A eso se puede imaginar
—respondió la
duquesa
— que, arrepentido del mal que
había hecho a la Trifaldi y compañía, y a
otras personas, y de las maldades que como
hechicero y encantador debía de haber
cometido, quiso concluir con todos los
instrumentos de su oficio, y, como a principal
y que más le traía desasosegado, vagando de
tierra en tierra, abrasó a Clavileño; que con
sus abrasadas cenizas y con el trofeo del
cartel queda eterno el valor del gran don
Quijote de la Mancha.
De nuevo nuevas gracias dio don Quijote a
la duquesa, y, en cenando, don Quijote se
retiró en su aposento solo, sin consentir que
nadie entrase con él a servirle: tanto se
temía de encontrar ocasiones que le
moviesen o forzasen a perder el honesto
decoro que a su señora Dulcinea guardaba,
siempre puesta en la imaginación la bondad
de Amadís, flor y espejo de los andantes
caballeros. Cerró tras sí la puerta, y a la luz
de dos velas de cera se desnudó, y al
descalzarse
—¡oh desgracia indigna de tal
persona!
— se le soltaron, no suspiros, ni otra
cosa, que desacreditasen la limpieza de su
policía, sino hasta dos docenas de puntos de
una media, que quedó hecha celosía.
Afligióse en estremo el buen señor, y diera él
por tener allí un adarme de seda verde una
onza de plata; digo seda verde porque las
medias eran verdes.
Aquí exclamó Benengeli, y, escribiendo, dijo
''¡Oh pobreza, pobreza! ¡No sé yo con qué
razón se movió aquel gran poeta cordobés a
llamarte dádiva santa desagradecida!
Yo, aunque moro, bien sé, por la
comunicación que he tenido con cristianos,
que la santidad consiste en la caridad,
humildad, fee, obediencia y pobreza; pero,
con todo eso, digo que ha de tener mucho de
Dios el que se viniere a contentar con ser
pobre, si no es de aquel modo de pobreza de
quien dice uno de sus mayores santos:
"Tened todas las cosas como si no las
tuviésedes"; y a esto llaman pobreza de
espíritu; pero tú, segunda pobreza, que eres
de la que yo hablo, ¿por qué quieres
estrellarte con los hidalgos y bien nacidos
más que con la otra gente? ¿Por qué los
obligas a dar pantalia a los zapatos, y a que
los botones de sus ropillas unos sean de
seda, otros de cerdas, y otros de vidro? ¿Por
qué sus cuellos, por la mayor parte, han de
ser siempre escarolados, y no abiertos con
molde?'' Y en esto se echará de ver que es
antiguo el uso del almidón y de los cuellos
abiertos. Y prosiguió: ''¡Miserable del bien
nacido que va dando pistos a su honra,
comiendo mal y a puerta cerrada, haciendo
hipócrita al palillo de dientes con que sale a la
calle después de no haber comido cosa que le
obligue a limpiárselos! ¡Miserable de aquel,
digo, que tiene la honra espantadiza, y piensa
que desde una legua se le descubre el
remiendo del zapato, el trasudor del
sombrero, la hilaza del herreruelo y la
hambre de su estómago!''
Todo esto se le renovó a don Quijote en la
soltura de sus puntos, pero consolóse con ver
que Sancho le había dejado unas botas de
camino, que pensó ponerse otro día.
Finalmente, él se recostó pensativo y
pesaroso, así de la falta que Sancho le hacía
como de la inreparable desgracia de sus
medias, a quien tomara los puntos, aunque
fuera con seda de otra color, que es una de
las mayores señales de miseria que un
hidalgo puede dar en el discurso de su prolija
estrecheza. Mató las velas; hacía calor y no
podía dormir; levantóse del lecho y abrió un
poco la ventana de una reja que daba sobre
un hermoso jardín, y, al abrirla, sintió y oyó
que andaba y hablaba gente en el jardín.
Púsose a escuchar atentamente. Levantaron
la voz los de abajo, tanto, que pudo oír estas
razones:
—No me porfíes, ¡oh Emerencia!, que cante,
pues sabes que, desde el punto que este
forastero entró en este castillo y mis ojos le
miraron, yo no sé cantar, sino llorar; cuanto
más, que el sueño de mi señora tiene más de
ligero que de pesado, y no querría que nos
hallase aquí por todo el tesoro del mundo. Y,
puesto caso que durmiese y no despertase,
en vano sería mi canto si duerme y no
despierta para oírle este nuevo Eneas, que ha
llegado a mis regiones para dejarme
escarnida.
—No des en eso, Altisidora amiga
—
respondieron
—, que sin duda la duquesa y
cuantos hay en esa casa duermen, si no es el
señor de tu corazón y el despertador de tu
alma, porque ahora sentí que abría la
ventana de la reja de su estancia, y sin duda
debe de estar despierto; canta, lastimada
mía, en tono bajo y suave al son de tu arpa,
y, cuando la duquesa nos sienta, le
echaremos la culpa al calor que hace.
—No está en eso el punto, ¡oh Emerencia!
—respondió la Altisidora
—, sino en que no
querría que mi canto descubriese mi corazón
y fuese juzgada de los que no tienen noticia
de las fuerzas poderosas de amor por
doncella antojadiza y liviana. Pero venga lo
que viniere, que más vale vergüenza en cara
que mancilla en corazón.
Y, en esto, sintió tocar una arpa
suavísimamente. Oyendo lo cual, quedó don
Quijote pasmado, porque en aquel instante
se le vinieron a la memoria las infinitas
aventuras semejantes a aquélla, de ventanas,
rejas y jardines, músicas, requiebros y
desvanecimientos que en los sus
desvanecidos libros de caballerías había leído.
Luego imaginó que alguna doncella de la
duquesa estaba dél enamorada, y que la
honestidad la forzaba a tener secreta su
voluntad; temió no le rindiese, y propuso en
su pensamiento el no dejarse vencer; y,
encomendándose de todo buen ánimo y buen
talante a su señora Dulcinea del Toboso,
determinó de escuchar la música; y, para dar
a entender que allí estaba, dio un fingido
estornudo, de que no poco se alegraron las
doncellas, que otra cosa no deseaban sino
que don Quijote las oyese. Recorrida, pues, y
afinada la arpa, Altisidora dio principio a este
romance:
—¡Oh, tú, que estás en tu lecho,
entre sábanas de holanda,
durmiendo a pierna tendida
de la noche a la mañana,
caballero el más valiente
que ha producido la Mancha,
más honesto y más bendito
que el oro fino de Arabia!
Oye a una triste doncella,
bien crecida y mal lograda,
que en la luz de tus dos soles
se siente abrasar el alma.
Tú buscas tus aventuras,
y ajenas desdichas hallas;
das las feridas, y niegas
el remedio de sanarlas.
Dime, valeroso joven,
que Dios prospere tus ansias,
si te criaste en la Libia,
o en las montañas de Jaca;
si sierpes te dieron leche;
si, a dicha, fueron tus amas
la aspereza de las selvas
y el horror de las montañas.
Muy bien puede Dulcinea,
doncella rolliza y sana,
preciarse de que ha rendido
a una tigre y fiera brava.
Por esto será famosa
desde Henares a Jarama,
desde el Tajo a Manzanares,
desde Pisuerga hasta Arlanza.
Trocáreme yo por ella,
y diera encima una saya
de las más gayadas mías,
que de oro le adornan franjas.
¡Oh, quién se viera en tus brazos,
o si no, junto a tu cama,
rascándote la cabeza
y matándote la caspa!
Mucho pido, y no soy digna
de merced tan señalada:
los pies quisiera traerte,
que a una humilde esto le basta.
¡Oh, qué de cofias te diera,
qué de escarpines de plata,
qué de calzas de damasco,
qué de herreruelos de holanda!
¡Qué de finísimas perlas,
cada cual como una agalla,
que, a no tener compañeras,
Las solas fueran llamadas!
No mires de tu Tarpeya
este incendio que me abrasa,
Nerón manchego del mundo,
ni le avives con tu saña.
Niña soy, pulcela tierna,
mi edad de quince no pasa:
catorce tengo y tres meses,
te juro en Dios y en mi ánima.
No soy renca, ni soy coja,
ni tengo nada de manca;
los cabellos, como lirios,
que, en pie, por el suelo arrastran.
Y, aunque es mi boca aguileña
y la nariz algo chata,
ser mis dientes de topacios
mi belleza al cielo ensalza.
Mi voz, ya ves, si me escuchas,
que a la que es más dulce iguala,
y soy de disposición
algo menos que mediana.
Estas y otras gracias mías,
son despojos de tu aljaba;
desta casa soy doncella,
y Altisidora me llaman.
Aquí dio fin el canto de la malferida
Altisidora, y comenzó el asombro del
requirido don Quijote, el cual, dando un gran
suspiro, dijo entre sí:
—¡Que tengo de ser tan desdichado
andante, que no ha de haber doncella que me
mire que de mí no se enamore...! ¡Que tenga
de ser tan corta de ventura la sin par
Dulcinea del Toboso, que no la han de dejar a
solas gozar de la incomparable firmeza
mía...! ¿Qué la queréis, reinas? ¿A qué la
perseguís, emperatrices? ¿Para qué la
acosáis, doncellas de a catorce a quince
años? Dejad, dejad a la miserable que
triunfe, se goce y ufane con la suerte que
Amor quiso darle en rendirle mi corazón y
entregarle mi alma. Mirad, caterva
enamorada, que para sola Dulcinea soy de
masa y de alfenique, y para todas las demás
soy de pedernal; para ella soy miel, y para
vosotras acíbar; para mí sola Dulcinea es la
hermosa, la discreta, la honesta, la gallarda y
la bien nacida, y las demás, las feas, las
necias, las livianas y las de peor linaje; para
ser yo suyo, y no de otra alguna, me arrojó la
naturaleza al mundo. Llore o cante Altisidora;
desespérese Madama, por quien me
aporrearon en el castillo del moro encantado,
que yo tengo de ser de Dulcinea, cocido o
asado, limpio, bien criado y honesto, a pesar
de todas las potestades hechiceras de la
tierra.
Y, con esto, cerró de golpe la ventana, y,
despechado y pesaroso, como si le hubiera
acontecido alguna gran desgracia, se acostó
en su lecho, donde le dejaremos por ahora,
porque nos está llamando el gran Sancho
Panza, que quiere dar principio a su famoso
gobierno.
Capítulo XLV. De cómo el
gran Sancho Panza tomó la
posesión de su ínsula, y del
modo que comenzó a
gobernar
¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas,
hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce
de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí,
tirador acá, médico acullá, padre de la
Poesía, inventor de la Música: tú que siempre
sales, y, aunque lo parece, nunca te pones! A
ti digo, ¡oh sol, con cuya ayuda el hombre
engendra al hombre!; a ti digo que me
favorezcas, y alumbres la escuridad de mi
ingenio, para que pueda discurrir por sus
puntos en la narración del gobierno del gran
Sancho Panza; que sin ti, yo me siento tibio,
desmazalado y confuso.
Digo, pues, que con todo su
acompañamiento llegó Sancho a un lugar de
hasta mil vecinos, que era de los mejores que
el duque tenía. Diéronle a entender que se
llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el
lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato
con que se le había dado el gobierno. Al
llegar a las puertas de la villa, que era
cercada, salió el regimiento del pueblo a
recebirle; tocaron las campanas, y todos los
vecinos dieron muestras de general alegría, y
con mucha pompa le llevaron a la iglesia
mayor a dar gracias a Dios, y luego, con
algunas ridículas ceremonias, le entregaron
las llaves del pueblo, y le admitieron por
perpetuo gobernador de la ínsula Barataria.
El traje, las barbas, la gordura y pequeñez
del nuevo gobernador tenía admirada a toda
la gente que el busilis del cuento no sabía, y
aun a todos los que lo sabían, que eran
muchos. Finalmente, en sacándole de la
iglesia, le llevaron a la silla del juzgado y le
sentaron en ella; y el mayordomo del duque
le dijo:
—Es costumbre antigua en esta ínsula,
señor gobernador, que el que viene a tomar
posesión desta famosa ínsula está obligado a
responder a una pregunta que se le hiciere,
que sea algo intricada y dificultosa, de cuya
respuesta el pueblo toma y toca el pulso del
ingenio de su nuevo gobernador; y así, o se
alegra o se entristece con su venida.
En tanto que el mayordomo decía esto a
Sancho, estaba él mirando unas grandes y
muchas letras que en la pared frontera de su
silla estaban escritas; y, como él no sabía
leer, preguntó que qué eran aquellas pinturas
que en aquella pared estaban. Fuele
respondido:
—Señor, allí esta escrito y notado el día en
que Vuestra Señoría tomó posesión desta
ínsula, y dice el epitafio: Hoy día, a tantos de
tal mes y de tal año, tomó la posesión desta
ínsula el señor don Sancho Panza, que
muchos años la goce.
—Y ¿a quién llaman don Sancho Panza?
—
preguntó Sancho.
—A vuestra señoría
—respondió el
mayordomo
—, que en esta ínsula no ha
entrado otro Panza sino el que está sentado
en esa silla.
—Pues advertid, hermano
—dijo Sancho
—,
que yo no tengo don, ni en todo mi linaje le
ha habido: Sancho Panza me llaman a secas,
y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi
agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras
de dones ni donas; y yo imagino que en esta
ínsula debe de haber más dones que piedras;
pero basta: Dios me entiende, y podrá ser
que, si el gobierno me dura cuatro días, yo
escardaré estos dones, que, por la
muchedumbre, deben de enfadar como los
mosquitos. Pase adelante con su pregunta el
señor mayordomo, que yo responderé lo
mejor que supiere, ora se entristezca o no se
entristezca el pueblo.
A este instante entraron en el juzgado dos
hombres, el uno vestido de labrador y el otro
de sastre, porque traía unas tijeras en la
mano, y el sastre dijo:
—Señor gobernador, yo y este hombre
labrador venimos ante vuestra merced en
razón que este buen hombre llegó a mi tienda
ayer (que yo, con perdón de los presentes,
soy sastre examinado, que Dios sea bendito),
y, poniéndome un pedazo de paño en las
manos, me preguntó: ''Señor, ¿habría en esto
paño harto para hacerme una caperuza?'' Yo,
tanteando el paño, le respondí que sí; él
debióse de imaginar, a lo que yo imagino, e
imaginé bien, que sin duda yo le quería
hurtar alguna parte del paño, fundándose en
su malicia y en la mala opinión de los sastres,
y replicóme que mirase si habría para dos;
adivinéle el pensamiento y díjele que sí; y él,
caballero en su dañada y primera intención,
fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendo
síes, hasta que llegamos a cinco caperuzas, y
ahora en este punto acaba de venir por ellas:
yo se las doy, y no me quiere pagar la
hechura, antes me pide que le pague o
vuelva su paño.
—¿Es todo esto así, hermano?
—preguntó
Sancho.
—Sí, señor
—respondió el hombre
—, pero
hágale vuestra merced que muestre las cinco
caperuzas que me ha hecho.
—De buena gana
—respondió el sastre.
Y, sacando encontinente la mano debajo del
herreruelo, mostró en ella cinco caperuzas
puestas en las cinco cabezas de los dedos de
la mano, y dijo:
—He aquí las cinco caperuzas que este buen
hombre me pide, y en Dios y en mi
conciencia que no me ha quedado nada del
paño, y yo daré la obra a vista de veedores
del oficio.
Todos los presentes se rieron de la multitud
de las caperuzas y del nuevo pleito. Sancho
se puso a considerar un poco, y dijo:
—Paréceme que en este pleito no ha de
haber largas dilaciones, sino juzgar luego a
juicio de buen varón; y así, yo doy por
sentencia que el sastre pierda las hechuras, y
el labrador el paño, y las caperuzas se lleven
a los presos de la cárcel, y no haya más.
Si la sentencia pasada de la bolsa del
ganadero movió a admiración a los
circunstantes, ésta les provocó a risa; pero,
en fin, se hizo lo que mandó el gobernador;
ante el cual se presentaron dos hombres
ancianos; el uno traía una cañaheja por
báculo, y el sin báculo dijo:
—Señor, a este buen hombre le presté días
ha diez escudos de oro en oro, por hacerle
placer y buena obra, con condición que me
los volviese cuando se los pidiese; pasáronse
muchos días sin pedírselos, por no ponerle en
mayor necesidad de volvérmelos que la que
él tenía cuando yo se los presté; pero, por
parecerme que se descuidaba en la paga, se
los he pedido una y muchas veces, y no
solamente no me los vuelve, pero me los
niega y dice que nunca tales diez escudos le
presté, y que si se los presté, que ya me los
ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del
prestado ni de la vuelta, porque no me los ha
vuelto; querría que vuestra merced le tomase
juramento, y si jurare que me los ha vuelto,
yo se los perdono para aquí y para delante de
Dios.
—¿Qué decís vos a esto, buen viejo del
báculo?
—dijo Sancho.
A lo que dijo el viejo:
—Yo, señor, confieso que me los prestó, y
baje vuestra merced esa vara; y, pues él lo
deja en mi juramento, yo juraré como se los
he vuelto y pagado real y verdaderamente.
Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el
viejo del báculo dio el báculo al otro viejo,
que se le tuviese en tanto que juraba, como
si le embarazara mucho, y luego puso la
mano en la cruz de la vara, diciendo que era
verdad que se le habían prestado aquellos
diez escudos que se le pedían; pero que él se
los había vuelto de su mano a la suya, y que
por no caer en ello se los volvía a pedir por
momentos. Viendo lo cual el gran
gobernador, preguntó al acreedor qué
respondía a lo que decía su contrario; y dijo
que sin duda alguna su deudor debía de decir
verdad, porque le tenía por hombre de bien y
buen cristiano, y que a él se le debía de
haber olvidado el cómo y cuándo se los había
vuelto, y que desde allí en adelante jamás le
pidiría nada. Tornó a tomar su báculo el
deudor, y, bajando la cabeza, se salió del
juzgado. Visto lo cual Sancho, y que sin más
ni más se iba, y viendo también la paciencia
del demandante, inclinó la cabeza sobre el
pecho, y, poniéndose el índice de la mano
derecha sobre las cejas y las narices,
estuvo como pensativo un pequeño espacio,
y luego alzó la cabeza y mandó que le
llamasen al viejo del báculo, que ya se había
ido. Trujéronsele, y, en viéndole Sancho, le
dijo:
—Dadme, buen hombre, ese báculo, que le
he menester.
—De muy buena gana
—respondió el viejo
—
: hele aquí, señor.
Y púsosele en la mano. Tomóle Sancho, y,
dándosele al otro viejo, le dijo:
—Andad con Dios, que ya vais pagado.
—¿Yo, señor?
—respondió el viejo
—. Pues,
¿vale esta cañaheja diez escudos de oro?
—Sí
—dijo el gobernador
—; o si no, yo soy
el mayor porro del mundo. Y ahora se verá si
tengo yo caletre para gobernar todo un reino.
Y mandó que allí, delante de todos, se
rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en
el corazón della hallaron diez escudos en oro.
Quedaron todos admirados, y tuvieron a su
gobernador por un nuevo Salomón.
Preguntáronle de dónde había colegido que
en aquella cañaheja estaban aquellos diez
escudos, y respondió que de haberle visto dar
el viejo que juraba, a su contrario, aquel
báculo, en tanto que hacía el juramento, y
jurar que se los había dado real y
verdaderamente, y que, en acabando de
jurar, le tornó a pedir el báculo, le vino a la
imaginación que dentro dél estaba la paga de
lo que pedían. De donde se podía colegir que
los que gobiernan, aunque sean unos tontos,
tal vez los encamina Dios en sus juicios; y
más, que él había oído contar otro caso como
aquél al cura de su lugar, y que él tenía tan
gran memoria, que, a no olvidársele todo
aquello de que quería acordarse, no hubiera
tal memoria en toda la ínsula. Finalmente, el
un viejo corrido y el otro pagado, se fueron, y
los presentes quedaron admirados, y el que
escribía las palabras, hechos y movimientos
de Sancho no acababa de determinarse si le
tendría y pondría por tonto o por discreto.
Luego, acabado este pleito, entró en el
juzgado una mujer asida fuertemente de un
hombre vestido de ganadero rico, la cual
venía dando grandes voces, diciendo:
—¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si
no la hallo en la tierra, la iré a buscar al cielo!
Señor gobernador de mi ánima, este mal
hombre me ha cogido en la mitad dese
campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo
como si fuera trapo mal lavado, y,
¡desdichada de mí!, me ha llevado lo que yo
tenía guardado más de veinte y tres años ha,
defendiéndolo de moros y cristianos, de
naturales y estranjeros; y yo, siempre dura
como un alcornoque, conservándome entera
como la salamanquesa en el fuego, o como la
lana entre las zarzas, para que este buen
hombre llegase ahora con sus manos limpias
a manosearme.
—Aun eso está por averiguar: si tiene
limpias o no las manos este galán
—dijo
Sancho.
Y, volviéndose al hombre, le dijo qué decía
y respondía a la querella de aquella mujer. El
cual, todo turbado, respondió:
—Señores, yo soy un pobre ganadero de
ganado de cerda, y esta mañana salía deste
lugar de vender, con perdón sea dicho, cuatro
puercos, que me llevaron de alcabalas y
socaliñas poco menos de lo que ellos valían;
volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta
buena dueña, y el diablo, que todo lo añasca
y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos;
paguéle lo soficiente, y ella, mal contenta,
asió de mí, y no me ha dejado hasta traerme
a este puesto. Dice que la forcé, y miente,
para el juramento que hago o pienso hacer; y
ésta es toda la verdad, sin faltar meaja.
Entonces el gobernador le preguntó si traía
consigo algún dinero en plata; él dijo que
hasta veinte ducados tenía en el seno, en una
bolsa de cuero. Mandó que la sacase y se la
entregase, así como estaba, a la querellante;
él lo hizo temblando; tomóla la mujer, y,
haciendo mil zalemas a todos y rogando a
Dios por la vida y salud del señor gobernador,
que así miraba por las huérfanas
menesterosas y doncellas; y con esto se salió
del juzgado, llevando la bolsa asida con
entrambas manos, aunque primero miró si
era de plata la moneda que llevaba dentro.
Apenas salió, cuando Sancho dijo al
ganadero, que ya se le saltaban las lágrimas,
y los ojos y el corazón se iban tras su bolsa:
—Buen hombre, id tras aquella mujer y
quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved
aquí con ella.
Y no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego
partió como un rayo y fue a lo que se le
mandaba. Todos los presentes estaban
suspensos, esperando el fin de aquel pleito, y
de allí a poco volvieron el hombre y la mujer
más asidos y aferrados que la vez primera:
ella la saya levantada y en el regazo puesta
la bolsa, y el hombre pugnando por
quitársela; mas no era posible, según la
mujer la defendía, la cual daba voces
diciendo:
—¡Justicia de Dios y del mundo! Mire
vuestra merced, señor gobernador, la poca
vergüenza y el poco temor deste desalmado,
que, en mitad de poblado y en mitad de la
calle, me ha querido quitar la bolsa que
vuestra merced mandó darme.
—Y ¿háosla quitado?
—preguntó el
gobernador.
—¿Cómo quitar?
—respondió la mujer
—.
Antes me dejara yo quitar la vida que me
quiten la bolsa. ¡Bonita es la niña! ¡Otros
gatos me han de echar a las barbas, que no
este desventurado y asqueroso! ¡Tenazas y
martillos, mazos y escoplos no serán
bastantes a sacármela de las uñas, ni aun
garras de leones: antes el ánima de en mitad
en mitad de las carnes!
—Ella tiene razón
—dijo el hombre
—, y yo
me doy por rendido y sin fuerzas, y confieso
que las mías no son bastantes para
quitársela, y déjola.
Entonces el gobernador dijo a la mujer:
—Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa.
Ella se la dio luego, y el gobernador se la
volvió al hombre, y dijo a la esforzada y no
forzada:
—Hermana mía, si el mismo aliento y valor
que habéis mostrado para defender esta
bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos,
para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de
Hércules no os hicieran fuerza. Andad con
Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en
toda esta ínsula ni en seis leguas a la
redonda, so pena de docientos azotes.
¡Andad luego digo, churrillera, desvergonzada
y embaidora!
Espantóse la mujer y fuese cabizbaja y mal
contenta, y el gobernador dijo al hombre:
—Buen hombre, andad con Dios a vuestro
lugar con vuestro dinero, y de aquí adelante,
si no le queréis perder, procurad que no os
venga en voluntad de yogar con nadie.
El hombre le dio las gracias lo peor que
supo, y fuese, y los circunstantes quedaron
admirados de nuevo de los juicios y
sentencias de su nuevo gobernador. Todo lo
cual, notado de su coronista, fue luego
escrito al duque, que con gran deseo lo
estaba esperando.
Y quédese aquí el buen Sancho, que es
mucha la priesa que nos da su amo,
alborozado con la música de Altisidora.
Capítulo XLVI. Del
temeroso espanto cencerril
y gatuno que recibió don
Quijote en el discurso de los
amores de la enamorada
Altisidora
Dejamos al gran don Quijote envuelto en
los pensamientos que le habían causado la
música de la enamorada doncella Altisidora.
Acostóse con ellos, y, como si fueran pulgas,
no le dejaron dormir ni sosegar un punto, y
juntábansele los que le faltaban de sus
medias; pero, como es ligero el tiempo, y no
hay barranco que le detenga, corrió caballero
en las horas, y con mucha presteza llegó la
de la mañana. Lo cual visto por don Quijote,
dejó las blandas plumas, y, no nada
perezoso, se vistió su acamuzado vestido y se
calzó sus botas de camino, por encubrir la
desgracia de sus medias; arrojóse encima su
mantón de escarlata y púsose en la cabeza
una montera de terciopelo verde, guarnecida
de pasamanos de plata; colgó el tahelí de sus
hombros con su buena y tajadora espada,
asió un gran rosario que consigo contino
traía, y con gran prosopopeya y contoneo
salió a la antesala, donde el duque y la
duquesa estaban ya vestidos y como
esperándole; y, al pasar por una galería,
estaban aposta esperándole Altisidora y la
otra doncella su amiga, y, así como Altisidora
vio a don Quijote, fingió desmayarse, y su
amiga la recogió en sus faldas, y con gran
presteza la iba a desabrochar el pecho. Don
Quijote, que lo vio, llegándose a ellas, dijo:
—Ya sé yo de qué proceden estos
accidentes.
—No sé yo de qué
—respondió la amiga
—,
porque Altisidora es la doncella más sana de
toda esta casa, y yo nunca la he sentido un
¡ay! en cuanto ha que la conozco, que mal
hayan cuantos caballeros andantes hay en el
mundo, si es que todos son desagradecidos.
Váyase vuesa merced, señor don Quijote, que
no volverá en sí esta pobre niña en tanto que
vuesa merced aquí estuviere.
A lo que respondió don Quijote:
—Haga vuesa merced, señora, que se me
ponga un laúd esta noche en mi aposento,
que yo consolaré lo mejor que pudiere a esta
lastimada doncella; que en los principios
amorosos los desengaños prestos suelen ser
remedios calificados.
Y con esto se fue, porque no fuese notado
de los que allí le viesen. No se hubo bien
apartado, cuando, volviendo en sí la
desmayada Altisidora, dijo a su compañera:
—Menester será que se le ponga el laúd,
que sin duda don Quijote quiere darnos
música, y no será mala, siendo suya.
Fueron luego a dar cuenta a la duquesa de
lo que pasaba y del laúd que pedía don
Quijote, y ella, alegre sobremodo, concertó
con el duque y con sus doncellas de hacerle
una burla que fuese más risueña que dañosa,
y con mucho contento esperaban la noche,
que se vino tan apriesa como se había venido
el día, el cual pasaron los duques en sabrosas
pláticas con don Quijote. Y la duquesa aquel
día real y verdaderamente despachó a un
paje suyo, que había hecho en la selva la
figura encantada de Dulcinea, a Teresa
Panza, con la carta de su marido Sancho
Panza, y con el lío de ropa que había dejado
para que se le enviase, encargándole le
trujese buena relación de todo lo que con ella
pasase.
Hecho esto, y llegadas las once horas de la
noche, halló don Quijote una vihuela en su
aposento; templóla, abrió la reja, y sintió que
andaba gente en el jardín; y, habiendo
recorrido los trastes de la vihuela y
afinándola lo mejor que supo, escupió y
remondóse el pecho, y luego, con una voz
ronquilla, aunque entonada, cantó el
siguiente romance, que él mismo aquel día
había compuesto:
—Suelen las fuerzas de amor
sacar de quicio a las almas,
tomando por instrumento
la ociosidad descuidada.
Suele el coser y el labrar,
y el estar siempre ocupada,
ser antídoto al veneno
de las amorosas ansias.
Las doncellas recogidas
que aspiran a ser casadas,
la honestidad es la dote
y voz de sus alabanzas.
Los andantes caballeros,
y los que en la corte andan,
requiébranse con las libres,
con las honestas se casan.
Hay amores de levante,
que entre huéspedes se tratan,
que llegan presto al poniente,
porque en el partirse acaban.
El amor recién venido,
que hoy llegó y se va mañana,
las imágines no deja
bien impresas en el alma.
Pintura sobre pintura
ni se muestra ni señala;
y do hay primera belleza,
la segunda no hace baza.
Dulcinea del Toboso
del alma en la tabla rasa
tengo pintada de modo
que es imposible borrarla.
La firmeza en los amantes
es la parte más preciada,
por quien hace amor milagros,
y asimesmo los levanta.
Aquí llegaba don Quijote de su canto, a
quien estaban escuchando el duque y la
duquesa, Altisidora y casi toda la gente del
castillo, cuando de improviso, desde encima
de un corredor que sobre la reja de don
Quijote a plomo caía, descolgaron un cordel
donde venían más de cien cencerros asidos, y
luego, tras ellos, derramaron un gran saco de
gatos, que asimismo traían cencerros
menores atados a las colas. Fue tan grande el
ruido de los cencerros y el mayar de los
gatos, que, aunque los duques habían sido
inventores de la burla, todavía les sobresaltó;
y, temeroso, don Quijote quedó pasmado. Y
quiso la suerte que dos o tres gatos se
entraron por la reja de su estancia, y, dando
de una parte a otra, parecía que una región
de diablos andaba en ella. Apagaron las velas
que en el aposento ardían, y andaban
buscando por do escaparse. El descolgar y
subir del cordel de los grandes cencerros no
cesaba; la mayor parte de la gente del
castillo, que no sabía la verdad del caso,
estaba suspensa y admirada.
Levantóse don Quijote en pie, y, poniendo
mano a la espada, comenzó a tirar estocadas
por la reja y a decir a grandes voces:
—¡Afuera, malignos encantadores! ¡Afuera,
canalla hechiceresca, que yo soy don Quijote
de la Mancha, contra quien no valen ni tienen
fuerza vuestras malas intenciones!
Y, volviéndose a los gatos que andaban por
el aposento, les tiró muchas cuchilladas; ellos
acudieron a la reja, y por allí se salieron,
aunque uno, viéndose tan acosado de las
cuchilladas de don Quijote, le saltó al rostro y
le asió de las narices con las uñas y los
dientes, por cuyo dolor don Quijote comenzó
a dar los mayores gritos que pudo. Oyendo lo
cual el duque y la duquesa, y considerando lo
que podía ser, con mucha presteza acudieron
a su estancia, y, abriendo con llave maestra,
vieron al pobre caballero pugnando con todas
sus fuerzas por arrancar el gato de su rostro.
Entraron con luces y vieron la desigual pelea;
acudió el duque a despartirla, y don Quijote
dijo a voces:
—¡No me le quite nadie! ¡Déjenme mano a
mano con este demonio, con este hechicero,
con este encantador, que yo le daré a
entender de mí a él quién es don Quijote de
la Mancha!
Pero el gato, no curándose destas
amenazas, gruñía y apretaba. Mas, en fin, el
duque se le desarraigó y le echó por la reja.
Quedó don Quijote acribado el rostro y no
muy sanas las narices, aunque muy
despechado porque no le habían dejado
fenecer la batalla que tan trabada tenía con
aquel malandrín encantador. Hicieron traer
aceite de Aparicio, y la misma Altisidora, con
sus blanquísimas manos, le puso unas vendas
por todo lo herido; y, al ponérselas, con voz
baja le dijo:
—Todas estas malandanzas te suceden,
empedernido caballero, por el pecado de tu
dureza y pertinacia; y plega a Dios que se le
olvide a Sancho tu escudero el azotarse,
porque nunca salga de su encanto esta tan
amada tuya Dulcinea, ni tú lo goces, ni
llegues a tálamo con ella, a lo menos viviendo
yo, que te adoro.
A todo esto no respondió don Quijote otra
palabra si no fue dar un profundo suspiro, y
luego se tendió en su lecho, agradeciendo a
los duques la merced, no porque él tenía
temor de aquella canalla gatesca,
encantadora y cencerruna, sino porque había
conocido la buena intención con que habían
venido a socorrerle. Los duques le dejaron
sosegar, y se fueron, pesarosos del mal
suceso de la burla; que no creyeron que tan
pesada y costosa le saliera a don Quijote
aquella aventura, que le costó cinco días de
encerramiento y de cama, donde le sucedió
otra aventura más gustosa que la pasada, la
cual no quiere su historiador contar ahora,
por acudir a Sancho Panza, que andaba muy
solícito y muy gracioso en su gobierno.
Capítulo XLVII. Donde se
prosigue cómo se portaba
Sancho Panza en su
gobierno
Cuenta la historia que desde el juzgado
llevaron a Sancho Panza a un suntuoso
palacio, adonde en una gran sala estaba
puesta una real y limpísima mesa; y, así
como Sancho entró en la sala, sonaron
chirimías, y salieron cuatro pajes a darle
aguamanos, que Sancho recibió con mucha
gravedad.
Cesó la música, sentóse Sancho a la
cabecera de la mesa, porque no había más de
aquel asiento, y no otro servicio en toda ella.
Púsose a su lado en pie un personaje, que
después mostró ser médico, con una varilla
de ballena en la mano. Levantaron una
riquísima y blanca toalla con que estaban
cubiertas las frutas y mucha diversidad de
platos de diversos manjares; uno que parecía
estudiante echó la bendición, y un paje puso
un babador randado a Sancho; otro que hacía
el oficio de maestresala, llegó un plato de
fruta delante; pero, apenas hubo comido un
bocado, cuando el de la varilla tocando con
ella en el plato, se le quitaron de delante con
grandísima celeridad; pero el maestresala le
llegó otro de otro manjar. Iba a probarle
Sancho; pero, antes que llegase a él ni le
gustase, ya la varilla había tocado en él, y un
paje alzádole con tanta presteza como el de
la fruta. Visto lo cual por Sancho, quedó
suspenso, y, mirando a todos, preguntó si se
había de comer aquella comida como juego
de maesecoral. A lo cual respondió el de la
vara:
—No se ha de comer, señor gobernador,
sino como es uso y costumbre en las otras
ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor,
soy médico, y estoy asalariado en esta ínsula
para serlo de los gobernadores della, y miro
por su salud mucho más que por la mía,
estudiando de noche y de día, y tanteando la
complexión del gobernador, para acertar a
curarle cuando cayere enfermo; y lo principal
que hago es asistir a sus comidas y cenas, y
a dejarle comer de lo que me parece que le
conviene, y a quitarle lo que imagino que le
ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y
así, mandé quitar el plato de la fruta, por ser
demasiadamente húmeda, y el plato del otro
manjar también le mandé quitar, por ser
demasiadamente caliente y tener muchas
especies, que acrecientan la sed; y el que
mucho bebe mata y consume el húmedo
radical, donde consiste la vida.
—Desa manera, aquel plato de perdices que
están allí asadas, y, a mi parecer, bien
sazonadas, no me harán algún daño.
A lo que el médico respondió:
—Ésas no comerá el señor gobernador en
tanto que yo tuviere vida.
—Pues, ¿por qué?
—dijo Sancho.
Y el médico respondió:
—Porque nuestro maestro Hipócrates, norte
y luz de la medicina, en un aforismo suyo,
dice: Omnis saturatio mala, perdices autem
pessima. Quiere decir: "Toda hartazga es
mala; pero la de las perdices, malísima".
—Si eso es así
—dijo Sancho
—, vea el señor
doctor de cuantos manjares hay en esta
mesa cuál me hará más provecho y cuál
menos daño, y déjeme comer dél sin que me
le apalee; porque, por vida del gobernador, y
así Dios me le deje gozar, que me muero de
hambre, y el negarme la comida, aunque le
pese al señor doctor y él más me diga, antes
será quitarme la vida que aumentármela.
—Vuestra merced tiene razón, señor
gobernador
—respondió el médico
—; y así, es
mi parecer que vuestra merced no coma de
aquellos conejos guisados que allí están,
porque es manjar peliagudo. De aquella
ternera, si no fuera asada y en adobo, aún se
pudiera probar, pero no hay para qué.
Y Sancho dijo:
—Aquel platonazo que está más adelante
vahando me parece que es olla podrida, que
por la diversidad de cosas que en las tales
ollas podridas hay, no podré dejar de topar
con alguna que me sea de gusto y de
provecho.
—Absit!
—dijo el médico
—. Vaya lejos de
nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa
en el mundo de peor mantenimiento que una
olla podrida. Allá las ollas podridas para los
canónigos, o para los retores de colegios, o
para las bodas labradorescas, y déjennos
libres las mesas de los gobernadores, donde
ha de asistir todo primor y toda atildadura; y
la razón es porque siempre y a doquiera y de
quienquiera son más estimadas las medicinas
simples que las compuestas, porque en las
simples no se puede errar y en las
compuestas sí, alterando la cantidad de las
cosas de que son compuestas; mas lo que yo
sé que ha de comer el señor gobernador
ahora, para conservar su salud y
corroborarla, es un ciento de cañutillos de
suplicaciones y unas tajadicas subtiles de
carne de membrillo, que le asienten el
estómago y le ayuden a la digestión.
Oyendo esto Sancho, se arrimó sobre el
espaldar de la silla y miró de hito en hito al
tal médico, y con voz grave le preguntó cómo
se llamaba y dónde había estudiado. A lo que
él respondió:
—Yo, señor gobernador, me llamo el doctor
Pedro Recio de Agüero, y soy natural de un
lugar llamado Tirteafuera, que está entre
Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano
derecha, y tengo el grado de doctor por la
universidad de Osuna.
A lo que respondió Sancho, todo encendido
en cólera:
—Pues, señor doctor Pedro Recio de Mal
Agüero, natural de Tirteafuera, lugar que está
a la derecha mano como vamos de Caracuel a
Almodóvar del Campo, graduado en Osuna,
quíteseme luego delante, si no, voto al sol
que tome un garrote y que a garrotazos,
comenzando por él, no me ha de quedar
médico en toda la ínsula, a lo menos de
aquellos que yo entienda que son ignorantes;
que a los médicos sabios, prudentes y
discretos los pondré sobre mi cabeza y los
honraré como a personas divinas. Y vuelvo a
decir que se me vaya, Pedro Recio, de aquí;
si no, tomaré esta silla donde estoy sentado y
se la estrellaré en la cabeza; y pídanmelo en
residencia, que yo me descargaré con decir
que hice servicio a Dios en matar a un mal
médico, verdugo de la república. Y denme de
comer, o si no, tómense su gobierno, que
oficio que no da de comer a su dueño no vale
dos habas.
Alborotóse el doctor, viendo tan colérico al
gobernador, y quiso hacer tirteafuera de la
sala, sino que en aquel instante sonó una
corneta de posta en la calle, y, asomándose
el maestresala a la ventana, volvió diciendo:
—Correo viene del duque mi señor; algún
despacho debe de traer de importancia.
Entró el correo sudando y asustado, y,
sacando un pliego del seno, le puso en las
manos del gobernador, y Sancho le puso en
las del mayordomo, a quien mandó leyese el
sobreescrito, que decía así: A don Sancho
Panza, gobernador de la ínsula Barataria, en
su propia mano o en las de su secretario.
Oyendo lo cual, Sancho dijo:
—¿Quién es aquí mi secretario?
Y uno de los que presentes estaban
respondió:
—Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy
vizcaíno.
—Con esa añadidura
—dijo Sancho
—, bien
podéis ser secretario del mismo emperador.
Abrid ese pliego, y mirad lo que dice.
Hízolo así el recién nacido secretario, y,
habiendo leído lo que decía, dijo que era
negocio para tratarle a solas. Mandó Sancho
despejar la sala, y que no quedasen en ella
sino el mayordomo y el maestresala, y los
demás y el médico se fueron; y luego el
secretario leyó la carta, que así decía:
A mi noticia ha llegado, señor don Sancho
Panza, que unos enemigos míos y desa ínsula
la han de dar un asalto furioso, no sé qué
noche; conviene velar y estar alerta, porque
no le tomen desapercebido. Sé también, por
espías verdaderas, que han entrado en ese
lugar cuatro personas disfrazadas para
quitaros la vida, porque se temen de vuestro
ingenio; abrid el ojo, y mirad quién llega a
hablaros, y no comáis de cosa que os
presentaren. Yo tendré cuidado de socorreros
si os viéredes en trabajo, y en todo haréis
como se espera de vuestro entendimiento.
Deste lugar, a 16 de agosto, a las cuatro de
la mañana.
Vuestro amigo,
El Duque.
Quedó atónito Sancho, y mostraron
quedarlo asimismo los circunstantes; y,
volviéndose al mayordomo, le dijo:
—Lo que agora se ha de hacer, y ha de ser
luego, es meter en un calabozo al doctor
Recio; porque si alguno me ha de matar, ha
de ser él, y de muerte adminícula y pésima,
como es la de la hambre.
—También
—dijo el maestresala
— me
parece a mí que vuesa merced no coma de
todo lo que está en esta mesa, porque lo han
presentado unas monjas, y, como suele
decirse, detrás de la cruz está el diablo.
—No lo niego
—respondió Sancho
—, y por
ahora denme un pedazo de pan y obra de
cuatro libras de uvas, que en ellas no podrá
venir veneno; porque, en efecto, no puedo
pasar sin comer, y si es que hemos de estar
prontos para estas batallas que nos
amenazan, menester será estar bien
mantenidos, porque tripas llevan corazón,
que no corazón tripas. Y vos, secretario,
responded al duque mi señor y decidle que se
cumplirá lo que manda como lo manda, sin
faltar punto; y daréis de mi parte un
besamanos a mi señora la duquesa, y que le
suplico no se le olvide de enviar con un
propio mi carta y mi lío a mi mujer Teresa
Panza, que en ello recibiré mucha merced, y
tendré cuidado de servirla con todo lo que
mis fuerzas alcanzaren; y de camino podéis
encajar un besamanos a mi señor don Quijote
de la Mancha, porque vea que soy pan
agradecido; y vos, como buen secretario y
como buen vizcaíno, podéis añadir todo lo
que quisiéredes y más viniere a cuento. Y
álcense estos manteles, y denme a mí de
comer, que yo me avendré con cuantas
espías y matadores y encantadores vinieren
sobre mí y sobre mi ínsula.
En esto entró un paje, y dijo:
—Aquí está un labrador negociante que
quiere hablar a Vuestra Señoría en un
negocio, según él dice, de mucha
importancia.
—Estraño caso es éste
—dijo Sancho
—
destos negociantes. ¿Es posible que sean tan
necios, que no echen de ver que semejantes
horas como éstas no son en las que han de
venir a negociar? ¿Por ventura los que
gobernamos, los que somos jueces, no somos
hombres de carne y de hueso, y que es
menester que nos dejen descansar el tiempo
que la necesidad pide, sino que quieren que
seamos hechos de piedra marmol? Por Dios y
en mi conciencia que si me dura el gobierno
(que no durará, según se me trasluce), que
yo ponga en pretina a más de un negociante.
Agora decid a ese buen hombre que entre;
pero adviértase primero no sea alguno de los
espías, o matador mío.
—No, señor
—respondió el paje
—, porque
parece una alma de cántaro, y yo sé poco, o
él es tan bueno como el buen pan.
—No hay que temer
—dijo el mayordomo
—,
que aquí estamos todos.
—¿Sería posible
—dijo Sancho
—,
maestresala, que agora que no está aquí el
doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna
cosa de peso y de sustancia, aunque fuese un
pedazo de pan y una cebolla?
—Esta noche, a la cena, se satisfará la falta
de la comida, y quedará Vuestra Señoría
satisfecho y pagado
—dijo el maestresala.
—Dios lo haga
—respondió Sancho.
Y, en esto, entró el labrador, que era de
muy buena presencia, y de mil leguas se le
echaba de ver que era bueno y buena alma.
Lo primero que dijo fue:
—¿Quién es aquí el señor gobernador?
—¿Quién ha de ser
—respondió el
secretario
—, sino el que está sentado en la
silla?
—Humíllome, pues, a su presencia
—dijo el
labrador.
Y, poniéndose de rodillas, le pidió la mano
para besársela. Negósela Sancho, y mandó
que se levantase y dijese lo que quisiese.
Hízolo así el labrador, y luego dijo:
—Yo, señor, soy labrador, natural de Miguel
Turra, un lugar que está dos leguas de
Ciudad Real.
—¡Otro Tirteafuera tenemos!
—dijo
Sancho
—. Decid, hermano, que lo que yo os
sé decir es que sé muy bien a Miguel Turra, y
que no está muy lejos de mi pueblo.
—Es, pues, el caso, señor
—prosiguió el
labrador
—, que yo, por la misericordia de
Dios, soy casado en paz y en haz de la Santa
Iglesia Católica Romana; tengo dos hijos
estudiantes que el menor estudia para
bachiller y el mayor para licenciado; soy
viudo, porque se murió mi mujer, o, por
mejor decir, me la mató un mal médico, que
la purgó estando preñada, y si Dios fuera
servido que saliera a luz el parto, y fuera
hijo, yo le pusiere a estudiar para doctor,
porque no tuviera invidia a sus hermanos el
bachiller y el licenciado.
—De modo
—dijo Sancho
— que si vuestra
mujer no se hubiera muerto, o la hubieran
muerto, vos no fuérades agora viudo.
—No, señor, en ninguna manera
—
respondió el labrador.
—¡Medrados estamos!
—replicó Sancho
—.
Adelante, hermano, que es hora de dormir
más que de negociar.
—Digo, pues
—dijo el labrador
—, que este
mi hijo que ha de ser bachiller se enamoró en
el mesmo pueblo de una doncella llamada
Clara Perlerina, hija de Andrés Perlerino,
labrador riquísimo; y este nombre de
Perlerines no les viene de abolengo ni otra
alcurnia, sino porque todos los deste linaje
son perláticos, y por mejorar el nombre los
llaman Perlerines; aunque, si va decir la
verdad, la doncella es como una perla
oriental, y, mirada por el lado derecho,
parece una flor del campo; por el izquierdo
no tanto, porque le falta aquel ojo, que se le
saltó de viruelas; y, aunque los hoyos del
rostro son muchos y grandes, dicen los que la
quieren bien que aquéllos no son hoyos, sino
sepulturas donde se sepultan las almas de
sus amantes. Es tan limpia que, por no
ensuciar la cara, trae las narices, como dicen,
arremangadas, que no parece sino que van
huyendo de la boca; y, con todo esto, parece
bien por estremo, porque tiene la boca
grande, y, a no faltarle diez o doce dientes y
muelas, pudiera pasar y echar raya entre las
más bien formadas. De los labios no tengo
qué decir, porque son tan sutiles y delicados
que, si se usaran aspar labios, pudieran hacer
dellos una madeja; pero, como tienen
diferente color de la que en los labios se usa
comúnmente, parecen milagrosos, porque
son jaspeados de azul y verde y
aberenjenado; y perdóneme el señor
gobernador si por tan menudo voy pintando
las partes de la que al fin al fin ha de ser mi
hija, que la quiero bien y no me parece mal.
—Pintad lo que quisiéredes
—dijo Sancho
—,
que yo me voy recreando en la pintura, y si
hubiera comido, no hubiera mejor postre para
mí que vuestro retrato.
—Eso tengo yo por servir
—respondió el
labrador
—, pero tiempo vendrá en que
seamos, si ahora no somos. Y digo, señor,
que si pudiera pintar su gentileza y la altura
de su cuerpo, fuera cosa de admiración; pero
no puede ser, a causa de que ella está
agobiada y encogida, y tiene las rodillas con
la boca, y, con todo eso, se echa bien de ver
que si se pudiera levantar, diera con la
cabeza en el techo; y ya ella hubiera dado la
mano de esposa a mi bachiller, sino que no la
puede estender, que está añudada; y, con
todo, en las uñas largas y acanaladas se
muestra su bondad y buena hechura.
—Está bien
—dijo Sancho
—, y haced
cuenta, hermano, que ya la habéis pintado de
los pies a la cabeza. ¿Qué es lo que queréis
ahora? Y venid al punto sin rodeos ni
callejuelas, ni retazos ni añadiduras.
—Querría, señor
—respondió el labrador
—,
que vuestra merced me hiciese merced de
darme una carta de favor para mi consuegro,
suplicándole sea servido de que este
casamiento se haga, pues no somos
desiguales en los bienes de fortuna, ni en los
de la naturaleza; porque, para decir la
verdad, señor gobernador, mi hijo es
endemoniado, y no hay día que tres o cuatro
veces no le atormenten los malignos
espíritus; y de haber caído una vez en el
fuego, tiene el rostro arrugado como
pergamino, y los ojos algo llorosos y
manantiales; pero tiene una condición de un
ángel, y si no es que se aporrea y se da de
puñadas él mesmo a sí mesmo, fuera un
bendito.
—¿Queréis otra cosa, buen hombre?
—
replicó Sancho.
—Otra cosa querría
—dijo el labrador
—,
sino que no me atrevo a decirlo; pero vaya,
que, en fin, no se me ha de podrir en el
pecho, pegue o no pegue. Digo, señor, que
querría que vuesa merced me diese
trecientos o seiscientos ducados para ayuda a
la dote de mi bachiller; digo para ayuda de
poner su casa, porque, en fin, han de vivir
por sí, sin estar sujetos a las impertinencias
de los suegros.
—Mirad si queréis otra cosa
—dijo Sancho
—
, y no la dejéis de decir por empacho ni por
vergüenza.
—No, por cierto
—respondió el labrador.
Y, apenas dijo esto, cuando, levantándose
en pie el gobernador, asió de la silla en que
estaba sentado y dijo:
—¡Voto a tal, don patán rústico y mal
mirado, que si no os apartáis y ascondéis
luego de mi presencia, que con esta silla os
rompa y abra la cabeza! Hideputa bellaco,
pintor del mesmo demonio, ¿y a estas horas
te vienes a pedirme seiscientos ducados?; y
¿dónde los tengo yo, hediondo?; y ¿por qué
te los había de dar, aunque los tuviera,
socarrón y mentecato?; y ¿qué se me da a mí
de Miguel Turra, ni de todo el linaje de los
Perlerines? ¡Va de mí, digo; si no, por vida
del duque mi señor, que haga lo que tengo
dicho! Tú no debes de ser de Miguel Turra,
sino algún socarrón que, para tentarme, te ha
enviado aquí el infierno. Dime, desalmado,
aún no ha día y medio que tengo el gobierno,
y ¿ya quieres que tenga seiscientos ducados?
Hizo de señas el maestresala al labrador
que se saliese de la sala, el cual lo hizo
cabizbajo y, al parecer, temeroso de que el
gobernador no ejecutase su cólera, que el
bellacón supo hacer muy bien su oficio.
Pero dejemos con su cólera a Sancho, y
ándese la paz en el corro, y volvamos a don
Quijote, que le dejamos vendado el rostro y
curado de las gatescas heridas, de las cuales
no sanó en ocho días, en uno de los cuales le
sucedió lo que Cide Hamete promete de
contar con la puntualidad y verdad que suele
contar las cosas desta historia, por mínimas
que sean.
Capítulo XLVIII. De lo que
le sucedió a don Quijote con
doña Rodríguez, la dueña de
la duquesa, con otros
acontecimientos dignos de
escritura y de memoria
eterna
Además estaba mohíno y malencólico el mal
ferido don Quijote, vendado el rostro y
señalado, no por la mano de Dios, sino por
las uñas de un gato, desdichas anejas a la
andante caballería. Seis días estuvo sin salir
en público, en una noche de las cuales,
estando despierto y desvelado, pensando en
sus desgracias y en el perseguimiento de
Altisidora, sintió que con una llave abrían la
puerta de su aposento, y luego imaginó que
la enamorada doncella venía para sobresaltar
su honestidad y ponerle en condición de faltar
a la fee que guardar debía a su señora
Dulcinea del Toboso.
—No
—dijo creyendo a su imaginación, y
esto, con voz que pudiera ser oída
—; no ha
de ser parte la mayor hermosura de la tierra
para que yo deje de adorar la que tengo
grabada y estampada en la mitad de mi
corazón y en lo más escondido de mis
entrañas, ora estés, señora mía,
transformada en cebolluda labradora, ora en
ninfa del dorado Tajo, tejiendo telas de oro y
sirgo compuestas, ora te tenga Merlín, o
Montesinos, donde ellos quisieren; que,
adondequiera eres mía, y adoquiera he sido
yo, y he de ser, tuyo.
El acabar estas razones y el abrir de la
puerta fue todo uno. Púsose en pie sobre la
cama, envuelto de arriba abajo en una colcha
de raso amarillo, una galocha en la cabeza, y
el rostro y los bigotes vendados: el rostro,
por los aruños; los bigotes, porque no se le
desmayasen y cayesen; en el cual traje
parecía la más extraordinaria fantasma que
se pudiera pensar.
Clavó los ojos en la puerta, y, cuando
esperaba ver entrar por ella a la rendida y
lastimada Altisidora, vio entrar a una
reverendísima dueña con unas tocas blancas
repulgadas y luengas, tanto, que la cubrían y
enmantaban desde los pies a la cabeza. Entre
los dedos de la mano izquierda traía una
media vela encendida, y con la derecha se
hacía sombra, porque no le diese la luz en los
ojos, a quien cubrían unos muy grandes
antojos. Venía pisando quedito, y movía los
pies blandamente.
Miróla don Quijote desde su atalaya, y
cuando vio su adeliño y notó su silencio,
pensó que alguna bruja o maga venía en
aquel traje a hacer en él alguna mala
fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha
priesa. Fuese llegando la visión, y, cuando
llegó a la mitad del aposento, alzó los ojos y
vio la priesa con que se estaba haciendo
cruces don Quijote; y si él quedó medroso en
ver tal figura, ella quedó espantada en ver la
suya, porque, así como le vio tan alto y tan
amarillo, con la colcha y con las vendas, que
le desfiguraban, dio una gran voz, diciendo:
—¡Jesús! ¿Qué es lo que veo?
Y con el sobresalto se le cayó la vela de las
manos; y, viéndose a escuras, volvió las
espaldas para irse, y con el miedo tropezó en
sus faldas y dio consigo una gran caída. Don
Quijote, temeroso, comenzó a decir:
—Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que
me digas quién eres, y que me digas qué es
lo que de mí quieres. Si eres alma en pena,
dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis
fuerzas alcanzaren, porque soy católico
cristiano y amigo de hacer bien a todo el
mundo; que para esto tomé la orden de la
caballería andante que profeso, cuyo ejercicio
aun hasta hacer bien a las ánimas de
purgatorio se estiende.
La brumada dueña, que oyó conjurarse, por
su temor coligió el de don Quijote, y con voz
afligida y baja le respondió:
—Señor don Quijote, si es que acaso
vuestra merced es don Quijote, yo no soy
fantasma, ni visión, ni alma de purgatorio,
como vuestra merced debe de haber
pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de
honor de mi señora la duquesa, que, con una
necesidad de aquellas que vuestra merced
suele remediar, a vuestra merced vengo.
—Dígame, señora doña Rodríguez
—dijo
don Quijote
—: ¿por ventura viene vuestra
merced a hacer alguna tercería? Porque le
hago saber que no soy de provecho para
nadie, merced a la sin par belleza de mi
señora Dulcinea del Toboso. Digo, en fin,
señora doña Rodríguez, que, como vuestra
merced salve y deje a una parte todo recado
amoroso, puede volver a encender su vela, y
vuelva, y departiremos de todo lo que más
mandare y más en gusto le viniere, salvando,
como digo, todo incitativo melindre.
—¿Yo recado de nadie, señor mío?
—
respondió la dueña
—. Mal me conoce vuestra
merced; sí, que aún no estoy en edad tan
prolongada que me acoja a semejantes
niñerías, pues, Dios loado, mi alma me tengo
en las carnes, y todos mis dientes y muelas
en la boca, amén de unos pocos que me han
usurpado unos catarros, que en esta tierra de
Aragón son tan ordinarios. Pero espéreme
vuestra merced un poco; saldré a encender
mi vela, y volveré en un instante a contar mis
cuitas, como a remediador de todas las del
mundo.
Y, sin esperar respuesta, se salió del
aposento, donde quedó don Quijote sosegado
y pensativo esperándola; pero luego le
sobrevinieron mil pensamientos acerca de
aquella nueva aventura, y parecíale ser mal
hecho y peor pensado ponerse en peligro de
romper a su señora la fee prometida, y
decíase a sí mismo:
—¿Quién sabe si el diablo, que es sutil y
mañoso, querrá engañarme agora con una
dueña, lo que no ha podido con emperatrices,
reinas, duquesas, marquesas ni condesas?
Que yo he oído decir muchas veces y a
muchos discretos que, si él puede, antes os la
dará roma que aguileña. Y ¿quién sabe si
esta soledad, esta ocasión y este silencio
despertará mis deseos que duermen, y harán
que al cabo de mis años venga a caer donde
nunca he tropezado? Y, en casos semejantes,
mejor es huir que esperar la batalla. Pero yo
no debo de estar en mi juicio, pues tales
disparates digo y pienso; que no es posible
que una dueña toquiblanca, larga y antojuna
pueda mover ni levantar pensamiento lascivo
en el más desalmado pecho del mundo. ¿Por
ventura hay dueña en la tierra que tenga
buenas carnes? ¿Por ventura hay dueña en el
orbe que deje de ser impertinente, fruncida y
melindrosa? ¡Afuera, pues, caterva dueñesca,
inútil para ningún humano regalo! ¡Oh, cuán
bien hacía aquella señora de quien se dice
que tenía dos dueñas de bulto con sus
antojos y almohadillas al cabo de su estrado,
como que estaban labrando, y tanto le
servían para la autoridad de la sala aquellas
estatuas como las dueñas verdaderas!
Y, diciendo esto, se arrojó del lecho, con
intención de cerrar la puerta y no dejar entrar
a la señora Rodríguez; mas, cuando la llegó a
cerrar, ya la señora Rodríguez volvía,
encendida una vela de cera blanca, y cuando
ella vio a don Quijote de más cerca, envuelto
en la colcha, con las vendas, galocha o
becoquín, temió de nuevo, y, retirándose
atrás como dos pasos, dijo:
—¿Estamos seguras, señor caballero?
Porque no tengo a muy honesta señal
haberse vuesa merced levantado de su lecho.
—Eso mesmo es bien que yo pregunte,
señora
—respondió don Quijote
—; y así,
pregunto si estaré yo seguro de ser
acometido y forzado.
—¿De quién o a quién pedís, señor
caballero, esa seguridad?
—respondió la
dueña.
—A vos y de vos la pido
—replicó don
Quijote
—, porque ni yo soy de mármol ni vos
de bronce, ni ahora son las diez del día, sino
media noche, y aun un poco más, según
imagino, y en una estancia más cerrada y
secreta que lo debió de ser la cueva donde el
traidor y atrevido Eneas gozó a la hermosa y
piadosa Dido. Pero dadme, señora, la mano,
que yo no quiero otra seguridad mayor que la
de mi continencia y recato, y la que ofrecen
esas reverendísimas tocas.
Y, diciendo esto, besó su derecha mano, y
le asió de la suya, que ella le dio con las
mesmas ceremonias.
Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y
dice que por Mahoma que diera, por ver ir a
los dos así asidos y trabados desde la puerta
al lecho, la mejor almalafa de dos que tenía.
Entróse, en fin, don Quijote en su lecho, y
quedóse doña Rodríguez sentada en una silla,
algo desviada de la cama, no quitándose los
antojos ni la vela. Don Quijote se acorrucó y
se cubrió todo, no dejando más de el rostro
descubierto; y, habiéndose los dos sosegado,
el primero que rompió el silencio fue don
Quijote, diciendo:
—Puede vuesa merced ahora, mi señora
doña Rodríguez, descoserse y desbuchar todo
aquello que tiene dentro de su cuitado
corazón y lastimadas entrañas, que será de
mí escuchada con castos oídos, y socorrida
con piadosas obras.
—Así lo creo yo
—respondió la dueña
—, que
de la gentil y agradable presencia de vuesa
merced no se podía esperar sino tan cristiana
respuesta. «Es, pues, el caso, señor don
Quijote, que, aunque vuesa merced me vee
sentada en esta silla y en la mitad del reino
de Aragón, y en hábito de dueña aniquilada y
asendereada, soy natural de las Asturias de
Oviedo, y de linaje que atraviesan por él
muchos de los mejores de aquella provincia;
pero mi corta suerte y el descuido de mis
padres, que empobrecieron antes de tiempo,
sin saber cómo ni cómo no, me trujeron a la
corte, a Madrid, donde por bien de paz y por
escusar mayores desventuras, mis padres me
acomodaron a servir de doncella de labor a
una principal señora; y quiero hacer sabidor a
vuesa merced que en hacer vainillas y labor
blanca ninguna me ha echado el pie adelante
en toda la vida. Mis padres me dejaron
sirviendo y se volvieron a su tierra, y de allí a
pocos años se debieron de ir al cielo, porque
eran además buenos y católicos cristianos.
Quedé huérfana, y atenida al miserable
salario y a las angustiadas mercedes que a
las tales criadas se suele dar en palacio; y, en
este tiempo, sin que diese yo ocasión a ello,
se enamoró de mi un escudero de casa,
hombre ya en días, barbudo y apersonado, y,
sobre todo, hidalgo como el rey, porque era
montañés. No tratamos tan secretamente
nuestros amores que no viniesen a noticia de
mi señora, la cual, por escusar dimes y
diretes, nos casó en paz y en haz de la Santa
Madre Iglesia Católica Romana, de cuyo
matrimonio nació una hija para rematar con
mi ventura, si alguna tenía; no porque yo
muriese del parto, que le tuve derecho y en
sazón, sino porque desde allí a poco murió mi
esposo de un cierto espanto que tuvo, que, a
tener ahora lugar para contarle, yo sé que
vuestra merced se admirara.»
Y, en esto, comenzó a llorar tiernamente, y
dijo:
—Perdóneme vuestra merced, señor don
Quijote, que no va más en mi mano, porque
todas las veces que me acuerdo de mi mal
logrado se me arrasan los ojos de lágrimas.
¡Válame Dios, y con qué autoridad llevaba a
mi señora a las ancas de una poderosa mula,
negra como el mismo azabache! Que
entonces no se usaban coches ni sillas, como
agora dicen que se usan, y las señoras iban a
las ancas de sus escuderos. Esto, a lo menos,
no puedo dejar de contarlo, porque se note la
crianza y puntualidad de mi buen marido. «Al
entrar de la calle de Santiago, en Madrid, que
es algo estrecha, venía a salir por ella un
alcalde de corte con dos alguaciles delante, y,
así como mi buen escudero le vio, volvió las
riendas a la mula, dando señal de volver a
acompañarle. Mi señora, que iba a las ancas,
con voz baja le decía: ''
—¿Qué hacéis,
desventurado? ¿No veis que voy aquí?'' El
alcalde, de comedido, detuvo la rienda al
caballo y díjole: ''
—Seguid, señor, vuestro
camino, que yo soy el que debo acompañar a
mi señora doña Casilda'', que así era el
nombre de mi ama. Todavía porfiaba mi
marido, con la gorra en la mano, a querer ir
acompañando al alcalde, viendo lo cual mi
señora, llena de cólera y enojo, sacó un alfiler
gordo, o creo que un punzón, del estuche, y
clavósele por los lomos, de manera que mi
marido dio una gran voz y torció el cuerpo,
de suerte que dio con su señora en el suelo.
Acudieron dos lacayos suyos a levantarla, y lo
mismo hizo el alcalde y los alguaciles;
alborotóse la Puerta de Guadalajara, digo, la
gente baldía que en ella estaba; vínose a pie
mi ama, y mi marido acudió en casa de un
barbero diciendo que llevaba pasadas de
parte a parte las entrañas. Divulgóse la
cortesía de mi esposo, tanto, que los
muchachos le corrían por las calles, y por
esto y porque él era algún tanto corto de
vista, mi señora la duquesa le despidió, de
cuyo pesar, sin duda alguna, tengo para mí
que se le causó el mal de la muerte. Quedé
yo viuda y desamparada, y con hija a
cuestas, que iba creciendo en hermosura
como la espuma de la mar. Finalmente, como
yo tuviese fama de gran labrandera, mi
señora la duquesa, que estaba recién casada
con el duque mi señor, quiso traerme consigo
a este reino de Aragón y a mi hija ni más ni
menos, adonde, yendo días y viniendo días,
creció mi hija, y con ella todo el donaire del
mundo: canta como una calandria, danza
como el pensamiento, baila como una
perdida, lee y escribe como un maestro de
escuela, y cuenta como un avariento. De su
limpieza no digo nada: que el agua que corre
no es más limpia, y debe de tener agora, si
mal no me acuerdo, diez y seis años, cinco
meses y tres días, uno más a menos. En
resolución: de esta mi muchacha se enamoró
un hijo de un labrador riquísimo que está en
una aldea del duque mi señor, no muy lejos
de aquí. En efecto, no sé cómo ni cómo no,
ellos se juntaron, y, debajo de la palabra de
ser su esposo, burló a mi hija, y no se la
quiere cumplir; y, aunque el duque mi señor
lo sabe, porque yo me he quejado a él, no
una, sino muchas veces, y pedídole mande
que el tal labrador se case con mi hija, hace
orejas de mercader y apenas quiere oírme; y
es la causa que, como el padre del burlador
es tan rico y le presta dineros, y le sale por
fiador de sus trampas por momentos, no le
quiere descontentar ni dar pesadumbre en
ningún modo.» Querría, pues, señor mío, que
vuesa merced tomase a cargo el deshacer
este agravio, o ya por ruegos, o ya por
armas, pues, según todo el mundo dice,
vuesa merced nació en él para deshacerlos y
para enderezar los tuertos y amparar los
miserables; y póngasele a vuesa merced por
delante la orfandad de mi hija, su gentileza,
su mocedad, con todas las buenas partes que
he dicho que tiene; que en Dios y en mi
conciencia que de cuantas doncellas tiene mi
señora, que no hay ninguna que llegue a la
suela de su zapato, y que una que llaman
Altisidora, que es la que tienen por más
desenvuelta y gallarda, puesta en
comparación de mi hija, no la llega con dos
leguas. Porque quiero que sepa vuesa
merced, señor mío, que no es todo oro lo que
reluce; porque esta Altisidorilla tiene más de
presunción que de hermosura, y más de
desenvuelta que de recogida, además que no
está muy sana: que tiene un cierto allento
cansado, que no hay sufrir el estar junto a
ella un momento. Y aun mi señora la
duquesa... Quiero callar, que se suele decir
que las paredes tienen oídos.
—¿Qué tiene mi señora la duquesa, por vida
mía, señora doña Rodríguez?
—preguntó don
Quijote.
—Con ese conjuro
—respondió la dueña
—,
no puedo dejar de responder a lo que se me
pregunta con toda verdad. ¿Vee vuesa
merced, señor don Quijote, la hermosura de
mi señora la duquesa, aquella tez de rostro,
que no parece sino de una espada acicalada y
tersa, aquellas dos mejillas de leche y de
carmín, que en la una tiene el sol y en la otra
la luna, y aquella gallardía con que va
pisando y aun despreciando el suelo, que no
parece sino que va derramando salud donde
pasa? Pues sepa vuesa merced que lo puede
agradecer, primero, a Dios, y luego, a dos
fuentes que tiene en las dos piernas, por
donde se desagua todo el mal humor de
quien dicen los médicos que está llena.
—¡Santa María!
—dijo don Quijote
—. Y ¿es
posible que mi señora la duquesa tenga tales
desaguaderos? No lo creyera si me lo dijeran
frailes descalzos; pero, pues la señora doña
Rodríguez lo dice, debe de ser así. Pero tales
fuentes, y en tales lugares, no deben de
manar humor, sino ámbar líquido.
Verdaderamente que ahora acabo de creer
que esto de hacerse fuentes debe de ser cosa
importante para salud.
Apenas acabó don Quijote de decir esta
razón, cuando con un gran golpe abrieron las
puertas del aposento, y del sobresalto del
golpe se le cayó a doña Rodríguez la vela de
la mano, y quedó la estancia como boca de
lobo, como suele decirse. Luego sintió la
pobre dueña que la asían de la garganta con
dos manos, tan fuertemente que no la
dejaban gañir, y que otra persona, con
mucha presteza, sin hablar palabra, le alzaba
las faldas, y con una, al parecer, chinela, le
comenzó a dar tantos azotes, que era una
compasión; y, aunque don Quijote se la
tenía, no se meneaba del lecho, y no sabía
qué podía ser aquello, y estábase quedo y
callando, y aun temiendo no viniese por él la
tanda y tunda azotesca. Y no fue vano su
temor, porque, en dejando molida a la dueña
los callados verdugos (la cual no osaba
quejarse), acudieron a don Quijote, y,
desenvolviéndole de la sábana y de la colcha,
le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente,
que no pudo dejar de defenderse a puñadas,
y todo esto en silencio admirable. Duró la
batalla casi media hora; saliéronse las
fantasmas, recogió doña Rodríguez sus
faldas, y, gimiendo su desgracia, se salió por
la puerta afuera, sin decir palabra a don
Quijote, el cual, doloroso y pellizcado,
confuso y pensativo, se quedó solo, donde le
dejaremos deseoso de saber quién había sido
el perverso encantador que tal le había
puesto. Pero ello se dirá a su tiempo, que
Sancho Panza nos llama, y el buen concierto
de la historia lo pide.
Capítulo XLIX. De lo que le
sucedió a Sancho Panza
rondando su ínsula
Dejamos al gran gobernador enojado y
mohíno con el labrador pintor y socarrón, el
cual, industriado del mayordomo, y el
mayordomo del duque, se burlaban de
Sancho; pero él se las tenía tiesas a todos,
maguera tonto, bronco y rollizo, y dijo a los
que con él estaban, y al doctor Pedro Recio,
que, como se acabó el secreto de la carta del
duque, había vuelto a entrar en la sala:
—Ahora verdaderamente que entiendo que
los jueces y gobernadores deben de ser, o
han de ser, de bronce, para no sentir las
importunidades de los negociantes, que a
todas horas y a todos tiempos quieren que
los escuchen y despachen, atendiendo sólo a
su negocio, venga lo que viniere; y si el
pobre del juez no los escucha y despacha, o
porque no puede o porque no es aquél el
tiempo diputado para darles audiencia, luego
les maldicen y murmuran, y les roen los
huesos, y aun les deslindan los linajes.
Negociante necio, negociante mentecato, no
te apresures; espera sazón y coyuntura para
negociar: no vengas a la hora del comer ni a
la del dormir, que los jueces son de carne y
de hueso y han de dar a la naturaleza lo que
naturalmente les pide, si no es yo, que no le
doy de comer a la mía, merced al señor
doctor Pedro Recio Tirteafuera, que está
delante, que quiere que muera de hambre, y
afirma que esta muerte es vida, que así se la
dé Dios a él y a todos los de su ralea: digo, a
la de los malos médicos, que la de los
buenos, palmas y lauros merecen.
Todos los que conocían a Sancho Panza se
admiraban, oyéndole hablar tan
elegantemente, y no sabían a qué atribuirlo,
sino a que los oficios y cargos graves, o
adoban o entorpecen los entendimientos.
Finalmente, el doctor Pedro Recio Agüero de
Tirteafuera prometió de darle de cenar
aquella noche, aunque excediese de todos los
aforismos de Hipócrates. Con esto quedó
contento el gobernador, y esperaba con
grande ansia llegase la noche y la hora de
cenar; y, aunque el tiempo, al parecer suyo,
se estaba quedo, sin moverse de un lugar,
todavía se llegó por él el tanto deseado,
donde le dieron de cenar un salpicón de vaca
con cebolla, y unas manos cocidas de ternera
algo entrada en días. Entregóse en todo con
más gusto que si le hubieran dado francolines
de Milán, faisanes de Roma, ternera de
Sorrento, perdices de Morón, o gansos de
Lavajos; y, entre la cena, volviéndose al
doctor, le dijo:
—Mirad, señor doctor: de aquí adelante no
os curéis de darme a comer cosas regaladas
ni manjares esquisitos, porque será sacar a
mi estómago de sus quicios, el cual está
acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a
cecina, a nabos y a cebollas; y, si acaso le
dan otros manjares de palacio, los recibe con
melindre, y algunas veces con asco. Lo que el
maestresala puede hacer es traerme estas
que llaman ollas podridas, que mientras más
podridas son, mejor huelen, y en ellas puede
embaular y encerrar todo lo que él quisiere,
como sea de comer, que yo se lo agradeceré
y se lo pagaré algún día; y no se burle nadie
conmigo, porque o somos o no somos:
vivamos todos y comamos en buena paz
compaña, pues, cuando Dios amanece, para
todos amanece. Yo gobernaré esta ínsula sin
perdonar derecho ni llevar cohecho, y todo el
mundo traiga el ojo alerta y mire por el
virote, porque les hago saber que el diablo
está en Cantillana, y que, si me dan ocasión,
han de ver maravillas. No, sino haceos miel,
y comeros han moscas.
—Por cierto, señor gobernador
—dijo el
maestresala
—, que vuesa merced tiene
mucha razón en cuanto ha dicho, y que yo
ofrezco en nombre de todos los insulanos
desta ínsula que han de servir a vuestra
merced con toda puntualidad, amor y
benevolencia, porque el suave modo de
gobernar que en estos principios vuesa
merced ha dado no les da lugar de hacer ni
de pensar cosa que en deservicio de vuesa
merced redunde.
—Yo lo creo
—respondió Sancho
—, y serían
ellos unos necios si otra cosa hiciesen o
pensasen. Y vuelvo a decir que se tenga
cuenta con mi sustento y con el de mi rucio,
que es lo que en este negocio importa y hace
más al caso; y, en siendo hora, vamos a
rondar, que es mi intención limpiar esta
ínsula de todo género de inmundicia y de
gente vagamunda, holgazanes, y mal
entretenida; porque quiero que sepáis,
amigos, que la gente baldía y perezosa es en
la república lo mesmo que los zánganos en
las colmenas, que se comen la miel que las
trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer
a los labradores, guardar sus preeminencias a
los hidalgos, premiar los virtuosos y, sobre
todo, tener respeto a la religión y a la honra
de los religiosos. ¿Qué os parece desto,
amigos? ¿Digo algo, o quiébrome la cabeza?
—Dice tanto vuesa merced, señor
gobernador
—dijo el mayordomo
—, que estoy
admirado de ver que un hombre tan sin letras
como vuesa merced, que, a lo que creo, no
tiene ninguna, diga tales y tantas cosas llenas
de sentencias y de avisos, tan fuera de todo
aquello que del ingenio de vuesa merced
esperaban los que nos enviaron y los que
aquí venimos. Cada día se veen cosas nuevas
en el mundo: las burlas se vuelven en veras y
los burladores se hallan burlados.
Llegó la noche, y cenó el gobernador, con
licencia del señor doctor Recio. Aderezáronse
de ronda; salió con el mayordomo, secretario
y maestresala, y el coronista que tenía
cuidado de poner en memoria sus hechos, y
alguaciles y escribanos, tantos que podían
formar un mediano escuadrón. Iba Sancho en
medio, con su vara, que no había más que
ver, y pocas calles andadas del lugar,
sintieron ruido de cuchilladas; acudieron allá,
y hallaron que eran dos solos hombres los
que reñían, los cuales, viendo venir a la
justicia, se estuvieron quedos; y el uno dellos
dijo:
—¡Aquí de Dios y del rey! ¿Cómo y que se
ha de sufrir que roben en poblado en este
pueblo, y que salga a saltear en él en la
mitad de las calles?
—Sosegaos, hombre de bien
—dijo
Sancho
—, y contadme qué es la causa desta
pendencia, que yo soy el gobernador.
El otro contrario dijo:
—Señor gobernador, yo la diré con toda
brevedad. Vuestra merced sabrá que este
gentilhombre acaba de ganar ahora en esta
casa de juego que está aquí frontero más de
mil reales, y sabe Dios cómo; y, hallándome
yo presente, juzgué más de una suerte
dudosa en su favor, contra todo aquello que
me dictaba la conciencia; alzóse con la
ganancia, y, cuando esperaba que me había
de dar algún escudo, por lo menos, de
barato, como es uso y costumbre darle a los
hombres principales como yo, que estamos
asistentes para bien y mal pasar, y para
apoyar sinrazones y evitar pendencias, él
embolsó su dinero y se salió de la casa. Yo
vine despechado tras él, y con buenas y
corteses palabras le he pedido que me diese
siquiera ocho reales, pues sabe que yo soy
hombre honrado y que no tengo oficio ni
beneficio, porque mis padres no me le
enseñaron ni me le dejaron, y el socarrón,
que no es más ladrón que Caco, ni más
fullero que Andradilla, no quería darme más
de cuatro reales; ¡porque vea vuestra
merced, señor gobernador, qué poca
vergüenza y qué poca conciencia! Pero a fee
que, si vuesa merced no llegara, que yo le
hiciera vomitar la ganancia, y que había de
saber con cuántas entraba la romana.
—¿Qué decís vos a esto?
—preguntó
Sancho.
Y el otro respondió que era verdad cuanto
su contrario decía, y no había querido darle
más de cuatro reales porque se los daba
muchas veces; y los que esperan barato han
de ser comedidos y tomar con rostro alegre lo
que les dieren, sin ponerse en cuentas con
los gananciosos, si ya no supiesen de cierto
que son fulleros y que lo que ganan es mal
ganado; y que, para señal que él era hombre
de bien y no ladrón, como decía, ninguna
había mayor que el no haberle querido dar
nada; que siempre los fulleros son tributarios
de los mirones que los conocen.
—Así es
—dijo el mayordomo
—. Vea
vuestra merced, señor gobernador, qué es lo
que se ha de hacer destos hombres.
—Lo que se ha de hacer es esto
—respondió
Sancho
—: vos, ganancioso, bueno, o malo, o
indiferente, dad luego a este vuestro
acuchillador cien reales, y más, habéis de
desembolsar treinta para los pobres de la
cárcel; y vos, que no tenéis oficio ni beneficio
y andáis de nones en esta ínsula, tomad
luego esos cien reales, y mañana en todo el
día salid desta ínsula desterrado por diez
años, so pena, si lo quebrantáredes, los
cumpláis en la otra vida,colgándoos yo de
una picota, o, a lo menos, el verdugo por mi
mandado; y ninguno me replique, que le
asentaré la mano.
Desembolsó el uno, recibió el otro, éste se
salió de la ínsula, y aquél se fue a su casa, y
el gobernador quedó diciendo:
—Ahora, yo podré poco, o quitaré estas
casas de juego, que a mí se me trasluce que
son muy perjudiciales.
—Ésta, a lo menos
—dijo un escribano
—, no
la podrá vuesa merced quitar, porque la tiene
un gran personaje, y más es sin comparación
lo que él pierde al año que lo que saca de los
naipes. Contra otros garitos de menor cantía
podrá vuestra merced mostrar su poder, que
son los que más daño hacen y más
insolencias encubren; que en las casas de los
caballeros principales y de los señores no se
atreven los famosos fulleros a usar de sus
tretas; y, pues el vicio del juego se ha vuelto
en ejercicio común, mejor es que se juegue
en casas principales que no en la de algún
oficial, donde cogen a un desdichado de
media noche abajo y le desuellan vivo.
—Agora, escribano
—dijo Sancho
—, yo sé
que hay mucho que decir en eso.
Y, en esto, llegó un corchete que traía asido
a un mozo, y dijo:
—Señor gobernador, este mancebo venía
hacia nosotros, y, así como columbró la
justicia, volvió las espaldas y comenzó a
correr como un gamo, señal que debe de ser
algún delincuente. Yo partí tras él, y, si no
fuera porque tropezó y cayó, no le alcanzara
jamás.
—¿Por qué huías, hombre?
—preguntó
Sancho.
A lo que el mozo respondió:
—Señor, por escusar de responder a las
muchas preguntas que las justicias hacen.
—¿Qué oficio tienes?
—Tejedor.
—¿Y qué tejes?
—Hierros de lanzas, con licencia buena de
vuestra merced.
—¿Graciosico me sois? ¿De chocarrero os
picáis? ¡Está bien! Y ¿adónde íbades ahora?
—Señor, a tomar el aire.
—Y ¿adónde se toma el aire en esta ínsula?
—Adonde sopla.
—¡Bueno: respondéis muy a propósito!
Discreto sois, mancebo; pero haced cuenta
que yo soy el aire, y que os soplo en popa, y
os encamino a la cárcel. ¡Asilde, hola, y
llevadle, que yo haré que duerma allí sin aire
esta noche!
—¡Par Dios
—dijo el mozo
—, así me haga
vuestra merced dormir en la cárcel como
hacerme rey!
—Pues, ¿por qué no te haré yo dormir en la
cárcel?
—respondió Sancho
—. ¿No tengo yo
poder para prenderte y soltarte cada y
cuando que quisiere?
—Por más poder que vuestra merced tenga
—dijo el mozo
—, no será bastante para
hacerme dormir en la cárcel.
—¿Cómo que no?
—replicó Sancho
—.
Llevalde luego donde verá por sus ojos el
desengaño, aunque más el alcaide quiera
usar con él de su interesal liberalidad; que yo
le pondré pena de dos mil ducados si te deja
salir un paso de la cárcel.
—Todo eso es cosa de risa
—respondió el
mozo
—. El caso es que no me harán dormir
en la cárcel cuantos hoy viven.
—Dime, demonio
—dijo Sancho
—, ¿tienes
algún ángel que te saque y que te quite los
grillos que te pienso mandar echar?
—Ahora, señor gobernador
—respondió el
mozo con muy buen donaire
—, estemos a
razón y vengamos al punto. Prosuponga
vuestra merced que me manda llevar a la
cárcel, y que en ella me echan grillos y
cadenas, y que me meten en un calabozo, y
se le ponen al alcaide graves penas si me
deja salir, y que él lo cumple como se le
manda; con todo esto, si yo no quiero dormir,
y estarme despierto toda la noche, sin pegar
pestaña, ¿será vuestra merced bastante con
todo su poder para hacerme dormir, si yo no
quiero?
—No, por cierto
—dijo el secretario
—, y el
hombre ha salido con su intención.
—De modo
—dijo Sancho
— que no dejaréis
de dormir por otra cosa que por vuestra
voluntad, y no por contravenir a la mía.
—No, señor
—dijo el mozo
—, ni por pienso.
—Pues andad con Dios
—dijo Sancho
—;
idos a dormir a vuestra casa, y Dios os dé
buen sueño, que yo no quiero quitárosle;
pero aconséjoos que de aquí adelante no os
burléis con la justicia, porque toparéis con
alguna que os dé con la burla en los cascos.
Fuese el mozo, y el gobernador prosiguió
con su ronda, y de allí a poco vinieron dos
corchetes que traían a un hombre asido, y
dijeron:
—Señor gobernador, este que parece
hombre no lo es, sino mujer, y no fea, que
viene vestida en hábito de hombre.
Llegáronle a los ojos dos o tres lanternas, a
cuyas luces descubrieron un rostro de una
mujer, al parecer, de diez y seis o pocos más
años, recogidos los cabellos con una redecilla
de oro y seda verde, hermosa como mil
perlas. Miráronla de arriba abajo, y vieron
que venía con unas medias de seda
encarnada, con ligas de tafetán blanco y
rapacejos de oro y aljófar; los greguescos
eran verdes, de tela de oro, y una
saltaembarca o ropilla de lo mesmo, suelta,
debajo de la cual traía un jubón de tela
finísima de oro y blanco, y los zapatos eran
blancos y de hombre. No traía espada ceñida,
sino una riquísima daga, y en los dedos,
muchos y muy buenos anillos. Finalmente, la
moza parecía bien a todos, y ninguno la
conoció de cuantos la vieron, y los naturales
del lugar dijeron que no podían pensar quién
fuese, y los consabidores de las burlas que se
habían de hacer a Sancho fueron los que más
se admiraron, porque aquel suceso y hallazgo
no venía ordenado por ellos; y así, estaban
dudosos, esperando en qué pararía el caso.
Sancho quedó pasmado de la hermosura de
la moza, y preguntóle quién era, adónde iba y
qué ocasión le había movido para vestirse en
aquel hábito. Ella, puestos los ojos en tierra
con honestísima vergüenza, respondió:
—No puedo, señor, decir tan en público lo
que tanto me importaba fuera secreto; una
cosa quiero que se entienda: que no soy
ladrón ni persona facinorosa, sino una
doncella desdichada a quien la fuerza de unos
celos ha hecho romper el decoro que a la
honestidad se debe.
Oyendo esto el mayordomo, dijo a Sancho:
—Haga, señor gobernador, apartar la gente,
porque esta señora con menos empacho
pueda decir lo que quisiere.
Mandólo así el gobernador; apartáronse
todos, si no fueron el mayordomo,
maestresala y el secretario. Viéndose, pues,
solos, la doncella prosiguió diciendo:
—«Yo, señores, soy hija de Pedro Pérez
Mazorca, arrendador de las lanas deste lugar,
el cual suele muchas veces ir en casa de mi
padre.»
—Eso no lleva camino
—dijo el
mayordomo
—, señora, porque yo conozco
muy bien a Pedro Pérez y sé que no tiene hijo
ninguno, ni varón ni hembra; y más, que
decís que es vuestro padre, y luego añadís
que suele ir muchas veces en casa de vuestro
padre.
—Ya yo había dado en ello
—dijo Sancho.
—Ahora, señores, yo estoy turbada, y no sé
lo que me digo
—respondió la doncella
—;
pero la verdad es que yo soy hija de Diego de
la Llana, que todos vuesas mercedes deben
de conocer.
—Aún eso lleva camino
—respondió el
mayordomo
—, que yo conozco a Diego de la
Llana, y sé que es un hidalgo principal y rico,
y que tiene un hijo y una hija, y que después
que enviudó no ha habido nadie en todo este
lugar que pueda decir que ha visto el rostro
de su hija; que la tiene tan encerrada que no
da lugar al sol que la vea; y, con todo esto, la
fama dice que es en estremo hermosa.
—Así es la verdad
—respondió la doncella
—,
y esa hija soy yo; si la fama miente o no en
mi hermosura ya os habréis, señores,
desengañado, pues me habéis visto.
Y, en esto, comenzó a llorar tiernamente;
viendo lo cual el secretario, se llegó al oído
del maestresala y le dijo muy paso:
—Sin duda alguna que a esta pobre
doncella le debe de haber sucedido algo de
importancia, pues en tal traje, y a tales
horas, y siendo tan principal, anda fuera de
su casa.
—No hay dudar en eso
—respondió el
maestresala
—; y más, que esa sospecha la
confirman sus lágrimas.
Sancho la consoló con las mejores razones
que él supo, y le pidió que sin temor alguno
les dijese lo que le había sucedido; que todos
procurarían remediarlo con muchas veras y
por todas las vías posibles.
—«Es el caso, señores
—respondió ella
—,
que mi padre me ha tenido encerrada diez
años ha, que son los mismos que a mi madre
come la tierra. En casa dicen misa en un rico
oratorio, y yo en todo este tiempo no he visto
que el sol del cielo de día, y la luna y las
estrellas de noche, ni sé qué son calles,
plazas, ni templos, ni aun hombres, fuera de
mi padre y de un hermano mío, y de Pedro
Pérez el arrendador, que, por entrar de
ordinario en mi casa, se me antojó decir que
era mi padre, por no declarar el mío. Este
encerramiento y este negarme el salir de
casa, siquiera a la iglesia, ha muchos días y
meses que me trae muy desconsolada;
quisiera yo ver el mundo, o, a lo menos, el
pueblo donde nací, pareciéndome que este
deseo no iba contra el buen decoro que las
doncellas principales deben guardar a sí
mesmas. Cuando oía decir que corrían toros y
jugaban cañas, y se representaban comedias,
preguntaba a mi hermano, que es un año
menor que yo, que me dijese qué cosas eran
aquéllas y otras muchas que yo no he visto;
él me lo declaraba por los mejores modos
que sabía, pero todo era encenderme más el
deseo de verlo. Finalmente, por abreviar el
cuento de mi perdición, digo que yo rogué y
pedí a mi hermano, que nunca tal pidiera ni
tal rogara...»
Y tornó a renovar el llanto. El mayordomo le
dijo:
—Prosiga vuestra merced, señora, y acabe
de decirnos lo que le ha sucedido, que nos
tienen a todos suspensos sus palabras y sus
lágrimas.
—Pocas me quedan por decir
—respondió la
doncella
—, aunque muchas lágrimas sí que
llorar, porque los mal colocados deseos no
pueden traer consigo otros descuentos que
los semejantes.
Habíase sentado en el alma del maestresala
la belleza de la doncella, y llegó otra vez su
lanterna para verla de nuevo; y parecióle que
no eran lágrimas las que lloraba, sino aljófar
o rocío de los prados, y aun las subía de
punto y las llegaba a perlas orientales, y
estaba deseando que su desgracia no fuese
tanta como daban a entender los indicios de
su llanto y de sus suspiros. Desesperábase el
gobernador de la tardanza que tenía la moza
en dilatar su historia, y díjole que acabase de
tenerlos más suspensos, que era tarde y
faltaba mucho que andar del pueblo. Ella,
entre interrotos sollozos y mal formados
suspiros, dijo:
—«No es otra mi desgracia, ni mi infortunio
es otro sino que yo rogué a mi hermano que
me vistiese en hábitos de hombre con uno de
sus vestidos y que me sacase una noche a
ver todo el pueblo, cuando nuestro padre
durmiese; él, importunado de mis ruegos,
condecendió con mi deseo, y, poniéndome
este vestido y él vestiéndose de otro mío, que
le está como nacido, porque él no tiene pelo
de barba y no parece sino una doncella
hermosísima, esta noche, debe de haber una
hora, poco más o menos, nos salimos de
casa; y, guiados de nuestro mozo y
desbaratado discurso, hemos rodeado todo el
pueblo, y cuando queríamos volver a casa,
vimos venir un gran tropel de gente, y mi
hermano me dijo: ''Hermana, ésta debe de
ser la ronda: aligera los pies y pon alas en
ellos, y vente tras mí corriendo, porque no
nos conozcan, que nos será mal contado''. Y,
diciendo esto, volvió las espaldas y comenzó,
no digo a correr, sino a volar; yo, a menos de
seis pasos, caí, con el sobresalto, y entonces
llegó el ministro de la justicia que me trujo
ante vuestras mercedes, adonde, por mala y
antojadiza, me veo avergonzada ante tanta
gente.»
—¿En efecto, señora
—dijo Sancho
—, no os
ha sucedido otro desmán alguno, ni celos,
como vos al principio de vuestro cuento
dijistes, no os sacaron de vuestra casa?
—No me ha sucedido nada, ni me sacaron
celos, sino sólo el deseo de ver mundo, que
no se estendía a más que a ver las calles de
este lugar.
Y acabó de confirmar ser verdad lo que la
doncella decía llegar los corchetes con su
hermano preso, a quien alcanzó uno dellos
cuando se huyó de su hermana. No traía sino
un faldellín rico y una mantellina de damasco
azul con pasamanos de oro fino, la cabeza sin
toca ni con otra cosa adornada que con sus
mesmos cabellos, que eran sortijas de oro,
según eran rubios y enrizados. Apartáronse
con el gobernador, mayordomo y
maestresala, y, sin que lo oyese su hermana,
le preguntaron cómo venía en aquel traje, y
él, con no menos vergüenza y empacho,
contó lo mesmo que su hermana había
contado, de que recibió gran gusto el
enamorado maestresala. Pero el gobernador
les dijo:
—Por cierto, señores, que ésta ha sido una
gran rapacería, y para contar esta necedad y
atrevimiento no eran menester tantas largas,
ni tantas lágrimas y suspiros; que con decir:
''Somos fulano y fulana, que nos salimos a
espaciar de casa de nuestros padres con esta
invención, sólo por curiosidad, sin otro
designio alguno'', se acabara el cuento, y no
gemidicos, y lloramicos, y darle.
—Así es la verdad
—respondió la doncella
—,
pero sepan vuesas mercedes que la turbación
que he tenido ha sido tanta, que no me ha
dejado guardar el término que debía.
—No se ha perdido nada
—respondió
Sancho
—. Vamos, y dejaremos a vuesas
mercedes en casa de su padre; quizá no los
habrá echado menos. Y, de aquí adelante, no
se muestren tan niños, ni tan deseosos de
ver mundo, que la doncella honrada, la
pierna quebrada, y en casa; y la mujer y la
gallina, por andar se pierden aína; y la que es
deseosa de ver, también tiene deseo de ser
vista. No digo más.
El mancebo agradeció al gobernador la
merced que quería hacerles de volverlos a su
casa, y así, se encaminaron hacia ella, que no
estaba muy lejos de allí. Llegaron, pues, y,
tirando el hermano una china a una reja, al
momento bajó una criada, que los estaba
esperando, y les abrió la puerta, y ellos se
entraron, dejando a todos admirados, así de
su gentileza y hermosura como del deseo que
tenían de ver mundo, de noche y sin salir del
lugar; pero todo lo atribuyeron a su poca
edad.
Quedó el maestresala traspasado su
corazón, y propuso de luego otro día
pedírsela por mujer a su padre, teniendo por
cierto que no se la negaría, por ser él criado
del duque; y aun a Sancho le vinieron deseos
y barruntos de casar al mozo con Sanchica,
su hija, y determinó de ponerlo en plática a
su tiempo, dándose a entender que a una hija
de un gobernador ningún marido se le podía
negar.
Con esto, se acabó la ronda de aquella
noche, y de allí a dos días el gobierno, con
que se destroncaron y borraron todos sus
designios, como se verá adelante.
Capítulo L. Donde se
declara quién fueron los
encantadores y verdugos
que azotaron a la dueña y
pellizcaron y arañaron a don
Quijote, con el suceso que
tuvo el paje que llevó la
carta a Teresa Sancha,
mujer de Sancho Panza
Dice Cide Hamete, puntualísimo
escudriñador de los átomos desta verdadera
historia, que al tiempo que doña Rodríguez
salió de su aposento para ir a la estancia de
don Quijote, otra dueña que con ella dormía
lo sintió, y que, como todas las dueñas son
amigas de saber, entender y oler, se fue tras
ella, con tanto silencio, que la buena
Rodríguez no lo echó de ver; y, así como la
dueña la vio entrar en la estancia de don
Quijote, porque no faltase en ella la general
costumbre que todas las dueñas tienen de ser
chismosas, al momento lo fue a poner en pico
a su señora la duquesa, de cómo doña
Rodríguez quedaba en el aposento de don
Quijote.
La duquesa se lo dijo al duque, y le pidió
licencia para que ella y Altisidora viniesen a
ver lo que aquella dueña quería con don
Quijote; el duque se la dio, y las dos, con
gran tiento y sosiego, paso ante paso,
llegaron a ponerse junto a la puerta del
aposento, y tan cerca, que oían todo lo que
dentro hablaban; y, cuando oyó la duquesa
que Rodríguez había echado en la calle el
Aranjuez de sus fuentes, no lo pudo sufrir, ni
menos Altisidora; y así, llenas de cólera y
deseosas de venganza, entraron de golpe en
el aposento, y acrebillaron a don Quijote y
vapularon a la dueña del modo que queda
contado; porque las afrentas que van
derechas contra la hermosura y presunción
de las mujeres, despierta en ellas en gran
manera la ira y enciende el deseo de
vengarse.
Contó la duquesa al duque lo que le había
pasado, de lo que se holgó mucho, y la
duquesa, prosiguiendo con su intención de
burlarse y recibir pasatiempo con don
Quijote, despachó al paje que había hecho la
figura de Dulcinea en el concierto de su
desencanto
—que tenía bien olvidado Sancho
Panza con la ocupación de su gobierno
— a
Teresa Panza, su mujer, con la carta de su
marido, y con otra suya, y con una gran sarta
de corales ricos presentados.
Dice, pues, la historia, que el paje era muy
discreto y agudo, y, con deseo de servir a sus
señores, partió de muy buena gana al lugar
de Sancho; y, antes de entrar en él, vio en
un arroyo estar lavando cantidad de mujeres,
a quien preguntó si le sabrían decir si en
aquel lugar vivía una mujer llamada Teresa
Panza, mujer de un cierto Sancho Panza,
escudero de un caballero llamado don Quijote
de la Mancha, a cuya pregunta se levantó en
pie una mozuela que estaba lavando, y dijo:
—Esa Teresa Panza es mi madre, y ese tal
Sancho, mi señor padre, y el tal caballero,
nuestro amo.
—Pues venid, doncella
—dijo el paje
—, y
mostradme a vuestra madre, porque le traigo
una carta y un presente del tal vuestro padre.
—Eso haré yo de muy buena gana, señor
mío
—respondió la moza, que mostraba ser
de edad de catorce años, poco más a menos.
Y, dejando la ropa que lavaba a otra
compañera, sin tocarse ni calzarse, que
estaba en piernas y desgreñada, saltó delante
de la cabalgadura del paje, y dijo:
—Venga vuesa merced, que a la entrada del
pueblo está nuestra casa, y mi madre en ella,
con harta pena por no haber sabido muchos
días ha de mi señor padre.
—Pues yo se las llevo tan buenas
—dijo el
paje
— que tiene que dar bien gracias a Dios
por ellas.
Finalmente, saltando, corriendo y
brincando, llegó al pueblo la muchacha, y,
antes de entrar en su casa, dijo a voces
desde la puerta:
—Salga, madre Teresa, salga, salga, que
viene aquí un señor que trae cartas y otras
cosas de mi buen padre.
A cuyas voces salió Teresa Panza, su
madre, hilando un copo de estopa, con una
saya parda. Parecía, según era de corta, que
se la habían cortado por vergonzoso lugar,
con un corpezuelo asimismo pardo y una
camisa de pechos. No era muy vieja, aunque
mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte,
tiesa, nervuda y avellanada; la cual, viendo a
su hija, y al paje a caballo, le dijo:
—¿Qué es esto, niña? ¿Qué señor es éste?
—Es un servidor de mi señora doña Teresa
Panza
—respondió el paje.
Y, diciendo y haciendo, se arrojó del caballo
y se fue con mucha humildad a poner de
hinojos ante la señora Teresa, diciendo:
—Déme vuestra merced sus manos, mi
señora doña Teresa, bien así como mujer
legítima y particular del señor don Sancho
Panza, gobernador propio de la ínsula
Barataria.
—¡Ay, señor mío, quítese de ahí; no haga
eso
—respondió Teresa
—, que yo no soy
nada palaciega, sino una pobre labradora,
hija de un estripaterrones y mujer de un
escudero andante, y no de gobernador
alguno!
—Vuesa merced
—respondió el paje
— es
mujer dignísima de un gobernador
archidignísimo; y, para prueba desta verdad,
reciba vuesa merced esta carta y este
presente.
Y sacó al instante de la faldriquera una
sarta de corales con estremos de oro, y se la
echó al cuello y dijo:
—Esta carta es del señor gobernador, y otra
que traigo y estos corales son de mi señora la
duquesa, que a vuestra merced me envía.
Quedó pasmada Teresa, y su hija ni más ni
menos, y la muchacha dijo:
—Que me maten si no anda por aquí
nuestro señor amo don Quijote, que debe de
haber dado a padre el gobierno o condado
que tantas veces le había prometido.
—Así es la verdad
—respondió el paje
—:
que, por respeto del señor don Quijote, es
ahora el señor Sancho gobernador de la
ínsula Barataria, como se verá por esta carta.
—Léamela vuesa merced, señor
gentilhombre
—dijo Teresa
—, porque, aunque
yo sé hilar, no sé leer migaja.
—Ni yo tampoco
—añadió Sanchica
—; pero
espérenme aquí, que yo iré a llamar quien la
lea, ora sea el cura mesmo, o el bachiller
Sansón Carrasco, que vendrán de muy buena
gana, por saber nuevas de mi padre.
—No hay para qué se llame a nadie, que yo
no sé hilar, pero sé leer, y la leeré.
Y así, se la leyó toda, que, por quedar ya
referida, no se pone aquí; y luego sacó otra
de la duquesa, que decía desta manera:
Amiga Teresa:
Las buenas partes de la bondad y del
ingenio de vuestro marido Sancho me
movieron y obligaron a pedir a mi marido el
duque le diese un gobierno de una ínsula, de
muchas que tiene. Tengo noticia que
gobierna como un girifalte, de lo que yo estoy
muy contenta, y el duque mi señor, por el
consiguiente; por lo que doy muchas gracias
al cielo de no haberme engañado en haberle
escogido para el tal gobierno; porque quiero
que sepa la señora Teresa que con dificultad
se halla un buen gobernador en el mundo, y
tal me haga a mí Dios como Sancho gobierna.
Ahí le envío, querida mía, una sarta de
corales con estremos de oro; yo me holgara
que fuera de perlas orientales, pero quien te
da el hueso, no te querría ver muerta: tiempo
vendrá en que nos conozcamos y nos
comuniquemos, y Dios sabe lo que será.
Encomiéndeme a Sanchica, su hija, y dígale
de mi parte que se apareje, que la tengo de
casar altamente cuando menos lo piense.
Dícenme que en ese lugar hay bellotas
gordas: envíeme hasta dos docenas, que las
estimaré en mucho, por ser de su mano, y
escríbame largo, avisándome de su salud y
de su bienestar; y si hubiere menester alguna
cosa, no tiene que hacer más que boquear:
que su boca será medida, y Dios me la
guarde. Deste lugar.
Su amiga, que bien la quiere,
La Duquesa.
—¡Ay
—dijo Teresa en oyendo la carta
—, y
qué buena y qué llana y qué humilde señora!
Con estas tales señoras me entierren a mí, y
no las hidalgas que en este pueblo se usan,
que piensan que por ser hidalgas no las ha de
tocar el viento, y van a la iglesia con tanta
fantasía como si fuesen las mesmas reinas,
que no parece sino que tienen a deshonra el
mirar a una labradora; y veis aquí donde esta
buena señora, con ser duquesa, me llama
amiga, y me trata como si fuera su igual, que
igual la vea yo con el más alto campanario
que hay en la Mancha. Y, en lo que toca a las
bellotas, señor mío, yo le enviaré a su señoría
un celemín, que por gordas las pueden venir
a ver a la mira y a la maravilla. Y por ahora,
Sanchica, atiende a que se regale este señor:
pon en orden este caballo, y saca de la
caballeriza güevos, y corta tocino adunia, y
démosle de comer como a un príncipe, que
las buenas nuevas que nos ha traído y la
buena cara que él tiene lo merece todo; y, en
tanto, saldré yo a dar a mis vecinas las
nuevas de nuestro contento, y al padre cura y
a maese Nicolás el barbero, que tan amigos
son y han sido de tu padre.
—Sí haré, madre
—respondió Sanchica
—;
pero mire que me ha de dar la mitad desa
sarta; que no tengo yo por tan boba a mi
señora la duquesa, que se la había de enviar
a ella toda.
—Todo es para ti, hija
—respondió Teresa
—
, pero déjamela traer algunos días al cuello,
que verdaderamente parece que me alegra el
corazón.
—También se alegrarán
—dijo el paje
—
cuando vean el lío que viene en este
portamanteo, que es un vestido de paño
finísimo que el gobernador sólo un día llevó a
caza, el cual todo le envía para la señora
Sanchica.
—Que me viva él mil años
—respondió
Sanchica
—, y el que lo trae, ni más ni menos,
y aun dos mil, si fuere necesidad.
Salióse en esto Teresa fuera de casa, con
las cartas, y con la sarta al cuello, y iba
tañendo en las cartas como si fuera en un
pandero; y, encontrándose acaso con el cura
y Sansón Carrasco, comenzó a bailar y a
decir:
—¡A fee que agora que no hay pariente
pobre! ¡Gobiernito tenemos! ¡No, sino tómese
conmigo la más pintada hidalga, que yo la
pondré como nueva!
—¿Qué es esto, Teresa Panza? ¿Qué locuras
son éstas, y qué papeles son ésos?
—No es otra la locura sino que éstas son
cartas de duquesas y de gobernadores, y
estos que traigo al cuello son corales finos;
las avemarías y los padres nuestros son de
oro de martillo, y yo soy gobernadora.
—De Dios en ayuso, no os entendemos,
Teresa, ni sabemos lo que os decís.
—Ahí lo podrán ver ellos
—respondió
Teresa.
Y dioles las cartas. Leyólas el cura de modo
que las oyó Sansón Carrasco, y Sansón y el
cura se miraron el uno al otro, como
admirados de lo que habían leído; y preguntó
el bachiller quién había traído aquellas cartas.
Respondió Teresa que se viniesen con ella a
su casa y verían el mensajero, que era un
mancebo como un pino de oro, y que le traía
otro presente que valía más de tanto. Quitóle
el cura los corales del cuello, y mirólos y
remirólos, y, certificándose que eran finos,
tornó a admirarse de nuevo, y dijo:
—Por el hábito que tengo, que no sé qué
me diga ni qué me piense de estas cartas y
destos presentes: por una parte, veo y toco
la fineza de estos corales, y por otra, leo que
una duquesa envía a pedir dos docenas de
bellotas.
—¡Aderézame esas medidas!
—dijo
entonces Carrasco
—. Agora bien, vamos a
ver al portador deste pliego, que dél nos
informaremos de las dificultades que se nos
ofrecen.
Hiciéronlo así, y volvióse Teresa con ellos.
Hallaron al paje cribando un poco de cebada
para su cabalgadura, y a Sanchica cortando
un torrezno para empedrarle con güevos y
dar de comer al paje, cuya presencia y buen
adorno contentó mucho a los dos; y, después
de haberle saludado cortésmente, y él a ellos,
le preguntó Sansón les dijese nuevas así de
don Quijote como de Sancho Panza; que,
puesto que habían leído las cartas de Sancho
y de la señora duquesa, todavía estaban
confusos y no acababan de atinar qué sería
aquello del gobierno de Sancho, y más de
una ínsula, siendo todas o las más que hay
en el mar Mediterráneo de Su Majestad. A lo
que el paje respondió:
—De que el señor Sancho Panza sea
gobernador, no hay que dudar en ello; de que
sea ínsula o no la que gobierna, en eso no me
entremeto, pero basta que sea un lugar de
más de mil vecinos; y, en cuanto a lo de las
bellotas, digo que mi señora la duquesa es
tan llana y tan humilde, que no
—decía él
—
enviar a pedir bellotas a una labradora, pero
que le acontecía enviar a pedir un peine
prestado a una vecina suya. Porque quiero
que sepan vuestras mercedes que las señoras
de Aragón, aunque son tan principales, no
son tan puntuosas y levantadas como las
señoras castellanas; con más llaneza tratan
con las gentes.
Estando en la mitad destas pláticas, saltó
Sanchica con un halda de güevos, y preguntó
al paje:
—Dígame, señor: ¿mi señor padre trae por
ventura calzas atacadas después que es
gobernador?
—No he mirado en ello
—respondió el
paje
—, pero sí debe de traer.
—¡Ay Dios mío
—replicó Sanchica
—, y que
será de ver a mi padre con pedorreras! ¿No
es bueno sino que desde que nací tengo
deseo de ver a mi padre con calzas atacadas?
—Como con esas cosas le verá vuestra
merced si vive
—respondió el paje
—. Par
Dios, términos lleva de caminar con
papahígo, con solos dos meses que le dure el
gobierno.
Bien echaron de ver el cura y el bachiller
que el paje hablaba socarronamente, pero la
fineza de los corales y el vestido de caza que
Sancho enviaba lo deshacía todo; que ya
Teresa les había mostrado el vestido. Y no
dejaron de reírse del deseo de Sanchica, y
más cuando Teresa dijo:
—Señor cura, eche cata por ahí si hay
alguien que vaya a Madrid, o a Toledo, para
que me compre un verdugado redondo,
hecho y derecho, y sea al uso y de los
mejores que hubiere; que en verdad en
verdad que tengo de honrar el gobierno de mi
marido en cuanto yo pudiere, y aun que si
me enojo, me tengo de ir a esa corte, y echar
un coche, como todas; que la que tiene
marido gobernador muy bien le puede traer y
sustentar.
—Y ¡cómo, madre!
—dijo Sanchica
—.
Pluguiese a Dios que fuese antes hoy que
mañana, aunque dijesen los que me viesen ir
sentada con mi señora madre en aquel
coche: ''¡Mirad la tal por cual, hija del harto
de ajos, y cómo va sentada y tendida en el
coche, como si fuera una papesa!'' Pero pisen
ellos los lodos, y ándeme yo en mi coche,
levantados los pies del suelo. ¡Mal año y mal
mes para cuantos murmuradores hay en el
mundo, y ándeme yo caliente, y ríase la
gente! ¿Digo bien, madre mía?
—Y ¡cómo que dices bien, hija!
—respondió
Teresa
—. Y todas estas venturas, y aun
mayores, me las tiene profetizadas mi buen
Sancho, y verás tú, hija, cómo no para hasta
hacerme condesa: que todo es comenzar a
ser venturosas; y, como yo he oído decir
muchas veces a tu buen padre, que así como
lo es tuyo lo es de los refranes, cuando te
dieren la vaquilla, corre con soguilla: cuando
te dieren un gobierno, cógele; cuando te
dieren un condado, agárrale, y cuando te
hicieren tus, tus, con alguna buena dádiva,
envásala. ¡No, sino dormíos, y no respondáis
a las venturas y buenas dichas que están
llamando a la puerta de vuestra casa!
—Y ¿qué se me da a mí
—añadió Sanchica
—
que diga el que quisiere cuando me vea
entonada y fantasiosa: "Viose el perro en
bragas de cerro...", y lo demás?
Oyendo lo cual el cura, dijo:
—Yo no puedo creer sino que todos los
deste linaje de los Panzas nacieron cada uno
con un costal de refranes en el cuerpo:
ninguno dellos he visto que no los derrame a
todas horas y en todas las pláticas que
tienen.
—Así es la verdad
—dijo el paje
—, que el
señor gobernador Sancho a cada paso los
dice, y, aunque muchos no vienen a
propósito, todavía dan gusto, y mi señora la
duquesa y el duque los celebran mucho.
—¿Que todavía se afirma vuestra merced,
señor mío
—dijo el bachiller
—, ser verdad
esto del gobierno de Sancho, y de que hay
duquesa en el mundo que le envíe presentes
y le escriba? Porque nosotros, aunque
tocamos los presentes y hemos leído las
cartas, no lo creemos, y pensamos que ésta
es una de las cosas de don Quijote, nuestro
compatrioto, que todas piensa que son
hechas por encantamento; y así, estoy por
decir que quiero tocar y palpar a vuestra
merced, por ver si es embajador fantástico o
hombre de carne y hueso.
—Señores, yo no sé más de mí
—respondió
el paje
— sino que soy embajador verdadero,
y que el señor Sancho Panza es gobernador
efectivo, y que mis señores duque y duquesa
pueden dar, y han dado, el tal gobierno; y
que he oído decir que en él se porta
valentísimamente el tal Sancho Panza; si en
esto hay encantamento o no, vuestras
mercedes lo disputen allá entre ellos, que yo
no sé otra cosa, para el juramento que hago,
que es por vida de mis padres, que los tengo
vivos y los amo y los quiero mucho.
—Bien podrá ello ser así
—replicó el
bachiller
—, pero dubitat Augustinus.
—Dude quien dudare
—respondió el paje
—,
la verdad es la que he dicho, y esta que ha
de andar siempre sobre la mentira,como el
aceite sobre el agua; y si no, operibus
credite, et non verbis: véngase alguno de
vuesas mercedes conmigo, y verán con los
ojos lo que no creen por los oídos.
—Esa ida a mí toca
—dijo Sanchica
—:
lléveme vuestra merced, señor, a las ancas
de su rocín, que yo iré de muy buena gana a
ver a mi señor padre.
—Las hijas de los gobernadores no han de ir
solas por los caminos, sino acompañadas de
carrozas y literas y de gran número de
sirvientes.
—Par Dios
—respondió Sancha
—, tan bién
me vaya yo sobre una pollina como sobre un
coche. ¡Hallado la habéis la melindrosa!
—Calla, mochacha
—dijo Teresa
—, que no
sabes lo que te dices, y este señor está en lo
cierto: que tal el tiempo, tal el tiento; cuando
Sancho, Sancha, y cuando gobernador,
señora, y no sé si diga algo.
—Más dice la señora Teresa de lo que
piensa
—dijo el paje
—; y denme de comer y
despáchenme luego, porque pienso volverme
esta tarde.
A lo que dijo el cura:
—Vuestra merced se vendrá a hacer
penitencia conmigo, que la señora Teresa
más tiene voluntad que alhajas para servir a
tan buen huésped.
Rehusólo el paje; pero, en efecto, lo hubo
de conceder por su mejora, y el cura le llevó
consigo de buena gana, por tener lugar de
preguntarle de espacio por don Quijote y sus
hazañas.
El bachiller se ofreció de escribir las cartas a
Teresa de la respuesta, pero ella no quiso
que el bachiller se metiese en sus cosas, que
le tenía por algo burlón; y así, dio un bollo y
dos huevos a un monacillo que sabía escribir,
el cual le escribió dos cartas, una para su
marido y otra para la duquesa, notadas de su
mismo caletre, que no son las peores que en
esta grande historia se ponen, como se verá
adelante.
Capítulo LI. Del progreso
del gobierno de Sancho
Panza, con otros sucesos
tales como buenos
Amaneció el día que se siguió a la noche de
la ronda del gobernador, la cual el
maestresala pasó sin dormir, ocupado el
pensamiento en el rostro, brío y belleza de la
disfrazada doncella; y el mayordomo ocupó lo
que della faltaba en escribir a sus señores lo
que Sancho Panza hacía y decía, tan
admirado de sus hechos como de sus dichos:
porque andaban mezcladas sus palabras y
sus acciones, con asomos discretos y tontos.
Levantóse, en fin, el señor gobernador, y,
por orden del doctor Pedro Recio, le hicieron
desayunar con un poco de conserva y cuatro
tragos de agua fría, cosa que la trocara
Sancho con un pedazo de pan y un racimo de
uvas; pero, viendo que aquello era más
fuerza que voluntad, pasó por ello, con harto
dolor de su alma y fatiga de su estómago,
haciéndole creer Pedro Recio que los
manjares pocos y delicados avivaban el
ingenio, que era lo que más convenía a las
personas constituidas en mandos y en oficios
graves, donde se han de aprovechar no tanto
de las fuerzas corporales como de las del
entendimiento.
Con esta sofistería padecía hambre Sancho,
y tal, que en su secreto maldecía el gobierno
y aun a quien se le había dado; pero, con su
hambre y con su conserva, se puso a juzgar
aquel día, y lo primero que se le ofreció fue
una pregunta que un forastero le hizo,
estando presentes a todo el mayordomo y los
demás acólitos, que fue:
—Señor, un caudaloso río dividía dos
términos de un mismo señorío (y esté
vuestra merced atento, porque el caso es de
importancia y algo dificultoso). Digo, pues,
que sobre este río estaba una puente, y al
cabo della, una horca y una como casa de
audiencia, en la cual de ordinario había
cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el
dueño del río, de la puente y del señorío, que
era en esta forma: "Si alguno pasare por esta
puente de una parte a otra, ha de jurar
primero adónde y a qué va; y si jurare
verdad, déjenle pasar; y si dijere mentira,
muera por ello ahorcado en la horca que allí
se muestra, sin remisión alguna". Sabida esta
ley y la rigurosa condición della, pasaban
muchos, y luego en lo que juraban se echaba
de ver que decían verdad, y los jueces los
dejaban pasar libremente. Sucedió, pues,
que, tomando juramento a un hombre, juró y
dijo que para el juramento que hacía, que iba
a morir en aquella horca que allí estaba, y no
a otra cosa. Repararon los jueces en el
juramento y dijeron: ''Si a este hombre le
dejamos pasar libremente, mintió en su
juramento, y, conforme a la ley, debe morir;
y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en
aquella horca, y, habiendo jurado verdad, por
la misma ley debe ser libre''. Pídese a vuesa
merced, señor gobernador, qué harán los
jueces del tal hombre; que aun hasta agora
están dudosos y suspensos. Y, habiendo
tenido noticia del agudo y elevado
entendimiento de vuestra merced, me
enviaron a mí a que suplicase a vuestra
merced de su parte diese su parecer en tan
intricado y dudoso caso.
A lo que respondió Sancho:
—Por cierto que esos señores jueces que a
mí os envían lo pudieran haber escusado,
porque yo soy un hombre que tengo más de
mostrenco que de agudo; pero, con todo eso,
repetidme otra vez el negocio de modo que
yo le entienda: quizá podría ser que diese en
el hito.
Volvió otra y otra vez el preguntante a
referir lo que primero había dicho, y Sancho
dijo:
—A mi parecer, este negocio en dos paletas
le declararé yo, y es así: el tal hombre jura
que va a morir en la horca, y si muere en
ella, juró verdad, y por la ley puesta merece
ser libre y que pase la puente; y si no le
ahorcan, juró mentira, y por la misma ley
merece que le ahorquen.
—Así es como el señor gobernador dice
—
dijo el mensajero
—; y cuanto a la entereza y
entendimiento del caso, no hay más que
pedir ni que dudar.
—Digo yo, pues, agora
—replicó Sancho
—
que deste hombre aquella parte que juró
verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira
la ahorquen, y desta manera se cumplirá al
pie de la letra la condición del pasaje.
—Pues, señor gobernador
—replicó el
preguntador
—, será necesario que el tal
hombre se divida en partes, en mentirosa y
verdadera; y si se divide, por fuerza ha de
morir, y así no se consigue cosa alguna de lo
que la ley pide, y es de necesidad espresa
que se cumpla con ella.
—Venid acá, señor buen hombre
—
respondió Sancho
—; este pasajero que decís,
o yo soy un porro, o él tiene la misma razón
para morir que para vivir y pasar la puente;
porque si la verdad le salva, la mentira le
condena igualmente; y, siendo esto así, como
lo es, soy de parecer que digáis a esos
señores que a mí os enviaron que, pues están
en un fil las razones de condenarle o
asolverle, que le dejen pasar libremente,
pues siempre es alabado más el hacer bien
que mal, y esto lo diera firmado de mi
nombre, si supiera firmar; y yo en este caso
no he hablado de mío, sino que se me vino a
la memoria un precepto, entre otros muchos
que me dio mi amo don Quijote la noche
antes que viniese a ser gobernador desta
ínsula: que fue que, cuando la justicia
estuviese en duda, me decantase y acogiese
a la misericordia; y ha querido Dios que
agora se me acordase, por venir en este caso
como de molde.
Así es
—respondió el mayordomo
—, y tengo
para mí que el mismo Licurgo, que dio leyes a
los lacedemonios, no pudiera dar mejor
sentencia que la que el gran Panza ha dado.
Y acábese con esto la audiencia desta
mañana, y yo daré orden como el señor
gobernador coma muy a su gusto.
—Eso pido, y barras derechas
—dijo
Sancho
—: denme de comer, y lluevan casos y
dudas sobre mí, que yo las despabilaré en el
aire.
Cumplió su palabra el mayordomo,
pareciéndole ser cargo de conciencia matar
de hambre a tan discreto gobernador; y más,
que pensaba concluir con él aquella misma
noche haciéndole la burla última que traía en
comisión de hacerle.
Sucedió, pues, que, habiendo comido aquel
día contra las reglas y aforismos del doctor
Tirteafuera, al levantar de los manteles, entró
un correo con una carta de don Quijote para
el gobernador. Mandó Sancho al secretario
que la leyese para sí, y que si no viniese en
ella alguna cosa digna de secreto, la leyese
en voz alta. Hízolo así el secretario, y,
repasándola primero, dijo:
—Bien se puede leer en voz alta, que lo que
el señor don Quijote escribe a vuestra merced
merece estar estampado y escrito con letras
de oro, y dice así:
Carta de don Quijote de la Mancha a
Sancho Panza, gobernador de la ínsula
Barataria:
Cuando esperaba oír nuevas de tus
descuidos e impertinencias, Sancho amigo,
las oí de tus discreciones, de que di por ello
gracias particulares al cielo, el cual del
estiércol sabe levantar los pobres, y de los
tontos hacer discretos. Dícenme que
gobiernas como si fueses hombre, y que eres
hombre como si fueses bestia, según es la
humildad con que te tratas; y quiero que
adviertas, Sancho, que muchas veces
conviene y es necesario, por la autoridad del
oficio, ir contra la humildad del corazón;
porque el buen adorno de la persona que está
puesta en graves cargos ha de ser conforme
a lo que ellos piden, y no a la medida de lo
que su humilde condición le inclina. Vístete
bien, que un palo compuesto no parece palo.
No digo que traigas dijes ni galas, ni que
siendo juez te vistas como soldado, sino que
te adornes con el hábito que tu oficio
requiere, con tal que sea limpio y bien
compuesto.
Para ganar la voluntad del pueblo que
gobiernas, entre otras has de hacer dos
cosas: la una, ser bien criado con todos,
aunque esto ya otra vez te lo he dicho; y la
otra, procurar la abundancia de los
mantenimientos; que no hay cosa que más
fatigue el corazón de los pobres que la
hambre y la carestía.
No hagas muchas pragmáticas; y si las
hicieres, procura que sean buenas, y, sobre
todo, que se guarden y cumplan; que las
pragmáticas que no se guardan, lo mismo es
que si no lo fuesen; antes dan a entender que
el príncipe que tuvo discreción y autoridad
para hacerlas, no tuvo valor para hacer que
se guardasen; y las leyes que atemorizan y
no se ejecutan, vienen a ser como la viga,
rey de las ranas: que al principio las espantó,
y con el tiempo la menospreciaron y se
subieron sobre ella.
Sé padre de las virtudes y padrastro de los
vicios. No seas siempre riguroso, ni siempre
blando, y escoge el medio entre estos dos
estremos, que en esto está el punto de la
discreción. Visita las cárceles, las carnicerías
y las plazas, que la presencia del gobernador
en lugares tales es de mucha importancia:
consuela a los presos, que esperan la
brevedad de su despacho; es coco a los
carniceros, que por entonces igualan los
pesos, y es espantajo a las placeras, por la
misma razón. No te muestres, aunque por
ventura lo seas
—lo cual yo no creo
—,
codicioso, mujeriego ni glotón; porque, en
sabiendo el pueblo y los que te tratan tu
inclinación determinada, por allí te darán
batería, hasta derribarte en el profundo de la
perdición.
Mira y remira, pasa y repasa los consejos y
documentos que te di por escrito antes que
de aquí partieses a tu gobierno, y verás como
hallas en ellos, si los guardas, una ayuda de
costa que te sobrelleve los trabajos y
dificultades que a cada paso a los
gobernadores se les ofrecen. Escribe a tus
señores y muéstrateles agradecido, que la
ingratitud es hija de la soberbia, y uno de los
mayores pecados que se sabe, y la persona
que es agradecida a los que bien le han
hecho, da indicio que también lo será a Dios,
que tantos bienes le hizo y de contino le
hace.
La señora duquesa despachó un propio con
tu vestido y otro presente a tu mujer Teresa
Panza; por momentos esperamos respuesta.
Yo he estado un poco mal dispuesto de un
cierto gateamiento que me sucedió no muy a
cuento de mis narices; pero no fue nada, que
si hay encantadores que me maltraten,
también los hay que me defiendan.
Avísame si el mayordomo que está contigo
tuvo que ver en las acciones de la Trifaldi,
como tú sospechaste, y de todo lo que te
sucediere me irás dando aviso, pues es tan
corto el camino; cuanto más, que yo pienso
dejar presto esta vida ociosa en que estoy,
pues no nací para ella.
Un negocio se me ha ofrecido, que creo que
me ha de poner en desgracia destos señores;
pero, aunque se me da mucho, no se me da
nada, pues, en fin en fin, tengo de cumplir
antes con mi profesión que con su gusto,
conforme a lo que suele decirse: amicus
Plato, sed magis amica veritas. Dígote este
latín porque me doy a entender que, después
que eres gobernador, lo habrás aprendido. Y
a Dios, el cual te guarde de que ninguno te
tenga lástima.
Tu amigo,
Don Quijote de la Mancha.
Oyó Sancho la carta con mucha atención, y
fue celebrada y tenida por discreta de los que
la oyeron; y luego Sancho se levantó de la
mesa, y, llamando al secretario, se encerró
con él en su estancia, y, sin dilatarlo más,
quiso responder luego a su señor don
Quijote, y dijo al secretario que, sin añadir ni
quitar cosa alguna, fuese escribiendo lo que
él le dijese, y así lo hizo; y la carta de la
respuesta fue del tenor siguiente:
Carta de Sancho Panza a don Quijote de la
Mancha:
La ocupación de mis negocios es tan grande
que no tengo lugar para rascarme la cabeza,
ni aun para cortarme las uñas; y así, las
traigo tan crecidas cual Dios lo remedie. Digo
esto, señor mío de mi alma, porque vuesa
merced no se espante si hasta agora no he
dado aviso de mi bien o mal estar en este
gobierno, en el cual tengo más hambre que
cuando andábamos los dos por las selvas y
por los despoblados.
Escribióme el duque, mi señor, el otro día,
dándome aviso que habían entrado en esta
ínsula ciertas espías para matarme, y hasta
agora yo no he descubierto otra que un cierto
doctor que está en este lugar asalariado para
matar a cuantos gobernadores aquí vinieren:
llámase el doctor Pedro Recio, y es natural de
Tirteafuera: ¡porque vea vuesa merced qué
nombre para no temer que he de morir a sus
manos! Este tal doctor dice él mismo de sí
mismo que él no cura las enfermedades
cuando las hay, sino que las previene, para
que no vengan; y las medecinas que usa son
dieta y más dieta, hasta poner la persona en
los huesos mondos, como si no fuese mayor
mal la flaqueza que la calentura.
Cerró la carta el secretario y despachó
luego al correo; y, juntándose los burladores
de Sancho, dieron orden entre sí cómo
despacharle del gobierno; y aquella tarde la
pasó Sancho en hacer algunas ordenanzas
tocantes al buen gobierno de la que él
imaginaba ser ínsula, y ordenó que no
hubiese regatones de los bastimentos en la
república, y que pudiesen meter en ella vino
de las partes que quisiesen, con aditamento
que declarasen el lugar de donde era, para
ponerle el precio según su estimación,
bondad y fama, y el que lo aguase o le
mudase el nombre, perdiese la vida por ello.
Moderó el precio de todo calzado,
principalmente el de los zapatos, por
parecerle que corría con exorbitancia; puso
tasa en los salarios de los criados, que
caminaban a rienda suelta por el camino del
interese; puso gravísimas penas a los que
cantasen cantares lascivos y descompuestos,
ni de noche ni de día. Ordenó que ningún
ciego cantase milagro en coplas si no trujese
testimonio auténtico de ser verdadero, por
parecerle que los más que los ciegos cantan
son fingidos, en perjuicio de los verdaderos.
Hizo y creó un alguacil de pobres, no para
que los persiguiese, sino para que los
examinase si lo eran, porque a la sombra de
la manquedad fingida y de la llaga falsa
andan los brazos ladrones y la salud
borracha. En resolución: él ordenó cosas tan
buenas que hasta hoy se guardan en aquel
lugar, y se nombran Las constituciones del
gran gobernador Sancho Panza.
Capítulo LII. Donde se
cuenta la aventura de la
segunda dueña Dolorida, o
Angustiada, llamada por
otro nombre doña Rodríguez
Cuenta Cide Hamete que estando ya don
Quijote sano de sus aruños, le pareció que la
vida que en aquel castillo tenía era contra
toda la orden de caballería que profesaba, y
así, determinó de pedir licencia a los duques
para partirse a Zaragoza, cuyas fiestas
llegaban cerca, adonde pensaba ganar el
arnés que en las tales fiestas se conquista.
Y, estando un día a la mesa con los duques,
y comenzando a poner en obra su intención y
pedir la licencia, veis aquí a deshora entrar
por la puerta de la gran sala dos mujeres,
como después pareció, cubiertas de luto de
los pies a la cabeza, y la una dellas,
llegándose a don Quijote, se le echó a los
pies tendida de largo a largo, la boca cosida
con los pies de don Quijote, y daba unos
gemidos tan tristes, tan profundos y tan
dolorosos, que puso en confusión a todos los
que la oían y miraban; y, aunque los duques
pensaron que sería alguna burla que sus
criados querían hacer a don Quijote, todavía,
viendo con el ahínco que la mujer suspiraba,
gemía y lloraba, los tuvo dudosos y
suspensos, hasta que don Quijote,
compasivo, la levantó del suelo y hizo que se
descubriese y quitase el manto de sobre la
faz llorosa.
Ella lo hizo así, y mostró ser lo que jamás
se pudiera pensar, porque descubrió el rostro
de doña Rodríguez, la dueña de casa, y la
otra enlutada era su hija, la burlada del hijo
del labrador rico. Admiráronse todos aquellos
que la conocían, y más los duques que
ninguno; que, puesto que la tenían por boba
y de buena pasta, no por tanto que viniese a
hacer locuras. Finalmente, doña Rodríguez,
volviéndose a los señores, les dijo:
—Vuesas excelencias sean servidos de
darme licencia que yo departa un poco con
este caballero, porque así conviene para salir
con bien del negocio en que me ha puesto el
atrevimiento de un mal intencionado villano.
El duque dijo que él se la daba, y que
departiese con el señor don Quijote cuanto le
viniese en deseo. Ella, enderezando la voz y
el rostro a don Quijote, dijo:
—Días ha, valeroso caballero, que os tengo
dada cuenta de la sinrazón y alevosía que un
mal labrador tiene fecha a mi muy querida y
amada fija, que es esta desdichada que aquí
está presente, y vos me habedes prometido
de volver por ella, enderezándole el tuerto
que le tienen fecho, y agora ha llegado a mi
noticia que os queredes partir deste castillo,
en busca de las buenas venturas que Dios os
depare; y así, querría que, antes que os
escurriésedes por esos caminos, desafiásedes
a este rústico indómito, y le hiciésedes que se
casase con mi hija, en cumplimiento de la
palabra que le dio de ser su esposo, antes y
primero que yogase con ella; porque pensar
que el duque mi señor me ha de hacer
justicia es pedir peras al olmo, por la ocasión
que ya a vuesa merced en puridad tengo
declarada. Y con esto, Nuestro Señor dé a
vuesa merced mucha salud, y a nosotras no
nos desampare.
A cuyas razones respondió don Quijote, con
mucha gravedad y prosopopeya:
—Buena dueña, templad vuestras lágrimas,
o, por mejor decir, enjugadlas y ahorrad de
vuestros suspiros, que yo tomo a mi cargo el
remedio de vuestra hija, a la cual le hubiera
estado mejor no haber sido tan fácil en creer
promesas de enamorados, las cuales, por la
mayor parte, son ligeras de prometer y muy
pesadas de cumplir; y así, con licencia del
duque mi señor, yo me partiré luego en
busca dese desalmado mancebo, y le hallaré,
y le desafiaré, y le mataré cada y cuando que
se escusare de cumplir la prometida palabra;
que el principal asumpto de mi profesión es
perdonar a los humildes y castigar a los
soberbios; quiero decir: acorrer a los
miserables y destruir a los rigurosos.
—No es menester
—respondió el duque
—
que vuesa merced se ponga en trabajo de
buscar al rústico de quien esta buena dueña
se queja, ni es menester tampoco que vuesa
merced me pida a mí licencia para desafiarle;
que yo le doy por desafiado, y tomo a mi
cargo de hacerle saber este desafío, y que le
acete, y venga a responder por sí a este mi
castillo, donde a entrambos daré campo
seguro, guardando todas las condiciones que
en tales actos suelen y deben guardarse,
guardando igualmente su justicia a cada uno,
como están obligados a guardarla todos
aquellos príncipes que dan campo franco a los
que se combaten en los términos de sus
señoríos.
—Pues con ese seguro y con buena licencia
de vuestra grandeza
—replicó don Quijote
—,
desde aquí digo que por esta vez renuncio a
mi hidalguía, y me allano y ajusto con la
llaneza del dañador, y me hago igual con él,
habilitándole para poder combatir conmigo; y
así, aunque ausente, le desafío y repto, en
razón de que hizo mal en defraudar a esta
pobre, que fue doncella y ya por su culpa no
lo es, y que le ha de cumplir la palabra que le
dio de ser su legítimo esposo, o morir en la
demanda.
Y luego, descalzándose un guante, le arrojó
en mitad de la sala, y el duque le alzó,
diciendo que, como ya había dicho, él
acetaba el tal desafío en nombre de su
vasallo, y señalaba el plazo de allí a seis días;
y el campo, en la plaza de aquel castillo; y las
armas, las acostumbradas de los caballeros:
lanza y escudo, y arnés tranzado, con todas
las demás piezas, sin engaño, superchería o
superstición alguna, examinadas y vistas por
los jueces del campo.
—Pero, ante todas cosas, es menester que
esta buena dueña y esta mala doncella
pongan el derecho de su justicia en manos
del señor don Quijote; que de otra manera no
se hará nada, ni llegará a debida ejecución el
tal desafío.
—Yo sí pongo
—respondió la dueña.
—Y yo también
—añadió la hija, toda llorosa
y toda vergonzosa y de mal talante.
Tomado, pues, este apuntamiento, y
habiendo imaginado el duque lo que había de
hacer en el caso, las enlutadas se fueron, y
ordenó la duquesa que de allí adelante no las
tratasen como a sus criadas, sino como a
señoras aventureras que venían a pedir
justicia a su casa; y así, les dieron cuarto
aparte y las sirvieron como a forasteras, no
sin espanto de las demás criadas, que no
sabían en qué había de parar la sandez y
desenvoltura de doña Rodríguez y de su
malandante hija.
Estando en esto, para acabar de regocijar la
fiesta y dar buen fin a la comida, veis aquí
donde entró por la sala el paje que llevó las
cartas y presentes a Teresa Panza, mujer del
gobernador Sancho Panza, de cuya llegada
recibieron gran contento los duques,
deseosos de saber lo que le había sucedido
en su viaje; y, preguntándoselo, respondió el
paje que no lo podía decir tan en público ni
con breves palabras: que sus excelencias
fuesen servidos de dejarlo para a solas, y que
entretanto se entretuviesen con aquellas
cartas. Y, sacando dos cartas, las puso en
manos de la duquesa. La una decía en el
sobreescrito: Carta para mi señora la
duquesa tal, de no sé dónde, y la otra: A mi
marido Sancho Panza, gobernador de la
ínsula Barataria, que Dios prospere más años
que a mí. No se le cocía el pan, como suele
decirse, a la duquesa hasta leer su carta, y
abriéndola y leído para sí, y viendo que la
podía leer en voz alta para que el duque y los
circunstantes la oyesen, leyó desta manera:
Carta de Teresa Panza a la Duquesa:
Mucho contento me dio, señora mía, la
carta que vuesa grandeza me escribió, que
en verdad que la tenía bien deseada. La sarta
de corales es muy buena, y el vestido de caza
de mi marido no le va en zaga. De que
vuestra señoría haya hecho gobernador a
Sancho, mi consorte, ha recebido mucho
gusto todo este lugar, puesto que no hay
quien lo crea, principalmente el cura, y mase
Nicolás el barbero, y Sansón Carrasco el
bachiller; pero a mí no se me da nada; que,
como ello sea así, como lo es, diga cada uno
lo que quisiere; aunque, si va a decir verdad,
a no venir los corales y el vestido, tampoco
yo lo creyera, porque en este pueblo todos
tienen a mi marido por un porro, y que,
sacado de gobernar un hato de cabras, no
pueden imaginar para qué gobierno pueda
ser bueno. Dios lo haga, y lo encamine como
vee que lo han menester sus hijos.
Yo, señora de mi alma, estoy determinada,
con licencia de vuesa merced, de meter este
buen día en mi casa, yéndome a la corte a
tenderme en un coche, para quebrar los ojos
a mil envidiosos que ya tengo; y así, suplico
a vuesa excelencia mande a mi marido me
envíe algún dinerillo, y que sea algo qué,
porque en la corte son los gastos grandes:
que el pan vale a real, y la carne, la libra, a
treinta maravedís, que es un juicio; y si
quisiere que no vaya, que me lo avise con
tiempo, porque me están bullendo los pies
por ponerme en camino; que me dicen mis
amigas y mis vecinas que, si yo y mi hija
andamos orondas y pomposas en la corte,
vendrá a ser conocido mi marido por mí más
que yo por él, siendo forzoso que pregunten
muchos: ''
—¿Quién son estas señoras deste
coche?'' Y un criado mío responder: ''
—La
mujer y la hija de Sancho Panza, gobernador
de la ínsula Barataria''; y desta manera será
conocido Sancho, y yo seré estimada, y a
Roma por todo.
Pésame, cuanto pesarme puede, que este
año no se han cogido bellotas en este pueblo;
con todo eso, envío a vuesa alteza hasta
medio celemín, que una a una las fui yo a
coger y a escoger al monte, y no las hallé
más mayores; yo quisiera que fueran como
huevos de avestruz.
No se le olvide a vuestra pomposidad de
escribirme, que yo tendré cuidado de la
respuesta, avisando de mi salud y de todo lo
que hubiere que avisar deste lugar, donde
quedo rogando a Nuestro Señor guarde a
vuestra grandeza, y a mí no olvide. Sancha,
mi hija, y mi hijo besan a vuestra merced las
manos.
La que tiene más deseo de ver a vuestra
señoría que de escribirla, su criada,
Teresa Panza.
Grande fue el gusto que todos recibieron de
oír la carta de Teresa Panza, principalmente
los duques, y la duquesa pidió parecer a don
Quijote si sería bien abrir la carta que venía
para el gobernador, que imaginaba debía de
ser bonísima. Don Quijote dijo que él la
abriría por darles gusto, y así lo hizo, y vio
que decía desta manera:
Carta de Teresa Panza a Sancho Panza su
marido:
Tu carta recibí, Sancho mío de mi alma, y
yo te prometo y juro como católica cristiana
que no faltaron dos dedos para volverme loca
de contento. Mira, hermano: cuando yo
llegué a oír que eres gobernador, me pensé
allí caer muerta de puro gozo, que ya sabes
tú que dicen que así mata la alegría súbita
como el dolor grande. A Sanchica, tu hija, se
le fueron las aguas sin sentirlo, de puro
contento. El vestido que me enviaste tenía
delante, y los corales que me envió mi señora
la duquesa al cuello, y las cartas en las
manos, y el portador dellas allí presente, y,
con todo eso, creía y pensaba que era todo
sueño lo que veía y lo que tocaba; porque,
¿quién podía pensar que un pastor de cabras
había de venir a ser gobernador de ínsulas?
Ya sabes tú, amigo, que decía mi madre que
era menester vivir mucho para ver mucho:
dígolo porque pienso ver más si vivo más;
porque no pienso parar hasta verte
arrendador o alcabalero, que son oficios que,
aunque lleva el diablo a quien mal los usa, en
fin en fin, siempre tienen y manejan dineros.
Mi señora la duquesa te dirá el deseo que
tengo de ir a la corte; mírate en ello, y
avísame de tu gusto, que yo procuraré
honrarte en ella andando en coche.
El cura, el barbero, el bachiller y aun el
sacristán no pueden creer que eres
gobernador, y dicen que todo es embeleco, o
cosas de encantamento, como son todas las
de don Quijote tu amo; y dice Sansón que ha
de ir a buscarte y a sacarte el gobierno de la
cabeza, y a don Quijote la locura de los
cascos; yo no hago sino reírme, y mirar mi
sarta, y dar traza del vestido que tengo de
hacer del tuyo a nuestra hija.
Unas bellotas envié a mi señora la duquesa;
yo quisiera que fueran de oro. Envíame tú
algunas sartas de perlas, si se usan en esa
ínsula.
Las nuevas deste lugar son que la Berrueca
casó a su hija con un pintor de mala mano,
que llegó a este pueblo a pintar lo que
saliese; mandóle el Concejo pintar las armas
de Su Majestad sobre las puertas del
Ayuntamiento, pidió dos ducados, diéronselos
adelantados, trabajó ocho días, al cabo de los
cuales no pintó nada, y dijo que no acertaba
a pintar tantas baratijas; volvió el dinero, y,
con todo eso, se casó a título de buen oficial;
verdad es que ya ha dejado el pincel y
tomado el azada, y va al campo como
gentilhombre. El hijo de Pedro de Lobo se ha
ordenado de grados y corona, con intención
de hacerse clérigo; súpolo Minguilla, la nieta
de Mingo Silvato, y hale puesto demanda de
que la tiene dada palabra de casamiento;
malas lenguas quieren decir que ha estado
encinta dél, pero él lo niega a pies juntillas.
Hogaño no hay aceitunas, ni se halla una
gota de vinagre en todo este pueblo. Por aquí
pasó una compañía de soldados; lleváronse
de camino tres mozas deste pueblo; no te
quiero decir quién son: quizá volverán, y no
faltará quien las tome por mujeres, con sus
tachas buenas o malas.
Sanchica hace puntas de randas; gana cada
día ocho maravedís horros, que los va
echando en una alcancía para ayuda a su
ajuar; pero ahora que es hija de un
gobernador, tú le darás la dote sin que ella lo
trabaje. La fuente de la plaza se secó; un
rayo cayó en la picota, y allí me las den
todas.
Espero respuesta désta y la resolución de
mi ida a la corte; y, con esto, Dios te me
guarde más años que a mí o tantos, porque
no querría dejarte sin mí en este mundo.
Tu mujer,
Teresa Panza.
Las cartas fueron solenizadas, reídas,
estimadas y admiradas; y, para acabar de
echar el sello, llegó el correo, el que traía la
que Sancho enviaba a don Quijote, que
asimesmo se leyó públicamente, la cual puso
en duda la sandez del gobernador.
Retiróse la duquesa, para saber del paje lo
que le había sucedido en el lugar de Sancho,
el cual se lo contó muy por estenso, sin dejar
circunstancia que no refiriese; diole las
bellotas, y más un queso que Teresa le dio,
por ser muy bueno, que se aventajaba a los
de Tronchón Recibiólo la duquesa con
grandísimo gusto, con el cual la dejaremos,
por contar el fin que tuvo el gobierno del gran
Sancho Panza, flor y espejo de todos los
insulanos gobernadores.
Capítulo LIII. Del fatigado
fin y remate que tuvo el
gobierno de Sancho Panza
''Pensar que en esta vida las cosas della han
de durar siempre en un estado es pensar en
lo escusado; antes parece que ella anda todo
en redondo, digo, a la redonda: la primavera
sigue al verano, el verano al estío, el estío al
otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a
la primavera, y así torna a andarse el tiempo
con esta rueda continua; sola la vida humana
corre a su fin ligera más que el tiempo, sin
esperar renovarse si no es en la otra, que no
tiene términos que la limiten''. Esto dice Cide
Hamete, filósofo mahomético; porque esto de
entender la ligereza e instabilidad de la vida
presente, y de la duración de la eterna que se
espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la
luz natural, lo han entendido; pero aquí,
nuestro autor lo dice por la presteza con que
se acabó, se consumió, se deshizo, se fue
como en sombra y humo el gobierno de
Sancho.
El cual, estando la séptima noche de los
días de su gobierno en su cama, no harto de
pan ni de vino, sino de juzgar y dar pareceres
y de hacer estatutos y pragmáticas, cuando
el sueño, a despecho y pesar de la hambre, le
comenzaba a cerrar los párpados, oyó tan
gran ruido de campanas y de voces, que no
parecía sino que toda la ínsula se hundía.
Sentóse en la cama, y estuvo atento y
escuchando, por ver si daba en la cuenta de
lo que podía ser la causa de tan grande
alboroto; pero no sólo no lo supo, pero,
añadiéndose al ruido de voces y campanas el
de infinitas trompetas y atambores, quedó
más confuso y lleno de temor y espanto; y,
levantándose en pie, se puso unas chinelas,
por la humedad del suelo, y, sin ponerse
sobrerropa de levantar, ni cosa que se
pareciese, salió a la puerta de su aposento, a
tiempo cuando vio venir por unos corredores
más de veinte personas con hachas
encendidas en las manos y con las espadas
desenvainadas, gritando todos a grandes
voces:
—¡Arma, arma, señor gobernador, arma!;
que han entrado infinitos enemigos en la
ínsula, y somos perdidos si vuestra industria
y valor no nos socorre.
Con este ruido, furia y alboroto llegaron
donde Sancho estaba, atónito y embelesado
de lo que oía y veía; y, cuando llegaron a él,
uno le dijo:
—¡Ármese luego vuestra señoría, si no
quiere perderse y que toda esta ínsula se
pierda!
—¿Qué me tengo de armar
—respondió
Sancho
—, ni qué sé yo de armas ni de
socorros? Estas cosas mejor será dejarlas
para mi amo don Quijote, que en dos paletas
las despachará y pondrá en cobro; que yo,
pecador fui a Dios, no se me entiende nada
destas priesas.
—¡Ah, señor gobernador!
—dijo otro
—.
¿Qué relente es ése? Ármese vuesa merced,
que aquí le traemos armas ofensivas y
defensivas, y salga a esa plaza, y sea nuestra
guía y nuestro capitán, pues de derecho le
toca el serlo, siendo nuestro gobernador.
—Ármenme norabuena
—replicó Sancho.
Y al momento le trujeron dos paveses, que
venían proveídos dellos, y le pusieron encima
de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido,
un pavés delante y otro detrás, y, por unas
concavidades que traían hechas, le sacaron
los brazos, y le liaron muy bien con unos
cordeles, de modo que quedó emparedado y
entablado, derecho como un huso, sin poder
doblar las rodillas ni menearse un solo paso.
Pusiéronle en las manos una lanza, a la cual
se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando
así le tuvieron, le dijeron que caminase, y los
guiase y animase a todos; que, siendo él su
norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen
fin sus negocios.
—¿Cómo tengo de caminar, desventurado
yo
—respondió Sancho
—, que no puedo jugar
las choquezuelas de las rodillas, porque me lo
impiden estas tablas que tan cosidas tengo
con mis carnes? Lo que han de hacer es
llevarme en brazos y ponerme, atravesado o
en pie, en algún postigo, que yo le guardaré,
o con esta lanza o con mi cuerpo.
—Ande, señor gobernador
—dijo otro
—, que
más el miedo que las tablas le impiden el
paso; acabe y menéese, que es tarde, y los
enemigos crecen, y las voces se aumentan y
el peligro carga.
Por cuyas persuasiones y vituperios probó
el pobre gobernador a moverse, y fue dar
consigo en el suelo tan gran golpe, que pensó
que se había hecho pedazos. Quedó como
galápago encerrado y cubierto con sus
conchas, o como medio tocino metido entre
dos artesas, o bien así como barca que da al
través en la arena; y no por verle caído
aquella gente burladora le tuvieron
compasión alguna; antes, apagando las
antorchas, tornaron a reforzar las voces, y a
reiterar el ¡arma! con tan gran priesa,
pasando por encima del pobre Sancho,
dándole infinitas cuchilladas sobre los
paveses, que si él no se recogiera y
encogiera, metiendo la cabeza entre los
paveses, lo pasara muy mal el pobre
gobernador, el cual, en aquella estrecheza
recogido, sudaba y trasudaba, y de todo
corazón se encomendaba a Dios que de aquel
peligro le sacase.
Unos tropezaban en él, otros caían, y tal
hubo que se puso encima un buen espacio, y
desde allí, como desde atalaya, gobernaba
los ejércitos, y a grandes voces decía:
—¡Aquí de los nuestros, que por esta parte
cargan más los enemigos! ¡Aquel portillo se
guarde, aquella puerta se cierre, aquellas
escalas se tranquen! ¡Vengan alcancías, pez y
resina en calderas de aceite ardiendo!
¡Trinchéense las calles con colchones!
En fin, él nombraba con todo ahínco todas
las baratijas e instrumentos y pertrechos de
guerra con que suele defenderse el asalto de
una ciudad, y el molido Sancho, que lo
escuchaba y sufría todo, decía entre sí:
—¡Oh, si mi Señor fuese servido que se
acabase ya de perder esta ínsula, y me viese
yo o muerto o fuera desta grande angustia!
Oyó el cielo su petición, y, cuando menos lo
esperaba, oyó voces que decían:
—¡Vitoria, vitoria! ¡Los enemigos van de
vencida! ¡Ea, señor gobernador, levántese
vuesa merced y venga a gozar del
vencimiento y a repartir los despojos que se
han tomado a los enemigos, por el valor dese
invencible brazo!
—Levántenme
—dijo con voz doliente el
dolorido Sancho.
Ayudáronle a levantar, y, puesto en pie,
dijo:
—El enemigo que yo hubiere vencido quiero
que me le claven en la frente. Yo no quiero
repartir despojos de enemigos, sino pedir y
suplicar a algún amigo, si es que le tengo,
que me dé un trago de vino, que me seco, y
me enjugue este sudor, que me hago agua.
Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle
los paveses, sentóse sobre su lecho y
desmayóse del temor, del sobresalto y del
trabajo. Ya les pesaba a los de la burla de
habérsela hecho tan pesada; pero el haber
vuelto en sí Sancho les templó la pena que
les había dado su desmayo. Preguntó qué
hora era, respondiéronle que ya amanecía.
Calló, y, sin decir otra cosa, comenzó a
vestirse, todo sepultado en silencio, y todos
le miraban y esperaban en qué había de
parar la priesa con que se vestía. Vistióse, en
fin, y poco a poco, porque estaba molido y no
podía ir mucho a mucho, se fue a la
caballeriza, siguiéndole todos los que allí se
hallaban, y, llegándose al rucio, le abrazó y le
dio un beso de paz en la frente, y, no sin
lágrimas en los ojos, le dijo:
—Venid vos acá, compañero mío y amigo
mío, y conllevador de mis trabajos y
miserias: cuando yo me avenía con vos y no
tenía otros pensamientos que los que me
daban los cuidados de remendar vuestros
aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo,
dichosas eran mis horas, mis días y mis años;
pero, después que os dejé y me subí sobre
las torres de la ambición y de la soberbia, se
me han entrado por el alma adentro mil
miserias, mil trabajos y cuatro mil
desasosiegos.
Y, en tanto que estas razones iba diciendo,
iba asimesmo enalbardando el asno, sin que
nadie nada le dijese. Enalbardado, pues, el
rucio, con gran pena y pesar subió sobre él,
y, encaminando sus palabras y razones al
mayordomo, al secretario, al maestresala y a
Pedro Recio el doctor, y a otros muchos que
allí presentes estaban, dijo:
—Abrid camino, señores míos, y dejadme
volver a mi antigua libertad; dejadme que
vaya a buscar la vida pasada, para que me
resucite de esta muerte presente. Yo no nací
para ser gobernador, ni para defender ínsulas
ni ciudades de los enemigos que quisieren
acometerlas. Mejor se me entiende a mí de
arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas,
que de dar leyes ni de defender provincias ni
reinos. Bien se está San Pedro en Roma:
quiero decir, que bien se está cada uno
usando el oficio para que fue nacido. Mejor
me está a mí una hoz en la mano que un
cetro de gobernador; más quiero hartarme de
gazpachos que estar sujeto a la miseria de un
médico impertinente que me mate de
hambre; y más quiero recostarme a la
sombra de una encina en el verano y
arroparme con un zamarro de dos pelos en el
invierno, en mi libertad, que acostarme con la
sujeción del gobierno entre sábanas de
holanda y vestirme de martas cebollinas.
Vuestras mercedes se queden con Dios, y
digan al duque mi señor que, desnudo nací,
desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; quiero
decir, que sin blanca entré en este gobierno y
sin ella salgo, bien al revés de como suelen
salir los gobernadores de otras ínsulas. Y
apártense: déjenme ir, que me voy a bizmar;
que creo que tengo brumadas todas las
costillas, merced a los enemigos que esta
noche se han paseado sobre mí.
—No ha de ser así, señor gobernador
—dijo
el doctor Recio
—, que yo le daré a vuesa
merced una bebida contra caídas y
molimientos, que luego le vuelva en su
prístina entereza y vigor; y, en lo de la
comida, yo prometo a vuesa merced de
enmendarme, dejándole comer
abundantemente de todo aquello que
quisiere.
—¡Tarde piache!
—respondió Sancho
—. Así
dejaré de irme como volverme turco. No son
estas burlas para dos veces. Por Dios que así
me quede en éste, ni admita otro gobierno,
aunque me le diesen entre dos platos, como
volar al cielo sin alas. Yo soy del linaje de los
Panzas, que todos son testarudos, y si una
vez dicen nones, nones han de ser, aunque
sean pares, a pesar de todo el mundo.
Quédense en esta caballeriza las alas de la
hormiga, que me levantaron en el aire para
que me comiesen vencejos y otros pájaros, y
volvámonos a andar por el suelo con pie
llano, que, si no le adornaren zapatos picados
de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas
de cuerda. Cada oveja con su pareja, y nadie
tienda más la pierna de cuanto fuere larga la
sábana; y déjenme pasar, que se me hace
tarde.
A lo que el mayordomo dijo:
—Señor gobernador, de muy buena gana
dejáramos ir a vuesa merced, puesto que nos
pesará mucho de perderle, que su ingenio y
su cristiano proceder obligan a desearle; pero
ya se sabe que todo gobernador está
obligado, antes que se ausente de la parte
donde ha gobernado, dar primero residencia:
déla vuesa merced de los diez días que ha
que tiene el gobierno, y váyase a la paz de
Dios.
—Nadie me la puede pedir
—respondió
Sancho
—, si no es quien ordenare el duque
mi señor; yo voy a verme con él, y a él se la
daré de molde; cuanto más que, saliendo yo
desnudo, como salgo, no es menester otra
señal para dar a entender que he gobernado
como un ángel.
—Par Dios que tiene razón el gran Sancho
—dijo el doctor Recio
—, y que soy de parecer
que le dejemos ir, porque el duque ha de
gustar infinito de verle.
Todos vinieron en ello, y le dejaron ir,
ofreciéndole primero compañía y todo aquello
que quisiese para el regalo de su persona y
para la comodidad de su viaje. Sancho dijo
que no quería más de un poco de cebada
para el rucio y medio queso y medio pan para
él; que, pues el camino era tan corto, no
había menester mayor ni mejor repostería.
Abrazáronle todos, y él, llorando, abrazó a
todos, y los dejó admirados, así de sus
razones como de su determinación tan
resoluta y tan discreta.
Capítulo LIV. Que trata de
cosas tocantes a esta
historia, y no a otra alguna
Resolviéronse el duque y la duquesa de que
el desafío que don Quijote hizo a su vasallo,
por la causa ya referida, pasase adelante; y,
puesto que el mozo estaba en Flandes,
adonde se había ido huyendo, por no tener
por suegra a doña Rodríguez, ordenaron de
poner en su lugar a un lacayo gascón, que se
llamaba Tosilos, industriándole primero muy
bien de todo lo que había de hacer.
De allí a dos días dijo el duque a don
Quijote como desde allí a cuatro vendría su
contrario, y se presentaría en el campo,
armado como caballero, y sustentaría como
la doncella mentía por mitad de la barba, y
aun por toda la barba entera, si se afirmaba
que él le hubiese dado palabra de
casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto
con las tales nuevas, y se prometió a sí
mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo
a gran ventura habérsele ofrecido ocasión
donde aquellos señores pudiesen ver hasta
dónde se estendía el valor de su poderoso
brazo; y así, con alborozo y contento,
esperaba los cuatro días, que se le iban
haciendo, a la cuenta de su deseo,
cuatrocientos siglos.
Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos
pasar otras cosas, y vamos a acompañar a
Sancho, que entre alegre y triste venía
caminando sobre el rucio a buscar a su amo,
cuya compañía le agradaba más que ser
gobernador de todas las ínsulas del mundo.
Sucedió, pues, que, no habiéndose
alongado mucho de la ínsula del su gobierno
—que él nunca se puso a averiguar si era
ínsula, ciudad, villa o lugar la que
gobernaba
—, vio que por el camino por
donde él iba venían seis peregrinos con sus
bordones, de estos estranjeros que piden la
limosna cantando, los cuales, en llegando a
él, se pusieron en ala, y, levantando las
voces todos juntos, comenzaron a cantar en
su lengua lo que Sancho no pudo entender, si
no fue una palabra que claramente
pronunciaba limosna, por donde entendió que
era limosna la que en su canto pedían; y
como él, según dice Cide Hamete, era
caritativo además, sacó de sus alforjas medio
pan y medio queso, de que venía proveído, y
dióselo, diciéndoles por señas que no tenía
otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de
muy buena gana, y dijeron:
—¡Guelte! ¡Guelte!
—No entiendo
—respondió Sancho
— qué es
lo que me pedís, buena gente.
Entonces uno de ellos sacó una bolsa del
seno y mostrósela a Sancho, por donde
entendió que le pedían dineros; y él,
poniéndose el dedo pulgar en la garganta y
estendiendo la mano arriba, les dio a
entender que no tenía ostugo de moneda, y,
picando al rucio, rompió por ellos; y, al pasar,
habiéndole estado mirando uno dellos con
mucha atención, arremetió a él, echándole
los brazos por la cintura; en voz alta y muy
castellana, dijo:
—¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es
posible que tengo en mis brazos al mi caro
amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí
tengo, sin duda, porque yo ni duermo, ni
estoy ahora borracho.
Admiróse Sancho de verse nombrar por su
nombre y de verse abrazar del estranjero
peregrino, y, después de haberle estado
mirando sin hablar palabra, con mucha
atención, nunca pudo conocerle; pero, viendo
su suspensión el peregrino, le dijo:
—¿Cómo, y es posible, Sancho Panza
hermano, que no conoces a tu vecino Ricote
el morisco, tendero de tu lugar?
Entonces Sancho le miró con más atención
y comenzó a rafigurarle, y , finalmente, le
vino a conocer de todo punto, y, sin apearse
del jumento, le echó los brazos al cuello, y le
dijo:
—¿Quién diablos te había de conocer,
Ricote, en ese traje de moharracho que
traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y
cómo tienes atrevimiento de volver a España,
donde si te cogen y conocen tendrás harta
mala ventura?
—Si tú no me descubres, Sancho
—
respondió el peregrino
—, seguro estoy que en
este traje no habrá nadie que me conozca; y
apartémonos del camino a aquella alameda
que allí parece, donde quieren comer y
reposar mis compañeros, y allí comerás con
ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré
lugar de contarte lo que me ha sucedido
después que me partí de nuestro lugar, por
obedecer el bando de Su Majestad, que con
tanto rigor a los desdichados de mi nación
amenazaba, según oíste.
Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los
demás peregrinos, se apartaron a la alameda
que se parecía, bien desviados del camino
real. Arrojaron los bordones, quitáronse las
mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y
todos ellos eran mozos y muy
gentileshombres, excepto Ricote, que ya era
hombre entrado en años. Todos traían
alforjas, y todas, según pareció, venían bien
proveídas, a lo menos, de cosas incitativas y
que llaman a la sed de dos leguas.
Tendiéronse en el suelo, y, haciendo
manteles de las yerbas, pusieron sobre ellas
pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso,
huesos mondos de jamón, que si no se
dejaban mascar, no defendían el ser
chupados. Pusieron asimismo un manjar
negro que dicen que se llama cavial, y es
hecho de huevos de pescados, gran
despertador de la colambre.
No faltaron
aceitunas, aunque secas y sin adobo alguno,
pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que
más campeó en el campo de aquel banquete
fueron seis botas de vino, que cada uno sacó
la suya de su alforja; hasta el buen Ricote,
que se había transformado de morisco en
alemán o en tudesco, sacó la suya, que en
grandeza podía competir con las cinco.
Comenzaron a comer con grandísimo gusto
y muy de espacio, saboreándose con cada
bocado, que le tomaban con la punta del
cuchillo, y muy poquito de cada cosa, y
luego, al punto, todos a una, levantaron los
brazos y las botas en el aire; puestas las
bocas en su boca, clavados los ojos en el
cielo, no parecía sino que ponían en él la
puntería; y desta manera, meneando las
cabezas a un lado y a otro, señales que
acreditaban el gusto que recebían, se
estuvieron un buen espacio, trasegando en
sus estómagos las entrañas de las vasijas.
Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa
se dolía; antes, por cumplir con el refrán, que
él muy bien sabía, de "cuando a Roma fueres,
haz como vieres", pidió a Ricote la bota, y
tomó su puntería como los demás, y no con
menos gusto que ellos.
Cuatro veces dieron lugar las botas para ser
empinadas; pero la quinta no fue posible,
porque ya estaban más enjutas y secas que
un esparto, cosa que puso mustia la alegría
que hasta allí habían mostrado. De cuando en
cuando, juntaba alguno su mano derecha con
la de Sancho, y decía:
—Español y tudesqui, tuto uno: bon
compaño.
Y Sancho respondía: Bon compaño, jura Di!
Y disparaba con una risa que le duraba un
hora, sin acordarse entonces de nada de lo
que le había sucedido en su gobierno; porque
sobre el rato y tiempo cuando se come y
bebe, poca jurisdición suelen tener los
cuidados. Finalmente, el acabársele el vino
fue principio de un sueño que dio a todos,
quedándose dormidos sobre las mismas
mesas y manteles; solos Ricote y Sancho
quedaron alerta, porque habían comido más y
bebido menos; y, apartando Ricote a Sancho,
se sentaron al pie de una haya, dejando a los
peregrinos sepultados en dulce sueño; y
Ricote, sin tropezar nada en su lengua
morisca, en la pura castellana le dijo las
siguientes razones:
—«Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y
amigo mío!, como el pregón y bando que Su
Majestad mandó publicar contra los de mi
nación puso terror y espanto en todos
nosotros; a lo menos, en mí le puso de suerte
que me parece que antes del tiempo que se
nos concedía para que hiciésemos ausencia
de España, ya tenía el rigor de la pena
ejecutado en mi persona y en la de mis hijos.
Ordené, pues, a mi parecer como prudente,
bien así como el que sabe que para tal
tiempo le han de quitar la casa donde vive y
se provee de otra donde mudarse; ordené,
digo, de salir yo solo, sin mi familia, de mi
pueblo, y ir a buscar donde llevarla con
comodidad y sin la priesa con que los demás
salieron; porque bien vi, y vieron todos
nuestros ancianos, que aquellos pregones no
eran sólo amenazas, como algunos decían,
sino verdaderas leyes, que se habían de
poner en ejecución a su determinado tiempo;
y forzábame a creer esta verdad saber yo los
ruines y disparatados intentos que los
nuestros tenían, y tales, que me parece que
fue inspiración divina la que movió a Su
Majestad a poner en efecto tan gallarda
resolución, no porque todos fuésemos
culpados, que algunos había cristianos firmes
y verdaderos; pero eran tan pocos que no se
podían oponer a los que no lo eran, y no era
bien criar la sierpe en el seno, teniendo los
enemigos dentro de casa. Finalmente, con
justa razón fuimos castigados con la pena del
destierro, blanda y suave al parecer de
algunos, pero al nuestro, la más terrible que
se nos podía dar. Doquiera que estamos
lloramos por España, que, en fin, nacimos en
ella y es nuestra patria natural; en ninguna
parte hallamos el acogimiento que nuestra
desventura desea, y en Berbería, y en todas
las partes de África, donde esperábamos ser
recebidos, acogidos y regalados, allí es donde
más nos ofenden y maltratan. No hemos
conocido el bien hasta que le hemos perdido;
y es el deseo tan grande, que casi todos
tenemos de volver a España, que los más de
aquellos, y son muchos, que saben la lengua
como yo, se vuelven a ella, y dejan allá sus
mujeres y sus hijos desamparados: tanto es
el amor que la tienen; y agora conozco y
experimento lo que suele decirse: que es
dulce el amor de la patria. Salí, como digo,
de nuestro pueblo, entré en Francia, y,
aunque allí nos hacían buen acogimiento,
quise verlo todo. Pasé a Italia y llegué a
Alemania, y allí me pareció que se podía vivir
con más libertad, porque sus habitadores no
miran en muchas delicadezas: cada uno vive
como quiere, porque en la mayor parte della
se vive con libertad de conciencia. Dejé
tomada casa en un pueblo junto a Augusta;
juntéme con estos peregrinos, que tienen por
costumbre de venir a España muchos dellos,
cada año, a visitar los santuarios della, que
los tienen por sus Indias, y por certísima
granjería y conocida ganancia. Ándanla casi
toda, y no hay pueblo ninguno de donde no
salgan comidos y bebidos, como suele
decirse, y con un real, por lo menos, en
dineros, y al cabo de su viaje salen con más
de cien escudos de sobra que, trocados en
oro, o ya en el hueco de los bordones, o
entre los remiendos de las esclavinas, o con
la industria que ellos pueden, los sacan del
reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las
guardas de los puestos y puertos donde se
registran. Ahora es mi intención, Sancho,
sacar el tesoro que dejé enterrado, que por
estar fuera del pueblo lo podré hacer sin
peligro y escribir o pasar desde Valencia a mi
hija y a mi mujer, que sé que está en Argel, y
dar traza como traerlas a algún puerto de
Francia, y desde allí llevarlas a Alemania,
donde esperaremos lo que Dios quisiere
hacer de nosotros; que, en resolución,
Sancho, yo sé cierto que la Ricota mi hija y
Francisca Ricota, mi mujer, son católicas
cristianas, y, aunque yo no lo soy tanto,
todavía tengo más de cristiano que de moro,
y ruego siempre a Dios me abra los ojos del
entendimiento y me dé a conocer cómo le
tengo de servir. Y lo que me tiene admirado
es no saber por qué se fue mi mujer y mi hija
antes a Berbería que a Francia, adonde podía
vivir como cristiana.»
A lo que respondió Sancho:
—Mira, Ricote, eso no debió estar en su
mano, porque las llevó Juan Tiopieyo, el
hermano de tu mujer; y, como debe de ser
fino moro, fuese a lo más bien parado, y séte
decir otra cosa: que creo que vas en balde a
buscar lo que dejaste encerrado; porque
tuvimos nuevas que habían quitado a tu
cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho
dinero en oro que llevaban por registrar.
—Bien puede ser eso
—replicó Ricote
—,
pero yo sé, Sancho, que no tocaron a mi
encierro, porque yo no les descubrí dónde
estaba, temeroso de algún desmán; y así, si
tú, Sancho, quieres venir conmigo y
ayudarme a sacarlo y a encubrirlo, yo te daré
docientos escudos, con que podrás remediar
tus necesidades, que ya sabes que sé yo que
las tienes muchas.
—Yo lo hiciera
—respondió Sancho
—, pero
no soy nada codicioso; que, a serlo, un oficio
dejé yo esta mañana de las manos, donde
pudiera hacer las paredes de mi casa de oro,
y comer antes de seis meses en platos de
plata; y, así por esto como por parecerme
haría traición a mi rey en dar favor a sus
enemigos, no fuera contigo, si como me
prometes docientos escudos, me dieras aquí
de contado cuatrocientos.
—Y ¿qué oficio es el que has dejado,
Sancho?
—preguntó Ricote.
—He dejado de ser gobernador de una
ínsula
—respondió Sancho
—, y tal, que a
buena fee que no hallen otra como ella a tres
tirones.
—¿Y dónde está esa ínsula?
—preguntó
Ricote.
—¿Adónde?
—respondió Sancho
—. Dos
leguas de aquí, y se llama la ínsula Barataria.
—Calla, Sancho
—dijo Ricote
—, que las
ínsulas están allá dentro de la mar; que no
hay ínsulas en la tierra firme.
—¿Cómo no?
—replicó Sancho
—. Dígote,
Ricote amigo, que esta mañana me partí
della, y ayer estuve en ella gobernando a mi
placer, como un sagitario; pero, con todo
eso, la he dejado, por parecerme oficio
peligroso el de los gobernadores.
—Y ¿qué has ganado en el gobierno?
—
preguntó Ricote.
—He ganado
—respondió Sancho
— el haber
conocido que no soy bueno para gobernar, si
no es un hato de ganado, y que las riquezas
que se ganan en los tales gobiernos son a
costa de perder el descanso y el sueño, y aun
el sustento; porque en las ínsulas deben de
comer poco los gobernadores, especialmente
si tienen médicos que miren por su salud.
—Yo no te entiendo, Sancho
—dijo Ricote
—,
pero paréceme que todo lo que dices es
disparate; que, ¿quién te había de dar a ti
ínsulas que gobernases? ¿Faltaban hombres
en el mundo más hábiles para gobernadores
que tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y
mira si quieres venir conmigo, como te he
dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejé
escondido; que en verdad que es tanto, que
se puede llamar tesoro, y te daré con que
vivas, como te he dicho.
—Ya te he dicho, Ricote
—replicó Sancho
—,
que no quiero; conténtate que por mí no
serás descubierto, y prosigue en buena hora
tu camino, y déjame seguir el mío; que yo sé
que lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello
y su dueño.
—No quiero porfiar, Sancho
—dijo Ricote
—,
pero dime: ¿hallástete en nuestro lugar,
cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi
cuñado?
—Sí hallé
—respondió Sancho
—, y séte
decir que salió tu hija tan hermosa que
salieron a verla cuantos había en el pueblo, y
todos decían que era la más bella criatura del
mundo. Iba llorando y abrazaba a todas sus
amigas y conocidas, y a cuantos llegaban a
verla, y a todos pedía la encomendasen a
Dios y a Nuestra Señora su madre; y esto,
con tanto sentimiento, que a mí me hizo
llorar, que no suelo ser muy llorón. Y a fee
que muchos tuvieron deseo de esconderla y
salir a quitársela en el camino; pero el miedo
de ir contra el mandado del rey los detuvo.
Principalmente se mostró más apasionado
don Pedro Gregorio, aquel mancebo
mayorazgo rico que tú conoces, que dicen
que la quería mucho, y después que ella se
partió, nunca más él ha parecido en nuestro
lugar, y todos pensamos que iba tras ella
para robarla; pero hasta ahora no se ha
sabido nada.
—Siempre tuve yo mala sospecha
—dijo
Ricote
— de que ese caballero adamaba a mi
hija; pero, fiado en el valor de mi Ricota,
nunca me dio pesadumbre el saber que la
quería bien; que ya habrás oído decir,
Sancho, que las moriscas pocas o ninguna
vez se mezclaron por amores con cristianos
viejos, y mi hija, que, a lo que yo creo,
atendía a ser más cristiana que enamorada,
no se curaría de las solicitudes de ese señor
mayorazgo.
—Dios lo haga
—replicó Sancho
—, que a
entrambos les estaría mal. Y déjame partir de
aquí, Ricote amigo, que quiero llegar esta
noche adonde está mi señor don Quijote.
—Dios vaya contigo, Sancho hermano, que
ya mis compañeros se rebullen, y también es
hora que prosigamos nuestro camino.
Y luego se abrazaron los dos, y Sancho
subió en su rucio, y Ricote se arrimó a su
bordón, y se apartaron.
Capítulo LV. De cosas
sucedidas a Sancho en el
camino, y otras que no hay
más que ver
El haberse detenido Sancho con Ricote no le
dio lugar a que aquel día llegase al castillo del
duque, puesto que llegó media legua dél,
donde le tomó la noche, algo escura y
cerrada; pero, como era verano, no le dio
mucha pesadumbre; y así, se apartó del
camino con intención de esperar la mañana;
y quiso su corta y desventurada suerte que,
buscando lugar donde mejor acomodarse,
cayeron él y el rucio en una honda y
escurísima sima que entre unos edificios muy
antiguos estaba, y al tiempo del caer, se
encomendó a Dios de todo corazón, pensando
que no había de parar hasta el profundo de
los abismos. Y no fue así, porque a poco más
de tres estados dio fondo el rucio, y él se
halló encima dél, sin haber recebido lisión ni
daño alguno.
Tentóse todo el cuerpo, y recogió el aliento,
por ver si estaba sano o agujereado por
alguna parte; y, viéndose bueno, entero y
católico de salud, no se hartaba de dar
gracias a Dios Nuestro Señor de la merced
que le había hecho, porque sin duda pensó
que estaba hecho mil pedazos. Tentó
asimismo con las manos por las paredes de la
sima, por ver si sería posible salir della sin
ayuda de nadie; pero todas las halló rasas y
sin asidero alguno, de lo que Sancho se
congojó mucho, especialmente cuando oyó
que el rucio se quejaba tierna y
dolorosamente; y no era mucho, ni se
lamentaba de vicio, que, a la verdad, no
estaba muy bien parado.
—¡Ay
—dijo entonces Sancho Panza
—, y
cuán no pensados sucesos suelen suceder a
cada paso a los que viven en este miserable
mundo! ¿Quién dijera que el que ayer se vio
entronizado gobernador de una ínsula,
mandando a sus sirvientes y a sus vasallos,
hoy se había de ver sepultado en una sima,
sin haber persona alguna que le remedie, ni
criado ni vasallo que acuda a su socorro?
Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi
jumento, si ya no nos morimos antes, él de
molido y quebrantado, y yo de pesaroso. A lo
menos, no seré yo tan venturoso como lo fue
mi señor don Quijote de la Mancha cuando
decendió y bajó a la cueva de aquel
encantado Montesinos, donde halló quien le
regalase mejor que en su casa, que no
parece sino que se fue a mesa puesta y a
cama hecha. Allí vio él visiones hermosas y
apacibles, y yo veré aquí, a lo que creo,
sapos y culebras. ¡Desdichado de mí, y en
qué han parado mis locuras y fantasías! De
aquí sacarán mis huesos, cuando el cielo sea
servido que me descubran, mondos, blancos
y raídos, y los de mi buen rucio con ellos, por
donde quizá se echará de ver quién somos, a
lo menos de los que tuvieren noticia que
nunca Sancho Panza se apartó de su asno, ni
su asno de Sancho Panza. Otra vez digo:
¡miserables de nosotros, que no ha querido
nuestra corta suerte que muriésemos en
nuestra patria y entre los nuestros, donde ya
que no hallara remedio nuestra desgracia, no
faltara quien dello se doliera, y en la hora
última de nuestro pasamiento nos cerrara los
ojos! ¡Oh compañero y amigo mío, qué mal
pago te he dado de tus buenos servicios!
Perdóname y pide a la fortuna, en el mejor
modo que supieres, que nos saque deste
miserable trabajo en que estamos puestos los
dos; que yo prometo de ponerte una corona
de laurel en la cabeza, que no parezcas sino
un laureado poeta, y de darte los piensos
doblados.
Desta manera se lamentaba Sancho Panza,
y su jumento le escuchaba sin responderle
palabra alguna: tal era el aprieto y angustia
en que el pobre se hallaba. Finalmente,
habiendo pasado toda aquella noche en
miserables quejas y lamentaciones, vino el
día, con cuya claridad y resplandor vio
Sancho que era imposible de toda
imposibilidad salir de aquel pozo sin ser
ayudado, y comenzó a lamentarse y dar
voces, por ver si alguno le oía; pero todas
sus voces eran dadas en desierto, pues por
todos aquellos contornos no había persona
que pudiese escucharle, y entonces se acabó
de dar por muerto.
Estaba el rucio boca arriba, y Sancho Panza
le acomodó de modo que le puso en pie, que
apenas se podía tener; y, sacando de las
alforjas, que también habían corrido la
mesma fortuna de la caída, un pedazo de
pan, lo dio a su jumento, que no le supo mal,
y díjole Sancho, como si lo entendiera:
—Todos los duelos con pan son buenos.
En esto, descubrió a un lado de la sima un
agujero, capaz de caber por él una persona,
si se agobiaba y encogía. Acudió a él Sancho
Panza, y, agazapándose, se entró por él y vio
que por de dentro era espacioso y largo, y
púdolo ver, porque por lo que se podía llamar
techo entraba un rayo de sol que lo descubría
todo. Vio también que se dilataba y alargaba
por otra concavidad espaciosa; viendo lo
cual, volvió a salir adonde estaba el jumento,
y con una piedra comenzó a desmoronar la
tierra del agujero, de modo que en poco
espacio hizo lugar donde con facilidad
pudiese entrar el asno, como lo hizo; y,
cogiéndole del cabestro, comenzó a caminar
por aquella gruta adelante, por ver si hallaba
alguna salida por otra parte. A veces iba a
escuras, y a veces sin luz, pero ninguna vez
sin miedo.
—¡Válame Dios todopoderoso!
—decía entre
sí
—. Esta que para mí es desventura, mejor
fuera para aventura de mi amo don Quijote.
Él sí que tuviera estas profundidades y
mazmorras por jardines floridos y por
palacios de Galiana, y esperara salir de esta
escuridad y estrecheza a algún florido prado;
pero yo, sin ventura, falto de consejo y
menoscabado de ánimo, a cada paso pienso
que debajo de los pies de improviso se ha de
abrir otra sima más profunda que la otra, que
acabe de tragarme. ¡Bien vengas mal, si
vienes solo!
Desta manera y con estos pensamientos le
pareció que habría caminado poco más de
media legua, al cabo de la cual descubrió una
confusa claridad, que pareció ser ya de día, y
que por alguna parte entraba, que daba
indicio de tener fin abierto aquel, para él,
camino de la otra vida.
Aquí le deja Cide Hamete Benengeli, y
vuelve a tratar de don Quijote, que,
alborozado y contento, esperaba el plazo de
la batalla que había de hacer con el robador
de la honra de la hija de doña Rodríguez, a
quien pensaba enderezar el tuerto y
desaguisado que malamente le tenían fecho.
Sucedió, pues, que, saliéndose una mañana
a imponerse y ensayarse en lo que había de
hacer en el trance en que otro día pensaba
verse, dando un repelón o arremetida a
Rocinante, llegó a poner los pies tan junto a
una cueva, que, a no tirarle fuertemente las
riendas, fuera imposible no caer en ella. En
fin, le detuvo y no cayó, y, llegándose algo
más cerca, sin apearse, miró aquella
hondura; y, estándola mirando, oyó grandes
voces dentro; y, escuchando atentamente,
pudo percebir y entender que el que las daba
decía:
—¡Ah de arriba! ¿Hay algún cristiano que
me escuche, o algún caballero caritativo que
se duela de un pecador enterrado en vida, o
un desdichado desgobernado gobernador?
Parecióle a don Quijote que oía la voz de
Sancho Panza, de que quedó suspenso y
asombrado, y, levantando la voz todo lo que
pudo, dijo:
—¿Quién está allá bajo? ¿Quién se queja?
—¿Quién puede estar aquí, o quién se ha de
quejar
—respondieron
—, sino el asendereado
de Sancho Panza, gobernador, por sus
pecados y por su mala andanza, de la ínsula
Barataria, escudero que fue del famoso
caballero don Quijote de la Mancha?
Oyendo lo cual don Quijote, se le dobló la
admiración y se le acrecentó el pasmo,
viniéndosele al pensamiento que Sancho
Panza debía de ser muerto, y que estaba allí
penando su alma, y llevado desta
imaginación dijo:
—Conjúrote por todo aquello que puedo
conjurarte como católico cristiano, que me
digas quién eres; y si eres alma en pena,
dime qué quieres que haga por ti; que, pues
es mi profesión favorecer y acorrer a los
necesitados deste mundo, también lo seré
para acorrer y ayudar a los menesterosos del
otro mundo, que no pueden ayudarse por sí
propios.
—Desa manera
—respondieron
—, vuestra
merced que me habla debe de ser mi señor
don Quijote de la Mancha, y aun en el órgano
de la voz no es otro, sin duda.
—Don Quijote soy
—replicó don Quijote
—,
el que profeso socorrer y ayudar en sus
necesidades a los vivos y a los muertos. Por
eso dime quién eres, que me tienes atónito;
porque si eres mi escudero Sancho Panza, y
te has muerto, como no te hayan llevado los
diablos, y, por la misericordia de Dios, estés
en el purgatorio, sufragios tiene nuestra
Santa Madre la Iglesia Católica Romana
bastantes a sacarte de las penas en que
estás, y yo, que lo solicitaré con ella, por mi
parte, con cuanto mi hacienda alcanzare; por
eso, acaba de declararte y dime quién eres.
—¡Voto a tal!
—respondieron
—, y por el
nacimiento de quien vuesa merced quisiere,
juro, señor don Quijote de la Mancha, que yo
soy su escudero Sancho Panza, y que nunca
me he muerto en todos los días de mi vida;
sino que, habiendo dejado mi gobierno por
cosas y causas que es menester más espacio
para decirlas, anoche caí en esta sima donde
yago, el rucio conmigo, que no me dejará
mentir, pues, por más señas, está aquí
conmigo.
Y hay más: que no parece sino que el
jumento entendió lo que Sancho dijo, porque
al momento comenzó a rebuznar, tan recio,
que toda la cueva retumbaba.
—¡Famoso testigo!
—dijo don Quijote
—. El
rebuzno conozco como si le pariera, y tu voz
oigo, Sancho mío. Espérame; iré al castillo
del duque, que está aquí cerca, y traeré
quien te saque desta sima, donde tus
pecados te deben de haber puesto.
—Vaya vuesa merced
—dijo Sancho
—, y
vuelva presto, por un solo Dios, que ya no lo
puedo llevar el estar aquí sepultado en vida,
y me estoy muriendo de miedo.
Dejóle don Quijote, y fue al castillo a contar
a los duques el suceso de Sancho Panza, de
que no poco se maravillaron, aunque bien
entendieron que debía de haber caído por la
correspondencia de aquella gruta que de
tiempos inmemoriales estaba allí hecha; pero
no podían pensar cómo había dejado el
gobierno sin tener ellos aviso de su venida.
Finalmente, como dicen, llevaron sogas y
maromas; y, a costa de mucha gente y de
mucho trabajo, sacaron al rucio y a Sancho
Panza de aquellas tinieblas a la luz del sol.
Viole un estudiante, y dijo:
—Desta manera habían de salir de sus
gobiernos todos los malos gobernadores,
como sale este pecador del profundo del
abismo: muerto de hambre, descolorido, y
sin blanca, a lo que yo creo.
Oyólo Sancho, y dijo:
—Ocho días o diez ha, hermano
murmurador, que entré a gobernar la ínsula
que me dieron, en los cuales no me vi harto
de pan siquiera un hora; en ellos me han
perseguido médicos, y enemigos me han
brumado los güesos; ni he tenido lugar de
hacer cohechos, ni de cobrar derechos; y,
siendo esto así, como lo es, no merecía yo, a
mi parecer, salir de esta manera; pero el
hombre pone y Dios dispone, y Dios sabe lo
mejor y lo que le está bien a cada uno; y cual
el tiempo, tal el tiento; y nadie diga "desta
agua no beberé", que adonde se piensa que
hay tocinos, no hay estacas; y Dios me
entiende, y basta, y no digo más, aunque
pudiera.
—No te enojes, Sancho, ni recibas
pesadumbre de lo que oyeres, que será
nunca acabar: ven tú con segura conciencia,
y digan lo que dijeren; y es querer atar las
lenguas de los maldicientes lo mesmo que
querer poner puertas al campo. Si el
gobernador sale rico de su gobierno, dicen
dél que ha sido un ladrón, y si sale pobre,
que ha sido un para poco y un mentecato.
—A buen seguro
—respondió Sancho
— que
por esta vez antes me han de tener por tonto
que por ladrón.
En estas pláticas llegaron, rodeados de
muchachos y de otra mucha gente, al castillo,
adonde en unos corredores estaban ya el
duque y la duquesa esperando a don Quijote
y a Sancho, el cual no quiso subir a ver al
duque sin que primero no hubiese
acomodado al rucio en la caballeriza, porque
decía que había pasado muy mala noche en
la posada; y luego subió a ver a sus señores,
ante los cuales, puesto de rodillas, dijo:
—Yo, señores, porque lo quiso así vuestra
grandeza, sin ningún merecimiento mío, fui a
gobernar vuestra ínsula Barataria, en la cual
entré desnudo, y desnudo me hallo: ni
pierdo, ni gano. Si he gobernado bien o mal,
testigos he tenido delante, que dirán lo que
quisieren. He declarado dudas, sentenciado
pleitos, siempre muerto de hambre, por
haberlo querido así el doctor Pedro Recio,
natural de Tirteafuera, médico insulano y
gobernadoresco. Acometiéronnos enemigos
de noche, y, habiéndonos puesto en grande
aprieto, dicen los de la ínsula que salieron
libres y con vitoria por el valor de mi brazo,
que tal salud les dé Dios como ellos dicen
verdad. En resolución, en este tiempo yo he
tanteado las cargas que trae consigo, y las
obligaciones, el gobernar, y he hallado por mi
cuenta que no las podrán llevar mis hombros,
ni son peso de mis costillas, ni flechas de mi
aljaba; y así, antes que diese conmigo al
través el gobierno, he querido yo dar con el
gobierno al través, y ayer de mañana dejé la
ínsula como la hallé: con las mismas calles,
casas y tejados que tenía cuando entré en
ella. No he pedido prestado a nadie, ni
metídome en granjerías; y, aunque pensaba
hacer algunas ordenanzas provechosas, no
hice ninguna, temeroso que no se habían de
guardar: que es lo mesmo hacerlas que no
hacerlas. Salí, como digo, de la ínsula sin otro
acompañamiento que el de mi rucio; caí en
una sima, víneme por ella adelante, hasta
que, esta mañana, con la luz del sol, vi la
salida, pero no tan fácil que, a no depararme
el cielo a mi señor don Quijote, allí me
quedara hasta la fin del mundo. Así que, mis
señores duque y duquesa, aquí está vuestro
gobernador Sancho Panza, que ha granjeado
en solos diez días que ha tenido el gobierno a
conocer que no se le ha de dar nada por ser
gobernador, no que de una ínsula, sino de
todo el mundo; y, con este presupuesto,
besando a vuestras mercedes los pies,
imitando al juego de los muchachos, que
dicen "Salta tú, y dámela tú", doy un salto
del gobierno, y me paso al servicio de mi
señor don Quijote; que, en fin, en él, aunque
como el pan con sobresalto, hártome, a lo
menos, y para mí, como yo esté harto, eso
me hace que sea de zanahorias que de
perdices.
Con esto dio fin a su larga plática Sancho,
temiendo siempre don Quijote que había de
decir en ella millares de disparates; y, cuando
le vio acabar con tan pocos, dio en su
corazón gracias al cielo, y el duque abrazó a
Sancho, y le dijo que le pesaba en el alma de
que hubiese dejado tan presto el gobierno;
pero que él haría de suerte que se le diese en
su estado otro oficio de menos carga y de
más provecho. Abrazóle la duquesa
asimismo, y mandó que le regalasen, porque
daba señales de venir mal molido y peor
parado.
Capítulo LVI. De la
descomunal y nunca vista
batalla que pasó entre don
Quijote de la Mancha y el
lacayo Tosilos, en la defensa
de la hija de la dueña doña
Rodríguez
No quedaron arrepentidos los duques de la
burla hecha a Sancho Panza del gobierno que
le dieron; y más, que aquel mismo día vino
su mayordomo, y les contó punto por punto,
todas casi, las palabras y acciones que
Sancho había dicho y hecho en aquellos días,
y finalmente les encareció el asalto de la
ínsula, y el miedo de Sancho, y su salida, de
que no pequeño gusto recibieron.
Después desto, cuenta la historia que se
llegó el día de la batalla aplazada, y,
habiendo el duque una y muy muchas veces
advertido a su lacayo Tosilos cómo se había
de avenir con don Quijote para vencerle sin
matarle ni herirle, ordenó que se quitasen los
hierros a las lanzas, diciendo a don Quijote
que no permitía la cristiandad, de que él se
preciaba, que aquella batalla fuese con tanto
riesgo y peligro de las vidas, y que se
contentase con que le daba campo franco en
su tierra, puesto que iba contra el decreto del
Santo Concilio, que prohíbe los tales desafíos,
y no quisiese llevar por todo rigor aquel
trance tan fuerte.
Don Quijote dijo que Su Excelencia
dispusiese las cosas de aquel negocio como
más fuese servido; que él le obedecería en
todo. Llegado, pues, el temeroso día, y
habiendo mandado el duque que delante de
la plaza del castillo se hiciese un espacioso
cadahalso, donde estuviesen los jueces del
campo y las dueñas, madre y hija,
demandantes, había acudido de todos los
lugares y aldeas circunvecinas infinita gente,
a ver la novedad de aquella batalla; que
nunca otra tal no habían visto, ni oído decir
en aquella tierra los que vivían ni los que
habían muerto.
El primero que entró en el campo y
estacada fue el maestro de las ceremonias,
que tanteó el campo, y le paseó todo, porque
en él no hubiese algún engaño, ni cosa
encubierta donde se tropezase y cayese;
luego entraron las dueñas y se sentaron en
sus asientos, cubiertas con los mantos hasta
los ojos y aun hasta los pechos, con muestras
de no pequeño sentimiento. Presente don
Quijote en la estacada, de allí a poco,
acompañado de muchas trompetas, asomó
por una parte de la plaza, sobre un poderoso
caballo, hundiéndola toda, el grande lacayo
Tosilos, calada la visera y todo
encambronado, con unas fuertes y lucientes
armas. El caballo mostraba ser frisón, ancho
y de color tordillo; de cada mano y pie le
pendía una arroba de lana.
Venía el valeroso combatiente bien
informado del duque su señor de cómo se
había de portar con el valeroso don Quijote
de la Mancha, advertido que en ninguna
manera le matase, sino que procurase huir el
primer encuentro por escusar el peligro de su
muerte, que estaba cierto si de lleno en lleno
le encontrase. Paseó la plaza, y, llegando
donde las dueñas estaban, se puso algún
tanto a mirar a la que por esposo le pedía.
Llamó el maese de campo a don Quijote, que
ya se había presentado en la plaza, y junto
con Tosilos habló a las dueñas,
preguntándoles si consentían que volviese
por su derecho don Quijote de la Mancha.
Ellas dijeron que sí, y que todo lo que en
aquel caso hiciese lo daban por bien hecho,
por firme y por valedero.
Ya en este tiempo estaban el duque y la
duquesa puestos en una galería que caía
sobre la estacada, toda la cual estaba
coronada de infinita gente, que esperaba ver
el riguroso trance nunca visto. Fue condición
de los combatientes que si don Quijote
vencía, su contrario se había de casar con la
hija de doña Rodríguez; y si él fuese vencido,
quedaba libre su contendor de la palabra que
se le pedía, sin dar otra satisfación alguna.
Partióles el maestro de las ceremonias el
sol, y puso a los dos cada uno en el puesto
donde habían de estar. Sonaron los
atambores, llenó el aire el son de las
trompetas, temblaba debajo de los pies la
tierra; estaban suspensos los corazones de la
mirante turba, temiendo unos y esperando
otros el bueno o el mal suceso de aquel caso.
Finalmente, don Quijote, encomendándose de
todo su corazón a Dios Nuestro Señor y a la
señora Dulcinea del Toboso, estaba
aguardando que se le diese señal precisa de
la arremetida; empero, nuestro lacayo tenía
diferentes pensamientos: no pensaba él sino
en lo que agora diré:
Parece ser que, cuando estuvo mirando a su
enemiga, le pareció la más hermosa mujer
que había visto en toda su vida, y el niño
ceguezuelo, a quien suelen llamar de
ordinario Amor por esas calles, no quiso
perder la ocasión que se le ofreció de triunfar
de una alma lacayuna y ponerla en la lista de
sus trofeos; y así, llegándose a él
bonitamente, sin que nadie le viese, le
envasó al pobre lacayo una flecha de dos
varas por el lado izquierdo, y le pasó el
corazón de parte a parte; y púdolo hacer bien
al seguro, porque el Amor es invisible, y
entra y sale por do quiere, sin que nadie le
pida cuenta de sus hechos.
Digo, pues, que, cuando dieron la señal de
la arremetida, estaba nuestro lacayo
transportado, pensando en la hermosura de
la que ya había hecho señora de su libertad,
y así, no atendió al son de la trompeta, como
hizo don Quijote, que, apenas la hubo oído,
cuando arremetió, y, a todo el correr que
permitía Rocinante, partió contra su enemigo;
y, viéndole partir su buen escudero Sancho,
dijo a grandes voces:
—¡Dios te guíe, nata y flor de los andantes
caballeros! ¡Dios te dé la vitoria, pues llevas
la razón de tu parte!
Y, aunque Tosilos vio venir contra sí a don
Quijote, no se movió un paso de su puesto;
antes, con grandes voces, llamó al maese de
campo, el cual venido a ver lo que quería, le
dijo:
—Señor, ¿esta batalla no se hace porque yo
me case, o no me case, con aquella señora?
—Así es
—le fue respondido.
—Pues yo
—dijo el lacayo
— soy temeroso
de mi conciencia, y pondríala en gran cargo si
pasase adelante en esta batalla; y así, digo
que yo me doy por vencido y que quiero
casarme luego con aquella señora.
Quedó admirado el maese de campo de las
razones de Tosilos; y, como era uno de los
sabidores de la máquina de aquel caso, no le
supo responder palabra. Detúvose don
Quijote en la mitad de su carrera, viendo que
su enemigo no le acometía. El duque no sabía
la ocasión porque no se pasaba adelante en
la batalla, pero el maese de campo le fue a
declarar lo que Tosilos decía, de lo que quedó
suspenso y colérico en estremo.
En tanto que esto pasaba, Tosilos se llegó
adonde doña Rodríguez estaba, y dijo a
grandes voces:
—Yo, señora, quiero casarme con vuestra
hija, y no quiero alcanzar por pleitos ni
contiendas lo que puedo alcanzar por paz y
sin peligro de la muerte.
Oyó esto el valeroso don Quijote, y dijo:
—Pues esto así es, yo quedo libre y suelto
de mi promesa: cásense en hora buena, y,
pues Dios Nuestro Señor se la dio, San Pedro
se la bendiga.
El duque había bajado a la plaza del castillo,
y, llegándose a Tosilos, le dijo:
—¿Es verdad, caballero, que os dais por
vencido, y que, instigado de vuestra
temerosa conciencia, os queréis casar con
esta doncella?
—Sí, señor
—respondió Tosilos.
—Él hace muy bien
—dijo a esta sazón
Sancho Panza
—, porque lo que has de dar al
mur, dalo al gato, y sacarte ha de cuidado.
Íbase Tosilos desenlazando la celada, y
rogaba que apriesa le ayudasen, porque le
iban faltando los espíritus del aliento, y no
podía verse encerrado tanto tiempo en la
estrecheza de aquel aposento. Quitáronsela
apriesa, y quedó descubierto y patente su
rostro de lacayo. Viendo lo cual doña
Rodríguez y su hija, dando grandes voces,
dijeron:
—¡Éste es engaño, engaño es éste! ¡A
Tosilos, el lacayo del duque mi señor, nos
han puesto en lugar de mi verdadero esposo!
¡Justicia de Dios y del Rey, de tanta malicia,
por no decir bellaquería!
—No vos acuitéis, señoras
—dijo don
Quijote
—, que ni ésta es malicia ni es
bellaquería; y si la es, y no ha sido la causa
el duque, sino los malos encantadores que
me persiguen, los cuales, invidiosos de que
yo alcanzase la gloria deste vencimiento, han
convertido el rostro de vuestro esposo en el
de este que decís que es lacayo del duque.
Tomad mi consejo, y, a pesar de la malicia de
mis enemigos, casaos con él, que sin duda es
el mismo que vos deseáis alcanzar por
esposo.
El duque, que esto oyó, estuvo por romper
en risa toda su cólera, y dijo:
—Son tan extraordinarias las cosas que
suceden al señor don Quijote que estoy por
creer que este mi lacayo no lo es; pero
usemos deste ardid y maña: dilatemos el
casamiento quince días, si quieren, y
tengamos encerrado a este personaje que
nos tiene dudosos, en los cuales podría ser
que volviese a su prístina figura; que no ha
de durar tanto el rancor que los encantadores
tienen al señor don Quijote, y más, yéndoles
tan poco en usar estos embelecos y
transformaciones.
—¡Oh señor!
—dijo Sancho
—, que ya tienen
estos malandrines por uso y costumbre de
mudar las cosas, de unas en otras, que tocan
a mi amo. Un caballero que venció los días
pasados, llamado el de los Espejos, le
volvieron en la figura del bachiller Sansón
Carrasco, natural de nuestro pueblo y grande
amigo nuestro, y a mi señora Dulcinea del
Toboso la han vuelto en una rústica
labradora; y así, imagino que este lacayo ha
de morir y vivir lacayo todos los días de su
vida.
A lo que dijo la hija de Rodríguez:
—Séase quien fuere este que me pide por
esposa, que yo se lo agradezco; que más
quiero ser mujer legítima de un lacayo que no
amiga y burlada de un caballero, puesto que
el que a mí me burló no lo es.
En resolución, todos estos cuentos y
sucesos pararon en que Tosilos se recogiese,
hasta ver en qué paraba su transformación;
aclamaron todos la vitoria por don Quijote, y
los más quedaron tristes y melancólicos de
ver que no se habían hecho pedazos los tan
esperados combatientes, bien así como los
mochachos quedan tristes cuando no sale el
ahorcado que esperan, porque le ha
perdonado, o la parte, o la justicia. Fuese la
gente, volviéronse el duque y don Quijote al
castillo, encerraron a Tosilos, quedaron doña
Rodríguez y su hija contentísimas de ver que,
por una vía o por otra, aquel caso había de
parar en casamiento, y Tosilos no esperaba
menos.
Capítulo LVII. Que trata de
cómo don Quijote se
despidió del duque, y de lo
que le sucedió con la
discreta y desenvuelta
Altisidora, doncella de la
duquesa
Ya le pareció a don Quijote que era bien
salir de tanta ociosidad como la que en aquel
castillo tenía; que se imaginaba ser grande la
falta que su persona hacía en dejarse estar
encerrado y perezoso entre los infinitos
regalos y deleites que como a caballero
andante aquellos señores le hacían, y
parecíale que había de dar cuenta estrecha al
cielo de aquella ociosidad y encerramiento; y
así, pidió un día licencia a los duques para
partirse. Diéronsela, con muestras de que en
gran manera les pesaba de que los dejase.
Dio la duquesa las cartas de su mujer a
Sancho Panza, el cual lloró con ellas, y dijo:
—¿Quién pensara que esperanzas tan
grandes como las que en el pecho de mi
mujer Teresa Panza engendraron las nuevas
de mi gobierno habían de parar en volverme
yo agora a las arrastradas aventuras de mi
amo don Quijote de la Mancha? Con todo
esto, me contento de ver que mi Teresa
correspondió a ser quien es, enviando las
bellotas a la duquesa; que, a no habérselas
enviado, quedando yo pesaroso, me mostrara
ella desagradecida. Lo que me consuela es
que esta dádiva no se le puede dar nombre
de cohecho, porque ya tenía yo el gobierno
cuando ella las envió, y está puesto en razón
que los que reciben algún beneficio, aunque
sea con niñerías, se muestren agradecidos.
En efecto, yo entré desnudo en el gobierno y
salgo desnudo dél; y así, podré decir con
segura conciencia, que no es poco: "Desnudo
nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano".
Esto pasaba entre sí Sancho el día de la
partida; y, saliendo don Quijote, habiéndose
despedido la noche antes de los duques, una
mañana se presentó armado en la plaza del
castillo. Mirábanle de los corredores toda la
gente del castillo, y asimismo los duques
salieron a verle. Estaba Sancho sobre su
rucio, con sus alforjas, maleta y repuesto,
contentísimo, porque el mayordomo del
duque, el que fue la Trifaldi, le había dado un
bolsico con docientos escudos de oro, para
suplir los menesteres del camino, y esto aún
no lo sabía don Quijote.
Estando, como queda dicho, mirándole
todos, a deshora, entre las otras dueñas y
doncellas de la duquesa, que le miraban, alzó
la voz la desenvuelta y discreta Altisidora, y
en son lastimero dijo:
—Escucha, mal caballero;
detén un poco las riendas;
no fatigues las ijadas
de tu mal regida bestia.
Mira, falso, que no huyas
de alguna serpiente fiera,
sino de una corderilla
que está muy lejos de oveja.
Tú has burlado, monstruo horrendo,
la más hermosa doncella
que Dïana vio en sus montes,
que Venus miró en sus selvas.
Cruel Vireno, fugitivo Eneas,
Barrabás te acompañe; allá te avengas.
Tú llevas, ¡llevar impío!,
en las garras de tus cerras
las entrañas de una humilde,
como enamorada, tierna.
Llévaste tres tocadores,
y unas ligas, de unas piernas
que al mármol puro se igualan
en lisas, blancas y negras.
Llévaste dos mil suspiros,
que, a ser de fuego, pudieran
abrasar a dos mil Troyas,
si dos mil Troyas hubiera.
Cruel Vireno, fugitivo Eneas,
Barrabás te acompañe; allá te avengas.
De ese Sancho, tu escudero,
las entrañas sean tan tercas
y tan duras, que no salga
de su encanto Dulcinea.
De la culpa que tú tienes
lleve la triste la pena;
que justos por pecadores
tal vez pagan en mi tierra.
Tus más finas aventuras
en desventuras se vuelvan,
en sueños tus pasatiempos,
en olvidos tus firmezas.
Cruel Vireno, fugitivo Eneas,
Barrabás te acompañe; allá te avengas.
Seas tenido por falso
desde Sevilla a Marchena,
desde Granada hasta Loja,
de Londres a Inglaterra.
Si jugares al reinado,
los cientos, o la primera,
los reyes huyan de ti;
ases ni sietes no veas.
Si te cortares los callos,
sangre las heridas viertan,
y quédente los raigones
si te sacares las muelas.
Cruel Vireno, fugitivo Eneas,
Barrabás te acompañe; allá te avengas.
En tanto que, de la suerte que se ha dicho,
se quejaba la lastimada Altisidora, la estuvo
mirando don Quijote, y, sin responderla
palabra, volviendo el rostro a Sancho, le dijo:
—Por el siglo de tus pasados, Sancho mío,
te conjuro que me digas una verdad. Dime,
¿llevas por ventura los tres tocadores y las
ligas que esta enamorada doncella dice?
A lo que Sancho respondió:
—Los tres tocadores sí llevo; pero las ligas,
como por los cerros de Úbeda.
Quedó la duquesa admirada de la
desenvoltura de Altisidora, que, aunque la
tenía por atrevida, graciosa y desenvuelta, no
en grado que se atreviera a semejantes
desenvolturas; y, como no estaba advertida
desta burla, creció más su admiración. El
duque quiso reforzar el donaire, y dijo:
—No me parece bien, señor caballero, que,
habiendo recebido en este mi castillo el buen
acogimiento que en él se os ha hecho, os
hayáis atrevido a llevaros tres tocadores, por
lo menos, si por lo más las ligas de mi
doncella; indicios son de mal pecho y
muestras que no corresponden a vuestra
fama. Volvedle las ligas; si no, yo os desafío
a mortal batalla, sin tener temor que
malandrines encantadores me vuelvan ni
muden el rostro, como han hecho en el de
Tosilos mi lacayo, el que entró con vos en
batalla.
—No quiera Dios
—respondió don Quijote
—
que yo desenvaine mi espada contra vuestra
ilustrísima persona, de quien tantas mercedes
he recebido; los tocadores volveré, porque
dice Sancho que los tiene; las ligas es
imposible, porque ni yo las he recebido ni él
tampoco; y si esta vuestra doncella quisiere
mirar sus escondrijos, a buen seguro que las
halle. Yo, señor duque, jamás he sido ladrón,
ni lo pienso ser en toda mi vida, como Dios
no me deje de su mano. Esta doncella habla,
como ella dice, como enamorada, de lo que
yo no le tengo culpa; y así, no tengo de qué
pedirle perdón ni a ella ni a Vuestra
Excelencia, a quien suplico me tenga en
mejor opinión, y me dé de nuevo licencia
para seguir mi camino.
—Déosle Dios tan bueno
—dijo la duquesa
—
, señor don Quijote, que siempre oigamos
buenas nuevas de vuestras fechurías. Y
andad con Dios; que, mientras más os
detenéis, más aumentáis el fuego en los
pechos de las doncellas que os miran; y a la
mía yo la castigaré de modo, que de aquí
adelante no se desmande con la vista ni con
las palabras.
—Una no más quiero que me escuches, ¡oh
valeroso don Quijote! –dijo entonces
Altisidora
—; y es que te pido perdón del
latrocinio de las ligas, porque, en Dios y en
mi ánima que las tengo puestas, y he caído
en el descuido del que yendo sobre el asno,
le buscaba.
—¿No lo dije yo?
—dijo Sancho
—. ¡Bonico
soy yo para encubrir hurtos! Pues, a
quererlos hacer, de paleta me había venido la
ocasión en mi gobierno.
Abajó la cabeza don Quijote y hizo
reverencia a los duques y a todos los
circunstantes, y, volviendo las riendas a
Rocinante, siguiéndole Sancho sobre el rucio,
se salió del castillo, enderezando su camino a
Zaragoza.
Capítulo LVIII. Que trata
de cómo menudearon sobre
don Quijote aventuras
tantas, que no se daban
vagar unas a otras
Cuando don Quijote se vio en la campaña
rasa, libre y desembarazado de los requiebros
de Altisidora, le pareció que estaba en su
centro, y que los espíritus se le renovaban
para proseguir de nuevo el asumpto de sus
caballerías, y, volviéndose a Sancho, le dijo:
—La libertad, Sancho, es uno de los más
preciosos dones que a los hombres dieron los
cielos; con ella no pueden igualarse los
tesoros que encierra la tierra ni el mar
encubre; por la libertad, así como por la
honra, se puede y debe aventurar la vida, y,
por el contrario, el cautiverio es el mayor mal
que puede venir a los hombres. Digo esto,
Sancho, porque bien has visto el regalo, la
abundancia que en este castillo que dejamos
hemos tenido; pues en metad de aquellos
banquetes sazonados y de aquellas bebidas
de nieve, me parecía a mí que estaba metido
entre las estrechezas de la hambre, porque
no lo gozaba con la libertad que lo gozara si
fueran míos; que las obligaciones de las
recompensas de los beneficios y mercedes
recebidas son ataduras que no dejan
campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquél a
quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que
le quede obligación de agradecerlo a otro que
al mismo cielo!
—Con todo eso
—dijo Sancho
— que vuesa
merced me ha dicho, no es bien que se quede
sin agradecimiento de nuestra parte
docientos escudos de oro que en una bolsilla
me dio el mayordomo del duque, que como
píctima y confortativo la llevo puesta sobre el
corazón, para lo que se ofreciere; que no
siempre hemos de hallar castillos donde nos
regalen, que tal vez toparemos con algunas
ventas donde nos apaleen.
En estos y otros razonamientos iban los
andantes, caballero y escudero, cuando
vieron, habiendo andado poco más de una
legua, que encima de la yerba de un pradillo
verde, encima de sus capas, estaban
comiendo hasta una docena de hombres,
vestidos de labradores. Junto a sí tenían unas
como sábanas blancas, con que cubrían
alguna cosa que debajo estaba; estaban
empinadas y tendidas, y de trecho a trecho
puestas. Llegó don Quijote a los que comían,
y, saludándolos primero cortésmente, les
preguntó que qué era lo que aquellos lienzos
cubrían. Uno dellos le respondió:
—Señor, debajo destos lienzos están unas
imágines de relieve y entabladura que han de
servir en un retablo que hacemos en nuestra
aldea; llevámoslas cubiertas, porque no se
desfloren, y en hombros, porque no se
quiebren.
—Si sois servidos
—respondió don Quijote
—
, holgaría de verlas, pues imágines que con
tanto recato se llevan, sin duda deben de ser
buenas.
—Y ¡cómo si lo son!
—dijo otro
—. Si no,
dígalo lo que cuesta: que en verdad que no
hay ninguna que no esté en más de cincuenta
ducados; y, porque vea vuestra merced esta
verdad, espere vuestra merced, y verla ha
por vista de ojos.
Y, levantándose, dejó de comer y fue a
quitar la cubierta de la primera imagen, que
mostró ser la de San Jorge puesto a caballo,
con una serpiente enroscada a los pies y la
lanza atravesada por la boca, con la fiereza
que suele pintarse. Toda la imagen parecía
una ascua de oro, como suele decirse.
Viéndola don Quijote, dijo:
—Este caballero fue uno de los mejores
andantes que tuvo la milicia divina: llamóse
don San Jorge, y fue además defendedor de
doncellas. Veamos esta otra.
Descubrióla el hombre, y pareció ser la de
San Martín puesto a caballo, que partía la
capa con el pobre; y, apenas la hubo visto
don Quijote, cuando dijo:
—Este caballero también fue de los
aventureros cristianos, y creo que fue más
liberal que valiente, como lo puedes echar de
ver, Sancho, en que está partiendo la capa
con el pobre y le da la mitad; y sin duda
debía de ser entonces invierno, que, si no, él
se la diera toda, según era de caritativo.
—No debió de ser eso
—dijo Sancho
—, sino
que se debió de atener al refrán que dicen:
que para dar y tener, seso es menester.
Rióse don Quijote y pidió que quitasen otro
lienzo, debajo del cual se descubrió la imagen
del Patrón de las Españas a caballo, la espada
ensangrentada, atropellando moros y pisando
cabezas; y, en viéndola, dijo don Quijote:
—Éste sí que es caballero, y de las
escuadras de Cristo; éste se llama don San
Diego Matamoros, uno de los más valientes
santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene
agora el cielo.
Luego descubrieron otro lienzo, y pareció
que encubría la caída de San Pablo del
caballo abajo, con todas las circunstancias
que en el retablo de su conversión suelen
pintarse. Cuando le vido tan al vivo, que
dijeran que Cristo le hablaba y Pablo
respondía.
—Éste
—dijo don Quijote
— fue el mayor
enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro
Señor en su tiempo, y el mayor defensor
suyo que tendrá jamás: caballero andante
por la vida, y santo a pie quedo por la
muerte, trabajador incansable en la viña del
Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron
de escuelas los cielos y de catedrático y
maestro que le enseñase el mismo Jesucristo.
No había más imágines, y así, mandó don
Quijote que las volviesen a cubrir, y dijo a los
que las llevaban:
—Por buen agüero he tenido, hermanos,
haber visto lo que he visto, porque estos
santos y caballeros profesaron lo que yo
profeso, que es el ejercicio de las armas; sino
que la diferencia que hay entre mí y ellos es
que ellos fueron santos y pelearon a lo divino,
y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos
conquistaron el cielo a fuerza de brazos,
porque el cielo padece fuerza, y yo hasta
agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis
trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso
saliese de los que padece, mejorándose mi
ventura y adobándoseme el juicio, podría ser
que encaminase mis pasos por mejor camino
del que llevo.
—Dios lo oiga y el pecado sea sordo
—dijo
Sancho a esta ocasión.
Admiráronse los hombres, así de la figura
como de las razones de don Quijote, sin
entender la mitad de lo que en ellas decir
quería. Acabaron de comer, cargaron con sus
imágines, y, despidiéndose de don Quijote,
siguieron su viaje.
Quedó Sancho de nuevo como si jamás
hubiera conocido a su señor, admirado de lo
que sabía, pareciéndole que no debía de
haber historia en el mundo ni suceso que no
lo tuviese cifrado en la uña y clavado en la
memoria, y díjole:
—En verdad, señor nuestramo, que si esto
que nos ha sucedido hoy se puede llamar
aventura, ella ha sido de las más suaves y
dulces que en todo el discurso de nuestra
peregrinación nos ha sucedido: della
habemos salido sin palos y sobresalto alguno,
ni hemos echado mano a las espadas, ni
hemos batido la tierra con los cuerpos, ni
quedamos hambrientos. Bendito sea Dios,
que tal me ha dejado ver con mis propios
ojos.
—Tú dices bien, Sancho
—dijo don Quijote
—
, pero has de advertir que no todos los
tiempos son unos, ni corren de una misma
suerte, y esto que el vulgo suele llamar
comúnmente agüeros, que no se fundan
sobre natural razón alguna, del que es
discreto han de ser tenidos y juzgar por
buenos acontecimientos. Levántase uno
destos agoreros por la mañana, sale de su
casa, encuéntrase con un fraile de la orden
del bienaventurado San Francisco, y, como si
hubiera encontrado con un grifo, vuelve las
espaldas y vuélvese a su casa. Derrámasele
al otro Mendoza la sal encima de la mesa, y
derrámasele a él la melancolía por el corazón,
como si estuviese obligada la naturaleza a
dar señales de las venideras desgracias con
cosas tan de poco momento como las
referidas. El discreto y cristiano no ha de
andar en puntillos con lo que quiere hacer el
cielo. Llega Cipión a África, tropieza en
saltando en tierra, tiénenlo por mal agüero
sus soldados; pero él, abrazándose con el
suelo, dijo: ''No te me podrás huir, África,
porque te tengo asida y entre mis brazos''.
Así que, Sancho, el haber encontrado con
estas imágines ha sido para mí felicísimo
acontecimiento.
—Yo así lo creo
—respondió Sancho
—, y
querría que vuestra merced me dijese qué es
la causa por que dicen los españoles cuando
quieren dar alguna batalla, invocando aquel
San Diego Matamoros: "¡Santiago, y cierra,
España!" ¿Está por ventura España abierta, y
de modo que es menester cerrarla, o qué
ceremonia es ésta?
—Simplicísimo eres, Sancho
—respondió
don Quijote
—; y mira que este gran caballero
de la cruz bermeja háselo dado Dios a España
por patrón y amparo suyo, especialmente en
los rigurosos trances que con los moros los
españoles han tenido; y así, le invocan y
llaman como a defensor suyo en todas las
batallas que acometen, y muchas veces le
han visto visiblemente en ellas, derribando,
atropellando, destruyendo y matando los
agarenos escuadrones; y desta verdad te
pudiera traer muchos ejemplos que en las
verdaderas historias españolas se cuentan.
Mudó Sancho plática, y dijo a su amo:
—Maravillado estoy, señor, de la
desenvoltura de Altisidora, la doncella de la
duquesa: bravamente la debe de tener herida
y traspasada aquel que llaman Amor, que
dicen que es un rapaz ceguezuelo que, con
estar lagañoso, o, por mejor decir, sin vista,
si toma por blanco un corazón, por pequeño
que sea, le acierta y traspasa de parte a
parte con sus flechas. He oído decir también
que en la vergüenza y recato de las doncellas
se despuntan y embotan las amorosas
saetas, pero en esta Altisidora más parece
que se aguzan que despuntan.
—Advierte, Sancho
—dijo don Quijote
—,
que el amor ni mira respetos ni guarda
términos de razón en sus discursos, y tiene la
misma condición que la muerte: que así
acomete los altos alcázares de los reyes como
las humildes chozas de los pastores, y cuando
toma entera posesión de una alma, lo
primero que hace es quitarle el temor y la
vergüenza; y así, sin ella declaró Altisidora
sus deseos, que engendraron en mi pecho
antes confusión que lástima.
—¡Crueldad notoria!
—dijo Sancho
—.
¡Desagradecimiento inaudito! Yo de mí sé
decir que me rindiera y avasallara la más
mínima razón amorosa suya. ¡Hideputa, y
qué corazón de mármol, qué entrañas de
bronce y qué alma de argamasa! Pero no
puedo pensar qué es lo que vio esta doncella
en vuestra merced que así la rindiese y
avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire,
qué rostro, que cada cosa por sí déstas, o
todas juntas, le enamoraron; que en verdad
en verdad que muchas veces me paro a mirar
a vuestra merced desde la punta del pie
hasta el último cabello de la cabeza, y que
veo más cosas para espantar que para
enamorar; y, habiendo yo también oído decir
que la hermosura es la primera y principal
parte que enamora, no teniendo vuestra
merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró
la pobre.
—Advierte, Sancho
—respondió don
Quijote
—, que hay dos maneras de
hermosura: una del alma y otra del cuerpo;
la del alma campea y se muestra en el
entendimiento, en la honestidad, en el buen
proceder, en la liberalidad y en la buena
crianza, y todas estas partes caben y pueden
estar en un hombre feo; y cuando se pone la
mira en esta hermosura, y no en la del
cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con
ventajas. Yo, Sancho, bien veo que no soy
hermoso, pero también conozco que no soy
disforme; y bástale a un hombre de bien no
ser monstruo para ser bien querido, como
tenga los dotes del alma que te he dicho.
En estas razones y pláticas se iban
entrando por una selva que fuera del camino
estaba, y a deshora, sin pensar en ello, se
halló don Quijote enredado entre unas redes
de hilo verde, que desde unos árboles a otros
estaban tendidas; y, sin poder imaginar qué
pudiese ser aquello, dijo a Sancho:
—Paréceme, Sancho, que esto destas redes
debe de ser una de las más nuevas aventuras
que pueda imaginar. Que me maten si los
encantadores que me persiguen no quieren
enredarme en ellas y detener mi camino,
como en venganza de la riguridad que con
Altisidora he tenido. Pues mándoles yo que,
aunque estas redes, si como son hechas de
hilo verde fueran de durísimos diamantes, o
más fuertes que aquélla con que el celoso
dios de los herreros enredó a Venus y a
Marte, así la rompiera como si fuera de
juncos marinos o de hilachas de algodón.
Y, queriendo pasar adelante y romperlo
todo, al improviso se le ofrecieron delante,
saliendo de entre unos árboles, dos
hermosísimas pastoras; a lo menos, vestidas
como pastoras, sino que los pellicos y sayas
eran de fino brocado, digo, que las sayas
eran riquísimos faldellines de tabí de oro.
Traían los cabellos sueltos por las espaldas,
que en rubios podían competir con los rayos
del mismo sol; los cuales se coronaban con
dos guirnaldas de verde laurel y de rojo
amaranto tejidas. La edad, al parecer, ni
bajaba de los quince ni pasaba de los diez y
ocho.
Vista fue ésta que admiró a Sancho,
suspendió a don Quijote, hizo parar al sol en
su carrera para verlas, y tuvo en maravilloso
silencio a todos cuatro. En fin, quien primero
habló fue una de las dos zagalas, que dijo a
don Quijote:
—Detened, señor caballero, el paso, y no
rompáis las redes, que no para daño vuestro,
sino para nuestro pasatiempo, ahí están
tendidas; y, porque sé que nos habéis de
preguntar para qué se han puesto y quién
somos, os lo quiero decir en breves palabras.
En una aldea que está hasta dos leguas de
aquí, donde hay mucha gente principal y
muchos hidalgos y ricos, entre muchos
amigos y parientes se concertó que con sus
hijos, mujeres y hijas, vecinos, amigos y
parientes, nos viniésemos a holgar a este
sitio, que es uno de los más agradables de
todos estos contornos, formando entre todos
una nueva y pastoril Arcadia, vistiéndonos las
doncellas de zagalas y los mancebos de
pastores. Traemos estudiadas dos églogas,
una del famoso poeta Garcilaso, y otra del
excelentísimo Camoes, en su misma lengua
portuguesa, las cuales hasta agora no hemos
representado. Ayer fue el primero día que
aquí llegamos; tenemos entre estos ramos
plantadas algunas tiendas, que dicen se
llaman de campaña, en el margen de un
abundoso arroyo que todos estos prados
fertiliza; tendimos la noche pasada estas
redes de estos árboles para engañar los
simples pajarillos, que, ojeados con nuestro
ruido, vinieren a dar en ellas. Si gustáis,
señor, de ser nuestro huésped, seréis
agasajado liberal y cortésmente; porque por
agora en este sitio no ha de entrar la
pesadumbre ni la melancolía.
Calló y no dijo más. A lo que respondió don
Quijote:
—Por cierto, hermosísima señora, que no
debió de quedar más suspenso ni admirado
Anteón cuando vio al improviso bañarse en
las aguas a Diana, como yo he quedado
atónito en ver vuestra belleza. Alabo el
asumpto de vuestros entretenimientos, y el
de vuestros ofrecimientos agradezco; y, si os
puedo servir, con seguridad de ser
obedecidas me lo podéis mandar; porque no
es ésta la profesión mía, sino de mostrarme
agradecido y bienhechor con todo género de
gente, en especial con la principal que
vuestras personas representa; y, si como
estas redes, que deben de ocupar algún
pequeño espacio, ocuparan toda la redondez
de la tierra, buscara yo nuevos mundos por
do pasar sin romperlas; y porque deis algún
crédito a esta mi exageración, ved que os lo
promete, por lo menos, don Quijote de la
Mancha, si es que ha llegado a vuestros oídos
este nombre.
—¡Ay, amiga de mi alma
—dijo entonces la
otra zagala
—, y qué ventura tan grande nos
ha sucedido! ¿Ves este señor que tenemos
delante? Pues hágote saber que es el más
valiente, y el más enamorado, y el más
comedido que tiene el mundo, si no es que
nos miente y nos engaña una historia que de
sus hazañas anda impresa y yo he leído. Yo
apostaré que este buen hombre que viene
consigo es un tal Sancho Panza, su escudero,
a cuyas gracias no hay ningunas que se le
igualen.
—Así es la verdad
—dijo Sancho
—: que yo
soy ese gracioso y ese escudero que vuestra
merced dice, y este señor es mi amo, el
mismo don Quijote de la Mancha historiado y
referido.
—¡Ay!
—dijo la otra
—. Supliquémosle,
amiga, que se quede; que nuestros padres y
nuestros hermanos gustarán infinito dello,
que también he oído yo decir de su valor y de
sus gracias lo mismo que tú me has dicho, y,
sobre todo, dicen dél que es el más firme y
más leal enamorado que se sabe, y que su
dama es una tal Dulcinea del Toboso, a quien
en toda España la dan la palma de la
hermosura.
—Con razón se la dan
—dijo don Quijote
—,
si ya no lo pone en duda vuestra sin igual
belleza. No os canséis, señoras, en
detenerme, porque las precisas obligaciones
de mi profesión no me dejan reposar en
ningún cabo.
Llegó, en esto, adonde los cuatro estaban
un hermano de una de las dos pastoras,
vestido asimismo de pastor, con la riqueza y
galas que a las de las zagalas correspondía;
contáronle ellas que el que con ellas estaba
era el valeroso don Quijote de la Mancha, y el
otro, su escudero Sancho, de quien tenía él
ya noticia, por haber leído su historia.
Ofreciósele el gallardo pastor, pidióle que se
viniese con él a sus tiendas; húbolo de
conceder don Quijote, y así lo hizo.
Llegó, en esto, el ojeo, llenáronse las redes
de pajarillos diferentes que, engañados de la
color de las redes, caían en el peligro de que
iban huyendo. Juntáronse en aquel sitio más
de treinta personas, todas bizarramente de
pastores y pastoras vestidas, y en un instante
quedaron enteradas de quiénes eran don
Quijote y su escudero, de que no poco
contento recibieron, porque ya tenían dél
noticia por su historia. Acudieron a las
tiendas, hallaron las mesas puestas, ricas,
abundantes y limpias; honraron a don Quijote
dándole el primer lugar en ellas; mirábanle
todos, y admirábanse de verle.
Finalmente, alzados los manteles, con gran
reposo alzó don Quijote la voz, y dijo:
—Entre los pecados mayores que los
hombres cometen, aunque algunos dicen que
es la soberbia, yo digo que es el
desagradecimiento, ateniéndome a lo que
suele decirse: que de los desagradecidos está
lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me
ha sido posible, he procurado yo huir desde el
instante que tuve uso de razón; y si no puedo
pagar las buenas obras que me hacen con
otras obras, pongo en su lugar los deseos de
hacerlas, y cuando éstos no bastan, las
publico; porque quien dice y publica las
buenas obras que recibe, también las
recompensara con otras, si pudiera; porque,
por la mayor parte, los que reciben son
inferiores a los que dan; y así, es Dios sobre
todos, porque es dador sobre todos y no
pueden corresponder las dádivas del hombre
a las de Dios con igualdad, por infinita
distancia; y esta estrecheza y cortedad, en
cierto modo, la suple el agradecimiento. Yo,
pues, agradecido a la merced que aquí se me
ha hecho, no pudiendo corresponder a la
misma medida, conteniéndome en los
estrechos límites de mi poderío, ofrezco lo
que puedo y lo que tengo de mi cosecha; y
así, digo que sustentaré dos días naturales en
metad de ese camino real que va a Zaragoza,
que estas señoras zagalas contrahechas que
aquí están son las más hermosas doncellas y
más corteses que hay en el mundo, excetado
sólo a la sin par Dulcinea del Toboso, única
señora de mis pensamientos, con paz sea
dicho de cuantos y cuantas me escuchan.
Oyendo lo cual, Sancho, que con grande
atención le había estado escuchando, dando
una gran voz, dijo:
—¿Es posible que haya en el mundo
personas que se atrevan a decir y a jurar que
este mi señor es loco? Digan vuestras
mercedes, señores pastores: ¿hay cura de
aldea, por discreto y por estudiante que sea,
que pueda decir lo que mi amo ha dicho, ni
hay caballero andante, por más fama que
tenga de valiente, que pueda ofrecer lo que
mi amo aquí ha ofrecido?
Volvióse don Quijote a Sancho, y,
encendido el rostro y colérico, le dijo:
—¿Es posible, ¡oh Sancho!, que haya en
todo el orbe alguna persona que diga que no
eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé
qué ribetes de malicioso y de bellaco? ¿Quién
te mete a ti en mis cosas, y en averiguar si
soy discreto o majadero? Calla y no me
repliques, sino ensilla, si está desensillado
Rocinante: vamos a poner en efecto mi
ofrecimiento, que, con la razón que va de mi
parte, puedes dar por vencidos a todos
cuantos quisieren contradecirla.
Y, con gran furia y muestras de enojo, se
levantó de la silla, dejando admirados a los
circunstantes, haciéndoles dudar si le podían
tener por loco o por cuerdo. Finalmente,
habiéndole persuadido que no se pusiese en
tal demanda, que ellos daban por bien
conocida su agradecida voluntad y que no
eran menester nuevas demostraciones para
conocer su ánimo valeroso, pues bastaban las
que en la historia de sus hechos se referían,
con todo esto, salió don Quijote con su
intención; y, puesto sobre Rocinante,
embrazando su escudo y tomando su lanza,
se puso en la mitad de un real camino que no
lejos del verde prado estaba. Siguióle Sancho
sobre su rucio, con toda la gente del pastoral
rebaño, deseosos de ver en qué paraba su
arrogante y nunca visto ofrecimiento.
Puesto, pues, don Quijote en mitad del
camino
—como os he dicho
—, hirió el aire con
semejantes palabras:
—¡Oh vosotros, pasajeros y viandantes,
caballeros, escuderos, gente de a pie y de a
caballo que por este camino pasáis, o habéis
de pasar en estos dos días siguientes! Sabed
que don Quijote de la Mancha, caballero
andante, está aquí puesto para defender que
a todas las hermosuras y cortesías del mundo
exceden las que se encierran en las ninfas
habitadoras destos prados y bosques,
dejando a un lado a la señora de mi alma
Dulcinea del Toboso. Por eso, el que fuere de
parecer contrario, acuda, que aquí le espero.
Dos veces repitió estas mismas razones, y
dos veces no fueron oídas de ningún
aventurero; pero la suerte, que sus cosas iba
encaminando de mejor en mejor, ordenó que
de allí a poco se descubriese por el camino
muchedumbre de hombres de a caballo, y
muchos dellos con lanzas en las manos,
caminando todos apiñados, de tropel y a gran
priesa. No los hubieron bien visto los que con
don Quijote estaban, cuando, volviendo las
espaldas, se apartaron bien lejos del camino,
porque conocieron que si esperaban les podía
suceder algún peligro; sólo don Quijote, con
intrépido corazón, se estuvo quedo, y Sancho
Panza se escudó con las ancas de Rocinante.
Llegó el tropel de los lanceros, y uno dellos,
que venía más delante, a grandes voces
comenzó a decir a don Quijote:
—¡Apártate, hombre del diablo, del camino,
que te harán pedazos estos toros!
—¡Ea, canalla
—respondió don Quijote
—,
para mí no hay toros que valgan, aunque
sean de los más bravos que cría Jarama en
sus riberas! Confesad, malandrines, así a
carga cerrada, que es verdad lo que yo aquí
he publicado; si no, conmigo sois en batalla.
No tuvo lugar de responder el vaquero, ni
don Quijote le tuvo de desviarse, aunque
quisiera; y así, el tropel de los toros bravos y
el de los mansos cabestros, con la multitud
de los vaqueros y otras gentes que a encerrar
los llevaban a un lugar donde otro día habían
de correrse, pasaron sobre don Quijote, y
sobre Sancho, Rocinante y el rucio, dando
con todos ellos en tierra, echándole a rodar
por el suelo. Quedó molido Sancho,
espantado don Quijote, aporreado el rucio y
no muy católico Rocinante; pero, en fin, se
levantaron todos, y don Quijote, a gran
priesa, tropezando aquí y cayendo allí,
comenzó a correr tras la vacada, diciendo a
voces:
—¡Deteneos y esperad, canalla malandrina,
que un solo caballero os espera, el cual no
tiene condición ni es de parecer de los que
dicen que al enemigo que huye, hacerle la
puente de plata!
Pero no por eso se detuvieron los
apresurados corredores, ni hicieron más caso
de sus amenazas que de las nubes de
antaño. Detúvole el cansancio a don Quijote,
y, más enojado que vengado, se sentó en el
camino, esperando a que Sancho, Rocinante
y el rucio llegasen. Llegaron, volvieron a subir
amo y mozo, y, sin volver a despedirse de la
Arcadia fingida o contrahecha, y con más
vergüenza que gusto, siguieron su camino.
Capítulo LIX. Donde se
cuenta del extraordinario
suceso, que se puede tener
por aventura, que le sucedió
a don Quijote
Al polvo y al cansancio que don Quijote y
Sancho sacaron del descomedimiento de los
toros, socorrió una fuente clara y limpia que
entre una fresca arboleda hallaron, en el
margen de la cual, dejando libres, sin
jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los
dos asendereados amo y mozo se sentaron.
Acudió Sancho a la repostería de su alforjas,
y dellas sacó de lo que él solía llamar
condumio; enjuagóse la boca, lavóse don
Quijote el rostro, con cuyo refrigerio cobraron
aliento los espíritus desalentados. No comía
don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no
osaba tocar a los manjares que delante tenía,
de puro comedido, y esperaba a que su señor
hiciese la salva; pero, viendo que, llevado de
sus imaginaciones, no se acordaba de llevar
el pan a la boca, no abrió la suya, y,
atropellando por todo género de crianza,
comenzó a embaular en el estómago el pan y
queso que se le ofrecía.
—Come, Sancho amigo
—dijo don Quijote
—
, sustenta la vida, que más que a mí te
importa, y déjame morir a mí a manos de mis
pensamientos y a fuerzas de mis desgracias.
Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú
para morir comiendo; y, porque veas que te
digo verdad en esto, considérame impreso en
historias, famoso en las armas, comedido en
mis acciones, respetado de príncipes,
solicitado de doncellas; al cabo al cabo,
cuando esperaba palmas, triunfos y coronas,
granjeadas y merecidas por mis valerosas
hazañas, me he visto esta mañana pisado y
acoceado y molido de los pies de animales
inmundos y soeces. Esta consideración me
embota los dientes, entorpece las muelas, y
entomece las manos, y quita de todo en todo
la gana del comer, de manera que pienso
dejarme morir de hambre: muerte la más
cruel de las muertes.
—Desa manera
—dijo Sancho, sin dejar de
mascar apriesa
— no aprobará vuestra
merced aquel refrán que dicen: "muera
Marta, y muera harta". Yo, a lo menos, no
pienso matarme a mí mismo; antes pienso
hacer como el zapatero, que tira el cuero con
los dientes hasta que le hace llegar donde él
quiere; yo tiraré mi vida comiendo hasta que
llegue al fin que le tiene determinado el cielo;
y sepa, señor, que no hay mayor locura que
la que toca en querer desesperarse como
vuestra merced, y créame, y después de
comido, échese a dormir un poco sobre los
colchones verdes destas yerbas, y verá como
cuando despierte se halla algo más aliviado.
Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las
razones de Sancho más eran de filósofo que
de mentecato, y díjole:
—Si tú, ¡oh Sancho!, quisieses hacer por mí
lo que yo ahora te diré, serían mis alivios
más ciertos y mis pesadumbres no tan
grandes; y es que, mientras yo duermo,
obedeciendo tus consejos, tú te desviases un
poco lejos de aquí, y con las riendas de
Rocinante, echando al aire tus carnes, te
dieses trecientos o cuatrocientos azotes a
buena cuenta de los tres mil y tantos que te
has de dar por el desencanto de Dulcinea;
que es lástima no pequeña que aquella pobre
señora esté encantada por tu descuido y
negligencia.
—Hay mucho que decir en eso
—dijo
Sancho
—. Durmamos, por ahora, entrambos,
y después, Dios dijo lo que será. Sepa
vuestra merced que esto de azotarse un
hombre a sangre fría es cosa recia, y más si
caen los azotes sobre un cuerpo mal
sustentado y peor comido: tenga paciencia mi
señora Dulcinea, que, cuando menos se cate,
me verá hecho una criba, de azotes; y hasta
la muerte, todo es vida; quiero decir que aún
yo la tengo, junto con el deseo de cumplir
con lo que he prometido.
Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo,
y Sancho mucho, y echáronse a dormir
entrambos, dejando a su albedrío y sin orden
alguna pacer del abundosa yerba de que
aquel prado estaba lleno a los dos continuos
compañeros y amigos Rocinante y el rucio.
Despertaron algo tarde, volvieron a subir y a
seguir su camino, dándose priesa para llegar
a una venta que, al parecer, una legua de allí
se descubría. Digo que era venta porque don
Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía
de llamar a todas las ventas castillos.
Llegaron, pues, a ella; preguntaron al
huésped si había posada. Fueles respondido
que sí, con toda la comodidad y regalo que
pudiera hallar en Zaragoza. Apeáronse y
recogió Sancho su repostería en un aposento,
de quien el huésped le dio la llave; llevó las
bestias a la caballeriza, echóles sus piensos,
salió a ver lo que don Quijote, que estaba
sentado sobre un poyo, le mandaba, dando
particulares gracias al cielo de que a su amo
no le hubiese parecido castillo aquella venta.
Llegóse la hora del cenar; recogiéronse a su
estancia; preguntó Sancho al huésped que
qué tenía para darles de cenar. A lo que el
huésped respondió que su boca sería medida;
y así, que pidiese lo que quisiese: que de las
pajaricas del aire, de las aves de la tierra y
de los pescados del mar estaba proveída
aquella venta.
—No es menester tanto
—respondió
Sancho
—, que con un par de pollos que nos
asen tendremos lo suficiente, porque mi
señor es delicado y come poco, y yo no soy
tragantón en demasía.
Respondióle el huésped que no tenía pollos,
porque los milanos los tenían asolados.
—Pues mande el señor huésped
—dijo
Sancho
— asar una polla que sea tierna.
—¿Polla? ¡Mi padre!
—respondió el
huésped
—. En verdad en verdad que envié
ayer a la ciudad a vender más de cincuenta;
pero, fuera de pollas, pida vuestra merced lo
que quisiere.
—Desa manera
—dijo Sancho
—, no faltará
ternera o cabrito.
—En casa, por ahora
—respondió el
huésped
—, no lo hay, porque se ha acabado;
pero la semana que viene lo habrá de sobra.
—¡Medrados estamos con eso!
—respondió
Sancho
—. Yo pondré que se vienen a
resumirse todas estas faltas en las sobras
que debe de haber de tocino y huevos.
—¡Por Dios
—respondió el huésped
—, que
es gentil relente el que mi huésped tiene!,
pues hele dicho que ni tengo pollas ni
gallinas, y ¿quiere que tenga huevos?
Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y
déjese de pedir gallinas.
—Resolvámonos, cuerpo de mí
—dijo
Sancho
—, y dígame finalmente lo que tiene,
y déjese de discurrimientos, señor huésped.
Dijo el ventero:
—Lo que real y verdaderamente tengo son
dos uñas de vaca que parecen manos de
ternera, o dos manos de ternera que parecen
uñas de vaca; están cocidas con sus
garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de
ahora están diciendo: ''¡Coméme! ¡Coméme!''
—Por mías las marco desde aquí
—dijo
Sancho
—; y nadie las toque, que yo las
pagaré mejor que otro, porque para mí
ninguna otra cosa pudiera esperar de más
gusto, y no se me daría nada que fuesen
manos, como fuesen uñas.
—Nadie las tocará
—dijo el ventero
—,
porque otros huéspedes que tengo, de puro
principales, traen consigo cocinero,
despensero y repostería.
—Si por principales va
—dijo Sancho
—,
ninguno más que mi amo; pero el oficio que
él trae no permite despensas ni botillerías:
ahí nos tendemos en mitad de un prado y nos
hartamos de bellotas o de nísperos.
Esta fue la plática que Sancho tuvo con el
ventero, sin querer Sancho pasar adelante en
responderle; que ya le había preguntado qué
oficio o qué ejercicio era el de su amo.
Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse
a su estancia don Quijote, trujo el huésped la
olla, así como estaba, y sentóse a cenar muy
de propósito. Parece ser que en otro
aposento que junto al de don Quijote estaba,
que no le dividía más que un sutil tabique,
oyó decir don Quijote:
—Por vida de vuestra merced, señor don
Jerónimo, que en tanto que trae la cena
leamos otro
Capítulo de la segunda parte de
Don Quijote de la Mancha.
Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando
se puso en pie, y con oído alerto escuchó lo
que dél trataban, y oyó que el tal don
Jerónimo referido respondió:
—¿Para qué quiere vuestra merced, señor
don Juan, que leamos estos disparates? Y el
que hubiere leído la primera parte de la
historia de don Quijote de la Mancha no es
posible que pueda tener gusto en leer esta
segunda.
—Con todo eso
—dijo el don Juan
—, será
bien leerla, pues no hay libro tan malo que no
tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste
más desplace es que pinta a don Quijote ya
desenamorado de Dulcinea del Toboso.
Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y
de despecho, alzó la voz y dijo:
—Quienquiera que dijere que don Quijote
de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a
Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con
armas iguales que va muy lejos de la verdad;
porque la sin par Dulcinea del Toboso ni
puede ser olvidada, ni en don Quijote puede
caber olvido: su blasón es la firmeza, y su
profesión, el guardarla con suavidad y sin
hacerse fuerza alguna.
—¿Quién es el que nos responde?
—
respondieron del otro aposento.
—¿Quién ha de ser
—respondió Sancho
—
sino el mismo don Quijote de la Mancha, que
hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto
dijere?; que al buen pagador no le duelen
prendas.
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando
entraron por la puerta de su aposento dos
caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos
echando los brazos al cuello de don Quijote,
le dijo:
—Ni vuestra presencia puede desmentir
vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no
acreditar vuestra presencia: sin duda, vos,
señor, sois el verdadero don Quijote de la
Mancha, norte y lucero de la andante
caballería, a despecho y pesar del que ha
querido usurpar vuestro nombre y aniquilar
vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor
deste libro que aquí os entrego.
Y, poniéndole un libro en las manos, que
traía su compañero, le tomó don Quijote, y,
sin responder palabra, comenzó a hojearle, y
de allí a un poco se le volvió, diciendo:
—En esto poco que he visto he hallado tres
cosas en este autor dignas de reprehensión.
La primera es algunas palabras que he leído
en el prólogo; la otra, que el lenguaje es
aragonés, porque tal vez escribe sin artículos,
y la tercera, que más le confirma por
ignorante, es que yerra y se desvía de la
verdad en lo más principal de la historia;
porque aquí dice que la mujer de Sancho
Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y
no llama tal, sino Teresa Panza; y quien en
esta parte tan principal yerra, bien se podrá
temer que yerra en todas las demás de la
historia.
A esto dijo Sancho:
—¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto,
bien debe de estar en el cuento de nuestros
sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi
mujer, Mari Gutiérrez! Torne a tomar el libro,
señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha
mudado el nombre.
—Por lo que he oído hablar, amigo
—dijo
don Jerónimo
—, sin duda debéis de ser
Sancho Panza, el escudero del señor don
Quijote.
—Sí soy
—respondió Sancho
—, y me precio
dello.
—Pues a fe
—dijo el caballero
— que no os
trata este autor moderno con la limpieza que
en vuestra persona se muestra: píntaos
comedor, y simple, y no nada gracioso, y
muy otro del Sancho que en la primera parte
de la historia de vuestro amo se describe.
—Dios se lo perdone
—dijo Sancho
—.
Dejárame en mi rincón, sin acordarse de mí,
porque quien las sabe las tañe, y bien se está
San Pedro en Roma.
Los dos caballeros pidieron a don Quijote se
pasase a su estancia a cenar con ellos, que
bien sabían que en aquella venta no había
cosas pertenecientes para su persona. Don
Quijote, que siempre fue comedido,
condecenció con su demanda y cenó con
ellos; quedóse Sancho con la olla con mero
mixto imperio; sentóse en cabecera de mesa,
y con él el ventero, que no menos que
Sancho estaba de sus manos y de sus uñas
aficionado.
En el discurso de la cena preguntó don Juan
a don Quijote qué nuevas tenía de la señora
Dulcinea del Toboso: si se había casado, si
estaba parida o preñada, o si, estando en su
entereza, se acordaba
—guardando su
honestidad y buen decoro
— de los amorosos
pensamientos del señor don Quijote. A lo que
él respondió:
—Dulcinea se está entera, y mis
pensamientos, más firmes que nunca; las
correspondencias, en su sequedad antigua;
su hermosura, en la de una soez labradora
transformada.
Y luego les fue contando punto por punto el
encanto de la señora Dulcinea, y lo que le
había sucedido en la cueva de Montesinos,
con la orden que el sabio Merlín le había dado
para desencantarla, que fue la de los azotes
de Sancho.
Sumo fue el contento que los dos caballeros
recibieron de oír contar a don Quijote los
estraños sucesos de su historia, y así
quedaron admirados de sus disparates como
del elegante modo con que los contaba. Aquí
le tenían por discreto, y allí se les deslizaba
por mentecato, sin saber determinarse qué
grado le darían entre la discreción y la locura.
Acabó de cenar Sancho, y, dejando hecho
equis al ventero, se pasó a la estancia de su
amo; y, en entrando, dijo:
—Que me maten, señores, si el autor deste
libro que vuesas mercedes tienen quiere que
no comamos buenas migas juntos; yo querría
que, ya que me llama comilón, como vuesas
mercedes dicen, no me llamase también
borracho.
—Sí llama
—dijo don Jerónimo
—, pero no
me acuerdo en qué manera, aunque sé que
son malsonantes las razones, y además,
mentirosas, según yo echo de ver en la
fisonomía del buen Sancho que está
presente.
—Créanme vuesas mercedes
—dijo
Sancho
— que el Sancho y el don Quijote desa
historia deben de ser otros que los que andan
en aquella que compuso Cide Hamete
Benengeli, que somos nosotros: mi amo,
valiente, discreto y enamorado; y yo, simple
gracioso, y no comedor ni borracho.
—Yo así lo creo
—dijo don Juan
—; y si fuera
posible, se había de mandar que ninguno
fuera osado a tratar de las cosas del gran don
Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer
autor, bien así como mandó Alejandro que
ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles.
—Retráteme el que quisiere
—dijo don
Quijote
—, pero no me maltrate; que muchas
veces suele caerse la paciencia cuando la
cargan de injurias.
—Ninguna
—dijo don Juan
— se le puede
hacer al señor don Quijote de quien él no se
pueda vengar, si no la repara en el escudo de
su paciencia, que, a mi parecer, es fuerte y
grande.
En estas y otras pláticas se pasó gran parte
de la noche; y, aunque don Juan quisiera que
don Quijote leyera más del libro, por ver lo
que discantaba, no lo pudieron acabar con él,
diciendo que él lo daba por leído y lo
confirmaba por todo necio, y que no quería,
si acaso llegase a noticia de su autor que le
había tenido en sus manos, se alegrase con
pensar que le había leído; pues de las cosas
obscenas y torpes, los pensamientos se han
de apartar, cuanto más los ojos.
Preguntáronle que adónde llevaba
determinado su viaje. Respondió que a
Zaragoza, a hallarse en las justas del arnés,
que en aquella ciudad suelen hacerse todos
los años. Díjole don Juan que aquella nueva
historia contaba como don Quijote, sea quien
se quisiere, se había hallado en ella en una
sortija, falta de invención, pobre de letras,
pobrísima de libreas, aunque rica de
simplicidades.
—Por el mismo caso
—respondió don
Quijote
—, no pondré los pies en Zaragoza, y
así sacaré a la plaza del mundo la mentira
dese historiador moderno, y echarán de ver
las gentes como yo no soy el don Quijote que
él dice.
—Hará muy bien
—dijo don Jerónimo
—; y
otras justas hay en Barcelona, donde podrá el
señor don Quijote mostrar su valor.
—Así lo pienso hacer
—dijo don Quijote
—; y
vuesas mercedes me den licencia, pues ya es
hora para irme al lecho, y me tengan y
pongan en el número de sus mayores amigos
y servidores.
—Y a mí también
—dijo Sancho
—: quizá
seré bueno para algo.
Con esto se despidieron, y don Quijote y
Sancho se retiraron a su aposento, dejando a
don Juan y a don Jerónimo admirados de ver
la mezcla que había hecho de su discreción y
de su locura; y verdaderamente creyeron que
éstos eran los verdaderos don Quijote y
Sancho, y no los que describía su autor
aragonés.
Madrugó don Quijote, y, dando golpes al
tabique del otro aposento, se despidió de sus
huéspedes. Pagó Sancho al ventero
magníficamente, y aconsejóle que alabase
menos la provisión de su venta, o la tuviese
más proveída.
Capítulo LX. De lo que
sucedió a don Quijote yendo
a Barcelona
Era fresca la mañana, y daba muestras de
serlo asimesmo el día en que don Quijote
salió de la venta, informándose primero cuál
era el más derecho camino para ir a
Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el
deseo que tenía de sacar mentiroso aquel
nuevo historiador que tanto decían que le
vituperaba.
Sucedió, pues, que en más de seis días no
le sucedió cosa digna de ponerse en
escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera
de camino, le tomó la noche entre unas
espesas encinas o alcornoques; que en esto
no guarda la puntualidad Cide Hamete que en
otras cosas suele.
Apeáronse de sus bestias amo y mozo, y,
acomodándose a los troncos de los árboles,
Sancho, que había merendado aquel día, se
dejó entrar de rondón por las puertas del
sueño; pero don Quijote, a quien desvelaban
sus imaginaciones mucho más que la
hambre, no podía pegar sus ojos; antes iba y
venía con el pensamiento por mil géneros de
lugares. Ya le parecía hallarse en la cueva de
Montesinos; ya ver brincar y subir sobre su
pollina a la convertida en labradora Dulcinea;
ya que le sonaban en los oídos las palabras
del sabio Merlín que le referían las
condiciones y diligencias que se habían de
hacer y tener en el desencanto de Dulcinea.
Desesperábase de ver la flojedad y caridad
poca de Sancho su escudero, pues, a lo que
creía, solos cinco azotes se había dado,
número desigual y pequeño para los infinitos
que le faltaban; y desto recibió tanta
pesadumbre y enojo, que hizo este discurso:
—Si nudo gordiano cortó el Magno
Alejandro, diciendo: ''Tanto monta cortar
como desatar'', y no por eso dejó de ser
universal señor de toda la Asia, ni más ni
menos podría suceder ahora en el desencanto
de Dulcinea, si yo azotase a Sancho a pesar
suyo; que si la condición deste remedio está
en que Sancho reciba los tres mil y tantos
azotes, ¿qué se me da a mí que se los dé él,
o que se los dé otro, pues la sustancia está
en que él los reciba, lleguen por do llegaren?
Con esta imaginación se llegó a Sancho,
habiendo primero tomado las riendas de
Rocinante, y acomodádolas en modo que
pudiese azotarle con ellas, comenzóle a quitar
las cintas, que es opinión que no tenía más
que la delantera, en que se sustentaban los
greguescos; pero, apenas hubo llegado,
cuando Sancho despertó en todo su acuerdo,
y dijo:
—¿Qué es esto? ¿Quién me toca y
desencinta?
—Yo soy
—respondió don Quijote
—, que
vengo a suplir tus faltas y a remediar mis
trabajos: véngote a azotar, Sancho, y a
descargar, en parte, la deuda a que te
obligaste. Dulcinea perece; tú vives en
descuido; yo muero deseando; y así,
desatácate por tu voluntad, que la mía es de
darte en esta soledad, por lo menos, dos mil
azotes.
—Eso no
—dijo Sancho
—; vuesa merced se
esté quedo; si no, por Dios verdadero que
nos han de oír los sordos. Los azotes a que
yo me obligué han de ser voluntarios, y no
por fuerza, y ahora no tengo gana de
azotarme; basta que doy a vuesa merced mi
palabra de vapularme y mosquearme cuando
en voluntad me viniere.
—No hay dejarlo a tu cortesía, Sancho
—
dijo don Quijote
—, porque eres duro de
corazón, y, aunque villano, blando de carnes.
Y así, procuraba y pugnaba por
desenlazarle. Viendo lo cual Sancho Panza, se
puso en pie, y, arremetiendo a su amo, se
abrazó con él a brazo partido, y, echándole
una zancadilla, dio con él en el suelo boca
arriba; púsole la rodilla derecha sobre el
pecho, y con las manos le tenía las manos, de
modo que ni le dejaba rodear ni alentar. Don
Quijote le decía:
—¿Cómo, traidor? ¿Contra tu amo y señor
natural te desmandas? ¿Con quien te da su
pan te atreves?
—Ni quito rey, ni pongo rey
—respondió
Sancho
—, sino ayúdome a mí, que soy mi
señor. Vuesa merced me prometa que se
estará quedo, y no tratará de azotarme por
agora, que yo le dejaré libre y
desembarazado; donde no,
Aquí morirás, traidor,
enemigo de doña Sancha.
Prometióselo don Quijote, y juró por vida de
sus pensamientos no tocarle en el pelo de la
ropa, y que dejaría en toda su voluntad y
albedrío el azotarse cuando quisiese.
Levantóse Sancho, y desvióse de aquel
lugar un buen espacio; y, yendo a arrimarse
a otro árbol, sintió que le tocaban en la
cabeza, y, alzando las manos, topó con dos
pies de persona, con zapatos y calzas.
Tembló de miedo; acudió a otro árbol, y
sucedióle lo mesmo. Dio voces llamando a
don Quijote que le favoreciese. Hízolo así don
Quijote, y, preguntándole qué le había
sucedido y de qué tenía miedo, le respondió
Sancho que todos aquellos árboles estaban
llenos de pies y de piernas humanas.
Tentólos don Quijote, y cayó luego en la
cuenta de lo que podía ser, y díjole a Sancho:
—No tienes de qué tener miedo, porque
estos pies y piernas que tientas y no vees, sin
duda son de algunos forajidos y bandoleros
que en estos árboles están ahorcados; que
por aquí los suele ahorcar la justicia cuando
los coge, de veinte en veinte y de treinta en
treinta; por donde me doy a entender que
debo de estar cerca de Barcelona.
Y así era la verdad como él lo había
imaginado.
Al parecer alzaron los ojos, y vieron los
racimos de aquellos árboles, que eran
cuerpos de bandoleros. Ya, en esto,
amanecía, y si los muertos los habían
espantado, no menos los atribularon más de
cuarenta bandoleros vivos que de improviso
les rodearon, diciéndoles en lengua catalana
que estuviesen quedos, y se detuviesen,
hasta que llegase su capitán.
Hallóse don Quijote a pie, su caballo sin
freno, su lanza arrimada a un árbol, y,
finalmente, sin defensa alguna; y así, tuvo
por bien de cruzar las manos e inclinar la
cabeza, guardándose para mejor sazón y
coyuntura.
Acudieron los bandoleros a espulgar al
rucio, y a no dejarle ninguna cosa de cuantas
en las alforjas y la maleta traía; y avínole
bien a Sancho que en una ventrera que tenía
ceñida venían los escudos del duque y los que
habían sacado de su tierra, y, con todo eso,
aquella buena gente le escardara y le mirara
hasta lo que entre el cuero y la carne tuviera
escondido, si no llegara en aquella sazón su
capitán, el cual mostró ser de hasta edad de
treinta y cuatro años, robusto, más que de
mediana proporción, de mirar grave y color
morena. Venía sobre un poderoso caballo,
vestida la acerada cota, y con cuatro
pistoletes
—que en aquella tierra se llaman
pedreñales
— a los lados. Vio que sus
escuderos, que así llaman a los que andan en
aquel ejercicio, iban a despojar a Sancho
Panza; mandóles que no lo hiciesen, y fue
luego obedecido; y así se escapó la ventrera.
Admiróle ver lanza arrimada al árbol, escudo
en el suelo, y a don Quijote armado y
pensativo, con la más triste y melancólica
figura que pudiera formar la misma tristeza.
Llegóse a él diciéndole:
—No estéis tan triste, buen hombre, porque
no habéis caído en las manos de algún cruel
Osiris, sino en las de Roque Guinart, que
tienen más de compasivas que de rigurosas.
—No es mi tristeza
—respondió don
Quijote
— haber caído en tu poder, ¡oh
valeroso Roque, cuya fama no hay límites en
la tierra que la encierren!, sino por haber sido
tal mi descuido, que me hayan cogido tus
soldados sin el freno, estando yo obligado,
según la orden de la andante caballería, que
profeso, a vivir contino alerta, siendo a todas
horas centinela de mí mismo; porque te hago
saber, ¡oh gran Roque!, que si me hallaran
sobre mi caballo, con mi lanza y con mi
escudo, no les fuera muy fácil rendirme,
porque yo soy don Quijote de la Mancha,
aquel que de sus hazañas tiene lleno todo el
orbe.
Luego Roque Guinart conoció que la
enfermedad de don Quijote tocaba más en
locura que en valentía, y, aunque algunas
veces le había oído nombrar, nunca tuvo por
verdad sus hechos, ni se pudo persuadir a
que semejante humor reinase en corazón de
hombre; y holgóse en estremo de haberle
encontrado, para tocar de cerca lo que de
lejos dél había oído; y así, le dijo:
—Valeroso caballero, no os despechéis ni
tengáis a siniestra fortuna ésta en que os
halláis, que podía ser que en estos tropiezos
vuestra torcida suerte se enderezase; que el
cielo, por estraños y nunca vistos rodeos, de
los hombres no imaginados, suele levantar
los caídos y enriquecer los pobres.
Ya le iba a dar las gracias don Quijote,
cuando sintieron a sus espaldas un ruido
como de tropel de caballos, y no era sino un
solo, sobre el cual venía a toda furia un
mancebo, al parecer de hasta veinte años,
vestido de damasco verde, con pasamanos de
oro, greguescos y saltaembarca, con
sombrero terciado, a la valona, botas
enceradas y justas, espuelas, daga y espada
doradas, una escopeta pequeña en las manos
y dos pistolas a los lados. Al ruido volvió
Roque la cabeza y vio esta hermosa figura, la
cual, en llegando a él, dijo:
—En tu busca venía, ¡oh valeroso Roque!,
para hallar en ti, si no remedio, no me has
conocido, quiero decirte quién soy: y soy
Claudia Jerónima, hija de Simón Forte, tu
singular amigo y enemigo particular de
Clauquel Torrellas, que asimismo lo es tuyo,
por ser uno de los de tu contrario bando; y ya
sabes que este Torrellas tiene un hijo que
don Vicente Torrellas se llama, o, a lo menos,
se llamaba no ha dos horas. Éste, pues, por
abreviar el cuento de mi desventura, te diré
en breves palabras la que me ha causado.
Viome, requebróme, escuchéle, enamoréme,
a hurto de mi padre; porque no hay mujer,
por retirada que esté y recatada que sea, a
quien no le sobre tiempo para poner en
ejecución y efecto sus atropellados deseos.
Finalmente, él me prometió de ser mi esposo,
y yo le di la palabra de ser suya, sin que en
obras pasásemos adelante. Supe ayer que,
olvidado de lo que me debía, se casaba con
otra, y que esta mañana iba a desposarse,
nueva que me turbó el sentido y acabó la
paciencia; y, por no estar mi padre en el
lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que
vees, y apresurando el paso a este caballo,
alcancé a don Vicente obra de una legua de
aquí; y, sin ponerme a dar quejas ni a oír
disculpas, le disparé estas escopetas, y, por
añadidura, estas dos pistolas; y, a lo que
creo, le debí de encerrar más de dos balas en
el cuerpo, abriéndole puertas por donde
envuelta en su sangre saliese mi honra. Allí le
dejo entre sus criados, que no osaron ni
pudieron ponerse en su defensa. Vengo a
buscarte para que me pases a Francia, donde
tengo parientes con quien viva, y asimesmo a
rogarte defiendas a mi padre, porque los
muchos de don Vicente no se atrevan a
tomar en él desaforada venganza.
Roque, admirado de la gallardía, bizarría,
buen talle y suceso de la hermosa Claudia, le
dijo:
—Ven, señora, y vamos a ver si es muerto
tu enemigo, que después veremos lo que más
te importare.
Don Quijote, que estaba escuchando
atentamente lo que Claudia había dicho y lo
que Roque Guinart respondió, dijo:
—No tiene nadie para qué tomar trabajo en
defender a esta señora, que lo tomo yo a mi
cargo: denme mi caballo y mis armas, y
espérenme aquí, que yo iré a buscar a ese
caballero, y, muerto o vivo, le haré cumplir la
palabra prometida a tanta belleza.
—Nadie dude de esto
—dijo Sancho
—,
porque mi señor tiene muy buena mano para
casamentero, pues no ha muchos días que
hizo casar a otro que también negaba a otra
doncella su palabra; y si no fuera porque los
encantadores que le persiguen le mudaron su
verdadera figura en la de un lacayo, ésta
fuera la hora que ya la tal doncella no lo
fuera.
Roque, que atendía más a pensar en el
suceso de la hermosa Claudia que en las
razones de amo y mozo, no las entendió; y,
mandando a sus escuderos que volviesen a
Sancho todo cuanto le habían quitado del
rucio, mandándoles asimesmo que se
retirasen a la parte donde aquella noche
habían estado alojados, y luego se partió con
Claudia a toda priesa a buscar al herido, o
muerto, don Vicente. Llegaron al lugar donde
le encontró Claudia, y no hallaron en él sino
recién derramada sangre; pero, tendiendo la
vista por todas partes, descubrieron por un
recuesto arriba alguna gente, y diéronse a
entender, como era la verdad, que debía ser
don Vicente, a quien sus criados, o muerto o
vivo, llevaban, o para curarle, o para
enterrarle; diéronse priesa a alcanzarlos, que,
como iban de espacio, con facilidad lo
hicieron.
Hallaron a don Vicente en los brazos de sus
criados, a quien con cansada y debilitada voz
rogaba que le dejasen allí morir, porque el
dolor de las heridas no consentía que más
adelante pasase.
Arrojáronse de los caballos Claudia y
Roque, llegáronse a él, temieron los criados
la presencia de Roque, y Claudia se turbó en
ver la de don Vicente; y así, entre
enternecida y rigurosa, se llegó a él, y
asiéndole de las manos, le dijo:
—Si tú me dieras éstas, conforme a nuestro
concierto, nunca tú te vieras en este paso.
Abrió los casi cerrados ojos el herido
caballero, y, conociendo a Claudia, le dijo:
—Bien veo, hermosa y engañada señora,
que tú has sido la que me has muerto: pena
no merecida ni debida a mis deseos, con los
cuales, ni con mis obras, jamás quise ni supe
ofenderte.
—Luego, ¿no es verdad
—dijo Claudia
— que
ibas esta mañana a desposarte con Leonora,
la hija del rico Balvastro?
—No, por cierto
—respondió don Vicente
—;
mi mala fortuna te debió de llevar estas
nuevas, para que, celosa, me quitases la
vida, la cual, pues la dejo en tus manos y en
tus brazos, tengo mi suerte por venturosa. Y,
para asegurarte desta verdad, aprieta la
mano y recíbeme por esposo, si quisieres,
que no tengo otra mayor satisfación que
darte del agravio que piensas que de mí has
recebido.
Apretóle la mano Claudia, y apretósele a
ella el corazón, de manera que sobre la
sangre y pecho de don Vicente se quedó
desmayada, y a él le tomó un mortal
parasismo. Confuso estaba Roque, y no sabía
qué hacerse. Acudieron los criados a buscar
agua que echarles en los rostros, y
trujéronla, con que se los bañaron. Volvió de
su desmayo Claudia, pero no de su parasismo
don Vicente, porque se le acabó la vida. Visto
lo cual de Claudia, habiéndose enterado que
ya su dulce esposo no vivía, rompió los aires
con suspiros, hirió los cielos con quejas,
maltrató sus cabellos, entregándolos al
viento, afeó su rostro con sus propias manos,
con todas las muestras de dolor y sentimiento
que de un lastimado pecho pudieran
imaginarse.
—¡Oh cruel e inconsiderada mujer
—decía
—
, con qué facilidad te moviste a poner en
ejecución tan mal pensamiento! ¡Oh fuerza
rabiosa de los celos, a qué desesperado fin
conducís a quien os da acogida en su pecho!
¡Oh esposo mío, cuya desdichada suerte, por
ser prenda mía, te ha llevado del tálamo a la
sepultura!
Tales y tan tristes eran las quejas de
Claudia, que sacaron las lágrimas de los ojos
de Roque, no acostumbrados a verterlas en
ninguna ocasión. Lloraban los criados,
desmayábase a cada paso Claudia, y todo
aquel circuito parecía campo de tristeza y
lugar de desgracia. Finalmente, Roque
Guinart ordenó a los criados de don Vicente
que llevasen su cuerpo al lugar de su padre,
que estaba allí cerca, para que le diesen
sepultura. Claudia dijo a Roque que querría
irse a un monasterio donde era abadesa una
tía suya, en el cual pensaba acabar la vida,
de otro mejor esposo y más eterno
acompañada. Alabóle Roque su buen
propósito, ofreciósele de acompañarla hasta
donde quisiese, y de defender a su padre de
los parientes y de todo el mundo, si ofenderle
quisiese. No quiso su compañía Claudia, en
ninguna manera, y, agradeciendo sus
ofrecimientos con las mejores razones que
supo, se despedió dél llorando. Los criados de
don Vicente llevaron su cuerpo, y Roque se
volvió a los suyos, y este fin tuvieron los
amores de Claudia Jerónima. Pero, ¿qué
mucho, si tejieron la trama de su lamentable
historia las fuerzas invencibles y rigurosas de
los celos?
Halló Roque Guinart a sus escuderos en la
parte donde les había ordenado, y a don
Quijote entre ellos, sobre Rocinante,
haciéndoles una plática en que les persuadía
dejasen aquel modo de vivir tan peligroso, así
para el alma como para el cuerpo; pero,
como los más eran gascones, gente rústica y
desbaratada, no les entraba bien la plática de
don Quijote. Llegado que fue Roque,
preguntó a Sancho Panza si le habían vuelto
y restituido las alhajas y preseas que los
suyos del rucio le habían quitado. Sancho
respondió que sí, sino que le faltaban tres
tocadores, que valían tres ciudades.
—¿Qué es lo que dices, hombre?
—dijo uno
de los presentes
—, que yo los tengo, y no
valen tres reales.
—Así es
—dijo don Quijote
—, pero
estímalos mi escudero en lo que ha dicho, por
habérmelos dado quien me los dio.
Mandóselos volver al punto Roque Guinart,
y, mandando poner los suyos en ala, mandó
traer allí delante todos los vestidos, joyas, y
dineros, y todo aquello que desde la última
repartición habían robado; y, haciendo
brevemente el tanteo, volviendo lo no
repartible y reduciéndolo a dineros, lo
repartió por toda su compañía, con tanta
legalidad y prudencia que no pasó un punto
ni defraudó nada de la justicia distributiva.
Hecho esto, con lo cual todos quedaron
contentos, satisfechos y pagados, dijo Roque
a don Quijote:
—Si no se guardase esta puntualidad con
éstos, no se podría vivir con ellos.
A lo que dijo Sancho:
—Según lo que aquí he visto, es tan buena
la justicia, que es necesaria que se use aun
entre los mesmos ladrones.
Oyólo un escudero, y enarboló el mocho de
un arcabuz, con el cual, sin duda, le abriera
la cabeza a Sancho, si Roque Guinart no le
diera voces que se detuviese. Pasmóse
Sancho, y propuso de no descoser los labios
en tanto que entre aquella gente estuviese.
Llegó, en esto, uno o algunos de aquellos
escuderos que estaban puestos por centinelas
por los caminos para ver la gente que por
ellos venía y dar aviso a su mayor de lo que
pasaba, y éste dijo:
—Señor, no lejos de aquí, por el camino que
va a Barcelona, viene un gran tropel de
gente.
A lo que respondió Roque:
—¿Has echado de ver si son de los que nos
buscan, o de los que nosotros buscamos?
—No, sino de los que buscamos
—respondió
el escudero.
—Pues salid todos
—replicó Roque
—, y
traédmelos aquí luego, sin que se os escape
ninguno.
Hiciéronlo así, y, quedándose solos don
Quijote, Sancho y Roque, aguardaron a ver lo
que los escuderos traían; y, en este
entretanto, dijo Roque a don Quijote:
—Nueva manera de vida le debe de parecer
al señor don Quijote la nuestra, nuevas
aventuras, nuevos sucesos, y todos
peligrosos; y no me maravillo que así le
parezca, porque realmente le confieso que no
hay modo de vivir más inquieto ni más
sobresaltado que el nuestro. A mí me han
puesto en él no sé qué deseos de venganza,
que tienen fuerza de turbar los más
sosegados corazones; yo, de mi natural, soy
compasivo y bien intencionado; pero, como
tengo dicho, el querer vengarme de un
agravio que se me hizo, así da con todas mis
buenas inclinaciones en tierra, que persevero
en este estado, a despecho y pesar de lo que
entiendo; y, como un abismo llama a otro y
un pecado a otro pecado, hanse eslabonado
las venganzas de manera que no sólo las
mías, pero las ajenas tomo a mi cargo; pero
Dios es servido de que, aunque me veo en la
mitad del laberinto de mis confusiones, no
pierdo la esperanza de salir dél a puerto
seguro.
Admirado quedó don Quijote de oír hablar a
Roque tan buenas y concertadas razones,
porque él se pensaba que, entre los de oficios
semejantes de robar, matar y saltear no
podía haber alguno que tuviese buen
discurso, y respondióle:
—Señor Roque, el principio de la salud está
en conocer la enfermedad y en querer tomar
el enfermo las medicinas que el médico le
ordena: vuestra merced está enfermo,
conoce su dolencia, y el cielo, o Dios, por
mejor decir, que es nuestro médico, le
aplicará medicinas que le sanen, las cuales
suelen sanar poco a poco y no de repente y
por milagro; y más, que los pecadores
discretos están más cerca de enmendarse
que los simples; y, pues vuestra merced ha
mostrado en sus razones su prudencia, no
hay sino tener buen ánimo y esperar mejoría
de la enfermedad de su conciencia; y si
vuestra merced quiere ahorrar camino y
ponerse con facilidad en el de su salvación,
véngase conmigo, que yo le enseñaré a ser
caballero andante, donde se pasan tantos
trabajos y desventuras que, tomándolas por
penitencia, en dos paletas le pondrán en el
cielo.
Rióse Roque del consejo de don Quijote, a
quien, mudando plática, contó el trágico
suceso de Claudia Jerónima, de que le pesó
en estremo a Sancho, que no le había
parecido mal la belleza, desenvoltura y brío
de la moza.
Llegaron, en esto, los escuderos de la
presa, trayendo consigo dos caballeros a
caballo, y dos peregrinos a pie, y un coche de
mujeres con hasta seis criados, que a pie y a
caballo las acompañaban, con otros dos
mozos de mulas que los caballeros traían.
Cogiéronlos los escuderos en medio,
guardando vencidos y vencedores gran
silencio, esperando a que el gran Roque
Guinart hablase, el cual preguntó a los
caballeros que quién eran y adónde iban, y
qué dinero llevaban. Uno dellos le respondió:
—Señor, nosotros somos dos capitanes de
infantería española; tenemos nuestras
compañías en Nápoles y vamos a
embarcarnos en cuatro galeras, que dicen
están en Barcelona con orden de pasar a
Sicilia; llevamos hasta docientos o trecientos
escudos, con que, a nuestro parecer, vamos
ricos y contentos, pues la estrecheza
ordinaria de los soldados no permite mayores
tesoros.
Preguntó Roque a los peregrinos lo mesmo
que a los capitanes; fuele respondido que
iban a embarcarse para pasar a Roma, y que
entre entrambos podían llevar hasta sesenta
reales. Quiso saber también quién iba en el
coche, y adónde, y el dinero que llevaban; y
uno de los de a caballo dijo:
—Mi señora doña Guiomar de Quiñones,
mujer del regente de la Vicaría de Nápoles,
con una hija pequeña, una doncella y una
dueña, son las que van en el coche;
acompañámosla seis criados, y los dineros
son seiscientos escudos.
—De modo
—dijo Roque Guinart
—, que ya
tenemos aquí novecientos escudos y sesenta
reales; mis soldados deben de ser hasta
sesenta; mírese a cómo le cabe a cada uno,
porque yo soy mal contador.
Oyendo decir esto los salteadores,
levantaron la voz, diciendo:
—¡Viva Roque Guinart muchos años, a
pesar de los lladres que su perdición
procuran!
Mostraron afligirse los capitanes,
entristecióse la señora regenta, y no se
holgaron nada los peregrinos, viendo la
confiscación de sus bienes. Túvolos así un
rato suspensos Roque, pero no quiso que
pasase adelante su tristeza, que ya se podía
conocer a tiro de arcabuz, y, volviéndose a
los capitanes, dijo:
—Vuesas mercedes, señores capitanes, por
cortesía, sean servidos de prestarme sesenta
escudos, y la señora regenta ochenta, para
contentar esta escuadra que me acompaña,
porque el abad, de lo que canta yanta, y
luego puédense ir su camino libre y
desembarazadamente, con un salvoconduto
que yo les daré, para que, si toparen otras de
algunas escuadras mías que tengo divididas
por estos contornos, no les hagan daño; que
no es mi intención de agraviar a soldados ni a
mujer alguna, especialmente a las que son
principales.
Infinitas y bien dichas fueron las razones
con que los capitanes agradecieron a Roque
su cortesía y liberalidad, que, por tal la
tuvieron, en dejarles su mismo dinero. La
señora doña Guiomar de Quiñones se quiso
arrojar del coche para besar los pies y las
manos del gran Roque, pero él no lo consintió
en ninguna manera; antes le pidió perdón del
agravio que le hacía, forzado de cumplir con
las obligaciones precisas de su mal oficio.
Mandó la señora regenta a un criado suyo
diese luego los ochenta escudos que le
habían repartido, y ya los capitanes habían
desembolsado los sesenta. Iban los
peregrinos a dar toda su miseria, pero Roque
les dijo que se estuviesen quedos, y
volviéndose a los suyos, les dijo:
—Destos escudos dos tocan a cada uno, y
sobran veinte: los diez se den a estos
peregrinos, y los otros diez a este buen
escudero, porque pueda decir bien de esta
aventura.
Y, trayéndole aderezo de escribir, de que
siempre andaba proveído, Roque les dio por
escrito un salvoconduto para los mayorales
de sus escuadras, y, despidiéndose dellos, los
dejó ir libres, y admirados de su nobleza, de
su gallarda disposición y estraño proceder,
teniéndole más por un Alejandro Magno que
por ladrón conocido. Uno de los escuderos
dijo en su lengua gascona y catalana:
—Este nuestro capitán más es para frade
que para bandolero: si de aquí adelante
quisiere mostrarse liberal séalo con su
hacienda y no con la nuestra.
No lo dijo tan paso el desventurado que
dejase de oírlo Roque, el cual, echando mano
a la espada, le abrió la cabeza casi en dos
partes, diciéndole:
—Desta manera castigo yo a los
deslenguados y atrevidos.
Pasmáronse todos, y ninguno le osó decir
palabra: tanta era la obediencia que le
tenían.
Apartóse Roque a una parte y escribió una
carta a un su amigo, a Barcelona, dándole
aviso como estaba consigo el famoso don
Quijote de la Mancha, aquel caballero
andante de quien tantas cosas se decían; y
que le hacía saber que era el más gracioso y
el más entendido hombre del mundo, y que
de allí a cuatro días, que era el de San Juan
Bautista, se le pondría en mitad de la playa
de la ciudad, armado de todas sus armas,
sobre Rocinante, su caballo, y a su escudero
Sancho sobre un asno, y que diese noticia
desto a sus amigos los Niarros, para que con
él se solazasen; que él quisiera que
carecieran deste gusto los Cadells, sus
contrarios, pero que esto era imposible, a
causa que las locuras y discreciones de don
Quijote y los donaires de su escudero Sancho
Panza no podían dejar de dar gusto general a
todo el mundo. Despachó estas cartas con
uno de sus escuderos, que, mudando el traje
de bandolero en el de un labrador, entró en
Barcelona y la dio a quien iba.
Capítulo LXI. De lo que le
sucedió a don Quijote en la
entrada de Barcelona, con
otras cosas que tienen más
de lo verdadero que de lo
discreto
Tres días y tres noches estuvo don Quijote
con Roque, y si estuviera trecientos años, no
le faltara qué mirar y admirar en el modo de
su vida: aquí amanecían, acullá comían; unas
veces huían, sin saber de quién, y otras
esperaban, sin saber a quién. Dormían en
pie, interrompiendo el sueño, mudándose de
un lugar a otro. Todo era poner espías,
escuchar centinelas, soplar las cuerdas de los
arcabuces, aunque traían pocos, porque
todos se servían de pedreñales. Roque
pasaba las noches apartado de los suyos, en
partes y lugares donde ellos no pudiesen
saber dónde estaba; porque los muchos
bandos que el visorrey de Barcelona había
echado sobre su vida le traían inquieto y
temeroso, y no se osaba fiar de ninguno,
temiendo que los mismos suyos, o le habían
de matar, o entregar a la justicia: vida, por
cierto, miserable y enfadosa.
En fin, por caminos desusados, por atajos y
sendas encubiertas, partieron Roque, don
Quijote y Sancho con otros seis escuderos a
Barcelona. Llegaron a su playa la víspera de
San Juan en la noche, y, abrazando Roque a
don Quijote y a Sancho, a quien dio los diez
escudos prometidos, que hasta entonces no
se los había dado, los dejó, con mil
ofrecimientos que de la una a la otra parte se
hicieron.
Volvióse Roque; quedóse don Quijote
esperando el día, así, a caballo, como estaba,
y no tardó mucho cuando comenzó a
descubrirse por los balcones del Oriente la faz
de la blanca aurora, alegrando las yerbas y
las flores, en lugar de alegrar el oído; aunque
al mesmo instante alegraron también el oído
el son de muchas chirimías y atabales, ruido
de cascabeles, ''¡trapa, trapa, aparta,
aparta!'' de corredores, que, al parecer, de la
ciudad salían. Dio lugar la aurora al sol, que,
un rostro mayor que el de una rodela, por el
más bajo horizonte, poco a poco, se iba
levantando.
Tendieron don Quijote y Sancho la vista por
todas partes: vieron el mar, hasta entonces
dellos no visto; parecióles espaciosísimo y
largo, harto más que las lagunas de Ruidera,
que en la Mancha habían visto; vieron las
galeras que estaban en la playa, las cuales,
abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas
de flámulas y gallardetes, que tremolaban al
viento y besaban y barrían el agua; dentro
sonaban clarines, trompetas y chirimías, que
cerca y lejos llenaban el aire de suaves y
belicosos acentos. Comenzaron a moverse y
a hacer modo de escaramuza por las
sosegadas aguas, correspondiéndoles casi al
mismo modo infinitos caballeros que de la
ciudad sobre hermosos caballos y con
vistosas libreas salían. Los soldados de las
galeras disparaban infinita artillería, a quien
respondían los que estaban en las murallas y
fuertes de la ciudad, y la artillería gruesa con
espantoso estruendo rompía los vientos, a
quien respondían los cañones de crujía de las
galeras. El mar alegre, la tierra jocunda, el
aire claro, sólo tal vez turbio del humo de la
artillería, parece que iba infundiendo y
engendrando gusto súbito en todas las
gentes.
No podía imaginar Sancho cómo pudiesen
tener tantos pies aquellos bultos que por el
mar se movían. En esto, llegaron corriendo,
con grita, lililíes y algazara, los de las libreas
adonde don Quijote suspenso y atónito
estaba, y uno dellos, que era el avisado de
Roque, dijo en alta voz a don Quijote:
—Bien sea venido a nuestra ciudad el
espejo, el farol, la estrella y el norte de toda
la caballería andante, donde más largamente
se contiene. Bien sea venido, digo, el
valeroso don Quijote de la Mancha: no el
falso, no el ficticio, no el apócrifo que en
falsas historias estos días nos han mostrado,
sino el verdadero, el legal y el fiel que nos
describió Cide Hamete Benengeli, flor de los
historiadores.
No respondió don Quijote palabra, ni los
caballeros esperaron a que la respondiese,
sino, volviéndose y revolviéndose con los
demás que los seguían, comenzaron a hacer
un revuelto caracol al derredor de don
Quijote; el cual, volviéndose a Sancho, dijo:
—Éstos bien nos han conocido: yo apostaré
que han leído nuestra historia y aun la del
aragonés recién impresa.
Volvió otra vez el caballero que habló a don
Quijote, y díjole:
—Vuesa merced, señor don Quijote, se
venga con nosotros, que todos somos sus
servidores y grandes amigos de Roque
Guinart.
A lo que don Quijote respondió:
—Si cortesías engendran cortesías, la
vuestra, señor caballero, es hija o parienta
muy cercana de las del gran Roque.
Llevadme do quisiéredes, que yo no tendré
otra voluntad que la vuestra, y más si la
queréis ocupar en vuestro servicio.
Con palabras no menos comedidas que
éstas le respondió el caballero, y,
encerrándole todos en medio, al son de las
chirimías y de los atabales, se encaminaron
con él a la ciudad, al entrar de la cual, el
malo, que todo lo malo ordena, y los
muchachos, que son más malos que el malo,
dos dellos traviesos y atrevidos se entraron
por toda la gente, y, alzando el uno de la cola
del rucio y el otro la de Rocinante, les
pusieron y encajaron sendos manojos de
aliagas. Sintieron los pobres animales las
nuevas espuelas, y, apretando las colas,
aumentaron su disgusto, de manera que,
dando mil corcovos, dieron con sus dueños en
tierra. Don Quijote, corrido y afrentado,
acudió a quitar el plumaje de la cola de su
matalote, y Sancho, el de su rucio. Quisieran
los que guiaban a don Quijote castigar el
atrevimiento de los muchachos, y no fue
posible, porque se encerraron entre más de
otros mil que los seguían.
Volvieron a subir don Quijote y Sancho; con
el mismo aplauso y música llegaron a la casa
de su guía, que era grande y principal, en fin,
como de caballero rico; donde le dejaremos
por agora, porque así lo quiere Cide Hamete.
Capítulo LXII. Que trata de
la aventura de la cabeza
encantada, con otras
niñerías que no pueden
dejar de contarse
Don Antonio Moreno se llamaba el huésped
de don Quijote, caballero rico y discreto, y
amigo de holgarse a lo honesto y afable, el
cual, viendo en su casa a don Quijote,
andaba buscando modos como, sin su
perjuicio, sacase a plaza sus locuras; porque
no son burlas las que duelen, ni hay
pasatiempos que valgan si son con daño de
tercero. Lo primero que hizo fue hacer
desarmar a don Quijote y sacarle a vistas con
aquel su estrecho y acamuzado vestido
—
como ya otras veces le hemos descrito y
pintado
— a un balcón que salía a una calle de
las más principales de la ciudad, a vista de
las gentes y de los muchachos, que como a
mona le miraban. Corrieron de nuevo delante
dél los de las libreas, como si para él solo, no
para alegrar aquel festivo día, se las hubieran
puesto; y Sancho estaba contentísimo, por
parecerle que se había hallado, sin saber
cómo ni cómo no, otras bodas de Camacho,
otra casa como la de don Diego de Miranda y
otro castillo como el del duque.
Comieron aquel día con don Antonio
algunos de sus amigos, honrando todos y
tratando a don Quijote como a caballero
andante, de lo cual, hueco y pomposo, no
cabía en sí de contento. Los donaires de
Sancho fueron tantos, que de su boca
andaban como colgados todos los criados de
casa y todos cuantos le oían. Estando a la
mesa, dijo don Antonio a Sancho:
—Acá tenemos noticia, buen Sancho, que
sois tan amigo de manjar blanco y de
albondiguillas, que, si os sobran, las guardáis
en el seno para el otro día.
—No, señor, no es así
—respondió Sancho
—
, porque tengo más de limpio que de goloso,
y mi señor don Quijote, que está delante,
sabe bien que con un puño de bellotas, o de
nueces, nos solemos pasar entrambos ocho
días. Verdad es que si tal vez me sucede que
me den la vaquilla, corro con la soguilla;
quiero decir que como lo que me dan, y uso
de los tiempos como los hallo; y quienquiera
que hubiere dicho que yo soy comedor
aventajado y no limpio, téngase por dicho
que no acierta; y de otra manera dijera esto
si no mirara a las barbas honradas que están
a la mesa.
—Por cierto
—dijo don Quijote
—, que la
parsimonia y limpieza con que Sancho come
se puede escribir y grabar en láminas de
bronce, para que quede en memoria eterna
de los siglos venideros. Verdad es que,
cuando él tiene hambre, parece algo tragón,
porque come apriesa y masca a dos carrillos;
pero la limpieza siempre la tiene en su punto,
y en el tiempo que fue gobernador aprendió a
comer a lo melindroso: tanto, que comía con
tenedor las uvas y aun los granos de la
granada.
—¡Cómo!
—dijo don Antonio
—.
¿Gobernador ha sido Sancho?
—Sí
—respondió Sancho
—, y de una ínsula
llamada la Barataria. Diez días la goberné a
pedir de boca; en ellos perdí el sosiego, y
aprendí a despreciar todos los gobiernos del
mundo; salí huyendo della, caí en una cueva,
donde me tuve por muerto, de la cual salí
vivo por milagro.
Contó don Quijote por menudo todo el
suceso del gobierno de Sancho, con que dio
gran gusto a los oyentes.
Levantados los manteles, y tomando don
Antonio por la mano a don Quijote, se entró
con él en un apartado aposento, en el cual no
había otra cosa de adorno que una mesa, al
parecer de jaspe, que sobre un pie de lo
mesmo se sostenía, sobre la cual estaba
puesta, al modo de las cabezas de los
emperadores romanos, de los pechos arriba,
una que semejaba ser de bronce. Paseóse
don Antonio con don Quijote por todo el
aposento, rodeando muchas veces la mesa,
después de lo cual dijo:
—Agora, señor don Quijote, que estoy
enterado que no nos oye y escucha alguno, y
está cerrada la puerta, quiero contar a
vuestra merced una de las más raras
aventuras, o, por mejor decir, novedades que
imaginarse pueden, con condición que lo que
a vuestra merced dijere lo ha de depositar en
los últimos retretes del secreto.
—Así lo juro
—respondió don Quijote
—, y
aun le echaré una losa encima, para más
seguridad; porque quiero que sepa vuestra
merced, señor don Antonio
—que ya sabía su
nombre
—, que está hablando con quien,
aunque tiene oídos para oír, no tiene lengua
para hablar; así que, con seguridad puede
vuestra merced trasladar lo que tiene en su
pecho en el mío y hacer cuenta que lo ha
arrojado en los abismos del silencio.
—En fee de esa promesa
—respondió don
Antonio
—, quiero poner a vuestra merced en
admiración con lo que viere y oyere, y darme
a mí algún alivio de la pena que me causa no
tener con quien comunicar mis secretos, que
no son para fiarse de todos.
Suspenso estaba don Quijote, esperando en
qué habían de parar tantas prevenciones. En
esto, tomándole la mano don Antonio, se la
paseó por la cabeza de bronce y por toda la
mesa, y por el pie de jaspe sobre que se
sostenía, y luego dijo:
—Esta cabeza, señor don Quijote, ha sido
hecha y fabricada por uno de los mayores
encantadores y hechiceros que ha tenido el
mundo, que creo era polaco de nación y
dicípulo del famoso Escotillo, de quien tantas
maravillas se cuentan; el cual estuvo aquí en
mi casa, y por precio de mil escudos que le
di, labró esta cabeza, que tiene propiedad y
virtud de responder a cuantas cosas al oído le
preguntaren. Guardó rumbos, pintó
carácteres, observó astros, miró puntos, y,
finalmente, la sacó con la perfeción que
veremos mañana, porque los viernes está
muda, y hoy, que lo es, nos ha de hacer
esperar hasta mañana. En este tiempo podrá
vuestra merced prevenirse de lo que querrá
preguntar, que por esperiencia sé que dice
verdad en cuanto responde.
Admirado quedó don Quijote de la virtud y
propiedad de la cabeza, y estuvo por no creer
a don Antonio; pero, por ver cuán poco
tiempo había para hacer la experiencia, no
quiso decirle otra cosa sino que le agradecía
el haberle descubierto tan gran secreto.
Salieron del aposento, cerró la puerta don
Antonio con llave, y fuéronse a la sala, donde
los demás caballeros estaban. En este tiempo
les había contado Sancho muchas de las
aventuras y sucesos que a su amo habían
acontecido.
Aquella tarde sacaron a pasear a don
Quijote, no armado, sino de rúa, vestido un
balandrán de paño leonado, que pudiera
hacer sudar en aquel tiempo al mismo yelo.
Ordenaron con sus criados que entretuviesen
a Sancho de modo que no le dejasen salir de
casa. Iba don Quijote, no sobre Rocinante,
sino sobre un gran macho de paso llano, y
muy bien aderezado. Pusiéronle el balandrán,
y en las espaldas, sin que lo viese, le cosieron
un pargamino, donde le escribieron con letras
grandes: Éste es don Quijote de la Mancha.
En comenzando el paseo, llevaba el rétulo los
ojos de cuantos venían a verle, y como leían:
Éste es don Quijote de la Mancha,
admirábase don Quijote de ver que cuantos le
miraban le nombraban y conocían; y,
volviéndose a don Antonio, que iba a su lado,
le dijo:
—Grande es la prerrogativa que encierra en
sí la andante caballería, pues hace conocido y
famoso al que la profesa por todos los
términos de la tierra; si no, mire vuestra
merced, señor don Antonio, que hasta los
muchachos desta ciudad, sin nunca haberme
visto, me conocen.
—Así es, señor don Quijote
—respondió don
Antonio
—, que, así como el fuego no puede
estar escondido y encerrado, la virtud no
puede dejar de ser conocida, y la que se
alcanza por la profesión de las armas
resplandece y campea sobre todas las otras.
Acaeció, pues, que, yendo don Quijote con
el aplauso que se ha dicho, un castellano que
leyó el rétulo de las espaldas, alzó la voz,
diciendo:
—¡Válgate el diablo por don Quijote de la
Mancha! ¿Cómo que hasta aquí has llegado,
sin haberte muerto los infinitos palos que
tienes a cuestas? Tu eres loco, y si lo fueras a
solas y dentro de las puertas de tu locura,
fuera menos mal; pero tienes propiedad de
volver locos y mentecatos a cuantos te tratan
y comunican; si no, mírenlo por estos
señores que te acompañan. Vuélvete,
mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda,
por tu mujer y tus hijos, y déjate destas
vaciedades que te carcomen el seso y te
desnatan el entendimiento.
—Hermano
—dijo don Antonio
—, seguid
vuestro camino, y no deis consejos a quien
no os los pide. El señor don Quijote de la
Mancha es muy cuerdo, y nosotros, que le
acompañamos, no somos necios; la virtud se
ha de honrar dondequiera que se hallare, y
andad en hora mala, y no os metáis donde no
os llaman.
—Pardiez, vuesa merced tiene razón
—
respondió el castellano
—, que aconsejar a
este buen hombre es dar coces contra el
aguijón; pero, con todo eso, me da muy gran
lástima que el buen ingenio que dicen que
tiene en todas las cosas este mentecato se le
desagüe por la canal de su andante
caballería; y la enhoramala que vuesa
merced dijo, sea para mí y para todos mis
descendientes si de hoy más, aunque viviese
más años que Matusalén, diere consejo a
nadie, aunque me lo pida.
Apartóse el consejero; siguió adelante el
paseo; pero fue tanta la priesa que los
muchachos y toda la gente tenía leyendo el
rétulo, que se le hubo de quitar don Antonio,
como que le quitaba otra cosa.
Llegó la noche, volviéronse a casa; hubo
sarao de damas, porque la mujer de don
Antonio, que era una señora principal y
alegre, hermosa y discreta, convidó a otras
sus amigas a que viniesen a honrar a su
huésped y a gustar de sus nunca vistas
locuras. Vinieron algunas, cenóse
espléndidamente y comenzóse el sarao casi a
las diez de la noche. Entre las damas había
dos de gusto pícaro y burlonas, y, con ser
muy honestas, eran algo descompuestas, por
dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado.
Éstas dieron tanta priesa en sacar a danzar a
don Quijote, que le molieron, no sólo el
cuerpo, pero el ánima. Era cosa de ver la
figura de don Quijote, largo, tendido, flaco,
amarillo, estrecho en el vestido, desairado, y,
sobre todo, no nada ligero. Requebrábanle
como a hurto las damiselas, y él, también
como a hurto, las desdeñaba; pero, viéndose
apretar de requiebros, alzó la voz y dijo:
—Fugite, partes adversae!: dejadme en mi
sosiego, pensamientos mal venidos. Allá os
avenid, señoras, con vuestros deseos, que la
que es reina de los míos, la sin par Dulcinea
del Toboso, no consiente que ningunos otros
que los suyos me avasallen y rindan.
Y, diciendo esto, se sentó en mitad de la
sala, en el suelo, molido y quebrantado de
tan bailador ejercicio. Hizo don Antonio que le
llevasen en peso a su lecho, y el primero que
asió dél fue Sancho, diciéndole:
—¡Nora en tal, señor nuestro amo, lo habéis
bailado! ¿Pensáis que todos los valientes son
danzadores y todos los andantes caballeros
bailarines? Digo que si lo pensáis, que estáis
engañado; hombre hay que se atreverá a
matar a un gigante antes que hacer una
cabriola. Si hubiérades de zapatear, yo
supliera vuestra falta, que zapateo como un
girifalte; pero en lo del danzar, no doy
puntada.
Con estas y otras razones dio que reír
Sancho a los del sarao, y dio con su amo en
la cama, arropándole para que sudase la
frialdad de su baile.
Otro día le pareció a don Antonio ser bien
hacer la experiencia de la cabeza encantada,
y con don Quijote, Sancho y otros dos
amigos, con las dos señoras que habían
molido a don Quijote en el baile, que aquella
propia noche se habían quedado con la mujer
de don Antonio, se encerró en la estancia
donde estaba la cabeza. Contóles la
propiedad que tenía, encargóles el secreto y
díjoles que aquél era el primero día donde se
había de probar la virtud de la tal cabeza
encantada; y si no eran los dos amigos de
don Antonio, ninguna otra persona sabía el
busilis del encanto, y aun si don Antonio no
se le hubiera descubierto primero a sus
amigos, también ellos cayeran en la
admiración en que los demás cayeron, sin ser
posible otra cosa: con tal traza y tal orden
estaba fabricada.
El primero que se llegó al oído de la cabeza
fue el mismo don Antonio, y díjole en voz
sumisa, pero no tanto que de todos no fuese
entendida:
—Dime, cabeza, por la virtud que en ti se
encierra: ¿qué pensamientos tengo yo agora?
Y la cabeza le respondió, sin mover los
labios, con voz clara y distinta, de modo que
fue de todos entendida, esta razón:
—Yo no juzgo de pensamientos.
Oyendo lo cual, todos quedaron atónitos, y
más viendo que en todo el aposento ni al
derredor de la mesa no había persona
humana que responder pudiese.
—¿Cuántos estamos aquí?
—tornó a
preguntar don Antonio.
Y fuele respondido por el propio tenor,
paso:
—Estáis tú y tu mujer, con dos amigos
tuyos, y dos amigas della, y un caballero
famoso llamado don Quijote de la Mancha, y
un su escudero que Sancho Panza tiene por
nombre.
¡Aquí sí que fue el admirarse de nuevo, aquí
sí que fue el erizarse los cabellos a todos de
puro espanto! Y, apartándose don Antonio de
la cabeza, dijo:
—Esto me basta para darme a entender que
no fui engañado del que te me vendió,
¡cabeza sabia, cabeza habladora, cabeza
respondona y admirable cabeza! Llegue otro
y pregúntele lo que quisiere.
Y, como las mujeres de ordinario son
presurosas y amigas de saber, la primera que
se llegó fue una de las dos amigas de la
mujer de don Antonio, y lo que le preguntó
fue:
—Dime, cabeza, ¿qué haré yo para ser muy
hermosa?
Y fuele respondido:
—Sé muy honesta.
—No te pregunto más
—dijo la preguntanta.
Llegó luego la compañera, y dijo:
—Querría saber, cabeza, si mi marido me
quiere bien, o no.
Y respondiéronle:
—Mira las obras que te hace, y echarlo has
de ver.
Apartóse la casada diciendo:
—Esta respuesta no tenía necesidad de
pregunta, porque, en efecto, las obras que se
hacen declaran la voluntad que tiene el que
las hace.
Luego llegó uno de los dos amigos de don
Antonio, y preguntóle:
—¿Quién soy yo?
Y fuele respondido:
—Tú lo sabes.
—No te pregunto eso
—respondió el
caballero
—, sino que me digas si me conoces
tú.
—Sí conozco
—le respondieron
—, que eres
don Pedro Noriz.
—No quiero saber más, pues esto basta
para entender, ¡oh cabeza!, que lo sabes
todo.
Y, apartándose, llegó el otro amigo y
preguntóle:
—Dime, cabeza, ¿qué deseos tiene mi hijo
el mayorazgo?
—Ya yo he dicho
—le respondieron
— que yo
no juzgo de deseos, pero, con todo eso, te sé
decir que los que tu hijo tiene son de
enterrarte.
—Eso es
—dijo el caballero
—: lo que veo
por los ojos, con el dedo lo señalo.
Y no preguntó más. Llegóse la mujer de don
Antonio, y dijo:
—Yo no sé, cabeza, qué preguntarte; sólo
querría saber de ti si gozaré muchos años de
buen marido.
Y respondiéronle:
—Sí gozarás, porque su salud y su
templanza en el vivir prometen muchos años
de vida, la cual muchos suelen acortar por su
destemplanza.
Llegóse luego don Quijote, y dijo:
—Dime tú, el que respondes: ¿fue verdad o
fue sueño lo que yo cuento que me pasó en la
cueva de Montesinos? ¿Serán ciertos los
azotes de Sancho mi escudero? ¿Tendrá efeto
el desencanto de Dulcinea?
—A lo de la cueva
—respondieron
— hay
mucho que decir: de todo tiene; los azotes de
Sancho irán de espacio, el desencanto de
Dulcinea llegará a debida ejecución.
—No quiero saber más
—dijo don Quijote
—;
que como yo vea a Dulcinea desencantada,
haré cuenta que vienen de golpe todas las
venturas que acertare a desear.
El último preguntante fue Sancho, y lo que
preguntó fue:
—¿Por ventura, cabeza, tendré otro
gobierno? ¿Saldré de la estrecheza de
escudero? ¿Volveré a ver a mi mujer y a mis
hijos?
A lo que le respondieron:
—Gobernarás en tu casa; y si vuelves a
ella, verás a tu mujer y a tus hijos; y,
dejando de servir, dejarás de ser escudero.
—¡Bueno, par Dios!
—dijo Sancho Panza
—.
Esto yo me lo dijera: no dijera más el profeta
Perogrullo.
—Bestia
—dijo don Quijote
—, ¿qué quieres
que te respondan? ¿No basta que las
respuestas que esta cabeza ha dado
correspondan a lo que se le pregunta?
—Sí basta
—respondió Sancho
—, pero
quisiera yo que se declarara más y me dijera
más.
Con esto se acabaron las preguntas y las
respuestas, pero no se acabó la admiración
en que todos quedaron, excepto los dos
amigos de don Antonio, que el caso sabían. El
cual quiso Cide Hamete Benengeli declarar
luego, por no tener suspenso al mundo,
creyendo que algún hechicero y
extraordinario misterio en la tal cabeza se
encerraba; y así, dice que don Antonio
Moreno, a imitación de otra cabeza que vio
en Madrid, fabricada por un estampero, hizo
ésta en su casa, para entretenerse y
suspender a los ignorantes; y la fábrica era
de esta suerte: la tabla de la mesa era de
palo, pintada y barnizada como jaspe, y el pie
sobre que se sostenía era de lo mesmo, con
cuatro garras de águila que dél salían, para
mayor firmeza del peso. La cabeza, que
parecía medalla y figura de emperador
romano, y de color de bronce, estaba toda
hueca, y ni más ni menos la tabla de la mesa,
en que se encajaba tan justamente, que
ninguna señal de juntura se parecía. El pie de
la tabla era ansimesmo hueco, que respondía
a la garganta y pechos de la cabeza, y todo
esto venía a responder a otro aposento que
debajo de la estancia de la cabeza estaba.
Por todo este hueco de pie, mesa, garganta y
pechos de la medalla y figura referida se
encaminaba un cañón de hoja de lata, muy
justo, que de nadie podía ser visto. En el
aposento de abajo correspondiente al de
arriba se ponía el que había de responder,
pegada la boca con el mesmo cañón, de
modo que, a modo de cerbatana, iba la voz
de arriba abajo y de abajo arriba, en palabras
articuladas y claras; y de esta manera no era
posible conocer el embuste. Un sobrino de
don Antonio, estudiante agudo y discreto, fue
el respondiente; el cual, estando avisado de
su señor tío de los que habían de entrar con
él en aquel día en el aposento de la cabeza,
le fue fácil responder con presteza y
puntualidad a la primera pregunta; a las
demás respondió por conjeturas, y, como
discreto, discretamente. Y dice más Cide
Hamete: que hasta diez o doce días duró esta
maravillosa máquina; pero que, divulgándose
por la ciudad que don Antonio tenía en su
casa una cabeza encantada, que a cuantos le
preguntaban respondía, temiendo no llegase
a los oídos de las despiertas centinelas de
nuestra Fe, habiendo declarado el caso a los
señores inquisidores, le mandaron que lo
deshiciese y no pasase más adelante, porque
el vulgo ignorante no se escandalizase; pero
en la opinión de don Quijote y de Sancho
Panza, la cabeza quedó por encantada y por
respondona, más a satisfación de don Quijote
que de Sancho.
Los caballeros de la ciudad, por complacer a
don Antonio y por agasajar a don Quijote y
dar lugar a que descubriese sus sandeces,
ordenaron de correr sortija de allí a seis días;
que no tuvo efecto por la ocasión que se dirá
adelante. Diole gana a don Quijote de pasear
la ciudad a la llana y a pie, temiendo que, si
iba a caballo, le habían de perseguir los
mochachos, y así, él y Sancho, con otros dos
criados que don Antonio le dio, salieron a
pasearse.
Sucedió, pues, que, yendo por una calle,
alzó los ojos don Quijote, y vio escrito sobre
una puerta, con letras muy grandes: Aquí se
imprimen libros; de lo que se contentó
mucho, porque hasta entonces no había visto
emprenta alguna, y deseaba saber cómo
fuese. Entró dentro, con todo su
acompañamiento, y vio tirar en una parte,
corregir en otra, componer en ésta,
enmendar en aquélla, y, finalmente, toda
aquella máquina que en las emprentas
grandes se muestra. Llegábase don Quijote a
un cajón y preguntaba qué era aquéllo que
allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales,
admirábase y pasaba adelante. Llegó en otras
a uno, y preguntóle qué era lo que hacía. El
oficial le respondió:
—Señor, este caballero que aquí está
—y
enseñóle a un hombre de muy buen talle y
parecer y de alguna gravedad
— ha traducido
un libro toscano en nuestra lengua castellana,
y estoyle yo componiendo, para darle a la
estampa.
—¿Qué título tiene el libro?
—preguntó don
Quijote.
—A lo que el autor respondió:
—Señor, el libro, en toscano, se llama Le
bagatele.
—Y ¿qué responde le bagatele en nuestro
castellano?
—preguntó don Quijote.
—Le bagatele
—dijo el autor
— es como si
en castellano dijésemos los juguetes; y,
aunque este libro es en el nombre humilde,
contiene y encierra en sí cosas muy buenas y
sustanciales.
—Yo
—dijo don Quijote
— sé algún tanto de
el toscano, y me precio de cantar algunas
estancias del Ariosto. Pero dígame vuesa
merced, señor mío, y no digo esto porque
quiero examinar el ingenio de vuestra
merced, sino por curiosidad no más: ¿ha
hallado en su escritura alguna vez nombrar
piñata?
—Sí, muchas veces
—respondió el autor.
—Y ¿cómo la traduce vuestra merced en
castellano?
—preguntó don Quijote.
—¿Cómo la había de traducir
—replicó el
autor
—, sino diciendo olla?
—¡Cuerpo de tal
—dijo don Quijote
—, y qué
adelante está vuesa merced en el toscano
idioma! Yo apostaré una buena apuesta que
adonde diga en el toscano piache, dice vuesa
merced en el castellano place; y adonde diga
più, dice más, y el su declara con arriba, y el
giù con abajo.
—Sí declaro, por cierto
—dijo el autor
—,
porque ésas son sus propias
correspondencias.
—Osaré yo jurar
—dijo don Quijote
— que
no es vuesa merced conocido en el mundo,
enemigo siempre de premiar los floridos
ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de
habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de
ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes
menospreciadas! Pero, con todo esto, me
parece que el traducir de una lengua en otra,
como no sea de las reinas de las lenguas,
griega y latina, es como quien mira los
tapices flamencos por el revés, que, aunque
se veen las figuras, son llenas de hilos que
las escurecen, y no se veen con la lisura y tez
de la haz; y el traducir de lenguas fáciles, ni
arguye ingenio ni elocución, como no le
arguye el que traslada ni el que copia un
papel de otro papel. Y no por esto quiero
inferir que no sea loable este ejercicio del
traducir; porque en otras cosas peores se
podría ocupar el hombre, y que menos
provecho le trujesen. Fuera desta cuenta van
los dos famosos traductores: el uno, el doctor
Cristóbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el
otro, don Juan de Jáurigui, en su Aminta,
donde felizmente ponen en duda cuál es la
tradución o cuál el original. Pero dígame
vuestra merced: este libro, ¿imprímese por
su cuenta, o tiene ya vendido el privilegio a
algún librero?
—Por mi cuenta lo imprimo
—respondió el
autor
—, y pienso ganar mil ducados, por lo
menos, con esta primera impresión, que ha
de ser de dos mil cuerpos, y se han de
despachar a seis reales cada uno, en daca las
pajas.
—¡Bien está vuesa merced en la cuenta!
—
respondió don Quijote
—. Bien parece que no
sabe las entradas y salidas de los impresores,
y las correspondencias que hay de unos a
otros; yo le prometo que, cuando se vea
cargado de dos mil cuerpos de libros, vea tan
molido su cuerpo, que se espante, y más si el
libro es un poco avieso y no nada picante.
—Pues, ¿qué?
—dijo el autor
—. ¿Quiere
vuesa merced que se lo dé a un librero, que
me dé por el privilegio tres maravedís, y aún
piensa que me hace merced en dármelos? Yo
no imprimo mis libros para alcanzar fama en
el mundo, que ya en él soy conocido por mis
obras: provecho quiero, que sin él no vale un
cuatrín la buena fama.
—Dios le dé a vuesa merced buena
manderecha
—respondió don Quijote.
Y pasó adelante a otro cajón, donde vio que
estaban corrigiendo un pliego de un libro que
se intitulaba Luz del alma; y,en viéndole,
dijo:
—Estos tales libros, aunque hay muchos
deste género, son los que se deben imprimir,
porque son muchos los pecadores que se
usan, y son menester infinitas luces para
tantos desalumbrados.
Pasó adelante y vio que asimesmo estaban
corrigiendo otro libro; y, preguntando su
título, le respondieron que se llamaba la
Segunda parte del Ingenioso Hidalgo don
Quijote de la Mancha, compuesta por un tal
vecino de Tordesillas.
—Ya yo tengo noticia deste libro
—dijo don
Quijote
—, y en verdad y en mi conciencia que
pensé que ya estaba quemado y hecho
polvos, por impertinente; pero su San Martín
se le llegará, como a cada puerco, que las
historias fingidas tanto tienen de buenas y de
deleitables cuanto se llegan a la verdad o la
semejanza della, y las verdaderas tanto son
mejores cuanto son más verdaderas.
Y, diciendo esto, con muestras de algún
despecho, se salió de la emprenta. Y aquel
mesmo día ordenó don Antonio de llevarle a
ver las galeras que en la playa estaban, de
que Sancho se regocijó mucho, a causa que
en su vida las había visto. Avisó don Antonio
al cuatralbo de las galeras como aquella tarde
había de llevar a verlas a su huésped el
famoso don Quijote de la Mancha, de quien
ya el cuatralbo y todos los vecinos de la
ciudad tenían noticia; y lo que le sucedió en
ellas se dirá en el siguiente
Capítulo.
Capítulo LXIII. De lo mal
que le avino a Sancho Panza
con la visita de las galeras,
y la nueva aventura de la
hermosa morisca
Grandes eran los discursos que don Quijote
hacía sobre la respuesta de la encantada
cabeza, sin que ninguno dellos diese en el
embuste, y todos paraban con la promesa,
que él tuvo por cierto, del desencanto de
Dulcinea. Allí iba y venía, y se alegraba entre
sí mismo, creyendo que había de ver presto
su cumplimiento; y Sancho, aunque aborrecía
el ser gobernador, como queda dicho, todavía
deseaba volver a mandar y a ser obedecido;
que esta mala ventura trae consigo el mando,
aunque sea de burlas.
En resolución, aquella tarde don Antonio
Moreno, su huésped, y sus dos amigos, con
don Quijote y Sancho, fueron a las galeras. El
cuatralbo, que estaba avisado de su buena
venida, por ver a los dos tan famosos Quijote
y Sancho, apenas llegaron a la marina,
cuando todas las galeras abatieron tienda, y
sonaron las chirimías; arrojaron luego el
esquife al agua, cubierto de ricos tapetes y
de almohadas de terciopelo carmesí, y, en
poniendo que puso los pies en él don Quijote,
disparó la capitana el cañón de crujía, y las
otras galeras hicieron lo mesmo, y, al subir
don Quijote por la escala derecha, toda la
chusma le saludó como es usanza cuando
una persona principal entra en la galera,
diciendo: ''¡Hu, hu, hu!'' tres veces. Diole la
mano el general, que con este nombre le
llamaremos, que era un principal caballero
valenciano; abrazó a don Quijote, diciéndole:
—Este día señalaré yo con piedra blanca,
por ser uno de los mejores que pienso llevar
en mi vida, habiendo visto al señor don
Quijote de la Mancha: tiempo y señal que nos
muestra que en él se encierra y cifra todo el
valor del andante caballería.
Con otras no menos corteses razones le
respondió don Quijote, alegre sobremanera
de verse tratar tan a lo señor. Entraron todos
en la popa, que estaba muy bien aderezada,
y sentáronse por los bandines, pasóse el
cómitre en crujía, y dio señal con el pito que
la chusma hiciese fuera ropa, que se hizo en
un instante. Sancho, que vio tanta gente en
cueros, quedó pasmado, y más cuando vio
hacer tienda con tanta priesa, que a él le
pareció que todos los diablos andaban allí
trabajando; pero esto todo fueron tortas y
pan pintado para lo que ahora diré. Estaba
Sancho sentado sobre el estanterol, junto al
espalder de la mano derecha, el cual ya
avisado de lo que había de hacer, asió de
Sancho, y, levantándole en los brazos, toda
la chusma puesta en pie y alerta,
comenzando de la derecha banda, le fue
dando y volteando sobre los brazos de la
chusma de banco en banco, con tanta priesa,
que el pobre Sancho perdió la vista de los
ojos, y sin duda pensó que los mismos
demonios le llevaban, y no pararon con él
hasta volverle por la siniestra banda y
ponerle en la popa. Quedó el pobre molido, y
jadeando, y trasudando, sin poder imaginar
qué fue lo que sucedido le había.
Don Quijote, que vio el vuelo sin alas de
Sancho, preguntó al general si eran
ceremonias aquéllas que se usaban con los
primeros que entraban en las galeras; porque
si acaso lo fuese, él, que no tenía intención
de profesar en ellas, no quería hacer
semejantes ejercicios, y que votaba a Dios
que, si alguno llegaba a asirle para voltearle,
que le había de sacar el alma a puntillazos; y,
diciendo esto, se levantó en pie y empuñó la
espada.
A este instante abatieron tienda, y con
grandísimo ruido dejaron caer la entena de
alto abajo. Pensó Sancho que el cielo se
desencajaba de sus quicios y venía a dar
sobre su cabeza; y, agobiándola, lleno de
miedo, la puso entre las piernas. No las tuvo
todas consigo don Quijote; que también se
estremeció y encogió de hombros y perdió la
color del rostro. La chusma izó la entena con
la misma priesa y ruido que la habían
amainado, y todo esto, callando, como si no
tuvieran voz ni aliento. Hizo señal el cómitre
que zarpasen el ferro, y, saltando en mitad
de la crujía con el corbacho o rebenque,
comenzó a mosquear las espaldas de la
chusma, y a largarse poco a poco a la mar.
Cuando Sancho vio a una moverse tantos
pies colorados, que tales pensó él que eran
los remos, dijo entre sí:
—Éstas sí son verdaderamente cosas
encantadas, y no las que mi amo dice. ¿Qué
han hecho estos desdichados, que ansí los
azotan, y cómo este hombre solo, que anda
por aquí silbando, tiene atrevimiento para
azotar a tanta gente? Ahora yo digo que éste
es infierno, o, por lo menos, el purgatorio.
Don Quijote, que vio la atención con que
Sancho miraba lo que pasaba, le dijo:
—¡Ah Sancho amigo, y con qué brevedad y
cuán a poca costa os podíades vos, si
quisiésedes, desnudar de medio cuerpo
arriba, y poneros entre estos señores, y
acabar con el desencanto de Dulcinea! Pues
con la miseria y pena de tantos, no
sentiríades vos mucho la vuestra; y más, que
podría ser que el sabio Merlín tomase en
cuenta cada azote déstos, por ser dados de
buena mano, por diez de los que vos
finalmente os habéis de dar.
Preguntar quería el general qué azotes eran
aquéllos, o qué desencanto de Dulcinea,
cuando dijo el marinero:
—Señal hace Monjuí de que hay bajel de
remos en la costa por la banda del poniente.
Esto oído, saltó el general en la crujía, y
dijo:
—¡Ea hijos, no se nos vaya! Algún bergantín
de cosarios de Argel debe de ser éste que la
atalaya nos señala.
Llegáronse luego las otras tres galeras a la
capitana, a saber lo que se les ordenaba.
Mandó el general que las dos saliesen a la
mar, y él con la otra iría tierra a tierra,
porque ansí el bajel no se les escaparía.
Apretó la chusma los remos, impeliendo las
galeras con tanta furia, que parecía que
volaban. Las que salieron a la mar, a obra de
dos millas descubrieron un bajel, que con la
vista le marcaron por de hasta catorce o
quince bancos, y así era la verdad; el cual
bajel, cuando descubrió las galeras, se puso
en caza, con intención y esperanza de
escaparse por su ligereza; pero avínole mal,
porque la galera capitana era de los más
ligeros bajeles que en la mar navegaban, y
así le fue entrando, que claramente los del
bergantín conocieron que no podían
escaparse; y así, el arráez quisiera que
dejaran los remos y se entregaran, por no
irritar a enojo al capitán que nuestras galeras
regía. Pero la suerte, que de otra manera lo
guiaba, ordenó que, ya que la capitana
llegaba tan cerca que podían los del bajel oír
las voces que desde ella les decían que se
rindiesen, dos toraquís, que es como decir
dos turcos borrachos, que en el bergantín
venían con estos doce, dispararon dos
escopetas, con que dieron muerte a dos
soldados que sobre nuestras arrumbadas
venían. Viendo lo cual, juró el general de no
dejar con vida a todos cuantos en el bajel
tomase, y, llegando a embestir con toda
furia, se le escapó por debajo de la
palamenta. Pasó la galera adelante un buen
trecho; los del bajel se vieron perdidos,
hicieron vela en tanto que la galera volvía, y
de nuevo, a vela y a remo, se pusieron en
caza; pero no les aprovechó su diligencia
tanto como les dañó su atrevimiento, porque,
alcanzándoles la capitana a poco más de
media milla, les echó la palamenta encima y
los cogió vivos a todos.
Llegaron en esto las otras dos galeras, y
todas cuatro con la presa volvieron a la playa,
donde infinita gente los estaba esperando,
deseosos de ver lo que traían. Dio fondo el
general cerca de tierra, y conoció que estaba
en la marina el virrey de la ciudad. Mandó
echar el esquife para traerle, y mandó
amainar la entena para ahorcar luego luego
al arráez y a los demás turcos que en el bajel
había cogido, que serían hasta treinta y seis
personas, todos gallardos, y los más,
escopeteros turcos. Preguntó el general quién
era el arráez del bergantín y fuele respondido
por uno de los cautivos, en lengua castellana,
que después pareció ser renegado español:
—Este mancebo, señor, que aquí vees es
nuestro arráez.
Y mostróle uno de los más bellos y
gallardos mozos que pudiera pintar la
humana imaginación. La edad, al parecer, no
llegaba a veinte años. Preguntóle el general:
—Dime, mal aconsejado perro, ¿quién te
movió a matarme mis soldados, pues veías
ser imposible el escaparte? ¿Ese respeto se
guarda a las capitanas? ¿No sabes tú que no
es valentía la temeridad? Las esperanzas
dudosas han de hacer a los hombres
atrevidos, pero no temerarios.
Responder quería el arráez; pero no pudo el
general, por entonces, oír la respuesta, por
acudir a recebir al virrey, que ya entraba en
la galera, con el cual entraron algunos de sus
criados y algunas personas del pueblo.
—¡Buena ha estado la caza, señor general!
—dijo el virrey.
—Y tan buena
—respondió el general
— cual
la verá Vuestra Excelencia agora colgada de
esta entena.
—¿Cómo ansí?
—replicó el virrey.
—Porque me han muerto
—respondió el
general
—, contra toda ley y contra toda razón
y usanza de guerra, dos soldados de los
mejores que en estas galeras venían, y yo he
jurado de ahorcar a cuantos he cautivado,
principalmente a este mozo, que es el arráez
del bergantín.
Y enseñóle al que ya tenía atadas las manos
y echado el cordel a la garganta, esperando
la muerte.
Miróle el virrey, y, viéndole tan hermoso, y
tan gallardo, y tan humilde, dándole en aquel
instante una carta de recomendación su
hermosura, le vino deseo de escusar su
muerte; y así, le preguntó:
—Dime, arráez, ¿eres turco de nación, o
moro, o renegado?
A lo cual el mozo respondió, en lengua
asimesmo castellana:
—Ni soy turco de nación, ni moro, ni
renegado.
—Pues, ¿qué eres?
—replicó el virrey.
—Mujer cristiana
—respondió el mancebo.
—¿Mujer y cristiana, y en tal traje y en tales
pasos? Más es cosa para admirarla que para
creerla.
—Suspended
—dijo el mozo
—, ¡oh señores!,
la ejecución de mi muerte, que no se perderá
mucho en que se dilate vuestra venganza en
tanto que yo os cuente mi vida.
¿Quién fuera el de corazón tan duro que
con estas razones no se ablandara, o, a lo
menos, hasta oír las que el triste y lastimado
mancebo decir quería? El general le dijo que
dijese lo que quisiese, pero que no esperase
alcanzar perdón de su conocida culpa. Con
esta licencia, el mozo comenzó a decir desta
manera:
—«De aquella nación más desdichada que
prudente, sobre quien ha llovido estos días
un mar de desgracias, nací yo, de moriscos
padres engendrada. En la corriente de su
desventura fui yo por dos tíos míos llevada a
Berbería, sin que me aprovechase decir que
era cristiana, como, en efecto, lo soy, y no de
las fingidas ni aparentes, sino de las
verdaderas y católicas. No me valió, con los
que tenían a cargo nuestro miserable
destierro, decir esta verdad, ni mis tíos
quisieron creerla; antes la tuvieron por
mentira y por invención para quedarme en la
tierra donde había nacido, y así, por fuerza
más que por grado, me trujeron consigo.
Tuve una madre cristiana y un padre discreto
y cristiano, ni más ni menos; mamé la fe
católica en la leche; criéme con buenas
costumbres; ni en la lengua ni en ellas jamás,
a mi parecer, di señales de ser morisca. Al
par y al paso destas virtudes, que yo creo
que lo son, creció mi hermosura, si es que
tengo alguna; y, aunque mi recato y mi
encerramiento fue mucho, no debió de ser
tanto que no tuviese lugar de verme un
mancebo caballero, llamado don Gaspar
Gregorio, hijo mayorazgo de un caballero que
junto a nuestro lugar otro suyo tiene. Cómo
me vio, cómo nos hablamos, cómo se vio
perdido por mí y cómo yo no muy ganada por
él, sería largo de contar, y más en tiempo
que estoy temiendo que, entre la lengua y la
garganta, se ha de atravesar el riguroso
cordel que me amenaza; y así, sólo diré cómo
en nuestro destierro quiso acompañarme don
Gregorio. Mezclóse con los moriscos que de
otros lugares salieron, porque sabía muy bien
la lengua, y en el viaje se hizo amigo de dos
tíos míos que consigo me traían; porque mi
padre, prudente y prevenido, así como oyó el
primer bando de nuestro destierro, se salió
del lugar y se fue a buscar alguno en los
reinos estraños que nos acogiese. Dejó
encerradas y enterradas, en una parte de
quien yo sola tengo noticia, muchas perlas y
piedras de gran valor, con algunos dineros en
cruzados y doblones de oro. Mandóme que no
tocase al tesoro que dejaba en ninguna
manera, si acaso antes que él volviese nos
desterraban. Hícelo así, y con mis tíos, como
tengo dicho, y otros parientes y allegados
pasamos a Berbería; y el lugar donde hicimos
asiento fue en Argel, como si le hiciéramos en
el mismo infierno. Tuvo noticia el rey de mi
hermosura, y la fama se la dio de mis
riquezas, que, en parte, fue ventura mía.
Llamóme ante sí, preguntóme de qué parte
de España era y qué dineros y qué joyas
traía. Díjele el lugar, y que las joyas y dineros
quedaban en él enterrados, pero que con
facilidad se podrían cobrar si yo misma
volviese por ellos. Todo esto le dije, temerosa
de que no le cegase mi hermosura, sino su
codicia. Estando conmigo en estas pláticas, le
llegaron a decir cómo venía conmigo uno de
los más gallardos y hermosos mancebos que
se podía imaginar. Luego entendí que lo
decían por don Gaspar Gregorio, cuya belleza
se deja atrás las mayores que encarecer se
pueden. Turbéme, considerando el peligro
que don Gregorio corría, porque entre
aquellos bárbaros turcos en más se tiene y
estima un mochacho o mancebo hermoso que
una mujer, por bellísima que sea. Mandó
luego el rey que se le trujesen allí delante
para verle, y preguntóme si era verdad lo que
de aquel mozo le decían. Entonces yo, casi
como prevenida del cielo, le dije que sí era;
pero que le hacía saber que no era varón,
sino mujer como yo, y que le suplicaba me la
dejase ir a vestir en su natural traje, para
que de todo en todo mostrase su belleza y
con menos empacho pareciese ante su
presencia. Díjome que fuese en buena hora, y
que otro día hablaríamos en el modo que se
podía tener para que yo volviese a España a
sacar el escondido tesoro. Hablé con don
Gaspar, contéle el peligro que corría el
mostrar ser hombre; vestíle de mora, y
aquella mesma tarde le truje a la presencia
del rey, el cual, en viéndole, quedó admirado
y hizo disignio de guardarla para hacer
presente della al Gran Señor; y, por huir del
peligro que en el serrallo de sus mujeres
podía tener y temer de sí mismo, la mandó
poner en casa de unas principales moras que
la guardasen y la sirviesen, adonde le
llevaron luego. Lo que los dos sentimos (que
no puedo negar que no le quiero) se deje a la
consideración de los que se apartan si bien se
quieren. Dio luego traza el rey de que yo
volviese a España en este bergantín y que me
acompañasen dos turcos de nación, que
fueron los que mataron vuestros soldados.
Vino también conmigo este renegado español
—señalando al que había hablado primero
—,
del cual sé yo bien que es cristiano
encubierto y que viene con más deseo de
quedarse en España que de volver a
Berbería; la demás chusma del bergantín son
moros y turcos, que no sirven de más que de
bogar al remo. Los dos turcos, codiciosos e
insolentes, sin guardar el orden que traíamos
de que a mí y a este renegado en la primer
parte de España, en hábito de cristianos, de
que venimos proveídos, nos echasen en
tierra, primero quisieron barrer esta costa y
hacer alguna presa, si pudiesen, temiendo
que si primero nos echaban en tierra, por
algún acidente que a los dos nos sucediese,
podríamos descubrir que quedaba el
bergantín en la mar, y si acaso hubiese
galeras por esta costa, los tomasen. Anoche
descubrimos esta playa, y, sin tener noticia
destas cuatro galeras, fuimos descubiertos, y
nos ha sucedido lo que habéis visto. En
resolución: don Gregorio queda en hábito de
mujer entre mujeres, con manifiesto peligro
de perderse, y yo me veo atadas las manos,
esperando, o, por mejor decir, temiendo
perder la vida, que ya me cansa.» Éste es,
señores, el fin de mi lamentable historia, tan
verdadera como desdichada; lo que os ruego
es que me dejéis morir como cristiana, pues,
como ya he dicho, en ninguna cosa he sido
culpante de la culpa en que los de mi nación
han caído.
Y luego calló, preñados los ojos de tiernas
lágrimas, a quien acompañaron muchas de
los que presentes estaban. El virrey, tierno y
compasivo, sin hablarle palabra, se llegó a
ella y le quitó con sus manos el cordel que las
hermosas de la mora ligaba.
En tanto, pues, que la morisca cristiana su
peregrina historia trataba, tuvo clavados los
ojos en ella un anciano peregrino que entró
en la galera cuando entró el virrey; y, apenas
dio fin a su plática la morisca, cuando él se
arrojó a sus pies, y, abrazado dellos, con
interrumpidas palabras de mil sollozos y
suspiros, le dijo:
—¡Oh Ana Félix, desdichada hija mía! Yo
soy tu padre Ricote, que volvía a buscarte por
no poder vivir sin ti, que eres mi alma.
A cuyas palabras abrió los ojos Sancho, y
alzó la cabeza (que inclinada tenía, pensando
en la desgracia de su paseo), y, mirando al
peregrino, conoció ser el mismo Ricote que
topó el día que salió de su gobierno, y
confirmóse que aquélla era su hija, la cual, ya
desatada, abrazó a su padre, mezclando sus
lágrimas con las suyas; el cual dijo al general
y al virrey:
—Ésta, señores, es mi hija, más desdichada
en sus sucesos que en su nombre. Ana Félix
se llama, con el sobrenombre de Ricote,
famosa tanto por su hermosura como por mi
riqueza. Yo salí de mi patria a buscar en
reinos estraños quien nos albergase y
recogiese, y, habiéndole hallado en Alemania,
volví en este hábito de peregrino, en
compañía de otros alemanes, a buscar mi hija
y a desenterrar muchas riquezas que dejé
escondidas. No hallé a mi hija; hallé el
tesoro, que conmigo traigo, y agora, por el
estraño rodeo que habéis visto, he hallado el
tesoro que más me enriquece, que es a mi
querida hija. Si nuestra poca culpa y sus
lágrimas y las mías, por la integridad de
vuestra justicia, pueden abrir puertas a la
misericordia, usadla con nosotros, que jamás
tuvimos pensamiento de ofenderos, ni
convenimos en ningún modo con la intención
de los nuestros, que justamente han sido
desterrados.
Entonces dijo Sancho:
—Bien conozco a Ricote, y sé que es verdad
lo que dice en cuanto a ser Ana Félix su hija;
que en esotras zarandajas de ir y venir, tener
buena o mala intención, no me entremeto.
Admirados del estraño caso todos los
presentes, el general dijo:
—Una por una vuestras lágrimas no me
dejarán cumplir mi juramento: vivid,
hermosa Ana Félix, los años de vida que os
tiene determinados el cielo, y lleven la pena
de su culpa los insolentes y atrevidos que la
cometieron.
Y mandó luego ahorcar de la entena a los
dos turcos que a sus dos soldados habían
muerto; pero el virrey le pidió
encarecidamente no los ahorcase, pues más
locura que valentía había sido la suya. Hizo el
general lo que el virrey le pedía, porque no se
ejecutan bien las venganzas a sangre helada.
Procuraron luego dar traza de sacar a don
Gaspar Gregorio del peligro en que quedaba.
Ofreció Ricote para ello más de dos mil
ducados que en perlas y en joyas tenía.
Diéronse muchos medios, pero ninguno fue
tal como el que dio el renegado español que
se ha dicho, el cual se ofreció de volver a
Argel en algún barco pequeño, de hasta seis
bancos, armado de remeros cristianos,
porque él sabía dónde, cómo y cuándo podía
y debía desembarcar, y asimismo no ignoraba
la casa donde don Gaspar quedaba. Dudaron
el general y el virrey el fiarse del renegado, ni
confiar de los cristianos que habían de bogar
el remo; fióle Ana Félix, y Ricote, su padre,
dijo que salía a dar el rescate de los
cristianos, si acaso se perdiesen.
Firmados, pues, en este parecer, se
desembarcó el virrey, y don Antonio Moreno
se llevó consigo a la morisca y a su padre,
encargándole el virrey que los regalase y
acariciase cuanto le fuese posible; que de su
parte le ofrecía lo que en su casa hubiese
para su regalo. Tanta fue la benevolencia y
caridad que la hermosura de Ana Félix
infundió en su pecho.
Capítulo LXIV. Que trata de
la aventura que más
pesadumbre dio a don
Quijote de cuantas hasta
entonces le habían sucedido
La mujer de don Antonio Moreno cuenta la
historia que recibió grandísimo contento de
ver a Ana Félix en su casa. Recibióla con
mucho agrado, así enamorada de su belleza
como de su discreción, porque en lo uno y en
lo otro era estremada la morisca, y toda la
gente de la ciudad, como a campana tañida,
venían a verla.
Dijo don Quijote a don Antonio que el
parecer que habían tomado en la libertad de
don Gregorio no era bueno, porque tenía más
de peligroso que de conveniente, y que sería
mejor que le pusiesen a él en Berbería con
sus armas y caballo; que él le sacaría a pesar
de toda la morisma, como había hecho don
Gaiferos a su esposa Melisendra.
—Advierta vuesa merced
—dijo Sancho,
oyendo esto
— que el señor don Gaiferos sacó
a sus esposa de tierra firme y la llevó a
Francia por tierra firme; pero aquí, si acaso
sacamos a don Gregorio, no tenemos por
dónde traerle a España, pues está la mar en
medio.
—Para todo hay remedio, si no es para la
muerte
—respondió don Quijote
—; pues,
llegando el barco a la marina, nos podremos
embarcar en él, aunque todo el mundo lo
impida.
—Muy bien lo pinta y facilita vuestra
merced
—dijo Sancho
—, pero del dicho al
hecho hay gran trecho, y yo me atengo al
renegado, que me parece muy hombre de
bien y de muy buenas entrañas.
Don Antonio dijo que si el renegado no
saliese bien del caso, se tomaría el
espediente de que el gran don Quijote pasase
en Berbería.
De allí a dos días partió el renegado en un
ligero barco de seis remos por banda, armado
de valentísima chusma; y de allí a otros dos
se partieron las galeras a Levante, habiendo
pedido el general al visorrey fuese servido de
avisarle de lo que sucediese en la libertad de
don Gregorio y en el caso de Ana Félix;
quedó el visorrey de hacerlo así como se lo
pedía.
Y una mañana, saliendo don Quijote a
pasearse por la playa armado de todas sus
armas, porque, como muchas veces decía,
ellas eran sus arreos, y su descanso el pelear,
y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir
hacía él un caballero, armado asimismo de
punta en blanco, que en el escudo traía
pintada una luna resplandeciente; el cual,
llegándose a trecho que podía ser oído, en
altas voces, encaminando sus razones a don
Quijote, dijo:
—Insigne caballero y jamás como se debe
alabado don Quijote de la Mancha, yo soy el
Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas
hazañas quizá te le habrán traído a la
memoria. Vengo a contender contigo y a
probar la fuerza de tus brazos, en razón de
hacerte conocer y confesar que mi dama, sea
quien fuere, es sin comparación más hermosa
que tu Dulcinea del Toboso; la cual verdad si
tú la confiesas de llano en llano, escusarás tu
muerte y el trabajo que yo he de tomar en
dártela; y si tú peleares y yo te venciere, no
quiero otra satisfación sino que, dejando las
armas y absteniéndote de buscar aventuras,
te recojas y retires a tu lugar por tiempo de
un año, donde has de vivir sin echar mano a
la espada, en paz tranquila y en provechoso
sosiego, porque así conviene al aumento de
tu hacienda y a la salvación de tu alma; y si
tú me vencieres, quedará a tu discreción mi
cabeza, y serán tuyos los despojos de mis
armas y caballo, y pasará a la tuya la fama
de mis hazañas. Mira lo que te está mejor, y
respóndeme luego, porque hoy todo el día
traigo de término para despachar este
negocio.
Don Quijote quedó suspenso y atónito, así
de la arrogancia del Caballero de la Blanca
Luna como de la causa por que le desafiaba;
y con reposo y ademán severo le respondió:
—Caballero de la Blanca Luna, cuyas
hazañas hasta agora no han llegado a mi
noticia, yo osaré jurar que jamás habéis visto
a la ilustre Dulcinea; que si visto la
hubiérades, yo sé que procurárades no
poneros en esta demanda, porque su vista os
desengañara de que no ha habido ni puede
haber belleza que con la suya comparar se
pueda; y así, no diciéndoos que mentís, sino
que no acertáis en lo propuesto, con las
condiciones que habéis referido, aceto
vuestro desafío, y luego, porque no se pase
el día que traéis determinado; y sólo exceto
de las condiciones la de que se pase a mí la
fama de vuestras hazañas, porque no sé
cuáles ni qué tales sean: con las mías me
contento, tales cuales ellas son. Tomad,
pues, la parte del campo que quisiéredes,
que yo haré lo mesmo, y a quien Dios se la
diere, San Pedro se la bendiga.
Habían descubierto de la ciudad al Caballero
de la Blanca Luna, y díchoselo al visorrey que
estaba hablando con don Quijote de la
Mancha. El visorrey, creyendo sería alguna
nueva aventura fabricada por don Antonio
Moreno, o por otro algún caballero de la
ciudad, salió luego a la playa con don Antonio
y con otros muchos caballeros que le
acompañaban, a tiempo cuando don Quijote
volvía las riendas a Rocinante para tomar del
campo lo necesario.
Viendo, pues, el visorrey que daban los dos
señales de volverse a encontrar, se puso en
medio, preguntándoles qué era la causa que
les movía a hacer tan de improviso batalla. El
Caballero de la Blanca Luna respondió que
era precedencia de hermosura, y en breves
razones le dijo las mismas que había dicho a
don Quijote, con la acetación de las
condiciones del desafío hechas por entrambas
partes. Llegóse el visorrey a don Antonio, y
preguntóle paso si sabía quién era el tal
Caballero de la Blanca Luna, o si era alguna
burla que querían hacer a don Quijote. Don
Antonio le respondió que ni sabía quién era,
ni si era de burlas ni de veras el tal desafío.
Esta respuesta tuvo perplejo al visorrey en si
les dejaría o no pasar adelante en la batalla;
pero, no pudiéndose persuadir a que fuese
sino burla, se apartó diciendo:
—Señores caballeros, si aquí no hay otro
remedio sino confesar o morir, y el señor don
Quijote está en sus trece y vuestra merced el
de la Blanca Luna en sus catorce, a la mano
de Dios, y dense.
Agradeció el de la Blanca Luna con corteses
y discretas razones al visorrey la licencia que
se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo; el
cual, encomendándose al cielo de todo
corazón y a su Dulcinea
—como tenía de
costumbre al comenzar de las batallas que se
le ofrecían
—, tornó a tomar otro poco más
del campo, porque vio que su contrario hacía
lo mesmo, y, sin tocar trompeta ni otro
instrumento bélico que les diese señal de
arremeter, volvieron entrambos a un mesmo
punto las riendas a sus caballos; y, como era
más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don
Quijote a dos tercios andados de la carrera, y
allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin
tocarle con la lanza (que la levantó, al
parecer, de propósito), que dio con Rocinante
y con don Quijote por el suelo una peligrosa
caída. Fue luego sobre él, y, poniéndole la
lanza sobre la visera, le dijo:
—Vencido sois, caballero, y aun muerto, si
no confesáis las condiciones de nuestro
desafío.
Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse
la visera, como si hablara dentro de una
tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
—Dulcinea del Toboso es la más hermosa
mujer del mundo, y yo el más desdichado
caballero de la tierra, y no es bien que mi
flaqueza defraude esta verdad. Aprieta,
caballero, la lanza, y quítame la vida, pues
me has quitado la honra.
—Eso no haré yo, por cierto
—dijo el de la
Blanca Luna
—: viva, viva en su entereza la
fama de la hermosura de la señora Dulcinea
del Toboso, que sólo me contento con que el
gran don Quijote se retire a su lugar un año,
o hasta el tiempo que por mí le fuere
mandado, como concertamos antes de entrar
en esta batalla.
Todo esto oyeron el visorrey y don Antonio,
con otros muchos que allí estaban, y oyeron
asimismo que don Quijote respondió que
como no le pidiese cosa que fuese en
perjuicio de Dulcinea, todo lo demás
cumpliría como caballero puntual y
verdadero.
Hecha esta confesión, volvió las riendas el
de la Blanca Luna, y, haciendo mesura con la
cabeza al visorrey, a medio galope se entró
en la ciudad.
Mandó el visorrey a don Antonio que fuese
tras él, y que en todas maneras supiese
quién era. Levantaron a don Quijote,
descubriéronle el rostro y halláronle sin color
y trasudando. Rocinante, de puro malparado,
no se pudo mover por entonces. Sancho,
todo triste, todo apesarado, no sabía qué
decirse ni qué hacerse: parecíale que todo
aquel suceso pasaba en sueños y que toda
aquella máquina era cosa de encantamento.
Veía a su señor rendido y obligado a no
tomar armas en un año; imaginaba la luz de
la gloria de sus hazañas escurecida, las
esperanzas de sus nuevas promesas
deshechas, como se deshace el humo con el
viento. Temía si quedaría o no contrecho
Rocinante, o deslocado su amo; que no fuera
poca ventura si deslocado quedara.
Finalmente, con una silla de manos, que
mandó traer el visorrey, le llevaron a la
ciudad, y el visorrey se volvió también a ella,
con deseo de saber quién fuese el Caballero
de la Blanca Luna, que de tan mal talante
había dejado a don Quijote.
Capítulo LXV. Donde se da
noticia quién era el de la
Blanca Luna, con la libertad
de Don Gregorio, y de otros
sucesos
Siguió don Antonio Moreno al Caballero de
la Blanca Luna, y siguiéronle también, y aun
persiguiéronle, muchos muchachos, hasta
que le cerraron en un mesón dentro de la
ciudad. Entró el don Antonio con deseo de
conocerle; salió un escudero a recebirle y a
desarmarle; encerróse en una sala baja, y
con él don Antonio, que no se le cocía el pan
hasta saber quién fuese. Viendo, pues, el de
la Blanca Luna que aquel caballero no le
dejaba, le dijo:
—Bien sé, señor, a lo que venís, que es a
saber quién soy; y, porque no hay para qué
negároslo, en tanto que este mi criado me
desarma os lo diré, sin faltar un punto a la
verdad del caso. Sabed, señor, que a mí me
llaman el bachiller Sansón Carrasco; soy del
mesmo lugar de don Quijote de la Mancha,
cuya locura y sandez mueve a que le
tengamos lástima todos cuantos le
conocemos, y entre los que más se la han
tenido he sido yo; y, creyendo que está su
salud en su reposo y en que se esté en su
tierra y en su casa, di traza para hacerle
estar en ella; y así, habrá tres meses que le
salí al camino como caballero andante,
llamándome el Caballero de los Espejos, con
intención de pelear con él y vencerle, sin
hacerle daño, poniendo por condición de
nuestra pelea que el vencido quedase a
discreción del vencedor; y lo que yo pensaba
pedirle, porque ya le juzgaba por vencido, era
que se volviese a su lugar y que no saliese
dél en todo un año, en el cual tiempo podría
ser curado; pero la suerte lo ordenó de otra
manera, porque él me venció a mí y me
derribó del caballo, y así, no tuvo efecto mi
pensamiento: él prosiguió su camino, y yo
me volví, vencido, corrido y molido de la
caída, que fue además peligrosa; pero no por
esto se me quitó el deseo de volver a
buscarle y a vencerle, como hoy se ha visto.
Y como él es tan puntual en guardar las
órdenes de la andante caballería, sin duda
alguna guardará la que le he dado, en
cumplimiento de su palabra. Esto es, señor,
lo que pasa, sin que tenga que deciros otra
cosa alguna; suplícoos no me descubráis ni le
digáis a don Quijote quién soy, porque
tengan efecto los buenos pensamientos míos
y vuelva a cobrar su juicio un hombre que le
tiene bonísimo, como le dejen las sandeces
de la caballería.
—¡Oh señor
—dijo don Antonio
—, Dios os
perdone el agravio que habéis hecho a todo
el mundo en querer volver cuerdo al más
gracioso loco que hay en él! ¿No veis, señor,
que no podrá llegar el provecho que cause la
cordura de don Quijote a lo que llega el gusto
que da con sus desvaríos? Pero yo imagino
que toda la industria del señor bachiller no ha
de ser parte para volver cuerdo a un hombre
tan rematadamente loco; y si no fuese contra
caridad, diría que nunca sane don Quijote,
porque con su salud, no solamente perdemos
sus gracias, sino las de Sancho Panza, su
escudero, que cualquiera dellas puede volver
a alegrar a la misma melancolía. Con todo
esto, callaré, y no le diré nada, por ver si
salgo verdadero en sospechar que no ha de
tener efecto la diligencia hecha por el señor
Carrasco.
El cual respondió que ya una por una
estaba en buen punto aquel negocio, de
quien esperaba feliz suceso. Y, habiéndose
ofrecido don Antonio de hacer lo que más le
mandase, se despidió dél; y, hecho liar sus
armas sobre un macho, luego al mismo
punto, sobre el caballo con que entró en la
batalla, se salió de la ciudad aquel mismo día
y se volvió a su patria, sin sucederle cosa que
obligue a contarla en esta verdadera historia.
Contó don Antonio al visorrey todo lo que
Carrasco le había contado, de lo que el
visorrey no recibió mucho gusto, porque en el
recogimiento de don Quijote se perdía el que
podían tener todos aquellos que de sus
locuras tuviesen noticia.
Seis días estuvo don Quijote en el lecho,
marrido, triste, pensativo y mal
acondicionado, yendo y viniendo con la
imaginación en el desdichado suceso de su
vencimiento. Consolábale Sancho, y, entre
otras razones, le dijo:
—Señor mío, alce vuestra merced la cabeza
y alégrese, si puede, y dé gracias al cielo
que, ya que le derribó en la tierra, no salió
con alguna costilla quebrada; y, pues sabe
que donde las dan las toman, y que no
siempre hay tocinos donde hay estacas, dé
una higa al médico, pues no le ha menester
para que le cure en esta enfermedad:
volvámonos a nuestra casa y dejémonos de
andar buscando aventuras por tierras y
lugares que no sabemos; y, si bien se
considera, yo soy aquí el más perdidoso,
aunque es vuestra merced el más mal
parado. Yo, que dejé con el gobierno los
deseos de ser más gobernador, no dejé la
gana de ser conde, que jamás tendrá efecto
si vuesa merced deja de ser rey, dejando el
ejercicio de su caballería; y así, vienen a
volverse en humo mis esperanzas.
—Calla, Sancho, pues ves que mi reclusión
y retirada no ha de pasar de un año; que
luego volveré a mis honrados ejercicios, y no
me ha de faltar reino que gane y algún
condado que darte.
—Dios lo oiga
—dijo Sancho
—, y el pecado
sea sordo, que siempre he oído decir que más
vale buena esperanza que ruin posesión.
En esto estaban cuando entró don Antonio,
diciendo con muestras de grandísimo
contento:
—¡Albricias, señor don Quijote, que don
Gregorio y el renegado que fue por él está en
la playa! ¿Qué digo en la playa? Ya está en
casa del visorrey, y será aquí al momento.
Alegróse algún tanto don Quijote, y dijo:
—En verdad que estoy por decir que me
holgara que hubiera sucedido todo al revés,
porque me obligara a pasar en Berbería,
donde con la fuerza de mi brazo diera libertad
no sólo a don Gregorio, sino a cuantos
cristianos cautivos hay en Berbería. Pero,
¿qué digo, miserable? ¿No soy yo el vencido?
¿No soy yo el derribado? ¿No soy yo el que
no puede tomar arma en un año? Pues, ¿qué
prometo? ¿De qué me alabo, si antes me
conviene usar de la rueca que de la espada?
—Déjese deso, señor
—dijo Sancho
—: viva
la gallina, aunque con su pepita, que hoy por
ti y mañana por mí; y en estas cosas de
encuentros y porrazos no hay tomarles tiento
alguno, pues el que hoy cae puede levantarse
mañana, si no es que se quiere estar en la
cama; quiero decir que se deje desmayar, sin
cobrar nuevos bríos para nuevas pendencias.
Y levántese vuestra merced agora para
recebir a don Gregorio, que me parece que
anda la gente alborotada, y ya debe de estar
en casa.
Y así era la verdad; porque, habiendo ya
dado cuenta don Gregorio y el renegado al
visorrey de su ida y vuelta, deseoso don
Gregorio de ver a Ana Félix, vino con el
renegado a casa de don Antonio; y, aunque
don Gregorio, cuando le sacaron de Argel, fue
con hábitos de mujer, en el barco los trocó
por los de un cautivo que salió consigo; pero
en cualquiera que viniera, mostrara ser
persona para ser codiciada, servida y
estimada, porque era hermoso sobremanera,
y la edad, al parecer, de diez y siete o diez y
ocho años. Ricote y su hija salieron a
recebirle: el padre con lágrimas y la hija con
honestidad. No se abrazaron unos a otros,
porque donde hay mucho amor no suele
haber demasiada desenvoltura. Las dos
bellezas juntas de don Gregorio y Ana Félix
admiraron en particular a todos juntos los
que presentes estaban. El silencio fue allí el
que habló por los dos amantes, y los ojos
fueron las lenguas que descubrieron sus
alegres y honestos pensamientos.
Contó el renegado la industria y medio que
tuvo para sacar a don Gregorio; contó don
Gregorio los peligros y aprietos en que se
había visto con las mujeres con quien había
quedado, no con largo razonamiento, sino
con breves palabras, donde mostró que su
discreción se adelantaba a sus años.
Finalmente, Ricote pagó y satisfizo
liberalmente así al renegado como a los que
habían bogado al remo. Reincorporóse y
redújose el renegado con la Iglesia, y, de
miembro podrido, volvió limpio y sano con la
penitencia y el arrepentimiento.
De allí a dos días trató el visorrey con don
Antonio qué modo tendrían para que Ana
Félix y su padre quedasen en España,
pareciéndoles no ser de inconveniente alguno
que quedasen en ella hija tan cristiana y
padre, al parecer, tan bien intencionado. Don
Antonio se ofreció venir a la corte a
negociarlo, donde había de venir
forzosamente a otros negocios, dando a
entender que en ella, por medio del favor y
de las dádivas, muchas cosas dificultosas se
acaban.
—No
—dijo Ricote, que se halló presente a
esta plática
— hay que esperar en favores ni
en dádivas, porque con el gran don
Bernardino de Velasco, conde de Salazar, a
quien dio Su Majestad cargo de nuestra
expulsión, no valen ruegos, no promesas, no
dádivas, no lástimas; porque, aunque es
verdad que él mezcla la misericordia con la
justicia, como él vee que todo el cuerpo de
nuestra nación está contaminado y podrido,
usa con él antes del cauterio que abrasa que
del ungüento que molifica; y así, con
prudencia, con sagacidad, con diligencia y
con miedos que pone, ha llevado sobre sus
fuertes hombros a debida ejecución el peso
desta gran máquina, sin que nuestras
industrias, estratagemas, solicitudes y
fraudes hayan podido deslumbrar sus ojos de
Argos, que contino tiene alerta, porque no se
le quede ni encubra ninguno de los nuestros,
que, como raíz escondida, que con el tiempo
venga después a brotar, y a echar frutos
venenosos en España, ya limpia, ya
desembarazada de los temores en que
nuestra muchedumbre la tenía. ¡Heroica
resolución del gran Filipo Tercero, y inaudita
prudencia en haberla encargado al tal don
Bernardino de Velasco!
—Una por una, yo haré, puesto allá, las
diligencias posibles, y haga el cielo lo que
más fuere servido
—dijo don Antonio
—. Don
Gregorio se irá conmigo a consolar la pena
que sus padres deben tener por su ausencia;
Ana Félix se quedará con mi mujer en mi
casa, o en un monasterio, y yo sé que el
señor visorrey gustará se quede en la suya el
buen Ricote, hasta ver cómo yo negocio.
El visorrey consintió en todo lo propuesto,
pero don Gregorio, sabiendo lo que pasaba,
dijo que en ninguna manera podía ni quería
dejar a doña Ana Félix; pero, teniendo
intención de ver a sus padres, y de dar traza
de volver por ella, vino en el decretado
concierto. Quedóse Ana Félix con la mujer de
don Antonio, y Ricote en casa del visorrey.
Llegóse el día de la partida de don Antonio,
y el de don Quijote y Sancho, que fue de allí
a otros dos; que la caída no le concedió que
más presto se pusiese en camino. Hubo
lágrimas, hubo suspiros, desmayos y sollozos
al despedirse don Gregorio de Ana Félix.
Ofrecióle Ricote a don Gregorio mil escudos,
si los quería; pero él no tomó ninguno, sino
solos cinco que le prestó don Antonio,
prometiendo la paga dellos en la corte. Con
esto, se partieron los dos, y don Quijote y
Sancho después, como se ha dicho: don
Quijote desarmado y de camino, Sancho a
pie, por ir el rucio cargado con las armas.
Capítulo LXVI. Que trata de
lo que verá el que lo leyere,
o lo oirá el que lo escuchare
leer
Al salir de Barcelona, volvió don Quijote a
mirar el sitio donde había caído, y dijo:
—¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no
mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias;
aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y
revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas;
aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás
levantarse!
Oyendo lo cual Sancho, dijo:
—Tan de valientes corazones es, señor mío,
tener sufrimiento en las desgracias como
alegría en las prosperidades; y esto lo juzgo
por mí mismo, que si cuando era gobernador
estaba alegre, agora que soy escudero de a
pie, no estoy triste; porque he oído decir que
esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer
borracha y antojadiza, y, sobre todo, ciega, y
así, no vee lo que hace, ni sabe a quién
derriba, ni a quién ensalza.
—Muy filósofo estás, Sancho
—respondió
don Quijote
—, muy a lo discreto hablas: no
sé quién te lo enseña. Lo que te sé decir es
que no hay fortuna en el mundo, ni las cosas
que en él suceden, buenas o malas que sean,
vienen acaso, sino por particular providencia
de los cielos, y de aquí viene lo que suele
decirse: que cada uno es artífice de su
ventura. Yo lo he sido de la mía, pero no con
la prudencia necesaria, y así, me han salido
al gallarín mis presunciones; pues debiera
pensar que al poderoso grandor del caballo
del de la Blanca Luna no podía resistir la
flaqueza de Rocinante. Atrevíme en fin, hice
lo que puede, derribáronme, y, aunque perdí
la honra, no perdí, ni puedo perder, la virtud
de cumplir mi palabra. Cuando era caballero
andante, atrevido y valiente, con mis obras y
con mis manos acreditaba mis hechos; y
agora, cuando soy escudero pedestre,
acreditaré mis palabras cumpliendo la que di
de mi promesa. Camina, pues, amigo
Sancho, y vamos a tener en nuestra tierra el
año del noviciado, con cuyo encerramiento
cobraremos virtud nueva para volver al nunca
de mí olvidado ejercicio de las armas.
—Señor
—respondió Sancho
—, no es cosa
tan gustosa el caminar a pie, que me mueva
e incite a hacer grandes jornadas. Dejemos
estas armas colgadas de algún árbol, en lugar
de un ahorcado, y, ocupando yo las espaldas
del rucio, levantados los pies del suelo,
haremos las jornadas como vuestra merced
las pidiere y midiere; que pensar que tengo
de caminar a pie y hacerlas grandes es
pensar en lo escusado.
—Bien has dicho, Sancho
—respondió don
Quijote
—: cuélguense mis armas por trofeo,
y al pie dellas, o alrededor dellas,
grabaremos en los árboles lo que en el trofeo
de las armas de Roldán estaba escrito:
Nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba.
—Todo eso me parece de perlas
—respondió
Sancho
—; y, si no fuera por la falta que para
el camino nos había de hacer Rocinante,
también fuera bien dejarle colgado.
—¡Pues ni él ni las armas
—replicó don
Quijote
— quiero que se ahorquen, porque no
se diga que a buen servicio, mal galardón!
—Muy bien dice vuestra merced
—respondió
Sancho
—, porque, según opinión de
discretos, la culpa del asno no se ha de echar
a la albarda; y, pues deste suceso vuestra
merced tiene la culpa, castíguese a sí
mesmo, y no revienten sus iras por las ya
rotas y sangrientas armas, ni por las
mansedumbres de Rocinante, ni por la
blandura de mis pies, queriendo que caminen
más de lo justo.
En estas razones y pláticas se les pasó todo
aquel día, y aun otros cuatro, sin sucederles
cosa que estorbase su camino; y al quinto
día, a la entrada de un lugar, hallaron a la
puerta de un mesón mucha gente, que, por
ser fiesta, se estaba allí solazando. Cuando
llegaba a ellos don Quijote, un labrador alzó
la voz diciendo:
—Alguno destos dos señores que aquí
vienen, que no conocen las partes, dirá lo
que se ha de hacer en nuestra apuesta.
—Sí diré, por cierto
—respondió don
Quijote
—, con toda rectitud, si es que alcanzo
a entenderla.
—«Es, pues, el caso
—dijo el labrador
—,
señor bueno, que un vecino deste lugar, tan
gordo que pesa once arrobas, desafió a correr
a otro su vecino, que no pesa más que cinco.
Fue la condición que habían de correr una
carrera de cien pasos con pesos iguales; y,
habiéndole preguntado al desafiador cómo se
había de igualar el peso, dijo que el
desafiado, que pesa cinco arrobas, se pusiese
seis de hierro a cuestas, y así se igualarían
las once arrobas del flaco con las once del
gordo.»
—Eso no
—dijo a esta sazón Sancho, antes
que don Quijote respondiese
—. Y a mí, que
ha pocos días que salí de ser gobernador y
juez, como todo el mundo sabe, toca
averiguar estas dudas y dar parecer en todo
pleito.
—Responde en buen hora
—dijo don
Quijote
—, Sancho amigo, que yo no estoy
para dar migas a un gato, según traigo
alborotado y trastornado el juicio.
Con esta licencia, dijo Sancho a los
labradores, que estaban muchos alrededor
dél la boca abierta, esperando la sentencia de
la suya:
—Hermanos, lo que el gordo pide no lleva
camino, ni tiene sombra de justicia alguna;
porque si es verdad lo que se dice, que el
desafiado puede escoger las armas, no es
bien que éste las escoja tales que le impidan
ni estorben el salir vencedor; y así, es mi
parecer que el gordo desafiador se
escamonde, monde, entresaque, pula y
atilde, y saque seis arrobas de sus carnes, de
aquí o de allí de su cuerpo, como mejor le
pareciere y estuviere; y desta manera,
quedando en cinco arrobas de peso, se
igualará y ajustará con las cinco de su
contrario, y así podrán correr igualmente.
—¡Voto a tal
—dijo un labrador que escuchó
la sentencia de Sancho
— que este señor ha
hablado como un bendito y sentenciado como
un canónigo! Pero a buen seguro que no ha
de querer quitarse el gordo una onza de sus
carnes, cuanto más seis arrobas.
—Lo mejor es que no corran
—respondió
otro
—, porque el flaco no se muela con el
peso, ni el gordo se descarne; y échese la
mitad de la apuesta en vino, y llevemos estos
señores a la taberna de lo caro, y sobre mí la
capa cuando llueva.
—Yo, señores
—respondió don Quijote
—, os
lo agradezco, pero no puedo detenerme un
punto, porque pensamientos y sucesos tristes
me hacen parecer descortés y caminar más
que de paso.
Y así, dando de las espuelas a Rocinante,
pasó adelante, dejándolos admirados de
haber visto y notado así su estraña figura
como la discreción de su criado, que por tal
juzgaron a Sancho. Y otro de los labradores
dijo:
—Si el criado es tan discreto, ¡cuál debe de
ser el amo! Yo apostaré que si van a estudiar
a Salamanca, que a un tris han de venir a ser
alcaldes de corte; que todo es burla, sino
estudiar y más estudiar, y tener favor y
ventura; y cuando menos se piensa el
hombre, se halla con una vara en la mano o
con una mitra en la cabeza.
Aquella noche la pasaron amo y mozo en
mitad del campo, al cielo raso y descubierto;
y otro día, siguiendo su camino, vieron que
hacia ellos venía un hombre de a pie, con
unas alforjas al cuello y una azcona o chuzo
en la mano, propio talle de correo de a pie; el
cual, como llegó junto a don Quijote,
adelantó el paso, y medio corriendo llegó a
él, y, abrazándole por el muslo derecho, que
no alcanzaba a más, le dijo, con muestras de
mucha alegría:
—¡Oh mi señor don Quijote de la Mancha, y
qué gran contento ha de llegar al corazón de
mi señor el duque cuando sepa que vuestra
merced vuelve a su castillo, que todavía se
está en él con mi señora la duquesa!
—No os conozco, amigo
—respondió don
Quijote
—, ni sé quién sois, si vos no me lo
decís.
—Yo, señor don Quijote
—respondió el
correo
—, soy Tosilos, el lacayo del duque mi
señor, que no quise pelear con vuestra
merced sobre el casamiento de la hija de
doña Rodríguez.
—¡Válame Dios!
—dijo don Quijote
—. ¿Es
posible que sois vos el que los encantadores
mis enemigos transformaron en ese lacayo
que decís, por defraudarme de la honra de
aquella batalla?
—Calle, señor bueno
—replicó el cartero
—,
que no hubo encanto alguno ni mudanza de
rostro ninguna: tan lacayo Tosilos entré en la
estacada como Tosilos lacayo salí della. Yo
pensé casarme sin pelear, por haberme
parecido bien la moza, pero sucedióme al
revés mi pensamiento, pues, así como
vuestra merced se partió de nuestro castillo,
el duque mi señor me hizo dar cien palos por
haber contravenido a las ordenanzas que me
tenía dadas antes de entrar en la batalla, y
todo ha parado en que la muchacha es ya
monja, y doña Rodríguez se ha vuelto a
Castilla, y yo voy ahora a Barcelona, a llevar
un pliego de cartas al virrey, que le envía mi
amo. Si vuestra merced quiere un traguito,
aunque caliente, puro, aquí llevo una
calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas
rajitas de queso de Tronchón, que servirán de
llamativo y despertador de la sed, si acaso
está durmiendo.
—Quiero el envite
—dijo Sancho
—, y échese
el resto de la cortesía, y escancie el buen
Tosilos, a despecho y pesar de cuantos
encantadores hay en las Indias.
—En fin
—dijo don Quijote
—, tú eres,
Sancho, el mayor glotón del mundo y el
mayor ignorante de la tierra, pues no te
persuades que este correo es encantado, y
este Tosilos contrahecho. Quédate con él y
hártate, que yo me iré adelante poco a poco,
esperándote a que vengas.
Rióse el lacayo, desenvainó su calabaza,
desalforjó sus rajas, y, sacando un panecillo,
él y Sancho se sentaron sobre la yerba verde,
y en buena paz compaña despabilaron y
dieron fondo con todo el repuesto de las
alforjas, con tan buenos alientos, que
lamieron el pliego de las cartas, sólo porque
olía a queso. Dijo Tosilos a Sancho:
—Sin duda este tu amo, Sancho amigo,
debe de ser un loco.
—¿Cómo debe?
—respondió Sancho
—. No
debe nada a nadie, que todo lo paga, y más
cuando la moneda es locura. Bien lo veo yo, y
bien se lo digo a él; pero, ¿qué aprovecha? Y
más agora que va rematado, porque va
vencido del Caballero de la Blanca Luna.
Rogóle Tosilos le contase lo que le había
sucedido, pero Sancho le respondió que era
descortesía dejar que su amo le esperase;
que otro día, si se encontrasen, habría lugar
par ello. Y, levantándose, después de haberse
sacudido el sayo y las migajas de las barbas,
antecogió al rucio, y, diciendo ''a Dios'', dejó
a Tosilos y alcanzó a su amo, que a la sombra
de un árbol le estaba esperando.
Capítulo LXVII. De la
resolución que tomó don
Quijote de hacerse pastor y
seguir la vida del campo, en
tanto que se pasaba el año
de su promesa, con otros
sucesos en verdad gustosos
y buenos
Si muchos pensamientos fatigaban a don
Quijote antes de ser derribado, muchos más
le fatigaron después de caído. A la sombra
del árbol estaba, como se ha dicho, y allí,
como moscas a la miel, le acudían y picaban
pensamientos: unos iban al desencanto de
Dulcinea y otros a la vida que había de hacer
en su forzosa retirada. Llegó Sancho y
alabóle la liberal condición del lacayo Tosilos.
—¿Es posible
—le dijo don Quijote
— que
todavía, ¡oh Sancho!, pienses que aquél sea
verdadero lacayo? Parece que se te ha ido de
las mientes haber visto a Dulcinea convertida
y transformada en labradora, y al Caballero
de los Espejos en el bachiller Carrasco, obras
todas de los encantadores que me persiguen.
Pero dime agora: ¿preguntaste a ese Tosilos
que dices qué ha hecho Dios de Altisidora: si
ha llorado mi ausencia, o si ha dejado ya en
las manos del olvido los enamorados
pensamientos que en mi presencia la
fatigaban?
—No eran
—respondió Sancho
— los que yo
tenía tales que me diesen lugar a preguntar
boberías. ¡Cuerpo de mí!, señor, ¿está
vuestra merced ahora en términos de inquirir
pensamientos ajenos, especialmente
amorosos?
—Mira, Sancho
—dijo don Quijote
—, mucha
diferencia hay de las obras que se hacen por
amor a las que se hacen por agradecimiento.
Bien puede ser que un caballero sea
desamorado, pero no puede ser, hablando en
todo rigor, que sea desagradecido. Quísome
bien, al parecer, Altisidora; diome los tres
tocadores que sabes, lloró en mi partida,
maldíjome, vituperóme, quejóse, a despecho
de la vergüenza, públicamente: señales todas
de que me adoraba, que las iras de los
amantes suelen parar en maldiciones. Yo no
tuve esperanzas que darle, ni tesoros que
ofrecerle, porque las mías las tengo
entregadas a Dulcinea, y los tesoros de los
caballeros andantes son, como los de los
duendes, aparentes y falsos, y sólo puedo
darle estos acuerdos que della tengo, sin
perjuicio, pero, de los que tengo de Dulcinea,
a quien tú agravias con la remisión que tienes
en azotarte y en castigar esas carnes, que
vea yo comidas de lobos, que quieren
guardarse antes para los gusanos que para el
remedio de aquella pobre señora.
—Señor
—respondió Sancho
—, si va a decir
la verdad, yo no me puedo persuadir que los
azotes de mis posaderas tengan que ver con
los desencantos de los encantados, que es
como si dijésemos: "Si os duele la cabeza,
untaos las rodillas". A lo menos, yo osaré
jurar que en cuantas historias vuesa merced
ha leído que tratan de la andante caballería
no ha visto algún desencantado por azotes;
pero, por sí o por no, yo me los daré, cuando
tenga gana y el tiempo me dé comodidad
para castigarme.
—Dios lo haga
—respondió don Quijote
—, y
los cielos te den gracia para que caigas en la
cuenta y en la obligación que te corre de
ayudar a mi señora, que lo es tuya, pues tú
eres mío.
En estas pláticas iban siguiendo su camino,
cuando llegaron al mesmo sitio y lugar donde
fueron atropellados de los toros. Reconocióle
don Quijote; dijo a Sancho:
—Éste es el prado donde topamos a las
bizarras pastoras y gallardos pastores que en
él querían renovar e imitar a la pastoral
Arcadia, pensamiento tan nuevo como
discreto, a cuya imitación, si es que a ti te
parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos
convirtiésemos en pastores, siquiera el
tiempo que tengo de estar recogido. Yo
compraré algunas ovejas, y todas las demás
cosas que al pastoral ejercicio son necesarias,
y llamándome yo el pastor Quijotiz, y tú el
pastor Pancino, nos andaremos por los
montes, por las selvas y por los prados,
cantando aquí, endechando allí, bebiendo de
los líquidos cristales de las fuentes, o ya de
los limpios arroyuelos, o de los caudalosos
ríos. Daránnos con abundantísimamano de su
dulcísimo fruto las encinas, asiento los
troncos de los durísimos alcornoques, sombra
los sauces, olor las rosas, alfombras de mil
colores matizadas los estendidos prados,
aliento el aire claro y puro, luz la luna y las
estrellas, a pesar de la escuridad de la noche,
gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos,
el amor conceptos, con que podremos
hacernos eternos y famosos, no sólo en los
presentes, sino en los venideros siglos.
—Pardiez
—dijo Sancho
—, que me ha
cuadrado, y aun esquinado, tal género de
vida; y más, que no la ha de haber aún bien
visto el bachiller Sansón Carrasco y maese
Nicolás el barbero, cuando la han de querer
seguir, y hacerse pastores con nosotros; y
aun quiera Dios no le venga en voluntad al
cura de entrar también en el aprisco, según
es de alegre y amigo de holgarse.
—Tú has dicho muy bien
—dijo don
Quijote
—; y podrá llamarse el bachiller
Sansón Carrasco, si entra en el pastoral
gremio, como entrará sin duda, el pastor
Sansonino, o ya el pastor Carrascón; el
barbero Nicolás se podrá llamar Miculoso,
como ya el antiguo Boscán se llamó
Nemoroso; al cura no sé qué nombre le
pongamos, si no es algún derivativo de su
nombre, llamándole el pastor Curiambro. Las
pastoras de quien hemos de ser amantes,
como entre peras podremos escoger sus
nombres; y, pues el de mi señora cuadra así
al de pastora como al de princesa, no hay
para qué cansarme en buscar otro que mejor
le venga; tú, Sancho, pondrás a la tuya el
que quisieres.
—No pienso
—respondió Sancho
— ponerle
otro alguno sino el de Teresona, que le
vendrá bien con su gordura y con el propio
que tiene, pues se llama Teresa; y más, que,
celebrándola yo en mis versos, vengo a
descubrir mis castos deseos, pues no ando a
buscar pan de trastrigo por las casas ajenas.
El cura no será bien que tenga pastora, por
dar buen ejemplo; y si quisiere el bachiller
tenerla, su alma en su palma.
—¡Válame Dios
—dijo don Quijote
—, y qué
vida nos hemos de dar, Sancho amigo! ¡Qué
de churumbelas han de llegar a nuestros
oídos, qué de gaitas zamoranas, qué
tamborines, y qué de sonajas, y qué de
rabeles! Pues, ¡qué si destas diferencias de
músicas resuena la de los albogues! Allí se
verá casi todos los instrumentos pastorales.
—¿Qué son albogues
—preguntó Sancho
—,
que ni los he oído nombrar, ni los he visto en
toda mi vida?
—Albogues son
—respondió don Quijote
—
unas chapas a modo de candeleros de azófar,
que, dando una con otra por lo vacío y hueco,
hace un son, si no muy agradable ni
armónico, no descontenta, y viene bien con la
rusticidad de la gaita y del tamborín; y este
nombre albogues es morisco, como lo son
todos aquellos que en nuestra lengua
castellana comienzan en al, conviene a saber:
almohaza, almorzar, alhombra, alguacil,
alhucema, almacén, alcancía, y otros
semejantes, que deben ser pocos más; y
solos tres tiene nuestra lengua que son
moriscos y acaban en i, y son: borceguí,
zaquizamí y maravedí. Alhelí y alfaquí, tanto
por el al primero como por el i en que
acaban, son conocidos por arábigos. Esto te
he dicho, de paso, por habérmelo reducido a
la memoria la ocasión de haber nombrado
albogues; y hanos de ayudar mucho al
parecer en perfeción este ejercicio el ser yo
algún tanto poeta, como tú sabes, y el serlo
también en estremo el bachiller Sansón
Carrasco. Del cura no digo nada; pero yo
apostaré que debe de tener sus puntas y
collares de poeta; y que las tenga también
maese Nicolás, no dudo en ello, porque
todos, o los más, son guitarristas y copleros.
Yo me quejaré de ausencia; tú te alabarás de
firme enamorado; el pastor Carrascón, de
desdeñado; y el cura Curiambro, de lo que él
más puede servirse, y así, andará la cosa que
no haya más que desear.
A lo que respondió Sancho:
—Yo soy, señor, tan desgraciado que temo
no ha de llegar el día en que en tal ejercicio
me vea. ¡Oh, qué polidas cuchares tengo de
hacer cuando pastor me vea! ¡Qué de migas,
qué de natas, qué de guirnaldas y qué de
zarandajas pastoriles, que, puesto que no me
granjeen fama de discreto, no dejarán de
granjearme la de ingenioso! Sanchica mi hija
nos llevará la comida al hato. Pero, ¡guarda!,
que es de buen parecer, y hay pastores más
maliciosos que simples, y no querría que
fuese por lana y volviese trasquilada; y
también suelen andar los amores y los no
buenos deseos por los campos como por las
ciudades, y por las pastorales chozas como
por los reales palacios, y, quitada la causa se
quita el pecado; y ojos que no veen, corazón
que no quiebra; y más vale salto de mata que
ruego de hombres buenos.
—No más refranes, Sancho
—dijo don
Quijote
—, pues cualquiera de los que has
dicho basta para dar a entender tu
pensamiento; y muchas veces te he
aconsejado que no seas tan pródigo en
refranes y que te vayas a la mano en
decirlos; pero paréceme que es predicar en
desierto, y "castígame mi madre, y yo
trómpogelas".
—Paréceme
—respondió Sancho
— que
vuesa merced es como lo que dicen: "Dijo la
sartén a la caldera: Quítate allá ojinegra".
Estáme reprehendiendo que no diga yo
refranes, y ensártalos vuesa merced de dos
en dos.
—Mira, Sancho
—respondió don Quijote
—:
yo traigo los refranes a propósito, y vienen
cuando los digo como anillo en el dedo; pero
tráeslos tan por los cabellos, que los
arrastras, y no los guías; y si no me acuerdo
mal, otra vez te he dicho que los refranes son
sentencias breves, sacadas de la experiencia
y especulación de nuestros antiguos sabios; y
el refrán que no viene a propósito, antes es
disparate que sentencia. Pero dejémonos
desto, y, pues ya viene la noche, retirémonos
del camino real algún trecho, donde
pasaremos esta noche, y Dios sabe lo que
será mañana.
Retiráronse, cenaron tarde y mal, bien
contra la voluntad de Sancho, a quien se le
representaban las estrechezas de la andante
caballería usadas en las selvas y en los
montes, si bien tal vez la abundancia se
mostraba en los castillos y casas, así de don
Diego de Miranda como en las bodas del rico
Camacho, y de don Antonio Moreno; pero
consideraba no ser posible ser siempre de día
ni siempre de noche, y así, pasó aquélla
durmiendo, y su amo velando.
Capítulo LXVIII. De la
cerdosa aventura que le
aconteció a don Quijote
Era la noche algo escura, puesto que la luna
estaba en el cielo, pero no en parte que
pudiese ser vista: que tal vez la señora Diana
se va a pasear a los antípodas, y deja los
montes negros y los valles escuros. Cumplió
don Quijote con la naturaleza durmiendo el
primer sueño, sin dar lugar al segundo; bien
al revés de Sancho, que nunca tuvo segundo,
porque le duraba el sueño desde la noche
hasta la mañana, en que se mostraba su
buena complexión y pocos cuidados. Los de
don Quijote le desvelaron de manera que
despertó a Sancho y le dijo:
—Maravillado estoy, Sancho, de la libertad
de tu condición: yo imagino que eres hecho
de mármol, o de duro bronce, en quien no
cabe movimiento ni sentimiento alguno. Yo
velo cuando tú duermes, yo lloro cuando
cantas, yo me desmayo de ayuno cuanto tú
estás perezoso y desalentado de puro harto.
De buenos criados es conllevar las penas de
sus señores y sentir sus sentimientos, por el
bien parecer siquiera. Mira la serenidad desta
noche, la soledad en que estamos, que nos
convida a entremeter alguna vigilia entre
nuestro sueño. Levántate, por tu vida, y
desvíate algún trecho de aquí, y con buen
ánimo y denuedo agradecido date trecientos
o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los
del desencanto de Dulcinea; y esto rogando
te lo suplico, que no quiero venir contigo a
los brazos, como la otra vez, porque sé que
los tienes pesados. Después que te hayas
dado, pasaremos lo que resta de la noche
cantando, yo mi ausencia y tú tu firmeza,
dando desde agora principio al ejercicio
pastoral que hemos de tener en nuestra
aldea.
—Señor
—respondió Sancho
—, no soy yo
religioso para que desde la mitad de mi sueño
me levante y me dicipline, ni menos me
parece que del estremo del dolor de los
azotes se pueda pasar al de la música. Vuesa
merced me deje dormir y no me apriete en lo
del azotarme; que me hará hacer juramento
de no tocarme jamás al pelo del sayo, no que
al de mis carnes.
—¡Oh alma endurecida! ¡Oh escudero sin
piedad! ¡Oh pan mal empleado y mercedes
mal consideradas las que te he hecho y
pienso de hacerte! Por mí te has visto
gobernador, y por mí te vees con esperanzas
propincuas de ser conde, o tener otro título
equivalente, y no tardará el cumplimiento de
ellas más de cuanto tarde en pasar este año;
que yo post tenebras spero lucem.
—No entiendo eso
—replico Sancho
—; sólo
entiendo que, en tanto que duermo, ni tengo
temor, ni esperanza, ni trabajo ni gloria; y
bien haya el que inventó el sueño, capa que
cubre todos los humanos pensamientos,
manjar que quita la hambre, agua que
ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío,
frío que templa el ardor, y, finalmente,
moneda general con que todas las cosas se
compran, balanza y peso que iguala al pastor
con el rey y al simple con el discreto. Sola
una cosa tiene mala el sueño, según he oído
decir, y es que se parece a la muerte, pues
de un dormido a un muerto hay muy poca
diferencia.
—Nunca te he oído hablar, Sancho
—dijo
don Quijote
—, tan elegantemente como
ahora, por donde vengo a conocer ser verdad
el refrán que tú algunas veces sueles decir:
"No con quien naces, sino con quien paces".
—¡Ah, pesia tal
—replicó Sancho
—, señor
nuestro amo! No soy yo ahora el que ensarta
refranes, que también a vuestra merced se le
caen de la boca de dos en dos mejor que a
mí, sino que debe de haber entre los míos y
los suyos esta diferencia: que los de vuestra
merced vendrán a tiempo y los míos a
deshora; pero, en efecto, todos son refranes.
En esto estaban, cuando sintieron un sordo
estruendo y un áspero ruido, que por todos
aquellos valles se estendía. Levantóse en pie
don Quijote y puso mano a la espada, y
Sancho se agazapó debajo del rucio,
poniéndose a los lados el lío de las armas, y
la albarda de su jumento, tan temblando de
miedo como alborotado don Quijote. De
punto en punto iba creciendo el ruido, y,
llegándose cerca a los dos temerosos; a lo
menos, al uno, que al otro, ya se sabe su
valentía.
Es, pues, el caso que llevaban unos
hombres a vender a una feria más de
seiscientos puercos, con los cuales caminaban
a aquellas horas, y era tanto el ruido que
llevaban y el gruñir y el bufar, que
ensordecieron los oídos de don Quijote y de
Sancho, que no advirtieron lo que ser podía.
Llegó de tropel la estendida y gruñidora
piara, y, sin tener respeto a la autoridad de
don Quijote, ni a la de Sancho, pasaron por
cima de los dos, deshaciendo las trincheas de
Sancho, y derribando no sólo a don Quijote,
sino llevando por añadidura a Rocinante. El
tropel, el gruñir, la presteza con que llegaron
los animales inmundos, puso en confusión y
por el suelo a la albarda, a las armas, al
rucio, a Rocinante, a Sancho y a don Quijote.
Levantóse Sancho como mejor pudo, y pidió
a su amo la espada, diciéndole que quería
matar media docena de aquellos señores y
descomedidos puercos, que ya había
conocido que lo eran. Don Quijote le dijo:
—Déjalos estar, amigo, que esta afrenta es
pena de mi pecado, y justo castigo del cielo
es que a un caballero andante vencido le
coman adivas, y le piquen avispas y le hollen
puercos.
—También debe de ser castigo del cielo
—
respondió Sancho
— que a los escuderos de
los caballeros vencidos los puncen moscas,
los coman piojos y les embista la hambre. Si
los escuderos fuéramos hijos de los
caballeros a quien servimos, o parientes
suyos muy cercanos, no fuera mucho que nos
alcanzara la pena de sus culpas hasta la
cuarta generación; pero, ¿qué tienen que ver
los Panzas con los Quijotes? Ahora bien:
tornémonos a acomodar y durmamos lo poco
que queda de la noche, y amanecerá Dios y
medraremos.
—Duerme tú, Sancho
—respondió don
Quijote
—, que naciste para dormir; que yo,
que nací para velar, en el tiempo que falta de
aquí al día, daré rienda a mis pensamientos,
y los desfogaré en un madrigalete, que, sin
que tú lo sepas, anoche compuse en la
memoria.
—A mí me parece
—respondió Sancho
— que
los pensamientos que dan lugar a hacer
coplas no deben de ser muchos. Vuesa
merced coplee cuanto quisiere, que yo
dormiré cuanto pudiere.
Y luego, tomando en el suelo cuanto quiso,
se acurrucó y durmió a sueño suelto, sin que
fianzas, ni deudas, ni dolor alguno se lo
estorbase. Don Quijote, arrimado a un tronco
de una haya o de un alcornoque
—que Cide
Hamete Benengeli no distingue el árbol que
era
—, al son de sus mesmos suspiros, cantó
de esta suerte:
—Amor, cuando yo pienso
en el mal que me das, terrible y fuerte,
voy corriendo a la muerte,
pensando así acabar mi mal inmenso;
mas, en llegando al paso
que es puerto en este mar de mi tormento,
tanta alegría siento,
que la vida se esfuerza y no le paso.
Así el vivir me mata,
que la muerte me torna a dar la vida.
¡Oh condición no oída,
la que conmigo muerte y vida trata!
Cada verso déstos acompañaba con muchos
suspiros y no pocas lágrimas, bien como
aquél cuyo corazón tenía traspasado con el
dolor del vencimiento y con la ausencia de
Dulcinea.
Llegóse en esto el día, dio el sol con sus
rayos en los ojos a Sancho, despertó y
esperezóse, sacudiéndose y estirándose los
perezosos miembros; miró el destrozo que
habían hecho los puercos en su repostería, y
maldijo la piara y aun más adelante.
Finalmente, volvieron los dos a su comenzado
camino, y al declinar de la tarde vieron que
hacia ellos venían hasta diez hombres de a
caballo y cuatro o cinco de a pie.
Sobresaltóse el corazón de don Quijote y
azoróse el de Sancho, porque la gente que se
les llegaba traía lanzas y adargas y venía
muy a punto de guerra. Volvióse don Quijote
a Sancho, y díjole:
—Si yo pudiera, Sancho, ejercitar mis
armas, y mi promesa no me hubiera atado
los brazos, esta máquina que sobre nosotros
viene la tuviera yo por tortas y pan pintado,
pero podría ser fuese otra cosa de la que
tememos.
Llegaron, en esto, los de a caballo, y
arbolando las lanzas, sin hablar palabra
alguna rodearon a don Quijote y se las
pusieron a las espaldas y pechos,
amenazándole de muerte. Uno de los de a
pie, puesto un dedo en la boca, en señal de
que callase, asió del freno de Rocinante y le
sacó del camino; y los demás de a pie,
antecogiendo a Sancho y al rucio, guardando
todos maravilloso silencio, siguieron los pasos
del que llevaba a don Quijote, el cual dos o
tres veces quiso preguntar adónde le llevaban
o qué querían; pero, apenas comenzaba a
mover los labios, cuando se los iban a cerrar
con los hierros de las lanzas; y a Sancho le
acontecía lo mismo, porque, apenas daba
muestras de hablar, cuando uno de los de a
pie, con un aguijón, le punzaba, y al rucio ni
más ni menos como si hablar quisiera. Cerró
la noche, apresuraron el paso, creció en los
dos presos el miedo, y más cuando oyeron
que de cuando en cuando les decían:
—¡Caminad, trogloditas!
—¡Callad, bárbaros!
—¡Pagad, antropófagos!
—¡No os quejéis, scitas, ni abráis los ojos,
Polifemos matadores, leones carniceros!
Y otros nombres semejantes a éstos, con
que atormentaban los oídos de los miserables
amo y mozo. Sancho iba diciendo entre sí:
—¿Nosotros tortolitas? ¿Nosotros barberos
ni estropajos? ¿Nosotros perritas, a quien
dicen cita, cita? No me contentan nada estos
nombres: a mal viento va esta parva; todo el
mal nos viene junto, como al perro los palos,
y ¡ojalá parase en ellos lo que amenaza esta
aventura tan desventurada!
Iba don Quijote embelesado, sin poder
atinar con cuantos discursos hacía qué serían
aquellos nombres llenos de vituperios que les
ponían, de los cuales sacaba en limpio no
esperar ningún bien y temer mucho mal.
Llegaron, en esto, un hora casi de la noche, a
un castillo, que bien conoció don Quijote que
era el del duque, donde había poco que
habían estado.
—¡Váleme Dios!
—dijo, así como conoció la
estancia
— y ¿qué será esto? Sí que en esta
casa todo es cortesía y buen comedimiento,
pero para los vencidos el bien se vuelve en
mal y el mal en peor.
Entraron al patio principal del castillo, y
viéronle aderezado y puesto de manera que
les acrecentó la admiración y les dobló el
miedo, como se verá en el siguiente
Capítulo.
Capítulo LXIX. Del más
raro y más nuevo suceso
que en todo el discurso
desta grande historia avino
a don Quijote
Apeáronse los de a caballo, y, junto con los
de a pie, tomando en peso y
arrebatadamente a Sancho y a don Quijote,
los entraron en el patio, alrededor del cual
ardían casi cien hachas, puestas en sus
blandones, y, por los corredores del patio,
más de quinientas luminarias; de modo que,
a pesar de la noche, que se mostraba algo
escura, no se echaba de ver la falta del día.
En medio del patio se levantaba un túmulo
como dos varas del suelo, cubierto todo con
un grandísimo dosel de terciopelo negro,
alrededor del cual, por sus gradas, ardían
velas de cera blanca sobre más de cien
candeleros de plata; encima del cual túmulo
se mostraba un cuerpo muerto de una tan
hermosa doncella, que hacía parecer con su
hermosura hermosa a la misma muerte.
Tenía la cabeza sobre una almohada de
brocado, coronada con una guirnalda de
diversas y odoríferas flores tejida, las manos
cruzadas sobre el pecho, y, entre ellas, un
ramo de amarilla y vencedora palma.
A un lado del patio estaba puesto un teatro,
y en dos sillas sentados dos personajes, que,
por tener coronas en la cabeza y ceptros en
las manos, daban señales de ser algunos
reyes, ya verdaderos o ya fingidos. Al lado
deste teatro, adonde se subía por algunas
gradas, estaban otras dos sillas, sobre las
cuales los que trujeron los presos sentaron a
don Quijote y a Sancho, todo esto callando y
dándoles a entender con señales a los dos
que asimismo callasen; pero, sin que se lo
señalaran, callaron ellos, porque la
admiración de lo que estaban mirando les
tenía atadas las lenguas.
Subieron, en esto, al teatro, con mucho
acompañamiento, dos principales personajes,
que luego fueron conocidos de don Quijote
ser el duque y la duquesa, sus huéspedes, los
cuales se sentaron en dos riquísimas sillas,
junto a los dos que parecían reyes. ¿Quién no
se había de admirar con esto, añadiéndose a
ello haber conocido don Quijote que el cuerpo
muerto que estaba sobre el túmulo era el de
la hermosa Altisidora?
Al subir el duque y la duquesa en el teatro,
se levantaron don Quijote y Sancho y les
hicieron una profunda humillación, y los
duques hicieron lo mesmo, inclinando algún
tanto las cabezas.
Salió, en esto, de través un ministro, y,
llegándose a Sancho, le echó una ropa de
bocací negro encima, toda pintada con llamas
de fuego, y, quitándole la caperuza, le puso
en la cabeza una coroza, al modo de las que
sacan los penitenciados por el Santo Oficio; y
díjole al oído que no descosiese los labios,
porque le echarían una mordaza, o le
quitarían la vida. Mirábase Sancho de arriba
abajo, veíase ardiendo en llamas, pero como
no le quemaban, no las estimaba en dos
ardites. Quitóse la coroza, viola pintada de
diablos, volviósela a poner, diciendo entre sí:
—Aún bien, que ni ellas me abrasan ni ellos
me llevan.
Mirábale también don Quijote, y, aunque el
temor le tenía suspensos los sentidos, no
dejó de reírse de ver la figura de Sancho.
Comenzó, en esto, a salir, al parecer, debajo
del túmulo un son sumiso y agradable de
flautas, que, por no ser impedido de alguna
humana voz, porque en aquel sitio el mesmo
silencio guardaba silencio a sí mismo, se
mostraba blando y amoroso. Luego hizo de sí
improvisa muestra, junto a la almohada del,
al parecer, cadáver, un hermoso mancebo
vestido a lo romano, que, al son de una arpa,
que él mismo tocaba, cantó con suavísima y
clara voz estas dos estancias:
—En tanto que en sí vuelve Altisidora,
muerta por la crueldad de don Quijote,
y en tanto que en la corte encantadora
se vistieren las damas de picote,
y en tanto que a sus dueñas mi señora
vistiere de bayeta y de anascote,
cantaré su belleza y su desgracia,
con mejor plectro que el cantor de Tracia.
Y aun no se me figura que me toca
aqueste oficio solamente en vida;
mas, con la lengua muerta y fría en la boca,
pienso mover la voz a ti debida.
Libre mi alma de su estrecha roca,
por el estigio lago conducida,
celebrándote irá, y aquel sonido
hará parar las aguas del olvido.
—No más
—dijo a esta sazón uno de los dos
que parecían reyes
—: no más, cantor divino;
que sería proceder en infinito representarnos
ahora la muerte y las gracias de la sin par
Altisidora, no muerta, como el mundo
ignorante piensa, sino viva en las lenguas de
la Fama, y en la pena que para volverla a la
perdida luz ha de pasar Sancho Panza, que
está presente; y así, ¡oh tú, Radamanto, que
conmigo juzgas en las cavernas lóbregas de
Lite!, pues sabes todo aquello que en los
inescrutables hados está determinado acerca
de volver en sí esta doncella, dilo y decláralo
luego, porque no se nos dilate el bien que con
su nueva vuelta esperamos.
Apenas hubo dicho esto Minos, juez y
compañero de Radamanto, cuando,
levantándose en pie Radamanto, dijo:
—¡Ea, ministros de esta casa, altos y bajos,
grandes y chicos, acudid unos tras otros y
sellad el rostro de Sancho con veinte y cuatro
mamonas, y doce pellizcos y seis alfilerazos
en brazos y lomos, que en esta ceremonia
consiste la salud de Altisidora!
Oyendo lo cual Sancho Panza, rompió el
silencio, y dijo:
—¡Voto a tal, así me deje yo sellar el rostro
ni manosearme la cara como volverme moro!
¡Cuerpo de mí! ¿Qué tiene que ver
manosearme el rostro con la resurreción
desta doncella? Regostóse la vieja a los
bledos. Encantan a Dulcinea, y azótanme
para que se desencante; muérese Altisidora
de males que Dios quiso darle, y hanla de
resucitar hacerme a mí veinte y cuatro
mamonas, y acribarme el cuerpo a alfilerazos
y acardenalarme los brazos a pellizcos. ¡Esas
burlas, a un cuñado, que yo soy perro viejo, y
no hay conmigo tus, tus!
—¡Morirás!
—dijo en alta voz Radamanto
—.
Ablándate, tigre; humíllate, Nembrot
soberbio, y sufre y calla, pues no te piden
imposibles. Y no te metas en averiguar las
dificultades deste negocio: mamonado has de
ser, acrebillado te has de ver, pellizcado has
de gemir. ¡Ea, digo, ministros, cumplid mi
mandamiento; si no, por la fe de hombre de
bien, que habéis de ver para lo que nacistes!
Parecieron, en esto, que por el patio venían,
hasta seis dueñas en procesión, una tras
otra, las cuatro con antojos, y todas
levantadas las manos derechas en alto, con
cuatro dedos de muñecas de fuera, para
hacer las manos más largas, como ahora se
usa. No las hubo visto Sancho, cuando,
bramando como un toro, dijo:
—Bien podré yo dejarme manosear de todo
el mundo, pero consentir que me toquen
dueñas, ¡eso no! Gatéenme el rostro, como
hicieron a mi amo en este mesmo castillo;
traspásenme el cuerpo con puntas de dagas
buidas; atenácenme los brazos con tenazas
de fuego, que yo lo llevaré en paciencia, o
serviré a estos señores; pero que me toquen
dueñas no lo consentiré, si me llevase el
diablo.
Rompió también el silencio don Quijote,
diciendo a Sancho:
—Ten paciencia, hijo, y da gusto a estos
señores, y muchas gracias al cielo por haber
puesto tal virtud en tu persona, que con el
martirio della desencantes los encantados y
resucites los muertos.
Ya estaban las dueñas cerca de Sancho,
cuando él, más blando y más persuadido,
poniéndose bien en la silla, dio rostro y barba
a la primera, la cual la hizo una mamona muy
bien sellada, y luego una gran reverencia.
—¡Menos cortesía; menos mudas, señora
dueña
—dijo Sancho
—; que por Dios que
traéis las manos oliendo a vinagrillo!
Finalmente, todas las dueñas le sellaron, y
otra mucha gente de casa le pellizcaron; pero
lo que él no pudo sufrir fue el punzamiento
de los alfileres; y así, se levantó de la silla, al
parecer mohíno, y, asiendo de una hacha
encendida que junto a él estaba, dio tras las
dueñas, y tras todos su verdugos, diciendo:
—¡Afuera, ministros infernales, que no soy
yo de bronce, para no sentir tan
extraordinarios martirios!
En esto, Altisidora, que debía de estar
cansada por haber estado tanto tiempo
supina, se volvió de un lado; visto lo cual por
los circunstantes, casi todos a una voz
dijeron:
—¡Viva es Altisidora! ¡Altisidora vive!
Mandó Radamanto a Sancho que depusiese
la ira, pues ya se había alcanzado el intento
que se procuraba.
Así como don Quijote vio rebullir a
Altisidora, se fue a poner de rodillas delante
de Sancho, diciéndole:
—Agora es tiempo, hijo de mis entrañas, no
que escudero mío, que te des algunos de los
azotes que estás obligado a dar por el
desencanto de Dulcinea. Ahora, digo, que es
el tiempo donde tienes sazonada la virtud, y
con eficacia de obrar el bien que de ti se
espera.
A lo que respondió Sancho:
—Esto me parece argado sobre argado, y
no miel sobre hojuelas. Bueno sería que tras
pellizcos, mamonas y alfilerazos viniesen
ahora los azotes. No tienen más que hacer
sino tomar una gran piedra, y atármela al
cuello, y dar conmigo en un pozo, de lo que a
mí no pesaría mucho, si es que para curar los
males ajenos tengo yo de ser la vaca de la
boda. Déjenme; si no, por Dios que lo arroje
y lo eche todo a trece, aunque no se venda.
Ya en esto, se había sentado en el túmulo
Altisidora, y al mismo instante sonaron las
chirimías, a quien acompañaron las flautas y
las voces de todos, que aclamaban:
—¡Viva Altisidora! ¡Altisidora viva!
Levantáronse los duques y los reyes Minos
y Radamanto, y todos juntos, con don Quijote
y Sancho, fueron a recebir a Altisidora y a
bajarla del túmulo; la cual, haciendo de la
desmayada, se inclinó a los duques y a los
reyes, y, mirando de través a don Quijote, le
dijo:
—Dios te lo perdone, desamorado caballero,
pues por tu crueldad he estado en el otro
mundo, a mi parecer, más de mil años; y a ti,
¡oh el más compasivo escudero que contiene
el orbe!, te agradezco la vida que poseo.
Dispón desde hoy más, amigo Sancho, de
seis camisas mías que te mando para que
hagas otras seis para ti; y, si no son todas
sanas, a lo menos son todas limpias.
Besóle por ello las manos Sancho, con la
coroza en la mano y las rodillas en el suelo.
Mandó el duque que se la quitasen, y le
volviesen su caperuza, y le pusiesen el sayo,
y le quitasen la ropa de las llamas. Suplicó
Sancho al duque que le dejasen la ropa y
mitra, que las quería llevar a su tierra, por
señal y memoria de aquel nunca visto suceso.
La duquesa respondió que sí dejarían, que ya
sabía él cuán grande amiga suya era. Mandó
el duque despejar el patio, y que todos se
recogiesen a sus estancias, y que a don
Quijote y a Sancho los llevasen a las que
ellos ya se sabían.
Capítulo LXX. Que sigue al
de sesenta y nueve, y trata
de cosas no escusadas para
la claridad desta historia
Durmió Sancho aquella noche en una
carriola, en el mesmo aposento de don
Quijote, cosa que él quisiera escusarla, si
pudiera, porque bien sabía que su amo no le
había de dejar dormir a preguntas y a
respuestas, y no se hallaba en disposición de
hablar mucho, porque los dolores de los
martirios pasados los tenía presentes, y no le
dejaban libre la lengua, y viniérale más a
cuento dormir en una choza solo, que no en
aquella rica estancia acompañado. Salióle su
temor tan verdadero y su sospecha tan
cierta, que, apenas hubo entrado su señor en
el lecho, cuando dijo:
—¿Qué te parece, Sancho, del suceso desta
noche? Grande y poderosa es la fuerza del
desdén desamorado, como por tus mismos
ojos has visto muerta a Altisidora, no con
otras saetas, ni con otra espada, ni con otro
instrumento bélico, ni con venenos
mortíferos, sino con la consideración del rigor
y el desdén con que yo siempre la he tratado.
—Muriérase ella en hora buena cuanto
quisiera y como quisiera –respondió Sancho
—
, y dejárame a mí en mi casa, pues ni yo la
enamoré ni la desdeñé en mi vida. Yo no sé
ni puedo pensar cómo sea que la salud de
Altisidora, doncella más antojadiza que
discreta, tenga que ver, como otra vez he
dicho, con los martirios de Sancho Panza.
Agora sí que vengo a conocer clara y
distintamente que hay encantadores y
encantos en el mundo, de quien Dios me
libre, pues yo no me sé librar; con todo esto,
suplico a vuestra merced me deje dormir y no
me pregunte más, si no quiere que me arroje
por una ventana abajo.
—Duerme, Sancho amigo
—respondió don
Quijote
—, si es que te dan lugar los
alfilerazos y pellizcos recebidos, y las
mamonas hechas.
—Ningún dolor
—replicó Sancho
— llegó a la
afrenta de las mamonas, no por otra cosa
que por habérmelas hecho dueña, que
confundidas sean; y torno a suplicar a vuesa
merced me deje dormir, porque el sueño es
alivio de las miserias de los que las tienen
despiertas.
Sea así
—dijo don Quijote
—, y Dios te
acompañe.
Durmiéronse los dos, y en este tiempo
quiso escribir y dar cuenta Cide Hamete,
autor desta grande historia, qué les movió a
los duques a levantar el edificio de la
máquina referida. Y dice que, no
habiéndosele olvidado al bachiller Sansón
Carrasco cuando el Caballero de los Espejos
fue vencido y derribado por don Quijote, cuyo
vencimiento y caída borró y deshizo todos sus
designios, quiso volver a probar la mano,
esperando mejor suceso que el pasado; y así,
informándose del paje que llevó la carta y
presente a Teresa Panza, mujer de Sancho,
adónde don Quijote quedaba, buscó nuevas
armas y caballo, y puso en el escudo la
blanca luna, llevándolo todo sobre un macho,
a quien guiaba un labrador, y no Tomé
Cecial, su antiguo escudero, porque no fuese
conocido de Sancho ni de don Quijote.
Llegó, pues, al castillo del duque, que le
informó el camino y derrota que don Quijote
llevaba, con intento de hallarse en las justas
de Zaragoza. Díjole asimismo las burlas que
le había hecho con la traza del desencanto de
Dulcinea, que había de ser a costa de las
posaderas de Sancho. En fin, dio cuenta de la
burla que Sancho había hecho a su amo,
dándole a entender que Dulcinea estaba
encantada y transformada en labradora, y
cómo la duquesa su mujer había dado a
entender a Sancho que él era el que se
engañaba, porque verdaderamente estaba
encantada Dulcinea; de que no poco se rió y
admiró el bachiller, considerando la agudeza
y simplicidad de Sancho, como del estremo
de la locura de don Quijote.
Pidióle el duque que si le hallase, y le
venciese o no, se volviese por allí a darle
cuenta del suceso. Hízolo así el bachiller;
partióse en su busca, no le halló en Zaragoza,
pasó adelante y sucedióle lo que queda
referido.
Volvióse por el castillo del duque y
contóselo todo, con las condiciones de la
batalla, y que ya don Quijote volvía a
cumplir, como buen caballero andante, la
palabra de retirarse un año en su aldea, en el
cual tiempo podía ser, dijo el bachiller, que
sanase de su locura; que ésta era la intención
que le había movido a hacer aquellas
transformaciones, por ser cosa de lástima
que un hidalgo tan bien entendido como don
Quijote fuese loco. Con esto, se despidió del
duque, y se volvió a su lugar, esperando en
él a don Quijote, que tras él venía.
De aquí tomó ocasión el duque de hacerle
aquella burla: tanto era lo que gustaba de las
cosas de Sancho y de don Quijote; y
haciendo tomar los caminos cerca y lejos del
castillo por todas las partes que imaginó que
podría volver don Quijote, con muchos
criados suyos de a pie y de a caballo, para
que por fuerza o de grado le trujesen al
castillo, si le hallasen. Halláronle, dieron aviso
al duque, el cual, ya prevenido de todo lo que
había de hacer, así como tuvo noticia de su
llegada, mandó encender las hachas y las
luminarias del patio y poner a Altisidora sobre
el túmulo, con todos los aparatos que se han
contado, tan al vivo, y tan bien hechos, que
de la verdad a ellos había bien poca
diferencia.
Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí
ser tan locos los burladores como los
burlados, y que no estaban los duques dos
dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco
ponían en burlarse de dos tontos.
Los cuales, el uno durmiendo a sueño
suelto, y el otro velando a pensamientos
desatados, les tomó el día y la gana de
levantarse; que las ociosas plumas, ni
vencido ni vencedor, jamás dieron gusto a
don Quijote.
Altisidora
—en la opinión de don Quijote,
vuelta de muerte a vida
—, siguiendo el
humor de sus señores, coronada con la
misma guirnalda que en el túmulo tenía, y
vestida una tunicela de tafetán blanco,
sembrada de flores de oro, y sueltos los
cabellos por las espaldas, arrimada a un
báculo de negro y finísimo ébano, entró en el
aposento de don Quijote, con cuya presencia
turbado y confuso, se encogió y cubrió casi
todo con las sábanas y colchas de la cama,
muda la lengua, sin que acertase a hacerle
cortesía ninguna. Sentóse Altisidora en una
silla, junto a su cabecera, y, después de
haber dado un gran suspiro, con voz tierna y
debilitada le dijo:
—Cuando las mujeres principales y las
recatadas doncellas atropellan por la honra, y
dan licencia a la lengua que rompa por todo
inconveniente, dando noticia en público de los
secretos que su corazón encierra, en estrecho
término se hallan. Yo, señor don Quijote de la
Mancha, soy una déstas, apretada, vencida y
enamorada; pero, con todo esto, sufrida y
honesta; tanto que, por serlo tanto, reventó
mi alma por mi silencio y perdí la vida. Dos
días ha que con la consideración del rigor con
que me has tratado,
¡Oh más duro que mármol a mis quejas,
empedernido caballero!, he estado muerta,
o, a lo menos, juzgada por tal de los que me
han visto; y si no fuera porque el Amor,
condoliéndose de mí, depositó mi remedio en
los martirios deste buen escudero, allá me
quedara en el otro mundo.
—Bien pudiera el Amor
—dijo Sancho
—
depositarlos en los de mi asno, que yo se lo
agradeciera. Pero dígame, señora, así el cielo
la acomode con otro más blando amante que
mi amo: ¿qué es lo que vio en el otro mundo?
¿Qué hay en el infierno? Porque quien muere
desesperado, por fuerza ha de tener aquel
paradero.
—La verdad que os diga
—respondió
Altisidora
—, yo no debí de morir del todo,
pues no entré en el infierno; que, si allá
entrara, una por una no pudiera salir dél,
aunque quisiera. La verdad es que llegué a la
puerta, adonde estaban jugando hasta una
docena de diablos a la pelota, todos en calzas
y en jubón, con valonas guarnecidas con
puntas de randas flamencas, y con unas
vueltas de lo mismo, que les servían de
puños, con cuatro dedos de brazo de fuera,
porque pareciesen las manos más largas, en
las cuales tenían unas palas de fuego; y lo
que más me admiró fue que les servían, en
lugar de pelotas, libros, al parecer, llenos de
viento y de borra, cosa maravillosa y nueva;
pero esto no me admiró tanto como el ver
que, siendo natural de los jugadores el
alegrarse los gananciosos y entristecerse los
que pierden, allí en aquel juego todos
gruñían, todos regañaban y todos se
maldecían.
—Eso no es maravilla
—respondió Sancho
—
, porque los diablos, jueguen o no jueguen,
nunca pueden estar contentos, ganen o no
ganen.
—Así debe de ser
—respondió Altisidora
—;
mas hay otra cosa que también me admira,
quiero decir me admiró entonces, y fue que al
primer voleo no quedaba pelota en pie, ni de
provecho para servir otra vez; y así,
menudeaban libros nuevos y viejos, que era
una maravilla. A uno dellos, nuevo, flamante
y bien encuadernado, le dieron un papirotazo
que le sacaron las tripas y le esparcieron las
hojas. Dijo un diablo a otro: ''Mirad qué libro
es ése''. Y el diablo le respondió: ''Ésta es la
Segunda parte de la historia de don Quijote
de la Mancha, no compuesta por Cide
Hamete, su primer autor, sino por un
aragonés, que él dice ser natural de
Tordesillas''. ''Quitádmele de ahí
—respondió
el otro diablo
—, y metedle en los abismos del
infierno: no le vean más mis ojos''. ''¿Tan
malo es?'', respondió el otro. ''Tan malo
—
replicó el primero
—, que si de propósito yo
mismo me pusiera a hacerle peor, no
acertara''. Prosiguieron su juego, peloteando
otros libros, y yo, por haber oído nombrar a
don Quijote, a quien tanto adamo y quiero,
procuré que se me quedase en la memoria
esta visión.
—Visión debió de ser, sin duda
—dijo don
Quijote
—, porque no hay otro yo en el
mundo, y ya esa historia anda por acá de
mano en mano, pero no para en ninguna,
porque todos la dan del pie. Yo no me he
alterado en oír que ando como cuerpo
fantástico por las tinieblas del abismo, ni por
la claridad de la tierra, porque no soy aquel
de quien esa historia trata. Si ella fuere
buena, fiel y verdadera, tendrá siglos de
vida; pero si fuere mala, de su parto a la
sepultura no será muy largo el camino.
Iba Altisidora a proseguir en quejarse de
don Quijote, cuando le dijo don Quijote:
—Muchas veces os he dicho, señora, que a
mí me pesa de que hayáis colocado en mí
vuestros pensamientos, pues de los míos
antes pueden ser agradecidos que
remediados; yo nací para ser de Dulcinea del
Toboso, y los hados, si los hubiera, me
dedicaron para ella; y pensar que otra alguna
hermosura ha de ocupar el lugar que en mi
alma tiene es pensar lo imposible. Suficiente
desengaño es éste para que os retiréis en los
límites de vuestra honestidad, pues nadie se
puede obligar a lo imposible.
Oyendo lo cual Altisidora, mostrando
enojarse y alterarse, le dijo:
—¡Vive el Señor, don bacallao, alma de
almirez, cuesco de dátil, más terco y duro
que villano rogado cuando tiene la suya sobre
el hito, que si arremeto a vos, que os tengo
de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don
vencido y don molido a palos, que yo me he
muerto por vos? Todo lo que habéis visto
esta noche ha sido fingido; que no soy yo
mujer que por semejantes camellos había de
dejar que me doliese un negro de la uña,
cuanto más morirme.
—Eso creo yo muy bien
—dijo Sancho
—,
que esto del morirse los enamorados es cosa
de risa: bien lo pueden ellos decir, pero
hacer, créalo Judas.
Estando en estas pláticas, entró el músico,
cantor y poeta que había cantado las dos ya
referidas estancias, el cual, haciendo una
gran reverencia a don Quijote, dijo:
—Vuestra merced, señor caballero, me
cuente y tenga en el número de sus mayores
servidores, porque ha muchos días que le soy
muy aficionado, así por su fama como por sus
hazañas.
Don Quijote le respondió:
—Vuestra merced me diga quién es, porque
mi cortesía responda a sus merecimientos.
El mozo respondió que era el músico y
panegírico de la noche antes.
—Por cierto
—replicó don Quijote
—, que
vuestra merced tiene estremada voz, pero lo
que cantó no me parece que fue muy a
propósito; porque, ¿qué tienen que ver las
estancias de Garcilaso con la muerte desta
señora?
—No se maraville vuestra merced deso
—
respondió el músico
—, que ya entre los
intonsos poetas de nuestra edad se usa que
cada uno escriba como quisiere, y hurte de
quien quisiere, venga o no venga a pelo de su
intento, y ya no hay necedad que canten o
escriban que no se atribuya a licencia
poética.
Responder quisiera don Quijote, pero
estorbáronlo el duque y la duquesa, que
entraron a verle, entre los cuales pasaron
una larga y dulce plática, en la cual dijo
Sancho tantos donaires y tantas malicias, que
dejaron de nuevo admirados a los duques, así
con su simplicidad como con su agudeza. Don
Quijote les suplicó le diesen licencia para
partirse aquel mismo día, pues a los vencidos
caballeros, como él, más les convenía habitar
una zahúrda que no reales palacios.
Diéronsela de muy buena gana, y la duquesa
le preguntó si quedaba en su gracia
Altisidora. Él le respondió:
—Señora mía, sepa Vuestra Señoría que
todo el mal desta doncella nace de ociosidad,
cuyo remedio es la ocupación honesta y
continua. Ella me ha dicho aquí que se usan
randas en el infierno; y, pues ella las debe de
saber hacer, no las deje de la mano, que,
ocupada en menear los palillos, no se
menearán en su imaginación la imagen o
imágines de lo que bien quiere; y ésta es la
verdad, éste mi parecer y éste es mi consejo.
—Y el mío
—añadió Sancho
—, pues no he
visto en toda mi vida randera que por amor
se haya muerto; que las doncellas ocupadas
más ponen sus pensamientos en acabar sus
tareas que en pensar en sus amores. Por mí
lo digo, pues, mientras estoy cavando, no me
acuerdo de mi oíslo; digo, de mi Teresa
Panza, a quien quiero más que a las pestañas
de mis ojos.
—Vos decís muy bien, Sancho
—dijo la
duquesa
—, y yo haré que mi Altisidora se
ocupe de aquí adelante en hacer alguna labor
blanca, que la sabe hacer por estremo.
—No hay para qué, señora
—respondió
Altisidora
—, usar dese remedio, pues la
consideración de las crueldades que conmigo
ha usado este malandrín mostrenco me le
borrarán de la memoria sin otro artificio
alguno. Y, con licencia de vuestra grandeza,
me quiero quitar de aquí, por no ver delante
de mis ojos ya no su triste figura, sino su fea
y abominable catadura.
—Eso me parece
—dijo el duque
— a lo que
suele decirse:
Porque aquel que dice injurias,
cerca está de perdonar.
Hizo Altisidora muestra de limpiarse las
lágrimas con un pañuelo, y, haciendo
reverencia a sus señores, se salió del
aposento.
—Mándote yo
—dijo Sancho
—, pobre
doncella, mándote, digo, mala ventura, pues
las has habido con una alma de esparto y con
un corazón de encina. ¡A fee que si las
hubieras conmigo, que otro gallo te cantara!
Acabóse la plática, vistióse don Quijote,
comió con los duques, y partióse aquella
tarde.
Capítulo LXXI. De lo que a
don Quijote le sucedió con
su escudero Sancho yendo a
su aldea
Iba el vencido y asendereado don Quijote
pensativo además por una parte, y muy
alegre por otra. Causaba su tristeza el
vencimiento; y la alegría, el considerar en la
virtud de Sancho, como lo había mostrado en
la resurreción de Altisidora, aunque con algún
escrúpulo se persuadía a que la enamorada
doncella fuese muerta de veras. No iba nada
Sancho alegre, porque le entristecía ver que
Altisidora no le había cumplido la palabra de
darle las camisas; y, yendo y viniendo en
esto, dijo a su amo:
—En verdad, señor, que soy el más
desgraciado médico que se debe de hallar en
el mundo, en el cual hay físicos que, con
matar al enfermo que curan, quieren ser
pagados de su trabajo, que no es otro sino
firmar una cedulilla de algunas medicinas,
que no las hace él, sino el boticario, y cátalo
cantusado; y a mí, que la salud ajena me
cuesta gotas de sangre, mamonas, pellizcos,
alfilerazos y azotes, no me dan un ardite.
Pues yo les voto a tal que si me traen a las
manos otro algún enfermo, que, antes que le
cure, me han de untar las mías; que el abad
de donde canta yanta, y no quiero creer que
me haya dado el cielo la virtud que tengo
para que yo la comunique con otros de
bóbilis, bóbilis.
—Tú tienes razón, Sancho amigo
—
respondió don Quijote
—, y halo hecho muy
mal Altisidora en no haberte dado las
prometidas camisas; y, puesto que tu virtud
es gratis data, que no te ha costado estudio
alguno, más que estudio es recebir martirios
en tu persona. De mí te sé decir que si
quisieras paga por los azotes del desencanto
de Dulcinea, ya te la hubiera dado tal como
buena; pero no sé si vendrá bien con la cura
la paga, y no querría que impidiese el premio
a la medicina. Con todo eso, me parece que
no se perderá nada en probarlo: mira,
Sancho, el que quieres, y azótate luego, y
págate de contado y de tu propia mano, pues
tienes dineros míos.
A cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos
y las orejas de un palmo, y dio
consentimiento en su corazón a azotarse de
buena gana; y dijo a su amo:
—Agora bien, señor, yo quiero disponerme
a dar gusto a vuestra merced en lo que
desea, con provecho mío; que el amor de mis
hijos y de mi mujer me hace que me muestre
interesado. Dígame vuestra merced: ¿cuánto
me dará por cada azote que me diere?
—Si yo te hubiera de pagar, Sancho
—
respondió don Quijote
—, conforme lo que
merece la grandeza y calidad deste remedio,
el tesoro de Venecia, las minas del Potosí
fueran poco para pagarte; toma tú el tiento a
lo que llevas mío, y pon el precio a cada
azote.
—Ellos
—respondió Sancho
— son tres mil y
trecientos y tantos; de ellos me he dado
hasta cinco: quedan los demás; entren entre
los tantos estos cinco, y vengamos a los tres
mil y trecientos, que a cuartillo cada uno, que
no llevaré menos si todo el mundo me lo
mandase, montan tres mil y trecientos
cuartillos, que son los tres mil, mil y
quinientos medios reales, que hacen
setecientos y cincuenta reales; y los
trecientos hacen ciento y cincuenta medios
reales, que vienen a hacer setenta y cinco
reales, que, juntándose a los setecientos y
cincuenta, son por todos ochocientos y veinte
y cinco reales. Éstos desfalcaré yo de los que
tengo de vuestra merced, y entraré en mi
casa rico y contento, aunque bien azotado;
porque no se toman truchas..., y no digo
más.
—¡Oh Sancho bendito! ¡Oh Sancho amable
—respondió don Quijote
—, y cuán obligados
hemos de quedar Dulcinea y yo a servirte
todos los días que el cielo nos diere de vida!
Si ella vuelve al ser perdido, que no es
posible sino que vuelva, su desdicha habrá
sido dicha, y mi vencimiento, felicísimo
triunfo. Y mira, Sancho, cuándo quieres
comenzar la diciplina, que porque la abrevies
te añado cien reales.
—¿Cuándo?
—replicó Sancho
—. Esta noche,
sin falta. Procure vuestra merced que la
tengamos en el campo, al cielo abierto, que
yo me abriré mis carnes.
Llegó la noche, esperada de don Quijote con
la mayor ansia del mundo, pareciéndole que
las ruedas del carro de Apolo se habían
quebrado, y que el día se alargaba más de lo
acostumbrado, bien así como acontece a los
enamorados, que jamás ajustan la cuenta de
sus deseos. Finalmente, se entraron entre
unos amenos árboles que poco desviados del
camino estaban, donde, dejando vacías la
silla y albarda de Rocinante y el rucio, se
tendieron sobre la verde yerba y cenaron del
repuesto de Sancho; el cual, haciendo del
cabestro y de la jáquima del rucio un
poderoso y flexible azote, se retiró hasta
veinte pasos de su amo, entre unas hayas.
Don Quijote, que le vio ir con denuedo y con
brío, le dijo:
—Mira, amigo, que no te hagas pedazos; da
lugar que unos azotes aguarden a otros; no
quieras apresurarte tanto en la carrera, que
en la mitad della te falte el aliento; quiero
decir que no te des tan recio que te falte la
vida antes de llegar al número deseado. Y,
porque no pierdas por carta de más ni de
menos, yo estaré desde aparte contando por
este mi rosario los azotes que te dieres.
Favorézcate el cielo conforme tu buena
intención merece.
—Al buen pagador no le duelen prendas
—
respondió Sancho
—: yo pienso darme de
manera que, sin matarme, me duela; que en
esto debe de consistir la sustancia deste
milagro.
Desnudóse luego de medio cuerpo arriba, y,
arrebatando el cordel, comenzó a darse, y
comenzó don Quijote a contar los azotes.
Hasta seis o ocho se habría dado Sancho,
cuando le pareció ser pesada la burla y muy
barato el precio della, y, deteniéndose un
poco, dijo a su amo que se llamaba a engaño,
porque merecía cada azote de aquéllos ser
pagado a medio real, no que a cuartillo.
—Prosigue, Sancho amigo, y no desmayes
—le dijo don Quijote
—, que yo doblo la
parada del precio.
—Dese modo
—dijo Sancho
—, ¡a la mano
de Dios, y lluevan azotes!
Pero el socarrón dejó de dárselos en las
espaldas, y daba en los árboles, con unos
suspiros de cuando en cuando, que parecía
que con cada uno dellos se le arrancaba el
alma. Tierna la de don Quijote, temeroso de
que no se le acabase la vida, y no consiguiese
su deseo por la imprudencia de Sancho, le
dijo:
—Por tu vida, amigo, que se quede en este
punto este negocio, que me parece muy
áspera esta medicina, y será bien dar tiempo
al tiempo; que no se ganó Zamora en un
hora. Más de mil azotes, si yo no he contado
mal, te has dado: bastan por agora; que el
asno, hablando a lo grosero, sufre la carga,
mas no la sobrecarga.
—No, no, señor
—respondió Sancho
—, no
se ha de decir por mí: "a dineros pagados,
brazos quebrados". Apártese vuestra merced
otro poco y déjeme dar otros mil azotes
siquiera, que a dos levadas déstas habremos
cumplido con esta partida, y aún nos sobrará
ropa.
—Pues tú te hallas con tan buena
disposición
—dijo don Quijote
—, el cielo te
ayude, y pégate, que yo me aparto.
Volvió Sancho a su tarea con tanto
denuedo, que ya había quitado las cortezas a
muchos árboles: tal era la riguridad con que
se azotaba; y, alzando una vez la voz, y
dando un desaforado azote en una haya,
dijo:
—¡Aquí morirás, Sansón, y cuantos con él
son!
Acudió don Quijote luego al son de la
lastimada voz y del golpe del riguroso azote,
y, asiendo del torcido cabestro que le servía
de corbacho a Sancho, le dijo:
—No permita la suerte, Sancho amigo, que
por el gusto mío pierdas tú la vida, que ha de
servir para sustentar a tu mujer y a tus hijos:
espere Dulcinea mejor coyuntura, que yo me
contendré en los límites de la esperanza
propincua, y esperaré que cobres fuerzas
nuevas, para que se concluya este negocio a
gusto de todos.
—Pues vuestra merced, señor mío, lo quiere
así
—respondió Sancho
—, sea en buena hora,
y écheme su ferreruelo sobre estas espaldas,
que estoy sudando y no querría resfriarme;
que los nuevos diciplinantes corren este
peligro.
Hízolo así don Quijote, y, quedándose en
pelota, abrigó a Sancho, el cual se durmió
hasta que le despertó el sol, y luego volvieron
a proseguir su camino, a quien dieron fin, por
entonces, en un lugar que tres leguas de allí
estaba. Apeáronse en un mesón, que por tal
le reconoció don Quijote, y no por castillo de
cava honda, torres, rastrillos y puente
levadiza; que, después que le vencieron, con
más juicio en todas las cosas discurría, como
agora se dirá. Alojáronle en una sala baja, a
quien servían de guadameciles unas sargas
viejas pintadas, como se usan en las aldeas.
En una dellas estaba pintada de malísima
mano el robo de Elena, cuando el atrevido
huésped se la llevó a Menalao, y en otra
estaba la historia de Dido y de Eneas, ella
sobre una alta torre, como que hacía señas
con una media sábana al fugitivo huésped,
que por el mar, sobre una fragata o
bergantín, se iba huyendo.
Notó en las dos historias que Elena no iba
de muy mala gana, porque se reía a socapa y
a lo socarrón; pero la hermosa Dido mostraba
verter lágrimas del tamaño de nueces por los
ojos. Viendo lo cual don Quijote, dijo:
—Estas dos señoras fueron
desdichadísimas, por no haber nacido en esta
edad, y yo sobre todos desdichado en no
haber nacido en la suya: encontrara a
aquestos señores, ni fuera abrasada Troya, ni
Cartago destruida, pues con sólo que yo
matara a Paris se escusaran tantas
desgracias.
—Yo apostaré
—dijo Sancho
— que antes de
mucho tiempo no ha de haber bodegón,
venta ni mesón, o tienda de barbero, donde
no ande pintada la historia de nuestras
hazañas. Pero querría yo que la pintasen
manos de otro mejor pintor que el que ha
pintado a éstas.
—Tienes razón, Sancho
—dijo don Quijote
—
, porque este pintor es como Orbaneja, un
pintor que estaba en Úbeda; que, cuando le
preguntaban qué pintaba, respondía: ''Lo que
saliere''; y si por ventura pintaba un gallo,
escribía debajo: "Éste es gallo", porque no
pensasen que era zorra. Desta manera me
parece a mí, Sancho, que debe de ser el
pintor o escritor, que todo es uno, que sacó a
luz la historia deste nuevo don Quijote que ha
salido: que pintó o escribió lo que saliere; o
habrá sido como un poeta que andaba los
años pasados en la corte, llamado Mauleón,
el cual respondía de repente a cuanto le
preguntaban; y, preguntándole uno que qué
quería decir Deum de Deo, respondió: ''Dé
donde diere''. Pero, dejando esto aparte,
dime si piensas, Sancho, darte otra tanda
esta noche, y si quieres que sea debajo de
techado, o al cielo abierto.
—Pardiez, señor
—respondió Sancho
—, que
para lo que yo pienso darme, eso se me da
en casa que en el campo; pero, con todo eso,
querría que fuese entre árboles, que parece
que me acompañan y me ayudan a llevar mi
trabajo maravillosamente.
—Pues no ha de ser así, Sancho amigo
—
respondió don Quijote
—, sino que para que
tomes fuerzas, lo hemos de guardar para
nuestra aldea, que, a lo más tarde,
llegaremos allá después de mañana.
Sancho respondió que hiciese su gusto,
pero que él quisiera concluir con brevedad
aquel negocio a sangre caliente y cuando
estaba picado el molino, porque en la
tardanza suele estar muchas veces el peligro;
y a Dios rogando y con el mazo dando, y que
más valía un "toma" que dos "te daré", y el
pájaro en la mano que el buitre volando.
—No más refranes, Sancho, por un solo
Dios
—dijo don Quijote
—, que parece que te
vuelves al sicut erat; habla a lo llano, a lo
liso, a lo no intricado, como muchas veces te
he dicho, y verás como te vale un pan por
ciento.
—No sé qué mala ventura es esta mía
—
respondió Sancho
—, que no sé decir razón
sin refrán, ni refrán que no me parezca
razón; pero yo me enmendaré, si pudiere.
Y, con esto, cesó por entonces su plática.
Capítulo LXXII. De cómo
don Quijote y Sancho
llegaron a su aldea
Todo aquel día, esperando la noche,
estuvieron en aquel lugar y mesón don
Quijote y Sancho: el uno, para acabar en la
campaña rasa la tanda de su diciplina, y el
otro, para ver el fin della, en el cual consistía
el de su deseo. Llegó en esto al mesón un
caminante a caballo, con tres o cuatro
criados, uno de los cuales dijo al que el señor
dellos parecía:
—Aquí puede vuestra merced, señor don
Álvaro Tarfe, pasar hoy la siesta: la posada
parece limpia y fresca.
Oyendo esto don Quijote, le dijo a Sancho:
—Mira, Sancho: cuando yo hojeé aquel libro
de la segunda parte de mi historia, me parece
que de pasada topé allí este nombre de don
Álvaro Tarfe.
—Bien podrá ser
—respondió Sancho
—.
Dejémosle apear, que después se lo
preguntaremos.
El caballero se apeó, y, frontero del
aposento de don Quijote, la huéspeda le dio
una sala baja, enjaezada con otras pintadas
sargas, como las que tenía la estancia de don
Quijote. Púsose el recién venido caballero a lo
de verano, y, saliéndose al portal del mesón,
que era espacioso y fresco, por el cual se
paseaba don Quijote, le preguntó:
—¿Adónde bueno camina vuestra merced,
señor gentilhombre?
Y don Quijote le respondió:
—A una aldea que está aquí cerca, de
donde soy natural. Y vuestra merced, ¿dónde
camina?
—Yo, señor
—respondió el caballero
—, voy
a Granada, que es mi patria.
—¡Y buena patria!
—replicó don Quijote
—.
Pero, dígame vuestra merced, por cortesía,
su nombre, porque me parece que me ha de
importar saberlo más de lo que buenamente
podré decir.
—Mi nombre es don Álvaro Tarfe
—
respondió el huésped.
A lo que replicó don Quijote:
—Sin duda alguna pienso que vuestra
merced debe de ser aquel don Álvaro Tarfe
que anda impreso en la Segunda parte de la
historia de don Quijote de la Mancha, recién
impresa y dada a la luz del mundo por un
autor moderno.
—El mismo soy
—respondió el caballero
—, y
el tal don Quijote, sujeto principal de la tal
historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el
que le sacó de su tierra, o, a lo menos, le
moví a que viniese a unas justas que se
hacían en Zaragoza, adonde yo iba; y, en
verdad en verdad que le hice muchas
amistades, y que le quité de que no le
palmease las espaldas el verdugo, por ser
demasiadamente atrevido.
—Y, dígame vuestra merced, señor don
Álvaro, ¿parezco yo en algo a ese tal don
Quijote que vuestra merced dice?
—No, por cierto
—respondió el huésped
—:
en ninguna manera.
—Y ese don Quijote
—dijo el nuestro
—,
¿traía consigo a un escudero llamado Sancho
Panza?
—Sí traía
—respondió don Álvaro
—; y,
aunque tenía fama de muy gracioso, nunca le
oí decir gracia que la tuviese.
—Eso creo yo muy bien
—dijo a esta sazón
Sancho
—, porque el decir gracias no es para
todos, y ese Sancho que vuestra merced
dice, señor gentilhombre, debe de ser algún
grandísimo bellaco, frión y ladrón
juntamente, que el verdadero Sancho Panza
soy yo, que tengo más gracias que llovidas; y
si no, haga vuestra merced la experiencia, y
ándese tras de mí, por los menos un año, y
verá que se me caen a cada paso, y tales y
tantas que, sin saber yo las más veces lo que
me digo, hago reír a cuantos me escuchan; y
el verdadero don Quijote de la Mancha, el
famoso, el valiente y el discreto, el
enamorado, el desfacedor de agravios, el
tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de
las viudas, el matador de las doncellas, el que
tiene por única señora a la sin par Dulcinea
del Toboso, es este señor que está presente,
que es mi amo; todo cualquier otro don
Quijote y cualquier otro Sancho Panza es
burlería y cosa de sueño.
—¡Por Dios que lo creo!
—respondió don
Álvaro
—, porque más gracias habéis dicho
vos, amigo, en cuatro razones que habéis
hablado, que el otro Sancho Panza en
cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas.
Más tenía de comilón que de bien hablado, y
más de tonto que de gracioso, y tengo por sin
duda que los encantadores que persiguen a
don Quijote el bueno han querido
perseguirme a mí con don Quijote el malo.
Pero no sé qué me diga; que osaré yo jurar
que le dejo metido en la casa del Nuncio, en
Toledo, para que le curen, y agora remanece
aquí otro don Quijote, aunque bien diferente
del mío.
—Yo
—dijo don Quijote
— no sé si soy
bueno, pero sé decir que no soy el malo; para
prueba de lo cual quiero que sepa vuesa
merced, mi señor don Álvaro Tarfe, que en
todos los días de mi vida no he estado en
Zaragoza; antes, por haberme dicho que ese
don Quijote fantástico se había hallado en las
justas desa ciudad, no quise yo entrar en
ella, por sacar a las barbas del mundo su
mentira; y así, me pasé de claro a Barcelona,
archivo de la cortesía, albergue de los
estranjeros, hospital de los pobres, patria de
los valientes, venganza de los ofendidos y
correspondencia grata de firmes amistades,
y, en sitio y en belleza, única. Y, aunque los
sucesos que en ella me han sucedido no son
de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre,
los llevo sin ella, sólo por haberla visto.
Finalmente, señor don Álvaro Tarfe, yo soy
don Quijote de la Mancha, el mismo que dice
la fama, y no ese desventurado que ha
querido usurpar mi nombre y honrarse con
mis pensamientos. A vuestra merced suplico,
por lo que debe a ser caballero, sea servido
de hacer una declaración ante el alcalde
deste lugar, de que vuestra merced no me ha
visto en todos los días de su vida hasta
agora, y de que yo no soy el don Quijote
impreso en la segunda parte, ni este Sancho
Panza mi escudero es aquél que vuestra
merced conoció.
—Eso haré yo de muy buena gana
—
respondió don Álvaro
—, puesto que cause
admiración ver dos don Quijotes y dos
Sanchos a un mismo tiempo, tan conformes
en los nombres como diferentes en las
acciones; y vuelvo a decir y me afirmo que
no he visto lo que he visto, ni ha pasado por
mí lo que ha pasado.
—Sin duda
—dijo Sancho
— que vuestra
merced debe de estar encantado, como mi
señora Dulcinea del Toboso, y pluguiera al
cielo que estuviera su desencanto de vuestra
merced en darme otros tres mil y tantos
azotes como me doy por ella, que yo me los
diera sin interés alguno.
—No entiendo eso de azotes
—dijo don
Álvaro.
Y Sancho le respondió que era largo de
contar, pero que él se lo contaría si acaso
iban un mesmo camino.
Llegóse en esto la hora de comer; comieron
juntos don Quijote y don Álvaro. Entró acaso
el alcalde del pueblo en el mesón, con un
escribano, ante el cual alcalde pidió don
Quijote, por una petición, de que a su
derecho convenía de que don Álvaro Tarfe,
aquel caballero que allí estaba presente,
declarase ante su merced como no conocía a
don Quijote de la Mancha, que asimismo
estaba allí presente, y que no era aquél que
andaba impreso en una historia intitulada:
Segunda parte de don Quijote de la Mancha,
compuesta por un tal de Avellaneda, natural
de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó
jurídicamente; la declaración se hizo con
todas las fuerzas que en tales casos debían
hacerse, con lo que quedaron don Quijote y
Sancho muy alegres, como si les importara
mucho semejante declaración y no mostrara
claro la diferencia de los dos don Quijotes y la
de los dos Sanchos sus obras y sus palabras.
Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron
entre don Álvaro y don Quijote, en las cuales
mostró el gran manchego su discreción, de
modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del
error en que estaba; el cual se dio a entender
que debía de estar encantado, pues tocaba
con la mano dos tan contrarios don Quijotes.
Llegó la tarde, partiéronse de aquel lugar, y
a obra de media legua se apartaban dos
caminos diferentes, el uno que guiaba a la
aldea de don Quijote, y el otro el que había
de llevar don Álvaro. En este poco espacio le
contó don Quijote la desgracia de su
vencimiento y el encanto y el remedio de
Dulcinea, que todo puso en nueva admiración
a don Álvaro, el cual, abrazando a don
Quijote y a Sancho, siguió su camino, y don
Quijote el suyo, que aquella noche la pasó
entre otros árboles, por dar lugar a Sancho
de cumplir su penitencia, que la cumplió del
mismo modo que la pasada noche, a costa de
las cortezas de las hayas, harto más que de
sus espaldas, que las guardó tanto, que no
pudieran quitar los azotes una mosca,
aunque la tuviera encima.
No perdió el engañado don Quijote un solo
golpe de la cuenta, y halló que con los de la
noche pasada era tres mil y veinte y nueve.
Parece que había madrugado el sol a ver el
sacrificio, con cuya luz volvieron a proseguir
su camino, tratando entre los dos del engaño
de don Álvaro y de cuán bien acordado había
sido tomar su declaración ante la justicia, y
tan auténticamente.
Aquel día y aquella noche caminaron sin
sucederles cosa digna de contarse, si no fue
que en ella acabó Sancho su tarea, de que
quedó don Quijote contento sobremodo, y
esperaba el día, por ver si en el camino
topaba ya desencantada a Dulcinea su
señora; y, siguiendo su camino, no topaba
mujer ninguna que no iba a reconocer si era
Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no
poder mentir las promesas de Merlín.
Con estos pensamientos y deseos subieron
una cuesta arriba, desde la cual descubrieron
su aldea, la cual, vista de Sancho, se hincó
de rodillas y dijo:
—Abre los ojos, deseada patria, y mira que
vuelve a ti Sancho Panza, tu hijo, si no muy
rico, muy bien azotado. Abre los brazos y
recibe también tu hijo don Quijote, que si
viene vencido de los brazos ajenos, viene
vencedor de sí mismo; que, según él me ha
dicho, es el mayor vencimiento que desearse
puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes
me daban, bien caballero me iba.
—Déjate desas sandeces
—dijo don
Quijote
—, y vamos con pie derecho a entrar
en nuestro lugar, donde daremos vado a
nuestras imaginaciones, y la traza que en la
pastoral vida pensamos ejercitar.
Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron a
su pueblo.
Capítulo LXXIII. De los
agüeros que tuvo don
Quijote al entrar de su
aldea, con otros sucesos
que adornan y acreditan
esta grande historia
A la entrada del cual, según dice Cide
Hamete, vio don Quijote que en las eras del
lugar estaban riñendo dos mochachos, y el
uno dijo al otro:
—No te canses Periquillo, que no la has de
ver en todos los días de tu vida.
Oyólo don Quijote, y dijo a Sancho:
—¿No adviertes, amigo, lo que aquel
mochacho ha dicho: ''no la has de ver en
todos los días de tu vida''?
—Pues bien, ¿qué importa
—respondió
Sancho
— que haya dicho eso el mochacho?
—¿Qué?
—replicó don Quijote
—. ¿No vees
tú que, aplicando aquella palabra a mi
intención, quiere significar que no tengo de
ver más a Dulcinea?
Queríale responder Sancho, cuando se lo
estorbó ver que por aquella campaña venía
huyendo una liebre, seguida de muchos
galgos y cazadores, la cual, temerosa, se vino
a recoger y a agazapar debajo de los pies del
rucio. Cogióla Sancho a mano salva y
presentósela a don Quijote, el cual estaba
diciendo:
—Malum signum! Malum signum! Liebre
huye, galgos la siguen: ¡Dulcinea no parece!
—Estraño es vuesa merced
—dijo Sancho
—.
Presupongamos que esta liebre es Dulcinea
del Toboso y estos galgos que la persiguen
son los malandrines encantadores que la
transformaron en labradora: ella huye, yo la
cojo y la pongo en poder de vuesa merced,
que la tiene en sus brazos y la regala: ¿qué
mala señal es ésta, ni qué mal agüero se
puede tomar de aquí?
Los dos mochachos de la pendencia se
llegaron a ver la liebre, y al uno dellos
preguntó Sancho que por qué reñían. Y fuele
respondido por el que había dicho ''no la
verás más en toda tu vida'', que él había
tomado al otro mochacho una jaula de grillos,
la cual no pensaba volvérsela en toda su
vida. Sacó Sancho cuatro cuartos de la
faltriquera y dióselos al mochacho por la
jaula, y púsosela en las manos a don Quijote,
diciendo:
—He aquí, señor, rompidos y desbaratados
estos agüeros, que no tienen que ver más
con nuestros sucesos, según que yo imagino,
aunque tonto, que con las nubes de antaño. Y
si no me acuerdo mal, he oído decir al cura
de nuestro pueblo que no es de personas
cristianas ni discretas mirar en estas niñerías;
y aun vuesa merced mismo me lo dijo los
días pasados, dándome a entender que eran
tontos todos aquellos cristianos que miraban
en agüeros. Y no es menester hacer hincapié
en esto, sino pasemos adelante y entremos
en nuestra aldea.
Llegaron los cazadores, pidieron su liebre, y
diósela don Quijote; pasaron adelante, y, a la
entrada del pueblo, toparon en un pradecillo
rezando al cura y al bachiller Carrasco. Y es
de saber que Sancho Panza había echado
sobre el rucio y sobre el lío de las armas,
para que sirviese de repostero, la túnica de
bocací, pintada de llamas de fuego que le
vistieron en el castillo del duque la noche que
volvió en sí Altisidora. Acomodóle también la
coroza en la cabeza, que fue la más nueva
transformación y adorno con que se vio
jamás jumento en el mundo.
Fueron luego conocidos los dos del cura y
del bachiller, que se vinieron a ellos con los
brazos abiertos. Apeóse don Quijote y
abrazólos estrechamente; y los mochachos,
que son linces no escusados, divisaron la
coroza del jumento y acudieron a verle, y
decían unos a otros:
—Venid, mochachos, y veréis el asno de
Sancho Panza más galán que Mingo, y la
bestia de don Quijote más flaca hoy que el
primer día.
Finalmente, rodeados de mochachos y
acompañados del cura y del bachiller,
entraron en el pueblo, y se fueron a casa de
don Quijote, y hallaron a la puerta della al
ama y a su sobrina, a quien ya habían llegado
las nuevas de su venida. Ni más ni menos se
las habían dado a Teresa Panza, mujer de
Sancho, la cual, desgreñada y medio
desnuda, trayendo de la mano a Sanchica, su
hija, acudió a ver a su marido; y, viéndole no
tan bien adeliñado como ella se pensaba que
había de estar un gobernador, le dijo:
—¿Cómo venís así, marido mío, que me
parece que venís a pie y despeado, y más
traéis semejanza de desgobernado que de
gobernador?
—Calla, Teresa
—respondió Sancho
—, que
muchas veces donde hay estacas no hay
tocinos, y vámonos a nuestra casa, que allá
oirás maravillas. Dineros traigo, que es lo que
importa, ganados por mi industria y sin daño
de nadie.
—Traed vos dinero, mi buen marido
—dijo
Teresa
—, y sean ganados por aquí o por allí,
que, comoquiera que los hayáis ganado, no
habréis hecho usanza nueva en el mundo.
Abrazó Sanchica a su padre, y preguntóle si
traía algo, que le estaba esperando como el
agua de mayo; y, asiéndole de un lado del
cinto, y su mujer de la mano, tirando su hija
al rucio, se fueron a su casa, dejando a don
Quijote en la suya, en poder de su sobrina y
de su ama, y en compañía del cura y del
bachiller.
Don Quijote, sin guardar términos ni horas,
en aquel mismo punto se apartó a solas con
el bachiller y el cura, y en breves razones les
contó su vencimiento, y la obligación en que
había quedado de no salir de su aldea en un
año, la cual pensaba guardar al pie de la
letra, sin traspasarla en un átomo, bien así
como caballero andante, obligado por la
puntualidad y orden de la andante caballería,
y que tenía pensado de hacerse aquel año
pastor, y entretenerse en la soledad de los
campos, donde a rienda suelta podía dar
vado a sus amorosos pensamientos,
ejercitándose en el pastoral y virtuoso
ejercicio; y que les suplicaba, si no tenían
mucho que hacer y no estaban impedidos en
negocios más importantes, quisiesen ser sus
compañeros; que él compraría ovejas y
ganado suficiente que les diese nombre de
pastores; y que les hacía saber que lo más
principal de aquel negocio estaba hecho,
porque les tenía puestos los nombres, que les
vendrían como de molde. Díjole el cura que
los dijese. Respondió don Quijote que él se
había de llamar el pastor Quijotiz; y el
bachiller, el pastor Carrascón; y el cura, el
pastor Curambro; y Sancho Panza, el pastor
Pancino.
Pasmáronse todos de ver la nueva locura de
don Quijote; pero, porque no se les fuese
otra vez del pueblo a sus caballerías,
esperando que en aquel año podría ser
curado, concedieron con su nueva intención,
y aprobaron por discreta su locura,
ofreciéndosele por compañeros en su
ejercicio.
—Y más
—dijo Sansón Carrasco
—, que,
como ya todo el mundo sabe, yo soy
celebérrimo poeta y a cada paso compondré
versos pastoriles, o cortesanos, o como más
me viniere a cuento, para que nos
entretengamos por esos andurriales donde
habemos de andar; y lo que más es
menester, señores míos, es que cada uno
escoja el nombre de la pastora que piensa
celebrar en sus versos, y que no dejemos
árbol, por duro que sea, donde no la retule y
grabe su nombre, como es uso y costumbre
de los enamorados pastores.
—Eso está de molde
—respondió don
Quijote
—, puesto que yo estoy libre de
buscar nombre de pastora fingida, pues está
ahí la sin par Dulcinea del Toboso, gloria de
estas riberas, adorno de estos prados,
sustento de la hermosura, nata de los
donaires, y, finalmente, sujeto sobre quien
puede asentar bien toda alabanza, por
hipérbole que sea.
—Así es verdad
—dijo el cura
—, pero
nosotros buscaremos por ahí pastoras
mañeruelas, que si no nos cuadraren, nos
esquinen.
A lo que añadió Sansón Carrasco:
—Y cuando faltaren, darémosles los
nombres de las estampadas e impresas, de
quien está lleno el mundo: Fílidas, Amarilis,
Dianas, Fléridas, Galateas y Belisardas; que,
pues las venden en las plazas, bien las
podemos comprar nosotros y tenerlas por
nuestras. Si mi dama, o, por mejor decir, mi
pastora, por ventura se llamare Ana, la
celebraré debajo del nombre de Anarda; y si
Francisca, la llamaré yo Francenia; y si Lucía,
Lucinda, que todo se sale allá; y Sancho
Panza, si es que ha de entrar en esta
cofadría, podrá celebrar a su mujer Teresa
Panza con nombre de Teresaina.
Rióse don Quijote de la aplicación del
nombre, y el cura le alabó infinito su honesta
y honrada resolución, y se ofreció de nuevo a
hacerle compañía todo el tiempo que le
vacase de atender a sus forzosas
obligaciones. Con esto, se despidieron dél, y
le rogaron y aconsejaron tuviese cuenta con
su salud, con regalarse lo que fuese bueno.
Quiso la suerte que su sobrina y el ama
oyeron la plática de los tres; y, así como se
fueron, se entraron entrambas con don
Quijote, y la sobrina le dijo:
—¿Qué es esto, señor tío? ¿Ahora que
pensábamos nosotras que vuestra merced
volvía a reducirse en su casa, y pasar en ella
una vida quieta y honrada, se quiere meter
en nuevos laberintos, haciéndose
Pastorcillo, tú que vienes,
pastorcico, tú que vas?
Pues en verdad que está ya duro el alcacel
para zampoñas.
A lo que añadió el ama:
Y ¿podrá vuestra merced pasar en el campo
las siestas del verano, los serenos del
invierno, el aullido de los lobos? No, por
cierto, que éste es ejercicio y oficio de
hombres robustos, curtidos y criados para tal
ministerio casi desde las fajas y mantillas.
Aun, mal por mal, mejor es ser caballero
andante que pastor.
Mire, señor, tome mi
consejo, que no se le doy sobre estar harta
de pan y vino, sino en ayunas, y sobre
cincuenta años que tengo de edad: estése en
su casa, atienda a su hacienda, confiese a
menudo, favorezca a los pobres, y sobre mi
ánima si mal le fuere.
—Callad, hijas
—les respondió don Quijote
—
, que yo sé bien lo que me cumple. Llevadme
al lecho, que me parece que no estoy muy
bueno, y tened por cierto que, ahora sea
caballero andante o pastor por andar, no
dejaré siempre de acudir a lo que hubiéredes
menester, como lo veréis por la obra.
Y las buenas hijas
—que lo eran sin duda
ama y sobrina
— le llevaron a la cama, donde
le dieron de comer y regalaron lo posible.
Capítulo LXXIV. De cómo
don Quijote cayó malo, y del
testamento que hizo, y su
muerte
Como las cosas humanas no sean eternas,
yendo siempre en declinación de sus
principios hasta llegar a su último fin,
especialmente las vidas de los hombres, y
como la de don Quijote no tuviese privilegio
del cielo para detener el curso de la suya,
llegó su fin y acabamiento cuando él menos
lo pensaba; porque, o ya fuese de la
melancolía que le causaba el verse vencido, o
ya por la disposición del cielo, que así lo
ordenaba, se le arraigó una calentura que le
tuvo seis días en la cama, en los cuales fue
visitado muchas veces del cura, del bachiller
y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la
cabecera Sancho Panza, su buen escudero.
Éstos, creyendo que la pesadumbre de
verse vencido y de no ver cumplido su deseo
en la libertad y desencanto de Dulcinea le
tenía de aquella suerte, por todas las vías
posibles procuraban alegrarle, diciéndole el
bachiller que se animase y levantase, para
comenzar su pastoral ejercicio, para el cual
tenía ya compuesta una écloga, que mal año
para cuantas Sanazaro había compuesto, y
que ya tenía comprados de su propio dinero
dos famosos perros para guardar el ganado:
el uno llamado Barcino, y el otro Butrón, que
se los había vendido un ganadero del
Quintanar. Pero no por esto dejaba don
Quijote sus tristezas.
Llamaron sus amigos al médico, tomóle el
pulso, y no le contentó mucho, y dijo que,
por sí o por no, atendiese a la salud de su
alma, porque la del cuerpo corría peligro.
Oyólo don Quijote con ánimo sosegado, pero
no lo oyeron así su ama, su sobrina y su
escudero, los cuales comenzaron a llorar
tiernamente, como si ya le tuvieran muerto
delante. Fue el parecer del médico que
melancolías y desabrimientos le acababan.
Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque
quería dormir un poco. Hiciéronlo así y
durmió de un tirón, como dicen, más de seis
horas; tanto, que pensaron el ama y la
sobrina que se había de quedar en el sueño.
Despertó al cabo del tiempo dicho, y, dando
una gran voz, dijo:
—¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto
bien me ha hecho! En fin, sus misericordias
no tienen límite, ni las abrevian ni impiden
los pecados de los hombres.
Estuvo atenta la sobrina a las razones del
tío, y pareciéronle más concertadas que él
solía decirlas, a lo menos, en aquella
enfermedad, y preguntóle:
—¿Qué es lo que vuestra merced dice,
señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué
misericordias son éstas, o qué pecados de los
hombres?
—Las misericordias
—respondió don
Quijote
—, sobrina, son las que en este
instante ha usado Dios conmigo, a quien,
como dije, no las impiden mis pecados. Yo
tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras
caliginosas de la ignorancia, que sobre él me
pusieron mi amarga y continua leyenda de los
detestables libros de las caballerías. Ya
conozco sus disparates y sus embelecos, y no
me pesa sino que este desengaño ha llegado
tan tarde, que no me deja tiempo para hacer
alguna recompensa, leyendo otros que sean
luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto
de muerte; querría hacerla de tal modo, que
diese a entender que no había sido mi vida
tan mala que dejase renombre de loco, que,
puesto que lo he sido, no querría confirmar
esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga,
a mis buenos amigos: el cura, al bachiller
Sansón Carrasco y a maese Nicolás, el
barbero, que quiero confesarme y hacer mi
testamento.
Pero de este trabajo se escusó la sobrina
con la entrada de los tres. Apenas los vio don
Quijote, cuando dijo:
—Dadme albricias, buenos señores, de que
ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino
Alonso Quijano, a quien mis costumbres me
dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo
de Amadís de Gaula y de toda la infinita
caterva de su linaje, ya me son odiosas todas
las historias profanas del andante caballería,
ya conozco mi necedad y el peligro en que
me pusieron haberlas leído, ya, por
misericordia de Dios, escarmentando en
cabeza propia, las abomino.
Cuando esto le oyeron decir los tres,
creyeron, sin duda, que alguna nueva locura
le había tomado. Y Sansón le dijo:
—¿Ahora, señor don Quijote, que tenemos
nueva que está desencantada la señora
Dulcinea, sale vuestra merced con eso? Y
¿agora que estamos tan a pique de ser
pastores, para pasar cantando la vida, como
unos príncipes, quiere vuesa merced hacerse
ermitaño? Calle, por su vida, vuelva en sí, y
déjese de cuentos.
—Los de hasta aquí
—replicó don Quijote
—,
que han sido verdaderos en mi daño, los ha
de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en
mi provecho. Yo, señores, siento que me voy
muriendo a toda priesa; déjense burlas
aparte, y traíganme un confesor que me
confiese y un escribano que haga mi
testamento, que en tales trances como éste
no se ha de burlar el hombre con el alma; y
así, suplico que, en tanto que el señor cura
me confiesa, vayan por el escribano.
Miráronse unos a otros, admirados de las
razones de don Quijote, y, aunque en duda,
le quisieron creer; y una de las señales por
donde conjeturaron se moría fue el haber
vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo,
porque a las ya dichas razones añadió otras
muchas tan bien dichas, tan cristianas y con
tanto concierto, que del todo les vino a quitar
la duda, y a creer que estaba cuerdo.
Hizo salir la gente el cura, y quedóse solo
con él, y confesóle.
El bachiller fue por el escribano, y de allí a
poco volvió con él y con Sancho Panza; el
cual Sancho, que ya sabía por nuevas del
bachiller en qué estado estaba su señor,
hallando a la ama y a la sobrina llorosas,
comenzó a hacer pucheros y a derramar
lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el
cura, diciendo:
—Verdaderamente se muere, y
verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano
el Bueno; bien podemos entrar para que haga
su testamento.
Estas nuevas dieron un terrible empujón a
los ojos preñados de ama, sobrina y de
Sancho Panza, su buen escudero, de tal
manera, que los hizo reventar las lágrimas de
los ojos y mil profundos suspiros del pecho;
porque, verdaderamente, como alguna vez se
ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso
Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue
don Quijote de la Mancha, fue siempre de
apacible condición y de agradable trato, y por
esto no sólo era bien querido de los de su
casa, sino de todos cuantos le conocían.
Entró el escribano con los demás, y,
después de haber hecho la cabeza del
testamento y ordenado su alma don Quijote,
con todas aquellas circunstancias cristianas
que se requieren, llegando a las mandas,
dijo:
—Ítem, es mi voluntad que de ciertos
dineros que Sancho Panza, a quien en mi
locura hice mi escudero, tiene, que, porque
ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y
dares y tomares, quiero que no se le haga
cargo dellos, ni se le pida cuenta alguna, sino
que si sobrare alguno, después de haberse
pagado de lo que le debo, el restante sea
suyo, que será bien poco, y buen provecho le
haga; y, si como estando yo loco fui parte
para darle el gobierno de la ínsula, pudiera
agora, estando cuerdo, darle el de un reino,
se le diera, porque la sencillez de su
condición y fidelidad de su trato lo merece.
Y, volviéndose a Sancho, le dijo:
—Perdóname, amigo, de la ocasión que te
he dado de parecer loco como yo, haciéndote
caer en el error en que yo he caído, de que
hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
—¡Ay!
—respondió Sancho, llorando
—: no
se muera vuestra merced, señor mío, sino
tome mi consejo y viva muchos años, porque
la mayor locura que puede hacer un hombre
en esta vida es dejarse morir, sin más ni
más, sin que nadie le mate, ni otras manos le
acaben que las de la melancolía. Mire no sea
perezoso, sino levántese desa cama, y
vámonos al campo vestidos de pastores,
como tenemos concertado: quizá tras de
alguna mata hallaremos a la señora doña
Dulcinea desencantada, que no haya más que
ver. Si es que se muere de pesar de verse
vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que
por haber yo cinchado mal a Rocinante le
derribaron; cuanto más, que vuestra merced
habrá visto en sus libros de caballerías ser
cosa ordinaria derribarse unos caballeros a
otros, y el que es vencido hoy ser vencedor
mañana.
—Así es
—dijo Sansón
—, y el buen Sancho
Panza está muy en la verdad destos casos.
—Señores
—dijo don Quijote
—, vámonos
poco a poco, pues ya en los nidos de antaño
no hay pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy
cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy
agora, como he dicho, Alonso Quijano el
Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi
arrepentimiento y mi verdad volverme a la
estimación que de mí se tenía, y prosiga
adelante el señor escribano.
»Ítem, mando toda mi hacienda, a puerta
cerrada, a Antonia Quijana, mi sobrina, que
está presente, habiendo sacado primero de lo
más bien parado della lo que fuere menester
para cumplir las mandas que dejo hechas; y
la primera satisfación que se haga quiero que
sea pagar el salario que debo del tiempo que
mi ama me ha servido, y más veinte ducados
para un vestido. Dejo por mis albaceas al
señor cura y al señor bachiller Sansón
Carrasco, que están presentes.
»Ítem, es mi voluntad que si Antonia
Quijana, mi sobrina, quisiere casarse, se case
con hombre de quien primero se haya hecho
información que no sabe qué cosas sean
libros de caballerías; y, en caso que se
averiguare que lo sabe, y, con todo eso, mi
sobrina quisiere casarse con él, y se casare,
pierda todo lo que le he mandado, lo cual
puedan mis albaceas distribuir en obras pías
a su voluntad.
»Ítem, suplico a los dichos señores mis
albaceas que si la buena suerte les trujere a
conocer al autor que dicen que compuso una
historia que anda por ahí con el título de
Segunda parte de las hazañas de don Quijote
de la Mancha, de mi parte le pidan, cuan
encarecidamente ser pueda, perdone la
ocasión que sin yo pensarlo le di de haber
escrito tantos y tan grandes disparates como
en ella escribe, porque parto desta vida con
escrúpulo de haberle dado motivo para
escribirlos.
Cerró con esto el testamento, y, tomándole
un desmayo, se tendió de largo a largo en la
cama. Alborotáronse todos y acudieron a su
remedio, y en tres días que vivió después
deste donde hizo el testamento, se
desmayaba muy a menudo. Andaba la casa
alborotada; pero, con todo, comía la sobrina,
brindaba el ama, y se regocijaba Sancho
Panza; que esto del heredar algo borra o
templa en el heredero la memoria de la pena
que es razón que deje el muerto.
En fin, llegó el último de don Quijote,
después de recebidos todos los sacramentos,
y después de haber abominado con muchas y
eficaces razones de los libros de caballerías.
Hallóse el escribano presente, y dijo que
nunca había leído en ningún libro de
caballerías que algún caballero andante
hubiese muerto en su lecho tan
sosegadamente y tan cristiano como don
Quijote; el cual, entre compasiones y
lágrimas de los que allí se hallaron, dio su
espíritu: quiero decir que se murió.
Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le
diese por testimonio como Alonso Quijano el
Bueno, llamado comúnmente don Quijote de
la Mancha, había pasado desta presente vida
y muerto naturalmente; y que el tal
testimonio pedía para quitar la ocasión de
algún otro autor que Cide Hamete Benengeli
le resucitase falsamente, y hiciese
inacabables historias de sus hazañas.
Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la
Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide
Hamete puntualmente, por dejar que todas
las villas y lugares de la Mancha contendiesen
entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo,
como contendieron las siete ciudades de
Grecia por Homero.
Déjanse de poner aquí los llantos de
Sancho, sobrina y ama de don Quijote, los
nuevos epitafios de su sepultura, aunque
Sansón Carrasco le puso éste:
Yace aquí el Hidalgo fuerte
que a tanto estremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco;
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco.
Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su
pluma:
—Aquí quedarás, colgada desta espetera y
deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o
mal tajada péñola mía, adonde vivirás
luengos siglos, si presuntuosos y malandrines
historiadores no te descuelgan para
profanarte. Pero, antes que a ti lleguen, les
puedes advertir, y decirles en el mejor modo
que pudieres:
''¡Tate, tate, folloncicos!
De ninguno sea tocada;
porque esta impresa, buen rey,
para mí estaba guardada.
Para mí sola nació don Quijote, y yo para
él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos
somos para en uno, a despecho y pesar del
escritor fingido y tordesillesco que se atrevió,
o se ha de atrever, a escribir con pluma de
avestruz grosera y mal deliñada las hazañas
de mi valeroso caballero, porque no es carga
de sus hombros ni asunto de su resfriado
ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a
conocerle, que deje reposar en la sepultura
los cansados y ya podridos huesos de don
Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los
fueros de la muerte, a Castilla la Vieja,
haciéndole salir de la fuesa donde real y
verdaderamente yace tendido de largo a
largo, imposibilitado de hacer tercera jornada
y salida nueva; que, para hacer burla de
tantas como hicieron tantos andantes
caballeros, bastan las dos que él hizo, tan a
gusto y beneplácito de las gentes a cuya
noticia llegaron, así en éstos como en los
estraños reinos''. Y con esto cumplirás con tu
cristiana profesión, aconsejando bien a quien
mal te quiere, y yo quedaré satisfecho y
ufano de haber sido el primero que gozó el
fruto de sus escritos enteramente, como
deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que
poner en aborrecimiento de los hombres las
fingidas y disparatadas historias de los libros
de caballerías, que, por las de mi verdadero
don Quijote, van ya tropezando, y han de
caer del todo, sin duda alguna. Vale.
Fin