Libro 2 ,Libro 3 , Libro 4 , Libro 5 , Libro 6 , Libro 7 , Libro 8 , Libro 9 , Libro 10 , Libro 11 , Libro12 ,
Libro I
1Canto a
las armas y al varón, que llegó el primero, prófugo por el hado, de las costas
2 de
Troya a Italia y a los litorales lavinios,
3 muy
azotado no sólo por las tierras sino por el alto mar
4 por la
fuerza de los altísimos, a causa de la ira memoriosa de la cruel Juno.
5 Y (que
había) sufido muchas cosas también por la guerra, mientras fundara la ciudad,
6 y llevara
los dioses al Lacio, de donde (es) el pueblo latino,
7 y los
padres albanos, y las murallas de la alta Roma.
8 Musa,
rememórame las causas, por qué numen ofendido
9 o
doliéndose por qué, la reina de los dioses empujara a sufrir tantos sucesos
(casos)
10
a un hombre insigne por su piedad, a afrrontar tantas labores.
11 ¿Acaso
tan grandes (son) las iras para los ánimos celestiales?
12 Una
urbe antigua hubo, Cartago, los colonos tirios la tuvieron,
13 frente
a Italia y a las bocas del Tíber, lejos,
14 rica de
recursos y muy áspera en los afanes de la guerra;
15 a la
que, se dice, Juno (Juno es referida que) cultivó más, a ella sola, que a todas
las tierras,
16
(incluso) dejada-atrás Samos; aquí las armas de ella,
17 aquí su
carro estuvo; la diosa, si algunos hados lo consienten,
18 ya
entonces pretende e intenta que éste sea el rey (reino) para los pueblos.
19 Pero de
hecho había oído que era conducida una progenie de sangre troyana,
20 la
cual, en otro tiempo, subvertiría las fortalezas tirias;
21 que de
aquí vendría un pueblo, ampliamente rey, y soberbio en la guerra,
22 para la
destrucción de Libia, así lo hilaban (volvían) las Parcas.
23 Esto
temiendo, y recordando (memoriosa) la Saturnia (de) la vieja guerra,
24 la que,
ella la primera, ante Troya había llevado a favor de sus queridos argivos;
25 -pues
aún las causas de sus iras y sus crueles dolores
26 no
habían caído de su ánimo; en su profunda mente permanece repuesto
27 el
juicio de Paris y la injuria de su despreciada hermosura,
28 y el
pueblo odiado, y los honores del raptado Ganimedes-;
29
encendida de sobra por estas cosas, retenía a los troyanos,
30
agitados por todo el mar, las reliquias de los dánaos y del cruel Aquiles,
31 (los
retenía) lejos del Lacio, y por muchos años
32
erraban, sacudidos por los hados, alrededor de todos los mares.
33 De tan
gran dificultad (mole) era fundar el linaje romano.
34 Apenas
daban velas, contentos, desde la vista de la tierra siciliana
35 hacia
el alto-mar, y surcaban con el bronce las espumas del mar-salado,
36 cuando
Juno, que guardaba una eterna herida bajo su pecho,
37 (pensó)
estas cosas para sí: “¿Desistir (yo) de de mi propósito, dándome por vencida,
38 y no
poder (yo) alejar de Italia al rey de los teucros?
39 Sin
duda se me veta por los hados. ¿Acaso no pudo Palas quemar
40 la
flota de los argivos y sumergirlos a ellos mismos en el Ponto,
41 por el
crimen y la furia de uno sólo, Áyax, hijo de Oileo?
42 Ella
misma, habiendo lanzado desde las nubes el rápido fuego de Jove (Júpiter),
43
dispersó las naves y revolvió el mar con los vientos
44 y a
aquél, expirante, con el pecho atravesado a llamas
45 lo
arrebató en un torbellino y lo clavó en un escollo agudo.
46 En
cambio yo, que avanzo (como) reina de los dioses, y de Júpiter
47 hermana
y cónyuge, llevo guerras contra un solo pueblo
48 durante
tantos años. ¿Y (acaso) alguien el numen de Juno adorará
49 después
de esto, o suplicante impondrá su honor a mis altares?”
50
Revolviendo tales cosas consigo misma en su pecho inflamado, la diosa
51 llegó a
la patria de los nimbos, lugares preñados de furiosos austros,
52 a
Eolia. Aquí, el rey Éolo en una vasta caverna
53 oprime
a los vientos y a las sonoras tempestades
54 con su
mando y con cadenas y cárcel los frena.
55 Ellos,
indignados, con un fuerte murmullo hacen sonar los encierros
56 del
monte; en la cumbre de la fortaleza se sienta Éolo
57
sosteniendo su cetro, y suaviza los ánimos, y atempera las iras.
58 Si no
(lo) hiciera, los mares y tierras y el cielo profundo,
59 sin
duda, se (los) llevarían (estos) rápidamente (rápidos) y los barrerían consigo
por las auras.
60
Pero el padre omnipotente los escondió en oscuras cavernas,
61
temiendo eso, y les puso encima una mole, y sobre ella unos montes altos,
62 y les
dio un rey que con un pacto cierto supiera
63 apretar
y aflojar las riendas según las órdenes recibidas.
64 A él
entonces Juno suplicante de estas voces se sirvió:
65 “Éolo,
puesto que a ti el padre de los dioses y rey de los hombres
66 te
concedió calmar los oleajes y alzarlos con el viento,
67 un
pueblo enemigo para mí surca el mar Tirreno
68
portando hacia Italia a Ilión, y a sus Penates vencidos:
69 insufla
fuerza a tus vientos y destruye las popas sumergiéndolas
70 o haz
que se dispersen y deshaz sus cuerpos en el Ponto.
71 Son
mías dos veces siete ninfas de hermoso cuerpo
72 de la
que Deiopea (es) la más bella por su figura,
73 te
uniré a ella en matrimonio estable y te la consagraré como propia,
74 para
que por tales méritos (tuyos) pase todos los años contigo
75 y que
con una bella prole te haga padre.”
76 Éolo, a
cambio de esto: “Labor tuya (es), oh reina, explorar lo que prefieres,
77 mi
deber es acoger tus órdenes.
78 Tú me
concilias este reino, cualquiera que sea, tú mis cetros
79 y a
Jove (Júpiter); tú concedes que me recueste a la mesa de los dioses en los
banquetes
80
y me haces señor de los nimbos y poderoso de las tempestades.
81 Cuando
fueron dichas estas cosas, el hueco monte, con su lanza vuelta,
82 empujó
hacia un lado: y los vientos, como una fila formada,
83 por
donde les es dada puerta, se precipitan, e insuflan con su torbellino las
tierras.
84
Cayeron sobre el mar, y todo él lo acometen desde sus sedes más hondas
85 a una
el Euro y el Noto, y el Ábrego, preñado de tempestades,
86 y
vuelcan vastos oleajes hacia las playas.
87 Sigue a
ello el clamor de los hombres y el crujir de los cordajes.
88 Las
nubes arrancan de pronto el cielo y el día
89 de los
ojos de los teucros; una noche oscura yace sobre el Ponto.
90
Tronaron los polos y el éter destella con incesantes fuegos
91 y todas
las cosas apuntan a la muerte, presente para los hombres.
92
Desfallecen (se disuelven) de pronto por el frío los miembros de Eneas,
93 gime, y
tendiendo hacia las estrellas sus gemelas palmas
94 tales
cosas con su voz refiere: "¡Oh, tres y cuatro veces felices
95
(aquellos) a quienes (quis = quibus) tocó encontrar (la muerte)
bajo las altas murallas de Troya
96 ante
los rostros de sus padres! ¡Oh el más fuerte del pueblo de los Dánaos,
97 Tidida!
¿No haber podido yo caer en los campos ilíacos (de Ilión)
98 y no
haber podido derramar esta alma mía por causa de tu diestra,
99 donde
yace el fiero Héctor por la lanza del Eácida, donde el ingente
100
Sarpedón, donde el Simunte revuelve bajo sus ondas, arrebatados,
101
tantos escudos de los hombres y yelmos y fuertes cuerpos?"
102 Al
que tales cosas decía, una ventisca, estridente por causa del Aquilón,
103
vuelta-en-contra hiere su vela, y levanta los oleajes hasta las estrellas.
104 Se
destrozan los remos, después turece la proa y da a las olas
105 su
costado; le sigue, en-forma-de-cúmulo, un monte de agua rompiente.
106 Unos
penden en la parte más alta de la ola; a otros la ola, abriéndose,
107 les
muestra (abre) la tierra entre las marejadas; el torbellino enloquece con (por,
desde) las arenas.
108 A tres (naves), arrastradas, el Noto las retuerce hacia
las rocas ocultas
109 (a las rocas que están en medio de las olas las llaman ítalos
"Aras"),
110
dorso monustruoso para (en) lo hondo del mar; a tres (naves) el Euro
111 las
empuja desde el alto mar hacia los bajíos y a las Sirtes, deplorable de ver,
112 y
las golpea contra los vados y las ciñe con una trinchera de arena.
113 A
una sola, la que llevaba a los licios y al fiel Orontes,
114 ante
sus propios ojos un mar ingente desde su vértice
115 la
hiere hacia la popa: sale sacudida(o), y el maestro (piloto), inclinado hacia
adelante,
116
cae-rodando de cabeza; mas a aquella, la marea tres veces allí mismo
117 la
retuerce moviéndola en círculo y la devora un rápido vórtice en la superficie.
118
Aparecen en el vasto torbellino unos pocos (rari, escasos), nadando,
119
armas de hombres, y tablas, y el tesoro troyano por las olas.
120 Ya
la vigorosa nave de Ilioneo, ya la del fuerte Acates,
121 y en
la que va Abante, y en la que va el anciano Aletes,
122 las
venció la tempestad; por las laxas (abiertas) junturas de los lados
123
todas (las naves) reciben la lluvia enemiga y se abren en rendijas.
124
Entre tanto, Neptuno sintió por el gran murmullo que se mezclaba (turbaba) el
mar,
125
y (sintió) la tempestad desatada, y los cienos devueltos desde los profundos
vados,
126
gravemente conmovido; y mirando desde el alto (profundo) mar
127 sacó
su plácida cabeza de lo más alto de la ola (de la suprema ola).
128 Ve
por toda la superficie la flota deshecha de Eneas
129 y a
los troyanos oprimidos por las olas y la ruina del cielo,
130 y no
(se) ocultaron al hermano (a Neptuno) las trampas y las iras de Juno.
131
Llama ante sí a Euro y a Céfiro, a partir de aquí (después) tales cosas les
dice:
132
"¿Tan-gran orgullo de vuestra raza se ha apoderado de vosotros?
133 ¿Ya
osáis mezclar (turbar) el cielo y la tierra sin mi numen,
134 (oh)
vientos, y levantar masas tan grandes?
135 A
vosotros yo... (A los cuales yo…). Pero está-primero recomponer las olas
agitadas.
136
Después, no con la misma pena me pagaréis lo cometido (las cosas que habéis
cometido).
137
Madurad (apresurad) la fuga, y decidle esto a vuestro rey:
138 no
le fue dado a él en suerte el imperio del mar ni del cruel tridente,
139 sino
a mí. Él tiene las inmensas rocas, (oh) Euro,
140
vuestras casas; que Éolo se jacte en aquella aula (palacio)
141 y
reine en la cerrada cárcel de los vientos".
142 Así
dice, y más rapido de que (lo haya) dicho aplaca las hinchadas superficies
143 y
dispersa las nubes reunidas y vuelve a traer el Sol.
144
Cimótoe a la vez y Tritón esforzándose (él) sacan las naves
145 del
agudo escollo; él mismo con su tridente las alza
146 y
abre las vastas sirtes y calma (templa) el mar
147 y se
desliza por lo más alto de (summas) las olas con sus ligeras ruedas.
148 Y
como en un gran pueblo cuando a menudo surge
149 una
sedición, y enloquece en sus ánimos el innoble pueblo,
150 y ya
vuelan las antorchas, y las piedras, la locura suministra las armas.
151
Entonces, si por fortuna ven (vieron) a algún hombre, grave por su piedad
152 y
méritos, callan, y se detienen con los oídos atentos (orejas erguidas);
153 él
rige los ánimos con sus palabras y calma sus corazones:
154 así
cesó todo el fragor del piélago, después de que el padre (Neptuno),
155
contemplando las superficies y siendo llevado al cielo abierto
156
doblega sus caballos, y, volando, da riendas a su carro favorable (que le sigue,
secundo).
157
Los cansados Enéadas luchan para buscar en (con) su curso (navegación)
158 las
costas más próximas, y se vuelven hacia las orillas de Libia.
159 Hay
un lugar en un profundo retiro: una isla hizo
160 un
puerto, mediante la oposición de sus costados, en los cuales toda ola (todas las
olas)
161
se rompe desde el alto (mar), y la ola se escinde en dos senos reconducidos (que
se reúnen tras la isla).
162
Desde aquí y allá vastas piedras y escollos geminados amenazan
163
hacia el cielo, bajo cuyo vértice, ampliamente,
164 las
superficies, seguras, callan; además, por encima se deja ver (está-inminente)
165 un
escenario con selvas relucientes, y un bosque negro con una horrible sombra.
166 Bajo
la frente contraria (hay) una cueva con piedras colgadas,
167
dentro, dulces aguas y unos asientos en piedra viva,
168 la
casa de las ninfas: aquí ataduras ningunas retienen a las naves
169
cansadas, no las amarra el ancla con su hundida mordedura.
170 Aquí
entra (subit) Eneas con las siete naves reunidas de todo
171 su
número; y saliendo con gran amor de tierra, los troyanos
172
toman posesión de la deseada arena
173 y
ponen (depositan) en el litoral sus miembros devastados por la sal.
174 Y a
lo primero Acates hizo saltar una chispa al pedernal (sílex)
175 y
obtuvo (sustrajo) el fuego con unas hojas y alrededor le dio alimentos
176
áridos y robó la llama en el pábulo.
177
Entonces, cansados de las fatigas (cosas), sacan a Ceres (el Alimento)
corrompida
178
por las olas y las armas cereales (alimenticias), y los frutos recobrados
179
preparan, (y) para tostarlos en las llamas y para molerlos con la
piedra.
180
Eneas sube mientras a un risco y busca (pide) toda la visión,
181 a lo
ancho, por el mar, por si ve a alguno, a Anteo,
182
azotado por el viento, y las birremes frigias,
183 o a
Capis o las armas de Caíco en las elevadas (excelsas) popas.
184
Ninguna nave a la vista (ve), ve tres ciervos vagando
185 por
el litoral; siguen a estos toda(s) la(s) manada(s)
186 a la
espalda, y la larga fila (manada) se apacienta por los valles.
187 Se
para aquí, y cogió (arrebató) el arco con su mano y las rápidas
188
flechas, armas que el fiel Acates llevaba,
189 y
abatió primero a los propios jefes, que llevaban sus cabezas altas
190 con
cuernos arbóreos, luego al pueblo (de los ciervos), y confunde (mezcla) toda
191 la
multitud (turba) agitándolos con las armas entre los bosques frondosos;
192 No
se detuvo antes de que, vencedor, derramara en el suelo
193
siete grandes cuerpos, e igualara su número con las (siete) naves.
194
Desde allí busca el puerto, y los reparte entre todos los compañeros.
195
Luego divide los vinos que el buen Acates había cargado en jarras
196 y el
héroe (Acestes) les había dado a los que marchaban desede la costa trinacria
(siciliana),
197
y calma sus corazones entristecidos diciendo (con estos dichos):
198 “Oh,
compañeros -pues no somos ignorantes desde antes de los males-
199 oh
vosotros que habéis sufrido cosas más graves, un dios dará fin también a estas
(cosas).
200
Vosotros a la rabia de-la-Escila (adj.) y a los profundamente resonantes
201
escollos habéis acudido, vosotros también las rocas ciclópeas
202
conocisteis (part.), recobrad los ánimos y el triste temor
203
deponed: con suerte (forsan) también (et) algún día os alegrará recordar estas
cosas.
204
Por variadas fatigas, a través de tantas situaciones-críticas (discrimina)
de nuestras cosas,
205 tendimos hacia el Lacio; donde unas sedes apacibles los
hados
206
nos muestran; allí el hado (es) que resurjan los reinos de Troya.
207
Aguantad y reservaos a vosotros mismos para los sucesos favorables.”
208
Tales cosas con su voz refiere, y enfermo por sus ingentes cuidados,
209
simula esperanza en su rostro, guarda un profundo dolor en su corazón.
210
Ellos al botín se ciñen y a los festines futuros;
211 el
lomo separan de las costillas y desnudan las vísceras.
212 Una
parte cortan en trozos y los clavan, palpitantes, en pinchos;
213
otros colocan calderos (bronces) en la playa, y llamas les suministran.
214
Entonces, por la vitualla (victu), recobran las fuerzas, y derramados por la
hierba
215
se llenan de un viejo Baco y de jugosa caza (pinguis ferinae).
216
Después de que (postquam) saciada (fue) su hambre con el banquete y recogidas
(fueron) las mesas,
217 echan de menos (requieren) a sus compañeros perdidos, con
larga conversación,
218 dudando (ellos) entre la esperanza y el miedo, bien si (o
si) crean que viven,
219 (o si) bien que el final (extrema) padecen y ya no oirán a
los llamados (oirán a los que ellos invocan).
220
Especialmente el piadoso Eneas, ahora del fiero Orontes,
221 ya
de Amico la tragedia lamenta (gime) y los crueles destinos
222 de
Lico consigo, al fuerte Gías y al fuerte Cloanto.
223 Y ya
era el fin, cuando Júpiter desde el alto éter
224
mirando el mar velero y las tierras que se extienden
225 y
los litorales y los dilatados pueblos, así en el vértice del cielo
226 se
detuvo y clavó sus luces (ojos) en los reinos de Libia.
227 Y a
él, que agitaba tales cuitas en su pecho,
228
Venus, más triste (muy triste), le habla con sus ojos brillantes inundados de
lágrimas (inundada los ojos brillantes de lágrimas):
229 “Oh,
quien los asuntos de los hombres y de los dioses
230 con
poderes eternos gobiernas (riges), y con el rayo aterras,
231 ¿Qué
(pudo) mi Eneas cometer tanto contra ti,
232 qué
los troyanos pudieron, para los cuales (dt.), habiendo padecido (dt.) tantas
muertes,
233
se cierra el orbe entero de las tierras a causa de Italia?
234
Ciertamente (prometiste) que los romanos, desde aquí, una vez, pasados los años,
235
desde aquí serán líderes, desde la sangre revocada (renacida) de Teucro,
236
quienes el mar, quienes las tierras todas tendrían bajo su poder (jurisdicción)
237
(prometiste, pollicitus es), ¿qué sentencia a ti, padre, te convierte (cambia)?
238
Yo-ciertamente con esto me consolaba del ocaso de Troya
239 y
sus tristes ruinas, compensando (yo) los hados adversos con (los otros) hados;
240
ahora la misma fortuna a los hombres que han pasado (pasados) por tantas fatigas
241
persigue. ¿Qué fin das, magno rey, de sus labores?
242
Antenor pudo, escapado de en medio de los aqueos,
243
penetrar los golfos ilíricos, y, seguro (tutus), los íntimos reinos
244 de
los liburnos superar, y la fuente (nacimiento) del (río) Timavo,
245
donde por nueve bocas con el vasto murmullo del monte
246 va
el mar desatado y oprime los campos con su resonante piélago.
247 Aquí
también él colocó la ciudad de Pátavo y las sedes
248 de
los teucros, y al pueblo un nombre dio, y clavó las armas troyanas;
249 y
ahora descansa, acomodado, en plácida paz:
250
Nosotros, tu progenie, a quienes concedes el castillo del cielo,
251
perdidas (¡terrible!) nuestras naves, por la ira de una-sola
252
somos abandonados (entregados) y lejos de las orillas ítalas somos apartados.
253
¿Este honor a la piedad? ¿Así nos repones a nuestros cetros?
254 A
aquella (olli), el sembrador de hombres y dioses, sonriendo,
255 Con
el rostro con el que serena el cielo y las tempestades,
256 los
labios (oscula) de su hija libó, y luego así dice:
257
“Ahorra el miedo, Citerea, permanecen intactos los hados de los tuyos
258 para
ti, verás la urbe y las prometidas murallas
259 de
Lavinio, y llevarás hasta las estrellas del cielo
260
sublime al magno Eneas; y no a mí mi sentencia me ha cambiado.
261 Este
para ti (pues lo diré, puesto que esta cuita te remuerde,
262 y
revolviéndolos muy largamente moveré los arcanos de los hados)
263 una
guerra inmensa llevará a cabo en Italia y a feroces pueblos
264
golpeará, y costumbres a los hombres y murallas pondrá,
265
mientras el tercer verano lo habrá visto reinante (a él) en el Lacio,
266 y
tres inviernos habrán pasado, derrotados los rútulos.
267 Mas
el niño Ascanio, a quien (dt.) ahora se añade el cognomen de Julo (dt),
268 -era
Ilo, mientras el estado ilio (de Ilión) se sostuvo en el reino-
269
treinta grandes orbes (años), pasando los meses,
270
cumplirá en el poder, y el reino de la sede de Lavinia
271
transferirá y fortificrá Alba-Longa con mucha fuerza.
272 Ya
aquí se renará trescientos años enteros
273 bajo
la familia de Héctor, hasta que la reina sacerdotisa, Ilia,
274
grávida por Marte, una prole gemela dará en su parto.
275
Después, bajo el rubio manto de una loba nodriza,
276
Rómulo se encargará contento de ese pueblo y fundará
277 las
murallas mavortias y dirá a los romanos con su nombre.
278 A
estos yo, ni metas de sus estados ni tiempos pongo,
279 un
imperio sin fin les di. Hasta la áspera Juno,
280 que
ahora el mar, y las tierras, y el cielo con su miedo fatiga,
281
cambiará sus opiniones hacia mejor y conmigo velará
282 a
los Romanos dueños de las cosas (estados) y al pueblo togado:
283 así
place (placido es). Pasando los lustros, llegará la edad
284 en
que (cuando) la casa de Asáraco a Ftía, y a la ilustre Micenas (pl)
285
someta a esclavitud, y dominará sobre la vencida Argos (pl) (sobre los vencidos
argivos).
286
Nacerá de origen pulcro el troyano Cesar,
287 que
pondrá-término (fronteras) al imperio con el océano y a su fama con los astros…
288
Julio, nombre derivado del gran Julo.
289 Tú,
segura, a este, cargado con despojos de Oriente algún día en el cielo
290
recibirás, también este será invocado por votos.
291
Entonces los ásperos siglos, depuestas las guerras, se amansarán.
292 La
canosa Fe, y Vesta y Quirino, con su hermano Remo, darán leyes;
293 las
terribles puertas de la Guerra con hierro y estructuras reforzadas
294
serán cerradas; dentro el impío Furor, sedente sobre sus crueles armas,
295 y
atado detrás de la espada (las manos) con cien nudos de bronce (abl),
296
bramará espantoso con sangrienta boca.”
297 Esto
dice, y envía desde lo alto al engendrado por Maya
298 para
que las tierras, y para que las nuevas fortalezas de Cartago (se) abran,
299 para
hospicio, para los Teucros, para que Dido, ignorante del hado, no
300 los
vetara con sus fronteras: vuela él a través del gran aire,
301 con
el remo de sus alas, y se posa raudo en las orillas de Libia.
302 Y ya
realiza las órdenes, y deponen sus feroces corazones los púnicos
303 por
el deseo del dios; sobre todo (in primis), la reina acoge (adopta) un ánimo
tranquilo
304
una mente benigna hacia los teucros.
305 Mas
el piadoso Eneas, dando vueltas a muchas cosas durante la noche,
306
en-cuanto (ut-primum) la alimenticia luz fue dada, decidió (constituit) salir, y
los nuevos
307
lugares explorar; indagar (quaerere) a qué costas accedió (él) con el viento,
308
quiénes las tienen, pues ve (lugares) no cultivados: si los hombres o las
fieras,
309
y a sus socios lo averiguado (extraído) referir.
310
Oculta él su flota en una quebrada (in convexo) de los bosques, bajo una roca
cavada,
311
encerrada por árboles alrededor y por sombras horrendas.
312 Él
mismo se marcha acompañado por solo Acates,
313
apretando en la mano dos lanzas de ancho hierro.
314 A
él, en medio del bosque se le ofreció su madre, cruzándose-en-su-camino (obvia),
315
llevando el rostro y el hábito y las armas de de una virgen
316
espartana, o cual la tracia Harpálice fatiga a los caballos
317 o
sobrepasa al volador río Hebro en su fuga.
318 Pues
su arco manejable había suspendido de sus hombros, según la costumbre,
319
(como una) cazadora, y había dado su cabello para que lo difundieran a los
vientos,
320
desnuda a la rodilla, y habiendo-recogido en un nudo los pliegues sueltos.
321 Y,
ella primera: "Eh, dijo, jóvenes, mostrad(la) si (alg)una de las hermanas mías
322
visteis aquí, errando (ella) por fortuna (por azar),
323
ceñida con la aljaba, y con el cobertor (cubierta por la piel) de una manchada
lince,
324
o a grito(s) acosando la carrera de un espumante jabalí."
325 Así
Venus (dijo); y el hijo de Venus así (hubo) comenzado en contra:
326
"Ninguna de tus hermanas oída ni vista (ha sido) para mí...
327 ¿Oh,
cómo te he de recordar (nombrar), virgen? Pues no tienes (est tibi) un rostro
328
mortal, ni tu voz suena a ser-humano. Oh, diosa ciertamente...
329
¿Acaso la hermana de Febo? ¿Acaso una de las de la sangre de las ninfas?
330 Que
seas feliz, y alivies nuestro labor, quienquiera que (seas),
331 y
nos enseñes (doceas) bajo qué cielo, por fin, en qué orillas del orbe
332
seamos arrojados. Ignorantes de los hombres y de los lugares
333
erramos, llevados aquí por el viento y los vastos oleajes:
334
caerá para ti ante tus altares mucha víctima por nuestra diestra.
335
Entonces Venus: "Yo-ciertamente no me digno de (con) tal honor;
336 Para
las vírgnes tirias es costumbre llevar la aljaba
337 y
con coturno de-púrpura en alto las piernas anudar.
338 Los
reinos púnicos ves, los tirios y la ciudad de Agenor;
339 pero
las fronteras (son) libias, pueblo intratable en la guerra.
340 Dido
dirige el poder, prófuga de la ciudad tiria,
341
huyendo a su hermano. Larga es la injuria, largos
342 los
ambages, pero seguiré lo más culminante (summa fastigia) de las cosas.
343
Siqueo era el esposo de esta (dt), el más rico de campo (sg)
344 de
(entre) los fenicios, y amado con gran amor para ella, la desgraciada (Dido),
345 al
cual el padre de ella se la había dado intacta, y la había unido con los
primeros
346
auspicios. Pero los reinos de Tiro su hermano Pigmalión los tenía,
347 el
más terrible, por delante de todos los otros, por su crimen.
348
Entre ellos vino la locura en medio (se interpuso la locura). Este, impío, a
Siqueo,
349
ante las aras, y ciego por el amor del oro,
350
sorprende a escondidas con su puñal al incauto, sin-preocuparse (se-curus) del
amor
351
de su hermana; ocultó la acción mucho tiempo, y a ella, enferma,
352 el
malvado, simulando muchas cosas, la engañó con esperanza vana.
353 Pero
en sueños le llegó la propia imagen (fantasma) de su esposo, inhumado,
354
levantando su(s) rostro(s) pálidos en modos admirables,
355 y le
descubrió (desnudó) las aras crueles, y su(s) pecho(s) atravesado(s) a hierro
356 y
desveló todo el crimen ciego (secreto) de la casa.
357
Entonces aboga por (la persuade de) acelerar la fuga y salir de la patria
358 y,
auxilio del camino, saca antiguos tesoros de la tierra,
359 un
desconocido peso de plata y oro.
360
Conmovida por estas cosas, Dido preparaba la fuga y a sus socios (partidarios):
361
acuden (aquellos) para quienes o el odio cruel del (hacia el) tirano
362 o el
miedo era más fuerte; naves, que por azar (estaban) preparadas
363
arrebatan y las cargan con oro: se transportan las riquezas
364 del
avaro Pigmalión por el piélago (=las riquezas que codiciaba Pigmalión); una
mujer es
365
la guía de la hazaña. Llegaron a los lugares, en donde ahora ves enormes
366
murallas, y la naciente ciudadela de una nueva Cartago,
367 y
compraron (mercati sunt) el suelo: Byrsa, por el nombre de la hazaña,
368
cuanto pudieron rodear con una piel de toro.
369
¿Pero vostros, quiénes (sois) finalmente, o de qué orillas habéis venido,
370 o
adónde man-tenéis vuestro camino?" A la que preguntaba por tales cosas, él,
371
suspirando, y sacando la voz de lo más hondo del pecho:
372 "Oh
diosa si recordando desde el primer origen empezara (yo),
373 y
tuvieras-tiempo de escuchar los anales de nuestras labores,
374
antes Véspero enterraría el día en el cerrado Olimpo.
375 A
nosotros, desde la antigua Toya, si por azar el nombre de Troya
376
hasta vuestros oídos ha llegado, a nosotros, llevados a través de diversos
mares,
377
una tempestad, por su propia fortuna, nos empujó a las orillas de Libia.
378 Soy
el piadoso Eneas, quien los Penatas arrebatados de (manos del) enemigo
379
llevo en mi flota conmigo, por mi fama conocido más allá del éter.
380
Busco Italia (como) patria y (es, busco) mi raza desde supremo Jove.
381
Descendí al mar frigio con dos veces diez naves (veinte naves),
382 con
mi madre diosa mostrándome el camino, siguiendo los hados que me fueron dados.
383
Apenas siete naves, convulsas por el Euro y las ondas, quedan.
384 Yo
mismo, desconocido, necesitado, vago por los desiertos de Libia,
385
expulsado de Europa y de Asia". Y sin soportar (ppp) Venus que él se lamentara
más,
386
así interrumió a la mitad del dolor de él:
387
"Seas quien seas, creo que no envidiado (mal visto) por los dioses respiras las
auras
388
vitales, tú que has venido a la ciudad tiria.
389
Prosigue tan-solo, y desde aquí vete a los umbrales de la reina,
390 Pues
te anuncio que tendrás (serán para ti) devueltos socios y la flota recuperada,
391
y conducida a salvo por unos mudados Aquilones,
392 si
no me enseñaron mis padres en vano (vanos), inutilmente el augurio.
393 Mira
esos doce cisnes (dos veces seis), volando-felices en fila,
394 a
los cuales turbaba el ave de Júpiter, deslizándose desde la llaga (región) del
éter,
395
en el cielo abierto; ahora en la larga fila
396
parecen o elegir las tierras o divisar las tierras elegidas:
397 como
ellos al regresar (adj) juegan con sus alas estridentes
398 Y en
corro (reunión) ciñeron el cielo y lanzaron sus cantos,
399 no
de otro modo (y) tus popas y la juventud de los tuyos
400 o
tiene ya el puerto o sube a sus bocas (embocaduras) a toda vela.
400-756
401
Sigue, tan sólo, y, por donde te conduce la vía, dirige tu paso”
402
Dijo, y dándose la vuelta, ella refulgió, por su rosada nuca,
403 y
sus cabellos de ambrosía (adj) exhalaron un divino olor desde su cabeza,
404 su
vestido descendió a lo más bajo de los pies,
405 y
una verdadera diosa se mostró en su avance. Él, cuando a su madre
406
reconoció, a la que huía siguió con esta tal voz:
407
“¿Por qué a tu nacido tantas veces, cruel tu también, con falsas
408
imágenes burlas? ¿Por qué a tu diestra unir mi diestra
409 no
(me) es dado, y escuchar y devolver verdaderas voces?”
410 Con
tales cosas la acusa, y su paso hacia las murallas tiende:
411 pero
Venus con un aire oscuro a los caminantes cercó,
412 y
los protegió (los difundió) alrededor con un gran ropaje de niebla:
413 para
que nadie verlos, ni tocarlos pueda,
414 ni
preparar una demora, o de su llegada preguntar las causas.
415
Ella, sublime, a Pafos sale, y sus sedes revisa (revisita)
416
alegre, donde su templo para ella (está), y cien altares
417
están calientes con incienso de Saba, y con sus guirnaldas recientes (cortadas)
exhalan.
418
Cogieron el camino entre tanto, por donde la senda (les) muestra.
419 Y ya
ascendían la colina, la cual, mucha, (grande), a la ciudad
420
amenaza (sobre la ciudad está inminente), y mira desde arriba las ciudadelas
adversas.
421
Se admira de su mole Eneas, cabañas en otro tiempo,
422 se
admira de las puertas y del estrépito y del pavimento de las vías.
423 se
afanan los ardientes tirios, parte en edificar los muros,
424 y en
levantar una ciudadela y con sus manos hacer rodar las piedras,
425 otra
parte en elegir un lugar para su techo y aislarlo con un surco.
426 [Las
leyes y los magistrados eligen y un santo senado;]
427
otros aquí los puertos edifican, otros aquí profundos cimientos
428 del
teatro colocan, y enormes columnas
429 de
las rocas sacan, altos decorados (ornatos) para los futuros escenarios.
430 Cual
la labor fatiga (ejerce) a las abejas en el verano nuevo por los floridos campos
431 bajo
el sol, cuando los adultos de ese pueblo
432 sus
crías sacan adelante, o cuando las líquidas mieles
433
amontonan y con dulce néctar distienden las celdas,
434 o
reciben las cargas de las que vienen, o en formación hecha,
435 a
los zánganos, perezoso ganado, de los pesebres apartan:
436
hierve la obra y huelen a tomillo las fragantes mieles.
437 “¡Oh
afortunados (aquellos cuyas) de los cuales ya las murallas surgen!”
438 dice
Eneas, y los tejados contempla de la urbe.
439 Se
introduce, protegido por la niebla, admirable de decir,
440 por
medio de ellos, y se mezcla con los hombres, y no es divisado para nadie.
441 Un
bosque-sagrado en medio de la urbe hubo, riquísimo en sombra,
442 en
el cual lugar por primera vez los púnicos, arrojados por las olas y el
torbellino,
443
desenterraron la señal, la que la real Juno
444 les
había mostrado, la cabeza de un brioso caballo; pues, así, habría de ser en la
guerra
445
un pueblo egregio y fácil (afortunado) en las vituallas por los siglos.
446 Aquí
un templo ingente a Juno la sidonia Dido
447
fundaba, opulento en regalos y en numen de la divina,
448 para
la cual (para el cual) se alzaban mediante gradas umbrales broncíneos y vigas
449
unidas con bronce, la bisagra chirriaba por las puertas broncíneas.
450 Por
primera vez en este bosque-sagrado la nueva situación (res) que se le ofrecía
451
aplacó su temor, aquí por primera vez Eneas a esperar la salvación
452 se
atrevió y a confiar mejor (más) en sus afligidas situaciones (rebus).
453 Pues
mientras lustra (contempla) cada cosa bajo el gran templo,
454
esperando a la reina, mientras se admira entre sí (él a solas) de qué fortuna
sea
455
para la urbe, y (admira) las manos de los artífices y la labor de los operarios,
456 ve
las batallas troyanas por su orden,
457 y ya
las guerras divulgadas por todo el orbe por la fama,
458 a
los Atridas, y a Príamo, y a Aquiles, cruel para ambos.
459 Se
quedó firme, y llorando: “¿Qué lugar ya,” dijo “Acates,
460 qué
región en las tierras de nuestra labor no está llena?
461 ¡Ay,
Príamo! Hay aquí también sus premios para el elogio;
462 son
lágrimas de las cosas (desgracias) y las cosas mortales tocan (conmueven) la
mente.
463
Suelta los miedos; esta fama alguna salvación te traerá.”
464 Así
dice, y su ánimo apacienta con un pintura inane,
465
muchas cosas gimiendo, y humedece su rostro con un largo río.
466 Pues
veía cómo los griegos, guerreando alrededor de los Pérgamos,
467
huyeran por acá, (mientras) presionaba la troyana juventud,
468 por
acá a los frigios, (mientras) instara con su carro el crestado Aquiles.
469 Y no
lejos de aquí, las tiendas (campamentos) de Reso con sus blancas velas,
470
reconoce llorando, las cuales, entregadas en el primer sueño,
471
devastaba con gran matanza el sanguinario Tidida,
472 y
los ardientes caballos (de Reso) desvía hacia el campamento (griego), antes de
que
473
los pastos de Troya hubiesen degustado y hubiesen bebido el Janto (del Janto).
474 En
otra parte, huyendo, Troilo, perdidas sus armas,
475
infeliz niño y desigual contienda para Aquiles,
476 es
llevado por los caballos y en el carro inane (vacío) cuelga, tendido boca
arriba,
477
pero sosteniendo las riendas, aun así; su cerviz (la cerviz para él) y sus
cabellos
478
son arrastrados por tierra y el polvo es inscrito (por su) volteada lanza.
479
Entre tanto, hacia el templo de la no ecuánime Palas iban
480 las
Ilíades (las troyanas), con los cabellos sueltos, y un peplo llevaban,
481
suplicantemente, tristes, y habiendo golpeado (tundido) sus pechos con sus
palmas;
482
la divina, adversa, tenía los ojos fijos en el suelo.
483 Tres
veces alrededor de los muros troyanos había raptado (arrebatado) Aquiles
484 a
Héctor, y vendía su cuerpo exánime por oro.
485
Entonces, en verdad, un gran gemido da desde lo más hondo del pecho,
486
cuando los despojos, cuando los carros, y cuando el propio cuerpo de su amigo,
487 y a
Príamo, tendiendo las manos inermes, contempló.
488
También se reconoció a sí mismo, mezclado entre los príncipes aqueos,
489 y
las filas (ejércitos) orientales, y las armas del negro Memnón.
490
Conduce las filas de las amazonas, con sus escudos lunados,
491
Pentesilea furente (enloquecida), y en medio de miles arde,
492
llevando-ella-atados unos áureos ceñidores a su descubierta mama,
493 la
guerrera, y se atreve contra los hombres a luchar la virgen.
494
Mientras estas cosas parecen dignas de admiración para el dardanio Eneas,
495
mientras se queda-estupefacto y queda-prendido, fijado en una sola
contemplación,
496
la reina hacia el templo, por su forma bellísima, Dido,
497
avanza, rodeándola una gran caterva de jóvenes.
498 Cual
en las riberas del Eurotas o por los montes (yugos) del Cinto
499
ejercita (fatiga) Diana a sus coros, a la cual mil Oréades siguen (siguiéndola)
500
de aquí y de allí, se aglomeran; ella la aljaba
501
lleva al hombro, y avanzando sobrepasa (en altura) a todas las diosas:
502 los
gozos conmueven (pertientan) el tácito pecho de Latona:
503 tal
estaba Dido, se llevaba tal a sí misma (avanzaba), alegre
504 por
en medio-de-ellos, instando a las obras (dt) y a los reinos futuros (dt).
505
Entonces (Dido), a las puertas de la divina (Juno), en medio de la concha del
templo,
506
rodeada por armas, y apoyada altamente en el solio, se sentó.
507
Derechos daba y leyes a los hombres, e igualaba la labor de las obras
508 en
partes justas (distribuía los trabajos con justicia), o a suerte los echaba
(traía),
509
cuando, súbitamente, Eneas ve llegar en gran concurrencia
510 a
Anteo y a Sergesto, y al fuerte Cloanto,
511 y a
otros de los teucros, a quienes un oscuro torbellino (n.s.m.) había empujado
512 por
la superficie y los había alejado mucho (profundamente) a otras orillas.
513
Quedó-pasmado a la vez él mismo (y) a la vez conmovido Acates,
514 de
alegría y de miedo; ávidos ardían (por) unir
515 sus
diestras; pero la cosa (situación) desconocida turba sus ánimos.
516
Disimulan, y observan (espían), cubiertos por su cóncava nube,
517 cuál
(sea) la fortuna para estos hombres, en qué litoral la flota hayan dejado,
518 a
qué venían, pues iban los elegidos de todas las naves,
519
orando (orantes) la venia, y el templo con clamor buscaban.
520
Después de que fueron introducidos, y les (fue) dada provisión de hablar ante
todos,
521
Ilioneo el más grande (de todos), así, placido el pecho, comenzó:
522 “Oh
reina, a quien Júpiter ha dado esta nueva ciudad fundar
523 y
también te dio que con justicia pongas-freno a pueblos soberbios.
524 Los
desgraciados troyanos, (que hemos) recorrido todos los mares por causa de los
vientos,
525
te oramos: prohíbe (aleja) los infames fuegos de nuestras naves,
526
perdona a este piadoso pueblo, y mira más-cerca nuestros asuntos.
527 No
vinimos o a devastar los penates libios a hierro
528 o a
traer hacia los litorales las las robadas presas,
529 no
esa la fuerza (violencia) para nuestro animo (es), ni tanta la soberbia para los
vencidos.
530
Hay un lugar, 'Hesperia' los griegos por nombre la llaman (dicen),
531 una
tierra antigua, potente en armas y fértil de suelo,
532 la
cultivaron varones enotrios; ahora, la fama (dice, es) que sus menores
(descendientes)
533 han llamado 'Italia' a ese pueblo, a partir del nombre de su
jefe.
534
Este nuestro recorrido fue:
535
cuando de pronto, surgiendo el nimboso Orion con su oleaje,
536 a
vados ciegos nos lanzó, y con austros tenaces hondamente
537 y
por las olas, superándonos el mar, y por no-viables rocas
538 nos
dispersó, aquí, pocos, a vuestras orillas nadamos.
539 ¿Qué
clase de hombres esta (es)? ¿O qué tan bárbara patria permite
540 esta
costumbre? Se nos prohíbe (de) la hospitalidad de la arena,
541
guerras promueven, y vetan que nos asentemos en la primera tierra (en la
orilla).
542
Si despreciáis el género humano y las mortales armas,
543 sin
embargo esperad a los dioses, memoriosos de lo decible e indecible (sagrado y
execrable).
544
“Nuestro rey era Eneas, más justo que-el-cual (quo) ningún-otro (alter),
545 ni
por su piedad fue, ni en la guerra mayor y en las armas.
546 A
ese varón, si los hados lo preservan, si se alimenta del aura
547
etérea, y no aún en las crueles sombras duerme,
548 no
(hay) miedo, y no te arrepientas de haber competido por ser la primera
549 en
su servicio (officio). Tenemos también ciudades en las regiones sículas,
550 y
armas, y el preclaro Acestes, de sangre troyana.
551 Sea
lícito (para nosotros) conducir (aquí) la flota, golpeada por los vientos,
552 y en
estos bosques adaptar las maderas y apretar los remos:
553 si
nos es dado tender a Italia, recobrados nuestros socios y nuestro rey,
554 de
modo que Italia y el Lacio alegres busquemos,
555 pero
si no (está) perdida nuestra salvación, y a ti, padre óptimo de los teucros,
556 el
mar de Libia te tiene y no resta ya la esperanza de Julo:
557
en-cambio (at), los estrechos de Sicania (Sicilia) al menos, y las sedes
preparadas
558
de donde (fuimos) traídos hasta aquí, y al rey Acestes busquemos”
559 Con
tales cosas (habló) Ilioneo; todos a la vez con la boca murmuraban (resonaban)
560 los
Dardánidas.
561
Entonces brevemente Dido, habiendo-bajado (n f s) el semblante, dice:
562
“Liberad del corazón el miedo, teucros, apartad las cuitas.
563 Una
situación dura y la novedad de mi reino me obligan a preparar
564 a
tales cosas, y a vigilar ampliamente mis fronteras con guardián.
565
¿Quién ignore el pueblo de los Enéadas, quién la urbe de Troya,
566 y
sus virtudes y hombres, o los incendios de tan gran guerra?
567 No
llevamos los púnicos corazones tan endurecidos
568 ni
tan apartado él de la ciudad tiria unce el Sol sus caballos.
569 Ya
si vosotros preferís (optáis) la gran Hesperia y los saturnios campos,
570 o si
las fronteras de Érix (en Sicilia) y al rey Acestes preferís,
571 os
enviaré, protegidos por mi auxilio, y con mis recursos os favoreceré.
572
¿Queréis, también (y), conmigo asentaros al par en estos reinos?
573 Esta
urbe que instauro vuestra es, conducid las naves;
574
troyano y tirio, para mí ningún discernimiento se hará.
575 ¡Y
ojalá vuestro mismo rey, empujado por el Noto,
576
asistiera, Eneas! Yo-ciertamente enviaré por los litorales a (hombres) ciertos
577 y
ordenaré de Libia lustrar los extremos,
578 por
si arrojado (a ellos) por algunos bosques o ciudades erra”
579
Habiendo levantado (ad-rigo) ellos el animo con estas palabras, el fuerte Acates
580 y el
padre Eneas hace tiempo que ardían por romper
581 la
nube (irrumpir desde la nube). El primero, Acates, a Eneas interpela:
582
“Nacido de la diosa, ¿qué sentencia ahora en tu ánimo surge?
583
Todas las cosas seguras ves, la flota y los socios recuperados.
584 Uno
se ausenta, quien en medio del oleaje vimos nosotros mismos
585
sumergido; a las palabras de tu madre responden las demás cosas”
586
Apenas estas cosas había dicho, cuando la nube que (los) rodeaba de repente
587 se
escinde a sí misma, y hacia el cielo abierto se disipa (se purga),
588 Se
restituyó Eneas y en la luz clara refulgió.
589 El
rostro y los hombros a un dios semejante; pues su misma madre
590
había insuflado al hijo una hermosa cabellera y la luz purpúrea
591 de
la juventud y alegres honores en (para) sus ojos:
592 como
el adorno que las manos añaden al marfil, o cuando se circunda
593 con
rubio oro la plata o la piedra de-Paros.
594
Entonces así (él) a la reina habla, y para todos de repente
595
imprevisto dice: “Ante-vuestrosojos (coram), a quien buscáis, estoy,
596 el
troyano Eneas, arrancado de las olas libias
597 Oh,
tú, única compadecida de los inefables labores de Troya,
598 que
a nosotros, reliquias de los dánaos, ya exhaustos
599 por
todos nuestros casos (sucesos) de tierra y mar, de todo privados,
600 con
tu ciudad, con tu casa nos asocias; pagar las dignas gracias
601 no
está en nuestra provisión (no es de nuestra abundancia, intraducible),
Dido, ni en cuanto haya,
602 por
donde lo haya, de la gente dardania, la cual (está) esparcida por el gran orbe.
603 Los
dioses a ti, si (hay) númenes que contemplen a los buenos (piadosos), si algo es
604 en
alguna parte la justicia y la mente consciente para-sí-misma de lo recto,
605
dignas recompensas te llevarán (darán). ¿Qué siglos tan felices
606 te
trajeron? ¿Qué tan-grandes padres te engendraron a ti tal-(cual-eres)?
607
Mientras los ríos corran (correrán) hacia los estrechos, mientras en los montes
608
las sombras lustren las concavidades, mientras el polo alimente las estrellas,
[O bien: ...las sombras lustren (y) mientras el polo alimente las convexas
estrellas]
609
siempre tu honor y tu nombre y los elogios tuyos permanecerán,
610
cualesquiera (sean) las tierras (que) me llaman”. Así hablando, al amigo
611
Ilioneo pide su diestra y a Seresto su (mano) izquierda,
612
después a los otros, y al fuerte Gías y al fuerte Cloanto.
613
Quedó-atónita primero por su aspecto la sidonia Dido,
614
luego por el suceso de tan gran hombre, y así con su boca habló ella:
615
“¿Qué suceso, a ti, nacido de la diosa, te persigue
616 por
tan grandes peligros? ¿Qué violencia te pliega a estas malas orillas?
617 ¿No
eres tú aquel Eneas, a quien la nutricia Venus engendró
618 del
dárdano de Anquises junto a la ola del Simunte frigio?
619 Y
yo-ciertamente recuerdo que Teucro vino a Sidón (ac.)
620
expulsado de sus fronteras patrias, buscando nuevos reinos
621 con
el auxilio de Belo; entonces mi progenitor, Belo,
622
devastaba la fértil Chipre, y, vencedor, la tenía en su jurisdicción.
623 Ya
desde aquel tiempo era conocido para mí el suceso (caso, caída) de la ciudad
624
troyana, y tu nombre, y los reyes pelasgos.
625 Él
mismo, enemigo, llevaba (honraba) a los Teucros con insigne elogio,
626 y se
quería (se decía) nacido de la antigua estirpe de los Teucros.
627 Por
lo cual, venid, oh jóvenes, entrad a los techos nuestros.
628 A mí
también una fortuna semejante, a mí, agitada por muchos labores,
629
quiso ella por fin que yo me asentara en esta tierra.
630 No
desconocedora del mal, aprendo a socorrer a los desgraciados.”
631 De
esta manera recuerda; al mismo tiempo conduce a Eneas a los regios
632
techos; al mismo tiemo indica (dicta) honor para los templos de los divinos.
633 Y no
menos, entre tanto, envía a los socios, hacia los litorales,
634
veinte toros, las espaldas hirsutas (horrentia) de cien grandes cerdos (suum)
635 cien
pingües corderos con sus madres;
636
regalos y alegría los dioses (envían).
637 En
cambio, la casa interior (el interior de la casa), espléndida, se instruye
638 con
lujo regio, y preparan banquetes bajo la mitad de los techos:
639
telas elaboradas con arte y con púrpura soberbio(s),
640
ingente plata para las mesas, y, labrados en oro,
641 los
fuertes hechos (hazañas) de los padres, serie larguísima de cosas
642
conducidas por tantos varones, desde el antiguo origen de su pueblo.
643
Eneas (pues su amor de-padre no permitía (passus -est-) que descansara
644 su
mente) envía a Acates arrebatado a las naves,
645
(para) que a Ascanio refiera estas cosas y a él (a Ascanio) conduzca a las
mulallas;
646
toda la preocupación de su caro padre está-puesta en Ascanio.
647
Además, regalos, arrebatados de las ruinas de-Ilión,
648 le
ordena llevar: una veste (palla) rígida de signos (bordados) y de oro,
649 y un
velo tejido alrededor con purpúreo acanto,
650
ornatos de la argiva Helena, los que ella había traído cuando
651
desde Micenas buscaba Pérgamo (pl), y unos no concedidos himeneos,
652
admirable regalo de su madre Leda:
653
además el cetro que en otro tiempo había llevado Ilíone,
654 la
mayor de las hijas de Príamo, y para el cuello un collar
655
con-perlas, y una doble corona de gemas y oro.
656
Acelerando estas cosas de esta manera hacia las naves tendía Acates.
657 Sin
embargo Cieterea nuevas artes, nuevos consejos vuelve
658 en
su pecho, para que Cupido, mudado de faz y de rostro,
659
venga en vez del dulce Ascanio, y con regalos encienda a la enloquecida
660
reina, y en sus huesos pliegue su fuego.
661
Ciertamente teme a la casa ambigua y a los tirios de doble lengua;
662 la
abrasa la atroz Juno y bajo la noche su preocupación retorna.
663 Así
pues al aligero Amor con estas palabras se dirige:
664
“Hijo, mis fuerzas, mi gran potencia tú solo,
665
hijo, quien las armas tifeas del padre supremo desprecias,
666
hacia ti me refugio y suplicante busco tus númenes.
667 Que
tu hermano Eneas es arrojado en el piélago alrededor
668 de
todos los litorales por los odios de la inicua Juno,
669 son
cosas conocidas (nota) para ti, y sufriste con nuestro dolor muchas veces.
670
Ahora la Fenicia Dido lo tiene, y con tiernas voces
671 lo
retrasa; y tengo miedo de hacia dónde se vuelvan las hospitalidades
672 de
Juno; ella no cesará en un punto tan cardinal de las cosas.
673 Por
lo tanto, coger antes con engaños y ceñirla con llama
674 a la
reina pienso, no (sea que) se mute por algún numen,
675 sino
que por el gran amor de Aneas sea retenida conmigo.
676
Por-qué-vía hacer esto puedas, acoge (escucha) ahora nuestra mente.
677 El
niño real (Ascanio), por la llamada de su querido padre, a la ciudad
678
sidonia se prepara a marchar, mi máximo cuidado,
679
llevando los regalos, las cosas restantes para Troya tras el piélago y las
llamas.
680
A él yo, inconsciente por el sueño, lo esconderé sobre la(s) alta(s) Citera(s)
681 o
sobre el Idalio, sagrada sede,
682 para
que por ninguna vía pueda conocer los engaños o acudir en medio.
683 Tú
finge (falle) con engaño la faz de él no más ampliamente
684 que
una noche, e invístete de los conocidos rostros del chico, (siendo) tú un chico,
685 que,
cuando la muy feliz Dido te acoja (fut) en su regazo
686
entre las mesas reales y el licor lieo,
687
cuando te dé (fut) abrazos y besos dulces te fije (fijará),
688 le
inspires un oculto fuego y la engañes con veneno”.
689 Amor
obedece a las palabras de su querida madre, y de sus alas
690 se
desnuda, y gozoso avanza con el paso de Julo.
691 Mas
Venus, a Ascanio, una plácida quietud por sus miembros
692 le
irriga, y la diosa (a Ascanio), cálido, en su regazo, lo eleva hacia las altas
693
forestas de Idalia, donde la blanda mejorana a él
694
perfumándolo con sus flores lo abraza, y con su dulce sombra.
695 Y ya
marchaba Cupido, obedeciendo a lo dicho, y portaba
696 los
regalos regios para los tirios, contento (Cupido), con Acates como guía.
697
Cuando llegó, ya la reina, áurea, con tapices-palaciegos soberbios
698 se
compuso, y se colocó ella en medio, en un diván.
699 Ya
el padre Eneas y ya la juventud troyana
700
vienen juntos, y se yace (yacen) sobre púrpura extendida.
701 Los
fámulos dan linfas para las manos, y a Ceres (la diosa y sus frutos) en canastos
702
reparten y llevan manteles de vellones esquilados.
703
Cincuenta criadas dentro, para las que el cuidado (es), en orden, la larga
704
vitualla instruir, y con llamas sahumar los Penates;
705
Otras cien, y otros tantos servidores de la misma edad,
706
quienes con manjares las mesas cargen y las bebidas pongan.
707 Y no
faltan tampoco los tirios, que acudieron en gran número por los alegres
708
umbrales, y se les ordena descansar en lechos bordados (pictis).
709
Admiran los regalos de Eneas, admiran a Julo
710 y
los flagrantes semblantes del dios y sus simuladas palabras,
711 [y
el vestido, y el pintado velo de acanto azafranado]
712
Principlamente, la infeliz fenicia, rendida a su futura perdición,
713 no
puede saciar su mente y arde mirando,
714 y a
la par se conmueve por el chico (Cupido) y los regalos.
715
Cuando éste de los abrazos y del cuello de Eneas pendió,
716 y de
magno amor a su falso progenitor llenó,
717
(Cupido) a la reina busca: esta con los ojos, esta con todo el pecho
718 se
adhiere (queda prendida) y a veces en su regazo lo templa, ignorante Dido
719 de
cuán gran dios se asienta en ella, desgraciada (dt); pero él, memorioso
720 de
su madre Acidalia, poco a poco empieza a abolir a Siqueo,
721 e
intenta invertir con un amor vivo
722 sus
ánimos ya asentados desde hacía tiempo apagado su no acostumbrado corazón.
723
Después de que (llegó) la primera quietud a los banquetes y quitadas (fueron)
las mesas,
724
grandes crateras disponen y los vinos coronan.
725 Se
hace el estrépito en los techos y hacen-girar-en-voluta su voz por los amplios
726
atrios, cuelgan lámparas encendidas de los artesonados
727
áureos, y vencen a la noche los cirios con sus llamas.
728 Aquí
la reina una pátera pesada con gemas y oro
729
pidió y la llenó de vino-puro, la que Belo y todos
730
desde Belo solían; entonces se hicieron los silencios en los techos:
731
“Júpiter, pues dicen que tu das los derechos (leyes) para los huéspedes,
732
quieras tú que este sea un alegre día para los tirios, y para los troyanos que
salieron
733
de Troya, y que de él nuestros menores (descendientes) se acuerden.
734 Que
(nos) asista Baco, dador de alegría, y la buena Juno;
735 y
vosotros, tirios, oh, celebrad esta reunión siendo propicios”.
736
Dijo, y hacia la mesa libó el honor de los licores,
737 y
ella la primera, hecha la libación, lo tocó (hasta/con) la punta de la boca,
738
entonces a Bitias lo dio increpándole, él sin pereza vació
739 la
patera espumante, y se limpió (hasta) el pleno oro,
740
después los otros príncipes. Con su cítara de-oro el crinado Yopas
741
resuena, al que enseñó el máximo Atlas.
742 Éste
canta la Luna errante y los labores del Sol,
743 de
dónde el género de los hombres y los animales, de donde la lluvia y los fuegos,
744
Arturo, las lluviosas Híades y los gemelos Triones,
745 por
qué tanto se apresuren a teñirse los soles invernales
746 en
el Océano o por qué la demora obstaculice a las tardas noches.
747
Redoblan con su aplauso los tirios, y los troyanos les siguen.
748 Y
pasaba también la noche en variada charla
749 la
infeliz Dido, y un largo amor bebía,
750
muchas cosas sobre Príamo rogando, muchas sobre Héctor;
751
ahora, con qué armas hubiese venido el hijo de Aurora (Memnón),
752
ahora, cuáles (eran) los caballos de Diomedes, ahora, cuán grande era Aquiles.
753 “O
más bien, ve (vamos) y di, huésped, a nosotros, desde su primer origen
754 las
insidias de los dánaos", dijo, “y los casos de los tuyos
755 y
los errores tuyos; pues ya el séptimo verano te porta
756
errante por todas las tierras y mares”
libro II
1 Todos
se callaron y, atentos ("tensos-hacia-Eneas" n.s.m.), tenían los rostros.
2 De-ahí, el
padre Eneas así comenzó (orsus [est]) desde su alto lecho:
3 “Un dolor
inefable (infame, execrable), oh reina, ordenas renovar,
4 (de) cómo
las riquezas troyanas y su triste reino
5 derruyeron
los dánaos, cosas desgraciadísimas que (quae) yo mismo he visto
6 y de las
que fui parte muy-grande. ¿Quién, diciendo tales cosas,
7 de los
mirmídones o dólopes, o soldado del cruel Ulises,
8 se
templaría (abstendría) de las lágrimas? Y ya la noche húmeda se
9 precipita
del cielo (abl.) [o bien "se precipita al cielo (dt.)"] y persuaden a los sueños
las declinantes estrellas.
10 Pero si
tan grande (es) tu amor por conocer nuestros casos
11 y por
oír brevemente la labor (la caída) suprema de Troya,
12 aunque
el ánimo, al recordarlo, se horroriza y huye del luto (con, por luto),
13
empezaré. Rotos por la guerra y rechazados por los hados
14 los
conductores de los dánaos, pasados ya tantos años,
15 edifica
con el arte de la divina Palas, un caballo en-la-figura (instar, in-sto,
in-stead)
16 de
un monte, y entretejen los costados con abeto seccionado;
17 (lo)
simulan un voto por el regreso; se divulga esta fama.
18 Aquí,
habiéndolos sorteado (ellos), incluyen furtivamente para su ciego costado
19 unos
elegidos cuerpos de hombres, y profundamente
20 llenan
las cavernas ingnentes y su útero con armado soldado.
21 A la
vista está Ténedos, isla de conocidísima fama,
22 rica de
recursos (de Príamo) mientras se mantenían los reinos de Príamo,
23 ahora
solo (tantum) un golfo y una estación mal segura (no fiel) para las
carenas/quillas:
24
lanzados aquí, se esconden en el desierto litoral;
25
nosotros pensando (rati sumus que habíamos pensado) que se habían ido y
que con el viento habían buscado Micenas.
26 Así
pues, toda Teucria se desató en (o se liberó de) (solvit) un largo duelo;
27 se
abren las puertas, agrada ir y ver los campamentos dorios
28 y los
lugares desiertos y el litoral abandonado:
29 aquí la
mano (tropa) de los dólopes, aquí tenía-las-tiendas el salvaje Aquiles;
30 aquí el
lugar para las flotas, aquí solían luchar en fila.
31 Una
parte contempla-estupefacta el regalo mortal (exitiale) de la innupta
Minerva
32
y (se) admiran (de) la mole del caballo; y el primero Timetes
33 exhorta
a que sea-conducido dentro de los muros y sea-colocado en la ciudadela,
34 o bien
por el engaño, o bien porque ya así lo llevaban los hados de Troya.
35 Sin
embargo, Capis y (aquellos) para cuya mente (había) una mejor sentencia,
36 ordenan
o precipitar al piélago las insidias y los sospechosos regalos de los dánaos
37 y
quemarlos con llamas puestas-por-debajo,
38 o
perforar los cóncavos escondites (cavas... latebras) del útero y
tentarlos (probarlos).
39 Se escinde el vulgo incierto hacia afanes (studia)
contrarios.
40
Allí, Laocoonte, primero antes que todos, acompañándo(lo) una gran muchedumbre,
41
baja-corriendo ardiente de la suma fortaleza (de lo más alto de la fortaleza),
42 y
desde-lejos: “Oh desgraciados ciudadanos, ¿qué locura tan grande?
43 ¿Creéis
marchados a los enemigos (que se han ido los enemigos) o pensáis que algunos
44 regalos
de los dánaos carecen de trampas? ¿Así (es) conocido Ulises?
45 O
incluidos en este leño se ocultan los aqueos,
46 o
contra nuestros muros ha sido fabricada esta máquina,
47 para
inspeccionar nuestras casas y para caer desde arriba hacia nuestra ciudad,
48 o algún
otro error late; no creáis al caballo, teucros.
49
Lo-que-quiera-es esto sea (es), temo a los dánaos incluso ofreciendo regalos.”
50 Así
(había) dicho y un asta ingente blandió (torció) con vigorosas fuerzas
51 contra
el costado y contra el vientre curvado por las ensambladuras (compagibus) del
fiero.
52
Aquélla (asta, la lanza) se sostuvo vibrando, y en el útero sacudido
53
resonaron las cóncavas cavernas (cavae... cavernae) y dieron un gemido.
54 Y, si
los hados de los dioses, si nuestra mente no hubiera sido izquierda (adversa),
55 nos
había empujado a deformar los escondites argólicos con hierro (a hierro),
56 y Troya
ahora estaría-en-pie, y (tú), alta fortaleza de Príamo, permanecerías.
57
He-aquí-que, entre tanto, unos pastores dardánidas traían a un joven,
58 atado
(n.s.m.) sus-manos (ac.pl.f.) a la espalda, (lo traían) ante el rey con gran
clamor;
59 el cual
se había ofrecido a-sí-mismo, desconocido, en-contra/de-grado (ultro), a los que
venían,
60
para que él urdiera esto mismo (para poder él urdir esto mismo) y (para) que él
abriera Troya
61
a los aqueos, (con)fiándose (él) de su ánimo, y preparado para lo uno y lo otro,
62 o bien
(para) tramar engaños o (para) sucumbir a una muerte cierta.
63
De-todas-partes, por afán de ver, la troyana juventud
64
difundiéndose-alrededor (de él), se precipita, y luchan por hacer-burla al
capturado.
65
Escucha (acoge) ahora las insidias de los dánaos y por un solo crimen
66
conócelos (apréndelos) a todos (los dánaos y sus engaños).
67 Pues
cuando, turbado en la mitad de la vista (a la vista de todos), se quedó de pie,
68
inerme, y miró-alrededor con sus ojos las filas frigias:
69 “Ay,
¿qué tierra ahora”, dijo, “qué superficies pueden acogerme?
70 ¿o qué
ya, desgraciado, a mí finalmente me resta,
71 para el
cual ni entre los dánaos, en-ninguna-parte, lugar (hay), y, sobre-ello, los
propios
72
dardánidas, hostiles, mis castigos con sangre piden?”
73 Con
este gemido convertidos los ánimos (fueron) y (fue) reprimido
74 todo
ímpetu. Lo exhortamos a decir de qué sangre (había) crecido,
75 o qué
traiga; (que) recuerde (rememore) cuál sea su confianza para el cautivo (para
él, un cautivo).
76
[Aquél dijo estas cosas, abandonado finalmente el miedo:]
77 “Todas
las cosas, verdaderas, yo-ciertamente a ti, rey, fuera lo-que-fuera,
78 te
confesaré”, dijo, “y no me negaré de la gente argólica (de Argos).
79 Esto,
lo primero; y no, si la Fortuna forjó (fingió) a Sinón desgraciado (miserable),
80 (no) lo
forjará (fingirá) también, la malvada, vano y mendaz.
81
Hablando, si por fortuna/azar (forte) ha llegado a tus oídos algún nombre
82 de
Palamedes, el Belīda, y su gloria ínclita por la
83 fama,
al cual los pelasgos, por una falsa traición,
84 (siendo
él) inocente (insontem), con un infame indicio, porque vetaba las guerras,
85 lo
enviaron a la muerte, ahora lo lloran, privado de la luz:
86 para
él, a mí (como) acompañante suyo y pariente por consanguinidad,
87 mi
padre, pobre, desde mis primeros años, me envió aquí a las armas.
88
Mientras estaba/se-mantenía incólume en el reino y tenía-vigencia
89 en los
concilios de los reyes, también (et) nosotros llevamos (conseguimos)
90 algún
nombre y fama. Después que la envidia (odio) del farsante (pellax) Ulises
91 -no
digo cosas desconocidas- lo arrojó desde las costas superiores,
92
afligido (yo), arrastraba mi vida entre tinieblas y luto
93 y me
indignaba conmigo-mismo-(de) la desgracia (casum) de mi inocente amigo.
94 Y no
callé, demente, y me prometí a-mí-en-persona, si alguna fortuna (me) llevara
(favoreciera),
95
que si algún-día regresase vencedor a mi patria Argos (mis patrios
Argos),
96
me prometí (a mí mismo como) vengador, y odios ásperos promoví con mis palabras.
97
Desde-ahí (procede) para mí la primera caída de mi desgarcia, desde-ahí Ulises
(empezó-a)
98
aterrarme siempre con nuevos (insólitos) crímenes, desde-ahí (a) esparcir voces
ambiguas
99
al vulgo, y buscar, consciente, las armas (guerra).
100 Y no
descansó, pues, hasta que, siendo ministro (consejero) Calcante...
101 Pero
¿por qué yo remuevo (revolvo) para-nada estas cosas ingratas,
102 o a
qué me demoro? Si en un solo orden tenéis a todos los aqueos
103 y
oír esto ya suficiente es, ahora-mismo asumid (aplicad) los castigos:
104 esto
querría el de Ítaca y los Atridas lo pagarán (paguen) a lo grande.
105
Entonces en verdad ardemos por conocer y preguntar las causas,
106
ignorantes de crímenes tan-grandes y del arte pelasga.
107
Prosigue lleno-de-pavor y con pecho fingido habla.
108 "A
menudo los dánaos desearon preparar la fuga, abandonada
109
Troya, y desertar, cansados, de la larga guerra;
110
¡ojalá lo hubiesen hecho! A menudo los recluyó a ellos el áspero
111
temporal (hiems) del ponto y el Austro aterrorizó a los que partían.
112
Principalmente, cuando ya aquí, tejido con vigas de-arce, se alzara
113 el
caballo, los nimbos (tormentas) resonaron por todo el éter.
114
Intrigados, (Suspendidos,) enviamos a Eurípilo a investigar (scitatum)
los oráculos de Febo,
115 y él (is-que) reporta estas tristes palabras de los
templos (adytis):
116 "Aplacasteis los vientos con sangre y con una virgen asesinada
(Ifigenia)
117
cuando primero, dánaos, llegasteis a las orillas ilíacas;
118 con
sangre han-de-ser-buscados (quaerendi sunt) los regresos y
se-ha-de-propiciar (litandum est) con un alma argólica.
119
Cuando (esa) voz llegó a los oídos del pueblo,
120 sus
ánimos quedaron-estupefactos y corrió un gélido temblor por sus más hondos
121
huesos (lo más hondo de sus huesos). ¿A quién los hados preparen, a quién busque
Apolo?
122
Aquí el-de-Itaca, con gran tumulto, arrastra al-medio-de-todos al adivino
123
Calcante; cuáles sean esos númenes de los dioses
124 le
inquiere. Y ya muchos cantaban (presagiaban) para mí la cruel impiedad
125 del
artífice (de Ulises), y callados veían lo-que-iba-a-venir.
126 Dos
veces cinco (diez) días se calla y, cubierto, rehúsa
127
entregar con su voz a alguien, u oponerlo a la muerte.
128
A-duras-penas, finalmente, llevado (movido) por los grandes clamores
del-de-Ítaca
129
rompe su voz, por-un-pacto, y me destina al altar.
130
Asintieron todos, y las cosas que temía(n) para sí cada uno,
131 las
soportaron, vueltas (conversa) hacia la muerte de un solo desgraciado
132 Y ya
había-llegado el nefando día: ser-preparados (se preparan) para mí los
sacrificios/sacramentos,
133 y
los frutos salados, y las bandas alrededor de mis sienes (tempora).
134 Me
arrebaté, lo confieso, de la muerte, y rompí mis ataduras,
135 y
a-través-de la noche en un lago limoso, oscuro (yo), en la ova (alga)
136 me
escondí mientras ellos dieran velas, si por fortuna/azar las hubieran dado.
137 Y ya
para mí no (hay) esperanza alguna de ver mi patria antigua,
138 ni a
mis dulces hijos y a mi añorado padre,
139 a
los cuales ellos (los dánaos) quizá (fors) pedirán también (et) los castigos por
nuestra fuga (mi fuga)
140 y esta culpa expiarán con la muerte de esos desgraciados.
141
Por eso a ti, por los dioses-superiores y por los númenes
conscientes/conocedores de lo verdadero,
142 por
(la fe [fidem]) si alguna fe (fides) hay, no-violada que reste
todavía a los mortales
143 en
algún lugar, te ruego, compadécete de mis labores
144
tan-grandes, compadécete de un ánimo que-lleva/soporta cosas no dignas.
145 Por
estas lágrimas le damos la vida y nos compadecemos incluso
(más-allá/voluntariamente, ultro).
146 El
mismo Príamo, el primero, ordena aliviar las ligaduras-de-las-manos y las
apretadas
147
ataduras y así habla con palabras amigas:
148
"Quienquiera-que seas (eres), desde-ahora olvida ya a los griegos perdidos
149
(nuestro serás) y a-mí que-te-(las)-pregunto refiéreme (edissere) estas
cosas, verdaderas:
150 ¿por qué levantaron (establecieron) esta mole del caballo
desmesurado? ¿Quién (es) el autor?
151 ¿O
qué buscan? ¿Qué religión (qué voto es)? ¿O qué máquina de guerra?
152
Había dicho. Aquel, instruido en los engaños y en el arte pelasga,
153
sostuvo hacia las estrellas sus palmas desnudadas de ataduras:
154 "A
vostros, eternos fuegos, y a vuestro no violable numen
155
os-pongo-por-testigo(s), dice, a vosotros, altares y espadas nefandas,
156 a
los cuales huí, y las bandas (cintas) de los dioses, las cuales llevé (como)
víctima:
157
séame-concedido [fas sit] disolver las sagradas leyes de los griegos
158
séame-concedido odiar a esos hombres, y referir todas las cosas bajo las auras,
159 si
algunas (en)cubren (todas las que encubren); no soy retenido para/por patria ni
leyes nigunas.
160
Tú, solamente (modo), mantén (haz-que-te-mantengas en) las promesas; y que
preserves tú, (oh) Troya
161
preservada, la fe-dada, si cosas verdaderas referiré, si grandes-cosas te
pagaré-en-contra.
162 Toda la esperanza de los dánaos y la confianza de la emprendida
guerra
163
se-sostuvo (stetit) siempre en los auxilios de Palas. Sin embargo (sed-enim)
desde-que (ex quo) el impío Tidida(Diomedes),
164 y
(desde que) Ulises, el inventor de crímenes,
165
habiéndose-acercado para arrebatar del sagrado templo el fatal
166
Paladio, asesinados los custodios de la suprema fortaleza,
167
arrebataron la sagrada efigie/imagen, y con manos cruentas/sangrientas
168
osaron (ausi [sunt]) tocar las cintas virgíneas de la divina (Minerva),
169
desde entonces (desde aquello, ex illo) [empezó a] fluir/deshacerse
la esperanza de los dánaos, y a retroceder atrás la esperanza de los dánaos,
170
rotas [fueron] sus fuerzas, adversa [fue] la mente de la diosa.
171 La
Tritonia/Atenea/Minerva dio estas señales con no-dudosas muestras [monstruos,
portentos].
172 Apenas depositado (fue) el simulacro (imagen) en los
campamentos: ardieron unas brillantes
173
llamas en sus luces erguidas (ojos erguidos), y un salado sudor
174
fluyó por sus articulaciones (miembros), y tres veces ella-misma desde el suelo
(admirable de decir)
175 destelló, llevando su escudo y su lanza temblando.
176
Al-mismo-tiempo Calcante canta que han de ser tentadas las superficies con la
huida
177
y que no puede(n) los Pérgamo(s) ser-abiertos a los dardos argólicos
178 si
no vuelven-a-buscar los Argos y el numen vuelven-a-conducir
179 el
que por el piélago en las curvas naves trajeron consigo.
180 Y
Ahora que con el viento buscaron las patrias Micenas,
181 las
armas y dioses preparan como acompañantes, y, vuelto-a-ser-medido el piélago,
182
imprevistos llegaron (llegaron de improviso); así explica los ómenes Calcante.
183
Advertidos, levantaron esta efigie en-lugar-del Paladio y en-lugar-del numen
herido
184
la cual expiara el triste sacrilegio.
185 Sin
embargo Calcante mandó levantar esta inmensa mole,
186 con
robles entretejidos, y al cielo elevarla
187 para
que no pudiera ser recibida por las puertas o ser-conducida a las murallas,
188 ni
protegerse el pueblo (troyano) bajo su antigua religión
189 pues
si vuestra mano hubiese violado los dones de Minerva,
190
entonces una gran destrucción (el cual omen/presagio los dioses antes contra él
mismo
191
viertan) (una gran destrucción) ocurriría (futurum, llegaría-a-ser);
192 Pero
si no con las manos vuestras hubiese ascendido a vuestra ciudad
193
más-allá(en-adelante) Asia vendría (venturam) en una gran guerra contra las
murallas de Pélope
194 y estos hados permanecerían/esperarían a nuestros nietos."
195 Con
tales insidias y el arte del perjuro Sinón
196
creída la cosa (fue), y capturados (fueron) con engaños y lágrimas forzadas,
197
(aquellos) a los que ni el Tidida(Diomedes) ni Aquiles de-Larisa,
198 y no
domaron diez años, (y tampoco) no mil carenas/quillas.
199 Aquí
otra cosa-mayor para (nosotros), desgraciados, y mucho más terrible
200 se
presenta, y turba nuestros pechos impróvidos (desprevenidos).
201
Laocoonte, conducido (elegido) por la suerte (como) sacerdote para Neptuno,
202
sacrificaba un toro ingente a las solemnes (anuales) aras.
203
He-aquí, sin-embargo-(que)-, unos gemelos reptiles, desde Ténedos,
204 por
las altas, tranquilas (superficies) --me-horrorizo refiriéndolo--
205 con
inmensos con orbes (órbitas) se lanzan/echan al mar, y, al par, a los itorales
tienden (van);
206
los pechos de ellos, erguidos entre los flujos-marinos, y sus crines
207
sanguíneas, sobrepasan las ondas; la-parte-restante el ponto
208 la
recoge atrás, e insinúa (retuerce) las espaldas inmensas en un volumen (voluta,
espiral).
209
Se-produce un sonido, en la espumante sal (mar); y ya los campos tenían (los
reptiles)
210
y, ellos, inyectados sus ardientes ojos en sangre y en fuego,
211 con
sus lenguas vibrantes lamían sus sibilantes/silbantes rostros (ora).
212
Escapamos exangües por la visión. Ellos (los reptiles), en fila certera,
213 a
Laocoonte buscan/piden; y, a-lo-primero, un reptil y el otro (serpens uterque),
214
abraza(n) los pequeños cuerpos de los dos hijos (de Laocoonte)
215 y
(uno-y-otro-reptil) se apacienta de (se come) las desgraciadas articulaciones
con su mordisco;
216 después a-él-mismo, (a Laocoonte),
que-iba-en-ayuda-(de-sus-hijos) y que-llevaba dardos
217 (lo)
arrebatan (los reptiles) y (lo) ligan con sus espirales ingentes; y ya
218
dos-veces abrazados-(los-reptiles) a-él-(a-su-mitad,de Laocoonte), dos-veces con
su cuello las escamosas
219
espaldas dando (los reptiles) (lo) superan con su cabeza y con sus cervices
altas.
220
Él, simultáneamente, con las manos intenta deshacer los nudos,
221
rociado/difundido-las-bandas con saña (sangre-corrompida) y con oscuro veneno,
222
simultáneamente, clamores horrendos hacia el cielo eleva:
223
cual-el-toro (eleva) sus mugidos, cuando huye, herido, el toro
224 (a)l
ara, y sacude de su cerviz la incierta hacha/segur.
225 Mas,
los gemelos dragones, con su deslizamiento, hacia los altos santuarios
226
huyen, y de la salvaje Tritonia buscan la ciudadela,
227 y
bajo los pies de la diosa, y bajo el orbe de su escudo se-esconden.
228
Entonces, verdaderamente, un nuevo pavor se insinúa/repta a-través de los pechos
229
temblorosos para-todos, y refieren que Laocoonte, mereciéndolo (merentem),
230
había pagado su crimen, el cual la sacra madera con la cúspide-de-su-lanza
231
hubiera-herido, y (quien) la execrable asta torció/blandió por/para la
espalda(-del-caballo).
232
Que-ha-de-ser-conducido el simulacro hacia las sedes y han-de-ser-orados los
númenes
233
de la diosa conclaman/claman-todos.
234
Dividimos los muros, y expandimos/abrimos murallas de la ciudad.
235 (Se)
ciñen todos a la obra, y a/en los pies (del caballo) hacen-subyacer
236
deslizamientos (lapus) de ruedas, y tienden vínculos/ataduras de-estopa
237 al
cuello; escala la fatal máquina los muros
238
preñada de/con armas. Los chicos, alrededor, y chicas innuptas
239
cosas-sagradas cantan, y gozan de tocar la cuerda con la mano;
240 ella
sube amenazante se desliza para mitad-de la ciudad.
241 ¡Oh
patria! ¡Oh de los dioses casa Ilión, y famosos en la guerra
242
muros de-los-dardánidas! Cuatro en el propio dintel de la puerta
243 se
detuvo y en/desde el útero un sonido cuatro veces las armas dieron.
244
Instamos, sin embargo, desmemoriados y ciegos por el furor
245 y el
monstruo infeliz en la sagrada fortaleza situamos.
246
También entonces abre Casandra su(s) boca(s) para los hados futuros
247 por
mandato del dios (Apolo) ni una-vez creída para/por los Teucros.
248
Nosotros, los santuarios (delubra) de los dioses, desgraciados, para los cuales
sería aquel
249
el último día, con festiva fronda (los) velamos por la urbe.
250
Se-vierte mientras tanto el cielo y cae (ruit) al-Océano la noche,
251
envolviendo con su sombra magna la tierra y el polo,
252 y
los dolos/engaños de los mirmídones; difundidos/dispersos por las murallas los
teucros
253
callaron; el sopor se-apodera-de/abraza sus fatigadas articulaciones.
254 Y ya
la argiva falange con las instruidas naves iba
255
desde Ténedos por los amigos silencios de la tácita luna,
256 los
litorales conocidos buscando, cuando (cum) las regia popa llamas
257
había llevado, y, defendido (Sinón) por unos hados de dioses inicuos,
258
relaja (abre) a los dánaos encerraods en el útero, y furtivamente (abre)
259 los
encierros de-pino Sinón. El caballo, abierto, hacia las auras los devuelve
260 a
ellos, y ellos-alegres se ofrecen desde la cóncava madera,
261
Tesandro y Esténelo, jefes, y el cruel Ulises,
262
deslizados (deslizándose ellos, lapsi) por la cuerda bajada (demissum),
y Acamante y Toante
263 y el Pelida Neoptólomeo, y Macaonte el primero
264 y
Menelao y el mismo fabricante del dolo (engaño), Epeo.
265
Invaden una urbe sepultada en el sueño y en el vino
266
asesinan a los vigilantes, y, abiertas las puertas, a todos
267 sus
socios acogen, y (se) unen a sus tropas cómplices.
268 El
tiempo era, en que la primera quietud para los mortales abatidos
269
empieza, y serpea, gratísima, como de los dioses.
270
He-aquí-que, en sueños, ante mis ojos, el tristísimo Hector
271 me
pareció (visus [est] mihi) estar-presente / acudir, y derramar largos
llantos,
272
raptado por las bigas/carros, como en su-día, y (que él estaba) oscuro por el
cruento
273
polvo, y (que estaba) atravesado a correas (le habían atravesado correas) por
sus pies tumefactos.
274 ¡Ay de mí! ¡Cómo estaba! ¡Cuán mutado de aquel Héctor
275 el
cual vuelve (volvió) investido (habiéndose investido) los despojos de Aquiles,
276 o
(vel) el-que-lanzaba (iaculatus) frigios fuegos a las popas de los dánaos!
277
Llevando una sucia barba y adheridos los cabellos (crines) por la sangre,
278 y
aquellas heridas que, muchas, alrededor de los muros padrios
279
recibió. Por-mi-parte (ultro), llorando yo mismo me-veía (me-parecía, en sueños)
280 que
yo llamaba (compellare) a ese varón y sacaba (de mí) estas tristes voces:
281 "¡Oh
luz de Dardania, oh esperanza fidelísima de los teucros,
282 ¿qué
demoras tan-grandes te (de)tuvieron? ¿Desde qué orillas, (oh) Héctor
283
anhelado, vienes? ¡Cómo te contemplamos, después de los muchos funerales
284 de
los tuyos, después de los varios (variados) labores de los hombres y de la urbe,
285
agotados (nosotros). ¿Qué causa indigna deformó / afeó
286 tus
serenos semblantes? ¿O por qué esas heridas discierno (veo)?”
287 Él,
nada (dijo); ni se-demora-ante mí, que preguntaba cosas vanas,
288
sino-que, gravemente, sacando gemidos de lo hondo del pecho,
289 “Ay
huye, hijo de la diosa, y arrebátate a-ti-mismo de estas llamas.
290 El
enemigo tiene los muros; se derrumba desde su alto culmen Troya.
291
Suficiente a la patria y a Príamo dado (fue): si lo(s) Pérgamo(s) con una
diestra
292
ser-defendido(s) pudieran, también ya con esta (mi diestra) defendido(s)
hubieran sido.
293
Troya te encomienda a ti sus objetos-sagrados y sus Penates;
294 coge
a estos (como) acompañantes de los hados, con estos busca las murallas
295
magnas que establecerás, finalmente, tras-haber-errado-por-todo el ponto.”
296 Así
dice, y con sus manos a las bandas, y a Vesta poderosa,
297 y el
eterno fuego saca de los profundos (penetralibus) santuarios (adytis).
298
Entre tanto las murallas se-mezclan/confunden con un diverso luto,
299 y
más y más, aunque separada (secreta) la casa de mi padre
300
Anquises, y cubierta por árboles estaba-en-un-receso (apartada),
301 los
sonidos se hacen-claros y el horror de las armas se precipita (in(g)ruit).
302 Me
sacudo-abruptamente del sueño y las cornisas del sumo techo
303 con
(mi) ascenso supero, y me detengo con los oídos erguidos (arrectis auribus):
304 como
cuando hacia un sembrado una llama, a causa de los enfurecidos Austros,
305 cae,
o (cuando) un robador torrente desde un río montano / de-las-montañas
306
asuela los campos, asuela los felices sembrados y las labores de los bueyes,
307 y
trae/arrastra los bosques precipitados: queda-estupefacto, inconsciente, el
pastor,
308
desde el alto vértice de la roca recibiendo/oyendo el sonido;
309
entonces verdaderamente manifestada (fue) la fidelidad (de ellos), y de los
dánaos se abren/quedan patentes
310 las
insidias. Ya ruina dio (se derruyó) la amplia casa
311 de
Deífobo, superándola ['el dios'] Vulcano, ya, próximo, arde
312
Ucalegonte; los anchos estrechos (canales) sigeos relucen con fuego.
313 Se
origina el clamor de los hombres y el clangor de las tubas.
314
Cojo, sin-mente (amente), las armas; y no (hay) bastante (de) razón en las
armas,
315
sino-que por aglomerar un puñado (de hombres) para la guerra y por concurrir a
la fortaleza
316
con mis socios arden mis ánimos (de Eneas); el furor y la ira mi mente
317
precipita(n), se me ocurre que ser-muerto entre las armas (es) bello.
318
He-aquí-que, sin embargo, Panto, librado (resbalado) de los dardos de los
aqueos,
319
Panto el Otriade, sacerdote de la fortaleza y de Febo,
320 él
mismo trae/arrastra en su mano los-objetos-sagrados, y a los vencidos dioses,
321
y a su pequeño nieto, y en su carrera se dirige sin-mente a (mis) umbrales
322 “¿En
qué lugar (está) la situación suprema, Panto? ¿Qué fortaleza prendemos?” [¿En
qué situación está la fortaleza que intentamos prender?]
323
Apenas había dicho (yo) esas cosas cuando con un gemido cosas-tales devolvió:
324
“Vino el día supremo y el ineluctable tiempo
325 de
Dardania. Fuimos los troyanos. Fue Ilión. Y (fue) la
ingente
326
gloria de los teucros. El fiero Júpiter todo a (los) Argos [a los argivos
o a Argos]
327 transfirió; los dánaos dominan (se-enseñorean) en la
incendiada urbe.
328 El arduo (alto) caballo, erguido en medio-de las murallas,
difunde
329
hombres-armados y Sinón, vencedor, incendios mezcla,
330
exsultante/insultante. Otros están en las puertas con-doble-apertura,
331
cuantos miles en-otro-tiempo vinieron de las magnas Micenas;
332
sitiaron (obsedēre) otros, con dardos opuestos, las-partes-angostas de las vías;
333 se
alza (se aposta) una formación, de hierro, ceñida (pertrechada) con puntas
334
brillantes, preparada para la muerte (matar); apenas intentan los combates los
primeros
335
vigilantes de las puertas, y con ciego [dios] Marte resisten.”
336 Por
tales palabras del Otríada y por el numen de los dioses
337
me-lanzo hacia las llamas y hacia las armas, por donde la triste Erinia,
338 por
donde el estruendo llama y el clamor, elevado hasta el éter.
339 Se
añaden a-sí-mismos (como) socios Ripeo, y, máximo en las armas,
340
Épito, ofrecidos por la luna, e Hípanis, y Dimante,
341 y a
nuestro lado se aglomeran, y el joven Corebo,
342 el
Migmidónida -en aquellos días, por-la-fortuna/azar, hacia Troya
343
había venido, encendido por su insano amor a/de Casandra
344 y
(como) yerno traía auxilio a Príamo y a los frigios,
345
¡infeliz, quien los preceptos de una prometida (sponsa) inspirada no
346
había escuchado!
347 A los cuales, cuando los vi, compactados, arder hacia los
combates,
348
comienzo, además-de estas-cosas: “Oh jóvenes, oh pechos fortísimos en vano,
349 si
para vosotros (existe) el deseo cierto de seguir a-quien-osa unas-cosas-extremas
(Eneas, y se refiere así mismo),
350 veis
cuál sea la fortuna para nuestras-cosas (la situación de Troya):
351
se-marcharon todos los dioses, abandonados los templos-profundos y las aras,
352
(esos dioses) por quienes este imperio se mantenía-en-pie; (so)corréis a una
urbe
353
incendiada. Muramos y en medio de las armas caigamos (ruamus).
354
Una-sola (es) la salvación para los vencidos, no esperar ninguna salvación”
355 Así
el furor añadido (fue) a los ánimos de los jóvenes. Desde-ahí, como los lobos
356
rapaces en la oscura niebla, a quienes, ciegos, una ímproba rabia del vientre
357
los saca-fuera, y sus cachorros, dejados-atrás,
358
(los) esperan con sus fauces secas, [así] a través de los dardos, a
través de los enemigos
359 vamos hacia una no dudosa muerte y (man)tenemos
360 el
camino de la mitad de la urbe; la oscura noche vuela-alrededor con su cóncava
sombra.
361
¿Quién el desastre de aquella noche, quién los funerales, hablando,
362
explicará, o pueda igualar las labores con las lágrimas?
363 Una
urbe antigua se derrumba/derruye, habiendo-dominado (habiéndose
enseñoreado =deponente) por muchos años;
364
muchos cuerpos inertes [y] por las vías yacen por-todas-partes
365 y
por las casas y los religiosos umbrales
366 de
los dioses. Y no solos los teucros dan sus penas/castigos con sangre;
367 a
veces también para los vencidos retorna a sus corazones la virtud
368 y
caen los vencedores dánaos. Por-todas-partes cruel
369
luto, por-todas-partes pavor y la mucha (múltiple) imagen de la muerte.
370 El
primero, de los dánaos, con una gran caterva acompañándo(lo),
371
Andrógeo se ofrece a-sí-mismo (se) para nosotros (nobis), creyéndo(nos) tropas
socias,
372
inconsciente, y, más allá, con palabras amigas nos apela/apremia:
373
“¡Apresuraos, varones! ¿Pues qué pereza tan tarda
374
os-demora? Otros roban los incendiados Pérgamos
375 y se
los llevan: ((y)) ¿vosotros ahora por-primera-vez desde las excelsas neves
llegáis?”
376
Dijo, y al-mismo-tiempo (pues no se-nos-daban respuestas
377
suficientemente fieles) se-sintió resbalado/deslizado/caído en-medio-de los
enemigos.
378
Quedó-estupefacto, y hacia atrás su pie junto-con-su voz reprimió/retornó.
379 Como
quien opime/pisa entre las ásperas zarzas un imprevisto reptil,
380
apoyándose (él) en el suelo (humi, locativo), y, asustado, de repente (lo)
rehúye
381
(al reptil)-que-levanta sus iras y que-entumece/hincha sus
cérulos/azules+irisados cuellos;
382
no de-oro-modo Andrógeo, tembloroso por la visión, se iba.
383 Nos
precipitamos, y alrededor-nos-difundimos con nuestras densas armas,
384 y a
los ignorantes del lugar, por todas partes, y a los cautivos por el temor,
385
aplastamos; aspira/inspira la Fortuna a nuestra primera labor (dt).
386 Y
aquí, exultante por su éxito y por sus ánimos Corebo:
387 “Oh
socios, por-la-vía (qua [via]) que la primera Fortuna -dice- muestra
388 el
camino de la salvación, y por-la-(vía)-que se presenta a-sí-misma (se)
diestra, sigámos(la):
389 cambiemos/mudemos los escudos, y las insignias de los
dánaos, y a nosotros-mismos
390 los
adaptemos. Dolo/Engaño o virtud, ¿quién en el enemigo lo requiera?
391
Ellos mismos sus armas (nos) darán”. Así hubo-hablado/habló, después, el
empenachado
392
casco de Andrógeo y el insigne ornato de su escudo
393
se-inviste, y a su costado acomoda una espada argiva.
394 Esto
Ripeo, esto el mismo Dimante, y (esto) toda la juventud
395
hace, alegre: con los recientes espolios cada-uno se arma.
396
Avanzamos/Vamos mezclados con los dánaos, no-con-el-numen-nuestro
397 y,
afrontándolos (congressi), sembramos muchos combates a-lo-largo-de la
ciega
398
noche; a muchos de los dánaos enviamos al Orco.
399
Huyen otros hacia las naves, y en su carrera unos litorales
400
seguros buscan; una parte (de ellos) el ingente caballo con temblor vergonzoso
401
escalan de nuevo, y en la conocida matriz se esconden.
402
¡Ay-que no es sagrado/lícito (fas) que nadie confíe nada a los dioses adversos
(invitis)! (o bien: "que nadie confíe en nada con los dioses adversos")
403
He-aquí-que era traída/arrastrada la virgen Priameia, Casandra, sueltos
404 sus
cabellos, desde el templo y (desde) los sagrarios de Minerva,
405
hacia el cielo tendiendo sus ardientes ojos (luces), en vano,
406 sus
ojos (luces), pues unas ataduras impedían/ataban sus tiernas (=adolescentes)
palmas.
407
No soportó esta visión/imagen Corebo, enloquecida su mente,
408 y se
lanzó para-ir-a-morir hacia la mitad de la formación (a la media fila).
409 Lo
seguimos todos y corrimos hacia unas densas armas.
410
Aquí, por primera vez, desde el alto culmen del santuario, por los dardos
411 de
los nuestros somos destruidos (obruimur) y se origina una desgraciadísima
matanza
412
por la faz/aspecto de las armas y por el error de los penachos griegos.
413
Entonces los dánaos, por su gemido, y por la ira (de los troyanos por)/de
la raptada virgen,
414 reunidos/recolectados desde-todos-lados (nos) invaden, el
acérrimo Áyax
415
y ambos Atridas (los geminados Atridas, Agamenón y Menelao), y el
ejército entero de los dólopes:
416 como
(ceu) alguna-vez, en un roto torbellino, los vientos adversos/contrarios
417
luchan-juntos (entran-en-con-flicto): (y) el Céfiro, 'y' el Noto,
'y' el alegre Euro, con sus orientales (Eois)
418
caballos; los bosques hacen-un-ruido-estridente y enloquece con su tridente
419 el
espumoso Nereo, y remueve las superficies por/desde el fondo profundo.
420
También aquellos, si a algunos en la oscura noche por la sombra
421
dispersamos/difundimos con insidias y por toda la urbe los agitamos/acosamos,
422
(re)aparecen; ellos-los-primeros reconocen los escudos y los mentidos/fingidos
dardos,
423
y señalan/confirman las bocas discordantes por su sonido (lengua griega/lengua
troyana).
424
En-el-mismo-lugar/instante, somos arruinados /destruidos por su número; y
el primero Corebo
425 cae-muerto, por la diestra de Peneleo, junto al ara de la diva
armipotente (=Palas Atena);
426 cae
también Ripeo, él solo el más justo
427 que
existió entre los Teucros, y el más preservador de lo ecuánime
428
(para los dioses de otro modo visto [fue]). Perecen Hípanis y Dimante,
429
fijados/atravesados por sus socios; y ni a ti tu mucha piedad, Panto (voc.sg.m),
430 ni
la cinta/ínfula de Apolo te protegió a ti, cayendo (que caías).
431
[Oh] ilíacas cenizas y llama extrema/final de los míos,
432 (os)
pongo-por-testigo(s), (de-que) en el ocaso vuestro ni los dardos ni ningunas
433
fortunas/azares (vices) de los dánaos yo evité, y, si los hados hubiesen
sido
434
que yo cayera-muerto, lo habría merecido/pagado por mi mano. Nos arrancamos de
allí (inde),
435 Ífito y Pelias conmigo (de los cuales Ífito por la edad
436 ya
más pesado/grave [era], y Pelias lento/tardo por la herida de Ulises;
437
directamente (protinus) llamados hacia las sedes de Príamo por el clamor.
438 Aquí
en verdad una ingente pugna (discernimos), como-si (ceu) en ninguna parte
otras guerras
439
hubieran existido, (y) ningunos/nadie en toda la urbe se muriesen.
440 Así,
a Marte indómito, y a los dánaos precipitándose a los techos
441
discernimos, y el asediado umbral, hecha la concha (tortuga).
442 Se
adhieren a las paredes las escalas y bajo los propios postes
443 se
apoyan con escalones/pasos siniestros, y, protegidos, oponen sus escudos
444
hacia los dardos, (y) agarran los aleros con sus diestras.
445 Los
dardánidas, por contra, las torres y todos los cúlmenes
446 de
las casas arrancan; con estos dardos, a sí mismos, cuando disciernen sus
últimos-momentos,
447 ya en la extrema muerte se preparan para defender(se);
448 y
las áureas vigas, altos decorados/ornatos de sus vetustos padres,
449
hacen rodar; los otros, con sus espadas estrechadas,
450
asediaron las puertas: las guardan con fila/regimiento denso.
451 Se
instauran los ánimos de socorrer los techos (palacios) regios,
452 y
aliviar/levantar a los hombres con auxilio, y añadir fuerza a los vencidos.
453 Un
umbral había, y unas ciegas puertas, y un uso transitable,
454 de
los techos/palacios de Príamo entre-sí, y unos postes dejados
455 a la
espalda (había), por donde, mientras se mantenían esos reinos,
456 muy
a menudo, la infeliz Andrómaca solía desplazarse (se ferre), no acompañada,
457
hacia sus suegros, y a su chico, Astianacte, traía a su abuelo Príamo.
458 Me
voy hacia las cornisas (fastigia) del supremo culmen, desde donde
459 sus
dardos, inútiles, con su mano, lanzaban los míseros teucros.
460
Una torre, que-estaba-en-pie, hacia lo alto, bajo los sumos techos,
461 y
que (estaba) elevada hacia los astros, desde donde toda Troya (solía) ser vista,
462 y
las naves de los dánaos y los campamentos aqueos solían ser vistos,
463
aproximándonos alrededor, con hierro, por donde los altos entablados
464
ofrecían junturas deslizantes (no firmes), arrancamos de sus altas
465
sedes, y la empujamos; ella, caída de repente, su ruina
466 con
sonido/ruido arrastra, y sobre las formaciones de los dánaos, anchamente,
467
incidió/se-cayó. Sin embargo, otros llegan/suben, y entre tanto no cesa(n) ni
las rocas
268
ni ningún género de dardos.
469 Ante
el mismo vestíbulo y en el primer umbral, Pirro
470
exulta, brillante por sus dardos y por una luz broncínea;
471 cual
una culebra, cuando hacia la luz/amanecer, habiendo pastado malas gramas,
472
bajo la tierra fría, tumefacta, una bruma la cubría:
473
ahora, dejadas sus pieles (mudas, exuvias), y nueva y nítida con una juventud
474
lúbrica, alta/erguida (arduus), contorsiona sus espaldas, con su pecho elevado
475
hacia el sol, y brilla en su boca con sus lenguas-tripartitas.
476 A
una, el ingente Perifante y el auriga/agitador de los caballos de Aquiles,
477 su
escudero Automedonte, a una, toda la pubertad esciria,
478
acceden al techo (palacio), y llamas a los cúlmenes (tejados) echan/lanzan.
479 Él
mismo, entre los primeros, agarrando un hacha-de-dos-alas,
480
rompe los duros umbrales y los postes broncíneos de su quicio
481
arranca; y ya, cortada la viga, cavó las maderas firmes,
482 y
dio/dejó una ingente ventana con una amplia boca.
483
Aparece/se-ve la casa por dentro y los atrios largos se abren,
484
aparecen(se-ven los interiores (penetrales) de Príamo y de los viejos reyes,
485 y (los
de dentro, los troyanos) ven a los armados que-están en el primer umbral.
486 Pero
(at) la casa interior con gemido y lamentable tumulto
487 se
mezcla/se-confunde, y, en-el-interior, los sagrarios cóncavos aúllan
488 con
duelos femeninos; el clamor hiere los astros áureos.
489
Entonces las despavoridas madres erran por los ingentes techos (palacios);
490 y,
abrazadas-a-ellos, (sos)tienen los postes y les fijan besos.
491
Insta Pirro, con su violencia paternal (propia de Aquiles); y ni los claustros
492
ni los custodios valen/tienen-fuerza para soportarlo; se tambalea la puerta
493
a-golpe-del-ariete incesante, y los postes removidos de su quicio
caen-hacia-delante.
494 Se-hace la vía con la violencia; rompen las entradas y a
los primeros asesinan
495 los dánaos enviados/que-habían-entrado, y ampliamente
llenan con soldado los lugares.
496
No así, habiendose-roto sus cauces, cuando el espumoso río
497
se-salió, y las moles opuestas venció con su torbellino,
498 es
llevado (se lanza) enloquecido contra los sembrados en cúmulo, y por todos los
campos
499
arrastra los ganados con sus establos. Vi yo-mismo a Neoptólemo (Pirro),
500
enfurecido/enloquecido por su matanza, y a los dos/geminados Atridas en el
umbral,
501
vi a Hécuba, y a sus cien nueras, y a Príamo por las aras,
502
manchando con sangre los fuegos que él mismo había consagrado.
503
Aquellos cincuenta tálamos, esperanza tan-grande de nietos,
504 los
postes, soberbios de oro extranjero y de expolios,
505
sucumbieron; tienen los dánaos (todo-lugar) por-donde no-está el fuego.
506
Quizá también (et) preguntes cuáles fueran los hados de Príamo.
507
Cuando vio el caso/destino/caída de la ciudad capturada, y vio los
convulsionados
508 umbrales de los techos (palacios), y al enemigo en mitad de las
sedes,
510
él, muy anciano, se inviste de armas largamente desacostumbradas por la edad, en
vano, y se ciñe un no útil hierro
511
(espada), y se-va/se-lanza a morir hacia/entre los densos enemigos.
512 En
medio de los recintos-sagrados, bajo el desnudo eje del éter,
513
había un ingente altar, y a su lado, un vetustísimo laurel
514
recostándose al ara (hacia el ara), y con su sombra abrazado (estaba) a los
Penates.
515
Aquí, Hécuba y sus nacidas, en vano, alrededor de los altares,
516 como
(ceu) palomas precipitándose por una oscura tempestad,
517
todas-muy-juntas (condensae) y abrazadas a los simulacros de los dioses
estaban-sentadas.
518 Pero cuando (ut) (Hécuba) a él mismo, a Príamo, tomadas las
armas juveniles
519 cuando (lo) vio: “¿Qué mente tan ominosa, desgraciadísimo
cónyuge,
520
(te) empujó a ceñirte con estas armas? ¿O adónde te precipitas/arruinas? (ruis)",
dijo.
521
“No de tal auxilio (abl.) ni de estos defensores (abl.)
522 este
tiempo necesita; no, si el propio Héctor mío, ahora estuviera-presente.
523
Acude aquí, al fin; esta ara nos protegerá a todos,
524 o
morirás a la vez”. Así habiendo-hablado (Hécuba) con su boca, lo recibió (a su
marido Príamo),
525 hacia sí-misma, y en la sagrada sede colocó al anciano.
526
He-aquí, en cambio, que Polites, resbalado/escapado de la matanza de Pirro,
527 uno
de los nacidos/hijos de Príamo, a través de los dardos, a través de los
enemigos,
528
huye por los largos pórticos, y los vacíos atrios lustra (recorre),
529
herido. A él, Pirro, ardiente por (hacerle) una herida mortal,
530 (lo)
persigue, y ya, ya, en la mano (lo) tiene y lo oprime con su lanza (hasta).
531
Cuando (ut) por fin se evadió (escapó) ante los ojos y los rostros de sus
padres,
532
cayó (Polites), y su vida (di)fundió con mucha sangre.
533 Aquí
(en-esto) Príamo, aunque ya es-tenido (está) en mitad de la muerte,
534 no,
sin embargo, se-abstuvo ni ahorró (a) su voz (dt) ni (a) su ira (dt):
535 “Mas
a ti, por (este) crimen,” exclama, “por tales osadías,
536 los
dioses, si alguna piedad hay en el cielo que se preocupe de tales cosas,
537 te
absuelvan gracias dignas (de esto / de ti) y tus premios debidos
538 te
devuelvan, (tú,) quien me hiciste contemplar a-mi-cara (coram me) la muerte
539 de
mi hijo, y execraste los rostros paternos con el funeral (de su hijo).
540 Pero
no aquel, del cual (abl) tú (Pirro) te mientes engendrado, Aquiles,
541 fue
tal en (con) su enemigo Príamo; sino que (a) los juramentos y (a) la fe
542 de
un suplicante enrojeció, y el cuerpo exangüe de-Héctor rindió/devolvió
543 para
su sepulcro [para-que-yo-Príamo-lo-enterrara], y a mí hacia mis reinos me
remitió”
544
Así hablado (habló) el anciano (senior), y un dardo no-bélico (imbelle), sin
golpe (sin fuerza),
545 lanzó, el cual en seguida fue rechazado por el ronco
bronce,
546
y en el supremo ombligo/centro del escudo (de Pirro) en vano quedó-colgando.
547 Al
cual Pirro: “Referirás, así pues, estas cosas, y como nuncio/heraldo irás
548 al
Pelida, mi progenitor (Aquiles). A aquel acuérdate de narrarle
549 mis
tristes hechos/actos y (acerca) de su indigno (hijo) Neoptólemo
[indigno-de-su-estirpe]
550
Ahora, muere”. Esto diciendo, junto a los mismos altares a él, tembloroso (a
Príamo)
551
trajo/arrastró, y a él, resbalando en la mucha sangre de su hijo (Polites),
552
[y] le envolvió (agarró) el pelo con la (mano) izquierda, y con la diestra
sacó
553
su brillante espada y, a/en su costado hasta la empuñadura (capulo tenus) la
hundió.
554
Este (fue) el fin de los hados de Príamo, esta salida (este final)
555 a él
en-suerte lo llevó (le cupo en suerte), a él, viendo Troya incendiada y caído(s)
556
l(os) Pérgamo(s), a él, soberbio regidor un-día para (de) tantos pueblos
557 y
tierras de Asia. Yace (él,) un troco ingente (o bien yace él, ingente,
trunco/amputado), en el litoral,
558 y
una cabeza arrancada de los hombros, y sin nombre un cuerpo.
559 Pero
a mí entonces por-primera-vez me rodeó un salvaje horror
560 Me
quedé estupefacto; me subió (vino) la imagen de mi querido padre
561
cuando al rey (Príamo), de-igual-edad, vi, exhalando su vida
562 por
una cruel herida, me subió (a la memoria) la desierta Creúsa
563 y mi
casa saqueada y el caso (la situación) situación de (mi) pequeño (hijo) Julo.
564
Miro-atrás, y cuál sea la provisión (de mis hombres) a mi alrededor lustro
(miro).
565
Desertaron todos, agotados, y (unos) sus cuerpos
566 a la
tierra enviaron de un salto o-bien, (otros), a los fuegos los dieron (sus
cuerpos) enfermos.
567 [Y ya a tal punto uno solo era (yo-Eneas), cuando
contemplo a Tindáride (Hélena)
568
guardando los umbrales de Vesta y escondida, callada,
569 en
la secreta sede; (me) dan clara luz los incendios
570 (a
mí), errante por todos lados, y (a mí), llevando los ojos por todas-las-cosas.
571 Ella
(Hélena), temiendo-de-antemano (praemetuens) para sí a los teucros hostiles, por
el(los) destruido(s)
572 Pérgamo(s) y (temiendo) la pena/castigo de los Dánaos, y
las iras
573
de su desertado (abandonado) cónyuge (Menelao), (Hélena), común Erinia de Troya
y de su patria,
574 se había escondido a sí misma, y en las aras, no-bienvenida
(invisa), estaba-sentada.
575 Ardieron fuegos en mi ánimo; (me) sube (viene) la ira de vengar
576
a mi patria, que caía (cadentem), y de asumir (hacer pagar) las penas criminales
(de Hélena).
577
“¿Ciertamente ésta, (Hélena), incólume, contemplará Esparta y sus patrias
578
Micenas, y marchará (como) reina, con su parido triunfo?
579 ¿Y
su matrimonio (coniugium) y la mansión de su padre y a sus hijos verá,
580 y
también la multitud de los/las Ilíades, acompañada por los ministros
frigios?
581
¿Y habrá caído a hierro Priamo? ¿Troya habrá ardido a fuego?
582
¿Habrá sudado tantas veces el litoral con la sangre de los dardanios?
583 No
así (ha de ser). Pues aunque ningún nombre memorable (digno de memoria)
584 hay
en la pena femínea [en (matar) a una mujer], esta victoria tiene su
alabanza;
585
seré alabado sin embargo (por) haber extinguido el sacrilegio, y por haber
tomado
586
las penas de la que lo merece (Hélena), y me alegrará haber llenado/saciado mi
ánimo
587
de la llama vengadora, y de haber saciado las cenizas de los míos”
588
Cuando (cum) a mí, que tales cosas echaba (de tales cosas me jactaba), y
me-dejaba-llevar por una furiosa mente]
589 a mí
se ofreció a sí misma, no antes tan clara a mis ojos, para-ser-vista,
590 y a
través de la noche refulgió en una pura luz
591 mi
alimenticia (alma) madre (parens), confesa diosa (confesándose diosa) y
cual ser vista (suele)
592.por los dioses-celestiales y cuan-grande suele
(ser vista), y con la diestra aprehendiéndome-a-mí
593 me
contuvo, y con boca de-rosa esto sobre-ello añadió:
594
“Hijo, qué-tan-gran-dolor excita tus indómitas iras?
595 ¿Por
qué te enfureces? ¿O adónde se ha apartado, para ti, tu preocupación de nos (de
mí)?
596
¿No mirarás antes dónde hayas dejado a tu padre, agotado por la edad,
597 a
Anquises, o si (-ne) vive-aún (superet) tu esposa, Creúsa,
598 y
(vive) tu chico-hijo, Ascanio? A todos los cuales, de-todas-partes, las griegas
599
filas rodean (circum-errant) y, si-no resistiera/fuera-constante mi cuidado,
600 ya
las llamas (se los) habrían llevado y (los) habría agotado (desangrado) la
espada enemiga.
601 No (sea) para ti odiada la faz/cara de la Tindáride, la laconia
(Hélena),
602
o el culpado-culpable Paris: la inclemencia de los dioses (divum),
603
de los dioses abatió estas riquezas, y asoló desde su culmen a Troya.
604
Observa (pues toda la nube, la que ahora, puesta-delante para el que mira,
605
apaga las visiones mortales para ti y, húmeda, arededor,
606 las
oscurece: esa nube la arrancaré; tú no temas -no-teme- órdenes algunas -[ali]qua-
607 de
tu madre, o no rehúses -no-rehúsa- obedecer a mis preceptos):
608
aquí, donde ves las deshechas moles y las rocas arrancadas de las rocas,
609 y el
ondeante humo con el mezclado polvo,
610
Neptuno golpea-agita los muros y los conmocionados fundamentos de los muros
611 con
su gran tridente, y derrumba (eruit) toda la ciudad desde sus sedes.
612 Aquí
la salvajísima Juno, ella la primera, tiene
613 las
puertas esceas, y, enfurecida, llama a la formación aliada desde las naves,
614
ceñida ella -Juno- con el hierro -la espada-.
615
Contempla (oh, Eneas) (que) ya la Tritonia Palas (Atenea) las altas
murallas
616
tiene-como-sede, refulgente con su nimbo y con su Górgona cruel.
617 Mi
propio padre (Júpiter) a los dánaos suministra ánimos y fuerzas favorables (secundas),
618 él
mismo suscita a los dioses contra las dárdanas armas.
619
Sálvate (arráncate del peligro), hijo, e impón una huida y un final a tu fatiga
(labor);
620
en ningún sitio te-faltaré, y a ti, protegido, te estableceré en tu umbral
patrio-paterno”.
621 Había dicho, y en las espesas sombras de la noche se escondió.
622
Aparecen crueles los rostros, y enemigos los grandes númenes de los dioses
623 para
Troya.
624
Entonces verdaderamente visto (fue) para mí todo Ilión en llamas,
625 y
ser-volteada (caer boca abajo) la Neptunia Troya desde lo más profundo:
626 y
como (veluti) en lo-más-alto de los montes el antiguo olmo (ac. sg.
fem.),
627
cuando (cum) a él, cortado con hierro y con incesantes hachas-de-dos-alas
(bisarmas)
628
los agricultores (lo) instan a derrumbarse en-rivalidad (a-porfía), él (el olmo)
por todos lados es amenazado,
629
tembloroso mece su cabellera, con/por su vértice golpeado,
630
mientras-hasta-que, paulatinamente, vencido por las heridas, lo supremo gimió,
631
(su último [gemido] dio) y trajo-arrastró, descuajado, la-su ruina por los
cerros:
632
desciendo (yo-Eneas), y conduciéndome un dios (de) entre la llama y los enemigos
633
me libero: las armas dan-abren un lugar y las llamas retroceden.
634 Y
cuando se-había-llegado (perventum [est]) a los umbrales de la sede
patria (sede de mi padre)
635 y a
sus (mis) antiguas mansiones, mi progenitor, a quien yo deseaba subir el primero
636 a
los altos montes y (que era) el primero al que (yo) buscaba,
637
renuncia (se niega) a prolongar su vida habiendo sido destruida Troya,
638 y a
padecer el exilio. "Vosotros, oh, para quienes está íntegra la sangre
639
de/por vuestra edad" dijo "y (están) sólidas vuestras fuerzas por su dureza
(robustez),
640
agitad-emprended vosotros la fuga.
641 A
mí, si los celestiales hubiesen querido conducirme (prolongarme) la vida,
642
hubiesen conservado para mí estas sedes. Suficiente y de sobra que vimos (vi)
unas
643
destrucciones (las de Troya destruida por Heracles), y sobrevivimos (sobreviví)
a la cautivada ciudad.
644 Así, oh, así depositado (mi cuerpo), habiéndoos dirigido
(n.pl.m) a él, (despedidos de mi cadáver), marchaos.
645 Yo
mismo por mi mano la muerte encontraré; se compadecerá el enemigo
646 y
mis despojos buscará. Fácil desecho de sepulcro.
647 Ya
desde hace años odioso para los dioses, e inútil, mis años
648
demoro, desde que el padre de los dioses y rey de los hombres
649 me
sopló con los vientos de su rayo y me tocó con el fuego".
650
Tales cosas recordando, persistía, y fijo permanecía.
651
Nosotros, en contra, deshechos-vertidos en lágrimas, (tanto) mi cónyuge, Creúsa,
652 y
Ascanio, y toda la casa, [diciendo-que] mi padre no quisiera verter-arruinar
consigo
653
todas las cosas y sucumbir a un hado urgente
654
Se-niega él, y se-mantiene en su empresa (en lo emprendido) y en sus mismas
sedes (moradas).
655 De nuevo soy-arrastrado a las armas y la muerte,
desgraciadísimo (yo-Eneas), deseo:
656 Pues
¿qué consejo, o qué fortuna ya me era dada?
657
"¿Esperaste, padre, que yo (me+ne) pudiera sacar de aquí mi pie, abandonado tú,
658 y ha
salido tan gran abominación de tu boca paterna?
659 Si
place a los altísimos no dejar nada de tan-gran ciudad
660 y
reside esto en su ánimo, y les agrada añadirte a ti y a los tuyos
661 a la
Troya que-va-a-morir, abierta está la puerta a esta muerte,
662 y ya
estará-vendrá Pirro, con la mucha sangre de Príamo,
663 el
que (qui) al hijo ante los semblantes de su padre, el que (qui) al padre mutila
ante las aras.
664
"¿Esto era, nutricia madre (Venus), por-lo-que a mí, a través de las armas, a
través de los fuegos
665 me arrebatas (sacas), para que contemple al enemigo en
medio de los penetrales,
666 y
para que (contemple) a Ascanio, y al padre mío, junto con Creúsa, asesinados
667 el
uno en la sangre del otro?
668
¡Armas, varones! ¡Llevad-traed armas! Su última luz (día) llama-invoca a los
vencidos.
669
Devolvedme a mí para-hacia los dánaos; permitid que vuelva-a-ver los instaurados
670
combates: nunca hoy moriremos todos sin-ser-vengados".
671
Después-de-esto me ciño con el hierro (la espada) de nuevo, e insertaba con el
escudo
672
mi mano siniestra, adaptándola, y me lanzaba a mí mismo fuera de los techos
(mansiones).
673
Pero he aquí que mi esposa, abrazada a mis pies en el umbral
674
estaba-firme, y tendía hacia mí,-su-padre, al pequeño Julo:
675 "Si
te vas para-morir, también a nosotros arrástranos a-todas-las-cosas contigo;
676 pero
si (pero-si-no), habiéndolo-experimentado, alguna esperanza pones en las armas,
677
primero protege (impvo.) esta casa. ¿A quién el pequeño Julo,
678 a
quién tu padre, a quién soy-abandonada yo misma, la que un día fui llamada tu
esposa?”
679
Gritando tales cosas con su gemido llenaba todo el techo (mansión),
680
cuando se origina un prodigio súbito y admirable de decir.
681 Pues
entre las manos y los rostros de sus tristes padres
682 he
aquí que desde lo más alto de la cabeza de Julo un leve ápice
683
paració (visus [est]) que difundía luz, y una llama no-dañina al tacto (pareció)
684
que lamía sus suaves melenas (de Julo) y que se apacentaba alrededor de sus
temporales (sienes)
685 Nosotros, atemorizados, [empezamos a] temblar de
miedo y a sacudir su pelo
686
ardiente y a extinguir los santos fuegos con fuentes (aguas).
687 Sin
embargo mi padre Anquises elevó sus ojos a las estrellas, alegre,
688 y
hacia el cielo las palmas junto-con su voz tendió:
689
“Júpiter omnipotente, si has de doblegarte con preces algunas,
690
contémplanos a nosotros, solo esto, y si merecemos (de tu) piedad (abl.),
691
danos, después, tu auxilio, padre, y confirma estos agüeros-ómenes".
692
Apenas estas cosas había dicho el anciano (senior), y con un súbito fragor
693
tronó (¿impersonal? ¿Júpiter?) a la izquierda, y, desde el cielo,
resbalada por-entre las sombras,
694 una
estrella corrió, llevando su haz-antorcha con mucha luz.
695 A
ella, resbalando sobre los más altos cúlmenes del techo (mansión)
696 la
divisamos, clara, esconderse en la espesura idea (del monte Ida),
697 y
señalando (ella) los caminos; entonces, su surco (en el cielo), con su largo
límite-linde,
698
da luz, y anchamente, alrededor los lugares sahúman con-de azufre.
699
Aquí-Entonces, en verdad, (con)vencido, mi progenitor se alza hacia las auras
700 y se
dirige a los dioses y la sagrada estrella adora.
701 "Ya,
ya ninguna la demora es; os-sigo, y por-donde conducís voy,
702
dioses patrios; conservad mi casa-(familia), conservad a mi nieto (Julo).
703
Vuestro es este augurio, y en vuestro numen Troya es-está.
704 Cedo
yo-ciertamente, y no, hijo-mío, rehúso ir yo como-acompañante para ti"
705
Había dicho él, y ya, por las murallas, un fuego más claro
706 se
oye, y más-cerca los incendios vuelven-hacen-rodar los calores.
707 “Así
pues, ve-anda, querido padre, imponte (sé-impuesto) sobre la cerviz nuestra;
708 yo
mismo te-subiré a hombros y no a mí esta labor me pesará;
709
por-dondequiera-que (quocumque) las cosas caerán-acaecerán, uno y común el
peligro (será),
710 una-misma la salud para ambos será. Para mí el pequeño Julo
711 sea
compañero, y de-lejos preserve-guarde nuestras huellas mi esposa.
712
Vosotros, fámulos-sirvientes, advertid con vuestros ánimos a lo que yo diga.
713 Hay,
para los que salen de la ciudad, un túmulo y un templo vetusto
714 de
la abandonada Ceres, y, junto, un antiguo ciprés (n.s.fem.)
715
preservado por la religión de nuestros padres por muchos años.
716
hacia esta única sede vendremos desde-diverso(s-lugares).
717 Tu,
progenitor, toma los-objetos-sagrados en tu mano y los patrios penates:
718 (es)
sacrílego que yo los toque, habiendo-salido-yo de guerra tan grande y de la
matanza
719
reciente, hasta que en un río vivo
720 me
haya-habré limpiado (hecho-ablución)”.
721 Esto
habiendo dicho (yo-Eneas) me-recubro los anchos hombros y mi subyacente cuello
722
con una ropa encima y la piel de un dorado león,
723 y
me-meto bajo mi carga (dat., bajo Anquises); a mi diestra se plegó el pequeño
724
Julo, y sigue a su padre (yo-Eneas) no con pasos iguales;
725
detrás sube-viene mi esposa. Somos-llevados por las-partes-opacas de los
lugares,
726
y a mí, a quien hace-poco ningunos dardos lanzados
727 me
conmovían, ni los griegos aglomerados en adverso enjambre (exámine),
728
ahora todas las auras me aterran, todo sonido me excita,
729 a
mí, suspendido, y al par temiendo por (para) mi acompañante (Julo) y por (para)
mi carga (Anquises).
730 Y ya me acercaba a las puertas-de-la-ciudad (portis), y me
parecía haber evadido (escapado de)
731 todo
camino-vía, cuando súbitamente un denso sonido de pies
732
pareció llegar a mis oídos, y mi padre, mirando-oteando por la sombra:
733
“Hijo”, exclama, “huye, hijo, se acercan.
734
Ardientes escudos y bronces brillantes discierno-veo".
735
Aquí, a mí-(Eneas), asustado, no sé qué numen poco propicio (mal/poco amistoso)
736
me arrebató mi confundida mente. Pues mientras sigo en mi carrera
737 unos
lugares-sin-vía (intransitados), y sobrepaso las partes conocidas de las vías,
738
ay, (es) incierto (si) por un hado, desgraciado, mi esposa Creúsa, arrebatada,
quedó-atrás,
739
(o si) erró en la vía (se equivocó de camino), o si, resbalada-errada, se
retrasó / se sentó;
740 y (ya) después no fue devuelta a los ojos nuestros.
741 Y no
antes miré-hacia-atrás a-ella-perdida, o mi ánimo volví-atrás (no antes)
742 de
que vinimos-llegamos al túmulo de la antigua Ceres y a su sede sagrada:
743
aquí, finalmente, reunidos todos, una-sola
744
estuvo-ausente, y a sus acompañantes, y a su hijo y a su marido, falló/faltó.
745 ¿A
quién no acusé/inculpé, demente, de hombres y dioses,
746 o
qué-cosa más cruel en la destruida ciudad vi?
747 A
Ascanio y a mi padre Anquises y los penates teucros,
748
(todos) los encomiendo a mis socios, y en un curvado valle los escondo;
749 yo
mismo a la ciudad regreso y me ciño con mis fulgentes armas.
750
Firme-está renovar todos los casos-situaciones y volverme por toda
751
Troya y de nuevo mi cabeza exponer/oponer a los peligros.
752 En
el principio, los muros y los oscuros umbrales de esa puerta
753 por
la cual mi paso (marcha) había sacado-yo, vuelvo-a-buscar, y mis huellas,
754
hacia atrás observadas, sigo a través de la noche y las lustro-busco con la luz:
755
horror por todos lados en/para mi ánimo; a la vez, los propios silencios me
aterran.
756
Desde ahí a mi casa-paterna, por si por fortuna su pie, por fortuna, la hubiese
llevado,
757
a mí mismo me devuelvo: habían irrumpido (en ella) los dánaos, y todo el techo
tenían.
758
Al punto el fuego voraz a lo más-alto de las cornisas con el viento
759
se-vuelve-envuelve; (las) superan las llamas, enloquece el bullir-del-fuego
hacia las auras.
760 Procedo-avanzo y las sedes y la fortaleza de Príamo revisito
(vuelvo a ver):
761 y ya, en los pórticos vacíos, en el asilo de Juno,
762 unos
custodios selectos, Fénix y el cruel (dirus) Ulises
763 el
botín guardaban. Aquí, de todas partes, el troyano tesoro
764
raptado de los incendiados templos, y las mesas de los dioses,
765 y
las crateras sólidas por (ser-de) oro, y la ropa cautiva
766 se
amontona(n). Los niños y las aterrorizadas madres en larga fila
767
están alrededor.
768 Osando-yo, incluso (por-qué-no), a lanzar voces, por la sombra
769
llené con mi clamor las vías, y, triste (yo-Eneas) a Creúsa
770 en
vano, redoblando (mis voces) una vez y otra vez la llamé.
771
A-mí-que la buscaba y que de los techos de la ciudad sin fin me lanzaba,
772 el
infeliz simulacro y la sombra de la propia Creúsa
773
(fue) vista para-por mí ante los ojos, y mayor (era) su imagen que la (imagen)
conocida.
774
Me-quedé-estupefacto, y se-pusieron-de-punta mis cabellos y la voz a mi garganta
(fauces) quedó-adherida.
775
Entonces así a-decir (dijo) y a-quitar (quitó) mis cuidados con estas palabras:
776
"¿Qué te ayuda indulgir-abandonarte tanto a un insano dolor,
777 oh
dulce cónyuge? No estas cosas llegan-suceden sin el númen
778 de
los dioses; y no (es) lícito (fas) que tú lleves a a Creúsa como compañera
779 o lo
permite (ni lo permite) aquel regidor del supremo Olimpo.
780
Largos exilios para ti, y la vasta superficie del mar ha de ser arada (por ti),
781 y
llegarás a la tierra hesperia (de Hesperia), donde el lidio Tibris
(Tíber-Álbula)
782
fluye entre los fecundos campos de los hombres con su suave corriente.
783 De
allí cosas-sucesos felices, y un reino, y una regia esposa,
784
nacidas (serán) para ti; rechaza-expele las lagrimas de tu amada-elegida Creúsa.
785 No
veré yo las sedes de los mirmídones ni las sedes soberbias de los dólopes,
786 o
iré para servirlas (servitum, supino) a las madres griegas,
787
(siendo yo) dardánida y nuera de la divina Venus;
788 sino
que a mí la magna progenitora de los dioses me detiene en estas orillas.
789 Y,
ya, ten-salud, y preserva el amor de nuestro hijo común".
790
Cuando estas palabras dio, a mí, llorando y queriendo muchas cosas decir,
791 me
abandonó (desertó), y retrocedió hacia las tenues auras.
792 Tres
veces habiendo intentado (intenté yo) allí dar mis brazos alrededor de su
cuello;
793
tres veces en vano abrazada su imagen, huyó a-de mis manos,
794
(imagen) pareja a los leves vientos y muy semejante al volador sueño.
795 Así,
al fin, a mis socios, consumida la noche, vuelvo-a-ver.
796 Y
aquí encuentro, quedándome-admirado, que había afluido un ingente número
797 de
nuevos compañeros, (y) madres y varones,
798 una
juventud reunida para el exilio, pueblo desgraciado.
799 De
todas partes llegaron-se-reunieron, preparados, con sus ánimos y sus recursos,
800 (a
ir) a cualesquiera tierras que yo quisiera conducirlos por el piélago.
801 Y ya
surgía el Lucífero (la estrella del alba) por los cerros de lo más alto del Ida
802 y
conducía al día, y los dánaos tenían asediados
803 los
umbrales de las puertas, y no (nos) era-dada esperanza alguna de ayuda.
804
Cedí, y, levantado mi padre (a-hombros), busqué los montes.
LIBRO III
[Refugiado Eneas en la ciudad de Antandro, al pie del monte
Ida, con sus compañeros fugitivos de Troya, construye una armada, en la cual se
dirige a las costas de Tracia, donde se le aparece el alma de Polidoro en medio
de tremendos prodigios y le refiere su lamentable fin.—Prosiguen los troyanos su
viaje y llegan a la isla de Delos, con objeto de consultar el oráculo de Febo;
de allí pasan a Creta, la cual tienen que abandonar por haberse declarado una
gran peste en su campamento, y por consejos de sus dioses penates, endereza
Eneas el rumbo a Italia.—Llega a las islas Estrofadas; encuentro fatal con las
arpías; vaticinio de Celeno.—Llegada a Epiro, donde encuentra Eneas a Andrómaca
y a Héleno, que le vaticina su futura grandeza y le aconseja el rumbo que debe
seguir y los peligros que debe evitar en su navegación a Italia.—Continuando su
viaje, siguen las costas de Sicilia hasta llegar enfrente del Etna, donde el
griego Aqueménides, abandonado allí por Ulises, les cuenta las crueldades del
cíclope Polifemo, que se presenta después y los persigue en vano por el
mar.—Dando un rodeo, para evitar los escollos de Escila y Caribdis, según les
aconsejó Héleno, llegan por fin los troyanos al puerto de Drépani, donde muere
Anquises. Una tempestad arroja a los troyanos a la costa de África, con lo que
termina el largo relato de Eneas.]
Después que plugo a los dioses
derruir el imperio de Asia y abrumar a la raza de Príamo con una desgracia
inmerecida; luego que cayó la soberbia Ilión y toda Troya, la ciudad de Neptuno,
quedó reducida a humeantes pavesas, decidímonos, por los agüeros de los dioses a
buscar diversos destierros y regiones desiertas, a cuyo fin construimos una
armada en el pueblo de Antandro, al pie de los montes del frigio Ida, sin saber
adónde nos llevarán los hados, dónde nos será dado establecernos. Reúno, pues,
toda mi gente: empezaba entonces apenas el verano, y como ya mi padre Anquises
disponía que diésemos la vela a la aventura, abandoné, en fin, llorando, las
costas y los puertos de la patria y los campos donde fue Troya; desterrado,
surco el hondo mar con mis compañeros, mi hijo, mis penates y nuestros grandes
dioses.
Hay distante de Troya una vasta región favorecida de Marte, poblada
por los Tracios, en la cual reinó en otro tiempo el cruel Licurgo, y que en los
días de prosperidad para nosotros fue de muy antiguo nuestra aliada y amiga. A
ella enderezo el rumbo, y en sus corvas playas, impulsado por aciaga fortuna,
asiento la primera cerca de una ciudad, a cuyos pobladores doy el nombre de
Eneadas, tomado del mío.
Allí hice un sacrificio a mi madre Dione y a las
deidades protectoras de las obras comenzadas, e inmolé en la playa al supremo
rey de los dioses un corpulento toro. Alzábase por dicha allí cerca un túmulo,
que cubría con sus espesas ramas un cerezo silvestre y un enorme arrayán.
Llegueme a él, y queriendo arrancar del suelo algunas verdes malezas para
esparcir sus hojas sobre los altares, se aparece a mis ojos un horrendo
prodigio:
del primer arbusto que descuajo, destilan gotas de negra sangre,
con que se empapa el suelo; un frío horror paraliza mis miembros; helada de
espanto, se me cuaja la sangre en las venas. Segunda vez pruebo a arrancar el
flexible tallo de otro arbusto para descubrir la causa de aquel misterio, y otra
vez chorrea sangre la corteza. Revolviendo en mi mente mil pensamientos,
invocaba a las ninfas de las selvas y al padre Gradivo, que protege los campos
de los Getas, a fin de que trocasen aquella triste aparición en próspero agüero;
pero cuando con mayor empuje pruebo a arrancar la tercera mata, y forcejeo,
apoyada una rodilla en la arena (¿lo diré o no?), sale de lo más hondo del
túmulo un gemido lastimero, y llegan a mis oídos estas palabras: "¿Por qué, ¡Oh
Eneas!, despedazas a un infeliz? Deja en paz al que yace en el sepulcro; no
manches con un crimen tus piadosas manos. Hijo de Troya como tú, no soy para ti
un extranjero; esa sangre que ves, no mana de los arbustos. ¡Ah! huye de este
despiadado suelo, huye de estas avaras playas. Yo soy Polidoro; aquí me encubre,
clavado en tierra, una férrea mies de dardos, cuyas aceradas puntas han ido
botando sobre mi cuerpo acribillado. Oprimido entonces el ánimo de un" inquieto
terror, quédeme yerto, mis cabellos se erizaron y la voz se me pegó a la
garganta.
Era aquel Polidoro el mismo a quien el desventurado Príamo, cuando
llegó a desconfiar del triunfo de las armas troyanas, viendo estrechamente
cercada su ciudad, envió tiempo antes, con gran cantidad de oro, al Rey de
Tracia para que cuidase de su crianza. El Rey, tan luego como vio mal paradas
las cosas de los Troyanos, y que los abandonaba la fortuna, siguió el partido de
Agamenón y de sus armadas vencedoras, y atropellando todos los deberes, degüella
a Polidoro y se apodera por fuerza de su caudal. ¡A qué no arrastras a los
mortales corazones, impía sed del oro! Luego que volví de mi espanto, fui a
referir a los próceres elegidos del pueblo, y a mi padre, el primero entre
ellos, el prodigio que me habían manifestado los dioses, y a pedirles su parecer
sobre lo que debía hacerse. Todos estuvieron unánimes en que debíamos huir de
aquel suelo criminal, abandonar aquellos sitios, en que se había profanado la
hospitalidad, y dar las naves al viento; pero antes hacemos exequias funerales a
Polidoro. Hacinamos gran porción de tierra para sepulcro, levantamos a sus manes
altares enlutados con azules ínfulas y negro ciprés, colocándose en derredor las
Troyanas, destrenzado el cabello, conforme al rito. Sobre ellos derramamos
espumantes cuernos de leche tibia y copas de sangre de las víctimas
sacrificadas; encerramos su alma en el sepulcro, y con grandes clamores le damos
el último adiós.
Apenas pudimos tener confianza en la mar, viendo sus olas en
paz con los vientos y oyendo la apacible voz del austro, que nos convidaba a
navegar, botaron al agua las naves mis compañeros, y con su muchedumbre llenaron
las playas. Salimos, en fin, del puerto; pronto dejamos atrás tierras y
ciudades. En medio del mar se alza una frondosa isla, tierra sagrada, gratísima
a la madre de las Nereidas y a Neptuno egeo; errante en otro tiempo por los
mares de playa en playa, el dios flechador, compadecido, la fijó entre Micón y
la alta Giaro, concediéndole que permaneciese inmoble y arrostrase el furor de
los vientos. Allí vamos a parar; aquella apacible isla nos recibe, fatigados
navegantes, en su seguro puerto. Ya desembarcados, saludamos con veneración la
ciudad de Apolo. El rey Anio, rey de aquellos pueblos y juntamente sacerdote de
Febo, ceñidas las sienes de la real diadema y del sacro laurel, nos sale al
encuentro y reconoce a su antiguo amigo Anquises; nos damos las manos en señal
de hospitalidad y le seguimos a su palacio.
Voy luego a adorar a Apolo en su
templo, labrado de vetustas piedras. Concédenos, le dije, "¡Oh Timbreo! morada
propia. Concede a estos infelices fatigados murallas y ciudad donde tomar
asiento y perpetuar su linaje; conserva a Troya un segundo Pérgamo en nosotros,
reliquias de los Griegos y del cruel Aquiles. ¿A quién hemos de seguir? ¿Adónde
nos mandas que vayamos? ¿Dónde quieres que nos fijemos? Danos ¡Oh padre! un
agüero e infunde tu numen en nuestras almas."
No bien hube pronunciado estas
palabras, cuando de repente me pareció que retemblaba todo en derredor, los
umbrales y el laurel del dios; que se estremecía el circunvecino monte y que
crujía la trípode en el abierto santuario. Prosternámonos en tierra, y estas
palabras llegan a nuestros oídos: "Esforzados hijos de Dárdano, la primera
tierra que produjo el linaje de vuestros padres, y con él a vosotros, esa misma
os acogerá en su fecundo regazo cuando tornéis a ella; buscad, pues a vuestra
antigua madre. Allí dominarán de uno a otro confín la casa de Eneas y los hijos
de sus hijos y los que nacieran de ellos." Esto nos respondió Febo; todos
prorrumpen en alborozada gritería y se echan a discutir qué murallas sean
aquellas de que habla el dios, adónde quiere que encaminemos nuestros errantes
pasos y adónde nos manda volver; entonces mi padre, evocando memorias de los
antiguos varones, "Escuchad, ¡Oh próceres!" dijo, "y sabed el secreto de
vuestras esperanzas. En medio del mar se extiende la isla de Creta, donde está
el monte Ida, cuna del gran Jove y de nuestro linaje. Pueblan sus naturales cien
grandes y riquísimas ciudades; de allí, si recuerdo bien lo que tengo oído,
nuestro insigne antepasado Teucro llegó el primero a las bocas Reteas, donde
eligió sitio para fundar un reino. Aun no se había levantado Ilión ni existía el
alcázar de Pérgamo; sólo estaban poblados los hondos valles. De allí nos
vinieron el culto de la madre Cibeles y los címbalos de los coribantes y los
misterios del bosque Ideo; de allí el silencio de las ceremonias sagradas y los
leones uncidos al carro de la diosa. Ea, pues, sigamos el rumbo que nos señalan
los mandatos de los dioses; aplaquemos los vientos y encaminémonos a los reinos
de Creta; ni creáis que distan de aquí gran trecho: con tal que Júpiter nos sea
propicio, al tercer día arribará nuestra escuadra a las playas cretenses." Dicho
esto, inmoló en las aras los holocaustos debidos a los dioses: un toro a
Neptuno, otro a ti, hermoso Apolo, una oveja negra a la Tempestad, y una blanca
a los bonancibles Céfiros.
En alas de la fama llegan a nuestros oídos nuevas
de que el caudillo Idomeneo, arrojado del reino de sus padres, ha huido, dejando
desamparadas las playas de Creta; de que sus moradas están libres de enemigos, y
de que allí nos esperan habitaciones abandonadas. Salimos del puerto de Ortigia,
y volando por el piélago, dejamos atrás a Naxos con sus collados cubiertos de
bacantes, a la verde Donusa, a Olearo y a la blanca Paros; las Cícladas,
esparcidas por el mar y una multitud de estrechos y de lenguas de tierra.
Nuestros marineros claman a porfía, encareciendo unos con otros sus deseos, de
que lleguemos a Creta, cuna de nuestros antepasados; y favorecidos del viento,
que se levantó a popa, llegamos en fin prósperamente a las playas de los
antiguos Curetes. Al punto, llevado de mi impaciencia, hago empezar a construir
los muros de la anhelada ciudad, a la que pongo por nombre Pérgamo, exhortando a
mi gente, entusiasmada de aquella denominación troyana, a que ame sus nuevos
hogares y levante al punto una fortaleza. Ya habíamos sacado a la seca playa
casi todas nuestras naves; ya nuestra juventud celebraba fiestas nupciales y
atendía al cultivo de nuestros nuevos campos; yo empezaba a darles leyes y
viviendas, cuando de repente sobrevino un año de horrible peste, producida por
la corrupción del aire, mortífera para los hombres, los árboles y los sembrados.
Los que no perdían la dulce vida, la arrastraban entre crueles enfermedades;
pasaba esto en la estación en que Sirio abrasa con sus rayos los campos
esterilizados; las hierbas estaban secas, y las mieses, agostadas, negaban todo
sustento. Entonces mi padre me exhortó a que, cruzando el mar, fuese a consultar
segunda vez el oráculo de Febo en su templo de Ortigia, y a implorar su
clemencia, preguntándole qué término tiene señalado a nuestras cansadas
peregrinaciones, de dónde nos manda que probemos a sacar remedio a nuestros
trabajos, adónde en fin, hemos de enderezar el rumbo.
Era la noche, y el
sueño embargaba en la tierra a todas las criaturas, cuando se me aparecieron en
sueños, iluminadas por la clara luz de la luna llena, que penetraba por mis
ventanas, las sagrados efigies de los dioses y los penates frigios que traje
conmigo de Troya, sacándolos de entre las llamas de la ciudad;
entonces me
pareció que me hablaban así, disipando mis angustias con estas palabras: "Lo que
Apolo te diría si fueses a Ortigia a consultarle, te lo va a vaticinar aquí, y
para eso nos envía a tus umbrales. Nosotros te hemos seguido después del
incendio de Troya, a ti y a tus armas, y contigo y en tus naves hemos surcado el
revuelto piélago; nosotros levantaremos hasta las estrellas a tus futuros
descendientes, y daremos a su ciudad el señorío del mundo. Tú prepara grandes
murallas para un gran pueblo, y no desmayes en el largo afán de tus
peregrinaciones. Fuerza es que cambies de morada; no son estas las playas a que
el delio Apolo te persuadió que fueras, ni te mandó fijar tu asiento en Creta.
Hay una gran región (los Griegos le dan por nombre Hesperia), tierra antigua,
poderosa en armas y rica en frutos, poblada en otro tiempo por los Enotrios;
ahora es fama que sus descendientes la llaman Italia, del nombre de su caudillo.
Allí tenemos nuestras moradas propias; de allí proceden Dárdano y nuestro
ascendiente Jasio, de quien desciende el linaje troyano. Levántate, pues, y ve
jubiloso a contar estas cosas certísimas a tu anciano padre, y a decirle que se
dirija a Corito y a las regiones ausonias. Júpiter no consiente que mores en los
campos dicteos." Atónito con tales visiones y con aquellas palabras de los
dioses (porque aquello no era un sueño, antes se me figuraba que los tenía
delante y que reconocía sus rostros y veía sus cabelleras, ceñidas de sacras
vendas), un frío sudor corrió por todo mi cuerpo. Levántome del lecho, tiendo al
cielo las manos y mi voz suplicantes, y libo en mi hogar puras ofrendas.
Cumplido aquel deber, voy, lleno de alegría, a enterar de todo a Anquises, y se
lo refiero por su orden; con esto reconoce la ambigüedad de nuestro linaje,
nacida de sus dos troncos, y su nuevo error en confundir los antiguos lugares.
Entonces repuso: "Hijo mío, trabajado por los adversos hados de Ilión, Casandra
era la única que me vaticinaba esos sucesos; ahora recuerdo que presagió a mi
linaje la posesión de un imperio, al que unas veces daba el nombre de Hesperia,
otras el de Italia; pero ¿quién había de creer que los Teucros irían a las
playas de Hesperia? o ¿A quién entonces hacían fuerza los vaticinios de
Casandra? Rindámonos a Febo, y persuadidos de su oráculo, sigamos mejores
rumbos." Dice, y todos con aplauso obedecemos sus palabras, abandonando también
aquellos sitios, y dejando en ellos a unos pocos, damos la vela y surcamos el
vasto piélago en nuestras huecas naves.
Luego que estuvimos en alta mar, y
desaparecieron todas las costas, sin que viésemos por dondequiera más que cielo
y agua, una azulada nube se paró encima de mi cabeza, trayendo en su seno la
noche y la tempestad. Horribles tinieblas cubrieron las olas. Al punto los
vientos revuelven la mar y se levantan enormes oleadas: juguete de su empuje,
vagamos dispersos por el vasto abismo. Negros nubarrones envuelven el día, y una
lluviosa oscuridad nos roba el cielo; de las rasgadas nubes brotan frecuentes
relámpagos. Perdido el rumbo, andamos errantes por el tenebroso piélago; el
mismo Palinuro no acierta a distinguir el día de la noche, ni recuerda el
derrotero en medio de las olas. Todavía anduvimos errantes por el caliginoso mar
durante tres días sin sol, y otras tantas noches sin estrellas; por fin, al
cuarto día vimos por primera vez alzarse tierra en el horizonte, aparecer montes
a lo lejos y algunas nubes de humo. Amainamos velas y echamos mano al remo sin
perder momento; los marineros baten la espuma a fuerza de puños y barren las
cerúleas ondas; las playas de las Estrofadas me reciben las primeras, libertado
del mar. Los Griegos denominan Estrofadas, unas islas del vasto mar Jónico,
donde habitan la cruel Celeno y las otras arpías, desde que, cerrado para ellas
el palacio de Tineo, el miedo les hizo abandonar sus abundosas mesas. Jamás
salieron de las aguas estigias, suscitados por la cólera de los dioses,
monstruos más tristes ni peste más repugnante; tienen cuerpo de pájaro con cara
de virgen, expelen un fetidísimo excremento, sus manos son agudas garras, y
llevan siempre el rostro descolorido de hambre...
Apenas desembarcamos en el
puerto, vimos esparcidas por toda la campiña hermosas vacadas y rebaños de
cabras sin pastor. Entrámoslos a cuchillo, ofreciendo a los dioses y al mismo
Júpiter parte de aquella presa; luego disponemos en la corva playa los hechos y
empezamos a comer aquellos óptimos manjares, cuando de pronto acuden desde los
montes con horrible vuelo las arpías, y batiendo las alas con gran ruido,
arrebatan nuestras viandas y las corrompen todas con su inmundo contacto,
esparciendo en torno, entre sus fieros graznidos, insoportable hedor. Segunda
vez ponemos las mesas a gran distancia de allí, en una honda gruta, cerrada por
corpulentos árboles, que la cubren de espesísima sombra, y restablecemos el
fuego en los altares; mas segunda vez también, desde diversos puntos del cielo,
sale la resonante turba de sus lóbregos escondrijos, revolotea, esgrimiendo sus
garras, alrededor de nuestros manjares y los ensucia con sus bocas. Mando
entonces a mis compañeros que empuñen las armas y cierren con aquella familia
maldita; hácenlo como lo dispongo, ocultando las espaldas y los broqueles entre
la hierba, y apenas las arpías se dispersan en ruidoso tropel por las corvas
playas, y Miseno, desde un alto risco, da la señal con una trompeta, las
acometen los míos, y en tan nuevo linaje de lid, acuchillan a aquellas sucias
aves del mar; pero su plumaje impenetrable las preserva de toda herida, y
tendiendo su vuelo por el firmamento en rápida fuga, abandonan la ya roída presa
entre asquerosos rastros de su presencia. Sólo Celeno quedó posada en una
eminente roca, desde donde, fatal agorera, rompió a hablar en estos términos:
"Hijos de Laomedonte después de habernos movido guerra, destruyendo nuestros
ganados, ¿todavía intentáis expulsar a las inocentes arpías del reino de sus
padres? Oíd, pues, lo que os voy a decir, y guardad bien en la memoria estas
palabras: Yo, la mayor de las furias, voy a revelaros las cosas que el Padre
omnipotente tiene vaticinadas a Febo, y Febo me ha vaticinado a mí. A Italia
enderezáis el rumbo, y a Italia os llevarán los vientos invocados; lograréis
arribar a sus puertos, pero no rodearéis con murallas la ciudad que os conceden
los hados, sin que antes horrible hambre, castigo de la matanza que habéis
intentado en nosotras os haya obligado a morder y devorar vuestras propias
mesas."
Dijo, y volando fue a refugiarse en la selva. Aquellas palabras
helaron de súbito terror la sangre en las venas a mis compañeros; decayeron los
ánimos, y renunciado al medio de las armas, con votos y preces determinan
implorar la paz, ya sean diosas las arpías, ya crueles e inmundas aves. Mi padre
Anquises, tendiendo en la playa sus manos al cielo, invoca a los grandes númenes
y prescribe los sacrificios que reclama el caso. "¡Apartad, oh dioses". exclama,
"esas amenazas! ¡Apartad de nosotros tamaño desastre, y salvad a estos hombres
piadosos!" En seguida manda cortar los cables y tender las sacudidas jarcias.
Hinchan los notos nuestras velas y bogamos por las espumosas olas, siguiendo
el derrotero que nos señalan los vientos y el piloto. Ya aparecen en medio del
mar la selvosa Zacinto, y Duliquio, y Samos, y Nerito, toda erizada de peñascos.
Esquivamos los arrecifes de Ítaca, reino de Laertes, maldiciendo aquel suelo,
que produjo al cruel Ulises. Pronto se descubren a nuestra vista las nebulosas
cimas del monte Leucates y el promontorio de Apolo, tan temido de los marineros.
Allí, sin embargo, nos dirigimos fatigados y entramos en la pequeña ciudad:
echamos el ancla y amarramos las naves a la playa.
Desembarcados, por fin,
impensadamente en aquella tierra, ofrecemos a Júpiter, encendiendo en sus
altares llamas votivas, y celebramos juegos troyanos en la playa de Accio.
Desnudos y ungido de aceite el cuerpo, nuestros compañeros se ejercitan en las
luchas nacionales, regocijándose de haber escapado con bien de tantas ciudades
argólicas, y de haber logrado la fuga por medio de sus enemigos. Entre tanto el
sol iba llegando al término de su larga carrera en derredor del año, y el frío
invierno con sus aquilones encrespaba las olas. Clavo en las puertas del templo
un escudo de cóncavo bronce, antiguo arreo del grande Abante, y esculpo en él
esta inscripción: Eneas arrebató este trofeo a los Griegos vencedores; en
seguida mando a los remeros dejar el puerto y tomar asiento en sus bancos; ellos
a porfía baten con los remos las aguas y barren la mar. Pronto perdemos de vista
las enhiestas torres de los Feacios, seguimos las costas de Epiro, arribamos al
puerto Caonio, y subimos a la eminente ciudad de Butroto.
Allí llegaron a
nuestros oídos increíbles rumores de que Héleno, hijo de Príamo, reinaba en
algunas ciudades griegas, por haberse casado con la viuda de Pirro, del linaje
de Eaco, y sucedídole en el trono; y de que Andrómaca había contraído nuevo
enlace con un troyano. Quedéme pasmado, y en mi pecho se encendió un
vehementísimo deseo de hablar con Héleno y averiguar la verdad de tan grandes
sucesos; salgo del puerto, dejando mis naves y la playa, y me adelanto tierra
adentro. Por dicha, en aquel momento estaba Andrómaca en un bosque, a corta
distancia de la ciudad, junto a la orilla de un imaginario Simois, ofreciendo
libaciones solemnes, manjares y fúnebres dones a las cenizas de Héctor, evocando
sus manes a un túmulo vacío, formado de verde césped, al que había consagrado
dos altares, ocasión de su continuo llanto. En cuanto me vio dirigirme a ella, y
reconoció, delirante, mis arreos troyanos, aterrada como a la vista de un
fantasma, cayó de pronto exánime y yerta; mas recobrando al fin la voz tras
largo desmayo, me habló así: "¿Es realidad? ¿Eres tú verdaderamente, hijo de una
diosa, el que viene a mí como mensajero? ¿Vives? o si la luz del cielo faltó ya
para ti, ¿Dónde está Héctor?" Dijo, prorrumpió en llanto y llenó todo el bosque
con sus clamores. Turbado en vista de aquella acerba aflicción, apenas acierto a
articular estas confusas palabras: "Vivo, sí, arrastrando una miserable
existencia entre crudos afanes. No lo dudes; lo que estás viendo es una
realidad... Mas ¡Ay! ¿Qué trance cruel te derribó de la altura en que te puso tu
primer marido? ¿Cuál fortuna, digna de él y de ti, es ahora la tuya? ¿Eres, ¡oh
Andrómaca! la viuda de Héctor o la esposa de Pirro? Bajó el rostro, avergonzada
y" me dijo con humilde acento: "¡Oh feliz sobre todas la virgen hija de Príamo,
condenada a morir ante un túmulo enemigo, bajo las altas murallas de Troya, que
ni se vio sorteada, ni subió cautiva, al lecho de un amo vencedor! Yo, después
del incendio de Troya, llevada por diversos mares, tuve que sufrir la insolencia
de un mancebo soberbio, hijo de Aquiles, y concebí en la esclavitud; el cual,
prendado al poco tiempo de Hermíone, nieta de Leda, y prefiriendo enlazarse con
una Lacedemonia, me entregó a mí, su sierva, por esposa de su siervo Héleno.
Pero Orestes, inflamado de un violento amor a su prometida esposa, que quieren
arrebatarle, e impelido al crimen por las Furias, cayó de improviso sobre Pirro
y le inmoló al pie de los patrios altares. Por muerte de Neptólemo, una parte de
sus reinos pasó a poder de Héleno, que, del nombre del troyano Caón, denominó
Caonia a toda esta tierra, y construyó en esos collados un nuevo Pérgamo y un
alcázar como el de Ilión. Pero a ti, ¿qué vientos, qué hados te han impelido en
tu derrotero? ¿Cuál dios te ha hecho arribar sin saberlo a nuestras playas? ¿Qué
es del niño Ascanio? ¿Vive, respira aún? Nació cuando Troya... ¿Se acuerda con
dolor de su perdida madre? ¿Le excita al culto de la antigua virtud y al varonil
esfuerzo el ejemplo de su padre Eneas y de su tío Héctor?"
Así decía llorando
y exhalando en vano largos sollozos, cuando salió de las murallas con grande
acompañamiento, y se encaminó a nosotros, el héroe Héleno, hijo de Príamo, y
reconociendo a los suyos, nos condujo alborozado, a su palacio, llorando de
alegría a cada palabra que nos dirige. Sigo adelante y me encuentro con una
pequeña Troya, con una fortaleza construida a semejanza del grande alcázar de
Pérgamo, con un seco arroyo denominado Janto, y abrazo los umbrales de una
puerta Escea. También mis Teucros se regocijan, como yo, a la vista de aquella
ciudad amiga, que les recuerda su patria. Recibíales el Rey en sus espaciosos
pórticos, en medio de su palacio hacían libaciones a Baco, y la copa en la mano,
apuraban sabrosos manjares, servidos en vajilla de oro.
Así pasamos un día;
cuando ya las auras bonancibles nos brindan a navegar e hincha nuestras velas el
impetuoso austro, dirijo estas palabras a Héleno, juntamente rey y adivino:
"Hijo de Troya, intérprete de los dioses, tú que descubres la voluntad de Febo
en las trípodes, en el laurel de Claros, en las estrellas y en los agüeros del
canto y del vuelo de las aves, habla, yo te lo ruego. En todo la religión me
tiene vaticinado un próspero viaje; todos los númenes me han amonestado a que me
encamine a Italia y penetre en aquellas repuestas regiones; sólo la arpía Celeno
me ha anunciado un nefando y nunca visto prodigio, venganzas crueles y un hambre
espantosa. ¿Qué peligros son los que debo evitar primero? ¿Qué he de hacer para
superar tan grandes trabajos?" Entonces Héleno, después de inmolar, conforme al
rito, algunos novillos, implora el favor de los dioses, desciñe las ínfulas de
su sagrada cabeza, y él mismo me conduce por la mano, temblando yo a la idea de
verme en presencia de tan gran numen, a los umbrales de su templo, ¡Oh Febo!; en
seguida el sacerdote pronunció con su inspirado labio este vaticinio:
"Hijo
de una diosa, los más grandes auspicios me declaran patentemente que debes
lanzarte al mar; así el rey de los dioses dispone tus hados y prepara tus
futuros azares; tal es el orden que te señala. Pocas te declararé de las muchas
cosas que te convendría saber para que te fuesen más seguros y hospitalarios los
mares que vas a explorar, y los puertos ausonios en que has de hacer asiento,
pues las Parcas vedan a Héleno saberlas todas, y Juno, hija de Saturno, le
impide hablar. En primer lugar, la Italia, que tú te imaginas cercana, y esos
puertos que te dispones a ocupar y que crees vecinos, está muy lejos, y de ellos
te separan largos e intransitables caminos. Tus remos han de doblegarse en las
olas trinacrias, han de surcar tus naves las aladas olas del mar Ausonio, los
lagos infernales y las aguas de la isla de Circe, hija de Eea, antes de que te
sea dado echar los cimientos de una ciudad en el suelo seguro. Yo te daré las
señales por las que has de guiarte; grábalas bien en tu mente. Cuando engolfado
en tristes pensamientos te encuentres a la margen de un desconocido río, tendida
bajo las encinas de la ribera, una corpulenta cerda blanca dando de mamar a
treinta lechoncillos, blancos como ella, habrás hallado el sitio en que has de
edificar tu ciudad; aquel será el descanso cierto de tus trabajos. No te
horrorice la idea de que habéis de devorar hasta vuestras mesas; los hados te
sacarán de ese trance, y Apolo invocado será contigo. Evita, sin embargo, esas
tierras, evita esas cercanas costas de Italia, que bañan las olas de nuestro
mar; todas sus ciudades están habitadas por los pérfidos Griegos. Allí los
Locrios han levantado las murallas de Naricia, y el lictio Idomeo ocupa con sus
guerreros los campos salentinos; allí el caudillo Filoctetes, rey de Melibea, ha
fortificado la reducida población de Petelia. Mas luego que, traspuestos los
mares, hayan anclado tus naves en la costa, y levantadas las aras, pagues a los
númenes los debidos votos, cúbrete la cabellera con un velo de púrpura, no sea
que en medio de las sagradas llamas, encendidas en honor de los dioses, se te
presente el rostro de un enemigo y turbe el agüero. Observad tus compañeros y tú
esta práctica en las ceremonias sagradas, y perpetúese como una tradición
religiosa entre vuestros piadosos descendientes. Mas cuando los vientos te
impelan hacia las playas sicilianas y se ensanchen a tu vista las angostas bocas
de Peloro, dirígete por un largo circuito a las tierras y a los mares que verás
a tu izquierda; huye de las costas y de las olas que veas a tu derecha. Es fama
que aquellos dos continentes, que en otro tiempo formaban uno solo; se separaron
violentamente en un espantoso rompimiento, a impulso de las aguas del mar, que
dividió a la Hesperia de la costa siciliana: ¡Tan poderosa es para producir
mudanzas la larga sucesión de los siglos! y abriéndose un estrecho canal entre
ellas, baña a la par los campos y las ciudades de ambas riberas. Señorease del
diestro lado Escila, y del izquierdo la implacable Caribdis; esta se sorbe tres
veces las vastas olas precipitadas en su profundo báratro, y tres veces las
vuelve a arrojar a lo alto, batiendo con ellas el firmamento,
mientras que
Escila encerrada en las negras cavidades de una caverna, saca la cabeza por ella
y arrastra las naves hacia sus peñascos. Tiene la primera rostro de hombre, y
hasta medio cuerpo figura de hermosa virgen; el resto es de enorme pez, uniendo
una doble cola de delfín a un vientre como el de los lobos. Más te valdrá,
aunque sea más lento, enderezar el rumbo al promontorio siciliano de Paquino y
dar un largo rodeo, que ver una sola vez a la horrible Escila en su enorme
caverna, y sus riscos, siempre resonantes con los ladridos de sus perros
marinos. Además, si alguna prudencia reconoces en Héleno, si tienes alguna fe en
los vaticinios, y crees que Apolo infunde en mi mente el espíritu de la verdad,
una cosa te aconsejaré, ¡Oh hijo de una diosa!, y no me cansaré de repetirla: lo
primero es que implores en tus preces el numen de la gran Juno; ofrece a Juno
continuos votos, y aplaca a fuerza de suplicantes dones a aquella poderosa
soberana, y así, en fin, vencedor, dejando la Sicilia, llegarás a los confines
ítalos. Arribado que hayas allí, y entrando en la ciudad de Cumas y en los
divinos lagos y en las resonantes selvas del Averno, verás una exaltada
profetisa que anuncia los hados futuros bajo una hueca peña y escribe en hojas
de árboles sus vaticinios, los cuales dispone en cierta manera, dejándolos así
encerrados en su caverna, donde permanecen quietos sin que varíe en nada el
orden en que ella los ha dejado; mas apenas llega a entreabrirse la puerta y
penetra en la cueva la menor ráfaga de viento, se dispersan, revoloteando por
todo el ámbito aquellas hojas escritas, sin que ella se cure de recogerlas, de
colocarlas nuevamente en su sitio, ni de coordinar, juntándolas, sus oráculos;
los que han acudido a consultarla se vuelven sin respuesta, maldiciendo de la
cueva de la Sibila. Nada te importe detenerte allí cuanto fuere preciso; aunque
te increpen tus compañeros, aunque los vientos te brinden y aun te fuercen a
darte a la vela, soplando prósperos, no dejes de ir a buscar a la Sibila y de
implorar con preces sus oráculos; aguarda a que te los dé, aguarda que benévola
te haga oír su voz. Ella te declarará los pueblos de Italia y las futuras
guerras que te aguardan, y te dirá los medios de evitar o de vencer cualesquiera
trabajos; si la veneras, ella hará prósperas tus aventuras. He aquí las cosas
que a mi voz le es lícito declararte; ve, pues, y sublima hasta los astros con
tus hechos el gran nombre de Troya."
Después de haberme dirigido estas
palabras amigas, dispuso el adivino que llevasen a las naves cuantiosos
regalos de oro y marfil; en ellas amontona además mucha plata, vasos de Dodona,
una loriga de triples mallas de oro y un magnífico yelmo de undoso y largo
crestón, armas de Neptólemo. También para mi padre hubo presentes; a ellos añade
caballos y guías... nos proporciona remeros, y provee además de armas a mi
gente.
Entre tanto que Anquises mandaba aparejar la escuadra para que no
hubiese demora en aprovechar el primer viento favorable, el intérprete de Febo
le habló así con respetuoso acento: "¡Oh Anquises, digno de tu glorioso enlace
con Venus, cuidado de los dioses, libertado por dos veces de las ruinas de
Pérgamo! ahí tienes delante la tierra de Ausonia; vuela a arrebatarla con tus
naves. Y sin embargo, fuerza te será navegar largo rato antes de llegar a ella;
lejos está todavía aquella parte de la Ausonia que Apolo designa en sus
oráculos. Ve, ¡Oh padre feliz por la piedad de tu hijo! ¿A qué he de extenderme
más, impidiéndoos con mis palabras aprovechar los vientos que se levantan?"
También Adrómaca, pesarosa de aquella suprema despedida, y no menos espléndida
que Héleno, trae ropas recamadas de oro y una clámide frigia para Ascanio, le
abruma de regalos de telas labradas, y le dice así: "Recibe, niño, estas labores
de mis manos, y consérvalas como un recuerdo y un testimonio del acendrado
cariño de Andrómaca, esposa de Héctor. Recibe estos últimos dones de los tuyos,
¡Oh única imagen que me queda de mi Astianax! Así levantaba los ojos, así movía
las manos, ese era su porte; ahora tendría tu edad y crecería contigo." Yo me
despedí de ellos, diciéndoles entre lágrimas: "¡Vivid felices, oh vosotros,
cuyas vicisitudes han terminado ya! Nosotros estamos todavía destinados a ser
juguete de la fortuna. Asegurado os está el descanso; no tenéis que surcar mar
alguno, ni que buscar los campos de la Ausonia, que no parece sino que siempre
van huyendo de nosotros. Viendo estáis una imagen del río Janto y una Troya,
obra de vuestras manos; ¡Ojalá viva bajo mejores auspicios que la primera, y
menos expuesta que ella a las insidias de los Griegos! Si algún día llego a
pisar las márgenes y las campiñas del Tíber; si algún día llego a ver las
murallas prometidas a los míos, nuestras ciudades y nuestros pobladores, el
Epiro y la Hesperia, unidos de antiguo por un mismo origen, pues todos, tienen
por padre a Dárdano, y ligados por iguales infortunios, formaremos por nuestra
estrecha unión una sola Troya. ¡Ojalá cundan estos sentimientos hasta nuestros
últimos descendientes!"
Damos por fin la vela y llegamos al cercano
promontorio Ceraunio, camino el más breve por mar para Italia. En tanto el sol
se precipita en el ocaso, y los montes de la costa se cubren de opacas sombras;
desembarcamos, y designados por la suerte los remeros que han de velar, nos
tendemos cabe la orilla en el regazo de la deseada tierra; desparramados en
grupos por la seca playa, restauramos los fatigados cuerpos con un apacible
sueño. Todavía la noche, conducida por las horas, no había llegado a la mitad de
su carrera, cuando se levanta del lecho el diligente Palinuro, explora todos los
vientos y presta el oído al menor soplo de las auras; observa todas las
estrellas que se deslizan por el callado cielo; Arturo, las lluviosas Híadas,
los dos Triones y Orión, armado con su espada de oro. Cerciorado de todas las
señales de un cielo sereno, dio desde la popa de su nave el toque sonoro, a cuya
llamada levantamos los reales, y dándonos nuevamente al mar, desplegamos las
alas de nuestras velas. Ya la Aurora sonrosaba los cielos, ahuyentadas las
estrellas, cuando divisamos en lontananza unos nebulosos collados, y visible
apenas sobre la superficie del mar, el suelo de Italia. ¡Italia! clamó el
primero Acates, y a Italia saludan con jubilosos clamores mis compañeros.
Entonces mi padre Anquises enguirnalda una gran copa, la llena de vino, y puesto
de pie en la más alta popa, invoca a los dioses en estos términos: "Dioses del
mar y de la tierra, árbitros de las altas tempestades, otorgadnos una fácil
travesía y prósperos vientos." Arrecian en esto las deseadas auras, descúbrese
el puerto ya más cercano, y aparece en una altura un templo de Minerva; recogen
mis compañeros las velas y enderezan las proas hacia la costa. Batido de las
olas por la parte de Oriente, ábrese el puerto formando un arco, delante del
cual oponen una barrera de salada espuma dos grandes escollos, que a manera de
torres extienden en contorno una doble muralla; a medida que nos acercamos,
parece que el templo se aleja de la playa. Allí, por primer agüero, vi cuatro
caballos blancos como la nieve, que estaban paciendo en un extenso y hermoso
prado. Entonces mi padre Anquises: "Guerra nos traes, ¡Oh tierra hospitalaria!
para la guerra se arman los caballos; esos brutos nos amenazan con la guerra.
Mas sin embargo, esos mismos caballos se acostumbran a arrastrar un carro y a
llevar uncidos al yugo acordes frenos, lo cual es también una esperanza de paz."
Dice, y al punto imploramos el santo numen de la armisonante Palas, primera
deidad que acogió nuestros gritos de alegría. Prosternados delante de sus
altares, nos cubrimos las cabezas con el velo frigio, y ajustándonos a los
preceptos importantísimos de Héleno, tributamos a la argiva Juno los debidos
honores.
Sin pérdida de momento, cumplidos por su orden los votos, hacemos
girar las velas en las entenas, y abandonamos aquellos campos sospechosos,
habitados por Griegos. Desde allí descubrimos el golfo de Tarento, ciudad
edificada por Hércules, si no miente la fama; en frente se levanta el templo de
la diosa Lacinia, los alcázares de Caulonia y el promontorio de Escila, donde
tantas naves van a estrellar-se. En seguida divisamos a lo lejos sobre las olas
trinacrias el Etna, y oímos los grandes gemidos del piélago, los bramidos de las
peñas batidas del mar, la voz de las olas que van a romperse en la playa; hierve
el fondo del mar y se revuelven las arenas en remolinos. Entonces mi padre
Anquises: "Esa es sin duda, aquella Caribdis; esos son, sin duda, aquellos
arrecifes, aquellas horrendas peñas que nos vaticinaba Héleno. Arrancadnos de
aquí, compañeros, y todos a la par echaos sobre los remos. Hácenlo" todos así, y
Palinuro el primero endereza la rechinan-te proa hacia las olas que se extienden
a la izquierda; toda la tripulación pugna por dirigirse a la izquierda con remo
y vela. Una enorme oleada nos levanta al firmamento, y aplanándose luego,
descendemos con ella a la mansión de los profundos mares. Tres veces los
escollos lanzaron un inmenso clamor de sus huecas cavernas; tres veces vimos
desecha la espuma y rociados con ella los astros. Por fin, al ponerse el sol, la
caída del viento trajo el término de nuestras fatigas, y perdido el derrotero,
fuimos a parar a las costas de los Cíclopes.
Cerrado a los vientos el
puerto, muy espacioso, es en extremo apacible, pero cerca de él truena el Etna
en medio de horrorosas ruinas; unas veces arroja al firmamento una negra nube de
huno como pez, mezclado con blancas pavesas, y levanta globos de llamas, que van
a lamer las estrellas; otras vomita peñascos, desgajadas entrañas del monte, y
apiña en el aire con gran gemido rocas derretidas, y rebosa hirviendo de su
profundo centro. Es fama que aquella mole oprime el cuerpo de Encélado, medio
abrasado por un rayo; sobre ella estriba además el enorme Etna, de cuyos rotos
hornos brotan llamas y cada vez que el gigante fatigoso se revuelve de otro
lado, retiembla con sordo murmullo toda Sicilia y el cielo se cubre de humo.
Escondidos en las selvas, toda la noche observamos con espanto aquellos
horrendos prodigios, sin discurrir cuál podía ser la causa del estruendo que
oíamos, pues ni aparecían los astros, ni iluminaba el firmamento la menor
claridad, antes todo era nieblas en el oscuro cielo, y una borrascosa noche
envolvía en sus sombras a la luna.
Ya el próximo día empezaba a despuntar en
el Oriente, y la Aurora ahuyentaba del cielo las húmedas sombras, cuando de
pronto sale de las selvas, dirigiéndose a nosotros, tendiendo suplicante sus
manos hacia la playa, un desconocido de singular y lastimosa catadura, reducido
a la última demacración. Atónitos quedamos contemplando su miseria espantosa, su
larga barba, su andrajoso vestido, sujeto con espinas de pescado; por lo demás,
se conocía que era un griego de los que en otro tiempo habían acudido con los
ejércitos de su nación contra Troya. En cuanto vio de lejos nuestros atavíos
dardanios y nuestras armas troyanas, parose un momento, despavorido, sin poder
dar un paso; en seguida se precipitó hacia la playa, llorando y dirigiéndonos
estas súplicas: "Por los astros, por los dioses, por ese aire del cielo que
respiramos todos, os conjuro ¡Oh Teucros! que me saquéis de estos sitios, y sean
cualesquiera aquellos a que me llevéis, me daré por muy contento. No os ocultaré
que he formado parte de las escuadras griegas, ni tampoco que fui uno de los que
llevaron a la guerra a los penates de Ilión, por lo cual, si tan grande os
parece mi delito, arrojad al mar mi despedazado cuerpo y sumergidlo en el
inmenso abismo. Si perezco, me será grato al menos perecer a manos de hombres."
Dijo, y echándose a nuestros pies, se nos asía a las rodillas, como clavado en
el suelo, mientras le instamos a que hable, a que nos declare quién es, qué
linaje es el suyo, qué desgracias le persiguen; mi mismo padre Anquises, al cabo
de breves momentos, tiende la diestra al mancebo, y con esta señal de bondad
conforta su ánimo. Depuesto, en fin, el terror, nos habla en estos términos:
"Compañero del desgraciado Ulises, Ítaca es mi patria, mi nombre Aqueménides; la
pobreza de mi padre Adamástor me impulsó a ir a la guerra de Troya (¡Ojalá me
durase todavía aquella pobreza!). Mientras huían despavoridos de estos terribles
sitios, mis compañeros me dejaron olvidado en la vasta caverna del Cíclope,
negra mansión, toda llena de podredumbre y de sangrientos manjares. El monstruo
que la habita es tan alto, que llega con su frente al firmamento (¡Oh Dioses,
apartad de la tierra tamaña calamidad!), nadie osa mirarle ni hablarle. Son su
alimento las entrañas y la negra sangre de sus miserables víctimas. Yo mismo, yo
le vi, cuando tendido en medio de su caverna, asió con su enorme mano a dos de
los nuestros y los estrelló contra una peña, inundando con su sangre todo el
suelo; le vi devorar sus sangrientos miembros, vi palpitar entre sus dientes las
carnes tibias todavía. Mas no quedó impune; no consintió Ulises tales horrores,
no se olvidó de los suyos en tan tremendo trance el Rey de Ítaca. Luego que
Polifemo, atestado de comida y aletargado por el vino, reclinó la doblada cerviz
y se tendió cuan inmenso era en su caverna, arrojando por la boca, entre sueños,
inmundos despojos, mezclados con vino y sangre, nosotros, después de invocar a
los grandes númenes, y designados por la suerte los que habían de acometer la
empresa, nos arrojamos todos a la vez sobre él, y con una estaca aguzada le
taladramos el enorme ojo, único que ocultaba bajo el entrecejo de su torva
frente, semejante a una rodela argólica o al luminar de Febo; y alegres en fin,
vengamos las sombras de nuestros compañeros. Pero huid, infelices, huid, y
cortad el cable que os amarra a la costa... porque no es ese Polifemo, tal cual
os le ha pintado, el único que recoge sus ovejas en la inmensa caverna y les
exprime las ubres; otros cien infandos Cíclopes, tan gigantescos y fieros como
él, habitan estas corvas playas y vagan por estos altos montes. Ya por tercera
vez se han llenado de luz los cuernos de la luna desde que arrastro mi
existencia por las selvas, entre las desiertas guaridas de las fieras,
observando desde una roca cuándo asoman los gigantes Cíclopes, y temblando al
ruido de sus pisadas y de su voz. Los arbustos me dan un miserable alimento de
bayas y desabridas cerezas silvestres; las hierbas me sustentan con sus raíces,
que arranco con mi mano. Atalayando estos contornos, descubrí vuestras naves,
que se dirigían a estas playas, y a ellas, fuesen de quien fuesen, resolví
entregarme. Mi único afán es huir de esta monstruosa gente; ahora vosotros
imponedme el género de muerte que os plazca."
No bien había pronunciado
estas palabras, cuando en la cumbre de un monte vemos moverse entre su rebaño la
enorme mole del mismo pastor Polifemo, que se encaminaba a las conocidas playas;
monstruo horrendo, informe, colosal, privado de la vista. Lleva en la mano un
pino despojado de sus ramas, en que apoya sus pasos, y le rodean sus lanudas
ovejas, su único deleite, consuelo también en su desgracia... Luego que tocó las
profundas olas y hubo penetrado en el mar, lavó con sus aguas la sangre que
chorreaba de su ojo reventado, rechinándole los dientes de dolor; y avanzando en
seguida a la alta mar, aun no mojaban las olas su enhiesta cintura. Temblando
precipitamos la fuga, después de haber acogido en nuestro bordo al griego
suplicante, que bien lo merecía; cortamos los cables en silencio, e inclinados
sobre los remos, a porfía barremos la mar. Oyonos él, y torció su marcha hacia
donde sonaba el ruido que hacíamos; mas como no le fuese dado alcanzarnos con su
mano, ni pudiese correr tan aprisa como las olas jónicas, levantó un inmenso
clamor, conque se estremecieron el ponto y todas las olas, retembló en sus
cimientos toda la tierra de Italia, y rugió el Etna en sus huecas cavernas.
Concitados por aquel ruido, acuden los Cíclopes de las selvas y de los altos
montes, y precipitándose en tropel hacia el puerto, llenan las playas; en ellas
veíamos de pie y mirándonos en vano con feroces ojos, a aquellos hermanos, hijos
del Etna, cuyas altas frentes se levantaban al firmamento. ¡Horrible compañía!
tales se alzan con sus excelsas copas las aéreas encina o los coníferos
cipreses, en las altas selvas de Júpiter o en los bosques de Diana. Aguijados
por el miedo, maniobramos, atentos sólo a precipitar la fuga, tendiendo las
velas al viento favorable; mas recordando los preceptos contrarios de Héleno,
que nos recomendaba evitar el rumbo entre Escila y Caribdis, como muy peligroso,
determinamos volver atrás, cuando he aquí que empieza a soplar el Bóreas por el
angosto promontorio de Peloro, y nos impele más allá de las bocas del río
Pantago, formadas por peñas vivas del golfo de Megara y de la baja isla de
Tapso. Todas aquellas playas que de nuevo recorría, nos iba enseñando
Aqueménides, compañero del infeliz Ulises.
En el golfo de Sicilia, en frente
del undoso Plemirio, se extiende una isla, a la que sus primeros moradores
pusieron por nombre Ortigia. Es fama que el río Alfeo de la Elide, abriéndose
hasta allí secretas vías por debajo del mar, confunde ahora con sus aguas ¡Oh
Aretusa! sus ondas sicilianas. Obedeciendo a Anquises, ofrecemos sacrificios a
los grandes númenes de aquellos sitios, y en seguida avanzo a las tierras que el
Heloro fertiliza con sus aguas estancadas. De allí seguimos costeando los altos
arrecifes y los peñascos de Paquino, que parecen suspendidos sobre el mar; a lo
lejos aparece Camarina, a la que los hados no permiten que mude nunca de
asiento, y los campos gelenses y la gran ciudad de Gela, así llamada del nombre
de su río. A lo lejos, en una vasta extensión, ostenta sus magníficas murallas
la alta Acragas, madre en otro tiempo de fogosos caballos. Impelidos por los
vientos, te dejo atrás ¡Oh Selinos! rica de palmas, y paso los vados Lilibeos,
peligrosos por sus ocultos escollos. Luego me reciben el puerto de Drepani y su
triste playa; allí, trabajado por tantas tempestades, perdí, ¡Ay! a mi padre
Anquises, consuelo único de mis trabajos; allí me dejaste abandonado a mis
fatigas, ¡Oh el mejor de los padres, libertado, ¡Ay! en vano de tantos peligros!
Ni el adivino Héleno, cuando me anunciaba tantos horrores, ni la cruel Celeno,
me vaticinaron aquella dolorosa pérdida. Tal fue mi última desventura, tal fue
el término de mis largas peregrinaciones, a mi salida de allí, fue cuando un
dios me trajo a vuestras playas.
Así alzando él solo la voz en medio de la
atención universal, recordaba el gran caudillo Eneas los hados que le depararan
los dioses, y refería sus viajes. Calló por fin, dando aquí punto a su historia.
LIBRO IV
[Perdidamente enamorada de Eneas, descubre Dido a su hermana
Ana la pasión que la abrasa.— Juno, puesta la mira en apartar de Italia a los
troyanos, ajusta paces con Venus para concertar aquellas bodas, y a este fin
suscita una tempestad, durante la cual Eneas y Dido, extraviados en una cacería,
se encuentran en una cueva, donde se consuma su himeneo; suceso que la Fama
pregona y difunde por toda la Libia.—Furor de Iarbas, rey de los gétulos, y su
magnífica invocación a Júpiter, el cual envía desde el cielo a Mercurio para
llevar a Eneas la orden de abandonar el África y dirigirse a Italia.—Prepara
Eneas secretamente la partida, de lo que noticiosa Dido, le acosa con sus
súplicas, acerbas reconvenciones y amenazas, sin lograr disuadirle, hasta que
resuelve por último quitarse la vida; y aparentando que va a ofrecer un gran
sacrificio a los dioses infernales, se traspasa el pecho con la espada de
Eneas.]
En tanto la Reina, presa hacía tiempo de grave cuidado, abriga en
sus venas herida de amor y se consume en oculto fuego. Continuamente revuelva en
su ánimo el alto valor del héroe y el lustre de su linaje; clavadas lleva en el
pecho su imagen, sus palabras, y el afán no le consiente dar a sus miembros
apacible sueño.
Ya la siguiente aurora iluminaba la tierra con la antorcha
febea y había ahuyentado del polo las húmedas sombras, cuando delirante Dido
habló en estos términos a su hermana, que no tiene con ella más que un alma y
una voluntad: "Ana, hermana mía, ¿qué desvelos son estos, que me suspenden y
aterran? ¿Quién es ese nuevo huésped que ha entrado en nuestra morada? ¡Qué
gallarda presencia la suya! ¡Cuán valiente, cuán generoso y esforzado! Creo en
verdad, y no es vana ilusión, que es del linaje de los dioses. El temor vende a
los flacos pechos; pero él, ¡por cuáles duros destinos no ha sido probado! ¡Qué
terribles guerras nos ha referido¡Si no llevase en mi ánimo la firme e inmutable
resolución de no unirme a hombre alguno con el lazo conyugal desde que la muerte
dejó cruelmente burlado mi primer amor; si no me inspirasen un invencible hastío
el tálamo y las teas nupciales, acaso sucumbiría a esta sola flaqueza. Te lo
confieso, hermana: desde la muerte de mi desventurado esposo Siqueo, desde que
un cruel fratricidio regó de sangre nuestros penates, ese solo ha agitado mis
sentidos y hecho titubear mi conturbado espíritu: reconozco los vestigios del
antiguo fuego;
pero quiero que se abran para mí los abismos de la tierra, o
que el Padre omnipotente me lance con su rayo a la mansión de las sombras, de
las pálidas sombras del Erebo y a la profunda noche, ¡oh pudor! antes de que yo
te viole o de que infrinja tus leyes. Aquel que me unió a sí el primero, aquel
se llevó mis amores: téngalos siempre él y guárdelos en el sepulcro."Dijo, y un
raudal de llanto inundó su pecho.
Ana le responde: "¡Oh hermana más querida
para mí que la luz! ¿has de consumir tu juventud en soledad y perpetua tristeza?
¿Nunca has de conocer la dulzura de ser madre ni los presentes de Venus? ¿Crees
que las cenizas y los manes de los muertos piden tales sacrificios? En buena
hora que no haya logrado doblar tu ánimo afligido ninguno de los que en otro
tiempo aspiraron a tu tálamo, ni en la Libia, ni antes en Tiro, y que
despreciases a Iarbas y a los demás caudillos que ostenta el África, rica en
triunfos; pero ¿has de resistir también a un amor que te cautiva? ¿No consideras
en qué país te has fijado? Por un lado te cercan las ciudades de los Gétulos,
gente invencible en la guerra, y los Númidas, que no ponen freno a sus caballos,
y las inhospitalarias Sirtes; por otro un árido desierto y los impetuosos
Barceos, tan temidos en todos estos contornos. ¿Qué diré de las guerras con que
te amaga Tiro, y de las amenazas de tu hermano?... Creo en verdad que el viento
ha impelido a estas costas las naves troyanas bajo el auspicio de los dioses y
por el favor de Juno. ¡Qué aumento recibirá esta ciudad! ¡Oh hermana! ¡Qué
imperio será el tuyo con ese enlace! ¡Cuánto se sublimará la gloria cartaginesa
con el auxilio de las armas troyanas! Tú únicamente implora a los dioses, y ya
aplacados con tus sacrificios, conságrate a los cuidados de la hospitalidad y
discurre pretextos para detener a Eneas y a los suyos, mientras la borrasca y el
lluvioso Orión revuelven los mares, y están rotas sus naves y les es contrario
el cielo."Con estas palabras inflamó aquel corazón, ya abrasado por el amor, dio
esperanzas a aquel ánimo indeciso y acalló la voz del pudor.
Lo primero se
dirigen a los templos e imploran el favor de los dioses en los altares; inmolan,
con arreglo a los ritos, dos ovejas elegidas a Ceres legisladora, a Febo y al
padre Lieo, y ante todo a Juno, patrona de los lazos conyugales. La misma
hermosísima Dido, alzando una copa en la diestra, la derrama entre los cuernos
de una vaca blanca, o bien recorre lentamente por delante de las imágenes de los
dioses los altares bañados de sangre, renueva cada día las ofrendas, y
escudriñando con la vista los abiertos pechos de las víctimas, consulta sus
entrañas palpitantes. ¡Oh vana ciencia de los agüeros! ¿De qué sirven los votos,
qué valen los templos a la mujer que arde en amor? Mientras invoca a los dioses,
una dulce llama consume sus huesos y en su pecho vive la oculta herida: arde la
desventurada Dido y vaga furiosa por toda la ciudad; cual incauta cierva herida
en los bosques de Creta por la flecha que un cazador le dejó clavada sin
saberlo, huye por las selvas y los montes dicteos, llevando hincada en el
costado la letal saeta. A veces conduce a Eneas consigo a las murallas y ostenta
las riquezas sidonias y las comenzadas obras de la ciudad; empieza a hablarle y
separa a la mitad del discurso; otras veces, al caer la tarde, le brinda con
nuevos festines, y quiere, en su demencia, oír segunda vez los desastres de
Troya, y segunda vez se queda pendiente de los labios del narrador. Luego,
cuando ya se han separado, y oscura también la luna oculta su luz, y los astros
que van declinando convidan al sueño, gime de verse sola en su desierta morada,
y se tiende en el lecho antes ocupado por Eneas. Ausente le ve, ausente le oye;
tal vez estrecha en su regazo a Ascanio, creyendo ver en él la imagen de su
padre, y por si puede así engañar un insensato amor. Ya no se levantan las
empezadas torres; la juventud no se ejercita en las armas ni trabaja en los
puertos ni en las fortificaciones. Interrumpidas penden las obras, y gran ruina
amenazan los muros y las máquinas que se levantaban hasta el firmamento.
Cuando la amada esposa de Júpiter, hija de Saturno, vio que Dido era presa de
tamaño mal, y que el cuidado de su fama no bastaba a contener su ardiente
pasión, dirigiose a Venus con estas palabras: "¡Insigne loor alcanzáis en
verdad, y magníficos despojos, tú y tu hijo! ¡Grande y memorable hazaña, que una
mujer sea vencida por las artes de dos númenes! No se me oculta que temes
nuestras murallas y que te recelas de las moradas de la alta Cartago. Pero ¿como
acabará todo esto, y a qué conducen ahora tan grandes luchas? ¿Por qué no hemos
de concertar más bien eterna paz y un himeneo? Ya has conseguido lo que tanto
deseabas. Dido arde de amores; un ciego furor ha penetrado en sus huesos.
Rijamos, pues, ambos pueblos, unidos bajo nuestro común amparo; consiente que
Dido sirva a un esposo frigio, y sean los Tirios la dote que le dé tu mano."
Venus, conociendo el ardid de Juno, que hablaba así con objeto de llevar a las
playas africanas el reino de Italia, le respondió de esta manera: "¿Quién había
de ser tan insensato, que rehusase tales proposiciones o prefiriese ponerse en
pugna contigo? Falta sólo que la fortuna favorezca tus planes; pero dudo si los
hados, dudo si la voluntad de Júpiter consentirán que se junten en una sola
ciudad los Tirios y los desterrados de Troya, y aprueben esa mezcla de pueblos y
esa proyectada alianza. Tú eres su esposa: a ti te toca doblar su ánimo con
ruegos. Empieza; yo te seguiré. Así repuso entonces la regia Juno:
"De mi
cuenta es eso: escúchame ahora; voy a decirte brevemente por qué medio podrá
conseguirse lo que tanto importa. Eneas y la desgraciada Dido se disponen a ir
de caza al monte apenas despunte el sol de la mañana e ilumine el orbe con sus
rayos. Yo desataré sobre ellos un negro temporal de agua y granizo, y haré
retemblar con truenos el firmamento, mientras recorran el bosque los veloces
jinetes, y los ojeadores le cerquen de empalizadas. Huirá la comitiva, envuelta
en opacas tinieblas; Dido y el caudillo troyano irán a refugiarse en la misma
cueva; yo estaré allí, y si puedo contar con tu voluntad, los uniré con
indisoluble lazo y Dido será de Eneas. Allí acudirá Himeneo. Accedió"Citerea sin
dificultad a lo que le pedía Juno, riéndose de su descubierto ardid.
En tanto
la naciente aurora se levanta del océano, y la flor de la juventud sale de la
ciudad, llevando con profusión apretadas redes, lonas y jabalinas de ancha punta
de hierro; acuden precipitadamente los jinetes masilios y las jaurías de mucho
olfato. Los primeros caudillos cartagineses esperan en el umbral del palacio a
la Reina, que aun se detiene en el lecho; vistosamente enjaezado de púrpura y
oro su caballo está a la puerta, tascando impaciente el espumoso freno.
Adelántase por fin Dido, acompañada de numeroso séquito, cubierta de una clámide
sidonia con cenefa bordada; lleva una aljaba de oro, recogido el cabello en
dorada redecilla y prendida la purpúrea vestidura con un áureo broche. Síguenla
los Frigios y el alegre Iulo; a su frente el mismo Eneas, el más hermoso de
todos, se reúne a ella y con esto se juntan ambas comitivas. Cual Apolo cuando
abandona la helada Licia y las corrientes del Janto, y visita la materna Delos,
instaura los coros y mezclados los Cretos, los Driopes y los pintados Agatirsos,
se revuelven furiosos al derredor de los altares, mientras él recorre las
cumbres del Cinto, y ajustando la cabellera suelta al viento, la sujeta con
delicada guirnalda de hojas y oro, pendiente de los hombros la sonora aljaba;
tal y no menos gallardo iba Eneas, no menos hermosura resplandecía en su noble
rostro. Luego que llegaron a los altos montes y penetraron en sus más
intrincadas guaridas, he aquí que las cabras monteses se precipitan de las
fragosas cumbres, mientras por otro lado los ciervos cruzan corriendo el llano y
abandonan los montes, huyendo reunidos en polvoroso tropel. En medio de los
valles el niño Ascanio rebosa de gozo en su fogoso caballo y se adelanta en la
carrera, ya a unos, ya a otros, pidiendo a los dioses que le envíen entre
aquellos tímidos rebaños un espumoso jabalí o que un rojo león baje del monte.
Empieza entre tanto a revolverse el cielo con grande estrépito, a que sigue
un aguacero mezclado de granizo, con lo cual los Tirios y la troyana juventud y
el dardanio nieto de Venus, dispersados por el miedo, van en busca de diversos
refugios; los torrentes se derrumban de los montes. Dido y el caudillo troyano
llegan a la misma cueva; la Tierra la primera y prónuba Juno, dan la señal;
brillaron los relámpagos y se inflamó el éter, cómplice de aquel himeneo, y en
las más altas cumbres prorrumpieron las ninfas en grandes alaridos. Fue aquel
día el primer origen de la muerte de Dido y el principio de sus desventuras,
pues desde entonces nada le importe de su decoro ni de su fama; ya no oculta su
amor, antes le da el nombre de conyugal enlace, y con este pretexto disfraza su
culpa.
Vuela al punto la Fama por las grandes ciudades de la Libia; la Fama,
la más veloz de todas las plagas, que vive con la movilidad y corriendo se
fortalece; pequeña y medrosa al principio, pronto se remonta a los aires y con
los pies en el suelo, esconde su cabeza entre las nubes. Cuéntase que irritada
de la ira de los dioses, su madre la Tierra, la concibió, última hermana de Ceo
y Encélado, rápida por sus pies y sus infatigables alas; monstruo horrendo,
enorme, cubierto el cuerpo de plumas, y que debajo de ellas tiene otros tantos
ojos; siempre vigilantes, ¡oh maravilla! y otras tantas lenguas y otras tantas
parleras bocas y aguza otras tantas orejas. De noche tiende su estridente vuelo
por la sombra entre el cielo y la tierra, sin que cierre nunca sus ojos el dulce
sueño; de día se instala cual centinela en la cima de un tejado o en una alta
torre, y llena de espanto las grandes ciudades, mensajera tan tenaz de lo falso
y de lo malo, como de lo verdadero. Entonces se complacía en difundir por los
pueblos multitud de especies, pregonando igualmente lo que había y lo que no
había; que era llegado Eneas, descendiente del linaje troyano, con quien la
hermosa Dido se había dignado enlazarse, y que a la sazón pasaban el largo
invierno entre placeres, olvidados de sus reinos y esclavos de torpe pasión.
Estas cosas va difundiendo la horrible diosa por boca de las gentes. Al punto
tuerce su vuelo hacia el rey Iarbas, e inflama su corazón y atiza en él las iras
con sus palabras.
Iarbas, hijo de Hamón y de una ninfa robada del país de los
Garamantas, había erigido a Júpiter, en sus vastos estados, cien templos
inmensos y cien altares, en que ardía constantemente el fuego sagrado en
perpetuo honor de los dioses, y cuyo suelo en torno estaba siempre empapado con
la sangre de las víctimas bajo dinteles guarnecidos de floridas guirnaldas.
Inflamado y fuera de sí con aquellos acerbos rumores, es fama que dirigió largas
preces a Júpiter, alzando las manos suplicantes al pie de los altares, en medio
de las estatuas de los dioses. "¡Oh Júpiter todopoderoso! exclamó, a quien la
mauritana gente, tendida ahora en pintados lechos, ofrece en sus banquetes el
vino de las libaciones, ¿ves esto? ¿Será que te temblamos en vano ¡oh padre!
cuando vibran tus rayos? ¿Será que esos relámpagos, envueltos en nubes, que
aterran los ánimos, solo producen vanos murmullos? ¡Esa mujer que llegó errante
a mis fronteras y me compró el derecho de fundar una reducida ciudad; esa mujer
a quien yo di la tierra que habrá de cultivar en las costas y el dominio de
aquellos sitios, repele mi alianza y recibe en su reino a Eneas como señor! ¡Y
ahora ese Paris, con su afeminada comitiva, ceñida la cabeza de la mitra meonia,
y perfumado el cabello, está disfrutando de su conquista, mientras que yo llevo
inútilmente mis ofrendas a sus templos y abrigo en mi alma una vana idea de tu
poder!"
Oyó el omnipotente al que estas preces la dirigía, abrazado a los
altares, y volvió los ojos a las regias murallas de Cartago, y a los amantes
olvidados de mejor fama; en seguida se dirige en estos términos a Mercurio, y le
da estas órdenes: "Ve, ve, pronto, hijo mío; llama a los céfiros, y ve volando a
hablar al caudillo dárdano, que se está en la tiria Cartago desatendiendo las
ciudades que le conceden los hados; llévale mis palabras en los rápidos vientos.
No es ese el héroe que me prometió su hermosísima madre, ni para esto le libertó
dos veces de las armas de los Griegos; antes bien me prometió que regiría la
Italia, futura madre de tantos imperios, siempre sedienta de guerras, que habían
de perpetuar al alto linaje de Teucro, y sometería a sus leyes todo el orbe. Si
no le inflama la ambición de tan grandes cosas, si nada quiere hacer por su
propia gloria, ¿puede acaso, como padre, arrebatar a Ascanio las grandezas
romanas? ¿En que está pensando, o con qué esperanza se detiene en medio de una
nación enemiga, sin acordarse de su descendencia ausonia ni de los lavinios
campos? Que se embarque: tal es mi voluntad; sé tú mi mensajero."
Dijo, y
Mercurio se dispone a obedecer el mandato del gran padre de los dioses,
calzándose los talares de oro, que con sus alas le llevan remontado por los
aires con la rapidez del viento, cruzando mares y tierras; luego empuña el
caduceo, con el que evoca del Orco las pálidas sobras y envía a otras al triste
Tártaro, las da y quita el sueño, y abre los ojos, que cerrara la muerte;
sostenido en él, impele los vientos y surca borrascosas nubes. Ya volando divisa
la cumbre y las empinadas vertientes del duro Atlante, cuya pinífera frente,
siempre rodeada de negras nubes, resiste el continuo empuje del viento y de la
lluvia. Sus hombros están cubiertos de amontonada nieve; del rostro del anciano
se precipitan caudalosos ríos, y el hielo eriza su fosca barba. Allí se paró por
primera vez el dios nacido en el monte Cilene, sosteniéndose en sus alas
inmóviles, lanzándose en seguida hacia el mar, semejante al ave que vuela
humilde rasando las aguas alrededor de las playas y de los peñascos, en que
abunda la pesca. No de otra suerte Mercurio, dejando las cumbres de su abuelo
materno, volaba entre la tierra y el cielo hacia la arenosa playa de la Libia, y
hendía los vientos.
Apenas tocó con sus aladas plantas las cabañas de
Cartago, vio a Eneas, que estaba echando los cimientos de las fortalezas y de
las casa de la nueva ciudad. Ceñía una radiante espada con empuñadura de verde
jaspe, y de los hombros le caía un manto de púrpura de Tiro, reluciente como
lumbre, regalo de la opulenta Dido, obra de sus manos, en que había entretejido
delicadas labores de oro. Al punto se llegó a él y le dijo: "¡Que ahí estás
echando los cimientos de la soberbia Cartago, y sometiendo a una mujer, le
edificas una hermosa ciudad, olvidando ¡ay! tu reino y tus intereses! El mismo
rey de los dioses, que rige con su voluntad suprema el cielo y la tierra, me
envía a ti desde el claro Olimpo; él mismo me ordena cruzar los raudos vientos
para traerte estos mandatos! ¿En qué piensas? ¿Con que esperanzas pierdes el
tiempo en las tierras de la Libia? Si nada te mueve la ambición de tan altos
destinos, ni nada quieres acometer por tu propia gloria, piensa en Ascanio, que
ya va creciendo; piensa en las esperanzas de tu heredero Iulo, a quien reservan
los dioses el reino de Italia y la romana tierra"Dicho esto, despojose Mercurio
de la mortal apariencia, sin aguardar la respuesta de Eneas, y se desvaneció
ante su vista a lo lejos, confundiéndose con las leves auras.
Enmudeció
Eneas, consternado ante aquella aparición, y se erizaron de horror sus cabellos,
y la voz se le pegó a la garganta. Atónito con tan grave aviso y con el expreso
mandato de los dioses, arde ya en deseos de huir y abandonar aquel dulce y amado
suelo; mas ¡ah! ¿Cómo hacerlo? ¿Con qué razones osará ahora tantear la voluntad
de la apasionada Reina? ¿Por dónde empezar a prepararla? Y mil rápidos
pensamientos se suceden en su mente y la agitan en todos sentidos. Después de
larga indecisión, este partido le pareció el más acertado: llama a Mnesteo y a
Sergesto y al fuerte Seresto, y les manda que con sigilo aparejen la escuadra y
reúnan a sus compañeros en la playa, que aperciban las armas y disimulen la
causa de aquellas novedades, mientras él, cuando aun nada sepa la noble Dido, ni
se espere a ver roto un tan grande amor, verá qué medios podrán tentarse, cuál
ocasión será la más propicia para hablarla y como se sale mejor de aquel trance.
Todos al punto obedecen y ejecutan sus órdenes.
Empero la Reina (¿quien
podría engañar a una amante?) presintió la trama y supo la primera los
movimientos que se preparaban, recelándose de todo en medio de su seguridad. La
misma impía Fama fue quien llevó a la enamorada Dido la nueva de que se estaba
armando la escuadra y disponiéndose la partida; con lo que enfurecida, inflamada
y fuera de sí, recorre toda la ciudad, cual bacante agitada al principiarse los
sacrificios, cuando la estimulan las orgías trienales, oída la voz de Baco y la
llaman los nocturnos clamores de Citaron. Vase, en fin, a Eneas y le interpela
en estos términos:
"¿Esperabas, pérfido, poder ocultarme tan negra maldad y
salir furtivamente de mis estados? Y ¿no te contiene mi amor, ni esta diestra,
que te di en otro tiempo, ni la desastrosa muerte que espera a Dido? Además, y
como si todo eso no bastara, aparejas tu escuadra en la estación invernal y te
apresuras a darte al mar cuando soplan los aquilones, ¡cruel! Dime: aun cuando
no te dirigieses a extranjeros campos y a moradas desconocidas, aun cuando
todavía permaneciese en pie la antigua Troya, ¿iría tu escuadra a buscar a Troya
surcando borrascosos mares? ¿Huyes de mí por ventura? Por estas lágrimas mías,
por esa tu diestra (pues todo ¡mísera de mí! te lo he abandonado), por nuestro
enlace, por nuestro comenzado himeneo, si algo merezco de ti, si alguna
felicidad te he dado, yo te suplico que te compadezcas de este amenazado reino,
y si aun los ruegos pueden algo contigo, renuncio a ese propósito. Por ti me
aborrecen las naciones de la Libia y los tiranos de los Nómadas; por ti me he
hecho odiosa a los tirios; por ti, en fin, he sacrificado mi pudor y perdido mi
primera fama, único bien que me remontaba hasta los astros. ¿A quién me
abandonas moribunda, ¡oh huésped!, pues sólo este nombre queda al que fue mi
esposo? ¿Qué aguardo? ¿Acaso a que mi hermano Pigmalión venga a destruir mis
murallas, o a que el gétulo Iarbas me lleve cautiva? ¡Si a lo menos antes de tu
fuga me quedase alguna prenda de tu amor; si viese juguetear en mi corte un
pequeñuelo Eneas, cuyo rostro infantil me recordase el tuyo, no me creería
enteramente vendida y abandonada!"
Dijo. Subyugado por el mandato de Júpiter,
fijos los ojos, Eneas pugna por encerrar su dolor en el corazón; por fin le
responde en breves palabras: "Jamás negaré ¡oh Reina! los grandes favores que me
recuerdas; nunca me pesará acordarme de Elisa mientras conserve memoria de mí
mismo, mientras anime mi cuerpo el soplo de la vida. Poco diré para
justificarme: nunca me propuse, créelo, huir secretamente, pero tampoco pensé
nunca encender aquí las teas de himeneo ni te di palabra de esposo. Si los hados
me permitiesen disponer de mi vida y mis obligaciones a mi entero arbitrio, mi
primer cuidado hubiera sido restaurar la ciudad de Troya y las dulces reliquias
de los míos: aun subsistirían los altos alcázares de Príamo, y mi mano hubiera
levantado para los vencidos un nuevo Pérgamo; pero ahora Apolo de Grineo me
manda ir a la grande Italia, a Italia me envían los oráculos de la Licia: ¡allí
está mi amor, allí mi patria! Si a ti, nacida en la Fenicia, te agrada habitar
los palacios de la africana Cartago, ¿por qué has de impedir a los Teucros que
vayan a establecerse en la Ausonia? Justo es que nosotros también busquemos un
reino extranjero. Cuantas veces la noche cubre la tierra con sus húmedas
sombras, cuantas veces se levantan los encendidos astros, la pálida imagen de mi
padre Anquises me amonesta en sueños y me llena de pavor, y pienso en el niño
Ascanio, en ese hijo querido, a quien estoy privando injustamente del reino de
Hesperia y de los campos que le reservan los hados. Y aun ahora el mensajero de
los dioses, enviado por el mismo Júpiter (por mi padre y por mi hijo de lo
juro), me ha traído por los rápidos vientos ese mandato: yo mismo con mis
propios ojos vi al dios, bañado de viva luz, entrar en la ciudad y oí su voz con
mis propios oídos. Cesa, pues, de agravar con tus quejas tu dolor y el mío; no
por mi voluntad voy a Italia..."
Mientras de esta suerte hablaba Eneas, Dido
tenía vuelto el rostro, retorciendo la vista a una y otra parte; luego le
recorre de pies a cabeza con silenciosa mirada y exclama así, furiosa:
"No,
no fue una diosa tu madre, pérfido, ni vienes del linaje de Dárdano; el Cáucaso,
erizado de duras peñas, te engendró y te amamantaron las tigres hircanas. Porque
¿a que disimular? ¿a qué mayores ultrajes me reservo? ¿Acaso le ha conmovido mi
llanto? ¿Ha vuelto los ojos hacia mí? ¿Ha llorado, vencido de mis lágrimas, o se
ha compadecido de su amante? ¿Qué más he de sufrir? No, no; ni la poderosa Juno
ni el hijo de Saturno ven estas cosas con ojos serenos. Ya no hay fe en el
mundo; arrojado a la playa, mísero y necesitado de todo, le recogí y le di,
insensata, una parte en mi reino y salvé su escuadra perdida y liberté de la
muerte a sus compañeros. ¡Ah! ¡las Furias me queman, me arrebatan! ¡Ahora se me
viene con el agüero de Apolo y con los oráculos de la Licia y con que el
mensajero de los dioses, enviado por el mismo Júpiter, le ha traído por los
aires ese horrendo mandato, como si los dioses se afanasen por esas cosas, como
si tales cuidados fuesen a turbar su reposo! Vete, no te detengo, ni quiero
refutar tus palabras; ve, ve a buscar la Italia en alas de los vientos; ve a
buscar un reino cruzando las olas. Yo espero, si algo pueden los piadosos
númenes, que encontrarás el castigo en medio de los escollos y que muchas veces
invocarás el nombre de Dido. Ausente yo, te seguiré con negros fuegos, y cuando
la fría muerte haya desprendido el alma de mis miembros, sombra terrible, me
verás siempre a tu lado. Expiarás tu crimen, traidor; yo lo oiré y la fama de tu
suplicio llegará hasta mí en la profunda mansión de los manes."Dicho esto, se
interrumpe sin aguardar respuesta, y llena de dolor, se oculta a la luz del día
y huye de los ojos de Eneas, dejándole indeciso y amedrentado, y disponiéndose a
alegar y a esforzar nuevas razones. Sus doncellas la sostienen, la llevan casi
exánime a su marmóreo aposento y la tienden en su lecho.
En tanto el piadoso
Eneas, aunque bien quisiera consolar a la triste Dido y calmar su afán con
afectuosas palabras, gimiendo amargamente y quebrantado su ánimo por un grande
amor, decide, no obstante, obedecer al mandato de los dioses y va a revistar su
armada. Con esto los Troyanos redoblan su fervor y desencallan en toda la playa
las altas naves. Ya flotan sobre las aguas las embreadas quillas; en su afán de
emprender pronto la fuga, traen de las selvas hojosas ramas y maderas sin
labrar, que emplean a guisa de remos... Por todas las puerta de la ciudad se los
ve salir en tropel, como las hormigas, cuando saquean un gran montón de trigo,
en previsión del invierno, y lo trasladan a su granero: va por los campos el
negro escuadrón, llevándose su presa por angosta vereda entre la hierba: unas
acarrean con grande empuje los granos mayores; otras reúnen las huestes y
castigan a las morosas: hierve con la faena todo el sendero. ¿Cuáles eran tus
pensamientos ¡oh Dido! al presenciar aquellos preparativos? ¿que gemidos
exhalabas al ver desde lo alto de tu palacio hervir en gentes toda la playa y
mezclarse todos aquellos clamores al estruendo del mar? ¡Cruel amor! ¿a qué no
impeles a los mortales corazones? De nuevo tiene que recurrir a las lágrimas, de
nuevo tiene que apelar a las súplicas y que doblar su orgullo bajo el yugo del
amor, para que nada le quede por intentar antes de morir inútilmente. "Ana, le
dice, ¿ves ese gran movimiento en la playa? Todos los Troyanos acuden a ella; ya
las velas llaman al viento y ya alegres los marineros han ceñido las popas con
guirnaldas. Yo debí prever este gran dolor; también podré sobrellevarle, ¡oh
hermana mía! Sin embargo, Ana, concede todavía a la desgraciada Dido este único
favor, ya que a ti sola demostraba ese pérfido, y aun te confiaba sus secretos
pensamientos; tú sola conocías los caminos y la ocasión de penetrar en el
corazón de ese hombre. Ve, hermana, y suplicante habla a ese soberbio enemigo.
Yo no juré en la Áulide con los Griegos el exterminio de la nación troyana, ni
envié una armada contra Pérgamo, ni arranqué de su sepulcro la cenizas y los
manes de su padre Anquises; ¿por qué cierra el oído desapiadado a mis palabras?
¿por qué huye de mí tan precipitadamente? Conceda esta última merced a su
desventurada amante; espera una fuga más fácil y vientos más prósperos. Ya no
reclamo la antigua fe, que ha violado, ni que se prive por mí de su hermano
Lacio, ni que renuncie a su reino; sólo pido un breve plazo, un poco de descanso
y de tiempo pata calmar mi delirio, mientras la fortuna me enseña a llorar,
vencida y resignada. ¡Ten compasión de tu hermana! este postrer favor te pido, y
si me lo concedes, mi gratitud, cada día mayor, te acompañará hasta la hora de
mi muerte."
Tales eran sus súplicas, tales los lamentos que su afligida
hermana lleva y vuelve a llevar continuamente a Eneas; pero él a todos permanece
insensible y nada quiere oír: a ello se oponen los hados, y un dios le cierra el
oído a la compasión. Como cuando los vientos de los Alpes luchan entre sí por
descuajar con su empuje en todas direcciones una robusta y añosa encina, y rugen
con furor, y sacudiendo su trono, cubren toda la tierra en torno desgajadas
ramas, mientras ella persevera clavada en las rocas, y tanto levanta su copa por
le etéreas auras cuanto hunde sus raíces en el Tártaro; no de otra suerte el
héroe, combatido por aquellas incesantes súplicas, vacila a veces, y su gran
corazón devora el dolor; pero su resolución persevera inmoble y en vano le
asedian las lágrimas. Entonces la desgraciada Dido, consternada en vista de su
cruel destino, implora la muerte. La luz del día llena su corazón de amargura, y
como para más impulsarla a su propósito de quitarse la vida, vio, ¡horrible
presagio! mientras estaba ofreciendo donativos y quemando incienso en las aras,
ennegrecerse los sagrados licores y convertirse en impura sangre los derramados
vinos. A nadie, ni aun a su misma hermana, refirió aquella visión. Había además
en su palacio un templo de mármol, consagrado a su primer esposo, el cual solía
decorar con admirable pompa, ciñéndole de blancos vellones y de sagradas ramas.
De allí, cuando la oscura noche cubre la tierra, pareciole que salían voces y
palabras de su esposo, que la llamaba, y que muchas veces un búho, solitario en
la más alta torre de su palacio, se lamentaba con lúgubre canto, exhalando
largos y lastimeros gemidos. Numerosas predicciones de los antiguos vates la
espantan además con terribles avisos. El mismo cruel Eneas se le aparece en
sueños y la agita y enloquece; siempre se imagina verse abandonada y sola, y
cree ir siempre andando por un largo camino, de nadie seguida, buscando a sus
Tirios por un país desierto. Cual Penteo demente ve la turba de las Euménides y
tiene siempre delante de sí dos soles y dos Tebas, o cual Orestes, hijo de
Agamenón, cuando fuera de sí huye en la escena de su madre armada de teas y
negras serpientes, y ve sentadas en el umbral del templo a las vengadoras
Furias.
Luego pues que, vencida por el dolor, se abandonó a la desesperación
y resolvió morir, dispuso consigo misma a sus solas el modo y la ocasión de
hacerlo; y componiendo el rostro para mejor disimular, la frente serena y
radiante de esperanza, se dirige en estos términos a su afligida hermana:
"Felicítame: ya he discurrido el medio de recobrar a Eneas, o de curarme de este
amor que le profeso. Hay un lugar, término del país de los Etíopes, cerca de los
confines del océano y del sol en so ocaso, donde el inmenso Atlante hace girar
sobre sus hombros el eje del cielo, tachonado de ardientes estrellas. De allí ha
venido y se me ha presentado una sacerdotisa de la nación masilia, antigua
custodia del templo de las Hespérides, que guardaba en el árbol los sagrados
ramos, y daba al dragón manjares, rociados de líquida miel y soporíferas
adormideras. Esta promete sanar a su arbitrio con sus conjuros los pechos
enamorados, o infundir en otros los tormentos del amor; atajar las corrientes de
los ríos y hacer que retrocedan los astros; y evoca los manes durante la noche;
oirás a la tierra mugir bajo sus pies y verás bajar los olmos de las montañas.
Testigos me son los dioses y tú, querida hermana, a quien tanto quiero, de que
muy a pesar mío recurro a artes mágicas. Levanta secretamente en el interior del
palacio y al aire libre una pira, y coloca encima las armas de Eneas, que el
impío dejó colgadas en nuestro tálamo, y todas las prendas que de él me quedan,
y el mismo tálamo conyugal en que perecí: la sacerdotisa manda que destruya
todos los recuerdos de ese hombre odioso."Dicho esto, calló y su rostro se
cubrió de palidez; Ana, sin embargo, no sospecha que su hermana encubra bajo
aquellos desusados sacrificios proyectos funerales, ni se imagina que a tanto
llegue su delirio, ni teme que sea entonces mayor su desesperación que cuando
murió Siqueo; así, pues, obedeció sus órdenes...
Luego que se ha levantado en
el interior de su palacio una gran pira al aire libre, con teas y ramas de
encina, enguirnalda la Reina aquel recinto, le corona con fúnebre ramaje, y
coloca sobre el tálamo los vestidos de Eneas, su espada y su imagen, segura de
la suerte que le aguarda. Varios altares rodean la pira, y la sacerdotisa,
suelto el cabello, invoca tres veces con voz tonante a los cien dioses
infernales, al Erebo, al Caos, a la triforme Hécate, a Diana, la virgen de tres
caras; al mismo tiempo derrama turbias aguas para simular las del averno, y el
zumo de aquellas vellosas hierbas segadas a la luz de la luna con podadera de
cobre, que destilan negro veneno, a que mezcla el hipomanes arrancado de la
frente de potro recién nacido, arrebatado a la madre... La reina misma, descalzo
un pie y desceñida la túnica, presenta a los altares con sus piadosas manos la
sagrada mola, y próxima a morir, toma por testigo a los dioses y a los astros,
sabedores de su fatal destino; y si hay algún numen vengador de los amantes
burlados, implora su justicia.
Era la noche, y los fatigados cuerpos
disfrutaban en la tierra apacible sueño; descansaban las selvas y los terribles
mares. Era la hora en que llegan los astros a la mitad de su carrera, en que
callan los campos, y en que los ganados y las pintadas aves, y lo mismo los
animales que habitan en los extensos lagos, que los pueblan los montes,
entregados al sueño en el silencio nocturno, mitigaban sus cuidados y olvidaban
sus faenas. No así la desventurada Dido, a cuyos ojos nunca llega el sueño, a
cuyo pecho nunca llega el descanso, antes la noche aumenta sus penas y reanima y
embravece su amor, mientras su corazón fluctúa en un mar de iras. Párase al fin,
y hablando consigo misma, revuelve en su mente estos pensamientos:
"¿Qué
debo hacer? ¿he de exponerme a que se burlen de mí mis antiguos pretendientes,
solicitando enlazarme con alguno de esos reyes nómadas, a quienes tantas veces
desdeñé por esposos? ¿Seguiré por ventura la armada troyana, y me someteré cual
esclava a las órdenes de los Teucros? ¡A fe que debo estar satisfecha de
haberles dado auxilio, y que guardan buena memoria y gratitud insigne de los
favores recibidos! Pero ¿me lo permitirían acaso, aun cuando yo quisiera? ¿me
recibirían en sus soberbias naves, siéndoles aborrecida? ¿Ignoras, ¡ay!
¡miserable! no conoces todavía los perjurios de la raza de Laomedonte? ¿Qué debo
hacer, pues? ¿Acompañaré sola y fugitiva a esos soberbios mareantes, o me uniré
a ellos seguida de mis Tirios y de mis pueblos todos? ¿Expondré de nuevo a los
azares del mar, de nuevo mandaré dar al viento la vela a los que con tanto afán
arranqué de la ciudad sidonia? ¡No! muere más bien como mereces, y aparta el
dolor con el hierro. ¡Tú, la primera, hermana; tú, vencida de mis lágrimas y de
mi ciega pasión, me has traído estas desgracias y me has entregado a mi enemigo!
¡Plugiera a los dioses que, inocente y libre, hubiera vivido, como las fieras,
sin probar tan crueles angustias! ¡Ojalá hubiese guardado la fe prometida a las
cenizas de Siqueo!” Tales lamentos lanzaba Dido de"su quebrantado pecho.
Decidido ya a partir, y todo dispuesto, durmiendo estaba Eneas en su alta nave,
cuando vio la imagen del mismo numen que ya antes se le había aparecido; imagen
en un todo semejante a Mercurio, por la voz, por el color, por su rubio cabello
y juvenil belleza, y de nuevo se le figuró que le hablaba así: "Hijo de una
diosa, ¿y puedes dormir en este trance? ¿no ves los peligros que para lo futuro
te rodean? ¡Insensato! ¿no oyes el soplo de los céfiros bonancibles? Resuelta a
morir, Dido revuelve en su mente engaños y maldades terribles, y fluctúa en un
mar de iras. ¿No precipitas la fuga mientras puedes hacerlo? Pronto verás la mar
cubrirse de naves y brillar amenazadoras teas; pronto verás hervir en llamas
toda la ribera si te coge la aurora detenido en estas tierras. ¡Ea, ve! ¡no más
dilación! La mujer es siempre voluble." Dicho esto, se confundió con las sombras
de la noche.
Aterrado Eneas con aquellas repentinas sombras, se arranca al
sueño y hostiga a sus compañeros, diciéndoles: "Despertad al punto, remeros, y
acudid a vuestros bancos. ¡Pronto, tended las velas! Por segunda vez un dios,
enviado desde el alto éter, me insta a acelerar la fuga y a cortar los
retorcidos cables. Quienquiera que seas, poderoso dios, ya te seguimos, y por
segunda vez obedecemos jubilosos tu mandato. ¡Oh! ¡asístenos propicio y haz
brillar para nosotros en el cielo astros favorables!"Dijo, y desenvainado la
fulmínea espada, corta de un tajo las amarras. Su ardor cunde en todos al mismo
instante; todos se apresuran y se precipitan, todos abandonan las playas;
desaparece la mar bajo las naves; a fuerza de remos levantan olas de espuma y
barren los cerúleos llanos.
Ya la naciente Aurora, abandonando el dorado
lecho de Titón, inundaba la tierra de nueva luz, cuando vio la Reina desde la
atalaya despuntar el alba y alejarse en orden la armada; vio también desierta la
playa y el puerto sin remeros; y golpeándose tres y cuatro veces el hermoso
pecho y mesándose el rubio cabello, "Oh, Júpiter! exclamó, ¡se me escapará ese
hombre!, ¡ese advenedizo se habrá burlado de mí en mi propio reino! ¿Y los míos
no empuñarán las armas, no saldrán de todas partes a perseguirlos, y no
arrancarán las naves de los astilleros? Id, volad, vengan llamas, dad las velas,
mano a los remos... ¿Qué digo? ¿dónde estoy? ¿qué desvarío me ciega? ¡Dido
infeliz! ¡ahora adviertes su maldad! valiera más que la advirtieras cuando le
dabas tu cetro. Esa es su palabra, esa su fe, ¡ese es el hombre de quien cuentan
que lleva consigo sus patrios penates y que sacó de Troya sobre sus hombros a su
anciano padre! ¿No pude apoderarme de él y despedazar su cuerpo y dispersarlo
por las olas, y acuchillar a sus compañeros y al mismo Ascanio, y ofrecerle por
manjar en la mesa de su padre?... Tal vez en esa lid la victoria hubiera sido
dudosa. ¡Y que lo fuese! Destinada a morir, ¿qué tenía yo que temer? Yo hubiera
llevado las teas a sus reales, hubiera incendiado sus naves y exterminado al
hijo y al padre con toda su raza, y a mí misma sobre ellos... ¡Oh sol, que
descubres con tu luz todas las obras de la tierra, y tú oh Juno, testigo y
cómplice de mi desgracia! ¡Oh Hécate, por quien resuenan en las encrucijadas de
las ciudades nocturnos aullidos! y ¡oh vosotras, Furias vengadoras, y oh dioses
de la moribunda Elisa, escuchad estas palabras, atended mis súplicas y convertid
sobre esos malvados vuestro numen vengador! Si es forzoso que ese infame arribe
al puerto y pise el suelo de Italia; si así lo exigen los hados de Júpiter, y
este término es inevitable, que a lo menos, acosado por la guerra y las armas de
un pueblo audaz, desterrado de las fronteras, arrancado de los brazos de Iulo,
implore auxilio y vea la indigna matanza de sus compañeros; y cuando se someta a
las condiciones de una paz vergonzosa, no goce del reino ni de la deseada luz
del día, antes sucumba a temprana muerte y yazga insepulto en mitad de la playa.
Esto os suplico; este grito postrero exhalo con mi sangre. Y vosotros, ¡oh
Tirios! cebad vuestros odios en su hijo y en todo su futuro linaje; ofreced ese
tributo a mis cenizas. Nunca haya amistad, nunca alianza entre los dos pueblos.
Alzate de mis huesos, ¡oh vengador, destinado a perseguir con el fuego y el
hierro a los advenedizos hijos de Dárdano! ¡Yo te ruego que ahora y siempre, y
en cualquier ocasión en que haya fuerza bastante, lidien ambas naciones, playas
contra playas, olas contra olas, armas contra armas, y que lidien también hasta
sus últimos descendientes!"
Esto diciendo, revolvía mil proyectos en su
cabeza, discurriendo el medio de quitarse lo más pronto posible la odiosa vida.
Llama entonces a Barce, nodriza de Siqueo (pues su antigua patria guardaba las
negras cenizas de la suya), y le dice: "Dispón, querida nodriza, que venga aquí
mi hermana; dile que se apresure a purificarse en las aguas del río, y traiga
consigo las víctimas y las ofrendas expiatorias que ha pedido la sacerdotisa;
hecho esto, venga en seguida. Tú, por tu parte, ciñe a tus sienes las sagradas
ínfulas; quiero consumar el sacrificio que tengo preparado al supremo numen
infernal, poner término a mis ansias y entregar a las llamas la efigie del
Troyano."Dijo, y la anciana acelera el paso con senil premura. Entre tanto Dido,
trémula y arrebatada por su horrible proyecto, revolviendo los sangrientos ojos
y jaspeadas las temblorosas mejillas, cubierta ya de mortal palidez, se
precipita al interior de su palacio, sube furiosa a lo alto de la pira y
desenvaina la espada de Eneas, prenda no destinada ¡ay! a aquel uso. Allí,
contemplando las vestiduras troyanas y el conocido tálamo, después de dar
algunos momentos al llanto y sus recuerdos, reclinose en el lecho y prorrumpió
en estos postreros acentos:
"¡Oh dulces prendas, mientras lo consentían los
hados y un dios, recibid esta alma y libertadme de estos crudos afanes! He
vivido, he llenado la carrera que me señalara la fortuna, y ahora mi sombra
descenderá con gloria al seno de la tierra. He fundado una gran ciudad, he visto
mis murallas. Vengadora de mi esposo, castigué a un hermano enemigo. ¡Feliz,
¡ah! demasiado feliz con sólo que nunca hubiesen arribado a mis playas las
dardanias naves!"Dijo, y besando el lecho. "¡Y he de morir sin venganza!
exclamó. Muramos: así, así quiero yo descender al abismo. Apaciente sus ojos
desde la alta mar el cruel Dardanio en esta hoguera, y lleve en su alma el
presagio de mi muerte."
Dijo, y en medio de aquellas palabras, sus doncellas
la ven caer a impulso del hierro, y ven la espada llena de espumosa sangre y sus
manos todas ensangrentadas. Inmenso clamor se levanta en todo el palacio; cual
bacante, la Fama recorre en un momento toda la aterrada ciudad; retiemblan todos
los edificios con los sollozos y los alaridos de las mujeres; resuena el éter
con grandes lamentos, no de otra suerte que si Cartago toda entera o la antigua
Tiro se derrumbasen, entregadas al enemigo, y cundiesen furiosas llamas por casa
y templos.
Despavorida, exánime oye Ana los clamores, acude
precipitadamente, y desgarrándose el rostro con las uñas y golpeándose el pecho,
atropella por todos y llama a gritos a la moribunda Dido: "¡Este era, oh
hermana, el sacrificio que disponías! ¡Así me engañabas! ¡Esto me preparaban esa
pira, esa hoguera y esos altares! Abandonada de ti, ¿por donde he de empezar mis
lamentos? ¿Te desdeñaste de que tu hermana te acompañase en tu muerte? ¡Ah! ¿por
qué no me llamaste a compartir tu destino? El mismo dolor, la misma hora nos
hubiera arrebatado a ambas a impulso del hierro. ¡Y yo levanté esa pira con mis
propias manos, yo misma invoqué a los dioses patrios, para que, tú ¡cruel! en
ese duro trance, yo no estuviera presente! ¡T mataste y me matas, hermana, y a
tu pueblo y al Senado y a tu ciudad! Agua, dadme agua con que lave sus heridas,
y si aun vaga en su boca un postrer aliento, le recogeré con la mía." Esto
diciendo, había subido las gradas de la pira, y estrechaba al calor de su
regazo, entre gemidos, a su hermana moribunda, y le enjugaba con sus ropas la
negra sangre. Dido se esfuerza por levantar los pesados ojos, y de nuevo cae
desmayada; con la profunda herida que tiene debajo del pecho sale silbando su
aliento. Tres veces se incorporó, apoyándose sobre el codo, y tres volvió a caer
en su lecho; busca con errantes ojos la luz del cielo, la encuentra y gime.
Entonces la omnipotente Juno, compadecida de aquel largo padecer y de aquella
difícil agonía, manda desde el Olimpo a Iris para que desprenda de los miembros
aquella alma, afanada por romper su prisión; porque muriendo la desventurada
Dido, no por natural ley del destino ni en pena de un delito, sino
prematuramente y arrebatada de súbito furor, aun no había Proserpina cortado de
su frente el rubio cabello ni consagrado su cabeza al Orco estigio. Iris, pues,
desplegando en los cielos sus alas, húmedas de rocío, que tiñe el opuesto sol de
mil varios colores, se para sobre la cabeza de la Reina: "Cumpliendo con el
mandato que he recibido, llevo este sacrificio a Dite y te desligo de este
cuerpo." Dice así y corta el cabello con la diestra; disípase al punto el calor,
y la vida se desvanece en los aires
LIBRO V
[Dirígese Eneas a Italia, y por segunda vez arriba, impelido
por una tempestad, a las costas de Sicilia, donde le acoge amistoso el rey
Acestes; celebra sacrificios y grandes juegos fúnebres en el sepulcro de su
padre Anquises.—Regatas.—Carreras a pie.— Luchas con el cesto; victoria de
Entelo.—Tiro al blanco.—Carreras de caballos y simulacro de un combate de
caballería, dirigido por el niño Ascanio y los demás mancebos troyanos y
sicilianos; origen de los juegos de este nombre, renovados en tiempo de
Augusto.—Concitadas por Iris, bajo la figura de la anciana Béroe, las matronas
troyanas intentan incendiar la armada para poner término a sus peregrinaciones,
y destruyen cuatro bajeles, habiendo impedido el incendio de los demás un
deshecho aguacero enviado por Júpiter.—Aparécese en sueños a Eneas la sombra de
Anquises, y le aconseja que deje en Sicilia parte de su gente, se dirija a
Italia con los más animosos y vaya a consultar el oráculo de la Sibila de Cumas,
la cual le conducirá a los Campos Eliseos, donde verá la larga serie de sus
descendientes.—Funda Eneas la ciudad de Acesta para los troyanos que deja en
Sicilia, da la vela con rumbo a Italia, favorecido por Neptuno a ruegos de
Venus, y pierde en la travesía a su piloto Palinuro, que, vencido del sueño, cae
al mar. Eneas rige la nave en medio de las tinieblas.]
En tanto ya Eneas
con su armada seguía resuelto su rumbo por la alta mar, surcando, impelido del
aquilón, las negras olas y volviendo los ojos a las murallas de Cartago,
iluminadas por la hoguera de la desventurada Elisa. Ignorantes de cuál pueda ser
la causa de aquel tan vasto incendio; pero sabiendo la desesperación que produce
un amor mal correspondido, y de lo que es capaz una mujer apasionada, sacan de
él los Teucros tristísimo agüero. Internadas en la mar todas las naves, y cuando
ya no se descubría a la redonda tierra alguna, sino sólo mares y cielo por todos
lados, parose encima de la cabeza de Eneas un cerúleo nubarrón, preñado de
tinieblas y borrascas; negra noche cubrió de horror las olas. El mismo piloto
Palinuro exclama desde la enhiesta popa: ¡Ay! ¿por qué encapotan el cielo tantas
nubes? ¿Qué preparas, oh padre Neptuno? "Dicho esto, manda amainar velas y hacer
fuerza de remos; y presentando oblicuamente la entena al viento, exclama:
"Magnánimo Eneas, no, aun cuando me lo permitiera el supremo Júpiter, no
esperaría arribar a Italia con este temporal. El viento ha cambiado y ruge
furioso, batiéndonos de costado por el ennegrecido ocaso; densos nubarrones
cubren el cielo. Ni resistir ni avanzar podemos; la fortuna nos vence, sigamos
su empuje; torzamos el rumbo adonde nos llama, tanto más, cuanto creo que no han
de estar distantes las seguras costas de tu hermano Erix y los puertos de
Sicilia, si es que recuerdo bien las distancias de esos astros, que ya me son
conocidos. Entonces el pío Eneas: "Ya ha tiempo, en verdad, que veo, dijo, que
eso piden los vientos y que vanamente pugnas por resistirlos. Tuerce, pues, el
derrotero; ¿puede haber tierra más grata para mí, ni en que más desee guarecer
mis fatigadas naves, que la que me conserve el troyano Acestes y cubre los
huesos de mi padre Anquises?" Dicho esto, enderezan las proas a los puertos,
impelidas las velas por los bonancibles céfiros; deslízase la armada rápidamente
por el mar y arriban alegres en fin a las conocidas playas.
Acestes, que
desde la alta cumbre de un monte había visto a lo lejos, con asombro, la llegada
de aquellas naves amigas, acude a su encuentro, armado de una terrible jabalina
y cubierto con la piel de una osa africana. Hijo del río Crimiso y de una madre
troyana, Acestes, que no se había olvidado de sus antiguos progenitores, se
congratula con la llegada de los Troyanos, los acoge alborozado con agreste
magnificencia, y los agasaja en su desgracia con toda suerte de cariñosos
auxilios. Al día, apenas el primer albor de la mañana empezaba a ahuyentar del
oriente las estrellas, convoca Eneas a sus compañeros, que andaban esparcidos
por toda la playa, y desde la cima de un collado les habla de esta manera:
"Valerosos hijos de Dárdano, linaje de la alta sangre de los dioses, ya ha
recorrido un año el círculo cabal de los meses que le componen, desde que
depositamos en la tierra las reliquias y los huesos de mi divino padre y le
consagramos tristes altares; ya, si no me engaño, es llegado el día que (así lo
quisisteis, ¡Oh dioses!) será para mí siempre acerbo, siempre venerando. Aun
cuando arrastrase desterrado la vida en las sirtes gétulas, o me hallara cautivo
en los mares de Argos o en la ciudad de Micenas, no por eso dejara de cumplir
estos votos añales, de solemnizar este día con las debidas pompas, de cubrir sus
altares con las ofrendas gratas a los muertos. Llegado hemos al sepulcro en que
yacen las cenizas y los huesos de mi padre, no sin intención ni favor de los
dioses, a lo que pienso, pues nos ha traído el mar a este puerto amigo; ea,
pues, celebremos todos sus fúnebres exequias; pidámosle vientos propicios y que
me consienta, edificada ya la ciudad que anhelo, renovar todos los años estas
honras en templos dedicados a su memoria. Acestes, hijo de Troya, os da dos
bueyes por cada nave; asistan a los festines vuestros penates patrios y también
los que adora nuestro huésped Acestes. Además, si la novena aurora trae a los
mortales la luz del almo día, y ciñe el orbe con sus fulgores, os propondré por
primeras fiestas, regatas en el mar; los que descuellan en la carrera, los que
confían en sus fuerzas, los mejores en disparar el venablo y las veloces saetas,
los que se arrojan a luchar con el duro cesto, acudan a porfía y cuenten
alcanzar en premio las merecidas palmas. Ahora haced muda oración y ceñíos con
ramas las sienes."
Dicho esto, vela las suyas con el materno arrayán, y lo
mismo hacen Helimo, el anciano Acestes y el niño Ascanio, siguiéndolos el resto
del ejército. Encamínase luego Eneas, acompañado de innumerable muchedumbre, al
sepulcro de su padre, donde, según el rito de las libaciones, derrama en tierra
gota a gota dos copas llenas de vino, dos de leche recién ordeñada y dos de
sagrada sangre; esparce por cima purpúreas flores y exclama así: "Salve, ¡Oh
santo padre mío! salve otra vez, ¡Oh cenizas que en vano he recobrado! y ¡Oh
alma y manes paternos! No plugo a los dioses que contigo buscase los ítalos
confines, campos adonde me llaman los hados, y el ausonio Tíber, sea cual
fuere". No bien había pronunciado estas palabras, cuando salió del fondo del
sepulcro una grande y lustrosa culebra, arrastrándose enroscada en siete
vueltas, la cual rodeó mansamente el túmulo y se deslizó por entre los altares;
cerúleas manchas matizaban su escamosa piel, salpicada de refulgente oro, cual
destella en las nubes el arco iris mil varios colores, herido de los
contrapuestos rayos del sol. Pasmose al verla Eneas; ella, desarrollando el
largo cuerpo, va serpeando por entre las tazas y las ligeras copas, prueba los
manjares, y sin hacer daño a nadie vuelve a meterse en el fondo del sepulcro,
dejando los altares y sus catadas ofrendas, con lo que, inflamado de mayor
devoción, prosigue Eneas las comenzadas honras, dudando si acababa de ver al
genio de aquel sitio o al espíritu familiar de su padre. Inmola, según usanza,
dos ovejas, otras tantas cerdas e igual número de negros novillos, derramando al
mismo tiempo vino de las copas, evocando al alma del grande Anquises y a sus
manes libres del lago Aqueronte. Lo propio todos sus compañeros, cada cual según
le es dado, traen alegres dones, cargan con ellos los altares e inmolan
becerros. Otros colocan en orden las ollas a la lumbre, y tendidos por la
hierba, atizan las ascuas bajo los asadores y tuestan las entrañas de las
víctimas.
Llegó al fin el suspirado día: ya los caballos de Faetonte traían
la serena luz de la novena aurora, ya atraídos por la fama y el nombre del
ilustre Acestes, acudían los pueblos comarcanos y llenaban en alegre tropel las
playas, ansiosos unos de ver a los Troyanos, y otros dispuestos a tomar parte en
las luchas.
Colócanse lo primero, a la vista de todos y en mitad del circo,
los dones destinados a los vencedores, sagradas trípodes, verdes coronas,
palmas, premios del triunfo, armas, ropas recamadas de púrpura y talentos de
plata y oro, y desde la cima de un collado anuncia la trompeta que van a
principiar los juegos. Rompen la lucha con sus pesados remos cuatro naos
iguales, elegidas entre toda la armada. Impele a la veloz Priste con fuerza de
briosos remeros Mnesteo, que pronto será ítalo y de quien toma su nombre el
linaje de Memmio; Gías rige la colosal Quimera, semejante por su grandeza a una
ciudad, la cual impele con triple empuje la juventud troyana, dispuesta en tres
órdenes de remeros; Sergesto, de quien toma nombre la familia Sergia, monta el
enorme Centauro, y la verdinegra Escila Cloanto, de quien desciende tu linaje
¡Oh romano Cluento!
Álzase a gran distancia en el mar, frontero a la espumosa
costa, un risco que suele quedar sumergido bajo un remolino de revueltas olas
cuando los cauros invernales ocultan las estrellas; cuando calla la mar serena,
vuelve a alzarse sobre las inmobles olas, asilo grato a los mergos, que allí
acuden a calentarse al sol. En aquel sitio pone el caudillo Eneas por meta una
frondosa encina, que sirviese de señal a los marineros, para que, llegados a
ella, diesen la vuelta al risco y se tornasen a la playa. Toman en seguida por
suerte sus puestos los capitanes, que, de pie en las popas, resplandecen a lo
lejos, cubiertos de oro y púrpura; la restante juventud troyana se corona de
ramos de álamo, y bañadas de aceite las desnudas y relucientes espaldas, toma
asiento en los bancos de las naos, y la mano en el remo, todos aguardan
anhelosos la señal, devorados por el sobresalto que hace latir con violencia sus
corazones y por una impaciente sed de gloria. De allí, apenas el sonoro clarín
dio la señal, todos precipitadamente arrancan de sus sitios; la grita de los
marineros llega al firmamento; cúbrese de espuma la mar, batida de los forzudos
brazos; hiéndela las naves con iguales surcos, y ábrese toda ella al empuje de
los remos y de las ferradas proas de tres puntas. No tan rápidos los carros
tirados por dos caballos luchan a la carrera cuando se precipitan del vallado en
la liza; no más impacientes los aurigas sacuden las ondeantes riendas sobre el
aguijado tiro, y se inclinan sobre él para más aguijarle. Resuena entonces todo
el bosque con los aplausos y las fervientes aclamaciones de los que se
interesas, ya por unos, ya por otros, y las playas retumban con el vocerío, y
los collados, heridos por él, le repiten con sus ecos. Lánzase el primero de
entre la clamorosa muchedumbre, y deslizándose por las olas delante de todos,
Gías, a quien sigue de cerca Cloanto, con mejores remeros, pero retardado por el
gran peso de su nave. En pos de estos, y a igual distancia, la Priste y el
Centauro pugnan por cogerse la delantera, y otra se adelanta la Priste, ora la
vence el gran Centauro, y ora avanzan las dos, juntas las proas, y con sus
largas quillas surcan las salobres olas. Ya se acercaban al peñasco y llegaban
casi a la meta, cuando Gías, que era el que llevaba más ventaja, grita a su
piloto Menetes: "¿Por qué tuerces tanto a la derecha? Endereza por aquí el
rumbo; acércate a la playa, y haz que los remos rasen las peñas de la izquierda;
deja a los otros la alta mar." Dijo; pero Menetes, temeroso de los bajíos,
tuerce la proa en dirección a la mar. "¿Adónde tuerces? ¡A las peñas, Menetes!"
le gritaba nuevamente Gías, cuando he aquí que ve a sus espaldas a Cloanto, que
le va al alcance y está ya más cerca que él de las peñas. Cloanto, en efecto,
metido ya entre la nave de Gías y las sonoras peñas, va rasando el derrotero de
la izquierda, coge de súbito la delantera a su rival, y dando la espalda a la
meta, boga seguro por el piélago. Inflama entonces el pecho del mancebo un
profundo dolor, baña el llanto sus mejillas, y olvidando su propio decoro y la
salvación de sus compañeros, arroja de cabeza en el mar, desde la alta popa, al
tardío Menetes, y poniéndose de piloto en su lugar, dirige la faena y endereza
el timón hacia la playa. Entre tanto Menetes, quebrantado ya por los años,
logra, en fin, a duras penas salir del hondo abismo, y todo empapado y
chorreando agua sus vestiduras, trepa a la cima del escollo y se sienta en la
seca piedra. Riéronse de él los Teucros, viéndole caer y nadar, y de nuevo se
rieron viéndole luego arrojar por la boca las amargas olas. Entonces los dos que
estaban últimos, Sergesto y Mnesteo, arden en alegre esperanza de adelantarse al
retrasado Gías. Avanza Sergesto y se acerca al peñasco, pero no logra llevarle
de ventaja todo el largo de su nave; sólo una parte le adelanta, y la otra va
acosada por la proa de su rival, la Priste. En tanto Mnesteo, recorriendo su
nave, excita así a los remeros: "Ahora, ahora es la ocasión de hacer fuerza de
remos, ¡Oh compañeros de Héctor, a quienes por tales elegí en el supremo trance
de Troya! ¡Desplegad ahora aquel esfuerzo, aquellos bríos que demostrasteis en
las sirtes gétulas y en el mar Jónico y en las rápidas ondas de Malea! Ya no
aspira Mnesteo al primer lugar ni lidia para vencer, aunque acaso... pero
triunfen ¡Oh Neptuno! los que tanto favor te han merecido. Muévaos las vergüenza
de volver los últimos; echad el resto por evitaros ¡Oh compañeros! tamaño
oprobio." Echan todos, en efecto, el resto de su empuje; treme la ferrada nave
bajo sus pujantes golpes, y se desliza rápidamente por el mar. Precipitado
resuello agita sus miembros y sus resecas bocas, y el sudor les chorrea por todo
el cuerpo.
Una casualidad les proporcionó el anhelado honor; pues mientras
Sergesto, ciego de impaciencia, va a rozar con su proa el peñasco, metiéndose en
demasiada estrechura, encalla el infeliz en las salientes puntas de los bajíos.
Retemblaron las rocas, troncháronse los remos contra sus agudas puntas, y de
ellas quedó suspendida la rota proa. Los marineros se levantan y quedan
inmóviles, lanzando un gran clamoreo, y echando mano a los herrados chuzos y las
agudas picas, sacan del agua los quebrantados remos. En tanto Mnesteo,
enardecido aún más con aquel próspero suceso, después de estimular el brío de
sus remeros y de invocar a los vientos, endereza el rumbo hacia las playa y
vuela por el tendido piélago. Cual la paloma sorprendida de súbito en la cueva
de esponjoso peñasco, donde tiene su asiento y su dulce nido, se precipita
volando hacia la campiña, y despavorida bate las alas con gran ruido, y luego,
deslizándose por el sereno éter, hiende el líquido espacio sin mover apenas las
veloces alas, tal vuela Mnesteo, tal la Priste, que hasta entonces se había
quedado la última, corta las olas; tal le arrebata su ímpetu. Lo primero deja
atrás a Sergesto, reluchando por desprenderse de un profundo escollo, encallado
su barco, pidiendo inútilmente auxilio y pugnando por seguir adelante con los
remos; y luego persigue a Gías y a su grande y pesada Quimera, que, privada de
su piloto, sucumbe en la lucha. Sólo quedaba ya Cloanto, casi en el término de
la carrera; Mnesteo le persigue y le acosa, echando el resto de sus fuerza, con
lo que sube de punto el clamoreo y todos los espectadores le estimulan al
alcance, haciendo resonar el espacio con sus gritos. Desprecian los de Cloanto
el ganado honor y la victoria casi alcanzada, si no le alcanzan del todo, y
ansían dar la vida por conseguir el lauro; alentados con la ventaja que van
obteniendo los de Mnesteo, pueden vencer, porque creen poder hacerlo, y acaso
las dos galeras hubieran obtenido juntas el premio, si Cloanto, tendiendo hacia
el mar ambas palmas, no hubiera prorrumpido en plegarias, invocando de esta
suerte a los dioses: "¡Oh númenes a quienes pertenece el dominio del mar, por
cuyas olas vuela mi nave, yo inmolaré gozoso ante vuestras aras en la playa un
toro blanco, de ello hago voto solemne, y arrojaré sus entrañas a las saladas
ondas, y verteré en ellas consagrados vinos!" Dijo, y todo el coro de las
Nereidas y de Forco y la virgen Panopea escucharon sus preces; el mismo padre
Portuno con su potente mano impelió la nave, que, más veloz que el noto o que
leve saeta, vuela hacia la playa y penetra en el hondo puerto. Entonces el hijo
de Anquises, después de llamar por sus nombres a todos los combatientes, según
costumbre, declara vencedor a Cloanto por la robusta voz de un heraldo, y ciñe
sus sienes con el verde laurel; en seguida hace distribuir en donativo a cada
nave tres becerros y vinos, o un talento de plata, a su elección, a que añade
mayores agasajos para los capitanes; para el vencedor una clámide de oro que
circundan dos cenefas de púrpura melibea.
En ella se veía tejido el regio
mancebo de la frondosa Ida, fatigando a los veloces ciervos con el dardo, y la
carreta, fogoso y representado tan al natural, que parecía vivo, en el momento
en que la armígera ave de Júpiter va a arrebatarle el firmamento con sus garras;
vanamente los ancianos ayos del mancebo levantan las manos al cielo y ladran los
perros enfurecidos. Al que por su valor había obtenido el segundo lugar dio una
loriga labrada con tres hileras de leves mallas de oro, juntamente ornato y
defensa, que el mismo Eneas, vencedor, arrebató a Demoleo, junto al rápido
Simois, al pie del alto Ilión; apenas podían llevar en hombros su complicada
pesadumbre los esclavos Fegeo y Sagaris, y sin embargo, Demoleo, cubierto con
ella, perseguía en otro tiempo a los dispersos Troyanos. Por tercer premio da
dos calderas de bronce y dos preciosas copas de plata con figuras de resalte. Ya
estaban premiados todos, y ufanos con sus presas iban los vencedores, la sien
ceñida de purpúreas ínfulas, cuando desembarazado a duras pena de entre los
fatales arrecifes, pedidos los remos, volvió Sergesto en su barca debilitada,
con una sola de sus bandas de remeros, humillada y entre las risas del concurso.
Cual serpiente cogida por mitad del cuerpo en un camino por ferrada rueda, o a
quien un caminante dejó mal herida y medio muerta de una pedrada, pugna en vano
por huir, retorciendo el cuerpo en largos anillos, tremenda en parte, encendidos
los ojos, alza el cuello silbando, mientras dilacerada en otra por el golpe
recibido, no puede recoger sus nudos y se doblega por la falta de remos; empero
hace fuerza de vela y entra en el puerto a todo trapo. Eneas, satisfecho de ver
salvada la nave y recobrados sus compañeros, da a Sergesto el prometido premio,
que es una esclava del linaje de Creta, Foloe, no ignorante en las labores de
Minerva y que daba el pecho a dos gemelos.
Concluido aquel ejercicio,
dirígese el piadoso Eneas a un herboso prado que rodean por todas partes corvos
collados cubiertos de selvas; en medio del valle se hacía un circo natural, a
modo de anfiteatro, al cual se encamina el héroe con toda la muchedumbre de los
suyos y toma asiento en lugar eminente; allí estimula con empeño a los que
quieran contender a la veloz carrera y les ofrece premios. Teucros y Sicilianos
acuden en tropel, y los primeros Niso y Euríalo... Euríalo, insigne por su
hermosura y lozana juventud; Niso, por su piadoso cariño al mancebo. Síguelos
Diores, de la ilustre estirpe real de Príamo; luego Salio y Patrón, este de la
sangre arcadia del linaje de Tegra, aquel de la Acarnania; en fin, dos mancebos
sicilianos, Helino y Panopes, avezados a vivir en las selvas, compañeros del
viejo Acestes, a que siguieron otros muchos, cuyos nombres no ha conservado la
fama. En estos términos le habló Eneas, colocado en medio de todos: "Prestad
atención a mis palabras y alentad los espíritus; ninguno de vosotros saldrá de
la lucha sin llevar algún premio dado por mí. Os daré dos dardos cretenses,
guarnecidos de acicalado hierro, y una hacha de dos filos nielada de plata; esta
recompensa será común a todos. Los tres primeros recibirán además otros premios
y ceñirán a sus sienes la dorada oliva. El primer vencedor obtendrá un caballo
ricamente enjaezado; el segundo, una aljaba de amazona, llena de saetas de
Tracia, pendiente de un tahalí de oro y prendido con un broche de piedras
preciosas; con este yelmo griego irá contento el tercero." Dicho esto, todos
toman sitio y, oída la señal, dejan la barrera y arrancan a correr con la
rapidez del viento, fijos los ojos en la meta. Niso el primero lleva a todos
gran ventaja, más veloz que el vendaval y que las alas del rayo. Síguele Salio,
pero a mucha distancia, y a mucha distancia también, Euríalo va el tercero...
Helimo sigue a Euríalo, tras del cual vuela Diores, pisando sus mismas huellas y
casi apoyado en sus hombros, y si tuvieran más trecho que correr, aún le cogería
la delantera o dejaría dudosa la victoria. Ya casi llegaban al término y tocaban
cansados la misma meta, cuando el desgraciado Niso resbala sobre la verde
hierba, humedecida con la sangre de unos becerros inmolados; vencedor ya y
cantando victoria, no pudo retener en el suelo sus vacilantes pasos, y cayó
sobre el inmundo cieno y la sagrada sangre. No se olvidó entonces, sin embargo,
de Euríalo y de su tierna amistad; antes se levanta al punto del resbaladizo
terreno, y Salio, tropezando en él, cae y queda tendido en la densa arena.
Euríalo pasa como una centella, y vencedor, merced a su amigo, coge el primer
lugar y vuela entre los aplausos y el entusiasmo de todos; en seguida llega
Helimo, y Diores obtiene la tercera palma. Llena en esto Salio con sus grandes
clamores el espacioso anfiteatro, e interpela a los primeros jefes, reclamando
el triunfo que un fraude le ha arrebatado. Euríalo tiene en su apoyo el favor
público y sus nobles lágrimas y su virtud, que da tanto realce a la belleza;
apóyale y a gritos le proclama vencedor Diores, que, cercano a la victoria,
vanamente habría alcanzado el último premio si se diera el primero a Salio.
Entonces el caudillo Eneas, "¡Oh mancebos! dijo, no os faltarán los dones
prometidos y nadie variará el orden de los premios, pero séame lícito compadecer
la desgracia de un amigo inocente." Dicho esto, dio a Salio la enorme piel de un
león gétulo, de pesada melena y con garras de oro, a lo cual Niso, "Si tan gran
premio reservas para los vencido, dijo, y tanto te apiadas de los que han
resbalado, ¿qué digno presentes darás a Niso, a mí, que merecí con honra la
primera corona, y que la hubiera obtenido a no venderme, como a Salio, la
enemiga fortuna?"Y esto diciendo, mostraba su rostro y sus miembros cubiertos
aún de sangriento fango. Sonriose el bondadoso caudillo, y mandando traer un
broquel, obra excelente de Didimaon, arrancado por los Griegos del sagrado
templo de Neptuno, hace al ilustre mancebo aquel magnífico regalo.
Terminadas
las carreras y distribuidos los premios, "Ahora, dijo Eneas, si alguno de
vosotros se siente con aliento y vigor, venga y levante los brazos ceñidos con
el cesto"Habla así y propone dos premios para la lucha: un novillo coronado de
oro y vendas para el vencedor, y como consuelo para el vencido, una espada y un
hermoso yelmo. Sale al punto Dares, haciendo alarde de sus grandes fuerzas, y se
levanta entre el murmullo de la muchedumbre; sólo él en otro tiempo solía lidiar
con Paris, y sólo él también, junto al sepulcro donde yace tendido el gran
Héctor, tumbó al gigantesco Butes, siempre vencedor, que se decía descendiente
del linaje bebricio de Amico, y le dejó moribundo en la roja arena. Erguida la
frente preséntase Dares el primero al combate, y descubre sus anchos hombros y
agita ambos brazos extendidos, hiriendo con ellos el viento; pero en vano se le
busca un competidor, pues nadie, entre tanta gente, osa medir con él sus fuerzas
ni embrazar para la lid el cesto; con lo cual alegre y ufano, juzgando que todos
renuncian a la victoria, plántase delante de Eneas, y asiendo por un cuerno, sin
más tardanza, con la mano izquierda al novillo, dice así: "Hijo de una diosa, si
nadie se atreve a probar la lid, ¿Qué aguardamos? ¿Hasta cuándo he de estarme
aquí? Manda que me traigan los premios. Todos los Troyanos aprueban sus palabras
con unánime murmullo y piden que se le dé la prometida recompensa. En tanto el
grave Acestes reprende amistosamente a Entelo, que estaba sentado junto a él en
la verde hierba. "Entelo, le dice, ¿de qué vale haber sido en otro tiempo el más
forzudo de los héroes, si ahora consientes con esa clama que otro alcance sin
lucha tan grandes dones? ¿Dónde está ahora aquel divino Erix, y de qué te sirve
haberle tenido por maestro? ¿Dónde está tu fama, difundida por toda Sicilia, y
qué se han hecho aquellos despojos pendientes de tu techo?"A lo cual responde
Entelo: "No, el miedo no ha ahuyentado de mi el amor de las alabanzas ni el de
la gloria; pero la cansada vejez ha helado mi sangre y las fuerzas desfallecen
en mi cuerpo. Si conservase todavía aquella lozana juventud de otros tiempos, la
juventud en que fía su triunfo ese audaz, no sería por cierto el aliciente del
premio, no sería ese hermoso novillo lo que me hubiera seducido; yo no me paro
en dones."Dijo, y lanzó al medio de la liza dos cestos de enorme peso, los
mismos que con el fogoso Erix solía armar sus manos para la lucha, y que
sujetaban a sus brazos duras correas. Atónitos quedaron todos; formaba cada
cesto la piel de un gran buey replegada en siete vueltas, todas guarnecidas de
plomo y hierro. El mismo Dares, sobre todo, queda atónito a su vista y rehúsa
obstinadamente el combate: el magnánimo hijo de Anquises revuelve en su mano
aquella inmensa y ponderosa mole. En tanto decía el anciano: "¿Qué sería si
alguno de vosotros viese el cesto y las armas del mismo Hércules y el triste
combate dado en esta misma playa? Tu hermano Erix blandía en otro tiempo ¡Oh
Eneas! estas armas, que aun ves manchadas de sangre y destrozados sesos; con
ellas peleó contra el grande Alcides, con ellas solía yo pelear cuando una
sangre mejor me daba fuerzas y no encanecía mis sienes la enemiga vejez; pero si
el troyano Dares rehusa esta mis armas, y si así parece al pío Eneas y lo
aprueba Acestes, que me instigó a esta lid, igualémosla; ahí te entrego el cesto
de Erix, depón el miedo y despójate del cesto troyano. Dicho esto,"dejó caer de
los hombros la túnica y el manto y descubrió la fornida musculatura, sus enormes
huesos, sus brazos, y se plantó, colosal atleta en medio del palenque; en
seguida el hijo de Anquises hizo traer cestos iguales y armó con ellos los
brazos de ambos. Al punto uno y otro tomaron posición erguidos sobre las puntas
de los pies, e impertérritos levantaron los brazos al aire, echando atrás las
erguidas cabezas para esquivar los golpes; juntan las manos con las manos y
empeñan la lucha. Aquel más ágil de pies y fiado en su juventud; este poderoso
por sus miembros y su corpulencia, pero le flaquean tardías y trémulas las
rodillas y una penosa respiración bate su ancho pecho. En vano los dos atletas
se descargan mutuamente repetidos golpes, los redoblan sobre los cóncavos
costados y exhalan del pecho roncos anhélitos, y menudean las puñadas alrededor
de las orejas y de las sienes; crujen sus mandíbulas bajo los recios golpes.
Entelo permanece firme e inmoble en su puesto y no hace más que esquivar las
heridas con hábiles quiebros y con su vigilante mirada; el otro es parecido al
que ataca con bélicos pertrechos una alta ciudad o asedia una fortaleza en la
cima de un monte, que busca con maña, ya un lado débil, ya otro, recorriéndolos
todos, y la hostiga en vano con repetidos asaltos. Empínase de pronto Entelo y
levanta la diestra; veloz el otro prevé el golpe que le amenaza por alto y lo
esquiva ladeando rápidamente el cuerpo; piérdese en el aire el esfuerzo de
Entelo, y con su propio impulso cae este pesadamente al suelo, arrastrado por su
gran mole, cual suele caer descuajado un hueco pino en el Erimanto o en el gran
monte Ida. Vivo interés agita a los Teucros y a la juventud siciliana, y sus
clamores llegan al cielo. Acestes acude el primero, y compadecido alza del suelo
a su amigo, tan anciano como él; pero el héroe, ni rendido ni aterrado por su
percance, vuelve con mayor brío a la lucha y la ira le da nuevas fuerzas. La
vergüenza, el conocimiento de su propio valor reaniman su pujanza, y ardiente
acosa por todo el llano a Dares en su precipitada fuga, redoblando los golpes,
ya con la diestra, ya con la siniestra mano, sin descanso ni tregua. Cual bota
sobre los tejados menudo granizo arrojado por las nubes, tal el héroe, en fuerza
de los repetidos golpes que descarga con una y otra mano, acosa y abruma a
Dares. Entonces el caudillo Eneas, no consintiendo que fuesen más allá las iras
y que Entelo se ensañe más en su contrario, puso fin a la pelea y arrancó de
ella al fatigado Dares, consolándole con estos bondadosos términos: "¡Infeliz!
¿Qué locura se ha apoderado de tu ánimo? ¿No conoces que las fuerzas de tu rival
son más que humanas, y que los dioses se te han vuelto contrarios? Ríndete a un
dios. Dijo, y mandó cesar el combate,"con lo que algunos fieles amigos llevan a
las naves a Dares, que iba arrastrando las dolientes rodillas, bamboleándosele
la cabeza y arrojando por la boca espesa sangre y mezclados con ella los
dientes; llamados por Eneas, reciben el yelmo y la espada, quedando para Entelo
la palma y el novillo. Entonces el vencedor, lleno de arrogancia y ensoberbecido
con su toro, exclama: "Hijo de una diosa, y vosotros, ¡Oh Teucros! conoced a
Entelo y ved qué fuerzas tendría en mi juventud, y de qué muerte habéis liberado
a Dares." Dijo, y poniéndose delante del novillo, premio del combate, levantó en
alto la diestra, blandió y dejó caer los duros cestos entre ambos cuernos y le
deshizo y hundió los huesos del testuz, con lo que, exánime y trémulo,
desplomose el bruto en tierra. En seguida Entelo lanza del pecho estas palabras:
"Acepta ¡Oh Érix! esta víctima, más digna de ti, en vez de la muerte de Dares, y
con esta victoria depongo el cesto y renuncio a mi arte."
En seguida Eneas
invita a luchar con la veloz saeta a los que quieran hacerlo y presenta y
presenta premios; él mismo con su pujante mano levanta un mástil de la nave de
Seresto y ata en su elevado tope un cable, del que pende veloz paloma, que será
el blanco de las flechas. Acuden los guerreros y un casco de bronce recibe sus
nombres para echar las suertes; el primero que sale, saludado por benévolos
murmullos, es el de Hipocoonte, hijo de Hirtaco, al cual sigue Mnesteo, poco
antes vencedor en las regatas; Mnesteo, coronado de verde oliva. El tercero es
Euritión, hermano tuyo, ¡Oh clarísimo Pándaro, que recibido en otro tiempo el
mandado de romper una alianza, disparaste el primero un dardo en medio de los
Griegos! El último cuyo nombre salió de lo hondo del casco fue Acestes, que no
teme probar la suerte en aquellos ejercicios juveniles.
Tienden entonces los
guerreros a porfía con vigoroso esfuerzo los recogidos arcos y sacan las flechas
de las aljabas. La primera saeta, que es la del joven hijo de Hirtaco, bate y
hiende las veloces auras a impulso del rechinante nervio, y va a clavarse en el
mástil que tiene delante; retiembla el palo, aletea la paloma asustada y en todo
el ámbito resuenan grandes aplausos. Adelántase en seguida el impetuoso Mnesteo,
tendido el arco, apuntando a lo alto y dirigiendo al mismo punto el ojo y la
flecha, pero tuvo la desgracia de no tocar con ella al ave misma, y sólo rompió
la cuerda de que pendía, atada por un pie, con lo que se echó a volar por los
aires, perdiéndose entre las negras nubes. Rápido entonces Euritión, que ya
tenía pronta la flecha en el preparado arco, invocó a su hermano, habiendo
divisado a la paloma, que jubilosa batía las alas por el vacío éter, y la
traspasa la opaca nube. Exánime cayó el ave, dejando la vida en los etéreos
astros y trayendo clavada en su cuerpo la saeta. Sólo quedaba Acestes y ya todas
las palmas estaban ganadas; mas, sin embargo, disparó su dardo a la región
aérea, ostentando su antigua pericia y su resonante arco, cuando he aquí que se
aparece un súbito prodigio, de terrible agüero para lo futuro; un gran suceso lo
demostró después, suceso que los aterradores vates anunciaron con tardías
predicciones. Fue el caso que la voladora caña ardió en las puras nubes, dejando
un rastro de fuego, y consumida se perdió entre las tenues auras, semejante a
aquellas estrellas que vagan por el cielo arrastrando en pos de sí una larga
cabellera. Suspensos quedaron Sicilianos y Teucros e invocaron e invocaron a los
dioses; el grande Eneas acepta el presagio, y abrazando al alegre Acestes, le
colma de regalos y exclama: "Toma ¡Oh padre! pues el poderoso rey del Olimpo ha
querido con esos auspicios reservarte un premio extraordinario; el mismo anciano
Anquises te ofrece por mi mano esta copa cincelada con figuras, que el tracio
Ciseo dio en otro tiempo a mi padre como singular obsequio, monumento y prenda
juntamente con su entrañable amistad." Dicho esto, le ciñe las sienes con verde
laurel, proclaman a Acestes el primer vencedor, y el buen Euritión vio sin
envidia aquella preferencia, aunque él era el que había hecho caer del aire la
paloma. Llegó a recibir el premio inmediato el que había roto la cuerda, y diose
el último al que clavó su veloz flecha en el mástil.
Aún no concluido el
certamen, llama el caudillo Eneas a Epitides, ayo y compañero del niño Iulo, y
así le dice en confianza al oído: "Ve y di a Ascanio que si tiene ya apercibido
su escuadrón de muchachos y dispuesta la carrera de caballos, se presente armado
y los conduzca a la sepultura de su abuelo." Manda Eneas despejar la muchedumbre
que anda desparramada por el circo, y que quede libre el campo. Avanzan los
muchachos en sus caballos vistosamente enjaezados y desfilan en buen orden a la
vista de sus padres, entre los aplausos entusiastas de los jóvenes Teucros y
Sicilianos. Todos ostentan al uso sujeto el caballo con una guirnalda de ramas,
todos llevan dos jabalinas de cerezo silvestre con punta de hierro; a unos les
penden del hombro ligeras aljabas, una flexible cadena de oro labrado les ciñe
el cuello, cayendo sobre el pecho. Van divididos en tres compañías, cada una de
doce muchachos, y al mando de tres capitanes de su misma edad, escarcean en
vistoso alarde. Una de ellas va ufana a las órdenes del niño Príamo, heredero
del nombre de su abuelo, e hijo tuyo, ¡Oh Polites! raíz preclara de larga
descendencia ítala, montado en un caballo tracio de dos colores manchado de
blanco; blancos son sus pies delanteros y blanca también su erguida frente. El
segundo capitán es Atis, de quien traen origen los Atios latinos, el tierno
Atis, niño querido del niño Iulo. El último y el más hermoso de todos en Iulo,
que va jinete en un caballo sidonio regalo de la hermosa Dido, recuerdo y prenda
de su ternura; los demás cabalgaban en caballos sicilianos del viejo Acestes...
Saludan con aplauso los Troyanos a la tímida turba y se deleitan en mirarlos y
reconocer en ellos los rostros de sus antiguos progenitores. Luego que
recorrieron alegres en sus caballos todo el ámbito del circo para que los
contemplaran los suyos, Epítides, al verlos ya dispuestos, dio la señal con la
voz y chasqueó su látigo, con lo que partieron todos de frente a la carrera, se
dividieron luego en tres bandas, y de nuevo volvieron a la voz de sus jefes,
como si fueran a acometerse con las jabalinas. En seguida emprenden nuevas
carreras y contracarreras, y se confunden y revuelven en encontrados giros,
simulando un combate, y unas veces huyen, otras se embisten y escaramuzan, y
otras, en fin, marchan juntos como si hubieran ajustado paces. Cual en otro
tiempo, dicen, el laberinto de la monstruosa Creta, con sus mil oscuros e
insidiosos recodos, formaba una intrincada madeja, en que todos se perdían
irremisiblemente, tal los hijos de los Teucros cruzan y borran los rastros de
sus caballos en la carrera, entretejiendo en sus juegos la fuga y la batalla,
semejantes a los delfines cuando retozan en las olas nadando por los mares de
Carpacia y de la Libia... Ascanio fue el primero que renovó esta costumbre,
estas carreras y estos juegos cuando cercó de murallas a Alba Longa y enseñó a
los antiguos Latinos a celebrarlos de la propia manera que, en su infancia, los
había celebrado con él la juventud troyana. Los Albanos se los enseñaron a sus
hijos; de ellos los recibió después la gran Roma y los conservó en honor de sus
ascendientes, y aún hoy a esos escarceos se da el nombre de Troya, y los
muchachos que en ellos toman parte se llaman el escuadrón troyano.
Aquí
llegaban las fiestas celebradas en honor del augusto padre de Eneas, cuando se
trocó la fortuna de favorable en adversa a los Troyanos. Mientras de aquella
suerte solemnizaban con variados juegos las honras al sepulcro de Anquises,
envió a Iris desde el cielo hacia la armada troyana, impulsando su vuelo por los
aires, Juno, hija de Saturno, revolviendo en su mente mil pensamientos y no
saciado aún su antiguo rencor. Acelerando la carrera por su arco de mil colores,
desciende corriendo la virgen, sin ser de nadie vista, por aquel rápido camino.
Descubren primero un gran gentío, registra las playas y ve los puertos desiertos
y la escuadra abandonada: sólo las mujeres troyanas, retiradas a lo lejos en la
solitaria ribera, lloraban la pérdida de Anquises, y todas contemplaban con
llanto el profundo mar. "¡Ah, después de tantas fatigas, aun tenemos que surcar
tantos mares!", exclamaban todas, y todas a una voz claman por una ciudad: ya no
pueden con los trabajos del mar. Hábil en fraudes, Iris se desliza en medio de
ellas, y deponiendo el rostro y el traje de diosa, se convierte en Béroe, la
anciana esposa de Doriclo de Ismaro, mujer de alto linaje, que en otro tiempo
había tenido gran nombre y muchos hijos. Mezclada, pues, con las matronas
troyanas. "¡Oh desdichadas, dice, las que no arrastró a la muerte el ejército
friego durante la guerra, bajo las murallas de la patria! ¡Oh desventurada
nación! ¿A qué fin te reserva la fortuna? ¡Ya va a cumplirse el séptimo estío
desde la destrucción de Troya, y en tanto tiempo, cuántas mares hemos recorrido,
cuántas tierras, cuántas playas inhospitalarias, cuántos climas; siempre
juguetes de las olas, siempre en pos de esa Italia, que huye delante de
nosotros! Aquí reinó Erix, hermano de Eneas; aquí Acestes nos da hospitalidad.
¿Quién nos impide levantar aquí murallas y fundar un pueblo? ¡Oh patria, oh
penates arrancados al enemigo! ¿Jamás murallas algunas llevarán ya el nombre de
Troya? ¿No veré ya en ninguna parte los ríos de Héctor, el Janto y el Simois?
Mas ¿Qué digo? manos a la obra y prended fuego conmigo a esas infaustas naves.
Esta noche, se me ha aparecido en sueños la profetisa Casandra, dándome unas
teas encendidas y diciéndome: Buscad aquí a Troya; aquí está vuestra morada. Ea,
no haya dilación después de tantos prodigios. Aquí tenemos cuatro altares de
Neptuno; el mismo dios nos suministra teas y aliento." Esto diciendo, ase con
ímpetu la primera el fuego enemigo, lo blande en la alzada diestra, haciéndole
chispear en los aires, y lo arroja a las naves. Suspensas quedaron y
estupefactas las Troyanas, cuando he aquí que una de ellas, la de más edad,
Pirgo, regia nodriza de tantos hijos de Príamo, "Matronas, exclama, esa no es
Béroe, esa no es la esposa de Dorinclo, nacida en el cabo Reteo; observad esas
señales de un esplendor divino, esos ojos encendidos, ese espíritu que la anima,
ese rostro, este sonido de voz, ese porte. Yo misma dejé hace poco a Béroe
enferma, lamentándose de ser la única en no tributar a Anquises los merecidos
honores." Dudosas las matronas al principio, contemplan las naves con siniestros
ojos, indecisas entre el insensato amor del suelo que pisan y los reinos a que
las llaman los hados, cuando se alzó por los aires la diosa batiendo las alas, y
trazó en su fuga un grande arco bajo las nubes. Atónitas entonces a la vista de
tal prodigio y ebrias de furor, prorrumpen en unánimes clamores y arrebatan el
sagrado fuego destinado a los sacrificios; unas despojan los altares y lanzan
juntamente a la lumbre hojas, ramas y teas; cual desbocado corcel, hierve el
incendio por el centro de las naves y devora los bancos, los remos y las
pintadas popas de abeto. Eumelo lleva al sepulcro de Anquises y al anfiteatro la
nueva del incendio de las naves, y todos en efecto, ven revolotear chispas por
los aires entre negras humaredas. Ascanio el primero, con el mismo alegre ardor
con que iba conduciendo las carreras ecuestres, se dirige impetuosamente al
desordenado campamento, y rendidos sus ayos no pueden detenerle. "¿Qué nuevo
furor es este? ¿A qué aspiráis, qué hacéis, ah desventuradas mujeres? exclama.
No, al enemigo, no a los reales argivos prendéis fuego, sino a vuestras propias
esperanzas. ¡Vedme aquí, ved a vuestro Ascanio!; y arrojó a sus pies el yelmo
con que poco antes se divertía"en simulacros guerreros. Acuden al mismo tiempo
precipitadamente Eneas y todos los Troyanos, con lo que despavoridas las
mujeres, se dispersan por toda las playa y van a esconderse en las selvas y
entre las huecas peñas, arrepentidas de su obra y pesarosas de ver la luz del
día; convertidas a mejores sentimientos, reconocen a los suyo y sacuden de su
espíritu las sugestiones de Juno. Pero en tanto las llamas nada pierden de su
indomable violencia; bajo el húmedo roble viven atizadas por la estopa, que
vomita densas humaredas; un pesado vapor devora las quillas, y la plaga penetra
en todo el cuerpo de las naves; nada pueden, ni los esfuerzos de los héroes, ni
los raudales derramados. Entonces el piadoso Eneas rasga su túnica, se la
arranca de los hombros, implora el auxilio de los dioses, y tendiendo a ellos
las palmas, "Júpiter, omnipotente, exclama, si no aborreces a los Troyanos hasta
al último, si tu antigua clemencia tiene en algo las miserias humanas, liberta
nuestra armada de las llamas, ¡Oh padre! y arranca a la destrucción las flacas
reliquias de los Teucros, o si lo merezco, lanza sobre ellas y sobre mí tu
enemigo rayo y anonádanos aquí mismo con tu diestra." Apenas había pronunciado
estas palabras, cuando estalla con desusada furia una negra tempestad,
acompañada de torrentes de lluvia, y en montes y llanos retumba el trueno; todo
el éter se desata en impetuoso y turbio aguacero, que ennegrecen recios
vendavales. Las naves se llenan de agua y rebosan; humedécense los robles medio
abrasados hasta apagarse el fuego, y todas las galeras, perdidas sólo cuatro, se
salvan del incendio.
En tanto el caudillo Eneas, quebrantado por aquel acerbo
caso, revolvía en su espíritu mil graves cuidados, indeciso entre quedarse en
los campos de Sicilia, olvidando sus altos destinos, o dirigirse a las costas
italianas, cuando el viejo Nautes, a quien instruyó la tritonia Palas e hizo
insigne sobre todos en su divino arte, le habló así, explicándole lo que
presagiaba la terrible ira de los dioses y lo que exigía al mismo tiempo el
orden de los hados, consolándole de esta manera: "Hijo de una diosa, suframos
resignados los vaivenes de la suerte; sea cual fuere, forzoso es vencerla con
paciencia. El dardanio Acestes, descendiente, como tú, de una estirpe divina, es
todo tuyo; consulta con él y ponle de tu parte. Confíale el sobrante de los
tuyos, por efecto de las naves que has pedido, y los que ya están cansados de tu
laboriosa empresa; elige para esto los ancianos, las matronas vencidas de los
afanes del mar, y toda la gente inválida y temerosa de los peligros, y consiente
que después de tantas fatigas se edifique en esa tierra una ciudad, a la que,
con permiso de Acestes, pondrán por nombre Acesta."
Inflamado con estas
razones de su anciano amigo, siente empero Eneas su ánimo combatido de graves
cuidados. En tanto la negra noche, arrastrada en su carro de dos caballos,
recorría el firmamento, cuando se le apareció de pronto la imagen de su padre
Anquises, deslizándose del cielo y hablándole de esta manera: "¡Oh hijo mío, más
caro para mí en otro tiempo que la vida, cuando aun la vida animaba mi cuerpo!
¡Oh hijo mío, tan duramente probado por los destinos de Ilión! Aquí vengo por
mandato de Júpiter, que apartó de tu armada el incendio y al fin se ha apiadado
de ti desde el alto cielo. Obedece los excelentes consejos que te da el anciano
Nautes: lleva a Italia la flor de tus guerreros, los corazones más esforzados,
pues tienes que debelar en el Lacio a una gente inculta y brava; mas antes
desciende a las moradas infernales de Dite, y penetrando en el profundo Averno,
ve, hijo, a buscarme, porque no moro en el impío Tártaro, mansión de las tristes
sombras, sino en el ameno recinto de los piadosos, en los Campos Elíseos. Allí
te conducirá la casta Sibila después que hayas ofrecido un abundante sacrificio
de negras víctimas; entonces conocerás toda tu descendencia y qué ciudades te
están destinadas. Y ahora, adiós; ya la húmeda noche gira en mitad de su carrera
y el cruel Oriente sopla sobre mí el fatigoso aliento de sus caballos."Dijo, y
se desvaneció como el huno en las sutiles auras. Y Eneas, "¿Adónde te
precipitas? ¿Por qué te ocultas? ¿De quién huyes, o qué te aparta de mis
brazos?" Esto diciendo, atiza las cenizas y la medio apagada lumbre, y
suplicante ofrece la sagrada harina y una cazoleta llena de incienso a los lares
de Pérgamo, en el santuario de la cándida Vesta.
Al punto convoca a sus
compañeros, y ante todos a Acestes, y les comunica la suprema voluntad de
Júpiter, los preceptos de su amado padre y la resolución que ya él también ha
tomado. Todos aprueban y a todo asiente Acestes. Desígnanse y se colocan aparte
las matronas destinadas a la nueva ciudad y todos los que consienten en quedarse
también, ánimos nada codiciosos de gloria. Los demás renuevan los bancos de las
naves, reemplazan los mástiles consumidos por las llamas y adaptan remos
jarcias; pocos son en número, pero gente valerosa a toda prueba. Entre tanto
Eneas traza con un arado el ámbito de la ciudad, sortea los solares de las
casas, y dispone que allí esté Ilión; que estos sitios sean Troya. El troyano
Acestes se regocija a la idea del nuevo reino, y designa el recinto que ha de
ocupar el foro y dicta leyes a su futuro senado; en seguida se erige a Venus
Idalia un templo cercano a los astros, en la cumbre del Erix, y se destinan al
sepulcro de Anquises un sacerdote y un extenso bosque sagrado. Ya se habían
empleado nueve días en festines, ofrendas y sacrificios en los altares: plácidos
los vientos, rizaban apenas la superficie del mar, y el austro, soplando con
frecuencia, convida a los Troyanos a dar de nuevo la vela. Grandes gemidos y
llantos se alzan entonces en las corvas playas, y día y noche largos abrazos
demoran el momento de la partida. Ya las mismas matronas, ya aun los mismos a
quienes antes amedrentaba el aspecto del mar, y hasta sólo su nombre se hacía
intolerable, quieren partir también y arrostrar todos los trabajos de la fuga.
El bondadoso Eneas los consuela con palabras amigas y los recomienda llorando a
su pariente Acestes; luego manda inmolar tres becerros a Erix y una cordera a
las Tempestades, y que todas las naves por su orden desaten los cables, mientras
que él, ceñida la frente de una corona de hojas de olivo, en pie sobre la proa
de su nave, con una copa en la mano, arroja a las saladas olas las entrañas de
las víctimas y el vino de las libaciones. Un viento de popa impele las naves;
los remeros baten el mar a porfía y barren las líquidas llanuras.
Entre
tanto Venus, devorada por tristes cuidados, se dirige a Neptuno y exhala de su
pecho estas quejas: "La terrible ira de Juno y su inexorable corazón me obligan
¡Oh Neptuno! a rebajarme a todo linaje de súplicas. Ni el tiempo ni la más
acendrada piedad bastan a aplacarla; ni se doblega a la soberana voluntad de
Júpiter ni a la fuerza de los hados. No le basta haber borrado de la haz de la
tierra con sus nefandos odios la ciudad de los Frigios; ni arrastrar sus tristes
reliquias por toda suerte de calamidades; todavía persigue las cenizas y los
huesos de la destruida Troya. ¡Ella se sabrá las causas de tanto furor! Tú me
eres testigo de la gran borrasca que recientemente suscitó de súbito en las olas
africanas, mezclando el cielo y el mar, contando, aunque en vano, con las
tempestades de Eolo: a tanto se atrevió en tu propio reino... ¡Oh maldad! Y he
aquí que además, valiéndose del criminal furor infundido por ella en las
matronas troyanas, ha incendiado las naves de Eneas y obligándole una parte de
su armada a abandonar a sus compañeros en tierra desconocida. Dígnate, yo te lo
ruego, dígnate conceder a los demás una navegación feliz y que arriben al
laurentino Tíber, si te pido cosas concedidas por la suerte, y si en efecto las
Parcas les reservan aquellas murallas."
Así respondió el hijo de Saturno, el
domador de los profundos mares: "Justo es, Citerea, que confíes en mis reinos,
de donde traes tu origen, y a la verdad que yo lo merezco también; yo, que
tantas veces he reprimido los furores del mar y la cólera del cielo conjurado
contra Eneas, y que no he velado menos sobre él en la tierra, testigos el Janto
y el Simois. Cuando Aquiles, persiguiendo a los desalentados escuadrones
troyanos, los impelía contra las murallas, inmolando millares de guerreros, y
gemían los ríos atestados de cadáveres, y el Janto no podía abrirse camino para
correr al mar, yo arrebaté en una hueca nave a Eneas, empeñado en lid con el
fuerte hijo de Peleo, protegido por su mayor pujanza y por el favor de los
dioses, y eso que yo hubiera deseado derribar hasta en sus cimientos los muros
de la perjura Troya, labrados por mis manos. Todavía persevero en los mismos
sentimientos con respecto a tu hijo: ahuyenta todo temor. Llegará seguro, como
deseas, al puerto del Averno: sólo llorará a uno de los suyos, perdido en los
abismos del mar; una sola vida se sacrificará por el bien de muchos..."
Luego que hubo sosegado con estas palabras el corazón de la diosa, unció Neptuno
con arreos de oro sus fogosos caballos, púsoles espumosos frenos y les soltó las
riendas. Vuela ligero por la superficie del piélago en su cerúleo carro,
humíllanse las olas, la turgente superficie se allana bajo el tonante eje, y
huyen del cielo las nubes. Acuden a rodearle varios monstruos que forman su
comitiva, las inmensas ballenas, el antiguo coro de Glauco, Palemón hijo de
Inoo, los rápidos tritones y todo el ejército de Forco; a su izquierda van Tetis
y Melite y la virgen Paponea, Nesee, Espio, Talía y Cimodoce.
Halagüeñas
ideas penetran entonces en la indecisa mente del caudillo Eneas, el cual manda
levantar al punto todos los mástiles y desplegar las velas en las entenas. Todos
a una emprenden la maniobra, izan a la vez las lonas a derecha e izquierda, y
tuercen y retuercen los elevados cabos de las vegas; prósperas brisas impelen la
armada. Palinuro, al frente de las naves, dirige la compacta multitud: las demás
tienen orden de seguir la suya. Ya la húmeda noche había casi llegado a la mitad
de su carrera, y los marineros, tendidos bajos los remos en los duros bancos,
relajaban sus miembros, entregados a un plácido reposo, cuando el leve Sueño,
deslizándose de los etéreos astros, hiende el tenebroso espacio y ahuyenta las
sombras, buscándote ¡Oh Palinuro! y trayéndote, sin culpa tuya, tristes
visiones. Bajo la figura de Forbas toma asiento a su lado el dios en la alta
popa y le habla de esta manera: "Palinuro, hijo de Iasio, observa cómo las olas
por sí mismas conducen la armada; serenos soplan los vientos; esta es la hora de
descansar; inclina la cabeza y sustrae al trabajo los fatigados ojos. Yo te
reemplazaré por un rato. Alzando a duras penas los ojos, le contesta
Palinuro:"¿Quieres que ignore lo que es la mar en bonanza y lo que son las olas
apacibles? ¿Qué me fíe de ese monstruo? ¿Qué entregue la suerte de Eneas a los
falaces vientos, después de haberme engañado tantas veces las insidias de un
cielo sereno?" Esto diciendo, álzase con toda su fuerza y no soltaba ni un
momento el timón ni apartaba los ojos de los astros, cuando he aquí que el dios
le sacude sobre una y otra sien un ramo empapado en las aguas del Leteo y en el
que había infundido la laguna Estigia invencible sopor, con lo que, a pesar de
sus esfuerzos, le inunda de sueño los ojos. Apenas un inesperado letargo empezó
a apoderarse de sus miembros, reclinose el dios sobre él y le precipitó en las
líquidas olas, arrastrando en su caída una parte de la popa y el timón y
llamando en vano repetidas veces a sus compañeros, mientras el dios alado se
remontó volando por las sutiles auras. En tanto la armada sigue su rumbo seguro
por el mar, cual si nada hubiera sucedido, confiada en las promesas del padre
Neptuno; ya había llegado a los escollos de las Sirenas, terribles en otro
tiempo, y blanqueados con los huesos de tantos náufragos, y los roncos peñascos
retumbaban a lo lejos bajo los continuos embates del mar, cuando advirtió Eneas
que su nave iba errante a merced de las olas, perdido el piloto; con lo que
empezó a regirla por sí mismo en medio de las tinieblas, lanzando hondos gemidos
y gravemente quebrantado su ánimo con el desastre de su amigo. "¡Oh Palinuro!
exclamó, por tu demasiada confianza en la serenidad del cielo y del mar, vas a
yacer insepulto en ignorada arena!"
LIBRO VI
[Llegada de Eneas a la costa de Italia; se encamina a la
cueva de la Sibila, y oído su oráculo, implora de ella que lo conduzca a las
mansiones infernales para ver a su padre Anquises.—Respuesta de la
Sibila.—Encuentra Eneas el cadáver de Miseno, al cual da sepultura; descubre el
ramo de oro que debía ofrecer a Proserpina, y, acompañado de la Sibila, baja a
los infiernos.—Encuéntrase a su entrada con la sombra de Palinuro, que le
refiere la historia de su muerte y le pide sepultura. Prosiguiendo su camino,
llegan a la laguna Estigia, que cruzan en la barca de Caronte, adormece la
Sibila al Cancerbero con una torta de miel y adormideras y llegan a los
Campos llorosos, donde se encuentran a Dido, a una multitud de guerreros
muertos en la guerra de Troya, y entre ellos a Deífobo, que refiere a Eneas su
lamentable historia.— Descripción del Tártaro, donde padecen horribles tormentos
los grandes criminales.—Pintura de los Campos Elíseos, morada de los héroes y de
los grandes bienhechores de la humanidad; en ellos encuentra Eneas a su padre
Anquises, el cual le explica el origen del mundo, los misterios de la otra vida
y le revela los altos destinos reservados a sus descendientes.—Elogio admirable
del joven Marcelo, yerno de Augusto.—Sale Eneas de los infiernos por la puerta
de marfil.]
1. Así dice entre lágrimas y da rienda suelta a la flota
2. y finalmente se desliza desde Cumas hacia las playas eubeas.
3. Vuelven las proas de cara al mar; entonces con su diente tenaz
4. las naves sujetaban el ancla y las corvas popas
5. cubren la ribera. El tropel de jóvenes bulle ardiente
6. a la playa de Hesperia; una parte busca semillas de la llama
7. oculta en las venas del sílex, otra parte se adentra
8. en los bosques, densa morada de las fieras y muestra de los ríos encontrados.
9. Sin embargo, el piadoso Eneas busca la alta cumbre
10. en la que preside Apolo y la enorme cueva lejana y secreta
11. de la horrenda Sibila, a quien el adivino Delio le inspira
12. la gran mente y el ánimo y les descubre el futuro.
13. Ya ascienden los bosques de Trivia y los áureos techos.
14. Dédalo, según es la fama, huyendo de los reinos de Minos
15. se atrevió a lanzarse al cielo con sus veloces alas
16. por un camino no usado y escapó hacia las gélidas Osas,
17. y suave finalmente se posó sobre la roca Calcídica.
18. Tan pronto como hubo regresado a estas tierras te consagró, Febo,
19. Los remos de sus alas y te alzó un enorme templo.
20. En sus puertas están la muerte de Andrógeo; entonces las Cecrópidas
21. Obligados a entregar todos los años (¡Qué desgracia!) en castigo
22. los siete cuerpos de sus hijos; se encuentra allí la urna con las suertes echadas.
23. La tierra Cnosia corresponde enfrente asomada en el mar:
24. aquí el cruel amor del toro y unida a él a escondidas
25. Pasífone, y el linaje mezclado y la prole biforme
26. ahí está el Minotauro, recuerdos de una Venus infame;
27. aquí aquel laborioso hogar y error intrincado;
28. pero en efecto, compadecido del gran amor de tu reina
29. el propio Dédalo le resuelve las trampas del edificio y sus idas y venidas,
30. guiando con el hilo sus ciegos pasos. Tú también
31. tendrías una gran parte en tan gran obra, Ícaro, si el dolor lo hubiera permitido.
32. Había intentado dos veces de cincelar en oro tu caída,
33. las dos veces los remos del padre cayeron. Todo, punto por punto,
34. lo habrían recorrido con los ojos, si Acates, enviado por delante,
35. no hubiera vuelto ya y a la vez la sacerdotisa de Febo y Trivia,
36. Deífobe, la hija de Glauco, que le dice tales cosas al rey:
37. “Éste no es momento para ti de mirar esas escenas;
38. ahora sería mejor sacrificar siete novillos de un rebaño intacto,
39. y otras tantas ovejas escogidas según la costumbre.”
40. Con tales palabras se dirigió a Eneas (y los hombres
41. no demoran las sagradas órdenes) y la sacerdotisa convoca a los teucros al alto templo.
42. El inmenso flanco de la roca eubea está excavado en forma de caverna
43. al que conducen cien amplias puertas, cien bocas,
44. de donde salen otras tantas voces, respuestas de la Sibila.
45. Había llegado al umbral cuando la virgen dice: “Es el momento
46. de pedir tus hados; ¡El dios, mira, el dios!” Ésta, mientras decía tales cosas
47. ante las puertas, de pronto, ni su rostro, ni el color,
48. ni su compuesta cabellera permanecen iguales; sino que su pecho anhelante
49. y su corazón se hinchan de fiera rabia, parecía más grande
50. y no sonaba como una mortal, pues estaba inspirada por el
51. numen del dios, ya más cerca. “¿Te retrasas en promesas y plegarias,
52. troyano Eneas?” Dijo “¿Te retrasas? Y en efecto antes no se abrirá
53. las grandes puertas de esta atónita casa.” Y tras decir tales cosas
54. se quedó callada. Un gélido temblor recorrió a los teucros
55. por sus duros huesos, y el rey difunde plegarias desde lo profundo de su pecho:
56. “Febo, que siempre te apiadaste de los graves sufrimientos de Troya,
57. que dirigiste los dardos dardanios y la mano de Paris
58. contra el cuerpo del Eácida, he cruzado tantos mares
59. que circundan grandes tierras y hasta los
60. apartados pueblos de los Masilos y los campos tendidos delante de las Sirtes:
61. Ya hemos atrapado al fin las huidizas costas de Italia.
62. ¡Ojalá nos haya seguido la fortuna de Troya sólo hasta aquí!
63. Es justo que vosotros también perdonéis ya al linaje de Pérgamo,
64. todos los dioses y diosas, a los que les estorbó Ilión y la
65. ingente gloria de Dardania. Y tú, santísima adivina,
66. conocedora del porvenir, concédeme (no pido
67. reinos indebidos a mis hados) asentar a los teucros en el Lacio
68. y a los dioses errantes y los agitados númenes de Troya.
69. Entonces consagraré a Febo y a Trivia un templo
70. de sólido mármol y unas fiestas con el nombre de Febo.
71. También a ti te aguardan grandes santuarios en mis reinos:
72. pues yo aquí depositaré tus suertes y los arcanos destinos
73. dictados a mi pueblo, y te consagraré, madre (nutricia)
74. varones escogidos. No confíes tus augurios sólo a las hojas,
75. que no vuelen revueltas como juguetes en los rápidos vientos;
76. tú misma cántalos, te lo ruego.” Y su boca terminó de hablar.
77. Sin embargo sin someterse aún la adivina de Febo
78. vaga como una bacante, terrible, por la curva, por si puede sacudirse
79. al dios de su pecho; y aquél tanto más fatiga
80. su boca rabiosa, domando su fiero corazón, y lo moldea oprimiéndolo.
81. Y ya se han abierto las cien enormes puertas
82. por su cuenta y llevan las respuestas de la adivina a través de las brisas:
83. “Tú, que finalmente tras haber superado los grandes peligros en el mar
84. (aunque te aguarden en tierra más graves), los Dardánidas
85. llegarán a los reinos lavinios (saca esta preocupación de tu pecho),
86. pero también no querrán haber llegado. Guerras, horrendas guerras
87. estoy viendo y al Tíber espumante con mucha sangre.
88. No te faltarán ni un Simunte ni un Janto ni el campamento dorio;
89. ya ha surgido en el Lacio otro Aquiles,
90. nacido éste también de una diosa; ni faltará Juno
91. siempre en contra de los teucros, cuando tú suplicante en las desgracias
92. ¡A qué pueblos o qué ciudades de Italia no habías orado!
93. La causa de tan gran mal será de nuevo la esposa huésped de los teucros
94. y de nuevo unos lechos extranjeros.
95. No cedas tú a estos males, sino que ve más audaz en su contra,
96. por donde te lo permita tu Fortuna. El primer camino de tu salvación
97. (lo que mínimamente creerías) se te abrirá por una ciudad griega.”
98. Con tales palabras la Sibila de Cumas vaticina desde el templo
99. horrendos enigmas y resuena en la cueva,
100. envolviendo la verdad en oscuridades: Apolo sacude
101. las riendas de su locura y aguija los estímulos bajo su pecho.
102. Tan pronto como el furor cesó y se apacigua su rabiosa boca,
103. comienza el héroe Eneas: “Ninguna labor,
104. virgen, se me alza con apariencia nueva o inesperada;
105. todo lo he probado y recorrido antes con mi ánimo.
106. Sólo esto te pido: como se dice que aquí se encuentra la puerta
107. del rey infernal y la tenebrosa laguna en que refluye el Aqueronte,
108. poder llegar a la vista de mi querido padre y que pueda tocar
109. su rostro; que me enseñes el camino y me abras las puertas sagradas.
110. Yo a través de las llamas y mil dardos que le seguían,
111. lo rescaté sobre mis hombros y lo libré de en medio del enemigo;
112. aquél, siguiendo mi camino, soportaba conmigo
113. todos los mares y todas las amenazas del piélago y el cielo,
114. sin aliento, más allá de sus fuerzas y la suerte de su senectud (edad).
115. Y es más, que él mismo me pedirá que yo suplicante, acudiera a ti y a tus umbrales,
116. él mismo en sus ruegos me lo ordenaba. Te ruego que
117. te apiades del hijo y del padre, alentadora (pues tú lo puedes todo,
118. y no en vano Hécate te encargó de los bosques del Averno),
119. si Orfeo pudo rescatar los manes de su esposa
120. valiéndose de la citara tracia y sus cánoras cuerdas,
121. si Pólux recobró a su hermano con una muerte alterna
122. y anda y desanda tantas veces ese camino. ¿A qué, Teseo, a qué
123. recordaré al gran Alcides? También mi linaje procede del supremo Júpiter”
124. Con tales palabras oraba y abrazaba los altares,
125. cuando así comenzó a hablar la adivina: “Nacido de sangre de dioses,
126. troyano Anquisíada, el descenso al Averno es fácil:
127. de noche y de día está abierta la puerta del negro Dite;
128. pero devolver los pasos y evadir las altas brisas,
129. ese trabajo , aquí está la dificultad. Unos pocos a los que amó el justo
130. Júpiter o su ardiente valor los alzó hacia el éter,
131. lo consiguieron, hijos de dioses. En medio del camino todo lo ocupan los bosques
132. y el Cocito lo rodea cayendo con su negro cauce.
133. Pero si es tan grande el amor de tu mente, si es tan grande tu deseo
134. de cruzar dos veces los lagos Estigios, de ver dos veces los oscuros
135. Tártaros, y te agrada emprender una labor insana,
136. escucha antes lo que has de hacer. En un árbol opaco se esconde
137. la rama de oro en las hojas y en el flexible tallo,
138. que se dice que está consagrado a Juno infernal; a ésta la cubre todo
139. el bosque y la encierran las sombras en oscuros valles.
140. Pero no se permite bajar a los secretos de la tierra
141. a nadie antes de que haya cortado los retoños del árbol de cabellos dorados.
142. La hermosa Proserpina decidió que se llevara este presente.
143. Cortado el primero brotaba otro al momento
144. de oro, y el tallo florece con el mismo metal.
145. Así que busca atentamente con tus ojos y cógela con tu mano
146. ritualmente cuando la encuentres; pues él te seguirá con gusto y fácilmente
147. si te llaman los hados; de otra forma no podrías vencer ni
148. con todas tus fuerzas ni arrancarla con duro hierro.
149. Además, el cuerpo de tu amigo yace exánime
150. (¡ay! lo desconoces) y con su funeral inficiona la flota entera,
151. mientras tú consultas los oráculos y permaneces suspenso en nuestro umbral.
152. Antes colócalo en su sepultura y escóndelo en el sepulcro.
153. Ofrece ovejas negras; sean estas las primeras ofrendas expiatorias.
154. Sólo así verás los bosques estigios y los reinos prohibidos
155. a los vivos.” Dijo y con los labios oprimidos enmudece.
156. Entristecido el rostro y bajando los ojos, Eneas
157. se adelanta dejando la cueva y da vueltas en su
158. ánimo los ciegos sucesos. Su fiel Acates
159. le acompaña y fija sus huellas con iguales preocupaciones.
160. Discurrían entre sí muchas cosas en una variada charla,
161. quién sería el compañero muerto, cuál el cuerpo que debía enterrarse
162. y qué decía la adivina. Y ellos ven en la seca playa,
163. cuando llegaron, a Miseno perecidos de una indigna muerte,
164. a Miseno el eólida, al que ningún otro aventajaba
165. en mover a los hombres con el bronce y encenderlos a Marte con su canto.
166. Éste había sido compañero del gran Héctor, junto a Héctor
167. salía al combate tan diestro manejando su trompeta como su lanza.
168. Después de que fue vencedor Aquiles, le robó la vida,
169. el héroe valerosísimo se había sumado a los compañeros
170. del dardanio Eneas, no inferior al que seguía.
171. Pero entonces, mientras por casualidad hace resonar el mar con su cóncava concha,
172. fuera de sí, y convoca al combate a los dioses con su canto,
173. lo sorprendió el émulo Tritón, si es digno de creerse,
174. y había sumergido al hombre entre las rocas en la espumosa ola.
175. Así que todos gemían con gran clamor a su alrededor,
176. y en especial el piadoso Eneas. Entonces, sin demora,
177. se apresuraron llorando a cumplir las órdenes de la Sibila y
178. luchan por levantar el ara del sepulcro con troncos y alzarla hacia el cielo.
179. Se adentran en un antiguo bosque, profundo escondrijo de fieras;
180. caen los pinos silvestres, resuena la encina con el golpe de las hachas
181. y rasgan troncos de fresno con cuñas y del hendidizo
182. roble, ruedan montes abajo los ingentes olmos.
183. Y Eneas en medio de tales trabajo anima el primero
184. a sus compañeros y se ciñe con iguales armas.
185. Y él mismo da vueltas a estas cosas en su triste corazón
186. observando el inmenso bosque, y así suplica por azar:
187. “¡Si ahora se nos mostrase aquel ramo de oro
188. en su árbol en este bosque tan grande! Pues ¡ay! todo cuanto
189. te dijo a adivina, Miseno, ha sido demasiado verdadero.”
190. Apenas había dicho esto, cuando por casualidad dos palomas
191. llegaron volando del cielo ante los propios ojos del hombre,
192. y se sentaron en el verde suelo. Entonces el máximo héroe
193. reconoce a las aves de su madre y feliz suplica:
194. “Sed mis guías, si hay algún camino, y dirigid mi rubo
195. por las brisas hacia los bosques donde la preciada rama
196. oscurece el pingüe suelo. Y tú, oh madre divina,
197. no me abandones en estos asuntos dudosos.” Tras haber hablado así detuvo sus pasos
198. observando qué señales les dan, y adónde deciden continuar.
199. Ellas picoteando avanzan volando tanto hasta el punto en
200. que podrían alcanzar los ojos de los que las siguen.
201. Después cuando llegaron a las fauces del Averno de pesado olor,
202. se elevan rápidas y deslizándose por el líquido aire
203. se posan en las sedes deseadas sobre un árbol doble,
204. desde donde refulgió el aura del oro de distinto color por entre las ramas.
205. Tal cual suele en los bosques con el frío invernal
206. reverdecer con nuevas hojas el muérdago, al que no alimenta su propio árbol,
207. y rodear los redondos troncos con su azafranado fruto,
208. tal era el aspecto de las hojas de oro en la opaca
209. encina, así iba restallando su lámina al suave viento.
210. Eneas al instante se lanza y ávido la arranca
211. aunque se resiste, y lo lleva bajo los techos de la adivina Sibila.
212. Y entretanto los teucros no lloraban menos en la playa
213. a Miseno y rendían los últimos honores a la ingrata ceniza.
214. Primero estructuraron una ingente pira pingüe de teas
215. y roble cortado, cuyos laterales entretejen
216. con negras hojas y levantan delante fúnebres
217. cipreses, y la adornan por encima con fulgentes armas.
218. Una parte prepara agua caliente y calderos borboteando por las llamas,
219. y lavan y ungen el helado cuerpo.
220. Se producen gemidos. Entonces colocan los llorados miembros sobre un lecho
221. y encima sus ropas purpúreas, sus conocidas ropas.
222. Otra parte se acercaron al gran féretro,
223. triste menester y vueltos de espaldas según la costumbre de los
224. padres le arrojan una antorcha encendida. Apiladas las ofrendas
225. las queman, el incienso, viandas y las crateras de vertido aceite.
226. Después de que se hubieron caído las cenizas y la llama descansó,
227. lavaron con vino las reliquias y la bebedora brasa,
228. y Corineo guardó los huesos recogidos en una urna de bronce.
229. Él mismo rodeó tres veces a sus compañeros con agua pura
230. esparciéndoles con leve rocío y con la rama del feliz olivo,
231. y purificó a los hombres y les dijo las ultimísimas palabras.
232. Sin embargo, el piadoso Eneas coloca encima un sepulcro de ingente
233. mole y las armas del hombre y su remo y su clarín
234. al pie de un monte aéreo que ahora se llama Miseno
235. por él y tiene a través d ellos siglos un nombre eterno.
236. Hecho esto, se apresura a cumplir los preceptos de la Sibila.
237. Había una profunda caverna imponente por su vasta boca,
238. rasposa, protegida de un lago negro y las tinieblas de los bosques,
239. sobre ella no podía tender impunemente el vuelo
240. con su alas ave alguna: tal era el hálito
241. que esparciéndose por sus oscuras fauces alzaba hacia la bóveda del cielo.
242. [Por eso los griegos designaron al lugar con el nombre de Aornos (sin pájaros).]
243. Aquí dispone primero cuatro novillos de negro lomo
244. y va vertiendo la sacerdotisa vino en sus frentes,
245. y cortando entre medio de las astas las puntas de las cerdas
246. las echa a los fuegos sagrados, primeras ofrendas,
247. invocando con su voz a Hécate, poderosa en el cielo y en el Érebo.
248. otros hincan los cuchillos por debajo y recogen
249. la tibia sangre en páteras. El propio Eneas hiere con su espada
250. a una cordera de negro vellocino en honor de la madre de las Euménides
251. y a su gran hermana, y para ti, Proserpina, una vaca estéril;
252. Entonces inaugura los altares nocturnos al rey estigio
253. y pone sobre las llamas las entrañas completas de los toros,
254. derramando sobre las ardientes entrañas un pingüe aceite.
255. De repente, a los umbrales del primer sol y el orto
256. el suelo comienza a mugir bajo sus pies y las cimas de los bosques
257. comenzaron a moverse, y les pareció ver a las perras aullar por la sombra
258. según se acercaba la diosa. “Lejos, quedaos lejos, profanos.”
259. exclama la adivina, “y alejaos del bosque entero;
260. y tú emprende el camino y saca el hierro de su vaina:
261. Ahora, Eneas, es necesario valor, ahora un ánimo firme.”
262. Sólo esto hubo dicho fuera de sí y se adentró por la abertura de la cueva;
263. él no tímido iguala con sus pasos a la guía que escapaba.
264. ¡Dioses a quienes pertenece el dominio de las almas y silenciosas sombras
265. y Caos y Flegetonte, callados lugares en la amplia noche,
266. séame permitido decir lo que oí, pueda con vuestro numen
267. revelar los secretos inmersos en la calígine y en la profunda tierra!
268. Iban oscuros a través de la sombra bajo la solitaria noche
269. y a través de las casas vacías de Dite y sus inanes reinos:
270. cual el camino bajo una luz maligna avanza con una luna incierta
271. en los bosques, cuando Júpiter ocultó el cielo
272. con la sombra, y la negra noche arrebató el color a las cosas.
273. Ante el propio vestíbulo y en las primeras fauces del Orco
274. el Luto y las Preocupaciones vengadoras colocaron sus cubiles,
275. y allí habitan los pálidos Morbos y la triste Senectud,
276. y el Miedo y el Hambre, mala consejera, y la torpe Pobreza,
277. figuras terribles de ver, y la Muerte y la Fatiga;
278. además el Sopor, consanguíneo de la Muerte y los malos Gozos
279. de la mente, y en el umbral contrario la mortífera Guerra,
280. y los lechos de hierro de las Euménides y la demente Discordia
281. enlazada su cabellera con cintas ensangrentadas de víboras.
282. En medio abre sus ramas y sus brazos añosos
283. un opaco olmo, gigante, en el que se dice que tienen su sede
284. los Sueños vanos, adheridos bajo todas sus hojas.
285. Y además, muchas visiones de variadas fieras moran allí,
286. los Centauros acampan en sus puertas y las biformes Escitas
287. y Briáreo el de cien brazos y la hidra de Lerna
288. de horrendo silbido, y la Quimera armada de llamas,
289. las Gorgonas y las Harpías y la figura de la sombra de tres cuerpos.
290. Entonces Eneas tembloroso por un terror repentino empuña el hierro
291. y ofrece su agudo filo a los que van llegando,
292. y si no le hubiera avisado su docta compañera de las tenues vidas
293. sin cuerpo que revoloteaban bajo la vacía apariencia de fantasmas,
294. se lanzaría contra ellas y cortaría en dos en vano con su hierro las sombras.
295. De allí parte el camino del Tártaro que lleva hacia las aguas del Aqueronte.
296. Aquí un remolino turbio por el cieno y de vasta vorágine
297. hiere y eructa toda la arena en el Cocito.
298. Un horrendo barquero guarda estas aguas y los ríos,
299. Caronte de terrible suciedad a quien una larga canicie
300. descuidada yace en su mentón, sus ojos están inmóviles con llamas,
301. y cuelga de sus hombros el manto sucio anudado.
302. Él mismo con su pértiga impulsa la barca y maneja las velas
303. y transporta a los muertos en esquife herrumbroso,
304. ya anciano, pero luce la vejez cruda y verde de un dios.
305. Hacia estas riberas corría esparcida toda la turba,
306. madres y esposos, cuerpos privados de vida
307. de magnánimos héroes, niños y niñas solteras,
308. y jóvenes tendidos en la pira ante el rosto de sus padres:
309. tantos como las hojas que en los bosques con el primer frío otoñal
310. caen desprendidas, o como tantas aves se amontonan
311. hacia tierra desde el alto mar, cuando la estación fría
312. las hace huir a través del mar y las envía a tierras soleadas.
313. Estaban de pie pidiendo ser las primeras en cruzar el río
314. y tendían las manos por el amor de la orilla opuesta.
315. Pero el triste barquero acoge ora a éstos ora a aquéllos,
316. sin embargo a otros los rechaza manteniéndolos lejos en la arena.
317. Así pues, Eneas sorprendido y perturbado por aquel tumulto
318. dice: “Dime, oh virgen, ¿qué quiere el tropel junto a la corriente?
319. ¿O qué buscan las almas? ¿Y con qué criterio unas
320. abandonan las riberas, y aquéllas barren las lívidas aguas con los remos?
321. Así le contestó brevemente la longeva sacerdotisa:
322. “Hijo de Anquises, verdadero descendiente de dioses,
323. estás viendo los profundos estanques del Cocito y la laguna Estigia,
324. por la que los dioses temen jurar y engañar su numen.
325. Todos esos que ves son una turba desvalida y sin sepultura;
326. El barquero es Caronte; éstos, a los que arrastra la marea, los sepultados.
327. No se permite cruzar las riberas horrendas ni las
328. concas corrientes antes de que sus huesos descansen en sus sedes.
329. Erran durante cien años y revolotean alrededor de estas playas;
330. sólo entonces son admitidos y llegan a ver los estanques deseados.”
331. El hijo de Anquises se detuvo y contuvo sus pasos
332. pensando en muchas cosas y lamentando en su ánimo su inicua suerte.
333. Allí distingue entristecidos y carentes del honor de la muerte
334. a Leucaspis y a Orontes, capitán de la flota licia,
335. a los que al mismo tiempo, navegando desde Troya por mares borrascosas,
336. abatió el Austro, envolviendo la nave y a los hombres en el agua.
337. Y he aquí que avanzaba hacia él el piloto Palinuro,
338. al que hacía poco en la travesía de Libia, mientras miraba las estrellas,
339. se había caído de la popa hundiéndose en medio de las olas.
340. Apenas lo reconoció afligido entre la densa sombra,
341. así el primero se dirige a él: “¿Quién de entre los dioses, Palinuro,
342. te arrebató de nosotros y te sumergió en medio del mar?
343. Vamos, dime. Pues a mí, Apolo, antes jamás encontrado mintiendo,
344. me ha engañado el ánimo con esta sola respuesta,
345. quien me profetizaba que saldrías incólume del ponto y llegarías
346. a las fronteras ausonias. Mira ¿estas promesas son fieles?
347. Aquél dijo a su vez: “Ni te ha fallado el trípode de Febo,
348. caudillo Anquisíada, ni un dios me sumergió en el mar.
349. Pues arrancando el timón con mucha fuerza y por casualidad,
350. entregando al cual, yo, su guardián, estaba adherido y regía el rumbo.
351. Lo arrastré conmigo al caerme. Juro por los encrespados mares
352. que no se apoderó de mí temor alguno tan grande por mí,
353. como por que tu nave desmantelada de armas, privada de piloto,
354. no sucumbiera ante las olas tan grandes que iban surgiendo.
355. El Noto me arrastró durante tres noches borrascosas por el inmenso mar,
356. impetuoso con el agua; apenas vi a la luz del cuarto día
357. Italia subido desde lo alto de una ola.
358. Poco a poco llegaba nadando hacia tierra; ya me hallaba a salvo,
359. si un pueblo cruel, bajo el peso de mi mojada ropa
360. y agarrando con las uñas de mis manos las ásperas cimas del monte
361. no me hubiera atacado con su hierro y no me hubiera considerado, ignorante, una presa.
362. Ahora me tiene el oleaje y los vientos me llevan en la orilla.
363. Por eso te pido, por la agradable luz del cielo y las brisas,
364. por tu padre, por la esperanza de Julo que crece,
365. líbrame, invicto, de estos males: o échame tierra
366. encima, pues puedes, y busca las puertas de Velia;
• tú, si hay algún medio, si alguno te muestra tu divina
367. madre (pues no creo que te prepares sin el numen de los
368. dioses a cruzar ríos tan grandes y la laguna Estigia),
369. dale tu diestra a un desgraciado y llévame contigo a través de las olas,
370. para que al menos descanse en la muerte en plácidas sedes.”
371. Tales cosas había dicho, cuando la adivina empieza tales palabras:
372. “¿De dónde, Palinuro, te viene este deseo tan desmedido?
373. ¿Vas a ver tú, sin enterrar, las aguas estigias y la
374. corriente severa de las Euménides, o acaso te acercarás a la orilla contra la ley?
375. Deja ya de esperar doblegar suplicando los hados de los dioses,
376. pero escucha y recuerda mis palabras, consuelo de tu dura circunstancia.
377. Pues los comarcanos, conmovidos a lo largo y ancho de las ciudades
378. por los prodigios de los cielos, expiarán tus huesos
379. e instituirán un túmulo y ofrecerán los honores solemnes en el túmulo
380. y el lugar tendrá el eterno nombre de Palinuro.”
381. Con estas palabras fueron calmadas sus preocupaciones y por un momento
382. el dolor de su triste corazón; se alegra con la tierra de su nombre.
383. Así pues, continúan el camino emprendido y se acercan al río.
384. El barquero, tan pronto como desde las ondas de la Estigia los vio
385. cruzar por el bosque callado y volver su paso a las riberas,
386. así se adelanta el primero con estas palabras y sin más les increpa:
387. “Tú, quienquiera que seas, que armado te encaminas hacia mis ríos,
388. venga confiesa, a qué vienes, ya desde ahí y detén tus pasos.
389. Éste es el hogar de las sombras, del sueño y la soporífera noche:
390. Me está prohibido transportar cuerpos vivos en la quilla estigia.
391. Y en verdad no me alegré de haber recibido a Alcides en mi lago
392. cuando vino, ni a Teseo ni a Pirítoo,
393. aunque eran hijos de dioses y de invistas fuerzas.
394. Aquel buscó encadenar con su mano al guardián del Tártaro
395. y lo arrancó tembloroso del trono del mismo rey;
396. éstos llegaron para llevarse a mi señora del lecho de Dite.”
397. A lo que dijo por el contrario brevemente la adivina Anfrisa:
398. “Aquí no hay ningunas insidias tales (deja de preocuparte),
399. ni las armas traen violencia, está permitido que el gran portero
400. eternamente en su cueva aterrorice a las sombras exangües,
401. está permitido que Proserpina siga guardando casta el umbral de su tío paterno.
402. El troyano Eneas, insigne por su piedad y sus armas,
403. descendió a las profundas sombras del Érebo hacia su padre.
404. Si no te conmueve en absoluto la imagen de una piedad tan grande,
405. tal vez reconozcas” (muestra el ramo que estaba escondido en el manto)
406. “esta rama.” Entonces se aplaca el corazón henchido de ira;
407. y nada más que esto hubo. Aquél, admirando el venerable regalo
408. de la rama del destino que no veía desde largo tiempo,
409. vuelve la cerúlea popa y se acerca a las riberas.
410. Después echa fuera a las otras almas que estaban sentadas en los largos bancos
411. despeja los puentes; al mismo tiempo recibe a bordo
412. al gran Eneas. Gimió el esquife recogido bajo su peso
413. y recibe mucha laguna por sus rendijas.
414. Finalmente atravesó el río incólume y deja a la adivina y al hombre
415. sobre el informe cieno y la blanca ova.
416. El enorme Cerbero hace resonar con el ladrido de sus tres fauces
417. estos reinos, enorme, tendido en frente de su cueva.
418. La adivina viendo que ya se le erizaba sus cuellos de serpientes,
419. le lanza una torta soporosa de miel y frutas medicinales.
420. Aquél, abriendo sus tres gargantas por el hambre voraz
421. la coge al vuelo, y estira su gran espalda
422. extendido en el suelo y se tiende, enorme, por toda la cueva.
423. Eneas ocupa la entrada, sumido en sueño el guardián
424. y abandona, rápido, la orilla de la corriente sin retorno.
425. De momento se oyeron voces, vagidos ingentes,
426. y las almas de los niños llorando, en el primer umbral,
427. a los que privados de la dulce vida y raptados de los senos
428. los arrebató el negro día y los sumió en el acerbo funeral;
429. junto a éstos, los condenados a muerte por falsa acusación.
430. Y en verdad estas sedes no son concedidas sin juez ni sorteo:
431. Minos, que preside, mueve la urna; aquél convoca el consejo de las silenciosas
432. sombras y aprende las vidas y los crímenes.
433. Después, los lugares próximos los ocupan los desgraciados, que, inocentes,
434. se dieron muerte con su propia mano y odiando a la luz
435. lanzaron sus almas. ¡Cuánto querría ahora soportar
436. en el alto éter su pobreza y las duras penalidades!
437. La ley divina se interpone, y la odiosa laguna de triste oleaje
438. los ata y la Estigie les retiene derramada por nueve veces.
439. Y no lejos de aquí aparecen extendidos por todas partes
440. los campos de Llanto; así los llaman por nombre.
441. Aquí a los que el duro amor fue consumiendo con su cruel congoja,
442. los acogen escondidas sendas y los cubren a su alrededor
443. un bosque de mirtos; sus preocupaciones no lo abandonan ni en la misma muerte.
444. Por estos lugares distingue a Fedra y a Procris y a la desgraciada Erifile
445. que mostraba las heridas de su cruel hijo,
446. y a Evadne y a Pasífae; a estos les acompaña
447. Laodamía y Cereo, antaño mozo, ahora mujer
448. de nuevo y devuelta a su antigua figura por el destino.
449. Entre éstas erraba la fenicia Dido por un gran
450. bosque con su herida reciente; el héroe troyano
451. tan pronto como estuvo junto a ella y la reconoció oscura
452. entre las sombras, como el que al principio del mes
453. ve o piensa haber visto la luna a través de las nubes
454. dejó correr las lágrimas y le habló con su dulce amor:
455. “Infeliz Dido, ¿así pues era verdadera la noticia
456. que me había llegado de que estabas muerta y que habías buscado el final con el hierro?
457. ¡Ay! ¿Fui yo la causa de tu funeral? Juro por las estrellas,
458. por los dioses superiores y por si hay alguna fidelidad en lo profundo de la tierra,
459. contra mi voluntad, reina, me marché de tus costas.
460. Pero los mandatos de los dioses que me obligan ahora a caminar por estas sombras,
461. por lugares desolados y por una noche profunda,
462. me llevaron por sus poderes; y no pude creer
463. que con mi marcha te causara un dolor tan grande.
464. Detén tu paso y no te apartes de mi vista.
465. ¿A qué huyes? Por el lado, esto es lo último que te puedo decir.
466. Con tales palabras Eneas trataba de apaciguar su alma ardiente
467. y su torva mirada, y vertía lágrimas.
468. Mantenía ella los ojos fijos en el suelo estando de espaldas
469. y no le mueve más su rostro el discurso emprendido
470. que si fuera un duro pedernal o rocas marpesias.
471. Finalmente se marchó y como un enemigo se refugió
472. en el sombrío bosque, donde su antiguo cónyuge, Siqueo,
473. responde a sus preocupaciones e iguala su amor.
474. Y Eneas, no menos apenado de su duro infortunio
475. mientras ella se aleja la sigue de lejos con lágrimas y se compadece de ella.
476. Entonces continúa a duras penas el camino concedido. Y ya cruzaban los
477. campos más lejanos, los que, apartados, frecuentan los famosos en la guerra.
478. Aquí les sale al encuentro Tideo, aquí Partenopeo,
479. célebre con las armas y el fantasma del pálido Adrasto,
480. aquí los Dardánidas tan llorados por los de arriba y caídos
481. en la guerra, a los que mirando en larga fila, aquél
482. gimió por todos, a Glauco, Medonte y a Tersíloco,
483. los tres hijos de Anténor y a Polibetes consagrado a Ceres,
484. y a Ideo aún sosteniendo el carro y también las armas.
485. Están a su alrededor a derecha y a izquierda numerosas almas,
486. y no les es suficiente haberlo visto una vez; les complace incluso demorarse
487. y acompañar sus pasos y conocer las causas de su llegada.
488. Sin embargo, los capitanes de los dánaos y las falanges de Agamenón
489. cuando vieron al hombre y sus refulgentes armas por las sombras,
490. se echaron a temblar con un ingente miedo; una parte volvieron las espaldas,
491. como antaño buscaron las naves, otra parte lanzaron una
492. exigua voz: el clamor iniciado se les frustra en las bocas abiertas.
493. Y aquí ve al hijo de Príamo destrozado por todo el cuerpo,
494. a Deífobo y el rostro cruelmente desgarrado,
495. el rostro y ambas manos, y arrancadas las orejas de las destrozadas
496. sienes y con la nariz mutilada por una herida vergonzosa.
497. Apenas lo reconoce por esto, tembloroso e intentando ocultar
498. los crueles suplicios, y se adelanta con voces conocidas para el otro:
499. “Deífobo, poderoso con las armas, linaje de la valerosa sangre de Teucro,
500. ¿Quién deseó infligirte penas tan crueles?
501. ¿A quién se le permitió algo tan grande sobre ti? En la pasada noche
502. me llegaron rumores de que, cansado por la vasta matanza de Pelasgos
503. habrías caído encima de un montón de confusos muertos.
504. Entonces yo mismo te levanté en la playa rotea un túmulo
505. inane e invoqué en voz alta tres veces a tus Manes.
506. Tu nombre y tus armas guardan el lugar; no pude
507. verte, amigo, ni al partir enterrarte en tierra patria.”
508. A lo que el Priámida dijo: “Nada, amigo, te dejaste abandonado;
509. lo cumpliste todo con Deífobo y con las sobras de su funeral.
510. Pero mis hados y el criminal delito de la Lacedemonia
511. me hundieron en estos males; ella me dejó estos recuerdos.
512. Pues sabes cómo pasamos la última noche
513. entre falsas alegrías: es necesario recordarlo bastante bien.
514. Cuando el fatal caballo llegó en su salto sobre las alturas
515. de Pérgamo y pesado, trajo en su vientre soldados armados,
516. ella fingiendo una danza ritual, guiaba a las
517. frigias a su alrededor entre los cantos de Baco; ella misma sostenía en medio una
518. ingente llama y llamaba a los dánaos desde lo alto de la ciudadela.
519. Entonces, agotado yo de preocupaciones y pesado por el sueño
520. me poseyó mi infeliz lecho, y tendido en él se apoderó de mí
521. un dulce y profundo reposo y muy similar a la plácida muerte.
522. Entretanto mi egregia esposa saca fuera de la casa
523. todas mis armas, y había apartado de mi cabeza mi fiel espada:
524. llama a Menelao dentro de la casa y abre los umbrales,
525. teniendo la esperanza sin duda de que éste sería un gran regalo para su amante,
526. y así poder borrar la fama de viejas desgracias.
527. ¿A qué me demoro? Irrumpen en el lecho, y llega como su compañero y a una con ellos
528. el Eólida instigador de todos los crímenes. Dioses, instaurad
529. tales cosas para los griegos, si os pudo castigos con labios piadosos.
530. Pero, ea, dime a tu vez qué casualidades te han
531. traído vivo. ¿Acaso vienes llevado por los errores del piélago,
• por orden de los dioses? ¿O qué fortuna te fatiga,
532. para que visites estas tristes moradas sin sol, estos túrbidos lugares?”
533. A su vez con esta conversación la Aurora con su rosada cuadriga
534. ya había pasado la mitad del eje con su carrera etérea;
535. y acaso en otros tales hubieran pasado todo el tiempo concedido,
536. pero su compañera, la Sibila, le advirtió y le dijo brevemente:
537. “La noche nos acecha, Eneas; nosotros estamos pasando horas llorando.
538. Aquí es el lugar donde el camino se divide en dos partes:
539. por la derecha, el que lleva a los pies de la muralla del gran Dite,
540. este camino nos lleva al Elisio; sin embargo, por la izquierda,
541. ejerce castigos y lleva hacia los impíos Tártaros.”
542. Deífobo le responde en contra: “No te enfades, gran sacerdotisa;
543. ya me marcho, volveré al grupo y regresaré a las tinieblas.
544. Ve, ve, gloria nuestra; que te sirvas de mejores hados.”
545. Habló así, y hablando torció sus pasos.
546. De pronto mira Eneas hacia atrás y ve al pie de una roca a su izquierda
547. unas anchas murallas rodeadas por un muro triple,
548. que lo ciñe una rápida corriente de ardientes llamas,
549. el Flegetonte del Tártaro, y retuerce resonantes piedras.
550. Enfrente hay una enorme puerta y columnas de sólido adamante,
551. tales que ninguna fuerza de los hombre sin los propios celestiales
552. podrían abrir en son de guerra; se alza hacia las brisas de una férrea torre,
553. y Tisífone, sentada allí, ceñida con un manto de sangre
554. guarda la entrada en vela las noches y días.
555. Desde allí se escuchaban gemidos y el resonar de crueles
556. azotes, y entonces el estridor del hierro y de cadenas arrastradas.
557. Se detuvo Eneas y aterrado escucha el estruendo.
558. “¿Qué tipo de crímenes son? Habla, virgen; ¿Con qué
559. penas se les atormenta? ¿Qué lamento tan grande va por las brisas?”
560. Entonces la adivina así comenzó a hablar: “Guía famoso de los teucros,
561. a ningún justo le está permitido penetrar en este umbral de los crímenes,
562. pero cuando Hécate me puso al cargo de las florestas del Averno,
563. ella misma me enseñó los castigos de los dioses y me guió por todos ellos.
564. Radamanto de Cnosos gobierna aquí estos durísimos reinos
565. y castiga y oye los crímenes y obliga a confesar
566. lo que cada uno entre los de arriba, contento con un vano fraude,
567. abandonó las faltas cometidas a la tardía muerte.
568. Al instante, Tisífone, la vengadora armada con su látigo sonante
569. golpea a los criminales tras saltarles encima, y sosteniendo en su
570. izquierda torvas serpientes, llama a la tropa cruel de sus hermanas.
571. Entonces finalmente se abren las puertas sagradas estridentes con hórrido sonido,
572. sobre sus goznes. ¿Ves qué tipo de guardián
573. está sentado en la entrada, qué figura guarda los umbrales?
574. Una inmensa Hidra con sus cincuenta negras fauces,
575. aun más cruel, tiene dentro su sede. Entonces el mismo Tártaro
576. se abre al precipicio y se extiende bajo las sombras tanto
577. como dos veces mide la vista del cielo hasta el etéreo Olimpo.
578. Aquí el antiguo linaje de la Tierra, los jóvenes Titanes,
579. se revuelven abatidos por el rayo en el profundo abismo.
580. Aquí vi también a los dos Alóadas, cuerpos inmensos,
581. que osaron desgarrar con sus manos el gran cielo
582. y derribar a Júpiter de los reinos superiores.
583. Vi también a Salmoneo al que le daban crueles castigos,
584. por imitar los rayos de Júpiter y los sonidos del Olimpo.
585. Éste, llevado por cuatro caballos y agitando una antorcha
586. por los pueblos de los griegos y su ciudad por medio de la Élide,
587. iba triunfal, y pedía para sí el honor de los dioses,
588. fuera de sí el que los nimbos y el inimitable rayo
589. simulaba con bronce y el golpe de los cascos de los caballos.
590. Sin embargo, el padre omnipotente hizo girar su dardo entre las densas
591. nubes, ni antorchas ni las luches humeantes de las teas,
592. y lo hundió de cabeza en el inmenso remolino.
593. También podría distinguirse a Ticio, retoño de la Tierra, madre de todos,
594. cuyo cuerpo se extiende a lo largo de nueve yugadas,
595. y un inmenso buitre de corvo pico devora
596. su hígado inmortal y sus vísceras que crecen sin parar para
597. el castigo y rebusca en su comida y habita bajo
598. su profundo pecho, sin dar descanso alguno a las renacidas fibras.
599. ¿A qué recordaré a los lápitas, Ixión y Pirítoo?
600. Sobre estos pende una negra roca que parece que ya va a deslizarse, y
601. que ya cae; brillan respaldos de oro en los altos
602. divanes suntuosos y los banquetes preparados ante sus ojos
603. con lujo regio; junto a la mayor de las Furias
604. está echada e impide alcanzar con sus manos las mesas,
605. y se levanta llevando la antorcha y atruena con su boca.
606. Aquí están los que envidiaron a sus hermanos, mientras permanecían con vida,
• golpearon a su padre y urdieron un fraude a sus clientes,
• los que incubaron riquezas encontradas para ellos solos
607. y no dieron una parte a los suyos (ésta es la mayor turba),
608. todos los muertos por adulterio, todos los que siguieron impías
609. armas y no se asustaron a engañar las diestras de sus señores,
610. éstos esperan acercados aquí su castigo. No intentes averiguar
611. qué castigo, o qué forma o fortuna sumergió a estos hombres.
612. Unos hacen rodar una enorme piedra, y cuelgan encadenados
613. de los radios de las ruedas; allí está sentado el infeliz Teseo
614. y estaría sentado por siempre, y el misérrimo Flegias
615. advierte a todos y lo atestigua en alta voz por las sombras:
616. “Aprended la justicia una vez advertidos y a no despreciar a los dioses.”
617. Este vendió su patria por oro y le impuso un poderoso
618. señor; hizo y deshizo leyes por dinero;
619. éste invadió el lecho de su hija y los prohibidos himeneos:
620. todos ellos osaron inmensos crímenes y los llevaron a cabo.
621. Ni aunque tuviera cien lenguas y cien bocas
622. y una voz de hierro podría abarcar todos los tipos de sus crímenes,
623. ni enumerar todos los nombres de sus castigos.”
624. Cuando hubo dicho esto la longeva sacerdotisa de Febo dice:
625. “Pero vamos ya, sigue tu camino y termina la tarea emprendida;
626. aceleremos, ya diviso las murallas construidas en las fraguas
627. de los Cíclopes y en el arco de enfrente las puertas
628. donde nos ordenan los preceptos deponer el regalo.”
629. Así había dicho y avanzando por igual a través de oscuros caminos
630. atraviesan el espacio intermedio y se acercan a las puertas.
631. Eneas ocupa la entrada y asperja su cuerpo
632. con agua fresca y deja fija la rama en el umbral de enfrente.
633. Finalmente, cumplido esto, terminada la ofrenda a la diosa,
634. llegaron a lugares gozosos y a las amenas praderas
635. de los bosques de los afortunados y sus felices sedes.
636. Aquí un éter anchuroso viste los campos con una luz
637. purpúrea, y reconocen su propio sol y sus estrellas.
638. Una parte ejercitan sus músculos en las palestras herbosas,
639. compiten por juego y luchan en la dorada arena;
640. otra parte marcan los bailes con los pies y recitan poemas.
641. Y el sacerdote tracio, con larga vestidura;
642. no deja de acompañar con sus cadencias los siete intervalos de voces,
643. y ya con sus mismos dedos, ya con el plectro de marfil los pulsa.
644. Aquí está el antiguo linaje de Teucro, bellísima descendencia,
645. magnánimos héroes nacidos en mejores años,
646. Iloy Asáraco, y Dárdano el fundador de Troya.
647. Admira armas a lo lejos y los vacíos carros de los hombres;
648. clavados en el suelo se yerguen las lanzas, y sueltos por todas partes,
649. pacen los caballos por el campo. La afición por los carros
650. y las armas que tuvieron vivos, la preocupación de cuidar
651. lustrosos caballos, la misma los sigue sepultados en la tierra.
652. Allí, de pronto, distingue a otros a izquierda y derecha pastando
653. por la hierba y cantando a coro un alegre peán
654. en un bosque perfumado de laurel de donde hacia lo alto
655. va rodando por la selva la caudalosa corriente del Erídano.
656. Aquí está el grupo de los que sufrieron heridas luchando por la patria,
657. todos los sacerdotes castos, mientras permanecían con vida,
658. todos los adivinos piadosos y que hablaron de forma digna de Febo,
• los que ennoblecieron la vida descubriendo las artes,
659. todos los que por sus propios méritos hicieron que otros los recordasen;
660. a todos éstos, les ceñían níveas ínfulas sus sienes.
661. Así, esparcidos alrededor como estaban, les habló la Sibila,
662. a Museo antes que a todos (pues lo tiene la inmensa multitud
663. en medio y lo contempla asomando con sus altos hombros):
664. “Decidme, felices almas y tú, el mejor de los adivinos,
665. ¿Qué región, qué lugar posee a Anquises? Pues por él
666. hemos venido y atravesamos en la nave las corrientes del Érebo.”
667. Y esta respuesta le dio así el héroe con pocas palabras:
668. “Ninguno tiene una morada fija; vivimos en opacas florestas,
669. y andamos por los lechos de las riberas y los frescos prados del río.
670. Pero vosotros, si el deseo os lleva así en el corazón,
671. pasad este callado, y ya os pondré en camino seguro.”
672. Dijo, y condujo su paso delante y desde lo alto les muestra
673. las brillantes llanuras; después abandonan las altas cimas.
674. Sin embargo, el padre Anquises en el fondo de un valle verdeante,
675. observaba a las almas encerradas que irían hacia la luz de arriba
676. fijándose con afán, y recontaba por casualidad el
677. número total de los suyos, y a sus queridos nietos
678. y los hados y fortunas de los hombres, sus costumbres y sus obras.
679. Y cuando este vio a Eneas avanzando a su encuentro por la hierba,
680. le tendió alegre ambas palmas,
681. e invadidas de lágrimas sus mejillas, la voz le salió de su boca:
682. “Has venido finalmente, ¿Esa piedad tuya, anhelada por tu padre,
683. ha vencido al duro camino? ¿Se me concede mirar tu rostro,
684. hijo, y escuchar y responderte a ti y a voces conocidas?
685. Así ciertamente lo esperaba en mi ánimo y me imaginaba que ocurriría
686. contando los días, y no me falló mi afán.
687. ¡Yo te recibo tras recorrer qué tierras
688. y cuán grandes mares! ¡Qué grandes peligros has arrastrado, hijo mío!
689. ¡Cuánto temí que los reinos de Libia te hicieran daño!”
690. Aquél a su vez: “Tú imagen, padre, tu triste imagen
691. presentándose muy a menudo, me empujó a dirigirme a estos umbrales;
692. las naves están en el mar Tirreno. Dame a estrechar tu diestra,
693. dámela, padre, y no te sustraigas de mi abrazo.”
694. Hablando así, con largo llanto iba regando a la vez su rostro.
695. Tres veces intentó echarle los brazos alrededor de su cuello allí;
696. tres veces la imagen, abrazada en vano, huyó de sus manos,
697. igual los leves vientos y muy similar a un alado sueño.
698. Entretanto Eneas ve en un recluido valle
699. un apartado bosque y las resonantes ramas del bosque,
700. el río Leteo que corre por delante de las plácidas mansiones.
701. Alrededor de éste, innumerables gentes y pueblos volaban:
702. y como cuando las abejas en los prados en el calmado verano
703. se posan en varias flores y se derraman alrededor
704. de los blancos lirios, resuena todo el campo con su murmullo.
705. Eneas, ignorante, se espanta por la repentina visión
706. y pregunta las causas, qué ríos son aquéllos de a lo lejos,
707. y quiénes son aquellos hombres que llevan en las riberas en tan gran grupo.
708. Entonces el padre Anquises: “Son los almas a las que por el hado
709. deben habitar otros cuerpos, junto a las aguas del río Leteo
710. beben los seguros líquidos y los largos olvidos.
711. Ciertamente hace ya tiempo que quiero nombrártelas y mostrártelas
712. a la vista, enumerarte esta prole de los míos,
713. para que te alegres más conmigo de haber descubierto Italia.”
714. “Padre, ¿Acaso hay que pensar entonces que algunas almas ligeras
715. van al cielo y de nuevo regresan a sus torpes
716. cuerpos? ¿Qué deseo tan terrible de luz es el de los desgraciados?”
717. “Ciertamente te lo diré y no te mantendré en suspense, hijo mío.”
718. Comienza Anquises y en orden explica cada cosa.
719. “Ante todo, sustenta el cielo y las tierras y las líquidas praderas
720. y el luminoso globo de la luna y los titánicos astros
721. un espíritu interior, y un alma esparcida por sus miembros
722. pone en movimiento toda la mole y se mezcla con el gran cuerpo.
723. De ahí surge el linaje de los hombres y los ganados y la vida de las aves
724. y los monstruos que el ponto guarda bajo sus superficies marmóreas.
725. Su vigor es de fuego y su origen celeste de las semillas,
726. en tanto no las retrasan dañinos cuerpos
727. y las embotan ligaduras terrenales y los miembros que han de morir.
728. Entonces temen y desean, sufren y gozan, y las auras
729. no ven, encerradas en las tinieblas y en una ciega cárcel.
730. Y así, ni cuando en el último día las abandona la vida,
731. aun no abandona del todo los males a las desgraciadas ni
732. todas las pestes al cuerpo, y es profundamente necesario
733. que por admirable traza arraiguen durante mucho tiempo muchas adherencias.
734. De modo que las someten a castigos y sufren penas
735. de antiguos males: unas se abren colgadas a los inanes
736. vientos, de otras se lava el crimen infecto al pie del vasto
737. remolino o se quema en el fuego:
738. cada cual padecemos nuestros propios Manes. Después de esto, se nos envía
739. por el amplio Elisio y unos pocos ocupamos los campos felices,
740. hasta que el largo día, terminado el ciclo de tiempo,
741. limpia la mancha arraigada, y deja puro
742. el sentido etéreo y el fuego del aura primitiva.
743. A todas éstas, cuando giraron la rueda por mil años,
744. el dios las convoca en un gran grupo hacia el río Leteo,
745. para que, sin memoria, contemplen de nuevo la bóveda del cielo, vuelvan a
746. empiecen a querer volver a un cuerpo.”
747. Así había dicho Anquises y arrastra a su hijo junto con la Sibila
748. al centro de una asamblea y una ruidosa turba,
749. y ocupa un túmulo desde donde podía ver en larga fila
750. a todos de frente y conocer los rostros de los que llegaban.
751. “Ahora mira qué gloria seguirá después a la descendencia
752. de Dárdano, qué herederos permanecerán de la estirpe ítala
753. las almas ilustres que van a venir a nuestro nombre,
754. te lo explicaré con palabras y te enseñaré tus hados.
755. Aquel joven, ¿lo ves?, el que está apoyado sobre su pura hasta,
756. ocupa por suerte los lugares más cercanos a la luz, subirá el primero
757. a las etéreas brisas que va con mezcla de sangre ítala,
758. es Silvio, nombre albano, hijo tuyo póstumo,
759. que ya viejo te dará tu esposa Lavinia tarde,
760. y lo educará en los bosques, al rey y padre de reyes,
761. de donde nuestro linaje dominará en Alba Longa.
762. Próximo a él está Procas, gloria del pueblo troyano,
763. y Capis y Numitor y el que te hará regresar con su nombre,
764. Silvio Eneas, egregio igualmente en piedad o en armas,
765. si alguna vez llegara a reinar en Alba.
766. ¡Qué jóvenes! Qué fuerzas tan grandes muestran, mira,
767. y qué sienes llevan sombreadas con la cívica encina!
768. Éstos te levantarán Nomento, los Gabios y la ciudad de Fidena,
769. éstos sobre los montes los Alcázares Colatinos,
770. los Pomecios, el Castro de Inuo, Bola y Cora;
771. éstos serán entonces sus nombres, ahora son tierras sin nombre.
772. Y el hijo de Mavorte, Rómulo, se añadirá como compañero a su abuelo,
773. al que parirá su madre Ilia de la sangre de Asáraco.
774. ¿Ves cómo se alzan en su frente dos penachos
775. y el propio padre de los superiores ya lo marca con su honor?
776. ¡Ay, hijo! Bajo los auspicios de éste, aquella ínclita Roma
777. igualará su poder por las tierras, sus ánimos con el Olimpo,
778. y rodearía por completo con un muro sus siete fortalezas,
779. feliz por su prole de hombres: cual la madre Berecintia
780. recorre coronada de torres en su carroza a través de las ciudades frigias
781. gozosa con el parto de dioses, abrazado a sus cien nietos,
782. todos celestiales, todos ocupando las regiones altas.
783. Vuelve aquí ahora tus ojos, mira este pueblo
784. y a tus romanos. Éste es César y toda la progenie de Julo
785. que va a llegar bajo el gran eje del cielo.
786. Éste es, éste es el hombre que muy a menudo oyes que se te ha permitido,
787. Augusto César, linaje del dios, que fundará los dorados
788. siglos de nuevo en el Lacio, por los campos que antaño
789. gobernará Saturno, y llevará su imperio sobre los Garamantes
790. y los Indos; su tierra se extiende más allá de las estrellas,
791. allende los caminos del año y el sol, donde Atlas portador del
792. cielo tuerce sobre su hombro el eje tachonado de ardientes estrellas.
793. Ya ahora ante su llegada se horrorizan los reinos caspios
794. con las respuestas de los dioses y la tierra Meotia,
795. y se perturban las siete bocas temblorosas del Nilo.
796. Y en verdad ni Alcides recorrió una tierra tan grande,
797. aun cuando asaetease a la cierva broncípeda o apacentara
798. los bosques de Erimanto e hiciera temblar a Lerna con su arco;
799. ni el que, victorioso, maneja sus yuntas con riendas de pámpanos,
800. Baco, bajando tigres de la elevada cumbre de Nisa.
801. ¿Y todavía dudamos en extender nuestro valor con hechos,
• el miedo nos impide asentarnos en la tierra Ausonia?
802. Pero ¿quién es aquél que lleva a los lejos los símbolos sagrados
803. distinguido con la rama de olivo? Reconozco por el pelo y
804. la barba acanecida del rey roano, aquél que fundará
805. la primera ciudad con sus leyes, enviado desde la pequeña Cures
806. y de una pequeña tierra a un gran imperio. Después a éste le seguirá
807. Tulo, quien romperá los ocios de la patria y mandará
808. a sus hombres inactivos a la guerra y ya disuelta la formación de triunfo.
809. De cerca le sigue más arrogante Anco,
810. que incluso ahora se ufana demasiado con el favor del pueblo.
811. ¿Quieres ver también a los reyes Tarquinios y la
812. soberbia alma de vengador Bruto y las recobradas flores?
813. Él será el primero que recibirá la autoridad de cónsul y
814. las crueles segures, y el padre que a sus hijos, por moverse para una nueva guerra
815. los someterá a castigo en nombre de la hermosa libertad,
816. desgraciado, comoquiera que juzguen estos hechos sus descendientes:
817. El amor de la patria y un inmenso deseo de gloria venerarán.
818. Mira también a los lejos a las Decias, los Drusos y al cruel Torcuato
819. con su segur y a Camilo que recupera las enseñas.
820. Sin embargo, aquellas almas que ves brillar con armas idénticas,
821. ahora en paz y mientras sean oprimidas por esta noche,
822. ¡ay! ¡Qué guerra tan grande entre sí tendrían si llegan
823. a alcanzar la luz de la vida, qué grandes filas moverán y qué estrago,
824. el suegro bajando de las colinas alpinas y de la fortaleza de Mónaco
825. el yerno con las tropas de oriente frente a él!
826. ¡Hijos míos, no acostumbréis vuestros ánimos a guerras tan grandes
827. ni volváis poderosas fuerzas contra las entrañas de la patria;
828. y tú el primero, tú cesa, tú que procedes del linaje del Olimpo,
829. arroja las armas de tu mano, sangre de mi sangre!
830. Aquél por su victoria en Corinto llevará su carroza triunfal
831. hacia el alto Capitolio insigne por la matanza de aqueos.
832. Aquél arrasará Argos y la Micenas de Agamenón
833. y a un Eácida, descendiente de Aquiles poderosa en las armas,
834. vengando a sus antepasados de Troya y los profanados templos de Minerva
835. ¿Quién podría pasarte en silencio, gran Catón o a ti, Coso?
836. ¿Quién al linaje de Graco o a las dos Escipiones, dos rayos de la guerra,
837. azote de Libia, y a Fabricio poderoso en su pobreza
• a ti, Serrano, sembrando en tus surcos?
838. ¿A dónde me raptáis cansado, Fabios? Tú eres aquél, Máximo,
839. el que, solo, ganando tiempo nos restituirás la patria.
840. Otros lucharán con más primor bronces que respiran,
841. (lo creo ciertamente), sacarán rostros vivos del mármol,
842. defenderán mejor las causas, y describirán con su compás
843. los caminos de cielo y dirán las salidas de las estrellas:
844. tú, romano, habrás de recordar gobernar los pueblos bajo tu poder,
845. (éstas serán tus artes), imponer leyes de paz,
846. perdonar a los sometidos y abatir a los soberbios”
847. Así dijo el padre Anquises, y añade esto a los que se admiraban:
848. “Mira cómo se acerco Marcelo, insigne por sus opimos botines
849. y sobresale vencedor entre todos los soldados.
850. Éste afirmará a caballo el poder de Roma en medio de una gran revuelta,
851. arrollará a los púnicos y al rebelde galo,
852. y por tercera vez colgará las cautivas armas en el padre Quirino.”
853. Y entonces Eneas, (pues veía a su lado caminar
854. a un egregio joven de hermosa figura y brillantes armas,
855. pero su frente poco feliz y sus ojos en un rostro cabizbajo)
856. “Padre, ¿quién es aquel hombre que así lo acompaña al caminar?
857. ¿Su hijo, o acaso alguno de su gran estirpe de nietos?
858. ¡Qué estrepito entorno a su acompañante! ¡Qué gran taya en él mismo!
859. Pero una negra noche de triste sombra vuela alrededor de su cabeza.”
860. Entonces el padre Anquises repuso sin contener las lágrimas:
861. “Hijo mío, no preguntes por el gran luto de los tuyos;
862. los hados te mostrarán tan sólo las tierras y no permitirán que sea
863. nada más. El linaje romano os parecería
864. demasiado poderosos, dioses, si le hubierais dado este regalo:
865. ¡Cuántos gemidos de hombres tendría aquel campo junto
866. a la gran ciudad de Mavorte! ¡Qué funerales verás, Tiberino,
867. cuando te deslices junto a su reciente túmulo!
868. Ningún hijo del pueblo troyano elevará tan alto
869. la esperanza de sus antepasados latinos, ni se jactará nunca tanto
870. la tierra de Rómulo con otro retoño.
871. ¡Ay, piedad! ¡Ay, antigua fe y diestra invicta en la guerra!
872. Nadie se opondría impunemente al encuentro de
873. éste armado, ya fuera a pie contra el enemigo
874. ya aguijara su espuela en los ijares del espumante caballo.
875. ¡Ay, chico digno de pena! Si puedes romper los duros hados,
876. tú serás Marcelo. Dadme lirios a manos llenas,
877. esparciré sobre él purpúreas flores y colmaré el alma de mi nieto
878. al menos con estos regalos, y le rendiré este vano
879. homenaje.” Así vagan por toda aquella región sin rumbo
880. en los anchos campos aéreos y lo observan todo.
881. Después de que Anquises condujo a su hijo a cada lugar
882. y encendió su ánimo con el ansia de la fama de los venideros,
883. enseguida emociona al hombre las guerras que deberá llevar a cabo después,
884. y le enseña los pueblos laurentes y la ciudad de Lantino,
885. y cómo y qué fatigas evitará y soportará.
886. Hay dos puertas del Sueño, de las cuales una se dice que es
887. de cuervo, por donde se da una salida fácil a las verdaderas sombras,
888. la otra es brillante terminada en reluciente marfil,
889. pero por ella los Manes envían al cielo los falsos ensueños.
890. Ahí Anquises conduce entonces a su hijo junto con la Sibila
891. con estas palabras y los saca por la puerta de marfil,
892. aquél (Eneas) corta camino hacia las naves y vuelve a ver a sus compañeros.
893. Entonces se dirige por un camino recto hacia el puerto de Cayota.
894. Se lanza el ancla desde proa; se yerguen las popas en las orillas.
LIBRO VII
[Da Eneas sepultura a su nodriza Cayeta, y costeando las
riberas de Italia, pasa por junto a la isla de Circe y llega a la boca del
Tíber, por el cual penetra en sus naves, y desemboca en la costa del Lacio,
regido a la sazón por el rey Latino; allí ve cumplido el vaticinio de la cruel
Celeno, y reconoce que aquella es la tierra que le destinan los Hados.—Envía
emisarios al rey Latino para pedirle alianza. Descripción del templo de Pico.
Acoge con bondad Latino las proposiciones de Eneas, le envía magníficos
presentes y le ofrece la mano de su hija Lavinia, que los oráculos de su padre
Fauno y las respuestas de los augures destinan a un príncipe
extranjero.—Irritada Juno, recurre a la infernal Alecto para que suscite
discordias entre teucros y latinos, con el fin de impedir aquellas bodas, a que
es también opuesta la reina Amata, esposa de Latino, empeñada en casar a Lavinia
con Turno, rey do los rútulos.—Nace en efecto la discordia entre ambos pueblos,
con ocasión de un hermoso ciervo de la pastora Silvia, muerto por Ascanio en una
cacería, y en la primera refriega mueren Almón y el rico Galeso.—Levántase
contra los troyanos toda aquella parte de Italia, por instigación de Juno, y
como el rey Latino se negase a abrir el templo de Jano, ábrele la diosa con sus
propias manos y se declara por fin la guerra.—Sigue una invocación a las Musas y
la enumeración de las fuerzas auxiliares de Turno que de todas partes acuden a
reforzar su ejército. Pintura de sus principales caudillos y de la guerrera
virgen Camila, reina de los volscos.]
Tú también ¡Oh Cayeta! nodriza de
Eneas, diste con tu muerte eterna fama a nuestras playas; aun hoy tu memoria
protege estos sitios, y tu nombre declara, si algo vale esta gloria, en qué
lugar de la grande Hesperia descansan tus huesos.
Celebradas las exequias
conforme al rito, y erigido un túmulo de tierra, el piadoso Eneas, luego que se
sosegó el hondo mar, dio la vela y abandonó el puerto. Era de noche; soplaban
las auras blandamente; la blanca luna los alumbraba en su rumbo y con su trémula
luz rielaban las aguas del mar. Pasan las naves rozando la orilla del país
circeo, donde la opulenta hija del sol hace resonar sus repuestos bosques con
perpetuo canto, y en sus soberbios palacios quema oloroso cedro a la luz de la
luna, mientras teje con sutil lanzadera delicadas telas. Óyense allí, a deshora
de la noche, rugido de leones reluchando por romper sus cadenas; óyense cerdosos
jabalíes y osos, que se embravecen en sus jaulas, y aullidos de espantables
lobos, a quienes la cruel Circe, a favor de poderosas hierbas, trocó la figura
humana en semblante y cuerpo de fieras. Para que impelidos al puerto no
experimentasen semejantes transformaciones los piadosos Troyanos ni pisasen
horribles playas, Neptuno hinchó sus velas con favorables vientos, impulsolos en
rápida fuga y los sacó de aquel hirviente estrecho.
Ya se sonrosaba la mar
con los primeros rayos del sol y la rápida aurora desde el alto éter
resplandecía en su carro, tirado por dos caballos de color rosa, cuando se
aplanó el viento, cesó de repente todo soplo, y los remos empezaron a batir la
mar, inmóvil como el mármol. En esto Eneas descubre desde el piélago un
espacioso bosque, por en medio del cual va el caudaloso y manso Tíber, amarillo
con su abundante arena, a desembocar con rápidos remolinos en la mar; en
derredor y encima del río varias aves, acostumbradas a sus riberas y a sus
aguas, llenaban de dulces melodías el viento con sus gorjeos y revoloteaban por
el bosque. Allí manda Eneas a sus compañeros que tuerzan el rumbo, enderezando a
tierra las proas. y se entra alegre por el umbroso río.
Préstame ahora tu
auxilio ¡Oh Erato! para que diga cuáles fueron los reyes, cuáles los remotos
sucesos, cuál el estado del antiguo Lacio, cuando un ejército extranjero arribó
por primera vez en naves a las playas ausonias, y recuerde la ocasión de
aquellos primeros combates; inspira ¡Oh diosa! inspira al poeta. Voy a cantar
horrendas batallas; diré los ejércitos, los reyes animados a la matanza, la
hueste tirrena y toda la Hesperia armada. De más alto empeño, más ardua que
hasta aquí, es ahora mi empresa. Regía en larga paz sus campos y sus felices
ciudades el anciano rey Latino, hijo de Fauno y de la ninfa Marica Laurentina;
Fauno era hijo de Pico, cuya ascendencia ¡Oh Saturno! remonta hasta ti, primer
fundador de su linaje. No tenía este Rey, por disposición de los dioses, hijo
alguno varón, pues uno que tuvo le había sido arrebatado en la flor de sus años;
sólo le quedaba una hija heredera de su casa y de sus vastos estados y ya en
edad de tomar marido. Multitud de príncipes del gran Lacio, la Ausonia toda la
pretendían, y sobre todos el bizarrísimo Turno, de antiguo y poderoso linaje, a
quien la esposa del Rey deseaba por yerno con extremado empeño; mas los dioses
lo impiden por medio de varios tremendos prodigios. Había en lo más retirado y
profundo del palacio, un laurel de sacro ramaje, conservado de muy antiguo con
religioso temor, el cual era fama que se había hallado el rey Latino en la época
en que empezara a edificar su capital, y que había consagrado a Febo, por donde
recibieron sus pobladores el nombre de Laurentinos. Ocurrió un día ¡Oh asombro!
que una apiñada muchedumbre de abejas, cruzando el líquido éter con gran ruido,
fue a posarse en la copa de aquel laurel, y enredadas unas con otras por los
pies, quedaron suspensas de las frondosas ramas, formando de súbito un enjambre.
Al punto mismo dijo así un adivino: "En esa señal vemos la llegada de un varón
extranjero y de un ejército que se dirige a estas regiones por la parte de donde
vienen esas abejas, y que nos dominará desde nuestro excelso alcázar." Además,
un día en que la virgen Lavinia estaba al lado de su padre, quemando en los
altares castos inciensos, viose (¡cosa horrible!) prender el fuego en sus largos
cabellos y arder con resonante llama todas sus galas e inflamarse su velo real y
su rica diadema de pedrerías; luego se la vio rodeada de humo, y roja luz rociar
con fuego todo el palacio. Terrible y maravilloso declararon este portento los
augures; porque, si bien prometía a Lavinia fama y destino insignes, amenazaba
al pueblo con terrible guerra. Cuidadoso el Rey con estos prodigios, va a
consultar los oráculos de su fatídico padre Fauno en las selvas donde resuena el
caudaloso raudal de la sagrada fuente Albunea, que cubierta de opacas sombras,
exhala mefíticos vapores. Allí acuden en los casos dudosos a pedir oráculos las
gentes de Italia y toda la Enotria; allí cuando el sacerdote lleva sus dones y
se echa a dormir, en la callada noche, sobre las pieles extendidas de las ovejas
sacrificadas, ve en sueños revolotear muchos espectros de maravillosa manera, y
oye varias voces y disfruta los coloquios de los dioses y hace llegar sus
palabras hasta el Aqueronte en los profundos avernos. Allí también entonces el
padre Latino, a fin de obtener oráculos, había inmolado conforme al rito, cien
lanudas ovejas y yacía acostado sobre sus extendidas pieles, cuando de pronto
salió de lo más hondo de la selva una voz que decía: "No pienses, hijo mío, en
dar tu hija a un esposo latino, ni creas en las ya preparadas bodas. Vendrá un
yerno extranjero, con cuya alianza se levantará nuestro nombre hasta las
estrellas, y cuyos descendientes verán sometidas a sus pies y regidas por sus
leyes cuantas naciones contempla el sol recorriendo uno y otro Océano." No
recató el rey latino esta respuesta de su padre Fauno, ni el aviso que le diera
en la callada noche; antes ya la Fama voladora lo había difundido por todas las
ciudades ausonias, cuando la juventud troyana llegó a aferrar su armada en la
hermosa ribera.
Tiéndense Eneas, los principales caudillos y el hermoso Iulo
bajo las ramas de un árbol; dispónense la comida, y para ello colocan sobre la
hierba tortas de flor, hacinando luego sobre aquel asiento, dado por Ceres (así
se lo sugirió el mismo Júpiter), multitud de frutas silvestres. Consumidos estos
manjares, como su escasez los forzase a morder las tortas, a violar con mano y
dientes audaces el círculo de la fatal corteza y a no perdonar sus espaciosos
cuadros, "¡Ay, hasta las mesas nos comemos!", exclamó Iulo, sin hacer nada más
alusión al oráculo. Estas palabras fueron para los troyanos el primer anuncio
del fin de sus trabajos, y Eneas, atajándolas en los labios de su hijo, exclamó
así al punto, pasmado de su significación profética: "¡Salve, oh tierra que me
debían los hados! ¡Salve, oh vosotros, también fieles penates de Troya! Esta es
nuestra morada, esta es nuestra patria: en estos términos (ahora lo recuerdo) me
reveló mi padre Anquises los arcanos del destino. Cuando arrojado a ignotas
playas el hambre te fuerce, hijo mío, consumidos ya los manjares, a devorar
también las mesas, cuenta entonces que hallarás asiento en tus fatigas y
acuérdate de fundar allí con tu mano y fortificar una primera población.” Esta
es aquella hambre que nos estaba profetizada; esta es la última calamidad por
que nos restaba pasar como término de nuestras miserias... Animo, pues, y a la
primera luz del nuevo sol exploremos estos sitios, veamos qué gentes los
pueblan, dónde están sus ciudades y encaminémonos desde el puerto en todas
direcciones. Ahora apurad las copas en honor de Júpiter, invocad en vuestras
preces a mi padre Anquises y traed más vino a las mesas." Dicho esto, ciñe sus
sienes con una hojosa rama e invoca al Genio de aquellos sitios, a la tierra,
divinidad anterior a todas, y a las Ninfas y a los aun desconocidos ríos de
aquellas regiones; luego a la Noche y a los astros que nacen en ella, a Júpiter
de Ida; después, como es justo, a Cibeles frigia y a la madre que tiene en el
cielo y a su padre que está en el Erebo. En esto el omnipotente Júpiter hizo
retumbar tres veces su trueno en el claro cielo y mostró en el éter una
rutilante y áurea nube, que él mismo blandía con su mano; entonces cunde de
pronto por el ejército troyano el rumor de que es llegado el día en que va a
edificar la ciudad prometida; con lo que al punto renuevan las mesas y
regocijados con aquel gran presagio, previenen las copas, y ya llenas de vino,
las coronan de ramos y flores.
Apenas despuntaron al siguiente día los
primeros albores, parten por diversos caminos a explorar la ciudad, los términos
y las costas de aquella nación; aquí descubren los pantanos que forman la fuente
del río Numico; este es el Tíber; este es el país que pueblan los fuertes
Latinos. Entonces el hijo de Anquises despacha a la augusta ciudad del Rey cien
emisarios elegidos de entre todas las clases y coronados de ramos de oliva, que
vayan a llevarle regalos y a pedirle paz para los Troyanos; sin pérdida de
momento, parten con rápido paso los comisionados. Eneas entre tanto señala por
sí mismo en la ribera con una zanja el reducido circuito de la muralla, asiento
de su futura ciudad, y a modo de campamento rodea sus primeras viviendas con
almenas y empalizadas. Ya, recorrido el camino, divisaban los emisarios las
torres y los altos edificios de los Latinos, ya se acercaban a sus muros. En
frente de la ciudad multitud de mancebos en la primera flor de la juventud se
estaban ejercitando en cabalgar y en manejar carros en el polvoroso llano, o
bien en tender los rígidos arcos, o en blandir flexibles dardos o en luchar a la
carrera y a brazo partido, cuando un mensajero fue a llevar a los oídos del
anciano Rey la nueva de que habían llegado unos guerreros de aventajada estatura
y extraño atavío. Mándalos él introducir en su palacio y se sienta en el solio
de sus mayores en medio de los suyos. Había en la parte más alta de la ciudad un
augusto y espacioso edificio, sustentado por cien columnas, palacio del
laurentino Pico, que llenaban de religioso terror tradicional la devoción de que
era objeto y las selvas que le rodeaban. Era de buen agüero para los reyes
recibir allí el cetro y levantar las primeras fasces; aquel templo les servía de
tribunal, allí se celebraban los sagrados festines, allí, después de inmolar un
carnero, acostumbraban los próceres a tomar asiento alrededor de largas mesas.
Veíanse allí, además, en el vestíbulo, dispuestas por su orden, las efigies de
los ascendientes del Rey, labradas de antiguo cedro; Ítalo, el padre Sabino, que
plantó el primero la vid, y cuya imagen conserva todavía en su mano la corva
hoz; el viejo Saturno, el bifronte Jano y todos los demás reyes de la monarquía,
que peleando por la patria recibieron marciales heridas. Penden, además en los
sacros umbrales multitud de armas, carros cautivos, corvas segures, penachos,
enormes cerrojos, dardos, escudos y espolones arrebatados de las naves enemigas.
Ceñida una corta trábea con el báculo quirinal en la diestra y embrazada en el
izquierdo una rodela, sentábase allí Pico, el domador de caballos, a quien su
amante Circe, loca de celos, hirió con su vara de oro, y con influjo de sus
venenos le convirtió en ave de pintadas plumas. Tal era el templo de los dioses,
en cuyo ámbito recibió a los Teucros el rey latino, sentado en el solio de sus
mayores; luego que hubieron entrado, les habló así el primero con apacible
semblante:
"Decid, hijos de Dárdano (pues no desconocemos ni vuestra patria
ni vuestro linaje y ya teníamos nuevas de que hacia aquí enderezabais el rumbo),
¿Cuál es vuestro objeto?, ¿Qué causa, qué necesidad ha traído a vuestros bajeles
por tantos cerúleos mares a las playas ausonias? Ya hayáis entrado por nuestra
ría y hayáis anclado en nuestro puerto por haber perdido el derrotero o acosados
por las tempestades, que tan frecuentes persiguen a los navegantes en alta mar,
no huyáis de mi hospitalidad ni os forméis una idea equivocada de los Latinos,
linaje de Saturno, justo, no por la fuerza ni por las leyes, sino por su propio
natural y por apego a los usos de su antiguo dios. Y aun me acuerdo (aunque el
tiempo ha oscurecido esta tradición) de haber oído decir a unos ancianos
Auruncos que Dárdano, nacido en estos campos, penetró en las ciudades de la
Frigia, cercanas al monte Ida y en Samos de Tracia, que hoy se llama Samotracia;
ahora el áureo alcázar del estrellado cielo cobija un solio al que salió de la
tirrena mansión de Corito y es ya un numen más en los altares.”
Dijo, y en
esto términos le contestó Ilioneo: "¡Oh Rey, linaje ilustre de Fauno, no una
negra borrasca nos ha obligado a arribar a tus playas, acosados por las olas, ni
las estrellas ni las costas nos han hecho perder el rumbo. Con maduro acuerdo y
voluntad firme venimos a esta ciudad, arrojados de nuestro reino, el más grande
en otro tiempo que veía el sol en su carrera de uno a otro confín del Olimpo.
Nuestro linaje tuvo principio en Júpiter; la juventud dárdana se regocija de
tener por progenitor a Júpiter; nuestro mismo Rey, el troyano Eneas, de la
excelsa raza de Júpiter, es quien nos envía a tus umbrales. Cuán terribles
desastres ha derramado la fiera Micenas por los campos de Ida, cuáles hados han
impulsado a chocar entre sí a los dos continentes de Europa y Asia, sábenlo
hasta los que habitan las últimas regiones que baña el Océano y aquellos a
quiénes separa del resto del mundo la zona que se extiende en medio de las otras
cuatro y tuesta un sol abrasador. Desde aquel gran desastre, arrastrados por
tantos y tantos mares, venimos implorando para nuestros dioses patrios un
reducido albergue, una playa segura, el agua y el aire, comunes a todos. Ni
seremos un desdoro para vuestra nación, ni ganaréis poca fama con darnos amparo,
ni se borrará jamás de nuestras almas la gratitud a tamaño beneficio, ni les
pesará a los Ausonios de haber acogido a Troya en su seno. Yo lo juro por los
hados de Eneas y por su diestra, poderosa lo mismo en la prueba de las alianzas
que en la de la guerra y las armas. No nos tengas en menos porque venimos a ti
con ramas de oliva en las manos y palabras suplicantes; muchos pueblos, muchas
naciones han querido y solicitado unirnos a su suerte; pero los hados de los
dioses con su irresistible imperio nos han forzado a buscar afanosamente
vuestras comarcas. Aquí torna Dárdano, nacido aquí, y con sus solemnes mandatos
nos impele Apolo hacia el tirreno Tíber y a la sagrada fuente del Numico. Estos
cortos dones de su pasada fortuna te da además, reliquias arrebatadas a las
llamas de Troya. Con esta copa de oro hacía Anquises libaciones en los altares,
estos son los regios atavíos que vestía Príamo cuando administraba justicia a
sus pueblos congregados: el cetro, la sagrada tiara y el manto labrado por las
mujeres de Troya..."
Suspenso latino al oír estas razones de Ilioneo,
quédase inmóvil, clavado en el suelo, fijos en él los ojos, revolviéndolos con
atención profunda; lo que tan perplejo le tiene no es tanto ni las recamadas
vestiduras de púrpura, ni el cetro de Príamo, cuanto el pensar en las bodas de
su hija; al mismo tiempo medita en el oráculo del antiguo Fauno. Aquel
extranjero es, sin duda, el yerno que le anuncian los hados y el que destinan a
sucederle en su reino bajo felices auspicios, del cual ha de nacer una egregia y
valerosa prole, destinada a subyugar el orbe entero. Por fin, exclama así,
alborozado: "¡Cumplan los dioses nuestros propósitos y sus propios agüeros!
Dársete ha ¡Oh troyano! lo que pides; no menosprecio tus dones; mientras reine
Latino no os faltarán tierras feraces, ni las riquezas de Troya; sólo exijo que
el mismo Eneas, si tanto codicia mi alianza, si quiere de veras ser mi huésped y
mi compañero, venga a mis estados y no rehuya mi semblante amigo, prenda
bastante de paz será para mí tocar la mano de vuestro Rey. Vosotros ahora
llevadle de mi parte estas razones: Tengo una hija a quien me vedan dar esposo
de nuestra nación los oráculos del santuario paterno y mil prodigios celestes,
los cuales todos anuncian que es destino del Lacio que ha de venir de
extranjeras playas un yerno, cuyo linaje levantará hasta los astros la fama de
nuestro nombre. Vuestro Rey es el que designan los hados, si no me engañan mis
presentimientos; lo creo así y lo deseo".
Dicho esto, elige entre los
trescientos hermosos y velocísimos caballos que tenía en sus soberbias cuadras,
uno por cada troyano, y manda que se les lleven por su orden, cubiertos de ricas
gualdrapas de púrpura, recamadas de varios colores. Del pecho les penden
colleras de oro, de oro son sus jaeces, de rojo oro también los frenos que
tascan sus dientes. Al ausente Eneas manda llevar un carro y un tiro de dos
caballos de etérea raza, que arrojan fuego por la nariz, de la sangre de
aquellos que formó la artificiosa Circe, cruzando ocultamente yeguas mortales
con los caballos del Sol, su padre. Con tales regalos y amistosas palabras del
rey Latino, vuélvense, montados en sus soberbios corceles, los enviados de
Eneas, ya mensajeros de paz.
Más he aquí que tornándose de la ciudad de
Argos, que riega el Inaco, y cruzando los aires en su carro la fiera esposa de
Júpiter, divisa en remota lontananza, desde el siciliano promontorio de Paquino,
a Eneas lleno de júbilo y toda la armada dárdana, y ve a los Troyanos
construyendo sus moradas para tomar asiento en tierra y renunciar a sus naves.
Parose, al verlo, herida de acerbo dolor, y meneando la cabeza, exhaló del pecho
estas palabras: "¡Oh estirpe aborrecida, oh hados de la Frigia, siempre
contrarios a los míos! ¿Sucumbieron por ventura en los campos Sigeos? Cautivos
ya, ¿Pudieron quedar en cautiverio? ¿Ardieron, acaso, en el incendio de Troya?
Por en medio de las huestes enemigas, por entre las llamas lograron abrirse
camino. ¡Por quien soy, que creo que ya mi numen se declara vencido y que he
dado tregua a la lucha, harta ya de aborrecer! Irritada contra esos prófugos de
su patria, he osado seguirlos por todos los mares y contrastarlos en todos
ellos; contra los Teucros se han estrellado las fuerzas del cielo y del mar. ¿De
qué me valieron las Sirtes, ni Escila, ni la enorme Caribdis? Libres ya del mar
y de mis iras, van a poblar las suspiradas márgenes del Tíber. Marte fue
bastante poderoso para aniquilar el feroz linaje de los Lapitas; el mismo padre
de los dioses entregó la antigua Calidonia a las iras de Diana, y ¿cuál fue para
tanto castigo el crimen de los Lapitas, cuál el de Calidonia? ¡Yo empero, yo, la
poderosa consorte de Júpiter; yo, que, infeliz, nada he dejado por intentar; yo,
que a todo he acudido por mí misma, soy vencida por Eneas! Pues bien; ya que mi
numen puede tan poco, no hay auxilio que titubee ya en implorar; pues no alcanzo
a doblegar a los dioses del cielo, acudiré a los del Aqueronte. En buen hora que
no pueda arrebatar a Eneas el imperio del Lacio, en buen hora el irrevocable
hado le asegure por esposa a Lavinia; pero conseguiré a lo menos poner trabas y
dilaciones al cumplimiento de esos grandes sucesos; pero conseguiré exterminar a
fuerza de guerras los pueblos de ambos reyes. Únanse en buen hora, a costa del
sacrificio de los suyos, el yerno y el suegro; tu dote será ¡Oh virgen! la
sangre de los Troyanos y de los Rútulos; Belona será madrina de tus bodas. No
será la hija de Ciseo la única que haya concebido en sus entrañas una tea
encendida; también el hijo de Venus será otro Paris, y segunda vez las teas de
himeneo serán funestas a la nueva Troya."
Dicho esto, encamínase furiosa a
la tierra y evoca de la mansión de las tinieblas infernales, donde moran las
horribles hermanas, a la calamitosa Alecto, cuyo corazón sólo se goza en tristes
guerras, en iras, traiciones y atroces crímenes. Su propio padre Plutón, sus
mismas tartáreas hermanas aborrecen a este monstruo: ¡Tantas y tan espantosas
caras muda, tantas negras sierpes erizan su cuerpo! Con estas palabras la excita
Juno: "Virgen, hija de la Noche, concédeme el favor, propio de ti, que voy a
pedirte, para que no sucumban mi honor y mi fama en el descrédito, ni logren los
Troyanos contraer alianza con el rey Latino, ni apoderarse de los ítalos
confines. Tú puedes armar para la guerra las diestras de los hermanos antes
unidos y abrasar en odios las familias; tú puedes esgrimir contra ellas tus
látigos de serpientes y tus teas funerales; tú tienes mil maneras, mil
artificios para hacer daño; aguza tu fecundo ingenio, descompón las ajustadas
paces, siembra ocasiones de guerra, haz que la juventud anhele y pida y blanda
furiosa las armas."
Al punto Alecto, henchida del veneno de las Górgonas, se
dirige primeramente al Lacio y a la excelsa morada del laurentino Rey, y penetra
hasta el callado aposento de la reina Amata, la cual, con ocasión de la llegada
de los Teucros y de las bodas de Turno, se consumía en mujeriles congojas e
iras. Arrójale la diosa una de las culebras de su cerúlea cabellera y se la
clava en lo más hondo de las entrañas, a fin de que, hostigada por ella,
alborote con sus furias todo el palacio. Deslízase la víbora por entre las ropas
y el terso pecho, revolviéndose sin ser sentida, e infunde por sorpresa en la
exaltada Reina un espíritu viperino. Ya revuelta en derredor de su cuello, la
gran culebra se trueca en collar de oro, ya en larga venda que ciñe sus
cabellos, ya se desliza veloz por todos sus miembros. Mientras el primer virus
destilado de aquella húmeda ponzoña va inficionando sus sentidos y va el fuego
cundiendo a los huesos sin que todavía su alma se haya empapado toda entera en
la infausta llama, habla así al Rey con dulzura y cual acostumbran las madres,
haciendo tiernos lamentos por su hija y por las bodas frigias que se preparan:
"¿Y habrías de dar ¡Oh padre! nuestra Lavinia a esos Troyanos desterrados?
¿No te dueles de tu hija, ni de ti mismo, ni de su madre, a quien al primer
soplo del aquilón dejará abandonada el pérfido, llevándose por el mar la robada
virgen? ¿No penetró así en Lacedemonia el pastor frigio y se llevó a Hélena,
hija de Leda, a las ciudades troyanas? ¿Que se ha hecho de tus sagrados
juramentos, qué de tu antiguo desvelo por los tuyos, qué de tu palabra, tantas
veces empeñada a nuestro deudo Turno? Si desean los Latinos un yerno de raza
extranjera, si tal es tu firme resolución, y a ella te apremian los mandatos de
tu padre Fauno, juzgo que extranjera será toda tierra libre de tu dominio, y así
los expresaron los dioses; y si nos remontamos al primer origen de tu linaje,
verás que Turno viene del corazón de Micenas y que cuenta entre sus progenitores
a Ínaco y a Acrisio."
Luego que conoció la inutilidad de estas razones,
viendo que Latino perseveraba en su resolución, y cuando hubo cundido al fondo
de sus entrañas y penetrado en su cuerpo el veneno de las furias destilado por
la serpiente, precipítase la infeliz delirante por toda la ciudad, presa de
espantosas visiones. Cual peonza que a impulso del retorcido látigo hacen girar
los muchachos en sus juegos, formando un ancho corro en los desocupados atrios,
y pasmándose de ver cuál corre de aquí para allá en circulares trechos el
tornátil boj batido de la correa, y acelerado por ella en su veloz carrera, tal
y no menos rápida se precipita la Reina por las ciudades y las indómitas tribus
de su pueblo. Y no satisfecha aún, y cual si estuviera poseída del numen de
Baco, resuelta a mayor atentado, aguijada de mayores furias, huye a las selvas y
esconde a su hija en los frondosos montes para sustraerla al enlace con el
Troyano y alejar las teas nupciales, dando bramidos, invocándote ¡Oh Baco! y
proclamándote único digno de la virgen, puesto que por ti empuña el blando tirso
y se une a los coros que celebran tu gloria y conserva para ti su cabellera
consagrada a tu numen. Vuela la fama de este suceso, y arrastradas del mismo
modo por la Furias todas las madres a buscar nuevos hogares, abandonan sus
casas, dando al viento los cuellos y las sueltas cabelleras. Unas llenan el
espacio de trémulos alaridos, otras, ceñidas de pieles, esgrimen lanzas rodeadas
de pámpanos. Amata, en medio de ellas, desatentada, blande una tea encendida y
canta las bodas de Turno con su hija, revolviendo sangrientas miradas; luego de
pronto exclama con torvo acento: "Oídme ¡Oh madres latinas! si aun os queda en
los piadosos ánimos algún cariño a la desventurada Amata; si en algo tenéis
vuestros derechos de madres, desataos las vendas del cabello y celebrad orgías
conmigo."
De esta suerte aguijonea Alecto con los estímulos de Baco a la
reina Amata por las selvas y los desiertos de las fieras. Cuando juzgó que ya
había atizado bastante los primeros furores, revuelto el palacio y desbaratado
los planes del rey Latino, alzose de allí al punto en sus negras alas,
encaminándose a la ciudad del animosos Rútulo, la cual es fama que fundó Dánae,
con los colonos acrisios cuando la precipitó en aquella playa el impetuoso noto.
Los antiguos la denominaron Árdea, y aún hoy conserva este gran nombre; pero su
fortuna pasó; allí Turno, ya mediada la negra noche, disfrutaba en su soberbio
palacio apacible sueño. Alecto se despoja de su fiero aspecto y de su cuerpo de
furia, transformándose en figura de vieja. Su horrible frente se ve surcada de
arrugas, una venda sujeta sus blancos cabellos, que ciñe un ramo de oliva.
Trocada así en la vieja Cálibe, sacerdotisa de Juno, preséntase ante los ojos
del mancebo y le habla de esta manera:
"¿Consentirás, ¡Oh Turno! en haber
arrostrado en vano tantos afanes y en que pase tu cetro a manos de colonos
troyanos? ¡El rey Latino te niega al pactado enlace y la dote que te has ganado
con tu sangre, y quiere que un extranjero herede su reino! ¡Ve ahora, iluso, ve
a arrostrar peligros tan mal agradecidos; ve y debela las huestes tirrenas;
asegura a los Latinos el beneficio de la paz! La misma omnipotente hija de
Saturno me ha mandado que viniera a decirte claramente estas cosas cuando
estuvieras descansando en la serena noche. Ea, pues, disponte ufano a armar tu
juventud guerrera y a sacarla de la ciudad; embiste a los caudillos frigios,
acampados en las márgenes del hermoso río, y abrasa sus pintadas naves; así lo
manda la poderosa fuerza de los dioses. El mismo rey Latino, si no te da por
esposa a su hija y falta a su empeño, conozca y pruebe, en fin, las armas de
Turno."
Burlándose de la Sibila, replícale así el mancebo: "No ha faltado,
como crees, un mensajero para anunciarme que han entrado naves extrañas en las
aguas del Tíber. No me ponderes tanto los peligros que corro, no se ha olvidado
de mí la regia Juno...; pero vencida por la edad y de sus estragos, incapaz por
ello de discernir la verdad de las cosas, ¡Oh anciana! te forjas vanos temores y
te exageras los peligros en medio de las contiendas de los reyes. Ve a cuidar,
como debes, de las imágenes de los dioses y de la seguridad del templo, y deja a
los hombres el cuidado de las paces y las guerras."
Estas palabras
encendieron en ira a Alecto, cuando de pronto se apodera del joven, que la
reconoce y la implora, súbito temblor. Sus ojos quedan desencajados: ¡Tantas
serpientes silban en la Furia, tan patente se muestra en su horrenda figura!
Entonces, revolviendo los llameantes ojos, rechaza al Rey, suspenso y empeñado
en disculparse, irgue en su cabello dos culebras, chasquea su látigo y con
rabiosa lengua exclama así: "Aquí estoy, aquí vencida de la edad y de sus
estragos, incapaz por ello de discernir la verdad de las cosas, yo, que me forjo
vanos temores y me exagero de los peligros en medio de las con tiendas de los
reyes. Mira estas serpientes; vengo de la mansión de las Furias, mis hermanas y
traigo en la mano guerras y matanzas..." Dicho esto, arroja una tea al joven y
se inca en el pecho, humeante con negro resplandor. Rompe entonces su sueño
indecible espanto; todo su cuerpo se empapa en un sudor que le cala hasta los
huesos, y fuera de sí, lanza bélicos rugidos; revuélvese en el lecho, buscando
sus armas; sus armas busca por todo el palacio, respirando ansia insensata de
hierro y lides y ardiendo en ciega ira; no de otra suerte, cuando se enciende
una resonante lumbrada, de retamas debajo de una caldera llena de agua, hierve
esta con estrépito y se levanta espumante, y rebosa, y convertida en negro
vapor, se exhala por los aires. Declara, pues, a sus principales guerreros que,
rota la paz, va a marchar contra el rey Latino, y manda aprestar las armas,
fortificar a Italia y arrojar de sus confines al enemigo; él sólo basta, dice,
contra los Teucros y los Latinos. Dicho esto e invocando los dioses, excítanse
mutuamente y a porfía los Rútulos a la guerra, movidos del amor que profesan a
su rey, unos por su gallardía y juventud, estos por su regia prosapia, aquellos
por sus preclaras hazañas.
Mientras Turno infunde animoso brío a los
Rútulos, vuela Alecto, batiendo sus infernales alas, al campamento de los
Teucros, e ideando nuevas trazas, explora los sitios en que el hermoso Iulo se
entretenía en acosar las fieras con lazos y a la carrera. Entonces la virgen del
Cocito comunica a sus perros súbita rabia, les lleva a la nariz el conocido olor
de un ciervo para que ardientes le persigan, lo cual vino a ser la ocasión
primera de tantos desastres y lo que inflamó en guerrera saña a aquellas
rústicas gentes. Había un hermosísimo ciervo de gran cornamenta, al cual desde
que aún mamaba arrebataron a su madre y criaban los hijos de Tirreo, y este
también, que era el mayoral de los ganados del Rey y el guarda de sus dilatados
campos. Criábale con particular amor y le tenía acostumbrado a obedecerla
Silvia, hermana de aquellos mancebos; ella le adornaba las astas con guirnaldas,
le peinaba el cuerpo y le lavaba en cristalinas fuentes. Hecho a que le pasaran
la mano, a comer en la mesa de su ama, vagaba de día por las selvas, y a la
noche, aunque ya muy entrada, se volvía por sí solo al conocido hogar. Sucedió
por dicha aquel día que errante, lejos de él, cuando acababa de bañarse en un
manso río y estaba descansando del gran calor en la verde ribera, le levantaron
rabiosos los perros de Iulo, que por allí andaba cazando, e inflamado el mancebo
en ansia de noble prez, le disparó del corvo arco una saeta, que dirigida con
mano certera, así lo quiso la Furia, fue silbando a traspasarle el vientre y los
ijares. Huye el herido ciervo a la conocida morada, y lanzando gemidos, se entra
ensangrentado en el redil, llenándolo con lastimosos acentos, cual si se quejara
e implorase compasión. Silvia la primera, al verle, se golpea los brazos, grita
socorro y concita a todos los rústicos pastores, que acuden de improviso, como
que la horrible Furia andaba oculta por aquellas calladas selvas; cuáles armados
con palos de tostada punta, cuáles con ñudosas estacas, todos con lo primero que
han encontrado a mano y que la ira ha convertido en armas, Tirreo, que estaba a
la sazón partiendo con apretadas cuñas una enorme encina, ase de su hacha, llama
a toda su gente y acude también respirando saña. Entre tanto la horrible diosa,
que desde su escondrijo ve llegada la ocasión de provocar una gran desgracia, se
sube al tejado de la alquería, y desde aquella altura hace la señal de los
pastores, esforzando con la corva bocina su voz infernal, con que retembló todo
el monte y atronó a lo lejos las profundas selvas. Oyola el apartado lago de
Diana, oyéronla el río Nar, blanco con sus sulfurosas aguas y las fuentes de
Velino, y temblorosas las madres estrecharon al pecho sus hijos. Al punto los
indómitos pastores, oída la señal que les diera la horrible bocina, acuden
presurosos, provistos de improvisadas armas, al mismo tiempo que la troyana
juventud se precipita por todas las puertas de sus reales en auxilio de Ascanio.
Ordénanse las huestes y trábase la lid, no ya, a la manera de campesinos, con
recias estacas y garrotes de tostada punta, sino con espadas de dos filos; una
horrible mies de desnudos aceros eriza la vasta llanura, resplandecen las armas
heridas del sol y reverbera la luz hasta las nubes, como cuando al primer soplo
del viento empieza a blanquear una ola, va luego poco a poco hinchándose la mar,
y levantando cada vez más altas sus olas, hasta que alza al firmamento aun las
aguas de sus más profundos abismos. En esto el joven Almón, el mayor de los
hijos de Tirreo, que lidiaba en primera fila, cae herido de una estridente
saeta, que, hincándosele debajo de la garganta, ahogó con sangre sus labios la
frágil vida. A su lado sucumben otros muchos, y entre ellos, mientras se estaba
ofreciendo medianero para poner paz, el anciano Galeso, varón el más justo y
rico que tenía entonces la Ausonia; cinco rebaños de ovejas y cinco vacadas
volvían casi de noche de sus dehesas, y en la labranza de sus heredades empleaba
cien arados.
Mientras con dudosa fortuna sigue trabada aquella lid en los
campos, la Furia, que ha cumplido ya su promesa ensangrentando la guerra y
ocasionando muertes al primer choque, abandona la Hesperia, y remontándose al
aéreo espacio, habla así ufana a Juno con arrogantes voces: "¡Allí tienes
suscitada con una sañuda guerra la discordia que apetecías; prueba ahora a
amistarlos de nuevo y a ponerlos en paz! Una vez que ya he rociado a los Teucros
con sangre ausonia, más haré todavía si me aseguras que tal es tu voluntad; yo
esparciré rumores que subleven a los pueblos comarcanos e inflamaré los ánimos
en insano furor guerrero para que de todas partes acudan en auxilio de los
Latinos; yo sembraré de armas los campos." Juno le respondió: "Harto hay ya de
terrores y amaños. Ya hay ocasión bastante para la guerra, y lidian cuerpo a
cuerpo; esas armas que les dio la ventura están ya bañadas de reciente sangre.
Celebren ya, en buen hora, tales bodas, júntense con tales lazos el ilustre hijo
de Venus y el rey Latino. Por lo que a ti toca, no consentirá el sumo Padre,
árbitro del Olimpo, que por más tiempo vagues libre por los espacios etéreos.
Vuélvete a tu morada; yo proveeré por mí misma a cuanto pueda sobrevenir en esta
trabajosa empresa." Esto dijo la hija de Saturno. Alecto entonces, batiendo sus
estridentes alas, cuajadas de sierpes, vuela a la mansión del Cocito,
abandonando las celestes alturas. Hay en el corazón de Italia, a la falda de una
alta sierra, un sitio noble y famoso en gran parte de la tierra, denominando los
valles Amsanctos, circuidos por todos lados de frondosas selvas y por cuyo
centro pasa un tortuoso torrente, rompiéndose entre peñas con fragoso estruendo.
Ábrese allí una horrenda sima, respiradero del infernal Plutón, ancho abismo que
sirve de pestilentes fauces al desbordado Aqueronte; húndese por allí la Furia,
aborrecido numen, y el cielo y la tierra respiran libres de su presencia.
En
tanto la Reina, hija de Saturno, preserva en dar la última mano a la guerra.
Abandonando el campo de batalla, precipítase la innumerable muchedumbre de los
pastores hacia la ciudad, llevándose los cadáveres del mancebo Almón y del ya
desfigurado Galeso, implorando a los dioses, tomando a Latino por testigo de
aquel desastre. Llega en esto Turno, y en medio de aquel furioso y sangriento
tumulto aumenta la confusión con sus quejas de que se llame al reino a los
Troyanos, de que se solicite una alianza frigia y de que a él se le arroje del
palacio. Entonces aquellos cuyas madres, poseídas de báquico furor, vagan por
las enmarañadas selvas celebrando orgías (¡tanto influjo ejerce el nombre de
Amata!), acuden también en tropel y fatigan el viento con sus bélicos clamores;
todos, a despecho de los presagios contra la voluntad de los dioses, piden, con
perverso consejo, una guerra infanda y asedian a porfía el palacio del rey
Latino. El se resiste, semejante a una roca del mar, inmóvil y sustentada en su
gran mole, entre el fragor de los vientos desatados y de las olas furiosas que
ladran a su rededor; vanamente se estremecen en contorno los escollos y las
espumosas peñas, y baten sus costados las rechazadas algas; mas viento, en fin,
que no hay camino de conjurar aquel desacordado empeño y que las cosas van a
merced de la despiadada Juno, toma repetidas veces por testigos a los dioses y a
las vanas auras, exclamando: "¡Ay, los hados nos quebrantan, la tempestad nos
arrolla! Con vuestra sacrílega sangre pagaréis ¡Oh míseros! ese atentado. A ti
¡Oh Turno! te está reservado un lastimoso desastre y con tardíos votos
implorarás a los dioses. Yo, por mí, tengo asegurado mi sosiego; a la vista está
el puerto de todas mis esperanzas; sólo pierdo una muerte feliz." Dicho esto, se
encerró en su palacio y abandonó las riendas del gobierno.
Existía en el
Lacio hesperio una costumbre, que las ciudades albanas observaban de muy antiguo
como sagrada y que hoy conserva todavía Roma, la señora del mundo, cuando se
dispone a mover guerras, ya para llevar terrible estrago a los Getas, ya a los
Hircanos o a los Árabes, ya se encamine al país de los Indios y avanzando más
hacia la Aurora, vaya a recobrar de los Partos sus enseñas. Dos puertas hay en
el templo de la guerra, así las llaman, consagradas por la religión y por el
miedo al cruento Marte; guárdanlas cien cerrojos de bronce e indestructibles
barras de hierro, y Jano, además, las custodia permanentemente. Tan luego como
el Senado declara la guerra, el mismo cónsul en persona, vestido de la trábea
quirinal y de la gabina toga, insignias de su dignidad, abre las puertas y
proclama la guerra; síguele toda la juventud, y con ronco son responden los
clarines a su vocerío. De esta manera querían que declarase Latino la guerra a
los Troyanos y abriese las infaustas puertas; mas no quiso el Rey tocarlas con
su mano, y rehuyendo aquel fatal ministerio, fue a sepultarse en lo más profundo
de su palacio. Entonces la Reina de los dioses, desprendida del cielo, empuja
con su propia mano las puertas, harto tiempo cerradas para su impaciencia, y
haciéndolas girar sobre sus goznes, rompe las férreas vallas de la guerra. Arde
en bélico furor Italia, antes sosegada e inmóvil: unos se preparan a servir de
peones, otros, jinetes en fuertes corceles, levantan con sus furiosas
arremetidas nubes de polvo; todos buscan armas. Unos acicalan leves rodelas y
brillantes dardos y afilan las segures en las piedras; todos se deleitan en
tremolar banderas y en oír el ruido de las trompetas. Cinco grandes ciudades a
porfía baten los yunques y renuevan las armas: la poderosa Atina, la soberbia
Tíbur, Árdea, Crustumera y la torreada Antemna. Forjan yelmos, reparos seguros
para las cabezas; con dobladas varas de sauce forman adargas; otros corazas de
metal; otros extienden la flexible plata en forma de leves grebas. Todos olvidan
su amor a la reja y al arado; la hoz se trueca en arma; todos reforjan en el
horno las espadas de sus padres. Suenan las trompetas, vuelan las órdenes de
escuadra en escuadra. Este, fuera de sí, ase el yelmo guardado en su hogar;
aquel sujeta al no usado yugo sus fogosos caballos; cuál embraza el escudo y
viste la loriga de triple franja de oro, cual se ciñe la fiel espada.
Abridme ahora ¡Oh Musas! el Helicón e inspirad mis cantos; decidme cuáles reyes
tomaron parte en aquella guerra, cuáles ejércitos llevaron en su seguimiento los
campos, qué guerreros florecían ya entonces en la fecunda Italia, en qué guerras
ardió por aquellos tiempos, pues vosotras ¡Oh diosas! lo tenéis presente y
podéis recordar al mundo esas cosas, que escasamente ha traído hasta nuestra
edad un leve soplo de la fama.
El primero que se encamina a la guerra desde
las playas tirrenas con sus armadas huestes es el feroz Mecencio, despreciador
de los dioses. Junto a él va su hijo Lauso, el más apuesto guerrero de Italia,
después del laurentino Turno. Lauso, domador de caballos y terror de las fieras,
capitanea en vano mil guerreros de la ciudad de Agila; mancebo digno de mejor
fortuna en el trono y de no tener por padre a Mecencio.
En pos de ellos
ostenta en el campo su carro decorado con palmas y sus vencedores caballos el
hermoso Aventino, hijo del hermoso Hércules, llevando en su escudo la empresa
paterna, la Hidra ceñida de cien serpientes. La sacerdotisa Rea, mujer unida a
un dios, le dio a luz furtivamente en la selva del monte Aventino, después que
Hércules, muerto Gerión, llegó vencedor a los campos laurentinos y fue a bañar
sus vacas iberas en el río tirreno. Sus soldados llevan a la guerra picas y
terribles chuzos con ocultos rejos y pelean con lanzas sabinas de redondo cabo.
Aventino, a pie, ceñido de la piel de un enorme león, erizada de espantosas
vedijas y cubierta la cabeza con las quijadas de la fiera, en que todavía
brillan sus blancos dientes, se encamina al real alcázar, horrible con aquellos
arreos, a la usanza de los de su padre Hércules.
Vienen después dos
hermanos, Catilo y el fogoso Coras, mancebos argivos, abandonando las murallas
tiburtinas, así llamadas del nombre de su hermano Tiburto; siempre en primera
fila se precipitan sobre las apiñadas huestes contrarias. Tal descienden de la
alta cumbre de un monte dos centauros, hijos de las nubes, abandonando en rápida
carrera el Hómole y el nevado Otris; ábreles la selva ancho paso, y por él caen
tronchadas las ramas con fragoso estruendo.
No faltó allí en aquel trance el
fundador de la ciudad de Prenesta, el rey Céculo, a quien todas las edades han
creído hijo de Vulcano, nacido entre agrestes alimañas y hallado en una hoguera.
Acompáñale innumerable turba de pastores, los que moran en la alta Prenesta y en
los campos de Gabina, cara a Juno, y los del frío Anieno y los de las peñas
Hérnicas, regadas por cien arroyos, y también a los que sustentan la rica
Anagnia y el río Amaseno. No todos estos llevan armas, ni hacen resonar yelmos
ni carros; los más disparan con la honda pelotas de pardo plomo; otros blanden
dos dardos en la mano y cubren sus cabezas rojos capirotes de piel lobuna;
llevan descalzo el pie izquierdo y una abarca de cuero crudo les cubre el
derecho.
Entre tanto Mesapo, domador de caballos, hijo de Neptuno, a quien
no es dado postrar ni con fuego ni con hierros, concita súbitamente a la pelea a
sus pueblos, por largo tiempo sosegados, y a sus no aguerridas huestes, y empuña
la espada. Marchan con él los escuadrones Fesceninos y los Faliscos, afamados
por su justicia; los que oran en las alturas de Soracte, y en los Flavinios
campos, y en las montuosas márgenes del lago Cimino, y en los bosques Capenos.
Caminaban en iguales grupos, entonando loores a su Rey, semejantes a una bandada
de nevados cisnes, que, de vuelta de los prados adonde han ido a pastar, surcan
el líquido éter exhalando por los largos cuellos canoros acentos con que resuena
el río y que repite con lejanos ecos el lago Asia... Nadie, al ver tal
muchedumbre, la hubiera tomado por un ejército cubierto de hierro, sino por una
aérea nube de aquellas roncas aves precipitándose desde la alta mar hacia las
playas.
He aquí a Clauso, del antiguo linaje de los Sabinos, que viene
capitaneando una poderosa hueste, poderoso como ella, y de quien descienden hoy
la tribu y la familia Claudia, difundida por el Lacio desde que Roma le dio en
parte a los Sabinos. Vienen con él la gran cohorte Amiterna y los antiguos
Quirites y todas las armadas gentes de Ereto y de la olivífera Mutusca, los de
la ciudad de Nomento, los de las húmedas campiñas de Velino, los que habitan las
enriscadas asperezas de Tétrica, el monte Severo y la Casperia y los Forulos y
las orillas del río de Himela; los que beben las aguas del Tíber y del Fabaris;
los que enviara la fría Nursia, las huestes de Horta y los pueblos Latinos y los
que divide, cruzando por mitad de su territorio, el río Alia, nombre infausto.
Tan numeroso como las olas que revuelve el africano mar cuando el fiero Orión se
esconde en las aguas invernales, o como las espigas que tuesta el nuevo sol en
los campos del Hermo o en los rojos sembrados de la Lilia, resuenan los escudos,
teme la tierra al batir de las pisadas.
Acude por otra banda en su carro el
hijo de Agamenón, Haleso, enemigo del nombre troyano, trayendo en auxilio de
Turno mil pueblos feroces, los que revuelven con el rastrillo los fértiles
viñedos Másicos, los que envían a aquella guerra, desde sus altos collados, los
senadores de Aurunca y los que moran junto al golfo Sidicinio; los de Cales y
los del cenagoso río Volturno, y con ellos el áspero Satículo y la hueste de los
Oscos; sus armas son chuzos despuntados, a que ajustan largas correas. Una
adarga cubre su brazo izquierdo y lidian cuerpo a cuerpo con espadas corvas.
Ni serás olvidado en mis versos, ¡Oh Obalo! de quien es fama que te hubo de la
ninfa Sebetida el rey Telón, cuando ya anciano reinaba sobre los Telebos de
Caprea; mas no contento su hijo con los estados de su padre, ya entonces
extendía su dominio a los pueblos Sarrastes y a los llanos que riega el Sarno, y
a los que pueblan a Rufra y a Bátulo, y los campos de Celena, y los que miran
las fructíferas murallas de Abella. Estos blanden dardos arrojadizos al modo de
los Teutones, llevan capacetes de corteza de alcornoque, y en sus manos brillan
rodelas y espadas de acero.
También te envió a aquella guerra la monstruosa
Nersa, ¡oh Ufente!, de preclara fama y venturoso en armas; tú, a quien
señaladamente obedece el Equícola, pueblo feroz dado a la montería, y que labra
armado una dura tierra, siempre sediento de nuevas rapiñas y de vivir del robo.
Viene también, enviado por el rey Archipo, el fortísimo Umbro, sacerdote de
la nación Marruvia, ceñido el yelmo de ramos de feliz oliva, el cual solía
adormecer con el canto y con la mano a las víboras y a las hidras de ponzoñoso
aliento, y aplacar sus iras, y tenía el arte de curar sus mordeduras; mas no le
bastó para sanar la herida de una lanza troyana, ni le aprovecharon para ella
sus soñolientos cantos ni las hierbas cogidas en los montes Marsos. Y lloraron
tu muerte el bosque de Anguitia y las cristalinas aguas del lago Fucino...
Iba también a la guerra Virbio, hermosísimo hijo de Hipólito, enviado a ella por
su madre Aricia, que le criara en los bosques de Egeria, en los contornos de la
húmeda playa donde se alza el rico altar de la bondadosa Diana. Es fama que
Hipólito, luego que pereció por arte de su madrastra, y despedazado por sus
furiosos caballos, satisfizo con su sangre la venganza de su padre, tornó
segunda vez a la tierra, resucitado con hierbas de Peón que le dio la enamorada
Diana. Entonces el Padre omnipotente, indignado de que un mortal hubiese vuelto
de las sombras infernales a la luz de la vida, precipitó con su rayo en las
ondas estigias al hijo de Febo, inventor de la poderosa arte médica; mas la
divina Diana esconde a Hipólito en sus repuestas moradas y lo encomienda a la
ninfa Egeria y ala espesura, para que allí solo y sin gloria pasase la vida en
las selvas de Italia bajo el nombre de Virbio. De aquí proviene que ni al templo
de Diana ni a sus bosques sagrados se permita llegar caballos, porque estos,
espantados con la vista de los monstruos marinos, arrastraron por la playa al
carro y al mancebo. No menos que él, ejercitaba su hijo en las llanuras los
fogosos caballos y se precipitaba en su carro a las batallas.
Osténtase
también armado entre los primeros el mismo Turno, llevándoles toda la cabeza; su
alto almete, crinado de tres penachos, sostiene a la Quimera, arrojando por las
fauces los fuegos del Etna; cuanto más se embravece la lid con la derramada
sangre, más ella retiembla y vomita lívidas llamas. En el oro de su ligero
escudo se ve representada a Ío, erguidos los cuernos, cubierta ya de cerdas, ya
convertida en vaca (¡Larga y memorable historia!); vese también allí a Argos,
custodio de la virgen y a su padre Ínaco derramando de su cincelada urna un
caudaloso río. Síguele una nube de peones cubiertos de adargas, que se extienden
por todo el ámbito de la campiña; entre ellos van la gente argiva, las huestes
auruncas, los Rótulos, los antiguos Sicanos y las escuadras Sacranas y los
Labicos, de pintadas rodelas, los que cultivan tus bosques ¡Oh Tíber! y la
sagrada margen del Numico, y los que revuelven con la reja los collados rútulos
y el monte Circeo, a cuyos campos presiden Júpiter Anxuro y Feronía, a quien
recrean las lozanas selvas; los que habitan a orillas de la negra laguna se
Satura, donde el frío Ufente se abre camino por hondos valles y va a perderse en
el mar.
Vino en pos de ellos la guerrera virgen Camila, de la nación Volsca,
capitaneando lucidos escuadrones cubiertos de acero. No están avezadas sus
mujeriles manos a la rueca ni a los canastillos de Minerva; pero sabe resistir
los duros afanes de la guerra y vencer en su rápida carrera a los vientos; capaz
hubiera sido volar por encima de las mieses sin tocarlas ni doblegar tiernas
espigas, y de cruzar el mar, suspendida sobre las hinchadas olas, sin mojar en
él las veloces plantas. Toda la juventud, todas las madres se precipitan de los
caseríos y de los campos para verla pasar embelesadas y admirar su bizarría;
cómo vela sus delicados hombros un regio manto de púrpura, cuál sujeta sus
cabellos un broche de oro, cuán airosa ostenta a la espalda una aljaba licia y
blande en su mano, a modo de los pastores, una lanza de mirto con ferrada punta.
LIBRO VIII
[Levanta Turno en Laurento el pendón de la guerra y envía a
pedir auxilios a los pueblos del Lacio.—Aparécese en sueños a Eneas el dios del
Tíber, le recuerda las profecías de Héleno y le aconseja que solicite la alianza
de Evandro, rey de los Árcades, establecido en el monte Palatino, cuna de la
futura Roma.—Pasa Eneas a la ciudad de Evandro, que le acoge con paternal
bondad, le refiere el origen de las fiestas instituidas en honor de Alcides, por
la muerte dada a Caco en aquellos mismos sitios, y juntos los visitan,
recordando su historia.—Pide Venus a Vulcano armas para su hijo Eneas, que al
punto forjan los Cíclopes por mandato del dios.—Por consejo de Evandro va Eneas,
acompañado de Palante, hijo de aquel rey, a ponerse al frente de los tirrenos,
rebelados contra su impío rey Mecencio.—Venus se aparece a Eneas y le entrega
las armas forjadas por Vulcano, en que están esculpidas con divino arte las
futuras grandezas romanas.]
Luego que Turno levantó en el alcázar de
Laurento el pendón de la guerra y retumbaron con ronco estruendo las bocinas;
luego que apercibió a la lid sus bravos caballos y sus armas, conturbáronse de
súbito los ánimos; al mismo tiempo todo el Lacio se conjuró en tumultuario
alboroto, y la impetuosa juventud prorrumpe en fieros clamores. Sus primero
capitanes, Mesapo, Ufente y Mecencio, despreciador de los dioses, allegan con
violencia auxilios de todas partes y talan a los labradores sus dilatados
campos; enviado Vénulo, parte a la ciudad del gran Diomedes en demanda de
socorros y para noticiarle que los Teucros se hallan en el Lacio; que a él ha
arribado Eneas con su armada, trayendo consigo sus vencidos penates; que se dice
destinado por los hados a reinar en aquellas regiones; que muchos pueblos han
ido ya a reunirse al héroe dardanio; que su nombre va teniendo cada vez más eco
en todo el Lacio; y por último, que mejor que el rey Turno o que el rey Latino,
debía él conocer claramente qué preparan aquellos comienzos y a cuál resultado
de la guerra aspira Eneas si le propicia la fortuna.
Así andaban las cosas
por el Lacio, con lo que fluctuaba el héroe troyano en un mar de cuidados,
llevando ya aquí, ya allí su pensamiento, sin acertar a fijarle en parte alguna;
no de otra suerte la trémula luz del sol o la imagen de la radiante luna, cuando
reverbera en las aguas de un jarrón de bronce, revolotea, iluminando todos los
contornos, chispea en los aires y va a herir los artesones de la encumbrada
techumbre. Era la noche, y un profundo sueño embargaba a los fatigados vivientes
de la tierra y de los aires, cuando el gran caudillo Eneas, turbado el pecho con
los tristes pensamientos de la guerra, se tendió en la ribera bajo la bóveda del
frío éter, y dio a sus miembros un tardío descanso. Entonces el mismo dios de
aquellos sitios, el Tíber, se le apareció, en figura de un anciano, entre los
frondosos álamos de la ribera, y levantándose del fondo de sus serenas aguas,
cubierto con un ligero cendal de verdoso color y ceñido el cabello de hojosas
espadañas, le habló así, sosegando su espíritu con estas palabras:
"¡Oh hijo
del linaje de los dioses, que nos restituyes la ciudad troyana salvada de manos
de sus enemigos, y conservas el eterno Pérgamo! ¡Oh tú, esperado en el suelo de
Laurento y en los campos latinos! Aquí tienes segura morada y seguros penates;
no desistas ni te dé gran cuidado de esta guerra; ya para ti han acabado los
grandes afanes, ya han calmado las iras de los dioses... No creas que esto es
ilusión del sueño; ya vas a encontrarte, tendida bajo las encinas de la
ribera, una corpulenta cerda blanca dando de mamar a treinta lechoncillos
blancos como ella; este es el sitio en que has de edificar tu ciudad, este el
descanso de tus trabajos (1) [(1) Repetición de las palabras del rey Héleno
en su vaticinio (libro III, v. 390 y siguientes)]; pasados en seguida treinta
años, Ascanio edificará la ciudad de Alba, cuyo preclaro nombre recordará el
encuentro de que te he hablado. Lo que te vaticino es seguro; ahora te diré en
pocas palabras por qué medios alcanzarás la victoria, que es lo que más importa:
escucha. Los Árcades, descendientes de Palante, que siguiendo las banderas de su
rey Evandro vinieron a estas playas, fijaron aquí su asiento edificaron en los
montes una ciudad a la que pusieron por nombre Palantea, del de su progenitor
Palante. Estos están en continua y porfiada guerra con la nación latina; ajusta,
pues, con ellos estrecha alianza y asegúrate el auxilio de sus armas; yo mismo
te conduciré por mis orillas y por mis aguas propias, de suerte que puedas con
tus remos navegar contra la corriente. ¡Levántate, hijo de una diosa! En cuanto
las primeras estrellas desaparezcan bajo el horizonte, ofrece a Juno las debidas
preces y aplaca a fuerza de suplicantes votos su ira y sus amenazas. Una vez
vencedor, me tributarás honrosos sacrificios.
63 Yo soy el cerúleo Tíber, río el
más querido del cielo, el que, como ves, ciñe estas riberas con abundosa
corriente y cruza esas pingües campiñas. Aquí tengo mi gran palacio, mi fuente
nace entre nobilísimas ciudades."
Dijo, y se sumergió en las profundidades
de su fondo. La noche y el sueño abandonan a Eneas, que se levanta al punto, y
mirando la naciente luz del nuevo sol, coge en sus palmas ahuevadas agua del
río, conforme al rito, y da al viento estas palabras: "¡Oh ninfas, ninfas de
Laurento, de do desciende el linaje de los ríos! y tú, ¡Oh padre Tíber, de sacra
corriente! acoged a Eneas y apartad de él, en fin, los peligros. Sea cual fuere
la fuente donde nacen tus aguas, ¡Oh tú que te compadeces de mis desventuras!
sea cual fuere el suelo de donde brotas, siempre tributaré ofrendas en honra
tuya. ¡Oh el más hermoso de los ríos, cornígero rey de los raudales de Hesperia!
¡Ah! sé conmigo tras tantos afanes y confirma tus prósperos oráculos con prontos
auxilios." Dice, y escogiendo en su armada dos birremes, las provee de remeros y
gente armada.
Mas he aquí que de pronto ¡Oh asombroso prodigio! aparece por
medio de la selva, y va a tenderse en la verde playa, una cerda blanca rodeada
de su cría, toda de igual color, a ti al punto ¡Oh poderosísima Juno! consagra
el piadoso Eneas aquella ofrenda, inmolando en tus altares la madre y la cría.
Durante toda aquella noche el Tíber había amansado sus hinchadas olas y
abajádose, refluyendo en su silencioso cauce, a manera de un estanque o de una
apacible laguna, para que no opusiesen al remo sus aplanadas y serenas aguas
resistencia alguna. Aceleran, pues, el comenzado camino; deslízanse por las
aguas con plácido rumor las embreadas naves, maravíllanse las ondas, maravillase
el bosque con el desusado espectáculo de los espléndidos escudos de aquellos
guerreros y aquellas pintadas barcas que bogan por el río. Día y noche fatigan
el remo, surcando los largos recodos que forma el Tíber entre variadas arboledas
cuyo pomposo ramaje los cubre, y hendiendo las verdes selvas que se reflejan en
la mansa corriente. Ya el ígneo sol inflamaba el cenit cuando divisaron a lo
lejos unas murallas, una fortaleza y algunas escasas habitaciones, las mismas
que ahora ha levantado al firmamento el poderío romano y que entonces formaba la
pobre capital del rey Evandro. Hacia ella enderezan al punto las proas y se
acercan a la ciudad.
Casualmente aquel día estaba el rey árcade ofreciendo
en un bosque delante de la ciudad solemnes sacrificios al grande hijo de
Anfitrión y a los dioses; con él su hijo Palante, los mancebos principales de la
nación y el reducido senado estaban quemando inciensos; tibia la sangre de las
víctimas humeaba en las aras. Luego que vieron las altas naves que se deslizaban
por entre el opaco bosque, apoyadas en lo callados remos, aterráronse con
aquella súbita aparición, y todos a la par se ponen en pie, abandonando las
mesas; pero el valeroso Palante les impide interrumpir los sacrificios, y
empuñando una jabalina, se precipita al encuentro de los forasteros, a quienes
grita de lejos desde lo alto de un collado: "¿Qué causa ¡Oh mancebos! os impulsó
a tentar estas ignotas regiones? ¿Adónde vais? ¿Qué linaje es el vuestro? ¿De
dónde venís? ¿Nos traéis la paz o la guerra?" Entonces el caudillo Eneas,
alargando en su mano una rama de pacífica oliva, le habló así desde la alta
popa: "Viendo estás Troyanos y armas enemigas de los Latinos; viendo estás a
unos fugitivos de las soberbias armas del Lacio. A Evandro buscamos; cuéntale
esto y dile que los caudillos elegidos de la nación Dárdana vienen a pedirle
alianza." Pasmose Palante al oír aquel gran nombre de Troya y, "¡Oh tú!
quienquiera que seas, respondió, salta a la playa y ven a hablar con mi padre;
ven a ser huésped de nuestros penates." Al mismo tiempo tiende la mano a Eneas y
se la aprieta cariñosamente, con lo que, dejando el río, penetran juntos en el
bosque.
Entonces Eneas dirigió al Rey estas palabras amigas: "¡Oh el mejor
de los Griegos, a quien la fortuna ha querido que dirija mis súplicas y tienda
los ramos de oliva entrelazados con las sagradas ínfulas! en verdad no me
inspiraste temor, aunque caudillo de los Dánaos, y Árcade, aunque unido por tu
linaje a los dos Atridas; antes la rectitud de mis intenciones, los santos
oráculos de los dioses, nuestro origen común y tu fama, esparcida, por toda la
haz de la tierra, me han unido a ti, impulsándome de consuno mi voluntad y los
hados, Dárdano, primer padre y fundador de la ciudad de Troya, nacido de
Electra, hija de Atlante, al decir de los Griegos, pasó al país de los Teucros;
el poderoso Atlante, que sostiene las etéreas bóvedas en sus hombros, fue el
padre de Electra. Vuestro primer ascendiente es Mercurio, a quien la cándida
Maya concibió y dio a luz en las heladas cumbres del monte Cilene, y a Maya, si
damos crédito a las tradiciones, la engendró Atlante, el mismo Atlante que
sustenta las estrellas del firmamento; de esta suerte vuestro linaje y el mío
arrancan de un mismo tronco. Fiado en todo esto, ni te he enviado embajadores,
ni he empleado artificios para tantear tus disposiciones; yo mismo te presento
mi cabeza, yo mismo vengo suplicante a tus umbrales. Esta misma nación de los
Rútulos, que te acosa con impía guerra, cree que si logra arrojarnos de sus
confines, ningún obstáculo la impedirá someter completamente a Hesperia y
dominar en cuanto espacio bañan los dos mares que la ciñen por norte y mediodía.
Recibe mi fe y dame la tuya; conmigo traigo gente esforzada para la guerra,
ánimos valerosos y una juventud probada en la desgracia."
Mientras esto
decía Eneas, contemplaba Evandro con viva atención sus ojos, su rostro, todo su
cuerpo; en seguida le responde estas breves palabras: "¡Con cuánto placer, oh el
más fuerte de los Teucros, te recibo y te reconozco! ¡Cómo me recuerdas el
acento, la expresión, el semblante de tu padre, el grande Anquises! Me acuerdo
de que habiendo ido Príamo, hijo de Laomedonte, a visitar el reino de su hermana
Hesione, arribó a Salamina y fue de paso a recorrer los helados confines de
nuestra Arcadia. Vestía entonces mis mejillas el primer bozo de la juventud,
causábame admiración los caudillos teucros, causábamela el hijo de Laomedonte;
pero Anquises descollaba por encima de todos ellos; ardía mi mente en juvenil
afán de hablar con el héroe y de enlazar mi diestra con la suya. Lleguéme a él y
le conduje solícito a las murallas de Feneo; luego, al separarnos me dio una
soberbia aljaba llena de saetas licias y una clámide recamada en oro, a más de
dos áureos frenos, que ahora posee mi hijo Palante. Así, pues doy gustoso la
mano a la alianza que me proponéis, y mañana, apenas el primer albor del día
vuelva a iluminar la tierra, os despacharé bien provistos de socorros hasta
donde alcancen mis riquezas. Entre tanto, pues venís como amigos, celebrad
gozosos con nosotros este sacrificio anual, que no me es lícito demorar, y
acostumbraos desde ahora mismo a las mesas de vuestros aliados."
Dicho esto,
manda cubrir nuevamente las mesas de manjares y copas, y él mismo coloca a sus
huéspedes en asientos de césped, brindando al principal de todos, Eneas, a
ocupar un solio de arce, cubierto con la peluda piel de un león. En seguida
algunos mancebos elegidos y el sacerdote del ara traen las entrañas asadas de
los toros, cargan en canastillos los dones preparados de Ceres y suministran los
de Baco. Eneas, y con él toda la troyana juventud, se comen los lomos de un buey
entero y las entrañas consagradas.
Luego que hubieron saciado el hambre,
habloles en estos términos el rey Evandro: "Estas sacras ceremonias que veis,
este solemne festín, ese altar dedicado a una divinidad tan poderosa, no nos los
impone una superstición, ignorante de las antiguas tradiciones religiosas;
libertados de un horrendo peligro. ¡Oh huésped troyano! dedicamos esta fiesta a
renovar y a honrar la memoria de un gran beneficio recibido. Mira primeramente
esa roca suspendida de esos riscos, mira esas moles dispersas en una vasta
extensión, esa desierta cueva en el monte y ese gran hacinamiento de derruidos
peñascos; allí hubo una espaciosa caverna, inaccesible a los rayos del sol, en
que habitaba el horrible monstruo Caco, medio hombre y medio fiera; su suelo
estaba siempre empapado de caliente sangre; en sus odiosas puertas pendían
clavadas multitud de pálidas y sangrientas cabezas. Vulcano era su padre; por la
boca arrojaba las negras llamas de aquel dios y su cuerpo se movía como una
inmensa mole. Por fin, el tiempo concedió a nuestras súplicas que acudiese una
divinidad en nuestro auxilio, y, en efecto, el gran vengador Alcides, soberbio
con la muerte y los despojos del triple Gerión, vino aquí vencedor, pastoreando
sus enormes toros, que ocupaban todo el valle y las márgenes del río. Caco
entonces, excitado por las Furias y para que nada hubiese que no intentase en
punto a maldad y dolo, sustrajo de la majada cuatro excelentes toros y otras
tantas hermosísimas becerras, y para que sus pisadas no dieran indicios del
robo, se los llevaba a su cueva, tirándolos de la cola, con lo que desaparecía
todo rastro del hurto, y los escondía bajo una opaca peña; ninguna señal podía
guiar a la cueva para buscarlos. Sucedió pues, que cuando ya el hijo de
Anfitrión iba sacando de las majadas de su rebaño bien pastado, y se disponía a
la partida, empezaron los toros a mugir, llenando con sus lamentos todo el
bosque y las colinas que iban abandonando, a cuya voz respondió, mugiendo en la
caverna, una de las becerras robadas, burlando así las esperanzas de Caco.
Enfurécese con esto Alcides y arde en su pecho negra hiel; empuña rabioso sus
armas, su ñudosa maza, y se lanza a la cumbre del empinado monte. Entonces por
primera vez nuestros mayores vieron a Caco trémulo y turbados los ojos; huye más
rápido que el euro y se encamina a su cueva; el miedo le pone alas a los pies.
Luego que se encerró y que, rompiendo las cadenas que lo sostenían, hubo
desprendido un enorme peñasco que pendía del techo, dispuesto así por arte de su
padre, con lo que fortificó reciamente la entrada de su cueva, he aquí que llega
Tirintio ardiendo en ira, y empieza a registrarlo todo en busca de la entrada,
llevando los ojos de aquí para allá y rechinándole los dientes. Tres veces
ardiendo en ira exploró todo el monte Aventino, tres veces embiste en vano al
peñón que cierra la boca de la cueva, tres veces vuelve cansado a sentarse en el
valle.
Alzábase a espalda de la caverna una altísima y aguda roca, tajada
por todos lados, lugar a propósito para que anidasen en él las aves de rapiña.
Como aquella roca se inclinaba hacia la izquierda sobre el río, Hércules,
empujándola con toda su fuerza por la derecha, la hizo estremecer y la descuajó,
por fin, de sus profundas raíces; precipítase con esto de repente, haciendo
retumbar con su caída el inmenso éter; estallan las riberas desmenuzadas, el río
retrocede como aterrado. En esto aparecieron descubiertos el antro y el inmenso
palacio de Caco, y se vieron patentes sus tenebrosas cavernas; no de otra suerte
que si entreabriéndose la tierra a impulso de poderoso empuje, nos descubriese
las infernales moradas y los pálidos reinos, aborrecidos de los dioses, veríamos
el horrendo báratro, y a la súbita irrupción de la luz se estremecerían los
manes. Así el monstruo, sobrecogido de súbito por la inesperada claridad del
día, y encerrado en su hueca peña, empezó a lanzar rugidos más espantosos que de
costumbre, mientras Alcides desde lo alto le acribilla a flechazos, echa mano de
toda clase se armas y precipita sobre él troncos de árboles y enormes piedras.
Entonces el monstruo, viendo que no le queda medio de huir de aquel peligro,
empieza ¡Oh prodigio! a arrojar por las fauces enormes bocanadas de humo,
envolviendo la caverna en negras sombras, que lo sustraen a la vista, y aglomera
bajo su mansión una humeante noche en que el fuego se mezcla con las tinieblas.
No pudo ya Alcides reprimir su rabia, y precipitándose de un salto en medio del
fuego, allí donde ondean las más densas humaredas, donde más hierve la negra
niebla que llena la vasta caverna, allí agarra a Caco, que vanamente vomitaba
llamas en medio de la oscuridad, le enlaza con sus robustos brazos y le comprime
hasta hacerle saltar los ojos de sus órbitas y arrojar por la seca garganta un
chorro de sangre. Arrancada de pronto la puerta, ábrese la negra cueva y
descúbrense a la luz del día las becerras robadas y todas las rapiñas que negaba
el perjuro. Acuden algunas gentes y sacan de la cueva, arrastrándole por los
pies, el informe cadáver, sin acertar a saciarse de mirar aquellos terribles
ojos, aquel rostro, el cerdoso pecho de aquella especie de fiera y los fuegos
apagados en sus fauces. Desde entonces empezó a celebrarse esta fiesta en honor
de Hércules, perpetuada por las generaciones agradecidas, habiendo sido Poticio
su fundador, y la familia Pinaria, custodia del sacro rito hercúleo, erigió en
el bosque ese altar, que siempre se denominará, siempre será el más grande para
nosotros. Así, pues, ¡Oh mancebos! tomad parte en esta fiesta, ceñid de ramaje
vuestras cabelleras en honor de los grandes hechos que vamos a celebrar,
levantad las copas en las diestras, invocad a nuestro común numen y libad vinos
sin duelo." Dijo, y el álamo consagrado a Hércules veló con sus hojas de dos
colores la cabellera del héroe y pendió en guirnaldas de sus sienes, la sagrada
copa llenó su mano y al punto todos alegres hacen en las mesas libaciones y
elevan preces a las deidades. Alzábase entre tanto por el inclinado cielo la
estrella de la tarde; ya iban andando los sacerdotes y delante de todos Poticio,
ceñidos de pieles conforme al rito, llevando en sus manos el fuego sagrado.
Empiezan los festines, y las segundas mesas se cubren de gratos dones; en
bandejas llenas se acumulan las ofrendas encima de los altares. Entonces
comienzan sus cánticos los Salios, ceñidas las sienes de guirnaldas de álamo, en
torno de las encendidas piras. Este coro es de mancebos, aquel de ancianos;
ambos cantan en sus himnos los loores de Hércules y sus grandes batallas; cómo
ahogó con su mano las dos serpientes, primeros monstruos que suscitó contra él
su madrastra; cómo debelará dos insignes ciudades, Troya y Ocalia; cómo arrostró
mil duros trabajos so el yugo del rey Euristeo, por disposición de la despiadada
Juno. "Tú ¡Oh invicto! diste muerte con tu mano a los centauros Hileo y Folo,.
hijos de una nube; tú la diste también al monstruo de Creta y al enorme león de
la roca Nemea. De ti temblaron los lagos estigios y el portero del Orco, tendido
en su sangrienta cueva sobre un montón de roídos huesos. No hubo monstruo que
lograra infundirte miedo, ni aun el mismo Tifeo, gigantesco y armado; no bastó a
conturbar tu ánimo la serpiente de Lerna, esgrimiendo en torno de ti su multitud
de cabezas. ¡Salve, verdadera prole de Júpiter, ornamento añadido al coro de los
dioses!: ven, senos propicio y acepta estas ofrendas que te traemos." Con tales
himnos celebran las glorias de Alcides; sobre todo recuerdan la caverna de Caco
y la muerte del monstruo entre las llamas que arrojaba con su aliento. Todo el
bosque resuena con el estrépito de los cantares, que el eco repite en los
collados.
Concluidas las ceremonias religiosas, vuélvense todos a la ciudad.
Abrumado por los años, iba el Rey entre Eneas y su hijo Palante, entreteniendo
con varias pláticas la molestia del camino. Todo lo observa con atentos ojos y
de todo se maravilla Eneas; entérase bien de los sitios, y gozoso inquiere y
escucha una por una las tradiciones de los antiguos pobladores. Entonces el rey
Evandro, fundador del alcázar romano, de dijo: "Faunos y ninfas indígenas
habitaban antiguamente en estos bosques, poblados por una raza de hombres
nacidos de los duros troncos de los robles, sin costumbres ni cultura alguna; ni
sabían uncir toros al yugo, ni allegar hacienda, ni guardar lo adquirido; los
frutos de los árboles y la caza les daban un desabrido sustento. Saturno el
primero vino del etéreo Olimpo a estas regiones huyendo de las armas de Júpiter,
destronado y proscrito; él empezó a civilizar a aquella raza indómita que vivía
errante por los altos montes, y les dio leyes, y puso el nombre de Lacio a estas
playas, en memoria de haber hallado en ellas un sitio seguro donde ocultarse. Es
fama que en los años que reinó Saturno fue la edad de oro: ¡De tal manera regia
sus pueblos en plácida paz! hasta que poco a poco llegó una edad inferior y
descolorida, a que siguieron el furor de la guerra y el ansia de poseer.
Entonces vinieron huestes ausonias y tribus sicanas, y muchas veces cambió de
nombre esta tierra de Saturno; entonces también la dominaron reyes, y entre
ellos el fiero Tíber, terrible gigante, por quien, andando el tiempo, los Ítalos
denominaron Tíber a nuestro río; así el antiguo Álbula perdió su verdadero
nombre. Arrojado de mi patria y avezado a todos los trabajos del mar, la
omnipotente fortuna y el inevitable hado me trajeron a estos sitios, a los que
me impelían los tremendos mandatos de mi madre la ninfa Carmenta y los oráculos
del dios Apolo." Dicho esto, prosigue su camino y enseña a Eneas el ara y la
puerta que los Romanos denominan Carmental; antiguo monumento, levantado en
honor de la ninfa Carmenta, fatídica profetisa que la primera vaticinó la futura
grandeza de los hijos de Eneas y las glorias del monte Palatino. En seguida le
enseñó el espacioso bosque donde el valeroso Rómulo abrió un asilo, y bajo la
fría roca el Lupercal, así llamado a la usanza de los Árcades, que dan al dios
Pan el nombre de Liceo. Igualmente le enseña el bosque del sacro Argileto, y le
refiere la historia de la muerte de su huésped Argos, tomando a aquellos mismos
lugares por testigos de que no tuvo parte de ella. Desde allí le lleva a la roca
Tarpeya y al futuro Capitolio, hoy cubierto de oro, entonces erizado de
silvestre maleza. Ya en aquellos tiempos el religioso horror que infunde este
sitio aterraba a los medrosos campesinos; ya en aquellos tiempos temblaban a la
vista del bosque y de la roca.
"En este bosque, dijo Evandro; en este bosque
de frondosa cumbre mora un dios, no sabemos cuál. Los Árcades creen haber visto
en él al mismo Júpiter en el acto de batir frecuentemente con la diestra su
negra égida y de concitar las tempestades. Esas dos ciudades derruidas, que ves
más allá, son monumentos que recuerdan a los antiguos héroes que las poblaron.
Fundó esta el padre Jano, aquella Saturno; esta se llamaba Saturnia, aquella
Janículo." Esto diciendo, se encaminaba a la humilde ciudad de Evandro; en lo
que es ahora el foro romano veían andar esparcidos los rebaños; las vacadas
mugían en donde se alzan hoy las magníficas Carinas. Luego que llegaron al
palacio, "En estos dinteles, dijo, penetró Alcides vencedor; esta morada le
recibió en su seno. Osa ¡Oh huésped! despreciar las riquezas, y muéstrate tú
también digno de imitar a un dios, mirando, como él, sin desvío mi pobreza."
Dijo, y condujo al grande Eneas a lo interior de la reducida morada, haciéndole
sentar en un estrado de hojas de árboles y cubiertas con la piel de una osa
africana.
Cae en tanto la noche, y con sus negras alas rodea la tierra,
mientras Venus, aterrada, y no sin razón, a la vista de las amenazas de los
Laurentinos y de su terrible levantamiento, habla así a su esposo Vulcano en el
áureo tálamo, y con sus palabras le inflama en divino amor: "Cuando los reyes
griegos asolaban con la guerra a Troya, predestinada a perecer a sus manos, y
aquellas torres, predestinadas también a las llamas enemigas, ningún auxilio te
pedí para los míseros Troyanos, nunca imploré las armas que sabes forjar con
divino arte, ni quise, carísimo esposo, exigir de ti un trabajo inútil, aunque
debía mucho a los hijos de Príamo y muchas veces lloraba los duros infortunios
de Eneas. Ahora, por mandato de Júpiter, ha ido a parar a las playas de los
Rútulos; por eso ahora acudo suplicante a implorar tu numen sagrado para mí;
madre, vengo a pedirte armas para mi hijo. La hija de Nereo; la esposa de Titón,
lograron con sus lágrimas moverte a piedad; mira qué pueblos se conjuran, qué
ciudades cierran sus puertas y afilan sus espadas contra mí y para la
destrucción de los míos."
Dijo, y con sus nevados brazos ciñe blandamente al
esposo, que titubea al principio; mas luego de pronto siente en sí el
acostumbrado ardor; un conocido fuego penetra en su médula y circula por sus
reblandecidos huesos; no de otra suerte el relámpago, cuando estalla con el
trueno, recorre en un momento los cielos con su vibrante lumbre. Conócelo la
esposa, satisfecha del resultado de su ardid, y segura del poder de su
hermosura; entonces Vulcano, vencido de eterno amor, le responde así: "¿Para qué
buscas tan lejos tus razones? ¿Qué se hizo ¡Oh diosa! la confianza que solías
tener en mi? Si antes me hubieras manifestado ese empeño, antes hubiera yo
provisto de armas a los Troyanos; ni el padre omnipotente ni los hados se
oponían a que aun estuviera Troya en pie, ni a que Príamo hubiese existido otros
diez años. Y ahora, si te aprestas a guerrear, y tal es tu voluntad, dispón de
todo aquello, a que alcanza mi arte, de cuanto pueden hacer el hierro y el
electro fundido, de cuanto alcanzan el fuego y el aire, deja de poner en duda
con esos ruegos el poder de tus fuerzas." Dicho esto, prodigó su esposa las
deseadas caricias, y disfrutó en su regazo las dulzuras de un regalado sueño.
Luego, cuando la noche en mitad de su carrera ahuyenta el primer sueño; a la
hora en que la matrona, forzada de la necesidad a ganarse su vida con la rueca y
con las delicadas labores de Minerva, avienta las cenizas y las amortiguadas
ascuas, tomando para el trabajo parte de la noche, y a la luz de su lámpara
ejercita a sus criadas en una larga tarea, con lo que conserva la castidad del
lecho conyugal y atiende a la crianza de sus hijuelos; el dios ignipotente, no
de otra suerte ni más perezoso, deja también a sus fraguas. Entre la costa de
Sicilia y la eolia Lípara se alza una isla, toda erizada de humeantes riscos,
debajo de la cual una y muchas cavernas, semejantes a las del Etna, corroídas
por los hornos de los Cíclopes, retumban con los recios martillazos dados en los
yunques, difundiendo por los ecos roncos gemidos, rechina a todas horas en
aquellas cuevas el derretido metal de los Cálibes, y jadea sin César el fuego en
las fraguas; allí está el palacio de Vulcano, de cuyo nombre ha recibido aquella
tierra el de Vulcania.
414- Allí descendió el ignipotente desde el alto cielo, en
ocasión en que estaban forjando hierro en la vasta caverna los cíclopes Brontes,
Esteropes y Piracmón, desnudo el cuerpo: informe todavía, y sólo concluido en
parte, labraban sus manos uno de aquellos innumerables rayos que el poderoso
Júpiter lanza a la tierra; otra parte estaba aún sin concluir. Para forjarle
habían mezclado tres rayos de granizo, tres de rutilante fuego y tres del alado
austro; a la sazón estaban añadiendo a la obra los horribles resplandores, el
estrépito y el miedo, y el furor de las perseguidoras llamas. En otra parte
trabajaban con afán en concluir un carro y unas veloces ruedas para Marte, con
que concita a los hombres y a las ciudades. Otros a porfía estaban decorando con
escamas de serpientes y oro una aterradora égida, arma de la furiosa Palas; en
ella esculpían entrelazadas sierpes, y en la parte que había de cubrir el pecho
de la diosa representaba la cabeza de la Gorgona revolviendo los ojos de
espantosa manera. "Dejadlo todo, dijo el dios; quitad de ahí las obras
comenzadas, Cíclopes del Etna, y poned atención en lo que os voy a decir. Tenéis
que forjar las armas para un valeroso guerrero; aquí de todas vuestras fuerzas,
aquí de la rapidez vuestras manos, aquí de vuestra maestría. ¡A la obra, y
pronto!" No dijo más, y todos al punto se inclinaron sobre los yunques y se
distribuyeron con igualdad la tarea. Ya corren, formando líquidos arroyos, el
bronce y el oro, y en la inmensa fragua se derrite el matador acero, con lo que
forjan un inmenso escudo, compuesto de siete discos, trabados unos con otros,
bastante a contrastar él solo todos los dardos de los Latinos. Unos con los
hinchados fuelles absorben y arrojan el aire; otros templan en el agua de un
lago el rechinante metal; gime la caverna con el estruendo de los martillados
yunques. Ellos alternadamente y a compás levantan los brazos con poderoso
empuje, y con la recia tenaza voltean el amasado hierro.
Mientras el dios de
Lemnos activa estos trabajos en las playas eolias, la vivificadora luz del día y
los matinales cantos de las aves, que gorjean sobre su humilde techo, despiertan
a Evandro. Levántase el anciano, vístese una túnica y calza sus pies con la
sandalia tirrena; en seguida se ciñe al costado, suspendiéndola de los hombros,
la espada de los Tegeos y revuelve a su brazo izquierdo una piel de pantera. Con
él salen del alto zaguán dos perros, sus vigilantes guardas, que acompañan los
pasos de su amo, el cual se encamina a la repuesta morada de su huésped Eneas,
recordando sus palabras de la víspera y los socorros prometidos. No menos
madrugador Eneas, iba ya, acompañado de Acates, al encuentro de Evandro, a quien
acompañaba su hijo Palante. Lléganse uno a otro, se dan las diestras y van
juntos a sentarse en una estancia interior, donde pueden, en fin, entregarse con
libertad a sabrosas pláticas. El Rey el primero le habla en estos términos: "¡Oh
el más grande caudillo de los Troyanos! mientras tú vivas, nunca declararé
vencida la fortuna ni tendré por concluido el imperio de Troya. Flacas son las
fuerzas con que puedo auxiliarte en esta guerra, en que se empeña la gloria de
aquel gran nombre: por un lado me cerca el río etrusco; por otro me estrecha el
Rútulo, cuyas armas resuenan en derredor de mis murallas; pero me dispongo a
unir a tus reales grandes pueblos, reinos opulentos; los prósperos hados te han
traído a estos sitios, donde una inesperada fortuna te depara el término de tus
males. No lejos de aquí se levanta, fundada sobre un vetusto peñón, la ciudad de
Agila, donde en otro tiempo la nación de los Lidios, preclara en armas, fue a
establecerse en las sierras etruscas. Al cabo de muchos años, el rey Mecencio
adquirió el dominio de esta floreciente ciudad, que gobernó con bárbaro imperio
y crueles violencias. ¿Recordaré sus impías matanzas, los crímenes del tirano?
¡Caigan esos crímenes, oh dioses, sobre la cabeza y su linaje! El ataba a los
vivos con los muertos, manos con manos, boca con boca (¡nuevo género de
tormento!), y así los dejaba perecer con larga muerte en aquel espantoso abrazo,
chorreando podredumbre y corrompida sangre. Cansados, al fin, de tantas
atrocidades, los ciudadanos se arman y embisten a aquella furia en su palacio,
al que prenden fuego después de acuchillar a su guardia; él entre la mortandad
consigue escaparse y huir al país de los Rútulos, donde le protegen hoy las
armas del rey Turno; pero la Etruria entera, en su justo furor, se ha sublevado,
y armada reclama al Rey para sacrificarlos. Yo quiero darte ¡Oh Eneas! por
caudillo a esos millares de hombres; ya sus naves apiñadas hierven de
impaciencia en la playa, ya todos claman por sus banderas; pero los retiene un
anciano arúspice, vaticinándoles estos hados: "¡Oh escogida juventud de Meonia,
flor y gloria de vuestros valerosos ascendientes!, vosotros, a quienes un justo
dolor impele contra el enemigo y a quienes inflama Mecencio en justa ira, sabed
que no concede el cielo a ningún Ítalo debelar a la poderosa nación de los
Rútulos; buscad capitanes extranjeros." Con esto la hueste etrusca se detiene en
su campamento, aterrada con semejante anuncio de los dioses. El mismo Tarcón, su
caudillo me ha enviado embajadores que me trajeran la corona, el cetro y las
insignias reales, y me pidiesen que pasase a tomar el mando de sus tropas y a
posesionarme del imperio tirreno; pero mi avanzada senectud, rendida al hielo de
los años, me veda ejercer el mando supremo, y no alcanzan ya mis fuerzas a
soportar los rigores de la guerra. Hubiera persuadido a mi hijo a aceptar por mí
el ofrecimiento, si por su madre, sabina, no fuese en algún modo hijo de esta
patria. Tú, a quien los hados conceden juventud y gran linaje; tú, a quien
designan los númenes, ve allá, ¡Oh fortísimo caudillo de los Teucros y de los
Ítalos! Además te agregaré este mi hijo Palante, esperanza y consuelo de mi
ancianidad, para que a tu escuela se avece a la milicia y al duro oficio de
Marte, vea tus hazañas y se acostumbre a admirarte desde sus primeros años.
Daréle doscientos jinetes árcades, la flor de nuestra robusta juventud, y
Palante, en su propio nombre, te llevará otros tantos."
Dijo así el Rey.
Eneas, hijo de Anquises, y el fiel Acates revolvían en su mente tristes
pensamientos cuando, rasgándose de improviso el cielo, les manifestó en él
Citerea una señal de su presencia: un gran relámpago, seguido de un trueno,
estalló en el éter, todo el espacio se estremeció de repente y resonó en los
aires el ronco toque de las trompetas tirrenas. Alzan los ojos; una y otra vez,
retumba el gran fragor, y en la serena región del cielo ven entre las nubes
rutilar en el puro éter muchedumbre de armas, y oyen el estrépito con que chocan
entre sí. Espantáronse todos; pero el héroe troyano conoce en aquel fragor el
cumplimiento de las promesas de su divina madre, y dice al Rey: "No discurras
¡Oh huésped! sobre los sucesos que anuncia este prodigio; conmigo sólo habla el
Olimpo; ya mi divina madre me anunció que me enviaría esa señal si llegase a
estallar la guerra, y traería en mi auxilio, cruzando las auras, armas forjadas
por Vulcano... ¡Oh cuánta mortandad amenaza a los míseros Laurentinos! ¡Oh y
cómo me vas a pagar, oh Turno, tu tenacidad! ¡Oh y cuántos escudos de guerreros,
cuántos yelmos, cuántos cadáveres de fuertes varones vas a arrastrar en tus
olas, oh padre Tíber! ¡Vengan ahora a darnos batallas y rompan los tratados!"
Dicho esto, se levantó del alto solio, y lo primero fue a ver avivar los
amortecidos fuegos del altar de Hércules, luego se encaminó gozoso a ofrecer sus
preces a los dioses lares que le habían acogido la víspera, y a los humildes
penates de Evandro, el cual, lo mismo que la troyana juventud, hizo sacrificar,
en conformidad con los ritos, ovejas escogidas de dos años. En seguida se
dirigió a sus naves y revistó su gente, de la cual eligió, para que le siguiesen
a la guerra, a los más valerosos; los restantes, dejándose llevar río abajo por
la apacible corriente, van a anunciar a Ascanio los prósperos sucesos de su
padre. Da Evandro caballos a los Troyanos que han de dirigirse a los campos
tirrenos, y hace traer para Eneas uno magnífico, todo cubierto con una roja piel
de león, refulgente con garras de oro.
Difúndese de pronto por la pequeña
ciudad la voz de que va a partir rápidamente para las costas del rey tirreno la
caballería árcade, y ya las madres redoblan sus votos con el miedo que
acrecienta el cercano peligro; la imagen de Marte se les aparece más terrible.
Entonces el rey Evandro, asiendo la mano de su hijo, pronto a marchar, le
estrecha en sus brazos, prorrumpe en llanto y exclama: "¡Oh, si Júpiter me
restituyese a mis pasados años, al ser que tenía cuando bajo las murallas de
Prenesta arrollé la primera falange enemiga, y vencedor incendié rimeros de
escudos, y con esta diestra lancé a los abismos del Tártaro al rey Erilo, a
quien su madre Feronia dio, al nacer ¡Prodigio horrendo! tres almas y tres
armaduras! Era forzoso darle muerte tres veces, y sin embargo, entonces esta
diestra le arrancó aquellas tres almas y le despojó de sus tres armaduras. ¡Oh!
si recobrase mi antigua pujanza, no tendría yo ahora que arrancarme, hijo mío,
de tus queridos brazos, ni nunca el vecino Mecencio, insultando esta cabeza,
habría causado con su espada tantos desastres, ni dejado a su pueblo viudo de
tantos ciudadanos. ¡Oh dioses y oh tú, supremo rey de las deidades, Júpiter, yo
os ruego que tengáis compasión del rey árcade y que oigáis sus paternales
preces; si vuestros númenes han de restituirme incólume mi Palante, si los hados
me le conservan, si he de vivir bastante para volverle a ver y estrecharle a mi
seno, concededme la vida, aunque me cueste sufrir cualesquier trabajos; mas si
me amagas ¡Oh Fortuna! con un infando suceso, ahora, ¡Oh! ahora mismo séame dado
romper esta miserable vida, mientras me agitan estas congojas y la incierta
esperanza de lo venidero, mientras te estrecho en mis brazos, ¡Oh mancebo
querido! única delicia de mi ancianidad; antes que desgarre mis oídos una
horrible nueva." Así exclamaba el anciano en aquella postrera despedida; luego
sus criados se lo llevan desmayado al palacio.
Ya la caballería iba saliendo
por las puertas de la ciudad, marchando entre los primeros Eneas y el fiel
Acates, a quienes seguían los demás próceres troyanos; en el centro del
escuadrón se distinguía Palante por su vistosa clámide y sus refulgentes armas;
tal, empapado todavía en las aguas del Océano, Lucifer, el astro predilecto de
Venus, levanta sobre el horizonte su sagrada frente y disipa las tinieblas.
Temblorosas las madres, de pie encima de los adarves, siguen con los ojos la
nube de polvo y el resplandor metálico que se desprenden de la armada
muchedumbre, la cual, cruzando las malezas, prosigue su camino por los atajos,
levantando gran clamor, a que mezclan los alineados corceles el compasado batir
de sus cascos en la seca tierra. Hay junto al helado río que riega la ciudad de
Cere un gran bosque, consagrado en toda aquella tierra por la veneración de los
mayores; por todas partes le rodean collados que forman entre sí hondos valles y
una selva de negros abetos. Es fama que los antiguos Pelasgos, primer pueblo que
ocupó los confines latinos, consagraron aquel bosque a Silvano, dios de los
campos y de los ganados, e instituyeron un día festivo en honra suya. No lejos
de allí habían asentado sus reales Tarcón y los Tirrenos, y ya desde un empinado
cerro podría descubrirse todo su ejército tendido por la espaciosa campiña. Allí
Eneas y su escogida juventud guerrera hacen alto rendidos, y hombres y caballos
se entregan al descanso.
En tanto la diosa Venus se aparece resplandeciente
sobre las etéreas nubes, trayendo el don prometido a su hijo, al cual, tan luego
como le vio de lejos, retraído en su estrecho valle, a la margen del fresco río,
habla así, poniéndosele delante: "Aquí tienes el don prometido, labrado por arte
de mi esposo; no vaciles por más tiempo, hijo mío, en presentar batalla a los
soberbios Laurentinos y al intrépido Turno." Dijo así Citerea, abrazó a su hijo,
y dejó al pie de una encina, enfrente de él, las radiantes armas. Alborozado con
tan alta honra y con el don de la diosa, no se harta Eneas de mirarle, y examina
cada prenda una por una, lleno de asombro; coge y revuelve en sus manos el
terrible y penachudo yelmo, que vibra llamas, la mortífera espada, la recia
loriga de bronce, roja como la sangre, enorme, semejante a la cerúlea nube que
inflaman los rayos del sol y esparce a lo lejos sus resplandores; luego
contempla las ligeras grebas de plata y oro, y la lanza y la maravillosa obra
del escudo. En él había representado el dios ignipotente, sabedor del destino
reservado a las edades futuras, toda la historia de Italia y los triunfos de los
Romanos; en él se veía todo el linaje de la futura descendencia de Ascanio y la
serie de sus grandes batallas. Allí, en la verde cueva de Marte, había
representado, tendida en el suelo, la parida loba, de cuyas ubres pendían dos
mellizos, jugueteando y mamando impávidos a su madre, que inclinada sobre ellos
la rolliza cerviz, los acariciaba sucesivamente con la lengua y los aseaba y
pulía. No lejos de allí había las Sabinas, indignamente arrebatadas de sus
asientos en el anfiteatro, en medio de los grandes juegos del circo, de donde se
originó de súbito una nueva guerra entre la gente de Rómulo y el viejo Tacio y
los austeros curites. En seguida veíase, ajustada ya la paz, a los dos reyes
armados, delante del altar de Júpiter con sendas copas en las manos, pactando
alianza después de haber inmolado una cerda. No tan lejos de allí una rápida
cuadriga descuartizaba, por mandato de Tulo, a Mecio (hubieras sido fiel a tus
palabras ¡oh Albano!); y desgarrando en los matorrales las entrañas del
falsario, regaban con su sangre los abrojos. Más allá exigía Pórsena de los
Romanos que resistiesen al expulsado Tarquino, y acosaba a la ciudad con
estrecho cerco, mientras los descendientes de Eneas se lanzaban a las espadas en
defensa de su libertad. Veíase allí a Pórsena, amenazador, indignado de que
Cocles hubiese osado cortar el puente, y de que Clelia, rotas sus prisiones,
cruzase el río a nado. En pie sobre la cumbre de la roca, Tarpeya, Manlio
defendía el templo y el excelso Capitolio; tosca techumbre de bálago cubre el
palacio de Rómulo, recién construido. Un blanco ánade, revoloteando por entre
los dorados pórticos, anunciaba con su canto que los Galos estaban ya a las
puertas de Roma. Llegaban estos en efecto por entre las malezas, y ya ocupaban
el alcázar, defendidos por las tinieblas a favor de una opaca noche;
distinguíase por sus doradas cabelleras, sus arreos recamados de oro y sus
listados sayos; de sus cuellos, blancos como la leche, penden collares de oro;
cada uno blande en su mano dos venablos de madera de los Alpes y se cubre todo
el cuerpo con un largo escudo. Allí se veían esculpidos los salteadores Salios,
los Lupercos desnudos, los Flamines con sus penachos de lana y los broqueles
caídos del cielo; las castas matronas llevaban por la ciudad los objetos
sagrados en muelles andas. Lejos de allí, estaban representadas las mansiones
tartáreas, las profundas bocas de Dite y los castigos de los crímenes, y tú ¡Oh
Catilina! suspendido de un inminente escollo y temblando ante la faz de las
Furias, en un sitio repuesto se veían los varones piadosos, y a Catón
dictándoles leyes. Entre estas imágenes se extendía la del hinchado mar, cuyas
olas de oro se coronaban de blanca espuma; surcábanle en torno delfines de
plata, formando raudos giros y batiéndole con sus colas. En medio se veían dos
escuadras de ferradas proas y la batalla de Accio; toda la costa de Leucate
hervía con el bélico aparato que reverberaba en las olas de oro. De un lado se
ve a César Augusto, de pie en la más alta popa, capitaneando a los Ítalos, con
los padres de la patria, el pueblo, los penates y los grandes dioses; de sus
fúlgidas sienes brotan dos llamas y sobre su cabeza centellea la estrella de su
padre. En otra parte, Agripa, favorecido por los vientos y los dioses,
acaudillando altanero su gente, se ciñe las sienes con la corona rostral,
soberbia insignia guerrera. En la opuesta banda Antonio, ostentando bárbara
pompa y cien varias huestes, vencedor de los pueblos de la Aurora y de los de
las costas del mar Rojo, trae consigo el Egipto, las fuerzas del Oriente y los
remotos Bactros y le sigue ¡Oh baldón! una consorte egipcia. Trábase la lid, a
la que se precipitan todos a una; el ponto entero, batido por los remos y las
ferradas proras de tres puntas, se cubre de espuma. Dirígense a la alta mar; no
parecía sino que descuajadas las Cícladas, iban flotando por las aguas o que se
estrellaban unos contra otros los altos montes: ¡Con tan recio ímpetu chocan
entre sí las huestes desde las torreadas naves! Vuelan las estopas encendidas,
arrojadas a mano, y el hierro volador de los dardos; una nunca vista carnicería
enrojece los campos de Neptuno. En medio de la lid, la Reina concita a sus
huestes con los sonidos del sistro patrio y no ve a su espalda las dos
serpientes que la amenazan. Todo el linaje de monstruosas divinidades y el
ladrador Anubis hacen armas contra Neptuno, Venus y Minerva; en lo más recio de
la pelea se ve esculpido en el hierro a Marte, ciego de ira, en cuyo contorno
vagan por el éter las tristes Furias; alborozada la Discordia va entre ellas con
el manto desgarrado, y Belona la sigue esgrimiendo su sangriento látigo. Viendo
esto desde las alturas Apolo, protector de Accio, disparaba su arco, con lo que
volvían la espalda, aterrados, el Egipto, y los Indios, y los Árabes y los
Sabeos; veíase a la misma Reina, después de invocar a los vientos, dar la vela,
aflojando a toda prisa y a más no poder las jarcias de sus naves. Habíala
representado el ignipotente, pálida ya de su próxima muerte, huyendo en medio
del estrago, a impulso de las olas y del céfiro; y en frente de ella la grande
imagen del Nilo, llorando y abriendo sus siete bocas, desplegando sus anchas
vestiduras, llamaba a los vencidos a su cerúleo regazo, a los recónditos abismos
de sus corrientes. En tanto César llevado en triple triunfo a las murallas de
Roma, consagraba en toda la ciudad, cual voto inmortal a los dioses de Italia,
trescientos magníficos templos. Hervían las calles en gritos de alborozo, en
juegos y aplausos; en todos los templos resonaban los coros de las matronas y se
alzaban aras; delante de todas las aras cubrían el suelo inmolados novillos.
Sentado en los marmóreos umbrales del espléndido templo de Febo, César examina
las ofrendas de los pueblos y las suspende de las soberbias puertas; van pasando
en larga fila las naciones vencidas, tan diferentes en trajes y armas como en
lenguas; aquí Vulcano había representado la raza de los Nómadas y los desceñidos
Africanos; allí los Lélegas y los Caras y los Gelonos, armados de saetas.
Veíanse allí al Éufrates, arrastrando su corriente ya más amansada, y los
Morinos, que pueblan los confines de la tierra, y el bicorne Reno, y los
indómitos Dahos, y el Arajes, que sufre indignado el puente que le oprime.
Todas estas cosas contemplaba maravillado Eneas en el escudo de Vulcano, don de
su madre, y regocijándose con la vista de aquellas imágenes, cuyo sentido
ignora, échase al hombro la fama y los hados de sus descendientes.
LIBRO IX
[Aprovechando la ausencia de Eneas e instigado por Iris,
mensajera de la inexorable Juno, asedia Turno a los troyanos en sus reales y
prende fuego a sus naves, las cuales transforma Cibeles en ninfas del mar.—Niso
y Euríalo se ofrecen a llevar a Eneas nuevas del apretado trance en que se
encuentran los suyos; salen una noche del campamento, penetran secretamente en
el de los rútulos y hacen en ellos gran matanza; pero, descubiertos a la mañana
por Volscente, mueren ambos después de una heroica lucha de generosidad, en que
uno y otro quieren sacrificarse por salvar la vida a su amigo.—Sube de punto con
la nueva de aquel suceso la consternación de los troyanos, conmovidos además por
los desesperados lamentos de la madre de Euríalo.—En aquel aprieto, ataca Turno
su campamento por todos lados, a que se sigue un porfiadísimo combate, en el que
hace Ascanio sus primeras armas, dando muerte a Numano.—Los gigantescos Pándaro
y Bitias abren la puerta que les está confiada y arremeten a los
sitiadores.—Penetra Turno por ella en los reales, y hace terrible destrozo en
sus enemigos; pero, rechazado por la muchedumbre de estos, se arroja armado al
Tíber y logra llegar salvo a la opuesta orilla.]
Mientras pasan estas
cosas en otra parte de Italia, Juno, hija de Saturno, envía desde el cielo a
Iris en busca del valeroso Turno, que a la sazón estaba descansando en un bosque
del valle consagrado a su abuelo Pilumno. En estos términos le habló con su
rosada boca, la hija de Taumante: "Lo que ninguno de los dioses se hubiera
atrevido ¡Oh Turno! a prometer a tus preces, te lo brinda de agrado este día ya
cercano a su fin. Eneas, dejando su ciudad, separado de sus compañeros y de su
armada, se ha encaminado a la regia mansión del palatino Evandro; más aún, ha
penetrado hasta las últimas ciudades de Corito, donde está juntando una hueste
de Lidios y armando a las gentes del campo. ¿Qué dudas? Esta es la ocasión de
pedir tus caballos y tu carro. Rompe las treguas y arrebata por asalto sus
desprevenidos reales." Dijo, y se levantó por el éter con sus iguales alas,
describiendo en su fuga un inmenso arco bajo las nubes. Conociola el joven, y
levantando hacia las estrellas ambas manos, dirigió a la fugitiva mensajera
estas palabras: "Iris, ornamento del cielo, ¿Quién te ha enviado a la tierra por
las nubes en busca mía? ¿De dónde proviene ese súbito resplandor? Veo abrirse
los cielos y las estrellas errantes por el polo; sea quien fueres, tú que me
llamas al combate, me confío a ese gran presagio. Y dicho esto," llegose al río,
cogió en las palmas un poco del agua pura que corre por la superficie, y
dirigiendo numerosas preces a los dioses, llenó el aire con sus votos.
Ya se
extendía por los dilatados campos todo su ejército, rico de caballería, rico de
vistosos arreos de varios colores recamados de oro. Mesapo capitanea las
primeras haces, y los hijos de Tirreo las últimas; en el centro recorre las
filas el caudillo Turno, bien armado, sobresaliendo toda su cabeza por cima de
los demás; semejante al profundo Ganges cuando corre callado, acrecida su
corriente con las aguas de siete mansos ríos, o al caudaloso Nilo cuando refluye
de los campos que fecunda su raudal y se recoge en su cauce. En esto los Teucros
ven alzarse de pronto una densa polvareda y cubrirse los campos de tinieblas.
Caico el primero da la alarma desde una frontera atalaya. "¿Qué negro tropel,
¡Oh ciudadanos! se nos acerca en revuelta confusión? ¡Ea, pronto, aparejad el
hierro, blandid los dardos, subid a los adarves; el enemigo se nos viene
encima!" Al punto los Teucros con gran clamor ocupan todas las puertas y llenan
las murallas, porque así se lo había prevenido, al partirse, el excelente
capitán Eneas, recomendándoles que en cualquier trance que les ocurriese, no
presentasen batalla en campo raso, antes se redujesen a defender y asegurar su
campamento atrincherado: así, pues, aunque la vergüenza y la ira los impele a
embestir al enemigo, cierran las puertas, cumpliendo lo mandado, y le aguardan
bien apercibidos en sus huecas torres. Turno, que, en su veloz carrera, precedía
al pesado escuadrón, se presenta de improviso delante de la ciudad, acompañado
de veinte jinetes escogidos, caballero en un corcel de Tracia manchado de
blanco, y cubierta la cabeza con un yelmo de oro coronado de rojo penacho.
"¿Quién me sigue, mancebos? ¿Quién acometerá el primero al enemigo?... ¡Yo
seré!" exclama; y blandiendo un dardo, lo arroja por los aires, dando así
principio a la pelea y se lanza intrépido al campo. Levantan en esto sus
compañeros grandes clamores, y le siguen con horrísono estruendo, pasmados al
ver la cobardía de los Teucros, que, inertes, ni bajan al llano ni presentan
batalla, antes se reducen a guardar sus reales, mientras Turno a caballo, fuera
de sí, registra por todas partes los muros, buscando una entrada por extraviadas
sendas. Cual en mitad de la noche, sufriendo el rigor del viento y de las
lluvias, acecha el lobo una llena majada, rugiendo en derredor de la cerca,
mientras los corderillos balan seguros debajo de sus madres; él, rabioso, ceba
su saña en la ausente presa, devorando por la larga hambre y la sed de sangre
que requema en sus fauces; no de otra suerte arde en ira el Rútulo, mirando los
muros y los reales; el dolor abrasa sus huesos; todo se le vuelve discurrir un
medio de penetrar en la plaza, de arrancar de sus empalizadas a los encerrados
Teucros, y sacarlos a campo raso. Para conseguirlo, ataca su armada que tenían
oculta a un lado del campamento, cercada de trincheras y defendida por las aguas
del río; exhorta a sus entusiasmados compañeros a incendiarla, y arrebatado de
furor, blande en su mano un pino encendido. Todos se precipitan en pos de él,
inflamados por su ejemplo; y despojando los hogares, toda la juventud vuela a
armarse de negras teas; los humeantes tizones esparcen sombrío resplandor y
levantan hasta las estrellas nubes de pavesas y humo.
¿Cuál dios ¡Oh musas!
apartó de los Teucros tan horrible incendio? ¿Cuál repelió de sus naves tan
inminentes llamas? Decidlo vosotras: antigua es esta tradición, pero aún dura y
durará eternamente. En la época en que por primera vez labraba Eneas su armada
en el frigio monte Ida y se disponía a surcar los mares, es fama que Cibeles
misma, madre de los dioses, habló en estos términos al gran Júpiter: "Concede a
mis ruegos, hijo mío, concede lo que te pide tu amada madre, pues eres el
dominador del Olimpo. Yo tuve en la más alta cumbre del Ida un pinar, mi retiro
predilecto durante muchos años, que formaba un bosque sagrado, donde los Frigios
me tributaban culto bajo las sombras, formadas por negros pinos y robustos
alerces. Yo di gozosa aquellos árboles al mancebo troyano cuando estaba
construyendo su armada; ahora tiemblo por ellos; ahuyenta mis temores y otorga a
las preces de tu madre que no los quebrante ninguna travesía; que no sean
vencidos de ningún vendaval: válgales haber nacido en nuestras montañas." A lo
cual replicó su hijo, el que rige los astros del mundo: "¡Oh madre! ¿Qué exiges
de los hados? ¿Qué me pides para esas naves? Obra de mano mortal, ¿han de ser
por ventura inmortales? ¿Eneas ha de arrostras con seguridad todos los azares?
¿Cuál dios alcanzó jamás tamaño poder? Baste que a todas las que, salvadas de
las olas y terminado su derrotero, arriben a los puertos ausonios y lleven al
caudillo dárdano a los campos de Laurento, les quite yo la forma mortal,
disponiendo que se truequen en diosas del vasto mar, semejantes a Doto, hija de
Nereo, y a Galatea, que cortan con su pecho el espumoso ponto." Dijo, y
jurándolo por las aguas del Estigio, donde reina su hermano, por sus torrentes
de pez y sus riberas, llenas de negros remolinos, inclinó la cabeza, y con aquel
movimiento retembló todo el Olimpo.
Ya era llegado el día prometido, ya se
habían cumplido los tiempos debidos a las Parcas, cuando la injuria de Turno
movió a la madre de los dioses a apartar las teas de las sagradas naves. En
esto, de pronto brilló a los ojos de todos una desusada luz y se vio cruzar el
cielo una gran nube por la parte de la aurora; cruzáronle también los coros del
Ida; luego cayó en alas de los vientos horrenda voz, que llenó con su estruendo
las huestes de los Troyanos y de los Rútulos. "No os afanéis ¡Oh Teucros! por
defender mis naves, ni por ello aparejéis las armas; antes logrará Turno
incendiar los mares que mis sagrados pinos. Vosotras ¡Oh naves! id libres; id,
diosas del piélago; la Madre lo manda." Y al punto todas las naves rompen los
cables que las amarran a la playa, y a manera de delfines, sumergen las proas en
lo más hondo del mar, de donde, ¡Oh asombroso prodigio! salen y circulan por el
ponto tantas figuras de vírgenes cuantos eran los ferrados bajeles que antes
estaban anclados en la ribera.
Pasmáronse los Rútulos; el mismo Mesapo quedó
aterrado y se turbaron sus caballos; suspende su curso el ronco Tíber y
retrocede, temeroso de lanzarse al mar. Y sin embargo, no decayó la confianza
del audaz Turno; antes con estas palabras alienta e increpa a los suyos: "¡A los
Troyanos amenazan esos prodigios! El mismo Júpiter les arrebata su acostumbrado
auxilio; ni dardos ni llamas aguardan ya a los Rútulos; cerrado está ya a los
Teucros el camino del mar y ninguna esperanza de fuga les queda. La fuga por mar
les está vedada, la tierra es nuestra, innumerable muchedumbre ítala se alza en
armas contra ellos; no me amedrentan a mí esos fatales presagios de los dioses
con que tanto se afanan los Frigios. Bástales a los hados y a Venus haber
alcanzado que arribasen los Troyanos a los campos de la fértil Ausonia; también
yo tengo mis hados contrarios a los suyos, que son los de exterminar con la
espada a ese execrable linaje que viene a arrebatarme a mi esposa; no sólo a los
Atridas, no sólo a Micenas es dado sentir y vengar con las armas tales ultrajes.
Bastárales haber sido exterminados una vez, si escarmentados de su culpa
detestasen, como debieran, a todo el linaje mujeril, esos en quienes ahora
infunde confianza la empalizada que los separa de nosotros, esos a quienes
alientan los fosos que nos oponen, ¡Pequeño obstáculo para su muerte! ¿Acaso no
han visto reducidas a pavesas las murallas de Troya, fabricadas por mano de
Neptuno? ¡Oh flor de mis guerreros! ¿Quién de vosotros se presta a meter el
hacha en esa empalizada y a arremeter conmigo esos acobardados reales? No
necesito yo para atacar a los Teucros ni armas de Vulcano ni mil bajeles;
únanseles en buen hora como auxiliares todos los Etruscos; no teman tenebrosas
emboscadas ni el inútil robo del Paladión, asesinados los centinelas del supremo
alcázar, ni nos esconderemos en el oscuro vientre de un caballo; a la luz del
sol, descubiertamente pondré fuego de seguro a sus murallas. Yo les haré ver que
no se las han con Griegos ni con aquella juventud pelasga que Héctor trajo
entretenida diez años. Y ahora, ¡Oh guerreros! pues ya es pasada la mejor parte
del día, destinad lo que resta de él a dar solaz a los cuerpos, que ya han
cumplido bien su obligación, y preparados aguardad la batalla." En seguida da
Mesapo el encargo de apostar destacamentos en todas las puertas y de rodear de
hogueras las murallas. Elige para que vigilen con sus tropas el campamento,
catorce jefes rútulos, a cada uno de los cuales siguen cien mancebos cubiertos
de purpúreos penachos y de rutilantes armaduras de oro, que por turno, ya rondan
el campo, ya tendidos por la hierba saborean los placeres del vino apurando las
copas de bronce. Brillan a trechos las hogueras; el juego entretiene la vigilia
de una noche de guardia...
Desde lo alto de sus trincheras, que ocupan
armados, ven los Troyanos aquellos preparativos de asedio, y no sin grave
sobresalto, registran las puertas y enlazan entre sí con puentes sus baluartes.
Todos aprestan sus armas, estimulados por Mnesteo y por el impetuoso Seresto, a
quienes el caudillo Eneas había cometido el mando de sus tropas y la dirección
de la guerra para el caso de que alguna desgracia reclamase su esfuerzo. Toda la
hueste comparte por suertes el peligro, relevándose unos a otros en la vigilante
defensa de las murallas.
Guardaba una de las puertas el valeroso Niso, hijo
de Hitarco, destrísimo en el manejo del venablo y de las veloces saetas; la
selva de Ida, su patria, gran madre de cazadores, le había dado por compañero a
Eneas. Junto a él está su amigo Euríalo, mancebo en juventud, y el más gallardo
de cuantos siguen las enseñas de Eneas y visten las troyanas armas. Unidos con
estrecha amistad, juntos se precipitaban siempre en los combates; a la sazón
estaban ambos de guardia en la misma puerta: ¡Oh Euríalo! le dice Niso, ¿Serán
por ventura los dioses los que infunden este ardor en mi espíritu, o tal vez
cada cual se forja un dios de sus ciegos apetitos? Ello es que ardo en ansia de
pelear o de acometer alguna grande empresa y que no acierto a estarme quieto.
Bien ves cuán confiados, cuán desprevenidos están los Rútulos; sus hogueras
brillan cada vez más escasas; vencidos del vino, duermen tendidos por el campo;
todo a lo lejos yace en silencio; oye, pues, lo que me agita, y la idea que
revuelvo en mi mente. Todos a una, el pueblo y los senadores, piden que se llame
a Eneas con urgencia, enviándole mensajeros que traigan de él seguras nuevas. Si
me prometen para ti lo que pienso pedirles, pues a mí me basta la gloria que ha
de resultarme de mi empresa, paréceme que siguiendo la falda de aquel collado
podré hallar un camino que me conduzca a las murallas de Palantea." Profunda
impresión hicieron estas palabras en Euríalo, grandemente ganoso de loores, el
cual habló así a su fogoso amigo: "¿Por ventura ¡Oh Niso! rehuyes asociarme a
ese gran proyecto? ¿Crees que te dejaré lanzarte solo a tamaños peligros? No me
formó para eso mi belicoso padre Ofeltes entre los continuos rebatos de los
Griegos y los trabajos de Troya, ni nunca tal hice contigo desde que sigo al
magnánimo Eneas y sus adversos hados. Aquí hay un pecho que desprecia la vida y
que cree comprar bien con ella esa gloria a que aspiras." Niso le respondió: "En
verdad que nunca tal temí de ti, ni me fuera lícito tal pensamiento, no; así el
gran Júpiter o cualquier otro dios que mire mi proyecto con propicios ojos me
restituya a ti triunfante. Pero si en medio de los trances de tan peligrosa
aventura, ya la casualidad, ya un dios me arrastrase a la desgracia, quisiera
que tú me sobrevivieses; tu edad es más digna de la vida. Haya al menos alguno
que retire mi cadáver del campo de batalla, que pague su rescate y lo deposite
en la tierra, o que si esto me negase la acostumbrada fortuna, tribute los
fúnebres honores a mis despojos ausentes y los decore con un sepulcro. Ni sea yo
ocasión de tan gran dolor para tu mísera madre, que, sola entre tantas madres,
se ha atrevido ¡Oh mancebo! a seguirte, desdeñando la ciudad del grande
Acestes." A lo cual replica Euríalo: "Inútilmente esfuerzas esas vanas razones;
no desisto de mi inmutable resolución. Echemos a andar." Y al mismo tiempo
despierta a los centinelas que han de reemplazarlos por suerte, con lo que,
dejando la avanzada, se encaminan juntos al real de Ascanio.
A la hora en
que todos los seres animados deponen con el sueño sus afanes y olvidan las penas
del corazón, los principales caudillos de los Teucros, juventud escogida,
celebraban consejo para tratar de la apurada situación del reino. ¿Qué hacer?
¿Quién iría de mensajero a Eneas? Apoyados en sus largas lanzas y embrazado el
escudo, deliberan en medio del campamento, cuando se presentan juntos y alegres
Niso y Euríalo, pidiendo que se les deje entrar para un negocio grave y que bien
merece que el consejo se detenga a escucharlo. Iulo el primero recibe a los
impacientes mancebos y manda a Niso que hable, lo cual hizo así el hijo de
Hitarco: "¡Oh guerreros de Eneas! escuchadnos con ánimo benigno, y no juzguéis
por nuestra edad de la empresa que venimos a proponeros. Vencidos del sueño y
presa del vino, los Rútulos yacen en silencio; nosotros hemos descubierto un
sitio adecuado para sorprenderlos, que es aquel en que el camino se divide en
dos ramales, junto a la puerta más cercana al mar. Sus hogueras están ya en la
mayor parte apagadas, y de ellas se levantan al firmamento negras humaredas; si
nos dejáis aprovechar esta favorable ocasión, iremos a la ciudad de Palante en
busca de Eneas, y pronto nos veréis volver con él cargados de despojos, después
de haber hecho gran mortandad en el enemigo. No erraremos el camino; que muchas
veces en nuestras continuas cacerías vimos aquella ciudad en el fondo de los
oscuros valles y exploramos todas las márgenes del río." Entonces Aletes, lleno
de años y hombre de maduro consejo, "¡Oh dioses patrios, bajo cuyo numen está
siempre Troya! exclamó, sin duda no os disponéis a borrar enteramente del mundo
a los Teucros, cuando suscitáis entre ellos una juventud animosa y pechos tan
esforzados." Y esto diciendo, abrazaba a entrambos y les asía las manos,
regándoles los rostros con su llanto. "¿Qué recompensa, ¡Oh mancebos! les decía,
qué digna recompensa podrá pagar tal proeza? La más hermosa os la darán en
primer lugar los dioses y vuestra virtud; además os la premiarán muy pronto el
piadoso Eneas y el joven Ascanio, que nunca olvidará tan grande merecimiento."
"Y yo, que no veo salvación más que en la vuelta de mi padre, prosiguió Ascanio,
os juro ¡Oh Niso! por los grandes penates, por los lares de Asáraco y por el
santuario de la cándida Vesta, que pongo en vuestras manos mi fortuna y mis
esperanzas. Traed a mi padre, volvedme su presencia; con su vuelta acabarán
nuestras desgracias. Yo os daré dos copas de plata primorosamente cinceladas,
que mi padre ganó en la toma de Arisba, dos trípodes. Dos grandes talentos de
oro y una taza antigua que me regaló la sidonia Dido. Si nos diere la suerte
conquistar a Italia y señorearnos de ella, y repartirnos por suerte sus
despojos; ya has visto qué caballo, qué armas de oro llevaba Turno; pues yo
exceptuaré del sorteo aquel escudo, aquel purpúreo penacho, y desde ahora ¡Oh
Niso! cuéntalos por tuyos. Además te dará mi padre doce hermosísimas esclavas,
otros tantos cautivos, todos armados, y sobre esto, todas las tierras del rey
Latino. Y a ti, Euríalo, casi mi igual por la edad, a ti ¡Oh mancebo dignísimo!
te doy mi corazón y te tomo por compañero de todas mis empresas. Sin ti no
quiero buscar gloria alguna; ya en paz, ya en guerra, en tus obras, en tus
consejos pondré toda mi confianza." En estos términos le responde Euríalo:
"Jamás en tiempo alguno desmentiré estos esforzados impulsos, ya me sea
próspera, ya adversa la fortuna; pero una sola cosa te pido, que precio más que
todos tus dones. Tengo una madre del antiguo linaje de Príamo, a la cual
¡Infeliz! ni la tierra de Ilión ni la ciudad del Rey Acestes pudieron retraer de
seguirme: yo ahora la dejo ignorante de los peligros que voy a correr, y sin
despedirme de ella; testigos me son la noche y tu diestra de que no podría
resistir el llanto de mi madre. Tú, yo te lo ruego, consuela a la desvalida,
socorre a la abandonada. Déjame llevar de ti esta esperanza, con ella iré más
alentado para cualesquiera trances." Lloraban los enternecido Troyanos, y más
que todos el hermoso Iulo, angustiado su corazón por aquella viva imagen de amor
filial, y así le dice...: "Yo te prometo todo lo que merece tu heroico
ardimiento. Tu madre será la mía, y sólo le faltará el nombre de Creúsa; que no
a menos da derecho el ser madre de tal hijo, sea cual fuere la suerte que te
aguarda. Juro por mi cabeza, que es el usado juramento de mi padre, juro que
cuanto te prometo para cuando vuelvas, lograda tu empresa, se lo cumpliré
igualmente, si no vuelves, a tu madre y a tu linaje. Así exclama llorando; al
mismo tiempo se desciñe del hombro una espada de oro, obra primorosa del
artífice Licaón cretense, hábilmente adaptada a una vaina de marfil. Mnesteo da
a Niso una piel, terrible despojo de un león; el fiel Aletes cambia de yelmo con
él. En seguida echan a andar, bien armados y seguidos de los principales
guerreros, jóvenes y ancianos que con sus votos los acompañan hasta las puertas;
también los acompaña el hermoso Iulo, superior a sus años en esfuerzo y varonil
prudencia, confiándoles para su padre multitud de encargos; pero el viento se
lleva toda aquellas palabras y las dispersa en las nubes.
Salen por fin, y
cruzando los fosos, se encaminan por entre las sombras de la noche a los reales
enemigos, donde los aguarda la muerte, pero donde antes se la darán a muchos. A
cada paso ven soldados tendidos en la hierba, rendidos del sueño y del vino; los
carros empinados en la playa, y entre las ruedas y los arneses, revueltos los
hombres con las armas y los barriles de vino. Entonces el hijo de Hirtaco habló
así el primero: "Manos a la obra, Euríalo; la ocasión nos brinda a ello. Esta es
la senda; tú, para que no nos sorprenda el enemigo por la espalda, quédate ahí y
atalaya todo estos contornos; yo entre tanto acuchillaré a toda esa caterva y te
abriré ancho camino." Dice así en voz baja, y al mismo tiempo arremete con la
espada al soberbio Ramnetes, que, tendido en un magnífico lecho, roncaba
estrepitosamente. Rey y augur, caro más que todos al rey Turno, no le valió su
saber para evitar aquel trance fatal; en seguida acomete a tres servidores suyos
que yacían tendidos en medio de sus armas, y al escudero Remo y a su auriga, a
quien hallo por casualidad entre sus propios caballos, y les corta con su espada
los pendientes cuellos; luego degüella a Remo y abandona el tronco, del que sale
a borbotones un chorro de sangre, que va a empapar el caliente suelo y el lecho.
Emprende en seguida con Lamiro y Lamo y con el joven Serrano, de hermosa
apostura, que había pasado jugando parte de aquella noche y que a la sazón yacía
en profundo sueño; ¡Feliz si hubiera seguido jugando hasta rayar el día! Cual
hambriento león, en medio de una majada llena, despedaza y arrastra al tímido
rebaño, mudo de espanto, y ruge con sangrientas fauces, tal Euríalo causa no
menor estrago; también él hierve en furor y lo ceba en una oscura muchedumbre
sin nombre; así inmola a Fado, a Herbeso, a Reto y a Abaris, que sin saberlo
pasan de la vida a la muerte. Reto velaba y lo veía todo; mas, vencido del
miedo, se escondía detrás de una gran cuba; en el momento en que se levantaba
para huir, le clava en el pecho su espada hasta la empuñadura y la saca en
seguida, dejándole cadáver. En medio de un río de sangre, mezclada con vino,
exhala el alma. Inflamado con el éxito de su sorpresa, cebábase Euríalo en la
matanza, y ya se dirigía a las tiendas de Mesapo, donde veía apagarse las
últimas hogueras y pacer la hierba los caballos, trabados los pies según
costumbre, cuando Niso, viendo que se dejaba arrastrar demasiado por la sed de
sangre, le dice rápidamente: "Dejémoslo; que ya se acerca la enemiga aurora.
Basta de carnicería; ya hemos abierto camino por en medio de los enemigos." Sin
querer despojar a estos de una multitud de preciosas piezas de plata maciza,
armas, copas, ricos tapices, Euríalo se lleva solamente el jaez de Ramnetes y su
tahalí chapado de oro, prendas que el opulento Cedico enviara años atrás al
tiburtino Rémulo en recuerdo de hospitalidad: Rémulo, al morir, se las dio a su
nieto; y muerto este, los Rútulos se apoderaron de ellas en la guerra. Cógelas,
pues, Euríalo, y vanamente se las echa a los robustos hombros; cíñese además el
penachudo yelmo de Mesapo, y saliendo del campamento, se ponen ambos en salvo.
Entre tanto, trescientos jinetes, todos con sus broqueles y mandados por
Volscente, se encaminaban desde la ciudad latina a llevar a Turno un mensaje de
su rey, mientras tanto el resto de la legión a que pertenecían hacía alto en el
llano. Ya se acercaban al campamento, y casi habían llegado a las empalizadas,
cuando divisaron de lejos a los fugitivos, que torcían hacia la izquierda,
habiéndolos descubierto el yelmo del imprudente Euríalo, herido por los primeros
resplandores del alba entre la ya pálida oscuridad de la noche. No en vano los
vio Volscente, que al punto les gritó desde donde estaba con los suyos:
"¡Teneos, guerreros! ¿Qué hacéis ahí? ¿De que ejército sois? ¿Adónde vais? Ellos
nada respondieron, antes aprietan el paso por entre la espesura, fiados en la
oscuridad, con lo cual de esparcen los jinetes por las conocidas veredas para
cerrarles todas las salidas. Era aquel sitio una negra selva de frondosas
encinas, llena de matorrales y abrojos, cruzada por algunos raros y ocultos
senderos. La oscuridad del bosque y el pesado botín de que va cargado impiden a
Euríalo adelantar, y el sobresalto además le hace perder el camino. Niso huye, y
ya, sin acordarse de su compañero, había dejado atrás a los enemigos y los lagos
que después se llamaron albanos, del nombre del Alba, y donde entonces tenía el
rey Latino sus mejores majadas, cuando haciendo alto por fin, busca en vano a su
amigo ausente. "¡Euríalo infeliz! exclama, ¿Donde te he dejado? ¿Qué camino he
de seguir para buscarte?" Internándose segunda vez en los senderos que ha
recorrido por la intrincada selva, reconoce sus propias pisadas y vaga perdido
por entre los silenciosos jarales. Oye ruido de caballos, de armas, de gente;
poco después llega a sus oídos un triste clamor y ve a Euríalo, que, engañado
por la oscuridad, sin conocer el sitio en que se halla, turbado por aquel súbito
ataque, y rodeado ya de la hueste enemiga, forcejea en vano rabiosamente por
desasirse. ¿Qué hacer para salvarle? ¿Con qué esfuerzo, con qué armas osará
arrancar al mancebo de aquel peligro? ¿Irá a arrojarse, desesperado, en medio de
las espadas enemigas, buscando en ellas honrosa muerte? Al punto, blandiendo su
venablo con el tendido brazo y alzando los ojos a la alta luna, le dirige esta
deprecación: "¡Oh diosa, hija de Latona, ornamento de los astros, guardadora de
las selvas, sénos propicia en este duro trance? Si algunos dones tienes
ofrecidos por mí en tus aras mi padre Hirtaco; si yo mismo les tengo añadido
algunos con los productos de mis cacerías, suspendiéndolos de los artesones de
tu templo o clavándolos en sus sacras bóvedas, déjame dispersar esa muchedumbre
y dirige mis dardos por el viento." Dijo, y haciendo empuje con todo su cuerpo,
disparó el férreo dardo, que hiende volando las sombras de la noche y va a
clavarse en la espalda de Sulmón, donde se rompe, y con su rajada madera le
traspasa las entrañas. Cae yerto Sulmón, vomitando por el pecho un caliente río
de sangre y jadeando entre largos sollozos. Atónitos los Rútulos, tienden la
vista a todos lados; exasperado Niso con esto, dispara, levantando el brazo a la
altura del oído, un segundo dardo, y mientras todos andan azorados, traspasa el
rechinante hierro las sienes de Tago, y tibio ya, va a hincarse en su horadado
cerebro. Furioso Volscente de no ver quién causa aquel estrago, y no sabiendo
cómo cebar su rabia, "Pues tú, exclama, tú me pagarás con tu caliente sangre la
muerte de esos dos, mientras no parece el verdadero asesino"; y al mismo tiempo
arroja, espada en mano, contra Euríalo. Aterrado, fuera de sí, incapaz ya de
permanecer oculto y de soportar aquel horrible trance, preséntase Niso,
gritando: "¡A mí, a mí, yo soy el matador!; volved contra mí las espadas, ¡Oh
Rútulos! Mía es toda la traición; este nada ha intentado, nada ha podido hacer
contra vosotros, lo juro por ese cielo, por esos astros, testigos de la
sinceridad de mis palabras; su única culpa es haber querido demasiado a su
infeliz amigo." Mientras así clamaba Niso, la espada de Volscente, esgrimida con
poderoso empuje, atraviesa las costillas y rompe el blanco pecho de Euríalo, que
cae herido de muerte; corre la sangre por sus hermosos miembros, y su cuello se
dobla sobre sus hombros, semejante a una purpúrea flor cuando, cortada por el
arado, desfallece moribunda, o cual las adormideras inclinan la cabeza sobre el
cansado tallo a impulso de un recto aguacero. Al punto Niso se precipita en
medio de los enemigos, buscando únicamente entre todos a Volscente, sólo a
Volscente. Rodéanle los Rútulos de tropel y le embisten en todas direcciones,
mientras él con mayor brío acosa a su contrario, esgrimiendo en círculo la
fulmínea espada, hasta que al fin logra hundirla en la boca del Rútulo, abierta
para gritar, y antes de morir arranca el alma a su contrario: entonces,
acribillado de heridas, se arrojó sobre su amigo exánime, y allí por fin
descansó en plácida muerte.
¡Felices ambos! Si algo alcanzan mis versos,
perpetuamente viviréis en la memoria de los hombres, mientras el linaje de Eneas
pueble el inmoble peñón del Capitolio y domine al mundo el soberano de Roma.
Vencedores los Rútulos, se apoderan del botín y de los despojos de los dos
amigos, y llorando se llevan el cuerpo de Volscente los reales, donde no era
menor la desolación al ver inmolados los principales del ejército, Remnetes,
Serrano y Numa. Todos se agolpan alrededor de los cadáveres y de los moribundos,
contemplando los sitios tibios aún con la reciente mortandad y los arroyos
llenos de espumosa sangre. Entre los despojos reconocen el espléndido yelmo de
Mesapo y aquel jaez recobrado con tantos afanes.
Ya en esto la naciente
Aurora, dejando el purpúreo lecho de Titón, esparcía sobre el mundo su nueva
claridad; ya el sol derramaba su luminoso resplandor, cubriendo con él todos los
objetos, cuando Turno, armado de pies a cabeza, concita a sus guerreros y
apresta a la batalla sus falanges cubiertas de acero: todos mutuamente exacerban
sus iras, refiriendo de mil maneras el desastre ocurrido, y siguen con fiera
gritería las cabezas de Niso y Euríalo, clavadas, ¡Horrible espectáculo! en las
puntas de dos enhiestas lanzas... Los aguerridos Troyanos agolpan la mayor parte
de sus fuerzas a la izquierda, por hallarse la derecha, ceñida por el río, y
defienden los anchos fosos, mientras otros ocupan las altas torres, afligidos al
ver las dos cabezas, ¡Ay! harto conocidas, clavadas en las picas y chorreando
negra sangre.
Entre tanto la Fama, alada mensajera, revoloteando por la
aterrada ciudad, se desliza hasta los oídos de la madre de Euríalo, con lo que,
abandonando de pronto el calor vital los huesos de la infeliz, deja caer de sus
manos los husos y la retorcida tarea. Lánzase la desventurada madre con
mujeriles alaridos, mesando sus cabellos, y delirante se encamina a los muros,
internándose hasta las primeras filas; no se cura de los soldados, de los
peligros ni de los dardos; al mismo tiempo hinche el viento con estas
lamentaciones: "¡Que así te veo, Euríalo! ¡Que así pudiste, oh cruel, dejarme
sola, tú, el postrer arrimo de mis cansados años! Y al arrojarte a tan gran
peligro, ¡Ni siquiera diste a tu mísera madre un postrer adiós! ¡Ay! ¡Ahora
yaces en ignoto suelo, presa de los perros del Lacio y de las aves de rapiña! y
yo, madre tuya, no asistí a tu muerte, ni te cerré los ojos, ni lavé tus
heridas, ni te cubrí con aquellas ropas que para ti labraba a toda prisa día y
noche, labor con que consolaba mi triste ancianidad. ¿Qué será ya de mi? ¿Cuál
tierra posee ahora tus destrozados restos, tu miserable cadáver? ¡Eso, hijo mío,
eso sólo me traes, eso sólo me queda de ti? ¿Para esto te he seguido por tierra
y por mar? ¡Traspasad mi pecho, oh Rútulos, si sois compasivos; lanzad contra mí
todos vuestros dardos, acuchilladme a mí la primera? O bien tú, gran padre de
los dioses, compadéceme y con tu rayo precipita al Tártaro esta mi aborrecida
cabeza, pues no puedo de otro modo acabar con la horrible vida." Estos lamentos
conmueven los corazones, y un triste gemido circula por todo el ejército, cuyo
aliento para la batalla quebranta el dolor que embarga sus fuerzas. Al fin, por
mandato de Ilioneo y del lloroso Iulo, Ideo y Actor levantan a la desolada
madre, ocasión del general abatimiento, y se la llevan en brazos a su morada.
En tanto las sonoras trompetas de bronce retumban a los lejos, con terribles
toques, seguidos de gran vocería, que hace crujir el firmamento; al mismo tiempo
avanzan rápidamente los Volscos, guarecidos bajo sus broqueles y se aprestan a
llenar los fosos y a arrancar las empalizadas, mientras otros preparan el
asalto, arrimando escalas a las murallas por la parte en que aparece menos
compacto el enemigo. Por su parte los Troyanos, amaestrados por una larga
carrera en defender murallas, les tiran todo linaje de armas arrojadizas y los
rechazan con sus recias picas; además precipitan sobre ellos enormes peñascos
con objeto de romper la abroquelada hueste, que todo lo arrostra, sin embargo,
bajo su densa bóveda; mas al cabo ya no pudieron resistir, pues hacia la parte
por donde embestía el mayor tropel de enemigos, llevaron rodando y despeñaron
los Teucros una terrible mole que aplastó a multitud de Rútulos y deshizo la
trabazón de los broqueles, con lo que renuncian a seguir por más tiempo en aquel
ciego ataque, y a flechazos, procuran desalojar del baluarte al enemigo... En
otra parte el espantoso Mecencio blandía en una mano su enorme lanza etrusca, y
en la otra humeante tea, mientras Mesapo, domador de caballos, hijo de Neptuno,
abre una brecha en la empalizada y pide escalas para trepar al muro.
¡Oh
Musas! ¡Oh Calíope! Dad, os ruego, aliento a mi voz para que cante los estragos
y matanza que hizo en aquella ocasión la espada de Turno, y a cuantos guerreros
lanzó cada uno de ellos al Orco! Revolved conmigo los grandes sucesos de aquella
guerra, pues bien los recordáis ¡Oh diosas! y podéis referirlos.
Había una
enorme torre, de muchos y altos pisos, oportunamente colocada, contra la cual
concentraban los Ítalos sus mayores esfuerzos, sin perdonar medio para
expugnarla, y que los Troyanos defendían, arrojando por sus trincheras una
lluvia de piedras y dardos. Turno el primero lanzó contra ella una tea
encendida, con que prendió fuego a uno de sus costados; y pronto las llamas
embravecidas por el viento, se corrieron por los tablones y las puertas,
devorándolo todo. Turbados y temblorosos los de dentro, intentan vanamente huir
de aquel horrible peligro; mientras se agolpan hacia la parte a que aún no ha
llegado el incendio, húndese de repente la torre bajo su peso y todo el
firmamento retumba con gran fragor. Arrastrados por la enorme mole derruida,
caen a tierra multitud de moribundos clavados en sus propios dardos o traspasado
el pecho por las recias astillas de los rotos maderos; a duras penas logran
escapar Helenor y Lico, de los cuales, Helenor, el de más edad, era hijo del rey
de Meonia, y de la sierva Licimnia, que le había criado secretamente y enviádole
a la guerra de Troya con armas a que no tenía derecho: así militaba sin gloria,
con una espada desnuda y una rodela sin ningún trofeo. Este apenas se vio en
medio de la muchedumbre de Turno, rodeado por todas partes de las huestes
latinas, semejante a una fiera que, cercada por un denso tropel de monteros, se
embravece contra los chuzos, y segura de morir cierra con ellos, seguro también
de morir, arremete a los enemigos, y éntrase por donde más espesas se le oponen
las lanzas. Más ligero de pies Lico, llega a os muros, huyendo por entre los
enemigos y las armas, y pugna por asir el alto caballete y alcanzar con la mano
las que le tienden los suyos; pero Turno, vencedor, que va acosándole de cerca
con su lanza, le increpa en estos términos: ¿Esperabas, insensato, escapar de
mis manos? Y al mismo tiempo ase de él mientras pendía del muro, y con parte de
este lo arranca, trayéndolo hacia sí, no de otra suerte que cuando el águila
armígera de Júpiter levanta en sus garras a una liebre o a un cándido cisne, y
se remonta con su presa a las alturas, o cual el lobo consagrado a Marte
arrebata de la majada al corderillo que su madre reclama con frecuentes balidos.
Por todas partes se alza gran vocería; arremeten los Rútulos, y unos rellenan
los fosos con tierra, mientras otros lanzan a las almenas teas encendidas.
Ilioneo precipita un peñón, enorme fragmento de un monte, sobre Lucecio, que ya
al pie de una de las puertas, iba a prenderle fuego; Liger, diestro en arrojar
venablos, derriba y mata a Ematio; Asilas, certero flechador, a Corineo; Ceneo a
Ortigio, y al vencedor Ceneo, Turno, el cual también da muerte a Itis, a Clonio,
a Dioxippo, a Prómolo, a Sagaris y a Ida, que defendía las más altas torres.
Capis, mata a Priverno, que, herido ya antes por la ligera lanza de Temila,
había ¡Insensato! arrojado su rodela y puéstose la mano en la herida, con lo que
la voladora saeta de Capis, dándole en el costado izquierdo, le dejó clavada en
él aquella mano, y penetrado en sus pulmones, le cortó para siempre el vital
aliento. El hijo de Arcente ostentaba sus vistosas armas, su clámide
primorosamente bordada, teñida de púrpura ibera, y su arrogante figura; su
padre, que lo enviara a aquella guerra, le había criado en el bosque de Marte, a
la margen del río Simeto, donde está el pingüe y propicio altar de Palico,
Mecencio, depuesta la lanza, voltea tres veces alrededor de su cabeza la correa
de su chasqueante honda, y partiendo, con el reblandecido plomo que dispara, las
sienes del hijo de Arcente, lo tiende cadáver en el campo de batalla. Es fama
que aquel día por primera vez disparó en un combate la veloz saeta de Ascanio,
el cual hasta entonces sólo se había ejercitado en acosar a las fugaces
alimañas, y que con su diestra dio muerte al fuerte Numano, por sobrenombre
Rémulo, recién casado con la hermana menor de Turno. Ensoberbecido con aquel
reciente regio enlace, iba Numano al frente de la primera falange, vociferando
cuanto se le venía a la boca y prorrumpiendo en estos jactanciosos denuestos:
"¿No os da vergüenza encerraros por segunda vez entre empalizadas, ¡Oh
Frigios! dos veces cautivados, y oponer murallas a la muerte? ¡He ahí los que
vienen a pedirnos con las armas que les demos esposas! ¿Cuál dios, qué demencia
os impelió a Italia? Aquí no os las habéis con los Atridas ni con el artero
Ulises. Nación brava, de dura estirpe, tenemos por costumbre meter en un río a
nuestros hijos recién nacidos para robustecerlos con el contacto del áspero
hielo y de las olas; de niños se avezan a la caza y a fatigar el monte; sus
juegos son domar potros y manejar el arco y las flechas; sufrida para el
trabajo, acostumbrada a la sobriedad, nuestra juventud, o doma la tierra con el
arado o gana ciudades con la espada. A todas edades sufrimos el peso del hierro,
y con la punta de la lanza, aguijamos los lomos de los uncidos bueyes. Ni la
tarda senectud debilita en nosotros las fuerzas del ánimo, ni nos quita el vigor
del cuerpo: con un yelmo oprimimos nuestras canas; siempre nos place allegar
nuevas presas y vivir de lo que por fuerza arrebatamos. Vosotros bajo vuestras
ropas teñidas de azafrán y de reluciente púrpura abrigáis corazones cobardes;
vuestros recreos son los cantos y las danzas, y lleváis sayos con mangas, y
cofias con cintas y rapacejos. ¡Oh Frigias, en verdad, pues ni aun Frigios sois,
volveos a vuestro alto Dindimo, donde os aguardan los dos tonos de la flauta a
que estáis acostumbrados! Id, que os llaman los panderos berecintios y el
melodioso boj de la madre Cibeles; dejad las armas para los hombres y renunciad
al hierro."
No pudo Ascanio soportar aquellos arrogantes y crueles insultos,
y puesto frente de él, asesta un dardo en su arco de crin, y extendiendo ambos
brazos, párase suplicante y dirige a Júpiter estas preces: "¡Oh Jove
omnipotente! favorece este mi atrevido estreno, y yo llevaré a tus templos
solemnes dones y ofreceré en tus aras un blanco novillo de dorados cuernos, que
levante la cabeza tanto como su madre y tope ya y esparza la arena con los
pies." Oyole el padre del cielo, y por el lado de la izquierda en el sereno
firmamento retumbó el trueno; zumba al mismo tiempo el mortífero arco y parte
volando la estridente saeta, que va a dar en la cabeza de Rémulo y le traspasa
las sienes. "Ve e insulta ahora a la virtud con soberbias palabras. Esta
respuesta dan a los Rútulos los Frigios, dos veces cautivados" No más dijo
Ascanio; los Teucros prorrumpieron en grandes clamores, palpitando de júbilo y
levantando su espíritu hasta las estrellas. Veía el crinado Apolo desde las
etéreas alturas, sentado en una nube, las huestes ausonias y la ciudad de los
Troyanos, y en estos términos habló al vencedor Iulo: "¡Bien, noble mancebo,
bien!; así se camina a la gloria, ¡Oh hijo y futuro padre de dioses! Algún día
el linaje de Asáraco sosegará por derecho, todas las guerras que en lo venidero
preparan los hados. Troya es estrecho campo para tu gloria. Dicho esto, se
desprende por el alto éter en alas del viento y se encamina hacia Ascanio,
tomando al propio tiempo la figura y porte del viejo Butes, antiguo escudero del
dardáneo Anquises y fiel portero de su palacio: a la sazón Eneas le tenía por
ayo de su hijo. Mostraba Apolo una perfecta semejanza con el anciano; la misma
voz, el mismo color, las mismas canas e iguales armas, de fiero sonido. Bástete,
hijo de Eneas, dijo al fogoso Iulo, haber dado muerte impunemente con tu dardo a
Numano; el grande Apolo te concede ese primer triunfo y no lleva a mal que
descuelles en el manejo de las armas; pero cesa ya, mancebo de pelear." Dicho
esto, y sin guardar respuesta, deja Apolo la forma mortal y se desvanece a la
vista en el leve viento. Reconocieron los próceres troyanos al dios y sus
divinas flechas y oyeron el sonido que al alejarse hacía su aljaba; con lo que,
obedientes al mandato de Febo, contienen a Ascanio, ya ansioso de pelea, y por
segunda vez se arrojan a la lid, arrostrando los peligros con temerario
ardimiento. Corre un gran clamor por los muros y los torreones; todos tienden
los arcos y aparejan los amentos; el suelo se cubre de dardos, los escudos y los
huecos almetes retumban con los golpes; trábase la lid con horrenda furia. No
con mayor violencia azota la tierra un aguacero, impelido por occidente por las
lluviosas Cabrillas; no de otra suerte los nubarrones se precipitan en abundoso
granizo sobre los mares, cuando desatados los fieros vendavales en deshecha
tempestad, rasgan el nebuloso éter.
Pándaro y Bitias, hijos de Alcanor de
Ida, a quienes la agreste Iera crió en un bosque de Júpiter, mancebos semejantes
a los abetos y a los montes de su patria, abren, confiados en sus armas, la
puerta, cuya custodia por mandato de su caudillo, les estaba sometida, y
provocan al enemigo a entrar en la ciudad. Armados de hierro y cubiertas las
erguidas cabezas con relucientes penachos, ambos se mantienen firmes uno a la
derecha y otro a la izquierda de las torres, cuales en contorno de los ríos, ya
en las márgenes del Po, ya en las del ameno Atesis, álzanse dos altísimas encina
y mecen en el firmamento sus nunca podadas y altas copas. Acometen al punto los
Rútulos por la entrada que ven abierta, y en el mismo instante Quercente y
Aquícolo, el de las vistosas armas, y el temerario Tmaro y el belicoso Hemón, o
huyen rechazados con toda su gente, o caen sin vida en el mismo umbral de la
puerta: crecen entonces más y más las iras de los enconados ánimos, y ya los
Troyanos, aglomerados en aquel punto, atacan a su vez y avanzan más allá de su
campamento.
Llega en esto un mensaje al caudillo Turno, el cual por otra
parte andaba haciendo espantoso estrago, de cómo el enemigo se había recobrado
con sangrienta furia y había abierto de par en par las puertas. Deja con esto al
punto la lid en que estaba empeñado, e incitado de bravísima saña, se arroja
sobre la puerta troyana y los soberbios hermanos, y embistiendo el primero,
porque fue el primero que se le puso delante, a Antifates, hijo bastardo del
alto Sarpedón y de una Tebana, lo derribó, lanzándole un dardo de cerezo ítalo,
que volando por el aura leve, fue a clavársele en mitad del pecho, brota de la
cavernosa herida un arroyo de espumosa sangre, e hincado en los pulmones se
entibia el hierro. En seguida inmola con su mano a Merope, a Erimanto y a
Afidno; luego arremete a Bitias, cuyos ojos centellean y que brama de furor, mas
no con un dardo, pues un dardo no le hubiera quitado la vida, sino con una
falárica que, vibrada a manera de rayo, voló rechinando con aterrador estruendo.
No resistieron su ímpetu las dos pieles taurinas ni la doble malla de oro que
cubrían la fiel loriga del gigante, el cual desplomándose, herido de muerte,
hizo con su choque gemir la tierra; sobre ella resuena, al caer, el enorme
escudo. No de otra suerte se derrumba en la eubea orilla de Bayas un paredón de
piedra, levantado antiguamente por dique a la mar; tal se desmorona y va a
hundirse en lo más hondo del piélago; revuélvense las olas, mezcladas con las
negras arenas de su fondo, y al estruendo se estremecen la alta Prochita e
Inarime, duro lecho impuesto a Tifeo por el soberano mandato de Jove.
Entonces el armipotente Marte infunde nuevo brío y fuerzas a los latinos,
aguijándoles el pecho con acres estímulos, al propio tiempo que esparce entre
los Teucros la fuga y el negro temor. Acuden de todos lados los Ítalos a do
quiera que se les presenta ocasión de pelear, el dios de las batallas inflama
sus corazones... Pándaro, al ver tendido en tierra a su muerto hermano, a qué
parte se inclina la fortuna, qué peligros amagan a los suyos, hace con vigoroso
empuje girar la puerta sobre sus goznes, apoyando, por la parte de dentro, en
ella sus anchas espaldas, y deja fuera de las murallas a muchos de los suyos
empeñados en recia lid, al paso que recibe y encierra consigo a los que se le
vienen encima, sin ver ¡Insensato! que el rey de los Rútulos penetra también
entre el confuso tropel, y que él mismo le encierra en la ciudad, cual horrible
tigre en medio de inerte rebaño. De pronto una desusada luz brilló en los ojos
de Turno y sus armas crujieron con horrible fragor, tembló sobre su yelmo el
sangriento penacho y de su escudo brotaron vivas centellas. Al punto los
conturbados Troyanos reconocen aquella aborrecida faz y aquellos descomunales
miembros; entonces el gigantesco Pándaro sale a su encuentro y ardiendo en ira
por la muerte de su hermano, "No es este, le dice, el palacio dotal de Amata, no
encierra aquí a Turno entre murallas su patria Ardea. Viendo estás un campamento
enemigo; imposible salir de aquí. Sonriéndose, con sosegado continente" le
responde Turno: "Empieza, si tan bravo eres, y sé conmigo en batalla; así podrás
contar a Príamo que aquí has encontrado un Aquiles." Al punto, echando el resto
de sus fuerzas, lanza Pándaro contra él un ñudoso chuzo cubierto de su áspera
corteza, pero que sólo hirió al viento; torcido en su camino por Juno, hija de
Saturno, fue a clavarse en la puerta. "No esquivarás tú así el golpe que te va a
asestar mi pujante diestra; brazo muy distinto al tuyo es el que te descarga
este tajo." Dice, y empinándose y levantando en alto la espada, le parte por
mitad la frente entre las dos sienes, dividiéndole las quijadas, aun lampiñas,
de una espantosa cuchillada. Cae el gigante con gran ruido; la tierra se
estremece bajo su enorme peso; en las ansias de la muerte vense tendidos por
tierra sus ya inertes miembros y sus armas cubiertas de sangre y sesos; la
cabeza, dividida en dos partes iguales, le pende sobre uno y otro hombro.
Trémulos y despavoridos huyen los Troyanos en todas direcciones, y si en aquel
momento se le hubiera ocurrido al vencedor romper las empalizadas e introducir
por la brecha a los suyos, aquel hubiera sido el último día de la guerra y del
linaje troyano; pero su furor y una insensata sed de matanza le impelieron a
seguir el alcance... Primero acomete a Faleris, y luego a Giges, desjarretado
ya; hinca en las espaldas de los fugitivos las lanzas que les ha arrebatado:
Juno misma le da fuerzas y brío. Da también muerte a Halis y a Fegeo, clavándole
en su propia rodela, y a Alcandro, a Halio, a Nemón y a Pritnis, que, ignorantes
de que estuviese Turno dentro de la ciudad, esforzaban el combate. A Linceo, que
acudía contra él, llamando a sus compañeros, lo retiene apoyado de espaldas en
un parapeto, esgrimiendo la certera espada, con la que de un solo tajo tirado de
cerca le hace volar a lo lejos cabeza y yelmo. En seguida arrolla a Amico, el
destructor de las fieras, el más hábil en envenenar las puntas de los dardos; a
Clicio, hijo de Eolo, y a Creteo, amigo y compañero de las Musas; a Creteo, cuyo
mayor deleite eran los versos y las cítaras, y ajustar el ritmo al son de la
lira, y que siempre estaba cantando de caballos, armas y batallas.
Noticiosos, por fin, de la matanza hecha en los suyos, acuden los capitanes
teucros Mnesteo y el impetuoso Seresto, y ven a sus compañeros dispersos y al
enemigo dentro de los muros. Y Mnesteo, "¿A do huís, a do vais? exclama; ¿Qué
otras murallas, qué otros refugios os quedan ya? ¡Un hombre solo y cercado por
todas partes de vuestros parapetos, ha de hacer tantos estragos en la ciudad, oh
Troyanos! ¿Ha de lanzar al Orco a tantos de nuestros principales guerreros? ¿No
os mueve a compasión, no os causa sonrojo, cobardes, el pensar en vuestra patria
infeliz, en vuestros antiguos dioses y en el grande Eneas?" Inflamados por estas
palabras, páranse los fugitivos y se forman en cerrada hueste; con lo que Turno
empieza poco a poco a retirarse de la lid y a dirigirse hacia la parte del
campamento que ciñe el río. Acométenle entonces los Teucros con nuevo ardor y
gran vocería, concentrando sobre él todas sus fuerzas, cual suele una turba de
monteros acosar con duros venablos a un fiero león; él aterrado, pero terrible y
lanzando sañudas miradas, retrocede; ni la rabia ni su valor nativo le permiten
tampoco huir, ni tampoco puede, aunque los desea, embestir y romper por entre
los chuzos y los monteros. No de otra suerte Turno, indeciso, va retrocediendo
lentamente, abrasado de ira; dos veces revolvió sobre los enemigos, y dos veces
los arrolló en completa fuga hasta junto a los muros; mas luego se agolpa contra
él solo precipitadamente todo el ejército, y ya la poderosa hija de Saturno no
se atreve a sostenerle contra tantas fuerzas reunidas, porque su hermano Júpiter
le había enviado desde el cielo a la aérea Iris, con órdenes severas para el
caso de que no se retirase Turno de las altas murallas de los Teucros; por eso
no puede ya el mancebo ni cubrirse con el escudo ni atacar con la diestra: ¡Tan
abrumado de dardos se ve por todas partes! Zúmbale en derredor de las sienes el
yelmo con los repetidos golpes, y abóllase bajo las pedradas el duro metal de su
armadura; derríbanle el penacho; no le basta el escudo a parar las heridas; los
Troyanos y el mismo fulmíneo Mnesteo le acosan con sus lanzas; un raudal de
sudor negro y espeso con el polvo y la sangre le chorrea por todo el cuerpo, ni
aun puede respirar; acre estertor quebranta sus fatigados miembros. Entonces,
por fin, arrójase con sus armas al río, el cual, recibiéndole en su rojo regazo
y sosteniéndole en sus apacibles ondas, le restituye contento a sus compañeros,
lavada la sangre de sus heridas.
LIBRO X
[Convoca Júpiter el concilio de los dioses para tratar de las
cosas de Italia, y en él abogan Venus y Juno por sus protegidos, concluyendo el
padre de los dioses, vista la imposibilidad de una avenencia, por declararse
neutral, abandonando al hado la suerte de la guerra.—Preparan los rútulos un
segundo ataque al campamento troyano, cuando llega Eneas con un poderoso
ejército auxiliar y una escuadra de treinta bajeles, habiéndose encontrado en la
travesía con las ninfas del mar que antes fueron sus naves y que le refirieron
los motivos de su transformación y el grande apuro en que se encontraban los
troyanos.—Desembarca Eneas y forma sus huestes en batalla; trábase la lid, y en
ella muere Palante a manos de Turno; muerte que Eneas venga haciendo espantoso
estrago en los rútulos.—Obtiene Juno de su esposo Júpiter que saque a Turno del
campo de batalla para sustraerle al furor de Eneas, y a este fin pone delante
del guerrero rútulo un fantasma del héroe troyano, al cual va persiguiendo por
tierra y por mar en una barca, tomándole por el mismo Eneas, hasta que, llegado
a la playa de Árdea, reconoce su error.—Toma Mecencio el mando del ejército
latino por ausencia de Turno, y hace grandes proezas, hasta que se ve forzado a
retirarse, herido por Eneas, que poco después da muerte a su hijo Lauso, con
cuya terrible nueva vuelve Mecencio al campo de batalla y muere a manos de
Eneas.]
Ábrese en tanto la morada del omnipotente Olimpo, y el padre
de los dioses y rey de los hombres convoca a concilio en la estrellada mansión,
desde donde, encumbrado, abarca con la vista toda la tierra, y los reales de los
Troyanos y los pueblos latinos. Toman asiento los dioses en una estancia abierta
por ambos lados, y Júpiter les habla de esta manera:
"Poderosos moradores
del Olimpo, ¿Cuál causa ha trocado las vuestras voluntades, y por qué pugnáis
unos contra otros con tanto encono? Yo había prohibido a Italia hacer armas
contra los Teucros; pues ¿Cómo así la discordia quebranta mis mandatos? ¿Qué
delirio impele a unos y a otros a trabar lides y a destrozarse con hierro?
Tiempos llegarán (no los precipitéis) en que será forzoso pelear, cuando la
fiera Cartago, abriéndose paso por los Alpes, lleve a los alcázares romanos
grande estrago. Entonces podréis cebar vuestros odios y será lícito el saqueo;
ahora estad quedos y ajustad contentos plácida alianza."
Esta breve arenga
pronunció Júpiter; mas prolija la rubia Venus replicó en estos términos... :
"¡Oh padre, oh eterno soberano de los hombres y de los dioses! pues ¿Qué otro
poder que no sea el tuyo puedo implorar? Ya ves cómo me insultan los Rútulos y
cómo el arrogante Turno, ensoberbecido con el favor de Marte, se precipita por
medio de nuestros escuadrones. No bastan ya a cubrir a los Teucros sus cerradas
murallas, antes tienen que sostener crudas lides dentro de sus puertas y en sus
mismas trincheras, llenando sus fosos con propia sangre: ausente Eneas, ignora
estas cosas. ¿Nunca habrás de hacer levantar ese cerco? Por segunda vez un
ejército no menos formidable que el de los Griegos amenaza los muros de la
naciente Troya; por segunda vez se levanta de la etolia Arpis contra los Teucros
el hijo de Tideo. Paréceme, en verdad, que aun está abierta mi herida, y acaso
no sea la última que reciba tu hija de armas mortales. Si, sin licencia tuya y
contra tu voluntad, han venido a Italia los Troyanos, paguen su culpa y no les
des tu auxilio; mas si han seguido tantos oráculos como les daban los dioses del
cielo y los del averno, ¿Por qué ahora hay quien pueda contrastar tus mandatos o
forjar nuevos destino? ¿Recordaré nuestros bajeles incendiados en las playas
sicilianas, al rey de las tempestades, concitando en la Eolia los furiosos
vientos y a Iris enviada contra nosotros desde las nubes? Sobre todo eso, ahora
Alecto nos suscita el encono de los númenes infernales (¡aun no faltaba esta
nueva manera de persecución!), y enviada de súbito por los dioses, recorre
furiosa las ciudades de los Ítalos. No me curo ya del imperio prometido; lo
esperé mientras nos fue propicia la fortuna; venzan los que tú quieras. Si no
hay región alguna que tu cruel esposa conceda a los Teucros, ¡Oh padre! yo te lo
ruego por las humeantes reliquias de Troya, séame permitido retirar de entre las
armas libre y seguro a Ascanio, séame permitido salvar a mi nieto. En buena hora
Eneas continúe siendo juguete de ignotos mares y siga la senda, sea cual fuere,
que le depare la fortuna: concédeme que pueda proteger a Ascanio y apartarle de
esa horrible lid. Mía es Amatonte, mías son la excelsa Pafos, y Citera, y la
mansión de Idalia; pase allí sin gloria la vida, depuestas las armas. Dispón que
Cartago sujete a la Ausonia con supremo dominio; nada se opondrá al triunfo de
las ciudades tirias. ¿De qué vale a los Teucros haber escapado de los estragos
de la guerra, huyendo por entre las llamas de los Griegos, y haber apurado
tantos peligros del mar y de la espaciosa tierra, buscando el Lacio para
edificar en él un nuevo Pérgamo? ¿No les hubiera estado mejor quedar sepultados
entre las últimas cenizas de la patria y en el suelo en que fue Troya? ¡Vuelve,
te ruego, vuelve a los míseros Troyanos su Janto y su Simois; concédeles, oh
padre, arrostrar segunda vez los desastres de Ilión!" Movida entonces de gran
furor, dijo así la regia Juno: "¿Por qué me obligas a romper mi profundo
silencio y a divulgar con palabras mi oculto dolor? ¿Cuál hombre, cuál numen, ha
obligado a Eneas a empeñarse en esta guerra y a atacar como enemigo al rey
Latino? Concedo que le hayan impulsado a Italia la autoridad de los hados y los
furores de Casandra; mas, por ventura, ¿Le he exhortado yo a salir de sus reales
ni a encomendar su vida a los vientos? ¿Por ventura debía confiar a un niño la
dirección de la guerra y la defensa de sus muros ni ir a tentar la fe tirrena ni
a perturbar pueblos sosegados? ¿Cuál dios, cuál fiero influjo de mi poder le ha
empeñado en esa tortuosa senda? ¿Qué tienen que ver con esto Juno ni Iris,
enviada desde las nubes? ¡Cosa indigna es que los Ítalos rodeen de llamas la
naciente Troya y que persevere en su patrio suelo Turno, cuyo abuelo es Pilumno,
cuya madre es la diosa Venilia! Pues ¿Cuánto más lo será que muevan los Troyanos
con fiera saña guerra a los Latinos; que opriman con su yugo ajenos campos y los
entren a saco; que elijan suegros y arrebaten a sus familias las vírgenes
desposadas; que se presenten pidiendo paz, y traigan sus naves erizadas de
armas? ¿Tú has de poder salvar a Eneas de manos de los Griegos y oponerles, en
vez del guerrero, una niebla y vanos vientos, y convertir las naves de su armada
en otras tantas ninfas, y en mí, por el contrario, ha de ser cosa nefanda
auxiliar en algo a los Rútulos? Ausente Eneas ignora estas cosas, ¡Ignórelas y
siga ausente en buena hora! Tuyas son Pafos e Idalia y la alta Citera; pues
¿Para qué provocas a una nación belicosa y a unos ánimos bravíos? ¿Somos
nosotros, por ventura, los que nos empeñamos en exterminar los abatidos restos
de los Frigios? ¿Nosotros? ¿Acaso entregué yo a los Aquivos los míseros
Troyanos? ¿Quién dio causa a que se levantasen en armas Europa y Asia y se
rompiesen las alianzas con ocasión de un rapto? ¿Guié yo, acaso, al adúltero
descendiente de Dárdano al asedio de Esparta? ¿Di yo armas para la guerra, o la
aticé con los fuegos del amor? Entonces te hubiera estado bien temer por los
tuyos; ahora son ya tardías esas injustas quejas en que prorrumpes y con que
quieres provocar vanas contiendas."
Habló así Juno: divididos en varios
pareceres, agitábanse en tanto todos los dioses, formando un murmullo semejante
al que hacen en las hojas de los árboles los primeros soplos del viento, cuando
vagan en el aire sordos rumores que prometen a los marineros futuras borrascas.
Entonces el padre omnipotente, soberano árbitro de todas las cosas, se dispone a
hablar; a su voz calla la alta morada de las deidades y la tierra se estremece
en su asiento; calla el encumbrado éter, suspenden los céfiros su vuelo, sosiega
el ponto sus serenas olas. "Escuchad, pues, y grabad estas palabras en vuestra
mente, dijo. Supuesto que no hay medio de unir en alianza a los Ausonios con los
Teucros, ni tiene fin vuestra discordia, sean cuales fueren hoy la fortuna y las
esperanzas de los Troyanos o de los Rútulos, no tomaré partido por unos ni por
otros, aun cuando los Ítalos aprieten el cerco de la nueva Troya, o por el rigor
de los hados, o por efecto de un fatal error o de infaustos oráculos. Tampoco me
declaro por los Rútulos. A cada cual den sus obras el desastre o la fortuna:
Júpiter es el mismo soberano para todos; los hados se abrirán camino." Dijo, e
inclinando la cabeza, juró por las olas del Estigio, el río de su hermano, por
las riberas que arrastran entre negros abismos torrentes de pez, y con aquel
movimiento se estremeció todo el Olimpo. Con esto se concluyó la asamblea;
levántase Júpiter de su áureo solio y llevándolo en medio, condúcenle los dioses
hasta sus umbrales.
Entre tanto los Rútulos, agolpados alrededor de todas
las puertas, redoblan sus esfuerzos mortíferos y pugnan por poner fuego a las
murallas. Acosados en sus trincheras, ninguna esperanza de fuga ven los míseros
compañeros de Eneas; en vano se sostienen aun en lo alto de las torres y coronan
los adarves con algunos pocos defensores. Forman las primeras filas Asio, hijo
de Imbraso, Timetes, hijo de Hicetaón, los dos Asáracos y el anciano Timbris con
Cartor, acompañados de los dos hermanos Sarpedón, Claro y Temón, venidos de la
noble Licia. Acmón de Lirneso, no menos grande que su padre Clitio y que su
hermano Mnesteo, lleva con el esfuerzo de todo su cuerpo un peñón, parte no
pequeña de un monte. Estos se defienden a la desesperada con dardos, aquellos
con piedras; unos arrojan teas encendidas, otros disparan saetas. En medio del
tropel vese al mismo garzón dardanio, justísimo cuidado de Venus, descubierta la
hermosa cabeza, brillante como una piedra preciosa engarzada en rojo oro, adorno
del cuello o de la cabeza; o cual reluce el marfil embutido por el arte en boj o
en terebinto de Orico; sobre su cuello lácteo le cae el suelto cabello,
muellemente prendido con un anillo de oro. ¡Y a ti también te vieron aquellos
magnánimos guerreros dirigir tus tiros y armar de veneno tus dardos, oh Ismaro!
¡Oh guerrero generoso, hijo de la nación Meonia, cuyos naturales labran fértiles
campiñas, que riega el Pactolo con su áurea corriente! También están allí
Mnesteo, a quien sublima la reciente gloria de haber arrojado a Turno de las
trincheras, y Capis, de quien toma nombre la ciudad de Capua. Trabados estaban
unos y otros en fiera batalla, mientras Eneas en mitad de la noche iba surcando
el piélago. Fue el caso que, después de dejar a Evandro, se encaminó a los
reales de los Etruscos, donde se presentó al Rey y le enteró de su nombre y
linaje, como igualmente de su objeto y de sus medios de conseguirlo; díjole qué
auxilios de armas se había asegurado Mecencio, y cuánto había que temer de la
violenta condición de Turno; hízole presente lo poco que hay que fiar en las
cosas humanas, interpolando con súplicas sus razones. Sin pérdida de momento
Tarcón reúne a los de Eneas todos sus recursos y pacta con él la alianza;
entonces, no contenida ya por sus hados, y confiada la nación de los Lidios a un
caudillo extranjero, en conformidad con el mandato de los dioses, se embarca en
la escuadra de Eneas. Monta este la primera, cuya proa decoran los leones
frigios, sobre los cales se alza el Ida, imagen deleitosa para los prófugos
Teucros. Allí va sentado el grande Eneas, revolviendo en su mente los varios
sucesos de la guerra; a su izquierda Palante, departiendo con él, ya le pregunta
los nombres de las estrellas que enseñan el rumbo en medio de la oscura noche,
ya las aventuras que ha corrido por tierra y por mar.
Abridme ahora ¡Oh
musas! el Helicón e inspirad mis cantos; decidme qué gentes acompañaron a Eneas
desde las orillas toscanas, y armaron naves en su auxilio, y con él surcaron el
piélago.
Masico, el primero, corta la mar con su ferrada Tigre, llevando a
sus órdenes mil mancebos, que vienen de las murallas de Clusio y de la ciudad de
Cosa; sus armas son venablos, saetas, leves aljabas pendientes de sus hombros, y
mortíferos arcos. En la misma línea van el fiero Abante; toda su gente
resplandecía con vistosas armas, y su nave con un Apolo dorado. Populonia, su
patria, le había dado seiscientos mancebos aguerridos, y otros trescientos la
isla de Ilva, suelo pródigo de sus inagotables hierros. Iba el tercero Asilo,
intérprete de los hombres y de los dioses, a quien obedecen las entrañas de las
víctimas y las estrellas del cielo, y las lenguas de las aves y los présagos
resplandores del rayo: este lleva consigo una apretada hueste de mil guerreros,
armados de agudas lanzas; Piza, que por su origen desciende del Alfeo, y por su
situación es una ciudad etrusca, los ha puesto bajo sus órdenes. Sígueles el
hermosísimo Astur; Astur, que confía en su caballo y en sus armas de varios
colores; trescientos van con él, todos animados del mismo ardor, así los de la
ciudad de Cere como los de los campos que riega el Minión y los de la antigua
Pirgo y los de la insalubre Gravisca.
No te pasaré por alto ¡Oh Cinira!
fortísimo caudillo de los Lígures, ni a ti, de pocos acompañado, ¡Oh Cupavo! en
cuyo penacho se alzan plumas de cisne, señal de que el amor es el crimen de tu
linaje, y recuerdo de la metamorfosis de tu padre; pues es fama que Cicno,
afligido por la muerte de su amado Faetonte, cantaba entre la espesura y la
sombra de sus hermanas, convertidas en álamos; y aliviando así con la poesía su
triste amor, vio cubrirse se blanda pluma su ancianidad, y dejó la tierra y voló
a los astros, sin César en sus cantos. Acompañado de numerosa hueste bien
ordenada, impele su hijo a fuerza de remos la inmensa nave El Centauro, que
representado en su actitud de arrojar a las olas un enorme peñón, parece como
que la amenaza desde la alta proa, mientras con su larga quilla va surcando el
profundo piélago.
Trae también una hueste de las playas de su patria aquel
Ocno, hijo de la adivina Manto y del toscano río, que te dio murallas ¡Oh
Mantua! y el nombre de madre. Mantua es rica de antiguos progenitores, pero no
todos vienen del mismo origen. Tres linajes, divididos cada cual en cuatro
ramas, la tienen por cabeza, pero la sangre toscana constituye su mayor fuerza.
De allí proceden también quinientos guerreros, a quienes el odio a Mecencio ha
puesto las armas en la mano, y a quienes el Mincio, velado de verde espadaña por
su padre Benaco, conducía sobre las olas en terrible nave.
Allí va el grave
Auletes, y a su mandato cien remos levantándose a la vez, baten las olas, que
revueltas se cubren de espuma. Llévale a su bordo un enorme Tritón, que va
aterrando con los sonidos de su bocina los cerúleos mares; su cuerpo, en actitud
de nadar, representa hasta la cintura el velloso busto de un hombre, rematando
el resto en figura de priste: bajo su monstruoso pecho murmuran las espumantes
olas.
Tales eran los escogidos próceres que en treinta bajeles acudían en
auxilio de la nueva Troya, surcando con sus ferradas proas la salada llanura.
Ya en esto se había retirado del cielo la luz del día y la alma Febe vagaba
en su nocturno carro por lo más alto del firmamento. Eneas, sentado en la popa,
pues los cuidados no le dejan entregar su cuerpo al descanso, rige él mismo el
timón y atiende a las velas, cuando he aquí que de pronto le sale al encuentro,
en mitad de su camino el coro de sus compañeras las ninfas, a quienes, de naves,
había trocado el alma Cibeles en númenes del mar; nadando todas juntas, iban
surcando las olas, a su lado, tantas cuantas antes en forma de ferrados bajeles
habían atracado en la playa. Reconocen de lejos a su Rey y le rodean, formando
coros, mientras Cimodocea, la más elocuente de todas, asida con la diestra a la
popa de su nao, que va siguiendo, levantando el busto encima del agua y batiendo
con la izquierda, a manera de remo, las calladas olas, le declara en estos
términos la situación de los suyos, que él ignoraba: "¿Velas, ¡Oh Eneas! linaje
de los dioses? Vela y navega a todo trapo. Somos los árboles de la sacra cumbre
del Ida, antes tu armada y ahora ninfas del piélago; cuando el pérfido Rútulo
nos acosaba con hierro y llamas, rompimos a pesar nuestro las amarras con que
nos sujetaste y fuimos a buscarte por el mar; compadecida de nosotras, Cibeles
nos trocó en esta figura y nos concedió ser diosas y vivir eternamente debajo de
las olas. Sabe que tu hijo Ascanio está estrechado dentro de sus muros y de sus
empalizadas por los dardos que hacen llover sobre él los fieros Latinos. Ya la
caballería árcade, mezclada con los fuertes Etruscos, ocupa los puntos que le
has prevenido, y Turno tiene resuelto salirles al encuentro con sus huestes para
que no puedan reunirse a tu campamento: ánimo pues, y al rayar la aurora
adelántate a mandar que se armen todos tus aliados, y embraza el invencible
escudo que te dio el mismo Vulcano, y cuyos bordes cercó de oro. Si no desdeñas
mi aviso, verá la primera luz de mañana grandes montones de cadáveres rútulos."
Dijo, y práctica en el arte, empujó con la diestra, al retirarse, la alta popa,
que huyó sobre las olas más rápida que un venablo o una saeta veloz como el
viento; y lo mismo hacen todas las de más. Pásmase el troyano hijo de Anquises,
no sabiendo la razón de aquel suceso; mas con el feliz presagio conforta su
espíritu, y alzando los ojos a la bóveda celeste, prorrumpe en esta breve
plegaria: "¡Oh alma diosa del Ida, madre de los númenes, a quien recrean el
monte Dindimo y las ciudades torreadas y los domados leones uncidos a tu carro,
guíame tú ahora a la pelea! ¡Haz que se cumpla ese próspero agüero, y propicia
asiste ¡Oh diosa!, a los Frigios!" No dijo más; en tanto ya el renaciente día
precipitaba su abundosa luz y ahuyentaba la noche. Lo primero ordena a su gente
que tremole enseñas, cobre aliento y se disponga a lidiar. De pie en la enhiesta
popa, tiene ya a la vista a los Teucros y sus reales; entonces con la siniestra
mano levanta en alto su rutilante escudo. Al verlo los Troyanos desde sus muros
lanzan un grito de alborozo hasta las estrellas; la esperanza recobrada enardece
sus iras y empiezan a disparar dardos, que cruzan el espacio, semejantes a una
bandada de grullas del Strimón, cuando bajo las negras nubes, a una señal dada,
surcan ruidosas el éter huyendo del noto con alegres clamores. Maravíllanse de
aquella novedad el rey rútulo y los capitanes ausonios, hasta que, volviendo la
cabeza, ven muchedumbre de popas vueltas hacia la playa y una escuadra que
avanza cubriendo toda la mar. Arde la cimera de Eneas sobre su cabeza, el
penacho arroja llamas y del áureo escudo brotan grandes relámpagos, no de otra
suerte que cuando en una noche serena enrojece el cielo con sangriento y lúgubre
resplandor un cometa, o cuando sale el ardiente Sirio, trayendo a los míseros
mortales sed y enfermedades, y contristando el cielo con su aciaga luz.
Mas
no por eso desconfió el valeroso Turno de apoderarse el primero de la playa y
rechazar a los que venían, a cuyo fin alienta a los suyos, increpándolos de esta
manera: "¡Ahí tenéis a los que tanto anhelabais exterminar! El mismo Marte ¡Oh
guerreros! os los trae a las manos. Ahora acuérdese cada cual de su esposa, de
su hogar; recordad ahora los grandes hechos, la gloria de nuestros padres;
volemos al mar mientras temblando saltan en tierra y estampan en ella sus
vacilantes pisadas primeras. La fortuna favorece a los valientes." Dice y
discurre qué gente deba llevar consigo contra los invasores, y a cuáles deba
confiar la guarda de los sitiados muros.
En tanto Eneas manda echar escalas
desde las altas naos para el desembarco de sus compañeros, muchos de los cuales,
aprovechando la baja mar, se arrojan de un salto a los vados o se descuelgan por
los remos. Tarcón registra la playa, y habiendo hallado en ella un sitio donde
ni hay señal de bajíos ni murmuran quebrantadas las olas, antes bien se desliza
apacible la mar en mansa creciente, endereza de pronto el rumbo hacia él y anima
y exhorta así a sus compañeros: "Ahora, gente escogida, batid el remo con todo
empuje, impeled, lanzad vuestras naos, hendid con las proas esa tierra enemiga,
y que cada quilla se abra en ella un surco. No me arredra estrellar mi bajel en
esta costa, si con esto me apodero de ella." Apenas habló Tarcón, échanse todos
sobre los remos y lanzan sus espumantes naves en los campamentos latinos hasta
tocar con las proas en seco, e ilesas las quillas se clavan en la arena; mas no
así tu nave ¡Oh Tarcón! porque, encallada en un bajío, después de sostenerse y
vacilar largo rato como suspendida en aquel desigual asiento, fatigando las
olas, abriose al fin y entregó al profundo abismo toda su gente, que, embarazada
por los pedazos de remos y las flotantes tablas, no puede además hacer hincapié
en tierra, porque la arrastra la resaca.
Entre tanto Turno, dejándose de
lentas dilaciones, impele furioso toda su hueste contra los Teucros, y la forma
en batalla frente a ellos en la playa. Resuenan las trompetas; Eneas el primero
arremete a las agrestes turbas, y ¡presagio de la guerra! arrolla a los Latinos,
después de dar muerte a Terón, gigante que sin provocación alguna fue a
acometerle: Eneas de un tajo le parte el peto por una juntura y la túnica
escamada de oro, y le hunde la espada en el costado, de donde la retira para
herir a Licas, que sacado al nacer del vientre de su madre ya muerta, te estaba
consagrado ¡Oh Febo! porque te plugo libertar al niño de morir a hierro. Poco
después da muerte al robusto Ciseo y al descomunal Gías, que con sus clavas
derribaban escuadrones enteros: de nada les valieron las armas de Hércules, ni
sus vigorosas manos, ni el ser hijos de Melampo, compañero de Alcides, todo el
tiempo que por la tierra se ejercitó en duros trabajos. Dispara luego un dardo y
se lo clava en la boca a Faro, que la abría para lanzar inútiles gritos. Tú
también ¡Oh infeliz Cidón! mientras vas siguiendo a Clicio, tus nuevas delicias;
a Clicio, cuyas mejillas dora el bozo primero, hubieras sucumbido bajo la
diestra del héroe troyano, olvidado para siempre de tu insensata afición a los
mancebos, si no se hubieran apiñado delante de ti, para cubrirte, los siete
hijos de Forco, disparando a la vez sus siete dardos, de los cuales, unos
rebotan, sin causar estrago en el yelmo y en el escudo de Eneas, y otros no
hacen más que rozar su cuerpo, desviados por la alma Venus. Entonces Eneas dice
a su fiel Acates: "Apróntame aquellos dardos que en los campos de Troya quedaron
clavados en los cuerpos de los Griegos; ni uno solo de ellos lanzará en vano mi
diestra contra los Rútulos"; y en esto ase y dispara un gran venablo, que va
volando a traspasar el férreo escudo de Meón, rompiéndole juntamente la coraza y
el pecho. Corre a él su hermano Alcanor, y con la diestra le sostiene en su
caída; sigue el venablo todo ensangrentado su impetuosa carrera y va a traspasar
a Alcanor el brazo que suspendido sólo de los nervios, le cuelga inerte del
hombro. Entonces Numitor arranca el venablo del cuerpo de su hermano y arremete
con él a Eneas; mas no pudo clavársele, y sólo consigue herir ligeramente en un
muslo al grande Acates. Llega con sus Sabinos en esta sazón Clauso, confiado en
su juvenil esfuerzo, y hiere desde lejos a Driope con su poderosa lanza, que
clavándosele debajo de la barba, y atravesándole la garganta le arrebata a un
tiempo mismo la voz y el aliento vital: Driope bate el suelo con la frente y
arroja por la boca un raudal de espesa sangre. Derriba también en seguida por
varios modos a tres Tracios del más alto linaje de Boreas y a tres hijos del
Ida, que envió a aquella guerra su patria Ismara. Contra él acuden Haleso, con
su hueste de Auruncos, y el hijo de Neptuno, Mesapo, con su brillante
caballería. Unos y otros pugnan por rechazarse mutuamente; el límite mismo de la
Ausonia es el campo de batalla. Cual en el espacioso éter los desacordes vientos
traban entre sí recia pelea, con iguales empujes y brío, y ni uno ni otro ceja,
ni cejan tampoco las nubes ni el mar, la lid permanece mucho tiempo dudosa y
todo resiste con empeño tenaz, no de otra suerte chocan entre sí las huestes
troyanas y las latinas; trábanse en tropel pie con pie y hombro con hombro.
Entre tanto, por otra parte, en la cual un torrente arrastraba a los lejos
rodadas peñas y arbustos descuajados de las riberas, Palante, que veía a sus
árcades no acostumbrados a pelear a pie, y que por la fragosidad del terreno
había dejado sus caballos volver la espalda ante los guerreros del Lacio, que
los acosan, procura, único recurso en aquel apurado trance, inflamar su valor,
ora con súplicas, ora con denuestos: "¿Adónde huis, compañeros? Por vosotros,
por vuestros altos hechos, por el nombre de vuestro caudillo Evandro, por las
victorias que habéis ganado y por la esperanza que tengo de emular las glorias
de mi padre, no pongáis vuestra confianza en la fuga; por en medio de los
enemigos es preciso abrirnos camino con la espada, por allí donde más densa se
ve su muchedumbre; por ese camino quiere nuestra noble patria que tornemos a
ella vosotros y yo, vuestro capitán. Ningún numen nos acosa, mortales somos y
con mortales enemigos nos las habemos; tantas almas, tantas manos tenemos como
ellos. Por allí el ponto nos cerca con su gran valladar de agua; ya nos falta
tierra para huir. ¿Nos dirigiremos al mar o a la nueva Troya? Dice, y se
precipita en medio de los" enemigos por donde más espeso está su tropel. El
primero que se le pone delante, conducido por su aciago destino, es Lago, a
quien, en el momento en que estaba arrancando una peña de enorme peso, traspasa
con un venablo por la parte en que el espinazo divide por mitad las costillas,
desclavándole en seguida de los huesos, en que quedara hincado. No pudo Hisbón
echarse encima, como esperaba, pues Palante, ganándole la acción cuando le
arremetía, ardiendo en ira por la cruel muerte de su amigo, le acomete de
improviso y le hunde la espada en el hinchado pulmón: en seguida embiste a
Esténelo y a Anquémolo, del antiguo linaje de Reto; a Anquémolo, que osó manchar
con un incesto el tálamo de su madrastra. También vosotros caísteis en los
campos rútulos ¡Oh Laris y Timbro, hijos de Dauco, parecidísimos hermanos
gemelos, cuya gran semejanza daba ocasión a que os confundieran uno con otro,
dulce error, vuestros propios padres! Mas ¡Ay! de cuál cruel manera os
diferenció Palante, pues tu cabeza ¡Oh Timbro! rodó segada por el acero de
Evandro, y a ti ¡Oh Laris! te busca tu diestra cortada a cercén, y cuyos dedos
moribundos se agitan trémulos y aprietan todavía el puño de tu espada! Una
mezcla de dolor y vergüenza impele a los Árcades, ya inflamados con las palabras
de Palante y con la vista de sus hazañas; entonces el mancebo atravesó con su
lanza a Reteo, que pasaba huyendo en su carro de dos caballos, lo que solo
dilató por un momento la muerte de Ilo, pues contra este había dirigido de lejos
su pujante lanza, cuando se interpuso Reteo, huyendo de ti, valerosísimo Teutra,
y de tu hermano Tires; cae Reteo de su carro y con los yertos talones surca los
campos de los Rútulos. Como un pastor, cuando en verano soplan a punto los
vientos, prende fuego a los matorrales y devorados en un momento dilátase el
horrible incendio por los extenso llanos, mientras él, sentado en una altura,
contempla ufano las vencedoras llamas, no de otra suerte ¡Oh Palante! todos los
esfuerzos de tus compañeros se reconcentran en un solo empuje, regocijando tu
corazón. En esto el fiero batallador Haleso se precipita sobre ellos, cubierto
de todo punto con sus armas, y da muerte a Ladón, a Fereteo y a Demodoco; taja
con su fulmínea espada la mano de Estrimón, que la tenía levantada para asirle
la garganta; hiere con una gran piedra a Toante en la cara y dispersa los huesos
de su cráneo mezclados con los sangrientos sesos. El padre de Halaso, sabedor de
lo porvenir, había ocultado a su hijo en las selvas; mas luego que, vencido de
la edad, hubo cerrado en la muerte sus cansados ojos, las Parcas pusieron la
mano sobre Haleso y le predestinaron a ser víctima de las armas de Evandro.
Antes de acometerle prorrumpe Palante en esta plegaria: "Da ahora fortuna ¡Oh
padre Tíber! a este dardo que estoy blandiendo, y ábrele camino por el pecho del
fiero Haleso; un roble de tu ribera, recibirá por trofeo sus armas y sus
despojos." Oyó el dios la plegaria; mientras Haleso cubría con su escudo a
Imaón, presentó ¡Infeliz! al dardo arcadio su inerte pecho. Empero, Lauso, uno
de los primeros caudillos de aquella guerra, no consiente que se acobarden sus
huestes con la muerte de aquel tan gran varón, y el primero arremete a inmola a
Abante, que se le pone en frente, y que era como el nudo de la lid y el
principal obstáculo para terminarla. Caen los hijos de la Arcadia, caen los
Etruscos, y vosotros también ¡Oh Teucros, reliquias escapadas de los Griegos!
Chocan entre sí las huestes con caudillos y fuerzas iguales; los últimos
aprietan con su empuje y condensan las filas, y el tropel es tal, que no
consiente mover las armas ni aun las manos. Allí Palante alienta y aguija a los
suyos; allí en frente Lauso, ambos casi de la misma edad, ambos de hermosa
presencia, mas condenados por la fortuna a no tornar a su patria. Sin embargo,
el soberano del Olimpo no consiente que peleen uno contra otro, pues los
reservan sus hados a sucumbir cada cual a manos de más insigne enemigo.
En
tanto persuade a Turno su divina hermana la ninfa Iuturna que acuda en socorro
de Lauso, y cruzando el Rey por medio de las huestes en su veloz carro, exclama,
en cuanto ve a sus aliados: "Cesad en la pelea, yo solo quiero ir contra
Palante; Palante se me debe a mí solo. ¡Ojalá estuviese su padre aquí presente!"
Dice, y los aliados se apartan, dejándole el campo libre. Pásmase el mancebo de
aquel arrogante mandato, de la retirada de los Rútulos y de la repentina
aparición de Turno; clava la vista en aquel cuerpo gigantesco, lo reconoce todo
en contorno con sañuda mirada, y replica al tirano estas palabras: "Pronto me
loarán, o por haber arrebatado óptimos despojos, o por haber conseguido gloriosa
muerte; iguales son a mi padre uno u otro destino; cesa, pues, en tus amenazas."
Dicho esto, avánzase a la mitad del campo; hiélase a los Árcades la sangre en
las venas. Apéase de su carro de dos caballos; a pie y de cerca se dispone a
lidiar. Cual se arroja un león cuando desde su alta guarida ve a lo lejos en los
campos un toro dispuesto a la pelea, tal se precipita Turno. Luego que le juzgó
bastante cerca para alcanzarlo con su lanza, anticipose Palante a arremeterle,
pensando si la fortuna y la audacia suplirán la desigualdad de sus fuerzas, y en
estos términos dirigió una plegaria al cielo: "Por la hospitalidad que te dio mi
padre, por su mesa, a la que fuiste a sentarte, yo te ruego ¡Oh Alcides! que me
asistas en esta mi primera grande empresa; véame Turno, moribundo, arrebatarle
sus sangrientas armas, y clave en su vencedor los moribundos ojos." Oyó Alcides
al mancebo, y en lo más hondo de su pecho reprimió un gran gemido y derramó
inútiles lágrimas. Júpiter entonces dirigió a su hijo estas palabras amigas: "A
cada uno le están señalados sus días, breve e irreparable es para todos el plazo
de la vida; pero alcanzar con grandes hechos fama duradera, obra es del valor.
¡Cuántos hijos de dioses sucumbieron bajo las altas murallas de Troya! Con ellos
cayó mi propio hijo Sarpedón. También a Turno le llaman sus hados, y ya va
llegando el término de la edad que le está señalada." Dice, y aparta sus ojos de
los campos rútulos. Entre tanto Palante con vigoroso ímpetu arroja a Turno su
lanza y desenvaina la refulgente espada; va aquella volando a dar en la armadura
por el sitio en que cubre los hombros, y abriéndose paso por las orlas del
broquel, hiere, en fin, ligeramente el enorme cuerpo de Turno; este entonces,
blandiendo largo rato un asta de roble con aguda punta de hierro, la arroja
contra Palante y exclama así: "¡Mira si mi dardo penetra mejor que el tuyo!"
Dijo, y con vibrante empuje traspasa la punta por mitad del escudo de Palante,
aunque guarnecido de tantas chapas de hierro y de bronce, aunque rodeado con
tantas vueltas de piel de toro, y sin que baste tampoco a impedirlo la loriga,
le taladra el ancho pecho. Vanamente el mancebo arranca de la herida el dardo,
caliente todavía; juntas se le van por un mismo camino la sangre y la vida. Cae
sobre su herida, haciendo sus armas al caer, grande estruendo, y su
ensangrentada boca muerde, al morir, aquella tierra enemiga. Puesto en pie sobre
él... "¡Oh Árcades! les grita Turno, recordad bien y repetid a Evandro estas
palabras: "Cual lo tiene merecido, le devuelvo a Palante. Mi generosidad le
otorga que tribute a su hijo los honores de un túmulo y que tenga el consuelo de
enterrarle; aún así no le habrá costado poco la hospitalidad que diera a Eneas.
Dicho esto, empujó el cadáver con el pie izquierdo" y le arrebató el ponderoso
talabarte, en el que estaba representado un horrendo crimen, la matanza de
aquellos mancebos torpemente sacrificados a la vez la noche misma de sus bodas,
y sus sangrientos tálamos, todo lo cual había cincelado en gruesas láminas de
oro Clono, hijo de Eurites. Apoderado ya de aquel despojo, Turno se regocija y
triunfa. ¡Oh mente humana, ignorante del hado y de la suerte futura, tan fácil
de levantar por la fortuna próspera y que nunca sabe en ella guardar mesura!
¡Tiempo llegará en que Turno compraría a gran precio la vida de Palante y
maldecirá de estos despojos y de este día! Entre tanto los compañeros de Palante
en gran número le colocan con abundantes gemidos y lágrimas sobre un escudo y lo
sacan del campo. ¡Oh cuánto dolor en tu regreso, cuánta gloria para tu padre!
Este fue el día primero que te trajo a la guerra, y este mismo día te saca de
ella sin vida, mas dejando en el campo grandes montones de cadáveres rútulos.
Llegan en esto a oídos de Eneas, no ya sólo el rumor, mas noticias ciertas
de tan gran desastre y de cómo los suyos se encuentran en inminente peligro de
muerte, sin que haya momento que perder para acudir en socorro de sus arrollados
Teucros. Arremete al punto el héroe a cuanto tiene delante, y furioso ábrese con
la espada ancho camino por medio de los escuadrones, buscándote a ti ¡Oh Turno!
ensoberbecido con tus recientes estragos. Ni un punto se apartan de sus ojos las
imágenes de Palante y de Evandro; recuerda aquellas mesas, las primeras a que se
sentó recién llegado a Italia, y aquellas diestras dadas en señal de amistad.
Coge allí vivos, lo primero a cuatro mancebos, hijos de Sulmón, y a otros cuatro
hijos de Ufente, para inmolarlos a los manes de Palante y rociar con su cautiva
sangre las llamas de su hoguera funeral. Arroja luego de lejos una pujante lanza
a Mago, que mañoso hurta el cuerpo, con lo cual pasa la lanza colando trémula
por encima de su cabeza. Abrázase Mago a las rodillas de Eneas, y así le dice
suplicante: "Por los manes de tu padre, por las esperanzas que cifras en tu hijo
Iulo, te ruego que conserves esta vida a un hijo y a un padre. Tengo un gran
palacio, tengo soterrados muchos talentos de plata cincelada, tengo grandes
sumas de oro labrado y sin labrar; no se libra en mi vida o en mi muerte la
victoria de los Teucros; una sola existencia no ha de decidir tan arduo empeño.
Dijo y en estos términos le replica Eneas: "Guarda para tus hijos todos esos
talentos de plata y oro que dices; ya Turno, el primero, ha abolido tales pactos
de la guerra dando muerte a Palante; así lo quieren los manes de Anquises, así
lo quiere Iulo.” Y esto diciendo, le ase el yelmo con la izquierda y hunde su
espada hasta la empuñadura en la doblada cerviz del suplicante. No lejos de allí
estaba el hijo de Hemón, sacerdote de Febo y de Diana, ceñidas las sienes con
las sagradas ínfulas, todo resplandeciente con vistosas ropas y armas. Eneas le
persigue buen trecho, y derribándole en fin, se le echa encima y lo inmola,
cubriéndole con las grandes sombras de la muerte. Seresto recoge sus armas y se
las lleva en hombros para ofrecértelas ¡Oh rey Gradivo! por trofeo. Reparan las
haces latinas, hijo de Vulcano, y Umbro, venido de las montañas de los Marsos.
Eneas los acomete furioso: ya de un tajo había derribado la siniestra mano y
todo el cerco del escudo de Ansur, que con pronunciar algunas arrogantes
palabras creía haberse confortado con ellas, y levantaba su ánimo hasta el
firmamento, prometiéndose alcanzar larga ancianidad. Ufano con sus refulgentes
armas, Tarquito, hijo de la ninfa Dríope y de Fauno, morador de las selvas,
avanza contra Eneas, que arrojándole una lanza con gran brío, le atraviesa la
loriga y el ponderoso escudo. En vano Tarquito le implora y quiere decirle
muchas cosas; Eneas le derriba al suelo la cabeza, y revolviendo con el pie el
tronco, tibio todavía, le dice con rencoroso pecho estas palabras:
"Hete ahí
tendido ahora, formidable guerrero; no te enterrará tu amorosa madre, ni dará a
tu cuerpo un sepulcro en tu patria. Ahí quedarás abandonado para pasto de las
aves de rapiña, o sumergido en el mar te arrastrarán las olas y los hambrientos
peces morderán tus heridas." Da en seguida tras Anteo y Licas, vanguardia de
Turno, y tras el fuerte Numa y el rubio Camertes, hijo del magnánimo Volscente,
el más rico de los Ausonios en tierras y rey de los silenciosos Amicleos. Cual
Egeón, de quien dicen que tenía cien brazos y cien manos, arroja llamas de sus
pechos por cincuenta bocas cuando contra los rayos de Júpiter presentaba otros
tantos estrepitosos broqueles y esgrimía otras tantas espadas; así Eneas
vencedor se ensañó en todo el campo, ya una vez caliente con sangre su acero. He
aquí que arremete a las cuadrigas y al pecho de Nifeo; espantados los caballos
al verle abalanzarse a ellos a pasos gigantes e hirviendo en ira, revolvieron
hacia atrás, y derribando a su auriga, arrastraron el carro hasta la playa.
Lánzase en tanto en medio de las haces troyanas, en su carro tirado por dos
caballos blancos, Lucago y su hermano Liger, el cual maneja las riendas,
mientras el impetuoso Lucago esgrime en derredor su desnuda espada. No llevó en
paciencia Eneas que hicieran tan fieros estragos; lánzase a ellos y se les pone
delante en toda su grandeza con la lanza en ristre. Liger, le dice...: "No estás
viendo los caballos de Diomedes, ni el carro de Aquiles, ni los campos de la
Frigia; ahora en este suelo van a terminar la guerra y tu vida." El viento se
lleva estas palabras del insensato Liger; mas no replica con otras el héroe
troyano; antes bien dispara un venablo en el momento en que, inclinado el cuerpo
sobre los caballos, los aguija Lucago, y avanzando el pie izquierdo, se apresta
a pelear; penétrale el venablo por las bajas orlas del refulgente escudo y va a
atravesarle la ingle izquierda: derribado el carro, cae moribundo en la arena, y
con estas acerbas palabras le escarnece el pío Eneas: "No dirás, Lucago, que te
ha vencido y precipitado de tu carro la lenta fuga de tus caballos, ni que los
saca del campo de batalla el terror inspirado por vanas sombras; tú mismo saltas
de él y abandonas el tiro." Dicho esto, ase del freno los caballos; el
desdichado Liger, que acaba de echarse del carro abajo, tendía a Eneas las
desarmadas manos, exclamando: "Héroe troyano, por ti mismo, por tus padres, que
tan grande te hicieron, déjame la vida y compadécete de un suplicante." Con
estas breves palabras responde Eneas a sus ruegos: "No hablabas así poco ha;
muere, y cual hermano fiel, no abandones a tu hermano. Y en seguida con la punta
de su espada le abre el pecho," oculta morada del alma. Tales destrozos iba
haciendo por el campo de batalla el capitán dardanio, embravecido cual torrente
o cual negro torbellino, hasta que, por fin, se lanzan de sus reales, en que
inútilmente están sitiados el mancebo Ascanio y la juventud troyana.
En
tanto Júpiter provocaba a Juno con estas irónicas razones: "Oh hermana y a la
par dulcísima esposa mía! razón tenías en decir que Venus conforta a los
Troyanos: a la vista está que esa gente no tiene ni recios brazos para lidiar,
ni ánimo esforzado, ni resistencia en los peligros." A lo cual sumisa replicó
Juno: "¿Por qué ¡Oh hermosísimo esposo mío! acongojas así a esta triste,
atemorizada ya con tus duras palabras? Si me amases todavía como me amabas en
otros tiempos, como aun deberías amarme, no me negarías tú, todopoderoso, que
sacase de la batalla a Turno y pudiese conservarle incólume para su padre Dauno,
no; perezca y dé su piadosa sangre en holocausto a los Teucros, aunque procede
de nuestro linaje y sea Pilumno su cuarto abuelo, y a pesar de que muchas veces
con generosa mano cubrió de abundantes ofrendas los umbrales de tus templos."
Así brevemente respondió a Juno el rey del etéreo Olimpo: "Si me pides que
demore la muerte que amenaza a ese guerrero y el plazo de su caída, y entiendes
que así debo resolverlo, llévate del campo a Turno por medio de la fuga, y
sustráele de esa suerte a los hados, que le acosan: es cuanto mi bondad puede
otorgarte; mas si bajo esas súplicas encubres más alto empeño, y juzgas que voy
a mudar todo el orden de esta guerra, abrigas vanas esperanzas." Y Juno,
llorando: "¡Ah! ¡Si tu mente me otorgara lo que tus palabras se resisten a
concederme, y si esa vida quedase asegurada a Turno! Mas yo sé que tienes
reservado a ese inocente un triste fin, o mucho me engaño. ¡Ay! ¡Ojalá me
alucinasen falsos temores! ¡Ojalá tú, que lo puedes todo, trocases por otros
mejores tus acuerdos primeros!" Dicho esto, se desprendió del alto cielo,
envuelta en vapores, impeliendo por las auras tempestuosos nubarrones, y se
dirigió a las haces troyanas y a los reales laurentinos. Forma entonces la diosa
con vana niebla un tenue fantasma sin consistencia, a semejanza de Eneas ¡Oh
asombroso prodigio! y le orna con las armas del héroe troyano, con su escudo,
con la cimera de su divina cabeza; dale sus palabras y su voz, pero vanas y sin
sentido; dale también su ademán y su porte, cual es fama que vagan revoloteando
las imágenes de los muertos o las que fingen en sueños nuestros sentidos
aletargados. Va el fantasma con ufano continente a gallardearse delante de las
primeras haces, irritando con sus dardos y provocando con denuestos a Turno, que
le acomete en fin y le arroja de lejos una silbadora lanza; el fantasma vuelve
la espalda y huye. Turno entonces, creyendo que realmente va Eneas fugitivo,
revuelve en su hinchado pecho una vana esperanza y exclama: "¿A do huyes Eneas?
No abandones el ajustado himeneo, esta diestra te dará la tierra, que has venido
buscando por medio de las olas." Con tales gritos le acosa, esgrimiendo el
desnudo acero, y no advierte que los vientos se llevan el objeto de su alboroto.
Hallábase, por dicha, amarrada al pie de un alto risco, echando las escalas y
aparejado el puente, la nao que había traído al rey Osinio de las playas de
Clusio; a lo más hondo de ella se arrojó, despavorida la imagen del fugitivo
Eneas, mientras Turno, no menos diligente en perseguirle, atropella por todo y
salta por cima de los altos puentes; mas no bien hubo puesto el pie en la proa,
cuando la hija de Saturno corta las amarras e impele por el revuelto mar la nave
ya arrancada de la playa. Eneas entre tanto andaba buscando por el campo al
ausente Turno y haciendo horrible estrago en cuantos enemigos se le ponen
delante. Ya entonces la leve imagen no busca los escondrijos; antes,
remontándose por los aires, va a disiparse en medio de un negro nubarrón,
mientras un torbellino arrastra a Turno hacia la alta mar. Sin saber lo que le
pasa, ingrato a lo que es su salvación, vuelve la vista atrás y exclama,
tendiendo al cielo ambas manos: "Omnipotente padre, ¿cómo has podido creerme
digno de tamaña ignominia e imponerme este tan duro castigo? ¿Adónde se me
lleva? ¿De dónde vengo? ¿Adónde me conduce esta fuga, y cómo volver a
presentarme después de ella? ¿Tornaré a ver los muros de Laurento o mis reales?
¿Qué van a pensar de mí mis guerreros, que me han seguido a mi y a mis armas, y
a quienes ¡Oh maldad! he abandonado a infanda muerte? Viéndolos estoy dispersos,
oigo los gemidos de los moribundos... ¿Qué debo hacer? ¿Qué sima bastante
profunda se abrirá para tragarme? Vosotros ¡Oh vientos! sed más piadosos
conmigo; impeled mi nave a los riscos, a las peñas (Turno os lo suplica con toda
el alma), arrojadla a horribles bajíos, donde ni los Rútulos ni nadie sepan
nunca de mí." Esto diciendo, fluctúa su ánimo de unos a otros pensamientos: ya
loco de vergüenza, quiere atravesarse con la espada; ya precipitarse en las
olas, llegar nadando a la corva playa, y restituirse a do le llaman las armas
troyanas. Tres veces intentó uno y otro, y tres veces le contuvo la poderosa
Juno, compadecida del animoso mancebo. Deslízase la nave, surcando las
bonacibles olas, y le lleva a la antigua ciudad de su padre Dauno.
Entre
tanto Mecencio, inflamado de bélico furor por inspiración de Júpiter, ocupa el
puesto de Turno en la batalla y acomete a los Teucros, alborozados con la
esperanza del triunfo. Júntanse todas las haces tirrenas, y conjuradas contra él
solo, unidas por un odio común, le acosan todas a la par con una lluvia de
dardos. El, semejante a una roca, que, internada en el basto ponto, expuesta a
la furia de los vientos y de las olas, arrostra inmoble todo el empuje y las
amenazas del cielo y del mar, postra en tierra a Hebro, hijo de Dolicaón, y a
Latago y a Palmo, que iba huyendo. A Latago le deshace la boca y la cara con una
gran piedra desgajada de un monte; desjarreta y derriba en tierra al cobarde
Palmo, cuyas armas y cimera ciñe a Lauso. Inmola también al frigio Evante y a
Mimante, compañero de Paris y de su misma edad, pues su madre Teano, esposa de
Amico, le dio a luz en la misma noche en que la reina, hija de Ciseo, dio a luz
a Paris, creyendo llevar en su vientre una tea encendida. Paris yace tendido en
la ciudad de sus padres; las playas de Laurento poseen los ignorados despojos de
Mimante. Como un jabalí, guarecido por largos años en el pinífero Vésulo y entre
los espesos cañaverales de los pantanos laurentinos, baja de los altos montes,
acosado por los colmillos de los perros, y luego que ha caído en las redes, se
para, ruge feroz y eriza sus cerdosos miembros, sin que montero alguno se atreva
a acometerle ni aun acercarse a él, antes todos le hostigan de lejos y en seguro
con sus venablos y sus gritos, mientras él, impávido, hace frente a todos lados,
rechinándole los dientes y rechazando con su duro lomo los chuzos; no de otra
suerte ninguno de aquellos para quienes Mecencio es objeto de justa ira se
atreve a acometerle cuerpo a cuerpo con la espada, antes todos le acosan de
lejos con sus dardos y su estruendoso clamoreo. Acrón, guerrero griego, había
venido prófugo de los antiguos confines de Corito, renunciando a un proyectado
himeneo. Vióle Mecencio de lejos, revolviéndose en medio de los escuadrones con
sus purpúreas plumas y su manto de grana, don de su prometida esposa, y cual
hambriento león, después de rondar largo tiempo alrededor de las altas majadas,
aguijado de rabiosa necesidad, si divisa por ventura una fugitiva cabra montés o
la enhiesta cornamenta de un ciervo, se alboroza, abre sus horribles fauces,
eriza la crin, y arrojándose sobre su presa, se queda pegado a sus entrañas,
empapado de negra sangre la espantosa cabeza...; tal el arrogante Mecencio se
precipita en medio de los apiñados enemigos. Cae derribado el infeliz Acrón, y
bate con los pies, en las ansias de la muerte, aquella odiosa tierra y
ensangrienta sus quebrantadas armas. No se digna Mecencio derribar a Orodes, que
iba huyendo, ni herirle por la espalda arrojándole un dardo; mas saliéndole al
encuentro, acométele cuerpo a cuerpo, menos cauteloso, pero más fuerte en armas
que él. Luego que le hubo postrado, exclama, apoyando sobre su cuerpo el pie y
la lanza: "Ahí tenéis, guerreros, tendido en tierra al pujante Orodes, parte muy
principal de esta guerra." Prorrumpen con esto sus compañeros en jubilosos
himnos, mientras Orodes, moribundo: "No te regocijarás largo tiempo, ¡Oh
vencedor, quienquiera que seas! pues no quedaré sin venganza; también a ti te
aguarda suerte igual a la mía, y pronto yacerás sin vida en estos mismos
campos." A lo cual respondió Mecencio con sonrisa mezclada de ira: "Ahora muere;
ya verá el padre de los dioses y rey de los hombres qué ha de ser de mí" Esto
diciendo, sacóle del cuerpo la lanza; un duro descanso y un sueño de hierro
pesan sobre los ojos de Orodes, que se cierran para una eterna noche. Cedico
mata a Alcatos, Sacrator a Hispades, Rapo a Partenio y al forzudo Orses; Mesapo
a Clonio y a Ericetes de Licaonia; aquel yacía en tierra caído de su caballo
desbocado, y este peleaba a pie. Agis de Licia, que se había adelantado, cae
vencido por Valero, que no desdice del gran valor de sus mayores. Salio inmola a
Tronio, y a Salio Nealces, insigne en disparar venablos y certeras saetas.
Llevaba a la sazón Marte por igual entre ambos bandos el llanto y el estrago;
por igual sucumbían y se precipitaban vencedores y vencidos; pero ni estos ni
aquellos huían.
Los dioses en tanto, congregados en la morada de Júpiter se
conduelen de la vana ira de unos y otros y de que estén reservadas a los
mortales tan grandes miserias. De una parte Venus, de la otra Juno, hija de
Saturno, contemplan la batalla; la pálida Tisífone se embravece en medio de los
escuadrones. Sale en esto al campo Mecencio, furioso, blandiendo una enorme
lanza, semejante al gigantesco Orión cuando, abriéndose camino a pie por en
medio de los inmensos estanques de Nereo, sobresalen sus hombros por cima de las
olas, o cual añoso quejigo de los altos montes, que hunde sus raíces en la
tierra y esconde su copa entre las nubes: tal se adelanta Mecencio, cubierto de
sus colosales armas. Eneas, que le andaba buscando por las dilatadas haces, se
dispone a salirle al encuentro; Mecencio, impertérrito, se para aguardando a pie
firme en su corpulenta mole a aquel magnánimo enemigo. Medido que hubo con la
vista el trecho que puede alcanzar su lanza; "¡Asístanme ahora mi diestra, que
es mi dios, y esta lanza arrojadiza que estoy blandiendo! Si logro arrebatar los
despojos de ese bandolero, hago voto de vestirse ¡Oh Lauso! con los trofeos de
Eneas.” Dijo, y arroja desde lo lejos la silbadora lanza, que repelida en su
vuelo por el escudo de Eneas, va a lo lejos a clavarse entre las costillas y la
ijada del ilustre Antor, antiguo compañero de Hércules, que, venido de Argos,
había trabado estrecha amistad con Evandro y establecídose en una ciudad ítala.
Cae el infeliz a impulso de un golpe destinado a otro, y alzando los ojos al
cielo, acuérdase al morir de su dulce Argos. Entonces el piadoso Eneas dispara a
Mecencio una lanza, que atravesándole las tres chapas de bronce, los forros de
lino y las triples correas de piel de toro que guarnecen su cóncavo broquel, va
a clavársele en la ingle, donde se embota su empuje. Alborozado Eneas al ver
correr la sangre del Tirreno, desenvaina la espada que le pendía sobre el muslo
y acosa lleno de ardor a su ya trémulo enemigo. Lauso, al verlo lanzó un hondo
gemido, arrancado por el amor a su querido padre, y se le cubrió el rostro de
lágrimas. No pasaré en silencio, no, en esta ocasión, ni tu nombre ¡Oh mancebo
digno de eterna memoria! ni el duro trance de tu muerte, ni tus heroicos hechos,
si las futuras edades pueden dar crédito a tan ínclita hazaña. Inválido ya,
arrastrando el pie, doblado el cuerpo por la violencia del dolor, retirábase
Mecencio, llevando clavada en el escudo la enemiga lanza, cuando se precipita el
joven entre uno y otro armado guerrero, en el momento en que Eneas, alta la
diestra iba a descargar sobre Mecencio un tajo; párale Lauso y mientras sus
compañeros le aplauden con grandes clamores, retírase el padre protegido por la
rodela del hijo. Disparan aquellos a Eneas un diluvio de dardos, acribillándole
de lejos; él hirviendo en ira, se mantiene firme, cubierto con su escudo: tal,
cuando se precipitan los nubarrones deshechos en granizo, huyen de los campos
todos los labradores y zagales; el caminante se guarece en seguro abrigo, ya en
las escarpadas riberas de un río, ya bajo la bóveda de un prominente peñasco,
mientras el pedrisco inunda la tierra, para poder luego, cuando reaparezca el
sol, volver a la diaria faena; así Eneas, cercado de dardos por todas partes,
sostiene aquella nube guerrera que descarga y truena sobre él, y en estos
términos increpa y amenaza a Lauso: "¿Por qué corres así a la muerte u osas a
más de lo que tus fuerzas alcanzan? ¡El amor filial te ofusca, incauto mozo!" No
por eso mengua la arrogancia del insensato Lauso, y como va ya subiendo de punto
la cólera en el capitán troyano, y ya las Parcas han devanado los últimos
estambres de la vida del mancebo, clávale Eneas en mitad del pecho su pujante
espada hasta la guarnición, atravesándole el escudo, arma leve para tantas
bravatas, y la loriga, que su madre le había bordado con hilos de oro. Llenósele
el pecho de sangre, y abandonando el cuerpo, voló triste su espíritu por las
auras a la región de los manes; y cuando el hijo de Anquises vio el rostro
moribundo, aquel rostro ahora cubierto de asombrosa palidez, exhaló un gemido de
profunda compasión, y oprimido su pecho por el recuerdo de su hijo querido,
tendió la mano a Lauso, diciéndole: "¿Qué podrá ahora el pío Eneas hacer por ti
¡Oh desventurado mancebo! que sea digno de la gloria que has alcanzado y de tu
noble condición? Quédate con tus armas, que te daban tanto gozo; yo haré que
vayas a juntarte con los manes y las cenizas de tus padres, si algo es esto para
ti: consuele también tu miserable muerte ¡Oh joven infeliz! que has sucumbido a
manos del grande Eneas." Al mismo tiempo increpa a los compañeros de Lauso, que
tardan en acudir a recogerle, y le levanta del suelo, chorreándole horrible
sangre la trenzada cabellera.
Entre tanto su padre Mecencio, sentado a la
margen del Tíber, estaba lavándose la herida en las aguas y daba descanso a su
cuerpo, recostado en el tronco de un árbol; lejos de allí pende de una rama su
férreo yelmo y yacen en el prado sus ponderosas armas. Rodéale la flor de sus
jóvenes guerreros; él doliente, jadeando, sostiene con dificultad el cuello,
cayéndole suelta sobre el pecho la peinada barba. A cada instante pregunta por
Lauso, y envía mensajeros para que se lo traigan y le lleven las órdenes de su
acongojado padre. En esto ya algunos de sus guerreros, anegados en llanto,
traían tendido sobre un pavés el cadáver de Lauso, noble y grande mancebo,
vencido a impulso de una grande herida. Reconoció de lejos Mecencio aquellos
gemidos, y su mente le presagió la horrible catástrofe; cúbrese de sucio polvo
la cana cabellera, y levantando al cielo ambas palmas, se aferra sobre el
cadáver de su hijo exclamando: "¡Tanto me subyugaba el amor de la vida, que
consentí, hijo mío, que tú, a quien engendré, cayeses por mí bajo una diestra
enemiga! ¡Por esas tus heridas me he salvado yo, tu padre, y por tu muerte vivo!
¡Ay mísero de mí, ahora sí que lamento mi destierro, ahora sí que es profunda mi
herida! ¡Yo mismo, hijo mío, yo mancillé tu nombre con mis crímenes; yo,
arrojado por el odio de los míos del solio y del imperio de mis padres! Debido
era mi castigo al odio de mi patria y de los míos, y ¡Ah! de buena gana hubiera
sacrificado con todo linaje de muertes mi culpable vida. ¡Y ahora vivo, y aun no
abandono a los mortales ni la luz del día, pero los abandonaré!" Esto diciendo,
se incorpora sobre su destrozado muslo, y aunque el dolor de la herida le
entorpece y retarda, logra sostenerse en pie y manda que le traigan su caballo.
Era este su orgullo y su consuelo: caballero en él había vuelto vencedor en
todas las guerras. En estos términos habla Mecencio al abatido bruto: "Mucho
tiempo hemos vivido ¡Oh Rebo! si algo hay que dure mucho entre los mortales. O
vencedor traerás hoy sobre ti la cabeza y los sangrientos despojos de Eneas, y
serás conmigo vengador del desastre de Lauso, o si ningún esfuerzo nos abre
camino, sucumbiremos junto; porque no creo ¡Oh fortísimo caballo! que quieras
someterte a ajeno yugo ni tener por amos a los Teucros."
Dijo, y ayudado de
los suyos, asentó en los lomos del corcel el acostumbrado peso de su cuerpo, y
tomó en ambas manos dos agudas jabalinas, cubierta la cabeza con un refulgente
yelmo de bronce, coronado de un penacho de crines. Así armado lanzose de una
carrera en medio de los escuadrones enemigos; en su corazón hierve gran
vergüenza, mezclada con rabia y dolor, y juntamente le abrasan el amor paternal,
agitado por las Furias, y la confianza en su propio denuedo. Tres veces llamó
allí con grandes voces a Eneas, el cual, reconociéndole, invoca, lleno de gozo,
a los númenes. "¡Ojalá hagan el padre de los dioses y el alto Apolo que conmigo
trabes batalla...! Dicho esto, sálele al encuentro lanza en ristre. Y entonces
Mecencio: "¿Cómo quieres amedrentarme, bárbaro feroz, después de haberme
arrebatado a mi hijo? Ese solo camino tenías por donde poder perderme; ni me
horroriza la muerte ni invoco auxilio de ningún dios. Deja, pues, esas bravatas;
a morir vengo, mas antes te traigo estos dones." Dijo, y arrojó un dardo al
enemigo, y luego otro y otro, y vuela en torno de él en ancho giro; pero el
áureo escudo de Eneas sostiene el ataque. Tres veces hizo caracolear su caballo
con rápidas vueltas a la izquierda de su enemigo, que le aguarda a pie firme;
tres veces el héroe troyano hace girar en torno de su cuerpo la horrible selva
de dardos clavados en su ferrado escudo. Luego, corrido e irritado de tanta
tardanza y de arrancar tantas flechas, viéndose así acosado en aquella desigual
pelea, revolviendo mil pensamientos en su mente, arremete, en fin, y arroja la
lanza entre las cóncavas sienes del guerreador caballo, el cual se levanta de
manos, azota el viento con los cascos y cae de cabeza sobre el derribado jinete,
sofocándole con el peso de su cuerpo. Troyanos y Latinos levantan al cielo
ardientes clamores; acude volando Eneas, desenvaina la espada, y de pie sobre su
enemigo, "¿Dónde está ahora, exclama, aquel fogoso Mecencio? ¿Qué se ha hecho de
aquella indómita pujanza?" A lo cual el Tirreno, luego que, alzando los ojos al
cielo, hubo aspirado un poco de aire y recobrado el sentido, replicó así: "¿Por
qué me insultas, rencoroso enemigo, y me amenazas de muerte? Mátame, puedes
hacerlo sin desdoro; ni vine a la guerra para que me perdonases la vida, ni
tales pactos hizo contigo mi Lauso. Una cosa te ruego, si es que hay alguna
merced para los enemigos vencidos: permíteme que mi cuerpo sea enterrado; sé que
me rodean los acerbos odios de los míos; defiéndeme, te ruego, de su furor, y
concédeme tener por compañero a mi hijo en el sepulcro." Dijo, y sabedor de la
suerte que le espera, recibe la espada de Eneas en la garganta y vierte el alma
entre raudales de sangre sobre sus armas.
LIBRO XI
Después de consagrar a Marte las armas de Mecencio, envía
Eneas con gran pompa a la corte de Evandro los despojos mortales de Palante.—Llegan
mensajeros del rey Latino, pidiendo una tregua para enterrar a sus muertos, que
les concede Eneas.—Dolor del anciano rey Evandro al recibir el cadáver de su
hijo.—Exequias de los guerreros muertos en el anterior combate.—Vuelven Vénulo y
los demás embajadores enviados a Diomedes para solicitar su alianza, anunciando
que no han podido conseguirla; con lo que, descorazonado el rey Latino, reúne un
gran consejo para discutir la paz o la guerra; maltrátanse en él duramente de
palabras Drances y Turno.— Llega en esto la nueva de que Eneas, al frente de su
ejército, marcha sobre Laurento, y disuelto con esto de pronto el consejo, solo
se piensa en defender la ciudad; con cuyo objeto sale Camila con su caballería
de amazonas al encuentro del enemigo. Cuenta Diana a su ninfa Opis la historia
de Camila y le confía el cuidado de vengar a la virgen guerrera destinada a
temprana muerte.—Trábase la lid, y en ella muere, después de grandes hazañas, la
virgen Camila de un flechazo disparado a traición por el alevoso Arrunte, al
cual insulta y da
muerte la ninfa Opis.—Dispersión del ejército latino,
aterrado con la muerte de Camila; acude Turno en su auxilio, y llega al campo de
batalla casi al mismo tiempo que Eneas, pero la oscuridad de la noche impide a
los dos ejércitos venir a las manos y ambos acampan en sus respectivos reales,
bajo las murallas de Laurento.
Alzábase ya del mar en tanto la naciente
aurora, y Eneas, aunque estimulado por la impaciencia de dar sepultura a sus
compañeros, y conturbado su espíritu por tantos desastres, estaba ofreciendo
vencedor sus votos a los dioses desde el primer rayar del día. Hace hincar en la
cima de un collado una corpulenta encina, limpia de todas sus ramas, y suspende
de ella las brillantes armas, despojos del capitán Mecencio, trofeo consagrado a
ti ¡Oh gran dios de la guerra! En él coloca el penacho del guerrero, chorreando
sangre, sus rotos dardos y su coraza agujereada y rota por doce partes; enlaza a
la izquierda su escudo de bronce y le suspende del cuello la ebúrnea espada. En
seguida arenga en estos términos a sus entusiastas compañeros, rodeado de toda
la apiñada muchedumbre de sus capitanes: "Ya está hecho lo más ¡Oh guerreros!
deponed todo temor; eso sólo nos resta ahora. Ahí tenéis esos despojos,
primicias de un rey soberbio; ahí tenéis a Mecencio tal cual le han parado mis
manos. Marchemos ahora a la ciudad del rey latino; apercibid las armas y
anticipad el fin de la guerra con vuestro esfuerzo y confianza, para que ningún
impedimento os conturbe, ni os retrase y amedrente ningún suceso por cogeros
desprevenidos, en mandando los dioses que levantemos pendones y saquemos del
campamento a nuestra gente. Entre tanto entreguemos a la tierra los insepultos
cuerpos de nuestros compañeros, único honor que dura allá en el profundo
Aqueronte. Id, añade, y pagad el postrer tributo a aquellas ilustres almas que
con su sangre nos dieron esta patria; mas antes enviemos a la desolada ciudad de
Evandro al esforzado Palante, que un aciago día nos arrebató, sumergiéndole en
acerba muerte."
Dice así llorando, y encamina sus pasos a los umbrales donde
custodiaba los inanimados restos de Palante el anciano Acestes, escudero del
árcade Evandro, y a la sazón, bajo menos felices auspicios, ayo de su querido
hijo. En torno estaba toda su servidumbre, multitud de Troyanos y las mujeres de
Ilión con gran duelo, y destrenzando el cabello según la usanza. Apenas entró
Eneas por el alto pórtico, cuando alzaron sus alaridos hasta las estrellas,
golpeándose el pecho y haciendo crujir la estancia con sus lamentos: él, en
cuanto vio la cabeza sostenida y el rostro blanquísimo de Palante, y la herida
abierta por una lanza ausonia en aquel hermoso pecho, exclama así, anegado en
llanto: "¡Que así me vede la fortuna, cuando más propicia se venía a mí, oh
mísero mancebo, que veas mi reinado y restituirte vencedor a tu patria morada!
No es esto lo que al partir prometí a tu padre Evandro, cuando estrechándome en
sus brazos me prometía la conquista de un vasto imperio, pero advirtiéndome
temeroso que iba a pelear con gente brava y tenaz. Acaso ahora, llevado de una
vana esperanza, ofrece votos a los dioses y acumula ofrendas en los altares,
mientras nosotros, doloridos, tributamos vanos honores a este mancebo exánime,
que ya nada debe a dioses algunos. ¡Infeliz, que verás las crueles exequias de
tu hijo! ¿Es esto lo que te prometías de mi vuelta? ¿Son estos los triunfos que
esperabas? ¿Es esta la gran fe que tenías en mi? Mas al menos ¡Oh Evandro! no
verás a tu hijo muerto a impulsos de afrentosas heridas, ni desearás para ti
crudo fin, viéndole salvo, pero sin honra. ¡Ay de mi! y cuánta fortaleza has
perdido ¡Oh Ausonia! y tú también ¡Oh Iulo!"
Luego que en estos términos se
hubo lamentado, mandó alzar el mísero cuerpo, confiando el honor de su última
custodia a mil guerreros elegidos entre todo su ejército, para que le acompañen
y asistan al llanto del triste Evandro, pequeño consuelo en tan grande
quebranto, pero debido a un desventurado padre. Otros diligentes entretejen
zarzos con flexibles ramas de madroño y de encina a modo de blando féretro, que
cubren con un sombrío toldo de verdura, y colocan en aquel rústico lecho al
noble mancebo, semejante a la flor cortada por los dedos de una virgen, blanda
violeta o lánguido jacinto, que aun conservan su brillo y hermosura, aunque la
madre tierra no los sustenta ni les da fuerza. Sacó entonces Eneas dos delicadas
túnicas de grana recamadas de oro, que con sus propias manos labró gozosa para
él en otro tiempo la sidonia Dido; lleno de dolor viste una de ellas al mancebo
por postrimera honra y cubre con un manto su cabellera, destinada a las llamas;
en seguida manda reunir y que le traigan con gran pompa multitud de despojos
bélicos ganados en los campos de Laurento, a que añade los caballos y las armas
arrebatadas a los enemigos. Allí estaban también, amarradas las manos detrás de
la espalda, los cautivos destinados al sacrificio por los manes de Palante, y
cuya sangre debía regar su hoguera funeral. Manda además que sus capitanes
mismos traigan troncos vestidos con las armas ganadas a los enemigos, y que en
ellos se escriban los nombres de estos. Síguelos, sostenido por los que le
acompañan, el triste Acestes, abrumado por la edad, y que unas veces se desgarra
el pecho con las manos, ya el rostro con las uñas, ya desplomado se deja caer
cuan largo es en tierra. Va detrás el carro de Palante, regado con sangre
rútula; síguele, sin jaez, su caballo de batalla, Etón, triste y regando su faz
gruesas lágrimas. Unos llevan su lanza y su escudo, pues sus otras armas están
en poder del vencedor Turno; detrás van, afligida falange, los Teucros y los
Tirrenos, y los Árcades con las armas vueltas en señal de luto. Cuando iba ya
largo trecho delante la fúnebre comitiva, parose Eneas y así exclamó, lanzando
un profundo gemido: "A otras lágrimas nos destinan todavía los crudos hados de
esta guerra; salve por siempre ¡Oh noble Palante! adiós para siempre." No dijo
más, y encaminándose hacia los altos muros, dirigió el paso a sus reales.
Ya
en esto habían venido de la ciudad latina emisarios ceñidos de oliva, pidiendo
por merced se les dejase recoger los cuerpos de los suyos, que muertos a hierro,
yacían tendidos en el campo, y darles sepultura, pues, ya no había lid posible
con unos vencidos y privados de la luz del cielo, y debía tener piedad de los
que le habían dado hospedaje y cuya alianza había solicitado. Juzgando
atendibles sus ruegos, concédeles el bondadoso Eneas la merced que piden y así
les dice: "¿Cuál injusta fortuna ¡Oh Latinos! os ha lanzado a esta desastrosa
guerra y retraídos de tenernos por amigos? Me pedís paz para los muertos, para
los que han sucumbido a los azares de la guerra, y en verdad que yo quisiera
concedérsela hasta a los vivos. No hubiera venido aquí si los hados no me
hubieran designado este territorio para fijar en él mi asiento, ni muevo guerra
a esta nación; vuestro Rey fue quien quebrantó las leyes de la hospitalidad,
prefiriendo poner su confianza en las armas de Turno: más justo fuera, pues, que
Turno arrostrara la muerte que esos han hallado. Si quería dar término a la
guerra con su diestra y arrojar de Italia a los Teucros, debió cruzar conmigo
sus armas, y hubiera quedado con vida aquel a quien se la dieran los dioses y su
brazo. Ahora volveos y entregad al fuego los cuerpos de vuestros míseros
ciudadanos. Atónitos y en silencio escucharon los emisarios estas razones de
Eneas y quedaron mirándose unos a otros, hasta que el más anciano de ellos,
Drances, siempre enconoso enemigo del joven Turno, responde en estos términos:
"¡Oh varón troyano, grande por tu fama y más grande aún por tus armas! ¿Con qué
loores te ensalzaré en el firmamento? ¿Te admiraré más por tu justicia o por tu
esfuerzo en la guerra? Sí, agradecidos llevaremos tus palabras a nuestra ciudad
patria, y si algún camino abre para ello la fortuna, te enlazaremos con el rey
latino: búsquese Turno otras alianzas. Y a más nos será grato ayudarte a
levantar las grandes murallas que te están prometidas por los hados y llevar en
hombros piedras para la nueva Troya." Dijo así, y todos unánimes aplaudieron con
entusiasmo sus palabras, ajustaron una tregua de doce días, y, a favor de
aquella paz, Teucros y Latinos vagaron juntos impunemente por las selvas y los
collados. Resuena el fresno herido del hacha; caen los pinos erguidos hasta las
estrellas, y ni cesan de rajar con cuñas el roble y el oloroso cedro, ni de
transportar quejigos en rechinantes carros.
Ya en tanto la voladora Fama,
nuncia de tan gran desastre, había llevado su noticia a oídos de Evandro y
llenado con ella su palacio y la ciudad, después de haber poco antes difundido
por el Lacio la victoria de Palante. Precipítanse los Árcades a las puertas
asiendo, según la antigua usanza, teas funerales; relumbra el camino una larga
hilera de llamas, que ilumina a lo lejos las campiñas. Júntase aquella dolorida
muchedumbre a la de los Frigios, que era ya llegada, y las matronas, luego que
las vieron entrar en las casas, llenaron de férvidos clamores la desolada
ciudad. No hay fuerzas entonces que basten a sujetar a Evandro, el cual,
metiéndose por medio de la multitud, se precipita sobre el féretro de Palante,
ya puesto en tierra, y abrazándose a él con lágrimas y gemidos, exclama así,
apenas el dolor abre por fin camino a la voz: "¡No era esto, oh Palante, lo que
prometías a tu padre, cuando protestabas que serías cauto en confiar tu vida al
crudo Marte! No se me ocultaba a mí cuánto seduce el ansia de la primera gloria,
cuánto es dulce el triunfo en un primer combate. ¡Oh miserables primicias de tu
juvenil ardor! ¡Oh duro, aprendizaje de una vecina guerra! ¡Oh votos y oh ruegos
míos, desoídos por los dioses! ¡Oh virtuosísima esposa mía, feliz tú, que con tu
muerte, no estás reservada a este acerbo dolor, y a diferencia de mi, triste
padre, que, contra orden natural de los hados, sobrevivo a mi hijo! ¡Si yo
hubiera seguido las armas de mis aliados los Troyanos, abríanme los Rútulos
abrumado con sus dardos, yo solo habría entregado el alma, y esa pompa funeral
me traería a mí, no a Palante, a mi palacio! Mas no os acuso ¡Oh Teucros! ni me
pesa haber hecho alianza con vosotros, ni de haberos dado la mano en prenda de
hospitalidad; esta suerte era debida a mis cansados años, pues ya que tan
prematura muerte aguardaba a mi hijo, dichoso fue al menos en morir habiendo
antes dado muerte a millares de Volscos y conducido a los Teucros al Lacio. Yo
mismo ¡Oh Palante! no te hubiera honrado con más digno funeral que el que te
aparejan el pío Eneas y los animosos Frigios, y los capitanes tirrenos y todo su
ejército, trayendo esos grandes trofeos de los que inmoló tu diestra. ¡Oh Turno!
estarías ahora aquí, bajo la figura de un gran tronco vestido de tus armas, si
Palante te hubiera igualado en edad y fuerzas. Mas, ¿para qué ¡infeliz! detengo
a los Teucros lejos del campo de batalla? Id, y acordaos bien de decir a vuestro
Rey, en mi nombre, estas palabras: "Si muerto Palante, conservo aún esta odiosa
vida, es porque espero en tu diestra; ya ves que debes al padre y al hijo la
sangre de Turno: este solo medio os queda a ti y a la fortuna para darme algún
consuelo. No anhelo, ni sería justo, las alegrías de la vida; mas quiero llevar
esta al hijo mío a la profunda mansión de los manes."
En tanto la aurora
había restituido su alma luz a los míseros mortales, trayéndoles nuevamente sus
trabajos y ejercicios. Ya el caudillo Eneas, ya Tarcón habían levantado las
piras en la corva playa, donde cada cual, según la usanza patria, hizo llevar
los cuerpos de los suyos, y al levantarse las llamas funerales, se envuelve el
cielo en tenebrosa humareda. Tres vueltas dieron a pie, ceñidos de refulgentes
armas, alrededor de las ardientes hogueras; otras tres dieron a caballo en torno
de los tristes funerales, lanzando alaridos, regando sus lágrimas la tierra y
sus armas: los clamores de los hombres y el ruido de las trompetas llegan al
cielo. Unos echan al fuego los despojos arrebatados a los Latinos vencidos,
yelmos, ricas espadas, frenos, rápidas ruedas; otros, prendas conocidas, los
escudos de los mismos que ardían en las piras y sus dardos, de que tan sin
fortuna habían usado. En derredor inmolan en ofrenda a la muerte multitud de
toros; degüellan en las llamas cerdosos puercos y alimañas cogidas en los
campos. Por toda la playa contemplan la quema de cuerpos de sus compañeros y
guardan las hogueras medio consumidas, sin acertar a arrancarse de aquellos
sitios, hasta que la húmeda noche tachona el cielo de rutilantes estrellas.
De la propia suerte los míseros Latinos levantaron en diverso sitio innumerables
piras. Entierran una parte de sus cadáveres, llevan otros a los campos
inmediatos, y a la ciudad, y queman el resto, sin distinción ni cuenta, en
inmenso y confuso montón; por doquiera relumbran a porfía con abundantes
hogueras los dilatados campos. Cuando la luz del tercer día ahuyentó del cielo
las frías sombras, fueron, desolados, a sacar de entre los altos montones de
ceniza los revueltos huesos, para cubrirlos, tibios todavía, con un túmulo de
tierra. Pero donde son mayores el túmulo y la desolación es en la ciudad, en el
palacio del prepotente rey latino. Allí madres, míseras esposas, allí amorosas y
afligidas hermanas y niños huérfanos, maldicen aquella horrible guerra y el
proyectado enlace con Turno, pidiendo que él sea, quien corra la suerte de las
armas, pues reclama para sí el reino de Italia y los supremos honores. En lo
mismo insiste el rencoroso Drances, asegurando que a Turno, sólo a Turno, llama
Eneas a la lid. Al mismo tiempo, y por el contrario, muchos hablan en favor de
Turno, amparado del gran nombre de la Reina, y a quien apoya además la alta y
merecida fama que ha ganado con sus trofeos.
En medio de aquellas
turbulencias y en el hervor de aquellos bandos, he aquí que llegan los
embajadores enviados a la gran ciudad de Diomedes, tristes con la respuesta que
traen de que nada han conseguido después de tantos afanes y de apurados todos
los medios; de nada han valido ni las dádivas, ni el oro, ni las más rendidas
súplicas; de que es fuerza, en fin, a los Latinos buscar el auxilio de otras
armas o solicitar la paz del rey troyano. a esta nueva, desfallece de dolor el
rey Latino: la ira de los dioses y tantos túmulos recientes, levantados ante sus
ojos, le demuestran que Eneas es en efecto el verdadero dominador que traen los
hados a Italia. Llama, pues, a un gran consejo, en su palacio, a los próceres de
su reino, que acuden en gran número, llenando todas las calles; en medio de
ellos se sienta, nublada de tristeza la frente, el rey Latino, el más entrado en
años y el primero de todos en autoridad. Manda introducir a los emisarios recién
llegados de la ciudad etolia y que repitan menudamente y por su orden las
respuestas que traen; entonces, en medio de un silencio general, Vénulo,
obediente, comienza su relato en estos términos:
"Hemos visto ¡Oh
ciudadanos! a Diomedes y el campamento argivo, y arrostrando los azares del
camino, hemos tocado aquella mano a cuyo empuje cayó la ciudad de Ilión en
ocasión en que el vencedor estaba edificando en los campos de Yapigia, al pie
del monte Gárgano, la ciudad de Argiripa, denominada así en recuerdo de su
antigua patria. Introducidos a su presencia y autorizados a hablar, presentamos
los regalos que llevábamos y declaramos nuestros nombres y nación; quiénes
habían traído la guerra a nuestro suelo, y el motivo que nos llevaba a Arpos.
Oído esto, respondionos así con apacible continente: ¡Oh" nación afortunada,
reino de Saturno, antiguos Ausonios! ¿Qué destino fatal os inquieta hoy y os
impele a guerrear con gente desconocida? Todos los que talamos con el hierro los
campos de Ilión, sin contar las desventuras que apuramos peleando bajo sus altos
muros, y los guerreros que oprime el Simóis bajo el peso de sus olas, vamos
purgando por todo el orbe nuestras culpas con todo linaje de infandos castigos,
a tal punto, que el mismo Príamo tendría compasión de nosotros: sábenlo la
triste estrella de Minerva y los escollo eubeos y el vengador Cafereo. Desde que
concluyó aquella guerra, arrojados a diversas playas, el atrida Menelao se ve
desterrado allá en las remotas columnas de Proteo; Ulises ve los Cíclopes del
Etna. ¿Recordaré el reinado de Neptólemo; los revueltos penates de Idomeneo; a
los Locros, hoy moradores de la playa líbica? El mismo caudillo de los valerosos
griegos, el rey Micenas, pereció en el umbral de su palacio bajo la diestra de
su pérfida esposa; el adúltero ocupa el trono de la vencida Asia. Y a mí mismo
¿No me han vedado los dioses que, de vuelta en mi patria, volviese a ver a una
esposa deseada y a mi hermosa Calidonia? Aun ahora me persiguen espantables
visiones, y mis perdidos compañeros, transformados en aves, surcan el éter con
sus alas y ¡Oh tremendo suplicio de los míos! vagan por los ríos y llenan los
riscos con sus lacrimosas voces. A todo debí, en verdad, esperarme desde aquel
día en que ¡Insensato! arremetí con mi espada a los númenes y herí a Venus en la
diestra. No, ¡No! no me excitéis a la contienda; derruida ya Pérgamo, no quiero
ya la guerra con los Teucros, ni me regocijo ya de sus antiguos desastres. Esos
presentes que me traéis de vuestro suelo patrio, llevadlos a Eneas: frente a
frente nos hemos visto, hierro a hierro, brazo a brazo; creed a quien ha probado
por experiencia propia cuán terrible se levanta armado con su escudo, con qué
pujanza fulmina el dardo. Si el suelo del Ida hubiera producido otros dos
guerreros como Héctor y Eneas, el Dárdano hubiera pasado a las ciudades de Ínaco,
y la Grecia llorara trocados destinos. Lo que retrasó por diez años la victoria
de los Griegos junto a los muros de la fuerte Troya, fue el valor de aquellos
dos, ambos insignes por su esfuerzo y sus proezas, pero superior Eneas por su
piedad. Tenedle, pues, por aliado a cualquier costa: mas guardaos bien de trabar
batalla con él." Ya has oído ¡Oh el mejor de los reyes! la respuesta que traemos
y lo que Diomedes opina de esta gran guerra.
Apenas hablaron los legados,
empezó a circular vario rumor por los turbados labios de los Ausonios, como
cuando, atajada con piedras la rápida corriente de los ríos, hácese un sordo
murmullo en el obstruido cauce, y con el estrépito de las olas se estremecen las
vecinas riberas. Luego que se sosegaron los ánimos y cesó el tumulto, el Rey,
después de invocar a los dioses, habló así desde su alto solio:
"Ciertamente
¡Oh Latinos! querría yo, y nos hubiera estado mejor, que antes de ahora se
tratara de este importantísimo punto; pues no es ocasión de celebrar consejo
cuando el enemigo asedia nuestros muros. Empeñados estamos ¡Oh ciudadanos! en
importuna guerra con varones invictos, descendientes del linaje de los dioses,
gentes a quienes ningunas batallas fatigan y que ni aun vencidos pueden deponer
la espada. Si alguna esperanza fundabais en los socorros de armas pedidos a los
Etolios, renunciad a ella; ponga en sí cada cual toda su esperanza, y ya veis
cuán pocas podemos todos abrigar. A la vista tenéis, tocando estáis la gran
ruina de todos nuestros recursos. Ni culpo a nadie; cuanto pudo hacer el más
heroico valor, lo hemos hecho; hemos peleado con todas las fuerzas del reino.
Ahora pues voy a deciros en cuál parecer se fija mi mente incierta; escuchadme;
pocas palabras me bastarán para enteraros de él. Poseo de antiguo un dilatado
territorio, contiguo a las márgenes del toscano río, que se extiende hacia el
ocaso hasta los confines sicilianos; cultívanle los Auruncos y los Rútulos,
labrando con la reja sus duros collados, y apacientan sus rebaños en aquellas
asperezas. Cedamos a los Teucros, en precio de su amistad, toda aquella región,
con su alta montaña cubierta de pinos, y ajustando con ellos equitativa paz,
llamémoslos a formar parte de nuestra nación; fijen aquí su asiento, ya que
tanto lo desean, y constrúyanse una ciudad. Si es su intento dejar nuestro
suelo, cosntruyámosles de roble ítalo veinte naves, o más, si pueden llenarlas:
dispuesto está todo el material a la orilla del río; señalen ellos mismos el
número y la calidad de las naves; nosotros les suministraremos hierro, operarios
y todo lo preciso. Es además mi voluntad que vayan cien legados de las
principales familias latinas, con ramos de pacífica oliva en las manos, a
llevarles nuestras proposiciones, a ajustar con ellos alianza y ofrecerles en
donativo talentos de oro y marfil, y juntamente el solio y la trábea, insignias
de mi poder real. Consultad ahora entre vosotros y venid en auxilio de este
decadente Estado."
Levántase entonces Drances, enemigo mortal de Turno, cuya
gloria le tenía devorado de secreta envidia; rico de hacienda y aún más de
facundia, pero cobarde en la guerra; tenido por hábil en el consejo y diestro en
fraguar sediciones; de alta nobleza por su madre, ignorábase quien fuera su
padre. Puesto, pues, en pie, agrava más y más con estas palabras la irritación
de los ánimos:
"A nadie se oculta, ¡Oh buen Rey! ni necesita el testimonio
de mi voz, el grave punto de que estás tratando. Todos sabemos, pero ninguno osa
decir, lo que reclama el bien de la nación. Dejemos libertad de hablar y rebaje
sus fieros aquel cuyos infaustos auspicios y por cuya fatal influencia (lo diré,
sí, aunque sus armas me amenacen con la muerte) sucumbieron tantos ilustres
caudillos y vemos a toda la ciudad anegada en llanto; mientras él prueba a
atacar los reales troyanos, confiado en la fuga, y amenaza con sus armas al
cielo. A esos numerosos presentes que dispones destinar a los Dárdanos ¡Oh el
mejor de los reyes! añade uno, uno solo; y no te retraiga ajena violencia de dar
¡Oh padre! tu hija a un esclarecido yerno, digno de ella, y de ajustar así la
paz con eterna alianza. Si el terror que Turno te inspira es tal, que no osas
hacerlo así, supliquémosle, imploremos de él mismo por merced, que ceda, que
deje al Rey usar de su derecho y sacrifique su interés al bien de la patria.
¿Por qué lanzas en inevitables desastres a nuestros míseros ciudadanos, ¡Oh tú!
origen y causa de todas las desventuras del Lacio? No hay para nosotros
salvación posible en la guerra; todos te pedimos la paz ¡Oh Turno! y con ella la
única prenda inviolable de la paz. Yo el primero, yo, de cuya enemistad estás
persuadido, y no niego que con razón, te dirijo esta súplica: compadécete de los
tuyos, depón esos bríos, y vencido retírate; bastantes derrotas y desastres
hemos sufrido ya; harto desolados están ya nuestros extensos campos. O si tanto
te tira el amor de la gloria, si es tan esforzado tu corazón, si aun insistes en
que la que sea tu esposa te ha de traer por dote un trono, lánzate y confiado
opón tu pecho al enemigo que te aguarda. ¡Bueno fuera que para que Turno obtenga
una esposa de sangre real, nosotros, almas viriles, turba insepulta y de nadie
llorada, quedáramos tendidos en los campos de batalla! ¡No! si hay alguna
fortaleza en ti, si conservas algo del valor de tu linaje, ve a verte cara a
cara con el que te está desafiando..."
Subió de punto con tales razones el
furor de Turno, el cual, bramando de ira, rompió a hablar en estos acentos,
arrancados de lo más hondo de su pecho: "Cierto que siempre ¡Oh Drances! tienes
gran flujo de palabras cuando la guerra pide manos; siempre acudes el primero a
las juntas de los próceres; pero no es ocasión de llenar la sala del Consejo con
esa multitud de pomposas palabras, que muy seguro echas a volar, mientras la
valla de los muros detiene al enemigo y no rebosan en sangre los fosos. ¡Truene
pues, según costumbre, tu elocuencia; motéjame de cobarde; tú Drances, tú, cuya
diestra ha aglomerado tantos sangrientos montones de cadáveres teucros y
cubierto aquí y allí los campos de tantos insignes trofeos! No estará de más,
sin embargo, que probemos lo que da de sí tu impetuoso brío; no tendremos que ir
a buscar lejos los enemigos; por donde quiera rodean nuestras murallas. ¿Vamos a
su encuentro? ¿Qué te detiene? ¿Siempre tu bélico ardor ha de estar, por
ventura, en tu fanfarrona lengua y en esos fugaces pies?... ¡Yo vencido! ¿Y
quién, infame, podrá con razón motejarme de vencido, después de haber visto
crecer hinchado el Tíber con sangre troyana, derrumbarse con su linaje toda la
casa de Evandro y a los Árcades despojados de sus armas? No me encontraron tal
como dices Bicias y el corpulento Pándaro y los mil guerreros que arrojé,
vencedor, al Tártaro, aquel día en que me vi encerrado en los muros enemigos,
cercado de una furiosa muchedumbre. ¡No hay para nosotros salvación posible en
la guerra! ¡Insensato! Ve a halagar con esas palabras los oídos del caudillo
dárdano y de tus parciales; no te detengas en conturbar a todos con tu gran
miedo, en ensalzar la pujanza de unas gentes dos veces vencidas, ni en deprimir
las armas de los Latinos. ¿Y por qué no añades que los caudillos de los
Mirmidones, y el hijo de Tideo y Aquiles de Larisa, tiemblan de las armas
frigias, y que el río Aufido hace retroceder su corriente, medrosa de las ondas
adriáticas? ¡Artífice de maldades, aparenta que no se atreve a hablar contra mi
causa, y con su fingido miedo encona los ánimos contra mí! No tiembles, no
huyas; nunca esta diestra te arrancará esa alma vil; more contigo y quédese en
ese pecho, digno de ella. Ahora, ¡Oh gran Rey! vuelvo a ti y a tu consulta. Si
ninguna esperanza pones ya en nuestras armas, si tan perdidos estamos, y porque
una vez volvimos la espalda, hemos caído tan completamente, que ya la fortuna no
tiene desquite para nosotros, imploremos la paz y tendamos al vencedor las
inertes manos, aunque... ¡Oh, si aun nos quedase algo de usado brío!... ¡Feliz
el que, por no presenciar estas miserias, cayó sin vida en la batalla y con su
boca mordió la tierra! Mas su aun nos quedan recursos, si aun está entera
nuestra juventud, y las ciudades y los pueblos de Italia pueden darnos auxilios;
si los Troyanos han ganado gloria a costa de mucha sangre; si también ellos han
tenido sus funerales, y todos hemos corrido igual borrasca, ¿Por qué
desfallecemos sin pudor ahora que empieza la guerra? ¿Por qué nos damos a
temblar antes de que la trompeta toque el arma? El tiempo y la trabajosa
sucesión de los días han traído muchas cosas a mejor estado; a muchos la
fortuna, después de hacerlos juguete suyo, asistiéndolos y abandonándolos
alternativamente, acabó en fin por colocarlos en una sólida prosperidad. No nos
auxiliará el Etolio ni la ciudad de Arpos, pero serán con nosotros Mesapo y el
afortunado Tolumnio y tantos caudillos como nos han enviado los pueblos de
Italia; no será escasa la gloria en seguir a los elegidos del Lacio y de los
campos laurentinos. Con nosotros está también Camila, de la ilustre nación de
los Volscos, que acaudilla un escuadrón de jinetes, gente lucida y bien armada
de hierro. Mas si sólo conmigo quieren pelear los Teucros, si os place que así
sea, y si tan grande obstáculo soy al pro comunal, no es tan esquiva con estas
manos la victoria, que me arredre prueba alguna a trueque de tan grandes
esperanzas. Contra él iré animoso, y más que supere en esfuerzo el grande
Aquiles y, como él, se vista de armas forjadas por Vulcano, yo, Turno, no
inferior en valentía a ninguno de mis mayores, os consagro esta mi vida a
vosotros y a mi suegro el rey Latino. A mí solo me desafía Eneas; desafíeme, yo
lo pido. Si me persigue la cólera de los dioses, no es razón que los aplaque
Drances con su muerte; y si hay virtud y gloria que ganar en este trance,
tampoco es razón que me las quite."
Mientras de esta suerte disputaban
acaloradamente sobre su apurada situación, levantaba Eneas sus reales y ponía en
movimiento su ejército, y he aquí que de pronto se precipita en las regias
estancias un mensajero con gran tumulto, llenando de espanto a toda la ciudad,
con la nueva de que los Teucros y la hueste tirrena, en orden de batalla, han
dejado el río Tíber y se acercan, cubriendo las dilatadas campiñas. Contúrbanse
los ánimos; la multitud se altera y agita: el furor aguija todos los pechos.
Trémulos de ira, todos requieren sus armas, por armas brama la briosa juventud;
contristados los ancianos, lloran y murmuran por lo bajo; por donde quiera se
alzan en los aires discordes clamores; bien así como cuando se posan en un
espeso bosque multitud de aves, o cuando en el río de Padua, abundante en peces,
los roncos cisnes atruenan las parleras marismas. Aprovechando Turno aquella
ocasión, "Así, ciudadanos, exclama, celebrad consejo, y sentados en vuestras
sillas, alabad las ventajas de la paz, mientras las armas enemigas invaden el
reino." No dice más, y arrójase rápido fuera de la estancia. "Tú, Voluso, le
dice, haz que se armen las huestes de los Volscos y trae a los Rútulos; Mesapo,
y tú Coras, con tu hermano, cubrid los llanos con la caballería. Defiendan unos
las avenidas de la ciudad y ocupen las torres, y quédense los demás para
seguirme adonde yo los mande.” Con esto, la población entera se precipita a las
murallas; el mismo rey Latino abandona el consejo y conturbado con las
calamidades de los tiempos, aplaza aquellas grandes deliberaciones. Acúsase
agriamente de no haber acogido de buen grado al dárdano Eneas y asociádole en
calidad de yerno a su imperio. Otros abren zanjas delante de las puertas, o
acarrean piedras y estacas; la ronca bocina da la sangrienta señal de la lid;
las mujeres y los niños se suben en tropel a los adarves; a todos concita aquel
postrero trance. Rodeada de una muchedumbre de matronas, dirígese la Reina,
llevando ofrendas, al templo y al alto alcázar de Palas; a su lado va la virgen
Lavinia, causa de aquel tan gran desastre, clavados en tierra los hermosos ojos.
Van entrando por su orden las matronas en el templo, que perfuman con inciensos
y desde el alto atrio comienzan a entonar estos tristes lamentos: "¡Armipotente
árbitra de la guerra, virgen hija de Tritón, quebranta con tu mano las armas del
frigio robador, y derríbale en el suelo, y póstrale bajo esas altas puertas!"
Entre tanto, ardiendo en ira, cíñese Turno las armas para la pelea; ya se ha
vestido la coraza rútula, erizada de escamas de bronce, y se ha rodeado a las
piernas las grebas de oro, desnudas todavía las sienes; ya se había ceñido la
espada al costado, y rutilante bajaba corriendo desde el alto alcázar, rebosando
de ufanía y seguro ya de vencer al enemigo. No de otra suerte, cuando, rotas sus
ligaduras, se escapa de la cuadra, libre en fin, un caballo, apodérase del
abierto campo, o se dirige a las dehesas y a las yeguadas, o corre a bañarse en
las aguas del conocido río, dando botes, relinchando alborozado, aguzadas las
orejas y encorvada la cerviz, cayéndole en desorden las crines por cuello y
brazos. Sale a su encuentro, seguido de su escuadrón de Volscos, la reina
Camila, la cual se apea de su corcel en las mismas puertas de la ciudad,
siguiendo su ejemplo toda la cohorte, y dice así a Turno: "Si puede tenerse
confianza en la propia fortaleza, yo la tengo en la mía, y te prometo hacer
frente a las huestes de Eneas y marchar sola contra la caballería tirrena.
Consiente que yo sea quien arrostre los primeros peligros de la guerra; tú
quédate con los peones en las murallas y guarda la ciudad." Clavados los ojos en
la terrible virgen, respóndele así Turno: "¡Oh virgen, gloria de Italia! ¿Cómo
podré agradecerte, cómo podré pagarte tan gran merced? Ven, pues que tu aliento
es superior a todo; ven a compartir conmigo estos grandes afanes. Según las
voces que corren y las noticias que me han traído mis exploradores, el pérfido
Eneas ha adelantado un destacamento de caballería ligera que recorra el campo,
mientras él se dirige a la ciudad por las desiertas cumbres del monte. Yo le
preparo una celada en el recodo que forma el camino del bosque, cubriendo ambos
lados de gente armada; tú lleva tus pendones contra la caballería tirrena;
contigo irán el impetuoso Mesapo, las escuadras latinas y la hueste tiburtina;
tú acaudillarás esas fuerzas." Dice así, y con semejantes razones exhorta a
pelear a Mesapo y a los capitanes aliados; en seguida marcha al encuentro
enemigo. Hay en lo más fragoso del monte una quebrada, lugar adecuado para
emboscadas y asechanzas de guerra, que rodean por ambos lados negros y espesos
matorrales; conduce a él una angosta senda, encubierta y peligrosa boca. Sobre
ella, y en la cumbre de uno de los cerros que la rodean, se extiende una
planicie oculta, segura guarida, ya para acometer de improviso a derecha o a
izquierda, ya para destrozar desde aquella altura al enemigo, haciendo rodar
sobre él enormes piedras. Allí se dirige Turno por caminos conocidos, y
apoderado del llano, se embosca en aquellas pérfidas espesuras.
Entre tanto,
en las mansiones celestiales, la hija de Latona, llama a la ligera Opis, una de
las vírgenes, sus sagradas compañeras, y llena de tristeza le dirige estas
palabras: "Camila ¡Oh virgen! se encamina a una guerra cruel, y vanamente ciñe
nuestras armas. Camila me es cara más que otra virgen alguna, y no es nuevo este
cariño, ni nacido de súbito en el corazón de Diana. Cuando arrojado del trono
por el odio de sus vasallos, nacido de su soberbia y tiranía, salió Metabo, su
padre, de la antigua ciudad de Triverno, huyendo por en medio de los combates,
llévasela niña todavía, por compañera en su destierro, y la llamó Camila, del
nombre un tanto alterado de su madre Casmila. Llevándola en brazos, encaminábase
por las largas cordilleras de los desiertos bosques, siempre acosado por los
fieros dardos de los Volscos, que sin tregua le iban dando alcance. Encuéntrase
en esto atajado en su fuga por el río Amaseno, que desbordado con las deshechas
lluvias, cubría de espuma sus dos riberas: Metabo se dispone a cruzarle a nado,
pero le detiene el amor de su hija; tiembla por aquella querida carga, y
discurriendo qué hacer en tal trance, al cabo se fija en esta resolución: en
mitad de la robusta y nudosa lanza de roble curado al fuego que blandía en sus
batallas, y llevaba a la sazón con pujante brazo, ató mañoso, a su hija bien
rodeada de cortezas de alcornoque silvestre; vibrando fuego la lanza con
vigorosa diestra, exclama así, fijos los ojos en el firmamento: "¡Oh alma
virgen, hija de Latona, moradora de las selvas, yo te consagro esta niña, de
quien soy padre; pendiente por primera vez de tus armas, te implora huyendo de
sus enemigos por el viento; acoge, oh diosa, yo te lo ruego, acoge esta prenda
tuya, que ahora se confía a las inseguras auras!” Dijo, y echando atrás el
brazo, arroja con ímpetu la" lanza; resonaron las olas; por cima del rápido río
huye la infeliz Camila, asida a la rechinante asta; en seguida Metabo, acosado
ya muy de cerca por la turba de sus perseguidores, se precipita en el río, y
pronto vencedor, arranca de la hierba su lanza, y con ella la niña, ya
consagrada a Diana. Nadie le dio asilo bajo su techo, ninguna ciudad le recibió
en sus murallas, ni él, tal era su fiereza, habría admitido hospitalidad alguna;
como los pastores, pasaba la vida en los solitarios montes. Allí, entre malezas
y cavernosos riscos, criaba a su hija con la leche de una yegua bravía,
exprimiéndole las ubres en los tiernos labios de la niña. Apenas empezó esta a
afirmar en el suelo las tiernas plantas, armó sus manos con un agudo venablo,
pesado para ellas, y suspendió de sus pequeñuelos hombros arco y flechas; en vez
de diadema de oro, en vez de flotante manto, una piel de tigre le pendía de la
cabeza sobre la espalda. Ya entonces con la tierna mano disparaba infantiles
dardos, y blandía en torno de su cabeza la honda de cuero retorcido, derribando,
ya la grulla estrimonia, ya el blanco cisne. Vanamente muchas madres de las
ciudades tirrenas la desearon para nuera; contenta con ser sólo Diana, abriga
intacto en su pecho un invencible apego a las armas y a su virginidad. Bien
quisiera que no se hubiese empeñado en esa terrible guerra que quiere hacer a
los Teucros, y hoy sería una de mis queridas compañeras; mas ya que pesan sobre
ella los crueles hados, ea pues, ¡Oh ninfa! deslízate del firmamento y ve a
visitar los confines latinos, donde va a trabarse bajo infausto agüero la
tremenda lid. Toma este arco, y saca de mi aljaba una flecha vengadora, y armada
con ella, sea quien fuere el que ose herir el sagrado cuerpo de Camila, sea
Troyano o Ítalo, corra su sangre en mi desagravio; luego yo llevaré a un túmulo
en una nube el cuerpo y las intactas armas de la desventurada, y la restituiré a
su patria." Dijo, y deslizándose por las auras la leve ninfa con sonoro vuelo,
bajó del cielo, circundada de un negro turbión.
Acércanse entre tanto a los
muros el ejército troyano y los capitanes etruscos y toda la caballería, formada
en escuadras; hierve el campo todo en briosos corceles, que revolviéndose aquí y
allí, van tascando el freno que los oprime; erízase el llano a lo lejos de
ferradas lanzas, y todo él centellea con las puntas de las armas. A su encuentro
salen Mesapo, los veloces Latinos y Coras, con su hermano, y la hueste de la
virgen Camila, formada en alas, todos con las lanzas en ristre y vibrando los
dardos: a medida que se acercan crece el ardimiento en hombres y caballos.
Páranse uno y otro ejército a tiro de dardo, y prorrumpen en súbito alarido y
aguijan los animosos caballos; por ambas partes cae, a manera de apretada nieve,
un diluvio de dardos, con cuya sombra se encapota el cielo. Al punto Tirreno y
el fogoso Aconteo, enristradas las lanzas, se arremeten los primeros y chocan
entre sí con gran ruido, estrellándose sus caballos pecho contra pecho;
derribado Aconteo con la rapidez del rayo, o como proyectil lanzado por una
catapulta, va a rodar gran trecho y exhala el alma en los aires. Turbadas con
esto de súbito las escuadras latinas, échanse a la espalda las rodelas y
revuelven los caballos hacia la ciudad, alanceadas por los Troyanos al mando del
caudillo Asilas; y ya se acercaban a las puertas, cuando por segunda vez los
Latinos alzan gran clamor y hacen volver de pronto a sus caballos los flexibles
cuellos. Huyen los Teucros, y a todo escape se repliegan a gran distancia: no de
otra suerte el mar en sus continuos vaivenes, ya desborda por las playas y con
sus espumosas olas cubre los riscos y anega las últimas arenas, ya retrocede
rápido, y sorbiendo en revuelto remolino los arrastrados peñascos, abandona
resbalándose la orilla. Dos veces los Toscanos arrollaron a los Rútulos hasta
las murallas; dos veces rechazados volvieron la espalda cubriéndose con sus
rodelas; y mas al tercer encuentro, trábanse unas con otras todas las escuadras,
cada guerrero elige su adversario, y ya entonces se oyen los gemidos de los
moribundos, y en un lago de sangre se revuelcan mezclados hombres y caballos
expirantes, entre montones de armas, y se enciende un combate crudísimo.
Orsíloco, temeroso de atacar frente a frente a Rémulo, arroja una lanza a su
caballo y se la clava debajo de la oreja, a cuya herida empínase furioso el
trotón y bracea impaciente enhiesto el pecho; su jinete cae derribado en tierra;
Catilo mata a Iolas y a Herminio, grande por su esfuerzo, grande por su
corpulencia y sus armas: desnuda lleva la cabeza, que cubre roja cabellera, y
desnudos los hombros, pues no le espantan las heridas; siempre se opone por
blanco a las armas enemigas. La lanza de Catilo va vibrando a atravesar de parte
a parte sus anchas espaldas, y con la violencia del dolor le obliga a
encorvarse. Por todas partes corren raudales de negra sangre, todos los
combatientes hacen horrible estrago con las armas, y buscan, arrostrando
heridas, una honrosa muerte.
Embravécese en lo más recio del combate la
amazona Camila, ceñida la aljaba, descubierto un pecho para la lidia, y ora
dispara con su mano multitud de flexibles dardos, ora ase con infatigable
diestra una poderosa hacha; pendientes de su hombro resuenan el arco de oro y
las armas de Diana: si rechazada alguna vez tiene que retroceder, todavía en su
fuga vuelve el arco y va asestando flechas. En torno suyo avanza la flor de sus
compañeras, la virgen Lavinia, Tula y Tarpeya, que blande una segur de bronce;
ítalas todas y que la misma divina Camila eligió para honrarse con ellas, sus
fieles auxiliares en paz y en guerra; semejantes a las amazonas tracias, que
recorren las márgenes del Termodonte y guerrean con sus pintadas armas ya en
derredor de Hipólito, ya cuando la belicosa Pentesilea vuela en su carro, y en
pos de ella se embravecen con grandes alaridos sus mujeriles huestes, armadas de
lunados broqueles. ¿A quién el primero ¡Oh formidable virgen! a quién el último
derribaste con tus dardos? ¿Cuántos cuerpos moribundos postraste en la tierra?
Fue el primero Euneo, hijo de Clitio, al cual, como se le pusiese delante,
traspasó con su larga pica el descubierto pecho: cae Euneo vomitando arroyos de
sangre, muerde la sangrienta tierra, y con las ansias de la muerte se revuelca
sobre su herida. Acomete en seguida a Liris y a Págaso, los cuales, en el
momento en que el primero, derribado de su caballo, herido en el vientre, se
ansía a las riendas, y el segundo acudía en su auxilio, tendiendo al caído una
inerme mano, ruedan juntos al suelo. Rueda, a más de ellos, Amastro, hijo de
Hipotas, y aunque de lejos, persigue y amaga con su lanza a Tereas, a Harpalico,
a Demofoonte y a Cromis. Cada dardo que disparó la virgen costó la vida de un
guerrero frigio. Peleaba a gran distancia con desconocidas armas, y montado en
un caballo de Apulia, el cazador Ornito: cubría sus anchos hombros una piel de
toro, y su cabeza las enormes fauces abiertas de un lobo, con las quijadas
guarnecidas de blancos dientes; un agreste venablo arma su diestra: revuélvese
en medio de la muchedumbre, y su cabeza entera sobresale por encima de todos.
Alcánzale Camila fácilmente, pues ya estaba desbandada su hueste, le atraviesa
de parte a parte, y así le dice con saña acerba: “¿Pensabas Tirreno, que esto
era acosar a las alimañas en las selvas? Ya llegó el día en que las armas de una
mujer te volviesen al cuerpo tus arrogantes palabras; no será, sin embargo, poca
gloria para ti el poder decir a los manes de tus mayores que has sucumbido a las
armas de Camila." Arremete al punto a Orsíloco y a Butes, los dos troyanos de
mayor estatura; Butes a caballo hacíale frente, cuando le clavó ella su lanza
entre el yelmo y la loriga, en la parte por donde se la descubre el cuello y de
que pende la rodela sobre el derecho brazo. Huyendo de Orsíloco a favor de un
gran rodeo, córtale de pronto el paso, y a su vez persigue al que la perseguía
antes; entonces, irguiéndose en su caballo, descarga su poderosa segur sobre las
armas y los huesos del guerrero, que mucho la imploraba; al fiero golpe,
rocíanle el rostro los calientes sesos. Sobreviene en esto, y queda inmóvil de
terror a la súbita aparición de Camila, un guerrero, hijo de Auno, morador del
Apenino, no el último de los Ligures mientras los hados le consintieron
ejercitarse en dolos; el cual, en cuanto vio que no le quedaba camino de eludir
el combate con la fuga, ni de apartar a la Reina, que ya se le venía encima,
discurre un ardid para engañarla, y dícele así: "¿Qué lauro esperas, mujer, si
pones tu confianza en ese brioso caballo? Renuncia a la fuga y ven a probarte
aquí en tierra conmigo de igual a igual, en combate de cerca y a pie; pronto
verás la gloria que sacas de tu arrogancia." Dijo. Furiosa Camila y ardiendo en
acerbo dolor, da el caballo a una de sus compañeras, y se presta a una lid
igual, a pie, desnuda la espada e impertérrita bajo su limpia rodela; mientras
el mancebo, persuadido del logro de su estratagema, vuelve las riendas sin
perder momento y echa a huir a todo escape, atarazando con los ferrados talones
los ijares de su veloz caballo. "Pérfido Ligur, jactancioso y cobarde, vanamente
has recurrido a las mañas propias de tu nación; no te valdrá tu ardid para
tornar incólume al lado de tu artero padre Auno. Dice así la virgen, y veloz
como el" rayo, se adelanta al caballo en la carrera, y asiéndole el freno,
acomete de frente al jinete y se venga de él derramando su enemiga sangre. No
con mayor facilidad el gavilán consagrado a Marte persigue, volando desde una
alta peña, a la paloma, que en su fuga va a perderse en las nubes, y la ase en
fin y la despedaza con sus corvas garras, juntas caen por los aires sangre y
arrancadas plumas.
Contemplando en tanto aquellos hechos con cuidadosos ojos
el padre de los hombres y de los dioses, sentado en el excelso Olimpo, inflama
al tirreno Tarcón en bélico furor y aguija al más alto punto sus iras. Con esto
Tarcón, cruzando a caballo en medio de la matanza por entre sus huestes, que ya
empezaban a cejar, las alienta con sus palabras, llamando a cada cual por su
nombre, y rehace las desbandadas filas. "¿Qué pavura, qué inercia se ha
apoderado de vuestras almas, ¡Oh Tirrenos! siempre cobardes, siempre sin
vergüenza de vuestra cobardía? ¿Una mujer os dispersa y rompe esas huestes?
¿Para qué esas espadas, qué valen esas inútiles armas en vuestras manos? Pues a
fe que no sois flojos en las nocturnas lides de Venus, o cuando la corva flauta
os brinda a los coros de Baco y aguardáis los festines y las copas de la
abundosa mesa. Sólo eso os gusta; vuestro solo afán es que el favorable arúspice
os anuncie los sacrificios y que una pingüe víctima os llame a lo profundo de
los sagrados bosques." Dijo, y decidido a morir, lanza su caballo en medio de
los escuadrones enemigos, arremete como un turbión a Vénulo, se abraza con él,
le arranca de su corcel y se lo lleva, apretándole con toda su fuerza contra su
pecho. Alzase al cielo gran clamoreo, y todos los Latinos fijan sus miradas en
Tarcón, que vuela por el campo como un rayo, llevándose al guerrero y sus armas;
al mismo tiempo le rompe la ferrada punta de su lanza, y busca los lados
descubiertos por donde pueda herirle de muerte, mientras Vénulo relucha y
forcejea por apartar de su garganta la mano que le oprime. Cual rojiza águila se
remonta llevando clavada en sus garras apresada serpiente, la cual, herida, se
retuerce y enrosca, eriza sus escamas y silba, irguiendo la cabeza, sin que por
eso la atarace menos el águila con el corvo pico, mientras bate el éter con las
alas; no de otra suerte Tarcón triunfante se lleva su presa, arrebatada a la
hueste tiburtina. Incitados por el ejemplo y la hazaña de su caudillo, vuelan a
la lid los Meonios; entonces Arrunte, predestinado a cercana muerte, empieza a
girar cautelosamente alrededor de la veloz Camila, buscando la ocasión propicia
de alcanzar con la astucia una fácil victoria. Adonde quiera que se dirige la
fogosa virgen por medio de las huestes, allí se dirige Arrunte, siguiendo
silencioso sus pisadas; adonde quiera que torna vencedora, dejando atrás al
enemigo, allí vuelve el mancebo furtivamente las riendas de su veloz caballo, y
por todas partes, sin César un punto, va siempre rodando en pos de ella el
traidor, blandiendo en su mano un certero dardo. Por dicha a la sazón se
apareció a lo lejos Cloreo, consagrado a Cibeles, y en otro tiempo su sacerdote,
todo esplendente con sus magníficas armas frigias, caballero en un espumante
corcel, enjaezado con una piel entretejida de oro y bronce, formando escamas a
modo de plumaje: él, vistoso con los vivos colores de su extranjera grana, iba
disparando con su ballesta lisia flechas cretenses. Pendiente de los hombros del
vate resuena un arco de oro, y de oro es también su almete; recogidos lleva con
un broche de rojizo oro los crujientes pliegues de su amarilla clámide y de su
marlota de lino: la aguja había recamado sus vestiduras y sus grebas a la
extranjera usanza. Ya fuese por el deseo de suspender en sus templos armas
troyanas, ya por el de engalanarse en sus cacerías con aquellas áureas ropas,
sólo a Cloreo perseguía la incauta virgen en medio de la recia batalla y por
todo el campo, ardiendo en mujeril codicia de aquella presa y de aquellos
despojos. Entonces el insidioso Arrunte, que ve llegada la ocasión propicia,
blande su dardo, alzando a los dioses esta plegaria: "¡Oh el más poderoso de los
númenes, Apolo! custodio del sagrado Soracte; tú, a quien damos culto los
primeros y en cuyo honor hacemos arder perpetuamente hogueras de hacinados
pinos; tú, por cuyo favor podemos tus adoradores andar ilesos sobre ascuas,
concédeme, Padre omnipotente, borrar este desdoro de nuestras armas. No codicio
los despojos ni el trofeo de la debelada virgen ni ningún otro botín; otras
proezas me darán fama: con tal que mi dardo destruya esa fiera plaga, me resigno
a tornar sin gloria a las ciudades de mi patria." Oyole Febo y otorgole en su
mente que lograse una parte de su voto; mas dispersó la otra por las leves
auras: concedió a sus preces que postrase con súbita muerte a la desprevenida
Camila, mas no que tornase a ver su noble patria: estas palabras se llevaron los
notos en sus procelosas alas. Resonó por fin, cruzando las auras, el dispersado
dardo; todos los Volscos volvieron hacia la Reina los irritados ánimos y los
ojos; ella, empero, no advierte el silbido del dardo en el aire ni le ve venir,
hasta que se hincó debajo del cortado seno y se empapó profundamente en su
virgínea sangre. Trémulas sus compañeras acuden al punto y sostienen a su
desfallecida señora, mientras Arrunte, despavorido, huye de todos, lleno de
alegría mezclada con miedo, sin atreverse ya ni a confiar en su lanza ni a
arrostrar los dardos de la virgen. Bien así como, antes de que le acosen los
enemigos venablos, va corriendo por extraviadas sendas a esconderse en las
hondas breñas el lobo que ha dado muerte a un pastor o un gran novillo, y como
quien conoce su atrevido delito, todo trémulo, recogida la cola entre las
piernas y pegada al vientre, huye a las selvas, no de otra suerte Arrunte,
conturbado, se sustrae a la vista de todos, y atento sólo a la fuga, fue a
confundirse entre la muchedumbre de los suyos. Camila, moribunda, quiere
arrancarse el dardo con la mano; pero la ferrada punta está clavada con honda
herida entre las costillas. Doblégase su cuerpo con la gran pérdida de sangre;
ciérranse sus ojos con el frío de la muerte, y el color, antes púrpura, abandona
su rostro. Entonces, próxima a expirar, habla así a Acca, una de sus compañeras,
la que le es más fiel entre todas y con quien solía compartir sus cuidados:
"Hasta aquí, Acca hermana, he tenido fuerzas; ahora me mata esta cruel herida, y
todo en torno de mi se cubre de densas tinieblas. Corre y lleva a Turno estas
mis postreras palabras; dile que me reemplace en la lid y ahuyente de la ciudad
a los Troyanos; ¡Y ahora, adiós! Esto diciendo," suelta las riendas e
involuntariamente se desliza del caballo al suelo; luego poco a poco se va la
vida desprendiendo de su aterido cuerpo, doblégasele el flexible cuello, su
cabeza se rinde al peso de la muerte, deja caer las armas, y exhalando un
gemido, huye su indignado espíritu a la región de las sombras. Alzase entonces
un inmenso clamor, que va a herir los dorados astros; muerta Camila, enciéndese
aún más la lidia; todos a la par, en apiñado tropel se precipitan unos contra
otros, los Teucros, los caudillos tirrenos y los escuadrones árcades de Evandro.
Hacía ya tiempo, en tanto, que la ninfa de Diana, Opis, desde la cumbre de
un enhiesto monte, contemplaba impávida la batalla. Tan luego como vio a lo
lejos, entre los clamores de los enfurecidos mancebos a Camila, víctima de
dolorosa muerte, exhaló un gemido y arrancó de lo más hondo del pecho estos
lamentos: "¡Ah! con harto cruel castigo has pagado ¡Oh virgen! tu empeño de
guerrear contra los Troyanos. No te valió pasar la vida en la soledad de las
selvas, dada al culto de Diana, ni ceñir al hombro nuestras saetas. Sin embargo,
tu reina no te abandona sin gloria en este último trance, ni tu muerte quedará
desconocida y oscura entre las gentes, ni pasarás por la ignominia de no haber
sido vengada, pues sea quien fuere el que ha herido tu sagrado cuerpo, lo pagará
con la muerte, que tiene merecida." A la falda de un alto monte se alzaba un
gran túmulo de tierra, sepulcro de Derceno, antiguo rey Laurento, cubierto por
una sombría encina; allí fue donde se dirigió primero con rápido vuelo la
bellísima diosa, y buscando con los ojos a Arrunte desde el alto túmulo, no bien
le hubo visto, resplandeciente con sus armas y muy engreído de su fácil proeza.
"'Por qué andas así tan huido? le dijo; encamina aquí tus pasos, ven aquí a
morir, ven a cobrar el premio debido al matador de Camila. ¡Y que tú también
hayas de sucumbir a los dardos de Diana!..." Dijo así la ninfa tracia, y sacando
de la áurea aljaba una voladora saeta, tendió airada el arco, apartándolo de sí
gran trecho, hasta que dobladas sus dos empulgueras, vinieron a juntarse,
teniendo ella a la par asido con la mano izquierda el casquillo, y sujeta la
cuerda al seno con la diestra: de súbito Arrunte oye a un tiempo mismo el crujir
del dardo y el son del aire, y va el hierro a hincarse en su cuerpo; sus
compañeros le abandonan, dando entre gemidos las últimas boqueadas en el
desconocido polvo de los campos. Opis se remonta en sus alas al etéreo Olimpo.
Huye la primera, perdida su señora, la caballería ligera de Camila; huyen
los Rútulos, huye el impetuoso Atinas; desbandados, confundidos, caudillos y
escuadrones sólo atienden a ponerse en salvo, y revuelven a escape sus caballos
hacia las murallas. Ninguno es poderoso a atacar ni a hacer frente a los
Troyanos, que los van acosando y causándoles fiera mortandad; antes todos llevan
pendientes de los desfallecidos hombros los arcos desarmados; el casco de los
caballos bate en su carrera el polvoroso campo. Rueda el polvo en negros
torbellinos hasta los muros, donde las matronas, subidas en las atalayas, alzan
hasta los astros sus mujeriles clamores, golpeándose los pechos. Los primeros
que en su fuga se precipitan a las puertas francas, caen arrollados por el
tropel de enemigos que se les viene encima, y no logran esquivar una miserable
muerte; antes en los mismos umbrales, dentro de las murallas de su patria, en el
seguro de sus propias casas, exhalan las vidas acuchillados. Unos cierran las
puertas y no se atreven a franquear el paso a sus compañeros ni acogerlos en los
muros a pesar de sus ruegos; hácese una espantosa carnicería de los que con las
armas impiden la entrada y de los que se precipitan sobre ellos. Rechazados de
la ciudad, a la vista de sus llorosos padres, unos, arrastrados por las
desbandadas reliquias de los suyos, caen despeñados y revueltos en los hondos
fosos; otros, ciegos y despavoridos, embisten a rienda suelta contra los muros y
van a estrellarse con sus caballos en las herradas puertas. Las mismas matronas,
en aquel desesperado trance, luego que vieron desde los muros a Camila, movidas
de verdadero amor patrio, empiezan a arrojar proyectiles con trémula mano; a
falta de hierro, precipitan maderos y estacas de duro roble, endurecidas a
fuego; y son las primeras en el ardiente deseo de morir en defensa de la ciudad.
Acca, en tanto, lleva a Turno, emboscado en la selva, la horrible nueva de
aquel gran desastre, que le llena de terror; dícele cómo se habían desbandado
las huestes volscas con la muerte de Camila; cómo furioso el enemigo, se venía
encima, y con el favor de Marte los arrollaba todo; cómo, en fin, tenía ya
consternada a la ciudad misma. ciego de furor (así lo dispone el terrible numen
de Júpiter), abandona el angosto desfiladero y sale del fragoso bosque. No bien
había dejado aquel punto y ocupado el llano, cuando entra el caudillo Eneas en
la espesura, ya libre de celadas, traspone el monte y sale de la opaca selva; de
esta suerte ambos se encaminan a la ciudad rápidamente con todas sus fuerzas y
separados por pocos pasos de distancia; a un tiempo mismo Eneas descubrió a los
lejos los campos cubiertos, a manera de humo, de una espesa polvareda, y divisó
los escuadrones laurentinos, y Turno reconoció por sus armas al formidable
Eneas, y oyó las pisadas de los peones y el relincho de los caballos. Y en aquel
mismo punto hubieran trabado la batalla y probado la suerte de las armas, si ya
el rosado Febo no bañara en el mar iberio sus cansados caballos, y declinando ya
el día no trajese la oscuridad de la noche. Uno y otro sientan sus reales
delante de la ciudad y los cercan de empalizadas.
LIBRO XII
Acepta Turno el combate singular a que le desafía Eneas para
terminar la guerra, y se ajustan solemnes pactos, en cuya virtud obtendrá el
vencedor la mano de Lavinia y el cetro del Lacio.— Persuade Juno a Iuturna que
rompa aquellos tratos y suscitando un falso presagio, con el que mueve a
Tolumnio a disparar un dardo contra los troyanos provoca entre los dos ejércitos
una furiosa refriega en que es herido Eneas.—Aprovecha Turno su ausencia para
hacer espantoso estrago en los troyanos.—Sanado Eneas por unas hierbas que le
envía su madre Venus, vuelve al campo de batalla, donde vanamente busca a Turno,
a quien su hermana Iuturna, bajo la figura del auriga Metisco, aleja del
combate. Irritado con esto Eneas, aproxima su gente a la ciudad para dar el
asalto.—Desesperada la reina Amata, se ahorca en su palacio.—Decídese por fin
Turno a medir sus armas con Eneas bajo tristísimos auspicios, y después de un
largo y terrible combate, sucumbe, traspasado por la espada del héroe troyano,
inmolado a los manes de Palante.
Viendo Turno a los Latinos, quebrantados
por sus desastres en la guerra, decaer de ánimo, reclamarle el cumplimiento de
sus promesas y que todos fijan en él sus miradas, arde con indecible coraje y da
nuevos bríos a su esfuerzo. Cual en los campos africanos un león a quien los
monteros han abierto ancha herida en el pecho, se apresta a vengarse, pasada la
primera sorpresa, sacude arrogante la larga melena en la cerviz, rompe impávido
el hincado venablo del artero cazador y ruge con sangrientas fauces; no de otra
suerte se desliza el furor en el abrasado pecho de Turno, que fuera de sí,
dirige al Rey estas palabras: "Pronto está Turno a la lid; no hay para qué
retracten sus palabras los cobardes Troyanos, ni rehúsen cumplir lo pactado. Yo
vuelvo al campo; tú ¡Oh padre! ofrece sacrificios a los dioses, y dicta las
condiciones del duelo. O con esta diestra precipitaré en el Tártaro al Troyano,
desertor del Asia (Latinos, asistid impasibles y confiados al combate), y yo
solo con mi espada vengaré el común ultraje, o domínenos vencidos, y suya sea mi
prometida Lavinia."
Con reposado continente le responde el rey Latino: "¡Oh
animosísimo mancebo! cuanto tú descuellas en heroico ardimiento, tanto debo yo
proceder con maduro consejo y pesar prudentemente todas las eventualidades.
Posees el reino de tu padre Dauno y muchas ciudades ganadas por tu esfuerzo;
cuentas también con el oro y la voluntad del rey Latino. Otras vírgenes hay en
el Lacio y en los campos laurentinos, cuyo linaje no desmerece del tuyo;
permíteme, pues, que, depuesto todo engaño, te diga cosas duras, y grábalas bien
en tu mente. No me era lícito unir a mi hija a ninguno de los antiguos
pretendientes; así me lo decían a una los dioses y los hombres. Vencido del amor
que te profeso, vencido del parentesco que nos une y del llanto de mi afligida
esposa, rompí todos los lazos y arrebaté a mi futuro yerno, Eneas, la esposa que
le había prometido, y moví contra él impía guerra. Viendo estás ¡Oh Turno!
cuántos duros trances, cuántas guerras me ha arrancado aquella resolución;
cuántos afanes te cuesta a ti el primero. Dos veces vencidos en recia batalla,
apenas guardamos seguros en esta ciudad las esperanzas de Italia; todavía están
calientes con nuestra sangre las aguas del Tíber y las dilatadas campiñas
blanquean nuestros huesos. ¿A qué recuerdo esto tantas veces? ¿Cuál locura
tuerce sí mis pensamientos? Si, muerto Turno, estoy dispuesto a llamar a esos
nuevos aliados, ¿Por qué más bien no ceso en estas guerras antes de que ellas te
paren daños? ¿Qué dirán mis deudos los Rútulos, qué dirá el resto de Italia, si
(¡Ojalá desmienta la Fortuna mis palabras) te ocasiono la muerte a ti, que me
pides mi hija y mi alianza? Considera los varios trances de la guerra;
¡Compadécete de tu anciano padre, que lejos de ti arrastra una triste vida en su
patria Árdea!" No se doblega con estas palabras la violenta condición de Turno;
antes bien con el remedio se exacerba y encona su mal. Apenas pudo hablar,
replicó en estos términos: "Depón, ¡Oh el mejor de los reyes! depón, yo te lo
ruego, ese cuidado que te tomas por mí, y déjame morir por la gloria. También yo
¡Oh padre! sé esgrimir las armas con no flaca diestra; también brota sangre de
las heridas que yo abro. Alguna vez no tendrá al lado Eneas a la diosa su madre
para que con una nube le cubra en su medrosa fuga como a una mujer,
escondiéndose ella también en vanas sombras."
Lloraba entre tanto la Reina,
aterrada con aquellos nuevos aprestos de guerra, y moribunda sujetaba entre sus
brazos a su impetuoso yerno, diciéndole: "¡Oh Turno! por estas lágrimas, por el
honor de Amata, si en algo le tienes, yo te ruego que no me arrebates la sola
esperanza, el único arrimo de mi desvalida ancianidad; tú eres la gloria y la
fuerza del rey Latino; en ti estriba nuestra decadente casa. Una sola cosa te
ruego; renuncia a trabar batalla con los Teucros. La suerte, sea cual fuese, que
te está reservada en este trance, esa misma ¡Oh Turno! me esté reservada a mí;
juntamente contigo abandonaré esa odiosa luz del día, ni cautiva veré a Eneas
ser mi yerno." Inundadas de lágrimas las mejillas, oyó Lavinia estas palabras de
su madre, y aumentando con ellas el rubor que abrasaba su frente, se extendió en
un momento por todo su encendido rostro. Cual el índico marfil se tiñe de roja
púrpura, o cual se coloran las blancas azucenas mezcladas entre muchas rosas,
tal brillaba encendido el rostro de la virgen. Clava Turno en ella los ojos, y
el amor conturba sus sentidos, con lo que inflamado más y más su bélico
ardimiento, dirige a Amata estas breves palabras: "¡Oh madre! yo te lo ruego, no
me hostigues con tus lágrimas ni con esos terribles agüeros en el momento en que
voy a arrostrar los trances del duro Marte; no es ya en mano de Turno demorar el
plazo de su muerte. Idmón, ve de mensajero a anunciar al tirano Frigio estas mis
palabras, que a fe no le serán gratas: Cuando la aurora del día de mañana colore
el cielo con las púrpuras ruedas de su carro, no saque a los Teucros contra los
Rútulos, descansen las armas de Teucros y Rútulos; dirimamos los dos esta guerra
con nuestra sangre, y gane en el campo de batalla uno de los dos por esposa a
Lavinia." Dicho esto, retirose al punto a su palacio, pidió sus caballos y se
regocijó viéndolos estremecerse de gozo ante él; caballos preciosos, que la
misma Oritia diera en otro tiempo a Pilumno, y que aventajaban a la nieve en
blancura, y en velocidad a las auras. Rodéanlos sus diligentes aurigas, que con
las huecas palmas les baten el pecho y les peinan las largas crines. Viste en
seguida de oro y blanco latón, cíñese la espada, embraza el escudo y corona su
cabeza con dos rojos penachos; espada que el mismo dios ignipotente forjara para
su padre Dauno y templara aún candente en las ondas Estigias. Ase en seguida con
briosa mano recia lanza que pendía de una alta columna en medio de su palacio,
despojo del aurunco Actor, y exclama blandiéndola: "Ya es llegado el gran
momento, ¡Oh lanza, que jamás burlaste mis deseos! Tiempo fue en que te empuñaba
el grande Actor; hoy te empuña Turno. Concédeme debelar el cuerpo y destrozar
con pujante mano izquierda la arrancada loriga de aquel medio hombre frigio, y
manchar en el polvo sus cabellos rizados con caliente hierro y perfumados con
mirra." Así se agita furioso, y de su rostro todo saltan chispas; fuego brotan
sus feroces ojos. No de otra suerte, cuando se apresta a su primera lucha, lanza
un toro terribles mugidos y prueba irritado las astas topando el tronco de un
árbol, desgarra el viento a cornadas, y con la arena que esparcen sus pies
preludia la pelea.
Entre tanto Eneas, vestidas las armas que le diera su
madre, se inflama no menos en fiero ardor bélico y da rienda suelta a su ira,
regocijándose, empero, a la idea de terminar la guerra con el pactado duelo.
Consuela a sus compañeros, y desvanece los temores del afligido Iulo,
declarándoles lo que tiene anunciado el destino; en seguida manda que fieles
mensajeros lleven su respuesta al rey Latino, y las condiciones de la paz.
Apenas la aurora del siguiente día doró con su resplandor las cimas de los más
altos montes, a la hora en que los caballos del sol asoman levantándose del
profundo abismo del mar, soplando por la erguida nariz torrentes de luz, Rútulos
y Teucros en número igual estaban ya disponiendo bajo los muros de la gran
ciudad el palenque para el duelo. Levantan en el centro hogueras y altares de
césped en honor de sus comunes dioses; otros, cubiertas las cabezas con velos de
lino y ceñidas de verbena las sienes, llevaban el agua y el fuego para los
sacrificios. Sale el primero el ejército ausonio, cuyas armadas haces se
extienden por el llano desde las puertas que llenan su muchedumbre; en seguida
todo el ejército troyano y el tirreno, con diversas armas, se precipitan también
de sus reales, no de otra suerte armados cual si los aguardase recia batalla:
por entre las apiñadas filas circulan rápidamente, con vistosos arreos de oro y
púrpura, los capitanes Mnesteo, del linaje de Asáraco, y el fuerte Asilas y
Mesapo, domador de caballos, hijo de Neptuno; luego que a una señal dada, cada
cual se retira al espacio que le está señalado, todos hincan las lanzas en
tierra y reclinan en ellas los escudos: entonces las matronas, aguijadas de gran
curiosidad, y el vulgo inerme y los débiles ancianos se agolpan a las torres y a
los tejados de las casas, mientras otros trepan a las más altas puertas de la
ciudad y del campamento.
Entre tanto Juno, desde la cumbre del monte que hoy
se llama Albano, y que a la sazón no tenía nombre, ni culto, ni gloria,
contemplaba todo el campo, y las dos huestes de Laurentinos y Troyanos, y la
ciudad del rey Latino; luego de repente habló así a la hermana de Turno, diosa
también, que preside en los lagos y en los sonoros ríos; sacro honor que le
concediera Júpiter, alto rey del éter, en pago de su robada virginidad: "Ninfa,
ornamento de los ríos, gratísima a mi ánimo, bien sabes cómo entre todas las
vírgenes latinas que han subido al lecho infiel del magnánimo Júpiter, tú eres
la que he preferido y a quien he dado gustosa un lugar en el cielo; oye ahora,
¡Oh Iuturna! y no me inculpes por ello, el dolor que te aguarda. Mientras la
fortuna parecía consentirlo, y permitían las Parcas que todo cediese al Lacio,
cubrí con mi égida a Turno y tus murallas; ahora veo al mancebo próximo a
arrostrar desiguales trances, y que se acerca el día que le han señalado las
Parcas y la enemiga fuerza del hado. Yo no puedo ver con mis ojos esa lid ni los
pactos que le seguirán; tú, si algo grande osas hacer por tu hermano, hazlo;
debes hacerlo; acaso lleguen mejores días para los desgraciados.” Oído que hubo
estas palabras, rompió Iuturna a llorar, y tres y cuatro veces se golpeó con la
mano el hermoso pecho. "No es ocasión esta de lágrimas, prosiguió la hija de
Saturno; date prisa, y si puedes, libra a tu hermano de la muerte, o provoca de
nuevo la guerra y rompe los recientes pactos. Mío es este atrevido pensamiento."
Después de exhortarla así, dejola indecisa y conturbada la mente con tan
dolorosas nuevas.
Salen en tanto los dos reyes: Latino, ceñidas las sienes
de una corona de doce refulgentes rayos de oro, imagen de su abuelo el Sol, va
en un soberbio carro que arrastra una cuadriga, y Turno en otro, tirado por dos
caballos blancos, blandiendo en su mano dos dardos de anchas puntas de hierro.
Deja en seguida los reales y va a su encuentro el caudillo Eneas, origen de la
romana estirpe, espléndido con su rutilante escudo y sus divinas armas,
acompañado de Ascanio, otra esperanza de la gran Roma; el sumo sacerdote,
vestido de blanco, lleva en sus brazos un lechoncillo y una cordera de largo
vellón, y los conduce a las encendidas aras. Vueltos los ojos al sol naciente,
traen ambos reyes la sagrada mola, cortan con un cuchillo la cerviz de las
reses, y con las copas hacen libaciones en los altares. Entonces el piadoso
Eneas, desenvainando el acero, prorrumpe en estas preces: "Sedme ahora testigos,
¡Oh sol y oh tierra de Italia, que invoco y por la que tantos y tan grandes
afanes he arrostrado! y tú, ¡Oh padre omnipotente, y oh Juno, hija de Saturno,
diosa a quien ruego que me seas menos adversa! y tú, ¡Oh ínclito Marte, que
riges con tu numen todas las guerras; y oh fuentes y ríos, y oh vosotras,
divinidades todas del alto éter y del cerúleo ponto! Si la fortuna diere la
victoria al ausonio Turno, los vencidos se retirarán a la ciudad de Evandro.
Iulo abandonará estos campos, y los soldados de Eneas nunca harán armas contra
ellos como rebeldes ni talarán a hierro estos reinos; pero si la victoria se
declarase en favor de nuestras armas (como lo creo, y ¡ojalá confirmen los
dioses mi creencia!), no mandaré a los Ítalos que obedezcan a los Teucros, ni
reinaré sobre ellos; regidas por las mismas leyes ambas invictas naciones, se
unirán con eterna alianza. Yo daré a Italia nuestro culto y nuestros dioses; mi
suegro Latino conservará sus armas, conservará su solemne imperio, y los Teucros
me edificarán una ciudad, a la cual dará Lavinia su nombre. Habló así primero
Eneas; luego prosiguió Latino en estos términos, alzando al cielo los ojos y las
manos: "Yo también ¡Oh Eneas! juro por la tierra y el mar y las estrellas, por
los hijos de Latona y por el bifronte Jano, por el poder de los dioses
infernales y por los santuarios del inexorable Dite! Oiga estas palabras el
supremo Padre, que sanciona los pactos con su rayo. Con la mano en el ara, pongo
por testigos a estos fuegos sagrados y a todos los númenes de que en ningún
tiempo, suceda lo que suceda, quebrantarán los Ítalos esta paz, estos pactos,
que acepto con libre voluntad; juro que ninguna fuerza bastará nunca a apartarme
de ellos, aun cuando un diluvio anegara la tierra y el firmamento se desplomara
en el Tártaro. Mi palabra es como este cetro (pues a la sazón lo tenía en la
diestra), que nunca ya brotará ramas, ni dará sombra, desde que, cortado de raíz
en la selva, perdió su madre la tierra y a impulso de la segur depuso cabellera
y brazos; árbol en otro tiempo, hoy en la mano del artífice le ha guarnecido de
magnífico bronce, y dádole a empuñar a los reyes latinos" Con tales palabras
afirmaban aquella alianza, en presencia y en medio de sus próceres; en seguida,
conforme a los ritos, degüellan en la llama las sagradas víctimas, arráncanles
aún vivas las entrañas y aglomeran en los altares bandejas cargadas de ofrendas.
Tiempo ha ya, empero, que aquel combate empieza a parecer desigual a los
Rútulos, agitados de varios movimientos; y ahora, que lo ven tan cercano,
consideran más que nunca desproporcionadas las fuerzas de los dos rivales.
Aumentan sus temores el aspecto de Turno, que se adelanta con callado paso y se
postra ante el altar, bajos los ojos, marchito el rostro y cubierto de palidez
su cuerpo juvenil. Apenas vio su hermana Iuturna que iban creciendo aquellos
rumores y mudándose las volubles disposiciones de la multitud, tomó la figura de
Camerto, guerrero de alta prosapia, cuyo nombre hicieran célebre el gran valor
de su padre y su propio esfuerzo, y metiéndose por medio de las filas, va
sembrando con maña varios rumores, diciendo: "¿No os da vergüenza ¡Oh Rútulos!
exponer por vosotros todos las vida de un solo hombre? ¿No les igualamos en
número y fuerzas? Helos a todos allí, Troyanos y Árcades, y la Etruria, hueste
fatal, conjurada contra Turno. Si peleamos con ellos uno a uno, apenas tendremos
enemigos para todos. Hasta los mismos dioses llegará la fama del que se consagre
en sus aras, y su nombre correrá en vida de boca en boca, una vez perdida la
patria, tendremos que obedecer a unos soberbios dominadores, en premio de
estarnos ahora tendidos y ociosos en nuestros campos." Estas razones inflaman
más y más a la juventud guerrera; sordo murmullo circula por las huestes;
múdanse las voluntades, los mismos Laurentinos, los Latinos mismos, que antes
esperaban el término de la guerra como la salvación del Estado, piden ahora
armas, reclaman el rompimiento de los pactos y se conduelen de la injusta suerte
de Turno. A estos elementos de discordia añade Iuturna otro mayor, cuya señal da
en el alto cielo, suscitando un prodigio, que exaltó al más alto punto la
imaginación de los Ítalos. Ocurrió, pues, que volando por el inflamado éter la
roja ave de Júpiter, perseguía a los pájaros de las riberas y a la resonante
turba del batallón alado, cuando de pronto, desplomándose feroz sobre las olas,
arrebató en sus garras un hermosísimo cisne. Recobráronse los Ítalos al ver ¡Oh
portento! cómo todas las aves, reuniéndose con grandes clamores y oscureciendo
el éter con sus alas, acosan al enemigo, apiñadas a manera de negra nube por las
auras, hasta que vencido por su empuje y por el peso de su presa, la soltó de
las garras, dejándola caer en el río, y huyendo fue a internarse en el
firmamento. Saludan los Rútulos con gran clamoreo aquel agüero y empuñan las
armas. El augur Tolumnio el primero, "esto era, exclama, esto era lo que tantas
veces pidieron mis votos; acepto el presagio y reconozco en él la voluntad de
los dioses; seguidme, esgrimid las espadas, infelices a quienes un pérfido
extranjero tiene aterrados con esta guerra, como a una bandada de débiles aves.
A viva fuerza tala hoy vuestras playas; mas pronto apelará a la fuga, dando la
vela a lejanos mares. Vosotros unánimes agrupaos en recio tropel y acudid a
defender con las armas al Rey que os arrebatan." Dijo, y adelantándose, disparó
un venablo contra los enemigos que tenía enfrente; resuena el rechinante
proyectil y certero corta las auras; álzase al propio tiempo un clamor,
revuélvense todas las huestes y el tumulto enardece los corazones. Va el asta en
su vuelo a caer casualmente en medio de los nueve hermosísimos hermanos, habidos
por el árcade Gilippo de una tirrena, su fiel esposa, e hiriendo a uno de ellos,
gallardo mancebo, cubierto de lucientes armas, allí donde el sutil tahalí ciñe
el vientre y donde la hebilla muerde los dos cabos de la corres, le atraviesa
las costillas y lo derriba en la roja arena. Sus hermanos, animosa falange,
inflamados por el dolor y ciegos de ira, se precipitan unos con espada en mano,
otros blandiendo sus dardos: salen a su encuentro las escuadras laurentinas; en
seguida se lanzan como un torrente en apiñado tropel los Troyanos, los Etruscos
y los Árcades con sus pintadas armas; un mismo bélico furor arrastra a todos.
Ruedan los altares; una tempestad de dardos oscurece el cielo; una lluvia de
hierro cae sobre ambos ejércitos. Llévanse las aras y los vasos sagrados; huye
el mismo rey Latino, llevándose los dioses ultrajados por el impío rompimiento
de los pactos. Unos enganchan los carros o montan de un salto a caballo, y
espada en mano acuden a la lid. Mesapo, impaciente por romper las paces, embiste
con su caballo al rey tirreno Aulestes, que llevaba las insignias reales; cae
este al choque cuando se disponía a retroceder, y tropezando en los altares, va
a dar de cabeza y con los hombros en medio de ellos; acude con su enorme lanza
el fogoso Mesapo, y cogiéndole entre los pies de su caballo y alanceándole a
pesar de sus súplicas, exclama así: "Muerto es ya; ¡esta es la mejor víctima que
hemos ofrecido a los grandes dioses!" Acuden los Ítalos y despojan su cadáver
caliente todavía. Corineo coge del ara un tizón y abrasa con él la cara a Ebuso,
que acudía sembrando estrago; prende la llama en su larga barba, de que se
exhala un fuerte olor; precipítase en seguida Corineo sobre su conturbado
enemigo, y asiéndole de la cabellera con la izquierda, lo derriba en tierra, y
sujetándolo así con la rodilla, le hinca en el costado la recia espada.
Podalirio acosa de cerca con el acero desnudo al pastor Also, que en la primera
fila se precipitaba por en medio de los dardos; mas este, revolviendo la segur,
le divide por mitad la frente y la barba, y con su vertida sangre riega sus
armas. Un duro reposo y un sueño de hierro abruma sus ojos, que se cierran para
eterna noche.
En tanto el piadoso Eneas, desnuda la cabeza, tendía a los
suyos la desarmada diestra y los llamaba a gritos, diciéndoles: “¿A do os
precipitáis? ¿Qué súbita discordia es esta que se suscita? ¡Ah! ¡Refrenad las
iras! ajustados están ya los pactos, arregladas todas las condiciones; sólo yo
tengo derecho para lidiar; dejadme que acuda a la lid y deponed todo temor; yo
afianzaré el tratado con mi mano; estos sacrificios me aseguran que mediré mis
armas con Turno." Esto decía, cuando de pronto llega silbando y le hiere una
saeta, disparada no se sabe por quién, traída no se sabe por qué empuje.
Ignórase cuál azar o cuál dios diera a los Rútulos tamaña prez; perdida fue la
gloria de aquella proeza, pues ninguno se jactó de haber herido a Eneas.
Turno, viendo a Eneas retirarse del campo y conturbados a sus caudillos, arde en
súbita esperanza; pide sus caballos y sus armas, de un salto se precipita
soberbio en su carro y ase las riendas. En su rápida carrera da muerte a
multitud de fuertes guerreros, derriba a muchos medio muertos, arrolla con su
carro los batallones y clava en los fugitivos las lanzas que les ha arrebatado.
Cual el sanguinoso Marte, cuando en la margen del helado Hebro golpea enfurecido
su escudo y provocando guerras, lanza sus ardientes caballos, que vuelan por el
tendido campo dejando atrás a los notos y al céfiro; treme al batir de los
cascos la Tracia hasta en sus últimos confines, y giran en torno, comitiva del
dios, el negro Miedo, las Iras, las Asechanzas; tal en lo más recio de la pelea
aguija Turno ufano sus caballos humeantes de sudor, insultando a sus enemigos
miserablemente sacrificados; el rápido casco de sus caballos esparce sangriento
rocío y estampa sus huellas en la tierra empapada de sangre. Ya había dado
muerte a Esténelo, a Tamiris y a Folo; a estos dos cuerpo a cuerpo, al primero
de lejos; de lejos también a Glauco y Lades, hijos de Imbraso, a quienes su
mismo padre había criado en la Licia y vestido de iguales armas, y enseñándoles
a pelear y a correr a caballo más veloces que el viento. Precipítase por otra
parte en medio de la lid Eumedes, hijo del viejo Dolón, raza preclara en armas;
revivían en él, con el nombre de su abuelo, el valor y esfuerzo de su padre, el
cual, en otro tiempo, habiéndose metido como espía en los reales de los Griegos,
osó reclamar por merced el carro del hijo de Peleo; pero otro premio dio el de
Tideo a su proeza y ya no aspira Dolón a los caballos de Aquiles. Apenas le hubo
divisado turno a los lejos en el dilatado campo, fuéle en vano persiguiendo
largo trecho con una ligera lanza; logrando al fin atajar su tiro, salta del
carro y derriba a Eumedes medio muerto, se precipita sobre él, y poniéndole un
pie en el cuello, le arranca la espada de la diestra y se la hunde centelleante
en la garganta, exclamando: "Estos son, ¡Oh Troyano! estos son los campos, esta
es la Hesperia que has venido a conquistar y que ahora mides con tu cuerpo
postrado en tierra; este es el premio reservado a los que osan provocarme con la
espada; ¡Así levantan murallas!" Asesta en seguida un dardo y envía a Asbutes a
acompañar a Eumudes y también a Cloreo, s Sibaris, a Dares, a Tersíloco y a
Timetes, arrojado por la cerviz de su arrodillado corcel. Cual al empuje del
Bóreas que sopla del monte Edón, retumba el mar Egeo y refluyen las olas hacia
la playa y se disipan las nubes en el cielo, tal cejan y sucumben arrollados los
escuadrones troyanos por donde quiera que acomete Turno y se abre paso; su
propio ímpetu le arrebata, y el aura que sopla de frente a su carro le agita el
flotante penacho. No pudo Fegeo llevar en paciencia tanta audacia y tales bríos
y echándose al encuentro del carro, asió del espumante freno a los velocísimos
caballos, torciéndoles la carrera; y mientras arrastrado por ellos, y colgado
del yugo, descubre el pecho, alcánzale la poderosa lanza de Turno, que
rompiéndole la recia loriga, le hiere ligeramente; él, empero, cubriéndose con
su broquel y vuelto de cara a su enemigo, dejábase arrastrar espada en mano,
gritando socorro, hasta que el rápido empuje del eje le precipita al suelo y le
atropellan las ruedas; Turno entonces va a él y de un revés, dado entre el
almete y el peto, le corta la cabeza y abandona en la arena el inerte tronco.
Mientras Turno vencedor hace en el campo de batalla tales estragos, Mnesteo,
el fiel Acates y Ascanio se llevaban a los reales a Eneas ensangrentado y
apoyándose a cada paso en su larga lanza. Lleno de ira, pugna por arrancarse del
muslo el roto dardo y pide socorro, pero pronto, ¡Pronto! ¡Que le sajen la
herida con una ancha espada; que le abran un hondo boquete para extraer la
punta; que le restituyan pronto a la pelea! Ya se hallaba junto a él Iapis, hijo
de Iaso, predilecto de Febo, a quien en otro tiempo el dios, llevado de un
vehemente amor, dio ufano sus artes y todos sus dones, los agüeros, la cítara y
las veloces saetas; él, por prolongar la vida de su desahuciado padre, prefirió
conocer las virtudes de las hierbas y los usos de la medicina, y ejercer este
arte calladamente y sin gloria. Bramaba Eneas rabioso, apoyado en su robusta
lanza, rodeado de una multitud de guerreros y del desconsolado Iulo, inmóvil y
anegado en lágrimas, mientras el anciano Iapis, recogido atrás el manto a la
manera de los alumnos de Esculapio, cata vanamente con trémula y sabia mano la
herida y le aplica las poderosas hierbas de Febo; vanamente también tira del
dardo con la diestra y aun logra asirle con recia tenaza. Ni la fortuna le abre
camino, ni le asiste su maestro Apolo; y en tanto crece por momentos el horror
de la batalla, y amenaza más de cerca el peligro. Ya ven el cielo cubierto de
polvo; ya llega la caballería de Turno y cae en medio de los reales una densa
lluvia de dardos; hasta los astros sube el triste clamor de los guerreros y de
los que sucumben al rigor del duro Marte. Entonces Venus, condolida del
inmerecido penar de su hijo, va a coger en el cretense Ida las vellosas hojas y
la purpúrea flor del díctamo, bien conocido de las cabras monteses, heridas por
veloz saeta. Trájolas Venus, envuelta en oscura niebla, las deslíe con agua en
una fúlgida copa, les infunde ocultas virtudes y rocía el remedio con el
saludable zumo de la ambrosía y con la fragante panacea; lava el anciano Iapis
con él la llaga, sin conocer las virtudes, y de pronto huye del cuerpo todo el
dolor; restáñase la sangre en el fondo de la herida, y siguiendo de suyo a la
mano sin esfuerzo alguno, despréndese la saeta y Eneas recobra el usado vigor.
"¡Luego, luego aprontas sus armas al héroe! ¿Qué os detiene? exclama Iapis, el
primero en inflamar los ánimos contra el enemigo; no es obra de humano auxilio
ni de arte maestra esto que habéis visto; no es mi mano ¡Oh Eneas! la que te
salva; obra es de la fuerza superior de un dios, que te reserva a mayores
empresas." Sediento de lidiar, cíñese el héroe las áureas grebas; maldice toda
demora y vibra la lanza; luego que ha embrazado el potente escudo y vestido la
cota, estrecha a Ascanio entre sus brazos, cubiertos de acero, y besándole
amorosamente la cabeza cuanto se lo consintió el ceñido yelmo, le habló de esta
manera: "¡Aprende, hijo, de mí, valor y verdadera fortaleza; de otros fortuna!
mi diestra va ahora a lidiar en tu defensa, y luego te asociará al glorioso
galardón de estos afanes. Tú, cuando llegues a la edad madura, acuérdate de mis
hechos, y alientes tu ánimo a seguir el ejemplo de los tuyos, la memoria de tu
padre Eneas y de tu tío Héctor."
Dicho esto, échase fuera del campo en toda
su grandeza y majestad, blandiendo una enorme lanza, y con él se precipitan en
tropel Anteo, Mnesteo y toda la muchedumbre, abandonando los reales; envuelve el
campo densa nube de polvo y retiembla la tierra bajo sus pies. Violes Turno
venir desde una altura frontera; viéronlos también los ausonios y un frío terror
circuló por la médula de sus huesos. Antes que todos los Latinos, oyolos Iuturna,
y conociéndolos por el ruido, huyó despavorida. Vuela Eneas y arrastra su negra
hueste por el abierto campo; no de otra suerte rueda hacia la tierra desde la
alta mar un turbión desprendido del rasgado firmamento; estremécense los
corazones de los míseros labradores, presagiando de lejos ruinas para los
árboles, asolación para los sembrados; todo en torno quedará arrasado; delante
vuelan los vientos, llevando sus rugidos hasta las playas. Tal el capitán
troyano impele su escuadrón contra los enemigos; trábanse todos cuerpo a cuerpo
en apretados pelotones. Timbreo hiere con su espada al corpulento Osiris,
Mnesteo a Arquetio; Acates inmola a Epulón, Gías a Ufente; cae el mismo augur
Tolumnio, el primero que asestó sus armas contra los enemigos. Alzase el vocerío
hasta el cielo, y desbandados a su vez los Rútulos por los campos, vuelven la
espalda al enemigo en polvorosa fuga. No se digna Eneas ni dar muerte a los
fugitivos ni acometer a los que esperan a pie firme y todavía le asestan dardos;
sólo a Turno busca con afán entre la densa polvareda, sólo con Turno quiere
pelear. Turbada por su espanto la virgen Iuturna, derriba entre los jaeces a
Metisco, auriga de Turno, y le abandona a gran distancia, caído del carro,
poniéndose ella en su lugar y tomando en un todo la voz, el cuerpo, las armas de
Metisco. Cual negra golondrina que revolotea alrededor de la gran casa de un
rico, recorriendo en su vuelo los altos atrios en busca de menudo pasto para su
gárrulo nido, y ora resuena el batir de sus alas en los desiertos pórticos, ora
en torno de los húmedos estanques; tal Iuturna va en su carro por en medio de
los enemigos, acudiendo a todos lados en su rápida carrera y ostentando, ora
aquí, ora allí su triunfante hermano, mas sin dejarle pelear, y logrando así
alejarle del campo de batalla. En fuerza de dar no menos vueltas y revueltas,
pónesele Eneas delante a cada momento, siempre ansioso de cerrar con él y
llamándole a gritos por medio de los rotos escuadrones; cuantas veces consigue
echar la vista a su enemigo, o prueba a alcanzar a sus caballos alados para la
fuga, otras tantas Iuturna tuerce el siempre contrapuesto carro. Vanamente
fluctúa su espíritu en un mar de confusiones sobre lo que ha de hacer ¡ay! en
aquel trance; mil varios pensamientos le impelen a encontradas resoluciones. En
esto el rápido Mesapo, que llevaba acaso en la izquierda dos flexibles venablos
con puntas de hierro, blande uno de ellos y se lo asesta con certera puntería.
Párase Eneas y se cubre con sus armas, doblando una rodilla, con lo que fue el
venablo a darle en la cimera del almete, llevándose las más altas plumas del
penacho. Subió de punto, con esto, su furor; y hostigando con tales insidias,
viendo que no cesaban de huir los caballos y el carro de Turno, toma repetidas
veces por testigos a Júpiter y a sus altares de aquella violación de lo pactado,
y se precipita en mitad de la pelea; y terrible con el favor de Marte, no pone
límites a sus estragos y suelta todas las riendas a su cólera.
¿Cuál dios,
cuál, inspirará mis cantos para que diga ahora tantos acerbos casos, tantos
estragos diversos y tantos caudillos inmolados en el campo de batalla, ya por
Turno, ya por el héroe troyano? ¡En tal conflicto te plugo poner, oh Júpiter, a
naciones destinadas a vivir en eterna paz! Eneas sin más demora, arremete por el
costado al rútulo Sucrón (y esta primera embestida afirma en su puesto a los
Troyanos), y con la fiera espada traspasa las costillas y las junturas del
pecho, que es la parte por donde más rápido penetra la muerte. Turno echa pie a
tierra y pelea con Amico, derribado de su caballo, y con su hermano Diores, a
quienes hiere, a aquel con una larga lanza, a este con la espada, y cuelga de su
carro las cortadas cabezas de ambos, que se lleva chorreando sangre. Eneas da
muerte, en un solo combate, a tres, Talón, Tanais y el fuerte Cetego, y también
al triste Onites, guerrero tebano, hijo de Peridia. Turno inmola a unos hermanos
que habían venido de la Licia y de los campos de Apolo, y al joven Menetes,
nacido en la Arcadia, que en vano aborrecía la guerra, y cuyo oficio era la
pesca a orillas del lago de Lerna, donde habitaba una pobre choza, sin conocer
las moradas de los poderosos; su padre cultivaba una heredad arrendada. Cual dos
hogueras encendidas en los opuestos límites de una seca espesura, entre
resonantes ramas de laurel, o como dos espumosos torrentes derrumbados de los
altos montes y corren con estruendo por el llano, arrasando uno y otro su
camino, no con menor ímpetu se precipitan Eneas y Turno en medio de la batalla:
entonces más que nunca arden sus pechos en ira; de ellos se les saltan los jamás
vencido corazones, y echan en la matanza el resto de su brío. Ase Eneas de un
enorme peñón, y con él hiere y derriba en tierra a Murrano, muy preciado de su
antiguo abolengo, y que se decía descendiente de los reyes latinos; cae bajo las
riendas y el yugo de su carro, y atropellado por las ruedas, pisotéanle los
ardientes cascos de sus propios caballos, olvidados de que es su amo. Turno
cierra con Hilo, que iba a acometerle ciego de furor, y le asesta una lanza en
las sienes, cubiertas de un yelmo de oro, atravesándole con ella y dejándosela
hincada en el cerebro. No bastó tu diestra para liberarte de Turno, ¡Oh Creteo!
el más fuerte de los Griegos, ni protegieron a Cupenco sus dioses cuando vino
sobre él Eneas, que le abrió el pecho con su pesada espada, sin que aprovechase
al mísero la defensa del herrado broquel. También a tí, Eolo, te vieron caer los
campos laurentinos y cubrir gran trecho la tierra con tu cuerpo; ¡Tú, a quien no
pudieron postrar ni las falanges argivas, ni Aquiles, el destructor del reino de
Príamo, sucumbes aquí; aquí había señalado el destino término a tu vida; tenías
un gran palacio al pie del Ida, un gran palacio en Lirneso; en el suelo
laurentino tienes un sepulcro. Todas las huestes, todos los Latinos, todos los
Troyanos se traban en fiera lid; Mnesteo, y el impetuoso Seresto, y Mesapo,
domador de caballos, y el fuerte Asilas, y la infantería toscana, y la
caballería árcade de Evandro, todos luchan cuerpo a cuerpo con desesperado brío,
sin descanso, sin tregua, en grande y recia batalla.
En esto inspiró a Eneas
su hermosísima madre la idea de que se dirigiese a la ciudad de Laurento, de que
volviese rápidamente sobre ella sus huestes y con súbito estrago confundiese a
los Latinos: él, mientras con vivo afán iba persiguiendo a Turno, por medio de
los escuadrones y dirigiendo los ojos por todos lados, vio la ciudad segura al
lado de tantos horrores e impunemente sosegada. Inflámale al punto la imagen de
mayor batalla, y llamando a los capitanes Mnesteo, Sergesto y el fuerte Seresto,
se sube a un collado, al que acude el resto de los Troyanos, sin soltar ninguno
el escudo ni los dardos, y puesto en medio de ellos, les habla así desde su
altura: "Hágase al punto lo que voy a decir: Júpiter es con nosotros: nadie
tarde en obedecerme, pues la empresa requiere gran diligencia. Si hoy esa
ciudad, causa de la guerra y capital del rey Latino, no declara que quiere
recibir el yugo y obedecer vencida, la destruiré y arrasaré sus humeantes
edificios. ¿Por ventura habré de estar aguardando a que plazca a Turno pelear
conmigo, y a que, vencido ya, pruebe fortuna segunda vez? Ahí está ¡Oh
ciudadanos! la cabeza, ahí el alma de esta nefanda guerra. Traed pronto hachas,
y reclamad con incendios el cumplimiento de lo pactado." Dijo, y todos,
impulsados de igual brío, se forman en cuña, y apretados unos contra otros, se
encaminan a la ciudad. Aparecen de improviso escalas y hogueras: unos se
precipitan a las puertas y acuchillan a los primeros que encuentran; otros
disparan dardos, y con su muchedumbre anublan el cielo. Eneas entre los primeros
tiende la diestra hacia las murallas y con grandes voces increpa a Latino; toma
a los dioses por testigos de que por segunda vez le obligan a lidiar, de que por
segunda vez le hostilizan los Ítalos y de que aquel es el segundo pacto que han
roto. Suscita se discordia entre los amedrentados ciudadanos; unos quieren que
se le entregue la ciudad, que se abran las puertas a los hijos de Dárdano, y
traen por fuerza a las murallas al mismo Rey; otros se arman y corren a defender
los adarves. No de otra suerte cuando un pastor busca y descubre un enjambre
metido en esponjosa peña, y la llena de amargo humo, azoradas las abejas se
agitan y discurren por sus reales y se embravecen con grandes zumbidos; ondea el
negro y oloroso vapor por sus moradas, resuenan el interior de la peña con sordo
murmullo, y sube el humo por el aire vano.
Sobrevino en esto a los fatigados
Latinos un desastre que llenó de aflicción a toda la ciudad. La Reina, que ve
desde su palacio venir a los enemigos en son de acometer las murallas; que cunde
el incendio por las casas, y que no aparecen por parte alguna las huestes
rútulas, ni la gente de Turno, cree, infeliz, que este ha sido muerto en la
batalla, y conturbada su mente con súbito dolor, se acusa de ser la causa
primera y criminal de tantas desventuras, y fuera de sí, exhalando en gritos mil
su desesperación, rasga con su propia mano, destinada a cercana muerte, su
purpúreo manto, y suspende de una alta viga el nudo que ha de poner término
horrible a su vida. Apenas las míseras Latinas supieron aquella catástrofe,
acudieron al palacio en furioso tropel. Lavinia, la primera, se mesa los rubios
cabellos y se desgarra las rosadas mejillas; todas alrededor del cuerpo de la
Reina, llenan de lastimeros alaridos el palacio. Cunde de allí la horrible nueva
por toda la ciudad; acude el rey Latino, rasgadas las vestiduras, anonadado a la
vista del cruel destino de su esposa, y de la ruina de su ciudad, y cubriendo de
inmundo polvo su cabellera cana, se acusa una y mil veces de no haber acogido
antes al dardanio Eneas, y de no haberle, de grado, admitido por yerno.
En
tanto el belicoso Turno, en el otro extremo del campo, persigue a algunos pocos
desbandados, ya más lento y cada vez menos ufano de la velocidad de sus
caballos. Trájole entonces el aura aquel clamoreo de dolor lleno de vagos
terrores e hirieron sus atentos oídos el estruendo y el tristísimo murmullo de
la conturbada población: ¡Ay de mí! ¿Qué desastre aflige a la ciudad? ¿Por qué
se elevan tales clamoreos de todo su ámbito?", exclama, y párase como insensato,
tirando a sí las riendas: entonces su hermana Iuturna, que bajo la figura del
auriga Metisco, regía el carro, los caballos y las riendas, se vuelve a él y le
habla en estos términos: ¡Oh Turno! demos alcance a los Troyanos por este camino
que nos abre nuestra primera victoria: otros defenderán la ciudad. Eneas embiste
a los ítalos y les da recia batalla: hagamos nosotros fiero estrago en los
Teucros; no te retirarás del campo ni con menos gente ni con menos honra que
Eneas." Turno le responde: "¡Oh hermana! pues ya ha tiempo que te reconocí,
desde que a favor de un ardid rompiste mis pactos y tomaste parte en esta
batalla, vanamente ¡Oh diosa! quieres también engañarme en este instante. Mas
¿Quién pudo hacerte dejar el Olimpo y arrostrar tamaños afanes? ¿Vienes acaso a
presenciar la cruel muerte de tu infeliz hermano? porque, ¿Qué puedo hacer? ¿Que
esperanza me ofrece ya la fortuna? Yo he visto con mis propios ojos sucumbir a
impulsos de una gran herida el gran Murrano, el más querido de mis amigos,
pidiéndome auxilio. También cayó el infeliz Ufente por no ver mi deshonra, su
cuerpo y sus armas están en poder de los Teucros. ¿He de consentir(esto solo
falta a mi ignominia) la destrucción de esa ciudad? ¿No ha de desmentir mi
diestra las palabras de Drances? ¿Habré de volver la espalda? ¿Y esta tierra ha
de ver a Turno huir? ¿Por ventura es un mal tan grande la muerte? Sedme
propicios vosotros, ¡Oh dioses del Averno! pues se ha apartado de mi el favor de
los númenes celestiales. Alma santa e inocente de este crimen, descenderé a
vosotros, siempre digno de mis grandes progenitores."
No bien hubo
pronunciado estas palabras, cuando he aquí que llega a escape por en medio de
los enemigos, en su caballo cubierto de espuma, Saces, herido de un flechazo en
la cara, implorando el nombre de Turno. "En ti ¡Oh Turno! estriba nuestra
postrera esperanza: ten compasión de los tuyos: Rayo de la guerra, Eneas amenaza
destruir y asolar los altos alcázares de Italia. Ya el incendio vuela por las
techumbres: a ti, sólo a ti vuelven el rostro y los ojos los Latinos; el mismo
rey Latino titubea y duda cuál yerno elija, a qué alianza se incline: además la
Reina, parcialísima tuya, se ha dado con su propia mano desesperada muerte; solo
Mesapo y el fiero Atinas sostienen el combate en las puertas, cercadas de
apiñadas huestes y de una horrible valla de espadas desnudas, mientras tú paseas
tu carro por esta solitaria pradera." Confuso Turno con la imagen de aquellos
varios desastres, quedó como petrificado, mudo y con los ojos fijos, hirviendo
juntamente en su corazón la vergüenza, el frenesí mezclado de dolor acerbo, su
amor exaltado por las furias y el sentimiento de su propio valor. Disipadas
aquellas primeras sombras y recobrada la luz del entendimiento, vuelve con
sombrío ademán los ardientes ojos a las murallas y contempla desde su carro la
gran ciudad. Alzase ondeando, de entre las fortificaciones de madera, un furioso
remolino de llamas y envuelve una torre que él mismo había labrado con trabados
tablones, sustentada por ruedas y defendida por altos puentes. "Los hados,
exclama, los hados triunfan, ¡Oh hermana mía! renuncia a detenerme: volemos
adonde un dios y la fortuna adversa me están llamando. Resuelto estoy a pelear
con Eneas; resuelto a arrostrar la muerte, por más acerba que sea; no me verás
¡Oh hermana! deshonrado por más tiempo; ¡Déjame, te ruego, déjame desfogar,
antes de morir, esta rabia que me abrasa!" Dijo, y saltando ligero de su carro,
precipítase al encuentro de las armas enemigas; abandona a su afligida hermana,
y con rápida carrera rompe por medio de las huestes contrarias. cual peñasco
derrumbado de la cumbre de un monte, ya impelido del viento, ya de furioso
aguacero, ya carcomido su asiento por los años, rueda al abismo con poderoso
empuje y rebota en el suelo, arrastrando en su caída selvas, ganados y hombres;
tal se precipita Turno hacia los muros de la ciudad por en medio de los toros
escuadrones, hollando un suelo hondamente empapado de sangre, entre innumerables
dardos, que van silbando por el viento. Hace una señal con la mano, y dice así
en alta voz: "Teneos, ¡Oh Rútulos! y vosotros ¡Oh Latinos" deponed las armas;
sea cual fuere la fortuna que nos aguarda, esa fortuna es la mía; justo es que
yo solo pague por vosotros la pena del quebrantado pacto y que lidie yo solo."
Con esto se retiran todos a los lados, dejando en medio un gran espacio.
Entonces el caudillo Eneas, oído el nombre de Turno, sale de la ciudad,
abandonando el ataque de las altas torres; no se da tiempo para nada y suspende
los trabajos del asedio y rebosando alborozo, hace retumbar con son horrendo sus
armas, tan grande y majestuoso como el monte Atos, como el Erix o como el mismo
padre Apenino cuando bate el viento sus relucientes encinas y levanta ufano al
firmamento su nevada cumbre. Ya, por fin, Rútulos y Troyanos y los Ítalos todos
vuelven los ojos al lugar del combate, lo mismo los que guarnecían los adarves
que los que estaban batiendo con el ariete el pie de los muros; todos desciñen
de sus hombros las armas; el mismo rey Latino contempla suspenso a aquellos dos
grandes guerreros, nacidos en diversas partes del orbe, prontos a cruzar el
hierro en fiera lid. Tan luego como vieron el campo libre, arrójanse de lejos
sus lanzas y se arremeten con impetuosa carrera, chocándose escudo con escudo,
hierro contra hierro. Gime la tierra, martíllanse uno a otro con las espadas;
vense allí en su más alto punto unidos valor y fortuna. Cual en la dilatada
selva de Sila o en la cima del Taburno, cuando se topan en furiosa pelea dos
toros, se retiran los vaqueros, medrosos, quédase inmóvil, muda de espanto, toda
la torada, y dudan las novillas cuál quedará dominador del bosque, a cuál habrá
de seguir toda la manada; ellos, en tanto, con brioso empuje se acribillan de
heridas, se traban de los cuernos y uno a otro se bañan con arroyos de sangre
cuello y brazos; el bosque entero retumba con sus mugidos, que repiten los ecos.
No de otra suerte chocan con sus escudos el troyano Eneas y el heroico hijo de
Dauno; el gran fragor de sus armas atruena el viento. Júpiter, en tanto,
mantiene la balanza en el fiel y pone en ella los hados de los dos combatientes,
para ver a cuál condena el resultado de aquella lid, de qué lado se inclina el
peso de la muerte. Da Turno un salto, juzgando la ocasión propicia, y erguido el
cuerpo, y alta la espada, tira un tajo a Eneas. Prorrumpen en clamores los
Troyanos y los trémulos Latinos, y crece la angustia en ambos ejércitos; mas
rómpese la pérfida espada, dejando al ardiente Rútulo abandonado en aquel
trance, sin haber logrado herir a su contrario y sin más recurso que apelar a la
fuga, y huye, en efecto, más rápido que el euro, viendo en su desarmada diestra
una empuñadura desconocida. Es fama que cuando precipitadamente subió a su carro
para volar a los primeros combates, dejando inadvertido la espada de su padre,
asió en su fogosa impaciencia, la de su auriga Metisco, la cual le bastó por
mucho tiempo, mientras huían los Teucros desbandados; mas cuando tuvo que
cruzarse con las armas forjadas por Vulcano, aquella espada, obra de un mortal,
saltó al primer golpe, frágil como el hielo; sus pedazos resplandecen sobre la
roja arena. Huye, pues Turno desatentado y sin dirección por todo el campo, en
raudos giros, pues por todas partes le está cerrada la salida: de un lado le
cerca la espesa muchedumbre de los Troyanos; por aquí una ancha laguna, por allí
las altas murallas de Laurento.
Con no menos ligereza le persigue Eneas,
aunque a veces se resiente de su herida, dificultándole el correr, y lleno de
ardor acosa con su pie el pie de su acobardado enemigo. No de otra suerte el
ventor, cuando encuentra a un ciervo atajado por la margen de un río o por el
espanto que le produce el valladar de rojas plumas, le persigue y acosa con sus
ladridos; huye el venado despavorido del engaño y de la escarpada ribera, y
busca mil y mil escapes; mas el ligero sabueso de Umbría se le echa siempre
encima, abiertas las fauces, pronto a hacer presa de él a cada momento, dando
dentelladas, cual si ya le hubiera asido, y mordiendo en vago. Alzase entonces
de los dos ejércitos un gran vocerío, que repiten las riberas y el vecino lago,
atronando todo el firmamento. Va Turno en su huida increpando a los Rútulos,
llamando a cada uno por su nombre y suplicando que le traigan su acostumbrado
acero; pero Eneas amenaza exterminar en el acto al que intervenga en la lid;
aterra a todos, jura que reducirá a polvo la ciudad, y herido como está,
persigue sin tregua a su enemigo. Cinco veces dan la vuelta entera a la arena en
un sentido, y otras tantas emprenderán en otro la misma carrera, como quienes no
contendían por cosa liviana o de juego, sino por la vida y la sangre de Turno.
Había, por dicha, en aquel sitio un acebuche de amargas hojas consagrado a
Fauno, árbol venerado en otro tiempo de los mareantes, que salvados de las olas,
acostumbraban clavar en él sus ofrendas a aquella divinidad de Laurento y
suspender ropas votivas de sus ramas; mas ignorantes de esto los Teucros, habían
derribado el sagrado árbol con los demás, con objeto de despejar el campo de
batalla; en él quedó fija la lanza de Eneas; que, asestada con recio ímpetu, fue
a hincarse en las tortuosas raíces. Bajose Eneas y pugnó por arrancarla para
arrojársela a su enemigo, a quien no podía alcanzar a la carrera: entonces
Turno, loco de pavura, "¡Oh Fauno! exclamó, compadécete de mi; y tú ¡Oh tierra
excelente! retén esa lanza, si siempre os di el debido culto que los secuaces de
Eneas han profanado con esta guerra." Dijo, y no en vano invocó el auxilio del
dios, pues por más que forcejeó contra la tenaz raíz, no pudo Eneas arrancarle
su presa, y mientras pugna rabioso y se obstina por conseguirlo, la diosa hija
de Dauno, trocada segunda vez en figura del auriga Metisco, acude y entrega a su
hermano la espada paterna. Venus, entonces, indignada de lo que había osado
hacer la Ninfa, acude también y arranca de la honda raíz la clavada lanza; ellos
entonces, erguidos y arrogantes, reparados con nuevas armas y bríos nuevos,
fiado uno en su espada, formidable y poderoso el otro con su lanza, recomienzan,
jadeando, la empeñada lucha.
En tanto el Rey del omnipotente Olimpo habla en
estos términos a Juno, que estaba contemplando la batalla desde una rutilante
nube: "¿Cuál será, esposa mía, el término de esta guerra? ¿Qué resta aún por
fin? Bien sabes, y tú misma lo confiesas, que Eneas ha de subir al Olimpo, y que
los hados le reservan un asiento encima de las estrellas. ¿Qué tramas, pues?
¿Qué esperanza te tiene fija en esta fría región de las nubes? ¿Estuvo bien, por
ventura, que profanase a un numen herida abierta por mano mortal? ¿Fue bien
restituir a Turno su espada (pues sin ti ¿que hubiera podido Iuturna?), y
acrecer la pujanza de los vencidos? Desiste ya de tu empeño, en fin, y déjate
vencer de mis ruegos; no te entregues por más tiempo a esa callada pena que te
devora, antes bien tu dulce boca deposite en mí tus tristes cuidados; ya es
llegado el momento supremo: hasta ahora pudiste acosar por tierras y mares a los
Troyanos, encender esa guerra impía, deshonrar la casa real de Latino y
ensangrentar las preparadas bodas: te prohíbo nuevos intentos.” Así habló
Júpiter, y de esta manera le responde la hija de Saturno, con sumiso continente:
"Porque sabía ¡Oh poderoso Júpiter! esa tu voluntad, abandoné a pesar mío, a
Turno y dejé la tierra; de otra suerte, no me verías sola en esta aérea región,
devorar indignos ultrajes; antes, cercada de llamas, me presentaría en el mismo
ejército y arrastraría a los Teucros a tremendas lides. Confieso que persuadí a
Iuturna acudir al socorro de su infeliz hermano y aprobé que intentase aún más
para salvarle la vida, pero no que recurriese al arco y a las flechas: lo juro
por la implacable fuente de las aguas Estigias, único culto a que están sujetos
los dioses celestiales. Cedo, pues, en fin, y abandono esa guerra, que ya
aborrezco. Una sola cosa, y que no está subordinada a ley alguna del hado, te
suplico por el Lacio, por la majestad de los tuyos, y es que cuando un feliz
enlace (¡Sea!) venga a ajustar las paces; cuando ya hayan unido a ambos pueblos
leyes y pactos comunes, no exijas que truequen su antiguo nombre los Latinos,
hijos de este suelo, ni se tornen Troyanos, ni se llamen Teucros, ni tampoco que
muden lengua ni traje. Subsista el Lacio; subsistan siglos y siglos los reyes
albanos; sea poderoso el linaje romano por el valor de los Ítalos. Troya
pereció: permite que con ella perezca su nombre."
Así le replica,
sonriéndose, el Hacedor de los hombres y de las cosas: "Eres hermana de Júpiter,
eres como yo hija de Saturno, y ¡tales torrentes de ira revuelves en tu pecho! ¿Ea,
pues, aplaca ya ese vano furor; te concedo lo que deseas, y vencido y de grado
me rindo a tu voluntad: los Ausonios conservarán su lengua y las costumbres de
sus padres! conservarán también el nombre que llevan; los Teucros no harán más
que embeberse en ese gran cuerpo de nación; añadiré a su religión algunos de los
antiguos ritos troyanos, y formaré de todos ellos un solo pueblo, que se
denominará Latino. La descendencia que de ahí nacerá, mezclada con la sangre
ausonia, verás que excede en piedad a los hombres y aun a los dioses: ningún
linaje celebrará jamás con igual pompa tus honores.” Condescendió con esto Juno,
inclinando la frente en señal de anuencia, y llena de gozo, abrió su mente a
otros pensamientos; luego, abandonando la nube en que estaba, se remontó al
cielo.
Hecho esto, revuelve otras ideas en su mente al Padre de los dioses y
se dispone a apartar a Iuturna de las armas de su hermano. Dos plagas hay,
denominadas Furias, a quienes la negra Noche dio a luz en un mismo parto con la
infernal Megera, y a quienes, como a ella, ciñó de víboras la cabeza y dio alas
ligeras como el viento. Estas asisten junto al solio de Júpiter, en los umbrales
de su formidable morada, y aguijan el miedo en los míseros mortales, ya cuando
el rey de los dioses previene horrible mortandad y enfermedades, o espanta con
la guerra a las ciudades culpables.
Júpiter envió desde el supremo Olimpo a
una de ellas, veloz, y le mandó que se presentase a Iuturna como funesto agüero.
tiende ella su vuelo y se lanza a la tierra en rápido torbellino. No de otra
suerte, impelida del arco cruzando las nubes, la saeta, que empapada en la hiel
de fiero veneno dispara el Parto o el Cidón, causa de mortal herida, surca de
improviso las leves sombras, silbando veloz; tal la hija de la Noche se dirigió
a la tierra. Tan luego como vio que las huestes troyanas y los escuadrones de
Turno, trocose de pronto en la figura de aquella avecilla que, posada por las
noches en los cementerios o en los tejados de las casas abandonadas, importuna
las sombras con su lúgubre canto. Así transformada, empieza la Furia a girar con
ruidoso vuelo alrededor de la cabeza de Turno, rozando las alas en su escudo:
con esto un desconocido terror embota los miembros del guerrero; erízansele los
cabellos y la voz se le pega a la garganta. Apenas Iuturna reconoció de lejos el
chillido y vuelo de la Furia, mesose los destrenzados cabellos arañándose el
rostro y golpeándose el pecho. "¿En qué puede ¡Oh Turno! en qué puede tu hermana
ayudarte ahora? ¿Qué me queda ya, triste de mí? ¿Con cuál arte me será dado
prolongar tu vida? ¿Puedo por ventura oponerme a ese monstruo? Huyo, huyo de
este campo de batalla. Dejadme, no me aterréis más, impuras aves; reconozco el
crujir de vuestras alas, presagio de muerte; ni se me ocultan tampoco los
soberbios mandatos del magnánimo Júpiter: ¡Así me paga mi robada virginidad!
¿Por qué me concedió eterna vida? ¿Por qué me exceptuó de la condición de morir?
Ahora podría poner seguro término a tantos dolores y acompañar en la mansión de
las sombras a mi mísero hermano. ¿Yo mortal? ¿Y qué dulzura me queda ya en el
mundo? ¡Oh hermano mío! ?Oh si hubiese alguna tierra bastante profunda para
tragarme y sumirme, aunque diosa, en los abismos infernales!" Dicho esto,
cubriose la cabeza con un cerúleo manto, y exhalando dolorosos gemidos, fue a
ocultarse en el profundo río.
En tanto, el grande Eneas acosa a Turno
blandiendo su enorme y refulgente lanza y clama así con sañudo pecho: "¿Por qué
te detienes ahora? ¿Por qué ¡Oh Turno! no acudes a la lid? No es ocasión esta de
correr, sino de pelear de cerca con terribles armas. Toma cualesquiera
semblanzas; echa mano de todos tus recursos, ya de valor, ya de artificio; pide
a os dioses que te den alas para remontarte a los astros o que te sepulten en
los huecos senos de la tierra." Meneando la cabeza, así le responde Turno: "No
me aterran, feroz enemigo tus arrogantes palabras; me aterran los dioses, me
aterra el enemigo Júpiter." No dijo más, y mirando en derredor, vio una enorme
piedra que por dicha yacía en el llano, término señalado de antiguo a una
heredad para evitar litigios: doce hombres de los más forzudos que hoy produce
la tierra, escasamente hubieran podido sustentarla sobre sus cuellos. Turno ase
de ella con trémula mano, se empina cuanto puede, y corriendo precipitado la
arroja contra su enemigo; mas es tal su turbación, que ni él mismo sabe si corre
o acomete, si levanta la enorme piedra con su mano y la arroja. Dóblanse sus
rodillas, helada la sangre se le cuaja en las venas: así fue que la piedra,
girando por el espacio vacío, ni cruzó todo el trecho que le separaba de Eneas,
ni llegó a herirle. Y como de noche, entre sueños, cuando un lánguido letargo
abruma nuestros ojos, se nos figura que pugnamos en vano por correr afanosos, y
en medio de nuestros conatos sucumbimos con doliente angustia, y ni acertamos a
hacer uso de la lengua, ni sostienen el cuerpo las acostumbradas fuerzas, ni
podemos gritar ni hablar; así Turno, por más que se esfuerce con valor por
hallar camino para salir de aquel trance, le cierra la infernal Furia toda
salida. Entonces mil varias ideas se revuelven en su atribulado pensamiento;
tiende la vista a los Rútulos y a la ciudad, pero el miedo le ataja y se
estremece al amago de la lanza de Eneas. No discurre cómo escapar, ni se siente
con bríos para embestir a su enemigo, ni ve su carro, ni a su hermana, que antes
le servía de auriga. Eneas, aprovechándose de su indecisión, con certera mirada,
vibra contra él su fatal lanza y se le arroja desde lejos con toda su fuerza:
jamás murallas de piedra batidas por el aire crujieron en tal manera; jamás
estalló el rayo con tan horrísono estampido. Vuela a semejanza de negro turbión
la mortífera lanza, y traspasando los bordes de la loriga y los siete cercos del
escudo, se le entra rechinando por mitad del muslo: dobladas las rodillas, cae
en tierra herido el gigantesco Turno. Prorrumpen los Rútulos en gemidos, retumba
en torno todo el monte, y los profundos bosques repiten el estruendo con lejanos
ecos. El, humilde y suplicante, tendiendo a Eneas la vista y las manos
desarmadas, "Merezco lo que me sucede, le dice; no te imploro, haz uso del
derecho que te da la suerte; mas si alguna compasión puede inspirarte un padre
desventurado (y también fue el tuyo Anquises), yo te ruego que te compadezcas de
la ancianidad de Dauno: devuélveme a los míos, o a lo menos devuélveles mi
cuerpo exánime. Venciste, y ya los Ausonios me han visto tenderte, vencido, las
palmas: tuya es Lavinia; no vayan más allá tus rencores." Detúvose con esto el
formidable Eneas, volviendo a una y otra parte los ojos, suspensa la diestra,
indeciso sobre lo que debía hacer, y ya las palabras de Turno empezaban a
ablandarle, cuando se ofrece a su vista en el pecho caído el infausto talabarte
del mancebo Palante, reluciente con sus conocidos resaltos de oro; de Palante, a
quien Turno diera muerte después de haberle vencido, y cuyos enemigos y ricos
despojos llevaba pendientes de los hombros. No bien Eneas hubo devorado con la
vista aquellos despojos, ocasión para él de acerbo dolor, inflamado por las
Furias y terrible en su cólera, "¿De escaparte me hablas, cuando te veo vestido
con estos despojos de los míos? exclamó. Palante, Palante es quien te inmola con
esta herida, y con tu criminal sangre toma venganza." Esto diciendo, húndele,
ciego de ira, la espada en el pecho; un frío de muerte desata los miembros de
Turno, e indignado su espíritu, huye, lanzando un gemido, a la región de las
sombras.