Muere Augusto en Nola. - Le sucede Tiberio, que estudia por encubrir el deseo de reinar. - Se amotinan las legiones de Panonia, para cuyo remedio envía Tiberio a su hijo Druso, el cual, no sin trabajo, las compone. - Otro motín de las legiones de Germánico. Sosiégale Germánico con efusión de sangre. - Lleva el ejército a los enemigos, y alcanza victoria de varias naciones de Germania. Julia, hija de Augusto, acaba su vida en Regio. - Se instituyen sacerdotes en honor de Augusto y los juegos llamados Augustales.
Libro I
I. La ciudad de Roma fue a su principio gobernada por reyes. Lucio Bruto
introdujo la libertad y el consulado. Las dictaduras se tomaban por tiempo
limitado, y el poderío de los diez varones (decemviros) no pasó de dos años, ni
la autoridad consular de los tribunos militares duró mucho. No fue largo el
señorío de Cinna, ni el de Sila, y la potencia de Pompeyo y Craso tuvo fin en
César, como las armas de Antonio y Lépido en Augusto, el cual, debajo del nombre
de príncipe (1) se apoderó de todo el Estado, exhausto y cansado con las
discordias civiles. Mas las cosas prósperas y adversas de la antigua República
han sido contadas ya por claros escritores; y no faltaron ingenios para escribir
los tiempos de Augusto, hasta que poco a poco se fueron estragando al paso que
iba creciendo la adulación. Las cosas de Tiberio, de Cayo (2), de Claudio y aun
de Nerón fueron escritas con falsedad, floreciendo ellos por miedo, y después de
muertos, por los recientes aborrecimientos; de que me ha venido deseo de referir
pocas cosas, y ésas las últimas de Augusto; luego el principado de Tiberio y los
demás, todo sin odio ni afición, de cuyas causas estoy bien lejos.
II. Después que por la muerte de Bruto y Casio cesaron las armas públicas;
vencido Pompeyo en Sicilia (3), despojado Lépido, muerto Antonio, sin que del
bando de los Julios quedase otra cabeza que Octavio César; dejado por él el
nombre de uno de los tres varones (triunviros), llamándose cónsul, y por agradar
al pueblo con encargarse de su protección, contentándose con la potestad de
tribuno (4); después de haber halagado a los soldados con donativos, al pueblo
con la abundancia y a todos con la dulzura de la paz, comenzó a levantarse poco
a poco, llevando a sí lo que solía estar a cargo del Senado, de los magistrados
y de las leyes, sin que nadie le contradijese. Habiendo faltado a causa de las
guerras y proscripciones los más valerosos ciudadanos, y los otros nobles
cayendo en que cuanto más prontos se mostraban a la servidumbre tanto más presto
llegaban a las riquezas y a los honores; viéndose engrandecidos por este medio,
quisieron más el Estado presente seguro que el pasado peligroso. Ni a las mismas
provincias fue desagradable esta forma de Estado, sospechosas del Gobierno del
Senado y del pueblo a causa de las diferencias entre los grandes y avaricia de
los magistrados, siéndoles de poco fruto el socorro de las leyes enflaquecidas
con la fuerza, con la ambición y finalmente con el dinero.
III. Para mayor apoyo de su grandeza hizo pontífice y edil curul a Claudio
Marcelo (5), hijo de su hermana, de muy poca edad, y señaló de dos consecutivos
consulados a Marco Agripa (6), de humilde linaje, aunque útil en la guerra y
compañero en la victoria, a quien en muriendo Marcelo hizo su yerno. Honró con
nombre imperial a sus antenados Tiberio Nerón y Claudio Druso (7) estando en pie
y entera todavía su casa; porque él había adoptado en la familia de los Césares
a Cayo y Lucio (8), hijos de Agripa; y antes de dejar la vestidura pueril
llamada pretexta (9), les hizo dar nombre de príncipes de la juventud, habiendo
deseado ardentísimamente que fuesen nombrados para cónsules, aunque con
aparentes muestras de rehusado. Muerto Agripa, murieron también Lucio César,
yendo a gobernar los ejércitos de España, y Cayo, enfermo ya con ocasión de
cierta herida, volviendo de Armenia, por una apresurada sentencia del hado o por
industria de su madrastra Livia; conque muerto ya mucho antes Druso, quedó de
todos los antenados sólo Tiberio Nerón, a quien al punto se volvieron los ojos
de todos. Éste fue luego tomado por hijo, por compañero en el Imperio o por
asociado en la potestad tribunicia, mostrado a todos los ejércitos, no como
hasta allí, con ocultos artificios de su madre, sino a la descubierta, como
declarado sucesor. Habíase hecho Livia tan señora del viejo Augusto, que le hizo
desterrar a la isla Planasia (10) a su único nieto Agripa póstumo (11), mozo a
la verdad inculto y rudo; y por ocasión de sus grandes fuerzas, locamente feroz,
aunque no convencido de algún delito. Consignó a Germánico, hijo de Druso, las
ocho legiones que estaban alojadas en las riberas del Rin, y mandó a Tiberio que
le adoptase, puesto que tenía un hijo de poca edad; y esto para fortificarse por
más partes. No había en aquel tiempo otra guerra que con los germanos, más por
vengar la infamia del ejército que perdió Quintilio Varo (12), que por deseo de
extender el Imperio o por otro digno premio.
La ciudad quieta, el mismo nombre
de magistrados, los más mozos nacidos después de la victoria de Accio, y de los
viejos muchos durante las guerras civiles, ¿quién quedaba que pudiese acordarse
de haber visto la República?
IV. Así, pues, trastornado el Estado de la ciudad, no quedando ya cosa que
oliese a las antiguas y loables costumbres, todos, quitada la igualdad,
esperaban los mandatos del príncipe sin algún aparente temor de mayor daño,
mientras Augusto, robusto de edad, sostuvo a sí mismo, a su casa y a la paz. Mas
después que su excesiva vejez llegó a ser trabajada también con enfermedades
corporales, comenzando a mostrarse cercano el fin de su largo imperio y las
esperanzas del venidero, pocos y acaso ninguno trataban de los bienes de la
libertad, muchos temían la guerra, otros la deseaban, y la mayor parte no cesaba
de discurrir contra los que parecía que habían de ser presto sus señores,
diciendo que Agripa, cruel de naturaleza e irritado de las ignominias recibidas,
no tenía edad ni experiencia capaz de tan gran peso; que Tiberio Nerón, aunque
de edad madura, probado en guerras, era al fin de aquel linaje soberbio de los
Claudios, y con todo su artificio se le veían brotar muchos indicios de
crueldad; que ése, criado desde niño en una casa acostumbrada a reinar, cargado
de consulados y de triunfos (13), ni aun en los años que (so color de recrear el
ánimo con la soledad) pasó su destierro en Rodas, imaginó jamás otra cosa que
ira, disimulación y ocultas lujurias; que se veía además de esto a su madre
Livia, de mujeril fragilidad, y que al fin había de ser necesario servir a una
mujer y a dos mancebos (14), para que algún día resolviesen o dividiesen la
República, sin cansarse, entretanto, de oprimirla y arruinarla.
V. Entretanto que se hacen estos y semejantes discursos, se le agrava la
enfermedad a Augusto, no sin sospechas de alguna maldad en su mujer; porque era
fama que Augusto, pocos meses antes, confiándose de algunos y acompañado de
Fabio Máximo, había pasado a la Planasia por ver a Agripa, adonde hubo muchas
lágrimas de una parte y otra y varias muestras de amor, con que parece se le dio
esperanza al mozo de que había de volver presto a casa de su abuelo; lo que,
revelado por Máximo a su mujer y por ella a Livia, llegó a los oídos de César.
Súpose poco después porque, muerto Máximo (dúdase si él mismo se mató), se
oyeron en sus honras los lamentos de Marcia, que se acusaba de haber sido causa
de la muerte de su marido. Sea como fuere, llegado apenas el ilírico Tiberio,
fue con diligencia llamado por cartas de su madre. No se sabe bien si halló
todavía vivo a Augusto en la ciudad de Nola, o acabado ya de morir, porque Livia
había hecho poner guardias alrededor de palacio y por los caminos, dejando tal
vez correr algunas alegres nuevas, hasta que, acomodadas las cosas necesarias al
tiempo, se publicó a un mismo punto que Augusto era muerto y que quedaba todo el
poder en Tiberio Nerón.
VI. La primera maldad del nuevo principado fue la muerte de Agripa, al cual,
aunque desarmado y desapercibido, quitó con dificultad la vida un fuerte y
determinado centurión. No hizo ninguna mención de esto en el Senado Tiberio;
antes procuraba dar a entender con una cierta disimulación que Augusto tenía
dadas secretas órdenes al tribuno que guardaba a Agripa en la isla Planosa,
mandándole que le matase en teniendo nueva cierta de que él había acabado con su
vida. Verdad sea que Augusto, por hacer decretar al Senado su destierro, dijo
cosas execrables de las costumbres del mozo; pero en lo demás nadie le pudo
inculpar de haberse mostrado tan cruel con alguno de los suyos que llegase hasta
quitarles la vida. Fuera de que no es creíble que quisiese asegurar la sucesión
del antenado con la muerte del nieto; antes, más verosímil que Tiberio y Livia,
aquél por miedo y ésta por odio de madrastra, solicitaron la muerte del joven
aborrecido y temido de entrambos. Al centurión que (conforme a la costumbre
militar) vino a decirle que ya le había obedecido, respondió no haberlo él
mandado, y que convenía dar luego cuenta de ello al Senador. Advertido de esto
Salustio Crispo (15), consejero secreto de este caso, que era el que había
enviado la orden por escrito al tribuno, temiendo el haber de ser examinado como
reo y que no se le ofrecía menor peligro en decir la verdad que disimularla,
advirtió a Livia que no era prudencia publicar los secretos de casa, los
consejos de los amigos, ni las ejecuciones militares, ni que Tiberio debilitase
su autoridad con remitir todas las cosas al Senado, siendo tal la condición del
mandar, que jamás sale cabal la cuenta si no se da a uno solo.
VII. Corrían entre tanto de tropel en Roma en servidumbre los cónsules, los
senadores y los caballeros. Cada uno, cuanto más ilustre, tanto más fingido y
pronto a componer el rostro por no mostrarse demasiado alegre por la muerte del
primer príncipe, o triste por la elección del segundo, a cuya causa mezclaban
las lágrimas con la alegría y los lamentos con la adulación. Fueron los primeros
en jurar fidelidad a Tiberio los cónsules Sexto Pompeyo y Sexto Apuleyo, y
después de ellos, Seyo Strabón y Cayo Turriano, aquél prefecto de los soldados
pretorianos, y éste de los bastimentos, e inmediatamente el Senado, los soldados
y el pueblo; porque Tiberio quería que todas la cosas comenzasen con los
cónsules, como si durase todavía la República y se estuviera en duda de que
imperaba. Ni el mandamiento para llamar los senadores a consejo firmó sino con
el título de la potestad tribunicia, la cual tenía desde el tiempo de Augusto,
cuyas palabras fueron pocas y de modesto sentido: Que quería consultar sobre las
honras que se habían de hacer a su padre; que no pensaba entre tanto apartarse
del cuerpo ni usurpar otro algún ejercicio de los cuidados públicos. Sin
embargo, en muriendo Augusto, dio como emperador, el nombre a los soldados
pretorianos, sin hacer mudanza en materia de guardias ni de armas, ni en las
demás cosas acostumbradas en la corte del príncipe. Soldados le acompañaban en
el foro, soldados le seguían en palacio, enviando cartas a los ejércitos, como
si ya se hubiera encargado del Imperio; nunca irresoluto, sino cuando hablaba en
el Senado. La principal causa de esto procedía del miedo que tenía a Germánico,
receloso de que, teniendo en su mano todas las legiones, los confederados y
tanto favor del pueblo, no quisiese antes gozar del Imperio que esperarle.
Conveníale también para su reputación el dar a entender que había sido llamado y
escogido de la República antes que introducido por ambición de una mujer (16) y
adopción de un viejo. Conocióse después que se valió de este artificio también
para descubrir y sondar las voluntades de los grandes, de quienes notaba no sólo
las palabras, pero el semblante de los rostros, depositándolo todo en su pecho
con siniestra interpretación.
VIII. No consintió que en el primer día del Senado se tratase de otra cosa que
de las funeralias de Augusto, en cuyo testamento, presentado por las vírgenes
vestales (17), se nombraban herederos Tiberio y Livia: adoptada Livia en la
familia de los Julios con el nombre de Augusta. En el segundo lugar llamaba a
sus sobrinos y nietos, en el tercero a los más principales de la ciudad, algunos
aborrecidos por él; mas hízolo por adquirir gloria y honor con los venideros.
Las mandas fueron de hombre particular, salvo la del pueblo, que importó un
millón y ochocientos setenta y cinco mil ducados; a los pretorianos a
veinticinco ducados por cabeza (1.000 sestercios); a los legionarios romanos a
siete y medio (300 sestercios). Consultadas después las honras, fueron los más
notables consejos el de Galo Alsinio, que se guiase la pompa por la puerta
triunfal; y el de Lucio Aruncio, que se llevasen delante los títulos, de las
leyes hechas y de las naciones conquistadas por él. Añadió Mesala Valerio que
cada año hubiese de renovarse el juramento en nombre de Tiberio, el cual,
preguntándole si decía aquello por orden suya, respondió que no y que en las
cosas de la República no pensaba jamás usar de otro consejo que del suyo propio,
aunque se aventurase ofensa ajena. Sola esta especie de adulación no se había
platicado hasta entonces. Los senadores a una voz pedían el llevar sobre sus
hombros el ataúd, y César con arrogante modestia lo consintió, amonestando con
un pregón al pueblo que no quisiese (como por demasiado afecto hizo en el
mortuorio de Julio César) turbar en aquella ocasión el de Augusto, con querer
que se quemase su cuerpo en la plaza y no en el lugar acostumbrado (18) del
campo Marcio. El día de las exequias asistieron soldados como por guardia,
riéndose los que habían visto u oído a sus padres de aquel día en el cual,
estando aún la servidumbre corriendo sangre, se había procurado, aunque en vano,
volver a establecer la libertad, y que el homicidio cometido en la persona de
César dictador parecía a unos acto generosísimo y a otros maldad execrable, que
ahora un príncipe envejecido en el Imperio, proveído de sucesión heredera de
grandes riquezas, tuviese necesidad de gente de guerra para ser enterrado con
quietud.
IX. Esto fue causa de que se hablase variamente de los hechos de Augusto,
maravillándose mucho de estas vanidades: Que acabó la vida en semejante día que
el que comenzó a imperar, y que murió en Nola en el mismo aposento donde expiró
su padre. Celebrábase también el número de sus consulados, en que había igualado
a Valerio Corvino y a Cayo Mario juntos (19); la continua potestad de tribu no
por espacio de treinta y siete años, veintiuna veces título de emperador, y
otras horas o multiplicadas o nuevas. Mas por los sabios era loada o vituperada
su vida diversamente: unos decían que por vengar la muerte de su padre, y
obligado del amor de la República, donde entonces no tenían lugar las leyes,
había sido forzada a tomar las armas civiles, las cuales era imposible juntarlas
ni entretenerlas con buenas artes; que a este fin había concedido muchas cosas a
Antonio y muchas a Lépido, deseoso de encaminar la venganza de los matadores de
su padre; mas después que Lépido se envejeció en su bajeza de ánimo y Antonio se
acabó de perder sepultado en sus lujurias, no le quedaba ya a la patria otro
camino de apaciguar sus discordias que el ser gobernada por una sola cabeza; y
que con todo eso, sin nombre de rey, ni de dictador, sino con sólo el de
príncipe, había establecido la República, terminando el Imperio con el Océano o
con ríos apartadísimos (20), anudadas en uno las legiones, las provincias y las
armadas; que había usado justicia con los ciudadanos, modestia con los
confederados; la ciudad misma amada con gran magnificencia, y, finalmente, que
aunque se habían hecho algunas cosas con violencia, había sido en orden a la
quietud pública.
X. Decían otros, en contrario, que la piedad para con su padre y los tiempos
calamitosos del gobierno república le sirvieron de capa para cubrir su ambición;
tal que, por deseo de mandar, había, a fuerza de dinero, hecho levantar a los
soldados veteranos; que siendo mozo y sin Estado público se había atrevido a
juntar un ejército privado y a persuadir la sedición a las legiones consulares,
fingiendo favorecer el bando pompeyano, con lo cual pudo apoderarse de las
insignias y el oficio de pretor con decreto de los senadores; muertos Hircio y
Pansa (21) (o por manos de enemigos, o que Pansa, con veneno aplicado a las
heridas, e Hircio, por los soldados, a persuasión de César fuesen muertos) se
apoderó de los ejércitos de entrambos, forzando al Senado a que le eligiese
cónsul, y volviendo contra la República las armas movidas contra Antonio; la
proscripción o destierro de tantos ciudadanos; las reparticiones de campos, no
loadas hasta de quien las hizo; que se le pudiera perdonar la muerte de Bruto
(22) y Casio, como cosa hecha en venganza de la de su padre, puesto que por
servicio público se deben disimular los odios privados, si no hubiera engañado a
Sexto Pompeyo so color de paz, y a Lépido debajo de capa de amistad; y que poco
después Antonio, cebado con los tratados de Brindis y de Tarento no menos que
con las bodas de la hermana del mismo Augusto, pagó con la muerte la pena del
parentesco; que no había duda en que la paz se había conservado siempre después,
pero cruel y sangrienta; testigo las rotas de los Lolios y de los Varos (23);
los Varrones, los Egnacios y los Julios (24) hechos morir dentro de Roma. Ni se
abstenían de murmurar hasta de sus acciones domésticas: Que había quitado su
mujer a Domicio Nerón y burládose de los pontífices, preguntándoles si
llevándosela prefiada como estaba era válido el matrimonio; cuáles y cuántas
habían sido las perjudiciales lujurias y desórdenes de Quinto Atedio y de Vedio
Polión (25), y finalmente Livia, enojosa madre a la República, y más enojosa
madrastra a la casa de los Césares; que no había dejado cosa alguna para los
dioses, visto que también él quería el mismo culto de templos y de imágenes y
ser servido por flámines y sacerdotes; que Tiberio no había sido llamado a la
sucesión por celo de la República, sino porque, conocida en lo interior por él
su arrogancia y crueldad, quiso acreditarse con el parangón de otro peor, siendo
así que Augusto, pocos años antes, pidiendo otra vez al Senado la potestad de
tribuno para Tiberio, puesto que en su oración hablase honradamente de él, no
dejó de echar algunas varillas tocantes a su forma de vestir y manera de vida;
conque, en son de excusarle sus faltas, mostró bien que no las ignoraba.
XI. Hechas, pues, las exequias de Augusto en la forma acostumbrada, se le
decretaron el templo y los honores celestes como a uno de los dioses. Vueltos
después a Tiberio los ruegos de todos, comenzó a discurrir con fingida modestia
de su poco caudal y de la grandeza del Imperio, afirmando que sólo Augusto era
capaz de tanto peso; de quien, metido en la parte de los cuidados, había
aprendido con la experiencia cuán arduo y sujeto a la fortuna era el gobernarlo
todo; a cuya causa les pedía que, en una ciudad sostenida de tantos varones
ilustres, no quisiesen echar toda la carga sobre los hombros de uno solo; siendo
cierto que muchos unidos al trabajo suplirían mejor a las necesidades de la
República. Pero fue este lenguaje más de ostentación que de crédito; y en
Tiberio, acostumbrado aun sin necesidad, por naturaleza o por uso, a decir
siempre palabras ambiguas y oscuras, entonces que lo procuraba con artificio
eran tanto más inciertas y escondidas. Mas mientras los senadores, no temiendo
de cosa más que de dar a entender que le entendían, deshechos en llanto,
sollozando, haciendo votos y extendiendo las manos a los dioses y a la imagen de
Augusto, hincados de rodillas ante él, no cesaron de importunarle hasta que
mandó traer y leer una Memoria escrita de mano del mismo Augusto. Conteníanse en
ella la cantidad de las riquezas públicas, el número de los ciudadanos y
auxiliarios aptos a tomar las armas; cuántas armadas, cuántos reinos,
provincias, tributos, imposiciones y pechos; lo que montaban los donativos,
servicios extraordinarios, y finalmente los gastos y cargas universales;
añadiendo un consejo, no se sabe si por miedo o por envidia, de recoger dentro
de límites el Imperio.
XII. Postrado entre tanto el Senado haciéndole mil humildes ruegos, se le escapó
a Tiberio esta palabra: Que así como se sentía incapaz de regirlo todo, asimismo
estaba pronto para recibir la parte que se le señalase. Entonces Asinio Galo
dijo: Deseo saber, ¡oh César!, qué parte gustarás más de tomar a tu cargo. El
cual, picado de la improvisa pregunta, calló un poco; mas en volviendo a cobrar
sus fuerzas respondió: Que no le convenía a él elegir o rebasar la parte de
aquello de que deseaba descargarse del todo. Añadió Galo, habiendo por el rostro
penetrado la ofensa: Que no había preguntado aquello por dividir lo que no se
podía, sino por argüir de su confesión que siendo uno el cuerpo de la República,
había de ser gobernado por sólo un sujeto. Pasó a las alabanzas de Augusto, y
acordó a Tiberio sus victorias y cuán egregiamente se había gobernado muchos
años en los ejercicios de paz. Mas no por esto le pudo mitigar el enojo, mal
visto de antes Galo, porque con haber tomado por mujer a Vipsania, hija de Marco
Agripa, que fue mujer de Tiberio, parece que daba ocasión de sospecharse de él
mayores conceptos que de ciudadano particular, y más conservando en sí mucha
parte de la fiereza natural de su padre Asinio Polión (26).
XIII. No le ofendió menos Lucio Aruncio usando de palabras casi semejantes a las
de Galo, puesto que Tiberio no tenía contra él alguna antigua enemistad; mas
temía su riqueza, su valor y la egregia fama que conservaba. Y a la verdad
Augusto, casi al fin de su vida, tratando de los que después de su muerte podían
llegar al Estado de príncipe, quiénes serían los que siendo escogidos se
resolverían en rehusarle, y cuáles los que aspirarían a él, aunque incapaces, y
cuáles los que teniendo capacidad le apetecerían, dijo que Marco Lépido (27) el
capaz y le menospreciaría; que Galo Asinio aspiraría a él, aunque insuficiente,
y que Lucio Aruncio no era indigno y si hallaba ocasión la emprendería sin duda.
En los dos primeros convienen todos; mas en lugar de Aruncio ponen algunos Gneyo
Pisón, todos los cuales, excepto Lépido, fueron condenados por artificio de
Tiberio con dolor de varios delitos. Ofendieron también grandemente el ánimo
sospechoso de Tiberio, Quinto Haterio y Mamerto Escauro. Haterio, por haber
dicho: ¿Hasta cuándo sufrirás, ¡oh César!, que la República esté sin cabeza?. Y
Escauro, diciendo que había esperanza de que no saldrían del todo vanos los
ruegos del Senado, pues que no se había opuesto, como podía, con la potestad
tribunicia a la relación de los cónsules. Contra Haterio desfoga luego con
palabras; a Escauro, con quien estaba amostazado más implacablemente, no dijo
cosa. Cansado, pues, de los gritos y ruegos de todos en general y en particular,
se dobló un poco; no que abiertamente confesase que aceptaba el Imperio, mas por
acabar de negar y de ser rogado. Lo que pasó es que Haterio, entrado en palacio
a pedir perdón a Tiberio, echándosele a los pies mientras se andaba paseando,
hubiera de ser muerto por los soldados; porque, casualmente o embarazado de sus
manos, Tiberio tropezó y cayó, el cual, ni aun por el peligro de un hombre tan
grave, mostró mitigarse, hasta que recurriendo Haterio a Augusta, fue a
instancia suya defendido con apretados ruegos.
XIV. Era grande para con Augusta la adulación de los senadores, queriendo
algunos que se llamase madre de la patria; muchos que al nombre de César se
añadiese hijo de Livia; mas él, repitiendo muchas veces que era bien moderarse
en conceder honores a mujeres y que haría lo mismo cuando se tratase de su
persona, afanado de la envidia, pareciéndole que se le quitaban a él los que se
le concediesen a su madre, no quiso que se le decretase tan solamente un lictor,
prohibiendo también el altar de la adopción (28) y otras cosas semejantes. Pidió
para Germánico la autoridad de procónsul, y se le despacharon embajadores a este
efecto y para consolarle de la muerte de Augusto. No pidió lo mismo para Druso,
porque se hallaba presente y ya nombrado para cónsul. Nombró doce pretendientes
(29) para el oficio de pretor, que era el número establecido por Augusto, y por
más que el Senado le rogó que lo aumentase, juró que no lo alteraría.
XV. Entonces fue la primera vez (30) que los comicios, acostumbrados a hacerse
en el campo Marcio, se transfirieron al Senado, porque hasta entonces, si bien
disponía a su gusto el príncipe las cosas importantes, no dejaban de hacerse
algunas con los votos de las tribus. Ni se resintió el pueblo de la perdida
autoridad sino con un rumor y murmurio vano. Y el Senado, viéndose libre de
donativos y de la indignidad de los ruegos, lo aceptó de buena gana,
contentándose Tiberio con presentar solos cuatro pretendientes para concurrir
sin repulsa y sin negociación. Pidieron después los tribunas del pueblo el poder
hacer cada año a su costa los juegos, que agregados a los fastos, del nombre de
Augusto se llamaron Augustales; mas decretóse que se tomase el dinero del Tesoro
público, y que ellos en el circo pudiesen usar la vestidura triunfal, aunque no
ser llevados en coche. El cargo de esta fiesta se transfirió después al pretor
que administrase justicia entre ciudadanos y forasteros.
XVI. Éste era el Estado en que estaban las cosas de la ciudad cuando se
amotinaron las legiones de Panonia (31) sin alguna otra ocasión, salvo el
ofrecérsela al nuevo Gobierno para desear la vida licenciosa que sigue siempre a
los motines, y mostrarles la guerra civil esperanzas de largos premios. Tres
legiones estaban acampadas juntas en los alojamientos que se acostumbraban tener
los veranos a cargo de Junio Bleso, el cual, sabido el fin de Augusto y
principio de Tiberio, descuidándose de su oficio, y por las ferias
acostumbradas, o por el regocijo, dio ocasión a los soldados de afeminarse, de
hacerse desobedientes, dar oídos a los peores discursos y, finalmente, a desear
ocio y comodidad y a despreciar la disciplina y los trabajos militares.
Hallábase en el campo un cierto Percenio, hecho soldado gregario de cabo de
comediantes, pronto de lengua y, por la plática de los términos histriones,
aparejado a fomentar tumultos. Ése, moviendo los ánimos más groseros y los
dudosos del Estado de sus cosas en esta mudanza, ocasionada de la muerte de
Augusto, comenzó poco a poco, de noche o a boca de noche después de retirados
los mejores, a hacer sus juntas de los más ruines.
XVII. Ganando después compañeros y ministros, no menos inclinados a la sedición,
preguntaba, como si predicara en junta de gente, la causa ¿por qué a manera de
esclavos obedecían a poco número de centuriones y menos de tribunos, y que hasta
cuándo dilatarían el atreverse a pedir remedio, si entonces, que era el príncipe
nuevo y acabado apenas de establecer en el Estado, no le representaban sus
pretensiones o se las hacían saber con las armas? Que habían pecado hartos años
de bajeza de ánimo, sufriendo treinta y cuarenta de milicia, viejos ya y
acribillados de heridas; que hasta los que llegaban a ser jubilados no
conseguían el fin de sus trabajos, pues arrimados a las mismas banderas se les
hacía padecer de la misma forma, aunque con nombres diferentes; y si sucedía el
alcanzar algunos tan larga vida que pudiesen ver el fin de tantas miserias, el
pago era ser llevados a tierras extrañas, donde, so color de repartimientos, les
hacían cultivar tierras pantanosas o montañas estériles con nombre de heredades.
Y que por más que la milicia era infructuosa y dura, lo era mucho más el ver
estimar el alma y el cuerpo de un soldado en un pobre medio real al día, y
haberse de proveer con él de vestidos, armas y tiendas, y rescatar la crueldad
de los centuriones las vacantes de los trabajos. Mas, por Hércules, que los
golpes, las heridas, el frío del invierno, el sudor del verano, la guerra atroz
o la paz estéril, eran todas cosas infinitas; no quedando ya otro remedio que
ordenar la milicia debajo de leyes ciertas de acrecentar a un denario al día la
paga. Que tras dieciséis años de servicio quedase cada cual libre, sin
obligación de seguir más bandera, recibiendo su recompensa en dinero de contado
antes de salir del campo. ¿Por ventura los pretorianos, decía él, que tienen dos
denarios al día y acabados los dieciséis años se van a sus casas, pónense a
mayores peligros? Dígase sin ofensa de las guardias que hacen en la ciudad, que
nosotros, a lo menos entre estas hórridas gentes, desde nuestras barracas vemos
siempre al enemigo.
XVIII. Altérase con esto el vulgo de los soldados, mostrando quién las
cicatrices y los golpes, quién la barba blanca, y muchos dando en rostro con los
vestidos rotos y los cuerpos desnudos. Al fin, entrados en furor, pensaron en
hacer una legión de todas tres. La emulación de querer cada uno para sí esta
honra los hizo mudar de propósito, y juntas en uno las tres águilas y las
banderas de las cohortes, levantan de céspedes un tribunal (32) para hacer el
asiento más vistoso y autorizado. Mientras solicitan la obra llega Bleso y
comienza a reprenderlos de uno en uno y a detenerlos, gritando: Manchad primero
las manos en mi sangre: menor delito será matar allegado que rebelaros al
príncipe; o vivo yo conservaré vuestra fe, o degollado apresuraré vuestro
arrepentimiento.
XIX. No por eso dejaban de trabajar en la obra, trayendo a gran furia céspedes,
y teníanla ya levantada hasta los pechos, cuando al fin, vencidos de su propia
obstinación, desampararon la empresa. Bleso, con particular destreza y buen
término, les comenzó a meter por camino, diciendo que no convenía mostrar sus
deseos al César por vía de sedición y tumultos: ni los antiguos con sus
generales, ni ellos mismos con Augusto, habían jamás intentado una novedad tan
fuera de tiempo; añadiendo este cuidado a los demás del príncipe que comenzaba a
imperar. Mas que si con todo esto querían pedir en la paz lo que no habían
pedido victoriosos en las guerras civiles, ¿para qué ir contra el servicio
acostumbrado, contra la razón de la disciplina militar, representando sus
pretensiones por vía de fuerza? Que nombrasen embajadores y delante de él les
dijesen lo que habían de hacer. Gritaron entonces todos que se enviase el hijo
de Bleso, tribuno de una legión, con orden de pedir la libertad de ir a sus
casas acabados los dieciséis años de servicio, y que impetrada esta demanda
declararían las otras. Partido el mozo se quietaron algo, aunque no sin
ensoberbecerse de que yendo por diputado el hijo del legado se echaba claramente
de ver que les había concedido la necesidad lo que no hubieran alcanzado con
modestia.
XX. Entre tanto los manípulos enviados a Nauporto (33) antes de la sedición por
causa de los caminos, de los puentes y de otras cosas necesarias, sabido el
motín del ejército, arrancan la bandera de sus puestos, y después de haber
saqueado las villas vecinas y al mismo Nauporto, que era casi como municipio,
deteniendo primero a los centuriones con risa y con injurias, los maltratan
después y cargan de golpes, desfogando la ira en particular sobre Aufidieno
Rufo, prefecto del campo, al cual, hecho bajar de su carro y cargado de bagaje,
haciéndole marchar a pie delante de ellos, le preguntaban por escarnio si era
bueno de llevar el peso de tan gran carga y si le agradaban aquellos largos
caminos. Y esto a causa de que Rufo, hecho, de soldado ordinario, centurión y
luego prefecto del campo, como sufridor grande de trabajos, renovaba la dureza
de la antigua disciplina militar; tanto más cruel para con los otros, cuanto
mejor había experimentado y sufrido en sí mismo.
XXI. A la llegada de éstos volvió a tomar pie la sedición, de tal manera que,
desbandadas, comenzaron a saquear por todas partes. Bleso, para escarmentar a
los demás, hizo azotar y poner en prisión a algunos pocos de los que volvían
cargados de presa: estaban todavía en obediencia los centuriones y soldados de
más tono. Mas los presos resistían válidamente a los que los llevaban;
abrazábanse a las rodillas de los circunstantes; llamaban a cada uno por su
nombre, y luego a las centurias o compañías de donde eran soldados; pedían
socorro a las cohortes y legiones diciéndoles a voces que se les aparejaba a
todos el mismo peligro. Comienzan luego a cargar de injurias allegado, llamando
al cielo y a los dioses por testigos, no dejando cosa por hacer para engendrar
aborrecimiento o mover a piedad, a temor y a rabia, hasta que, concurriendo la
multitud, rotas las prisiones, los libran, sacando a las vueltas con ellos otros
muchos presos, condenados por haber desamparado el campo y por otros delitos
capitales.
XXII. Crece con esto la fuerza y multiplícanse las cabezas de la sedición.
Entonces un cierto soldado ordinario, llamado Vibuleno, levantado ante el
Tribunal de Bleso sobre los hombros de los circundantes, comenzó a decir a
grandes voces: Nosotros, ¡oh soldados!, habéis restituido la luz y el espíritu a
estos pobres inocentes; mas ¿quién restituirá la vida a mi hermano, el cual
enviado por vosotros al ejército de Germania por el bien público, ha hecho
degollar esta noche Bleso por sus gladiadores (34), a quien arma y sustenta para
la destrucción de los soldados? Respóndeme, ¡oh Bleso!, ¿adónde hiciste echar el
cuerpo?, que los enemigos mismos no rehúsan de entregarlos para darles
sepultura; y después que con besos y con lágrimas haya yo desfogado la fuerza de
mi dolor, mándame matar también, con tal que muertos, no por algún delito, sino
por servicio de las legiones, no se nos niegue a lo menos la sepultura.
XXIII. Ayudaba a inflamar estas palabras con un fiero llanto hiriéndose una con
otra las manos, y con ambas el pecho y el rostro. Luego, apartándose un poco los
que le sustentaban en hombros, y caído en tierra, comienza a revolverse y asirse
a los pies de todos, concitando tal espanto y odio, que una parte de los
soldados movió para matar a los gladiadores, otra a los criados y a la familia
de Bleso, mientras otros andaban en busca del cuerpo; y si presto no se
descubriera que no se hallaba el muerto, que los criados, aunque atormentados,
negaban el hecho, y que el hombre no tenía hermano, no estaban muy lejos de
matar al legado. Con todo eso, echados los tribunos y prefectos del campo,
robado el bagaje de los que huían, mataron al centurión Lucilio, llamado de los
soldados Daca el otro, porque, roto un bastón en las espaldas de un soldado,
solía decir a voces: Daca el otro, daca el otro. Los demás se escondieron,
reteniendo solamente a Clemente Julio como persona de ingenio y apto a referir
las comisiones de los soldados. A más de esto, la legión octava y la quincena
hubieran de venir a las manos, mientras aquélla quiere que muera un centurión
llamado Sirpico y ésta le defiende, si los soldados de la novena no se hubieran
interpuesto con ruegos y amenazas.
XXIV. Estas cosas, sabidas por Tiberio, le obligaron, aunque de condición
cerrado y hecho a encubrir las malas nuevas, a enviar a su hijo Druso con los
principales de Roma y dos cohortes pretorias, reforzadas de escogidos soldados,
sin otra orden expresa que de aconsejarse en la ocasión. Añadió buen golpe de
caballos pretorianos y el nervio de los germanos que asistían a la guardia de la
persona imperial con el prefecto del pretorio Elio Seyano (dado por acompañado a
Estrabón, su padre), hombre de mucha autoridad con Tiberio, para que aconsejase
al mozo y fuese testigo de los peligros y méritos de los demás. En acercándose
Druso le salen a recibir las legiones como por cumplimiento, no alegres, como se
acostumbra, ni con vistosos ornamentos militares, mas con triste apariencia y
rostros que publicaban antes su contumacia que la tristeza que pretendían
mostrar.
XXV. En entrando por la estacada pusieron guardias a las puertas y buen número
de armados en algunos lugares y puestos de importancia; los otros, en mucho
mayor número, rodean el Tribunal. Estaba Druso en pie haciendo con la mano seña
de que callasen; mas ellos, cada vez que ponían los ojos hacia la muchedumbre,
con voces horribles hacían estrépito, y en mirando a Druso mostraban miedo. Un
murmullo confuso, un clamor atroz y tras esto un repentino silencio, eran causa
de que, según la variedad de sus pasiones, diesen muestras unas veces de causar
temor y otras de tenerle. Finalmente, cesado el tumulto, mandó Druso leer las
cartas de su padre, en que significaba la estimación que hacía de aquellas
valerosas legiones, con las cuales había sufrido los trabajos de muchas guerras,
y que, en dando a su espíritu algún reposo por el dolor de la muerte de su
padre, mandaría ver en el Senado sus peticiones; que había enviado entretanto a
su hijo con orden de concederles luego todo lo que de presente se pudiese,
reservando lo demás para el Senado, a quien era justo hacer participante de las
determinaciones favorables y rigurosas.
XXVI. Fue respondido por todos que el centurión Clemente tenía a su cargo el
proponer sus demandas, el cual comenzó por la licencia y libertad, servidos
dieciséis años, la recompensa que habían de tener acabando su servicio; que la
paga fuese un denario al día, y que los veteranos no pudiesen ser tenidos
arrimados a las banderas. Oponiendo Druso a estas cosas que era necesario
aguardar la resolución del Senado y de su padre, le interrumpen con gritos,
diciendo cuán poca necesidad tenía de venir allí no trayendo facultad de
acrecentar el sueldo ni de aliviar los trabajos, ni aun de hacerles bien en
manera alguna: los golpes, sí, por Hércules, decían, y la muerte aparejada para
todos. Que Tiberio, acostumbrado a engañar otras veces a las legiones en nombre
de Augusto, infundía ahora en Druso las mismas artes, para que siempre tratasen
sus cosas hijos de familia y menores de edad; cosa nueva, por cierto, que el
emperador remita al Senado solamente la comodidad de los soldados; que de razón
debía remitirse también al mismo Senado el conodmiento de las causas cuando se
tratase de castigarlos o de enviarlos a la pelea; siendo justo que los que se
reservan el disponer de las recompensas se reserven también el ordenar los
castigos y los premios.
XXVII. Desamparan finalmente el Tribunal, y en encontrando con alguno de los
soldados pretorianos o amigos del César, comienzan a apercibir las manos
buscando ocasión de diferencias y el principio de venir a las armas, ofendidos
principalmente contra Cneo Léntulo, porque, como más señalado en edad y
reputación, creían que animaba a Druso y que sobre todo detestaba el infame
atrevimiento de los soldados. Y así, poco después, saliendo con el César para
retirarse a los alojamientos de invierno (habiendo conocido el peligro que se le
aparejaba), le rodean por todas partes y le preguntan adónde iba, si al
emperador o a los senadores, para oponerse allí también a la comodidad de las
legiones; y diciendo y haciendo arremeten a él y comienzan a apedrearle; hasta
que herido y sangriento ya de un golpe, y casi seguro de morir allí, fue
defendido y salvado por la muchedumbre de la gente que acompañaba a Druso.
XXVIII. La suerte ablandó aquella noche amenazadora capaz de producir alguna
gran maldad con un caso fortuito. Porque, sin embargo de que el cielo estaba
casi claro, pareció que la luz de la luna vino a fallecer y eclipsarse (35); los
soldados, que ignoraban la causa, lo tomaron como por presagio de las cosas
presentes, y, comparando a sus trabajos el defecto de aquel planeta, se
persuadieron a que les sucedería todo prósperamente si la luna volvía luego a
cobrar su acostumbrado resplandor. Con esto comienzan a hacer gran estruendo con
todo género de instrumentos militares, alegrándose o entristeciéndose conforme
se iba aclarando u obscureciendo la luna; mas después que algunas nubes que se
levantaron la acabaron de cubrir del todo teniéndola ya por sepultada en
tinieblas, como suelen darse fácilmente a la superstición los ánimos turbados y
temerosos, se pronostican eternos trabajos, doliéndose de que sus maldades
tuviesen tan ofendidos a los dioses. El César, pareciéndole que era bien valerse
de aquella turbación y temor y ayudarse prudentemente del beneficio del caso,
envía gente alrededor de los cuarteles, hace llamar al centurión Clemente y a
los demás gratos al pueblo por su bondad y virtud, los cuales, mezclándose con
los alterados en los cuerpos de guardia, con las rondas y los corrillos de gente
y con los que tenían a su cargo las puertas, dándoles unas veces esperanza y
aumentándoles otras el temor, ¿Hasta cuándo -decían- tendremos sitiado al hijo
del emperador? ¿Qué fin han de tener estas contiendas? ¿Prestaremos el juramento
a Percenio y Vibuleno? ¿Pagarnos han Percenio y Vibuleno lo que alcanzamos de
nuestros sueldos? ¿Repartirán las tierras a los beneméritos, o finalmente
tomarán ellos el Imperio en vez de los Nerones y de los Drusos? ¿Por qué antes
de esto, siendo, como somos, los últimos en la culpa, no procuraremos ser los
primeros en el arrepentimiento? Las demandas hechas en común tarde alcanzan sus
efectos; mas las particulares a un mismo tiempo se merecen y se reciben.
Conmovidos de estas cosas los ánimos, aun entre sí sospechosos, sepárense el
tirón del veterano y una legión de otra, y volviéndoles poco a poco la voluntad
de obedecer, desamparan la guardia de las puertas y vuelven a plantar las
banderas en los propios lugares de donde las habían arrancado al principio de la
sedición.
XXIX. Druso, venido el día e intimado el parlamento, aunque poco fecundo,
ayudado al fin de su ingenua nobleza, condena las cosas pasadas, loa las
presentes, diciendo que no era hombre para dejarse vencer de miedos ni amenazas,
mas que si los ve inclinados a humillarse y obedecer, no dejará de escribir a su
padre que, aplacado, mire con buenos ojos sus pretensiones. A ruego de ellos,
pues, se envían a Tiberio el mismo Bleso y Lucio Apronio, caballero romano de la
cohorte de Druso, y Justo Catonio, centurión del primer orden. Disputóse después
si sería bien aguardar, como querían algunos, la vuelta de los embajadores y
mitigar en tanto a los soldados con mansedumbre. Todavía eran otros de parecer
que se usase de remedios más rigurosos, diciendo que el vulgo no consiente
medio; el cual es cierto que, en dejando de tener temor, causa temor; mas
después de una vez atemorizado, se puede menospreciar sin peligro; y que así,
mientras hacía su oficio en ellos la superstición, era bien asegurarse el
capitán con la muerte de los autores del motín. Druso, de su naturaleza
inclinado al rigor, hechos llamar Percenio y Vibuleno, ordena que sean muertos.
Quieren algunos que los mandó matar dentro de su propia tienda, y otros, que sus
cuerpos fueron echados fuera de los reparos y palizadas para ser vistos de
todos.
XXX. Después de esto, buscándose los principales autores del motín, parte fueron
muertos por los centuriones y soldados pretorianos mientras iban desbandadas
fuera de los alojamientos, y parte entregaron los mismos manipularios en
testimonio de obediencia y fidelidad. Había acrecentado el trabajo de los
soldados el invierno, venido antes de tiempo con lluvias continuas y tan crueles
que no podían salir de las tiendas para hacer sus conventículos y apenas
defender las banderas que no se las llevase la tempestad y el agua. Duraba
todavía el espanto de la ira celeste; que no sin causa perdían su virtud los
astros y se arrojaban las tempestades sobre ellos como sobre gente impía y
desleal; que no había otro remedio para tantos trabajos que desamparar aquellos
infelices y contaminados alojamientos para, después de haber recibido la
absolución de sus ofensas, irse cada legión a sus presidios de invierno. La
octava fue la que partió primero; tras ella la quincena. La novena gritó que
quería aguardar las cartas de Tiberio; mas viéndose sola y desamparada de las
otras, hizo de la necesidad virtud, dando muestras de partir voluntariamente. Y
Druso, sin aguardar la vuelta de los diputados, viendo todas las cosas
apaciguadas, se tornó a Roma.
XXXI. Casi en los mismos días y por las mismas causas se amotinaron las legiones
germánicas con tanta más violencia cuanto eran más en número, y con gran
esperanza de que Germánico César, no queriendo sufrir el ser mandado por otro,
se entregaría a las legiones y con su fuerza lo llevaría todo tras sí. Estaban
dos ejércitos sobre la ribera del Rin: el que llamaban superior, gobernado de
Cayo Silio, legado, y el inferior, de Aulo Cecina, aunque entrambos debajo del
imperio de Germánico, ocupado entonces en recoger los tributos de las Galias.
Las legiones que gobernaba Silio, irresolutas de ánimo, acechaban el suceso de
las sediciones de los otros. Mas los soldados del ejército inferior cayeron
luego en una rabia furiosa, comenzada por las legiones veintiuna y quinta, las
cuales llevaron tras sí también a la primera y la veintena, a causa de que
estaban alojadas todas juntas en los cuarteles de verano, plantados en los
términos de los Ubios, casi ociosas del todo o con pequeñas ocupaciones. Sabida,
pues, allí la muerte de Augusto, muchos soldados de los levantados poco antes en
Roma (36) para rehinchir las legiones, acostumbrados al vicio de la ciudad e
impacientes del trabajo, comenzaron a representar y dar a entender a los otros
de ingenios más rudos que había ya llegado el tiempo en el cual los soldados
viejos podían pedir sus bien servidas licencias, los nuevos acrecentamientos de
sueldo, y unos y otros algún alivio a tantas miserias y venganza contra la
crueldad de los centuriones, No decía esto uno solo, como Percenio en las
legiones de Panonia, ni a los oídos de gente que pudiese temer a ejército más
poderoso; había muchos gestos y voces de sediciones diciendo que estaba en sus
manos el Imperio romano; que se había ensanchado la República con sus victorias
y honrádose los emperadores sacando de ellas gloriosos apellidos.
XXXII. No trataba el legado de poner remedio, habiendo la locura de tantos
héchole perder la seguridad del ánimo. Arrancan, pues, furiosos de las espadas y
arremeten contra los centuriones (materia antigua de los odios militares y
principio de encruelecerse); tendidos en tierra, los azotan, cada sesenta el
suyo, por igualar el número de los centuriones, y así, bien heridos y parte
muertos, los echan fuera del estacado y en la corriente del Rin. Uno de ellos
llamado Septimio, huido al Tribunal y arrojado a los pies de Cecina, fue pedido
tan importunamente por ellos, que hubo de ser entregado a la muerte. Casio
Querea, famoso después por el homicidio de Cayo César, entonces mancebo valeroso
y de ánimo fiero, se abrió y allanó el camino con la espada entre aquellos
armados. No eran ya obedecidos los tribunos ni el prefecto del campo; los
soldados mismos repartían las centinelas y los cuerpos de guardia, y acudían a
las demás cosas que se ofrecían. Los que consideraban con mayor atención los
ánimos airados de aquella gente juzgaban por la peor señal para creer que
aquella sedición había de ser grande y mala de apaciguar, al ver que no
esparcidos o a persuasión de pocos, mas todos de un mismo acuerdo se encendían y
de un mismo acuerdo callaban, con tanta igualdad y regla que no parecía que les
faltase cabeza.
XXXIII. Diose entre tanto aviso de la muerte de Augusto a Germánico, que se
hallaba, como dicho es, exigiendo los tributos de las Galias. Era casado
Germánico con Agripina, nieta de Augusto, de quien tenía muchos hijos. Él fue
hijo de Druso, el hermano de Tiberio y nieto de Livia Augusta, emperatriz; pero
vivía afligido por el odio secreto que sabía tenerle, no sólo su tío Tiberio,
pero su abuela Augusta, cuya causa se conservaba tanto más áspera cuanto de suyo
era más injusta. Era grande para con el pueblo romano la memoria de Druso,
teniéndose por sin duda que si le tocara el Imperio hubiera restituido la
libertad, por lo cual vivía la misma afición y esperanza con Germánico, mancebo
agradable y de maravillosa afabilidad, diverso del aspecto de Tiberio y de su
trato arrogante y cubierto. Añadíanse las diferencias mujeriles, porque Livia no
estaba más de acuerdo con Agripina que lo que suelen estar de ordinario las
suegras con las nueras. Era a la verdad Agripina algo mal sufrida, si bien su
mucha honestidad y amor a su marido la obligaban a procurar ir encaminando al
bien aquel su ánimo indómito y levantado.
XXXIV. Mas Germánico, cuanto más se iba acercando al grado más alto, tanto se
mostraba más pronto en servir a Tiberio, en cuya prueba obligó a los secuanos
(37), pueblos vecinos de donde él se hallaba, y a las ciudades de los belgas a
prestar en juramento en su nombre. Después, advertido del motín de las legiones,
pasó allá volando; a cuyos soldados halló fuera de los alojamientos, con los
ojos hincados en el suelo, como en señal de arrepentimiento. Mas después de
entrado dentro de los reparos, comenzó a oír mil confusas quejas, y algunos,
tomándole la mano como para besársela, se metían en la boca los dedos para
hacerle tocar con ellos las encías limpias de dientes; otros mostraban los
cuerpos, brazos y piernas corvos por la vejez. Juntos, pues, al parlamento,
viendo la gente demasiado mezclada y confusa, ordenó que se juntasen todos por
manípulos, para que así pudiesen oír mejor su respuesta, y que se le trajesen
delante las banderas, para que a lo menos esto diferenciase y dividiese las
cohortes; obedecieron, aunque lentamente. Entonces, habiendo comenzado por la
reverencia que se debía a la memoria de Augusto, pasó a tratar de las victorias
y triunfos de Tiberio, celebrando con loores particulares las cosas ilustres que
había hecho en Germania con aquellas legiones; exaltó la unión de Italia y la
fidelidad de las Galias, y ponderó que en ningún lugar había tumulto ni
discordia.
XXXV. Escuchóse todo esto con silencio o con poco murmurio; mas luego que tocó
en la sedición y preguntó: ¿Dónde estaba la modestia?, ¿dónde el decoro de la
antigua disciplina militar?, ¿dónde los tribunos?, ¿en qué parte habían arrojado
los centuriones?, se quedan desnudos y muestran las cicatrices de las heridas y
los cardenales de los golpes, doliéndose con voces confusas del precio excesivo
que les costaban las vacaciones, de la cortedad del sueldo, de la dureza de los
trabajos, nombrándolos todos por sus nombres: estacadas, fosos, forrajes,
fajina, leña y otras muchas cosas de las que se hacen, con necesidad o sin ella,
en un campo para evitar la ociosidad. Saltan de los veteranos atrocísimos
gritos, contando quién treinta años y quién más de servicio, pidiéndole quisiese
poner remedio a tantos afligidos antes que acabasen de morir en los mismos
trabajos, concediéndoles el fin de tan larga milicia y un reposo fuera de
pobreza. Hubo algunos que pidieron el dinero dejado a los soldados en testamento
por el divo Augusto, deseando toda felicidad a Germánico, y ofreciéndole, cuando
quisiese, el Imperio para sí. Entonces, como afrentado de tan infames palabras,
se arrojó del Tribunal y oponiéndosele los soldados con las armas, amenazándole
si no se volvía, gritando él que quería antes morir que faltar de fe, arrancando
la espada del costado, se la volvió al pecho para matarse; y lo hiciera si los
que le estaban cerca no le tuvieran con fuerzas la mano. Habíase apretado la
parte extrema del auditorio de manera que parece increíble que algunos, pasando
más adelante, uno a uno le incitaron a que se hiriera; y un soldado llamado
Calusidio le dio su espada desnuda, diciendo: Ésta tiene mejor punta; acto que,
aun de aquella gente desatinada, fue reputado por indigno y cruel.
XXXVI. Con esto tuvieron lugar los amigos del César de llevarle a su tienda,
donde se consultó del remedio; entendiéndose que se despachaban embajadores para
incitar al mismo movimiento al ejército superior, designando saquear la ciudad
de los Ubios (38), y, llenas de presas las manos, pasar después a destruir las
Galias. Aumentaba el temor pensar que el enemigo, avisado de la sedición, viendo
desamparadas las riberas del Rin, entraría sin duda en el país; y el armar los
auxiliarios y confederados contra las legiones rebeldes era resucitar las
guerras civiles, la severidad peligrosa, infame la liberalidad, o poco o mucho
que se diese a los soldados, y ejemplo dañosísimo a la República. Ponderadas,
pues, entre las cabezas las razones de una parte y de otra, resolvieron que se
escribiesen cartas en nombre del emperador con orden de dar licencia a los que
hubiesen servido veinte años, y de jubilar a los que dieciséis, con tal que
asistiesen debajo de las banderas, desobligados de toda otra facción que de
rechazar al enemigo, y que la manda de Augusto se les pagase doblada.
XXXVII. Cayeron los soldados en que la carta se había fingido en aquella ocasión
para entretenerlos, y al punto pidieron el efecto. Los tribunos se dieron prisa
a dar licencia a los veteranos; mas el donativo se difería, hasta que los de las
legiones quinta y veintiuna dijeron que no partirían para los alojamientos de
invierno sin el dinero; tal, que fue forzoso pagarlos en los propios cuarteles
de verano, como se hizo, juntando Germánico lo que halló entre sus amigos con lo
que tenía para el gasto de sus propios viajes. El legado Cecina llevó a la
ciudad de los Ubios las legiones primera y vigésima con infame espectáculo,
viéndose traer entre las banderas y las águilas el tesoro robado al príncipe.
Germánico fue al ejército superior y recibió luego el juramento de fidelidad a
las legiones segunda, trece y dieciséis. Los soldados de la catorcena hicieron
un poco de dificultad. A todas, aunque no lo pidieron, se dio el dinero y la
licencia como a las otras.
XXXVIII. Mas en los Caucios, los vexilarios (39) o veteranos jubilados del
presidio de las legiones amotinadas movieron sedición; refrenáronse algún tanto
con el suplicio de dos soldados, hechos morir luego por orden de Menio, prefecto
del campo antes por buen ejemplo que porque tuviese autoridad para ello, mas
habiéndose después reforzado el tumulto, siendo preso cuando se huía, por no
serle ya seguro el esconderse, probó a defenderse con atrevimiento, diciendo que
en su persona, no el prefecto del campo, sino Germánico, su cabeza y Tiberio, su
emperador, eran ofendidos. Y cayendo en que con aquello se habían atemorizado
los que le impedían, arrebata un estandarte y marcha con él hacia las márgenes
del río. Con esto y con echar un bando que tendría por fugitivo a cualquiera que
desamparase la ordenanza, los redujo a la guarnición de invierno así alterados,
sin haber hecho otro movimiento de tales.
XXXIX. En tanto los embajadores del Senado hallan a Germánico llegado ya a Ara
de los Ubios (40). Invernaban allí las legiones primera y veinte, junto con los
veteranos poco antes jubilados con obligación de asistir a sus banderas. Todos
éstos, amedrentados y estimulados de sus malas conciencias, se persuaden a que
los embajadores traían orden del Senado para revocar cuanto por vía de sedición
hubiesen impetrado. Y como es costumbre del vulgo hasta en las cosas falsas
suponer algo y declararle por culpado, acusan a Munacio Planeo, que acababa de
dejar el consulado y venía por cabeza de la embajada, de haber sido causa y
autor de este decreto del Senado. Y de hecho, cerrada y obscura ya la noche, van
a casa de Germánico y piden a voces el guión que estaba allí; adonde
concurriendo gente de todas partes rompen las puertas, y sacando de la cama al
César, le fuerzan a que se le den con amenazas de muerte. Después, mientras van
discurriendo por las calles, encuentran con los embajadores, que oído el
alboroto acudían a Germánico; cárganlos de injurias, aparejándose para matarlos,
en particular a Planeo, a quien la reputación impedía la fuga, ni tuvo otro
remedio que, retirándose a los alojamientos de la legión primera, abrazarse con
las banderas y con el águila y defenderse con la religión. Y si Calpurnio,
aquilífero (41), no le hubiera defendido de la última fuerza, un embajador del
pueblo romano, cosa execrable aun entre enemigos, hubiera en el campo romano
manchado con su sangre el altar de los dioses. Venido el día, que se discernía
el capitán del soldado y se dejaban ver las cosas hechas, entrado Germánico en
los alojamientos, se hace traer a Planeo, y puéstosele aliado en su Tribunal,
comienza a inculpar la rabia fatal renovada, no por los soldados, sino por la
ira de los dioses. Da cuenta de la causa por qué habían venido los embajadores,
y con mucha facundia lamenta la violada autoridad de la embajada, el caso grave
y desmedido de Planco, y la vergüenza y deshonra en que había incurrido la
legión. Tras esto, mostrándose aquella junta antes atónita que quieta, vuelve a
enviar los embajadores con escolta de caballos auxiliarios.
Notas
(1) Debe sobrentenderse del Senado. Personajes de la antigua República, tales
como Scaurus, Scipión, etcétera, son frecuentemente designados con el nombre de
príncipes, y hablábase del principado de Scaurus, como posteriormente del
principado de Tiberio. Escogió Augusto, entre todos, el título de príncipe por
ser el más propio para disfrazar la enormidad de su poder: el único privilegio
de este título era el derecho, para quien lo gozaba, de votar el primero en el
Senado. El de emperador era relativo a la milicia, y sólo daba autoridad en los
campamentos. El principado fue, pues, el título de la nueva constitución, mezcla
de monarquía, de aristocracia y aun de democracia, especialmente al principio.
No debe confundirse el nombre de emperador (imperator), puesto al frente de los
demás títulos, con el de imperator que durante la República daban los soldados
sobre el campo de batalla a sus generales victoriosos y que obtuvieron también
los emperadores en iguales circunstancias, poniéndole al fin de sus demás
títulos y añadiendo el número de veces que les había sido conferido. En los
tiempos de Augusto y Tiberio concedióse el título de imperator varias veces a
los generales.
(2) Nombre de Calígula.
(3) Refiérese a Sexto Pompeyo, que fue vencido por Agripa.
(4) De cuantas magistraturas tomó o se hizo conferir Augusto, ninguna debía
contribuir tanto a afianzar su dominación como ésta, que, a la vez que le
constituía en protector de la plebe, le daba el veto en todas las grandes
circunstancias y hacía su persona inviolable.
(5) Sobrino de Augusto, muy querido de su tío. Murió joven. Virgílio le celebra
en La Eneida, lib. IV. Tu Marcellus eris.
(6) Marco Vipsanio Agripa. De humilde linaje, pero dotado de grandes talentos
militares. Augusto, que le debía muchos de sus triunfos, le nombró cónsul, le
asoció a su potestad tribunicia y le tomó por yerno a la muerte de Marcelo,
dándole la mano de su hija Julia. Murió en el año 29 de Jesucristo, a los
cincuenta y uno de su edad.
(7) El primero fue el que sucedíó a Augusto, y al segundo se le dio el dictado
de Germánico por las victorias alcanzadas contra los pueblos de este nombre.
Eran hijos de Tiberio Druso Nerón y de Livia Drusila, que fue cedida por su
marido a Augusto estando encinta de Druso.
(8) El primero, llamado Cayo César, nació en el 21 de Jesucristo, y murió en
Licia a la edad de veintitrés años; el segundo, Lucio César, nació tres anos
después que su hermano, y falleció en Marsella dos antes que él.
(9) Llamábase así una toga adornada de una banda de púrpura que, junto con la
bulla, formaba el traje de los jóvenes de ambos sexos nacidos de padres libres.
(10) Islote inmediato a la isla de Elba. Hoy se llama Pianosa.
(11) L. Marzo Agripa César Póstumo, hijo de Agripa y de Julia. Nació en el año
29 de Jesucristo, y fue muerto por orden de Tiberio a los veinticinco anos de
edad. Pretendía ser dios del mar porque era gran pescador, y haciase llamar
Neptuno. Había tratado a Livia de madrastra y censuraba a Augusto porque retenía
la herencia de sus padres.
(12) Alude a la derrota sufrida por Varo (9 de Jesucristo), el cual, atraído a
una emboscada por Heramn, jefe de los queruscos, pereció en ella con tres
legiones romanas que mandaba.
(13) Había sido cónsul en 741, 746 y 750, y alcanzado los honores del triunfo,
por la guerra de Panonia, en 745; de Germanía en 747; de Iliria, Panonia,
Dalmacia y Germania, en 765.
(14) Druso y Germánico.
(15) Sobrino e hijo adoptivo del historiador Salustio.
(16) Esto es, de su madre Livia.
(17) Los romanos acostumbraban depositar en sus templos, y principalmente en el
de Vesta, los tratados públicos y privados, los testamentos y hasta su riqueza
mobiliaria. Y he aquí por qué dice Tácito del testamento de Augusto que fue
presentado por las sacerdotisas de aquella diosa.
(18) Estaba situado entre la vía Flaminia y el Tíber, en medio de un bosque y de
un paseo público.
(19) Había sido cónsul trece veces; Marlano Corvino fue cónsul seis veces y Cayo
Marlo siete.
(20) El Éufrates, el Rin y el Danubio.
(21) Perecieron en la primera de las dos batallas que se dieron cerca de Módena
en abril de 711.
(22) Brutorum, dice el original aludiendo a los dos Brutos, Décimo y su hermano
Marco, el matador de César; el primero fue entregado por un jefe galo, y el otro
se suicidó después de la segunda batalla de Filipos.
(23) Lolio fue derrotado por los sicambros veinticuatro años antes del desastre
de Varo, y dieciséis antes de jesucristo. Mayor fue el valor que la pérdida en
esta derrota. El águila de la quinta legión quedó en poder del vencedor.
(24) Varro Murena, acusado de haber conspirado contra Augusto, fue condenado en
rebeldia, alcanzado en su fuga y muerto. Egnaclio Rulo pereció en la cárcel,
acusado del mismo crimen, y Julio Antonio, hijo de Marco Antonio, fue
sentenciado a muerte como cómplice en los desórdenes de Julia.
(25) El nombre Quinto Atedio o Alelio, sugerido por la sátira de juvenal a
algunos editores, es dificil de precisar. Probablemente se trata de Quinto
Vltelio. En cuanto a Vedio Polión, fue el que en una comida dada a Augusto mandó
arrojar un esclavo a las murenas por haber roto un vaso de cristal.
(26) Uno de los mejores, o tal vez el orador más notable de su tiempo. Abandonó
el partido de Antonio, aunque sin pasarse al de Octavio, quien sin embargo, le
dispensó su amistad. Fue el primero que abrió en Roma su biblioteca al público.
(27) Padre de Emula Lépida, esposa de Druso. Fue procónsul de África y después
de Asia. Tácito le califica de varón grave y prudente. (A., IV). Murió en 786
(33 de J. C.).
(28) Era costumbre entre los romanos erigir templos, aras y estatuas en honor de
algún suceso o persona para que recordasen sus virtudes o hazañas. Aquí, para
obsequiar a Tiberio, querían ensalzar de varios modos a Augusta. Uno de ellos
era dedicar un ara a la adopción en memoria de este suceso.
(29) A estos pretendientes llamaban candidatos, porque acostumbraban a vestirse
de blanco mientras duraba la competencia.
(30) Según Gibbon, la palabra primum parece hacer alusión a algunas débiles e
inútiles tentativas que se hicieron para devolver al pueblo su derecho de
elección.
(31) Hoy Austria y Hungría.
(32) Acostumbraban los romanos levantar en los reales un sitio elevado cubierto
de césped, donde ponian las banderas y desde el cual arengaba el general a los
soldados.
(33) Cellario cree que es Oberlaybach, pueblo de la Carniola, a algunas leguas
de Laybach.
(34) Era muy común que los generales, lo mismo que los gobernadores de
provincia, mantuviesen gladiadores para dar espectáculos en los campamentos y en
las ciudades.
(35) Este eclipse tuvo lugar el 26 de septiembre del año 14 de Jesucristo.
(36) Pertenecían a las levas forzadas que mandó hacer Augusto en Roma para
reforzar las legiones después de la derrota de Varo.
(37) Pueblos de la Galia Lionesa.
(38) Colonia.
(39) Son distintas las opiniones sobre quiénes eran estos soldados. Según unos,
componíase de veteranos que, libres del servicio ordinario y del juramento
militar, continuaban alistados bajo un estandarte particular a fin de socorrer
al ejército en casos apurados, guardar las fronteras y atender a la defensa de
las provincias recientemente sometidas. Creen otros que eran soldados de la
primera centuria, particularmente encargados de la custodia del Vexillum,
estandarte. M. Burnouf opina que se daba tal nombre a las cahortes separadas y a
los veteranos.
(40) Bonn o algún otro lugar inmediato. Ara vocabatur, dice Orelli, quia ibi
totius Ubiorum populi publica sacra celebrabantur.
(41) El que llevaba el águila, que era la principal enseña de la legión romana.
En cada una de éstas no había más que un aquilífero, siendo así que había en
ella muchos signiren o portaenseñas.
Pasa el Rin otra vez Germánico; asuela y destruye a los pueblos llamados
catos; libra a Segesto del sitio que le tenía puesto Arminio, y por todos estos
sucesos es llamado emperador. - Mueve otra vez guerra a los queruscos, recoge
los huesos de la derrota de Varo, y da libertad a muchos prisioneros que se
perdieron en ella. Vuelve al Rin Cecina con parte del ejército; se ve en
peligro, y con el último esfuerzo de desesperación rompe al enemigo.- Toma pie
en Roma la ley de majestad y ejercitase con aspereza.- Inundación del Tíber. -
Tumultos en el teatro, de que resulta refrenar la insolencia de los histriones.
- Trátase de remediar las inundaciones del Tíber, a que se oponen algunas
ciudades de Italia.
XL. Mientras duraba esta alteración, culpaban todos a Germánico de que no se
retiraba al ejército superior, donde hubiera hallado obediencia y socorro contra
los rebeldes; que se había errado bastantemente en haberles dado la licencia y
el dinero y en tratarlos con tanta blandura; mas que si con todo esto estimaba
en poco su salud, ¿para qué aventuraba la de su hijo en pañales y la de su mujer
preñada, entre aquellos atrevidos, violadores de toda humana ley?, que a lo
menos restituyese estas dos prendas a su abuelo y a la República. Él, estando
algún tiempo irresoluto a causa de que Agripina rehusaba el desampararle,
mostrando cómo, siendo nieta del divo Augusto, no podía degenerar ni alterarse
por ningún peligro, abrazándola al fin y con ternura de muchas lágrimas al común
hijuelo, la persuadió a partirse. Iba aquella miserable tropa de mujeres, y
entre ellas la fugitiva consorte del general, con su hijuelo al pecho, rodeada
de las llorosas mujeres de los amigos del César, que se llevaban en su compañía,
dejando con igual tristeza a los que se quedaban.
XLI. No era aquella vista la de un César floreciente en honores que salía de sus
reales, sino una semejanza de ciudad saqueada. Los suspiros y el llanto hicieron
volver el rostro y los oídos hasta a los propios soldados. Y salidos de sus
barracas, deseosos de saber la causa de aquel sonido miserable y lo que podía
ocasionar semejante tristeza, vieron a aquellas mujeres ilustres ir marchando
solas, sin acompañamiento de centuriones ni escolta de soldados, y a la mujer
del general del ejército, sin su guardia acostumbrada, ir la vuelta de Treves,
para encomendarse a la merced y fe de los extraños. Nacióles de aquí luego
vergüenza y compasión, acordándose de Agripa, su padre, de Augusto, su abuelo, y
de Druso, su suegro; ella, mujer de insigne fecundidad y de singular pudicia; el
niño, nacido en el ejército, criado entre las legiones, a quien llamaban
Calígula (1) con vocablo militar, a causa de que muchas veces, por granjear el
favor del pueblo, le solían calzar una cierta manera de borceguíes que
acostumbraban usar los soldados. Mas nada les movió tanto como la envidia que
tuvieron a la confianza que se hacía de los treviros; ruéganle que no vaya,
pídenle que se vuelva; parte corre a detener a Agripina, y los más recurren a
Germánico, el cual como caliente en el enojo y en el dolor, habló de esta suerte
a los que le estaban en torno:
XLII. Mi mujer ni mis hijos no me salen más caros que mi padre ni la República;
mas él de su propia majestad y el Imperio romano de los demás ejércitos serán
defendidos. A mi mujer y a mis hijos, a quienes de buena gana ofreceré a la
muerte por vuestra honra, aparto ahora de poder de los insolentes, para que la
maldad que sólo os queda por hacer se purgue solamente con mi sangre, y de miedo
que la muerte del bisnieto de Augusto y de la nuera de Tiberio no puedan
acrecentarnos la culpa. Sepamos: ¿a qué cosa no os habéis atrevido estos días?
¿Qué no habéis gastado y violado? ¿Qué nombre podré dar yo a esta junta? ¿Os
llamaré soldados, habiendo, con las armas en la mano, sitiado al hijo del
emperador? ¿Llamaré ciudadanos a los que con tanto exceso menosprecian la
autoridad del Senado? Mas ¿qué podré llamaros habiendo violado las leyes
observadas hasta de los enemigos, el sacramento de la embajada y la razón de las
gentes? El divo Julio, con una sola palabra, quietó la sedición del ejército,
llamando quirites a aquellos que contra el juramento rehusaban seguirle. El divo
Augusto, con el rostro y con el aspecto, aterró las legiones actiacas. Nosotros,
puesto que no iguales de ellos, al fin descendientes suyos, si hubiésemos sido
menospreciados por los soldados de España o de Siria, menos mal, aunque
indignidad y maravilla grande; mas por vosotras, primera y vigésima legiones,
habiendo recibido aquélla las banderas de Tiberio, y tú, compañera en sus
guerras y reconocida de tantos premios, ¡generoso galardón dais a vuestro
capitán! ¿Daré yo esta nueva a mi padre, mientras de las demás provincias oye
cosas alegres, que sus tirones, sus veteranos no se hartan con la licencia y con
el dinero, que solamente aquí se matan los centuriones, se destierran los
tribunos, se prenden los embajadores, se tiñen de sangre los alojamientos y los
ríos, y yo, entre tantos que me aborrecen, compro la vida con ruegos?
XLIII. ¿Por qué en el parlamento del primer día me arrebatasteis de la mano la
espada con que me atravesaba el pechar? ¡Oh amigos inconsiderados!, mejor hizo y
más amor me mostró aquél que me ofreció la suya. Hubiera muerto a lo menos sin
haber visto tantas maldades en mi ejército; hubiérades vosotros elegido un
capitán que, aunque dejara mi muerte sin venganza, no dejara de tomar la de Varo
y de las tres legiones. ¡No quiera Dios que sea de los belgas, aunque se ofrecen
a ello, el honor y la gloria de subvenir al nombre romano y de reprimir los
pueblos de Germania! Tu espíritu, ¡oh divo Augusto!, que vive en el cielo; tu
imagen, ¡oh padre Druso!, y tu memoria con estos soldados, entre quien parece
que comienza a tener lugar la vergüenza y la honra, laven esta mancha y vuelvan
las iras civiles en destrucción de los enemigos. Y vosotros, en quien voy viendo
otro aspecto y otro corazón, si queréis restituir al Senado los embajadores, al
emperador la obediencia y a mí mi mujer y mi hijo, apartaos de la contagión,
separaos de los empastados que ésta será clara señal de vuestro arrepentimiento
y firme atadura de vuestra fidelidad.
XLIV. A estas palabras, confesando que se les decía verdad, arrojados a sus
pies, le ruegan castigue a los culpados, perdone a los inocentes y los lleve
contra el enemigo; que vuelvan Agripina y su hijo, crianza de las legiones, sin
darlos en rehenes a los galos. De la vuelta de Agripina se excusó por hallarse
cercana al parto y por el invierno; concedió la vuelta de su hijo; lo demás dejó
que lo ejecutasen ellos. Vueltos, pues, en sí, y mudados de voluntad, atan a los
sediciosos y entréganlos en poder de Cayo Cetronio, legado de la legión primera,
el cual ejecutó en este modo el juicio y castigo de cada uno: estaban en pie
alrededor del Tribunal los soldados de las legiones con las espadas desnudas, y
el reo, subido en el rellano de él, era mostrado al pueblo por el tribuna; si
gritaban que era culpado, lo arrojaba abajo, donde le hacían pedazos,
alegrándose los soldados de aquella matanza, como si se hubieran ellos mismos
dado la absolución; ni el César trataba de impedirlo, visto que sin mostrarse
él, la crueldad y el odio del hecho se quedaba entre ellos. A su ejemplo
hicieron lo mismo los veteranos, a quienes poco después envió el César a los
retios, so color de defender aquella provincia de la invasión de los suevos; mas
a la verdad no fue sino por apartarlos de aquellos alojamientos horribles, no
menos por la aspereza del remedio que por la memoria del mal. Después de esto se
hizo la reseña y elección de los centuriones. El que era llamado por el general
decía su nombre, su grado en la milicia, su patria, el número de los gajes
ganados, las hazañas hechas en la guerra, y los que habían merecido algunos
premios militares hacían que fuesen vistos; si los tribunos, si la legión
aprobaban el valor y la bondad de tal, quedaba con el cargo; mas si por común
consentimiento era inculpado de avaricia o crueldad, al momento era echado de la
milicia.
XLV. Acomodadas así las cosas, quedaba todavía otra empresa de no menor trabajo
a causa de la ferocidad de las legiones quinta y veintiuna, alojadas en Vetera
(2) (así se llama el puesto), distante de allí quince leguas, porque habiendo
sido los primeros a mover la sedición y cometido las mayores maldades por sus
manos, no arrepentidos ni medrosos por el castigo de sus compañeros, conservaban
todavía el enojo. Por lo cual, resuelto el César en deshacerlos cuando no
quisiesen volver a la obediencia, previno cantidad de navíos para, embarcado en
ellos, bajar el Rin abajo en compañía de los confederados.
XLVI. En Roma, ignorando el efecto de las cosas del Ilírico y sabido el motín de
las legiones germánicas, medrosa la ciudad murmuraba de Tiberio de que mientras
se hacía de rogar con fingidas dilataciones para encargarse del Imperio,
burlándose de los senadores y del pueblo, que estaban sin fuerzas y sin armas,
se amotinaban los ejércitos, sin que se pudiese esperar su quietud por medio de
la flaca autoridad de los mancebos; que convenía ir en persona y oponer la
majestad imperial a los alterados; pues cederían sin duda en viendo a un
príncipe de tan larga experiencia, y con poder de castigar con severidad o
premiar con largueza. ¿Pudo Augusto -decían-, cargado de años, pasar tantas
veces a Germania, y Tiberio, en la flor de su edad, se estará en el Senado,
cavilando las palabras de los senadores?, que había ya prevenido las cosas
bastantemente para tener a la ciudad en servidumbre; ahora era necesario aplicar
remedios a los ánimos militares para disponerlos a sufrir la paz.
XLVII. Contra estos discursos estaba firme Tiberio, resuelto a no desamparar la
cabeza de todo el Estado con riesgo suyo y de la República; dábanle entre tanto
cuidado muchas y diversas cosas; porque, a la verdad, el ejército de Germania
era el más poderoso, y el de Panonia el más vecino; aquél era fomentado de las
riquezas de los galos; éste estaba inminente a Italia; ¿a cuál, pues, era bien
ir primero? Fuera de esto, ¿no había también que pensar en si el preferir al uno
podía ser causa de que se afrentase el otro? Todo lo cual se remediaba con
igualdad dejándolo a cargo de sus hijos, salvo el honor de la majestad imperial,
más reverenciada cuanto más lejos; que se podían excusar los dos príncipes con
diferir algunas cosas, remitiéndolas a su padre; y él, finalmente, mitigar o
sujetar la parte que se resolviese en hacer resistencia a Germánico o a Druso;
mas menospreciado el emperador, ¿qué remedio quedaba? Todavía, como si por ahora
pensara partirse, elige compañeros para el viaje, provee de carruajes, apresta
navíos; después excusándose ya con el invierno, ya con otros negocios, engañó
primero a los sabios, después al vulgo y largamente a las provincias.
XLVIII. Mas Germánico, aunque recogido ya el ejército y preparado a la venganza
contra los rebeldes, pareciéndole resolución acertada el darles tiempo y ver si
con el ejemplo reciente se reducían de sí mismos a la razón, envía delante
cartas a Cecina advirtiéndole que venía marchando con un grueso ejército, y que
si no se prevenían en castigar a los culpados antes de su llegada los pasaría a
cuchillo indiferentemente a todos. Cecina comunica secretamente las cartas con
los aquilíferos, con los alféreces y con los de más sanas intenciones,
exhortándoles a librar a todos de la infamia y a sí mismos de la muerte; porque
en la paz se puede tener consideración a las causas y méritos de cada uno, mas
en la guerra padecen igualmente el inocente y el culpado. Éstos, pues, tentados
los ánimos de los que les parecieron más a propósito, después de haber hallado
la mayor parte de las legiones en obediencia, con parecer de los legados señalan
el tiempo de acometer con las armas a los más ruines y sediciosos. Hecha la
señal y entrados con ímpetu por las tiendas, los matan, hallándolos
desprevenidos y descuidados, no sabiendo otro que ellos el origen de aquella
matanza, ni el fin que había de tener.
XLIX. ¡Extraña y nunca vista suerte de guerra dvil!, no en batalla, no en
contrarios ejércitos, sino en las mismas camas; los mismos que habían comido
juntos el día y dormido con quietud la noche se separan en dos bandos y se
hieren con toda suerte de armas; los gritos, las heridas, la sangre están
patentes y sólo la ocasión oculta; lo demás gobernó la suerte, pereciendo a las
vueltas muchos buenos, porque en echándose de ver a quién se buscaba, muchos de
los más ruines tomaron las armas y entraron a la parte. No hubo legado o tribuno
que los detuviese, permitiéndose a cada cual el hacer lo que le daba en gusto y
vengar sus diferencias particulares hasta hartarse. Entrado Germánico poco
después en los alojamientos, llamando con muchas lágrimas aquella ejecución, no
medicina, sino estrago, manda que se quemen los cuerpos. Nació desde entonces en
aquellos ánimos fieros un ardiente deseo de ir contra el enemigo en penitencia
de su furor, diciendo que no era posible aplacar de otra manera las almas de sus
muertos compañeros que ofreciendo sus impíos pechos a honradas heridas. Valióse
el César del ardor de sus soldados, y habiendo fabricado un puente, hizo pasar
doce mil de las legiones, con veintiséis cohortes de confederados y ocho tropas
de caballos, las cuales se habían mantenido con notable modestia en aquellos
rumores.
L. Estaban con alegría los germanos no lejos, mientras acá estábamos
embarazados, primero por la cesación de todas las cosas a causa de la muerte de
Augusto, y después por los motines; mas los romanos, marchando con diligenda,
pasada la selva Cesia (3) y el límite o calzada comenzada por Tiberio, plantaron
sobre ella su alojamiento, fortificándose por frente y por las espaldas con
palizadas, y por los costados con fajina. De allí, entrando en los bosques
espesos Y consultando cuál de los dos caminos se había de tomar, o el ordinario
breve, o el más difícil o largo, no practicado ni guardado del enemigo, fue
escogido éste. Apresuróse todo lo demás, porque las espías referían ser la noche
siguiente de las que solían festejar los germanos con juegos y banquetes
solemnes. Envióse a Cecina delante con las cohortes desembarazadas y orden de
facilitar los caminos, el cual con poco intervalo fue seguido por las legiones.
Aprovechó harto la serenidad de la noche y claridad de las estrellas; con que
llegados a los villajes de los marsos, que se hicieron rodear de cuerpos de
guardia, mientras los enemigos, tendidos en sus camas o junto a las mesas, sin
temor alguno ni una sola centinela, estaban con todo abierto y descuidado, no
temiendo la guerra ni gozando de la paz, sino relajadamente, y al fin como entre
borrachos.
LI. El César, para robar más a lo largo, partidas las legiones codiciosas del
saco en cuatro escuadras, sin compasión de edad ni de sexo, pasó a fuego y a
sangre diez leguas de país, asolando las cosas profanas y sagradas, junto con un
templo muy celebrado entre aquellas naciones que llamaban de Tanfana, sin muerte
ni herida de un solo soldado, a causa de haberlos cogido soñolientos, desarmados
y sin orden. Despertó este destrozo a los brúcteros, tubantes y usipetos, los
cuales se escondieron en los pasos estrechos de los bosques por donde había de
volver el ejército, de que advertido el general, puso su gente de manera que
podía marchar y defenderse si era acometido; parte de los caballos y las
cohortes de las ayudas tomaron la vanguardia; seguía la legión primera, y,
puesto el bagaje en medio, cerraban los costados de la parte siniestra la
vigésima y por la diestra la quinta; la veintena guardaba la retaguardia,
seguida del resto de los confederados. No se movieron los enemigos hasta que la
ordenanza se extendió por el bosque; entonces, acometidos levemente los costados
y después la frente de la batalla, dieron al final con todas sus fuerzas en la
retaguardia. Ya comenzaban a desordenarse las cohortes, armadas a la ligera, por
la fuerza de los espesos escuadrones enemigos, cuando corriendo el César a los
de la legión veinte, comenzó a gritar en alta voz: Que había ya llegado el
tiempo en que podían borrar la memoria de la sedición; por tanto, que se diesen
prisa en convertir en honra la culpa. Animaron estas palabras de tal suerte a la
legión, que habiendo con un solo ímpetu rechazado al enemigo, llevándole a lugar
más abierto, le rompen y degüellan. Salidas en tanto del bosque las escuadras de
la vanguardia, fortificaron el alojamiento, desde donde tuvieron quieto y sin
estorbo el viaje, y los soldados, confiados en esta fresca victoria y perdida la
memoria de los pasados sucesos, fueron repartidos por sus alojamientos.
LII. Del aviso de estas cosas tuvo a un mismo tiempo Tiberio alegría y cuidado,
el cual, alegre de la apaciguada sedición, sentía por otra parte el ver que
Germánico hubiese ganado el favor de los soldados, concediéndoles tan aprisa el
dinero y la licencia, y que fuese adquiriendo tanta gloria militar. Refirió con
todos estos sucesos en el Senado, y dijo mucho de su valor, más con ornamento de
palabras que con afecto de corazón. Con más brevedad alabó a Druso y el fin de
los movimientos del Ilírico, aunque con más sinceridad y con mayor afecto. Con
todo eso ratificó al ejército de Panonia todas las gracias que Germánico había
concedido al suyo.
LIII. Murió aquel año Julia, desterrada por su padre Augusto a causa de su
deshonestidad, primero a la isla Pandataria y después a Regio, la que está sobre
el mar de Sicilia (4). Ésta, casada con Tiberio, mientras florecían Cayo y Lucio
Césares, lo menospreció como desigual suyo, que fue la más secreta y verdadera
causa de la larga residencia que Tiberio hizo en Rodas, el cual, llegado al
Imperio, infame ella ya y bandida, y después de la muerte de Agripa Póstumo,
privada de toda esperanza, la hizo morir de hambre y de miseria, imaginando que
no se hablaría de su muerte a causa de su largo destierro. Igual causa le movió
a usar la misma crueldad contra Sempronio Grato, el cual, de noble linaje, de
ingenio despierto y maliciosamente fecundo, había violado a la misma Julia
mientras fue mujer de Agripa. No tuvo fin aquí su disolución, porque, casada en
segundo matrimonio con Tiberio, la instigaba el obstinado adúltero a
menospreciar y aborrecer a su marido, teniéndose por cierto que las cartas que
Julia escribió a su padre Augusto cargando a Tiberio habían sido compuestas por
Grato, a cuya causa, desterrado a Cercina, isla en el mar de África, después de
haber sufrido el destierro de catorce años, se enviaron soldados para matarle, a
los cuales, hallándole en la ribera pensativo, como si adivinara la mala nueva,
pidió un poco de espacio para escribir a su mujer Aliara. Hecho esto ofreció el
cuello a los matadores, mostrándose con la constancia de la muerte no indigno
del nombre de Sempronio, del cual en vida había degenerado. Han escrito algunos
que no se enviaron estos soldados de Roma, sino por Lucio Asprenate, procónsul
de África, de orden de Tiberio, el cual esperó, aunque en vano, cargar a
Asprenate solo la fama del homicidio.
LIV. Este mismo año fueron admitidas ciertas nuevas ceremonias; es, a saber: la
compañía de los sacerdotes augustales, a la manera que antiguamente Tito Tacio,
queriendo introducir en Roma la religión y los sacrificios de los sabinos, dio
principio a la de los tacios. Veintiuno fueron los que se sacaron por suerte de
los principales de la ciudad, pero añadiéronse después Tiberio, Druso, Claudio y
Germánico. Los juegos augustales, comenzados entonces la primera vez, fueron
turbados por la discordia de los histriones. Augusto había dado muestras de
gustar de semejantes pasatiempos por agradar a Mecenas, perdido por los donaires
de Batilo, si bien él de suyo no los aborrecía, teniendo por acto civil y
necesario el mezclarse tal vez en los deleites del vulgo. Seguía Tiberio otro
camino, puesto que no se atrevía a reducir a su dureza un pueblo regido tantos
años apaciblemente.
LV. Hechos cónsules Druso César y Cayo Norbano, se decretó el triunfo a
Germánico, durando todavía la guerra, a la cual, si bien se aparejaba con todo
su poder para el verano, la anticipó al principio de la primavera con improvisa
correduría en el país de los cattos, no sin esperanza de hallar divididos los
enemigos, con ocasión de los bandos, entre Arminio y Segesto, famosos y
estimados ambos a dos, el uno por su deslealtad y el otro por su fe para con
nosotros. Mientras Arminio trataba de rebelar la Germania, Segesto descubrió
muchas veces los aparejos de la rebelión, y particularmente en el último
banquete, después del cual se tomaron las armas, descubrió la resolución y
persuadió a Varo que le prendiese a él mismo, a Arminio y a los demás
principales, diciendo que no intentaría cosa el pueblo si le quitaban el apoyo
de los príncipes, y que después habría harto tiempo para separar los inocentes
de los culpados. Fue muerto al fin Varo por la fuerza de su destino y por la
violencia de Arminio. Segesto, aunque llevado a la guerra por el común
consentimiento de aquella nación, estaba con todo eso con el ánimo apartado,
añadidos los odios particulares con Arminio, por haberle robado una hija
prometida a otro, yerno, aborrecible al suegro enemigo; todo lo que entre otros
hubiera sido vínculo de amor era entre éstos, ya entre sí discordes, ocasión de
enojo.
LVI. Germánico pues, dando a Cecina cuatro legiones, cinco mil auxiliarios y
algunas escuadras recogidas aprisa de germanos de acá del Rin, él, con otras
tantas legiones y doblado número de confederados, habiendo hecho un castillo
sobre las ruinas de otro levantado por su padre en el monte Tauno, pasa con el
ejército, sin bagaje y desembarazado, a las tierras de los cattos, dejando a
Lucio Apronio el cargo de asegurar los caminos y guardar los pasos de los ríos;
porque el tiempo enjuto, cosa que sucede pocas veces debajo de aquel cielo, y la
poca agua de las riberas, que le habían hecho evitar un largo rodeo, le dieron
ocasión de temer a la vuelta grandes lluvias y crecientes. Llegó, pues, tan de
improviso a los cattos, que los débiles de edad o de sexo fueron en un instante
presos o muertos. La juventud, pasado a nado el río Adrana, impedía a los
romanos el hacer en él un puente; hasta que desalojados después de haber tentado
en vano las condiciones de la paz, y con las saetas y otros tiros arrojados con
los ingenios, pasándose algunos a Germánico, los otros, desamparando las villas
y lugares, se esparcieron por aquellas selvas. El César después de haber quemado
a Mattio (5), metrópoli de aquella nación, robado los lugares abiertos, tornó la
vuelta del Rin, no habiéndose atrevido los enemigos a darle a la cola, como
acostumbran cuando, más por astucia que por miedo, dan muestras de retirarse.
Los queruscos hubieran ayudado de buena gana a los cattos, si Cecina no los
amedrentara con mover las armas a todas partes y a los marsios, que se
atrevieron a esperarle, rompió prósperamente.
LVII. No mucho después llegaron embajadores de Segesto pidiendo ayuda contra la
violencia del pueblo, de quien estaba sitiado, prevaleciendo entre ellos Arminio,
a causa de que les persuadía a la guerra, porque entre los germanos, cuanto uno
se muestra más animoso, tanto es tenido por más fiel, y él tiene más crédito
durante la sedición. Había Segesto añadido a los embajadores su hijo Segismundo,
mas el mancebo se temía, porque el año que se rebeló la Germania, siendo
sacerdote en Ara de los Ubios, rompió las vendas, insignia del sacerdocio, y
huyó a los rebeldes. Confiado al fin de la clemencia romana, refirió las
comisiones de su padre, y recibido benignamente, fue enviado con escolta a la
ribera siniestra del Rin que mira a la Galia. Germánico, alegre de volver otra
vez al ejército contra el enemigo, peleó con los que sitiaban a Segesto, a quien
libró junto con buen número de sus parientes y allegados, entre los cuales se
hallaban muchas mujeres nobles y la mujer del mismo Arminio, hija de Segesto, de
ánimo más inclinado al marido que al padre, como lo mostraba el aspecto sin
lágrimas, la boca sin ruegos, las manos plegadas al pecho y los ojos clavados en
el vientre crecido con el preñado. Traíanse también los despojos de la rota de
Varo, cabidas en parte de presa a muchos de los que entonces se habían vendido.
Venía juntamente Segesto, de noble presencia, y, por la conciencia segura de su
buena fe, sin muestra de temor, el cual habló de esta manera:
LVIII. No es para mí este día el primero que testifique mi constancia y fe para
con el pueblo romano. Desde que fui hecho ciudadano vuestro por el divo Augusto,
elegí los amigos y enemigos conforme a vuestra utilidad; no por odio que yo
tuviese a mi patria, que aun a los mismos que reciben el beneficio son
desagradables los traidores, mas porque teniendo por mejor a la paz que a la
guerra, la juzgaba por útil a los romanos y a los germanos. Puse en poder de
Varo, capitán entonces de ejército, a Arminio, robador de mi hija y violador de
la paz. Perdida aquella ocasión por flojedad del capitán, que difirió su castigo
para otro tiempo, visto que no se podía fiar en su justicia, le requerí
instantáneamente que nos prendiese a mí, a Arminio y a los demás culpados.
Sírvame de testigo aquella noche, que pluguiera a los dioses fuera la postrera
de mi vida, pues cuanto después ha sucedido es más digno de llanto que de
excusa. Finalmente puse a Arminio en cadenas, y las mismas sufrí también yo por
los de su facción. Mas después que he tenido lugar de llegar a ti, prefiero las
cosas viejas a las nuevas y a los tumultos la quietud; no por esperanza de
premio, mas por purgarme de la infidelidad y poder servir de medianero a la
nación germana, si acaso escoge antes el arrepentimiento que esperar su ruina.
Ruégote excuses el yerro y la juventud de mi hijo, pidiendo en su nombre perdón.
Confieso que mi hija se halla aquí forzadamente; a ti queda el resolver cuál
cosa sea más considerable: o el estar preñada de Arminio o el haber nacido de
Segesto. El César, con amorosa respuesta, prometió a sus hijos y a sus amigos
perdón, y a él el lugar acostumbrado en la provincia. Hecho esto, dio la vuelta
con el ejército, y por orden de Tiberio aceptó el nombre de emperador. Poco
después parió la mujer de Arminio un hijo, del cual, criado en su niñez en
Ravena, trataremos a su tiempo y de cómo después sirvió de juguete a la fortuna.
LIX. La fama de haberse reducido Segesto y que había sido recibido benignamente
fue oída con esperanza y con dolor, conforme a lo que cada cual temía o deseaba.
Arminio, a más de su fiereza natural, loco por la pérdida de su mujer y por el
parto sujeto a servidumbre, andaba por los queruscos moviendo los ánimos y
persuadiéndoles a que tomasen las armas contra Segesto y contra el César. Ni se
iba a la mano en las injurias, diciendo: Egregio padre, gran emperador, valeroso
ejército, que con tanta gente han robado una mujercilla. Por mis manos han sido
degolladas tres legiones con otros tantos legados; manos acostumbradas a hacer
la guerra, no con traiciones ni contra mujeres preñadas, sino a la descubierta y
contra enemigos armados. Todavía se ven en los sagrados bosques de Germania las
banderas romanas colgadas a los dioses de la patria. Goce Segesto de la vendida
ribera; restituya a su hijo al sacerdocio, que nunca le acusarán bastantemente
los germanos de haber sido ocasión de que se viesen entre el Albis y el Rin las
varas, las segures y la toga; que a las gentes que no conocían al Imperio romano
les eran también incógnitos sus rigurosos castigos y excesivos tributos, de los
cuales descargados ya y rehusado aquel Augusto puesto entre los dioses, y aquel
electo Tiberio, no quisiesen temer a un mozo inexperto y a un ejército
amotinado. Que si amaban más a la antigua patria y a sus propios padres que a
los señores nuevos, a las nuevas colonias, siguiesen antes a Arminio, para
gloriosamente defender su libertad, que a Segesto, autor de una infame
servidumbre.
LX. Movieron estas palabras no sólo a los queruscos, pero las naciones vecinas;
con que inducido a seguir su partido Inguiomaro, tío paterno de Arminio, de
antigua autoridad y crédito con los romanos, pusieron al César en mayor cuidado;
y así, temiendo que no le cargase encima todo el peso de la guerra, para
divertir al enemigo envió a Cecina con cuarenta cohortes romanas al río Amisia,
por las tierras de los brúcteros. Pedón, prefecto del campo, llevó la gente de a
caballo por los confines de Frisa; él, haciendo embarcar cuatro legiones, las
pasó por el lago, conque se vinieron a recoger junto a las riberas de aquel río,
la infantería, caballería y armada. Los caucios, que ofrecían ayuda a los
romanos, fueron recibidos en su compañía, y los brúcteros, que quemaban sus
propias tierras, rotos por Lucio Estertinio, a quien Germánico envió contra
ellos con gente suelta; el cual, entre la matanza y la presa, halló el águila de
la legión diez y nueve, perdida con Varo. Pasó después el ejército a las últimas
partes de los brúcteros habiéndose quemado el país que cierran los ríos Amisia y
Lippa (6), no lejos del bosque de Teutobergue, donde decían hallarse todavía sin
sepultura los huesos de las legiones de Varo.
LXI. De aquí le vino deseo al César de hacer las funeralias a los capitanes y
soldados muertos allí, movido a compasión todo el ejército, por la memoria de
sus parientes y amigos, del caso mismo de la guerra y fortuna de los hombres.
Fue enviado delante Cecina a reconocer la espesura de las selvas, hacer puentes
y calzadas en los lugares pantanosos y atolladeros; marchan, pues, por aquellos
lugares tristes y dolorosos, horribles a la vista y la memoria. Veíanse los
primeros alojamientos de Varo, de gran circuito, y medidos los principios (7),
mostraban ser de tres legiones; las trincheras después, medio arruinadas y el
foso poco hondo, daban indicio de haberse retirado allí las reliquias del
ejército. Veíanse por la campaña los huesos blanqueando, esparcidos o juntos,
según habían huido o hecho rostro; pedazos de armas, huesos de caballos, cabezas
de hombres ensartadas en los troncos, y en las selvas vecinas estaban los
bárbaros altares sobre los cuales habían sido muertos los tribunos y los
centuriones del primer orden. Algunos que se habían hallado en la rota,
escapados de la refriega o prisión, decían: Aquí cayeron muertos los legados;
allí tomaron los enemigos las águilas; acullá recibió Varo la primera herida, y
allí, con su infelice mano, se atravesó el pecho; en qué tribunal hizo su
parlamento Arminio; cuántas horcas mandó hacer para los cautivos; cuántas
sepulturas; cómo y con cuánta soberbia hizo escarnio y burla de las banderas y
de las águilas.
LXII. Así el romano ejército, seis años después de aquel estrago, recogió los
huesos de las tres legiones, sin poder discernir si eran de los extraños o de
los suyos, cubriéndolos a todos con tierra, como si fueran de amigos o
parientes, y aumentando con este acto el enojo y furor contra el enemigo. Al
fabricar el túmulo, puso el César el primer césped, gratísimo para con los
difuntos y compañero de los presentes en el dolor. No aprobó este hecho Tiberio,
o porque daba siempre malos sentidos a las acciones de Germánico, o porque
pensase que el ejército, con la vista de sus compañeros muertos y sin sepultura,
se haría más lento para llegar a las manos y tendría más temor al enemigo. Fuera
de que a un general ornado con el oficio de augur y de las más antiguas
ceremonias divinas no le estaba bien hallarse en mortuorios.
LXIII. Germánico, persiguiendo a Arminio, que se iba retirando a los lugares
fuertes, a la primera comodidad mandó a la caballería que se enseñorease de la
campaña donde el enemigo se había puesto. Arminio, que ya había advertido a los
suyos de recogerse presto a los bosques, en un instante les hace volver el
rostro, y da la seña para que saliesen a la refriega los que estaban de
emboscadas. Desordenada la caballería por estas nuevas escuadras, envió el César
las cohortes auxiliarias; mas impedidas por las tropas que volvían huyendo, se
aumentó el espanto y hubieran sido llevadas engañosamente a unos pantanos
conocidos por los germanos vencedores, y dañosos para quien no los tenía en
práctica, si el César no se presentara con las legiones, las cuales, con dar
terror al enemigo y ánimo a los nuestros, hicieron que la refriega se acabase
sin ventaja. Vuelto después Germánico al río Amisia con el ejército, volvió a
embarcar las legiones en la forma que habían venido, enviando la vuelta del Rín
por la orilla de la mar una parte de los caballos. Cecina, que volvía con su
ejército por el camino ordinario, fue advertido de que cuanto antes pudiese
pasase a Pontelongo (éste es un estrecho camino entre aquellos pantanos, puesto
ya en forma de dique por Lucio Domicio), siendo lo demás del país, o pantanoso,
o lleno de un lodo tenaz y pegajoso, o atravesado de arroyos. Está rodeado este
puesto de bosques, que en figura de teatro poco a poco se van dejando caer hacia
lo llano, los cuales Arminio con ordenanza desembarazada, ganando la vanguardia
a nuestro ejército, grave de armas y de bagaje, había guarnecido de gente.
Cecina, dudoso de cómo pudiese a un mismo tiempo rehacer los puentes rotos de
vejez y rechazar al enemigo, pareció que debía plantar su alojamiento en el
mismo lugar, y que parte trabajase mientras la otra parte peleaba.
LXIV. Los bárbaros, procurando romper los cuerpos de guardia y pasar a ofender a
los que trabajaban, los provocan, los rodean y acometen, mezclándose los
clamores de los que pelean con las voces de los que trabajan; todo era contrario
a los romanos: el suelo lleno de agua y de lodo, incapaz de regir los pies con
firmeza, y, en sacándolos, resbaladero; los cuerpos cargados de armas, sin
poderse servir dentro del agua de sus armas arrojadizas. Al contrario, los
queruscos, acostumbrados a pelear dentro de los pantanos, eran grandes de cuerpo
y peleaban con largas picas acomodadas a herir de lejos. Finalmente, la noche
salvó las legiones de una batalla en que, forzosamente, habían de llevar lo
peor. Los germanos, no curando del trabajo, llevados de la prosperidad, sin
tomar un punto de reposo, encaminan a lo bajo todas las aguas que nacían en
aquellos collados, de tal manera que, empapada la tierra y desmoronada la obra,
se les dobló el trabajo a los soldados romanos. Tenía Cecina cuarenta años de
soldado entre el obedecer y el mandar, y, habiendo probado la buena o la mala
fortuna, estaba sin terror ni alteración. Y considerando lo por venir, no halló
mejor remedio a la necesidad presente que hacer de suerte que el enemigo no
pudiese salir del bosque hasta tanto que los heridos y todo el bagaje y los
embarazos hubiesen pasado adelante, porque entre los pantanos y los montes se
extendía un llano harto capaz para poder poner en batalla un escuadrón no muy
grande. Acomódanse, pues, las legiones, la quinta al lado derecho, la veintiuna
al izquierdo; la primera para guiar a las demás, y la veintiuna para asistir a
los que siguiesen.
LXV. Fue por diferentes causas a todos inquieta la noche: a los bárbaros, por
las fiestas y convites que con alegre canto y horribles gritos henchían el valle
y los bosques resonantes; a los romanos, pequeños fuegos, voces interrumpidas,
echados acá y acullá junto los reparos, dando vueltas alrededor de las tiendas,
antes desvelados que vigilantes. Espantó al capitán un sueño cruel: parecióle
que veía salir de aquellos pantanos a Quintilio Varo, sucio de sangre, y que oyó
que lo llamaba; aunque rehusando el seguirle, le desvió la mano que le ofrecía.
Al abrir del día, las legiones de los lados, o por temor o por poca obediencia,
desampararon sus puestos, retirándose a lo enjuto. No los embistió Arminio, como
pudiera, en aquel punto; mas cuando los vio embarazados en el lodo, el bagaje en
los fosos, a los soldados en conocido trabajo y desorden, las banderas mezcladas
y confusas, y, como suele suceder en tales aprietos, cuidadoso cada cual de sí
mismo y sordo a las provechosas órdenes del capitán, manda a sus germanos que
embistan gritando él: Veis allí a Varo y a las legiones vencidas otra vez por el
mismo hado. Y diciendo esto cierra acompañado de gente escogida, y abre el
escuadrón romano, hiriendo particularmente a los caballos, los cuales, cayendo
en aquel suelo pantanoso y bañado de su sangre, caían sobre sus propios señores,
atropellaban a los circundantes y pisaban a los ya caídos. El mayor trabajo fue
el que se pasó junto a las águilas, no pudiéndose llevar contra las armas
arrojadas, ni hincarlas bien en aquel terreno lodoso y blando. Cecina,
sustentando la batalla, hubiera de quedar en prisión a causa de haberle muerto
el caballo, si no fuera socorrido por la legión primera. Aprovechó la codicia de
los enemigos, que por acudir a la presa dejaban de matar; conque hacia la tarde
pudieron pasar a lo llano y enjuto las legiones. No tuvieron fin aquí las
miserias; fue necesario plantar estacas y buscar materia para fortificarse,
puesto que se habían perdido la mayor parte de los instrumentos de cavar y
vaciar la tierra, de hacer fajina y cortar céspedes; no había tiendas para los
manípulos, ni forma de curar los heridos, y al repartir de los bastimentos se
hallaron todos llenos de lodo y de sangre; lamentaban con esto aquellas funestas
tinieblas, y lloraban el solo y último día que les quedaba de vida a tantos
millares de hombres.
LXVI. Acaso un caballo, habiendo roto el cabestro y corriendo de acá y de acullá
espantado de las voces y del ruido, hizo huir a algunos de los que concurrieron
a detenerle; esto, pues, causa tal espanto en el ejército, pensando que los
germanos entraban en el campo, que a gran furia comenzaron todos a acudir a las
puertas, especial a la decumana, como la más apartada del enemigo y la más
segura para los que huían. Cecina, asegurado de que era alarma falsa, no
pudiendo con autoridad, con ruegos ni con la espada detener a los fugitivos, se
tiende sobre el lindar de la puerta para cerrar el paso a los que se
avergonzasen de pisar el cuerpo de su legado; ayudó mostrar entretanto los
tribunas y centuriones la vanidad del temor.
LXVII. Entonces, juntándoles a todos en los principios, mandando que escuchasen
con silencio, les pone por delante el tiempo y la necesidad. Que no les quedaba
otro camino de escapar que el de las armas, de las cuales convenía usar con
prudencia, estándose dentro de los reparos hasta que el enemigo, esperando el
entrados por fuerza, se llegase de más cerca a ellos, y que entonces era
menester salir de golpe por todas partes y de aquella salida conducirse al Rin,
donde, si se tomaba desde luego la fuga, habían de pasar mayores bosques,
pantanos más inaccesibles y contrastar con enemigos más crueles; propone a los
vencedores honra y gloria infinitas; acuérdales las cosas estimadas en la paz y
honradas en la guerra, callando las adversas. Tras esto distribuye y reparte los
caballos, comenzando por los suyos y de los legados y tribunos sin algún
respeto, entre los más valerosos y atrevidos, para que ellos primeros y después
la infantería embistiesen al enemigo.
LXVIII. No estaban menos inquietos los germanos, combatidos de la esperanza, de
la codicia y de diversos pareceres de capitanes. Aconsejaba Arminio que los
dejasen salir, y que de nuevo los metiesen en lugares pantanosos, embarazados.
El parecer de Inguiomaro fue más feroz, y a esta causa más a gusto de aquellos
bárbaros; es, a saber: que se rodeasen los reparos, que siendo fácil su
expugnación sería mayor el número de prisioneros, y gozarían de la presa más
entera. Así, pues, venido el día comienzan a henchir los fosos, arrojan cantidad
de zarzos, trepan por las estacas guardadas de pocos soldados, y ésos como
mostrándose temerosos; mas cuando los romanos vieron que el enemigo se había
puesto en razonable distancia, dada la señal de arremeter, salen con gran
estrépito de cuernos y trompetas, y a grandes voces, mientras los obligaban a
volver las espaldas, les iban diciendo: Que allí sí era buen lugar de pelear
donde no había bosques ni pantanos, sino el campo sin ventaja y los dioses no
parciales. Habíanse prometido los enemigos la victoria fácil, imaginando que
eran pocos y desanimados los que defendían el alojamiento; y así concibieron el
estruendo de las tropas y resplandor de las armas por tanto mayor, cuanto lo
habían tenido menos; y como demasiado atrevidos en el tiempo próspero, perdidos
de ánimo en el adverso, caen y perecen. Huyeron Arminio e Inguiomaro el primero
sano y el segundo malherido; el vulgo fue pasado a cuchillo todo el tiempo que
duraron la cólera y el día. Recogidas, finalmente, las legiones a la noche,
aunque con más heridos y con la misma necesidad de bastimentos, tomaron fuerzas,
salud, abundancia y todo lo demás de la victoria.
LXIX. Habíase esparcido tanto la fama del ejército sitiado, y que los germanos
iban con el suyo sobre las Galias, que si Agripina no hubiera prohibido el
romper el puente sobre el Rin, no faltara quien de puro miedo se hubiera
atrevido a tal vileza; mas aquella generosa mujer, haciendo aquellos días oficio
de capitán, dio a los soldados, según que se hallaban desnudos o heridos,
vestidos o medicamentos. Refiere Cayo Plinio, escritor de las guerras de
Gerrnania, que se puso a la entrada del puente, y que allí alababa y engrandecía
el valor de las legiones cuando a su vuelta iban pasando.
Penetraron estas cosas más vivamente el ánimo de Tiberio, pareciéndole que no se
tomaban aquellos cuidados con sencillez, y que no era posible que Agripina
procurase el favor de los soldados para servirse de ellos contra extranjeros.
¿Por ventura -decía- quédale algo que hacer al emperador, si una mujer reconoce
los manípulos, visita las banderas, ofrece donativos, como si no le bastase para
prueba de su ambición el traer consigo al hijo del general en hábito de soldado,
haciéndole llamar César Calígula? Que tenía ya Agripina más poder y autoridad en
los ejércitos que los legados y que los generales, pues ella sola había quietado
la sedición, a quien no pudo resistir el nombre y la autoridad del príncipe.
Agravaba y acriminaba estas cosas Seyano, y conociendo el natural de Tiberio
encendía a lo largo los odios para que, reteniéndolos en sí, los pudiese
desfogar después a su tiempo más gravemente.
LXX. Mas Germánico, por que la armada, fuese más ligera en aquella mar de poco
fondo, o en el reflujo encallase con menos peligro de las legiones embarcadas,
dio a Publio Vitelio la segunda y la catorcena para que las llevase por tierra.
Tuvo Vitelio el principio de su viaje harto apacible por ser el terreno enjuto y
no llegar allí el ordinario flujo de las ondas; mas sobreviniendo un maestral
furioso, ayudado de la estrella del equinoccio acostumbrada a hinchar las aguas
del Océano, comenzó la ordenanza a ser combatida y llevada de acá y de acullá,
inundándose la tierra de manera que la mar, las riberas y los campos se
mostraban de un mismo aspecto, sin poderse discernir los lugares vadeables de
los profundos, ni el suelo firme de la arena inconstante y falsa. Arrebatan y
sorben las ondas los caballos y bagajes; los cuerpos muertos de hombres y
animales sobreaguados embarazan y embisten a los vivos; mézclanse entre sí los
manípulos, con el agua ya a los pechos, ya a la garganta, y muchos en no
pudiendo apearse iban a fondo; no aprovechaban voces ni exhortaciones, ni se
diferenciaba en el contraste de las ondas el valeroso del vil, el sabio del
ignorante, ni el consejo del caso, que todo era arrebatado de igual violencia.
Finalmente, reducido Vitelio con inmenso trabajo a lugar más alto, condujo
también lo restante del ejército, alojando aquella noche sin bagaje y sin fuego,
la mayor parte desnudos o con el cuerpo aterido, no con menor miseria que los
que tenía sitiados el enemigo, antes con mucha más, por quedarles a aquellos el
uso de una honrada muerte, y a éstos aparejárseles un fin vergonzoso.
Restituyóles el día la tierra, con que pudieron pasar al río Visurgo, donde
estaba el César con la armada, y allí se embarcaron las legiones, habiendo
corrido voz que eran anegadas, tal, que hasta que las vieron volver con el
César, no se acabaron de asegurar de su salud.
LXXI. Ya Estertinio, enviado delante a recibir a Sigimero, hermano de Segesto,
que se pasaba a los romanos, le había conducido a la ciudad de los Ubios, en
compañía de su hijo; perdonóse a los dos, aunque con más facilidad a Sigimero;
con el hijo se tardó un poco más, inculpado (según se dijo) de haber ultrajado
el cuerpo de Quintilio Varo. Contendían entre sí las Galias, las Españas y la
Italia en rehacer los daños del ejército, ofreciendo cada una lo que se hallaba
más pronto, armas, caballos y oro. Germánico, loada su voluntad, recibió
solamente para la guerra las armas y los caballos, socorriendo a los soldados de
su propio dinero, y por divertir la memoria de aquella adversidad con su
apacible trato, visitaba a los heridos, alababa el valor de todos, miraba los
golpes recibidos; a unos con la esperanza, a otros con la honra, y a todos con
palabras amorosas, confirmaba y entretenía en su amor y en el deseo de nuevas
batallas.
LXXII. Este año por decreto del Senado se concedieron las insignias triunfales a
Aulo Cecina, a Lucio Apronio y a Cayo Silio, por los servicios hechos
acompañando a Germánico. Tiberio rehusó el nombre de padre de la patria,
ofreciéndoselo muchas veces el pueblo, ni permitió que se obligase alguno con
juramento a observar sus mandatos, aunque lo decretó así el Senado, acostumbrado
él a decir muchas veces que eran inciertas todas las cosas mortales, y que
cuanto más levantado le tuviesen sus honores, tanto más peligrosa podía ser la
caída. No por esto mostraba compostura en el ánimo, habiendo vuelto a introducir
la ley de laesae majestatis, conocida también de los antiguos por este mismo
nombre. Mas los jueces de aquel tiempo juzgaban por ella diferentes cosas, como
si alguno hacía traición al ejército, movía sedición, o por haber administrado
mal su cargo disminuía la majestad del pueblo romano; finalmente, se castigaban
entonces por esta ley los hechos, sin hacer caso de las palabras. Augusto fue el
primero que, con capa de esta ley, comenzó a conocer por ella de los libelos
infamatorios, enojado por la insolencia de Casio Severo, el cual, con sus
deshonestos escritos, iba infamando muchos hombres y mujeres ilustres.
Preguntado, pues, Tiberio de Pompeyo Macro, pretor, si quería que administrase
justicia por las cosas tocantes al delito de laesae majestatis, respondió que
era necesario dar vigor a las leyes. Fue también él exasperado con versos de
incierto autor publicados sobre su crueldad y soberbia y sobre la discordia con
su madre.
LXXIII. No será fuera de propósito referir los delitos de que fueron acusados
Falanio y Rubrio, caballeros romanos, para que se vea con qué principio y con
cuáles artificios de Tiberio se levantó poco a poco un gran incendio, cómo
después se apagó y cómo ardió de nuevo hasta abrasado todo. Fue inculpado
Falanio de que entre otros adoradores de Augusto, porque en casi todas las casas
se habían fundado cofradías para esto, había recibido a un cierto histrión
llamado Casio, infame de su cuerpo, y de haber, con la venta que hizo de sus
huertos, enajenado también la estatua de Augusto. Rubrio fue inculpado de haber
afirmado falsamente una cosa, jurando por el nombre del mismo Augusto. Advertido
de esto Tiberio, escribió a los cónsules que no había sido dado con decreto el
cielo a su padre para que aquel honor redundase en daño de los ciudadanos; que
Casio, histrión, acostumbraba a intervenir, como los demás de su oficio, en los
juegos dedicados por su madre a la memoria de Augusto, ni era contra la religión
que sus estatuas ni las de otros dioses se incluyesen en la venta de los huertos
o de las casas; que el perjurio se debía calificar como ofensa hecha a Júpiter,
el cual y los demás dioses suelen tomar a su cargo el vengar sus propias
injurias.
LXXIV. No pasó mucho tiempo que a Granio Marcelo, pretor de Bitinia, fue puesta
acusación de laesae majestatis por Cepión Crispino, su cuestor, firmada por
Romano Hispón, el cual comenzó una forma de vida que la hicieron después famosa
la miseria de los tiempos y la temeridad de los hombres. Porque siendo pobre,
inquieto y no conocido, mientras, sirviendo de espía secreta, se acomoda poco a
poco con la condición de este príncipe cruel, poniendo después en peligro a los
más nobles, granjeando el favor de uno solo con odio de todos, dio tal ejemplo,
que seguido de muchos, hechos de pobres ricos y de abatidos tremendos,
ocasionaron primero a otros, y después a sí mismos, la última ruina. Oponía éste
a Marcelo, que había hablado mal de Tiberio, delito inevitable, escogiendo el
acusador entre las acciones del príncipe las más dignas de vituperio con que
inculpar al reo, para que, siendo verdaderas, fácilmente se pudiese creer que
habían sido dichas. Añadió Hispón que Marcelo había puesto su estatua más alta
que la de los Césares, y a una de Augusto encajado la cabeza de Tiberio. De que
entró en tanta cólera, que, roto el silencio, comenzó a gritar: Querer él mismo
en aquella causa dar descubiertamente su voto, jurándolo para necesitar a los
demás que hiciesen lo mismo. Estaban todavía en pie los vestigios de la
desahuciada libertad, y así, Cneo Pisón dijo:¿Cuándo lo darás, oh César? Si lo
das primero tendré a quien seguir; si último, temo por error el discordar de ti.
Vuelto en sí con estas razones Tiberio, cuanto más incautamente había
descubierto su enojo, tanto más arrepentido sufrió que el reo fuese absuelto de
la imputación de majestad, remitiendo a jueces delegados la causa de residencia.
LXXV. Mas Tiberio, no contento con hallarse presente al juicio de los senadores,
quería asistir también a las audiencias del pretor, sentándose en uno de los
brazos del Tribunal, por no obligar al pretor a levantarse de su silla curul;
adonde se ordenaron muchas cosas en presencia, con las negociaciones y ruegos de
ciudadanos poderosos; si bien mientras se atendía aparentemente a la justicia,
se aniquilaba con efecto la libertad. Entre estas cosas, quejándose Pío Aurelio,
senador, de que se le hubiesen derribado sus casas para la comodidad de una
calle pública y de un acueducto, pidiendo al Senado la restauración del daño, y
oponiéndose los pretores del Tesoro, le satisfizo y pagó César de su dinero,
vanagloriándose de hacer gastos honrados, y retuvo esta virtud todo el tiempo
que tardó en despojarse de las otras. A Propercio Célere, que había sido pretor
y por su pobreza pedía ser quitado del orden senatorio, averiguado que tenía
poco patrimonio, le dio 25.000 ducados (1.000.000 de sestercios). A otros que
tentaron lo mismo, mandó que justificasen su causa con el Senado, porque,
deseando ser tenido por severo, procuraba proceder con aspereza hasta en las
cosas bien hechas. Mas ellos antepusieron el silencio y la pobreza a la
confesión de la verdad y al beneficio.
LXXVI. En aquel año, el Tíber, aumentado de continuas lluvias, cubrió lo llano
de la ciudad, y al volver a su madre ocasionó ruina de edificios y muertes de
personas. Por lo cual aconsejó Asinio Galo que se recurriese a los libros de las
sibilas; mas estorbólo Tiberio, deseoso igualmente de encubrir las cosas divinas
y las humanas. Dio con todo eso el cargo de refrenar las inundaciones del río a
Ateyo Capitón y a Lucio Aruncio; decretóse que las provincias Grecia y
Macedonia, las cuales pedían ser aliviadas de imposiciones, fuesen por el
presente descargadas de tener procónsul (8), haciéndolas del gobierno peculiar
de César. Presidió Druso los juegos gladiatorios que se hacían en nombre suyo y
de su hermano Germánico; aunque demostró demasiado gusto de ver aquella sangre
vil, cosa que admiró al vulgo y dio ocasión a que le reprendiese su padre. Eran
diversos los pareceres por qué Tiberio no había intervenido en aquellos
espectáculos: unos decían que aborrecía verse entre tanta gente; otros, que por
su condición triste y melancólica, y medrosa de ser parangonado con Augusto, el
cual asistía alegre y cortésmente en semejantes fiestas. No creeré yo a lo menos
que lo hizo por dar ocasión a su hijo de descubrir su crueldad al pueblo,
haciéndose con esto odioso, supuesto que no faltó quien lo dijese.
LXXVII. El desorden y la sobrada libertad del teatro, que comenzó el año
precedente, reventó en esta ocasión con daño más grave; porque no sólo hubo
muertos de gente del pueblo, sino soldados y un centurión entre ellos, y herido
un tribuno de la cohorte pretoria, mientras procuraban estorbar el alboroto del
vulgo y que no se dijesen injurias a los magistrados. Tratóse en el Senado de
esta sedición, y hubo votos de que los pretores pudiesen hacer azotar a los
histriones (9). Estorbólo Haterio Agripa, tribuno del pueblo, que fue reprendido
por una oración de Asinio Galo, callando Tiberio por dar al Senado aquella
apariencia de libertad. Prevaleció con todo eso la opinión del tribuno, por
haber declarado una vez el divo Augusto que los histriones eran exentos de
azotes; ni a Tiberio le era lícito contravenir a sus decretos. Con todo eso se
ordenaron muchas cosas acerca de poner tasa a los gastos de semejantes juegos, y
entre las cosas que se decretaron para evitar los desórdenes de sus fautores,
las más notables fueron: Que ningún senador entrase en casa de comediante; que
ningún caballero los acompañase en público, ni los llevase a su lado, y que no
fuese lícito el verlos representar sino en el teatro; diose también poder a los
pretores de castigar con destierro las insolencias de los que los viesen
representar.
LXXVIII. A los españoles, que pedían licencia para fabricar un templo a Augusto
en la colonia Tarraconense, se les concedió; que sirvió después de ejemplo a las
demás provincias. Suplicando el pueblo que se extinguiese un derecho llamado el
centésimo de las cosas vendibles, impuesto después de las guerras civiles,
declaró por edicto Tiberio que el Tesoro ordinario para la paga de los soldados
se fundaba sobre aquel subsidio, y juntamente que la República quedaría muy
cargada si se daba licencia a los soldados viejos antes de haber servido veinte
años. Y así fue para lo de adelante, anulado el mal consejo que se tomó para
aplacar las sediciones pasadas concediendo licencia en habiendo servido
dieciséis.
LXXIX. Propúsose después en el Senado por Aruncio y Ateyo, si para moderar las
inundaciones del Tíber era acertado divertir a otras partes los ríos y lagos de
quien se engrandece. Oyéronse sobre ello los embajadores de los municipios y
colonias. Rogaban los florentinos que la Clana, sacada de su madre, no se
hiciese entrar en el Arno, de que se les podía seguir daño notable. Discurrían
los de Interamnia (10) de la misma manera, mostrando que se perderían los más
fértiles campos de Italia si se dividía en ramos el río Nar, como ya estaba
determinado que se hiciese, con tan conocido peligro de empantanarse todos. No
callaban los reatinos, rehusando el cerrar el lago Velino por la parte que
desemboca en el Nar, porque era cierto que inundaría con daño de las tierras
vecinas; que Naturaleza había proveído con gran acuerdo a todas las cosas de los
mortales, dando a los ríos sus bocas y sus cursos y ordenándoles su principio y
su fin; que era justo también reparar en la religión de los confederados, los
cuales tenían dedicados sacrificios, consagrados bosques y levantados altares a
los ríos de la patria; fuera de que ni el mismo Tíber quería correr con menor
gloria privado de sus propios tributos y natural grandeza. Los ruegos de las
colonias, la dificultad de la obra o la superstición pudieron tanto, que
concluyó el Senado en el parecer de Pisón, que fue de no innovar cosa.
LXXX. A Popeyo Sabinio le prorrogó el gobierno de la Mesia, añadiéndole la Acaya
y la Macedonia. Fue ésta una de las costumbres de Tiberio, continuar los
gobiernos, tal que dejó a muchos toda su vida en los mismos cargos de ejércitos
y de judicaturas. Dábanse para esto varias causas; unos decían que por librarse
del cuidado de haber de escoger tan a menudo nuevos sujetos, eternizaba sus
primeros juicios; otros creían que era pura envidia y malignidad, temiendo el
verlos gozar a muchos. Hubo también quien juzgó que así como era de ingenio
astuto, era también escaso de juicio, porque no buscaba hombres de singulares
virtudes, y por otra parte no dejaba de aborrecer los vicios; temía de los
buenos su propio peligro, y de los ruines el deshonor de la República. Y así,
por esta irresolución vino finalmente a término, que encomendó el gobierno de
provincias a personas a quienes otros no hubieran dejado salir de Roma.
LXXXI. De los comicios y las elecciones de cónsules que hubo en tiempo de este
príncipe y después de él, apenas me atreveré a decir cosa con certidumbre: tal
es la variedad que se halla, no sólo entre los autores, sino en sus oraciones
mismas. Porque unas veces sin nombrar al pretendiente le iba describiendo y
pintando su origen, su vida y los sueldos que había ganado, para que fuese
menester adivinar quién era; otras, dejando también estas significaciones,
rogaban a los candidatos en general que no quisiesen inquietar los comicios con
inteligencias y negociaciones, ofreciendo de encargarse él de este cuidado. Y
muchas veces declaraba no haber otros opositores que aquellos cuyos nombres él
había dado a los cónsules, y que podían darlos también todos los que se
asegurasen en sus méritos y favores: apariencia de buenas palabras, aunque en
efecto vanas o maliciosas; que cuanto se cubrían con mayor semejanza de
libertad, tanto más habían de resultar en una grave y cruel servidumbre.
Notas
(1) Especie de calzado que usaban los soldados romanos y hasta los centuriones,
aunque no los oficiales superiores. Era un zapato cerrado que cubría enteramente
el pie. Tenía una suela muy doble guarnecída de clavos y que estaba sujeta con
correas que cubrían la garganta del pie y rodeaban la parte baja de la pierna.
(2) Vetera Castra, por abreviación, Vetera.
(3) Acaso la selva de Heserwald, en el actual ducado de Cleves.
(4) Plinio la coloca en el golfo de Puzzoles, y Dión en las inmediaciones de la
Campania. El traductor español supone que era Pantanarea.
(5) Cabeza de los pueblos mattiacos, hoy Maspurg, tierra principal del landgrave
de Hassia.
(6) Uppa, río de Westfalia, afluente del Rin. Separaba los brúcteros, al Norte,
de los marcos, tubantes y sicambros, al Sur.
(7) Dábase este nombre a un espacio cuadrado, situado en medio del campamento,
donde estaban las tiendas de los jefes superiores, delante de las cuales se
ponían las águilas de las legiones, y había el Tribunal desde el cual se
arengaba y administraba justicia a los soldados, y el sitio donde se ofrecían
los sacrificios.
(8) Augusto habia repartido las provincias entre el Senado y él, Y dando a aquél
y al pueblo las más ricas y pacificas, se habia quedado con las de las fronteras
y más amenazadas, por consiguiente o de sublevaciones interiores o de los
enemigos de fuera. Las unas eran gobernadas por procónsules y las otras por
propretores. Los primeros tenian en apariencia más honores; los segundos más
poder. Pertenecian al Senado el África y la Numidia, el Asia, la Acaya o Grecia,
la Bética, la Galia Narbonense, la Cerdena con la Córcega, la Sicilia, la
Dalmacia, la Macedonia, la Creta y la Cirenaica, la isla de Chipre, la Bitinia
con la Propóntide y parte del Ponto. Las provincias imperiales eran: la España
Tarraconense, la Lusitania, las Galias, excepto la Narbonense, las dos Germanias,
la Celesiria, la Fenicia, la Cilicia, el Egipto, la Mesia, la Panonlia y todo lo
demás que no era del Senado.
(9) Aunque la palabra histrio, de origen etrusco, significa propiamente
pantomimo o bailarín de teatro, los romanos, empleándola en un sentido más
general, designaron con ella, hasta los tiempos de Cicerón, toda clase de
actores, asi del género cómico como del trágico. Sin embargo, después de la
introducción de las pantomimas en el reinado de Augusto, y que puede
considerarse como principio de la decadencia del teatro, se designó con el
nombre de histrión únicamente a los que se dedicaban a este género de
espectáculo.
(10) Interamnia (lo mismo que entre las aguas), nombre de dos ciudades de la
antigua Italia; la una, que es la de que habla aquí el autor, y es la conocida
hoy con el nombre de Temi, estaba situada en la Umbría, entre los brazos del Nar,
hoy Nera: y la otra, llamada en el día Teramo, estaba al sur del Piceno, entre
el Liris, hoy Garigliano, y el Melpis.
LIBRO SEGUNDO
Algunos movimientos en Oriente.- Vonón, rey de los partos, es echado de su reino por Artabano; huye a Armenia, de donde es hecho rey. - Es removido luego por Silano, presidente de Siria, medroso de las amenazas de Artabano. - TIberio, so color de los movimientos de Oriente, arranca a Germánico de entre sus legiones, obedeciendo él aunque no aprisa. - Antes de esto entra en Germania, y fabricada una armada de mil naves, costeando el océano, llega al río Amisia. - Envia sobre los angrivarios a Estertinio, que los saquea y degüella. - Luego, en dos famosas batallas vence: a los queruscos y a su capitán Arminio. - Corre a la vuelta una borrasca tan furiosa en el océano, que pierde gran parte de las naves.- En Roma es acusado, y en parte convencido de deseo de novedades, Libón Druso, el cual, no viendo en Tiberio señales de piedad para con él, se mata. - Marco Hortalo, nieto del orador Hortensio, propone en vano su extrema pobreza al príncipe. - Clemente, esclavo de Póstumo Agripa, sabida la muerte de su señor, finge ser él y altera con esta voz a Roma, donde tiene ocultos amigos y valedores; mas por diligencia de Salustio Crispo es preso sin ruido y traído a Roma.
I. En el consulado de Sisena Estatilio Tauro y Lucio Libón hicieron
movimiento los reinos orientales y las provincias sujetas al Imperio romano. El
principio vino de los partos, los cuales, pedido y aceptado un rey de Roma,
aunque del linaje de los Arsacidas, le despreciaron como a extranjero. Llamábase
este rey Vonón, el cual fue dado en rehenes a Augusto por Fraates, su padre;
porque si bien siendo éste Fraates, rey de los partos, había rechazado al
ejéréito y a los capitanes romanos (1), no por esto dejó de reconocer a Augusto
con toda reverencia y respeto (2), hasta enviarle, en confirmación de la
amistad, parte de sus hijos, no tanto por temor que tuviese a los nuestros, como
por no fiarse de los suyos.
II. Después de la muerte de Fraates y de algunos reyes que le sucedieron, por
causa de las matanzas intestinas, vinieron a Roma embajadores de parte de los
principales de Partia a pedir a Vonón como al de más edad entre los hijos de
Fraates. Tuvo esto César a muy gran gloria, y entregándosele cargado con ricos
dones, fue recibido allá con alegría de aquellos bárbaros, como las más veces
sucede en mudanzas de príncipes. Comenzaron poco después a avergonzarse,
pareciéndoles que habían degenerado de verdaderos partos, yendo a otro mundo a
pedir rey hecho ya y acostumbrado a los modos de vivir de sus enemigos. Dolíanse
de que el trono real de los Arsacidas era ya reputado y distribuido como una de
las provincias romanas. ¿Dónde está -decían ellos- la gloria de aquellos que
mataron a Craso y de los que pusieron en huida a Antonio, si un esclavo de
César, después de haber sufrido tantos años la servidumbre, viene ahora a
imperar a los partos? Provocaba él también el disgusto universal con apartarse
de los institutos y costumbres de sus predecesores, ir pocas veces a caza, no
deleitarse con caballos, sino haciéndose llevar por la ciudad en litera, y
aborreciendo las viandas y regocijos de su patria. Burlábanse también de que se
acampañase de griegos y de que tuviese cerrada y sellada con su sello (3) hasta
la más vil de sus alhajas. Mas la facilidad en dar audiencias y la cortesía que
usaba con todos eran virtudes no conocidas por los partos; y a causa de no haber
sido usadas por sus mayores, las calificaban también por vicios, con que
vinieron a aborrecer toda sus acciones, buenas y malas.
III. A cuya causa levantan a un Artabano (4), del linaje de los Arsacidas, que
se crió entre los dahos. Éste, roto en el primer reencuentro, reforzó después su
campo y conquistó el reino. Deshecho Vonón, no halló otro mejor refugio que en
Armenia, la cual por entonces estaba sin rey y situada en medio de los romanos y
de los partos, poderosos todos, a cuya causa no era seguro el fiarse de alguno
de ellos. Añadida la burla que Antonio hizo a Artavasde (5), rey de Armenia,
llamándole so color de amistad y quitándole la vida, después de haberle tenido
algún tiempo en cadenas. Cuyo hijo Artajias (6), ofendido gravemente y enojado
contra nosotros por la memoria de su padre, había con las armas de los Arsacidas
defendido su persona y su reino. Muerto después Artajias por engaño de sus más
propincuos y parientes, hizo César a Triganes rey de Armenia, adonde fue llevado
por Tiberio Nerón. Ni éste lo tuvo largo tiempo, como tampoco sus hijos, aunque
compañeros, al uso bárbaro, igualmente en el matrimonio y en el reino.
IV. Fue después por orden de Augusto establecido en este reino Artavasde y
echado de él no sin estrago nuestro.
Envióse tras esto a componer las cosas a Cayo César, el cual, de consentimiento
de los armenios, les dio por rey a Ariobarzanes, de origen medo, estimado por la
hermosura de aspecto y nobleza de ánimo. Muerto éste desgraciadamente, no
quisieron más rey de su linaje, antes probado el imperio de una mujer llamada
Erato, y desposeída presto; inciertos y sueltos, antes sin señor que en
libertad, reciben en el reino al fugitivo Vonón. Mas en comenzando Artabano a
usar de amenazas, y en viendo nosotros que para emprender la defensa de Vonón
había de ser forzoso romper la guerra con los partos, llamado por Crético Silano,
gobernador de Siria, fue guardado en honesta prisión, dejándole la pompa y
nombre real. La forma en que procuró librarse de aquella afrenta diremos a su
tiempo.
V. No le pesó a Tiberio de las inquietudes de Oriente, por tener ocasión de
apartar a Germánico de sus legiones domésticas y enviarle a nuevas provincias
sujeto a los engaños y accidentes. Mas Germánico, cuanto era más ardiente para
con él la afición de los soldados y más perversa la voluntad de su tío, tanto
más deseoso de la victoria iba entre sí considerando el modo de pelear, y lo que
en tres años le había sucedido de próspero y adverso; imaginaba que se podían
vencer los germanos en batalla formada y en campaña abierta, donde, en
contrario, sentían gran refugio con el abrigo de los bosques, con los pantanos,
con el verano corto y el invierno anticipado. Conocía también que no eran los
soldados tan ofendidos de las heridas que recibían, cuanto por ocasión de los
largos viajes y el peso de las armas. Consideraban a las Galias cansadas de
ofrecer caballos, y que la larga jarcia del bagaje daba gran ocasión a las
insidias enemigas, a más de la dificultad de defenderle. Veía en contrario que
si llevaba sus gentes por mar, al punto se haría señor de ella, por ser poco
frecuentada y menos sabida del enemigo; podíase comenzar la guerra más temprano,
llevarse juntas las legiones y las vituallas, los caballos enteros y
descansados, todo, hasta el corazón de Germania por aquellos brazos de mar y
canales de ríos.
VI. Resuelto, pues, en esto, envía a Publio Vitelio y a Cancio a recoger las
rentas corridas en las Galias, encargando a Silio, Anteyo y Cecina la fábrica de
la armada. Juzgóse que bastaría mil naves, y con brevedad se pusieron a punto;
algunas cortas, con la proa y la popa estrechas y el vientre ancho, para que más
fácilmente rigiesen sobre las ondas; otras llanas de carena, por cuyo medio
pudiesen encallar en la baja mar sin peligro. Pusiéronse a muchas timones de
entrambos partes, para, sin detenerse en dar la vuelta, poder zabordar en tierra
por una punta o por otra, sólo con volver prestamente los remos. Muchas se
fabricaron en forma de pontones, para conducir los instrumentos y las máquinas
de guerra, y juntamente servían de llevar caballos y vituallas, diestras de la
vela y veloces del remo, aumentadas en el ornamento y en la fiereza por la
prontitud y la alegría de los soldados. Escogióse la isla de los bátavos para
hacer la masa de la armada, por tener el desembarcadero fácil y ser muy cómoda
para recibir y enviar la gente a la guerra. Porque el Rin, corriendo con sólo un
brazo o con el rodeo de pequeñas isletas, en tocando a las tierras de los
bátavos, se divide como en dos ríos, conservando el nombre y la violencia del
curso el que hiende a la Germania hasta que se mezcla con el Océano; mas el otro
brazo, que corre bañando la ribera y límite de las Galias, discurriendo con
mayor anchura y quietud y perdido su primer nombre, que se le dan los paisanos
de Vaal, mudado luego también éste en el de Masa, con anchísima boca desagua en
el mismo mar.
VII. El César, pues, mientras se junta la armada, envía al legado Silio con
gente suelta a correr las tierras de los catas; y él, habiendo entendido que el
castillo puesto sobre el río Lupia estaba cercado, fue él mismo allá con seis
legiones. Silio, respecto a las improvisas lluvias, no pudo hacer más que una
pequeña presa y tomar en prisión a la mujer y a una hija de Arpi, príncipe de
los catas. Ni el César pudo pelear con los que sitiaban el fuerte, por retirarse
ellos a la fama de su venida habiendo antes deshecho el túmulo levantado poco
antes a las legiones de Varo y el viejo altar edificado a Druso. Reedificó el
altar, y en honra de su padre, acompañado de todas las legiones, corrió
alrededor de él. No le pareció tocar más el túmulo; sólo fortificó con nuevos
reparos y calzadas todo el espacio contenido entre el castillo, el Alisón y el
Rin.
VIII. En llegando la armada, enviadas delante las vituallas, y repartidos los
navíos entre legiones y confederados, entró en el canal o fosa llamada Drusiana
(7), adonde hizo oración a su padre, diciendo que no le tuviese a soberbia el
atreverse a emprender lo que él había emprendido, antes bien le ayudase con la
memoria de sus empresas y ejemplo de sus consejos. De allí, atravesando por los
lagos y por el Océano, llegó con feliz navegación al río Amasis, donde dejó la
armada en su ribera siniestra, que fue gran yerro no pasada a la otra parte, a
causa de ser necesario después detenerse mucho en hacer puentes en que pasar la
gente al país de la parte diestra del río. Pasó la gente de a caballo y el golpe
de las legiones sin temor los primeros brazos del mar, no habiendo aún crecido
las ondas; mas de la última tropa de los auxiliarios y bátavos se ahogaron
algunos, mientras pensaban burlarse de las aguas y mostrar su destreza en el
nadar. Al plantar su campo el César, fue avisado de que se le habían rebelado a
las espaldas los angrivarios. Y así, enviando luego a Estertinio con golpe de
caballería e infantes sueltos, castigó a fuego y a sangre su perfidia.
IX. Corría entre los romanos y los queruscos el río Visurgo, en cuyo margen se
presentó Arminio con otros principales, el cual, preguntando si había venido ya
el César, y respondiéndole que sí, pidió que le dejasen hablar con su hermano.
Tenía Arminio un hermano en el ejército llamado Flavio, de señalada fidelidad
para con los romanos, en cuyo servicio había perdido un ojo militando debajo de
Tiberio pocos años antes. Concediósele, y llegado Flavio a la orilla, fue
saludado de Arminio, el cual, haciendo retirar a los que tenía consigo, pidió
también que se apartase los arqueros puestos en nuestra ribera. Apartados,
interrogó a su hermano sobre la causa de aquella fealdad que tenía en el rostro,
y dándole cuenta Flavio del lugar y de la pelea donde recibió aquel golpe, le
pregunta otra vez Arminio qué recompensa había tenido por ello. Contóle Flavio
el aumento de sueldo, mostróle el collar, la corona y otros dones militares,
riéndose Arminio y menospreciando la vileza del premio de su servidumbre.
X. Comenzaron después a discurrir, uno de la grandeza de los romanos, de las
riquezas de César, del castigo que daban a los vencidos, de la grande clemencia
que usaban con quien se les rendía voluntariamente, y que hasta la mujer y el
hijo del propio Arminio no eran tratados como enemigos. El otro alegaba lo mucho
que se debe a la patria, su antigua libertad y los dioses internos de Germania,
su madre, compañera en los ruegos, exhortándole finalmente a que quisiese antes
mandar y conducir a sus parientes y aliados como capitán, que desampararlos y
perseguirlos como traidor. Con esto, pasando poco a poco hasta decirse injurias,
ni aun el río que tenían en medio bastara a refrenarlos, si, acudiendo allá
Estertinio, no hubiera detenido a Flavio, que lleno de ira y de enojo pedía las
armas y el caballo. Veíase en la otra ribera a Arminio amenazando y denunciando
la guerra, y entendiese lo que hablaba por mezclar muchas palabras latinas, como
aquél que había militado ya en otro tiempo en el campo romano en calidad de
capitán de su ciudad.
XI. El día siguiente presentaron los germanos la batalla de allá del Visurgo.
Mas no pareciéndole al César cosa de buen capitán aventurar las legiones sin
hacer primero puentes y guarnecerlos bastantemente, hizo pasar por el vado la
caballería, a cargo de Estertinio y Emilio, uno de los primipilares (8). Éstos,
pues, se separaron, vadeando el río por diversas partes, para separar también al
enemigo. Cariovalda, capitán de los bátavos, pasó por donde el río se mostraba
más rápido, al cual los queruscos, fingiendo retirarse, le llevaron hasta un
llano rodeado de bosques. De allí, saliendo juntos y esparciéndose por todo,
cierran con quien les resiste, aprietan a los que se retiran, y en juntándose y
apiñándose todos, los atropellan y rompen, a los unos de cerca con las armas, y
a los otros de lejos con el temor. Cariovalda, después de haber largo espacio
sostenido el ímpetu enemigo, exhortando a los suyos a que se apretasen entre sí
para abrir las tropas que cerraban, arremetiendo él a la más espesa y matándole
antes el caballo, murió atravesado de flechas y de dardos, y con él muchos
nobles. Los demás, con su propio valor, y socorridos por los caballos de
Estertinio y Emilio, se libraron del peligro.
XII. El César, pasado el Visurgo, tuvo noticia por un fugitivo del lugar que
había escogido Arminio para la batalla, y cómo en la selva consagrada a Hércules
se habían recogido otras naciones con ánimo de acometer aquella noche los
alojamientos. Diose crédito a este hombre, y veíanse ya de lejos los fuegos
encendidos; por cuyo medio, acercándose un poco más los corredores romanos,
volvieron con aviso de haber oído grandes relinchos de caballos y el murmurio de
una confusa y desordenada muchedumbre de gente. Con esto, Germánico, viéndose
cercano a haber de tratar de la suma de las cosas, y pareciéndole acertado
tentar el ánimo de los soldados, pensaba en sí el mejor medio para poderlo hacer
con verdad y entereza. Sabía bien que los tribunos y centuriones tienen por
costumbre decir las cosas más como saben que han de agradar que como ellos las
entienden. Conocía que los libertinos conservan siempre aquel ánimo servil, y
que entre los amigos de los príncipes suele reinar de ordinario la adulación. Si
hacía parlamento en general a todos, allí también sucedía gritar a bulto muchos
lo que comenzaban a decir pocos. Resolvióse al fin, para tener conocido el ánimo
de su gente, en procurar oír él mismo lo que los soldados decían a sus
camaradas, entre las viandas militares, cuando más seguros estuviesen de que no
eran oídos, profiriendo sin respetos su esperanza o su temor.
XIII. Venida la noche sale por la puerta augural (9), y camina por lugares
encubiertos y no practicados de las rondas en compañía de uno solo, y disfrazado
con el pellejo de una fiera sobre las espaldas, discurre por los cuarteles,
arrimando el oído a las tiendas y los ranchos de los soldados y gozando de las
pláticas que se hacían de él. Unos le alababan de capitán nobilísimo; otros de
gracia y gentileza; muchos engrandecían su paciencia, su cortesía y su valor
siempre uno y de una manera, tanto en las cosas de gusto como en las graves,
confesando que era general obligación darle las gracias de todo y corresponderle
peleando, juntamente sacrificando a la gloria y a la venganza a aquellos
pérfidos violadores de la paz. Estando en esto, uno de los enemigos que sabía la
lengua latina, llegándose con su caballo a los reparos, comenzó a dar voces,
prometiendo de parte de Arminio mujeres, campos y dos ducados y medio (cien
sestercios) de paga diaria a los que se pasen a su servicio todo lo que durase
la guerra. Encendió grandemente esta afrenta la ira de las legiones. Venga el
día -decían-, dése la batalla, y verán si saben los soldados tomar los campos de
los germanos y quitarles las mujeres, aceptando el buen agüero con que ellos
mismos destinaban a la presa sus matrimonios y sus dineros. Cerca de la tercia
guardia hicieron tocar arma en nuestro campo sin arrimarse a tiro de dardo, por
ver coronadas de gente las trincheras y que se estaba alerta.
XIV. Pasó aquella noche Germánico con dulce reposo; parecióle entre sueños que
sacrificaba, y que viéndole con la vestidura llamada pretexta rociada de aquella
sacra sangre, su abuela Augusta le vestía con sus manos otra mucho más hermosa.
Con este segundo agüero, y viendo su empresa aprobada por los auspicios,
convocado el parlamento, da cuenta de las provisiones hechas con prudencia y a
propósito para la cercana batalla, diciendo que no sólo era la campaña cómoda a
los soldados romanos para pelear, mas que sabiéndose gobernar lo eran también
las selvas y los bosques; porque los escudos desmesurados de los bárbaros y las
largas picas no eran de servicio ni se podían manejar entre aquellos troncos de
árboles y entre aquella espesura de ramas con la facilidad que sus dardos y sus
espadas (10), a que ayudaban sus armas defensivas, cómodas y apretadas con el
cuerpo; que lo que convenía era menudear los golpes, encaminando las puntas al
rostro del enemigo, visto que los germanos no usaban celadas, ni corazas, ni
paveses reforzados de nervios o de hierro, sino algunos de mimbres tejidos y
otros de tablas delgadas y pintadas de colores; que iban bien o mal armados de
picas los de las primeras hileras, pero los otros, cuando mucho, de palos
tostados y de otras armas cortas. Sus cuerpos, así como fieros en el aspecto, y
por ventura poderosos para sostener algún breve asalto, asimismo eran
impacientes de las heridas; poco cuidadosos de honra, desobedientes a sus
capitanes; que en antojándoseles huían y desamparaban el campo, y no menos
medrosos en las adversidades que insolentes en los sucesos prósperos, y
menospreciadores de los hombres y de los dioses. Si deseáis -decía- poner fin al
enfado de tan largos viajes y a las descomodidades de la mar, el remedio es
vencer esta batalla. Más cercanos estáis ya del Albis que del Rin; y sin duda
acabaremos la guerra si a mí, que sigo las pisadas de mi padre y de mi tío, me
hacéis victorioso en estas mismas tierras.
XV. A la oración del general, seguido el aplauso y el ardor de los soldados, se
dio la señal de la batalla.
No se descuidaban Arminio y los demás príncipes germanos de exhortar cada uno a
los suyos, diciendo que eran aquellos las reliquias de aquellos romanos
fugacísimos del ejército de Varo que por no sufrir la guerra habían movido una
sedición; parte de los cuales, cargados de heridas, ofrecían de nuevo las
espaldas, y parte los miembros quebrantados de las ondas y borrascas del mar a
los enemigos enojados y a los dioses contrarios, sin alguna esperanza de salud;
que no se habían valido de la armada y del viaje inusitado del Océano, sino por
no ser acometidos en el camino, ni seguidos después de rotos. Lleguemos una vez
a las manos, que en vano apelarán los vencidos para el favor de los vientos y
ayuda de los remos. Acordaos de la avaricia, crueldad y soberbia de los romanos,
y que para acabar con ellos no os queda ya otro remedio que conservar la
libertad o morir por lo menos antes de la servidumbre.
XVI. Animados con esto, y pidiendo la batalla, los lleva a un campo llamado
Idistaviso, puesto entre el río Visurgo y las montañas, de espacio desigual,
según que la ribera da lugar a las corrientes de las aguas, o lo resisten las
alturas de los montes. Había a las espaldas un bosque alto, aunque con el suelo
limpio entre los troncos de los árboles. La ordenanza bárbara ocupó la campaña y
la entrada del bosque; sólo los queruscos se pusieron en lo alto de los montes,
con intento de herir en los romanos trabada que fuese la pelea. Caminaba de esta
manera nuestro ejército: a la cabeza los auxiliarios galos y germanos; tras
ellos los arqueros a pie; después cuatro legiones con la persona de César, dos
cohortes de pretorianos y la caballería escogida; seguían las otras cuatro
legiones y los armados a la ligera, con los arqueros a caballo y las demás
cohortes de confederados.
XVII. Estando, pues, todos los soldados atentos a conservar su ordenanza y
aparejados a menear las manos, Germánico, viendo las escuadras de queruscos, que
por fiereza de ánimo se habían anticipado a pelear, venir cerrando su caballería
escogida, envió a Estertinio con el resto de sus tropas y orden de procurar
cogerlos en medio y embestirlos por las espaldas, ofreciendo socorrerle en la
ocasión. En esto, reparando Germánico en un hermosísimo agüero, es a saber, ocho
águilas que entraban en el bosque, comenzó a gritar a los soldados, diciendo que
siguiesen las aves romanas, deidad particular de las legiones. Cierra en esto la
infantería por frente, y los caballos enviados primero comienzan a cargar por
los costados y por las espaldas; entonces, cosa maravillosa, dos escuadrones
enemigos, es a saber, porque ocupaban los lugares descubiertos del bosque y los
que tenían su ordenanza en la campaña abierta, huyendo al contrario los unos de
los otros, procuraban éstos salvarse en la espesura, aquéllos en la aspereza de
los montes. Los queruscos, cogidos en medio, eran arrojados del monte abajo;
entre los cuales el famoso Arminio, con la mano, con las voces y con los golpes
que daba, sostenía la batalla, y cerrando con los arqueros, rompiendo por ellos,
hubiera escapado por allí, si las cohortes de recios, vindélicos y galos no se
le hubieran opuesto con sus banderas. Todavía con su fuerza y con el ímpetu del
caballo, manchándose el rostro con su propia sangre por no ser conocido, se
salvó. Quieren algunos que, conocido por los caucios, que militaban entre las
ayudas romanas, fue dejado pasar. El valor o el mismo fraude dio ni más ni menos
escape a Inguiomaro; los demás, degollados por todas partes, y muchos procurando
pasar el Visurgo, perecieron, o de la violencia del río, o de las armas
arrojadizas, y, finalmente, del peso de los que caían en él por ocasión de la
dificultad y altura de sus orillas. Algunos con vergonzosa huida, trepando hasta
la cumbre de los árboles y escondiéndose entre las ramas, sirvieron de blanco y
regocijo a los arqueros; a otros mataron cortando los árboles por el pie.
XVIII. Fue grande esta victoria, y sin sangre nuestra, habiendo durado la
matanza desde la quinta hora del día hasta la noche, hinchiéndose los campos por
espacio de tres leguas de cuerpos muertos y de armas. Halláronse entre los
despojos las cadenas que traían para atar a los romanos, como seguros de la
victoria. Los soldados en el lugar de la batalla saludaron a Tiberio, emperador,
y levantando un bastón pusieron encima las armas enemigas a modo de trofeo, con
una larga inscripción de los nombres de las naciones vencidas.
XIX. No provocaron tanto la ira y el dolor de los germanos las heridas, el
llanto y la destrucción como los movió la afrenta de este espectáculo; tal, que
los que no trataban ya sino de desamparar sus propias tierras y retirarse de
allá del Albis, piden de nuevo la batalla, arrebatan las armas, y juntos nobles
y plebeyos, viejos y mozos, inquietan y acometen de improviso el campo romano.
Escogen, finalmente, un puesto cerrado entre el río y los bosques, dentro del
cual había una llanura estrecha y pantanosa. Todo este puesto estaba rodeado de
una profunda laguna, salvo un breve espacio donde los angrivarios habían
levantado un trincherón o calzada muy ancha, por término y mojón entre sus
tierras y las de los queruscos. Aquí alojaron su gente de a pie, escondiendo su
caballería en los vecinos bosques consagrados, para embestir la retaguardia de
las legiones en viéndolas entrar por la espesura de las selvas.
XX. No ignoraba estos designios Germánico, advertido de los consejos del enemigo
y de sus acciones públicas y secretas, de todo lo cual se servía para emplearlo
en daño de sus contrarios. Dio el cargo de los caballos y el llano a Seyo
Tuberón, legado, y ordenó de suerte la infantería que una parte entrase por la
llanura en el bosque, y la otra acometiese el trincherón o calzada; escogió para
sí el puesto más peligroso, dejando los demás a los legados. Los que iban por la
campaña pasaron adelante fácilmente, mas los que habían de ganar el trincherón,
arrimándose a él, como si se arrimaran al pie de una muralla, eran de arriba
gravemente ofendidos. Conoció luego el general la desigualdad que había en
pelear los suyos de tan cerca, y haciendo retirar un poco las legiones, ordenó
que los honderos y tiradores de otras armas arrojadizas quitasen al enemigo de
la defensa. Trábanse armas enastadas con las máquinas, y, cuanto más altos se
descubrían los defensores, tanto más eran heridos y derribados. Fue el primero
el César, que con las cohortes pretorias se apoderó del trincherón, y cerrando
con el bosque, se vino a las manos a media espada, tal, que teniendo el enemigo
cerradas las espaldas con el estaño o lago y los romanos con el río y los
montes, daba a todos el sitio necesidad, la virtud esperanza y sólo la victoria
salud.
XXI. No eran los germanos inferiores en el valor, aunque sí en las armas y en el
modo de pelear; porque aquella gran muchedumbre no podía en los lugares
estrechos manejar las largas picas, ni valerse de la destreza o velocidad de la
persona, constreñida a menear las manos a pie firme. En contrario, los nuestros,
con el escudo al pecho y la espada empuñada, herían aquellos cuerpos grandes y
desnudos rostros, abriéndose camino con estrago del enemigo, habiendo ya perdido
el ánimo Arminio, o por los continuos peligros, o por aquel nuevo trabajo. Donde
Inguiomaro, discurriendo por la batalla y hallándose en todo, vino a quedar
antes desamparado de la fortuna que del valor. Germánico, quitándose la celada
para ser mejor conocido, exhortaba a los suyos a que no perdonasen la vida a
enemigo alguno, que no era tiempo de hacer prisioneros, pues sólo con el fin y
entera destrucción de aquella gente se podía fenecer la guerra. Hecha partir
hacia la tarde una legión a preparar el alojamiento, las otras hasta la noche se
hartaron de sangre enemiga, habiendo la caballería peleado sin ventaja.
XXII. El César, loados en el Parlamento los vencedores, hizo levantar un trofeo
de armas con este soberbio título: El Ejército de Tiberio César, sojuzgadas las
naciones entre el Rin y el Albis, consagra esta memoria a Marte, a Júpiter y a
Augusto. No añadió otra cosa de su persona, o por huir la envidia, o porque le
pareció que es bastante paga de cualquiera acción, por noble y generosa que sea,
la satisfacción de nuestra propia conciencia. Ordenó después a Estertinio que
moviese la guerra contra los angrivarios, si no se entregaban luego; mas ellos,
rindiéndose a discreción, alcanzaron perdón de todo.
XXIII. Estando ya muy adelante el verano, se envió por tierra a los
acostumbrados invernaderos una parte de las legiones; la otra mayor, por el río
Amisia, condujo el César al Océano. Rompían al principio el mar quieto y
apacible los remos y las velas de mil naves, cuando saliendo de un globo negro
de nubes un pedrisquero con tempestad arrebatada, comenzaron las olas a
levantarse tan altas, que del todo impidieron a los pilotos el tino y el modo de
gobernar, y los soldados, medrosos y no acostumbrados a los peligros y las
faenas de la mar, mientras embarazan a los marineros o fuera de tiempo los
ayudan, impiden el necesario ejercicio de los prácticos. Resuélvese después todo
aquel cielo y mar turbado en un viento soberbio de mediodía, el cual, reforzado
por innumerables nubes arrojadas de las montuosas regiones y profundos ríos de
Germania, y hecho más violento por la frialdad del vecino septentrión, arrebata
las naves, arrojándolas en lo más descubierto del Océano, o en islas rodeadas de
escollos o peligrosas por la incertidumbre del fondo. Escapados algún tanto, y
con gran dificultad los navíos de estos lugares peligrosos por haberse mudado la
corriente que los llevaba a merced de los vientos, cayeron en otra mayor, no
pudiendo echar las áncoras, ni agotar el agua que entraba dentro de los bajeles,
para alivio de los cuales comienzan a arrojarse caballos, bestias de carga,
bagaje y hasta las mismas armas, deseando, con librarse de aquel peso, evitar la
entrada de las ondas y vaciar las que ya habían entrado por los costados.
XXIV. Cuanto es más tempestuoso que los otros mares el Océano y el cielo de la
Germania más riguroso y áspero, tanto fue mayor y más nuevo aquel estrago en
medio de las riberas enemigas y del mar tan extendido y profundo, que no sin
causa se cree ser el último de todos, y que después de él no hay tierra alguna.
Fueron sorbidas parte de las naves, las más arrojadas a islas apartadísimas y
tan deshabitadas y sin género de sustento, que los soldados que no tuvieron
estómago para sustentarse de los caballos muertos, arrojados a la costa por el
furor de las ondas, murieron de hambre. La galera capitán sola con Germánico
surgió en los caucios; el cual, días y noches, por todos aquellos escollos y
promontorios, llamándose merecedor de aquel trabajo, apenas pudieron defenderle
sus amigos que no se arrojase en el mismo mar. Finalmente, cesando la fortuna y
volviéndose el viento favorable, vuelven las galeras casi sin remos, las naves
con capas y otras vestiduras cosidas en lugar de velas, y las que de una manera
ni de otra podían hacer camino eran remolcadas por las menos rotas. Las cuales,
remendadas brevemente lo mejor que se pudo, se enviaron luego en busca de las
islas, y con esta diligencia se recuperaron muchos soldados. Muchos también
fueron enviados por los angrivarios, venidos de nuevo a la obediencia romana
rescatando los lugares la tierra adentro. Otros, transportados a Inglaterra
alcanzaron libertad por obra de aquellos reyezuelos. Contaba cada cual, cuanto
venía de más lejos, mayores maravillas; encarecían la violencia grande de la
tempestad; pintaban aves de quienes jamás se tuvo noticia, monstruos marinos,
formas diversas de animales y de hombres, cosas vistas por los ojos o imaginadas
por el miedo.
XXV. La fama de haberse perdido la armada, así como incitó a los germanos a
nuevos deseos de guerra, asimismo despertó a Germánico el de procurarlos
refrenar. Y habiendo enviado a daño de los catos a Cayo Silio con treinta mil
infantes y tres mil caballos, él con la mayor fuerza va sobre los marsos, cuya
cabeza, Malovendo, poco antes recibido en devoción, avisó del lugar donde estaba
enterrada el águila de la legión de Varo, advirtiendo que la guardaba poca
gente. A cuya causa, envió luego la que bastó para provocar por frente al
enemigo, y otras escuadras que entretanto cavasen la tierra a espaldas, a todos
sucedió prósperamente.
Pasa con esto Germánico tanto más animosamente adelante, saquea el país, sigue a
los enemigos que no se atreven a hacerle rostro, y rompe a los que se le hacen,
jamás con el espanto y terror que entonces, como se supo por relación de
prisioneros, cuya causa publican a los romanos por invencibles y por ningún
accidente superables, pues que perdida la flota y las armas, después de haber
cubierto la playa de hombres y de caballos muertos, los acometían con la misma
fuerza y con el mismo ánimo que si hubieran crecido en números.
XXVI. Redujo después los soldados a sus invernaderos, alegres de haber con esta
próspera facción recompensado los trabajos de la mar: añadióseles el gusto con
la gran liberalidad del César, que pagó a cada uno los daños que constó haber
recibido. Nadie pone duda en que los enemigos estaban suspensos y con intento de
pedir la paz, ni de que el verano siguiente se hubiera podido acabar la guerra;
mas Tiberio con continuas cartas lo llamaba para recibir el triunfo que se le
había decretado, diciendo que ya había trabajado harto; que había tentado la
fortuna bastantemente, dado y ganado grandes y felices batallas; mas que era
justo acordarse también de los crueles daños que, aunque sin culpa suya, habían
causado la mar y el viento; que él había sido enviado nueve veces a Germania por
Augusto, obrando más con el consejo que con la fuerza, rindiéndosele por este
medio los sicambros y los suevos, obligando a la paz del rey Maroboduo, y que
estando, como estaba ya, harto vengada la sangre romana, no había peligro en
dejar a los queruscos y a las demás naciones rebeldes en poder de sus discordias
intestinas. Y pidiéndole Germánico un año de tiempo para fenecer aquellas
empresas, tentó más apretadamente su modestia ofredéndole el segundo consulado,
para cuya administración era necesaria su presencia; añadiendo juntamente que,
si todavía quedaba algún rastro de guerra, dejase aquella ocasión a Druso, el
cual, no habiendo enemigos en otra parte, no podía ganar nombre de emperador ni
láurea sino en Germania. No se detuvo más Germánico, si bien conocía ser todo
fingido por envidia y por apartarle del ya ganado esplendor.
XXVII. En este tiempo fue acusado de tentar cosas nuevas contra el Estado Libón
Druso de la familia Escribonia.
Contaré distintamente el principio, el orden y el fin de este suceso, habiendo
sido hallado entonces lo que después por tantos años afligió y consumió la
República. Firmio Catón, senador, amigo íntimo de Libón, tuvo maña de persuadir
al mozo incauto y vano el dar oídos a caldeos, a magos y a intérpretes de
sueños; y representándole que Pompeyo fue su bisabuelo, Escribonia su tía de
parte de padre, mujer que fue de Augusto, los Césares sus primos, su casa llena
de insignias de nobleza, le exhortaba a vivir viciosamente, tomar dineros
prestados, haciéndosele compañero en los deleites y en las demás cosas secretas
por convencerle mejor con los indicios.
XXVIII. Cuando le pareció tener suficientes testigos y esclavos que pudiesen
testificar lo mismo, pide audiencia al príncipe, dando cuenta del delito y del
delincuente por vía de Flaco Vesculario, caballero romano, gran privado de
Tiberio, el cual, aunque no menospreció el aviso, no quiso verse con el
acusador, diciendo que por medio del mismo Flaco se podía dar entera noticia de
todo. Hace en tanto pretor a Libón; convídale a su mesa sin mudar de rostro ni
alterarse en palabras; tanto sabía tener escondido su enojo; y pudiendo atajar
los intentos de Libón, quería antes saber lo que hacía y decía, hasta que un
cierto Junio, persuadido a que con enredos y conjuras hiciese comparecer sombras
infernales, lo refirió a Fulcinio Trion. Era entre los acusados muy celebrado el
ingenio de Trion, como de hombre que se holgaba de tener ruin fama. Pone luego
la acusación al reo, va a los cónsules y requiere que el Senado vea la causa.
Convócanse con éstos los senadores (11), añadiendo que se había de tratar de una
cosa grande y atroz.
XXIX. Libón, en tanto, mudado de vestidos, acompañado de muchas mujeres nobles,
va a casa de los senadores, encomendándose a sus parientes y rogándoles que en
aquel peligro hablen por él, excusándose todos con varios pretextos, por
hallarse preocupados del mismo temor. El día del Senado, cansado Libón o
combatido del cuidado o del miedo, como algunos han dicho, fingiéndose enfermo
(12), se hizo llevar en litera a la puerta de palacio, y sostenido de su
hermano, extendiendo las manos y suplicando con humildes palabras a Tiberio, fue
recibido con rostro inmóvil y severo. Recitó César la acusación y los autores de
tal suerte, que no se echaba de ver si quería aligerar o agravar los delitos.
XXX. Habíanse añadido por acusadores, a más de Trion y Catón, Fonteyo, Agripa y
Cayo Vivio, y debatiendo entre ellos sobre quién había de tomar a su cargo el
orar primero contra el reo, viendo Vivio que no se concertaba, y que Libón había
entrado sin abogado, prometiendo de referir sus delitos uno a uno, declaró
desatinados cargos; es a saber, que Libón había consultado sobre si tendría
jamás tanto dinero que bastase a cubrir la vía Apia hasta Brindis (13), y otras
semejantes locuras y vanidades que, consideradas más mansamente, eran dignas de
compasión. Fundábase el acusador en una escritura de mano de Libón, con ciertas
notas de ocultos caracteres, que al parecer denotaban alguna gran crueldad,
añadidos los nombres de César (14) y de los senadores. Llegado el reo, fue
resuelto de examinar con tortura a sus esclavos. Y porque por antiguo decreto
del Senado había sido prohibido el examen de los tales cuando se tratase de la
vida de su señor, Tiberio, sagaz e inventor de nuevas leyes (15), mandó que se
vendiesen todos a un procurador de las rentas públicas, por poder, sin
contravenir al decreto, proceder contra Libón por vía de sus esclavos. Visto
esto por el reo, pidió de tiempo todo el día siguiente, y vuelto a su casa con
Publio Quirino, su pariente, envió al príncipe los últimos ruegos, sacando por
respuesta que acudiese al Senado.
XXXI. Estaba entre tanto rodeada la casa de Libón de soldados, los cuales hasta
en el patio hacían rumor para ser oídos y vistos; cuando Libón, cenando,
atormentado de las viandas mismas aparejadas para su postrer sustento, llama a
quien le mate, pone el cuchillo en las manos de sus criados ofreciendo el pecho
a los golpes, y mientras ellos, medrosos, huyen, dan con las mesas y con las
luces en el suelo. Él, en aquella funesta oscuridad, con dos heridas en las
entrañas, se mata. Corrieron los libertos, sentido el gemido y la caída, y los
soldados, en viendo que había expirado, se fueron de allí y le dejaron. Sin
embargo, se siguió la causa en el Senado tan criminalmente como antes, jurando
Tiberio que hubiera pedido en gracia su vida aunque pareciera culpado, si no le
previniera con muerte voluntaria.
XXXII. Su hacienda se repartió entre los que le acusaron, y a los que eran
senadores se les dio la pretura supernumeraria. Propuso entonces Cotta Mesalino
(16) que en las exequias de los descendientes de Libón no se pudiese llevar su
imagen. Cneo Lentulo fue de parecer que ninguno de los Escribonianos pudiese
tomar el sobrenombre de Druso, y por consejo de Pomponio Flaco fueron ordenados
ciertos días en que se hubiesen de hacer procesiones generales. Lucio Pisón,
Galo Asinio, Papia Mutilo y Lucio Apronio votaron que se llevasen dones a
Júpiter, a Marte y a la Concordia, y que el día de los trece de septiembre, en
que se mató Libón, fuese solemnizado como fiesta. He querido notar aquí las
autoridades y adulaciones de estos personajes, para que se sepa que era esto ya
mal viejo de la República. Hiciéronse otros decretos en el Senado, sobre el
expeler de Italia a los astrólogos (17) y magos, entre los cuales Lucio Pituanio
fue despeñado de la roca Tarpeya. Los cónsules, conforme al uso antiguo,
hicieron justicia a son de trompetas de Publio Murcia, fuera de la puerta
Esquilina (18).
XXXIII. En el siguiente Senado, Quinto Haterio, que había sido cónsul, y Octavio
Frontón, que acababa de ser pretor, habiendo dicho varias cosas contra las
grandes pompas y excesiva suntuosidad de Roma, se decretó que no se pudiese usar
de vajilla de oro macizo para servir las viandas, ni los hombres osasen vestirse
de seda de la India (19); mas Frontón pasó más adelante; que se moderase la
plata, los vestidos y la abundancia de criados. Duraba todavía el poder los
senadores decir su parecer cuando era servicio de la República, aunque fuese
saliendo de lo que se había propuesto. En contrario discurrió Galo Asinio,
diciendo: Que habían crecido con el aumento del Imperio las riquezas
particulares, y que el tenerlas no era cosa nueva, sino conforme a las antiguas
costumbres. Que habían sido de una manera las riquezas de los Fabricios y de
otra las de los Escipiones, aunque todas proporcionadas a la República, la cual,
mientras fue pobre, era necesario que lo fuesen también los ciudadanos. Mas
llegada después a tanta grandeza, consecuentemente habían crecido las haciendas
particulares; que ni de criados, de plata, ni de otra cosa de las que se ponen
en uso, puede decirse que es mucho o que es poco, pues todo se regula con la
fortuna del que lo posee, que a esta causa se distinguían las rentas de los
senadores y de los caballeros (20), no porque entre sí sean diversos de
naturaleza, mas porque haya precedencia en los lugares, en los órdenes y en la
dignidad; y ni más ni menos en las demás cosas que se aparejan por recreación
del ánimo o por la salud del cuerpo, si ya no queremos que los más ilustres y
aparentes hayan de tener todo el cuidado, y exponerse a mayores peligros y estar
privados de aquellas cosas que facilitan y ablandan semejantes penalidades. La
conformidad de los oyentes y la cubierta de vicios, so color de nombres
honestos, hizo agradable a todos el parecer de Galo, añadiendo Tiberio que no
era aquel tiempo de reforma, ni faltaría, si en alguna cosa excediese a las
buenas costumbres, quien estudiase en corregirlas.
XXXIV. Entre estas cosas, reprendiendo Lucio Pisón las ambiciosas negociaciones
de los que seguían el foro, la corruptela de los jueces, la crueldad de los
oradores, que de ordinario amenazan de poner acusaciones, protestó de quererse
partir de Roma y de irse a vivir en algún lugar en el campo apartado y
escondido, y diciendo esto se parte del Senado. Conmovido de esto Tiberio, a más
de aplacar a Pisón con palabras amorosas, hizo también que sus parientes, con su
autoridad y ruegos, le detuviesen. No dio menor señal de libertad de ánimo el
mísero Pisón con llamar a juicio a Urgulania, la cual, animada del favor y
privanza de Augusta, se había venido a hacer más poderosa de lo que permitían
las leyes. Y así como Urgulania no obedeció, retirándose en casa de César sin
dársele nada por Pisón, así él no cesó de acusarla, por más que Augusta procuró
mostrar que con esto se le perdía el respeto y aniquilaba la autoridad. Tiberio,
pareciéndole que no era justo sufrir a su madre más que hasta aquel punto,
ofreciéndole que quería él mismo comparecer ante el tribunal del pretor por
abogado de Urgulania, salió de palacio, dando orden que le siguiesen los
soldados de lejos. Causaba admiración al pueblo que concurría la compostura de
su rostro y el verle con diversos razonamientos alargar el tiempo y el camino,
hasta que fatigándose en vano los parientes de Pisón por quitarle, hubo de
enviar Augusta el dinero que se le pedía a Urgulania. Este fin tuvo este caso,
del cual quedó muy honrado Pisón, y César con mejor fama. Mas era tal la
autoridad de esta mujer en Roma, que no se dignó de comparecer en el Senado por
testigo en una causa que se trataba, y fue menester enviar a su casa el pretor
para examinarla, siendo así que por usanza antigua se acostumbraba oír en el
foro y en juicio hasta las vírgenes vestales cuando son llamadas por testigos de
verdad.
XXXV. De buena gana dejaría de referir a lo que se extendieron estas cosas el
año en que vamos, si no me pareciese útil el saberse la diversidad de opiniones
de Pisón y Asinio Galo con ocasión de este mismo negocio. Pisón, puesto que
había ofrecido de defender la causa de Urgulania, no dejó de seguida por eso,
antes juzgó que debía insistir tanto más, cuanto por no haberse de hallar el
príncipe al juicio del proceso, a causa de haber de hacer el oficio de abogado,
podían decir con mayor libertad sus votos los senadores y caballeros, cosa bien
conveniente a la República. Galo, a causa de que Pisón había preocupado esta
apariencia de libertad, decía en contrario: Que no había cosa excelente o digna
del pueblo romano, sino lo que se hacía delante de César, a cuya causa la junta
de toda Italia y el concurso de las provincias debía ser reservado a su
presencia. Oyendo estas cosas Tiberio y callando, dado que se trataba con gran
contención por ambas partes, fueron al fin diferidas.
XXXVI. Movióse después otra contienda entre Galo y César; porque Galo quería que
cada cinco años se hiciesen los comicios o juntas para la creación de los
magistrados; quería también que los legados de las legiones (21), llegados a
aquel grado en la milicia antes de ser pretores, estuviesen desde luego
destinados para serlo, y que el príncipe nombrase hasta doce candidatos o
pretendientes para presentar en el discurso de los cinco años. No hay duda de
que este voto penetraba más altamente en los secretos del Imperio. Todavía
discurría César, como si por ello se le acrecentara autoridad, diciendo: Que era
demasiado para su modestia el elegir tantos y diferir tanto; que aun haciéndose
la elección cada año, era imposible dejar de quedar muchos descontentos y
ofendidos, puesto que les quedase esperanza para el año venidero, bastante a
consolarlos de la repulsa; ¿cuál sería, pues, el odio de aquellos que se viesen
reprobados por cinco? ¿Cómo se puede antever el ánimo, la casa y la fortuna que
han de tener, cuando tras tan largo tiempo lleguen a ser elegidos? Si los que lo
son se ensoberbecen con tener aquella honra un año, ¿qué harán cuando sepan que
les ha de durar cinco? Multiplicarse habían otras tantas veces los magistrados;
trastornarse habían las leyes, las cuales tienen puesto límite a la industria de
los opositores y al procurar y gozar las honras.
XXVII. Con esta semejanza de palabras favorables retuvo la fuerza y autoridad
del Imperio; ganó la gracia de algunos senadores aumentándoles las rentas, y así
causó mayor maravilla el ver lo mal que tomó y el poco caso que hizo de los
ruegos de Marco Hortalo, mozo noble y de conocida pobreza. Era Marco Hortalo
nieto de Hortensia el orador, y habíale obligado a casarse la liberalidad de
Augusto, que le dio a título de que dejase sucesión y no se acabase su noble
linaje, veinticinco mil escudos de oro (un millón de sestercios). Éste, pues,
poniendo en hilera cuatro hijos que tenía a la entrada de la puerta del Senado,
que se tenía entonces en palacio, en lugar de decir su voto como los demás,
mirando ya a la estatua de Hortensia colocada entre las de los demás oradores, y
a la de Augusto, comenzó así: Padres conscriptos, yo, no de mi voluntad, más por
exhortación del príncipe, y porque mis mayores merecieron sucesión, tengo estos
hijos de la edad pueril y del número que veis. Porque a mí, que por la variedad
de los tiempos no he podido alcanzar hacienda, ni favor del pueblo o elocuencia,
dote peculiar de nuestro linaje, me hubiera bastado que mi pobreza no me
obligara a mí a padecer vergüenza y carga a los demás. Caséme con orden del
emperador: ésta es la descendencia de tantos cónsules, de tantos dictadores; no
lo digo porque me tengáis envidia, sino por impetrar misericordia. Participarán
viviendo tú, ¡oh César!, de las honras que les darás; mas defiende entre tanto
de la pobreza a los bisnietos de Quinto Hortensia y a las crianzas de Augusto.
XXXVIII. La inclinación que mostró el Senado de ayudar a Hortalo sirvió a
Tiberio de estímulo para negarle lo que pedía, casi con estas palabras: Si
cuantos pobres hay comienzan a recurrir acá y a pedir dineros para sus hijos,
jamás se cansará ninguno, y la República se empobrecerá sin duda. ¿No fue
concedido de nuestros mayores el salir alguna vez de la proposición, diciendo su
parecer por el bien publico, para que nos sirvamos de esta licencia en negocios
particulares, y para aumentar nuestros intereses con envidia o cargo del Senado
y del príncipe, no menos en el conceder que en el negar la demanda? Porque éstos
no son ruegos, sino una extorsión intempestiva y no antevistas: habiendo juntado
los senadores para otra cosa, el levantarse en pie, y con el número y con la
edad de los hijos tentar la modestia del Senado y la mía, es como romper el
Erario; el cual, si nosotros le vaciásemos con ambición, sería forzoso
rehenchirle después con tiranía. Verdad es, ¡oh Hortalo!, que te dio dineros el
divo Augusto, mas no por eso hizo ley que se te hubiesen de dar siempre:
faltaría la industria, alimentarse ha la pereza, si todos, impróvidos y seguros,
esperasen la ayuda ajena, haciéndose inútiles a sí mismos y carga a nosotros.
Éstas o semejantes palabras, aunque oídas con aplauso por los que tienen de
costumbre loar todas las acciones del príncipe, buenas o malas, fueron de muchos
recibidas con silencio o con secreto murmurio. De que advertido Tiberio, después
de haber callado un poco, añadió: Que aquello le había parecido responder a
Hortalo, mas que si así pareciese a los senadores, daría a cada uno de sus hijos
varones cinco mil escudos de oro (200.000 sestercios). Agradeciéronselo todos;
sólo Hortalo calló, o por temor, o porque entre la cortedad de su fortuna
conservase todavía algunos vislumbres de la antigua nobleza de sus abuelos. No
tuvo después Tiberio compasión alguna de él, aunque al fin vino a caer la casa
de Hortensio en una vergonzosa pobreza.
XXXIX. En este año al atrevimiento de un esclavo, si no se remediara presto,
hubiera, con la discordia y con las armas civiles, de nuevo trabajado la
República. Un esclavo de Póstumo Agripa, llamado Clemente, sabida la muerte de
Augusto, no con ánimo servil, imaginó en pasar a la Planosa, y con engaño o por
fuerza robar a Agripa y llevarlo después a los ejércitos de Germania (22).
Impidió el atrevido intento de éste la tardanza de una nave de carga, sucediendo
el homicidio de Agripa antes de que llegase. Y así, volviendo el ánimo a cosas
mayores y más precipitadas, hurta las cenizas, y héchose llevar a Cosa,
promontorio de Toscana (23) estuvo escondido hasta dejarse crecer el cabello y
la barba, no dejando de parecerse algo a su señor en la edad y aspecto.
Entonces, por vía de personas aptas y sabedoras del secreto, comenzó a publicar
que Agripa era vivo; al principio, con hablar entre rincones como de cosa
prohibida; después, con voz corría a los oídos aparejados de los más ignorantes,
y de ellos a la gente más malcontenta y deseosa de novedades. Entra con esto por
las villas pequeñas cuando quería anochecer, no dejándose ver descubiertamente
ni deteniéndose mucho en una parte. Y sabiendo que la verdad cobra fuerza con la
vista y con la dilación, como la mentira con la certidumbre y la presteza,
procuraba unas veces dejar de sí alguna fama, y otras anticiparla y prevenirla.
XL. Divulgábase entre tanto por Italia, y creíase en Roma, que Agripa era vivo
por merced de los dioses; tal que, llegado a Ostia con grande acompañamiento,
comenzaban ya a hacerse en Roma juntas secretas, cuando Tiberio, dudoso si había
de castigar a este esclavo con fuerzas de soldados, o bien dejar que el tiempo
hiciese desvanecer esta falsa opinión, combatido de la vergüenza y del temor, y
discurriendo entre sí unas veces que no era bien menospreciar nada, y otras que
era sobrado recato el recelarse de cada cosa, finalmente, escogió el cometer el
negocio a Salustio Crispo, el cual, escogiendo dos de sus clientes (otros dicen
soldados), les rogó que fingiendo amistad se juntasen con el falso Agripa y le
ofreciesen dinero, fidelidad y compañía en todos sus peligros. Ejecutan éstos su
comisión, y escogiendo una noche. que no había buena guardia, tomando bastante
gente consigo, atándole y con la boca tapada, le llevan a palacio. Dicen que
preguntado por Tiberio que cómo se había convertido en Agripa, respondió: Como
tú en César. No fue posible hacerle que descubriese los cómplices; y Tiberio, no
atreviéndose a castigarle a la descubierta, le hizo matar en la parte más
retirada de palacio y escondidamente llevar fuera el cuerpo; y si bien se dijo
que muchos de la misma casa del príncipe y otros caballeros y senadores le
habían sustentado con dineros y ayudado con consejos, no se hizo otra pesquisa.
XLI. En el fin del año se dedicaron el arco junto al templo de Saturno (24), por
las banderas de Varo recuperadas por Germánico, debajo de los buenos agüeros y
nombre de Tiberio; el templo de Buena Fortuna en las orillas del Tíber, en los
huertos dejados de César dictador al pueblo romano, y juntamente se consagraron
un templo a la familia Julia y una estatua al divo Augusto en Bovile (25). En el
consulado de Cayo Cecilio y Lucio Pomponio, a veintiséis de mayo, triunfó
Germánico César de los queruscos, de los catos y de los angrivarios, y de otras
naciones hasta el Albis. Llevábanse los despojos, los cautivos y el designio de
montes, de ríos y de las batallas, teniendo ya por fenecida la guerra,
considerado que se le prohibió el darla fin. Alegraba la vista de todos el
nobilísimo aspecto de Germánico y el carro cargado de cinco hijos. Mas
mezclábanse ciertos ocultos miedos, acordándose muchos de lo que dañaron a su
padre Druso los favores del vulgo y a su tío Marcelo las demostraciones amorosas
del pueblo, pues bastaron para que fuese quitado del mundo en flor de su
juventud, concluyendo con que eran breves y desdichados los amores del pueblo
romano.
XLII. Mas Tiberio, habiendo dado a la plebe siete ducados y medio (300
sestercios) por cabeza en nombre de Germánico, que declaró por colega en su
consulado, si bien ni aun en esto alcanzó entera fe de que le amaba
sinceramente, determinó quitárselo de delante, so color de honrarle, y procuró
la ocasión, o a lo menos se valió de la que le ofreció la fortuna presto. Poseía
Arquelao, cincuenta aríos había, el reino de Capadocia, aborrecido de Tiberio,
porque mientras estuvo en Rodas no hizo alguna demostración de honrarle. No
había faltado Arquelao por soberbia, sino por advertimiento de los privados de
Augusto, porque viviendo Cayo César, enviado a las cosas de Oriente, se tenía
por peligrosa la amistad de Tiberio. El cual después que arruinado el linaje de
los Césares ocupó el Imperio con cartas de la emperatriz su madre, en que no
disimulaba el enojo de su hijo y le ofrecía perdón siempre que viniese a
pedirle, persuadió a Archelao a venir con diligencia a Roma, o no anteviendo el
engaño, o temiéndose de la fuerza, cuando pusiese su seguridad en duda. Fue
recibido Archelao rigurosamente por el príncipe y acusado luego en el Senado;
poco después, o natural o voluntariamente, dejó los cuidados de la vida no por
las falsas acusaciones, sino por el disgusto y por hallarse cansado de la vejez,
como también porque a los reyes no sólo los agravios, pero las cosas justas,
parecen inusitadas. Hízose aquel reino provincia, y porque César había dado a
entender que con aquellas rentas se podía descargar el derecho de uno por
ciento, como no bastaran a tanto, se redujo a medio por ciento. En el mismo
tiempo, siendo muerto Antíoco, rey de Comagena, y Filopator, de Cilicia, estaban
aquellas naciones inquietas, deseando unos ser gobernados por los romanos, y
otro tener rey. Y las provincias de Siria y de Judea, cansadas de tantos pechos,
pedían ser aliviadas de tributos.
XLIII. De estas cosas y de las ya dichas de Armenia, discurriendo Tiberio en el
Senado, mostró que los tumultos de Oriente no podrían quietarse sino por la
prudencia de Germánico; porque yo -decía él- hallo que he entrado en la vejez y
que Druso no ha salido aún de la juventud. Con esto, por decreto de los
senadores, se señalaron a Germánico todas las provincias ultramarinas, con mayor
autoridad, por dondequiera que fuese, que no solían tener los que salían por
suerte o eran enviados de príncipe. Había quitado el gobierno de Siria Tiberio a
Crético Silano, pariente de Germánico por afinidad, a causa de tener prometida
su hija Silano a Nerón, su primogénito, y puesto en él a Cneo Pisón, de espíritu
levantado, violento, y que no sabía sufrir, heredero natural de la ferocidad de
su padre que favorecía gallardamente en la guerra civil las partes que volvían a
renacer en África contra César. Después, habiendo seguido a Bruto y Casio, le
fue permitido el volver a Roma, adonde se abstuvo siempre de pedir honores
públicos; tanto, que hubo menester Augusto hacer diligencias para que aceptase
el consulado; y a más de los espíritus paternos, era instigado de la nobleza y
las riquezas de Plancina, su mujer; conque, cediendo apenas a Tiberio,
despreciaba a sus hijos como a inferiores; ni a él dejaba de ser notorio que el
haber sido puesto en aquel gobierno era por refrenar las esperanzas de
Germánico. Creyeron algunos que tuvo secretas órdenes de Tiberio, y es cierto
que Augusta, con mujeril emulación, advirtió a Plancina que persiguiese a
Agripina, porque hallándose la corte dividida en favorecer a Druso y a
Germánico, Tiberio, como propio y de su sangre, favorecía a Druso. La poca
correspondencia del tío había granjeado a Germánico el amor de los demás, como
también el ser de más calidad, respecto a la nobleza de su madre, por cuya vía
tenía por abuelo a Marco Antonio y por tío a Augusto; donde en contrario,
habiendo tenido Druso por bisabuelo a Pomponio Ático, caballero romano, no
igualaba a la grandeza de los Claudios; y la mujer de Germánico, Agripina,
vencía en fecundidad y en fama a Livia, mujer de Druso. Mas estos dos hermanos,
generosamente unidos entre sí, estaban firmes a las parcialidades de sus
parientes.
XLIV. No mucho después Tiberio envió a Druso al Ilírico, por acostumbrarle a la
guerra y porque ganase el amor del ejército, juzgando que aquel joven, hecho a
las comodidades y deleites de Roma, se haría mejor entre los soldados,
teniéndose también por más seguro poniendo las legiones en mano de sus hijos.
Con todo eso fingió que le enviaba con el socorro que pedían los suevos contra
los queruscos, porque quedando aquellos pueblos por la partida de los romanos
sin miedo de fuerzas extranjeras, como habituados a la guerra y émulos de su
gloria, volvían las armas contra sí mismos, hallándose iguales en la fuerza de
las naciones y en el valor de los capitanes. Hacía Maroboduo odioso al pueblo el
nombre de rey, donde Arminio era sumamente amado, mostrando que peleaba por la
libertad.
Notas
(1) Alusión al descalabro y retirada de Antonio delante de los ejércitos de
Fraates, y al degüello de dos legiones al mando de Oppio Estaciano. en el año
718 de Roma.
(2) Como lo prueba el haber restituido a aquel emperador en 734 los estandartes
cogidos a Craso y a Antonio.
(3) Los romanos acostumbraban poner su sello no sólo en sus efectos más
preciosos, sino hasta en las cosas de uso común, tales como el pan, el vino, la
carne, etcétera.
(4) Fue el tercero de este nombre. Descendía de los Arsacidas por línea
femenina, según se ve en el libro VI, 42.
(5) Antonio atribuye la derrota de su legado Oppio, a la inacción voluntaria de
Artavasde, rey de Armenla, cerca del cual se había refugiado, y queriendo vengar
aquel ultraje, metióse por las fronteras de ese reino, so pretexto de renovar la
guerra contra los partos, atrajo a su campamento de Nicópolis a Artavasde, y una
vez le tuvo en su poder, le hizo poner cadenas de plata y le llevó a Roma para
que diese más importancia a su triunfo.
(6) Llamado a suceder en el trono de Armenia a su padre. Habiendo sido hecho
prisionero por Antonio, fue lanzado de él y desposeído por el triunviro, quien
repartió sus Estados entre Polemón, rey del Ponto y Artabaces que lo era de los
medos. Artajias se aprovechó más adelante de la guerra entre Antonio y Octavio
para reconquistar su reino, y habiendo vencido a Artabaces, volvió a ceñir la
corona de Armenia.
(7) Por haberla mandado construir Druso. Según d'Anvllle, en el canal llamado
hoy día el Nuevo Issel.
(8) Dábase este nombre al centurión de la primera centuria de la primera cohorte
de la legión. Era el encargado de la custodia del águila de la misma. Rich, en
su Diccionario de ant. rom. y griegas, dice que era un título que conservaba
como una distinción honorífica, aun después de haber recibido su licencia, el
oficial que había tenido el grado de primer centurión del primer manípulo de los
triarios.
(9) Dábase el nombre de augural al sitio que estaba a la derecha de la tienda
del general (pretorio), donde se consultaban los augurios y se alimentaban las
gallinas sagradas.
(10) El pilum era un arma peculiar de la infantería romana sumamente temible,
puesto que, a la vez que arrojadiza, servía, como la pica, para cargar al
enemigo en ocasiones dadas, y aunque era más corta que la lanza, pues tenia a lo
más cuatro codos y medio, o sea siete pies escasos de largo, estaba armada de un
hierro más fuerte y más ancho y de unos tres pies de longitud. En cuanto a la
espada romana, no tenia más que unas veinte pulgadas de largo, pero era muy
posada, de dos filos, y de tan buen temple, que se podia con ella romper un
escudo o hacer pedazos una puerta.
(11) En los tiempos de la República, dice Dureau de la Malle, no había nada
irrevocablemente establecido acerca de las asambleas del Senado, siendo Augusto
el que primero ordenó que se celebrasen en las calendas e idus de cada mes.
Tenian obligación de asistir a ellos todos los senadores, y a fin de quitarles
todo pretexto para excusarse de ello, procuró que en los días de reunión no
tuviesen ningún otro negocio que pudiese distraerlos, ningún juicio que pudiese
ocuparlos. A los que dejaban de asistir sin justa causa se les imponía una
multa, que Augusto aumentó, y como en semejantes casos el ser muchos los
culpables hace que quede impune la falta, estableció que cuando el número de
éstos fuese muy crecido, se echasen suertes entre ellos, multando a uno por cada
cinco. Además de esas asambleas, filas y regulares, que se llamaban senatus
legitimus, las había extraordinarias, como en el caso de que habla el autor, y a
las cuales se daba el nombre de senatus indictus. Necesitábase el Concurso de
400 senadores para que los senatus consultus tuviesen fuerza de ley. Augusto
estableció, sin embargo, que fuesen válidos aun cuando no llegasen los
asistentes a dicha cifra, y hasta fijó una como especie de tarifa, señalando el
número de senadores que se necesitaba para cada clase de negocios. No por dejar
de concurrir los senadores necesarios se dejaban de tomar resoluciones, sólo que
en este caso se las llamaba senatus auctoritas, y no senatus consulto. Lo mismo
se practicaba cuando había oposición de parte de algún tribuno que impidiese la
redacción del senatus consulto, o cuando el Senado era convocado
precipitadamente.
(12) Según Dion, LVII, 15, Libón habla estado realmente enfermo, y Tiberio no
quiso citarle a juicio hasta que estuviese bien. Séneca habla de él en su libro
de Clemencia, y en la Epístola 70, en que refiere su muerte, le llama juvenem
tam stultum quam nobilem.
(13) Esto es, dice Louantre, en una extensión de trescientos sesenta mil pasos.
(14) El original latino dice Caesarum, de los Césares, esto es, de Tiberio,
Druso y Germánico.
(15) Según Dion, LV, 5, fue Augusto quien, en 746, Inventó esta manera de eludir
la ley.
(16) Este hombre odioso, de quien se habla en otros varios pasajes de los
Anales, era hijo del famoso orador M. Valerio Mesala Corvino.
(17) Ya en 614 el pretor Domido Hespedo había expulsado a los astrólogos de Roma
y de Italia. En tiempo del Imperio se renovaron varias veces los edictos contra
los que se dedicaban a las ciencias ocultas, sin que se lograse extirparlos. Su
número fue, por el contrario, en aumento en los últimos tiempos de Roma,
pudiendo decirse que crecian en ella la superstición y la fe en aquellos
embaucadores, a la par que se debilitaban las creencias.
(18) Los reos eran descabezados de un hachazo, y sus cadáveres arrojados a los
pozos. La publicación de las sentencias se hacia a son de trompetas en los
sitios más públicos de la ciudad y delante de la casa del culpable, costumbre
que se conservó durante toda la Edad Media y que en algunos pueblos ha llegado
hasta nuestros dias.
(19) Esta suerte de seda, a la que Tácito llama serica -dice el traductor-,
quiere Upsio que se crie en la India en ciertos árboles no diferentes de
nuestros sauces.- Es lo cierto que los intérpretes anduvieron dlscordes acerca
del sentido de la palabra serica. Unos pretenden que sea algodón, otros la lana
de que se hace el casimir, si bien la opinión más común es la de que se trata de
una tela de seda.
(20) El censo o renta de éstos debía ser de 400.000 y de 1.200.000 sestercios el
de los primeros.
(21) Un general de ejército -dice Boumof-, aun cuando no hubiese sido más que
pretor, se llamaba legatus consularis, de la misma manera que un comandante de
legión se llamaba legatus praetorius, aun cuando no hubiese ejercido nunca esta
importante magistratura. Asi, pues, aquel grado era en algún modo asimilado a la
pretura y hacia que, a su vuelta a Roma, pudiese el que lo tenia aspirar a ella.
Ahora bien: si se hubiese nombrado a los magistrados por cinco años, como
proponía Galo, se hubieran tenido que diferir por este mismo espacio de tiempo
las esperanzas de los tenientes, y como eso hubiera redundado en su daño, por
eso pedia además que fuesen al propio tiempo designados pretores por ei derecho
mismo de su grado militar.
(22) Suetonio, Tiberio, 25, y Dion, XLVII, 16, dicen que Clemente pasó las
Galias y de allí a Italia, y que hasta marchó sobre Roma seguido de un gran
número de parciales para hacerse dueño del poder supremo; pero el relato de
Tácito parece mas verosímil.
(23) Hoy Monte-Argentaro, cerca de Orbitelio.
(24) Este templo, en el cual se guardaba el tesoro público, estaba situado
detrás de la embajada del Capitolio y a la entrada del Foro.
(25) Bovillas, pueblo del Lacio, situado a once millas de Roma.
LIBRO SEGUNDO
Segunda parte
Triunfa Germánico en muchas naciones de Germania. - Muere en Roma Arquelao,
rey de Capadocia, y su reino es hecho provincia. - Germánico va a Oriente con
amplia y suprema potestad, y Cnea Pisón a Siria con ocultas órdenes, a lo que se
cree, contra Germánico. - Druso va al Ilírico contra los germanos, cuyas
discordias ocasionan ocio y seguridad al pueblo romano. Los queruscos, con su
capitán Arminio, en una poderosa y sangrienta batalla vencen al poderoso y viejo
rey Maroboduo. Perecen en Asia doce célebres ciudades con la furia de un
terremoto. - Tacfarinas, comenzando la guerra a modo de latrocinio en África es
refrenado por Furio, procónsul. - Germánico en Armenia, quitando el reino a
Vonón, introduce a Zenón con gusto de aquellos pueblos. - Druso fomenta las
discordias en Germania. Maroboduo es echado del reino por Catualda, a quien
señala Tiberio la habitación de Frejus. - Rescuporis, rey de Tracia, preso por
artificio de Pomponio Flaco, es llevado a Roma. - Germánico visita a Egipto. -
Vuelto a Siria, se refuerza la enemistad entre él y Pisón, y poco después muere
en Antioquía, con general desconsuelo y no menor opinión de veneno por obra de
Pisón, el cual, tentando el ocupar con armas la provincia, es rechazado por
Sencio, uno de los amigos de Germánico, cuya memoria se solemniza en Roma con
exquisitos honores. - Decrétase contra la impudicia de las mujeres. - Recíbese
una virgen vestal. - Arminio muere en Germania por engaño.
XLV. A cuya causa no sólo los queruscos, sus aliados y sus soldados viejos, mas
muchos de los propios suevos del reino de Maroboduo, rebelándose junto con los
senones y longobardos, tomaron las armas en favor de Arminio, con el aumento de
los cuales prevaleciera si Inguiomaro, con buen golpe de sus amigos y vasallos,
no se pasara al bando de Maroboduo, sin otra cosa que por desdeñarse el tío
viejo de obedecer al sobrino mozo. Pusiéronse, pues, el uno y el otro en batalla
con igual esperanza; no como acostumbraban en los germanos, con corredurías a la
larga o con divididas escuadras, porque habiendo guerreado largamente con
nosotros, ya estaban prácticos en seguir las banderas, ordenar los socorros y
obedecer a los capitanes. Arminio entonces, discurriendo por el campo a caballo,
acordaba a todos la recuperada libertad, las legiones deshechas, mostrando en
manos de muchos los despojos y armas quitadas por fuerza a los romanos. En
contrario, llamaba a Maroboduo fugitivo, sin experiencia de guerra, defendido de
las madrigueras y cuevas de la selva Hercinia, y que había poco antes, con
presentes y embajadas, pedido la paz; traidor a su patria, corchete del César,
digno de ser perseguido por ellos con el mismo aborrecimiento con que fue muerto
Varo Quintilio. Pedíales, finalmente, que se acordasen de tantas batallas con
cuyo suceso (habiéndose al fin echado de Germania los romanos) estaba probado
bastantemente quién había llevado lo mejor.
XLVI. No se abstenía Maroboduo de engrandecer sus cosas y vituperar al enemigo.
Y teniendo a Inguiomaro por la mano, afirmaba consistir en su persona sola el
esplendor de los queruscos, a cuyos consejos debían atribuirse todos sus
prósperos sucesos; que Arminio era un hombre de poco juicio y menos experiencia,
diestro en aplicarse la gloria de los otros por haber oprimido tres escasas
legiones, y con fraude engañado al capitán poco advertido, con gran estrago de
la Germania y particular ignominia suya, por tener todavía en servidumbre a su
mujer y a su hijo. Mas él, acometido de Tiberio con doce legiones había
conservado sin mancha la gloria del nombre germano feneciendo la guerra con
iguales y honestas condiciones, y que no se arrepentía de que estuviese aún en
su elección el hacer la guerra a los romanos o gozar de la paz sin derramamiento
de sangre. Animados con estas palabras, los ejércitos eran también incitados por
sus causas propias, peleando los queruscos y longobardos por su antiguo
esplendor y por la reciente libertad, y los otros por aumentar su señorío. No se
vio jamás batalla de ejércitos más poderosos ni de más dudoso suceso, habiéndose
roto en entrambas partes los cuernos derechos. Esperábase nueva batalla si
Maroboduo no retirara su ejército a las montañas. Esto fue indicio de haberse
llevado lo peor, y privado de los que poco a poco le iban desamparando se retiró
a las tierras de los marcomanos, habiendo enviado embajadores a Tiberio por
ayuda. Respondiósele que sin razón pedía las armas de los romanos contra los
queruscos, no habiéndoles ayudado jamás en las guerras que tuvieron contra los
mismos queruscos. Envióse con todo eso a Druso, como se ha dicho, para asentar
la paz.
XLVII. En este año se asolaron en Asia doce ciudades (1) por terremoto venido de
noche, que hizo la calamidad más improvisada y más grave, habiendo faltado el
acostumbrado socorro de huir a lo descubierto, porque, abriéndose la tierra,
eran sorbidos los hombres. Cuentan haberse allanado altísimos montes y levantado
las llanuras, vístose llamas de fuego entre las ruinas, habiendo movido a piedad
particularmente la miseria crudelísima de los sardianos, a los cuales no sólo
prometió Tiberio 250.000 ducados (10.000.000 de sestercios), mas los hizo
exentos por cinco años de cuanto pagaban al erario y al fisco. Los magnesios de
Sipilio, como los segundos en el daño, lo fueron también en el remedio. Los
temnios, filadelfos, egeatars, apollonienses, llamados mostenos y macedonios
hircanos, los de Hierocesárea, Mirina, Cimene y Tmolo, fueron descargados de
tributos por el mismo tiempo, y se envió un senador a ver las ruinas y poner
remedio, eligiendo para esto a Marco Aleto de entre los que habían sido
pretores, para que hallándose al gobierno de Asia un cónsul, no naciese
inconveniente por emulación, como entre iguales, tal que bastase a impedir la
ejecución.
XLVIII. Añadió César a esta magnificencia pública la liberalidad no menos grata,
dando la hacienda de Emilia Musa, riquísima liberta, recaída al fisco por haber
muerto sin testamento a Emilio Lépido, de cuya casa se creía ser; y la herencia
del rico Patuleyo, caballero romano, aunque el mismo César estaba instituido por
heredero en parte de su hacienda, a Marco Servilio por hallarle nombrado en el
primer testamento, no sospechoso de falsedad, habiendo dicho antes que la
nobleza de entrambos merecía aumento de riquezas. No aceptó jamás herencia
alguna que no la hubiese merecido con amistad; de los que no conoció o de los
que en odio de otros nombraban por heredar al príncipe, no quería escuchar ni
admitir cosa. Mas así como ayudaba a la pobreza honesta de los buenos, así
también hizo borrar del orden senatorio, o sufrió que de sí mismo se saliesen a
Vividio Varrón, Mario Nepote, Apio Apiano, Cornelio Sila y Quinto Vitelio (2),
como pródigos y empobrecidos por su defectos.
XLIX. En este tiempo se dedicaron los templos comenzados por Augusto y
arruinados de antigüedad o del fuego; es a saber: de Baco, de Proserpina y de
Ceres, junto al Circo máximo, edificado ya por voto de Aulo Póstumo, dictador;
el de Flora, en el mismo lugar, hecho por Lucio y Marco Publicios, entonces
ediles, y el de Jano en la plaza de las Hierbas, edificado de Cayo Duilio, el
primero que alcanzó victoria naval, honrado de triunfo, por haber vencido en
ella a los cartagineses. Germánico consagró el templo de la Esperanza, votado de
Atilio en la misma guerra.
L. Iba entretanto tomando fuerzas la ley de majestad, de que fue acusada Apuleya
Varilla, nieta de una hermana de Augusta, imputándole que con palabras
injuriosas había hecho burla del divo Augusto, de Tiberio y de su madre, y que
sin reparar en el parentesco que tenía con César había cometido adulterio. De
esto fue remitida a la ley Julia. Del delito de majestad quiso César que se
hiciese distinción, y que fuese castigada si se hallaba que hubiese hablado
indecentemente de Augusto, mas por lo que había dicho de él no quiso que se le
hiciese cargo alguno. Y preguntándole el cónsul lo que le parecía del otro cabo,
tocante al haber hablado mal de su madre, no respondió cosa. Después, en el
siguiente Senado, rogó en nombre de Augusto que no fuese imputado cargo por
haber dicho palabras contra ella en manera alguna, y libró a Apuleya de la ley
de majestad, rogando que por el adulterio se contentasen con el castigo
ordinario, desterrándola, al uso antiguo (3), cincuenta leguas (4) de los suyos.
Su adúltero Manlio fue desterrado de Italia y de África.
LI. Después de esto se levantó cierta contienda sobre el subrogar un pretor en
lugar de Vipsanio Galo, difunto. Germánico y Druso, que todavía se hallaban en
Roma, favorecían a Haterio Agripa, pariente de Germánico; muchos, en contrario,
instaban que se tuviese consideración, como lo disponía la ley, al candidato que
tuviese más número de hijos, alegrándose Tiberio de que el Senado estuviese en
contraste entre el favor de sus hijos y el de la ley, la cual, a la verdad,
quedó vencida, aunque no tan presto y por pocos votos, a la manera que cuando
valían las leyes lo solían ellas quedar también.
LII. Tuvo principio este año la guerra contra Tacfarinas. Éste, de nación
númida, había militado entre los auxiliarios, entre los ejércitos romanos.
Después, pasándose a los enemigos, comenzó a juntar vagabundos y ladrones;
después, a uso de guerra, a ponerlos debajo de banderas y formar escuadras y
tropas de caballos; a lo último, haciéndose llamar capitán de los musulanos,
gente vigorosa, vecina a los desiertos de África, no acostumbrada a poblar
ciudades, tomó las armas y llevó a la guerra consigo a los maures cercanos con
su capitán Mazipa. Dividido entre ellos el ejército, Tacfarinas llevaba los
soldados escogidos y armados al uso romano, para instruidos en la disciplina y
obediencia, y Mazipa, con los armados a la ligera, iba matando, abrasando y
poniendo terror. Había inducido a lo mismo a los cinitios, nación de alguna
cuenta, cuando Fario Camilo, procónsul de África, habiendo juntado una legión y
las ayudas que tenía debajo de las banderas, fue a buscar al enemigo; fuerzas
débiles, si se mirara al número de los númidas y maures. Con todo eso no se
temía sino que habían de huir antes de llegar a las manos; mas siendo los
nuestros tan inferiores en número, no fue dificultoso el inducidos a la batalla,
con la esperanza de la victoria. Y así, metida la legión entre dos cohortes
armadas a la ligera, y en los cuernos dos alas de caballería, no rehusó
Tacfarinas la batalla, en la cual quedó roto el ejército númida, y célebre por
muchos años el nombre de Fario; porque después de aquel restaurador de Roma y su
hijo Camilo, había Estado en otros linajes la gloria del imperio militar. Ni
éste tampoco era tenido en reputación de soldado, a cuya causa celebró Tiberio
con mayor prontitud sus hechos en el Senado, donde los senadores le decretaron
las insignias triunfales, cosa que no dañó a Camilo por su mansedumbre y
modestia.
LIII. El año siguiente fueron cónsules Tiberio, la tercera vez, y Germánico, la
segunda. Mas Germánico tomó aquel grado en Nicópoli (5), ciudad de Acaya, donde
había llegado siguiendo la costa del Ilírico, después de visitar en Dalmacia a
su hermano Druso; y habiendo padecido borrasca primero en el Adriático y después
en el mar Jonio, gastó algunos días en restaurar la armada y en ver aquel golfo,
famoso por la victoria de Accio, los despojos consagrados de Augusto y los
alojamientos de Antonio, todo en memoria de sus mayores, siéndolo como se ha
dicho, Augusto tío y Antonio abuelo: espectáculos grandes de dolor y de alegría.
Pasó de allí a Atenas, donde por reverencia de aquella antigua y confederada
ciudad no quiso llevar delante más que un solo lictor. Recibiéronle aquellos
griegos con exquisitas honras, trayéndole delante todos los hechos y dichos
ilustres de sus predecesores, para hacer más agradable la adulación.
LIV. Pasó a Eubea y de allí a Lesbos, donde Agripina parió a Julia, su postrer
parto. Tocando después las últimas parte de Asia, Perinto y Bizancio, ciudades
de Tracia, entró en el estrecho de la Propóntide y en la boca del mar Ponto,
deseoso de ver aquellos lugares antiguamente famosos, consolando entretanto las
provincias maltratadas de las discordias intestinas o agraviadas por sus propios
gobernadores. Y queriendo ver a la vuelta las cosas sagradas de los samotracios
(6), y los demás lugares venerables por la variedad de la fortuna y por nuestro
origen, se lo estorbó un viento jaloque; y volviendo a costear el Asia, surgió
en Colofonia por oír el oráculo de Apolo Clario. No reside allí mujer, como en
Delfos, sino sacerdote de ciertos linajes particulares, lo más ordinario de
Mileto, el cual, tomado el número y nombre de los consultantes, entrado en la
cueva y bebida el agua de cierta fuente secreta, si bien de ordinario es hombre
sin letras o ciencia de poesía, da las respuestas en versos, formados sobre el
concepto que otros tienen en la imaginación. Díjose que a Germánico, con
palabras ambiguas, como suelen los oráculos, le cantó la muerte cercana y
violenta.
LV. Mas Cneo Pisón, por dar principio con tiempo a sus designios, habiendo con
su pasaje soberbio atemorizado la ciudad de los atenienses, los reprendió con
duras palabras, culpando indirectamente a Germánico de que se había tratado con
ellos con demasiada familiaridad, contra el decoro del nombre romano. No ya,
decía él, entre los atenienses, acabados con tantos estragos, sino entre aquella
escoria de gente que acompañaron a Mitridates contra Sila y a Antonio contra
Augusto; dándoles en rostro hasta con las cosas antiguas hechas desgraciadamente
contra los macedonios y con violencia contra los suyos mismos, ofendido con
aquella ciudad también por odios particulares, porque a ruego suyo no habían
querido absolver a un cierto Teófilo, condenado de falsedad por el Areópago. De
allí, con diligente navegación por las Cíclades y atajos marítimos, llegó a
Rodas, donde halló a Germánico, advertido ya de la persecución que se le
aparejaba; mas era tan benigno y de tan nobles entrañas, que sobreviniendo un
temporal con que iba a dar en las peñas la nave de Pisón, pudiéndose atribuir al
caso la muerte de su enemigo, envió las galeras por medio de las cuales fue
librado de aquel peligro. No mitigado con esto Pisón, deteniéndose apenas un
día, deja a Germánico y pasa adelante. Llegado a las legiones en Siria,
comenzando con presentes y con inteligencias a levantar los ánimos de la hez de
los soldados, removiendo los centuriones más viejos y los más severos tribunos
por dar sus plazas a sus paniaguados y a los más ruines; introducida en las
ciudades la licencia y la ociosidad en el ejército, dejando discurrir a los
soldados por el país, con sólo el apetito por límite a sus desórdenes, llegó
finalmente a tanta corruptela, que en común era llamado padre de las legiones.
Hasta Plancina, saliendo de los límites mujeriles, intervenía al manejo de los
caballos, a los regocijos de las cohortes, y sobre todo al decir mal de Agripina
y de Germánico; no faltándole muchos de los buenos soldados que se ofrecían a
obedecerlos en cualquier maldad, por correr voz secretamente de que en ello
agradarían al emperador.
Eran notorias todas estas cosas a Germánico; pero cuidó más en anticipar su
viaje a los armenios.
LVI. Esta nación de toda antigüedad se ha mostrado siempre inconstante y de poca
fe, no sólo por su naturaleza, sino también por la calidad de su sitio, que
confrontando por largo espacio con muchas de nuestras provincias, se extiende
hasta los medos; conque hallándose rodeados de imperios poderosísimos, están de
ordinario en contienda con los romanos por aborrecimiento natural, y con los
partos por envidia de su grandeza. Estaba entonces sin rey, habiendo desposeído
a Vonón; mas el favor de los armenios inclinaba a Azenón, hijo de Polemón, rey
de Ponto, por haber éste desde niño imitado sus costumbres, institutos y culto,
y con ir a caza, frecuentar banquetes y acudir a las demás cosas celebradas por
aquellos bárbaros, ganando el corazón con esto igualmente al pueblo y a la
nobleza. A ése, pues, puso la corona Germánico en la ciudad de Artajata, de
consentimiento de los nobles y gran concurso de gente. Los otros, queriendo
reverenciar más al rey, lo saludaron con el nombre de Artajias, a contemplación
del de la ciudad. Mas los capadocios, reducidos en forma de provincia, tuvieron
por legado a Quinto Veranio, disminuidos algún tanto los tributos que
acostumbraban pagar a sus reyes, por darles esperanza de más dulce tratamiento
con el dominio romano. A los comagenos se les dio por gobernador a Quinto Serveo,
y entonces fue la primera vez que los pusieron debajo del gobierno de pretor.
LVII. Compuestas con tanta felicidad las cosas de los confederados, no se
mostraba por eso alegre Germánico a causa de la soberbia de Pisón, el cual,
teniendo orden de que él o su hijo llevasen a Armenia una parte de las legiones,
no hizo caso de lo uno ni de lo otro. Finalmente se vieron en Cirro (7),
guarnición de invierno de la legión décima: Pisón, con rostro acomodado a
disimular el miedo, y Germánico, procurando no mostrar el suyo amenazador,
siendo, como he dicho, clementísimo. Mas sus mismos amigos, artificiosos en
acriminar las ofensas, mezclando lo cierto con lo dudoso, en varios modos
calumniaban a Pisón, a Plancina y a sus hijos. A lo último, en presencia de
algunos pocos de sus familiares, le habló el César de la manera que pudo
dictarle el enojo y la disimulación. Respondióle Pisón con ruegos, aunque
arrogantes, partiéndose con odio descubierto. De allí adelante iba raras veces
Pisón al Tribunal del César, y si asistía algunas, se mostraba colérico siempre
y pronto a contradecir. Verificóse esto más en un banquete que hizo el rey de
los nabateos, que trayendo coronas de oro de gran peso al César y Agripina, y
ligeras a Pisón y a los otros, dijo que aquella fiesta se hacía a un príncipe
romano y no a un hijo del rey de los partos. Dicho esto, arrojó la corona y
añadió otras palabras vituperando el exceso y la superfluidad de aquel convite;
cosas que, aunque ásperas, eran con todo eso sufridas de Germánico.
LVIII. En esta ocasión llegaron embajadores de Artabano, rey de los partos.
Enviábalos para traer a la memoria y confirmar la amistad y la paz; ofreciéndose
a venir hasta las riberas del Éufrates a visitar a Germánico; rogándole entre
tanto que no fuese tenido Vonón en Siria, para que con ocasión de estar tan
cerca no pudiese solicitar con mensajeros a los grandes de su reino, moviéndolos
los ánimos a novedades. Respondió Germánico magníficamente en lo tocante a la
amistad de los romanos con los partos; y en cuanto a la venida del rey y de la
honra que determinaba hacerle, habló con gran decoro y modestia. Vonón fue
enviado a Pompeyópoli, ciudad marítima en Cilicia, no tanto por los ruegos de
Artabano, cuanto en despecho de Pisón, a quien era muy acepto por muchos
cumplimientos y dones con que había sabido granjear la voluntad de Plancina.
LIX. Siendo cónsules Marco Silano y Lucio Norbano, fue Germánico a Egipto por
ver aquellas antiguallas, aunque con voz de visitar la provincia; donde abiertos
las trojes y graneros, fue causa de que bajase el precio del trigo; y usó de
otras muchas cosas agradables al vulgo, como son ir sin guardia de soldados, con
los pies casi descubiertos y lo demás del vestido al uso griego, imitando a
Publio Escipión, que hizo lo mismo en Sicilia durante la guerra contra Cartago.
Reprendióle Tiberio con dulces palabras lo que miraba al modo de vivir y al
traje, pero resintióse ásperamente de que se hubiese atrevido a entrar en
Alejandría contra las órdenes de Augusto y sin consentimiento suyo. Porque
Augusto, entre otros secretos del Estado, había prohibido a senadores y
caballeros romanos ilustres el entrar sin su licencia en Egipto, medroso de la
facilidad con que se puede ocupar aquella provincia por quien se resolviese en
intentarlo, y defenderla con pequeño presidio de gruesos ejércitos, cerrándole
los pasos de mar y tierra, con peligro de matar de hambre a Italia.
LX. Mas Germánico, no sabiendo aún que fuese desagradable a Tiberio este viaje,
navegaba por el Nilo, comenzando desde Canapa. Edificaron esta ciudad los
espartanos en honra de Canopo, piloto de su nave, el cual murió y fue enterrado
en aquel puesto cuando Menelao, volviéndose a Grecia, fue de allí arrojado al
mar y tierra de Libia. La otra boca del río más cercana a ésta es consagrada a
Hércules, nacido entre ellos, como afirman los moradores de aquella tierra, los
cuales refieren que después de él fue antigua costumbre honrar con el mismo
nombre a los que le eran semejantes en las fuerzas y en el valor. Visto después
los grandiosos vestigios de la antigua Tebas, donde para ostentación de su
primera grandeza permanecen todavía los soberbios obeliscos, y en ellos
esculpidas letras egipcias en que se hace mención de la primera opulencia de
esta ciudad, y mandándole a uno de los sacerdotes más viejos que las
interpretase, refería haber habido un tiempo en ella setecientos mil hombres de
tomar armas, y que con este ejército conquistó el rey Ramsés la Libia, Etiopía,
los medos, persas, bactrianos y escitas, y cuanto habitan los siros, los
armenios y sus vecinos los capadocios; extendiendo de allí el imperio hasta los
mares de Bitinia y de Licia. Leíanse aún los tributos puestos a aquellos
pueblos, el peso de la plata y del oro, el número de las armas y los caballos,
el marfil y los aromas, dones de los templos; lo que cada nación pagaba de
granos y de todos los muebles; cosas no menos magníficas que las que hoy en día
se hacen pagar por fuerza los partos y los romanos por su potencia.
LXI. Quiso Germánico ver también las demás maravillas, de las cuales fueron las
principales la estatua de piedra de Memnon, que, herida de los rayos del sol,
resuena a semejanza de voz humana; las pirámides levantadas en forma de montes
por la emulación de las riquezas de aquellos reyes, combatidas ahora del tiempo
entre aquellas incultas y apenas practicables arenas; los lagos cavados para
recibir las aguas que sobrasen de las corrientes del Nilo, y en otra parte las
gargantas y abertúras impenetrables a quien se atreve a medirlas. De allí pasó a
Elefantines y a Siene, término en otro tiempo del Imperio romano, el cual se
extiende hoy hasta el mar Bermejo (8).
LXII. Mientras Germánico iba entreteniéndose aquel verano por diferentes
provincias, Druso ganó no poca reputación con alimentar las discordias de los
germanos, y roto ya Maroboduo hacerlos perseverar hasta su total ruina. Había
entre los gotones un mozo noble llamado Catualda, el cual había sido echado
antes de su propia tierra por Maroboduo, por cuya caída, entrado en esperanza de
vengarse, entra con buenas fuerzas en los términos de los marcomanos, y ganando
las voluntades de los principales, inclinándolos a seguir su partido, toma por
fuerza el palacio real y el castillo vecino a él, donde estaban las antiguas
presas de los suevos, y mucha gente de la que suele seguir los ejércitos, y
mercaderes de nuestras provincias, llevados allí primero por causa del comercio,
después por el deseo de enriquecerse, y a lo último, olvidados de su patria,
resolviéndose en vivir en tierras de enemigos.
LXIII. A Maroboduo, desamparado de todas partes, no le quedó otro refugio que la
misericordia del César, y pasado el Danubio en la parte donde la provincia
Nórica, escribió a Tiberio, no como fugitivo o menesteroso de favor, sino
conforme a la memoria de su primera fortuna, diciendo que aunque había sido
llamado a la amistad de muchas naciones como rey ya en otro tiempo de gran
nombre, se había resuelto en preferir a todo la amistad de los romanos.
Respondió el César que queriendo retirarse a Italia, estaba en su mano hacerla
segura y honradamente, mas que si juzgaba que le estaba mejor seguir otro
consejo, podía volverse debajo de la misma fe con que había venido. Pero en el
Senado discurrió probando que no había sido tan tremendo al pueblo romano Pirro
o Antíoco, ni Filipo a los atenienses. Está hoy en día en pie una de sus
oraciones, en la cual exagera la grandeza de este hombre, la potencia de las
naciones que le obedecían, el peligro que padeció Italia con tan cercano enemigo
y, sobre todo, el trabajo y cuidado que le costó el sujetarle. Al fin Maroboduo,
tenido en Ravena por espantajo a los suevos y como una continua amenaza de
volverle al reino siempre que ellos tratasen de inquietarse, por dieciocho años
no se partió de Italia, envejeciéndose y perdiendo gran parte de su opinión por
el sobrado deseo de vivir. Catualda tuvo la misma fortuna y el mismo refugio,
porque desposeído poco después por los hermonduros y Vibilio, su capitán, fue
recibido y enviado a Frejulio, colonia de la Galia Narbonense. Los bárbaros que
habían seguido al uno y al otro, porque mezclándose con los que habitaban en las
provincias pacíficas no fuesen causa de turbar la paz, se enviaron a poblar de
allá del Danubio, entre los ríos Maro y Cuso (9), dándoles por rey a Vanio, de
nación Cuado.
LXIV. Venido estos mismos días a Roma el aviso de cómo Germánico había elegido a
Artajias por rey de Armenia, deliberó el Senado que él y Druso entrasen en Roma
ovantes. Hiciéronse arcos junto al templo de Marte Vengador, con las imágenes de
estos dos césares, y más alegría de Tiberio por haber concluido con prudencia la
paz que si hubiera fenecido la guerra con batallas. A cuya causa acomete con
astucia también a Rescuporis, rey de Tracia. Había señoreado a toda aquella
nación Remetalce, después de cuya muerte Augusto dividió los tracios entre
Rescuporis, hermano de Remetalce, y Coti, su hijo. En aquella partición tocaron
a Coti las tierras de labor, las ciudades y todo el país vecino a Grecia; lo
inculto, montuoso y cercano a los enemigos quedó a Rescuporis, conforme a la
naturaleza de entrambos reyes, la de aquél mansa, y la de éste cruel, ambiciosa
y aparejada a no sufrir compañía. Pasaron primero las cosas con fingida
concordia, comenzó después Rescuporis a salir de sus límites, usurpar la
partición de Coti y hacer fuerza a la resistencia, aunque lentamente mientras
vivió Augusto, temiendo que, como autor de ambos reinos, viéndose menospreciado,
no se vengase. Mas sabida la mudanza del príncipe comenzó a enviar cuadrillas de
ladrones, desmantelar castillos y dar ocasión de guerra.
LXV. Tiberio, no temiendo cosa más que el ver alterada la quietud pública, hizo
por un centurión denunciar a aquellos reyes que arrimasen las armas, y al punto
despidió Coti la gente de socorro que había aparejado. Rescuporis, con fingida
mansedumbre, pide vista en aquel mismo lugar, dando esperanzas de llegar a
conciertos por su medio. No se disputó mucho el tiempo, el lugar ni otras
condiciones, porque el uno por su facilidad y el otro por su astucia, lo daban y
lo aceptaban todo. Rescuporis, por solemnizar, como decía, los conciertos,
preparó un banquete, en el cual, pasada buena parte de la noche bebiendo y en
otros regocijos, acometió al incauto Coti y le puso en cadenas. Coti, visto el
engaño, no cesaba de invocar las cosas sagradas del reino, los dioses de la
común familia y las mesas del hospedaje. Apoderado así de toda la Tracia el
falso tío, escribe a Tiberio que había prevenido a las asechanzas que su sobrino
le aparejaba, y juntamente, so color de mover guerra a los bastamos y a los
escitas, se refuerza de nuevas levas de infantes y caballos. Respondióle Tiberio
con gran blandura que, no habiendo engaño, podía confiar en su inocencia; mas
que ni él ni el Senado debían dar tuerto o derecho a ninguna de las partes sin
conocimiento de causa; que entregase primero a Coti y después viniese a Roma,
con que acabaría de quitar toda sospecha.
LXVI. Envió a Tracia estas cartas Latino Pando, vicepretor de Mesia, con los
soldados a quien había de ser consignado Coti. Mas Rescuporis, suspenso algún
tanto entre el temor y la ira, escogió antes hacerse reo de haber puesto esta
maldad en ejecución que de haberla querido ejecutar, y haciendo matar a Coti
finge y echa fama de que se había muerto él mismo de su voluntad. No dejó por
esto Tiberio el uso de sus caros artificios; mas muerto Pando, a quien
Rescuporis tenía por declarado enemigo, envió por gobernador de Mesia a Pomponio
Flaco, soldado viejo de aquella milicia, y que por tener estrecha amistad con el
rey sería tanto más apto para engañarle.
LXVII. Pasado a Tracia, Flaco con mil promesas que hizo al rey, aunque ya
sospechoso y no ignorante de sus maldades, le persuade a entrar en los presidios
romanos, donde, so color de honrarle como a rey, fue rodeado de buen número de
gente, y entre ellos centuriones y tribunos, amonestándole y persuadiéndole; y
cuanto más se alejaba de su tierra, con guardia más descubierta; finalmente,
conociendo su necesidad, hubo de ser llevado a Roma. Allí, acusado en el Senado
por la mujer de Coti, fue condenado a perpetuo y apartado destierro de su reino.
La Tracia fue dividida entre Remetalce, su hijo, que se sabía haberse opuesto en
los consejos del padre y entre los hijos de Coti; y por ser pupilos se ordenó a
Trebeliano Rufo, varón pretorio, que gobernase entretanto el reino a ejemplo de
nuestros mayores, que enviaron a Egipto a Marco Lépido por tutor de los hijos de
Tolomeo. Rescuporis, llevado a Alejandría, fue allí muerto, o por haber tentado
la huida, o porque le imputaron ese delito.
LXVIII. En el mismo tiempo, Vonón, detenido en Cilicia como dijimos, so color de
ir a caza, y cohechando las guardas huyó con intento de no parar hasta Armenia,
de allí pasar a los albanos, a los heniocos (10) y, finalmente, a casa de su
pariente el rey de los escitas; mas dejados los lugares marítimos y tomando el
camino de los bosques a uña de caballo, llegó al río Piramo (11), cuya puente,
sabida la huida del rey, fue rota por los del país; tal, que no pudiéndole pasar
tampoco a vado, quedó en la orilla preso por Vibio Frontón, capitán de caballos.
Después, Remio Evocato, el cual antes había tenido a su cargo la guardia del
rey, con una cierta manera de cólera repentina, le atravesó con la espada el
pecho, que fue causa de que muchos se acabasen de persuadir a que la huida había
sido con su consentimiento, y la muerte porque no descubriese el delito.
LXIX. Vuelto de Egipto Germánico, halló anulado o ejecutado al revés todo lo que
había dejado ordenado en las legiones y en las ciudades, de que resultaron las
palabras pesadas con que se resintió contra Pisón, y los atentados no menos
pesados de Pisón contra Germánico. Tras esto determinó Pisón de partirse de
Siria; mas mudó de parecer, advertido de la enfermedad de Germánico. Poco
después, con el primer aviso de que mejoraba, viendo que se satisfacía a los
votos hechos por su salud, mandó que sus lictores arrojasen por el suelo las
víctimas y el aparato de los sacrificios, turbando el regocijo con que
solemnizaba aquella fiesta el pueblo de Antioquía. De allí pasó a Seleucia (12)
a esperar el suceso de la nueva enfermedad en que Germánico había recaído, cuya
violencia era fieramente acrecentada con persuadirse a que había sido atosigado
por Pisón; en cuya prueba se hallaban osamentas y reliquias de cuerpos humanos,
versos, conjuros, el nombre de Germánico esculpido en planchas de plomo, cenizas
medio quemadas mezcladas con sangraza podrida y otras muchas suertes de
hechicerías por las cuales se cree ofrecer las almas a los dioses infernales. A
más de esto eran acusados algunos de haber venido de parte de Pisón por espías
del Estado en que estaba la enfermedad.
LXX. Tomaba estas cosas Germánico no con menor enojo que miedo: Si por ventura
se atrevía Pisón a sitiarle en su propia casa; si rendía el espíritu a vista de
sus enemigos, ¿qué sería después de su miserable mujer y de sus tiernos
hijuelos? Quizá -decía él- le parecerá que tarda el veneno en hacer su operación
y solicitará las cosas, a fin de quedar solo con la provincia y con las
legiones; pero aún no está tan acabado Germánico, ni le quedará al traidor el
premio del homicidio. Escribe con esto una carta, por la cual despide a Pisón de
su amistad. Añaden muchos que le mandó salir de la provincia. Pisón se embarca
luego y hace vela, aunque dando tiempo a tiempo para poder ser más presto de
vuelta, caso que la muerte de Germánico le restituyese el gobierno de Siria.
LXXI. Mejorado un poco el César, y faltándole después de todo las fuerzas,
viendo su fin cercano, habló así a los amigos que le estaban cerca: Si yo
muriese, oh amigos míos, de muerte natural, podría justamente quejarme hasta de
los dioses de verme así robado antes de tiempo y en la flor de mis años a mis
padres, a mis hijos y a la patria; mas ahora que soy arrancado del mundo por la
maldad de Pisón y de Plancina, dejo en vuestros corazones mis últimos ruegos, y
os pido que refiráis a mi padre y a mi hermano con cuántas crueldades
despedazado, con cuáles traiciones oprimido, haya puesto fin a mi infelice vida
con una muerte mucho más desdichada y miserable. Si los que pendían de mis
esperanzas, si mis conjuntos en sangre y aun muchos que me envidiaban vivo
lloraren y compadecieren, de ver que yo, floreciente ayer y vencedor de tantas
batallas muera hoy por engaños mujeriles, no perdáis la ocasión de doleros en el
Senado y de invocar las leyes; porque el principal oficio del amigo no es
acompañar a su amigo muerto con lamentos viles, sino tener memoria de sus deseos
y poner en ejecución sus últimas voluntades. Llorarán a Germánico, hasta los que
no le conocieron; mas vosotros tomaréis la venganza si acaso habéis tenido más
amor a mi persona que a mi fortuna. Mostrad al pueblo romano la nieta del divo
Augusto y mi mujer carísima: contad de uno en uno los seis hijos, que yo me
aseguro que tendrán los acusadores la misericordia de su parte, y que los que
fingieren algunas injustas comisiones o no serán creídos, o no serán perdonados.
Juraron los amigos, tocando la diestra del mortal enfermo, de dejar primero la
vida que la venganza.
LXXII. Entonces, vuelto a su mujer, le rogó por el amor que le tenía y por los
comunes hijos, que, echada a un cabo toda altivez, acomodase su ánimo con la
crueldad de la fortuna, para que, vuelta a Roma, no irritase a los más poderosos
con la emulación de la grandeza. Estas palabras habló en público y otras algunas
en secreto, por las cuales se creyó que temía de Tiberio. Poco después rindió el
espíritu con llanto universal de la provincia y de los pueblos vecinos.
Doliéronse los reyes y las naciones extranjeras: tanta era la afabilidad que
usaba con los amigos, y la mansedumbre y benignidad con los enemigos; venerable
igualmente a los que le veían y a los que le oían; habiendo sostenido, ajeno de
envidia y de arrogancia, la grandeza y gravedad de tan alta fortuna.
LXXIII. Sus funeralias, aunque sin estatuas (13) y sin pompas, fueron harto
célebres por sus loores y por la memoria de sus virtudes. Había quien por la
belleza del cuerpo, por la edad, por la calidad de la muerte, y, finalmente, por
la vecindad de los lugares donde murieron, igualaba sus hados con los del Magno
Alejandro: ambos de hermoso aspecto, de nobilísimo linaje, de poco más de
treinta años, muertos por asechanzas de los suyos entre gentes extranjeras. Más
que Germánico, además de las perfecciones de Alejandro, se mostraba apacible con
los amigos, moderado en los deleites, contento con una sola mujer y cierto de
sus hijos: ninguno le confesaba por menor guerrero y todos le juzgaban por menos
temerario, afirmando que le habían quitado como de las manos la honra de haber
sujetado a toda Germania, amedrentada ya por él con tantas victorias; que si
hubiera sido árbitro de las cosas y tenido al fin el nombre y autoridad de rey,
tanto más seguramente hubiera alcanzado la gloria de las armas, cuando le
llevaba ventaja en la clemencia, en la templanza y en las demás virtudes. Antes
que se quemase el cuerpo, puesto desnudo en la plaza de Antioquía, donde se
había de enterrar, no se acabó de declarar que mostrase señal de veneno (14),
juzgando cada uno conforme le movía la compasión de Germánico, la presente
sospecha y el favor de Pisón.
LXXIV. Consultado después entre los legados y los demás senadores que allí se
hallaban a quién había de encargarse el gobierno de Siria, haciendo los demás
poca instancia, estuvo un rato la causa entre Vibio Marso y Cneo Sencio: cedió
después Marso a Sencio, como a más viejo y como a más violento solicitador.
Éste, a instancia de Vitelio y de Veranio, que hacía el proceso contra los
tenidos por culpados, envió a Roma una mujer llamada Martina, tenida por
hechicera pública en aquella provincia, muy amada de Plancina.
LXXV. Mas Agripina, aunque casi consumida en llanto y con poca salud, impaciente
a sufrir todo lo que se le difería la venganza, se embarcó con las cenizas de
Germánico y con su hijos; moviendo generalmente a compasión el ver que una mujer
de tan gran nobleza, casada tan altamente, acostumbrada a ser vista en tanto
actos de regocijo y veneración, iba ahora con aquellas funestas cenizas en el
seno, dudosa de su venganza, cuidadosa de sí misma y por infelice fecundidad
tantas veces expuesta a las mudanzas de fortuna. Alcanzóle a Pisón el mensajero
con el aviso de la muerte de Germánico en la isla de Coó, y recibióle con tan
poca templanza, que no abstuvo de matar víctimas y visitar templos en hacimiento
de gracias, no pudiendo disimular el gozo, mejor que Plancina templar su natural
insolencia, la cual mudó luego el luto que traía por muerte de una hermana en
hábito de alegría.
LXXVI. Concurrían los centuriones mostrándole la prontitud con que deseaban
obedecerle las legiones y exhortándole a volver al gobierno de la provincia,
quitada injustamente y no ocupada hasta entonces por alguno. Con esto, pidiendo
consejo sobre lo que era bien hacer en aquel caso, su hijo Marco Pisón fue de
parecer que debía ir luego a Roma, diciendo que no se había hecho hasta entonces
cosa que no se pudiese justificar, que no se debía hacer caso de flacas
sospechas, ni de la vanidad de la fama; que la discordia que había tenido con
Germánico por ventura podía ser digna de odio, pero no de castigo; que el
dejarse quitar la provincia bastaría por satisfacción a sus enemigos, donde
volviendo a ella con la resistencia de Sencio era dar principio a una guerra
civil; que no perseverarían en su parcialidad los centuriones y soldados en
quien estaba fresca la memoria de su general; antes era de creer que
prevalecería siempre en ellos el entrañable y envejecido amor para con los
césares.
LXXVII. Discurrió en contrario Domicio Célere, íntimo amigo de Pisón, diciendo:
Que se debía servir del buen suceso. Que a él y no a Sencio se había consignado
el gobierno de Siria. A Pisón se habían dado los fasces, la autoridad de pretor
y las legiones. Si sucede -decía él- algún insulto, ¿quién más justamente puede
oponerse con las armas que el que tiene la autoridad del legado y las propias
comisiones del príncipe?. Añadía que era bien dar tiempo a que se fuesen
desvaneciendo las nuevas; que a las veces aun apenas los inocentes pueden
resistir a los recientes odios. Mas que teniendo el ejército y aumentando las
fuerzas, muchas cosas, que no era posible prevenirlas, tendrían mejor salida; si
no es que queramos -decía él- solicitar nuestra llegada a Roma para entrar con
las cenizas de Germánico, y que el llanto de Agripina y el ignorante vulgo te
arrebaten al primer rumor sin admitirte defensa ni disculpa. Tienes de tu parte
la conciencia de Augusta y el favor de César, aunque disimulados, y el poderte
asegurar de que los que lloran la muerte de Germánico, al parecer con mayor
sentimiento, son los que más se huelgan de ella.
LXXVIII. No fue menester mucho para inducir a Pisón a este parecer, por ser más
conformes a su naturaleza todos los consejos feroces y precipitados, y así
escribió a Tiberio disculpándose con acusar el fausto y la soberbia de
Germánico, y mostrando cómo había sido echado de la provincia por designio de
novedades, adonde había vuelto a encargarse del ejército para gobernarle con la
misma fe que antes lo había hecho. Despacha juntamente a Domicio con una galera
a Siria, mandándole que vaya engolfado, lejos de los puertos y de las islas.
Recoge y divide en compañías los fugitivos de las legiones, y arma los mozos de
servicio, y arrimados los bajeles a tierra firme, toma una bandera de soldados
nuevos que iban a Siria. Escribe a los príncipes de Cilicia que le envíen
ayudas, no mostrándose perezoso en los ministerios de la guerra el mozo Pisón,
sin embargo de que le había disuadido.
LXXIX. Y así, costeando la Licia y la Panfilia, encontradas las galeras que
llevaban a Agripina, las unas y las otras como enemigas se pusieron en arma;
aunque partiéndose entre ellos el miedo, no llegaron más que a injuriarse de
palabra, entre los cuales Marso Vibio intimó a Pisón que fuese a Roma a defender
su causa; mas él, como haciendo burla, respondió que comparecería cuando el
pretor de los hechizos hubiese señalado el día al reo y a los acusadores. En
tanto, llegado Domicio a Laodicea, ciudad de Siria, y determinado de ir a la
guarnición de invierno de la legión sexta, por parecerle más aparejada que las
otras a tentar cosas nuevas, fue prevenido por el legado Pacuvio. Sencio
escribió a Pisón advirtiéndole que se guardase de inquietar el ejército con
alborotadores y la provincia con guerra. Y recogiendo los que se acordaban de
Germánico y los que le pareció que eran contrario de sus enemigos, poniéndoles
en consideración la grandeza del emperador y que Pisón armaba contra la
República, recogió buen número de gente aparejada a menear las manos.
LXXX. Mas Pisón, aunque no le salieron como pensaba sus primeras empresas, no
dejaba de encaminar todas las cosas que por entonces le parecían más seguras. Y
así ocupó en Cilicia un castillo harto fuerte llamado Celenderi. Porque habiendo
mezclado los socorros enviados por los príncipes cilicios con los fugitivos del
campo, los soldados nuevos que dijimos y la chusma de sus esclavos y los de la
Plancina, los había dividido todos y ordenado en forma de una legión. Y
llamándose legado de César, publicaba que no había sido echado de su provincia
por las legiones, que antes bien le llamaban, sino por Sencio, el cual, con
falsas calumnias, quería cubrir el odio particular. Mostrémonos -decía- una vez
en batalla, que no pelearán aquellos soldados en viendo a Pisón, llamado ya por
ellos padre, pues, fuera de que nos acompaña la justicia, no podemos tenemos por
inferiores en las armas. En esto tiende las escuadras delante los reparos del
castillo, en un collado pedregoso y peinado ceñido por la otra parte de la mar.
Mostrábanse, en contrario, los soldados viejos de Sencio con buena ordenanza y
sus acostumbrados socorros. De acá fortaleza de soldados, de allá aspereza de
sitio; mas no ánimo, ni esperanza, ni apenas armas, sino rústicas y tomadas
acaso. Venidos a las manos, no hubo en qué dudar sino hasta que las cohortes
romanas subieron a lo llano; los cilicios, puestos en huida, se encerraron en el
castillo.
LXXXI. En este medio tentó Pisón, aunque en vano, de acometer la armada de
Sencio, que esperaba el suceso poco lejos de allí; y vuelto al castillo, desde
los muros, ora lamentándose, ora llamando a los soldados por sus nombres, ora
ofreciendo premios, procuraba encaminarlos a sedición; tal, que un alférez de la
sexta legión se pasó a él con la bandera. Entonces, Sencio, al sonido de los
cuernos y trompetas, hace dar el asalto, poner escalas, pasar adelante los más
atrevidos, y los otros arrimar las máquinas, arrojar dardos, piedras y hachas de
fuego. Finalmente, vencida la pertinacia de Pisón, rogó que, entregadas las
armas, se le concediese poder quedar en el astillo hasta que César declarase
quién había de presidir en Siria. No admitidas las condiciones, se le dieron
solamente navíos y viaje seguro para Italia.
LXXXII. Luego que se publicó en Roma la enfermedad de Germánico, y, como sucede
en las cosas que vienen de lejos, amentándose siempre en peor lo que traía la
fama, se hinchó todo de dolor, de enojo y de lamentos. Decían que no era
maravilla si le pretendía él acabarle, haberle desterrado a tan lejos tierras;
que para este efecto se había dado a Pisón el gobierno de Siria; que a esto se
encaminaban los consejos secretos de Augusta con Plancina; que habían dicho
bien, hablando de Druso, los viejos de su tiempo, esto es, que no agrada a los
que reinan la naturaleza amable y apacible de sus hijos, y, finalmente, que se
habían buscado caminos para sacar del mundo al uno y al otro, sólo porque
hubieran restituido la libertad al pueblo romano. Este común murmurio del vulgo,
sabida con certidumbre la muerte, se encendió de manera que, antes del edicto de
los magistrados, antes del decreto del Senado, tomando todos de su autoridad las
ferias y vacaciones, desamparan los negocios del foro, cierran las puertas de
las casas; por todas partes silencio o gemidos, no por ostentación o
cumplimiento, teniendo más altamente apasionado el ánimo de lo que se podía
mostrar en lo exterior con lágrimas y lutos. Sucedió que algunos mercaderes
partidos de Siria, viviendo Germánico, trajeron buenas nuevas de su salud:
créense al punto y al punto se divulgan, cualquiera que oiga alguna cosa, por
leve que fuese, lo refería a los otros, y en boca de todos se va aumentando la
ocasión del común regocijo. Con esto corren por la ciudad y desquician las
puertas de los templos. Ayudó a la credulidad la noche, por poderse afirmar en
ella las cosas con mayor certeza. No trató Tiberio de oponerse a estas falsas
nuevas hasta que el tiempo las desvaneciese, y sabiendo el pueblo la verdad,
como si se le arrebataran de nuevo, lo lloró más amargamente.
LXXXIII. Fueron hallados o decretados los honores a la memoria de Germánico,
según que cada cual se hallaba rico de invención o de amor para con él. Que su
nombre se cantase de allí adelante en los versos saliarios (15); que se le
pusiesen sillas curules (16) en el teatro, en el lugar dedicado a los sacerdotes
augustales, y encima de ellas coronas de encina (17); que en los juegos del
circo se llevase siempre delante su estatua de marfil; que no se hiciese flámine
ni agorero en su lugar sino del linaje de los Julios: arcos en Roma, en las
riberas del Rin y en el monte Amano de Siria, con inscripciones de sus hazañas y
cómo había muerto por la República; sepulcro en Antioquía, donde fue quemado;
Tribunal en Epitafmo, donde acabó la vida. Sería imposible contar las estatuas
que se le dedicaron y los lugares que se le establecieron para ser venerado en
ellos. Y tratándose de dedicarle un escudo de oro (18), de notable grandeza
entre los autores elocuentes, ordenó Tiberio que no excediese a los que de
ordinario se acostumbraban dedicar a los otros, pues no era justo juzgar de la
elocuencia por la fortuna, quedando harto ilustrado en esta parte sólo con ser
cantado entre los antiguos escritores. El estamento de caballeros llamó
Germánica a la tropa de caballos que antes se solía llamar Junia, instituyendo
que en la fiesta de mediado julio (19) se trajese su imagen por estandarte.
Quedan todavía muchas cosas de éstas; algunas se olvidaron luego y otras más
tarde por la injuria del tiempo.
LXXXIV. Estando todavía fresca la tristeza, Livia, hermana de Germánico y mujer
de Druso, tuvo de un parto dos hijos varones; de que, como cosa rara y
regocijada hasta entre gente pobre, se alegró tanto Tiberio, que no se pudo
contener de alabarse en pleno Senado de haber sido el primero entre todos los
romanos de su calidad a quien hubiese sucedido el tener en su linaje dos hijos
de un parto, acostumbrado a atribuir a gloria suya hasta las cosas fortuitas.
Mas al pueblo en tal tiempo hasta esto le fue ocasión de dolor, pareciéndole que
el aumento de hijos en Druso disminuía más la casa de Germánico.
LXXXV. En aquel año se refrenó con graves decretos del Senado la deshonestidad
de las mujeres, y en particular se ordenó que ninguna que tuviese o hubiese
tenido abuelo, padre o marido caballero romano pudiese ganar torpemente; porque
Vestilia, de linaje pretorio, había denunciado al oficio de los ediles su vida
deshonesta; costumbre de los antiguos que reputaban por bastante pena a las
mujeres manchadas de impudicia el confesar la profesión del mal. Titidio Labeón,
marido de Vestilia, fue requerido a dar cuenta de sí, porque según las leyes no
había castigado a su mujer, culpada de este delito; y excusándose él con que no
eran pasados aún los sesenta días concedidos para deliberar, pareció que bastaba
castigar solamente a Vistilia, la cual fue desterrada a la isla de Serifón (20).
Tratóse también de extirpar la religión de los egipcios y judíos, decretando los
senadores que cuatro mil de buena edad, de casta de libertinos, inficionados de
aquella superstición, fuesen llevados a Cerdeña para reprimir los ladronicios
que en aquella isla se hacían; adonde se venían a morir por causa de intemperie
del aire, el daño sería de ninguna consideración; a todos los demás se mandó que
saliesen de Italia si dentro de cierto tiempo no renunciaban a sus ritos
profanos.
LXXXVI. Después de esto propuso César que se recibiese una virgen en lugar de
Occia, que había presidido cincuenta y siete años con gran santidad a los
sacrificios vestales. Y agradeció a Fonteyo Agripa y a Domicio Polión que con la
oferta que hicieron de sus hijas parece que contendían entre sí sobre cuál tenía
más amor a la República. Diose el lugar a la hija de Polión, no por otra cosa,
sino porque su madre estaba todavía en su primer matrimonio; donde Agripa con
discordias, y finalmente con divorcio, había disminuido el número de sus hijos.
Consoló Tiberio a la otra por la afrenta de verse estimada en menos con darle
veinticinco mil ducados (un millón de sestercios) para su dote.
LXXXVII. Quejándose el pueblo de la carestía de vituallas, puso con precio
moderado tasa en el trigo, ofreciendo de su dinero dos reales (dos sestercios)
por hanega a los mercaderes que lo sacasen a vender a la tasa. Ni por esto quiso
aceptar el nombre de padre de la patria, puesto que se le había ofrecido ya otra
vez, y reprendió ásperamente a los que habían dado a sus ocupaciones nombre de
divinas y llamádole señor. A cuya causa era peligroso y arduo negocio el hablar
en tiempo de un príncipe que temía la libertad y aborrecía la adulación.
LXXXVIII. Hallo acerca de los escritores y de los más viejos de aquel tiempo
haberse leído en el Senado las cartas de Adgandestrio, príncipe de los catos, en
las cuales se ofrecía de matar a Arminio si se le enviaba veneno para
ejecutarlo, y que se le respondió que el pueblo romano acostumbraba tomar
venganza de sus enemigos abiertamente y por fuerza de armas, y no con engaños ni
con secretas inteligencias; con cuya gloria se igualaba Tiberio a aquellos
primeros generales de ejércitos que evitaron y descubrieron al rey Pirro el
veneno que se le aparejaba. Mas Arminio, partidos los romanos y expedido
Maroboduo, tentando el hacerse rey, tuvo por contrarios a los populares,
acostumbrados a la libertad; y perseguido con las armas, después de haber hecho
la guerra con varia fortuna, fue al fin muerto por engaño de sus parientes:
hombre, verdaderamente, a quien debe la Germania su libertad, y que no provocó
al Imperio romano a sus principios, como los otros reyes y capitanes, sino
cuando estaba más floreciente. No fue siempre victorioso en sus batallas, aunque
sí jamás acabó de vencer en sus guerras. Tuvo treinta y siete años de vida y
doce de potencia: hoy en día se canta de él entre los bárbaros; no alcanzó a ser
conocido en los anales de los griegos, porque esta gente no hace admiración sino
de sus cosas; ni de los romanos ha sido celebrada su memoria, porque, mientras
andamos procurando exaltar las cosas antiguas, nos descuidamos de las modernas.
Notas
(1) En un monumento descubierto en 1693 en Puzzoles, que es un hermoso mármol de
siete palmos de largo y otros tantos de ancho, con cinco de altura, y que había
servido de base a una estatua colosal de Tiberio, se ven representadas catorce
figuras de mujeres representando otras tantas ciudades, y teniendo al pie por
leyenda el nombre de la que cada una de ellas simboliza, de lo cual se deduce
que fueron catorce, y no doce, como dice Tácito, las ciudades arruinadas. Si
hubo en ello equivocadón de parte del escritor o descuido de parte de los
copistas, difícil, si no imposible, es resolverlo. Cotejando las inscripciones
del monumento con el texto de Tácito, se ve que faltan en éste los nombres de
las ciudades de Efeso y Cibira.
(2) Tío del que fue emperador.
(3) Las penas contra el adulterio eran, para las mujeres, la pérdida de la mitad
de su dote, del tercio de sus bienes y el destierro en una isla. A los hombres
se los desterraba también como a las mujeres y se les confiscaba la mitad de sus
bienes. Aunque Tiberio invoca el ejemplo de sus antepasados, se ve que en esta
circunstancia no siguió la legislación vigente.
(4) El texto dice ducentesimum lapide, esto es, la ducentésima piedra que es
como si dijese a doscientas millas, ya que éstas se senalaban con piedras
llamadas del nombre de esta medida de longitud. que era de mil pasos, miliarlas.
Cayo Grato fue el primero que introdujo la costumbre de senalar de esta suerte
las distancias.
(5) Colonia romana fundada por Augusto en memoria del combate naval de Accio.
(6) Samotrada, isla del mar Egeo, a la altura de Quersoneso de Trada, célebre
por sus misterios, más antiguos que los de Eleusis, que se creían importados de
ella.
(7) Ciudad de Siria, capital de la Cirréstica, a dos jornadas de Antioquía.
(8) Alusión a las conquistas de Trajano en Arabia, Mesopotamia y África, Los
antiguos extendían la denominación de mar Rojo hasta el océano Índico. Orelli
hace notar lo extraño que es que en ese itinerario tan detallado del viaje de
Germánico, no haya Tácito hecho mención de Menfis siendo así que Plinio y Amiano
Marcelino hablan de la estancia de aquél en dicha ciudad.
(9) El Morava o March, en Moravia, y el Waag, en Hungría.
(10) Los albanos o albaneses habitaban la parte oriental del Cáucaso, a lo largo
del mar Caspio. Los heniocos estaban más inmediatos al Ponto Euxino.
(11) Río de Cilícia que desagua en el golfo de Isso.
(12) Encuéntranse en la Geografía antigua hasta trece ciudades de este nombre.
La Seleucia de que se hace mención en el texto estaba situada a algunas millas
de Antioquía, cerca del desembocadero del Orontes y llevaba el sobrenombre de
Pieria.
(13) En el texto: sine imaginibus, sin las imágenes de los antepasados, bustos,
generalmente de cera, que los nobles exponian en el atrio de la casa y llevaban
a sus funerales.
(14) Suetonio, Cal., I, y Plinlo, XI, 71, refieren que al recoger las cenizas de
Germánico se encontró su cuerpo intacto, lo cual, según la física de aquellos
tiempos, era una prueba incontestable de envenenamiento. Los acusadores de Pisón
se valieron contra él de este argumento, mas se les respondió por una aserción
no menos fútil, a saber, que tampoco el fuego consumía el corazón de las
personas que habían muerto de consunción, cardíaco morbo. (Bumouf).
(15) Lo cual era lo mismo que poner a Germánico entre los dioses, que eran los
únicos a quienes se dirigían los cantos de los sacerdotes salios.
(16) Honor Insigne que sólo se habla otorgado a César y a Marcelo, al primero en
vida y a éste después de su muerte.
(17) Era la corona civica que habia sido en otro tiempo dada a Augusto.
(18) En el cual se esculplan los bustos de los personajes ilustres, y que se
colgaba en la sala del Senado.
(19) El 15 de julio se celebraba una fiesta en honor del orden ecuestre, en la
cual los caballeros romanos, coronados de ramos de olivo, cubiertos con la
trabea (V. nota 2 del lib. III) y adornados con sus condecoraciones militares,
iban en solemne y ostentosa cabalgata al Capitolio.
(20) Hoy día Serfo o Serfanto, pequeña isla del Archipiélago y una de las
Cíclades.
LIBRO TERCERO
Primera parte
Agripina, con las cenizas de Germánico, llega a Brindis y de allí a Roma. - Druso vuelve al Ilírico. - Pisón, vuelto a Roma, es acusado de venenos y de majestad ofendida; a cuya causa, viendo por todas partes rigor y desconfianza, se priva de la vida. - Tacfarinas renueva la guerra en África, y es vencido por Lucio Apronio, procónsul. - Emllia Lépida es acusada y condenada de venenos y adulterios. -Templa Tiberio la ley Papia Popea, ejercitada hasta allí con rigor. - Vuelve otra vez a inquietar el África, Tacfarinas, para cuya defensa se nombra a Junio Bleso. - Son condenados algunos caballeros romanos por el delito de majestad.
I. Agripina, navegando en el rigor del invierno sin jamás tomar puerto, llegó
a Corcira, isla frontera de Calabria (1); allí se detuvo algunos pocos días,
procurando componer el ánimo, precipitosa en el llanto y no acostumbrada a
sufrir. Sabida en tanto su venida, los amigos más íntimos de Germánico y muchos
soldados que habían militado con él, y otros también no conocidos de las villas
vecinas, parte pensando hacer servicio al príncipe, parte por hacer como los
otros, acudieron a Brindis, como al puerto más célebre y más seguro que podía
tomar la armada. Donde no tan presto fue descubierta en alta mar, que no sólo el
puerto y las riberas vecinas, sino los muros, los tejados y los lugares más
altos se cubrieron de gente llorosa y afligida, preguntándose unos a otros si
habían de recibirla con aclamaciones o con silencio. Estaba todavía en duda cuál
de estas dos cosas convenía hacer en aquella ocasión, cuando poco a poco se
llegó la armada, no con los remeros alegres, como acostumbra cuando toma puerto,
sino todos llenos de general tristeza. Mas en saliendo del bajel Agripina con
sus dos hijos, abrazada con la urna fúnebre, y con los ojos clavados en el
suelo, se comenzó un llanto universal indistinto, sin que pudiera conocerse cuál
era de amigos o de extranjeros, cuál de hombres o de mujeres, sino que los
nuevos en el dolor prevalecían a los que venían con Agripina, cansados ya del
continuo llanto.
II. Había enviado César dos cohortes de su guardia con orden que los magistrados
de Calabria, de Pulla y de Campania hiciesen los últimos honores a las cenizas
de su hijo, las cuales, traídas en hombros de los tribunos y centuriones,
marchaban delante las banderas descompuestas y los lictores con los fasces al
revés; y como iban pasando por las colonias, concurría el pueblo vestido de
luto, y los caballeros con sus trabeas (2), y los demás, conforme a la
posibilidad del lugar, quemaban vestiduras, olores y otras cosas que se
acostumbra quemar en los mortuorios. De las villas apartadas del camino salían a
él, hacían altares, ofrecían víctimas a los dioses manes, testificando lo íntimo
de su dolor con lágrimas y voces. Fuele a encontrar Druso a Terracina con
Claudio, hermano de Germánico, y con los hijos que había dejado en Roma. Los
cónsules Marco Valerio y Marco Aurelio, que habían comenzado ya a ejercer su
oficio, el Senado y gran parte del pueblo cubrían el camino y, esparciéndose acá
y acullá conforme a sus afectos, lloraban sin adulación alguna; porque a todos
era notorio lo mal que podía disimular Tiberio el contento que le causaba la
muerte de Germánico.
III. No salieron en público Tiberio ni Augusta, juzgando que no convenía a la
majestad imperial el llorar públicamente o porque, expuestos a los ojos de
todos, no se descubriese el fingimiento de sus aspectos. No hallo que por los
escritores o por las memorias de cada día (3) se haga mención de haber hecho
alguna señalada demostración Antonia, madre de Germánico, hallando nombrados a
Agripina, a Druso, a Claudio y a los demás parientes; quizá por hallarse enferma
aquellos días, o porque, vencida del dolor, no le bastase el corazón a ver con
los ojos la grandeza del mal. Yo creería que la detuvieron consigo Tiberio y
Augusta, y que como ellos no salieron de casa, gustaron de acreditar su
sentimiento por el mismo camino que le mostraba la madre del difunto.
IV. El día que las cenizas se encerraron en el sepulcro de Augusto parecía Roma,
ora un desierto por el silencio, ora un infierno por los llantos. Las calles
ocupadas, el campo Marcio lleno de hachas encendidas, los soldados armados, los
magistrados sin sus insignias ordinarias, el pueblo, dividido en sus tribus,
gritando que era llegada la ruina de la República y que ya no les quedaba
esperanza; y esto tan pronta y descubiertamente como si del todo se hubieran
olvidado de que tenían señor. Pero ninguna cosa penetró más el corazón de
Tiberio que el aplauso de la gente en general para con Agripina, a quien
llamaban honra de la patria, residuo de sangre de Augusto, único ejemplo de la
antigüedad; y vueltos al cielo rogaban por salud para su descendencia y que
viviese más que los ruines.
V. Había quien deseara la pompa pública de aquellas funeralias conforme a las
honras y magnificencias que hizo Augusto a Druso, padre de Germánico, que le
salió a recibir hasta Pavía en medio del invierno asperísimo y sin apartarse
jamás del cuerpo; que entró acompañándole en Roma, con el túmulo rodeado de
estatuas de Claudios y de Julios; que fue llorado en el foro, alabado en los
rostros (4); y que, finalmente, se hizo cuanto inventaron nuestros mayores o
acrecentaron los modernos. Donde, en contrario, a Germánico no se le hicieron
cumplidamente las honras debidas y acostumbradas a cualquier hombre noble; que
hubiese sido quemado bien o mal el cuerpo en tierras extranjeras, respecto al
largo viaje, no era maravilla; mas tanto había de ser mayor la honra después,
cuanto la suerte se lo había negado antes. No salió su hermano más adelante de
una jornada, ni su tío se dignó de salirle a encontrar siquiera hasta la puerta.
¿Dónde están los antiguos institutos?; ¿dónde la efigie sobre el túmulo?; ¿dónde
los versos en memoria de las virtudes del difunto, los loores, las lágrimas y
las demás apariencias siquiera de tristeza?
VI. Sabíalo todo Tiberio, y por tapar la boca al vulgo, le amonestó por un
edicto, diciendo en substancia: Que habían muerto muchos ilustres romanos en
servicio de la República, y que ninguno había sido tan deseado universalmente,
cosa señalada y de gran honra para él y para todos con tal que no excediese los
límites de la razón; porque no convienen o que ellas mismas cosas a los
príncipes y a un pueblo que manda, que a las casas y ciudades inferiores; que
había estado en su lugar dar el debido sentimiento al reciente dolor, y no lo
estaría menos el buscar algún alivio a tanta tristeza; que era ya tiempo de
retirar el ánimo a su quietud y fortalecerle, como hizo el divo Julio perdida su
hija única, y el divo Augusto arrebatados del mundo sus sobrinos, los cuales
procuraron echar de sí todo desconsuelo; que no había necesidad de valerse de
ejemplos antiguos, ni acordarse de cuántas veces sufrió constantemente el pueblo
romano las rotas de sus ejércitos, la muerte de sus capitanes y la extirpación
de sus antiguas y nobles familias; que eran los príncipes mortales, mas la
República eterna. Por tanto, que volviese a sus acostumbrados ejercicios, y,
acercándose ya el tiempo de los juegos Megalenses (5), tornasen a gozar de sus
gustos y pasatiempos.
VII. Rompidas con esto las vacaciones (6), se volvió a los negocios, y Druso
partió para los ejércitos del Ilírico, estando todos con el ánimo levantado en
pedir venganza contra Pisón. Dolíanse de que entre tanto se anduviese él
recreando por los lugares amenos de Asia y de Acaya, por subvertir con esta
arrogante y maliciosa detención las pruebas de sus maldades, porque ya se sabía
que aquella Martina, famosa hechicera, enviada, como he dicho, por Cneo Sencio,
era muerta súbitamente en Brindis, y que le habían hallado el veneno escondido
en las trenzas de los cabellos, sin señal alguna en su cuerpo de haberse quitado
ella misma la vida.
VIII. Mas Pisón, enviando delante a Roma a su hijo con instrucción de ir
mitigando el ánimo del príncipe, vuelve de nuevo a donde estaba Druso, esperando
no hallarle más riguroso para con él a causa de la muerte de su hermano, que
favorable por haberle librado de tal competidor. Tiberio, para mostrar la
entereza de su justicia recibiendo al mozo benignamente, usó con él de la misma
liberalidad que acostumbraba usar con los demás hijos de personas tan nobles.
Druso respondió a Pisón que si era verdad lo que se publicaba, no podía dejar de
tener particular sentimiento; mas que deseaba fuese todo falso y vano para que
la muerte de Germánico no pudiese ocasionar la ruina de nadie. Todo esto dijo en
público, sin concederle audiencia secreta; y no se puso duda en que tuvo
instrucción de su padre, porque siendo en las demás cosas poco advertido y fácil
por la juventud, usaba en aquella ocasión de astucias de viejo.
IX. Pisón, atravesado el mar de Dalmacia y dejando sus bajeles en Ancona, por la
Marca, y después por la vía Flaminia, alcanzó la legión que se hacía venir de
Panonia a Roma, para de allí enviarla de guarnición a la provincia de África, de
donde después nació la voz de que en la ordenanza y en viaje había hecho muchas
veces ostentación de sí a los soldados. De Nami, por no dar sospecha o porque a
quien teme todos los consejos son inciertos, haciéndose llevar por la Nera al
Tíber, acrecentó el enojo del vulgo el ver su barca abordada al túmulo de los
césares (7) en un día que acertó a ser solemne, y en aquella frecuencia,
desembarcando él con gran acompañamiento de criados y clientes, y Plancina de
mujeres, todos con muestras de gran alegría. Provocaba también el odio universal
su casa levantada sobre la plaza, amada como para una gran fiesta, banquete
copioso, viandas exquisitas, y por el concurso y publicidad del lugar nada
escondido.
X. El día siguiente, Fulcinio Trion (8) citó a Pisón ante los cónsules. Por otra
parte, Vitelio, Veranio y los otros que habían acompañado a Germánico decían que
Trion no tenía para qué entrometerse en aquello, ni ellos como acusadores, sino
como testigos, querían dar los indicios del hecho y declarar lo que les había
encargado Germánico; por lo cual, dejando Trion de seguir este cabo del proceso,
alcanzó el poder acusar a Pisón de su vida pasada, y pidióse al príncipe que se
encargase del conocimiento de toda la causa, de que no le pesó al reo por el
temor con que estaba del favor del pueblo y del Senado. Donde, en contrario,
sabía que Tiberio solía hacer poco caso de los rumores populares, y que se
hallaba interesado en los secretos consejos de su madre; fuera de que discierne
mejor las cosas verdaderas y las dudosas un juez solo, pudiendo demasiado acerca
de los muchos el aborrecimiento y la envidia. No ignoraba Tiberio el peso que
tomaría sobre sus espaldas con encargarse del conocimiento de la causa, ni la
fama que corría de él; y así, llamando algunos pocos de sus más familiares, oyó
de una parte las amenazas de los acusadores, y de la otra los ruegos del reo.
Hecho esto, remitió enteramente la causa al Senado.
XI. Entretanto, volviendo Druso del Ilírico, sin embargo de que los senadores
habían decretado de que entrase en Roma con el triunfo de la ovación, por haber
recibido a merced a Maroboduo y por las demás cosas hechas el verano antes,
difiriendo aquel honor para otra ocasión, entró en la ciudad privadamente. Tras
esto, pidiendo Pisón por abogados a Lucio Aruncio, Fulcinio, Asinio Galo,
Esernino Marcelo y Sexto Pompeyo, y rehusándolo ellos con varias excusas, obtuvo
en su lugar a Marco Lépido, Lucio Pisón y Liveneyo Régulo; y así estaba con
atención toda la ciudad por ver la fidelidad con que se gobernaban los amigos de
Germánico, en qué confiaba el reo, y si Tiberio sabía esconder y reprimir
bastantemente sus afectos, o si se le echaban de ver. Atento a estas cosas, el
pueblo hablaba, aunque secretamente, con más libertad que nunca contra el
príncipe, de quien hasta con el silencio publicaba ruines sospechas.
XII. El día que se juntó el Senado para esta causa, César con prevenida
templanza, habló así: A Pisón, ya en otro tiempo legado y amigo de mi padre, di,
con parecer vuestro, por coadjutor a Germánico en la administración de las cosas
de Oriente. Si allí con desobediencia o emulación ha exasperado el ánimo del
mozo, alegrándose de su muerte o finalmente dádosela con maldad y traición, bien
es que se juzgue con entereza, porque si el legado ha excedido los límites de su
oficio, perdido el respeto a su superior y alegrádose de su muerte y de mi
llanto, le aborreceré, le privaré de mi casa y vengaré las enemistades
particulares, no como príncipe. Mas si se prueba delito tan atroz, que deba
satisfacerse con la muerte de alguno, dad a vosotros mismos, a los hijos de
Germánico y a mí, que soy su padre, el justo consuelo que necesitamos.
Considerad juntamente si a la verdad Pisón ha incitado el ejército a
inquietudes; si movido de ambición ha procurado ganar el favor de los soldados y
vuelto a entrar armado en la provincia; averígüese si estas cosas son falsas o
engrandecidas por los acusadores, de cuyo sobrado afecto y diligencias excusadas
me duelo con razón. Porque, ¿a qué propósito poner desnudo en una plaza el
cuerpo de Germánico, y manosearle a vista del vulgo, publicar hasta entre los
extranjeros que murió atosigado, si estaba todavía en duda, y como veis se
investiga la verdad? Confiésoos que lloro a mi hijo y que lo lloraré siempre;
mas no por esto prohíbo al reo que deje producir todo lo que pueda ayudar a su
justificación, aunque sea redargüir a los acusadores con alguna maldad de
Germánico. Y ruégaos que no porque esta causa es tan conjunta, como veis con mi
dolor, os resolváis en admitir por probados los delitos solamente imputados al
reo. Si el parentesco y la confianza le han proveído a Pisón de abogados,
ayudadle en su peligro muy en buen hora con la elocuencia y cuidado que
pudiéredes. Al mismo trabajo y a la misma distancia me ha parecido también
exhortar a los acusadores. Excedamos en esto sólo a las leyes en honra de
Germánico; es, a saber, que la causa tocante a su muerte se vea en la curia y no
en el foro, por el Senado y no por los jueces; sea tratado lo demás con igual
modestia y templanza. Ninguno tenga respeto a las lágrimas de Druso, a mi
tristeza, ni tampoco a lo que puede fingirse contra nosotros.
XIII. Asignaban después de esto dos días para producir la acusación, y al cabo
de otros seis, tres al reo para dar sus defensas. Entonces Fulcinio declaró que
había gobernado a España con ambición y avaricia; delitos viejos y vanos que,
probados, no le dañaban purgados los nuevos, ni defendidos, le absolvían de los
más graves. Después de él, Servio, Veranio y Vitelio, con igual afecto, aunque
Vitelio con más elocuencia, expusieron: Que Pisón, por odio de Germánico y deseo
de novedades, con dar sobrada licencia a la gente de guerra y con disimular las
injurias hechas a los pobladores de la provincia, había sobornado los ánimos
militares hasta hacerse llamar por los más ruines padre de las legiones; que, en
contrario, había usado mil crueldades con la gente más granada, especial con los
amigos y compañeros de Germánico; y, últimamente, que no había dudado de
quitarle la vida con hechizo y con veneno. Que a este efecto habían hecho él y
Plancina mil sacrificios y nefandas inmolaciones; que empuñó después las armas
contra la República; tal, que para llegar a poderse conocer de sus excesos había
sido fuerza pelear con él y vencerle en batalla.
XIV. Estaba su defensa dudosa en los demás cabos; porque ni el ganar a los
soldados con ambición, ni el haber recibido en la provincia gente facinerosa, ni
las injurias hechas a Germánico, podían negarse. Sólo el delito del veneno
parecía purgado, porque ni aun los mismos acusadores lo confirmaban bien con
decir que estando una vez junto a Germánico, por quien fue convidado a un
banquete, con achaque de servirle le había atosigado la vianda; pareciendo
absurdo y disparate grande el pensar que se pudiese atrever a tal, rodeado de
criados ajenos, con tantos ojos sobre sí, sin los del mismo Germánico; y el reo
ofrecía que fuese interrogada su familia, pidiendo ministros para la tortura;
mas los jueces, por diversas cosas, se mostraban implacables. César por la
guerra movida a la provincia, el Senado por no acabarse de persuadir a que
Germánico era muerto sin engaño, murmurándose que no negaba menos esta verdad
Tiberio que Pisón. Oíanse fuera las voces del pueblo, afirmando que emplearían
las manos, caso que Pisón se librase del juicio de los senadores; habiendo
entretanto arrastrado sus estatuas a las Gemonias, y las despedazaran si no las
hubiera defendido y vuelto a su lugar la autoridad del príncipe. Pisón, pues,
metido en una litera fue vuelto a llevar por un tribuno de las cohortes
pretorias; creyendo unos que iban por guardia de su persona y otros para
quitarle la vida.
XV. El mismo aborrecimiento universal había contra Plancina; pero alcanzaba más
favor, y a esta causa se estaba en duda de lo que César emprendería contra ella.
La cual, mientras Pisón tuvo algunas esperanzas, se ofrecía de acompañarle en
cualquier fortuna, y si el caso lo pedía, hasta en la misma muerte. Mas en
obteniendo ella perdón por secretos ruegos de Augusta, comenzó poco a poco a
separarse del marido y a dividir las defensas; lo que tomado de Pisón por señal
mortal, estando a esta causa en duda si gastaría tiempo en ayudarse, animado por
sus hijos se resolvió en entrar de nuevo en el Senado; donde hallando renovada
la acusación, los senadores más alterados y toda cosa contraria y cruel, nada le
desanimó tanto como el ver a Tiberio sin piedad y sin ira, obstinado y cubierto
por no declarar sus afectos. Llevado otra vez a su casa a título de querer
pensar nuevas defensas, escribió algunas cosas, y, selladas, las dio a un
liberto suyo. Atendió después al usado cuidado del cuerpo, y pasada buena parte
de la noche, en saliendo su mujer del aposento, mandó cerrar las puertas, y al
nacer del día fue hallado en tierra degollado y la espada cerca de él.
XVI. Acuérdome haber oído decir a los muy viejos que fue visto muchas veces en
manos de Pisón un papel no divulgado por él; mas decían sus amigos que era de
letra de Tiberio, y que contenía los mandatos contra Germánico; el cual estuvo
resuelto de producirle en el Senado y de argüir con él al príncipe; y lo
hiciera, si con unas promesas no se lo disuadiera Seyano. Y que no se mató él
mismo, sino que se envió quien le quitase la vida. No me atreveré a afirmar
ninguna de estas cosas; mas no he querido callar la relación de aquellos que
vivieron hasta nuestra juventud. César, mostrado en lo exterior disgusto de que
con esa muerte se había pretendido hacerle aborrecible al Senado, con continuas
preguntas iba investigando de la manera que Pisón había pasado aquel último día
y aquella noche. Y habiéndole dicho sobre esto su hijo muchas cosas con
prudencia y muchas con inconsideración, leyó finalmente el memorial hecho por su
padre, dictado casi en esta substancia: Oprimido de la conspiración de mis
enemigos contra mí y del odio del falso delito, pues que ni mi verdad ni mi
inocencia tienen lugar, llamo a los dioses inmortales por testigos de cómo he
vivido para contigo, ¡oh César!, siempre fiel, y no con menor afición para con
tu madre; a entrambos encomiendo mis hijos, de los cuales a Cneo Pisón, por
haber estado siempre en Roma, no le debe tocar parte de mi mala fortuna. Marco
Pisón me disuadió el volver a Siria, y pluguiera a los dioses que hubiera cedido
yo antes a mi hijo mozo que él a su padre viejo; por lo cual tanto más
apretadamente pido que mi culpa y mi temeridad no arrebaten también al inocente.
Ruégote, pues, por mis servicios de cuarenta y cinco años, por el consulado que
ejercimos tú y yo juntos, con aprobación del divo Augusto, tu padre, y gusto
particular tuyo, y por la memoria de un amigo que ya no te puede pedir otra
merced, que me la hagas de conceder la vida a mi infelice hijo. De Plancina no
hizo mención alguna.
XVII. Después de esto Tiberio absolvió al mozo Pisón del delito de la guerra
civil, diciendo que no le había sido lícito desobedecer a su padre. Tuvo también
compasión a la nobleza de aquel linaje y a la infelicidad de Pisón, aunque en
todas maneras merecida. Fue baja y vergonzosa cosa que defendiese a Plancina,
poniendo por excusa el habérselo rogado su madre, contra la cual se encendían
las secretas pláticas de todos los buenos, diciendo: ¿Es posible que pueda ver
una abuela delante de sí la matadora de su nieto, y que ésta la hable y la libre
de las manos del Senado? ¡Que a sólo Germánico se niegue lo que conceden las
leyes a cualquier ciudadano! ¡Que sea llorado César por Vitelio y por Veranio, y
por el emperador y por su madre defendida Plancina! Convierta y emplee de hoy
más Plancina los venenos y encantos tan a su salvo experimentados contra
Agripina y sus hijos, para que la venerable abuela y generoso tío se acaben de
hartar de la sangre de esta más que infelice casa. Pasáronse con esto dos días,
so color de hacer el proceso de Plancina, instando Tiberio con los hijos de
Pisón a encargarse de la defensa de su madre. Y aunque los testigos y acusadores
gritaban a porfía contra ella, sin que nadie respondiese, pudo finalmente más la
misericordia que el aborrecimiento. Pidióse primeramente el voto al cónsul
Aurelio Cota (porque cuando César proponía, hacían también los magistrados
oficio de consejeros votando en las causas) (9), y fue de parecer que el nombre
de Pisón se rayase de los fastos; que una parte de sus bienes se confiscase y la
otra se hiciese gracia de ella a su hijo Cneo Pisón, con tal que mudase su
sobrenombre (10). Que Marco Pisón, degradado del Senado dejándole solamente
ciento veinticinco mil ducados (cinco millones de sestercios) de hacienda, fuese
desterrado por diez años, y que Plancina fuese absuelta, mediante los ruegos de
Augusta.
XVIII. Fueron moderadas por el príncipe muchas cosas de esta sentencia: que no
se borrase el nombre de Pisón de los fastos, pues quedaba el de Marco Antonio
habiendo hecho guerra a la patria, y el de Julio Antonio, que violó la casa de
Augusto. Libra a Marco Pisón de aquella ignominia, concediéndole toda la
hacienda de su padre, mostrándose, como he dicho atrás, harto firme en
menospreciar el dinero, y ya entonces, por la vergonzosa absolución de Plancina,
mucho más aplacado. Prohibió que se pusiese estatua de oro en el templo de Marte
Vengador, como había aconsejado Valerio Mesalino, y altar a la Venganza, como
quería Cecina Severo, con decir que estas cosas se suelen consagrar por las
victorias ganadas de los extraños, y que los males de casa deben cubrirse con la
tristeza. Había añadido Mesalino que en honra de la venganza de Germánico se
diesen gracias a Tiberio, a Augusta, a Antonia, a Agripina y a Druso,
olvidándose el nombrar a Claudio, a cuya causa Lucio Asprenate, en pleno Senado,
preguntó a Mesalino si había sido voluntario aquel olvido, y entonces se añadió
en el decreto el nombre de Claudio. Verdaderamente que cuanto más voy observando
las cosas nuevas e investigando las antiguas, tanto más se me representa ante
los ojos la locura y vanidad de los mortales en cualquier cosa que sea; no había
hombre de quien tan poco se acordase la fama, a quien se estimase en menos, ni
de quien se tuviesen menos esperanzas que éste a quien la fortuna escondidamente
nos tenía guardado para príncipe.
XIX. Pocos días después el Senado, con orden de Tiberio, dio la dignidad de
sacerdotes a Vitelio, Veranio y Severo. A Fulcinio prometió su favor siempre que
se opusiese a los honores, advirtiéndole que procurase no precipitar su
elocuencia con la sobrada violencia en el hablar. Éste fue el fin que tuvo la
venganza de la muerte de Germánico, de la cual se discurrió variamente no sólo
entre los hombres de aquellos tiempos, sino también en los que siguieron
después. Tan inciertas y dudosas son las cosas grandes: mientras unos tienen por
cierto todo lo que oyen, otros vuelven en contrario la verdad, y al fin se van
aumentando con el tiempo ambas opiniones. Druso, saliendo de Roma por hacer su
entrada con majestad y buen agüero (11), tornó luego a entrar en triunfo de
ovación, y pocos días después murió Vipsania, su madre, sola la cual, entre
todos los hijos de Agripa, dejó de morir de muerte violenta, porque los demás, o
descubiertamente murieron a hierro, o, como se creyó, de veneno y de hambre.
XX. En este año, Tacfarinas, vencido, como dije, el año pasado por Camilo,
renovó la guerra de África, primero con corredurías no prevenidas por la
presteza, después con arruinar villas y hacer grandes presas, y a lo último
sitiando junto al río Pagida (12) una cohorte romana. Gobernaba aquel puesto
Decrio, soldado valeroso y práctico, el cual, teniendo a deshonra el estar
sitiado, y exhortando a los suyos a pelear en campaña, los saca fuera del
alojamiento en ordenanza. Mas siendo al primer ímpetu rota la cohorte y puesta
en huida, mientras en medio de las armas y tiros arrojadizos detiene a los que
huyen y da voces a los alféreces que se avergüencen de volver las espaldas a
gente fugitiva y desordenada, herido y perdido un ojo, aunque todavía fiero
contra el enemigo, no cesó de pelear hasta que, desamparado de los suyos, dejó
la vida.
XXI. Sabido este suceso por Lucio Apronio, que había sucedido a Camilo, ofendido
más de la vileza de los suyos que de la reputación que ganaba el enemigo, hizo
matar con las varas a todos los que salieron diezmados de aquella vergonzosa
cohorte, castigo hecho raras veces en aquel tiempo, aunque muy usado por los
antiguos. Y aprovechó de suerte este rigor, que una sola bandera de quinientos
veteranos puso en rota después a la misma gente de Tacfarinas que había ido
sobre la fortaleza de Tala (13). En esta batalla Rufo Elvio, soldado ordinario,
ganó la honra de haber salvado la vida de un ciudadano, en premio de lo cual le
dio Apronio los collares de oro y una lanza. El César le añadió la corona
cívica, doliéndose, no que le pesase, de que Apronio no se la hubiese dado con
la autoridad de procónsul. Mas Tacfarinas, viendo a los númidas perdidos de
ánimo, dejándose de sitiar tierras, comienza a dividir la guerra, retirándose
cuando era seguido, y de nuevo acometiendo a las espaldas. Todo el tiempo que
siguió este consejo, sin recibir daño, cansaba y burlaba a los romanos; mas,
mientras vuelto a los lugares marítimos se estaba en los alojamientos a guardar
la presa, Apronio Cesiano, enviado por su padre con la caballería y auxiliarios
junto con los infantes sueltos de las legiones, peleó con él prósperamente,
haciéndole retirar a los desiertos.
XXII. Mas en Roma, Lépida, la cual, fuera de la reputación del linaje Emilio,
tuvo por bisabuelos a Lucio Sila y a Cneo Pompeyo, fue acusada de haber fingido
la preñez y el parto de Pubio Quirino, hombre rico y sin hijos, añadiéndole
adulterios, venenos y haber investigado cosas por vía de caldeos en daño de la
casa de César, defendiendo su causa Manio Lépido, su hermano. Quirino,
aborreciéndola aun después de haberla repudiado, puesto que infame y culpada la
hacía digna de compasión. No se pudo conocer con facilidad en esta causa la
intención del príncipe; de tal manera supo confundir y entremezclar las
demostraciones de ira y de clemencia, habiendo rogado el primero al Senado que
no se tratase aquella causa como delito de majestad; mas después apercibió a
Marco Servilio, varón consular, y a otros testigos para que dijesen lo que había
mostrado desear que se callase. Tras esto hizo entrega en manos de los cónsules
a los criados de Lépida, que hasta entonces había estado con guardia de
soldados, si bien no consintió que fuesen examinados con tortura por lo que
tocaba a él y a su casa. Quitó a Druso, que estaba nombrado para cónsul, el
privilegio de votar primero, atribuyéndolo algunos a humanidad y modestia, por
no necesitar a los otros a seguir su parecer, y otros a crueldad, por poderle
hacer arrimar después al voto que tratase de condenarla.
XXIII. Lépida, compareciendo en el teatro en los juegos que se hacían aquellos
días que se veía su causa, acompañada de mujeres nobles, con miserables
lamentos, llamando sus antecesores y al mismo Pompeyo, cuyas eran aquellas
memorias y estatuas que allí se veían, movió a tanta piedad al pueblo, que,
deshecho en lágrimas, decía mil males de Quirino, a cuya vejez, privada de
sucesión y de nobleza, hubiese sido dada una mujer destinada para serlo de Lucio
César, y nuera del divo Augusto. Mas después que con la confesión de los criados
en el tormento se sacaron a la luz sus maldades, fue aprobado el parecer de
Rubelio Blando, es a saber, que fuese privada de agua y de fuego. A este voto se
arrimó Druso, si bien hubo muchos que juzgaron más mansamente. Poco después, a
instancia de Escauro, que de ella tenía una hija, se le concedió que no se le
confiscasen los bienes. y entonces descubrió Tiberio haber sabido con
certidumbre, hasta de los criados de Quirino, que Lépida le había querido
atosigar.
XXIV. Esta adversidad de estas dos familias ilustres, habiendo casi en el mismo
tiempo perdido los Calpurnios a Pisón y los Emilios a Lépida, tuvo algún alivio
con la gracia que se hizo a Decio Silano, restituyéndole al linaje de los
Junios. Contaré brevemente este suceso. Así como en las cosas públicas tuvo
Augusto a la fortuna favorable, asimismo fue en las de su casa poco dichoso, por
la deshonestidad de su hija y de su sobrina, que fueron desterradas por él de
Roma, y los adúlteros castigados con muerte o con destierro; porque llamando al
pecado público entre hombres y mujeres con el grave nombre de ofendida religión
o majestad, excedía los límites de la clemencia de sus predecesores y de las
propias leyes hechas por él. Contaré los sucesos de los otros y las cosas de
aquella edad, si, acabadas éstas que traigo entre manos, me sobrare vida para
escribir más. Decio Silano, pues, adúltero de la sobrina de Augusto, aunque no
se hizo otra demostración contra él que privarle de la amistad de César, conoció
bien que tácitamente se le declaraba el destierro: ni Marco Silano, hermano
suyo, estimado por su gran poder, calidad y elocuencia, se abrevió a impetrar
perdón del Senado ni del príncipe hasta que imperó Tiberio. El cual, dándole
Silano las debidas gracias, le respondió en presencia de los senadores que se
holgaba también él de que hubiese vuelto su hermano de tan larga peregrinación,
y que lo había podido muy bien hacer no habiendo sido desterrado por decreto del
Senado ni por ley. Si bien para con él quedaban vivas las mismas ofensas hechas
a su padre, no habiendo la vuelta de Silano derogado la voluntad de Augusto.
Vivió después en Roma sin alcanzar jamás honor ni dignidad alguna.
XXV. Trátase después de esto de moderar la ley Papia Popea (14), hecha por
Augusto siendo ya viejo, después de las leyes Julias (15), por aumentar las
penas a los que no se casaban y alimentar el Erario, si bien no por eso se
aumentaban los casamientos ni la crianza de los hijos, prevaleciendo el uso del
celibato; tal, que de día en día crecía la muchedumbre de los que se ponían
voluntariamente al riesgo de la pena, visto que muchas casas estaban destruidas
y acabadas por la interpretación de los acusadores, de suerte que como en otro
tiempo daba cuidado la muchedumbre de los vicios, no le daba menor en éste la
multiplicación de las leyes. Esto nos convida a discurrir desde más atrás del
principio que tuvo la administración de la justicia, y el modo en que se ha
venido a esta infinita variedad y cantidad de leyes.
XXVI. Vivían los primeros hombres sin ningún siniestro apetito, sin vituperio o
maldad alguna, y a esta causa, sin penas y sin necesidad de corrección; no había
tampoco necesidad de premio, apeteciéndose lo justo y lo honesto por su propia
causa, y donde nada se deseaba contra el deber, nada tampoco era vedado con el
temor. Mas después que se fueron despojando de esta igualdad y en vez de la
templanza y de la vergüenza entraron la fuerza y la ambición, comenzaron a
establecerse los señoríos, perpetuándose acerca de diversos pueblos; y a muchos,
o luego o después de haber experimentado el dominio real, agradaron las leyes.
Éstas al principio eran sencillas y sin artificio, respecto a reinar en los
ánimos de los hombres estas mismas calidades, celebrando mucho la fama las de
los cretenses, dadas por Minos, de los espartanos, por Licurgo, y después de
éstas las que Solón dio a los atenienses, más exquisitas y en mayor número. A
nosotros nos gobernó Rómulo a su voluntad. Obligó después Numa al pueblo a la
religión y al derecho divino. Talo y Anco inventaron algunas; pero sobre todos
fue Servio Tulio el principal inventor de las leyes a quien los reyes
obedeciesen también.
XXVII. Desposeído Tarquino, el pueblo, por defender la libertad y establecer la
paz, ordenó muchas cosas contra los bandos y ligas de los senadores. Creáronse
los diez varones, y recogidas por todas partes las más famosas leyes, se
compusieron las doce tablas, compendio de toda equidad y justicia; porque si
bien las leyes que se hicieron después fueron algunas veces en orden a castigar
delitos, no hay duda en que las más se fueron estableciendo por fuerza o por
disensiones entre los estamentos, o por adquirir honras ilícitas, o, finalmente,
por echar de la ciudad a los varones de mayor esplendor, y por otras cosas
ruines semejantes a éstas. Con este dolor fueron alborotadores del pueblo los
Gratos y los Saturninos: ni Druso se mostró menos pródigo en nombre del Senado,
cohechando a sus aliados con la esperanza, o engañándolos con varios
impedimentos y oposiciones. Después, ni por las guerras de Italia, ni por las
civiles que siguieron luego, se dejaron de hacer muchas y diversas leyes, hasta
que Lucio Sila, dictador, anuladas o corregidas las primeras y añadiendo otras
muchas más, dio algún breve reposo a esta ocupación, hasta que sobrevinieron las
sediciosas leyes de Lépido, y poco después la licencia restituida a los tribunos
de barajar el pueblo a toda su voluntad. Y ya desde entonces, no sólo en común,
sino contra particulares, se hacían estatutos; tal, que nunca se vio más
estragada la República que cuando tuvo más número de leyes.
XXVIII. Cneo Pompeyo entonces fue elegido tercera vez cónsul (16) a título de
reformar las costumbres: el cual, usando de remedios más rigurosos que el propio
mal, fue él mismo autor y destruidor de sus leyes, perdiendo por las armas lo
que procuró defender con ellas. Después, siguiéndose una continua discordia de
veinte años (17), no quedó rastro de justicia ni de buena costumbre, y no sólo
quedaban las maldades sin castigo, pero muchas veces se aplicaba a las cosas
honestas y a la virtud. Finalmente, César Augusto, en el sexto consulado, seguro
de su poder, anuló todo lo que había ordenado en su triunvirato, y dio leyes
para que nos sirviésemos de ellas en tiempo de paz y debajo del gobierno de un
príncipe. Fuéronse tras esto apretando las ataduras de las leyes, especial en la
observancia de la Papia Popea, hasta dar salarios y premios a los espías y
acusadores, para que si alguno moría sin haber sido padre sucediese el pueblo
romano como padre universal. Pero ellos excedían de sus comisiones, despojaban a
Roma, a Italia y a los ciudadanos doquiera que los hallaban, de tal manera que
tenían ya destruidos a muchos y atemorizados a todos, cuando Tiberio determinó
de remediarlo, sacando por suerte cinco sujetos que habían sido cónsules, cinco
del orden pretorio y otros tantos de lo restante del Senado: éstos, desatando
muchos nudos y varias implicaciones de aquella ley, fueron por entonces de algún
alivio.
XXIX. En este tiempo, no sin risa de los oyentes, rogó Tiberio a los senadores
que tuviesen por bien de habilitar a Nerón, hijo de Germánico, entrado ya en la
juventud, para que, sin haber ejercitado el oficio del magistrado de los veinte
varones (18), pudiese ser admitido al de cuestor cinco años antes de lo que
permitía la ley, alegando que a él y a su hermano se había concedido lo mismo a
instancia de Augusto; mas ni aun entonces pienso que dejarían de burlar
secretamente de semejante demanda, con ser al nacimiento de la grandeza de los
Césares, y hallarse más cercanos a las antiguas costumbres, con el parentesco
menos estrecho de los antenados para con el padrastro, que del abuelo para con
el nieto. Añadiósele el pontificado, y el primer día que compareció en la plaza
se dio un donativo al pueblo, alegre y regocijado de ver ya a un hijo de
Germánico en edad juvenil. Acrecentó la alegría poco después el matrimonio de
Nerón con Julia, hija de Druso; y a esta medida fue el sentimiento universal de
que al hijo de Claudio se le destinase Seyano por suegro, pareciendo que con
aquello se manchaba la nobleza de aquel linaje, y que levantado ya de suyo
Seyano a excesivas esperanzas, se le daba ocasión para esperar más.
XXX. A la fin del año murieron dos varones señalados, es a saber: Lucio Volusio
y Salustio Crispo. Volusio, de antiguo linaje, aunque sus pasados no habían
llegado a más que a ser pretores, él alcanzó el consulado, y fue censor para la
elección de las decurias de la gente de a caballo, y el que comenzó a juntar las
grandes riquezas de que aun hoy en día florece aquella casa. Crispo fue de
linaje de caballeros, aceptado en la familia de aquel Cayo Salustio, excelente
historiador de las cosas de Roma, como nieto de su hermana. Éste, aunque pudo
fácilmente tener entrada a los honores y oficios honrados de la República,
todavía deseando imitar a Mecenas, siguió el mismo estilo, y sin llegar a ser
senador se adelantó en autoridad a muchos que habían triunfado y sido cónsules:
fue diverso de la antigua forma de vivir en el ornato de su persona y en el
aliño y regalo de su casa, y por la abundancia de riqueza casi pródigo. Tuvo con
todo eso el ánimo vigoroso, apto para negocios grandes, y tanto más despierto,
cuanto procuraba mostrarse más soñoliento y para poco. Viviendo Mecenas fue la
segunda persona y después la primera de quien se confiaron los más íntimos
secretos de los emperadores, y uno de los que supieron de la muerte de Póstumo
Agripa. En llegando a la vejez, retuvo más la apariencia que la fuerza de la
privanza del príncipe, como sucedió también a Mecenas: cosa fatal que la
privanza de corte sea raras veces durable; quizá porque los príncipes se
avergüenzan de haber acabado de dar todo lo que pueden, o los privados se
empalagan viendo que no les queda ya más que desear.
XXXI. Sigue el cuarto consulado de Tiberio, y el segundo de Druso, memorable por
la compañía de padre e hijo; porque dos años antes tuvo Germánico el mismo honor
con Tiberio, no tan amable al tío ni tan conforme a su naturaleza. El cual, al
principio de este año, so color de recrearse y mirar por su salud, se retiró en
el país de Campania; mas, a la verdad, él pensaba continuar por mucho tiempo
aquella ausencia de Roma, quizá porque Druso, faltándole el padre, ejerciese
solo los negocios del consulado; y casualmente una cosa bien ligera, aunque
después fue ocasión de notable contraste, la dio al mozo para hacerse bienquisto
con el pueblo. Domicio Corbulón, varón pretorio, se quejó en el Senado de Lucio
Sila, mancebo notable, porque en el espectáculo de gladiatores no le había dado
su lugar. Tenía de su parte Corbulón la edad, la costumbre de la patria y el
favor de los senadores más viejos: en contrario, Mamerco Escauro, Lucio Aruncio
y otros parientes de Sila abogaban por él. Contendióse con largas oraciones,
contando ejemplos antiguos en que con gravísimos decretos se habían castigado
los desacatos juveniles, hasta que Druso comenzó a discurrir sobre la materia
con tanta discreción y razones tan acomodadas a quietar los ánimos alterados,
que Mamerco, tío y padrastro de Sila, fecundísimo orador de aquella edad, se
resolvió en dar satisfacción a Corbulón. El mismo Corbulón, exclamando después
que por negligencia de los magistrados y por fraude de los arrendadores
obligados al aderezo de los caminos estaban infinitos por toda Italia del todo
impracticables, recibió con gusto la comisión que se le dio de aquel negocio; el
cual no salió después tan provechoso para el uso público, cuanto calamitoso a
muchos, contra cuyas honras y haciendas con penas y confiscaciones se
encruelecía.
XXXII. Poco después escribió Tiberio a los senadores cómo hallándose la
provincia de África en trabajo por las corredurías de Tacfarinas, convenía que
el Senado eligiese un procónsul experto en la milicia y de salud robusta para
ejercitar aquella guerra. Esto dio ocasión a Sexto Pompeyo de desfogar el odio
que tenía concebido contra Marco Lépido, llamándole hombre de poco, pobre,
afrenta de su linaje, y por esto digno también de ser privado de concurrir ni
entrar en suerte para el gobierno de Asia. El Senado, en contrario, excusaba a
Lépido, juzgando que lo que en él parecía poquedad y descuido no era sino una
cierta bondad y llaneza natural, y que la poca hacienda que le dejó su padre y
su nobleza, sustentada sin reproche, debían causar en él antes honor que
vituperio. Y así fue enviado a Asia. En cuanto al gobierno de África, se decretó
que César nombrase a quien le diese gusto.
XXXIII. Mientras se trataba de estas cosas, aconsejó Severo Cecina que no
permitiese a ningún gobernador de provincia el llevar consigo a su mujer,
habiendo primero muy a lo largo dado cuenta de cómo vivía él en paz y en
concordia con la suya, de quien había tenido seis hijos. Sin embargo, había
observado en su casa lo que aconsejaba que se estableciese para servicio
público, dejando siempre a su mujer en Italia, aunque por espacio de cuarenta
años le había sido forzoso salir diversas veces y a varias provincias. Decía que
no sin causa ordenaron los antiguos que no se llevasen las mujeres a las tierras
de los aliados ni a provincias extranjeras; que donde están las mujeres,
embarazan y estorban muchas veces la paz con sus excesos y disoluciones, y la
guerra con su temor, reduciendo la ordenanza romana a una semejanza del marchar
bárbaro; que este sexo es no solamente flaco y poco apto para los trabajos, pero
si se le deja la rienda, cruel, ambicioso y deseoso de mandar; huélgase de
marchar entre los soldados y de tener a su devoción los centuriones: testigo
Plancina, que no se avergonzaba de presidir a los ejercicios militares de las
cohortes y a las decursiones de las legiones (19); que lo pensasen bien y
hallarían que de todas las quejas de residencia, las culpas principales se
imponen de ordinario a las mujeres, a causa de arrimarse a su favor de ellas los
más ruines de las provincias; que emprenden todos los negocios y los concluyen a
su voluntad; que son necesarias dos Cortes y dos Tribunales, siendo las mujeres
mucho más obstinadas y rigurosas en sus mandatos; las cuales, antiguamente
puestas en regla por las leyes Oppias y otras (20), limados ya los hierros, no
habían parado hasta tomar la superintendencia de las cosas, de los negocios y de
los ejércitos.
XXXIV. Fueron oídas estas cosas con aprobación de pocos, y muchos las reprobaban
y contradecían, tanto por no haber sido hecha proposición, como por no
parecerles Cecina digno censor de cosa de tanto momento. Tomó, pues, la mano
Valerio Mesalino, hijo de Mesala, en quien vivía la imagen de la elocuencia de
su padre, y respondió: Que muchas cosas antiguas, duras y enojosas, se hallaban
trocadas en otras mejores y más apacibles el día presente, en el cual no estaba
Roma, como entonces, rodeada de guerras, ni con las provincias enemigas; que se
conceden algunas cosas por la necesidad de las mujeres, que no son cargosas a
sus propios maridos, cuanto más a las provincias. Todo lo demás es común entre
los dos, y no trae consigo algún impedimento a la paz: que a la guerra no hay
duda en que se debe ir sin embarazos, pero volviendo un hombre de los trabajos
de ella, ¿cuál recreación más honesta puede concedérsele que su propia mujer?
Que a la verdad han caído algunas en ambición y avaricia; mas sepamos, ¿cuántos
y cuántos hombres constituidos en magistrados habemos visto sujetos a mil
pasiones desordenadas? ¿Será bien dejarse de enviar por esto quien gobierne las
provincias? Concedamos que se han estragado muchos maridos por los defectos y
vicios de sus mujeres; ¿por ventura hase de inferir de aquí que todos los por
casar serán enteros y justos gobernadores? Agradaron ya las leyes Oppias por
pedirlo así los tiempos de la República; mas no por eso se dejaron de moderar y
mitigar después, cuando y como pareció conveniente. En vano vamos procurando dar
otros nombres a nuestra flojedad, si la culpa de que las mujeres excedan de sus
límites la tienen sólo los maridos, por lo cual sería sin justicia privar a
todos del consuelo y recíproca participación en las cosas prósperas y adversas,
por la bajeza de ánimo de algunos, y no menor temeridad el dejar aquel sexo
naturalmente débil y flaco en poder de sus excesos y de los deseos desordenados
de los otros. Si apenas con la vigilante guardia del marido vemos que se
conservan sin ofensión los matrimonios, ¿qué será si por discurso de años, casi
como en forma de divorcio, las desamparamos y nos olvidamos de ellas?
Remédiense, pues, los excesos que se cometen en otras partes de tal manera que
no nos olvidemos de los que se hacen en Roma. Añadió Druso algunas pocas cosas
de su matrimonio, diciendo que muchas veces conviene a los príncipes ir a
visitar hasta los lugares más apartados del Imperio, y las que el divo Augusto
había ido acompañado de Livia al Oriente o al Occidente, ya que él había ido
también al Ilírico, y si el caso lo pidiese, iría ni más ni menos a otras; mas
no siempre con el ánimo quieto si le había de ser forzoso el dividirse de su
amada mujer, de quien tenía tantos hijos. Así, fue rechazado el consejo de
Cecina.
XXXV. En el siguiente Senado, Tiberio, después de haber por indirectas
reprendido a los senadores de que dejaban todos los cuidados a cargo del
príncipe, nombró a Marco Lépido y a Junio Bleso para que el Senado proveyese en
uno de ellos el proconsulado de África. Oyéronse entonces los discursos de ambos
a dos, excusándose Lépido con su poca salud, con la edad de sus hijos y con
tener una hija para casar; entendiéndosele a más de esto mucho mejor lo que
callaba; es, a saber: que siendo como era Bleso tío de Seyano, forzosamente
había de ser más favorecido. También hizo Bleso como que se excusaba, aunque
mostrando menos resolución que Lépido: con todo eso, fue oído con gran aplauso
por los aduladores.
XXXVI. Después de esto, las quejas conservadas en los corazones de muchos
salieron finalmente a luz. Habíase introducido una licencia a los más ruines de
decir injurias y vituperios a gente noble y virtuosa, con sólo el refugio de
poderse asir a una estatua de César (21). Y hasta los libertos y esclavos,
atreviéndose a decir malas palabras y aun amenazar a señores y patronos,
comenzaban ya a hacerse temer. Sobre lo cual Cayo Cesio, senador, discurrió
diciendo: Que verdaderamente los príncipes están en la tierra en lugar de los
dioses, los cuales no oyen los ruegos de los suplicantes si no son justos, ni se
concede el acudir por refugio al Capitolio y a los demás templos de Roma para
servirse de ellos los ruines como de escudo de sus maldades y atrevimientos; que
las leyes debían de estar ya del todo aniquiladas y pervertidas, pues que Ania
Rufilia, convencida por él y condenada de falsedad en juicio, osaba injuriarle y
amenazarle en la plaza y a la puerta de palacio, sin atreverse él a invocar el
favor de la justicia por estar asida a una estatua del emperador. Comenzando
otros a contar semejantes cosas y aún más ofensivas, se levantó un gran murmurio,
rogando incesantemente a Druso que se dignase de hacer sobre ello un castigo
ejemplar: el cual, llamada y convencida Rufilia, mandó que fuese llevada a la
cárcel pública.
XXXVII. Fueron castigados después de esto Considio Equo y Cello Cursar,
caballeros romanos, no menos con la autoridad del príncipe que con decreto del
Senado, por haber puesto falsa acusación de majestad a Magio Ceciliano, pretor.
Ambas cosas resultaron en gran loor de Druso; además de que con estarse en Roma
y dejarse tratar y conversar familiarmente, hacía que se sintiese menos la
condición retirada y escabrosa de su padre. Ni sus excesos y disoluciones se
echaban a mala parte, diciendo que era mejor gastar el día en espectáculos y la
noche en banquetes, que estarse solo y sin poderse divertir con algún
pasatiempo, de mil cuidados dañosos.
XXXVIII. Pues esto bastaba que lo tuviesen a su cargo Tiberio y sus fiscales; en
cuya prueba Ancario Prisco acusó a Cesio Cardo, procónsul de la isla de Creta,
de dineros mal llevados, con la añadidura acostumbrada de aquellos tiempos a
todas las acusaciones; es, a saber: de majestad ofendida. Ni más ni menos
Tiberio, viendo que Antistio Vétere, de los más principales de Macedonia, había
sido absuelto del delito de adulterio, reprendió ásperamente a los jueces, y le
volvió a citar para que se defendiese del de majestad ofendida, teniéndole por
hombre sedicioso, y que había participado en los consejos y empresas de
Rescuporis cuando habiendo muerto a su hermano Coti (22) trató de hacernos la
guerra. Por lo cual le fue prohibido el agua y el fuego, desterrándole a una
isla lejos de Macedonia y de Tracia. Porque la Tracia, dividida entre Remetalce
y los hijos de Coti, de los cuales, por su menor edad, había sido nombrado tutor
Trebeliano Rufo, estaba combatida de varias discordias por el mal gobierno de
los nuestros, culpándose no menos a Remetalce que a Trebeliano de no haber
castigado los agravios hechos a la gente de aquellos pueblos. Los coletos,
odrusios (23) y otras naciones poderosas tomaron las armas debajo de varios
capitanes, iguales entre sí en bajeza de sangre, causa bastante para no acabarse
de unir jamás ni hacer cosa de momento. Una parte de esta gente comenzó a
inquietar los lugares vecinos, otros pasaron el monte Heno para levantar los
pueblos más remotos. Los más y mejor en orden sitiaron al rey en Filipópoli,
ciudad edificada por Filipo, rey de Macedonia.
XXXIX. Sabido esto por Publio Veleyo, que gobernaba el ejército más cercano,
envió algunas tropas de caballos con la gente suelta de las cohortes contra los
que esparcidos iban robando o recogiendo socorros. Él, con el nervio de su
infantería, marchó en socorro de los sitiados. Ambas cosas sucedieron
prósperamente, porque los robadores fueron degollados; y moviéndose disensión
entre los que sitiaban a Filipópoli, hizo el rey una salida tan valerosa, que
con ella y con la llegada de la legión se acabó de ganar la victoria. No es mi
intento dar a este suceso nombre de batalla, no muriendo en ella sino gente
vagabunda y medio armada, sin pérdida de una gota de sangre nuestra.
Notas
(1) Burnouf observa con razón que la isla de Corcira, hay Corfú, solamente es
fronteriza de la de Calabria. En cuanto la Calabria antigua, llamada también
Nessapia y Yapigia, era mucho más extensa que la actual, puesto que camprendia
la punta de Italia que se adelanta en el mar Jonia al sudeste de la Apulia.
(2) Especie de toga hecha toda de púrpura o adornada de muchas tiras
horizontales de este color. La primera era el vestido sagrado con que se
envolvía a las deidades; la segunda era un trale real adoptado por Rómulo y sus
sucesores, de los cuales pasó a los cónsules, que la llevaban en ciertas
solemnidades públicas, y a los caballeros, que se la ponían para presentarse al
censor en la fiesta de los idus de julio y en circunstancias especiales como la
de que se habla en el texto.
(3) Eran las actas oficiales del pueblo romano, donde, al modo que en nuestras
gacetas o boletines, se apuntaban los hechos políticos, los juicios, las
fundaciones de edificios, los nacimientos, matrimonios, divorcios y muertes de
los personajes lustres.
(4) Dábase este nombre a la tribuna establecida en el foro romano, a la cual
subían los oradores para hablar al pueblo, llamada así por estar adornada con
los espolones de las naves (rostra) cogidos a los volscos de Ancio en la guerra
latina.
(5) Los juegos en honor de la gran diosa, Cibeles. Celebrábanse en el circo o en
el teatro el 5 de abril.
(6) El participio rompido, por roto, es frecuente en los clásicos. Baste
recordar a Luis de León: Un no rompido sueño.
(7) Este sepulcro se hallaba situado en el Campo de Marte, entre el Tíber y la
vía Flaminia.
(8) Delator célebre que Tácito caracteriza en el libro II, cap. 28 de los
Anales. Acusado posteriormente de ser cómplice de Seyano se dio muerte.
(9) Los magistrados, que en tiempo de la República no tenían derecho a emitir su
opínión en el Senado, la daban en el nuevo gobierno, si bien no podían hacerlo
hasta que el emperador hubiese puesto a discusión el asunto.
(10) Tomó el de Lucio.
(11) Como los generales romanos tenían que deponer el mando al entrar en Roma,
era indispensable, para que Druso pudiese verificar su ovación, que saliese de
la ciudad, adonde habia ido para celebrar los funerales de su hermano, y que
tomase de nuevo el mando y consultase los auspicios.
(12) Río de África, probablemente de Numidia.
(13) Ciudad de Numidia situada no lejos del desierto, si bien se ignora cuál era
a punto fijo el lugar que ocupaba. Fue arruinada en la guerra de César contra
Juba.
(14) Fue promulgada en el año 762 bajo los cónsules subrogados M. Papio Mutilo y
Q. Popeo Segundo. El objeto de esta ley era proteger los matrimonios otorgando
numerosos e importantes privilegios a los casados con hijos, y desposeyendo de
algunos derechos a los célibes de uno y otro sexo, cuyo número crecía, con harto
perjuicio de las costumbres y hasta de la misma sociedad. Véase acerca de dicha
ley a Heine, CCII. ant.roman., etcétera, III, f. 25; a Montesquieu, Esprit des
lois, XXXIII, 21; a Hugo, Hist. du droit romain, Cap. 295, 296, y la nota 11 al
libro XV de los Anales.
(15) La Lex Julia de maritandis ordinibus, fue promulgada por Augusto en 736 con
igual objeto que la de que acabamos de hablar, y porque se creía, por medio de
ella, reparar las inmensas bajas que había tenido la población a consecuencia de
las guerras civiles, que habían costado a la República, tan sólo en soldados,
más de 80.000 hombres.
(16) Había sido nombrado cónsul en 702 de Roma, con el encargo de reformar el
Estado. Entre las varias leyes que en aquella ocasión promulgó, fue una de ellas
el poner en vigor la que obligaba a los candidatos a solicitar en los comicios
los sufragios en persona. Hizo confirmar por el pueblo el senado consulto, por
el cual se prohibía que se diesen las provincias a los cónsules y a los pretores
hasta cinco años después de haber desempeñado su cargo, y por último hizo otra
ley sobre cohecho, que se extendía a los delitos cometidos después de veinte
años. Ahora bien: él mismo violó la primera, autorizando a César para pedir el
consulador estando ausente; la segunda, haciéndose prorrogar por cinco años el
Gobierno de España y, la tercera, arrancando a la acción de la Justicia a su
cuñado Scipión Metelo, a quien se hacian los más severos cargos. Tácito alude a
estas violaciones cuando dice en seguida: Suarumque legum auctor idem et
subversor.
(17) Desde el tercer consulado de Pompeyo hasta la batalla de Accio, en el 723.
(18) Denominación colectiva que comprendía cuatro clases de magistrados; a
saber: los triumviri capitales, los triumviri monetales, los quattuorviri viales
y los decemviri litibus judicandis, o presidentes de las diferentes secciones
del Tribunal de los centumviros.
(19) Decursiones eran ciertas maniobras o alardes que, armados de todas armas,
hacían cada semana los soldados romanos.
(20) La ley Oppia fue promulgada en el año 541 de Roma, durante la segunda
guerra púnica, por el tribuna C. Oppio. Por ella se prohibía a las mujeres
poseer para su uso más de media onza de oro, llevar vestidos de varios colores y
hacerse llevar por Roma o a mil pasos de distancia de ella en carruaje tirado
por caballos, como no fuese para ir a los sacrificios públicos. Esta ley fue
revocada en 559 a pesar de la oposición de Catón entonces cónsul.
(21) No sólo se aseguraba la impunidad a los que se refugiaban cerca de la
estatua del emperador reinante, sino hasta a los que tenían una imagen suya en
las manos.
(22) La palabra latina frater debe tomarse aquí por próximo pariente; según el
mismo Tácito (A. II, 64), Coti era sobrino de Rescuporis.
(23) Los primeros habitaban, divididos en dos tribus, los unos al pie del monte
Heno (hoy día cadena de los Balcanes) y los otros al pie del Rodopo. Los
odrusios resldian más cerca de las fuentes del Hebro, en el país llamado en la
actualidad la Maritza.
LIBRO TERCERO
Segunda parte
Rebélanse las Galias por industria de Sacroviro y Flora, y vuélvelas al yugo
el valor de las legiones germánicas. - Propónese y déjase a un mismo tiempo el
cuidado de moderar los excesivos gastos y superfluidades. Toma Druso la potestad
tribunicia. - Servio Maluginense, flámine dial, solicita el gobierno del Asia. -
Asilos o lugares de refugio de los griegos, sometidos a examen del Senado. -
Cayo Silano condenado por las leyes de residencia y majestad. - Bleso rompe y
disipa a Tacfarinas, tomando en prisión a su hermano. - Muerte y entierro de
Junia, nobilísima mujer.
XL. En este mismo año comenzaron a rebelarse las ciudades de las Galias,
oprimidas de deudas, de que fue en los treveros fiero estímulo Julio Floro, y
entre los eduos Julio Sacroviro, iguales en nobleza y en merecimientos de sus
mayores, a cuya causa se les concedió el privilegio de ciudadanos romanos, que
se daba raras veces y sólo en premio de virtud. Éstos, con secretas pláticas,
juntando los más atrevidos, o los que por pobreza o por medio de sus maldades se
hallaban necesitados a cometerlas, juntan en uno, Floro los belgas, y Sacroviro
los galos vencidos, y en las juntas y secretos conventículos procuraban
encaminar los ánimos a la sedición, discurriendo de la continuación de los
tributos, del gran exceso de las usuras de la crueldad y soberbia de los
presidentes, y que los soldados, sabida la muerte de Germánico, habían comenzado
a discordar entre sí; mostraban el tiempo cómodo para cobrar su libertad,
hallándose ellos en su flor, la Italia deshecha, el vulgo de Roma vil por el
ocio y no menos inhábil para la guerra, sin haber otra cosa de algún valor sino
los extranjeros.
XLI. Con esto no hubo apenas ciudad alguna que no quedase inficionada de esta
semilla de sedición.
Los primeros a rebelarse fueron los andegavos y los turonenses (1); a los
andegavos refrenó Atilio Aviola, legado, con ayuda de la cohorte que estaba de
presidio en León. Los de Tureyna fueron rotos por los legionarios que envió
Viselio Varrón, legado de la Germania inferior, con orden de estar a la del
mismo legado Aviola, a quien acompañaron también algunos de los más principales
galos, deseando disimular la traición hasta poderla ejecutar más a su salvo.
Entre los cuales fue visto pelear en favor de los romanos a Julio Sacroviro con
la cabeza descubierta, para mostrar, según decía, su valor; mas los prisioneros
afirmaron después que no lo había hecho sino por darse mejor a conocer y evitar
las heridas de las armas arrojadizas. Consultáronse estas cosas con Tiberio y no
hizo caso de los primeros avisos, y con su larga suspensión alimentó la guerra.
XLII. Atendía en tanto Floro a ejecutar sus designios y a persuadir a una ala de
gente de a caballo levantada entre los Treviros debajo de nuestra milicia y
disciplina, a que matando los mercaderes romanos comenzasen la guerra; y ganó
las voluntades de algunos, quedando los más en fe. Otra cantidad de gente baja,
fallidos y endeudados, acompañados de sus clientes y secuaces, tomó las armas y
se encaminaba hacia la selva Ardena si no se lo impidieran las legiones enviadas
de ambos ejércitos, por diferentes caminos de orden de Viselio y Cayo Silo.
Julio Indo, de la misma ciudad que Floro, aunque su enemigo y a esta causa más
deseoso de honrarse de él, enviado delante con gente escogida, acabó de deshacer
aquella desordenada muchedumbre. Floro, burlando a los vencedores deseosos de su
prisión, y retirándose a ciertos escondrijos, a causa de verse tomados todos los
pasos, con su propia mano se quitó la vida. Esto fue el fin que tuvo el tumulto
de los treveros.
XLIII. En los eduos fue tanta mayor la conmoción cuanto la ciudad es más
opulenta y cuanto se hallaban más lejos las fuerzas para reprimirla. Augustoduno
(2) es la ciudad capital de aquella gente, de la cual con sus cohortes armadas
se apoderó Sacroviro, y de los hijos de la gente más noble de las Galias,
recogida allí a estudiar las artes liberales, para con esta piedad ayudarse del
favor de sus padres y parientes, y al punto distribuyó entre aquella juventud
las armas que secretamente había mandado labrar. Halláronse entre todos 40.000
hombres, los 8.000 armados a la manera de nuestros legionarios, los demás con
venablos, alfanjes y otras armas de las que suelen usar los cazadores. Añadió a
esta gente cantidad de esclavos destinados para gladiatores, los cuales,
conforme al uso de aquel país, van de pies a cabeza cubiertos de hierro;
llámense éstos crupelarios (3), a cuya causa, así como van seguros de ser
heridos, así también son inhábiles para herir. Era aumentada esta multitud por
el favor de las ciudades vecinas, que, aunque no descubiertamente, ayudaban con
particular afecto a los rebeldes; y no menos las diferencias entre los capitanes
romanos, que con ambición fuera de tiempo altercaban sobre quién sería cabeza en
aquella guerra, hasta que Varrón, como más viejo y más débil, cedió el lugar a
Silio, más mozo y más robusto.
XLIV. En Roma, en tanto, no sólo los treveros y los eduos, sino sesenta y cuatro
ciudades de las Galias se decía haberse rebelado, que habían hecho liga con los
germanos y que las Españas vacilaban, teniéndose, como es propio de la fama, a
todas estas cosas por mucho mayores de lo que eran. Los buenos se dolían del
trabajo de la República; muchos, por aborrecimiento del estado presente y deseo
de mudanza, se alegraban hasta de sus propios peligros, culpando a Tiberio de
que durante aquel movimiento universal gastase los días y las noches en recibir
memoriales de acusaciones. ¿Comparecerá -decían ellos- por ventura en el Senado
Julio Sacroviro, acusado de majestad? Llegado es ya el tiempo en que han de
venir hombres que con las armas hagan cesar las cartas escritas con sangre; no
será mal trueque el de una honrada guerra por una paz miserable. Mas Tiberio,
tanto más compuesto de ánimo, se estaba seguro sin mudar de lugar ni de rostro,
ejercitándose todos aquellos días en sus ordinarias ocupaciones, o que fuese
grandeza de ánimo, o que supiese por más ciertas vías ser el mal menos peligroso
de lo que se publicaba.
XLV. En tanto Silio, marchando con dos legiones, enviada delante una buena tropa
de auxiliarios, destruye y tala las aldeas y burgajes de los secuanos, que,
confinando con los eduos se habían coligado y armado con ellos. Va luego a gran
diligencia sobre Augustoduno, compitiendo entre sí los alféreces, y amenazando
hasta los mínimos soldados deseosos de que, sin tomar el reposo acostumbrado, se
marchase también la noche, bastando solamente para vencer el ver a los enemigos
o dejarse ver de ellos. Descubrióse Sacroviro en distancia de tres leguas
campaña abierta. Había puesto en la frente aquellos sus hombres de hierro, en
los cuernos las cohortes y en retaguardia los mal armados. Él, entre los más
principales en un hermoso caballo, iba acordándoles las antiguas glorias de los
galos y lo que habían dado en que entender a los romanos; lo que les sería
gloriosa la libertad si alcanzaban la victoria, y cuán intolerable, si perdían
la batalla, el volver otra vez a la servidumbre.
XLVI. No duró mucho esta plática, ni fue recibida con alegría por los que veían
venirse acercando la ordenanza de las legiones, mientras ni ojos ni oído eran ya
de algún servicio en aquel villanaje mal en orden y no acostumbrado a la guerra.
Al contrario Silio, si bien la esperanza cierta de la victoria le quitaba la
ocasión de exhortar a los suyos, gritaba con todo eso: Que debían avergonzarse
si se acordaban que después de victoriosos de las Germanias eran conducidos
contra los galos como contra formados enemigos, habiendo poco antes una sola
cohorte deshecho a los turonenses rebeldes, una ala o banda de caballos a los
treveros, y ellos mismos a los secuanos. Estos eduos, cuanto más ricos y
abundantes en regalos, tanto son más cobardes y más viles. Veislos ahí; atadlos
y seguid a los que huyen. Levantando a estas razones un gran alarido, cierra la
gente de a caballo por los costados y la infantería por la frente; hallaron poca
resistencia los caballos: los hombres de hierro retardaron algún tanto la
victoria, no pudiéndose penetrar aquellas láminas con los dardos ni con las
espadas; mas los nuestros, tomando segures y picos, como si quisieran romper una
muralla, cortaban a un tiempo el hierro y los cuerpos: algunos con horcones y
varales daban en tierra con aquellos edificios inútiles, los cuales, tendidos y
sin fuerza para poderse levantar, eran dejados como muertos. Sacroviro,
retirándose primero a Autún, y después, medroso de que aquella ciudad no se
rindiese, con los de más confianza a una aldea allí vecina, él de su propia
mano, y los demás unos a otros, se dieron la muerte; quemóse la aldea o caserío,
abrasándolos finalmente a todos.
XLVII. Entonces y no antes escribió Tiberio al Senado el principio y el fin de
aquella guerra, sin quitar o añadir a la verdad, diciendo cómo los legados con
la fe y con el valor, y él con el consejo habían quedado superiores. Añadió
juntamente las causas por qué no habían ido él ni Druso a ella, exaltando la
grandeza del Imperio, y alegando que no convenía al decoro de los príncipes por
la alteración de una o dos ciudades dejar a Roma, desde donde se gobernaba todo.
Mas que ahora, que no se podía decir que le llevaba el temor, iría sin falta a
ver aquello personalmente y a poner remedio a las cosas que le necesitasen.
Decretó el Senado votos, procesiones y otras solemnidades semejantes por su
vuelta. Sólo Cornelio Dolabela, queriéndose aventajar a los demás, cayó en una
despropositada adulación, proponiendo que de la provincia de Campania, donde
estaba Tiberio, entrase en Roma con el triunfo de ovación. Mas él escribió otra
carta diciendo que no se hallaba tan falto de gloria que después de haber tomado
tantas y tan fieras naciones, tras tantos triunfos recibidos o menospreciados en
su juventud, quisiese al cabo de su vejez mendigar un premio tan vano por sólo
un paseo, sin perder apenas de vista los muros de Roma.
XLVIII. En este mismo tiempo pidió al Senado que la muerte de Sulpicio Quirino
fuese honrada con exequias públicas. No tenía ningún parentesco este Quirino con
el antiguo linaje patricio de los Sulpicios, antes era natural del municipio de
Lanuvio, soldado diligente, de valor y ejercitado en cosas importantes, hasta
que en tiempo de Augusto alcanzó el consulado, y por haber ganado las fortalezas
de los homonadenses (4) en Cilicia, las insignias triunfales: diósele después la
dignidad de ayo de Cayo César cuando pasó a las cosas de Armenia, desde donde
hizo cuanto pudo por granjear la voluntad de Tiberio, que estaba entonces en
Rodas, y de esto dio cuenta César en el Senado, alabando las cortesías de
Sulpicio para con él, y culpando a Marco Lolio como autor de las maldades y
discordias de Cayo César. No era tan grata a los demás la memoria de Quirino,
por haber, como he dicho, perseguido a Lépida, y por su viciosa y demasiada
vejez.
XLIX. A la fin del año, Cayo Lutorio Prisco, caballero romano, después de haber
compuesto unos famosos versos en que había llorado la muerte de Germánico, y
recibido dinero por ello de César, fue acusado de haberla compuesto estando
enfermo Druso, para que, sucediendo la muerte, pudiese divulgarla con mayor
premio. Habíala leído Lutorio en casa de Publio Petronio, por una vana
ostentación, delante de Vitelia, suegra de Petronio, y de otras mujeres
ilustres. En presentándose el acusador, amedrentados los que se habían hallado
presentes, testificaron cuanto habían oído, salvo Vitelia, que afirmaba no haber
entendido cosa. Pero dándose más crédito a los que probaban el mal, por consejo
de Haterio Agripa, nombrado cónsul, se intimó al reo el último suplicio.
L. Contra el cual habló así Marco Lépido: Si nosotros, padres conscriptos,
considerásemos solamente las infames palabras con que Lutorio Prisco ha manchado
su propio pensamiento y las orejas de los oyentes, yo confieso que ni la cárcel,
ni los cordeles, ni los tormentos con que se suele castigar a los esclavos
serían bastantes para su castigo. Mas si los delitos y las maldades son sin
medida, la mansedumbre del príncipe, el ejemplo de los mayores y el vuestro los
suelen ir templando y moderando con las penas y con los remedios. Hágase
diferencia entre las acciones vanas y maliciosas, y entre los dichos y los
hechos: puede darse lugar aquí a una sentencia por la cual ni en éste quede el
delito impunido, ni en nosotros arrepentimiento de sobrada clemencia o demasiado
rigor. He oído muchas veces a nuestro príncipe dolerse de quien, con darse la
muerte, ha querido prevenir a su misericordia. Concédase la vida a Lutorio de
manera que no quede absuelto con peligro de la República, ni muerto con mal
ejemplo. Sus estudios, así como se muestran llenos de locura, asimismo son vanos
y transitorios: ni se puede temer cosa importante o grave de quien por sí mismo
va descubriendo sus propios defectos, y procura congraciarse, no los ánimos
varoniles, sino el aplauso de algunas mujercillas. Destiérrese con todo eso de
Roma, pierda su hacienda, prohíbasele el agua y el fuego, que es lo mismo que
condenarle por delito de majestad.
LI. No hubo entre todos los consulares quien se arrimase al parecer de Lépido,
sino sólo Rubelio Blando: todos los demás siguieron el voto de Agripa, conque
fue puesto en prisión Lutorio, y allí luego hecho morir. Vituperó Tiberio este
caso en el Senado con sus acostumbrados rodeos de palabras, diciendo que si bien
alababa su piedad y celo en castigar ásperamente cualquier pequeña injuria hecha
al príncipe, con todo esto les rogaba que otra vez no se arrojasen con tan
precipitadas penas por sólo palabras, loando a Lépido, sin reprender a Agripa.
Fue por esta causa hecho un senatus consultum, en que se ordenó que los decretos
de los senadores no se llevasen al Erario antes de diez días (5),
prorrogándoseles a los condenados todo este espacio de vida. Mas, ni le quedaba
al Senado lugar de arrepentirse, ni Tiberio se mitigaba por ninguna dilación.
LII. Sigue el consulado de Cayo Sulpicio y D. Haterio. Fue este año quieto
cuanto a las cosas extranjeras; mas en Roma no se pasó sin sospecha de alguna
rigurosa reformación acerca de los excesos y suntuosas prodigalidades, que sin
medida ni tasa habían llegado ya a todo el extremo que pueden el apetito y el
dinero; y si bien con disimular los precios se ocultaban a las veces los gastos
más graves, todavía los aparejos del vientre y de la lujuria, hechos en las
casas de vicio y deshonestidad, divulgándose en las ordinarias conversaciones,
daban sospecha de que el príncipe, acordándose de la antigua parsimonia, había
de procurar reducir las cosas a su primer forma. Y comenzando Cayo Bibulo,
siguieron los demás ediles diciendo: Que se menospreciaba la ley hecha sobre la
tasa del gastar; que de cada día se iban aumentando los precios y compras de
muebles y alhajas prohibidas, y que ya no eran bastantes a resistir los remedios
ordinarios. Sobre lo cual, pedidos los votos al Senado, se remitió al príncipe
todo el discurso de este negocio. Mas Tiberio, habiendo entre sí considerado
muchas veces si era posible reprimir a unos apetitos tan desenfrenados; si el
hacerlo podía ser ocasión de mayor daño que provecho a la República; la
indignidad que sería emprender una cosa y no salir con ella, o si saliendo se
ocasionaba infamia o ignominia a muchos varones ilustres, finalmente, escribió
al Senado una carta de este tenor:
LIII. Por ventura en todas las demás cosas, padres conscriptos, hubiera sido
mejor que, preguntado yo, dijera personalmente lo que juzgo por más servicio de
la República; mas en esta relación lo ha sido sin duda el hallarme ausente,
porque cuando vosotros iríades notando la vergüenza y el miedo en los rostros de
los culpados en tan vergonzosos excesos, por fuerza había de verlos yo también y
cogerlos casi con el hurto en las manos. Si estos animosos ediles se hubieran
aconsejado conmigo, no sé si les persuadiera a que dejaran correr los vicios tan
arraigados y crecidos, antes que aventurar a no hacer otra cosa que descubrir la
imposibilidad en que nos hallamos de corregirlos. Mas, a la verdad, ellos han
hecho su oficio, como yo querría que le hiciesen los demás magistrados; y yo, no
pudiendo callar con mi honra, no sé lo que me diga, porque no siendo edil ni
pretor ni cónsul, mayores y más señaladas cosas se deben esperar del príncipe; y
así como en las que son bien hechas procura cada uno llevarse su parte de
alabanza, asimismo, en el error que cometen todos, a uno solo le queda la culpa
y el vituperio. Veamos qué cosa comenzaré a prohibir primero para reducirlas
todas a la costumbre antigua. ¿Por ventura los espaciosos términos de las
quintas y casas de placer; el excesivo número de esclavos de infinitas naciones;
el peso inmenso de plata y oro; las estatuas de bronce y tablas de pinturas
milagrosas; las vestiduras de seda, no menos en los hombres que en las mujeres,
o aquellos adornos mujeriles por causa de cuyas piedras nos llevan nuestro
dinero las extranjeras y enemigas naciones?
LIV. Sé muy bien que en los convites y en los corrillos se reprenden estas
demasías y se les desea remedio; mas si ven que otro hace la ley y establece
penas, ellos mismos dirán a voces que se trastorna la ciudad, que se encara el
tiro a los que viven con mayor esplendor y que ninguno quedará sin que se le
pueda echar este agraz en el ojo. Si las dolencias del cuerpo, envejecidas y
aumentadas con largo espacio, vemos que no se pueden sacar de él sino con
violentos y ásperos remedios, ¿cómo se curarán el enfermo y el que causó la
enfermedad, siendo todo un fuego de deseos desordenados, sino con medicamentos
muchos más fuertes que su propia concupiscencia? Tantas leyes inventadas por
nuestros mayores, y tantas instituidas por el divo Augusto, las primeras con el
olvido, y las segundas, lo que es más de sentir, anuladas con el menosprecio,
han asegurado más los excesos y los desórdenes, porque si tú apeteces lo que aún
no está prohibido, sólo estás con miedo de que no se prohiba; mas si traspasas
sin castigo las cosas vedadas, perdido has del todo el temor y la vergüenza.
¿Por qué reinaba ya en otro tiempo la parsimonia? Porque cada cual trataba de
moderarse a sí mismo; porque todos éramos ciudadanos de una ciudad: porque,
señoreando solamente a Italia, no teníamos los incentivos y estímulos que hoy
tenemos. Mas ahora, con las victorias extranjeras, nos habemos enseñado a gastar
y consumir la hacienda ajena, y con las civiles la propia. ¡Qué pequeñuela cosa
es ésta que nos amonestan los ediles, y si se ha respecto a las demás, cuán
digna de estimarse un poco! Mas no veo, por Hércules, que haya quien se queja de
ver que Italia necesita de ayudas forasteras, y que el sustento y la vida del
pueblo romano penden de la incertidumbre del mar y de las tempestades de los
vientos. ¿Por ventura si los ejércitos que residen en las provincias no
defendiesen a los amos, a los criados y a los campos, defendemos han nuestros
jardines y nuestras casas de placer? Estas cosas son, padres conscriptos, de las
que debe tener cuidado el príncipe, faltando el cual, faltaría el apoyo de la
República; para las demás la medicina se ha de aplicar interiormente al
espíritu, procurando mejorar nuestras costumbres generalmente todos; conviene a
saber: nosotros con una honesta vergüenza, los pobres con su necesidad y los
ricos con su empalago y con su propia hartura. Con todo esto, si alguno, de
cualquier magistrado que sea, se promete tanta industria y severidad que baste a
remediar estos inconvenientes, le alabaré, y desde ahora le confieso que me
descargaría de una parte de mis trabajos; mas si este mal se contenta con
llevarse la loa de acusar los vicios y libra en mis espaldas todo el peso del
odio y de la enemistad, creedme, padres conscriptos, que tampoco yo gusto de
hacerme malquisto; y si tal vez por servicio de la República lo parezco en cosas
más graves, las más veces sin causa, no queráis, os ruego, darme ocasión a que
lo sea por las que son tan leves, sin ningún fruto vuestro ni mío.
LV. Vistas las cartas de César, quedaron los ediles fuera de aquel cuidado, y la
suntuosidad y vicio de las comidas, después de haberse continuado con todo
género de gastos excesivos espacio de cien años, es a saber, desde el fin de la
guerra Actiaca hasta las armas que hicieron emperador a Sergio Galba, poco a
poco se fueron desvaneciendo. Pláceme investigar la causa de esta mudanza.
Antiguamente las familias nobles, ricas o de señalado esplendor caían en
disminución y se arruinaban por su sobrada magnificencia, porque hasta entonces
fue lícito el ganar con dones la gracia del pueblo, de los aliados y de los
reyes, y dejársela ganar por el mismo camino. Y cuanto uno era más rico se
mostraba su casa con mayor adorno y aparato, tanto por séquito y por fama, era
tenido por más ilustre. Mas después que comenzó a derramarse sangre y que la
grandeza del nombre llegó a ser ocasión de tal ruina, cobraron nueva prudencia
los demás, escarmentando en cabeza ajena. Ayudó al gran concurso de hombres
nuevos venidos de los municipios y las colonias y hasta de las provincias, y
admitidos en muchas ocasiones a los oficios y dignidades más preeminentes de la
ciudad, los cuales introdujeron en ella su propia parsimonia. Y si algunos con
la industria o por beneficio de la fortuna llegaron a una rica vejez,
mantuvieron con todo esto el ánimo primero. Mas el principal autor de moderar
los excesos fue Vespasiano con su comer y vestir al uso antiguo; porque el
afecto de imitar y complacer al príncipe tiene más fuerza que el miedo de la
pena establecida por las leyes, si ya no damos en todas las cosas con una cierta
revolución y mudanza alternativa, por medio de la cual se mudan y truecan las
costumbres con los tiempos. Ni los de nuestros abuelos gozaron de todas las
cosas mejores, antes nos ha traído muchas nuestra edad dignas de alabanza y de
ser imitadas con arte por nuestros sucesores. Todavía no alabo el sustentar esta
emulación con los antiguos, sino en las cosas honestas.
LVI. Tiberio, habiendo adquirido nombre de mansedumbre con quitar la ocasión a
la codicia de los acusadores, escribió al Senado pidiendo para Druso la potestad
tribunicia. Había Augusto inventado este nombre a la suprema dignidad, por no
tomarle de rey o de dictador, queriendo todavía declarar con algún vocablo la
preeminencia sobre todos los otros magistrados. Eligió después Augusto por
compañero de aquella potestad a Marco Agripa, y muerto él a Tiberio Nerón, para
que no se dudase de quién le había de suceder, pensando así reprimir las ruines
esperanzas de los otros, fiado también en la modestia de Nerón y en su propia
grandeza. A imitación, pues, de Augusto promovió Tiberio a Druso, no habiéndose,
mientras vivió Germánico, declarado aquella suprema dignidad por alguno de los
dos. Al principio de la carta, después de haber invocado a los dioses y
pedídoles que encaminasen los consejos de la República, refirió algunas pocas
cosas de las costumbres del mozo, sin exceder los límites de la verdad. Es a
saber: Que era casado y que tenía tres hijos; que se hallaba en la propia edad
que se halló él cuando fue por Augusto nombrado para aquel oficio; que no se
podía decir que era antes de tiempo, habiendo adquirido la experiencia de ocho
años, quietado las sediciones, apaciguado las guerras, triunfado y tenido dos
veces la dignidad de cónsul y, finalmente, que le metía a la parte en los
trabajos, como quien tan bien los conocía.
LVII. Tenían ya los senadores entendido mucho antes este lenguaje, y así fue
tanto más exquisita y premeditada la adulación; si bien no por esto supieron
inventar más que estatuas a los príncipes, altares a los dioses, templos y
arcos, y semejantes otras cosas acostumbradas; sólo Marco Silano, con injuria y
afrenta de la dignidad consular, pidió que se hiciese un nuevo honor a los
príncipes, proponiendo que en los actos y notas para memoria de los tiempos,
tanto particulares como universales, no se escribiese más el nombre de los
cónsules, sino el de aquel que tuviese la potestad tribunicia. Provocó
notablemente a risa Quinto Haterio con proponer que los decretos hechos aquel
día se escribiesen con letras de oro y se fijasen en palacio; no pudiendo sacar
aquel viejo otro premio que su infamia por tan baja y vergonzosa adulación.
LVIII. Entre estas cosas, prorrogado el gobierno de la provincia de África a
Junio Bleso, Servio Maluginense, flámine dial, pidió el concurrir al de Asia,
negando ser verdad la voz que corría de que no era lícito a los flámines diales
(6) el salir de Italia, y alegando que no tenía en esto diferente instituto que
los demás flámines marciales y quirinales; y que dándoseles a éstos gobiernos de
provincias, no era justo negarlos a sólo los diales; que no se hallaría estatuto
del pueblo ni libro ceremonial que lo prohibiese; que muchas veces habían hecho
los pontífices el oficio de los diales cuando por enfermedad o por servicio
público se hallaban impedidos. Cuando mataron a Cornelio Merula (7) vacó este
cargo setenta y dos años, y no por esto la religión y el culto. Y si por tanto
tiempo se pudo pasar sin él con ningún daño de aquellos sacrificios, ¿con cuánta
mayor facilidad se suplirá la falta que puede hacer el flámine en el discurso de
un año que le duraba el proconsulado? Las enemistades particulares fueron causa
de que los pontífices máximos prohibiesen a los diales el salir a los gobiernos
de provincias; mas el día de hoy, por la bondad de los dioses, el pontífice sumo
lo es también entre los hombres, no sujeto a envidias ni rencores, y descargado
de toda pasión.
LIX. Contra esto, habiendo discurrido Léntulo, augur, y otros diversamente,
concluyeron que se esperase el parecer del pontífice máximo. Tiberio, diferido
el conocimiento de la justicia del flámine, moderó las ceremonias decretadas en
el Senado por la potestad tribunicia de Druso, reprendiendo en particular la
novedad de aquel voto de las letras de oro contra las costumbres de la patria.
Leyéronse después las cartas de Druso, las cuales, aunque parecía que se habían
encaminado a mostrar modestia, fueron tenidas por muy soberbias, lamentando
todos que se hubiesen reducido las cosas a tal término, que un mozo de tan poca
edad, tras haber recibido una honra tan grande, no se dignase de visitar los
dioses de Roma, entrar en el Senado y comenzar sus auspicios en la ciudad adonde
había nacido. ¿Tiénele, por ventura -decían-, ocupado la guerra, o hállase en
lugares apartados? Basta que pasee por las riberas y lagos de Campania. Esto es
lo primero que se le enseña al que ha de gobernar el mundo; éstos son los
primeros documentos que aprende de su padre. Cánsese enhorabuena el viejo
emperador de la vista de sus ciudadanos, y excúsese con su mucha edad y con los
trabajos pasados. Mas Druso ¿qué disculpa tiene ni qué impedimento, sino sola su
arrogancia?.
LX. Mas Tiberio, atendiendo a establecerse en el principado, dejaba a los
senadores alguna apariencia de la antigüedad con emitirles las peticiones de las
provincias. Crecía por momentos en las ciudades de Grecia la licencia de
edificar altares y lugares de refugio para huir el castigo. Henchíanse los
templos de los esclavos más disolutos, y hallaban el mismo socorro los adeudados
en daño de sus acreedores y los indiciados en delitos capitales. Ni había
fuerzas bastantes para reprimir las sediciones de los pueblos, los cuales
defendían las maldades de los hombres como ceremonias divinas. A cuya causa se
resolvió en el Senado que las ciudades enviasen embajadores con la información
de sus derechos. Algunas que falsamente se habían usurpado este privilegio
dejaron de enviar. Muchas se fiaban en la antigüedad de aquellas supersticiones
y en sus méritos para con el pueblo romano. Grande y magnífica fue
verdaderamente la apariencia de aquel día, en el cual el Senado reconoció los
beneficios de sus predecesores, las convenciones de los confederados, los
decretos de reyes que vinieron antes de la grandeza romana, y hasta las
religiones de los mismos dioses; y esto con el poder y libertad de conservadas o
mudadas como cuando había República.
LXI. Los primeros a comparecer fueron los efesios, alegando que Diana y Apolo no
eran naturales de Delo, como vulgarmente se cree; antes bien, había en su tierra
una selva llamada Ortigia, junto al río Cencrio, donde Latona, cercana al parto
y arrimada a un olivo, que aún permanece, parió a aquellas deidades. Que por
orden de estos dos dioses se consagró aquella selva; que el mismo Apolo, después
de haber muerto los cíclopes, evitó en este lugar la ira de Júpiter; que poco
después el padre Libero, victorioso en la guerra de las amazonas, perdonó a
todas las que con humildad pudieron acogerse al altar; que la ceremonia de este
templo había sido aumentada con permisión de Hércules, cuando era señor de
Lidia, sin que durante el imperio de los persas se le menoscabase su derecho, el
cual, observado después por los macedones, lo había sido también por nosotros.
LXII. Siguieron luego los magnesios, que se ayudaban de ciertos estatutos de
Lucio Escipión y de Lucio Sila, los cuales, habiendo el primero vencido al rey
Antíoco, y el segundo a Mitrídates, honraron el valor y la fe de los magnesios,
confirmándoles el poder gozar de inviolable y perpetuo refugio en el templo de
Diana Leucofrina. Los afrodisios y estratonicences presentaron después un
decreto de César, dictador, por sus antiguos méritos durante las guerras
civiles, y otro nuevo del divo Augusto. Fueron éstos loados también de haber
sostenido, sin mudar de fe para con el pueblo romano, las invasiones de los
partos. Los afrodisios mantenían la religión de Venus, y los estratonicenses la
de Júpiter y Diana. Los de Hierocesárea tomaban el agua de más lejos; es, a
saber: que tenían dedicado el templo de Diana Pérsica desde el tiempo del rey
Ciro, haciendo mención de Perpetua, de Isáurico y de otros nombres de generales
de ejércitos que no sólo al templo, pero a media legua alrededor, habían
concedido la misma santidad. Los de Chipre vinieron después con sus tres
templos; el más antiguo de ellos a título de Venus Pafia, edificado por Aerias;
otro, de su hijo Amato, con nombre de Venus Amatusia, y el último, en honra de
Júpiter Salamino, dedicado por Teucro cuando huía de la ira de su padre Telamón.
LXIII. Oyéronse también las embajadas de las demás ciudades; mas enfadados los
senadores de tanto número, viendo que porfiaban sobre quién tenía mayores
méritos para con la República, los remitieron a los cónsules para que examinasen
la justicia de todos, y si echaban de ver alguna maldad so color de ella, de
nuevo volviesen a remitir toda la causa al Senado. Los cónsules hicieron
relación que, sin las ciudades sobredichas, se había tenido noticia de un altar
dedicado a Esculapio en Pérgamo, añadiendo que todos los demás se fundaban sobre
principios obscuros a causa de la antigüedad; porque los de Esmirna alegaban el
oráculo de Apolo, por cuya orden habrán dedicado un templo a Venus Estratonicida;
y los tenios producían los versos del mismo oráculo, por los cuales se les
mandaba que consagrasen la estatua de Neptuno y le edificasen un templo. Los
sardianos, hablando de tiempos más modernos, hacían autor de su exención al
vencedor Alejandro, y los milesios al rey Darío, ayudándose unos y otros con la
veneración y culto en que siempre habían tenido a Diana y a Apolo. Los cretenses
pedían lo mismo en honra del simulacro de Augusto. Despacháronseles los títulos
por senatus consulto, en los cuales, aunque con mucha honra, se les daba la
forma de usar de sus preeminencias, y orden de que en los mismos templos se
fijasen, grabadas en bronce (8) a perpetua memoria, para que, so color de
religión, no se incurriese en ambición.
LXIV. En este mismo tiempo, enfermando gravemente Julia Augusta (9), obligó al
príncipe a volver de improviso a Roma. Conservábase en pie hasta entonces una
sencilla concordia entre madre e hijo, a lo menos, si había aborrecimientos
estaban ocultos; porque habiendo poco antes Julia dedicado a Augusto estatua
junto al teatro de Marcelo, había puesto el nombre de Tiberio después del suyo;
creyéndose que, como cosa que ofendía la majestad imperial, se había disgustado,
por más que procurase disimular la ofensa. Mas entonces ordenó el Senado que se
hiciesen rogativas por su salud a los dioses, y se celebrasen los juegos
llamados grandes, de que solían cuidar los pontífices, los augures, junto con el
colegio de los quince y de los siete varones y los cofrades augustales. Había
votado Lucio Apronio que presidiesen también en estas fiestas los sacerdotes
feciales, mas contradijo César, haciendo diferencia entre los institutos de los
sacerdotes, y trayendo ejemplos de que no se había dado jamás aquel honor a los
feciales, a cuya causa se habían añadido los augustales, como sacerdocio propio
de aquella casa, por quien se hacían aquellos votos.
LXV. No he tomado por asunto el referir aquí los pareceres de todos, sino los
más excelentes por su honestidad, o los más notables por su infamia: cuidado y
ocupación precisa de quien se encarga de escribir anales, para que no se pasen
en silencio los actos virtuosos, y sea temida por los venideros la deshonra de
los hechos y dichos infames. Mas aquellos tiempos fueron tan inficionados de una
fea y vil adulación, que no sólo los más principales de la ciudad, a los cuales
era necesario el sufrir la servidumbre por mantener su reputación, mas todos los
consulares, gran parte de los que habían sido pretores y muchos de los que
entraban en el Senado, sin estar escritos en los libros de los censores (10), se
levantaban a porfía para votar cosas nefandas y exorbitantes. Escriben algunos
que Tiberio, todas las veces que salía de palacio (11), solía decir en griego
estas palabras: ¡Oh hombres aparejados y prontos a sufrir la servidumbre!. Como
recibiendo él mismo, que no temía cosa más que la libertad pública, particular
enfado por tan abatida paciencia en aquellos ánimos serviles.
LXVI. De estos actos indignos y deshonestos pasaban poco a poco a otros
perniciosos y peligrosos. Cayo Silano, que había sido procónsul de Asia, llamado
a residencia por los de su provincia, fue acusado también por Mamerto Escauro,
consular, Junio Otón, pretor, y Brutidio Nigro, edil, de haber violado la deidad
de Augusto y menospreciado la majestad de Tiberio. Aprovechándose Mamerto de
ejemplos antiguos, alegaba cómo Lucio Cota había sido acusado de Escipión
Africano, Sergio Galba de Catón Censorino (12), Publio Rutilio de Marco Escauro;
como si Catón y Escipión y su bisabuelo Escauro, a quien en esta ocasión Mamerto,
oprobio de sus antepasados, vituperaba con acción tan infame, procuraran el
castigo de semejantes cosas. Junio Otón, cuyo principio fue ser maestro de
escuela, hecho después senador por el poder y autoridad de Seyano, iba acabando
de manchar sus obscuros principios con desvergonzado atrevimiento. Brutidio,
dotado de buenas partes y apto para conseguir cualquier grandeza siguiendo el
derecho camino, fue arrebatado de su impaciencia, mientras procuraba sobrepujar
primero a sus iguales, después a sus superiores y últimamente a sus propias
esperanzas; consejo que ocasionó también la ruina de muchos buenos, por darse
prisa a alcanzar antes de tiempo y con peligro de precipicio lo que con
espaciosa seguridad no les hubiera faltado.
LXVII. Acrecentaron el número de los acusadores Gelio Poblícola y Marco Paconio,
aquél cuestor de Silano, y éste legado. No había duda en que el reo estaba
culpado de crueldad y de haber tomado dineros; mas fuera de esto se le añadían
otras muchas cosas, las cuales, aun a quien se hallara inocente, podían ser
ocasión de peligro; pues fuera de tener a tantos senadores por adversarios,
habiéndose escogido para su acusación los más fecundos sujetos de toda Asia, fue
obligado a responder él mismo, ignorante del arte oratoria, amedrentado en su
propia causa, que suele quitar el ánimo al más elocuente; y, lo que es peor,
Tiberio mismo no se podía abstener de amilanarse con palabras y con el aspecto.
Interrogábale cada momento, sin permitirle el contradecir ni enflaquecer las
objeciones; tal, que muchas veces le era necesario el otorgar, por no
avergonzarle, mostrando la vanidad de la pregunta. Compró el procurador fiscal
los esclavos de Silano por poderlos atormentar si negaban el interrogatorio; y
para acabarle de privar del favor y ayuda que le pudieran dar sus amigos y
parientes en un estado tan peligroso, se le impusieron delitos de majestad,
atadura fortísima y necesidad precisa de callar. A cuya causa pidiendo la
dilación de algunos días renunció las defensas, atreviéndose a enviar a César un
memorial, y en él una mezcla de quejas y de ruegos.
LXVIII. Tiberio, para hacer más excusable su pasión y ejecutar con mayor color
lo que maquinaba contra Silano, alegando ejemplos en semejante caso, mandó
recitar ciertos escritos de Augusto y el decreto del Senado hecho contra Voleso
Mesala, procónsul de la misma Asia. Pidió tras esto su parecer a Lucio Pisón, el
cual, después de haber engrandecido la clemencia del príncipe, votó que se le
debía prohibir el agua y el fuego y desterrarle a la isla de Giaro. Siguieron
este voto los demás, salvo Cneo Lentulo, que fue de parecer que se apartasen los
bienes maternos de Silano, como nacido de otra madre, y se diesen a su hijo, y
Tiberio lo aprobó.
LXIX. Mas Cornelio Dolabela, continuando más a la larga su adulación, después de
haber reprendido las costumbres de Silano, añadió: Que ninguno de vida
deshonesta ni manchado de infamia pudiese sortear gobierno de provincia, y que
el conocimiento de esto se dejase al príncipe; porque si bien quedaba a cargo de
las leyes el castigo de los delincuentes, era mayor piedad para ellos y para las
provincias el prevenir que no los hubiese. Discurrió en contrario César,
diciendo: Que sabía muy bien lo que se decía de Silano, mas que no se debían
hacer establecimientos por la opinión del vulgo, porque muchos se habían
gobernado en sus provincias, algunos peor de lo que se esperó y otros mejor de
lo que se temió de ellos. Que a unos anima a ser mejores la grandeza de los
mismos negocios que traen entre manos, y a otros los incita a lo contrario, sin
que pueda el príncipe con su ciencia comprenderlo todo; a quien en ninguna parte
está bien el dejarse llevar de la ambición ajena, que la causa porque se
hicieron las leyes sobre el hecho fue por la gran incertidumbre que tiene lo por
venir, y en razón de esto ordenaron los antiguos que precediendo y constando el
delito siguiese la pena, y que así no alterasen las cosas inventadas con
prudencia y observadas con aplauso y gusto universal; pues era harto grande de
suyo el peso de los príncipes, y bien excesiva la fuerza de su poder, el cual,
cuanto más se aumentase, tanto mayor disminución admitirían la razón y la
justicia. Por lo cual no había necesidad de usar de potencia absoluta mientras
había camino para servirse de las leyes, Fueron oídas estas cosas con tanto
mayor alegría y gusto universal, cuanto Tiberio solía ser menos afable y popular
en su trato. Y como era prudente en moderarse si no era arrebatado de su propio
enojo, añadió: Que siendo la isla de Giaro inculta y deshabitada, pedía que
concediesen a Silano el poder cumplir su destierro en la de Citera, en honra de
la familia Junia y de haber tenido Silano la propia dignidad que ellos; que esto
mismo pedía su hermana Torcuata, doncella de antigua santidad. Y al fin, alzando
los senadores las manos (13), convinieron todos en conceder esta demanda.
LXX. Oyéronse después los cirenenses, y Cesio Cordo fue condenado en la ley de
residencia, acusándole Ancario Prisco. César no quiso que Lucio Enio, caballero
romano, acusado de majestad por haber fundido una estatua de plata del príncipe
y hecho de ella toda suerte de vasos de servicio, fuese tratado como reo;
contradíjolo descubiertamente Ateyo Capitón, casi como mostrando libertad y
entereza, diciendo: Que no se les debía impedir a los senadores la facultad de
ordenar las cosas ni dejar sin castigo un delito tan grave. Sea Tiberio -decía
él- muy enhorabuena demasiado sufrido en su propio dolor, mas no haga
liberalidades de las injurias hechas a la República. Entendió estas cosas
Tiberio más como ellas eran que como sonaban, y no mudó de parecer, quedando
tanto más notable la infamia de Capitón, cuanto, siendo doctísimo en las leyes
divinas y humanas, se consoló de afrentar la reputación pública y la suya.
LXXI. Nació después cierto escrúpulo de religión sobre en cuál templo se había
de colocar el don votado por los caballeros romanos a la salud de Augusta, en
honra de la Fortuna Ecuestre (14); porque dado que había en Roma muchos de
aquella diosa, no se sabía de alguno que se nombrase así, y hallándose después
que en Ancio había uno con este apellido. y que todas las religiones, imágenes y
templos de dioses que hay por las tierras de Italia se entiende estar debajo la
jurisdicción del Imperio romano, se ordenó que se le llevase el don a la ciudad
de Ancio. Con esta ocasión tratándose cosas de religión publicó César la
respuesta diferida poco antes contra Servio Maluginense, flámine dial, y recitó
el decreto de los pontífices en esta substancia: Cada vez que el flámine dial se
hallare con poca salud, puede estar ausente de la ciudad a arbitrio del
pontífice máximo, con tal que no haga más que dos noches de ausencia, que no sea
en día de público sacrificio, ni más que dos veces en el año. Estos estatutos,
hechos durante el principado de Augusto, mostraban bien que no se concedía a los
diales gobiernos de provincias, ni ausencias de un año, contándose el ejemplo de
Lucio Metelo, pontífice máximo, que vedó el salir de Roma a Aulo Postumio,
flámine (15). Y así la suerte de concurrir al proconsulado de Asia fue dada a
uno de los consulares más propincuo al Maluginense.
LXXII. En aquellos días Lépido pidió licencia al Senado para poder reedificar y
adornar a su costa el palacio llamado la basílica de Paulo (16), memoria del
linaje de los Emilios. Estaba todavia en uso la magnificencia pública: ni
Augusto impidió a Tauro, a Filipo ni a Balbo (17) el gastar los despojos
enemigos y sobradas riquezas en ornamento de la ciudad y gloria de sus
sucesores, con cuyo ejemplo Lépido, aunque no muy rico, renovó el esplendor de
sus abuelos. Habíase quemado accidentalmente el teatro Pompeyano, y César
prometió de reedificarle, por cuanto no quedaba ya persona de aquel linaje que
tuviese caudal para emprenderlo, ordenando que se le quedase el mismo nombre de
Pompeyo. Loó mucho con esta ocasión el trabajo y diligencia con que Seyano había
impedido la mayor parte del daño que pudiera haber hecho el fuego, en cuya
remuneración decretó el Senado que se le pusiese una estatua en el mismo teatro.
No mucho después, honrando César con las insignias triunfales a Junio Bleso,
procónsul de África, dijo que daba aquella honra a Seyano, de quien Bleso era
tío, dado que sus acciones eran dignas verdaderamente de aquel honor.
LXXIII. Porque si bien Tacfarinas había sido echado muchas veces de la
provincia, reparado con las ayudas de los lugares mediterráneos de África, había
llegado a tanto atrevimiento que envió embajadores a Tiberio, pidiéndole que le
diese tierras en aquella provincia para poblar él y su ejército, amenazándole,
si no lo hacía, con perpetua guerra. Dicen que César no sintió jamás tanto
disgusto por injuria hecha a él o al pueblo romano, como el ver que un ladrón
fugitivo tratase con él en calidad de justo enemigo. No se concedió -decía él- a
Espartaco el ser recibido a pactos en tiempos que, después de tantas rotas de
ejércitos consulares, iba abrasando la Italia, con estar la República entonces
oprimida y casi deshecha por las armas de Sertorio y Mitrídates; y ahora, en
tiempos tan floridos, ¿ha de atreverse un ladrón como Tacfarinas a pretender que
se rescate su paz a costa de campos y de tierras? Comete con esto a Bleso que,
dando esperanza de perdón a los demás que se resolvieren en dejar las armas,
procure en todas maneras haber a las manos a su cabeza.
LXXIV. Y pasándose a los nuestros muchos con este perdón, procede después en la
guerra usando las mismas artes y astucias que solía usar el propio Tacfarinas,
el cual, no teniendo fuerzas con que hacer rostro, sino sólo para robar y hacer
corredurías con muchas tropas, huyendo y de nuevo tentando emboscadas, hizo
Bleso lo mismo, dividiendo en tres partes su ejército: la una llevó a su cargo
Cornelio Escipión, legado, guiándola a la parte donde creyó que andaba robando a
los pueblos leptinos, y escudriñando las retiradas de los garamantes. De otra
parte, para librar del saco a las aldeas cirtenses, llevó la segunda tropa de
gente escogida Bleso el mozo, hijo del procónsul. Bleso, pues, con lo restante
de su campo se puso en medio de los dos, y con hacer fuertes y poner guardias en
lugares oportunos, acabó de dificultar del todo el progreso del enemigo, porque
a cualquiera parte que se encaminase hallaba alguna escuadra de los nuestros por
frente o por los costados, y muchas veces por las espaldas; y en esta forma
fueron muertos y presos cantidad de enemigos. Entonces, repartido en muchas
escuadras el ya dividido ejército, asignó a cada una un centurión de probado
valor. Y acabado el verano, no retiró la gente como se costumbraba, ni la
distribuyó por los invernaderos de la vieja provincia; mas como si comenzara
entonces la guerra, fabricaba muchos fuertes en diferentes partes; con soldados
sueltos y prácticos en aquellos distritos iba inquietando a Tacfarinas, que de
ordinario andaba mudando de alojamientos, hasta que, habiendo tomado en prisión
a su hermano, se volvió, aunque antes de lo que fuera menester para la quietud
de aquella provincia, quedando entera la semilla de la guerra. Mas Tiberio,
dándola ya por acabada, quiso también conceder a Bleso que por las legiones
fuese llamado emperador, honor que antiguamente se daba a generales de
ejércitos, que, gobernándose valerosamente en servicio de la República, eran
aclamados con este nombre por un favor y alegría militar, hallándose tal vez en
un campo muchos emperadores sin que el uno se tuviese por mayor que el otro.
Augusto, concedió también a algunos este título, como en esta ocasión Tiberio a
Bleso.
LXXV. Murieron, finalmente, en este año de hombres ilustres Asinio Salonino
(18), señalado por ser nieto de Marco Agripa y de Asinio Polión, hermano uterino
de Druso, y concertado de casar con una nieta de César, y Ateyo Capitón, de
quien arriba se ha hecho memoria, el cual alcanzó el primer lugar entre los más
célebres jurisconsultos de Roma; y aunque su abuelo Sulano fue centurión y su
padre no pasó del orden de pretorio, Augusto le solicitó el consulado, porque
con la honra de aquella dignidad precediese a Labeón Antistio, también famoso en
la misma profesión. Floreció aquella edad de estos dos esplendores de paz, mas
Labeón alcanzó mayor fama por su incorrupta libertad, donde Capitón, por
asentársele mejor la servidumbre, fue más grato a los príncipes. Al primero
ocasionó alabanza el agravio de no haber pasado más adelante del oficio de
pretor y, al segundo, aborrecimiento la envidia de haberle visto llegar hasta el
de cónsul.
LXXVI. Acabó sus días también Junia, hija de una hermana de Catón, mujer de Cayo
Casio y hermana de Marco Bruto (19), setenta y cuatro años después de la jornada
Filípica. De su testamento se dijeron muchas cosas en el vulgo; porque habiendo
testado de sus excesivas riquezas en favor de casi todas las personas aparentes
de la ciudad, se olvidó de César, cosa que, tomada por él con cortesanía, no
impidió el recitarse sus alabanzas pro rostris, permitiendo que fuese honrado su
mortuorio con las demás solemnidades. Llevábanse delante veinte estatuas de los
más ilustres linajes; es a saber: Manlios, Quincios y otros nombres de igual
nobleza, pero sobre todas resplandecían las que dejaron de llevarse, esto es,
las de Bruto y Casio (20).
Notas
(1) Los de Anjou y los de Tours.
(2) Hoy Autún.
(3) Palabra céltica empleada por los galos para designar una clase particular de
hombres que combatían, como los gladiadores, cubiertos de pies a cabeza de una
armadura completa.
(4) Pueblo de la Cilicia Traquea, cuya capital era Homonada, en el día Ermeneck.
(5) Los senado-consultos, que al principio eran depositados en el templo de
Ceres, bajo la custodia de los ediles plebeyos, fueron llevados después al
Erario o Tesoro público, y no obligaban hasta después de haberse cumplido esta
formalidad. (Tito Livio, III, 55, y XXXIX, 4).
(6) Dábase el nombre de flamen a todo sacerdote romano destinado al servicio de
una divinidad, de la cual tomaba la denominación, así, por ejemplo, llamábase
Díal al que lo era de Júpiter, Marcial al de Marte, Quirinal al de Rómulo. El
traje pontifical del flamen era la losna, sujeta con un broche a la garganta, un
palo de olivo y el gorro llamado ápex, que remataba en una especie de mazorca o
copo de lana. Los pontifices se distinguian de los flámines en que estaban
consagrados al culto de todos los dioses, por cuyo motivo podian suplir a
aquellos cuando como dice Tácito se hallaban impedidos por enfermedad o por
servicio público.
(7) El original dice post Cornelii Merulae caedem, después de la muerte de
Cornelio Merula. En efecto, Merula no fue muerto, sino que se suicidó después de
la vuelta de Mario en 667, al pie del altar de Júpiter, del cual era flamen,
rogando a este dios que hiciese que cayera su sangre sobre Cinna y los de su
partido.
(8) El traductor español no vio las ediciones de Lipsio posteriores a Pichena, y
asi siguió la lección facere aras, se hiciesen altares, como dice el texto que
corregimos. Pero el mismo Lipsio enmendó después el texto según el citado
Pichena. El sentido es que se pusiesen en láminas de bronce los decretos con
modificaciones o restricciones nuevas para evitar que con título de religión se
excediesen en los honores concedidos. Debe leerse figere aera.
(9) La emperatriz a quien otras veces llama el autor Livia.
(10) Tácito llama a esta clase de senadores pedarii, acaso porque en la votación
los que no habían ejercido ninguna magistratura curol no podian hablar hasta el
fin, y por lo común daban su voto pasando, pedibus eundo, al lado de aquellos a
cuyo parecer se adherian.
(11) El escrúpulo de no emplear esta palabra latina, en el día tan admitida, y
que de querer españolizarla debería traducirse por palacio del Senado, ha hecho
que pueda dudarse a veces en las traducciones españolas de los antiguos clásicos
de si se habla del lugar donde celebra sus juntas el Senado o de la morada de
los emperadores.
(12) Acusado Galba por Escribonio Ubón, tribuno de la plebe, y por Catón el
Censor, de haber degollado a traición millares de lusitanos, fue absuelto por el
Senado, a pesar de haber confesado su crimen y de la elocuencia y autoridad del
rígido censor. Por desgracia para la República pudo salvarse de aquel degüello
Viriato, el cual se encargó de vengar con muerte de millares de romanos la
infamia cometida con sus paisanos y la buena fe ultrajada, y que de aquella
traición salió la guerra llamada de Viriato, terror de Roma.
(13) A esta manera de votar llama el autor facta discessio.
(14) Probablemente por haber sido ofrecido por ei orden de este nombre. La
Imposibilidad de conciliar el aserto de Tácito, de que no había en Roma ningún
templo de este nombre, con el pasaje de T. Livio, XL, 40, en que se dice que
Fulvio había consagrado un templo a dicha divinidad en 573, ha hecho creer que
había alguna alteración en el texto. Burnouf conjeturó que el templo ofrecido
por Fuivio habría cambiado de nombre, o que habría sido quemado o reedificado.
(15) Disponiase este sacerdote a partir para la Sicilia durante la segunda
guerra púnica, cuando se lo prohibió el pontifice Metelio, so pretexto de que
siendo flamen de Marte le estaba vedado, lo propio que a los flámines de Júpiter
y de Quiríno, ausentarse de Roma.
(16) Esta basílica, empezada en 704 por L. Emilio Paulo, cónsul, fue acabada en
720 por Paulo Emilio Lépido, siendo también cónsul, y reedificada después de un
incendio por otro Emilio, lo que justifica el título que le da Lépido de
monumento de los Emilios.
(17) Estatilio Tauro, prefecto de Roma en tiempo de Augusto, levantó a sus
expensas un anfiteatro en el Campo de Marte; Marcio Filipo un templo a Hércules
Musagete, y Balbo un teatro.
(18) Hijo de Asinio Galo y de Vipsania Agripina, primera esposa de Tiberio y
madre de Druso.
(19) Servilla, hermana de Catón de Útica, estuvo casada de primeras nupcias con
D. Julio Silano, que fue cónsul después de Cicerón, y con M. Bruto. Del primer
matrimonio nació Junia y del segundo M. Bruto, el matador de César, y he aquí
cómo pudo ser hermana de éste y sobrina de Catón.
(20) Tácito dice que las imágenes de Bruto y Casio brillaron más por lo mismo
que dejaron de llevarse, esto es, por lo mismo que se echaron de menos. Este
célebre pasaje: sed praefulgebant Cassius atque Brutus, est ipso, quod effigies
eorum non visebantur, que universalmente equivale: a brillar por su ausencia,
adquiere el hondo sentido que le dio Tácito ante la envidia del silencio ajeno.
LIBRO CUARTO
Primera parte
Píntase el ingenio y las costumbres de Elio Seyano, prefecto del pretorio, el cual aspira al Imperio y para facilitarlo quita la vida con veneno a Druso, hijo único de Tiberio, ayudado de Livia, mujer del mismo Druso, inducida primero al adulterio. - Introduce al mismo fin los alojamientos o cuarteles militares donde antes alojaban los soldados separados y esparcidos por la ciudad. Represéntase con esta ocasión el estado de las cosas en el Imperio romano, el número de legiones, cohortes y fuerzas de mar y tierra. - Muerto Druso, entra Tiberio en el Senado llevando consigo los dos hijos mayores de Germánico para encomendarlos a los senadores como herederos del Imperio. - Seyano, para conseguir su intento, calumnia cavilosarnente a Agripina y echa la semilla de los odios venideros de Tiberio para con ella y sus hijos. - Oye Tiberio las embajadas y quejas de algunas provincias y ciudades. Destiérranse de Italia los representantes. - Promúlgase una ley sobre la diferencia introducida por el flámine dial. - Encomiendan a los dioses con solemnes votos los sacerdotes a Druso y a Nerón, hijos de Germánico, tomándolo a mala parte Tiberio. - Cayo Silio es condenado por amigo de Germánico. - Senadores acusados y condenados. - Acaba Publio Dolabela la guerra de África con muerte de Tacfarinas. - Apágase en sus principios una guerra servil en Roma. - Bibio Sereno es acusado de su hijo y desterrado. - Son condenados muchos, y entre ellos Cremucio Cardo, historiador, por haber alabado a Bruto y a Casio, y quemados sus libros. Pierden los cizicenos su libertad. - Rehúsa Tiberio el templo que le ofrece la España ulterior. - Seyano, saliéndole las cosas a pedir de boca, aspira a cosas mayores y pide por mujer a Livia. - Niégasela modestamente Tiberio, a quien poco después persuade el ausentarse de Roma.
I. Era en el año del consulado de Cayo Asinio y Cayo Antistio, noveno del
imperio de Tiberio, con la República quieta y la casa florida, y contando él con
la muerte de Germánico entre las prosperidades, cuando comenzó improvisadamente
la fortuna a turbar las cosas, con hacerle cruel o factor de las crueldades
ajenas. Principio y causa de esto fue Seyano, prefecto de las cohortes
pretorias, de cuya potencia arriba se ha hecho mención. Contaré ahora su origen,
sus costumbres, y con qué artificios y maldades tentó de usurpar el Imperio.
Nació Seyano en Bolseno (1). Su padre fue Seyo Estrabón, caballero romano, y
habiendo seguido en su primer juventud a Cayo César, sobrino del divo Augusto,
no sin opinión de haber entregado su cuerpo por dinero a Apicio, rico pródigo,
con diferentes artificios después se hizo tan caro a Tiberio, que siendo para
los demás cerrado y fingido, para sí sólo le hizo incauto y descubierto; no
tanto por su sagacidad, pues con las mismas artes fue vencido, cuanto por ira de
los dioses contra la grandeza romana, para cuya ruina igualmente vivió y murió.
Fue vigoroso de cuerpo, de ánimo atrevido, encubridor secreto de sus faltas y
público fiscal de las ajenas, igualmente adulador y soberbio, de fuera
ostentativo, de dentro codiciosísimo: a esta causa unas veces largo y suntuoso,
otras todo industria y vigilancia; virtudes no menos dañosas que los vicios
cuando se fingen para tiranizar el Estado.
II. La autoridad del prefecto de los pretorianos (2) no era muy grande antes de
él; mas acrecentóla con reducir las cohortes pretorias, antes esparcidas por la
ciudad, a estar juntas en los alojamientos, para que pudiesen ser mandadas, y
para que con el número, con el valor y con verse y comunicarse entre sí, tomasen
ánimo para ellos y le quitasen a los otros. Alegaba que la soldadesca esparcida
se distrae, y unida puede servir en las ocurrencias repentinas y conservarse más
disciplinada de dentro de los reparos y fuera de los regalos de la ciudad. En
acabándose de fortificar los alojamientos comenzó a ganar poco a poco los ánimos
de los soldados, visitándolos, llamándolos por sus nombres, y juntamente a
nombrar él los tribunos y centuriones, sin abstenerse de granjear con ambiciosas
pláticas las voluntades de los senadores, haciendo dar a los amigos y allegados
de los tales honras, cargas y hasta gobiernos de provincias: en que Tiberio se
mostraba tan fácil y tan inclinado a tener por bien cuanto Seyano hacía, que no
sólo en los razonamientos particulares, pero en el Senado y al pueblo le
celebraba por compañero de sus trabajos y permitía que sus estatuas estuviesen
por los teatros, por las plazas y en los principios de las legiones.
III. Mas lo que retardaba sus intentos era el ver la casa imperial tan llena de
Césares (3), el hijo ya hombre, los nietos crecidos, y el conocido peligro que
había en quererlos oprimir a todos de una vez. Y pareciéndole que el proceder
con engaño necesitaba de varios intervalos, eligió el camino más oculto, y el
comenzar por Druso, con quien tenía odios recientes. Porque Druso, sufriendo
impacientemente a Seyano por émulo, tratándole con ánimo alterado, llegando
acaso a palabras, alzó la mano para herirle y, al querer Seyano volverse contra
él, le alcanzó a dar en el rostro. Y así pensándolo todo, escogió por más breve
camino el ganar a Livia, mujer de Druso y hermana de Germánico, la cual, de fea
muchacha que era, se había hecho hermosísima mujer. Con ésta, engañada con
falsos amores, cometió adulterio; y, después que perpetrada la primer maldad, se
apoderó de ella, siendo así que la mujer que una vez abandona su honestidad no
sabe ni puede negar cosa a quien dio la de más estima, con facilidad la induce a
esperanza de mujer propia, compañía en el reino y a dar la muerte a su marido.
Aquélla, digo, de quien era abuelo Augusto, Tiberio suegro, llena de hijos de
Druso, que con un mal nacido y vil adúltero (4) se infamaba a sí misma, a sus
mayores y a sus descendientes, trocando el estado presente honesto por unas
infames y dudosas esperanzas. Fue recibido en la conjuración Eudemo, médico y
gran amigo de Livia, domesticado ya bastantemente so color del arte para poder
tratar con él sin sospecha. Seyano, por no darla a la adúltera, repudia a su
mujer Apicata, de quien tenía tres hijos. Mas la grandeza de la maldad traía
consigo miedo, dilación y a las veces resoluciones nuevas.
IV. En este medio, Druso, uno de los hijos de Germánico, tomó al principio del
año la toga viril, renovándose en él todo lo que el Senado decretó para Nerón,
su hermano. Añadió César una oración en loor de su hijo, alabándole de que amaba
con amor paternal a los de su hermano. Porque Druso, dado que sea difícil cosa
estar en un mismo lugar el poder y la concordia, corría voz de que tenía
particular amor a aquellos mozos, o por lo menos que no les era contrario.
Después de esto, la deliberación que Tiberio había mucho tiempo que fingía de
visitar las provincias comenzó a ponerse otra vez en práctica, tomando por
pretexto la necesidad que había de rehinchir de soldados nuevos las plazas, que
forzosamente habían de vacar por tantos millares de veteranos, y esto a causa de
hallarse pocos que voluntariamente quisiesen seguir la guerra, y si acaso se
hallaban algunos, no concurrían en ellos las partes necesarias de valor y
obediencia; porque por la mayor parte los que seguían la milicia de su propia
voluntad era gente pobre y vagabunda, y sobre esto hizo un breve discurso,
contando el número de las legiones y las provincias que se defendían con ellas,
cosa que me ofrece ocasión de dar cuenta de las fuerzas romanas de aquel tiempo,
de los reyes que teníamos confederados y cuánto más estrecho era el Imperio.
V. Guardaban a Italia en sus dos mares otras tantas armadas; en Misena la una, y
la otra en Ravena, y las riberas vecinas de la Galia las naves rostradas presas
en la victoria Actiaca y enviadas entonces por Augusto con buena chusma a
Frejulio. Mas el nervio principal eran ocho legiones junto al Rin, ayuda pronta
y común contra los germanos y contra los galos. Tres había en las Españas
nuevamente conquistadas, dos en lo restante de África, habiendo los romanos dado
los mauros al rey Juba (5). Otras tantas en Egipto, y cuatro de la Siria hasta
el Éufrates; cuanto rodea todo aquel gran seno de tierra, confinada del Hibero,
del Albano, y de los otros reyes defendidos con nuestra potencia de los imperios
extranjeros. La Tracia estaba partida entre Remetalce y los talce y los hijos de
Coti. Guardaban las riberas del Danubio dos legiones en Panonia y dos en la
Misia; otras dos estaban en Dalmacia a sus espaldas, como por socorro de las
cuatro, y en lugar acomodado para acudir con presteza a Italia en los casos
improvisos; si bien tenía Roma su guardia de por sí, es a saber: tres cohortes
urbanas y nueve pretorias de soldados escogidos, por la mayor parte de Toscana,
de la Umbría, del antiguo Lacio y de las viejas colonias romanas. Había fuera de
esto en los lugares oportunos de las provincias galeras de confederados,
cohortes de infantería y alas de caballos de las ayudas; fuerzas poco inferiores
a las sobredichas, aunque no estables ni siempre de una manera, mudándose de
unas partes a otras, creciendo y menguando de número conforme a la necesidad.
VI. No me parece que será fuera de propósito dar cuenta también del estado en
que se hallaban las demás cosas de la República, y de la forma en que se
sustentaron hasta este año, que fue en el que comenzó Tiberio a empeorar su
gobierno. Primeramente los negocios públicos y de los particulares los más
importantes se trataban ante los senadores, dándose a los más aparentes facultad
de discurrir, tal que, cayendo en adulación, el mismo Tiberio los refrenaba.
Distribuía los honores, teniendo consideración a la nobleza de los pasados, al
valor en la milicia y a las demás virtudes civiles, hasta hacer constar
bastantemente que se había procurado escoger los mejores sujetos. A los cónsules
y a los pretores se les conservaba la misma apariencia y majestad, y a los
magistrados menores la autoridad acostumbrada. De las leyes, salvo la de la
majestad, no se usaba mal. Los trigos, gabelas, tributos y otras rentas públicas
eran administradas por las compañías de caballeros romanos. Sus propias cosas
encargaba Tiberio a personas excelentes y conocidas por él; y a los que no lo
podían ser, libraba sus esperanzas en la buena fortuna, todos los cuales,
admitidos una vez, no se despedían más; tan sin género de mudanza es esto, que
muchos se envejecían en los mismos cargos. Fue trabajado el pueblo por ocasión
de carestía, mas sin culpa del príncipe, que no perdonó a gasto ni a diligencia,
procurando remediar la esterilidad de la tierra, y que se evitasen los peligros
de la mar y facilitasen los acarreos; proveyendo también que las provincias no
fuesen trabajadas con tributos nuevos, y que la crueldad y avaricia de los
ministros no fuese causa de que no se pudiesen sufrir los viejos. No se usaban
azotes ni confiscaciones de bienes.
VII. Tenía por Italia César pocas posesiones, no muchos esclavos, la casa en
manos de pocos libertos, y si le convenía pleitear con particulares no se
diferenciaba de los demás en el modo de seguir la justicia. Estas cosas, no por
vía de mansedumbre, si no rostrituerto siempre y las más veces temido de todos,
mantuvo al fin, hasta que con la muerte de Druso se trastornó todo, porque
mientras él vivió se conservaron a causa de que, dando entonces Seyano principio
a su grandeza, quería hacerse conocer en los buenos consejos; temeroso de otra
parte de un castigador tal como Druso, no ya adversario oculto, y que muchas
veces se dolía de que en vida del hijo del emperador se nombrase nadie coadjutor
del Imperio. ¿Por ventura -decía él- dista mucho este nombre del de compañero?
Las primeras esperanzas del mandar son a la verdad dificultosas, mas en tomando
pie no faltan ayudas y ministros. Él ha hecho a su gusto los alojamientos
militares; tiene en su mano el favor de los soldados; vense sus estatuas entre
las memorias de Cneo Pompeyo; sus nietos serán comunes con la familia de los
Drusos. ¿Qué remedio nos queda ya sino rogar a la diosa Modestia que se contente
con esto? Decía éstas y semejantes cosas Druso no raras veces ni entre pocos;
fuera de que hasta sus más íntimos secretos se divulgaban por boca de su infame
mujer.
VIII. Y así juzgando Seyano que le convenía solicitar, escogió un veneno de tal
calidad que, penetrando poco a poco, hiciese su efecto semejante a las
enfermedades casuales. Este veneno se dio a Druso por medio de Ligdo, eunuco,
como se descubrió ocho años después. Tiberio, por todos aquellos días que duró
la enfermedad de Druso, quizá por hacer ostentación de la fortaleza de su ánimo,
y también después de muerto y antes de que le diese sepultura, fue al Senado y
amonestó a los cónsules, los cuales en señal de tristeza se sentaron en los
asientos más vulgares y bajos, que se acordasen de su honor y del lugar que
ocupaban; y juntamente deshechos en llanto los senadores, venciendo él a los
suspiros y a las lágrimas, sin interrumpir su oración, los consoló diciendo: Que
sabía bien cuán justamente debía ser reprendido de ellos por venir a su
presencia con tan reciente dolor; que era verdad que muchos con aflicción
semejante a la suya no podían sufrir las oraciones consolatorias de sus
parientes, ni aun mirar la luz del día, sin ser por eso imputados de flaqueza o
falta de corazón; mas que él, como menesteroso de mayor consuelo, se había
resuelto en buscarle, abrazando y cuidando de la República. Lamentada después la
excesiva vejez de Augusta, la incapaz y tierna edad de sus nietos y la ya
inclinada suya, pidió que entrasen los hijos de Germánico consuelo último de sus
males presentes. Salieron los cónsules, e instruidos por ellos los mozuelos de
lo que habían de decir, los traen a la presencia de César, el cual, teniéndolos
por la mano, estos pupilos -dijo-, padres conscriptos, había entregado a su tío,
aunque con hijos propios, para que los tuviese y amparase como tales, por
fundamento suyo y de sus sucesores; mas ahora que me veo privado de Druso,
vuelvo a vosotros mis ruegos, pidiéndoos por los dioses presentes y por la
patria que recibáis y amparéis estos bisnietos de Augusto, nacidos de
esclarecidos progenitores, supliendo a vuestro deber y al mío. A éstos, ¡oh
Nerón y Druso!, os doy en lugar de padres, habiendo nacido vosotros tales que
vuestro bien y mal pertenece y toca a la República.
IX. Fueron con gran llanto y después con ruegos de suma felicidad oídas estas
palabras; y si parara aquí, hinchiera de su gloria y de general compasión los
ánimos de los oyentes; mas volviendo a sus vanidades, tantas veces murmuradas,
de dejar la República, y que los cónsules o algún otro se encargue del gobierno,
quitó también la fe que se había dado a lo honesto y a lo verdadero.
Decretáronse a la memoria de Druso las mismas cosas que a Germánico, añadiéndose
algunas, como de ordinario lo traen consigo las últimas adulaciones. La pompa
fúnebre fue ilustre por el espectáculo de las imágenes, viéndose Eneas, origen
del linaje de los Julios, todos los reyes de Alba, el fundador de la ciudad,
Rómulo; seguía la nobleza Sabina (6), Apio Clauso, y en larga ordenanza todas
las demás estatuas de los Claudios.
X. En dar cuenta de la muerte de Druso he referido cuanto dejaron escrito
fidelísimos autores; mas no quiero pasar en silencio la voz publicada por tan
constante en aquellos tiempos, que aún hoy en día vive, y es que Seyano, después
de haber instigado a la maldad a Livia, granjeó también deshonestamente el ánimo
de Ligdo, eunuco, el cual, por la edad y por la hermosura del rostro, era muy
caro a su señor y ocupaba gran lugar entre los mayores ministros. Que este Ligdo,
después de haber sido admitido en la conjuración y después de haber señalado el
lugar y el tiempo de dar el veneno, llegó a tanto atrevimiento, que emprendió
echar toda la culpa a Druso, y para conseguir su contento por este camino,
advirtió a su padre que se guardase del primer vaso en que se le traería la
bebida comiendo con su hijo. Y que engañado con este aviso Tiberio, tomando el
brebaje lo presentó a Druso, el cual, bebiendo con alegría juvenil y sin género
de sospecha, hasta esto la ocasionó mayor; como si por miedo o por vergüenza
hubiera querido tomar para sí la muerte que tenía aparejada para su padre.
XI. Estas cosas contadas por el vulgo, fuera de que ningún autor las confirma,
se pueden también refutar prontamente. Porque ¿cuál fuera el hombre de mediana
prudencia, cuanto y más Tiberio, cursado en tantos negocios, que sin oír las
defensas de su hijo, de su propia mano y sin espacio de poderse arrepentir le
diese la muerte? ¿Por qué no antes de atormentar al ministro del veneno,
obligándole a declarar el autor y tomar tiempo y dilación, acostumbrándose dar a
los extraños, antes de quitar la vida a un hijo solo que tenía, no culpado hasta
entonces en alguna maldad? Mas porque Seyano era tenido por inventor de toda
suerte de maldades, por la afición entrañable que César le tenía, y por el
aborrecimiento universal contra los dos, todas las cosas por grandes y fabulosas
que fuesen eran creídas, acostumbrando, fuera de esto, a traer siempre consigo
la fama cosas atroces en las muertes de los grandes príncipes. Verdad es que la
orden de aquella traición, revelada por Apicata, mujer de Seyano, se descubrió
con la tortura de Eudemo y de Ligdo. Ningún escritor, por poco amigo que fuese
de Tiberio, le ha objetado tal cosa, habiéndole inquirido y aplicado todas las
demás. He querido referir y reprender esta voz del vulgo, para quitar con este
claro ejemplo el crédito a semejantes patrañas, rogando a los que vieren estos
mis trabajos que no antepongan a las cosas verdaderas y no corrompidas con
maravillas las opiniones vulgares, y, aunque de suyo increíbles, oídas con gusto
y aceptación.
XII. Loando, pues, Tiberio a su hijo en la plaza llamada de los Rostros, el
Senado y el pueblo tenían en lo exterior hábito y voces de luto y de tristeza,
mas interiormente gustaban de ver resucitar la casa de Germánico, a quien este
principio de favor y el no saber Agripina disimular sus esperanzas le
apresuraron la ruina. Porque Seyano, habiéndole salido bien la muerte de Druso,
sin peligro de los conjurados y sin dolor público, enconado en el mal y en la
prosperidad de sus primeros sucesos, iba pensando entre sí el modo y la forma
con que podía sacar del mundo a los hijos de Germánico, a los cuales tocaba
indubitablemente la sucesión. Era imposible atosigar a tres de un golpe, por la
fidelidad grande de las guardas y por la invencible honestidad de Agripina, de
cuya sobrada altivez, del odio viejo de Augusta y de las nuevas causas en que se
hallaba interesada la conciencia de Livia, se sirvió para hacer creer a César
que la soberbia de esta mujer, ayudada de su fecundidad y del favor del pueblo,
la hacían demasiado deseosa de mandar. Encaminóse este trato por vía de
astutísimos acusadores, entre los cuales Julio Póstumo, por el adulterio que
cometía con Mutilia Prisca, familiarísimo de Augusta, con quien Prisca privaba
mucho, y a esta causa muy a propósito para efectuar sus designios, hacían de
manera que aquella vieja, de su propia naturaleza amiga de reinar, no pudiese
sufrir la compañía de su nuera; incitando por otra parte a los parientes de
Agripina a decir en su favor algunas palabras perniciosas, para irritar después
con ellas el ánimo hinchado y vengativo de Livia.
XIII. Mas Tiberio, no sólo apartándose del cuidado de los negocios, pero tomando
las ocupaciones por recreo, atendía a administrar justicia a los ciudadanos y a
oír las demandas de los confederados. Hízose por su orden un decreto en que se
dio por tres años exención de tributos a las ciudades de Cibiro (7) en Asia y de
Egira (8) en Acaya, poco menos que asoladas por un terremoto. Y Vivio Sereno,
procónsul en la España ulterior, convencido de haber usado pública violencia
(9), fue por la fiereza de sus costumbres desterrado a la isla de Amorgo (10).
Carsidio, sacerdote, y Cayo Graco, acusados de haber socorrido con trigo al
enemigo Tacfarinas, fueron absueltos. Este Graco fue llevado siendo niño por su
padre Sempronio a su destierro en la isla Cercina (11), donde, criado entre
forajidos y personas ignorantes de las artes liberales, dio después en ganar su
vida mercadeando y trocando vilísimas mercadurías en las provincias de Sicilia y
África. Mas no por esto pudo huir los peligros que suele traer consigo una gran
fortuna, porque a no ser ayudada su inocencia por Elio Lamia y Lucio Apronio,
que habían tenido el proconsulado de África, por su desventurada nobleza hubiera
sido arrebatado de los infortunios de su padre.
XIV. Hubo también en este año embajadas de algunas ciudades de Grecia, pidiendo
los de Samo para el templo de luno y los de Coo para el de Esculapio la
confirmación de los antiguos privilegios de asilos y franquezas. Los samios se
fundaban en un decreto de los anfictiones a quien principalmente tocaba el
juzgar de todas las cosas en tiempo que los griegos, después de haber edificado
ciudades por la Asia, poblaban aquellas costas marítimas. No era menor
antigüedad la que alegaban los coenses, por quien abogaban también los méritos
del lugar y del templo, en el cual recogieron y salvaron las vidas a muchos
ciudadanos romanos, cuando por orden del rey Mitrídates eran hechos morir
cuantos se hallaban en todas las islas y ciudades de Asia. Después de esto, tras
varias quejas en vano y gastos hechos por los pretores, propuso César que se
reprimiese la desvergüenza de los histriones, mostrando que en público no
cesaban de ir intentando cosas encaminadas a sedición, y en secreto muchas
deshonestidades, feas y escandalosas. ¿Quién creerá -decía él- que esta raza de
gente infame venida de Oscos (12), so color de dar algún recreo al vulgo, haya
llegado a tener tanta mano que para refrenarla sea menester la autoridad de todo
el Senado? Y así entonces fueron echados de Italia los histriones.
XV. En este mismo año tuvo César ocasión de otra nueva tristeza por la muerte de
unos de los dos mellizos de Druso, aunque no la sintió menor por la de un amigo.
Fue éste Lucilo Longo, compañero suyo en los gustos y en las tristezas, y el que
sólo entre todos los senadores le siguió en la retirada de Rodas. Por esto, sin
embargo de ser Lucilo de moderno linaje, se le hicieron funerales como si
hubiera sido censor, y se puso su estatua en la plaza de Augusto a gastos
públicos, porque hasta entonces se trataban todas las cosas ante los senadores.
Estos hicieron comparecer a Lucilio Capitón, procurador de Asia a defenderse de
los delitos que le culpaban los pobladores de aquella provincia, con grandes
atestaciones del príncipe en que afirmaba no haberle dado autoridad de juzgar
sino de diferencias entre esclavos y libertas, y solicitar la cobranza de sus
dineros particulares; que en lo demás, dado que se hubiese usurpado la
jurisdicción de pretor o valídose del poder de los soldados, excediendo de ambas
cosas a las órdenes que tenía suyas, muy justo era que los confederados fuesen
oídos. Averiguada, pues, la verdad del caso, fue condenado el reo, por cuyo
castigo y por el que el año antes se le dio a Silano decretaron las ciudades de
Asia que se dedicase un templo a Tiberio, a su madre y al Senado, y en siéndoles
concedido lo edificaron. Por esta causa Nerón, hijo de Germánico, oró en
hacimiento de gradas y alabanza del Senado y de su abuelo con grandes muestras
de alegría entre los oyentes, pareciéndoles que oían y que veían a su padre,
cuya memoria estaba muy fresca en los ánimos de todos; ayudando también la
modestia y hermosura del mozo, digna de un príncipe, tanto más gratas a todos,
cuanto era más notorio el peligro que corría por el aborrecimiento de Seyano.
XVI. En este mismo tiempo trató César de elegir el flámine dial en lugar de
Servio Maluginense, difunto, y de hacer nueva ley; porque antiguamente se
nombraban tres patricios de padre y madre confarreados (13), de los cuales se
acostumbraba elegir uno; mas ahora no se hallaba como antes tanta copia,
habiéndose olvidado el uso de la confarreación en los matrimonios, o
conservándose entre pocos. Dábanse para ello muchas causas, y particularmente la
negligencia de los hombres y de las mujeres, a más de la dificultad de la misma
ceremonia, dejada voluntariamente por esto, y porque así el flámine dial como la
que le tomaba por marido salían de la potestad paterna (14). Por lo cual
significó que convenía tratarse del remedio con decreto del Senado o con ley, a
la manera que solía Augusto reducir al uso presente muchas cosas de aquella
rústica antigüedad. Y así, considerados los respetos de religión, concluyeron
que no se mudase nada del instituto de los flámines; mas hízose ley que la
flamínica dial estuviese sujeta a la potestad del marido en las cosas de aquel
sacerdote, y que en todo lo demás se gobernase como las otras mujeres; y
consecutivamente fue substituido el hijo del Maluginense en el lugar de su
padre. Y para que fuese en aumento la reputación de los sacerdotes y ellos se
animasen a ejercitar con mayor prontitud aquellas ceremonias, fue decretado que
se diesen a Cornelia, virgen, aceptada en lugar de Escancia (15), cincuenta mil
ducados (dos millones de sestercios), y que todas las veces que la emperatriz
entrase en el teatro pudiese tomar asiento entre las vestales.
XVII. Siendo cónsules Cornelio Cetego y Viselio Varrón, los pontífices, y con su
ejemplo los demás sacerdotes, haciendo votos y rogativas por la salud del
príncipe, encomendaron a los mismos dioses también a Nerón y a Druso, no tanto
por amor que tuviesen a estos mozos, como por adulación; la cual, en donde
reinan depravadas costumbres es tan sospechosa cuando es demasiada, como cuando
ninguna. Porque Tiberio, jamás inclinado a la casa de Germánico, sintió disgusto
y se dolió de que aquellos mozos se le igualasen a su vejez, y llamando a los
pontífices les preguntó si lo habían hecho por ruegos o por amenazas de Agripina.
Y habiéndolos, aunque lo negaron, reprendido blandamente, por ser la mayor parte
de ellos sus amigos, y todos de los más granadas de la ciudad, en el Senado
después, con oración formada, les advirtió para en lo venidero: Que ninguno con
honrarlos antes de tiempo hiciese ensoberbecer los ánimos inconstantes de
aquellos mancebos; instigado también de Seyano, el cual le representaba que la
ciudad se dividía en particularidades y como en guerra civil. Que había ya quien
se osaba publicar por del bando de Agripina, y que si no se ponía remedio,
crecería sin duda el número con evidente peligro; que él no hallaba mejor
expediente para prevenir el daño que podía ocasionar la discordia, que cada día
iba en aumento, que sacar del mundo a dos o tres de los más prontos y atrevidos.
XVIII. Para esto se escogió a Cayo Silio y Tito Sabina, a los cuales fue del
todo calamitosa la amistad de Germánico. La ruina de Silio, el cual por espacio
de siete años había gobernado gruesos ejércitos, ganado en Germania las
insignias triunfales y quedándose victorioso en la guerra contra Sacroviro, era
cierto que había de causar tanto mayor terror y asombro cuanto se viese caer de
más alto. Creyeron algunos que le dañó su poca prudencia, pues llegó a jactarse
impertinentemente de que sus soldados se habían conservado en obediencia
mientras los demás se amotinaban, y que si hubieran hecho lo mismo no fuera
Tiberio emperador. Parecíale con esto a César que se le menoscababa su fortuna,
hallándose incapaz de satisfacer a tan gran mérito. Porque los beneficios son
aceptas hasta aquel grado que se puede recompensar, mas en excediendo mucho, en
lugar de gratitud se pagan con aborrecimiento.
XIX. Era mujer de Silio, Sosia Gala, a quien el príncipe quería mal por la
voluntad que le mostraba Agripina. Resuelto, pues, el derribar a estos dos,
dejando el tratar de Sabina para otra ocasión, movieron a este efecto el ánimo
del cónsul Varrón, para que, so color de cierta enemistad que su padre tuvo en
tiempo con Silio, se hiciese ministro de los odios de Seyano, sin reparar en el
vituperio que de ello se le seguiría. Y como el reo pidiese alguna dilación
hasta que el acusador acabase el tiempo, de su consulado, lo contradijo César
diciendo: Que otras muchas veces se había visto llamar los magistrados a juicio
a gente particular, que no era justo cercenar la autoridad del cónsul, con cuya
vigilancia se provee a la salud de la República, procurando evitarle daños y
peligros. Fue esta acción muy propia de Tiberio, cubrir las maldades nuevas con
la gravedad de palabras antiguas. Y así, con gran encarecimiento, como si se
procediera contra Silio por virtud de las leyes, o como si el tener enojado al
cónsul Varrón fuera delito contra la República, quiso que se juntasen los
senadores; y callando el reo, o hablando para quererse defender, nunca podía
esconderse la mano de quien con tanta ira le arrojaba la piedra. Eran las
culpas, que se entendía con los que comenzaron la guerra; que se disimuló largo
tiempo con Sacroviro; que con su avaricia había manchado el honor de la
victoria, y, finalmente, que tenía por mujer a Sosia. No hay duda en que se
hallaban confusos por no saber cómo encajar el delito de residencia; mas
resolviéndose en tratar este negocio por el de majestad ofendida. Silio, con una
muerte voluntaria, previno a la cercana condenación.
XX. Sin embargo se procedió contra sus bienes, no por restituir las pagas a los
soldados, no habiendo quien las pidiese, sino por quitarle lo que liberalmente
le había dado Augusto, restituyendo por menudo al fisco todo aquello en que
pretendía haber sido defraudado. Ésta fue la primer diligencia que hizo Tiberio
contra la hacienda ajena. Sosia fue desterrada por consejo de Asinio Galo, que
quería que se le confiscase una parte de sus bienes y la otra se dejase a sus
hijos. Mas, en contrario, Marco Lépido fue de opinión que, conforme a la
necesidad de la ley, se diese la cuarta parte a los acusadores y lo restante se
concediese a sus hijos. Este Lépido hallo haber sido hombre grave y muy prudente
en aquellos tiempos, porque en cuanto pudo encaminó siempre a la razón las
crueles adulaciones de los otros: ni le fue necesario nunca gobernarse con
respetos, a causa de haber conservado siempre igualmente la gracia de Tiberio y
su propia autoridad. De que me resuelvo poner en duda si el hado o la suerte del
nacimiento causan, como las demás cosas, la gracia de los unos y el disfavor de
los otros para con los príncipes, o si aprovecha de algo el saberse un hombre
gobernar, y, entre la fiereza inconsiderada y la vil lisonja, seguir un camino
seguro de ambición y exento de peligros. Pero Mesalino Cota, no menos noble de
sangre que él, aunque de ingenio diverso, votó que se debía establecer, con
decreto del Senado, que los magistrados y gobernadores de provincias no fuesen
menos castigados por los delitos cometidos en ellas por sus mujeres que si los
cometieran ellos propios; y esto, aunque fuese sin culpa o sabiduría suya.
XXI. Tratóse después de esto de Calpurnio Pisón, hombre noble y fiero. Éste,
como dije arriba, había dicho públicamente en pleno Senado que se quería
desterrar de Roma por no ver los bandos de los acusadores; y poco después,
menospreciando el poderío de Augusta, se había atrevido a citar en juicio él
Urgulania, sacándola de la propia casa del príncipe, cosas que por entonces no
las tomó mal Tiberio. Mas como en aquel ánimo tenaz en la ira, dado que al
parecer se hubiese amortiguado el primer ímpetu, vivía todavía la memoria de la
ofensa, ordenó que Quinto Granio acusase a Pisón de secretas juntas contra la
majestad del príncipe, añadiendo que tenía venenos en casa y que iba con armas
secretas a palacio, cosas que por exceder demasiado a la verdad no se atendió a
ellas; mas, culpado por otros muchos cabos, no se pudo fenecer la causa por
sobrevenirle la muerte en buena ocasión. Deliberóse también de Casio Severo
(16), desterrado, el cual, nacido de bajo linaje y viviendo una vida digna de
vituperio, aunque famoso orador, se había concitado tantos enemigos, que por
sentencia del Senado, dada con juramento, fue desterrado a la isla de Creta,
donde continuando su mala suerte de vida y añadiendo nuevos aborrecimientos a
los viejos, quitándole al fin todos sus bienes y bandeándole de nuevo con la
privación acostumbrada de agua y fuego, se acabó de envejecer en la roca
Serifia.
XXII. Por este mismo tiempo Plaucio Silvano, pretor -ignóranse las causas-,
arrojó de un precipicio abajo a su mujer Apronia, y, acusado ante César por su
suegro Lucio Apronio, respondió turbada y confusamente como si el caso hubiera
sucedido durmiendo él y sin su sabiduría, queriendo dar a entender que ella se
había despeñado de su voluntad. Mas Tiberio, sin poner dilación, fue a su casa,
y reconociendo el aposento se vieron en él diferentes indicios y señales que
mostraban la resistencia que la mujer había hecho, y cómo había sido arrojada
por fuerza. Refiriólo en el Senado, y, en asignándole jueces, Urgulania, abuela
de Silvano, envió a su nieto un puñal; y creyóse que por advertimiento del
príncipe, respecto a la amistad de Augusta con Urgulania. El reo, habiendo
probado en vano los aceros de la daga y faltándole el ánimo, se hizo cortar las
venas. Y siendo después acusada Numantina, su primera mujer, de haberle hecho
enloquecer con hechizos, fue hallada inocente.
XXIII. Este año, finalmente, libró al pueblo romano de la larga guerra contra el
númida Tacfarinas. Porque los primeros capitanes, en pareciéndoles haber hecho
lo que bastaba para impetrar las insignias triunfales, dejaban al enemigo.
Veíanse ya en Roma tres estatuas laureadas (17), mientras todavía Tacfarinas
andaba robando la provincia de África, acrecentado de las ayudas de los mauros,
los cuales, por la descuidada juventud de Ptolomeo (18), hijo del rey Juba, de
libertos y esclavos de aquellos reyes se habían convertido en soldados. Habíase
hecho compañero de éstos en el saquear y en el guardar las presas el rey de los
garamantes: no que marchase con ejército formado, mas con enviar algunas
escuadras a la ligera, supuesto que fueron siempre menores que su fama; y de la
misma provincia muchos que por su pobreza y estragadas costumbres aborrecían la
quietud se le juntaban con facilidad; porque César, después de las facciones de
Bleso, como si no quedaran enemigos en África, había sacado la legión nueve. Ni
el procónsul de aquel año, Publio Dolabela, se había atrevido a detenerla,
temiendo más el contravenir a los mandatos del príncipe que la incertidumbre de
la guerra.
XXIV. Tacfarinas, pues, echando de ver que las tierras y haciendas de los
romanos eran saqueadas en otras partes también por las demás naciones, y que por
esta causa poco a poco iban desamparando la provincia de África, protestaba que
era ya llegado el tiempo en que le sería fácil el oprimir a los restantes, si
resolviéndose en amar más la libertad que la esclavitud se disponía a ello.
Aumentado de fuerzas con esto y hechos los alojamientos, se puso a sitiar a
Tubusco (19). Mas Dolabela, recogidos los soldados que había, con el terror del
nombre romano, porque los númidas no se atreven a esperar la ordenanza de
nuestros infantes, en moviéndose hizo levantar el sitio y, presidiados los
lugares oportunos, mandó cortar las cabezas a los principales de los musulanos
que comenzaban a tumultuar. Después, porque ya había mostrado la experiencia en
las guerras pasadas que no convenía seguir con grueso número de gente ni por
sola una parte al enemigo inconstante y fiado en su celeridad, llamando al rey
Ptolomeo con sus vasallos, pone en orden cuatro batallones, y distribuidos entre
los legados y tribunos, dejando guiar a las cabezas de los mauros sus tropas de
robadores, él con el consejo y con el cuidado acompañaba a todos.
XXV. Poco después se supo que los númidas habían puesto su alojamiento junto a
un castillo medio destruido llamado Auzea, que había sido quemado ya en otra
ocasión por ellos, fiándose en el sitio, rodeado todo de grandes bosques.
Entonces, puestas a punto las cohortes sueltas y tropas de caballos, haciendo
marchar con presteza sin que se supiese adónde, al nacer del día, con ruido de
trompetas y de gritos, da sobre aquellos bárbaros medio dormidos, con los
caballos ocupados en diferentes ejercicicios o sueltos por las pasturas. Y donde
los romanos estaban cerrados entre sí, bien en orden y con toda arte de guerra,
así los númidas, desproveídos, desarmados, sin orden, sin consejo, como si
fueran ovejas, eran heridos, muertos y presos. Los soldados, encendidos con la
memoria de los trabajos pasados y de ver las muchas veces que se les habían
escapado con huir la batalla tan deseada, se hartaban con la venganza y con la
sangre. Pasó la palabra de mano en mano por los manípulos que todo hombre
persiguiese a Tacfarinas, conocido ya de todos por tantos reencuentros, porque
sin la muerte del que era cabeza no se podía fenecer aquella guerra. Él,
escogidos los más valerosos de su guardia, viendo a su hijo ya preso y a los
romanos esparcidos por todo, metiéndose por las armas enemigas, huyó la infamia
del cautiverio muriendo no sin venganza.
XXVI. Puso el presente suceso fin a la guerra y, pidiendo por ello Dolabela las
insignias triunfales, se las negó Tiberio por respeto de Seyano, temiendo que se
oscurecería la gloria de su tío Bleso; mas no quedó por eso Bleso más ilustre, y
a este otro el honor negado aumentó la reputación, habiendo con menor ejército
llevado más famosos prisioneros, la muerte al fin del capitán, y el traer
consigo la fama de haber fenecido del todo la guerra. Añadíasele más a Dolabela
el venirle siguiendo los embajadores de los garamantes, vistos raras veces en
Roma, enviados, muerto Tacfarinas, por aquella gente atemorizada y no sin culpa,
a dar satisfacción al pueblo romano. Sabida después la voluntad con que había
ayudado Ptolomeo en esta guerra, se le envió con un senador el cetro de marfil y
la toga de púrpura bordada de oro, antiguos dones de los senadores romanos, con
título de rey, de compañero y de amigo.
XXVII. En el mismo verano, la semilla de un levantamiento de esclavos movido en
Italia fue oprimida de la buena fortuna. Autor de este tumulto fue Tito Curtisio,
ya en otro tiempo soldado pretoriano, primero con secretas juntas en Brindis y
en las tierras vecinas, después con publicar carteles llamando a la libertad a
los esclavos rústicos y fieros, que estaban esparcidos hasta por los bosques más
apartados; cuando casi por merced de los dioses, tres fustas de a dos remos por
banco, que se tenían en aquel mar por la comodidad de los pasajeros, tomaron
puerto en Brindis. Hallábase en aquellas partes Curcio Lupo, cuestor, a quien,
conforme a la antigua costumbre, había tocado la provincia llamada Cales. Éste,
valiéndose de los soldados y gente de las dichas fustas, apagó a su principio el
fuego de aquella sedición. Sabida por Tiberio la primer nueva, envió a Estayo,
tribuno, con buen golpe de gente, el cual trajo en prisión a Roma al capitán y a
los principales fautores de aquel atrevimiento, sacando a la ciudad de un temor
harto grande en que estaba por el gran número de esclavos, que de cada día iba
creciendo, al paso que faltaba la gente libre (20).
XXVIII. En este mismo consulado sucedió un caso extraño, miserable y cruel. Son
traídos al Senado un padre y un hijo, el padre reo y el hijo acusador, entrambos
de un mismo nombre de Quinto Vivio Sereno. El reo llegado en aquel punto de su
destierro, macilento y roto, en cadena entonces, mientras su hijo informaba
contra él. El hijo, con ricas vestiduras, y mostrando muy alegre semblante,
culpaba al padre de asechanzas con el príncipe, y de haber enviado a las Galias
quien incitase aquellos pueblos a la guerra, haciendo él mismo ambos oficios de
acusador y de testigo. Añadiendo que le había acudido con dineros para esto
Cecilio Comuto, que había sido pretor, de quien afirmaba que el cuidado de esta
empresa y la desesperación de poder salir con honra de tan gran peligro le
habían obligado a solicitarse la muerte. El padre, en contrario, sin mostrar
temor, vuelto con rostro severo a su hijo, sacudía las cadenas, llamaba a los
dioses vengadores, rogándoles que le restituyesen el destierro para poder vivir
lejos de donde se permitían tan fieras costumbres, y diesen algún día a su mal
hijo el merecido castigo. Afirmaba la inocencia de Comuto, espantado de tan gran
mentira, como se podía averiguar fácilmente; obligándole a nombrar los
cómplices, no siendo posible que él con sólo un compañero se atreviese a
maquinar la muerte del príncipe y a revolver el estado de la República.
XXIX. Nombró entonces por cómplices el hijo a Cneo Léntulo y Seyo Tuberón,
avergonzándose Tiberio de oír cosa semejante de los más graves personajes de la
ciudad y sus mayores amigos: Léntulo decrépito y Tuberón lleno de enfermedades
ser acusados de hacer tumultuar las provincias y de alborotar la República. Mas
éstos fueron luego asegurados. Contra el padre se pusieron a cuestión sus
esclavos, que declararon contra el acusador. El cual, fuera de sí, con la
conciencia de su maldad y sordo con los gritos del vulgo, que le amenazaba con
el castigo del robre y la piedra (21) o con las penas de los parricidas, se huyó
de Roma. Fue con todo eso hecho volver de Ravena y forzado a seguir la causa, no
pudiendo Tiberio disimular el odio antiguo contra el desterrado Sereno, porque
después de la condenación de Libón había escrito a César dándole en rostro con
que solos sus servicios habían quedado sin recompensa; añadiendo algunas cosas
con menos respeto de lo que convenían a orejas tan soberbias y mal sufridas. De
esto, pues, se resintió al cabo de ocho años, arguyéndole de varias cosas
durante este tiempo; y aunque los tormentos, por la constancia de los criados y
esclavos, obraron todo al revés de lo que pretendía el fisco.
XXX. Prevaleciendo con todo eso el voto de que Sereno fuese castigado al uso de
los antiguos, por no hacerse César aborrecible, lo contradijo. Y diciendo Galo
Asinio que se desterrase a Giaro o a Donusa, no lo consintió tampoco, alegando
que aquellas dos islas carecían de agua, y que era justo dar modo de vivir a
quien se daba la vida; y así Sereno fue desterrado a la isla de Amargo. Y porque
Cornuto se mató con sus manos, se trató de privar al acusador del premio,
siempre que el iniciado de majestad se quitase la vida antes de declararse la
causa. Y prevaleciera este voto si César, obstinadamente y contra su costumbre,
a la descubierta no hubiera tomado a su cargo la defensa de los acusadores;
doliéndose de que con esto perderían su efecto las leyes y se pondría la
República en precipicio. Destrúyase -decía- del todo la justicia, si habemos de
privamos de los ministros que la guardan. Así los acusadores secretos, linaje de
hombres nacido para pública ruina, nunca bastantemente refrenados con penas,
eran entonces acariciados con premios.
XXXI. Entre tantos y tan continuos casos de tristeza parece que se interpuso
éste de algún gusto, es a saber, que Cayo Cominio, caballero romano, convencido
de haber hecho versos en vituperio de César, alcanzó perdón a instancia de un
hermano suyo, senador; de que resultaba tanta mayor maravilla, cuanto conociendo
Tiberio lo mejor y cuán dignas de alabanza eran la clemencia y benignidad,
seguía de ordinario todo aquello que podía ocasionar tristeza y desconsuelo.
Porque él no pecaba por ignorancia, ni es posible disimular del todo cuando con
verdadera o fingida alegría se celebran las acciones de los emperadores. y lo
que es más, él mismo, que en otras cosas se hallaba como embarazado en sus
razonamientos y siempre con palabras repugnantes y contrarias entre sí, cuando
se trataba de beneficiar y socorrer a alguno, hablaba mucho más libre y
desenvueltamente. Pero tras esto, tratándose de Publio Suilio, que había sido
tesorero de Germánico, convencido de haber tomado dineros por juzgar, y
condenándose por ello a destierro de Italia, declaró César que se entendiese
haberle de cumplir en una isla, con tanta alteración de ánimo, que juró
interesarse en ello el bien de la República. Tomóse ásperamente entonces este
rigor, aunque después le aprobó la edad siguiente, la cual vio perdonado al
mismo Suilio, hombre venal y favorecido del emperador Claudio, de quien con
mucha prosperidad gozó de larga amistad y privanza, pero nunca bien. La misma
pena se dio a Catón Firmio, senador, por haber perseguido a una hermana suya
propia con falsas acusaciones de majestad. Catón, como he dicho, fue el que hizo
caer en sus falsas redes a Libón, y el que le acusó después. Acordóse Tiberio de
este servicio, y tomando diferentes pretextos, pidió que se le alzase el
destierro, aunque no insistió en que le fuese restituida la dignidad de senador,
de que había sido privado.
XXXII. Sé muy bien que muchas cosas de estas que he contado y pienso contar
parecerán por ventura muy leves y no dignas de ponerse en memoria; mas no se
haga comparación de nuestros anales con las materias por donde pudieron
discurrir los que recogieron las cosas antiguas del pueblo romano; porque
aquéllos trataron libremente de guerras grandes, de expugnaciones de ciudades,
de reyes presos o puestos en huida; y si a las veces se volvían a los sucesos de
casa, les ofrecían noble materia las discordias de los cónsules con los
tribunos, las leyes agrarias y frumentarias, y las diferencias entre el pueblo y
los nobles. Nuestro trabajo está ceñido más estrecho, y por el consiguiente es
capaz de menor gloria: una paz no alterada, o bien poco, las cosas de Roma
afligidas, y el príncipe sin cuidado de extender el Imperio. Todavía no será
fuera de propósito el considerar estas cosas despreciables a primera vista, dado
que pueden sacarse de ellas notables documentos.
XXXIII. Porque todas las naciones y ciudades son gobernadas o por el pueblo, o
por los nobles, o por un príncipe solo. Otra forma de República fuera de éstas
antes se puede alabar que hallar; ni dado que se hallase podría durar largo
tiempo. Así, pues, como entonces, prevaleciendo la plebe, era necesario conocer
la naturaleza del vulgo y el modo de saberle regir Y manejar, o cuando,
gobernando los senadores, eran tenidos por prudentes y astutos los que conocían
las inclinaciones del Senado y de los nobles, así ahora, habiéndose mudado el
estado de la ciudad y reducídose las cosas al gobierno de uno solo, a éstas
conviene atender y de éstas es necesario y provechoso tratar, siendo así que no
son pocos los que con la prudencia sola saben discernir las cosas honestas de
las que no lo son, y las útiles de las dañosas, y muchos los que se enseñan a
costa de los sucesos ajenos. Es bien verdad que así como estas cosas son de
mucho fruto, son también de poco deleite; porque la descripción de las
provincias y reinos, la variedad de las batallas, la muerte de los grandes
capitanes, son las cosas que más entretienen y recrean el ánimo del que lee. Mas
nosotros no escribimos otra cosa que mandatos crueles, acusaciones continuas,
amistades falsas, ruina de inocentes y las causas de estos efectos, siempre
conformes en sus medios y en sus fines, con una semejanza de cosas bastante para
cansar a quienquiera. Fuera de que son raros los que dicen mal de los escritores
antiguos, importando poco que alguno se haya alargado en engrandecer con mayor
gusto las escuadras cartaginesas que las romanas. Mas ahora viven todavía muchos
descendientes de los que en tiempo de Tiberio sacaron vergüenza o castigo. Y
cuando bien demos que hayan acabado aquellos linajes, se hallarán muchos que,
por la conformidad de costumbres, pensarán que se les prohija a ellos todo el
mal que se dice de los otros. A más de esto, la gloria y la virtud tienen sus
émulos, según que el espíritu del hombre discurre en sí al contrario de lo que
pide su natural. Mas volvamos a nuestro propósito.
XXXIV. En el consulado de Cornelio Caso y Publio Asinio Agripa, fue acusado
Cremucio Cordo de un nuevo y nunca oído delito: de haber en sus anales, que sacó
a la luz, loado a Marco Bruto y llamado a Cayo Casio el último romano. Eran los
acusadores Satrio Secundo y Pinario Nata, ambos favorecidos de Seyano; calidad
perniciosa para el reo, como también el ver que César comenzó a oír con disgusto
la defensa de Cremucio. El cual, certificado ya de su muerte, habló en esta
substancia: A mí, padres conscriptos, me hallan de manera inocente en obras, que
vengo a ser acusado de solas palabras; y éstas no contra el príncipe ni contra
su madre, que son los comprendidos en la ley de majestad, mas por haber loado a
Bruto y a Casio, cuyos hechos, habiendo sido notados por muchos autores, ninguno
ha dejado de honrarlos ni engrandecerlos. Tito Livio, clarísimo entre todos los
escritores, de elocuencia y fidelidad, celebró con tantas alabanzas a Cneo
Pompeyo, que Augusto le llamaba Pompeyano, sin que por esto se le mostrase jamás
menos amigo. Y cuando hace memoria de Escipión, de Afranio, de este mismo Casio,
de este Bruto, no se hallará que los llamase ladrones o parricidas, como los
llaman ahora, sino muchas veces varones ilustres y señalados. De los mismos
hacen honradísima memoria los escritos de Asinio Polión. Mesala Corvino (22)
llamaba a boca llena su emperador a Casio, y el uno y el otro vivieron largos
años llenos de riquezas y cargados de honras. Al libro de Marco Cicerón, en el
cual levanta hasta el cielo las alabanzas de Catón, ¿qué otra cosa hizo el
dictador César que responderle con una oración, como si estuvieran ante los
jueces? Las epístolas de Antonio, las oraciones de Bruto, contienen grandes
vituperios de Augusto, aunque llenos de falsedad y malicia. Léense hoy en día
los versos de Bibáculo y de Catulo, llenos de oprobios de los césares; y con
todo eso, el mismo divo Julio, el mismo divo Augusto, no sé si con mayor ejemplo
de mansedumbre o de prudencia, sufrieron estas cosas y las dejaron pasar sin
hacer caso de ellas, porque las mismas injurias, que menospreciadas se
desvanecen, mostrando que nos causan enojo, nos confesamos por culpados de
ellas.
XXXV. No trato aquí de los griegos, a quien se concedió no sólo libertad, pero
desenfrenada licencia de hablar, sin temor de castigo, y si alguno se resentía,
vengaba las palabras con palabras. Siempre fue grande y poco sujeta a
maldicientes la libertad de escribir de aquéllos a quien la muerte hizo exentos
de afición o aborrecimiento. ¿Por ventura sigo yo a Casio y Bruto armados en los
campos Filípicos, o incito y persuado al pueblo con oraciones a la guerra civil?
¿Acaso no murieron ellos cerca de setenta años ha? Y así como ahora son
conocidos por sus estatuas, a quien el propio vencedor no derribó, así ni más ni
menos vive parte de su memoria en los libros de los escritores. La posteridad
restituye a cada cual el honor que le es debido, y así, es cierto que cuando yo
sea condenado habrá alguno que no sólo de Casio y Bruto, pero también de mí
tendrá memoria. Salido después del Senado, acabó la vida con abstinencia
voluntaria. Decretaron los senadores que los ediles hiciesen quemar aquellos
libros¡ mas quedando entonces escondidos muchos, se publicaron después. Cosa que
ofrece harto gran materia de risa, pues es grande la ignorancia de los que con
la potencia presente piensan que han de poder borrar la memoria de las cosas en
los tiempos venideros. Antes en contrario, con el castigo de los buenos ingenios
se aumenta mucho más su autoridad. De suerte que ni los reyes extranjeros, ni
otro alguno de los que como ellos procuraron parecérseles en la crueldad,
sacaron otro fruto que concitarse a sí mismos deshonra y dar ocasión de nueva
gloria y alabanza a los que tuvieron valor para vituperar sus acciones.
XXXVI. Fue este año tan fértil de acusaciones, que en los mismos días de las
ferias llamadas latinas (23), habiendo subido Bruso al tribunal de prefecto de
Roma, para tomar con buen auspicio la posesión de aquel magistrado (24),
poniéndosele delante Calpurnio Salviano para acusar a Sexto Mario, fue Salviano
reprendido públicamente de César, y a esta causa condenado después a destierro.
A los cizicenos, inculpados públicamente de haber tenido poca cuenta con el
culto del divo Augusto, añadidos delitos de violencia usados con ciudadanos
romanos, se les quitó la libertad que merecieron sosteniendo el sitio en la
guerra de Mitrídates y ayudando con su constancia a las fuerzas de Lúculo para
echar de allí a aquel rey. Fonteyo Capitón, procónsul que había sido de Asia,
fue absuelto, averiguándose que sus culpas habían sido inventadas falsamente por
Vibio Sereno, el cual no fue castigado; conservándole más seguro el
aborrecimiento universal, porque los acusadores famosos eran tenidos como
sacrosantos; los menores y de menor cuantía, éstos sí que eran sujetos al
castigo y a las leyes.
XXXVII. En este tiempo la España ulterior envió embajada al Senado por licencia
para poder edificar un templo a Tiberio y a su madre, como se había concedido a
los de Asia. Con cuya ocasión, César, harto constante de suyo en menospreciar
las honras excesivas que se le ofrecían, pareciéndole bien responder a los que
le culpaban de que se había comenzado a inclinar a la ambición, habló de esta
manera: Asegúrome, padres conscriptos, que de muchos seré tenido por fácil y
mudable, no habiendo, poco ha, contradicho a las ciudades de Asia que me pedían
esto mismo. Justificaré, pues, la causa del pasado silencio, y juntamente
declararé lo que tengo determinado de hacer en lo porvenir. Porque el divo
Augusto no prohibió que en Pérgamo se edificase un templo a él y a la ciudad de
Roma, yo, que guardo y tengo por ley todos sus dichos y hechos, seguí tanto más
prontamente su agradable ejemplo, cuanto con la honra que se me hacía se
aumentaba más la veneración del Senado. En lo demás, así como parece excusable
el haber aceptado una sola vez este honor, asimismo el consentir que debajo de
especie de deidad se consagre mi nombre por todas las provincias sería cosa
ambiciosa y soberbia; fuera de que perdería mucho de sus quilates el honor de
Augusto profanándole con la común adulación.
XXXVIII. Yo, padres conscriptos, sé que soy mortal, y que ni hago ni puedo hacer
mayores obras que los otros hombres, contentándome, como desde ahora me
contento, con poder satisfacer el lugar de príncipe que ocupo. Certifícoos de
verdad, y sírvame esto también para los siglos venideros, que no me quedará más
que desear, si desde ahora sé que los que desean eternizar mi memoria me tienen
por digno de mis mayores, por próvido en vuestras cosas, por constante en los
peligros, y que no temo incurrir en la malquerencia de los hombres donde se
atraviesa el servicio y el bien de la República. Estas cosas me servirán de
templo dentro de vuestros ánimos y de durables y hermosísimas estatuas. Porque
las que se levantan de piedra, si el juicio de los venideros las convierte en
aborrecimiento, como los sepulcros se menosprecian. Ruego, pues, a los
confederados y a los ciudadanos, a los dioses y a las diosas, a éstos que me
presten hasta el fin de mi vida un entendimiento quieto y capaz de la
inteligencia de los derechos divinos y humanos, ya aquéllos que después de mi
muerte favorezcan con loores y honrada recordación la fama de mis acciones y la
memoria de mi nombre. Continuó después hasta en las conversaciones más secretas
en apartar de sí semejante veneración y culto, atribuyéndolo algunos a modestia,
muchos a desconfianza y los más a bajeza de ánimo: Porque los mejores -decían
ellos- y los más excelentes entre los mortales apetecieron siempre altísimas
cosas. De esta manera Hércules y Baco entre los griegos, y Quirino entre
nosotros, se agregaron al número de los dioses. Que lo había entendido mejor
Augusto, pues aspiró a ello; que las demás cosas residen de ordinario en los
príncipes, faltándoles sólo una a que continuamente deben aspirar, que es la
prosperidad de su memoria, porque con el menosprecio de la fama quedan
igualmente menospreciadas las virtudes.
XXXIX. Mas Seyano, ciego del favor de la fortuna y estimulado también de la
mujeril ambición de Livia, que instaba por el prometido matrimonio, escribió un
papel a César; usábase entonces tratar los negocios con el príncipe por escrito,
aunque estuviese presente; decía el papel así en substancia: Que por la mucha
afición que le había tenido su padre Augusto, y después de las grandes señales
de amor que había conocido en Tiberio, había hecho costumbre el no representar
sus esperanzas y sus votos a los dioses antes que a los oídos del príncipe. Ni
había jamás rogado por honras ni esplendores, queriendo más velar y trabajar
como soldado ordinario por la salud del emperador. Todavía lo que después de
ganado tenía por prenda inestimable era el ser tenido por digno de emparentar
con César; de aquí tomaba origen el principio de sus esperanzas. Y porque
entendía que Augusto en la colocación de su hija no se desdeñó de poner los ojos
en caballeros romanos, le acordaba que cuando se tratase de casar a Livia
tuviese memoria de un amigo que no sabría estimar otra cosa, sino la gloria del
parentesco. Ni quería por este camino descargarse del peso que le habían cargado
sobre sus espaldas, quedando bastantemente satisfecho sólo con fortificar su
casa contra las inicuas persecuciones de Agripina, y esto sólo por respeto de
sus hijos, que cuanto a él bastábale el acabar la vida a la sombra de tan gran
príncipe.
XL. A estas cosas Tiberio, loado el amor de Seyano, recopilando brevemente las
mercedes que le había hecho, casi como pidiendo tiempo para responder a su
demanda, añadió: Que los demás hombres no tienen otra cosa que considerar sino
lo que a ellos sólo conviene, donde a los príncipes, en contrario, conviene
principalmente poner la mira en el blanco de la fama; que esto le obligaba a
dejarle de responder lo que de improviso pudiera; que tocaba a Livia el escoger
por sí misma lo que le estaría mejor, o el volverse a casar después de Druso, o
el sufrir la viudez en la misma casa; sobre que tendrían sin duda su madre y su
abuela consejos más propios; que le hablaría con mayor certidumbre en lo tocante
a las enemistades de Agripina, en orden a la cual le aseguraba que serían sin
duda mucho mayores si el matrimonio de Livia redujese como a parcialidad en la
casa de los césares; que echándose sin esto bien de ver la emulación de aquellas
mujeres, pues llegaban a destruirse sus nietos con estas discordias, ¿qué sería
si mediante el matrimonio se aumentase la ocasión? Mucho te engañas, Seyano, si
piensas que te conservarías en el mismo estado, y que Livia, mujer ya de Cayo
César (25) y después de Druso, se contentaría de envejecer en compañía de un
simple caballero romano. Y cuando yo lo sufriese, ¿piensas tú que sufrirían los
que han visto a su hermano, a su padre y a nuestros mayores en la cumbre del
Imperio? Yo quiero creer de ti que te consolarías de no pasar del grado y
calidad en que ahora estás; mas aquellos magistrados, aquellos graves personajes
que a pesar tuyo se adelantan y no cesan de discurrir de todo, dicen
públicamente que ha mucho tiempo que has comenzado a pasar más allá de la
dignidad de caballero y subido más alto de lo que era lícito por la amistad de
mi padre, y como te aborrecen, murmuran también de mí. Pensó Augusto en casar a
su hija con un caballero romano; gran maravilla, por Hércules, si considerándolo
todo, y anteviendo la grandeza a que se levantaba cualquiera que con este
parentesco se encumbrase sobre los demás, puso los ojos en Cayo Proculeyo (26) y
en otros de vida quietísima y apartada de los negocios de la República. Mas si
esta duda de Augusto fuese bastante para movernos, ¿cuánto más lo debería ser la
resolución que finalmente tomó, dándola primero a Marco Agripa y después a mí?
He querido, por el amor que te tengo, no encubrirte estas cosas, supuesto que no
seré jamás contrario a tus designios ni a los de Livia. Lo que yo tengo
depositado en mi ánimo, y el modo de parentesco con que pienso igualarte
conmigo, dejo de decir. Sólo diré ahora que no hay cosa tan alta donde tus
virtudes y el amor que me tienes no merezcan hacerte llegar, como en su ocasión
pienso declararlo en el Senado o en el parlamento al pueblo.
Notas
(1) Vulsinia o Volsinio, ciudad de Etruria. llamada hoy Bolsena, cuyos
habitantes adoraban con el nombre de Nursia a la diosa Fortuna.
(2) El número de los pretorianos fue en su origen de nueve o diez mil, pues
andan discordes acerca de él Tácito y Dion, divididos en nueve o diez cohortes.
Vitelio los aumentó hasta diez y seis mil. Este cuerpo subsistió, aumentando o
disminuyendo en número, bajo el mando de los diferentes emperadores, según
buscaban éstos un apoyo o en ellos o en las legiones. Constantino los licenció,
y mandó destruir el campamento permanente que tenían en Roma.
(3) A saber: Druso y sus hijos y los de Germánico.
(4) Tácito le llama municipali adultero, esto es, nacido en un municipio que no
era ciudadano romano.
(5) Era hijo del otro Juba que había combatido en África contra César y que se
suicidó después de la batalla de Tapso.
(6) A causa del sabino Ato Clauso. fundador de la familia de los Claudios a la
cual pertenecía Druso.
(7) O Cibira, ciudad considerable de Frigia, conocida, dice d'Anville, en los
anales turcos con el nombre de Buruz.
(8) Había en el Peloponeso -dice la Bletteri- tres ciudades cuyos nombres se
parecían mucho, a saber: Aegion, Aegae, y Aegira, situadas las tres cerca del
golfo de Corinto. ¿Debe leerse en Tácito, Aegiensi, Egensi o Aegirensi? La
cuestión es en sí de poca monta; pero como es preciso elegir nos inclinamos al
dictamen de Ernesto y Gronovio, que leyeron Egiensi. Así, pues, suponemos que se
trata de Aegium, ciudad famosa donde celebraba en otro tiempo sus asambleas la
Liga aquea, y en la cual, en tiempo de los emperadores, se reunían aún los
diputados de las ciudades de Acaya, según se ve en Pausanias. El traductor
español lee Aegirensi, mas sus anotadores parecen inclinarse al parecer de
Gronovio.
(9) Con más propiedad, condenado en virtud de la ley llamada de vi publica. Por
ella se castigaban los atentados cometidos de cualquier manera que fuese contra
la República. La primera ley de vi fue establecida en el año 664 de Roma por el
tribuno Plaucio (o Plocio) Silvano; del cual tomó el nombre de ley Plocia. Hacia
el año 746, Augusto promulgó, bajo el nombre de Julios, nuevas leyes de vi
publica y de vi privata, la primera de las cuales castigaba con el destierro a
todo funcionario público que hubiese muerto o hecho matar, dado tormento,
azotado, condenado o preso a un ciudadano que hubiese interpuesto apelación al
emperador.
(10) Isla del archipiélago griego, conocida aún en el día con este mismo nombre.
(11) Había sido desterrado a la isla de Cercina, en la costa de África, por sus
relaciones criminales con Julia, hija de Augusto.
(12) Esos juegos o representaciones escénicas se llamaban Atelanas, del nombre
de Atela, ciudad de los Oscos, donde habían sido inventadas.
(13) O casados por confarreación. De tres distintas maneras se celebraba el
matrimonio entre los romanos, a saber: usu, coemptione et confarreatione.
Si una mujer habitaba durante un año con un hombre, con consentimiento de sus
tutores, sin ausentarse más de dos noches, se hacía esposa suya como por
prescripción (usu), sin que hubiese necesidad de nuevas formalidades.
La segunda especie de matrimonio era como una compra simulada, coemptio, por la
cual los dos esposos se compraban mutuamente. La mujer traía tres ases, uno en
la mano, que era para su marido; otro en el zapato, que ofrecía a los dioses
tares, y otro que depositaba en una especie de cobertiza o soportal improvisado,
que se llamaba el compitum vicinale. Con el primer as la mujer compraba a su
marido, con el segundo los dioses Penates, y con el tercero el derecho de entrar
en la casa.
El matrimonio por confarreación traía su nombre de una especie de pan, hecho con
el far (trigo), que comían los dos esposos durante el sacrificio. Esta manera de
contraer matrimonio fue tenida siempre por la más solemne y estuvo en todos
tiempos reservada a los solos patricios, aun después que los plebeyos
participaron de sus prerrogativas. La celebración exigía la presencia de diez
testigos, del sumo pontífice y del flamen de Júpiter. Sus ceremonias eran muy
largas y podían durar muchos días. Un trueno, el menor presagio siniestro
bastaba para turbar la fiesta, que era preciso en este caso empezar de nuevo.
Esta clase de matrimonios eran indisolubles, y para romperlos era necesario
pasar por otra ceremonia llamada diffarreatio, más desagradable acaso que la
primera.
(14) El poder del padre sobre los hijos, tanto varones como hembras -dice Bumouf-,
no terminaba en Roma sino por la muerte, la esclavitud o el destierro de aquél,
y la emancipación o adopción de éstos. Sin embargo, las vestales y los flámines
estaban libres de ella. Lo estaban igualmente las mujeres casadas cuando por una
de las tres especies de matrimonio que acabamos de indicar entraban a formar
parte de la familia de su marido o caían bajo su potestad o, por mejor decir,
bajo su mano, in manum. Y esto es lo que sucedía siempre a la esposa del flamen,
quien estaba obligada a consagrar su matrimonio por la confarreación. Y he aquí
por qué Tácito ha dicho quaeque ín manum flamine conveniret, y no simplemente
quaeque uxor flaminis fieret. La ley de que se hace mención más abajo (sed lata
lex qua flaminica dialis, etc.) dispuso que la mujer no tendría necesidad de
estar bajo la potestad de su marido sino en los actos relativos al culto, y que
en lo demás permanecería en el derecho común o independiente, sui juris, si lo
estaba ya, o bajo la potestad del padre. Más claro: siendo rigurosamente
obligatoria para los flámines la confarreación, se limitaban sus efectos, en
cuanto a la potestad marital, a los asuntos dependientes de su sacerdocio.
(15) El verbo de que se sirve en este pasaje Tácito parece hacer alusión al modo
como se hacia la investidura de las vestales y a las palabras que pronunciaba el
pontífice al recibirlas: Te, amata, capio.
(16) Habia sido desterrado a Creta en tiempo de Augusto como autor de libelos
infamatorios, y destruidos sus escritos por orden del Senado.
(17) A saber: las de Furio Camilo, Junio Bleso y. según J. Lipsio, la de L.
Apronio, que también había vencido a Tacfarinas.
(18) Hijo del rey Juba, de que se ha hecho mención, y de Cleopatra Selene,
nacida de los amores de Marco Antonio y la reina de Egipto.
(19) Ciudad de la Mauritania Cesárea. D' Anville la coloca en un sitio llamado
actualmente Burg, en el cantón de Kuko, no lejos del mar.
(20) Véase en la traducción de Burnouf, tomo II, págs. 412 y 413, una larga e
interesante nota acerca de la disminución de la población libre y sus causas.
(21) Según Üpsio, era cierto paraje de la cárcel que se llamó también Tuliano.
Así Salustio en la Catilinaria, 55, dice: Est in carcere quod tullianunt
appellatur. Valerio Máximo dice también que algunos reos eran precipitados desde
el robre, lo cual indica igualmente el castigo de la piedra o roca Tarpeya.
Acaso los reos que entraban al robre, o eran allí degollados, o de allí los
sacaban al precipicio Tarpeyo. Llamóse robre aquel lugar por estar hecho
antiguamente de gruesos robres. Así Ernesto; pero según lo describe Salustio,
era un calabozo en lo bajo muy obscuro y terrible, fabricado de piedra. Rich.,
en su Dic. de ant. rom. y grieg., nos da en menos palabras una idea más clara de
lo que se entiende por el castigo del robre y de la piedra. Llamábase así -dice-
en toda prisión (carcere) el calabozo subterráneo donde se ejecutaban las
sentencias de muerte; de donde la expresión dignum carcere et robore, para
indicar el que merecía la prisión y la muerte. En la Edad Media dábase a esta
clase de calabozos, harto comunes entonces, los nombres más significativos de
infierno, pudrideros, de profundis, ollas, etc.
(22) Se pasó del partido republicano al de Augusto, de quien era compañero de
consulado en el año de la batalla de Accio.
(23) Existia entre los pueblos del Lacio una confraternidad religiosa. Estos
pueblos, en número de cuarenta y siete, y teniendo a su cabeza a los romanos, se
reunian todos los años en monte Albano, hoy día Monte Cavi, para ofrecer en
nombre de todos los latinos un sacrificio a Júpiter; y eso era lo que se llamaba
las ferias latinas. Aslstian a ellas todos los magistrados de Roma, desde el
emperador hasta el último de los tribunos; y durante su ausencia quedaba
gobernando la ciudad el llamado prefecto de Roma a causa de las ferias latinas,
cuya autoridad acababa con la fiesta, que duraba al principio uno solo, y más
adelante tres dias.
(24) Todos los magistrados, en el primer dla que tomaban posesión de sus
destinos, se ensayaban en negocios de poca monta. Dábase a esto el nombre de
auspicari, porque este ensayo era como tomar los auspicios. Y como éstos
hubieran podido ser turbados por asuntos graves o criminales, este motivo, unido
a la incompetencia de esa magistratura efimera y a las ideas religiosas que
consagraban las ferias latinas a la paz y a la concordia, debia hacer que los
romanos se enojasen contra la bárbara prisa que se daba en aquella ocasión
Salviano.
(25) Hijo de Agripa y de Julia, hija de Augusto, muerto en el año 752 de Roma.
(26) Es el que menciona Horacio en la oda 2 del libro II: Vivet extento
Proculeius aevo ...
LIBRO CUARTO
Segunda parteNuevas embajadas de los griegos por causa de los asilos o lugares
de refugio. - Muere en España el pretor Pisón a manos de un villano termestino.
- Muévese guerra en Tracia. Sosiega la provincia Popeo Sabino y saca en premio
las insignias triunfales. - Claudia Pulcra es acusada y condenada en Roma por
adúltera. - Agripina pide marido, aunque en vano, a Tiberio. Contienden once
ciudades en Asia sobre el templo destinado para Tiberio, y vencen los de Esmirna.
- Va Tiberio a la provincia de Campania. - Pasa notable peligro de muerte en una
gruta, y defiéndele Seyano. - Nerón, el mayor de los hijos de Germánico, es
calumniado con varias artes. - Ruinas de un anfiteatro en Fidenas, con muerte de
muchos millares de personas. - Incendio grande en Roma. - Pasa Tiberio a la isla
de Capri. - Sabino es acusado y condenado. - Muere Julia, nieta de Augusto. -
Rebélanse los frisones, a quienes acomete con poca felicidad Lucio Apronio,
propretor de la inferior Germania. - Cneo Domicio toma por mujer a Agripina,
hija de Germánico.
XLI. Con esto Seyano, menos cuidadoso del matrimonio que atemorizado de las
secretas sospechas de Tiberio y de la voz del vulgo, procuraba defenderse del
aborrecimiento universal a que le parecía estar ya cercano. Y porque con quitar
el concurso grande de gente que de ordinario había en su casa no se debilitase
su autoridad, ni consintiéndole se diese ocasión a nuevas calumnias, tomó a
pechos el persuadir a Tiberio que se fuese a vivir lejos de Roma en lugares
amenos y deleitosos. Prevenía con esto muchas cosas, principalmente el tener en
su mano las audiencias del príncipe, poder disponer a su voluntad de la mayor
parte de las cartas que escribía o recibía el emperador, acostumbrando a
traerlas y llevarlas soldados súbditos suyos. A más de que, comenzando ya
Tiberio a irse arrimando a la vejez y haciéndose perezoso, descuidado y amigo de
lugares escondidos y deleitosos, era de creer que dejaría pasar por alto muchos
de los más importantes negocios del Imperio y los encomendaría a su cuidado y
resolución. Disminuírsele había a él la envidia y aborrecimiento, quitada la
ocasión de las visitas y acompañamientos, y, echadas a un cabo estas cosas vanas
y de ningún efecto, crecería en verdadera potencia. Con esto iba poco a poco
disgustando a Tiberio de los negocios de Roma, del concurso del pueblo, de la
muchedumbre de los negociantes, loando la quietud y la soledad, donde fuera de
disgustos y pesadumbres pueden tratarse cómodamente las cosas importantes.
XLII. Sucedió acaso aquellos días el verse la causa de Votieno Montano, varón de
señalado ingenio, y de ella el acabarse de persuadir Tiberio, supuesto que hasta
entonces había estado irresoluto, a que le convenía evitar las juntas del Senado
y en el concurso las voces de muchos que con no menor verdad y entereza le era
forzoso haber de oír. Porque citado Votieno por haber dicho palabras injuriosas
y feas de César Emilio, hombre militar, que era testigo, mientras con deseo de
probar bien la intención del fisco quiso obstinadamente y por menudo relatar
todo, sin embargo del ruido que muchos hicieron para estorbarlo, Tiberio hubo de
oír de una vez todo el mal que se decía de él en secreto. Conque se alteró de
suerte, que comenzó a dar voces que quería justificarse allí luego o durante el
conocimiento de la causa, y apenas bastaron a componerle el ánimo los ruegos de
los que le estaban más cerca y las adulaciones de todos. Votieno fue castigado
con la pena de majestad, y César, haciéndose más cruel al verse ya culpado de
crueldad contra los reos, condenó en destierro a Aquila, acusada de adulterio
con Vario Ligure, puesto que Léntulo Getúlico, nombrado cónsul, la había ya
condenado según la ley Julia (1), e hizo traer de la tabla blanca o matrícula
donde estaban escritos los nombres de los senadores a Apidio Merula, por no
haber querido jurar la observancia de los actos del divo Augusto.
XLIII. Oyéronse después de esto las embajadas de los lacedemonios y mesenios,
tocantes a los derechos que cada uno de estos pueblos pretendía tener sobre el
templo de Diana Limnate (2). Los lacedemonios afirmaban haber sido edificado y
dedicado en su término y por sus predecesores, con las memorias de sus anales y
con los versos de los poetas, mas que habiéndosele quitado por fuerza de armas
Filipo, rey de Macedonia, con quien tenían guerra, les había sido restituido por
sentencia de Cayo César y de Marco Antonio. En contrario, los mesenios
produjeron una antigua división del Peloponeso entre los sucesores de Hércules,
por virtud de la cual el campo y territorio llamado Teliates, donde está situado
el templo, había cabido en la porción de su rey, cuyas memorias permanecían
todavía esculpidas en piedras y en los antiguos bronces, y que, siendo necesario
presentar por testigos los anales y los poetas, tenían ellos muchos más y de
mayor autoridad. Que Filipo no se le quitó con las armas por fuerza, sino con la
justicia, por derecho; que habían juzgado lo mismo el rey Antígono y el
emperador Mummio, y declarándolo los milesios, teniendo pública licencia de
juzgar, como árbitros; y últimamente había ordenado lo propio Atidio Gemino,
pretor de Acaya. Por estas razones se dio la sentencia en favor de los mesenios.
Los segestanos pidieron también que fuese reedificado el templo de Venus en el
monte Erice, destruido por la antigüedad, trayendo a la memoria sus conocidos
principios agradables a Tiberio, el cual, como de la sangre de aquella diosa
(3), lo tomó con gusto a su cargo. Entonces se disputó también sobre la
pretensión de los marselleses, y se aprobó el ejemplo de Publio Rutilio, el
cual, habiendo sido desterrado de Roma en virtud de las leyes (4), fue recogido
por los de Esmirna y recibido por su ciudadano. Con el ejemplo de este decreto,
Vulcacio Mosco, desterrado también y recibido por ciudadano de Marsella, dejó
sus bienes a aquella República, como a su patria.
XLIV. Este año murieron de personas ilustres Cneo Léntulo y Lucio Domicio. A
Léntulo, a más de haber sido cónsul y triunfado de los getulios, daba
reputación, primero la pobreza sufrida con paciencia, y después las grandes
riquezas ganadas sin culpa y poseídas con modestia. Domicio heredó honra de su
padre, que fue gran soldado de mar, hasta que en la guerra civil siguió el bando
de Antonio y después el de César. Su abuelo murió peleando por el bando de los
buenos en la batalla de Farsalia, y él fue escogido por marido de Antonia, la
menor de las hijas de Octavia. Después de lo cual pasó con su ejército el río
Albis, y entró más adentro en la Germania que otro alguno antes que él, a cuya
causa fue honrado con las insignias triunfales. Murió también Lucio Antonio,
varón de señalada nobleza, aunque desdichado¡ porque como Julio Antonio, su
padre, pagase con la vida el adulterio de Julia, él, de muy poca edad, fue
enviado por Augusto, de quien era sobrino por hermano, a la ciudad de Marsella,
donde so color de atender a sus estudios disimulaba el nombre de destierro. Fue
con todo eso honrado en las funeralias, y por decreto del Senado se pusieron sus
huesos en la sepultura de los Octavios.
XLV. En este mismo consulado sucedió un caso atroz en la España citerior por
obra de un villano termestino. Éste, acometiendo de improviso en un camino a
Lucio Pisón, pretor de aquella provincia, que por ocasión de la paz iba sin
cuidado, con una sola herida lo mató, y escapado a uña de caballo, apeándose de
él a la entrada de unos grandes bosques, arrojándose después por quebradas y
caminos inaccesibles burló las diligencias de los que le seguían; mas no le
aprovechó la suya, porque hallado el caballo y llevado por las aldeas, conocido
por él el dueño, fue finalmente preso; y puesto al tormento para que declarase
los cómplices, comenzó a gritar en alta voz, diciendo en su lenguaje: Que en
vano se cansaban en interrogarle, pues era cierto que podían hallarse presentes
sus compañeros con seguridad de que ninguna fuerza de dolor sería bastante para
hacerle declarar la verdad. Al otro día, llevándole para volverle a renovar los
tormentos, se sacudió con fuerza de las guardias, y escapándose de ellas pudo
dar voluntariamente tal golpe con la cabeza en una piedra, que al punto acabó la
vida.
Créese que Pisón fue muerto por orden de los termestinos, movidos de que cobraba
los dineros de las rentas públicas con mayor aspereza de la que podían sufrir
aquellos bárbaros.
XLVI. En el consulado de Léntulo Getúlico y Cayo Calvisio se dieron las
insignias del triunfo a Pompeyo Sabino por haber domado aquella parte de los
tracios que habitan las cumbres de los montes: gente rústica y por el
consiguiente tanto más inculta y feroz. La causa de la rebelión, fuera de su
mala naturaleza, fue por no poder sufrir que se escogiesen los más robustos de
entre ellos para nuestra milicia, acostumbrados a no obedecer a sus mismos reyes
sino a su modo; y si enviaban socorros, habían de enviar ellos también las
cabezas, rehusando el guerrear si no era en tierras vecinas. Sin esto, lo que
les acabó de mover fue el haberse persuadido, por ocasión de cierta voz que
pasó, a que esparcidos y mezclados entre otras naciones habían de ser enviados a
extrañas tierras. Antes, pues, de mover las armas despacharon embajadores,
acordando que habían sido siempre amigos y obedientes, y mostrándose prontos a
continuarlo si se excusaba el oprimirlos con nuevas cargas; mas que cuando se
pretendiese en tenerlos en esclavitud, tenían armas, juventud y ánimo dispuesto
a la libertad o la muerte. Mostraban juntamente sus fortalezas situadas sobre
altísimos montes, donde tenían retirados a sus padres y sus mujeres,
amenazándonos con una larga guerra sangrienta y dificultosa.
XLVII. Mas Sabina, dándoles buenas palabras hasta juntar su gente, aguardó en
Misia a Pompinio Labeón con una legión y al rey Remetalce con las ayudas de sus
vasallos que se conservaban en fidelidad. Reforzado con estas gentes, Sabina va
en busca de los enemigos, que puestos ya en las estrechuras de los bosques, y
descubriéndose muchos de los más atrevidos por los collados, fueron con
facilidad rotos y puestos en huida a la llegada del ejército romano, con poca
sangre de aquellos bárbaros, a causa de la retirada vecina. Fortificados después
los alojamientos con buen golpe de soldados, ocupa la cima de un monte estrecho
igualmente y llano hasta la cercana fortaleza, guardada de mucha gente armada,
pero sin orden, y al mismo tiempo arroja contra los más atrevidos, que con
alegres cantos y saltos a su modo se mostraban delante de los reparos, una banda
escogida de sus arqueros, los cuales, mientras tiraron de lejos sin peligro,
hirieron a muchos; mas queriéndose llegar demasiado, cargando con ímpetu los
enemigos, los pusieran en desorden a no ser socorridos por la cohorte Sicambra,
a quien el capitán romano tenía de resguardo cerca de allí para en semejante
accidente: soldados no menos espantables que los enemigos, por sus voces y
cantos (5) y por la forma de sus armas.
XLVIII. Después de esto arrimó Sabino el campo junto al enemigo, dejando a los
tracios, que como dije venían con nosotros, en los primeros alojamientos,
permitiéndoles que todos los días pudiesen correr la tierra quemando y
prendiendo, con tal que a las noches se retirasen al puesto y allí reposasen con
seguridad y buena guardia. Hiciéronlo al principio; mas después, dejándose caer
en disolución y cebándose en las riquezas, comenzaron a desamparar sus puestos y
darse a banquetes y borracheras, conque del todo se entregaron al vino y al
sueño. Descubierta, pues, por los enemigos su negligencia, pusieron a punto dos
escuadras, una para acometer a los que saqueaban la tierra y otra para embestir
el fuerte de los romanos; no porque esperasen entrarle, sino por necesitar a
cada uno a asistir a su propio peligro con el estruendo y con las armas, y hacer
de manera que no pudiesen oír el ruido de la otra refriega; esperando a más de
esto a la noche para acrecentar el espanto. Los que tentaron los reparos de las
legiones fueron fácilmente rechazados; mas los tracios auxiliarios, espantados
del improvisto acontecimiento, hallándose muchos de ellos durmiendo, aunque
dentro del fuerte, y muchos fuera al pasto de sus caballos, fueron acometidos y
degollados con tanto mayor enojo cuanto para con ellos estaban en opinión de
fugitivos y traidores, y de haber tomado las armas para poner en esclavitud a sí
mismos y a su patria.
XLIX. El día siguiente Sabino les presentó la batalla en un lugar sin ventaja,
por si acaso gustaban de aceptarla aquellos bárbaros, movidos de la alegría del
suceso pasado. Mas viendo que no se movían de su fuerte ni de las montañuelas
cercanas, comenzó a sitiarlos con reductos en lugares reconocidos antes; y
abriendo un foso con su estacada por espacio de una legua de circuito, con
intento de quitarles el agua y el pasto, poco a poco les fue cifiendo de más
cerca, fabricando también una plataforma desde donde se pudiesen arrojar sobre
el enemigo, ya cercano, piedras, dardos y fuegos. Mas nada afligía tanto a los
de dentro como la sed, quedándoles sola una fuente común a la multitud de los
soldados y a la demás gente desarmada. También los caballos y ganados, recogidos
con ellos al uso bárbaro, morían por falta de forraje. Caían en aquellos suelos
los hombres muertos, unos de heridas y otros de sed; corrompíalo todo la
putrefacción, el mal olor y, finalmente, el contacto.
L. Añadióse al fin, para remate de tantos males, la discordia entre ellos,
porque queriendo algunos rendirse y otros morir, comenzaban ya a prepararse para
venir entre sí a las manos; y había quien por morir vengado persuadía que se
embistiese al enemigo; no abatidos, aunque de varios pareceres.
Mas entre los capitanes, uno llamado Dinis, ya viejo, y que con la larga
experiencia había probado la fortaleza y la piedad romana, decía que el arrimar
las armas era solo el remedio que quedaba a tantos afligidos. Y en prueba de
esto él, primero que todos, se entregó a sí mismo, a su mujer y a sus hijos a la
clemencia del vencedor. Siguiéronle los más débiles por edad o por sexo, y todos
los que amaban la vida más que la reputación. Estaba la juventud partida entre
Tarsa y Turesio, y ambos a dos dispuestos a morir libres. Mas Tarsa, dando voces
que no se diese más lugar a la esperanza o al temor, sino que acabase con todo,
dio ejemplo a los demás atravesándose con su espada el pecho. No faltaron muchos
que le imitaron. Turesio con los suyos se cubre del manto de la noche, y
avisados los nuestros de ello, refuerzan las guardias; sobreviene con la
obscuridad una lluvia cruel, y el enemigo, unas veces dando horribles gritos,
otras callando todos de golpe, tenía suspensos a los romanos. No faltaba Sabino
de ir por todas partes exhortando a los suyos, advirtiéndoles a no dar lugar ni
ocasión a las asechanzas del enemigo, por ruido hechizo ni por quietud fingida,
antes bien, que cada cual hiciese su oficio sin moverse, ni tirase alguno sino a
tiro hecho y con seguridad de ofender.
LI. Entre tanto, los bárbaros, discurriendo a tropas, tiraban a los defensores
piedras, palos tostados, troncos de robres, procurando henchir el foso con
fajina, con zarzos y con cuerpos muertos. Otros arrimaban puentes y escalas a
los reparos para apartar de ellos y herir a los que asistían a la defensa.
Defendíanse nuestros soldados, aprovechándose de toda suerte de armas, hasta con
encuentro de los hombres y escudos; otros arrojaban dardos de los que se suelen
tirar en defensa de murallas, y tras ellos gruesos pedazos de las mismas
murallas y de otros edificios. A éstos animaba la esperanza de la victoria, ya
en las manos, y la vergüenza de perderla; a aquéllos ponía coraje el ver que
consistía su salud en pelear con valor, y a muchos la presencia de sus madres,
sus mujeres y su llanto. La noche servía a unos de ejercitar su atrevimiento, y
a otros de disimular su temor: los golpes eran inciertos, las heridas
improvistas; el no discernir amigos de los enemigos, los ecos de las voces entre
aquella quebrada de montes, haciéndose sentir engañosamente, como si vinieran
por las espaldas, lo confundían de manera todo, que los romanos desampararon una
parte de los reparos, creyendo tener ya dentro a los enemigos. Con todo esto no
pudieron pasar de ellos sino muy pocos; los otros, habiendo sido muertos o
heridos los más feroces, y descubriéndose ya la luz del día, fueron seguidos
hasta dentro en la fortaleza, que últimamente fue forzada a rendirse junto con
los lugares y puestos comarcanos. A los más, para no ser expugnados por fuerza o
por sitio, aprovechó el anticipado y riguroso invierno del monte Hemo.
LII. Mas en Roma, estando ya revuelta la casa del príncipe para comenzar a dar
su curso a la destrucción de Agripina, fue acusada Claudia Pulcra, su prima
hermana, por Domicio Afro. Éste, constituido poco antes en el oficio de pretor,
hombre de poca reputación y pronto a hacerse famoso con cualquier género de
maldades, la acusaba de crimen de impudicia especificando haber cometido
adulterio con Furnio, y de haber usado de hechicerías y encantamientos contra la
persona del príncipe. Agripina, mal sufrida siempre, y entonces mucho más por el
peligro de su prima, se va a Tiberio, y hallándolo acaso que sacrificaba a su
padre, tomando de aquí ocasión para desfogar su enojo: ¿Qué proporción -dijo-
tiene el adorar a Augusto con perseguir a sus descendientes? Aquel divino
espíritu no se ha transportado a las estatuas mudas; mas su verdadera imagen,
nacida de la sangre celeste, siente bien mis peligros y participa de mis
miserias. Sin justicia es proceder contra Pulcra, parando todos sus delitos en
sólo haber tenido amor a Agripina, si ya no lo es la imprudencia con que se ha
olvidado del reciente ejemplo de Sosia, afligida por la misma causa. Sacaron
estas razones de aquel pecho hondo y escondido unas claras y descubiertas
palabras, pocas veces dichas por él; y reprendiéndola ásperamente, la amonestó
con un verso griego, que dice en substancia: ¿Por qué te das por ofendida; por
qué no reinas?. Pulcra y Furnio quedaron condenados, y Afro añadido al número de
los principales oradores, divulgado su buen ingenio, y siguiendo el testimonio
de César, que le aprobó por famoso en su profesión. Fue después en el acusar y
en el defender los reos loado más de elocuencia que de bondad; hasta que la
demasiada vejez le quitó también mucha parte de ella, mientras pudiendo conocer
la flaqueza de su sujeto, no supo tener paciencia de callar.
LIII. Mas Agripina, tenaz en su enojo, enfermando y siendo visitada de César,
prorrumpió luego en lágrimas, y estuvo un rato sin poder hablar palabra.
Después, haciendo una mezcla de quejas, de enojo y de ruegos, comienza a
anteponerle: Que quiera remediar su soledad con darle marido; que se hallaba
todavía en edad conveniente para ello, y con sólo el consuelo de las buenas, que
es el matrimonio; que no faltaría en la ciudad quien se honrase de recibir la
mujer de Germánico y sus hijos y de mirar por ellos. Mas César conociendo de la
consecuencia que era para la República aquella demanda, por no darse por
ofendido ni confesar el temor, sin embargo de la mucha instancia que hacía por
respuesta, la dejó sin ella. Yo he hallado esta particularidad, que no
especificaron los demás escritores en sus anales, en los comentarios que su hija
Agripina, madre de Nerón, emperador, dejó a sus descendientes de los sucesos
suyos y de su casa.
LIV. Mas Seyano oprime más altamente el ánimo de la afligida y poco cauta
Agripina con enviarle a advertir por sotomano, con personas que fingían su
amistad, de que ya se le había aparejado el veneno y que procurase huir de los
convites del suegro. Ella, que no sabía disimular, comiendo a su lado un día, no
doblando su condición a fingir en el rostro ni en las palabras, se estaba sin
osar tocar a las viandas, hasta que, cayendo en ello Tiberio, o casualmente o
porque fue advertido, por certificarse más, alabando mucho ciertas manzanas que
estaban en la mesa, de su propia mano le ofreció una. Aumentó esto la sospecha
de Agripina, y sin llegarla a la boca la dio a los criados. Tiberio disimuló por
entonces, mas volviéndose a su madre, le dijo: No será maravilla si yo hago
contra ésta alguna severa demostración, pues ha creído de mí que quiero
atosigarla. Y de aquí tuvo origen la voz de que el emperador había querido
hacerla morir secretamente.
LV. César, por divertir esta fama, yendo al Senado de ordinario, dio muy largas
audiencias a los embajadores de Asia, que contendían entre sí sobre en cuál
ciudad se había de edificar el templo a Tiberio y al Senado. Once ciudades con
igual ambición, aunque con fuerzas desiguales, contrastaban sobre esto, sin que
entre ellas se descubriese diferencia notable en lo que referían de su
antigüedad y nobleza, y en la afición con que habían procurado servir al pueblo
romano en las guerras de Perseo, Aristónico y con otros reyes. Los ipepinenses,
trallanos, laudiceos y magnesios fueron excluidos, dando por de poco fundamento
sus razones. Ni los ilienses negociaron mejor (6): no alegaron otra cosa que la
gloria de su antigüedad con mostrar a Troya madre de Roma.
Estúvose con alguna suspensión sobre lo alegado por los halicarnasos (7), que
afirmaban no haber padecido terremoto en mil y doscientos años, ofreciéndose a
edificarle sobre peña viva. A los pergamenos, que se ayudaban de tener un templo
de Augusto en su término, se respondió que se contentasen con aquello. Y porque
las ciudades de Éfeso y Mileto pareció que estaban bastantemente ocupadas en las
ceremonias, ésta de Apolo y aquélla de Diana, se redujo todo el juicio entre los
sardianos y esmirneses. Recitaron los de Sardis un decreto de los etruscos, como
de su misma sangre, en que constaba que Tirreno y Lido, hijos del rey Atis,
dividieron entre sí sus gentes por su gran muchedumbre, y quedándole a Lido su
país natal, le fue necesario a Tirreno buscar nuevas tierras que poblar; y de
que los nombres de estos dos capitanes le habían tomado estas dos naciones, la
una en Asia y la otra en Italia. Que aumentada otra vez la opulencia de los
lidos, enviaron a Grecia aquellos pueblos, que después se llamaron de Pélope,
mostrando a más de esto cartas de emperadores, ligas hechas con nosotros en la
guerra de Macedonia, anteponiendo la fertilidad de sus ríos, la templanza de su
cielo y la riqueza de los pueblos vecinos.
LVI. Mas los esmirneses, contada su antigüedad, o que desciendan de Tántalo,
hijo de Júpiter, o de Teseo, de estirpe al fin divina, o de una de las Amazonas,
pasaron a lo que les daba más confianza, que eran los servicios hechos al pueblo
romano, acordando cómo habían enviado armadas no sólo en ayuda de las guerras
extranjeras, pero cuando las padecía la misma Italia. Que fueron los primeros
que edificaron templo a la ciudad de Roma en el consulado de Marco Porcio,
cuando verdaderamente era grande el pueblo romano, aunque mucho antes de haber
llegado al colmo de su grandeza, floreciendo todavía Cartago y en Asia muchos
reyes poderosos. Llamaban también por testigo a Lucio Sila, cuyo ejército,
hallándose a mal partido por el rigor del invierno y faltándoles a los soldados
vestido con que cubrirse, llegada la nueva a Esmirna mientras los ciudadanos
estaban juntos a parlamento, todos los que se hallaron presentes, desnudándose
sus propias vestiduras, las enviaron al punto a las legiones; conque pedido el
voto a los senadores, fueron preferidos a los demás. Aconsejó Vivio Marso que a
Marco Lépido, a quien había tocado el gobierno de aquella provincia, se diese un
legado más que los acostumbrados para que se encargase del templo. Y porque
Lépido, por su modestia, rehusó el hacer la elección, fue sacado por suerte
Valerio Nasón, de dignidad pretoria.
LVII. Finalmente, después de haberlo bien pensado y diferido muchas veces la
ejecución, César se va a Campania so color de edificar en Capua un templo a
Júpiter y otro en Nola a Augusto; aunque lo más cierto por ausentarse de Roma.
Yo, aunque siguiendo a la mayor parte de los escritores he atribuido a Seyano la
causa de esta retirada, todavía al ver que después de haberle hecho morir
continuó por otros seis años más (8), me hace pensar algunas veces que fue
pensamiento suyo para encubrir con el retirado secreto de los lugares de su
habitación sus actos crueles y sensuales, que desenfrenadamente ejercitaba.
Creyeron algunos que a su vejez (9), conociendo su fealdad, se avergonzaba de
ser visto: con el cuerpo extremadamente flaco, largo y echado para adelante, la
parte más alta de la cabeza calva, el rostro lleno de úlceras y por la mayor
parte cubierto de parches con medicamentos, y que desde su estada en Rodas se
enseñó a vivir retirado, a huir del comercio y a encubrir sus deleites.
Sospechóse también que lo hizo por no poder sufrir a su madre, enfadándose de
tenerla por compañera en el Imperio, sin poderse aliviar de aquel peso, visto
que el Imperio mismo le venía por don y beneficio de su mano; porque Augusto
estuvo en duda si pondría al gobierno de la República a Germánico, nieto de su
hermana, alabado y querido de todos; mas vencido de los ruegos de su mujer,
adoptó Germánico a Tiberio, y Tiberio a sí mismo; y con esto le daba en rostro
diversas veces Augusta.
LVIII. La partida fue con poco acompañamiento: un senador consular, es a saber,
Cocceyo Nerva (10), buen legista; de caballeros romanos, sólo Seyano; de
ilustres, Curcio Ático; los demás eran hombres instruidos en las artes
liberales; la mayor parte griegos, por divertirse con sus discursos. Decían los
doctos en las influencias celestes que había salido de Roma Tiberio en tal
constelación que le negaba la vuelta: causa de la ruina de muchos, que
conjeturaban de aquí y publicaban que moriría presto; no pudiendo antever una
ocasión tan poco creíble como que pudiese estar once años en voluntario
destierro de su patria. Conociose después cuán a los confines de la mentira está
la Astrología, y con qué velo tan frágil se suele muchas veces cubrir la verdad.
Fuelo el decir que no volvería a Roma; mas no antevieron que podía pasearse por
las quintas vecinas, entretenerse en las costas del mar y arrimarse muchas veces
a las murallas de la ciudad sin entrar en ella, y juntamente vivir hasta la
última vejez.
LIX. Dio mucho que decir el peligro que casualmente corrió en aquellos días, y a
la ocasión de fiarse mucho más de la constancia y fe de Seyano. Comiendo en la
Espelunca (11), quinta así llamada entre el mar de Amicla y los montes de Fundi,
dentro de una caverna natural, despegándose de improviso las piedras que
formaban la boca o entrada, cogieron debajo algunos miembros del banquete y
espantaron a todos, poniendo en huida la mayor parte de los convidados. Mas
Seyano, con las rodillas, con el rostro y con las manos, casi como encorvado
sobre César, se opuso a la ruina y a las piedras que iban cayendo, y en esta
postura le hallaron los soldados que acudieron al socorro. Comenzó con esto a
crecer su grandeza, de suerte que aunque aconsejase cosas perniciosas, como de
persona descuidada de sí mismo, se daba fe a ellas. Hacía disimuladamente oficio
de juez contra los del linaje de Germánico, y a este fin ganó las voluntades de
algunos, persuadiéndolos a servir de acusadores de todos y de espiar de más
cerca a Nerón, el mayor de los hijos y el más propincuo a la sucesión. El cual,
aunque de mansa y modesta juventud, no dejaba de olvidarse muchas veces de lo
que más le convenía para el tiempo, mientras por sus amigos y libertos, que
contaban las horas por llegar a la grandeza que esperaban, era incitado a
mostrarse de ánimo confiado y generoso, dándole a entender que lo quería así el
pueblo y no deseaban otra cosa los ejércitos; que Seyano no se atrevería a
mostrarse contrario, donde ahora se burlaba a un mismo tiempo de la paciencia
del viejo y del poco valor del mozo.
LX. Oyendo éstas y semejantes cosas Nerón, puesto que no causaba en él algún mal
pensamiento, se le escapaban con todo eso algunas palabras altivas y poco
consideradas, las cuales, referidas por las espías que a este fin le andaban
cerca, y aumentadas, sin que Nerón pudiese justificarse, ocasionaban otras mil
formas de cuidadosas solicitudes; porque algunos huían de encontrarle; otros,
saludado apenas, le volvían las espaldas; muchos atajaban las pláticas, instando
falsamente lo contrario y burlándose de todos los fautores de Seyano. Mirábale
rostrituerto Tiberio o con falso ceño, hablase o callase. Todo, finalmente, era
delito en el triste mancebo, no menos el silencio que las palabras: ni le
aseguraba el de la noche, dando su mujer menuda cuenta a su madre Livia, y ella
a Seyano, de las vigilias, de los sueños y de los suspiros. El cual llevó a su
parcialidad a Druso, hermano de Nerón, dándole esperanza de llegar al primer
lugar si derribaba a su hermano mayor, ya de suyo bien quebrantado. La
naturaleza altiva de Druso, añadido el deseo de llegar a la suma grandeza y la
emulación acostumbrada entre hermanos, tomaba gran aumento con la envidia,
viendo que su madre Agripina mostraba mayor amor a Nerón. Mas no por esto
favorecía Seyano a Druso, de manera que dejase de ir premeditando para con él
también la semilla de su futura ruina, conociéndole por mozo indómito y feroz, y
por muy fácil a ser insidiado.
LXI. A la fin del año murieron dos varones señalados: Asinio Agripa, nacido no
tanto de antigua familia cuanto de claros y valerosos progenitores, de los
cuales no degeneró, y Quinto Haterio, de linaje de senadores y de famosa
elocuencia mientras vivió. Sus escritos no son ahora tan estimados,
prevaleciendo en él más la eficacia del decir que no el arte; y así como el
estudio y los trabajos de los otros fueron ganando opinión con el tiempo, así la
voz sonora y aquel torrente de Haterio acabaron con él.
LXII. En el consulado de Marco Licinio y Lucio Calpurnio, un mal improviso, que
feneció en su principio, puede igualarse al estrago de cualquier guerra. En
Fidenas un cierto Atilio, de casta de libertos, fabricó un anfiteatro para
celebrar el juego de gladiatores, sin afirmar bien en lo macizo los fundamentos
ni encadenar las vigas y tablas sobrepuestas, como aquél que se había movido, no
por abundancia de dineros que tuviese o por ganar la gracia a los ciudadanos,
sino sólo por el interés de una vil ganancia. La gente que se deleitaba en
semejantes cosas, tenidas en ningún entretenimiento en tiempo de Tiberio, acudió
de toda edad y sexo, y por la vecindad del puesto (12) en tanto número, de que
se aumentó tanto más el daño, que en acabando de henchirse de gente aquella
máquina se abrió: y entre los que cogió a plomo debajo y trajo al suelo consigo,
precipitó y cubrió una inmensa cantidad de personas ocupadas en mirar el
espectáculo, y muchos de los que estaban alrededor del edificio. Los que
tuvieron suerte de morir al principio de aquel trabajo evitaron infinitos
tormentos; pero los que se pudieron tener por más miserables eran los que,
habiendo perdido una parte de sus cuerpos, conservaban todavía la vida, y de día
por la vista y de noche por el llanto y por los gemidos reconocían a sus mujeres
o a sus hijos. De los demás, que no habiéndose hallado en aquel espectáculo
acudían a la fama de la desgracia, unos lloraban al hermano, otros al primo,
quién al padre, quién a la madre, y muchos a todos estos parentescos juntos. Y
los que por varias causas tenían ausentes a sus amigos y a sus deudos estaban
también con temor; tal que, hasta que se supo de cierto a quién tocaba el daño,
el miedo fue universal.
LXIII. En acabando de quitar las ruinas corrió cada cual a besar y abrazar a sus
muertos; y muchas veces, por el rostro desfigurado o por semejanza de él o de la
edad, nacía confusión y no pequeño contraste al reconocer cada uno los suyos;
habiéndose hallado entre muertos y estropeados en aquella ruina cincuenta mil
personas (13). Proveyó el Senado que ninguno de allí adelante pudiese hacer
juego de gladiatores que no tuviese por lo menos diez mil ducados (cuatrocientos
mil sestercios) de hacienda, ni se hiciese anfiteatro que no fuese bien firme y
seguro, y Atilio fue condenado en destierro. En esta ocasión estuvieron abiertas
a todas las casas de la gente principal y rica, con médicos y medicinas,
representándose en aquellos días Roma, aunque afligida y triste, como en los
tiempos antiguos, cuando después de las sangrientas batallas sustentaban los
heridos con dádivas y buenos tratamientos.
LXIV. Apenas había acabado de suceder este trabajo cuando la violencia del fuego
afligió extraordinariamente a la ciudad, quemándose el monte Celio. Tenían todos
a aquel año por desdichado, y afirmando haber hecho resolución de partirse el
príncipe con mal agüero, le culpaban, como acostumbra el vulgo, hasta de los
casos fortuitos; mas él lo remedió con mandar restaurar los daños a todos: de
que se le dieron gracias por los nobles en el Senado, y con el pueblo ganó gran
fama; porque sin ambición y sin ruegos de sus amigos había ayudado y socorrido
con su propia liberalidad, llamando y haciendo participantes hasta a los no
conocidos por él. Añadióse el parecer del Senado que de allí adelante el monte
Celio se llamase Augusto, porque ardiendo todo lo demás quedó solamente intacta,
en casa de Junio, senador, la estatua de Tiberio. Que había sucedido lo mismo
antiguamente a la estatua de Claudia Quinta (14), escapada dos veces del fuego,
y a esta causa consagrada de nuestros mayores en el templo de la madre de los
dioses; que se echaba bien de ver que los Claudios eran santos y amados de los
dioses y que así convenía aumentar las ceremonias en aquel lugar donde ellos
habían querido honrar a un príncipe tan grande.
LXV. No será fuera de propósito dar cuenta cómo aquel monte fue antiguamente
llamado Querquetulano, por la abundancia y fecundidad de los robres que en él se
criaban. Llamóse después Celio, de Celo Viviena, capitán de los etrurios, el
cual, viniendo en socorro de Tarquino Prisco, o bien de otro rey, que en esto
difieren los escritores, tuvo aquel sitio por alojamiento de su gente, cuya
muchedumbre, de que no se duda, ocupaba también el llano y los lugares vecinos
al foro; de donde vino el llamarse Tusco aquel barrio, tomando el apellido de
los forasteros que se alojaron en él.
LXVI. Mas así como la caridad de los grandes personajes y el donativo del
príncipe habían traído algún consuelo a tan infelices accidentes, así la
violencia de los acusadores, haciéndose cada día mayor y más molesta, iba
creciendo sin remedio. Varo Quintilio, hombre rico y cercano pariente de César,
había sido acusado por Domicio Atro, aquel mismo que había hecho condenar a
Claudia Pulcra, madre del mismo Quintilio. Mas no era maravilla que éste, ya
mucho tiempo pobre y gastadas luego pródigamente las nuevas recompensas, se
arrimase después a semejantes maldades; pero lo que se tuvo por milagro fue que
le acompañase Publio Dolabela en proseguir esta acusación, porque, nacido de
gente ilustre y pariente de Varo, ofendía a un mismo tiempo a su nobleza y a su
propia sangre. Hizo resistencia el Senado, y deliberó que se aguardase al
emperador, no hallándose otro refugio que el tiempo a tan urgentes males.
LXVII. Mas César, habiendo dedicado sus templos por la provincia de Campania,
aunque mandase por edicto público que ninguno se atreviese a interrumpirle su
quietud, y pusiese soldados para impedir el concurso de los naturales del país,
cansado con todo eso de los municipios, de las colonias y de todos los lugares
situados en tierra firme, se escondió en la isla de Capri, apartada del
promontorio de Sorrento espacio de tres millas de mar; agradándole aquel puesto,
a lo que creo por la soledad, porque el mar entorno, privado de puerto, no
recibe sino bajeles pequeños, ni era posible arrimarse alguno sin ser
descubierto por las guardias. Gozaba de un cielo templado y agradable en el
invierno a causa de tener los montes opuestos al ímpetu del viento, y en el
verano el estar vuelta aquella isla al Favonio, con el mar libre y abierto por
todas partes, y el gozar de la vista de aquel agradable seno, antes que el monte
Vesubio con sus cenizas mudase la forma de aquellos lugares, la hacían
extremadamente apacible y amena. Es fama que los griegos poseyeron toda aquella
tierra, y que fue poblada la isla de Capri por los teleboyos (15). Ocupábase
Tiberio en el edificio de doce casas de placer, y cuanto antes atento a los
negocios públicos, tanto ahora empantanado en sus deleites y perdido en el ocio
infame. Duraban todavía las sospechas y la temeridad en darles crédito; las
cuales Seyano, acostumbrado a acriminarlas en Roma, las iba procurando hacer
mayores con la persecución, no ya encubierta, contra Agripina y Nerón, no sólo
teniéndoles cerca soldados que registrasen como anales todas sus acciones, con
quién platicaban, quién entraba en su casa y todo lo que hacían en público o en
secreto, sino instruyendo a otros que los aconsejasen el huirse a los ejércitos
de Germania, o que en el mayor concurso de gente congregada en el foro se
abrazasen con la estatua de Augusto, llamando al pueblo y al Senado en su ayuda;
y de todas estas cosas, contradichas por ellos, les hacían cargos después como
si hubieran querido ejecutarlas.
LXVIII. Hechos cónsules Junio Silano y Silio Nerva, se dio a este año un infame
principio con la prisión de Ticio Sabino, caballero romano, amigo de Germánico,
porque no había dejado de ser, como antes, aficionado a su mujer y a sus hijos,
cortejándolos en casa y fuera de ella; sólo entre tantos amigos, y por esto
tanto más loado de los buenos y aborrecido de los malos. Latinio Laciar, Porcio
Catón Petilio Rufo y Marco Opsio, que todos habían sido pretores por deseo del
consulado a que no se podía llegar sino por vía de Seyano, ni su gracia, era
posible ganada con otra cosa que con traiciones y maldades, acometen al pobre
Sabino, concertando entre ellos que Laciar, algo familiar suyo, ordenase el
engaño, y que sirviendo los demás de testigos se comenzase la acusación. Laciar,
pues, primero con palabras que parecían dichas acaso, después loando la
constancia con que habiéndose mostrado amigo de aquella casa en su felicidad, no
la había desamparado, como otros, en la adversa fortuna, discurría tras esto
honradamente de Germánico, mostrando compadecerse mucho de Agripina; y habiendo
Sabino, como suelen ser tiernos en las calamidades los ánimos humanos, reventado
en lágrimas y suspiros, comenzó más atrevidamente a vituperar a Seyano su
crueldad, su soberbia, sus esperanzas, sin abstenerse de culpar también a
Tiberio. Estos razonamientos, como de cosas prohibidas, causaban entre ellos una
apariencia de estrechísima amistad. Tras esto no sabía ya Sabino vivir sin
Laciar. Búscale en su casa, desfoga con él sus dolores como con un amigo
cordialísimo.
LXIX. Consultan en tanto los que tengo dicho la forma en que podían hacer que
oyesen muchos estas pláticas, porque al lugar adonde los dos se hablaban era
necesario darle forma de escondido, y el acechar detrás de la puerta era ponerse
a peligro de ser oídos o vistos, o de causar algún género de sospecha en el
insidiado. Tres senadores, pues, usando no menos detestable engaño que sucio
escondrijo, se meten entre el zaquizamí y el techo, y apercibiendo el oído le
aplican a los resquicios y hendiduras de las tablas. Entretanto, Laciar
haciéndose encontradizo en la plaza con Sabino, como para darle cuenta de algo
de nuevo, le lleva a su casa y a su aposento, donde comienza a replicar a vuelta
de los presentes discursos, también los ya pasados entre ellos, acumulando
nuevos temores. Respóndele Sabino a propósito, volviendo a confirmar lo pasado y
añadiendo mucho más; porque comenzando una vez un hombre a descubrir su tristeza
y a publicar sus quejas, con dificultad se va a la mano. Solicitada con esto la
acusación, no se avergonzaron de escribir a César la orden del engaño y
juntamente su propio vituperio. No se vio aquella ciudad jamás tan afligida y
amedrentada como entonces, recatándose todos hasta de las personas más suyas;
huíanse las conversaciones, las pláticas y los oídos, tanto de conocidos como de
extraños; hasta las cosas inanimadas y mudas causaban sospecha; los techos y las
paredes se reconocían y se investigaban.
LXX. Mas César en sus cartas para el Senado, dándole primero el buen principio
de año por las calendas de febrero, vino a tratar de Sabino, quejándose de que
había tentado los ánimos de algunos de sus libertos en daño de su propia
persona, y pidiendo claramente su castigo. Viose sin diladón su causa, y al
punto fue arrastrado a la muerte, gritando él a grandes voces, cuanto le era
concedido por las vestiduras en que le traían envuelto, y por los cordeles con
que le apretaban la garganta: Mirad qué buen principio de año; notad las
víctimas que se matan a Seyano. Con esto, dondequiera que volvía los ojos, donde
encaminaba las palabras se huían los circundantes dejándolo todo en soledad.
Desamparábanse las calles y las plazas, salvo algunos, que volviendo atrás,
procuraban ser vistos de nuevo, temerosos de sólo haber temido. Porque, ¿en qué
día se podía estar sin miedo de castigo, si entre los sacrificios y entre los
votos, en cuyo tiempo es costumbre abstenerse hasta de las palabras profanas, se
ejercitaban las cadenas y los lazos? No se ha concitado -decían- Tiberio tanto
aborrecimiento de balde; antes ha buscado y premeditado la ocasión para mostrar
que ninguna cosa puede impedir que los nuevos magistrados, de la manera que en
estos días se suelen abrir los templos y los altares, tengan abiertos también
los calabozos y patentes las cárceles. Llegaron luego otras cartas en
agradecimiento de haber castigado a un hombre enemigo de la República. Añadiendo
que se hallaba obligado a pasar una vida triste y temerosa, viéndose sujeto a
recatarse de las asechanzas de sus enemigos, pero sin señalar alguno; mas no
estaba en duda de que lo entendía por Nerón y Agripina.
LXXI. Si yo no hubiera determinado de referir de por sí los sucesos de cada año,
de buena gana me hubiera anticipado a contar el fin que tuvieron Latinio, Opsio
y los demás inventores de estas maldades, no sólo después que sucedió en el
Imperio Cayo César, mas también en vida de Tiberio, el cual, así como no quería
que nadie se atreviese a castigar a los ministros de sus crueldades, así, las
más veces, cansándose de ellos y hallados otros para el mismo ejercicio, afligía
él mismo a los malsines viejos con enfado particular; mas del castigo de éstos y
otros como ellos diremos a su tiempo. Asinio Galo, de cuyos hijos era tía
Agripina (16), propuso que se escribiese al príncipe que manifestase al Senado
de quién se temía, y los dejase hacer a ellos. No amaba Tiberio, a lo que se
creyó siempre, ninguna de sus virtudes tanto como a la disimulación; de que le
resultó tanto mayor disgusto por haber de descubrir lo que deseaba tener
secreto. Mas Seyano le mitigó, no por hacer servicio a Galo, sino porque no
dilatase más el príncipe en descubrir su pecho, sabiendo que así como era largo
en deliberar, así en resolviéndose una vez solía acompañar las malas palabras
con cruelísimas obras. En este tiempo murió Julia, nieta de Augusto, la que,
habiendo sido convencida de adulterio y desterrada por ello a la isla de
Trimeria, no lejos de las riberas de Pulla, después de haber sufrido veinte años
de destierro, mantenida entretanto de la hacienda de Augusta, la cual, habiendo,
por vías ocultas, arruinado a sus hijastros cuando estaban en su grandeza,
mostraba después compadecerse de ellos en las miserias.
LXXII. En este mismo año rompieron la paz los frisones, pueblo de allá del Rin,
más por avaricia de los nuestros que por deseo que ellos tuviesen de sacudir el
yugo. A éstos, por su mucha pobreza, había impuesto Druso un tributo harto
moderado; es, a saber, que pagasen cierta cantidad de cueros de bueyes para el
uso de los soldados, sin especificar más de su calidad o medidas, hasta que,
puesto al gobierno de Frisa Olennio, uno de los primipilares, escogió las
espaldas de ciertos bueyes salvajes llamados uros, pidiéndolos de aquella misma
grandeza. Esto, difícil aun entre las demás naciones, era más difícilmente
sufrido por los germanos, teniendo los bosques llenos de grandes fieras, mas muy
pequeños los ganados domésticos. Daban por esto al principio los mismos bueyes,
después sus campos y, a lo último, consignaban por esclavos a sus mujeres e
hijos. Nacieron de aquí el enojo y las quejas, y visto que no les eran de
provecho, tomaron por remedio la guerra. Echan mano de los soldados exactores
del tributo, y pónenlos en sendas horcas. Olennio se escapó huyendo de la primer
furia, retirándose después a una fortaleza llamada Flevo (17), donde con un buen
presidio de romanos y confederados se guardaban las riberas del Océano.
LXXIII. Avisado de esto Lucio Apronio, protector de la Germania inferior, y
convocadas las banderas de las legiones de las provincias de arriba, con
infantes y caballos escogidos de los auxiliarios, pasando el Rin ambos ejércitos
juntos, van sobre los frisones; habiendo ya los rebeldes levantado el cerco de
aquella fortaleza y vuelto a defender sus casas. Apronio, pues, hechos puentes y
calzadas sobre las lagunas y brazos de mar para pasar más cómodamente sus
escuadrones gruesos, hallados entretanto los vados, envía el ala de caballos
caninefates (18) y toda la infantería germana que militaba entre nosotros a dar
en la retaguardia del enemigo. El cual, puesto en batalla, pone en huida dos
escuadrones confederados y los caballos de las legiones enviados en su socorro.
Entonces arrojan de delante tres cohortes a la ligera, después otras dos, y poco
después, con más velocidad, nuevas tropas de caballos; fuerzas que todas juntas
hubieran hecho mucho efecto, pero llegando por intervalos y unos después de
otros, no sólo no bastaron a hacer volver el rostro a los que ya iban rotos, mas
de los mismos que huían quedaban ellos también desbaratados. Para cuyo remedio
consigna lo restante de los confederados a Cetego Labeón, legado de la legión
quinta, el cual, viendo las cosas reducidas a mal partido, envió a pedir socorro
a las legiones. Entran de vanguardia en la refriega con valor los de la quinta,
y rechazado el enemigo rescatan las cohortes y los caballos, harto débiles por
las heridas y cansados del trabajo. No siguió la venganza el capitán romano, ni
menos hizo enterrar los muertos, aunque lo quedaron muchos tribunos, prefectos y
centuriones señalados. Súpose después por los fugitivos cómo en la selva
consagrada a quien llaman Baduena, habían sido muertos novecientos romanos,
después de haber peleado sin dejar las armas hasta el día siguiente, y que otro
golpe de cuatrocientos, ocupada cierta casería de Crutorix, que había militado
con los romanos, medrosos finalmente de traición, se habían muerto los unos a
los otros.
LXXIV. Engrandecióse mucho por estos sucesos la fama de los frisones en
Germania, disimulando el daño de Tiberio por no atreverse a dar a alguno el
cargo de aquella empresa. No se daba por entendido el Senado de una deshonra
como aquélla, recibida en los últimos confines del Imperio. Teníales apretado el
ánimo otro más interno y cercano temor, para el que no hallaban otro remedio
sino adulaciones y lisonjas; tanto que, proponiéndose cosas muy diferentes,
decretaron que se hiciesen dos altares, uno a la Clemencia y otro a la Amistad,
y que junto a ellas se pusiesen las estatuas de César y de Seyano, rogando
incesantemente a entrambos que se dignasen de dejarse ver. Mas no por esto
llegaron a Roma, ni a los lugares vecinos, pareciéndoles mucho haberse
desaislado un poco y héchose ver en la provincia de Campania, adonde acudieron
con presteza los senadores, los caballeros y gran parte del pueblo, todos
desalentados por Seyano, cuya audiencia, cuanto se alcanzaba con mayor
dificultad, tanto más se iba procurando con secretas inteligencias y con hacerse
cada cual compañero de sus designios. Echábase claramente de ver que se
aumentaba su insolencia al paso que iba creciendo en aquella gente el gusto de
tan fea y pública servidumbre; porque en Roma, como es grande y continuo el
concurso, no se puede conocer, a causa de la grandeza de la ciudad, lo que cada
uno intenta o pretende. Más allí, echados en el campo o en la ribera de la mar,
sin distinción de personas, noche y día estaban todos procurando ganar la gracia
y favor de los porteros, o sufrir con paciencia su arrogancia. Hasta que aun
esto se les vedó también, volviéndose a Roma amedrentados aquéllos a quien
Seyano no había hecho dignos de sus palabras ni de su vista; aunque otros, más
contentos y confiados, a los cuales, por su infelice amistad, se aparejaba
notable ruina.
LXXV. Mas Tiberio, habiendo en su presencia hecho desposar con Agripina, hija de
Germánico, a Cneo Domicio, mandó que las bodas se celebrasen en Roma. A Domicio,
a más de la nobleza de su linaje, valió mucho el ser pariente de los Césares,
habiendo tenido por abuela a Octavia y siéndole tío por esta razón Augusto.
Notas
(1) Ley contra el adulterio promulgada por Augusto en el año 782 de Roma.
(2) Del nombre del pueblo Limnoe, en griego Aimnai, los pantanos, situado en los
confines de la Laconia y la Mesinia, cuyos habitantes mantenían un templo en
común.
(3) Preciábanse los del linaje Julio de descender de Eneas, hijo de Anquises y
de Venus, y como Tiberio había sído adoptado por Augusto, y la adopción daba
todos los derechos de la consanguinidad, de ahí que el emperador pudiese
llamarse a sí mismo consanguíneo de Venus.
(4) De que Tácito asegure que Rutílio fue desterrado de Roma en vírtud de las
leyes -dice Burnouf-, no debe deducírse que aprueba su destierro. ¿Acaso no se
invoca siempre a éstas hasta para condenar a un inocente? El proceso de Rutílio
tuvo lugar en el ano 662 de Roma. Habiase atraído el odio de los caballeros
ayudando a Escévola, procónsul de Asia, a reprimir los latrocinios de los
arrendadores; y como éstos eran en su mayor parte caballeros, y el orden
ecuestre estaba en posesíón exclusiva de los juicios, era casi imposíble que
siendo acusado de los mismos crímenes que él mísmo había perseguido, por sus
propios acusadores, no fuese por éstos condenado. Retiróse en Asia donde fue
acogído como un bíenhechor. Hallábase en Esmírna cuando Mitrídates mandó
degollar a todos los cíudadanos romanos establecidos en aquellas comarcas, y
huyó disfrazado, si es que no debió su salvación, como generalmente se cree, al
respeto que inspiraban sus virtudes.
(5) Alusión al bardito o canto de guerra de los germanos, y a su costumbre de
acompañar dicho canto golpeando los escudos con sus armas.
(6) Los habitantes de Ilium pretendían que su ciudad ocupaba el sitio donde
había estado la antigua Troya, a pesar de hallarse a treinta estadios de
distancia. Durante mucho tiempo no fue llium más que un miserable villorrio.
Alejandro y después Lisímaco le agrandaron. Arruinada por Fimbria en 668, fue
reediticada por Sila y después por César.
(7) Halicarnaso, capital de la Caria, célebre por su puerto, sus fortificaciones
y sus riquezas no menos que por el famoso sepulcro de Mausoleo, que era tenido
por una de las siete maravillas del mundo. Fue patria de Heródoto y de Dionisio,
historiador de las antigüedades romanas.
(8) Tiberio salió de Roma en 779 y murió en 790 (30 de J. C.); asi, pues, su
ausencia duró once años.
(9) He aqui, en contraposición del retrato que traza Tácito de Tiberio en su
vejez, el que nos ha dejado Suetonio de él en su edad madura: Corpare fuit amplo
atque robusto; statura quod justam excederet; latus ab humeris e pectore;
caetens quoque membris usque ad imos pedes aequalis et congruens ... facíe
honesta, in qua tamen crebri et subiti tumores. (Suet. Tib., 68).
(10) El abuelo del emperador de este nombre. Fue gran jurisconsulto; se dejó
morir de hambre en Capri para no ser testigo de los crímenes de Tiberio.
(11) Hoy Sperlonga, en Nápoles, cerca de Fondi, en la orilla del mar. Amycla,
pueblo del Lacio entre Gaeta y Terracina.
(12) Fidenas estaba situada, según el cálculo de D' Anville, a unas cinco millas
escasas de Roma.
(13) No tiene este número nada de sorprendente si se toma en cuenta la mucha
capacidad de los anfiteatros, y se recuerda que el de Vespasiano, entre otros,
podía contener ciento y nueve mil espectadores.
(14) Es la misma de la cual refiere T. Livio que arrastró con su cinto la nave
que llevaba la madre de los dioses, y que acababa de llegar de Pesinunta.
(15) Eran, según Estrabón, un pueblo de Acarnania.
(16) Agripina era tía de los hijos de Asinio Galo, porque Yipsania, esposa de
éste, era hermana consanguínea de aquélla.
(17) Hoy Hoorn.
(18) Los caninefates habitaban la parte occidental de la isla de los bátavos.
LIBRO QUINTO
Fragmento
Muere Livia Augusta, madre de Tiberio. - Crece la potencia de Seyano. - Agripina y Nerón, su hijo, acusados al Senado por cartas de Tiberio. - No mucho después, descubiertos los intentos depravados de Seyano, cae con grande y general estrago de sus amigos. - Publícase un falso Druso en las islas Cícladas, y queda preso por diligencias y cuidado de Popeo Sabino.
I. En el consulado de Rubelio y de Fusio, entrambos por sobrenombre Géminos,
murió Julia Augusta en extremada vejez; mujer de esclarecido linaje por la
familia Claudia y por la adopción de los Livios y Julios. Su primer matrimonio y
sus primeros hijos fueron de Tiberio Nerón, el cual, fugitivo en la guerra de
Perusa (1), seguida después la paz entre Sexto Pompeyo y los triunviros, se
tornó a Roma. César después, prendado de su gran hermosura, la quitó a su
marido: dúdase si fue con su voluntad o sin ella; lo cierto es que se la metió
en casa con tanta prisa, que no tuvo paciencia para aguardar que pariese. No
tuvo después de esto más hijos; pero unida con la sangre de Augusto por el
matrimonio de Agripina y Germánico (2), alcanzó a ser bisabuela de los que
también eran bisnietos de Augusto. Gobernó su casa con la santidad de costumbres
que se usaban antiguamente, aunque con mayor afabilidad y llaneza de lo que
hubieran loado las mujeres de aquellos tiempos. Fue madre sin poder alguno para
con su hijo, mujer tratable y fácil a su marido, y harto acomodada a los
artificios del uno y a la disimulación del otro. Sus exequias fueron ordinarias,
y su testamento tardó mucho en ponerse en ejecución. Loóla a pro rostris su
bisnieto Cayo César (3), que después fue emperador.
II. Mas Tiberio, excusándose por cartas de no haberse podido hallar a las
últimas obligaciones para con su madre respecto a muchos y graves negocios,
aunque sin dejar un punto sus deleites y recreos, cercenó como por modestia los
honores decretados largamente del Senado, contentándose con algunos pocos, y
añadiendo que en ninguna manera se le ordenase culto y religión celeste, por
cuanto ella lo había mandado así. Y en un capítulo de la misma carta reprendía
las amistades y favores mujeriles, culpando tácitamente al cónsul Fusio. Éste se
había hecho grande con el favor de Augusta, y era hombre harto acomodado a ganar
la voluntad de las mujeres; decidor tan atrevido, que solía burlarse de Tiberio
con gracias mordaces, de que los hombres tan poderosos se olvidan tarde.
III. Después de esto comenzó a empeorarse la forma del gobierno, haciéndose
mucho más pesado, duro y riguroso; porque viviendo Augusta, quedaba todavía una
cierta forma de refugio a causa del envejecido respeto de Tiberio para con su
madre, y porque Seyano no se atrevía a oponerse a su autoridad; mas en viéndose
sin ella comenzaron a precipitarse como caballos desenfrenados. Y por buen
principio envían cartas contra Agripina y contra su hijo Nerón, persuadiéndose
el vulgo a que, habiendo sido despachadas antes, no había querido Augusta que se
publicasen, visto que se recitaron poco después de su muerte. Estaban estas
cartas llenas de palabras picantes y de exquisita malicia contra el nieto; no
que le inculpase de cosas de armas, ni de haber mostrado deseo de novedades,
sino de amores ilícitos y de otros diversos géneros de deshonestidades. Contra
la nuera, no atreviéndose a fingir cosas de esta calidad, acusaban la arrogancia
del aspecto y la altivez del ánimo. Oyó las el Senado con particular temor y
silencio, hasta que algunos pocos, acostumbrados a no esperar bien alguno por
medios honestos, sino a procurar favores a costa del daño universal, requirieron
que se introdujese la causa, mostrándose el más pronto de todos Cota Mesalina
con su voto atroz. Mas los otros principales, y en particular magistrados,
estaban con miedo, porque aunque Tiberio se había quejado con gran
resentimiento, había con todo eso dejado en duda lo demás.
IV. Hallóse en el Senado Junio Rústico, escogido por Tiberio para notar y
registrar los actos de los senadores (4), a cuya causa estaba en común opinión
de saber con certidumbre sus más íntimos secretos. Éste, movido de fatal
impulso, no habiendo dado hasta entonces alguna muestra de constancia, o de
alguna impertinente diligencia, mientras olvidado de los peligros inminentes
teme los inciertos y dudosos, arrimándose a los que estaban perplejos, persuade
a los cónsules a no votar la causa, discurriendo: Que las cosas grandes y
levantadas podían trastornarse en un momento, y que era bien dar algún intervalo
para que el viejo tuviese lugar de arrepentirse. El pueblo, entonces, llevando
consigo las estatuas de Agripina y de Nerón, rodea el palacio gritando, con buen
agüero de César y deseándole mil bienes, que las cartas eran falsas, y que
contra la voluntad del príncipe se procuraba la ruina de aquella casa. Con esto
no se hizo ninguna triste ejecución aquel día. Leíanse públicamente con falso
nombre de personas consulares sentencias fingidas contra Seyano, ejercitando
muchos escondidamente, y por esto con tanta mayor libertad, las quimeras de sus
ingenios. Causaban estas cosas en él más vehemente enojo, y de nuevo le daban
materia de acriminarlas, diciendo: Que en el Senado no se hacía caso del dolor
del príncipe; que se alteraba el pueblo a gusto del Senado; que se leían ya y se
oían nuevas oraciones y nuevos decretos de los senadores; que no faltaba sino
tomar las armas, y por cabezas y emperadores a aquellos cuyas estatuas habían
seguido en lugar de banderas.
V. Por lo cual César, declarando otra vez los vituperios del nieto y de la nuera
y reprendido ásperamente y amenazado el pueblo por un edicto, se dolió con el
Senado de que por engaño de un senador hubiese sido menospreciada la majestad
imperial, y se advocó la causa. Con esto, viendo el Senado que le era prohibido
el pasar a la final sentencia, protestó de que estando dispuestos todos a la
venganza, eran impedidos por los mandamientos del príncipe.
..........................
He aquí el sumario de los hechos más importantes que debían llenar el vacio que
hallamos aquí en Tácito, y que comprende el final del año corriente, todo el que
sigue y las tres cuartas partes del tercero, sacados de Suetonio, Josefo y Dion
Casio:
Matrimonio de Druso, hijo de Germánico, con Emilia Lépida. - Son condenados
todos los amigos de Augusta. - Agripina (presa por orden de Tiberio y llevada a
la isla Pandataria. -El tribuno encargado de llevarla le saca un ojo. -
Destierro de Nerón, hijo mayor de Germánico, a la isla Poncia (hoy Ponza).
Año 783. - Druso es enviado de Caprera a Roma, acusado por el cónsul Casio
Longino, y encerrado en el palacio. - Honores prodigados a Seyano por el Senado.
- Mientras que Asinio Galo, enviado a Tiberio, cena con él, un pretor enviado
por el Senado, a consecuencia de una carta del mismo príncipe que le denunciaba,
viene a apoderarse de él estando en la mesa. Asinio intenta suicidarse. Tiberio
se lo estorba y le hace conducir a Roma, obligándole a guardar el más riguroso
secreto.
Año 784. - El Senado quiere conceder el consulado a Tiberio y a Seyano por cinco
años. Tiberio se niega a aceptarlo a fin de que Seyano tenga que hacer lo mismo.
- El emperador desconfía de su favorito, a quien niega el permiso de volver a
Caprera. - Tiberio hace que Cayo tome la toga viril y deja entrever su intención
de nombrarle su heredero. - Ordena la muerte de Nerón. - Seyano, al verse caído
en desgrada, conspira contra Tiberio, quien, al saberlo, después de haber
disimulado algún tiempo, le manda prender en medio del Senado por Macrón. -
Seyano es encarcelado, estrangulado y arrojado a las Gemonias. - Su hijo mayor y
su tío Bleso son muertos por orden del Senado. - Apicata, su esposa repudiada,
se da la muerte después de haber revelado a Tiberio los autores del
envenenamiento de Druso. Tiberio perdona a Livia, según unos, y según otros la
hace matar secretamente. - Continúan las persecuciones contra los amigos de
Seyano.
Por tu mala fortuna, ¡oh Tácito! (dice Lipsio unas palabras casi en esta
substancia en la octava anotación sobre el libro quinto), faltan aquí no
solamente páginas, sino libros enteros, pereciendo con ellos la memoria de las
cosas sucedidas en el espacio de casi tres años, especial el destierro de
Agripina y sus hijos, los designios y empresas de Seyano, su muerte y castigo,
junto con una gran tropa de amigos y allegados suyos, y principalmente el de su
infame y vil mujer Livia: al fin la flor de tus escritos. ¡Oh ciega antigüedad,
que teniendo cuidado de preservar de las injurias del tiempo a los Orosios, a
los Vopiscos y a otros historiadores menudos de esta clase, te olvidaste de
conservar este oro acendrado!.
Y más abajo, en la siguiente anotación, añade que todo lo arriba dicho sucedió
al principio del año en que fueron cónsules Fufio y Rubelio; y lo que luego
refiere, siéndolo Cayo Memmio Régulo y Fulcinio Trion. De suerte que faltan
todos los sucesos de este año, que fue el de setecientos ochenta y dos de la
fundación de Roma; y el siguiente, en que fueron cónsules Marco Vinicio y L.
Casio y muchos del año en que volvemos a cobrar el hilo de la historia, que es
el de setecientos ochenta y cuatro, en que habiendo sido cónsules Tiberio y
Seyano, les sucedieron Trion y Régulo, desde las calendas de mayo. Entra, pues,
de nuevo la narración con unos fragmentos tan desencuadernados, que los dejara
de buena gana, a no obligarme a lo contrario la autoridad de Lipsio, que los
pone, y por su camino más la de nuestro autor, cuyos retazos es cierto que
tienen más valor que piezas enteras de otros muchos; y dice así:
VI. Hiciéronse sobre esta materia (5) cuarenta y cuatro oraciones, de las cuales
pocas por temor, muchas por costumbre ... Pensé que pudiera ocasionarme a mí
vergüenza o aborrecimiento a Seyano ... Trocádose ha la suerte, y aquél que le
había escogido por compañero y por yerno se perdona a sí mismo. De los demás,
los que con infamia le favorecieron le persiguen con maldad ... No me atrevo a
determinar cuál sea cosa más miserable, ser uno acusado por conservar la
amistad, o acusar él a su amigo ... No pienso hacer experiencia de la crueldad o
de la clemencia de hombre viviente, antes bien, libre y probado para conmigo
mismo, iré en busca del peligro rogándoos que no queráis conservar de mí antes
triste que alegre memoria, y que me pongáis en el número de los que con generoso
fin huyeron las públicas calamidades.
VII. Dicho esto, gastó gran parte del día en retener o despedir a cada uno,
conforme a como querían irse o conversar con él. Y mientras todavía le hacía
compañía gran número de gente, y muchos que, por verle el rostro sin muestras de
temor, pensaban que no se resolvería tan presto en morir, sacando un cuchillo
que había escondido en el seno, se mató. No pasó César a inculpar o a injuriar
al muerto, como hizo con Bleso, a quien imputó muchos casos infames y feos.
VIII. Tratóse después la causa de Publio Vitelio y de Pomponio Secundo. Vitelio
era acusado de haberse ofrecido a abrir las arcas del Tesoro público, como
prefecto que era del Erario, para pagar de aquel dinero a la gente de guerra,
caso que se tentasen novedades; y a Pomponio inculpaba Considio, varón pretorio,
de haber tenido tan estrecha amistad con Elio Galo, que, castigado Seyano, se
retiró como a segurísimo refugio a los huertos de Pomponio. Estando en este
peligro, no se pudieron librar con otra cosa que con la constancia de sus
hermanos, que se atrevieron a salirles fiadores. Vitelio después, enfadado de
las continuas prorrogaciones, y no menos impaciente de la esperanza que del
temor, pidiendo un cuchillo de cortar plumas, como para servirse de él en sus
estudios, se picó ligeramente las venas, y con impaciencia y angustia de ánimo
acabó la vida. Mas Pomponio, que era hombre de generosas costumbres y de
nobilísimo ingenio, mientras sufre constantemente la adversidad de su fortuna,
vivió al fin más que Tiberio.
IX. Pareció después justo el proceder contra los hijos de Seyano, puesto que se
iba resfriando ya la ira del pueblo, quedando muchos aplacados con los primeros
castigos, y así fueron llevados a la cárcel el hijo, que no le faltaba del todo
el conocimiento de lo que se pretendía hacer con él, y su hermanilla, todavía
tan simple, que por momentos preguntaba a qué y adónde la llevaban, que no lo
haría otra vez, y que bastaban unos azotes. Escriben los autores de aquel tiempo
que, porque era cosa nunca oída el quitar la vida con lazo y garrote a una
virgen, se tornó por expediente que el verdugo la desflorase junto al mismo
lazo. Tras esto, ahogados aquellos cuerpecitos de tan tierna edad fueron
arrojados por las escalas Gemonias.
X. En este mismo tiempo tuvieron un gran espanto las provincias de Asia y Acaya,
por ocasión de cierta voz que corrió, aunque menos durable que vehemente, de que
Druso, hijo de Germánico, había sido visto en las islas Cíclades, y después en
tierra firme. Era éste un mozo de la misma edad que Druso, a quien seguían
engañosamente algunos libertos de César fingiendo haberle conocido. Los que
nunca vieron a Druso, y los griegos inclinados a novedades y a milagros, venían
llamados de la fama de aquel nombre, fingiendo unos y creyendo otros a un mismo
tiempo que, escapado de las prisiones, iba a los ejércitos de su padre para
asaltar a Egipto o a Siria. Ya tenía el concurso de la juventud, ya comenzaba a
ser honrado con públicos cumplimientos, alegre del estado presente y lleno de
vanas esperanzas, cuando fue acusado a Popeo Sabino. El cual, teniendo a su
cargo entonces a Macedonia, cuidaba también de las cosas de Acaya. Para
prevenir, pues, a la nueva, o verdadera o falsa que fuese; pasados con
diligencia los golfos de Toron y de Termes, y dejando tras sí a Eubea, isla en
el mar Egeo, el Pireo de Atenas y las playas de Corinto, entrando en el otro
mar, atravesada la estrechura del Istmo, llegó a Nicópoli, colonia de romanos,
donde entendió finalmente ... y preguntado con mayor diligencia quién era, dijo
ser hijo de Marco Silano, y que desamparado de muchos de sus secuaces, se había
embarcado como para pasar a Italia. Escribiólo todo a Tiberio: ni del principio
ni del fin de este suceso habemos hallado otra cosa.
XI. A la fin de este año acabó de declararse del todo la discordia entre los
cónsules, disimulada largo tiempo. Porque Trion, fácil en ganar enemistades y
curtido en pleitos, había indirectamente culpado a Régulo de negligencia en el
oprimir los ministros de Seyano. Régulo, acostumbrado a conservar su modestia en
todas ocasiones, salvo cuando era provocado, no contento con rebatir a su
colega, pasó hasta a llamarle a juicio, como cómplice en la conjuración; y
aunque muchos de los senadores se interpusieron con ellos pidiéndoles que
olvidasen los rencores, de que podía resultar la destrucción de entrambos, se
quedaron todavía enemigos y amenazándose el uno al otro para en acabando de
deponer el magistrado.
Notas
(1) Entre Octavio y L. Antonio, hermano del triunviro. Perusa fue tomada y
Antonio obligado a rendirse en 714.
(2) Éste era nieto de Livia por Druso, su padre, y Agripina de Augusto por su
padre Agripa, y Julia, su madre.
(3) Calígula.
(4) César fue el que, siendo por primera vez cónsul en el año 59 antes de
Jesucristo, introdujo la costumbre de hacer redactar y publicar los actos del
Senado (acta diurna). Augusto le siguió en cuanto a la redacción, pero prohibió
que se publicasen. Tiberio, empero, pasó más adelante, pues no sólo prohibió que
se diesen a luz, sino que encomendó su redacción a un senador elegido por él
mismo.
(5) Probablemente sobre la conjuración de Seyano. El fragmento que aquí se lee
es sin duda de algún amigo de Seyano.
LIBRO SEXTO
Primera parte
Usa Tiberio en Capri de feas y secretas lujurias.- Son acusados muchos, entre los cuales Marco Terencio se defiende valerosa y libremente. - Muere Lucio Pisón, prefecto de Roma, y trátase del origen y progreso de este oficio. - Consúltase sobre el admitir ciertos versos sibilinos. - Causa sedición en Roma la carestía. - Casa César dos hijas de Germánico. - Usureros acusados. - Modéranse las usuras y remédianse otros daños de este género por la liberalidad de Tiberio. - Nuevas acusaciones de majestad, y mueren a este título muchos de los que conspiraron con Seyano. - Cásase Calígula, y dase cuenta de sus costumbres y astuta disimulación para con su abuelo, el cual pronostica el imperio a Sergio Galba, y otras cosas a Calígula, por haber aprendido en Rodas astrologia de Trasulo. Muere miserablemente Druso, hijo de Germánico, y tras él Agripina.
I. Había comenzado el consulado de Cneo Domicio y Camilo Escriboniano. César,
pasado el estrecho que hay entre Capri y Sorrento, costeando la Campania, dudoso
sobre ir o no ir a Roma, o que procurase dar a entender que quería entrar en
ella, quizá porque tenía resuelto lo contrario, visitando muchas veces los
lugares vecinos, y llegando hasta los jardines, riberas del Tíber, de nuevo se
volvió a sus peñascos y a la soledad de su mar; avergonzándose de sus propias
maldades y vicios deshonestos, de los cuales ardía tan desenfrenadamente, que al
uso de los reyes bárbaros iba violando juventud más noble, apeteciendo no sólo
la hermosura y gallardía de los cuerpos, sino de unos la modestia y vergüenza
pueril, y de otros la nobleza y antigüedad de sangre le servía de incentivo para
sus lujurias. Inventáronse entonces los nombres nunca antes oídos de selarios y
espintros, infames por la suciedad del lugar y por los varios modos de sufrir,
teniendo esclavos diputados para buscarle y traerle estos mozos, los cuales
pagaban muy bien a los voluntarios y amenazaban a los remitentes. Y si acaso
eran defendidos por sus padres o por sus parientes, los arrebataban a toda su
voluntad y los llevaban por fuerza, como si fueran prisioneros de guerra.
II. Mas en Roma, al principio del año, como si se comenzaran a descubrir
entonces las maldades de Livia, y como si no estuvieran ya castigadas, se daban
nuevas y crueles sentencias contra sus estatuas y contra todo lo que era memoria
suya. Y entonces los Escipiones propusieron que los bienes de Seyano quitados
del Tesoro público se aplicasen al fisco. Esto mismo, casi con las propias
palabras o poco diversas, decían con particular exageración los silanos y los
casios, cuando de improviso Togonio Galo, queriendo injerir la bajeza de su
sangre con los nombres de semejantes personajes, se hizo oír con mucha risa,
porque en su voto rogaba al príncipe que escogiese un número de senadores, de
los cuales, sacados por suerte veinte, asistiesen armados en guardia de su
persona todas las veces que entrase en el Senado. Y no era maravilla, si había
dado crédito a la carta de Tiberio en que pedía uno de los dos cónsules para
poder venir seguro desde Capri a Roma. Con todo eso, Tiberio, acostumbrado a
mezclar donaires con los negocios graves, agradeció a los senadores aquella
muestra de voluntad, y añadió: Sepamos cuáles tengo de tomar o cuáles dejar.
¿Serán siempre unos mismos, o irlos hemos mudando? ¿Serán de los que han gozado
ya de los honores, o de los que aspiren a ellos? ¿De los senadores particulares,
o de los magistrados? Donoso espectáculo será verlos ceñir las espadas en el
patio del Senado. De mí sé decir que no me será gustosa la vida desde el día que
me parezca necesario haberla de guardar con las armas. Con estas palabras
mortificó a Togonio, sin pasar adelante en anular su consejo.
III. A quien reprendió ásperamente fue a Junio Galión (1), porque votó que se
permitiese a los soldados pretorianos que, en siendo jubilados, pudiesen
asentarse en las catorce gradas del teatro, y preguntábale como si le tuviera
presente: ¿Quién le mete a Galión con la gente de guerra, la cual de sólo el
emperador debe recibir los mandatos y los premios? ¿Habrá hallado Galión por
ventura lo que no supo hallar Augusto, si no es que como ministro de Seyano
busca la discordia y la sedición, y so color de honores y premios estudia en
granjear aquellos ánimos incultos y pervertir las costumbres militares?. Éste
fue el premio que tuvo Galión por su bien pensada lisonja, y el ser privado
luego del oficio de senador, y poco después echado de Italia. Y porque se dijo
que sufría fácilmente el destierro, habiendo escogido el residir en Lesbos, isla
noble y amena, fue vuelto a Roma y guardado en las casas de los magistrados (2).
Con las mismas cartas y con gran gusto de todo el Senado barajó César también a
Sexto Pagoniano, varón pretorio, llamándole arrogante, malintencionado, curioso,
especulador de los secretos ajenos y escogido de Seyano para poner asechanzas a
Cayo César. Descubierto esto, se descubrieron también los rencores concebidos de
antes, y hubiera sido condenado a muerte, si no se dejara entender que tenía una
acusación.
IV. Como después se declaró, contra Catinio Laciar, aborrecidos igualmente el
acusador y el reo, conque dieron gratísimo espectáculo. Laciar, como he dicho,
fue el primer autor de la caída de Ticio Sabino, y el primero también a pagar la
pena.
Entretanto, Haterio Agripa reprendió a los cónsules del año antecedente, porque
habiéndose acusado el uno al otro, callaban entrambos. El miedo y la conciencia
cargada -decía él- los ha hecho conciliar entre sí, mas no conviene ni se puede
disimular una cosa oída una vez por los senadores. Régulo dijo que quedaba
todavía tiempo para solicitar el castigo de Irion, y que él continuaría su causa
delante del príncipe. Respondió Irion que era mejor olvidarse de los enojos con
los colegas y de lo que se habían dicho, arrebatados, de sus discordias. Mas
apretando Agripa, Sanquinio Máximo, varón consular, rogó al Senado que no
quisiese con nuevos remordimientos aumentar cuidados y dar nuevos disgustos al
príncipe, el cual, sin otra ayuda, bastaba para poner remedio a mayores
inconvenientes. De esta manera se salvó Régulo y se le dilató la muerte a Irion.
Quedó con esto tanto más aborrecido Haterio, cuanto él, entregado al ocioso
sueño o a las vigilias de sus lujurias, dado que por su bajeza de ánimo estaba
exento de la crueldad del príncipe, andaba entre las rameras y los estupros
maquinando con tanta mayor malicia la destrucción y ruina de los hombres
ilustres.
V. Tras esto, Cota Mesalino, autor de las más crueles sentencias y caído por
ello en un arraigado y envejecido aborrecimiento, fue acusado de muchas cosas en
la primer ocasión que se ofreció; y entre otras, de haber dicho que no sabía si
Cayo César era hombre o mujer; que comiendo con los sacerdotes el día del
nacimiento de Augusta, había llamado a aquella cena novendial (3), y que
doliéndose del gran poder que alcanzaban Marco Lépido y Lucio Aruncio, para
quienes traía pleito civil, dijo: Si ellos son defendidos del Senado, yo lo seré
de mi Tiberillo. No se tardara mucho en convencerle con testigos de los
principales de la ciudad, si por huir la instancia que le hacían no apelara para
el emperador, de quien poco después llegaron cartas, en las cuales, en forma de
defensa, contaba el principio de la amistad entre él y Cota y gran número de
servicios que le había hecho, pidiendo que no se le atribuyesen a delito las
palabras mal entendidas, ni la sencillez de los donaires de la mesa.
VI. Fue notable el principio de esta carta, que comenzaba con estas palabras:
¿Qué os escribiré yo, padres conscriptos?, o ¿cómo os escribiré?, o, por mejor
decir, ¿qué dejaré de escribiros en estos tiempos? Los dioses y las diosas me
hagan morir de peor muerte que la que pruebo cada día, si yo lo sé. De tal
manera se le convertían en tormentos sus sucesos y sus propias maldades. No en
vano solía afirmar aquél excelente entre todos los sabios (4) que si los
corazones de los tiranos pudiesen verse con los ojos, se verían también los
golpes y las heridas, porque así como el cuerpo de los azotes, asimismo el alma
queda acribillada de la crueldad, de la lujuria y de los malos pensamientos; no
defendían a Tiberio la fortuna ni la soledad, de suerte que no se hallase
obligado a confesar sus propias penas, y los potros y tocas que padecía su
espíritu.
VII. Y entonces, habiendo dado al Senado facultad de resolver la causa de
Ceciliano, senador, que había sacado a plaza muchas cosas contra Cota,
prevaleció el voto de que se condenase con la misma pena que se dio a Sanquinio
y Aruseyo, acusadores de Lucio Aruncio; que fue la mayor honra que se pudo hacer
a Cota (de noble linaje a la verdad, aunque pobrísimo por sus desórdenes y
excesos no menos que infame por sus maldades), el igualarle en la dignidad de la
venganza con la suma virtud y las santas costumbres de Aruncio. Después de esto
se propusieron en el Senado Quinto Serveo y Minucio Termo. Serveo había sido
pretor y uno de los amigos de Germánico; Minucio era de linaje de caballeros y
habíase gobernado modestamente con la amistad de Seyano, digno por esto de mayor
compasión. Mas Tiberio, reprendiéndolos como si fueran los principales
instrumentos de todo aquel mal, mandó a Cestio, pretor, que refiriese en el
Senado lo que le había escrito. Tomó Cestio a su cargo la acusación, cosa
calamitosa de aquellos tiempos, pues los más aparentes del Senado emprendían
hasta las más bajas acusaciones, algunos a la descubierta, otros en secreto; no
se discernía el extraño del pariente, el amigo del no conocido, ni los casos
recién hechos de los obscurecidos ya con la antigüedad. De cualquier cosa que se
hablase en la plaza y en los convites al punto se cuajaba una acusación,
anticipándose cada cual en acusar al compañero por escaparse de ser acusado de
él; muchos lo hacían por asegurarse a sí mismos; pero a los más arrebataba la
contagión, como suele una peligrosa y fiera pestilencia; y hasta Minucio y
Serveo, condenados, se reservaron para acusar con ellos a otros. Al mismo
peligro llegaron Julio Africano, natural de Saintes, ciudad de la Galia, y Seyo
Quadrato. No tengo noticia del origen de esta causa; aunque sé bien que casi
todos los escritores han dejado de escribir los castigos y los peligros de
muchos, cansados de la gran abundancia, o temerosos por ventura de que, así como
para ellos eran materias pesadas y tristes, lo serían también para quien las
leyese. Con todo, habiéndome venido a las manos algunas particularidades dignas
de memoria, no me ha parecido dejarlas de notar, aunque veo que por otros han
sido pasadas en silencio.
VIII. En el tiempo que fingidamente se habían retirado todos los demás de la
amistad de Seyano, Marco Terencio, caballero romano, acusado de este delito,
tuvo atrevimiento de confesarlo, hablando en el Senado así: Por ventura será
menos provechoso al estado de mis cosas el confesar la culpa que el negarla;
mas, venga lo que viniere, yo me resuelvo en decir que he sido amigo de Seyano,
que lo deseé mucho ser y que me alegré infinito cuando llegué a serlo. Habíale
visto compañero de tu padre en el gobierno de las cohortes pretorias, y poco
después ejercitar juntamente el de la ciudad y el de la milicia. Yo veía que los
parientes y amigos de Seyano eran promovidos a grandes cargos y dignidades, y
que no estaba ninguno seguro de la gracia de César hasta tener la de Seyano; y
en contrario se me representaban ante los ojos los que él aborrecía, azotados de
un continuo temor, miserables y tristes. No es mi intento servirme aquí del
ejemplo de alguno; con mi peligro sólo defenderé a todos los que no habemos
tenido parte en estos últimos consejos. Porque ellos y yo, ¡oh César!, no
honrábamos a Seyano el Volseno, sino a una parte de la familia Claudia y Julia,
con las cuales había contraído estrecho vínculo de afinidad; a un yerno tuyo, a
un colega en tu consulado y, finalmente, a uno que hacía siempre tu parte en los
negocios de la República. No es dado a nosotros el juzgar quién es la persona a
quien tú engrandeces sobre las demás, ni las causas que te mueven a ello. Dado
te han a ti los dioses suma prudencia y juicio para todo, y a nosotros nos han
dejado la gloria y el descanso que trae consigo el obedecer. En lo demás no
consideramos otra cosa que lo que vemos ante los ojos, es, a saber, la persona a
quien tú das las riquezas y las honras, y cuál es el que tiene en su mano los
medios de aprovechar y de destruir, y de que ambas cosas estuvieron en Seyano,
ninguno lo negará; las resoluciones escondidas del príncipe y lo que en secreto
intenta, dado que no es lícito ni seguro investigarlo, es al fin afán perdido.
No consideréis, padres conscriptos, el último día de Seyano; considerad, os
pido, los dieciséis años antecedentes, cuando de tal manera venerábamos a Satro
y Pomponio, que se tenía a gran reputación el ser un hombre conocido de sus
porteros y de sus libertos. ¿Infiero de aquí por ventura que a todos
indiferentemente aproveche esta mi defensa? No, por cierto, antes digo que se le
den sus justos límites y excepciones, y se castiguen las asechanzas contra la
República y los consejos de muerte contra el emperador. Mas cuanto al deber y a
la amistad, la misma intención, ¡oh César!, nos absolverá a nosotros y a tí.
IX. La generosa constancia de esta oración y el haberse hallado uno que
representase lo que todos tenían en el corazón pudieron tanto, que, añadidos a
sus acusadores los delitos viejos, fueron todos castigados con destierro o con
muerte. Después de esto comparecieron otras cartas de Tiberio contra Sexto
Vestilio, varón pretorio, carísimo a Druso, su hermano, cuando le acompañaba
como uno de los de su cohorte. La causa de hallarse ofendido Tiberio de Vestilio
fue, o por haber hecho ciertos versos contra Cayo César, arguyendo su
deshonestidad, o porque prohijándosele estos escritos, creyese que habían sido
hechos por él. Y como por esta causa se le vedase el ir a comer a la mesa del
príncipe, después que con sus manos, débiles por la vejez, tentó, aunque en
vano, en quitarse la vida, se ató las venas; y habiendo antes pedido con un
papel perdón, vista la respuesta del príncipe, áspera y cruel, se las abrió del
todo. Sigue una tropa de acusados de majestad, es, a saber, Anio Polión, Apio
Silano, Escauro Mamerco y Sabino Calvisio, añadido Viciniano a su padre Polión,
todos nobles, y algunos de los más honrados, con gran espanto de los senadores;
porque ¿cuál había entre todos ellos que por su sangre o por amistad no
participase con alguno de tantos ilustres y excelentes personajes? Mas Celso,
tribuno de una cohorte urbana, entonces uno de los acusadores, libró del peligro
a Apio y a Calvisio. César, por ver junto con el Senado la causa de los otros
tres, la difirió, dando algunas tristes señales contra Escauro.
X. No quedaban las mujeres libres de esta persecución, y porque no podían ser
acusadas de haber querido ocupar la República, lo eran de las lágrimas que
habían derramado. Entre otras fue hecha morir Vicia, ya vieja, por haber llorado
la muerte de Fusio Gémino, su hijo. Éstas fueron acciones del Senado. No eran
diversas las del príncipe allá donde estaba, pues hizo matar a Vesculario Ático
y Julio Marino, dos de sus más viejos amigos y compañeros indivisibles en Rodas
y en Capri. A Vesculario, como medianero en la traición contra Libón; a Marino,
como partícipe con Seyano cuando se trazó la ruina de Curcio Ático: cosa que se
oyó con gusto universal, viendo caer sobre las cabezas de los consultores los
daños que habían procurado para otros. En este mismo tiempo Lucio Pisón (5),
prefecto de la ciudad, murió de su muerte natural, cosa bien rara para un hombre
de tanta calidad y nobleza. De éste se puede decir que de su voluntad no fue
jamás autor de algún consejo servil, y cuando la necesidad la constreñía,
procuraba moderados con tiento y prudencia. Tuvo, como he dicho, el padre
censor, y vivió hasta edad de ochenta años. Mereció en Tracia el honor del
triunfo; pero lo que le ocasionó mayor gloria fue que, siendo últimamente
prefecto de Roma, templó con maravillosa modestia su continua potestad, tanto
más grave cuanto estaba menos en uso la obediencia.
XI. Porque antiguamente, ausentándose los reyes y después de ellos los
magistrados, para que la ciudad no quedase sin gobierno, se elegía algún
personaje grave que por cierto tiempo administrase justicia y proveyese a los
casos repentinos. Y dicen que Rómulo dejó a Dentre Romulio, Tulo Ostilio a su
sobrino Ruma Marcio, Tarquino el Soberbio a Espucio Lucrecio. Usaron tras esto
del mismo estilo los cónsules, y dura hoy en día esta semejanza, cuando por
causa de las ferias latinas se elige uno que toma a su cargo el oficio consular.
Mas Augusto, durante las guerras civiles, mandó ejercer el cargo de prefecto en
Roma y por toda Italia a Clinio Mecenas, del estamento militar. Hecho después
señor de todo, viendo la gran multitud del pueblo y que la ayuda de las leyes
era sobradamente tardía, eligió de entre los consulares quien refrenase a los
esclavos y aquella suerte de ciudadanos que por su atrevimiento harían
insolencia si no temiesen la fuerza. Mesala Corvino fue el primero que tuvo este
magistrado, aunque pocos días, como no apto para él. Ejercitóle después
egregiamente Tauro Estatilio, aunque ya muy viejo. Últimamente le administró
espacio de veinte años Lucio Pisón con universal aplauso, cuyo entierro mandó el
Senado que fuese honrado con exequias públicas.
XII. Quintiliano, tribuno del pueblo, dio después cuenta al Senado de un libro
de la Sibila (6), que Caninio Galo, uno de los quince varones, pedía se
admitiese entre los demás de aquella profetisa, y que sobre éste se interpusiese
decreto del Senado. Y habiéndose concedido por discesión (7), escribió César
reprendiendo algún tanto al tribuno que, como mozo, supiese poco de las
costumbres antiguas, dando en rostro a Galo con que, envejecido en la ciencia y
en las ceremonias, antes de tener el voto del colegio, sin leer, como se
acostumbra, los versos, no examinados aún por el magistrado y de incierto autor,
hubiese tratado de ella en Senado, y ése no pleno. Advirtióle también de que
Augusto, porque debajo de nombres célebres se iban publicando muchas cosas
vanas, había ordenado los días dentro el número de los cuales habían de ser
presentadas al pretor de la ciudad; y que semejantes cosas no era lícito que las
tuviese gente ordinaria: lo que había sido decretado también por nuestros
mayores después que en la guerra social (8) se abrasó el Capitolio, haciendo
buscar en Sama, en Ilio, en Eritre y en África, como también en Sicilia, y por
todas las colonias de Italia, los versos de la Sibila, o una o más que hayan
sido; dando cargo a los sacerdotes de reconocer los verdaderos cuanto con
fuerzas humanas fuese posible. Entonces también se sometió el conocimiento de
este libro al juicio de los quince varones.
XIII. En el mismo consulado estuvo para suceder sedición respecto a la carestía,
habiéndose continuado muchos días el pedir en el teatro varias cosas con mayor
licencia de lo que se acostumbraba contra los emperadores. De que conmovido
Tiberio, reprendió a los magistrados y senadores de que no hubiesen refrenado al
pueblo con la autoridad pública; añadiendo de cuáles provincias y cuánta
cantidad de grano les había hecho traer más que Augusto. Por lo cual se hizo en
el Senado un decreto conforme al antiguo rigor, para tener a raya al pueblo. No
se mostraron perezosos los cónsules en publicarlo, ni Tiberio se declaró más en
esta materia, dado que no se atribuyó su silencio a modestia, como él pensaba,
sino a pura soberbia y arrogancia.
XIV. A la fin del año fueron hechos morir por el delito de la conjuración
Geminio, Celso y Pompeyo, caballeros romanos; de los cuales Geminio, por la
prodigalidad y regalo de vida, era amigo de Seyano, no ya para las cosas graves;
Julio Celso, tribuna, tirando a sí la cadena con que estaba aprisionado, pudo
dar de golpe con la cabeza en la pared y hacérsela pedazos. Mas a Rubrio Fabato,
el cual, inculpado de que, como desesperado de las cosas de Roma, se huía a la
misericordia de los partos, fueron dobladas las guardias. Éste, hallado a la
verdad en el estrecho de Sicilia y vuelto del camino por un centurión, no sabía
dar alguna causa probable a su larga peregrinación; con todo eso escapó la vida,
antes por olvido que por benignidad.
XV. En el consulado de Sergio Galba y Lucio Sila, César, después de haber
pensado largamente las personas con quien le estaba bien casar a sus sobrinas,
viéndolas ya en edad para ello, eligió a Lucio Casio y Marco Vinicio (9). Los
predecesores de Vinicio habitaron en villas fuera de Roma, y traían su origen de
Cales (10); fue de padre y abuelo consulares, aunque de allí arriba no más que
caballeros. Él, de su natural apacible y de agradable facundia. Casio, de linaje
plebeyo, aunque romano y harto antiguo. Crióle su padre con severa disciplina, y
fue loado antes de fácil que de industrioso. A éste dio a Drusila y a Vinicio a
Julia, hijas de Germánico, y escribió al Senado loando escasamente a los mozos.
Y luego, habiendo dado algunas causas harto insubsistentes de su ausencia, se
volvió a las cosas más graves acerca de las enemistades que había cobrado por la
pública, pidiendo que Macrón, prefecto, y algunos centuriones y tribunos le
acompañasen todas las veces que entrase en el Senado; sobre que se hizo un
amplísimo decreto sin alguna limitación, ni en la calidad ni en el número. Mas
no sólo no fue a público consejo, pero tampoco entró en la ciudad, rodeándola
por caminos inusitados, antes dudoso que resuelto de no entrar en su patria.
XVI. Durante este tiempo se levantó una gran tropa de acusadores contra los que
prestaban dinero a usura con mayor ganancia de lo que les concedía la ley de
César dictador, la cual trataba del modo de prestar dineros y de tener
posesiones en Italia; olvidada ya por el mal uso de preferir siempre al útil
público el particular. Este abuso de los logros ha sido siempre una continua y
antigua peste en Roma, y una funesta ocasión de discordias y sediciones, a cuya
causa se procuró siempre reprimir en aquellos tiempos que gozaron de menos
estragadas costumbres. Porque primero se ordenó en las leyes de las doce tablas
que no se llevase más de uno por ciento al mes, como quiera que antes la usura
era al gusto de los ricos. Después, por una ley del tribuno, se redujo a medio
por ciento. Finalmente se prohibió del todo, y con participación del pueblo se
atajaron también los fraudes, que, vistos y remediados tantas veces, volvían a
renacer con artificios dignos de admiración. Mas Graco, entonces pretor, a quien
tocó esta causa, oprimido de la muchedumbre de los interesados, la remitió al
Senado; el cual, amedrentado también, no hallándose alguno de los senadores sin
culpa en este delito, pidió perdón al príncipe, y concediéndosele, se dio a cada
uno año y medio de tiempo en que acomodar las cuentas para lo de adelante,
conforme a la ordenanza de la ley.
XVII. Nació de aquí gran penuria de dinero contante, procurando cobrar cada cual
sus créditos, y también porque vendiéndose los bienes de tantos condenados, todo
el dinero caía en manos del Fisco o en el Erario. Acudió a esto el Senado,
ordenando que los deudores pudiesen pagar a sus acreedores, dándoles, de lo
procedido por las usuras, las dos partes en bienes raíces en Italia. Mas ellos
lo querían por entero: ni era justo faltar la fe y la palabra a los convenidos.
Comenzó con esto a haber grandes voces ante el Tribunal del pretor. Y las cosas
que se habían buscado por remedio venían a hacer el efecto contrario, a causa de
que los usureros tenían reservado todo el dinero para comprar las posesiones. A
la abundancia de los vendedores siguió la vileza de los precios, y cuando cada
uno estaba más cargado de deudas, tanto vendía con más dificultad. Muchos
quedaban pobres del todo, y la falta de la hacienda iba precipitando también la
reputación y la fama, hasta que César lo reparó poniendo en diversos bancos dos
millones y quinientos mil ducados (cien millones de sestercios) para ir
prestando sin usura a pagar dentro de tres años, con tal que el pueblo quedase
asegurado del deudor en el doble de sus bienes raíces. Con esto se mantuvo el
crédito, y poco a poco se iban hallando también particulares que prestaban. La
compra de los bienes raíces no fue puesta en práctica conforme al decreto del
Senado, porque semejantes cosas, aunque al principio se ejecutan con rigor, a la
postre entra en lugar del cuidado la negligencia.
XVIII. Volvieron después los mismos temores, siendo acusado de majestad Considio
Próculo, el cual, celebrado sin sospecha alguna el día de su nacimiento, fue a
un mismo punto arrebatado, llevado al Senado, condenado y muerto; y su hermana
Sancia, bandida con la usada privación de agua y fuego. Fue el acusador Quinto
Pomponio, hombre inquieto de costumbres, que con esta y semejantes hazañas
pretendía ganar la gracia del príncipe, deseoso de remediar el peligro de
Pomponio Secundo, su hermano. Fue desterrada también Pompeya Macrina, cuyo
marido, natural de Argos, y el suegro, lacedemonio de los principales de Acaya,
habían sido ya afligidos de César. Su padre, ilustre caballero romano, y su
hermano, varón pretorio, viendo ya cercana la condenación, se mataron con sus
manos. Hacíaseles cargo de que Cneo Pompeyo magno había tenido por amigo
intrínseco a Teófanes Mitileneo (11), su bisabuelo, y que al mismo Teófanes,
después de muerto, le había atribuído honores celestes la griega adulación.
XIX. Después de éstos, Sexto Mario (12), el más rico de las Españas, acusado de
haber cometido incesto con su propia hija, fue despeñado de la roca Tarpeya; y
porque no se estuviese en duda de que sus riquezas le habían ocasionado aquel
trabajo, Tiberio tomó para sí sus minas de oro, aunque ya estaban confiscadas.
Encarnizados después con tantas muertes, mandó matar a todos los que estaban
presos por amigos de Seyano. Mostrábase un estrago grande de toda edad y de todo
sexo; nobles y plebeyos, esparcidos y amontonados; ni podían los parientes ni
los amigos llegarse a ellos, derramar lágrimas, ni tan solamente mirarlos con
atención. Estaban puestas guardias que, notando el sentimiento de cada uno,
seguían los ya podridos cuerpos muertos mientras se arrastraban al Tíber; donde
ni los que iban sobreaguados, ni los que la corriente del agua arrojaba a las
orillas se podían tocar, cuanto y más quemarse. Había la fuerza del temor de tal
manera interrumpido el comercio de la humana naturaleza, que cuanto más crecía
la crueldad, tanto más iba menguando la compasión.
XX. En este tiempo Cayo César (13), acompañando a su abuelo, que partía de Capri,
se casó con Claudia, hija de Marco Silano, cubriendo la fiereza de su ánimo con
una maliciosa modestia; porque ni de la condenación de su madre ni del destierro
de sus hermanos se le oyó jamás hablar palabra; antes de tal manera mostraba
conformarse con el humor de su tío, que no estudiaba sino en imitarle, usando el
mismo traje, el mismo aspecto y casi las mismas palabras. A cuya causa no tardó
mucho en divulgarse el dicho del orador Pasieno¡ es, a saber: Que no se había
visto jamás mejor criado ni peor señor que Calígula. No pasaré tampoco en
silencio el pronóstico que Tiberio hizo de Sergio Galba, entonces cónsul; porque
llamándole, después de haberle tentado con diversas pláticas, a la postre, en
lengua griega, le dijo estas palabras: y tú también, Galba, alguna vez gustarás
del Imperio; dando a entender que su grandeza sería tardía y de poca dura.
Quedóle este conocimiento de la ciencia del arte de los caldeos, aprendida en el
ocio de Rodas de su maestro Trasulo, a quien experimentó de esta manera.
XXI. Todas las veces que quería consultar sobre algún negocio, se iba al lugar
más alto de su casa acompañado de sólo un liberto, de quien se fiaba. Éste,
ignorante de toda suerte de letras y de fuerza aventajada, iba por caminos
inusitados y despeñaderos (siendo como era la casa situada sobre altísimos
peñascos) delante de aquel cuya ciencia quería experimentar; y si a la vuelta lo
hallaba con muestras de vanidad o sospechoso de engaño, le hacía echar en la mar
desde aquellos precipicios, porque no le descubriese sus secretos. Llevado,
pues, Trasulo por las mismas breñas, después de haberle respondido a sus
preguntas, pronosticándole el imperio y manifestándole con gran sutileza las
cosas por venir, le volvió a preguntar Tiberio si había jamás calculado su
propio nacimiento y el peligro que aquel año y aquel día se le aparejaba. Él,
considerados los aspectos de las estrellas y medidos los espacios, comenzó
primero a estar suspenso, después a mostrar temor, y cuanto más lo miraba, tanto
más se iba arrebatando de admiración, y miedo. Finalmente, comenzó a gritar que
se hallaba en el punto más dudoso y por ventura el último de su vida. Tiberio,
entonces, abrazándole, se alegró con él de que hubiese sido pronóstico de su
propio peligro, y asegurándole tuvo después por oráculo todo lo que le había
dicho, y a él entre sus amigos más íntimos.
XXII. Mas cuando oigo estos y semejantes casos, no me atrevo a juzgar con
certidumbre si las cosas de los mortales son gobernadas por el hado y necesidad
inmutable, o por accidente y caso fortuito; porque tú hallarás a los más sabios
de los antiguos y a los secuaces de sus sectas muy diversos entre sí; y muchos
(14) son de opinión que de nuestros fines, y finalmente de nosotros mismos, no
tienen ningún cuidado los dioses; y que es ésta la causa por qué muchas veces
padecen tristezas y trabajos los buenos cuando los ruines están gozando de mil
felicidades. Otros (15), en contrario, confiesan que interviene y concurre el
hado, y niegan que esto sea por medio de los planetas, sino de los principios y
trabazón de las causas naturales: que, sin embargo, nos dejan la elección en la
forma y manera de vivir, la cual, una vez escogida, hay un cierto orden de cosas
que forzosamente nos han de suceder; y añaden que ni el verdadero mal ni bien
son los que el vulgo tiene por tales, porque, a la verdad, hay muchos dichosos,
a quien juzgamos que viven combatidos de mil desdichas, y otros infelicísimos,
aunque cargados de infinitas riquezas; y esto viene de que los unos sufren
constantemente sus infortunios, y los otros usan de sus propiedades con
imprudencia; en lo demás, no se quita que no se haya destinado a muchos lo por
venir por el principio de su nacimiento, ni que sucedan muchas cosas diversas de
lo pronosticado por defecto de los que dicen lo que no saben; con que se
desacredita una ciencia de la cual la edad antigua y la nuestra han producido
clarísimas experiencias. Cosa cierta es que por el hijo del mismo Trasulo fue
pronosticado el imperio de Nerón, como diré a su tiempo, por no alejarme ahora
de la empresa comenzada.
XXIII. Durante los mismos cónsules se divulgó la muerte de Asinio Galo. No se
pone duda en que fue de hambre; pónese en si fue violenta o voluntaria. Y
consultado con César sobre si gustaba de que fuese enterrado, no se avergonzó de
dar licencia para ello, ni de dolerse de los accidentes que le habían quitado de
las manos aquel reo antes que pudiese ser convencido; como si durante el espacio
de tres años hubiera faltado tiempo para despachar la causa de un viejo consular
y padre de tantos consulares. Acabó, finalmente, la vida Druso después de
haberse sustentado nueve días con miserables alimentos, comiendo la lana del
lecho en que dormía. Han escrito algunos que Macrón tuvo orden, caso que Seyano
tentase las armas, de sacar de la cárcel a Druso, porque estaba detenido en
palacio, y darlo por cabeza al pueblo; mas después, porque supo que había pasado
voz de que César se reconciliaba con Agripina y con Druso, quiso antes ser
culpado de crueldad que de arrepentimiento.
XXIV. Y, lo que es más, habló muy mal del muerto, reprochándole la deshonestidad
de su cuerpo, que era pernicioso a los suyos, y de mal ánimo para con la
República. Mandó tras esto que se recitasen sus hechos y dichos, notados día por
día, sin que pueda ofrecerse cosa más cruel que haberle tenido a los lados quien
por discurso de tantos años notase su rostro, sus gemidos y sus secretas
murmuraciones, sino el poderlo escuchar, leer y publicar su propio abuelo.
Pareciera imposible, si no se leyeran las mismas notas del centurión Actión y de
Dídimo, liberto, que nombraban los esclavos según que cada uno de ellos ponía
las manos en Druso al salir de su cámara o le espantaba con amenazas, habiendo
el centurión notado como hecho heroico hasta sus mismas palabras llenas de
crueldad dichas a Druso, y las que él le respondía cercano ya al fin de su vida.
El cual, fingiéndose al principio loco, maldecía a Tiberio, y después, viéndose
ya sin esperanza de vivir, en su sano juicio blasfemaba de él con razones bien
compuestas, rogando a los dioses que, así como había muerto a su nuera, al hijo
de su hermano y a sus propios nietos y llenado su casa de homicidios, asimismo
le diesen el castigo conveniente a la fama de sus mayores y grandeza de sus
descendientes. Hacían ruido los senadores en la curia como detestando el oír
tales cosas; mas suspendiólos el temor y la admiración de ver a un hombre tan
astuto y acostumbrado a tener escondidas sus maldades haber llegado a tanta
confianza, que casi derribadas las paredes, mostraba a su nieto, debajo del
azote del centurión y entre los golpes de los esclavos, pedir en vano con ruegos
lastimosos los últimos alimentos de la vida.
XXV. No estaba aún acabado este luto cuando se comenzó a oír hablar de Agripina,
la cual, justiciado Seyano, creería yo que había vuelto a alimentar las
esperanzas de vivir, y que viendo todavía en su punto la crueldad se dejó de
este cuidado, resolviéndose en dejar la vida, si ya no es que, negándole los
alimentos, se procuró dar a entender que ella misma se había muerto con no
quererlo tomar; porque Tiberio no cesaba de infamarla feamente, acusándola de
impudicia y de adulterio con Asinio Galo, queriendo inferir que después de su
muerte había ella aborrecido la vida. Mas, a la verdad, Agripina, no contenta
con el deber y deseosa de mandar, con los pensamientos de hombre se había
desnudado de los vicios de mujer. Añadió César que se debía notar cómo moría en
el propio día en que dos años antes había sido castigado Seyano, jactándose de
que no la había hecho dar un garrote ni mandado echar su cuerpo en las Gemonias.
Diéronsele por estas cosas gracias en el Senado, donde se hizo un decreto que
cada año, el día de los diecisiete de octubre, que fue en el que sucedieron
estas dos muertes, se consagrase un don a Júpiter.
Notas
(1) Era hermano de Séneca.
(2) A veces se encerraba a las personas de distinción en casa y bajo la
vigilancia de los magistrados, y hasta en la de los particulares y bajo su
responsabilidad.
(3) Llamábase así al festín que se celebraba nueve días después de la muerte de
un pariente o de un amigo.
(4) Se refiere a Sócrates, según las palabras que Platón pone en boca de su
maestro, Gorgias 524 E.
(5) El padre de los dos jóvenes a quienes Horacio dedica el Arte Poética
conocida universalmente con el nombre de Epístola a los Pisones.
(6) Una mujer desconocida -dice Burnouf-, que el pueblo creyó ser la Sibila de
Cumas, vendió a Tarquino el Soberbio tres libros de pretendidos oráculos. El
monarca, que por ventura había suscitado la profetisa y hecho escribir los
libros, confió su custodia a dos ciudadanos de la más alta nobleza. En el año
387 de Roma fue elevado a diez el número de los guardadores, hasta que por fin
Sila dispuso aumentarlos hasta quince. Dichos libros se guardaban encerrados en
un cofre de piedra, debajo de una bóveda del Capitolio, y sólo se les consultaba
en las grandes calamidades públicas o cuando estallaba alguna sedición
peligrosa. Es fácil adivinar que en uno y otro caso los jefes del Estado no
leían en ellos más que las predicciones que a su política convenía. Es probable
que al aumentar el número de los encargados de su custodia, se había querido
hacer más difícil el soborno; mas esto no impidió que, al pretender César que le
fuese concedido el título de rey, se hallase un colegio de quindecimviros que
declarase que, según los libros sibilinos, los partos no podían ser vencidos
sino por un rey.
(7) Era una manera de dar el voto que se hacía levantándose el votante y
pasándose a sentar junto al que había hecho la proposición.
(8) Lo fue durante la guerra civil entre Mario y Sila. ¿Se ha de atribuir este
error a descuido de los copistas, o fue que Tácito quiso, a sabiendas y con
intención, substituir la palabra socialis a civilis?
(9) Este personaje, que es el mismo a quien dedica Veleyo Patérculo su historia,
había sido cónsul en 783. Fue envenenado por Mesalina, por haberse resistido a
sus impúdicos deseos.
(10) Cales, hoy Calvi, en la provincia de Campania.
(11) El amigo e historiógrafo de Pompeyo. Habiendo éste devuelto a instancias
suyas a los lesbios la libertad que perdieran por haber abrazado el partido de
Mitrídates, agradecidos a tamaño favor, le decretaron honores divinos.
(12) La causa de su muerte fueron sus minas de oro, y el pretexto el haber
alejado a su hija, que era muy hermosa, para substraerla a las violencias de
Tiberio.
(13) Calígula.
(14) Epicuro y sus discípulos.
(15) Los estoicos.
LIBRO SEXTO
Segunda parte
Nerva, jurisconsulto, se priva de la vida, y otros muchos hombres ilustres. -
Muéstrase en Egipto el Ave Fénix, y dase cuenta de su naturaleza y maravillas. -
Embajadores partos vienen a Roma a pedir nuevo rey. - Dásele Tiberio. - Guerra
entre armenlos y partos. - Artabano, echado del reino, huye a los escltas. -
Queda el reino a Tiridates, por los consejos y armas de Vitelio. - Nuevas
muertes y condenaclones en Roma. - Clitos, capadoces, rebeldes a su rey y
refrenados. - Sale Tiridates de Armenia y vuelve Artabano. - Incendio atroz en
Roma, aliviado por la liberalidad de César. Trata Tiberio de sucesor. - Enferma
y muere.
XXVI. No mucho después Cocceyo Nerva, que jamás se apartaba del lado del
príncipe, docto en los derechos divinos y humanos, en su entero estado y sana
salud determinó de dejarse morir. Sabido esto por Tiberio, se vio al punto con
él, preguntóle las causas que a ello le movían, y añadió muchos ruegos y
protestos del ruin renombre que cobraría su fama imperial viendo el mundo que el
mayor de sus amigos huía de la vida sin alguna causa de desear la muerte. Mas
Nerva, sin reparar en las razones de Tiberio, perseveró en no comer hasta que
murió. Decían los que tenían alguna inteligencia de los pensamientos de Nerva,
que viendo él de más cerca que otros los males que se aparejaban a la República,
arrebatado de la ira y del temor, había querido morir de una honesta muerte
mientras todavía estaba en buen estado, y sin que hasta entonces se hubiese
procedido contra él. Mas lo que parece increíble es que la ruina de Agripina
llevase tras sí también a Plancina, aquélla que siendo mujer de Cneo Pisón se
alegró a la descubierta de la muerte de Germánico, y la que, muerto Pisón, fue
defendida no menos por el aborrecimiento que le tenía Agripina que por los
ruegos de Augusta.
Pero faltando el odio de aquélla y el favor de ésta, tuvo su lugar la justicia;
y así, acusada de delitos harto claros, con sus propias manos, antes tarde que
inocente, pagó la merecida pena.
XXVII. La ciudad, afligida por tantos llantos, sintió este dolor más de ver
vuelta a casar a Julia, hija de Druso, mujer ya de Nerón, hijo de Germánico, con
Rubelio Blando, natural de Tívoli, a cuyo abuelo se acordaban muchos haber
conocido del estamento de caballeros romanos. A la fin de este año, la muerte de
Elio Lamia fue honrada con las mismas exequias que suelen hacerse a los
censores.
Éste, descargado del gobierno de Siria, de que gozaba solamente el nombre,
obtuvo el oficio de prefecto de Roma. Fue de sangre noble, de vejez robusta, y
tal, al fin, que la negada provincia no le sirvió sino de aumento de reputación.
Muerto después Flaco Pomponio, propretor de Siria, se leyeron en el Senado
cartas de César en que se quejaba de que los más valerosos y aptos a regir
ejércitos rehusaban este cargo, y que a esta causa se hallaba necesitado a rogar
con él a los que ya habían sido cónsules; olvidado de que había diez años que se
le impedía a Aruncio el ir a su gobierno de España.
Murió el mismo año también Marco Lépido, de cuya modestia y prudencia he dicho
harto en los primeros libros; ni es necesario mostrar más por extenso su
nobleza, siendo la casa Emilia fértil de buenos ciudadanos, y los que hubo de
estragadas costumbres vivieron al fin con esplendor y nobleza.
XXVIII. Después de un largo discurrir de siglos, en el consulado de Paulo Favio
y de Lucio Vitelio pareció en Egipto el ave fénix (1), la cual dio materia a los
más doctos de aquella provincia y de la Grecia para discurrir mucho sobre este
milagro. Pláceme el contar las cosas en que todos concuerdan y muchas en que
difieren, las cuales no son del todo indignas de ser sabidas. Que sea este
animal consagrado al Sol, y que en el pico y en el color de las plumas sea
diverso de las demás aves, concuerdan todos los que de él escriben. Cuanto al
número de los años, lo escriben variamente. Algunos afirman de mil cuatrocientos
y setenta y uno; pero la más común opinión es que se ve cada quinientos (2).
Viose la primera vez en tiempo de Sesostris, la segunda de Amasis, la tercera de
Tolomeo, que fue también el tercer rey macedón, en una ciudad llamada Heliópolis,
volando con una gran banda de otras aves que seguían la maravilla de aquel nuevo
aspecto. Mas son obscuras las cosas de la antigüedad. Entre Tolomeo y Tiberio
corrieron menos de doscientos y cincuenta años, de que resultó la opinión de
algunos que ésta no fue verdadera fénix, ni venida de Arabia, no concurriendo en
ella ninguna cosa de las que las memorias antiguas dicen que concurren en las
otras; porque fenecido el número de sus años y acercándose a la muerte, suele
hacer un nido en su patria, echa en él su virtud generativa, de donde nace su
cría; el cual, ante todas cosas, toma a su cargo el cuidado de sepultar a su
padre, mas no lo hace acaso, antes tomando un pedazo de mirra y llevándolo un
largo viaje, si se siente capaz de aquel peso y de aquel camino, toma sobre sí a
su padre, y llevándolo al altar del Sol, quemándolo allí, lo sacrifica; cosas ni
ciertas de suyo, y aumentadas con fábulas. Mas lo que no se duda es haberse
visto estos pájaros muchas veces en Egipto.
XXIX. Continuábanse en Roma las muertes, y Pomponio Labeón, que dije haber
obtenido el gobierno de la Mesia, abriéndose las venas, se dejó desangrar.
Siguióle poco después su mujer Paxea, porque el miedo del verdugo facilitaba
aquella manera de muerte, y también el ver que a los condenados se confiscaban
los bienes y se les prohibía la sepultura, concediéndose lo uno y lo otro a los
voluntarios en premio de su solicitud. Mas César escribió al Senado que era
costumbre antigua, siempre que se quería renunciar la amistad de alguno,
prohibirle la entrada de su casa, y con esto se ponía fin a la familiaridad; que
habiéndole parecido renovar esta costumbre con Labeón, él, apretado y temeroso
por la provincia mal gobernada y por los demás delitos, había querido cubrir sus
culpas propias con las afrentas ajenas, espantando sin propósito a su mujer, la
cual, aunque no estuviera inocente, estaba fuera de peligro. Hecho esto, Mamerco
Escauro, de gran nobleza y famoso orador, aunque de costumbres dignas de
vituperio, fue de nuevo acusado. A Mamerco no le dañó la amistad de Seyano, sino
el aborrecimiento de Macrón, no menos fuerte para la ruina de muchos, por usar
las mismas artes, aunque con mayor secreto. Éste había mostrado a Tiberio el
argumento de una tragedia compuesta por Escauro (3), añadiendo ciertos versos
que se podían torcer contra el mismo Tiberio. Mas sus acusadores, Servilio y
Cornelio, le imputaban de haber hecho sacrificios mágicos. Escauro, como digna
sangre de los antiguos Emilios, previno la condenación, exhortado de su mujer
Sextia, que habiéndole incitado a que se diese la muerte, le acompañó con
resolución en ella.
XXX. No se escapaban en su ocasión los acusadores de ser también castigados,
como sucedió a Servilio y Cornelio, los cuales, infamados con la ruina de
Escauro, porque habían tomado dinero de Vario Ligure a título de renunciar la
acusación, fueron desterrados a ciertas islas con el entredicho de agua y fuego;
y Abudio Rusón, que había sido edil, mientras solicita el infortunio de Léntulo
Getúlico, debajo de cuyo dominio había tenido el gobierno de una legión,
acusándole de que había escogido por yerno a un hijo de Seyano, fue, sin que
alguno le acusase, condenado él y desterrado de Roma. Gobernaba entonces
Getúlico las legiones de la Germania superior, amado grandemente por su liberal
clemencia y modesta severidad, ni lo era poco del ejército vecino por causa de
Lucio Apronio, su suegro, con cuyo calor corrió voz harto constante de que se
atrevió a escribir a César que no había él de su cabeza comenzado el parentesco
con Seyano, sino a persuasión suya; que se había podido engañar, como se engañó
el mismo Tiberio, y que un mismo yerro no debía excusarle a él solo y ser causa
de la ruina de todos los demás; que tendría fe sincera y durable mientras no se
le armasen asechanzas, y en lo demás le desengañaba que admitiera el sucesor
como el anuncio de su muerte; que se estableciese entre ellos una forma de
conciertos tales, que al príncipe le quedase todo lo demás y a él el gobierno de
su provincia.
A estas cosas, aunque excesivas, se dio bastante fe, viendo que de todos los
aliados y parientes de Seyano fue, sólo Léntulo el que no sólo quedó salvo, pero
muy favorecido; considerando en sí Tiberio que era aborrecido del pueblo, que se
hallaba ya muy adelante en la edad, y que su estado se fundaba más en la
reputación y fama que en la fuerza.
XXXI. En el consulado de Cayo Sextio y Marco Servilio vinieron a Roma algunos de
la nobleza de los partos, sin sabiduría de Artabano, su rey. Éste, por miedo de
Germánico, se había mostrado al principio fiel al pueblo romano y tratable a los
suyos; mas poco después comenzó a ensoberbecerse contra nosotros y a mostrarse
cruel con sus vasallos, desvanecido con algunos sucesos prósperos de las guerras
circunvecinas; y menospreciando la desarmada vejez de Tiberio, deseoso de
apoderarse del reino de Armenia en muriendo el rey Artajias, dio la investidura
al mayor de sus hijos, llamado Arsaces, y, lo que fue tenido por mayor
menosprecio, envió a pedir el tesoro que en Siria y en Cilicia había dejado
Vonón, amenazando que quería ensanchar los límites de su reino, conforme a como
antes los tenían los persas y macedones, y jactándose que estaba en su mano el
ocupar cuanto poseyó el rey Ciro y después el magno Alejandro. El principal
autor de enviar los embajadores secretos a Roma fue Sinaces, varón muy rico y de
señalada nobleza, y con él un eunuco llamado Abdo. No se tiene por menosprecio
entre aquellos bárbaros el ser un hombre castrado, antes son los tales
constituidos en mayores cargos y dignidades. Estos dos, después de haber atraído
a su opinión a otros, algunos de los más principales, viendo que no quedaba ya
ninguno del linaje Arsacida a quien dar el reino, siendo muertos la mayor parte
por Artabano, y los demás de edad insuficiente instaban en Roma que se les diese
a Frahates, hijo del rey Frahates, diciendo que no necesitaban de otra cosa que
del nombre y de la autoridad de César para que por su medio fuese visto uno de
la sangre de los Arsacidas en las riberas del Éufrates.
XXXII. Deseaba esto Tiberio, y así sin dilación pone en orden a Frahates,
mandándole dar todo lo necesario para ocupar el reino paterno, firme en su
antigua determinación de tratar y emprender las cosas extranjeras con artificios
y astucias, procurando tener apartadas las armas y la guerra fuera de casa.
Descubrió entretanto Artabano el trato de los suyos, y unas veces retardado del
temor, otras incitado del deseo de la venganza (tienen los bárbaros por cosa
baja y servil el diferir y simular, y por acto real el ejecutar con presteza),
prevaleció al fin en él el provecho de convidar a Abdo so color de amistad, y
quitarle la vida con lento veneno, y disimular con Sinaces, entreteniéndose con
dones y ocupándole con negocios. Llegado Frahates a Siria, mientras debajo el
vivir a la romana, a que estaba acostumbrado por muchos años, vuelve a ejercitar
los institutos de los partos; no pudiendo sufrir el rigor de las costumbres de
su patria, enferma y muere. No desistió por esto Tiberio de su empresa, antes
eligió por émulo de Artabano a Tiridates, del mismo linaje, y para recuperar la
Armenia, a Mitrídates Ibero, reconciliándolo primero con su hermano Farasmanes,
que tenía el dominio de aquella nación, encargando el gobierno supremo de todos
aquellos dominios orientales a Lucio Vitelio. No dudo de que Vitelio tenía ruin
opinión en Roma, donde se han contado de él muchas cosas feas y deshonestas; con
todo eso, en el manejo de las provincias que tuvo a cargo se gobernó con
entereza y virtud, semejante a lo que antiguamente se profesaba. Mas vuelto
después de ellas, y por la crueldad de Calígula y familiaridad de Claudio,
transformado en una torpe y vil servidumbre, quedó a la posteridad por ejemplo
de infame adulación; cedieron, finalmente, en él las primeras a las últimas
calidades, y con los vicios de la vejez puso en olvido las virtudes de la
juventud.
XXXIII. Mas Mitrídates, el mayor entre todos los magnates de Iberia, constriñó a
su hermano Farasmanes a ayudarle en sus empresas con fuerzas y con engaños.
Hallóse ante todas cosas camino cómo ganar con dineros a los más principales
ministros del rey de Armenia, Arsaces, hasta hacerle atosigar, y
consecutivamente entraron los iberos en el reino con grueso ejército, y se
apoderaron de la ciudad de Artajata. Avisado de estas cosas Artabano, puso en
orden a su hijo Orodes para tomar venganza, y dándole gran número de partos,
envió a tomar a sueldo cantidad de gente de socorro. Farasmanes, de otra parte,
juntó consigo los albanos y sármatas, de los cuales los ceptrusios, tomando
dineros de ambas partes, servían a todos según su costumbre. Los iberos,
ocupados ciertos puestos, arrojaron con diligencia a los sármatas sobre los
armenios por la vía Caspia (4). Mas los que iban viniendo en favor de los partos
eran rechazados con facilidad, a causa de haber el enemigo cerrado los pasos,
salvo uno entre la mar y los últimos montes de Albania, el cual también estaba
impedido por causa del verano soplando en él los vientos del Norte y arrojando a
la orilla las ondas hasta cubrir todos aquellos vados, que en el invierno, con
el austro que sopla de tierra, se secan y descubren.
XXXIV. Farasmanes en tanto, aumentando su ejército con ayudas, presenta la
batalla a Orodes, que se hallaba todavía con solos los partos, y porque no la
acepta, comienza a inquietarle con escaramuzas y a impedirle los forrajes, y
como si tratara de ponerle sitio, le va ciñendo los alojamientos, hasta que los
partos, no acostumbrados a sufrir afrentas, se presentan delante del rey y piden
la batalla. Las fuerzas de los partos consisten sólo en caballería, y Farasmanes
tenía también buen golpe de gente de a pie¡ porque los iberos y albanos, que
habitan lugares ásperos y muntuosos, están más acostumbrados al trabajo y
descomodidades. Pretende esta gente traer su origen de los de Tesalia, en tiempo
que Jasón, después de haber robado a Medea y tenido hijos de ella, volvió al
vacío palacio de Aetas y a la desamparada isla de Colcos. Celebran muchas cosas
de su nombre, como también el oráculo de Frixo¡ ninguno tiene atrevimiento de
sacrificar carneros, por la opinión que tienen de que por este animal fue traído
Frixo, si ya no es que tuviese esta insignia la nave que le pasó. Estando, pues,
en ordenanza los dos ejércitos para darse la batalla, el parto acordó a los
suyos el imperio de Oriente y la nobleza de los Arsacidas, diciendo en contrario
que los iberos eran de baja sangre y su gente mercenaria y vil. Farasmanes ponía
en consideración a los suyos que habiendo sido siempre libres del imperio de los
partos, cuanto más grande fuese la empresa, tanto más gloriosa sería la victoria
y de mayor vergüenza y peligro el volver las espaldas. Mostrábales a más de esto
sus escuadrones horribles y espantosos, y las tropas de los medos pintadas y
adornadas de oro, dándoles finalmente a entender cómo estaba de su parte de
ellos el esfuerzo varonil, y de la otra el premio de la victoria.
XXXV. Mas los sármatas, no tanto por las palabras del capitán cuanto por sí
mismos, se animaban y exhortaban unos a otros a no pelear de lejos con las
saetas, sino prevenir al enemigo y llegar luego con él de cerca a las manos. Fue
vario el modo de pelear, mientras los partos, con su acostumbrado artificio de
dar y tomar la carga y procurar desunir al enemigo, buscan lugar para arrojar
sus tiros, y los sármatas, dejados los arcos, el uso de los cuales es breve, con
las lanzas y con las espadas los acometen, ora a modo de combate a caballo,
mostrando una vez la frente y otra las espaldas, ora, apiñados en cerrado
escuadrón, con las fuerzas de los cuerpos y de las armas rechazaban o eran
rechazados. Ya los albanos y los iberos comenzaban a apretar y a cargar de
veras, haciendo la refriega dudosa al enemigo, sobre quien los caballos y de más
cerca los infantes herían, cuando Farasmanes y Orodes, mientras acompañan a los
valerosos y animan a los que temen, vistosos por los ornamentos y por esto
reconocidos entre sí, con grandes voces, las lanzas bajas, dejan correr sus
caballos el uno contra el otro. Hirió con más gallardía Farasmanes a Orodes
pasándole el yelmo; mas no pudo redoblar el golpe, llevado de su caballo y
defendiendo al herido los más fuertes de sus acompañantes. Con todo eso, la voz
de que era muerto atemorizó de suerte a los partos, que con facilidad cedieron
la victoria al enemigo.
XXXVI. Luego que Artabano supo este suceso comenzó a prepararse a la venganza
con todas las fuerzas del reino, diciendo que no habían ganado la batalla los
iberos por otra causa sino por tener mejor conocidos los puestos; y, aunque ya
vencido, no hubiera desamparado a la Armenia si Vitelio, juntadas las legiones,
no echara voz de que quería acometer la Mesopotamia, atemorizándole con las
armas romanas. Entonces, sacando Artabano sus fuerzas del reino, comenzaron a
encaminarse mal sus cosas, persuadiendo Vitelio a los naturales de él a dejar la
obediencia de aquel rey, cruel en la paz y calamitoso con las guerras adversas.
En tanto, Sinaces, que ya dije ser enemigo de Artabano, mete en la liga a su
padre Abdageses y a otros que hasta entonces no habían osado descubrirse,
haciéndolos el ejemplo de tan continuas rotas más prontos a la rebelión. Fueron
viniendo poco a poco también todos aquéllos que servían a Artabano más por miedo
que por amor, levantándoles el ánimo el ver que tenían cabezas y capitanes a
quienes seguir. Ya no le quedaban a Artabano más que algunos soldados
extranjeros de la guardia de su persona, gente desterrada de su misma patria y
sin alguna noticia del bien ni cuidado del mal, los cuales, entretenidos a
sueldo, suelen hacerse ministros de toda maldad. Acompañado, pues, de éstos,
tomó una diligente huida a provincias apartadas hasta los confines de la Esticia,
esperando ayuda por el parentesco de los hircanos y de los carmanos, y que
aplacados en tanto los partos con los ausentes y mudables con los presentes,
sería posible arrepentirse.
XXXVII. Mas Vitelio, huido Artabano y dispuestos a nuevo rey los ánimos de
aquellos populares, después de haber exhortado a Tiridates que se aprovechase de
la ocasión, con el nervio de las legiones y auxiliarios puso su campo sobre el
río Éufrates, donde sacrificando éstos al modo romano el puerco, la oveja y el
toro (5), y aquéllos por aplacar al río un caballo enjaezado, refirió después la
gente de la tierra que el Éufrates por sí mismo y sin ayuda de lluvias había
crecido extraordinariamente, y que de sus blancas espumas se figuraban ciertos
círculos en forma de guirnaldas, cosa que anunciaba feliz y próspero pasaje.
Otros, más astutos, interpretaban que los principios serían dichosos, aunque de
poca dura, siendo así que de ordinario se da más crédito a las cosas
pronosticadas en el cielo o en la tierra que no a los ríos, de naturaleza
inestable, y que a un mismo tiempo muestran y llevan consigo los agüeros. Hecho
el puente con los navíos y pasado el ejército, Ornospades fue el primero que
vino al campo con muchos millares de caballos. Éste, desterrado un tiempo de su
patria, ayudó a Tiberio valerosamente a fenecer la guerra de Dalmacia, y alcanzó
por este servicio la dignidad de ciudadano romano. Vuelto después a la gracia
del rey, fue por él muy favorecido y recibió el gobierno de aquellos
fertilísimos campos, que por estar rodeados de los dos ínclitos ríos Tigris y
Éufrates, fueron denominados Mesopotamia.
Llegó poco después Sinaces con nuevas gentes, y su padre Abdageses añadió el
aparato y riquezas reales, que era la seguridad y el nervio de aquella liga.
Vitelio, pareciéndole que bastaba haber hecho ostentación de las armas romanas,
advertidos Tiridates y los suyos, aquél a tener memoria de su abuelo Frahates y
de César que le había criado, ambas cosas dignas de estima, y éstos a conservar
la obediencia a su rey, respetamos a nosotros y guardar a todos el honor y la
fe, dio la vuelta con sus legiones a Siria.
XXXVIII. He puesto juntos los sucesos de estos dos Estados por dar algún reposo
al ánimo, cansado de las calamidades domésticas, porque Tiberio, aun tres años
después de la muerte de Seyano, ni por el tiempo, ni por ruegos, ni por hartura,
cosas que suelen ablandar a otros, se aplacaba de manera que no hiciese castigar
por gravísimas y por nuevas las cosas inciertas o envejecidas. Por este miedo
Fulcinio Trion previno al furor de sus acusadores, y en los últimos codicilos
dejó escritas muchas cosas bien atroces contra Macrón y contra los más
principales libertas de César, dándole en rostro a él también con que había
vuelto a los ejercicios de la niñez convirtiéndose casi en forajido por su
continua ausencia. Estas cosas, ocultadas por los herederos, quiso Tiberio que
se leyesen públicamente para hacer ostentación de su paciencia contra la ajena
libertad, o porque ya no hiciese caso de su propia infamia, o porque no
informado por mucho tiempo de las maldades de Seyano, gustase de verlas divulgar
de cualquier manera y, aunque a costa de oír sus propias injurias, conocer la
verdad sin mancha de adulación. En los mismos días, Granio Marciano, senador,
acusado de majestad por Cayo Graco, se quitó la vida. Y Tacio Graciano, que
había sido pretor, fue condenado a muerte por virtud de la misma ley.
XXXIX. El mismo fin tuvieron Trebeliano Rufo (6) y Sextio Paconiano: Trebeliano
por sus propias manos, y Sextio con un garrote que se le dio en la cárcel, por
haber allá dentro compuesto versos contra el príncipe. No recibía ya Tiberio
estas nuevas con mensajeros que venían de lejos, ni estando apartado de Italia y
dividido de mar, sino vecino a Roma; tal, que en un día y una noche respondía a
las cartas que había recibido de los cónsules, casi como viendo con los ojos
correr los ríos de sangre que inundaban las casas y la que derramaban las
infames manos del verdugo. Murió a la fin del año Popeo Sabina, hombre de
humilde linaje, mas por amistad de los príncipes honrado del consulado y del
honor triunfal; gobernó las mayores provincias por espacio de veinticuatro años,
no porque fuese de extraordinario valor, mas porque valía bastantemente para
sólo aquello.
XL. Sigue el consulado de Quinto Plaucio y de Sexto Papinio. En este año ni que
Lucio Aruseyo ... fuesen hechos morir, por la costumbre del mal, parecía cosa
atroz; mas espantó con grande extremo el ver que Vibuleno Agripa, caballero
romano, en acabando los acusadores de declarar sus culpas, sacándose en el mismo
Senado el tósigo del seno, se lo tragó en un punto, el cual, caído en tierra
medio muerto, fue por los lictores llevado prestamente a la cárcel, donde,
acabado ya de morir, le dieron un garrote como si todavía fuera vivo (7). Ni a
Tigranes, ya rey de Armenia y entonces reo, pudo librar el nombre real de
padecer la misma pena que si fuera ciudadano. Mas Cayo Galba, varón consular, y
los dos Blesos murieron voluntariamente: Galba, por haberle prohibido César con
cartas bien resentidas el sortear las provincias; y los Blesos, porque los
sacerdocios que se les destinaron cuando su casa estaba entera en amenazando
ruina se los difirieron; y entonces, como ya acababa del todo, se transfirieron
a otros: tomaron esto por señal de muerte, y así la solicitaron por sus manos.
Emilia Lépida, que fue casada, como he dicho, con Druso el mozo, a quien imputó
de varios delitos, puesto que, infame ella y detestable, pasó con todo eso sin
castigo mientras vivió su padre Lépido. Acusada después de adulterio con un
esclavo suyo, no dudándose de la maldad, renunciadas las defensas, dejó
voluntariamente la vida.
XLI. En este tiempo la nación de los clítaros, sujetos a Arquelao de Capadocia,
porque era constreñida a pagar los censos y tributos a nuestro uso, se retiró a
las cumbres del monte Tauro, y por la calidad del sitio se defendía de los
soldados poco valerosos de aquel rey, hasta que Marco Trebelio, legado, con
cuatro mil legionarios y una banda escogida de gente de socorro enviada por
Vitelio, presidente de Siria, después de haber rodeado con trincheras dos
montañas llamadas la menor Cadra y la otra Dabara, sobre las cuales se habían
alojado los bárbaros, con las armas a los que se atrevieron a tentar el paso, y
a los demás con la sed, forzó a rendirse. Mas Tiridates, de consentimiento de
los partos, recobró a Niceforia, Antemusiada y las demás ciudades que,
edificadas por los macedones, conservan el nombre griego, y Halo y Hartemia,
villas de partos; ayudando con alegre emulación los que después de haber
detestado la crueldad de Artabano, criado entre los escitas, esperaban en la
benignidad de Tiridates, hecho a las costumbres romanas.
XLII. Mostraron notable lisonja los de Seleucia, ciudad poderosa, rodeada de
murallas, la cual no tiene nada de lo bárbaro, antes conserva muchas cosas de su
fundador Seleuco. Tiene como para su Senado trescientos varones, escogidos de
los más ricos y más sabios ciudadanos. Tiene también el pueblo su autoridad, y
cuando están unidos entre sí no estiman a los partos; mas en dividiéndose con
discordias, mientras cada cual busca socorros contra el émulo, llamados por una
de las partes, prevalecen al fin contra todos. Esto sucedió poco antes, reinando
Artabano, el cual, por su interés, hizo que el pueblo estuviese sujeto a los más
aparentes; porque el dominio del pueblo se arrima tanto a la libertad, como el
imperio de pocos a la voluntad y al apetito de los reyes. Recibieron a Tiridates
con mucho aplauso y con los honores acostumbrados a los reyes antiguos;
añadiendo también los que con mayor largueza había inventado la nueva edad, y a
un mismo tiempo diciendo injurias contra Artabano y afirmando que sólo tenía
bueno el ser por su madre del linaje Arsacida, porque había degenerado en todo
lo demás. Tiridates, restituido el gobierno de aquella ciudad al pueblo,
consultaba sobre el día en que había de ser su coronación, cuando llegaron
cartas de Frahates y de Hierón, que tenían dos de los gobiernos más principales,
suplicándole se entretuviese un poco.
Pareció conveniente el esperar a estos personajes, de tanta autoridad. Fuese
entretanto Tiridates a Ctesifón, silla y cabeza del Imperio; mas difiriendo
éstos de día en día su venida, Surena, en presencia de muchos que aprobaron este
acto, con las usadas solemnidades le ornó de las insignias de rey.
XLIII. Y si luego se hubiera hecho ver en el centro del reino, reprimiera las
dudas en que estaban los que ponían largas al negocio, y confirmara la fe de
todos. Mas entreteniéndose en un castillo donde Artabano había dejado el tesoro
y sus concubinas, dio tiempo de arrepentirse de las convenciones hechas. Porque
Frahates y Hierón, con los demás que por no haberse aplazado el día de la
coronación no habían podido hallarse en ella, parte por miedo, parte por odio
que tenían a Abdageses, que era todo el Gobierno y la privanza del nuevo rey, se
vuelven a la parte de Artabano, hallándolo en Hircania tan falto de todo, que
vivía de la caza que podía matar con su arco. Espantóse al principio creyendo
que se le urdía algún engaño; mas como después de asegurado supo que venían para
restituirle el reino, comenzando a cobrar ánimo, preguntó la causa de una
mudanza tan repentina. Entonces, Hierón comenzó a vituperar la juventud de
Tiridates, diciendo que no reinaba un Arsacida, sino un nombre vano de rey en un
mancebo no guerrero, perdido y afeminado en las costumbres extranjeras;
reduciéndose todo lo demás a la casa de Abdageses.
XLIV. Conoció él, como práctico en el reinar, que éstos habían fingido la
amistad con Tiridates y que no fingían el aborrecimiento, y así, sin aguardar a
más que a juntar los socorros de los escitas, camina con toda velocidad por no
dar lugar a los enemigos de usar astucias y estratagemas, ni a los amigos de
arrepentirse, de la manera que estaba, deslucido y roto, por mover a compasión
al vulgo, no dejando engaños, ni ruegos, ni artificio alguno para animar los
sospechosos y conservar los dispuestos. Ya se hallaba un buen número de gente
junto a Seleucia, cuando Tiridates, atemorizado a un mismo tiempo de la fama y
de la llegada del mismo Artabano, estaba todavía irresoluto y combatido de
varios consejos: si iría luego a encontrarle, o si trataría la guerra
maduramente. Aquéllos a quien agradaba la guerra y las prestas resoluciones
alegaban el estar los enemigos desordenados, cansados del largo viaje, ni aun
bien dispuestos a obedecer, siguiendo al mismo a quien poco antes habían sido
traidores y enemigos. Mas Abdageses proponía que se volviese a Mesopotamia,
donde con la oposición del río, juntados los armenios y elimeos, y levantados
los otros a las espaldas, aumentando el ejército de milicia confederada y de los
soldados que enviaría el general romano, se podría con más seguridad tentar la
fortuna. Prevaleció este voto por la mucha autoridad de Abdageses y por no ser
Tiridates experto en los peligros; mas fue la retirada especie de huida,
comenzando a desbandarse los árabes, y los demás retirarse a sus casas o al
campo de Artabano; hasta que reducido Tiridates con pocos a Siria, dio a todos
ocasión de rebelarse sin vergüenza.
XLV. En este mismo año fue Roma ofendida grandemente del fuego, quemándose una
parte del circo pegado al Aventino y todo el mismo Aventino; de cuyo daño
resultó gloria a César, habiendo pagado el precio de las casas y de los barrios
aislados con dos millones y medio de oro (cien millones de sestercios). Fue
tanto más agradable al vulgo esta liberalidad, cuanto él se deleitaba menos en
fabricar para sí, no habiendo hecho en público más que dos edificios, es, saber,
el templo de Augusto y el tablado en el teatro de Pompeyo, y éstos, acabados, o
por no parecer ambicioso o por su vejez, dejó de dedicarlos. Para el aprecio del
daño recibido de cada uno se eligieron los maridos de sus cuatro nietas, Cneo
Domicio, Casio Longino, Marco Vinicio y Rubelio Blando, añadido Publio Petronio,
de nombramiento de los cónsules. Decretáronse por esto muchos honores al
príncipe, según lo que cada particular sabía inventar; mas por su muerte, que
sobrevino poco después, no pudo saberse lo que aceptaba o rehusaba. Porque no
tardaron mucho en tomar posesión del magistrado los últimos cónsules del tiempo
de Tiberio, conviene a saber: Cneo Aceronio y Cayo Poncio, habiéndose ya hecho
extraordinaria la potencia de Macrón; el cual, habiendo procurado conservarse
siempre en la gracia de Cayo César, entonces la iba ganando cada día más, hasta
que, muerta Claudia, mujer de Cayo, como se ha dicho, le prestaba a su mujer
Enia, con artificio de hacerle aficionar de suerte que se casase con ella,
prometiéndolo todo el mozo a trueque de mandar. Porque si bien era de naturaleza
pronta y resentida, había con todo eso aprendido el arte de disimular del pecho
de su abuelo, el cual conociéndole bien, estaba en duda a cuál de los nietos
había de encomendar la República.
XLVI. El hijo de Druso, aunque en sangre y afición más próximo, le parecía
demasiado niño. El hijo de Germánico, en la flor de su juventud, amado del vulgo
y aborrecido por esto del abuelo. Pensó tal vez en su sobrino Claudio, por ser
de edad competente y aficionado a las artes liberales; pero hízole daño el ser
algo falto de juicio. Buscar el sucesor fuera de su casa temía no fuese afrenta
e injuria a la memoria de Augusto y al nombre de los Césares; no haciendo él
tanto caso de la gracia de los presentes cuanto de la ambición de agradar a los
venideros. Hallándose después irresoluto de ánimo y enfermo de cuerpo, dejó al
hado la resolución que él con discurso no supo tomar; aunque antes de esto se
dejó decir algunas palabras, de que se podía colegir que tenía prevenido a lo
venidero. Porque Macrón dio descubiertamente en rostro con decir que dejaba el
Occidente por mirar al nacimiento del sol. Y a Cayo César, mientras conversando
acaso se reía de Sila, pronosticó que tendría todos los defectos de Sila y
ninguna de sus virtudes; y luego, con muchas lágrimas, abrazando al menor de sus
nietos, volviendo el rostro a Cayo con semblante fiero, le dijo: Tú matarás a
éstos (8), y otro a ti. Mas agravándose el mal, sin abstenerse de sus torpezas
sensuales, sufría la dolencia fingiendo tener salud, acostumbrado a burlarse del
arte de los médicos y de aquéllos que al cabo de treinta años de experiencia
tenían necesidad de consejo para saber lo que dañaba o aprovechaba a su propia
salud.
XLVII. Echábanse entre tanto en Roma peligrosas semillas para ir continuando la
matanza, aun después de muerto Tiberio. Lelio Balbo había acusado de majestad a
Acucia, mujer que fue de Publio Vitelio; la cual, condenada, tratándose de
decretar el premio al acusador, se opuso a ello Junio Otón, tribuno del pueblo,
quedando entre los dos un odio grande, y Otón al fin desterrado. Después de
esto, Albucila, famosa por su honestidad, la cual tuvo por marido a Satrio
Secundo, aquél que descubrió la conjuración, fue acusada de impiedad para con el
príncipe, y con ella Cneo Domicio, Vivio Marso y Lucio Aruncio, culpados en el
caso y en sus adulterios. De la nobleza de Domicio he tratado arriba. Marso era
también de antiquísimos y honrados progenitores, y excelentes en sus estudios;
mas el ver, por las interrogaciones del proceso que envió al Senado, que Macrón
asistía al examen de los testigos y al tormento de los esclavos, y que no había
cartas del emperador contra los reos, o por ocasión de su enfermedad o porque
ignoraba el caso, daba sospecha de que muchas de aquellas cosas las fingía
Macrón por la descubierta enemistad que profesaba con Aruncio.
XLVIII. Y así Domicio, tomando tiempo para defenderse, y Marso, después de haber
determinado de matarse de hambre, alargaron la vida. Aruncio, a los amigos que
le persuadían el diferir y esperar, respondió que no eran honradas a todos unas
mismas cosas; que habiendo ya vivido harto, no se arrepentía de otra cosa que de
haber pasado la vejez con tantas ansias entre menosprecios y peligros, primero a
causa de Seyano, y después de Macrón, siempre aborrecido de algún poderoso no
tanto por culpa suya, cuanto por no sufrir las ajenas. Confieso -decía él- que
es posible evitar los pocos y últimos días que le quedan de vida al príncipe;
mas ¿serálo por ventura el escapar de la juventud de su sucesor? Si en Tiberio,
después de tan larga experiencia de todo, vemos que la fuerza del mandar ha
causado en él tan gran mudanza, ¿qué hará en Cayo César, salido apenas de la
niñez, ignorante de todas las cosas y criado entre los peores? Diremos por
suerte que hará milagros con la guía de Macrón, el cual, elegido como peor para
oprimir a Seyano, ha afligido a la República con mayores maldades. Yo anteveo
una servidumbre mucho más rigurosa, y así me resuelvo a librarme a un mismo
tiempo de las pasadas y de las venideras miserias. Dicho esto, que fue una
verdadera profecía, se abrió las venas. Las cosas que sucedieron después
mostraron lo bien que hizo Aruncio en quitarse la vida. Albucila, tentando en
vano el puñal para matarse, fue por orden del Senado puesta en prisión. De los
ministros de sus lujurias, Carsidio, sacerdote, varón pretorio, fue desterrado a
una isla, y, Poncio Fregelano, privado del orden senatorio; y, las mismas penas
fueron decretadas contra Lelio Balbo con aplauso universal, a causa de que Balbo
con su terrible elocuencia se mostraba de ordinario prontísimo contra los
inocentes.
XLIX. En aquellos mismos días, Sexto Papinio, de familia consular, escogió una
súbita y extraña muerte, arrojándose a un precipicio. Atribuíase la causa a su
madre, que, repudiada poco antes de su marido, había, con halagos y con actos
lascivos, inducido al mozo a aquello de que no podía salir mejor librado que con
la muerte. Ella, acusada por esto en el Senado, aunque arrodillándose a los pies
de los senadores, triste y miserable, se excusase con el lecho común y con ser
más flaco en aquellos casos el ánimo mujeril, con otras muchas cosas que le
dictaba el dolor, fue con todo desterrada de Roma por diez años, hasta que el
hijo menor acabase de pasar el ardor de la juventud.
L. Íbanle faltando ya a Tiberio el cuerpo y las fuerzas, mas no la disimulación.
Mostraba la fuerza y vehemencia acostumbrada en el ánimo y en las palabras, y
muchas veces con un fingido regocijo procuraba encubrir el manifiesto
desfallecimiento y la flaqueza del sujeto. Con esto, finalmente, después de
haber mudado muchos lugares, paró en el cabo de Miseno, en la quinta que fue ya
de Lucio Lúculo (9). Conocióse su cercana muerte de esta manera: Caricles,
famoso médico, aunque no curaba al príncipe, acostumbraba darle de ordinario
advertimiento para su salud. Éste, tomando licencia como para irse a sus
negocios, so color de besarle la mano le tocó el pulso. Cayó en ello Tiberio, y
por ventura enfadado de esto, por disimular el enojo, mandó cubrir la mesa de
más viandas que lo acostumbrado como por favorecer y honrar en su partida al
médico, a quien tenía por amigo. Con todo esto, Caricles aseguró después a
Macrón que le iba faltando el espíritu y que no viviría dos días. De este aviso
resultó el comenzar a solicitar de palabra a los presentes, y con correos a
diligencia a los legados y a los ejércitos. A los diez y seis de marzo, con un
desmayo que le sobrevino se creyó que había acabado la vida, y ya comenzaba Cayo
César a salir con gran acompañamiento de los que venían a dar el parabién para
introducirse en el Imperio, cuando de improviso se supo que Tiberio había
cobrado el habla y la vista y que a gran priesa pedía la vianda. Amedrentados
todos y esparcidos, unos procuraban volver a componer el rostro conforme a las
pasadas muestras de tristeza, y otros disimular el caso. Enmudeció Calígula, y,
caído de tan altas esperanzas, comenzaba ya a temer de su propia persona. Sólo
Macrón, sin alguna alteración, ordenó que aquel viejo fuese ahogado con echarle
encima cantidad de ropa, mandando salir antes a todos del aposento. Este fin
tuvo Tiberio a los setenta y ocho años de su edad.
LI. Fue hijo de Nerón y descendiente por ambos lados de la familia Claudia,
aunque su madre fue primero adoptada en la Livia y después en la Julia. En su
primera juventud estuvieron sus cosas en duda; porque a más de haber seguido a
su padre en el destierro, cuando después entró a ser antenado de Augusto
contrastó con muchos émulos mientras vivieron Marcelo y Agripa, y después Cayo y
Lucio, césares; y su hermano Druso era también más amado de la ciudad. Mas en
ningún tiempo estuvo en mayor balanza el estado de sus cosas que desde que tuvo
por mujer a Julia, siéndole necesario sufrir su deshonestidad o apartarse de
ella. Vuelto después de Rodas, estuvo en casa del príncipe doce años sin que en
ella hubiese hijos; y al cabo de ellos obtuvo el señorío supremo de la República
romana, y gozó de él cerca de otros veintitrés. Sus costumbres fueron diversas y
se mudaron según el tiempo. Fue de egregia vida y fama mientras vivió hombre
particular o durante el imperio de Augusto; oculto y cauteloso en fingir y
profesar virtud lo que vivieron Germánico y Druso, entremezclando el mal y el
bien viviendo su madre; detestable en todo género de crueldad, aunque encubierto
en sus lujurias, mientras amó o temió a Seyano; y finalmente se precipitó a un
abismo de maldades y deshonestidades cuando, despojado enteramente de la
vergüenza y del temor, se fue tras la corriente de sus propias inclinaciones y
naturales apetitos.
Notas
(1) Ave fabulosa, célebre en las tradiciones egipcias. Los autores que hablan de
ella la pintan del tamaño de un águila, con un hermoso moño en la cabeza, las
plumas del cuello de color de oro, la cola blanca salpicada de plumas encarnadas
y los ojos brillantes. Cuando siente acercarse su fin -dicen-, se construye un
nido de plantas aromáticas, que expone a los rayos del sol y en cuyas llamas se
consume. En el apartado en que habla de esa ave, Tácito parece haberse
complacido en repetir cuanto acerca de ella se sabía o se creía saber en su
tiempo, y si bien reconoce que hay mucho de fabuloso en lo que de la misma le
refiere, se ve que creía en su existencia.
(2) Sobre estas curiosas y célebres noticias del historiador latino acerca del
Ave Fénix consúltese el importante libro de J. Hubaux y M. Leroy, Le Mythe du
Phénix, Liége-París, 1939. Véase en español el antiguo comentario de Pellicer en
las notas de su erudita obra El Fénix y su historía natural, Madrid, 1530.
(3) Dion refiere, XVIII, 24, que Escauro había compuesto una tragedia en Atreo,
de la cual Tiberio creyó ver su retrato. Ya que ha hecho de mí un Atreo -dijo-
yo haré de él un Ajax, aludiendo a que éste se había dado la muerte por su
propia mano.
(4) Según Walcknaer, es el desfiladero de Derbend, llamado por los turcos Demi
capi o puerta de hierro.
(5) Se llamaba este sacrificio suovetaurilia, porque en él se inmolaba un
puerco, sus; una oveja, avis, y un toro, taurus.
(6) Es el mismo que había sido dado por tutor a los hijos de Coti, rey de
Tracia.
(7) Burnouf observa que no era un lujo de crueldad, una barbarie inútil.
Importaba -dice- que Vibuleno no escapase a los verdugos, a fin de que no
escapasen sus bienes a la confiscación.
(8) En efecto, Cayo Caligula hizo matar al joven Tiberio en el primer año de su
reinado.
(9) El vencedor de Mitrídates, que se hizo famoso por sus riquezas y por el
fausto en que vivía.
LIBRO UNDÉCIMO
Vitelio. - Tásase el premio a los abogados.- El reino de los partos inquietado con guerras intestinas. - Hácense en Roma los juegos seculares. - Añade Claudio tres letras al alfabeto. - Trátase con esta ocasión del origen de las letras. - Itálico, constituido rey de los queruscos. - Corbulón en la inferior Germania, severo y valeroso capitán. - Alcanza Curcio Rufo los honores triunfales: su calidad y fortuna. - Auméntase el número de los patricios. - Cuéntanse los ciudadanos. - Mesalina, la más deshonesta de las mujeres, se casa públicamente con Cayo Silio. - Sábelo su marido, Claudio, y toma justa venganza de ella y de otros muchos por consejo de sus libertos.
I. Porque (1) tuvo opinión que Valerio Asiático, honrado de dos consulados,
había en otro tiempo sido su adúltero (2), y juntamente desalentada por los
huertos que Asiático había comprado de Lúculo, a quien adornaba con señalada
grandeza, echó de manga a Suilio para que acusase a entrambos. Añadido Sosibio,
ayo de Británico, para que con capa de celo y amor advirtiese a Claudio de que
la fuerza del oro y las riquezas en los particulares eran capitales enemigas del
príncipe; que habiendo sido Asiático el principal autor de la muerte de Cayo
César, no había dudado de aprobarlo en el parlamento al pueblo romano, ni de
pedir descubiertamente la honra de tan gran maldad; que habiendo adquirido por
esto un gran renombre en la ciudad, la fama se extendía por las provincias, y él
se aparejaba para ir a los ejércitos de Germania, como hombre que habiendo
nacido en Viena, apoyado de muchas y poderosas alianzas y parentelas, podía
fácilmente levantar los pueblos de su nación. Con esto Claudio, sin otras
averiguaciones, despachó a Crispino, prefecto del pretorio, con una banda de
soldados sueltos y diligentes, como si le enviara a reprimir los principios de
una guerra; el cual, hallándolo en Baya, le prendió y trajo bien atado a Roma,
donde, sin darle lugar de presentarse ante el Senado, fue oído en el retrete del
emperador en presencia de Mesalina.
II. Acusábale Suilio de haber conmovido los ánimos de la gente de guerra,
ganándolos con dineros y deshonestidades, en orden a ejecutar con ellos
cualquier maldad. Acumulábale también el adulterio con Popea, y finalmente que
había hecho con su cuerpo oficio de mujer. A esto, rompiendo el silencio el reo,
pregúntalo -dijo- a tus hijos, oh Suilio, que no me podrán negar que soy varón.
Y entrando después de esto en sus defensas, movió grandemente a Claudio e hizo
también llorar a Mesalina; la cual, saliendo de la cámara como para enjugarse
las lágrimas, advirtió de paso a Vitelio que no dejase escapar aquel criminal. Y
solicitando la ruina de Popea, envió quien con falsos asombros de una larga
prisión la incitase a quitarse voluntariamente la vida; tan sin sabiduría de
César, que pocos días después preguntó a su marido Escipión, que comía con él,
la causa por que no había traído consigo a su mujer, y él respondió que porque
era muerta.
III. Claudio, pues, tomaba acuerdo sobre la absolución de Asiático. Vitelio, con
lágrimas en los ojos, hecha conmemoración de la amistad vieja, y de cómo, juntos
los dos, habían servido a Antonia, madre del príncipe, no olvidando los
servicios que Asiático había hecho a la República, y nuevamente en el viaje de
Inglaterra, con todo lo demás que podía decir para mover a compasión, propuso
que le fuese permitido escogerse la muerte, y Claudio con la misma clemencia lo
concedió. Después de esto, aconsejado Asiático por algunos que escogiese una
muerte blanda, cual lo era el privarse de la comida, respondió que renunciaba a
tal beneficio; y habiendo usado de sus acostumbrados ejercicios, lavado su
cuerpo y cenado alegremente, diciendo que le hubiera sido más honroso morir a
manos de las astucias de Tiberio o por el ímpetu de Cayo César, que no por
engaños de una mujer y por sentencia salida de la deshonesta boca de Vitelio, se
hizo cortar las venas; habiendo querido antes ver el rimero de leña en que había
de ser quemado su cuerpo, y hécholo mudar a otra parte para que el calor del
fuego no marchitase la sombra de los árboles: con tanta seguridad y franqueza de
ánimo caminó aquel último paso de la vida.
IV. Después de esto, vueltos a juntar los senadores, prosiguió Suilio en acusar
a dos ilustres caballeros romanos, ambos del sobrenombre de Petra. Fue la causa
de su muerte el haber prestado su casa para las vistas y encuentros de Mnester
con Popea; si bien al uno de ellos se añadió el haber visto en sueños a Claudio
con una corona de espigas de trigo, vueltas las aristas hacia atrás, y dicho que
significaba hambre. Otros escriben que lo que vio no fue sino una guirnalda de
pámpanos con las hojas marchitas y amarillas; atribuyéndole el intérprete a que
moriría el príncipe a la fin del otoño. Mas lo que no se duda es que, sea el
sueño el que fuere, no costó a él y a su hermano menos que la vida. A Crispino
se le dieron treinta y siete mil y quinientos ducados (un millón y medio de
sestercios), honrándolo a más de esto con título de pretor. Añadió Vitelio que
se diesen veinticinco mil (un millón de sestercios) a Sosibio, porque sirviendo
a Británico con la enseñanza, servía también a Claudio con el consejo.
Preguntado su parecer a Escipión, respondió que sintiendo él lo que todos los
demás en lo tocante a las faltas cometidas por Popea, no podía dejar de decir lo
mismo que ellos; que fue una discreta templanza entre el amor de marido y la
necesidad de votar como senador.
V. Desde entonces Suilio fue continuo y cruel acusador de los criminales,
seguido de otros muchos, imitadores de su atrevimiento. Porque habiendo el
príncipe usurpado todo el poder y autoridad de las leyes y de los magistrados,
había dado materia a todo género de robos. Tal que no se vio jamás mercancía
pública tan venal como la perfidia de los abogados. En cuya prueba, Samio,
insigne caballero romano, habiendo dado a Suilio diez mil ducados (cuatrocientos
mil sestercios), y cayendo en la cuenta de que le engañaba, en casa del mismo
Suilio se dejó caer sobre la punta de su espada. Esto dio ocasión a que
comenzando Cayo Silio, nombrado para cónsul (de cuyo poder y ruina diré en su
lugar), se levantaran en pie los senadores a pedir la observancia de la ley
Cincia (3), por la cual era antiguamente prohibido el recibir dinero o presentes
por defender las causas.
VI. Mas haciendo ruido los interesados, Silio, poco amigo de Suilio, se
encolerizó ásperamente, contando ejemplos de los antiguos oradores, a los cuales
bastó la fama con los venideros para un honesto premio de su elocuencia: que
haciéndolo de otra suerte se manchaba con la fealdad del oficio la hermosura de
la reina de las artes. Fuera de que no puede esperarse entera y franca lealtad
cuando no se pone la mira sino en que sea mayor la ganancia: que defendiéndose
las causas sin algún interés serían sin duda mucho menos; donde ahora se
fomentan con él las enemistades, las acusaciones, los odios y las injurias; y
así como la violencia de las enfermedades hinche las bolsas a los médicos, así
la peste de los pleitos enriquece a los abogados; que se acordasen de Cayo
Asinio y de Mesala, y entre los modernos de Aruncio y de Esernino, los cuales
llegaron a los mayores puestos por medio de su loable vida y elocuencia
incorrupta. Dicho esto por el destinado para cónsul y consintiendo todos los
otros, se preparaba un decreto para obligarlos a la ley de residencia, cuando
Suilio, Cosuciano y los demás que veían ordenarse contra ellos, no ya el juicio
(siendo la causa demasiado clara), sino la pena, se arrimaron a César,
suplicándole no hiciese cuenta de las cosas pasadas.
VII. Y haciendo con la cabeza señas de que era contento, comenzaron así: ¿Quién
será aquél de tanta soberbia, que presuma esperar su renombre de eterna fama? Al
uso y a la necesidad ordinaria se acude para que ninguno, por falta de abogados,
quede por presa de los más poderosos. No se adquiere de balde la virtud de la
elocuencia; ni es cordura desamparar los cuidados propios por desvelarse en los
negocios ajenos. Muchos buscan la vida ejercitando la milicia, otros cultivando
los campos, y ninguno desea cosa de la cual no tenga ya antevisto el fruto que
se le espera. Asinio y Mesala, enriquecidos con los despojos de la guerra entre
Antonio y Augusto, y los Eserninos y Aruncios, dejados por herederos de amigos
riquísimos, trataron la profesión a lo grande: que tenían también ellos ejemplos
aparejados para mostrar con qué recompensa y por cuán altos precios ejercitaron
esta arte Publio Clodio y Cayo Curión: que ellos, de los medianos senadores, no
pedían otra cosa a la República sino sólo aquello que se debe y puede pretender
en tiempo de paz; que hasta el ínfimo vulgo procura merecer ilustrarse con la
toga: mas quitadas las recompensas y premios de los estudios, ¿quien duda de que
perecerán también los mismos estudios?. Pareciéronle al príncipe estas razones
de algún momento, y sólo quiso que se moderase la cantidad de dineros que se
podían recibir, reduciéndolo a 250 ducados (diez mil sestercios) (4); y que de
allí arriba quedasen culpados por la ley de residencia.
VIII. En este mismo tiempo, Mitrídates (aquél que dije arriba haber reinado en
Armenia, que después fue traído a la presencia de Cayo César) volvió a su reino
por consejo de Claudio, fiado en las fuerzas de su hermano Farasmanes, rey de
los iberos, de quien fue avisado que los partos con sus discordias tenían poco
cuidado de las cosas importantes de aquel reino, y de las menores ninguno.
Porque durante muchos actos crueles de Gotarces (que había intentado quitar la
vida a su hermano Artabano, y a su mujer e hijos, de quien también los demás
vivían con espanto) se habían resuelto en llamar a Bardanes. Éste, siendo como
era atrevido y pronto para cosas grandes, habiendo caminado en dos días al pie
de ochenta leguas (5), acomete y ahuyenta a Gotarces, desproveído y medroso; y
sin poner dilación se apodera de los gobiernos vecinos, recibido de todos, salvo
de los de Seleucia. Airado, pues, contra ellos, como contra gente que había sido
también rebelde a su padre, llevado del enojo más de lo que le conviniera en
aquella sazón, determinó de poner sitio a aquella ciudad fortísima de murallas,
rodeada de un gran río y bien proveída de municiones. Entre tanto, Gotarces,
reforzado del poder de los dahos y de los hircanos, renueva la guerra, y
Bardanes, constreñido a abandonar Seleucia, lleva su ejército a los campos
Bactrianos.
IX. Con esto, hallándose divididas las fuerzas de Oriente con gran incertidumbre
del suceso, se dio comodidad a Mitrídates de ocupar el reino de Armenia,
sirviéndose para expugnar los lugares difíciles del valor de los soldados
romanos, y de los iberos para correr y robar la campaña. No hicieron los
armenios otra resistencia después de la rota de Demonactes, prefecto suyo, que
se abrevió a presentar la batalla. Quien dio algún impedimento fue Cotis, rey de
Armenia la Menor, habiendo acudido a él algunos de los principales; mas
refrenado por cartas de César, cayó todo en manos de Mitrídates mucho más cruel
y riguroso que convenía a un reino conquistado de nuevo. Los reyes partos, pues,
mientras se hacen rostro para llegar a la batalla, al improviso concluyen la
paz. Habiendo Gotarces descubierto la traición de sus vasallos y avisado a su
hermano, llegados tras esto a vistas, estuvieron al principio suspensos; y
dándose después las manos sobre los altares de los dioses, concertaron de vengar
las traiciones de sus enemigos y de acomodarse entre sí. Pareció más a propósito
Bardanes para quedar en la posesión del reino: y Gotarces, por quitar toda
sospecha de emulación, se retiró bien adentro en Hircania. En volviendo Bardanes,
se le rindió la ciudad de Seleucia, siete años después de su rebelión, no sin
vergüenza de los partos, viendo que había podido burlarse tanto tiempo de ellos
una ciudad sola.
X. Pasó después a la conquista de las provincias más principales; y preparándose
para recuperar la Armenia, le detuvo Vivio Marso, legado de Siria, amenazando de
hacerle la guerra. Gotarces en tanto, arrepentido de haber cedido a su hermano
el reino, y llamado de la nobleza, a quien la paz hace más dura de sufrir la
servidumbre, junta el ejército y se va la vuelta del río Erinde (6), en cuyo
tránsito, habiendo peleado diversas veces, quedó al fin la victoria por Bardanes;
el cual con prósperas batallas sujetó a aquellas tierras hasta el río Sinden,
que divide los dahos de los arios. Allí puso fin a sus felices progresos, porque
los partos, aunque se hallaban victoriosos, rehusaron el hacer más la guerra tan
lejos de sus casas. Con esto, levantadas memorias en testimonio de sus grandezas
y de que ningún otro de los arsácidas había llegado a sacar tributos de aquellos
pueblos, dio la vuelta cargado de gloria, hecho por esto más fiero y más
intolerable a sus súbditos; los cuales, conjurados mucho antes contra él,
hallándose desapercibido y atento a la caza, le matan estando todavía en la flor
de su juventud. Mas pocos de los antiguos reyes se le aventajaran en esplendor,
si hubiera sabido hacerse amar de sus vasallos como supo hacerse temer de sus
enemigos. Por la muerte de Bardanes quedaron los partos divididos en la elección
de nuevo rey. Inclinábanse muchos a Gotarces y otros a Meherdates, hijo de
Frahates, el que tuvimos en rehenes. Obtuvo finalmente Gotarces el reino; mas en
viéndose señor del cetro real, con su crueldad y lujuria obligó a los partos a
rogar secretamente al príncipe romano que quisiese enviar a Meherdates para
poseer el reino paterno.
XI. Debajo de estos mismos cónsules se vieron los juegos seculares (7) del año
ochocientos de la fundación de Roma, y sesenta y cuatro de Augusto, que los
celebró. Dejo las razones que movieron a entrambos príncipes, habiéndolas notado
largamente en los libros que escribí de los hechos del emperador Domiciano, el
cual hizo también celebrar los juegos seculares, que más particularmente
observé, por hallarme uno de los Quince Varones sacerdotes y entonces pretor. No
lo digo por vanagloria, sino por hacer saber que antiguamente el colegio de los
Quince Varones tenía aquello a su cargo, y que los magistrados más
particularmente ejecutaban el oficio de las ceremonias. Estando Claudio sentado
a los juegos del circo, como representasen los mozos nobles a caballo el de la
guerra de Troya, y estuviesen entre ellos Británico, hijo del emperador, y Lucio
Domicio, adoptado y después llamado al imperio con el sobrenombre de Nerón, se
tomó por ruin agüero que el pueblo alabase más a Domicio. Divulgábase también
que en su niñez se habían visto cerca de él dragones, como que le guardaban;
cosa inventada para igualar con esta fábula a los milagros extranjeros; porque
él mismo, poco acostumbrado a menoscabarse lo que se contaba en su favor, solía
decir que sólo se había visto en su cámara una culebra.
XII. Mas esta inclinación y favor del pueblo venía de la memoria de Germánico,
de cuyos hijos no había otro nieto varón; y la piedad común que se tenía de su
madre Agripina se aumentaba a causa de la crueldad de Mesalina; la cual, su
contraria y enemiga siempre, lo mostraba entonces mucho más, sin que bastase
cosa alguna a divertida de buscarle cada día delitos y acusadores, sino la nueva
ocupación, o por mejor decir locura, en que la tenían envuelta los amores de
Cayo Sitio, el más hermoso y gallardo mozo de Roma, de quien se aficionó tan
fieramente, que por gozárselo a solas le hizo repudiar a su mujer Junia Silana,
nobilísima matrona. Conocía Sitio el mal y el peligro a que se ponía; mas era
cierta su muerte si se retiraba, y, viviendo, todavía le quedaba alguna
esperanza de encubrir el caso, consolándose entretanto con grandes premios y con
poder esperar las cosas futuras gozando de las presentes. Ella, no ya
escondidamente, sino con gran acompañamiento, iba muchas veces a buscarle a su
casa, le llevaba a su lado cuando salía fuera, le cargaba de riquezas y de
honras, y a lo último, como si se hubiera pasado a Silio la fortuna imperial,
los esclavos, los libertos y los aparatos del príncipe no se veían ya sino en
casa del adúltero.
XIII. Mas Claudio, olvidado de las cosas de su casa, usurpando el oficio de
censor, corrigió con rigurosos edictos los desórdenes que el pueblo hacía en el
teatro, en donde habían cargado de injurias a muchas mujeres ilustres, y a
Publio Pomponio, varón consular, que daba las poesías a los representantes.
Reprimió también por ley el rigor de los acreedores prohibiéndoles el dar
dineros a usura a hijos de familia a pagar cuando muriesen sus padres. Trajo a
la ciudad fuentes de agua encañadas desde los collados Simbruino (8). Añadió y
publicó en su nombre nuevas formas de letras al alfabeto (9), mostrando que el
griego tampoco se comenzó y perfeccionó todo de una vez.
XIV. Los egipcios, antes que las demás naciones, expresaron sus conceptos por
figuras de animales, y las más antiguas reliquias de la memoria humana se ven
esculpidas en sus piedras; con que se atribuyen a sí la invención de las letras.
De allí los fenicios, a causa de que eran señores de la mar, las trajeron a
Grecia, atribuyéndose la gloria de inventores de los trabajos ajenos. Porque es
común opinión que Cadmo, llevado en la armada de los fenices, fue para los
pueblos todavía toscos de la Grecia, autor de esta arte. Otros dicen que Cécrope,
ateniense, o Lino, tebano, inventaron diez y seis figuras de letras; y en tiempo
de los troyanos, Palamedes, argivo, añadió cuatro, y que después otros, y
particularmente Simónides, inventaron las demás. En Italia lo aprendieron los
toscanos de Damarato, corintio, y los aborígenes de Evandro, de Arcadia. Y la
forma de los caracteres latinos es la misma que usaban los más antiguos griegos;
mas tampoco a nosotros nos las dieron todas juntas al principio, habiéndose
añadido las demás después; con cuyo ejemplo Claudio añadió otras tres letras,
las cuales, usadas mientras él vivió y olvidadas después, se ven hoy en día en
planchas de metal fijadas en los templos, adonde se pusieron para publicar los
decretos del pueblo.
XV. Después de esto propuso en el Senado el caso del colegio de los adivinos,
llamados arúspices, para que se diese orden cómo por negligencia no se olvidase
el uso de la más antigua disciplina de Italia; pues que muchas veces, durante
las adversidades de la República, se habían hecho venir diferentes personas, por
cuyo medio, restaurándose una vez las ceremonias, se habían observado después
mejor. Y que los toscanos más principales, con este ejemplo, de su mera voluntad
o a persuasión del Senado romano, habían aprendido la ciencia; propagándola
después en sus sucesores; cosa que parecía ya tomarse con gran tibieza por el
descuido que la República tiene en conservar las buenas ciencias y por el gusto
de dejar prevalecer las supersticiones extranjeras. Que a la verdad iban todas
las cosas por el presente con prosperidad; mas que era necesario dar gracias por
ello a la benignidad de los dioses, y procurar que los ritos sagrados a que se
atendía durante los tiempos dudosos no se pusiesen en olvido en la prosperidad.
Dio esto ocasión a que se hiciese un decreto por senatus consulto, en que se
ordenó que los pontífices viesen lo que de allí adelante se había de observar en
lo tocante a los arúspices.
XVI. En este mismo año, la nación de los queruscos pidió rey de Roma; habiendo
perdido toda su nobleza en las guerras civiles y no quedando de la sangre real
sino uno solo, llamado Itálico, que residía en Roma. Era éste hijo de Flavio,
hermano de Arminio, y de una hija de Catumero, príncipe de los catos, de
hermosísimo aspecto, ejercitado en las armas y en el andar a caballo a nuestro
modo y al suyo. Y así César, reforzándole de dineros y dándole gente de guerra
para su guardia, le exhortó a recibir con ánimo generoso el honor para que era
llamado de los suyos. Y le advirtió de que era el primero que, habiendo nacido
en Roma, no como rehén, sino como ciudadano, salía de ella para reinar en un
reino extranjero. Fue al principio muy agradable a los germanos su venida, y más
echando de ver que, como no interesado en sus discordias, trataba con igual
afición a todos. Celebraban y loaban en él, unos su cortesía y su templanza,
virtudes agradables a los mejores; y el verle muchas veces borracho y deshonesto
le granjeaba las voluntades de los más, como vicios agradables a aquellos
bárbaros. Ya comenzaba a ser famoso, no sólo en los lugares cercanos, sino
también en los apartados, cuando los que se había engrandecido con las
parcialidades, teniendo a su poder por sospechoso, recurrieron a los pueblos
vecinos, poniéndoles por delante que a un mismo tiempo se destruía la libertad
de Germania y se aumentaba el poderío de Roma. ¿Tan estériles serán estas
provincias -decían- que no producirán alguno digno de ocupar el lugar de
príncipe, sin que sea forzoso haber de levantar sobre todos la raza de un espía
como Flavio? Poca necesidad teníamos de desterrar a Arminio, de cuyo hijo,
criado entre los enemigos, podía temerse con razón el verle ocupar el reino,
como inficionado de alimentos, de servidumbre y de culto del todo extranjeros,
si reinando Itálico conserva el ánima del padre, que fue el mayor enemigo y
persecutor de su patria y de sus dioses domésticos.
XVII. Con éste y semejantes artificios juntaron grandes fuerzas. No era menor el
número de los que seguían a Itálico, en cuyo favor decían que no se había metido
él entre ellos contra su voluntad, antes le habían ido ellos mismos a buscar; y
que pues excedía en nobleza a todos los demás, que hiciesen prueba de su valor,
y verían si se mostraba digno de haber tenido a Arminio por tío, y por abuelo a
Catumero. Que no le avergonzaba ninguna de las acciones de su padre, pues sabía
todo el mundo que había conservado sin quiebra la fe que con voluntad de los
germanos dio una vez al pueblo romano. Y, finalmente, que era notable injusticia
cubrirse con capa de libertad los que, degenerando de su particular nobleza y
procurando la ruina del bien público, no tenían otra cosa en que confiar sino en
las sediciones. Hacía alrededor de él extraordinarias muestras de regocijo el
vulgo; y victorioso el rey en una porfiada batalla dada entre aquellos bárbaros,
ensoberbecido después por la prosperidad de la fortuna, fue echado del reino; y
rehaciéndose de nuevo con las fuerzas de los longobardos, con prósperos y
adversos sucesos iba trabajando el estado de los queruscos.
XVIII. En este tiempo, los caucios, apaciguadas las disensiones domésticas y
alegres con la muerte de Sanquinio, en tanto que acaba de llegar Corbulón, que
le sucedió en el cargo, hacen diversas corredurías en la Germania inferior a
orden de Gannasco su capitán; el cual, de nación caninefate, habiendo militado
entre nuestra gente auxiliaria mucho tiempo, y huyéndose después, hecho
corsario, con algunos bajeles ligeros inquietaba en particular las riberas de
los galos, sabiendo que como gente rica no eran aptos para la guerra. Mas
Corbulón, entrando en la provincia, primero con diligencia y cuidado, y después
con gran reputación, cuyo honrado progreso tuvo principio de esta milicia,
enviando galeras por el Rin y otros bajeles menores, conforme a la capacidad del
fondo, por los lugares anegados, navilios y cortaduras, echó a fondo y tomó las
fustas enemigas, haciendo retirar a Gannasco con afrenta y pérdida. Hecho esto y
compuestas bastantemente las cosas, redujo las legiones, olvidadas ya de las
faenas y los trabajos y sólo amigas del saco y de la presa, a las antiguas
costumbres, prohibiendo que ninguno se apartase de la ordenanza ni trabase
escaramuzas sin orden; que las guardias, las centinelas y los demás oficios
militares, tanto de noche como de día, se hiciesen siempre con las armas a
cuestas. Dicen que hizo morir a dos soldados, uno porque trabajaba sin espada en
las trincheras, y otro porque cavaba en el foso sin más armas que sólo la daga,
que a la verdad fue sobrado rigor y quizá hablilla; pero lo cierto es que tuvo
origen de la severidad del capitán, para que se entienda cuán inexorable debía
de ser en los delitos graves, pues se creía de él que aplicaba tan gran castigo
a las culpas ligeras.
XIX. Basta que este terror causó en los soldados y en los enemigos diversos
efectos: en los nuestros aumentó el valor, y en los bárbaros mortificó la
fiereza; y hasta los frisones, que después de la rebelión comenzada, tras la
rota de Lucio Apronio, se habían mostrado enemigos o poco fieles a nuestro
partido, dando rehenes vinieron a poblar las tierras que les asignó Corbulón. Él
mismo les ordenó Senado, magistrados y leyes. Y para quitarles la ocasión de
menospreciar algún día sus mandamientos, fortificó un puesto capaz de tener en
él buena guarnición, y a un mismo tiempo envió gente a exhortar a los caucios
mayores a rendirse, y juntamente por armar traición a Gannasco. No dejaron de
hacer efecto las asechanzas, ni se pueden vituperar contra un fugitivo y
violador de fe. Por la muerte de Gannasco se alteraron los ánimos de los caucios,
y Corbulón echó con esto entre ellos una semilla de rebelión, lo cual, aunque
agradaba a muchos, había otros que lo tomaban mal. ¿Para qué es bueno -decían
ellos- provocar al enemigo? La adversidad visto está que resulta siempre en daño
de la República; la prosperidad dará sin duda nombre de valeroso al capitán,
pero harále molesto y formidable en tiempo de paz a un príncipe cobarde. Y
dijeron bien, porque no sólo no consintió Claudio que se hiciesen en Germania
nuevos esfuerzos de guerra, pero dio orden que se retirasen las guarniciones de
acá del Rin.
XX. Y de hecho le llegaron a Corbulón las cartas en esta substancia, cuando
estaba ya moviendo la tierra para plantar los alojamientos en país enemigo. Él,
oyendo una tan súbita resolución, y tomado al improviso, puesto que se le
representaron a un mismo tiempo muchas cosas en la fantasía, el miedo que tenía
al emperador, el menosprecio en que le tendrían aquellos bárbaros, y la burla
que harían de él los confederados, todavía diciendo solas estas palabras: ¡Oh,
qué dichosos fueron antiguamente algunos de los capitanes romanos!, dio la seña
para retirarse. Con todo eso, por que los soldados no estuviesen ociosos, les
hizo hacer un canal de cerca de seis leguas entre el Mosa y el Rin para enjugar
aquel país, gastado de las inciertas inundaciones del Océano; y César, aunque le
negó la guerra, no dejó de concederle las insignias del triunfo. Poco después
obtuvo la misma honra Curcio Rufo (10), por haber abierto en los campos Matiacos
(11) una mina de plata, aunque de poco provecho y de menos dura. Mas a las
legiones, a más del peligro, era desagradable el trabajo de agotar aguas, cavar
la tierra y hacer debajo de ella lo que en campaña abierta se hace con
dificultad: oprimidos los soldados de tan penosos y bajos ejercicios y porque en
otras provincias se padecía lo mismo, escribieron secretamente cartas en nombre
de los ejércitos, suplicando al emperador que de allí adelante a cualquiera a
quien diese cargo de gobernar ejércitos le diese ante todas cosas las insignias
y honores triunfales.
XXI. Del origen de Curcio Rufo, hijo, según han dicho algunos, de un gladiator,
no querría referir mentira, puesto que me avergüenzo de decir verdad. En
llegando a edad juvenil, siguió en África al cuestor a quien tocó aquella
provincia; y hallándose en Adrumeto al mediodía, paseándose pensativo debajo de
unos soportales, se le apareció una sombra en figura de mujer mayor que humana,
de quien oía esta voz: Tú eres Rufo, aquel que vendrá a ser procónsul en esta
provincia. Con este agüero, hinchiéndosele el corazón de grandes esperanzas, se
volvió a Roma, donde con la liberalidad de sus amigos y con su ingenio levantado
alcanzó el oficio de cuestor; y, después de esto, entre muchos nobles
competidores, por voto del príncipe la pretura; cubriendo Tiberio la bajeza de
su nacimiento con estas mismas palabras: A mí me parece que Curcio Rufo es hijo
de sí mismo. Con esto y con vivir después muchos años siempre maligno adulador
con los mayores, arrogante con los inferiores y con los iguales insufrible,
alcanzó el imperio consular, las insignias triunfales y a lo último el gobierno
de África, donde, muriendo, cumplió el pronóstico fatal.
XXII. En Roma, entre tanto, sin causa descubierta, entonces ni sabida después,
entre el concurso de los que saludaban al príncipe fue hallado con armas
ofensivas Cneo Nonio, insigne caballero romano, al cual, habiendo confesado de
sí, aunque después le despedazaron a tormentos, no fue posible hacerle revelar
los cómplices, o que no los tuviese, o porque no le faltó valor para
encubrirlos. En este mismo consulado se decretó, a proposición de Publio
Dolabela, que la fiesta de gladiatores se hiciese cada año a costa de los que
llegasen al grado de cuestores. En el tiempo antiguo servía este cargo de
recompensa de la virtud, y entonces podían todos los ciudadanos, confiados en su
bondad y sus méritos, pedir cargos y magistrados, sin ninguna distinción de
edad, pudiendo obtener hasta en la primera juventud los consulados y las
dictaduras. Mas los cuestores se ordenaron desde que los reyes mandaban a Roma,
como lo muestra la ley Curiata (12), renovada por Lucio Bruto. Quedó después de
ellos en los cónsules la autoridad de elegirlos, hasta que el pueblo quiso
también esta honra para sí, siendo los primeros que salieron nombrados por él
Valerio Patito y Emilio Mamerto, con obligación de seguir los ejércitos (13),
treinta y tres años después que fueron echados los Tarquinos. Creciendo después
los negocios, se añadieron otros dos para que residiesen en Roma. Doblóse tras
esto el número luego que acabó de ser tributaria Italia, para exigir los pechos
y alcabalas de ella y de las provincias. Después, por una ley de Sila, llegaron
a ser veinte, para henchir el Senado, a quien había dado autoridad de juzgar el
mismo Sila. y aunque después cobraron los caballeros la autoridad de juzgar, se
concedían con todo eso graciosamente las cuesturas, según la calidad de los
pretendientes o facilidad de los que las daban, hasta que por consejo de
Dolabela se pusieron como al encante.
XXIII. Siendo cónsules Aula Vitelio y Lucio Vipsanio, tratándose de rehenchir el
Senado, y los principales de la Galia, que se llama Comata, habiendo ya mucho
antes alcanzado alianza y título de ciudadanos romanos, pidiendo con esta
ocasión el participar de los honores dentro de la ciudad, la dieron para hacerse
varios discursos. Disputóse este negocio delante del príncipe con diversas
opiniones. Sustentaban los unos que no era tanta la enfermedad de Italia que no
bastase a proveer de sujetos para el Senado de su ciudad; que los naturales
habitantes habían bastado en otro tiempo a henchir los pueblos de su misma
sangre, y que no eran de menospreciar las costumbres de la antigua República, y
más contándose hasta hoy nobilísimos ejemplos de lo que ha podido su imitación
para levantar los ánimos a honradas acciones y encaminar a la gloria y a la
virtud el buen natural romano. ¿Tan poco les parece -decían- haber los vénetos y
los insubros penetrado hasta la curia, que pretendan ahora arrojarnos en ella
una muchedumbre de extranjeros para tenernos en esclavitud? ¿Qué lugar tendrán
de aquí adelante los pocos nobles que nos quedan en los honores de la República,
o algún pobre senador latino? Ocuparlo han aquellos ricachos cuyos abuelos y
bisabuelos, siendo capitanes de naciones enemigas, con las armas y con la fuerza
degollaron nuestros ejércitos y sitiaron en Alesia al divo Julio. Mas todo esto
fue como dicen, ayer; vengamos a ejemplos más antiguos. ¡Qué diremos de aquellos
que quemaron la ciudad, y con sus propias manos destruyeron el capitolio y el
altar de Roma! Concédaseles que gocen del nombre de ciudadanos y que sean
tenidos por tales; mas cuando a las insignias de senadores y honores
magistrales, no se comuniquen con tanta facilidad.
XXIV. Mas, no movido por éstas y semejantes razones, el príncipe mostró luego
que lo entendía de otra suerte, y mandado juntar otra vez al Senado, comenzó
así: Mis antepasados (14) (de los cuales el primer Claudio, de origen sabino,
fue hecho juntamente ciudadano y patricio romano) me exhortan a tratar las cosas
de la República con los mismos consejos que ellos, trasfiriendo aquí todo lo que
se halla ser bueno y provechoso en otra parte. Porque no ignoro que los Julios
fueron llamados de Alba, los Coruncanios de Camerio, los Porcios de Túsculo, y
por no escudriñar las cosas más antiguas, de Toscana y de Lucania, y de todas
las partes de Italia, se fue llamando gente para entrar en el Senado.
Finalmente, se extendió la ciudad hasta los Alpes, tal, que no sólo los
particulares, mas las tierras y naciones enteras se iban acrecentando debajo de
nuestro nombre. Entonces tuvimos quieta y segura paz en casa y florecimos en
daño de los extranjeros, cuando, recibidos como ciudadanos los de allá del Po, y
juntando a este cuerpo las fuerzas de las provincias, como si fueran
innumerables legiones esparcidas por el mundo, pudimos subvenir y ayudar al
Imperio, ya debilitado. ¿Arrepentímonos por ventura de tener acá los Balbos de
España, y tantos hombres ilustres de la Galia Narbonense? Viven todavía sus
descendientes, sin reconocernos ventaja en el amor de esta patria. ¿De qué tuvo
origen la ruina de los lacedemonios y atenienses, puesto que fueron grandes en
las armas, sino de haber tratado como a extranjeros a todos los pueblos que
sojuzgaban? No lo hizo así nuestro fundador Rómulo, el cual, con singular
prudencia, supo tener a muchos pueblos en un mismo día por enemigos y por
ciudadanos suyos. Reinado han ya extranjeros en esta ciudad, y no es cosa nueva,
como muchos piensan, el darse tal vez los magistrados a hijos de libertos, sino
muy usada en la antigua República. Si habemos peleado contra los senones, los
Nolscos y los equos, ¿no formaron muchas veces ejércitos contra nosotros? Si nos
ganaron la ciudad los galos, ¿no nos obligaron los toscanos a darles rehenes, y
los samnitas a pasar debajo de su yugo? Y, si traemos a la memoria todas las
guerras, veremos que ninguna se acabó más brevemente que la de los galos, con
los cuales habemos tenido después firme y continua paz. Y así ahora, que se han
mancomunado con nosotros en las costumbres, en las artes y en los parentescos,
más vale que nos traigan acá sus riquezas y su oro, que no dejárselas gozar a
solas. Todas las cosas, padres conscriptos, que ahora se tienen por antiquísimas
fueron ya en otro tiempo nuevas. Los magistrados populares se crearon después de
los patricios; los latinos siguieron a los populares, y tras los latinos
vinieron todas las demás gentes de Italia. Envejeceráse esto también, y lo que
ahora extendemos con ejemplos servirá de ejemplo a nuestros sucesores.
XXV. A la oración del príncipe siguió luego el decreto de los senadores, y los
eduos fueron los primeros que en Roma recibieron la facultad de poderlo ser,
honrándolos con esto a causa de la antigua confederación, visto que solos ellos
entre todos los galos usan del nombre de hermandad con el pueblo romano. En los
mismos días hizo César escribir en el número de los patricios a todos los más
viejos senadores, o hijos de padres ilustres; habiéndose reducido a pocas las
familias que Rómulo llamó del linaje mayor, y Lucio Bruto del menor; acabadas
también las que el dictador César sustituyó con la ley Casia, y Augusto con otra
ley llamada Senia. Agradando a todos estos oficios amorosos para con la
República, se ejecutaron con mucha alegría de César, que era censor; el cual,
pensada después la forma en que podía sacar del Senado a algunos senadores
conocidamente viciosos, se sirvió de una harto apacible y nueva, aunque con
cierta apariencia de la antigua severidad. Hizo advertir a cada uno que
examinase su vida y su propia conciencia, y pidiese facultad de salir del orden
senatorio, asegurándoles que le sería concedida, y que los reformados del Senado
serían nombrados por él, juntamente con los que se excusaban, para que de esta
manera, templándose el juicio de los censores con el respeto de haber cedido
voluntariamente, se aligerase la infamia. Por estas cosas propuso el cónsul
Vipsanio que fuese llamado Claudio padre del Senado, a causa de que, habiéndose
hecho ya demasiado común el nombre de padre de la patria, los méritos para con
la República debían honrarse también con títulos y renombres nuevos. Mas él hizo
callar al cónsul, ofendido de la sobrada adulación. Hízose después la
descripción y muestra general del pueblo que llamaban Lustro (15), y fueron
escritos seis millones novecientos cuarenta y cuatro mil ciudadanos. Aquí tuvo
fin la ignorancia y descuido de Claudio para las cosas de su propia casa,
hallándose forzado no mucho después a echar de ver las maldades de su mujer y
castigarlas, para encenderse luego en deseo de unas bodas incestuosas.
XXVI. Ya Mesalina, empalagada de la abundancia de los adúlteros, pasaba a
extraordinarias maneras de deshonestidades, cuando Silio, o por su locura fatal,
o porque juzgase que peligro tan grande como el que corría no podía remediarse
sino con otro mayor, comenzó a representade descubiertamente que no consentía ya
el estado de sus cosas el esperar más en la vejez del príncipe. Convienen -decía
él- los consejos sabios a los que se hallan sin culpa; mas para las maldades
manifiestas no hay otro remedio que acudir por él al atrevimiento. Añadía que se
veían ya muchos cómplices estimulados del mismo temor; que él se hallaba sin
mujer y sin hijos, aparejado a casarse con ella y con resolución de adoptar a
Británico; que daría ya con esto a Mesalina la misma grandeza y autoridad con
seguridad de entrambos, si prevenían a Claudio, hombre no menos precipitoso en
la ira que fácil a ser insidiado. Fueron oídas con poca atención estas palabras,
no por amor que ella tuviese a su marido, sino por sospecha de que llegado Silio
a ser emperador la menospreciaría como adúltera, y que la maldad que se cometía
y aprobaba por evitar el peligro en saliendo de él sería estimada por su justo
valor. Diole con todo esto gusto el nombre de casamiento, por el exceso de la
infamia, que es el postrer apetito y último deleite de los que del todo se
entregan al vicio. Y sin diferirlo más de cuanto Claudio se ausentase, como lo
hizo yendo a ofrecer ciertos sacrificios a Ostia, celebró su matrimonio con
todas las solemnidades nupciales.
XXVII. No dudo de que parecerá cuento fabuloso el escribir que ha sucedido entre
los hombres una temeridad semejante, como que en una ciudad donde todo se sabe y
nada se disimula se haya visto un hombre, y ése nombrado para cónsul, que a día
señalado se case con la mujer del príncipe, llamados testigos para verificar y
firmar de sus nombres como que se juntaban por causa de tener hijos; y que ella
oyese las palabras de los sacerdotes llamados áuspices, prestase su
consentimiento, sacrificase, asistiese entre los convidados, pasase el día
entero en circunstancias y actos lascivos y la noche en todo aquello que se
acostumbra entre marido y mujer (16), y la verdad es que no he ido en busca de
estas cosas para contar milagros, y que no lo son, sino una relación pura de lo
que vieron y dejaron escrito nuestros antiguos.
XXVIII. Llena, pues, con esto de horror y espanto la casa del príncipe, especial
entre los de más autoridad para con él, que se veían con mayor ocasión de temer
mudanza en las cosas, no discurrían como hasta allí con secretas murmuraciones,
sino a la descubierta, diciendo: que mientras Mesalina escondía sus adúlteros
industriosamente en los retretes del príncipe había a la verdad deshonra, pero
no peligro; mas ahora visto está que un mancebo tan noble, admirado por su
gentileza, seguido por su juventud y por estar tan vecino al consulado, se
apercibe a mayores esperanzas, y se trasluce lo que pretende y lo que puede
suceder tras el matrimonio. Tenían a la verdad razón de temer, considerando la
falta de entendimiento en Claudio, y que, teniéndole de todo punto sujeto su
mujer, habían sido ejecutadas diversas muertes por mandato de ella. En
contrario, el natural del emperador, fácil a ser llevado a cualquier cosa, les
daba esperanza de que previniéndole con la atrocidad del delito sería posible
encaminar que la condenase y oprimiese antes de caer en que era culpada. Mas el
peligro consistía en dar oídos a su defensa, conviniendo hacer de manera que
hallase cerrados los del príncipe, aunque entrase confesando la culpa.
XXIX. Juntados, pues, Calisto, nombrado ya por mí en la muerte de Cayo César;
Narciso, autor de la muerte de Apio, y Palante, entonces gran privado, trataron
si era bien apartar a Mesalina del amor de Silio con secretas amenazas,
disimulando todo lo demás; pero, medrosos de provocarse ellos mismos su propia
ruina, desistieron de ello. Palante, por vileza de ánimo; Calisto, por la
experiencia que tenía en el gobierno de la corte pasada y por saber que se
conservaba más segura la grandeza con los consejos prudentes que con los
precipitados.
Sólo Narciso fue siempre de un parecer, mudando sólo de lo acordado el no
adelantarse en palabras de manera que la pusiesen en sospecha de delito o de
acusadores. Éste, pues, aguardando con cuidado alguna buena ocasión, y viendo
que Claudio se detenía mucho en Ostia, persuadió a dos mancebas con quien más
particularmente trataba el emperador a emprender la denunciación, cargándolas de
dádivas y promesas, y mostrándoles que derribada la emperatriz crecería su
autoridad.
XXX. Con esto la una de ellas, llamada Calpurnia, aguardando tiempo de hallar
sólo a César, echándosele a los pies comienza a decir a voces que Mesalina se
había casado con Silio; y juntamente pregunta a Cleopatra, su compañera, que
sólo aguardaba aquello, si tenía noticia de aquel caso. Y haciendo ellas señas
con la cabeza que sí, pide que llamen a Narciso; el cual, pidiendo a César
perdón de lo pasado y de haberle callado los tratos que Mesalina tenía con
Vectio y con Plaucio, añade: también ahora, señor, callaría de buena gana sus
adulterios, y si en mí fuese le dejaría gozar al adúltero de la casa, de los
esclavos y de los demás arreos y aparatos imperiales, con tal que te restituyese
la mujer y rompiese los capítulos matrimoniales. ¿Por ventura, señor, ha llegado
a tu noticia tu divorcio? Porque el pueblo, el Senado y los soldados han visto
las bodas de Silio: y si le das tiempo no tardará mucho el nuevo marido en
apoderarse de Roma.
XXXI. Entonces Claudio, convocados sus principales amigos, pregunta lo que saben
de esto, primero a Turranio, comisario de los trigos, y después a Lusio Geta,
capitán de las cohortes pretorias. Confesándolo éstos también, comenzaron todos
los otros a rodearle y a hacer estruendo, diciendo a grandes voces que fuese
luego a los alojamientos de los pretorianos, y confirmándolos en su devoción,
tratase antes de asegurar su persona que de tomar venganza. Lo cierto es que
Claudio quedó tan atónito y con tanto miedo, que preguntó muchas veces si estaba
el Imperio por él, o si acaso era Silio todavía hombre particular. Mas Mesalina,
nunca tan desenfrenada como entonces en sus deleites y desórdenes, estando ya el
otoño muy adelante, celebraba en su casa la fiesta de las vendimias. Unos
pisaban las uvas, otros daban vueltas al husillo y hacían correr el mosto a las
cubas por sus canales; y las mujeres, vestidas de pellejos, andaban por todo
dando grandes saltos, como las que suelen celebrar los sacrificios a Baco, hasta
que en ellos dan muestras de enloquecer del todo. Ella, con los cabellos sueltos
por la espalda, blandiendo el tirso (17), tenía a su lado a Silio, vestido de
hiedra, calzado con una cierta forma de borceguíes, llamados coturnos, y dejando
caer la cabeza a una parte y a otra, mientras en torno de ellos discurría
bailando y dando voces un desvergonzado y disoluto coro de mujeres. Dicen que
Vectio Valente, habiendo por travesura o por mostrar su agilidad trepado hasta
la cumbre de un árbol muy alto, preguntado lo que descubría desde allí,
respondió que veía venir de hacia Ostia una terrible y furiosa tempestad; o que
se le representase alguna sombra de esto, o que saliéndole de la boca aquellas
palabras acaso, vinieron después a tomarlas por pronóstico de lo que sucedió.
XXXII. En tanto, no por fama incierta, sino por diversos mensajeros, es avisada
Mesalina de que Claudio lo sabe todo y que viene resuelto en tomar venganza. Con
esto, retirándose ella a los huertos que fueron de Lúculo, y Silio, por
disimular el miedo, a los negocios del foro, mientras los demás van doblando
cantones y procurando esconderse, alcanzados por los centuriones eran presos y
maniatados dondequiera que se hallaban, o en público o escondidos. Mas Mesalina,
puesto que las adversidades que le sucedían le quitaban el miedo de tomar
consejo, se resuelve con todo en salir al encuentro al marido y en hacerse ver
de él, cosa que otras veces le había sido de provecho, y ordenando que Británico
y Octavia fuesen a abrazar a su padre. Rogó también a Vibidia, la más antigua de
las vírgenes vestales, que fuese a aplacar al pontífice máximo y a pedirle en su
nombre misericordia. Ella, en compañía de solas tres personas (de tal manera se
halló desamparada de todos en un momento), después de haber caminado a pie de
todo lo largo la ciudad, subió en una carreta de las que suelen limpiar la
basura de los huertos, y tomó el camino de Ostia, sin hallar quien se
compadeciese de ella: tan aborrecible la había hecho para con todos la fealdad
de sus maldades.
XXXIII. Temblaba César con todo eso de miedo porque no se fiaba mucho de Geta,
capitán de los pretorianos, como hombre liviano y de poca firmeza tanto en el
bien como en el mal. Y así Narciso, acompañado de otros que tenían el mismo
miedo que él, advirtió a César que no quedaba otro camino para la seguridad de
su vida sino trasferir por sólo aquel día el cargo de los soldados en alguno de
sus libertos, ofreciéndose él a tomarle. y porque en el camino de Roma no le
pudiesen mudar de propósito Lucio Vitelio y Publio Largo Cecina, pide lugar en
la misma carroza donde iba Claudio, y realmente le toma.
XXXIV. Corrió después de esto una voz harto constante de las palabras que iban
saliendo de la boca del príncipe, el cual unas veces vituperaba las maldades de
su mujer, otras volvía a traer a la memoria su matrimonio y la tierna edad de
sus hijos, sin que Vitelio dijese jamás otras palabras que: ¡oh infame cosa; oh
maldad grande! Y por más que Narciso procuró persuadirle a que se declarase y
dijese lo que sentía sin rebozo, no pudo sacarie de palabras de dos sentidos, y
tales que después del suceso las pudiese interpretar al que mejor le estuviese:
y con su ejemplo hizo lo mismo Largo Cecina. Ya se mostraba en presencia de
todos Mesalina, dando grandes voces a César que oyese a la madre de Octavia y de
Británico, mientras levantando también la suya el acusador y haciendo ruido,
procuraba encaminar a otra parte la vista del príncipe, acordándole a Silio y a
sus bodas, y entregándole en sus manos ciertas memorias donde estaban escritas
todas sus deshonestidades. Y no mucho después, entrando por la ciudad, se le
presentaran delante los comunes hijos, si Narciso no hubiera mandado apartarlos
de allí. No pudo hacer lo mismo con Vibidia, la cual con palabras ásperas y
resentidas, no sin cargar en ellas a César, le pidió con grande instancia que no
consintiese que su mujer fuese condenada antes de ser oídas sus defensas.
Respondió a esto Narciso que el príncipe le escucharía y tendría lugar de
purgarse del delito; pero que ella entretanto, pues era religiosa, se fuese a
ocupar en sus sacrificios.
XXXV. Fue cosa digna de admiración el silencio que a todo esto tuvo Claudio. y
Vitelio no mostró tener más noticia del caso; pero todo obedecía al liberto, el
cual manda que se abra la casa del adúltero y que vaya allá el emperador,
mostrándole de paso en el patio la estatua del padre de Sitio, prohibida por
decreto del Senado, y después todo aquello que poseyeron antiguamente los
Nerones y Drusos, dado por Mesalina a Sitio en premio del adulterio y de la
deshonra del príncipe; el cual, encendido con esto en cólera, y viéndole el
liberto que arrojaba amenazas, le lleva a los alojamientos, teniendo prevenida
antes la junta de los soldados para oír la plática. Y amonestado de Narciso a
que les hablase, gastó pocas palabras: porque cuanto más justo era el dolor,
tanto más le tapaba la boca el haber de pronunciar su propia vergüenza. Entonces
se levantó una común y continuada voz de los soldados, pidiendo los nombres de
los delincuentes y su castigo. Y el mismo Sitio, que había sido traído al
tribunal, no tentó el pedir defensa o dilación alguna, antes rogó que se le
apresurase la muerte: dando con esto ejemplo a los demás ilustres caballeros
romanos para desear morir con la misma presteza. Ticio Próculo, a quien Sitio
había encargado la guardia de Mesalina, Vectio Valente, que se ofrecía a dar
bastante prueba de los cómplices en el delito, después de haberse confesado él
por uno de ellos, Pompeyo Urbico y Saufeyo Trogo, fueron llevados a ajusticiar
como partícipes del caso. Decio Calpurniano, también capitán de las guardias que
se hacían de noche; Sulpicio Rufo, procurador de los juegos públicos, y Junio
Virgiliano, senador, fueron castigados con la misma pena.
XXXVI. Sólo Mnester alcanzó alguna dilación; porque, rasgadas las vestiduras,
daba voces que mirase las señales de los azotes, y que se acordase de las
palabras con que le había mandado que obedeciese a los mandamientos de Mesalina:
que los otros se habían dejado inducir al mal con esperanzas o con dádivas, mas
él por fuerza y necesidad, no habiendo alguno en tan conocido peligro de morir
como él, si imperara Silio. Conmovido César con estas razones, y viéndole los
libertos ya inclinado a la misericordia, le forzaron con decirle que no era bien
perdonar a un representante después de haber condenado a tantos varones
ilustres, y que en tan grave culpa importaba poco haber entrado voluntariamente
o por fuerza. Tampoco se admitió la disculpa de Traulo Montano, caballero
romano. Era éste un mozo de gran modestia y de hermosísimo aspecto; el cual, sin
solicitado él, fue en una sola noche llamado y después de ella desechado de
Mesalina, con igual incontinencia en el apetito que en el menosprecio. A Suilio
Cesonino y a Plaucio Luterano se perdonó la pena de muerte. A Plaucio por los
muchos méritos de su tío paternal, y Cesonino fue defendido de sus propios
vicios, como quien en aquella sucia y abominable compañía había servido de
mujer.
XXXVII. Mesalina en tanto alargaba la vida en los huertos de Lúculo componiendo
peticiones, algunas llenas de confianza y otras de enojo: tan vencida la tuvo la
soberbia hasta en los últimos accidentes. Y si Narciso no le hubiera solicitado
la muerte, fuera posible que la ruina cayera sobre el acusador porque Claudio,
llegado a casa y recreado con un banquete aparejado en buena sazón, después que
comenzó a calentarse del vino, mandó que se notificase luego a aquella miserable
(usó -dicen- de esta misma palabra) que el día siguiente compareciese a defender
su causa. Notado esto bien por los que estaban presentes, viendo que se
amortiguaba la ira y que comenzaba a ocupar su lugar el amor, medroso de que si
llegaba la noche ya cercana y Con ella la memoria del lecho conyugal se
ablandaría del todo, toma Narciso el negocio a su cargo, y da orden con
resolución al tribuno y centuriones que estaban de guardia en palacio, que, en
virtud de la que él tenía de César, fuesen luego adonde estaba Mesalina y allí
mismo la matasen; enviando con ellos a Evodo, uno de los libertos, por asistente
y ejecutor. Éste, yendo con gran diligencia a los huertos, la halló tendida en
tierra, y sentada junto de ella a su madre Lépida; la cual, mal avenida con la
hija en su prosperidad, movida al fin a compasión en aquel último trance, la
estaba persuadiendo a que no aguardase al matador, que estando ya al fin de su
vida no le quedaba que apetecer sino una honrada muerte. Mas en aquel ánimo
estragado con todo género de sensualidades no podía caber ningún estímulo de
honra ni de valor; y así no le respondía con otra cosa que con lágrimas y
suspiros vanos. Entonces, rompidas las puertas del ímpetu de la gente,
comparecieron el tribuno y el liberto, aquél con silencio, y éste injuriando a
Mesalina con vituperios serviles.
XXXVIII. Conoció a este punto ella el estado de sus cosas, y tomando el puñal,
mientras se toca levemente con él la garganta y el pecho, sin ánimo ni fuerzas
para herirse, la atraviesa el tribuno de una estocada. Hecho esto, se concedió
el cuerpo a su madre. Estaba todavía en la mesa Claudio, cuando fue avisado que
Mesalina era muerta, sin declarar si había sido por su mano propia o por ajena;
ni él cuidó de preguntarlo; antes pidió de beber y pasó adelante con la
solemnidad del banquete. Ni en los días siguientes dio señal ninguna de odio, de
alegría, de ira o de tristeza, ni de algún otro afecto humano; ni cuando veía
alegres a los acusadores, ni menos cuando se le presentaban tristes y llorosos
sus hijos. Ayudando también el Senado a este sobrado olvido con decretar que se
quitasen de los lugares públicos y particulares el nombre y las estatuas de
Mesalina. A Narciso se dieron las insignias de que usaban los cuestores, grado,
aunque honrado, harto pequeño para su grandeza; siendo el mayor privado después
de Palante y de Calisto, de los cuales procedían malísimas consecuencias, no
siendo castigados sus delitos.
Notas
(1) Mesalina.
(2) ¿De quién? Según los principales anotadores, de Popea. Bumouf lo declara así
en el texto mismo de su traducción. Mesalina, cuya calculada crueldad era las
más de las veces hija de los celos y de la codicia, movida por una parte por los
que tenía de Popea, su rival en el amor del histrión Mnester, de quien estaba
perdidamente enamorada, y por otra del deseo de apoderarse de los jardines de
Lúculo, que poseía Asiático, supone, a fin de poder librarse de aquélla y
hacerse dueña de éstos, la existencia de relaciones criminales entre Asiático y
Popea, y busca acusadores para perderlos. Tal es el hecho con que principia el
también mutilado libro XI, después de ese vacio de cuatro libros que debían
abarcar los hechos acaecidos en el desastroso reinado del bárbaro Calígula y
parte del no menos triste del débil Claudio, en el espacio de diez años, objeto
de grave dolor para las letras, y sobre todo para la historia, condenada a
ignorar, acaso para siempre, cómo había pintado y juzgado Tácito al odioso hijo
del más querido de los césares, Germánico, y al flojo y confiado esposo de
Mesalina.
(3) Cincio, tribuno de la plebe en el año S49 de la fundación de Roma, dio una
ley acerca de los dones y regalos, por cuyo motivo la llamó Plauto muneral.
Habiendo caido en desuso, fue restablecida por Augusto, conflrmándola con un
nuevo decreto del Senado, pero sin que por eso durase mucho tiempo su
observancia.
(4) La misma cantidad asignó Nerón, según Suetonio. Muchas veces se repitió esta
ley, pues daba lugar a ella la corrupción de los tribunales. Trajano concedió a
los abogados esta misma cantidad, con la circunstancia de dar concluidos los
asuntos. Éste es también el honorario que señala Ulpiano para la defensa de cada
pleito, ley I, de var. et. ext. cognt.
(5) (El original dice tres mil estadios.) Probablemente el pequeño estadio de
Aristóteles, en cuyo caso sería la distancia de setenta y cinco leguas
francesas. Cuesta trabajo concebir tanta velocidad.
(6) Es, según Rickius, el que coloca Tolomeo entre la Hircania y la Media con el
nombre de Carondas.
(7) Fueron instituidos, según unos, en el año 245 de Roma, después de la
expulsión de los reyes, y en el año 353, según otros. Celebrábanse cada ciento
diez años, por haberlo así mandado un oráculo sibilino, y duraban tres días y
tres noches.
(8) He aquí lo que dice Plinio, XXXV, 24, acerca de este sorprendente trabajo:
Ninguno de los acueductos anteriores puede compararse en el coste al de la
última obra de este género empezada por Calígula y terminada por Claudio. Los
arroyos Curtio, Cerúleo y Anío Nava han sido traídos de cuarenta millas de
distancia y elevados a una altura tal que se derrama por todas las colinas de
Roma. Gastáronse en ella cincuenta y cinco millones y medio de sestercios. SI se
considera con atención la increíble cantidad de agua que se ha traído para el
consumo público, para baños, fuentes, canales, jardines, arrabales y casa de
campo; si se examinan las arcadas construidas para traerla de tan lejos, los
montes que ha sido necesario atravesar, los valles que se ha tenido que
terraplenar, no se podrá menos de convenir en que no hay en el mundo ninguna
maravilla que tenga tanto derecho a nuestra admiración como ésta.
(9) Claudio había compuesto antes de ser emperador un libro sobre la necesidad
de completar el alfabeto. No es extraño, pues, que intentase reallzarlo, como en
efecto lo intentó, inventando tres letras, a saber, el digamma eólico, cuya
forma es una f inversa; el antisigma, o sea dos cc vueltas, y otra que no se
sabe cuál era. Únicamente la primera estuvo en uso mientras vivió Claudio.
(10) Este Curcio Rufo creen algunos que fue Quinto Curcio, el que escribió la
vida y los hechos de Alejandro.
(11) Comarca de la Germania, más allá del Rin.
(12) Llamábase así al acto por el cual el pueblo romano reunido en curias
confirmaba un testamento o una adopción, o aquél por el que investía a los
magistrados del mando militar, imperium, y sin el cual no poseían más que la
autoridad civil, potestas. Aquí se trata -dice Burnouf- de la ley que regulaba
el poder de los reyes y que se renovaba al principio de cada reinado. Bruto la
renovó también a fin de conferir a los cónsules los mismos poderes que habían
tenido los reyes, a quienes venían a reemplazar.
(13) En este caso se aparta Tácito de Lívio y de otros muchos: primeramente,
dice, fueron creados dos cuestores militares, después se crearon otros dos
urbanos; y a esto dice Lívio, IV; 43, que al principio no había sino dos
urbanos, añadiendo posteriormente otros dos militares que ayudasen a los
cónsules cuando estaban para marchar a la guerra. Toda esta disputa juzga
Ernesto que se reduce a que siempre hubo cuestores creados por los cónsules;
pero teniendo éstos precisión de valerse en la guerra de los cuestores, a cuyo
cargo estaba el manejo del dinero, fue también preciso que ellos fuesen creados
por el pueblo en los comicios curiados para que se hiciesen cargo de la milicia.
Esto se infiere de que por la ley Curiata se creaban cuestores que asistiesen a
los cónsules y a los mismos procónsules. Cuidaban del tesoro público, después
iban a campaña, y por esta razón en tiempo de guerra casi siempre estaban fuera
de la ciudad, de donde provino la costumbre de crearse dos urbanos cuando los
cónsules salían a la guerra.
(14) Este discurso de Claudio existe casi entero grabado en unas tablas de
bronce que fueron descubiertas en Lyon, donde se conservan, en 1528. Al comparar
este monumento histórico con el texto de Tácito se ve una grande analogia entre
uno y otro; en lo cual, si no una prueba, se reconoce un indicio de que cuando
nuestro historiador hace hablar a sus personajes, a la vez que les presta su
estilo y elocuencia, procura ser fiel a la verdad histórica.
(15) La cifra que arroja el censo, y acerca de la cual están discordes los
manuscritos, era la de todos los ciudadanos esparcidos en las provincias.
(16) Según la forma legal, la cual requeria que estuviese la nueva casada en el
regazo del marido. Esta costumbre la explica Juvenal, Sátira II, 119, 120:
Ingens Cena sedet, gremio jacult nova nupta mariti, cual si esto fuese ceremonia
Indispensable de las bodas, según Lipsio.
(17) Era un palo largo cuya cabeza o puño estaba formado de una pina, de un ramo
de hiedra o de pámpanos. Era atributo de Baco, cual lo era el caduceo de
Mercurio. Al principio hacia las veces de tal una lanza con el hierro cubierto
como acabamos de indicar.
LIBRO DUODÉCIMO
Primera parte
Claudio va a casarse nuevamente. - Propónensele mujeres, y prefiere a las demás a Agripina, hija de su hermano Germánico. Decreta las bodas el Senado, y a su modo dispensa en el parentesco. - Mátase Lucio Silano, destinado yerno de César. - Álzase el destierro a Séneca. - Octavia, hija de Claudio, casa con Nerón. Piden de Roma los partos por rey a Meherdates, el cual, peleando con Gotarces, queda roto. - Mitrídates tienta de recuperar el reino de Ponto, y rendido viene a Roma. - Lolia, mujer ilustre, condenada por artificios de Agripina. - Ensancha Claudio el circuito de la ciudad. - Nerón Domicio, adoptado por Claudio - Colonia edificada en los Ubios. - Los catos corren la inferior Germania y son rotos. - Vanio, rey de los suevos, echado del reino. -Cuéntanse los sucesos de Publio Ostorio en Inglaterra y la presa del rey Caractaco.
I. La muerte de Mesalina puso en revuelta la casa del príncipe, contendiendo
entre sí los libertas sobre cuál había de trazarle mujer, viéndole resuelto a no
estar sin ella, como nacido para serles sujeto. No era menor entre ellas la
emulación, exagerando cada una su nobleza, su hermosura y sus riquezas, para
mostrarse dignas de tan gran matrimonio. Con todo eso, la principal duda viene a
quedar entre Lolia Paulina, hija de Marco Lolio, varón consular, y Julia
Agripina, hija de Germánico, favorecida, ésta de Palante y aquélla de Calisto.
Narciso ayudaba a Elia Petina, del linaje de los Tuberones. Claudio, arrimándose
ya a un partido ya a otro, según le arrebataba la fuerza de la persuasión,
viéndolos discordes, los llama a consejo y ordena que funden en razón sus
opiniones.
II. Narciso anteponía el primer matrimonio en que había vivido con Petina; la
familia común (porque Claudio tuvo en ella a su hija Antonia), que no causaría
en casa novedad alguna volviendo a ella la primer mujer, en la cual no había que
temer aborrecimiento de madrastra contra Británico ni Octavia, prendas las más
cercanas a su propia sangre. Calisto, en contrario, alegaba el haber sido ya
reprobada con largo divorcio, y que el llamarla ahora la haría volver con mayor
arrogancia y soberbia; que era mucho mejor recibir a Lolia, porque no habiendo
jamás tenido hijos entraría ajena de toda emulación en casa y serviría de madre
a los de su marido. Mas Palante hallaba en Agripina esta ventaja más, que traía
consigo un nieto de Germánico, digno en todo y por todo de la fortuna imperial;
que siendo, como era, de nobilísimo linaje, de conocida fecundidad, y hallándose
en la flor de su juventud era mejor volver a unir en los descendientes de
entrambos la sangre de la familia Claudia, que no dar a que pudiese llevarse
ella consigo a otra casa el esplendor y grandeza de los Césares.
III. Prevalecieron al fin estas últimas razones, ayudadas de los regalos y las
caricias de Agripina; la cual, so color del parentesco, visitando muy a menudo a
su tío, le obligó a preferirla a todas las demás y a dejarle gozar del poderío
de esposa antes de serlo. Porque, en viéndose segura del casamiento, comenzó a
designar mayores cosas, trazando el casar a su hijo Domicio, habido de su primer
marido Cneo Domicio Aenobarbo, con Octavia, hija de César; cosa a que no se
podía llegar sin gran maldad y falta de fe, habiéndola ya César desposado con
Lucio Silano, y adelantado al mozo, notable también por otras consideraciones,
con las insignias triunfales y con la magnificencia de los juegos de gladiatores
que se hicieron en nombre suyo, todo en orden a granjearle el aplauso y amor de
la plebe. Pero nada parecía difícil en el ánimo de un príncipe privado de
voluntad, juicio y aborrecimiento, sino cuanto se le infundía y mandaba que
tuviese.
IV. Vitelio, pues, escondiendo debajo del nombre de censor los engaños serviles,
pronosticando el nuevo gobierno que se aparejaba, deseoso de ganar la gracia de
Agripina con hacerse partícipe de sus designios, comenzó a acusar criminalmente
a Silano de sospecha de amores incestuosos con su hermana Junia Calvina, que
poco antes había sido nuera del mismo Vitelio, tomando ocasión de una gran
amistad que había entre los dos, aunque poco recatada, y principalmente de la
gran belleza y desenvoltura de Junia. Y César, llevado del excesivo amor que
tenía a su hija, daba oídos a estas sospechas contra el yerno. Silano, sin
alguna noticia de estas asechanzas y hallándose por suerte aquel año pretor, se
vio en un punto privado de oficio de senador por decreto del censor Vitelio;
dado que poco antes se había renovado la matrícula del Senado con la ceremonia
llamada Lustro. Al mismo punto rompió César el parentesco, y Silano fue forzado
a renunciar el magistrado de pretor, dándose por lo restante del tiempo a Eprio
Marcelo.
V. En el consulado de Cayo Pompeyo y Quinto Veranio comenzó la fama a divulgar
el casamiento, concluido ya, entre Claudio y Agripina, y no menos el amor
ilícito; mas no por esto se aventuraban a celebrar solemnemente las bodas, no
habiendo ningún ejemplo de haberse casado un tío con la hija de su hermano.
Antes se temía que, reprobadas del pueblo como ilícitas y entendido el incesto,
había de ocasionar aquel menosprecio dañosos efectos a la República. Y de hecho
no se supieran resolver, si Vitelio no se encargara de ello con sus artificios.
Porque preguntando a César si obedecería en este caso al pueblo y a la autoridad
del Senado, y habiendo respondido él que en esto era como los demás ciudadanos y
demasiado flaco para repugnar al consentimiento universal, le ordena que le
espere dentro de palacio. Entrado él en la curia, significando que tenía que
tratar una cosa importantísima para la República, pedida licencia para hablar
primero que todos, comenzó a decir: que a los gravísimos trabajos que sufría el
príncipe en el gobierno del mundo convenía ayudar de manera que, aliviado de los
cuidados caseros, pudiese atender a los públicos con mayor comodidad; que él no
hallaba mayor ni más honesto alivio para quien ha de censurar y corregir a
todos, que la propia mujer a quien tener por compañera en los sucesos prósperos
y en los dudosos, y con quien poder comunicar los más secretos pensamientos y
entregar los propios hijos; y más no siendo Claudio hombre desordenado en
deleites lascivos, sino desde su primera juventud obediente a las leyes.
VI. Después de haber hecho este exordio con palabras encaminadas a disponer los
ánimos de los senadores, viendo que aprobaban lo dicho con adulación semejante a
la suya, toma otra vez la mano, diciendo: que pues concordaban todos en casar al
príncipe, convenía escogerle una mujer señalada, capaz para tener hijos y de
inculpable vida: que no era necesario hacer larga pesquisa para mostrar que
Agripina excedía a todas las demás en claridad de sangre; que había hecho prueba
de su fecundidad, y juntamente se hallaban en ella todas las partes que se
podían desear en una mujer honesta; que era cosa digna de gran ponderación el
hallarse, por la providencia de los dioses, viuda (1), para que pudiese casar
con ella un príncipe que no había admitido jamás otro amor que el de su propia
mujer; que habían oído decir a sus padres, y aun vístolo ellos mismos, que
algunos de los Césares, por sólo su gusto, tomaban las mujeres a sus propios
maridos; cosa bien apartada de la modestia presente, la cual para lo venidero
podría servir de ejemplo de la forma en que debían tomar mujer los emperadores.
Parecernos ha por ventura novedad el casarnos con las hijas de nuestros
hermanos; sin embargo, es cosa muy usada entre otras naciones y no prohibida por
ley alguna. También los casamientos entre primos hermanos, no usados
antiguamente, se han ido frecuentando con el tiempo, acomodándose la costumbre a
la necesidad, y lo que ahora parece nuevo será también de las cosas que vendrán
a ser imitadas con el tiempo.
VII. No faltaron algunos que a porfía unos de otros salieron con gran furia del
Senado, sustentando que cuando César pusiese largas al matrimonio, convenía
forzarle a que le hiciese. Juntóseles con esto una gran multitud de gente de
toda broza, gritando a una voz: que el pueblo romano quería lo mismo. Y Claudio,
sin esperar otra cosa, sale a la plaza, dejándose encontrar de los que iban
viniendo a regocijarse con él y a darle la enhorabuena. Entrado tras esto en el
Senado, pide que se haga un decreto en que se declaren por lícitos de allí
adelante los casamientos entre tío y sobrina. Con todo eso no se halló quien
desease semejantes bodas, sino un caballero romano llamado Tito Aledio Severo, y
aun éste dijeron muchos que lo hizo en gracia y adulación de Agripina. Desde el
casamiento tomó la ciudad nueva forma, gobernándolo todo la emperatriz, no por
vía de deshonestidades como Mesalina, que se burlaba del Imperio romano, mas
haciéndose servir y obedecer como si fuera varón. En lo público se mostraba
severa, y muchas veces soberbia; no había en su casa cosa deshonesta, sino
cuando le convenía para mandar. A su inmensa codicia servía de cubierta el deseo
de tener una masa con que acudir a las necesidades del Imperio.
VIII. El mismo día de las bodas se mató Silano, o que hasta entonces le hubiese
durado la esperanza de vivir, o que escogiese aquel día por hacer el caso más
digno de aborrecimiento. Su hermana Calvina fue desterrada de Italia. Añadió
Claudio que se hiciesen los sacrificios conforme a las leyes y ceremonias del
rey Tulo, por los pontífices, en el bosque consagrado a Diana, en satisfacción
del pecado de Silano y Calvina, no sin risa universal de que en tales tiempos se
tratase de penas y purificaciones por amores incestuosos. Agripina, pues, por no
darse a conocer solamente en las cosas mal hechas, impetró remisión de su
destierro a Anneo Séneca, y juntamente el oficio de pretor; sabiendo que daba
gusto al pueblo por el esplendor de sus estudios, y porque Domicio saliese de la
niñez a la juventud debajo de la doctrina de tal maestro, y pudiese gozar de sus
consejos para efectuar las esperanzas del dominio a que aspiraba; creyendo que
con la memoria de este beneficio le sería tan fiel, cuanto por la de la injuria
enemigo a Claudio.
IX. Tras esto se tomó resolución de no esperar más en concluir lo tratado;
induciendo con muchas promesas a Memmio Polión, electo cónsul, a que, en son de
decir su voto, exhortase a Claudio que hiciese el casamiento de Octavia con
Domicio; cosa no ajena de razón, en orden a la edad de entrambos, y que podía
servir de abrir el camino a mayores cosas. Votólo así Polión, usando casi las
mismas palabras que poco antes había usado Vitelio: con que Octavia quedó
otorgada con Domicio, y él, a más del primer parentesco, hecho con esto yerno de
César, ayudado de las astucias de su madre y del artificio de los que por haber
acusado a Mesalina podían temer de su hijo, comenzó a igualarse con Británico.
X. Por este tiempo los embajadores de los partos, enviados, como he dicho, a
pedir a Meherdates, entrando en el Senado, declararon sus comisiones de esta
manera: Que no venían allí olvidados de la confederación que tenían con el
pueblo romano, ni por rebelarse al linaje de los Arsácidas, sino para pedir el
hijo de Vonón, nieto de Frahates, contra el duro imperio de Gotarces,
intolerable igualmente a los nobles y al pueblo. El cual, habiendo consumido y
acabado con muertes violentas a sus hermanos y a sus parientes, sin perdonar los
muy apartados, no contento con esto, añadía mayores crueldades; matándoles a sus
mujeres preñadas y a las crianzas de sus tiernos hijuelos, mientras, imprudente
en la paz y desdichado en la guerra, iba cubriendo con crueldades su natural
cobardía; que era muy antigua y comenzada de consentimiento público la amistad
que profesaban con nosotros, y no menos justo socorrer a los amigos émulos en
fuerzas, y que no nos confesaban inferioridad sino por cortesía: que no se daban
por otra causa en rehenes los hijos de los reyes, sino para que, en cansándose
del imperio de algún rey de los admitidos por sucesión, pudiesen recurrir al
príncipe y senadores por otro mejor, como criado entre sus costumbres.
XI. Y después que hubieran dicho éstas y otras muchas razones a este propósito,
comenzó César su oración, discurriendo de la grandeza y majestad del Imperio
romano, de los buenos oficios recibidos de los partos, igualándose en esto con
el divo Augusto, y contando cómo le pidieron también rey, sin hacer mención de
Tiberio, puesto que, como dicho es, les envió a Frahates. Añadió por instrucción
y avisó a Meherdates (hallábase allí presente) que no imaginase que iba en
calidad de señor a mandar a esclavos, sino en la de gobernador a regir
ciudadanos; que usase clemencia y justicia, virtudes cuanto menos conocidas de
los bárbaros, tanto más aparejadas a ser sufridas por ellos. Volviéndose después
a los embajadores, celebra las alabanzas del mozo, llamándole alumno y crianza
de la ciudad, y en particular su probada modestia; mas que con todo eso les
convenía sufrir el natural y condición de los reyes, no menos que el irse la
mano en mandados; que el Imperio romano había llegado a tanta grandeza y a tal
colmo de gloria, que hasta en las naciones extranjeras deseaba qUietud. Mandó
después a Cayo Casio (2), que gobernaba a Siria, que acompañase al joven hasta
la ribera del Éufrates.
XII. Era Casio el más célebre jurisperito de aquella edad, y si bien (cuando
falta por el ocio la disciplina militar) la paz no diferencia a los negligentes
de los solícitos, todavía en la manera posible, no habiendo guerra, procuraba
instituir la costumbre antigua, ejercitando las legiones con el mismo cuidado y
vigilancia que si tuviera el enemigo a la frente; juzgando convenir así a la
fama de sus mayores y del linaje de los Casios, celebrado también entre aquellas
naciones. Convocados, pues, por Casio todos los que habían sido de parecer de
pedir de Roma el rey, alojó su campo en Zeugma, que es la parte por donde el río
se puede pasar más fácilmente. Casio, viendo que habían llegado ya los nobles
partos y Acbaro, rey de los árabes, advirtió a Meherdates que el ímpetu ardiente
de los bárbaros suele entibiarse con el tiempo y convertirse después en
traiciones, para cuyo remedio convenía darse prisa por acabar lo comenzado. Fue
menospreciado este consejo por engaño de Acbaro, habiendo entretenido en la
ciudad de Edesa muchos días al incauto Meherdates, el cual tenía a los regalos y
vicios por el colmo de su grandeza. Y así llamado de Carhenes, que prometía con
sólo usar diligencia todas las cosas en su favor, marchó, no por el camino
derecho de Mesopotamia, sino torcido por la vía de Armenia, impracticable en
aquella sazón por ser a la entrada del invierno, tal que trabajados de las
nieves y de los montes, al calar últimamente en las llanuras, se juntaron con
Carhenes.
XIII. Pasado tras esto el río Tigris, llegaron a los adiabenos, cuyo rey Jazates,
sobre tener hecha pública confederación con Meherdates, secretamente se
inclinaba con mayor fe a Gotarces. Tomóse de paso con todo esto la ciudad de
Nino, antiguo asiento de los reyes de Asiria, y el castillo de Arbela, famoso
por la última batalla entre Alejandro y Darío, con la cual feneció la grandeza
de los persas. Entretanto, hacía Gotarces en el monte llamado Sambulo votos a
los dioses de aquel lugar, el más reverenciado de los cuales es Hércules. Éste
suele en ciertos tiempos advertir en sueños a los sacerdotes que pongan cerca
del templo caballos aderezados para ir a caza. Los caballos en poniéndoles las
aljabas llenas de todo género de flechas, discurriendo sueltos por aquellos
bosques, las tornan a la noche vacías, volviendo ellos y jadeando y llenos de
sudor. Entonces el mismo Hércules, apareciéndoles en sueños también la siguiente
noche, les avisa de los bosques por donde han corrido, y saliendo ellos, hallan
por todas partes el destrozo y matanza de las fieras.
XIV. Mas Gotarces, no teniendo aún reforzado bastantemente su ejército, se
servía por reparo del río Corma. y aunque los enemigos le provocaban cada día a
la batalla por embajadas y motejándoles de cobardes, él se andaba entreteniendo,
mudando alojamientos y procurando de secreto comprar voluntades, obligando a los
enemigos a mudar de fe. Los primeros en quien hicieron efecto estas trazas
fueron Jazates Aciabeno y el rey Acbaro con sus árabes; o por la natural
liviandad de aquella gente, o por haber enseñado la experiencia que los bárbaros
quieren más pedir rey de Roma que tenerle. Meherdates, despejado de tan gran
ayuda y sospechoso de traición en los que le quedaban, tomó por último remedio
tentar la fortuna y venir a la batalla. No la rehusó Gotarces, animado con las
fuerzas que le faltaban al enemigo. Peleóse con gran mortandad y estuvo el
suceso en duda hasta que Carhenes, rotas las escuadras que se le opusieron y
pasando adelante demasiadamente, fue por un escuadrón que entraba de refresco
acometido por las espaldas y roto. Entonces, perdida toda esperanza, Meherdates,
fiado en las promesas de Parraces, amigo de su padre, fue por él con engaño
preso y entregado al vencedor. El cual, no como pariente o como hombre del
linaje Arsácida, mas vituperándolo como extranjero y romano, cortándole primero
las orejas, le concedió la vida por ostentación de su clemencia y de nuestra
deshonra. Murió poco después de este suceso Gotarces de enfermedad, y fue
llamado al reino Vonón, que gobernaba entonces a los medos. No le sucedió a éste
cosa próspera o adversa digna de memoria, habiendo reinado poco tiempo y con
menos reputación; viniendo a parar después el imperio de los partos en su hijo
Vologeso.
XV. Mas Mitrídates, rey de Bósforo, el cual, habiendo perdido todas sus fuerzas
y su poder, andaba por esto vagabundo, después que supo que Didio, capitán
romano, se había partido con el nervio del ejército, y que quedaba en el nuevo
reino Coti, mozo de poca experiencia, y pocas cohortes a cargo de Julio Áquila,
caballero romano, estimando a entrambos en poco, comienza a levantar aquellas
naciones y a animar a los fugitivos, y finalmente, juntando un buen ejército,
desbarata al rey de los dandárides (3) y se apodera del reino. A la noticia que
se tuvo de estos sucesos, y temiéndose que Mitrídates no se aparejase para
asaltar el Bósforo, Áquila y Coti, no confiando en sus propias fuerzas, porque
Zorsines, rey de los siracos, se había vuelto a declarar por enemigo,
recurrieron ellos también a las ayudas extranjeras, habiendo enviado embajadores
a Eunón, el más principal entre los adorsos (4), con el cual no hubo dificultad
en asentar la liga, parangonándole la potencia romana contra un rebelde como
Mitrídates. Concertaron, pues, que Eunón hiciese la guerra con la caballería y
los romanos emprendiesen los cercos y expugnaciones de las ciudades; puestos en
ordenanza, marchaban con la vanguardia y retaguardia de adorsos, en medio de las
cohortes romanas, y los bosforanos armados a nuestro modo.
XVI. Echado de esta suerte el enemigo de la tierra, se llegó a Soza, ciudad de
la Dandárica, desamparada por Mitrídates, donde, fiando poco del pueblo, se deja
bastante presidio. Pasados de allí a las tierras de los siracos y atravesado el
río Panda, pusieron sitio a la ciudad de Uspe, situada en alto y fortalecida de
buenos fosos y murallas, salvo que éstas no eran de piedra, sino de zarzos de
ambas partes y terraplenados en medio, ni hábiles al fin para resistir asaltos.
Y así, arrimándoles algunas torres de madera de tanta altura que sobrepujaban
los muros, los soldados romanos, dentro de ellas, con hachos de fuego, dardos y
otras armas arrojadizas, ponían en desorden y confusión a los sitiados; tal, que
si no sobreviniera la noche fuera en un mismo día la ciudad acometida y tomada.
XVII. El día siguiente enviaron embajadores pidiendo perdón y la vida para los
hombres libres, dejando a discreción diez mil esclavos que había dentro. No se
aceptó esta condición, porque parecía crueldad matar los rendidos, y no
matándolos, imposible guardar bien tanta multitud. Y así, deseando hacerlos
morir con razón de guerra, se dio la señal a los que ya habían escalado el muro
para que los pasasen a cuchillo. El estrago de los uspenses espantó a todos los
demás, considerando que no había lugar seguro, pues que no menos que las
personas quedaban también sobrepujadas y sujetas al mismo ímpetu y furor las
armas, las murallas, eminencia de sitios, ríos caudalosos y ciudades fuertes.
Zorsines, habiendo bien considerado lo que le estaba mejor, favorecer las cosas
de Mitrídates reducidas a última desesperación, o proveer a las de su reino
paterno, en prevaleciendo en él la comodidad y el provecho de su gente, dando
rehenes, vino a postrarse de hinojos ante la imagen de César, con mucha gloria
del ejército romano, el cual, sin perder gota de sangre de los suyos, es cosa
cierta que se hallaba victorioso menos de tres jornadas del río Tanais. Mas no
fue tan felice la vuelta, porque algunas naves que venían por aquel mar,
arribando a las riberas de los tauros, fueron presas de aquella gente bárbara, a
cuyas manos murió el prefecto de una cohorte y muchos centuriones.
XVIII. Mitrídates, en tanto, faltándole el socorro de las armas, consulta y
discurre entre sí la persona cuya misericordia le convenía más experimentar.
Tienta a su hermano Cotis como a quien, sobre haberle sido antes traidor,
entonces le era declarado enemigo.
De los romanos no había en el ejército ninguno de tanta autoridad a cuyas
promesas se debiese dar entero crédito. Y resolviéndose acudir a Eunón, con
quien no tenía enemistades particulares y se hallaba en gran reputación por la
nueva amistad que había asentado con nosotros, acomodándose de hábito y de
aspecto conveniente a la presente fortuna, entra en su palacio, y abrazado con
las rodillas de Eunón, le dice estas palabras: Aquel Mitrídates, perseguido de
los romanos tan largos años por mar y por tierra, viene ahora voluntariamente a
ponerse en tus manos. Haz lo que te pareciere del sucesor del gran Aquemenes;
que esto sólo no me han podido quitar mis enemigos.
XIX. Mas Eunón, conmovido del esplendor de aquel varón y de la mudanza de su
fortuna, y no menos de los generosos ruegos de que usaba, levanta y anima al
suplicante, loándole el haber escogido al pueblo adorso para alcanzar perdón por
medio de su amistad. Despacha tras esto embajadores a Roma con cartas para César
de este tenor: Que la conformidad y semejanza de la fortuna fue siempre la
primera ocasión de amistad entre los emperadores romanos y los reyes de otras
grandes naciones; mas que la que había entre él y Claudio procedía de la verdad
con que se podía llamar común aquella victoria: que no era posible dar más
generoso fin a una guerra que perdonando al enemigo: que en prueba de esto no se
le quitó cosa alguna de su estado al vencido Zorsines. y que así, conociendo por
mayor el delito de Mitrídates, no pedían para él otra cosa que la vida y no ser
llevado en el triunfo.
XX. Claudio, aunque era benigno con la nobleza extranjera, estuvo todavía dudoso
entre si recibiría al preso con el perdón de la vida, o si le conquistaría con
las armas. De la una parte le obligaba el dolor de la injuria y deseo de
venganza; de la otra discurrían algunos el yerro que era emprender una guerra
tan apartada por caminos difíciles, la mar sin puertos, los reyes feroces, el
pueblo vagabundo y sin asiento, el país estéril, donde de la tardanza resultaría
pesadumbre, y de la presteza peligro: aventurábase a ganar poco loor con la
victoria, y a padecer con la pérdida gran mengua de reputación: que era mejor
aceptar las condiciones ofrecidas, y conceder la vida a un forajido: que cuanto
ella más le durase en su pobreza, tanto más continuado y largo sería el castigo.
Persuadido Claudio con estas razones, escribió a Eunón que Mitrídates
verdaderamente merecía tal castigo, que pudiese servir de ejemplo a los demás, y
que no le faltaban fuerzas para dárselo; mas que los antiguos romanos se habían
preciado siempre de ser tan fieros y rigurosos contra los enemigos, cuanto
benignos y fáciles con los que se ponían humildes en sus manos, y que los
triunfos no se alcanzaban sino después de haber sojuzgado pueblos y reinos
enteros.
XXI. En recibiendo esta carta fue entregado a los nuestros Mitrídates y llevado
a Roma por Junio Silón, procurador de Ponto. Díjose que habló Mitrídates a César
con mayor libertad de lo que pedía su fortuna. Y el vulgo engrandeció sus
palabras, afirmando que fueron éstas: No pienses, oh César, que he sido yo
enviado a tu presencia; de mi voluntad vengo, y si no lo crees, suéltame y venme
a buscar.
La misma entereza mostró en el aspecto, sin dar algunas señales de temor
mientras rodeado de guardas fue mostrado pro rostris al pueblo. A Silón se
dieron por decreto las insignias consulares, y a Áquila las pretorias.
XXII. En este mismo consulado, Agripina, tenaz en el aborrecimiento y enemiga
mortal de Lolia por haber competido con ella en el casamiento del príncipe,
inventa delitos y halla acusador que la culpe de haber consultado con caldeos y
magos, y de haber interrogado al simulacro de Apolo Clario sobre el matrimonio
con el emperador. Con esto, Claudio, sin oír a la culpada, después de haber
dicho en el Senado muchas cosas de su nobleza, y como era hija de una hermana de
Lucio Volusio y bisnieta de un hermano de Cota Mesalino, que había sido casada
con Memmio Régulo, callando de industria su casamiento con Cayo César, añadió
que los consejos y designios de aquella mujer eran perniciosos a la República, y
que así, conviniendo el apartar de ella toda ocasión de maldad, convenía también
confiscar los bienes a Lolia y desterrarla de Italia. Con que de todas sus
inmensas riquezas no se le dejó más que por valor de ciento y cincuenta mil
ducados (cinco millones de sestercios) (5). Fue también destruida Calpurnia,
mujer ilustre, porque el príncipe, sin algún mal pensamiento, en cierta
conversación acaso la alabó de hermosa, que fue causa de que la violencia de
Agripina no llegase a hacer contra ella todo lo que podía. A Lolia se le envió
un tribuno para que la hiciese morir. Cadio Rufo, acusado por los bitinios, fue
también condenado por la ley de residencia.
XXIII. A los de la Galia Narbonense, por el notable respeto y reverencia que
habían mostrado siempre para con el Senado, se concedió el mismo privilegio de
que gozaban los sicilianos, esto es, que pudiesen ir a visitar sus haciendas sin
licencia del príncipe (6). Los itúreos y judíos, muertos sus reyes Soemo y
Agripa, fueron agregados a la provincia de Siria. Decretóse que el augurio de la
salud (7), olvidado ya por setenta años, se renovase y se continuase para lo de
adelante. Acrecentó Claudio el circuito de Roma (8) al uso antiguo, que daba
facultad a quien aumentaba el Imperio de poder ensanchar también los términos de
la ciudad. Si bien ninguno de los capitanes romanos, aun después de haber
sojuzgado grandes naciones, se valió de este privilegio, si no fueron Lucio Sila
y el divo Augusto.
XXIV. Por lo que toca a los reyes, hay varias opiniones si lo hicieron por
vanagloria o porque realmente sus acciones lo mereciesen. Mas no será fuera de
propósito dar cuenta del primer circuito que tuvo Roma, y cuál fue el que Rómulo
le dio. Abrióse, pues, un surco para designar con él el ámbito que había de
tener la ciudad, desde el mercado de los bueyes, donde hasta hoy se ve aquel
toro de bronce, porque este animal es propio para el arado, que abrazaba el gran
altar consagrado a Hércules. De allí se fueron poniendo piedras a trechos y
espacios determinados, bajando por las raíces del monte Palatino hasta el altar
de Conso (9). De allí a las curias viejas (10), y después a la capilla de los
dioses Lares. Porque se tiene por cierto que la plaza llamada Foro romano y el
capitolio no fueron agregados a la ciudad por Rómulo, sino por Tito Tacio.
Después de esto, el circuito de Roma se ha ido aumentando conforme a sus
riquezas y buena fortuna, y los términos que entonces le puso Claudio son
fáciles de conocer, fuera de que se hallan escritos en los libros de los actos
públicos.
XXV. En el consulado de Cayo Antistio y de Marco Suilio, por obra y autoridad de
Palante se solicitó la adopción de Domicio. Dependía Palante absolutamente de
Agripina, como medianero de su matrimonio, y hallábase con nueva obligación y
atadura por el adulterio que cometía con ella: a cuya causa incitaba a Claudio a
que proveyese a la necesidad de la República, rodeando de fuerzas suficientes la
niñez de Británico: que de esta manera florecieron para con el divo Augusto los
hijos de su mujer, aunque pudiera hacer fundamento en sus nietos propios; y
Tiberio, antes que a su natural descendencia, se había resuelto en adoptar a
Germánico: que no le convenía menos a él armarse de un mancebo capaz de llevar
sobre sus hombros parte de la carga. Vencido, pues, de estas razones Claudio,
prohijando a Domicio le antepone a su propio hijo Británico con sólo dos años
más de edad, después de haber hecho sobre esto una oración en el Senado,
fundándola en las mismas razones que le había infundido el liberto. Notaban los
curiosos que no se hallaba otra adopción hasta entonces en el linaje de los
Claudios patricios, habiéndose continuado por sucesión desde Atto Clauso.
XXVI. Diéronse con todo gracias al príncipe, aunque con más exquisita adulación
para con Domicio, haciendo ley que pasase a la familia Claudia con nombre de
Nerón. Agripina fue engrandecida también con el sobrenombre de Augusta. Hechas
estas cosas, no quedó hombre alguno tan sin piedad que no se compadeciese de la
mala fortuna de Británico. El cual, dejado solo poco a poco hasta de sus
oficiales esclavos, a quien, por apartarlos de él, sin sazón ni tiempo ocupaba
su madrastra en mayores oficios, conociendo la falsedad, lo recibiría como por
menosprecio suyo. Porque, según dicen, no dio muestras de tener poco
entendimiento, o por ser ello así, o porque la compasión común de sus peligros
le conservó en esta opinión, sin que llegase a experimentarla.
XXVII. Mas Agripina, por hacer ostentación de su grandeza hasta en las naciones
confederadas, manda que en una villa de los ubios, donde ella había nacido, se
junten los soldados veteranos en forma de colonia, y se funde allí una ciudad, a
quien hizo llamar de su nombre. Y acaso había sucedido que cuando pasó esta
nación de esta parte del Rin, fue su abuelo Agripa el que la recibió debajo de
su protección y amparo. En estos mismos tiempos hubo alguna alteración y miedo
en la superior Germania por la bajada que hicieron los catos, robando y
destruyendo la tierra, con cuyo aviso Lucio Pomponio, legado de aquella
provincia, añadidos a las gentes de socorro de los vangiones y nemetos (11) los
caballos legionarios, les advirtió a que con diligencia se opusiesen a los
enemigos que saqueaban la tierra; y que si los hallaban desbandados, rodeasen de
improviso y acometiesen por todas partes. Siguió la industria de los soldados al
consejo de su capitán, porque, divididos en dos tropas, los que tomaron por el
camino de la mano izquierda embisten y rompen a los enemigos, al mismo tiempo
que, acabando de llegar cargados de presa, se entregaban en poder de los
deleites y del sueño. Aumentó el gusto de este suceso el haber librado de
servidumbre a algunos soldados de los que cuarenta años antes se perdieron en la
rota de Varo.
XXVIII. Mas los otros que habían tomado por la mano derecha, que era el camino
más corto, encontrando por frente al enemigo, que se atrevió a hacerles rostro,
hicieron en él mayor estrago: conque cargados de presa y reputación dieron la
vuelta al monte Tauro, donde Pomponio los esperaba con las legiones, por si los
catos, con deseo de vengarse, diesen ocasión para venir a la batalla. Mas ellos,
por temor de no ser cogidos por una parte de los romanos y por otra de los
queruscos, con quien están en perpetua guerra, enviaron embajadores y rehenes a
Roma, y a Pomponio, de quien no quedó otra fama a sus sucesores sino de gloria
de poesía, fue decretado el honor triunfal.
XXIX. Por el mismo tiempo, Vanio, a quien Druso César había hecho rey de los
suevos, fue echado del reino, habiendo sido muy estimado antes y amado de sus
súbditos; mas aumentándole la soberbia la duración del dominio, ellos mismos le
hicieron traición, tanto por haberse hecho aborrecer de sus vecinos, como por
las discordias domésticas. Fueron los autores Vibilio, rey de los hermonduros, y
Vangión y Sidón, sobrinos del mismo Vanio, hijos de una hermana suya. Y Claudio,
aunque rogado diversas veces, no quiso poner sus armas entre las discordias de
aquellos bárbaros; sólo prometió a Vanio seguro refugio cuando quedase vencido.
Escribió con todo eso a Publio Atilio Histro, gobernador de Panonia, que alojase
una legión y el mayor golpe de gente auxiliaria que pudiese escoger de la
provincia sobre la ribera del Danubio, por socorro de los vencidos y espanto de
los vencedores; para que, ensoberbecidos en los sucesos prósperos, no se
atreviesen a perturbarnos nuestra paz; visto que de cada día iban bajando
grandes fuerzas y multitud de ligios y otras naciones a la fama de aquel reino
lleno de riquezas, aumentadas en espacio de treinta años por Vanio con
latrocinios y tributos. Las fuerzas de Vanio consistían en su propia infantería;
la caballería que le servía eran sármatas yacigios, muy inferiores a la cantidad
de los enemigos, a cuya causa había determinado de retirarse a las fortalezas y
alargar la guerra.
XXX. Mas los yacigios, impacientes de estar cercados, corriendo en torno las
campañas, le pusieron en necesidad de venir a la pelea; obligado también de ver
que los ligios y hermonduros acometían por aquella parte. Salido, pues, Vanio de
sus fuertes y venido a batalla, fue roto, aunque con harta loa en su adversa
fortuna de haber peleado valerosamente y recibido honradas heridas, haciendo
rostro al enemigo. Mas viendo que ya no era de provecho su resistencia, se
retiró a la armada que le esperaba en el Danubio. Y seguido después de los de su
bando, pobló en Panonia, donde se les asignaron tierras en que vivir. Dividieron
entre sí el reino Vangión y Sidón, conservándose en señalada fidelidad para con
nosotros; mas con sus súbditos, o por defecto suyo o por naturaleza de aquellos
pueblos, siendo amados al principio con gran afecto, fueron con otro mayor
aborrecidos después.
XXXI. Por otra parte, llegado Publio Ostorio, vicepretor, a Inglaterra halló
todas las cosas en conocida confusión y desorden, corriendo y devastando los
enemigos las campañas de los confederados, con tanta mayor violencia, cuanto que
por ser el capitán nuevo, sin conocer aún su ejército y con el invierno en casa,
tenían menos temor de ser acometidos por nuestras fuerzas. Mas Ostorio, sabiendo
que los primeros sucesos suelen engendrar confianza o temor, sacando en campaña
con gran velocidad algunas cohortes, va a buscar al enemigo; y muertos los que
hicieron resistencia, sigue a los que andaban desbandados por impedir que no se
volviesen a juntar otra vez. Y porque la paz ofensiva y poco fiel no concedía
quietud al capitán ni a los soldados, se apareja a quitar las armas a los
sopechosos y a tenerlos refrenados, rodeándolos con los alojamientos, como ya lo
estaban de los dos ríos Antona y Sabrina (12). Los icenos, gente valerosa y no
trabajada hasta entonces en ninguna guerra, fueron los primeros que rehusaron de
obedecer, como más ofendidos que otros por haber venido voluntariamente a
nuestra amistad; y con su ejemplo hicieron lo mismo las naciones circunvecinas,
eligiendo un puesto para pelear, rodeado de una cierta forma de trincheras que
suelen hacer los villanos para guardar sus campos, y con la entrada angosta para
dificultar el paso a los caballos. El capitán romano, puesto que hallándose sin
el nervio de las legiones tenía solamente consigo la gente auxiliaria, se
prepara a embestir a aquellas fortificaciones; y dispuestas las cohortes al
asalto, sirviéndose en aquella ocasión también de sus caballos, dada la seña,
rompen los nuestros los reparos y deshacen a los enemigos, hallándose
embarazados en sus propias defensas. Los cuales, por la mancha que les ponía a
sus conciencias la rebelión, y viendo que les tenía tomados todos los pasos,
hicieron grandes y señaladas pruebas de su valor. Marco Ostorio, hijo del
legado, ganó la honra de haber salvado en la pelea a un ciudadano romano.
XXXII. Con la rota de los icenos, acomodadas las cosas hasta en los ánimos que
más vacilaban entre la paz y la guerra, pasó el ejército contra los cangios (13,
donde se robó y taló la tierra, no atreviéndose los enemigos a presentar la
batalla; y si tal vez con estratagemas o emboscadas acometían a los desbandados,
pagaban siempre la pena de su atrevimiento. Ya se había acercado Ostorio a la
costa de la mar que mira a la isla de Hibernia, cuando le llamaron a sí las
discordias nacidas entre los brigantes (14), con firme resolución de no ponerse
a nuevas empresas hasta haber dado fin a las primeras. Mas los brigantes,
muertos algunos de los que primero tomaron las armas, se sosegaron por virtud
del perdón que se concedió a los demás. A la gente de los siluros (15), que ni
por severidad ni por clemencia mudaba de propósito, para dejar de hacer la
guerra, convino apretar asentando en sus tierras los alojamientos de las
legiones¡ y por efectuado con mayor facilidad y presteza, Ostorio fundó en el
país conquistado al enemigo una colonia de buen golpe de valerosos soldados
veteranos, llamada Camaloduno (16), para servirse de ella de socorro contra los
rebeldes, y de acostumbrar a los confederados a vivir conforme a las leyes.
XXXIII. Pasó después contra los siluros, los cuales a más de su natural
ferocidad, fiaban mucho en la fuerza y el poder de Caractaco; a quien no menos
los sucesos dudosos que los prósperos habían engrandecido de manera que excedía
a todos los demás capitanes ingleses. Éste, superior en las astucias y en la
noticia de la tierra, aunque muy inferior en el valor de los soldados, pasó la
guerra a los ordovicas, arrimándosele también los que temían nuestra paz. Y así,
resuelto en llegar al último trance, ocupó un puesto con la entrada y la salida
dañosas para nosotros y aventajadas para él. Entonces aloja su ejército en unos
montes de dificil subida, fortificando los pasos por donde se podía penetrar más
fácilmente con levantar una cierta forma de trincheras de piedra. Por frente
corría un río con vados inciertos y peligrosos, y detrás de los reparos se
pusieron diferentes tropas de gente escondida de aquellas naciones.
XXXIV. Andaban las cabezas y capitanes rodeando a los suyos, exhortándolos,
aliviándoles el temor y aumentándoles las esperanzas con todo aquello que se
suele decir para mover los ánimos militares a pelear con valor y resolución.
Caractaco, corriendo por todas partes, juraba que aquel día la batalla había de
recuperarle la libertad o ser principio de una eterna servidumbre. Invocaba
también los nombres de sus predecesores que echaron de la isla a César,
dictador, por virtud de los cuales vivían exentos de las segures y tributos
romanos, y se conservaban los cuerpos de sus mujeres e hijos incorruptos y
enteros. A éstas o semejantes palabras gritaba el vulgo, jurando todos según los
ritos de su propia religión que nadie desampararía su puesto por armas ni por
heridas.
XXXV. Maravilló al capitán romano la prontitud y alegría grande de los enemigos,
y de nuevo le espantaba el río que tenía delante, la fortaleza de las defensas,
la altura de los montes y el ver todas las cosas llenas de peligrosas y casi
invencibles dificultades. Los soldados pedían a voces la batalla, asegurando que
todo aquello era fácil de vencer con el valor, y el decir lo mismo los prefectos
y tribunos acrecentaba mucho el ardor del ejército. Ostorio, reconocidos
primeros los lugares inaccesibles y los que se podían penetrar, saca fuera los
soldados a grados y bien dispuestos, y pasa sin dificultad el río. Mas en
llegando a los reparos, mientras se peleó con las armas arrojadizas llevaron los
nuestros lo peor y hubo de nuestra parte más muertos y heridos; pero en formando
la tortuga con los escudos (17), y pudiendo echar a una parte y a otra aquellas
piedras bastas y mal compuestas de las trincheras, y finalmente en llegando a
las manos sin ventaja, los bárbaros se retiraron a las cumbres de los montes.
Pero allí fueron también acometidos de los nuestros, tanto por los armados a la
ligera como por los de grave armadura: aquéllos con todo género de armas
arrojadizas, y éstos en ordenanza cerrada: estando en contrario turbadas las
escuadras inglesas; porque entre ellas no había corseletes ni celadas con que
cubrirse de los golpes: y si tentaban el defenderse de nuestros auxiliares, los
legionarios los derribaban con los dardos y con las espadas, y los que escapaban
de éstos quedaban muertos por los montantes y picas de los auxiliarios (18). Fue
nobilísima esta victoria, y quedando en prisión la mujer y una hija de Caractaco,
fueron poco después recibidos sus hermanos a merced.
XXXVI. Él, pues, como quiera que todas las cosas son poco seguras en la
adversidad, habiendo recurrido a la fidelidad de Cartismandua, reina de los
brigantes, fue preso y entregado al vencedor nueve años (19) después que se
comenzó la guerra en Inglaterra. De donde pasada la fama de su nombre a las
islas y provincias circunvecinas, era celebrado hasta en Italia, deseando ya
cada cual ver a un hombre que por tantos años había menospreciado nuestras
fuerzas. Estaba también en Roma en gran estima el nombre de Caractaco; y César,
mientras ensalza el honor propio, añade reputación al vencido; porque convocado
el pueblo como para un famoso espectáculo, puestas en armas las cohortes
pretorias en la plaza que está delante los alojamientos, comparecieron primero
los criados y allegados del rey, los aderezos y jaeces de sus caballos, las
cadenas y los collares de oro, y otras cosas de este género, ganadas por él en
las guerras extranjeras; seguían sus hermanos, su mujer y su hija, y finalmente
fue mostrado él mismo. Los ruegos de todos los otros no correspondieron a la
nobleza de sus linajes; tanto fue lo que se mostraron temerosos. Mas Caractaco,
no dando ni en el rostro ni en las palabras señal alguna de pedir misericordia,
llegado junto al tribunal donde estaba César, habló de esta suerte:
XXXVII. Si como no me ha faltado nobleza y buena fortuna, hubiera yo tenido
discreción para saberme moderar en las prosperidades, fuera posible haber venido
a esta ciudad antes amigo que prisionero. Ni te hubieras desdeñado, oh César, de
recibir con estas condiciones de paz a un hombre de ilustres y claros
antepasados, y que mandaba a tantas naciones. Mi presente calamidad, cuanto es
más miserable para mí, tanto es para ti gloriosa y magnífica. Tuve caballos,
vasallos, armas y riquezas; ¿qué maravilla si lo he perdido todo a pesar mío?
¿Por ventura sólo porque queréis mandar a todos se sigue que todos han de
admitir voluntariamente la servidumbre? Si yo me hubiera rendido y entregado
desde el principio, ni mi fortuna ni tu reputación campearan tanto. A mi muerte
seguirá luego el olvido; mas si me concedes la vida, quedaré por eterno ejemplo
de tu clemencia. Dichas estas palabras por Caractaco, César le perdonó a él, a
su mujer y a sus hermanos; los cuales, sueltos de las cadenas, fueron todos a
dar las gracias a Agripina que estaba en otro tribunal aparente y alto, no lejos
del de César, usando de los mismos loores y agradecimientos que habían usado con
su marido. Cosa verdaderamente nueva y repugnante a la costumbre de los antiguos
el ver a una mujer sentada entre los estandartes y las banderas romanas; mas
¿qué mucho si se atrevía a decir públicamente que era compañera en el Imperio,
fundado por sus antepasados?
Notas
(1) Agripina lo era en efecto a la sazón del orador Crispino Pasieno, con el
cual se había casado después de la muerte de Cn. Domicio, padre de Nerón, y a
quien, según se cree, envenenó para gozar más pronto de los bienes que en su
testamento le legaba.
(2) Uno de los asesinos de César, el cual había defendido la Siria contra los
partos después de la derrota de Craso, de quien había sido cuestor.
(3) Estrabón cuenta a los dandárides entre los meotas, pueblos sármatas que
habitaban en la costa oriental del mar de Azof (Palus Maeoticus), entre el Kubán
y el Don o Tanais.
(4) Todos estos reinos están situados a lo último de Europa, hacia el río Tanais.
(5) Plinio refiere, a propósito de Lolia, que en una cena de bodas se presentó a
los convidados con un adorno de perlas y esmeraldas que valia cuarenta millones
de sestercios. Sus inmensas riquezas eran fruto de los escandalosos robos de su
abuelo Lolio.
(6) Ni aun en los tiempos de la República ningún senador podía viajar sino con
licencia o como delegado del gobierno. Los emperadores limitaron todavía este
derecho, y Claudio se reservó el concederlo a sí solo y sin el concurso del
Senado, como se había verificado hasta entonces.
(7) Especie de adivinación a la que se recurría cuando se gozaba de una paz
completa para saber si aprobaban su continuación los dioses.
(8) Hízolo después que se hubo agregado al Imperio la Bretaña. He aquí la
inscripción en que se testifica este hecho:
TI. CLAVDIVS DRYSI. F. CAESAR AVG. GERMANICVS PONT. MAX. TRIB. POP. VIII. IMP.
XVI. COS. IIII CENSOR PP AVCTIS. POPVLI. ROMANI FINIBVS POMOERIVM AMPLIAVIT.
TERMINAVIT.
Tanto en la lápida que acabamos de transcribir, copiada de las anotaciones de la
edición castellana, como en el texto latino de Tácito, se usa la voz pomoerium,
que traduce nuestro Coloma por circuito. Si se atiende tan sólo a la etimología,
dice T. Livio, la palabra pomoerium significa que está detrás de las murallas.
Sin embargo, se la emplea para designar el espacio sin edificar que los etruscos
consagraban al construir una ciudad y que la circuía tanto interior como
exteriormente.
(9) Divinidad agrícola a quien se adoraba también con el nombre de Neptuno
ecuestre, cuya fiesta sirvió de pretexto para el robo de las sabinas. Como dios
del consejo, tenia el altar medio hundido en el suelo para dar a entender que
los designios deben ser secretos.
(10) Nombre que se daba a las curias edificadas por Rómulo. Las curias eran los
edificios donde se reunían en días determinados los miembros que formaban una
curia, ya para ofrecer sacrificios a los dioses, ya para celebrar comidas en
común. Había además de ellas, aquélla en la cual se reunía el Senado.
(11) Habitaban las regiones de Worms y Espira.
(12) Este último es el Saveme. El Auvora, no Antona, como leyó nuestro
traductor, se cree ser el Avon, afluente del Salveme, si bien Cambden y
Cellarius son de parecer que es el Nen o Nyne, que pasa por Northampton y
desagua en el mar del Norte.
(13) Habitaban al norte del país de Gales, cerca de los ordoviscos.
(14) Residian al norte de los cangios y de los ordoviscos, en los que son en el
día condados de Lancaster, Cumberland, Durham y York.
(15) Habitaban el Mediodia del país de Gales, entre el Saveme y el mar de
Irlanda.
(16) Según unos Colchester, pero según los citados Camben y Cellarius es Malden,
más abajo de Colchester, hacia el Sur y en el país que habitaban los trinobantes.
(17) Hacer la tortuga era cubrirse todos con escudos las cabezas y recibir sobre
ellos y ellas a otros soldados que peleaban de más alto.
(18) Lo que traduce Coloma por montantes, spathoe, eran unas espadas largas y
anchas de dos filos y con punta muy aguda, bastante parecidas a las espadas que
usa la caballería, aunque algo más cortas. La pica, hasta, era una especie de
lanza, o mejor acaso venablo o lanza corta, que servía para herir de cerca y que
se usaba además como arma arrojadiza. Componíase de tres partes distintas, a
saber: la cabeza, cuspis, de bronce o de hierro, el asta, por lo común de madera
de fresno, y el regatón, también de metal, que servía para fijarla verticalmente
en el suelo y de arma ofensiva cuando se rompía la punta.
(19) Parece haber error en este número, pues habiendo empezado la guerra en el
tercer consulado de Claudio, y segundo de L. Vitelio, no habían transcurrido
desde entonces más que siete años.
LIBRO DUODÉCIMO
Segunda parte
Británico, pospuesto a Nerón por engaño de Agripina. Prodigios en Roma y
carestía. - Guerra entre Iberos y armenios, en que se interesan las armas de
romanos y partos. - Fario Escriboniano desterrado. - Senado-consulto de Claudio
contra las mujeres que se casan con esclavos. - Movimientos en judea entre
soldados y naturales. - Claudio sangra el lago Fucino después de haber hecho en
él una batalla naval. - Establece la autoridad de los procuradores de
provincias. - Concede inmunidad a los coenseso - Perdona por algunos años el
tributo a los bizantinos. - Lépida hecha morir. - Claudio muere con veneno por
obra de su mujer Agripina, y apodérase del Imperio Nerón.
XXXVIII. Después de esto, mandados juntar los senadores, hicieron largos y
magníficos discursos engrandeciendo la prisión de Caractaco, y pintando aquel
espectáculo por no menos noble y digno de memoria que cuando Publio Escipión
mostró al pueblo el rey Sifaze, Lucio Paulo a Perseo, o cualquier otro en que
los antiguos capitanes mostraron reyes presos y vencidos al pueblo romano. A
Ostorio se dieron las insignias triunfales, cuya forma, pasando hasta entonces
prósperamente, mudó después de forma, o porque, quitado de por medio Caractaco,
dando los nuestros por acabada la guerra, se tuviese menos cuenta de lo que
fuera razón con la disciplina militar, o porque los enemigos, por la compasión
de tan gran caudillo, quedasen más animados a la venganza. Porque habiendo
cercado por todas partes al prefecto del campo y a las cohortes legionarias que
Ostorio había dejado en los siluros, con orden de levantar algunos fuertes en
lugares y puestos acomodados, si los que estaban en los villajes y castillos
vecinos no acudieran prestamente al socorro, fueran todos pasados a cuchillo.
Con todo esto, murieron allí el prefecto y ocho centuriones con la gente más
valerosa y granada de todos los manípulos. Poco después rompieron también a
nuestra gente que forrajeaba y a las compañías de caballos que le hacían
escolta.
XXXIX. Con este aviso envió Ostorio contra el enemigo las cohortes de infantería
más desembarazadas, y no fueran de provecho para detener a los fugitivos, si las
legiones no se opusieran en batalla y mostraran el rostro; con cuyas fuerzas al
principio se igualó la refriega y después llevamos nosotros lo mejor, si bien
pudo huir el enemigo con poco daño por beneficio de la noche. Hubo después de
estos varios reencuentros, y lo más de ordinario a modo de ladrocinios, por los
bosques y por los pantanos, según que la suerte o la virtud ofrecía ocasión al
valor de cada uno. Unas veces llevados de temeridad impensada; tras del deseo de
la presa, ya con orden de sus cabezas, y ya sin ella; todo esto con particular
obstinación de los siluros, que andaban irritados de ciertas palabras que se
publicó haber dicho el capitán romano, es a saber: que así como en otro tiempo
habían sido extirpados de su patria los sicambros y transportados a la Galia,
asimismo convenía destruir y acabar del todo el nombre de los siluros.
Encendidos, pues, con esto, deshicieron dos cohortes de auxiliarios, que por
avaricia de sus capitanes andaban robando con poco recato, y prendieron muchos;
con cuya libertad, y con el beneficio de restituir la presa, procuraban obligar
a la rebelión a las demás naciones; cuando Ostorio, cansado de la pesadumbre de
tantos cuidados, dejólos de la vida, no sin gran alegría de los enemigos, que le
temian por capitán de estima, y porque si no en batalla, era al fin muerto en la
guerra.
XL. Sabida por César la muerte del legado, porque la provincia no estuviese sin
gobernador, envió en su lugar a Aulo Didio, el cual, pasando allá con
diligencia, halló las cosas aun en peor estado que las había dejado su
antecesor. Había peleado entretanto desgraciadamente la legión que estaba a
cargo de Manlio Valente, y los enemigos engrandecían la fama de aquel suceso por
dar terror al nuevo capitán; y aun él hacía lo mismo en orden a ganar mayor loor
cuando por su medio se apaciguasen aquellas inquietudes y a tener más justa
excusa en el suceso contrario. Hecho este daño por los siluros, corrían
largamente la tierra, hasta que fueron rechazados por Didio, que salió contra
ellos. Después de la prisión de Caractaco, el mejor capitán que les quedaba a
los enemigos era Venusio, de la ciudad de los brigantes; fiel, como dije arriba,
mucho tiempo a los romanos, y defendido de sus armas mientras tuvo por mujer a
la reina Cartismandua; mas nacida después discordia entre ellos, e
inmediatamente la guerra, había tomado también las armas contra nosotros; y
Cartismandua, con astucias, prendió al hermano y otros parientes de Venusio. Con
esto, encendidos los enemigos y estimulados de la ignominia que les causaba el
sujetarse al imperio de una mujer, con un ejército de escogida y generosa
juventud le acometen el reino. Mas antevisto por los nuestros este peligro, y
enviadas en socorro de la reina las cohortes romanas, tuvieron una batalla bien
reñida, cuyo principio dudoso tuvo muy alegre fin. Peleó con igual suceso la
legión que gobernaba Cesio Nasica; porque a Didio, cargado de años y lleno de
honras, le bastaba hacer la guerra por ministros y tener apartado al enemigo. He
juntado las cosas de estos dos vicepretores, Ostorio y Didio, aunque sucedidas
en muchos años, por la dificultad que causara el dividirlas para retenerlas en
la memoria.
XLI. Volviendo ahora a la orden de los tiempos, digo que, siendo cónsules
Tiberio Claudio la quinta vez, y Servio Camelia Orfito, se anticipó el dar a
Nerón la toga viril (1) para que pareciese con esto capaz de ocuparse en el
manejo de los negocios públicos. Y César en esta parte se dejó vencer con
facilidad por la adulación del Senado: que Nerón pudiese administrar el
consulado a los veinte años de su edad, y que, entretanto, nombrado así para
cónsul, tuviese fuera de Roma la autoridad proconsular y que fuese llamado
príncipe de la juventud. Diose tras esto en su nombre el donativo a los
soldados, y a la plebe el congiario. A los juegos del circo, que se celebraban
en orden a granjear el favor del vulgo, fueron llevados Británico, vestido con
la vestidura pueril llamada pretexta, y Nerón en hábito triunfal, para que
viendo el pueblo al uno con traje de emperador y al otro de muchacho, supiese lo
que había de creer de la fortuna de entrambos. Los centuriones y tribunos que
mostraban compadecerse de la mala fortuna de Británico fueron removidos de sus
oficios, unos con causas fingidas, y otros so color de acrecentamientos. Y
cuanto a los libertos, si sabían de algunos que conservasen para con su señor
lealtad y fe incorrupta, al momento los despedían y apartaban con los mismos
pretextos. Encontrándose una vez Nerón y Británico, Nerón saludó a Británico por
su nombre y él le llamó Domicio. Esto, como origen y principio de discordias,
contó Agripina a su marido con mucho sentimiento, diciendo: que se menospreciaba
la adopción; que se anulaba en casa del príncipe lo que se había hecho con
decreto del Senado y voluntad del pueblo, y que si no se castigaba la malicia de
los que aconsejaban a Británico el usar de tan injuriosas palabras, reventaría
con daño universal de la República. Alterado, pues, Claudio con estas cosas y
acriminándolas por graves delitos, hizo morir y desterrar a los mejores maestros
que tenía su hijo, entregándole en poder de maestros escogidos por su madrastra.
XLII. No se atrevía con todo eso Agripina a poner en ejecución las cosas de
mayor consideración que tenía trazadas, hasta quitar del cargo de los
pretorianos a Lusio Geta y Rufio Crispino, los cuales creía que acordándose de
los beneficios recibidos por Mesalina, serían obligados y dependientes del todo
de sus hijos. Y así, mostrando a Claudio que las cohortes, con la ambición de
dos cabezas, podían dividirse en parcialidades, y que se conservaría mejor la
disciplina militar gobernándolas uno solo, hizo de suerte que al fin se
transfirió el cargo de aquellas guardias en Burrho Afranio, hombre señalado en
cosas de guerra, mas que no ignoraba a instancia de quién había alcanzado aquel
puesto. Quiso también Agripina señalar más altamente su grandeza y majestad con
subir al Capitolio en carroza; cosa concedida antiguamente a solas las
sacerdotisas y a las estatuas consagradas a los dioses, y que aumentó
grandemente la veneración de esta mujer, la cual, con ejemplo único hasta
nuestros días, fue hija, hermana, mujer y madre de emperador. Entre estas cosas,
su principal defensor y gran privado Vitelio, ya en la última vejez (tan
incierto y peligroso es el estado de los grandes) fue acusado por Junio Lupo,
senador, de majestad ofendida y de haber deseado el Imperio. Y hubiera dado
oídos César a esta acusación, si dejándose llevar más de las amenazas que de los
ruegos de Agripina, no se doblara a castigar al acusador con prohibirle el agua
y el fuego. No quiso Vitelio que se le diese mayor castigo.
XLIII. Sucedieron aquel año muchos prodigios. Pusiéronse sobre el capitolio aves
infaustas y de mal agüero. Cayeron muchas casas por los continuos terremotos, y
mientras va pasando de sus límites el temor con la huida universal y confuso
tropel del vulgo, quedaron oprimidos los más débiles. La esterilidad de la
cosecha y el hambre que de esto resultó eran también tomados por prodigio; tal
que, no contentándose el pueblo con hacer sus quejas en secreto, hallándose un
día Claudio en su tribunal administrando justicia, le cercan por todas partes
con gritos sediciosos, llevándole de vuelo hacia un rincón de la plaza, le
apretaban allí, hasta que hubo de romper con una tropa de soldados de su guarda
por medio de aquella enfadosa muchedumbre. Es cosa cierta que en Roma no había
qué comer sino sólo para quince días; mas por la gran bondad de los dioses y
blandura del invierno, que concedió libre comercio por la mar, la ciudad fue
socorrida en su necesidad extrema. Y con todo eso es verdad que Italia solía
proveer de vituallas a provincias muy distantes: ni ahora padecemos hambre
porque la tierra sea menos fértil que entonces; mas queremos antes cultivar las
provincias de África y Egipto, y poner la vida del pueblo romano a discreción de
las naves y de la fortuna.
XLIV. En este mismo año, la guerra que se levantó entre los armenios y los
iberos fue ocasión de grandes movimientos entre los partos y romanos. Mandaba a
la gente de los partos Vologeso, el cual, nacido de una griega, manceba de su
padre, había por consentimiento de sus hermanos alcanzado el reino. Farasmanes
tenía antigua posesión de los iberos, y su hermano Mitrídates poseía con
nuestras fuerzas a los armenios. Tenía Farasmanes un hijo llamado Radamisto, de
hermoso aspecto, gallarda disposición y fuerzas notables; y junto con esto, no
estando mal instruido en las astucias de su padre, le hacían todas estas cosas
famoso entre sus vecinos. Éste, con mayor atrevimiento y más de ordinario que
debiera para encubrir sus ambiciosos deseos, solía decir que para gozar de un
reino tan pequeño como el de Iberia era sobrada dilación la que le causaba la
vejez de su padre. Sabido esto por Farasmanes, viéndole tan deseoso de reinar
presto, y no temiendo menos de la prontitud y favor de sus vasallos para con él
que de verse ya casi al fin de su vida, resuelto en alimentarle con otras
esperanzas, le muestra el reino de Armenia y le trae a la memoria cómo, después
de echados los partos, lo había dado él mismo a Mitrídates; mas que convenía a
diferir la vía de fuerza y procurarle oprimir impensadamente con engaños.
Siguiendo, pues, este consejo Radamisto, y fingiendo estas reñidas con su padre,
como quien se hallaba incapaz de poder sufrir más los aborrecimientos de su
madrastra, se va a su tío, del cual recibido con mucha benignidad y tratado como
hijo comienza a levantar los ánimos de los principales armenios a deseo de
novedades; mientras Mitrídates, no pensando en cosa menos que en recatarse de
él, trataba de procurar su reconciliación.
XLV. Radamisto, tomando a la intercesión del tío por capa y color de su vuelta,
torna a su padre y le da cuenta de cómo todo lo que se podía conseguir con
engaño quedaba ya a punto, y que sólo faltaba lo que había de ejecutarse con las
armas. Fingió en tanto Farasmanes las causas de la guerra, conviene saber, que
cuando él la tuvo con el rey de los albanos, acudiendo a los romanos por
socorro, le había su hermano hecho contrario; injuria que la determinan a vengar
con su total destrucción. Entrega tras esto un grueso ejército a su hijo, el
cual hizo con él una entrada tan improvisa en Armenia, que obligó a Mitrídates a
dejar la campaña y a retirarse al castillo de Gorneas; seguro por la fortaleza
de su sitio, por la guarnición romana que se hallaba en él a cargo de Celio
Polión, prefecto, y Casperio, centurión. De ninguna cosa tienen menos noticias
los bárbaros que del uso de las máquinas y del arte de las expugnaciones,
supuesto que nosotros tenemos muy bien entendida esta parte de la milicia. Y así
Radamisto, habiendo probado las defensas de la plaza, no sólo en vano, pero a su
costa, asentó sobre ella el sitio. Y viendo que los enemigos no tenían temor
alguno de sus fuerzas, tentó la avaricia del prefecto, comprándole con dineros
la entrega del castillo, no sin repugnancia grande de Casperio y protestas de
que no permitiese que un rey confederado y un reino, dádiva del pueblo romano,
se vendiesen infamemente por dinero. A lo último, porque Polión se excusaba con
la multitud de los enemigos y Radamisto con las órdenes apretadas de su padre,
asentadas primero treguas, se sale Casperio del castillo para ir, cuando no
pudiese remover a Farasmanes de la guerra, a dar cuenta a Tito Ummidio Quadrato,
presidente de Siria, del estado en que se hallaban las Armenias.
XLVI. Partido el centurión, quedando el prefecto a sus anchuras, como libre de
la guardia, comenzó a exhortar a Mitrídates que escuchase los conciertos,
acordándole las obligaciones fraternales; que al fin Farasmanes era mayor de
edad; que tenía por mujer a una hija suya, y juntamente era suegro de Radamisto;
que no rehusarían los iberos la paz, aunque superiores en fuerzas; que estaba
harto conocida la poca fidelidad de los armenios, pues, como veía, no le quedaba
otro refugio que el de aquella fortaleza, y esa falta de vituallas; y,
finalmente, que no quisiese aventurar con las armas lo que podía obtener sin
sangre. Mientras va difiriendo Mitrídates la resolución de cosa tan ardua,
teniendo ya por sospechosos los consejos del prefecto, por haber tenido trato
con una de sus concubinas, y reputándole a esta causa por hombre aparejado a
cometer cualquier maldad por dinero, llega Casperio a Farasmanes, y le requiere
que dé orden a los iberos para que levanten el cerco. Él, respondiendo en
público palabras de dos sentidos, y dándole algunas veces esperanza, adquiere
con secretos mensajeros a Radamisto, que solicite cuanto le sea posible la
expugnación. Aumentóse entretanto el precio de la maldad; con parte del cual,
sobornando Polión en secreto a los soldados, los induce a pedir la paz con
amenazas de que se saldrían del castillo. Forzado Mitrídates con esta necesidad,
señala el día y el lugar en que se habían de estipular los conciertos, y sale
del castillo.
XLVII. Radamisto, en viéndole, se le arroja en los brazos y, fingiendo
obediencia y respeto, le llama muchas veces suegro y padre. Añade a más de esto
el juramento de no ejercitar contra él hierro o veneno. Luego le lleva a un
bosque sagrado cerca de allí, diciendo que tenía en él preparado el sacrificio
para autenticar la paz con testimonio de los dioses. Usan aquellos reyes cuando
hacen sus confederaciones asirse de las manos derechas, entremezclando los dedos
unos con otros, y juntando los pulgares se los atan estrechamente, hasta que,
recogida en las puntas la sangre, con un ligero corte se sacan algunas gotas de
ella, y se la lamen el uno al otro. Esta suerte de confederación y amistad se
tiene por la más sacramental y estrecha, al fin, como consagrada con la propia
sangre. Mas esta vez el que apretaba el lazo, haciendo como que caía, se abraza
con las rodillas de Mitrídates y da con él en tierra, y en un punto, acudiendo
los demás, lo encadenan y ponen grillos a los pies, cosa ignominiosa entre
aquellos bárbaros. Luego, el vulgo a quien él había tratado con aspereza,
cargándole primero de vituperios, amenazaba de poner en él las manos, si bien no
faltaban en contrario algunos que se doliesen de semejante mudanza de fortuna.
Seguíale su mujer, y acompañada de sus pequeños hijuelos rompía el aire con
gemidos. Pónenlos en diversos carros cubiertos y cerrados hasta que Farasmanes
ordenase lo que se había de hacer con ellos. El cual, vencido antes del deseo de
reinar que del amor fraternal y aun del de su propia hija, mostrando el ánimo
pronto a ejecutar cualquier maldad, sola ésta le faltó por hacer: que al fin no
quiso verlos matar ante sus ojos: y Radamisto, casi como acordándose del
juramento, no ejercitó hierro ni veneno contra su hermana y tío, pero tendidos
en tierra, cubriéndolos con cantidad de ropa, los ahogó. Hasta los hijos de
Mitrídates, porque habían llorado la desventura de sus padres fueron degollados.
XLVIII. Quadrato, presidente, como se ha dicho, de Siria, avisado de la traición
hecha a Mitrídates y de que ocupaban el reino los matadores, juntado el consejo,
dio cuenta de lo sucedido, pidiendo los votos sobre si se había de tomar
venganza. Pocos cuidaban del bien público, y los más, aficionados al partido más
seguro, concordaban en que se debían oír siempre con gusto las maldades
cometidas por los bárbaros, y que convenía alimentar entre ellos enemistades,
aborrecimientos; consejo usado diversas veces por príncipes romanos; los cuales,
so color de liberalidad, concediéndoles la misma Armenia, les habían dado
ocasión de varias disensiones y guerras. Que se gozase en buena hora Radamisto
el reino mal ganado, infame y odioso a todos. El haberIo adquirido por tan malos
medios era de más provecho para los romanos que si le hubiera ganado con
reputación; y al fin prevaleció este voto. Con todo eso, por que no pareciese
que se aprobaba tan gran maldad, y medrosos de que mandase César contra lo
acordado, se despacharon mensajeros a Farasmanes para que saliese de los límites
de Armenia y sacase también de ella a su hijo.
XLIX. Era en aquella sazón procurador de Capadocia Julio Peligno, por su vileza
y cobardía y por la fealdad de su cuerpo despreciable y ridículo, aunque gran
privado de Claudio, desde que, siendo hombre particular, gustaba de entretener
su vil y floja ociosidad con la conversación de semejantes truhanes. Éste, pues,
juntado el mayor número de gente auxiliaria que pudo sacar de la provincia, y
entrando en Armenia como para recuperarla, mientras se ocupa en robar y ofender
antes a los aliados que a los enemigos, desamparado de los suyos y acometido por
aquellos bárbaros, faltándole todo otro refugio y socorro, acude al mismo
Radamisto; donde vencido y obligado de sus dádivas, por su propio motivo y sin
ser requerido para ello, le incita y persuade a tomar las insignias reales, y él
mismo asiste a la coronación, no sólo como autor de ella, sino como uno de los
de la guardia de su persona. Divulgada la fama de esta indignidad y bajeza, por
que no se pensase que todos los demás eran como Peligno, se envió a Helvidio
Prisco (2), legado, con una legión, para que proveyese a aquellas cosas
desordenadas y confusas conforme le aconsejasen el tiempo y las ocasiones.
Pasado, pues, Helvidio con diligencia al monte Tauro, tenía ya compuestas muchas
cosas más con blandura que con fuerza, cuando le llegó la orden que diese la
vuelta a Siria, por no dar con aquello ocasión a los partos de romper la guerra.
L. Cuyo rey Vologeso, no pareciéndole perder la que se le ofrecía de cobrar el
reino de Armenia, poseído ya por sus pasados y ocupado entonces pérfidamente por
un rey extranjero, junta un ejército con intento de poner en él a su hermano
Tiridates, por que no quedase ninguno de su familia sin reinar. A la llegada de
los partos desampararon sin resistencia el reino los iberos, rindiéndose las
principales ciudades de Armenia, es a saber, Artajata y Tigranocerta. Después de
esto, el rigor del invierno, la poca provisión de vituallas y, por ocasión de
ambas cosas, la peste que sobrevino en el ejército, forzaron a Vologeso a dejar
la empresa comenzada. Con esta ocasión entra de nuevo Radamisto en Armenia, por
hallarla vacía de defensores; gobernándose con mayor crueldad y rigor que antes,
como contra gente que le había desamparado, y que en cualquier ocasión haría lo
mismo.
LI. Mas ellos, aunque habituados a la servidumbre, perdida del todo la
paciencia, rodean con tanto ímpetu el palacio real, que no le dejaron otro
refugio que la ligereza de sus caballos, con que sacó de peligro a sí y a su
mujer. Ella, hallándose preñada, sufrió como pudo la primera huida, necesitada
del temor y obligada del gran amor que tenía a su marido. Mas cuando por el
continuo y acelerado movimiento sintió que se le abría el vientre y desencajaban
las entrañas, inhábil para sufrir más trabajo, ruega a su marido que con una
honesta muerte la libre de las afrentas del cautiverio. Él, abrazándola al
principio, la anima y la exhorta a tener paciencia, maravillado algunas veces de
su gran valor, y otras movido del temor de que, si la dejaba, no la gozase otro.
Finalmente, vencido de la violencia del amor y probado en todo ejemplo de
maldades, empuñando el alfanje y dándole con él una gran herida, la lleva a la
ribera del río Araxes y la arroja en él, para que ni aun el cuerpo quedase en
poder del enemigo. Él, con mayor prisa entonces, llega finalmente a Iberia,
reino de su padre. En tanto Zenobia (así se llamaba esta mujer), llevada primero
del río y arrojada a la orilla por una creciente sosegada y mansa, echándola de
ver ciertos pastores y viendo que todavía respiraba y daba muestras de estar
viva, juzgándola por persona noble, a causa de la hermosura y gravedad de su
rostro, le atan la herida y la aplican a ella rústicos medicamentos, con que
cobró salud. Sabido después su nombre y suceso, la llevan a la ciudad de
Artajata, de donde, por mandato de aquella República, fue enviada a Tiridates,
que la recibió benignamente y la trató y honró como a reina.
LII. En el consulado de Fausto Sila y Salvio Otón fue desterrado Furio
Escriboniano, porque había procurado saber por vía de astrólogos caldeos cuándo
moriría el príncipe. Era tenida también por cómplice en el delito su madre junia,
como impaciente del primer caso porque había sido desterrada. Y el acordarse
Claudio de que Camilo, padre de Escriboniano, había movido antes las armas en
Dalmacia, le hacía que atribuyese hasta esto a clemencia suya, visto que de
nuevo perdonaba la vida a aquel linaje enemigo. Mas con todo eso no vivió el
desterrado, sea que le llegó la muerte por su curso natural o por veneno,
supuesto que se dijeron ambas cosas, y que cada uno lo entendió como quiso. Hizo
después de esto el Senado un terrible decreto, aunque vano sin fruto, por virtud
del cual se desterraban de Italia todos los matemáticos. Después de esto, el
príncipe oró en público en alabanza de los que por verse pobres renunciaban
voluntariamente la orden senatoria, y reformó a otros porque añadieron a su
pobreza la desvergüenza del quedarse.
LIII. Entre estas cosas se propuso en el Senado la pena que merecían las mujeres
que se casaban con esclavos; y ordenóse que las que cayesen en este yerro sin
sabiduría del señor quedasen por esclavas; mas que si el señor lo consentía,
fuesen tenidas por libertas. Barea Sorano, nombrado para cónsul, propuso que a
Palante, a quien César había publicado por autor a este consejo, se diesen las
insignias pretorias y trescientos y setenta y cinco mil ducados (quince millones
de sestercios); añadiendo Escipión Comelio que debían dársele públicas gracias,
porque descendiendo de los reyes de Arcadia, anteponía el servicio a su
antiquísima nobleza, y se contentaba con sólo tener lugar entre los ministros
del príncipe. Mas Claudio afirmó que Palante se contentaba con el honor, y
cuanto a lo demás, escogía el quedarse dentro de los límites de su antigua
pobreza. Y de hecho se fijó este decreto del Senado en público, grabado en
bronce, por el cual era loado y engrandecido este liberto con todo aquello que
se solía atribuir a la antigua templanza y parsimonia, sin embargo de que
llegaba el valor de su hacienda a siete millones y medio de oro (trescientos
millones de sestercios).
LIV. No procedía con la misma modestia un hermano suyo llamado Félix (3), poco
antes puesto al gobierno de la Judea; el cual, confiado en la grandeza y apoyo
de Palante, le parecía que podía cometer toda maldad sin castigo. A la verdad,
los judíos habían dado muestras de rebelarse al principio de la sedición, cuando
rehusaron de obedecer a Cayo César, por otro nombre Calígula. Mas sabida su
muerte, se quietaron, salvo que les quedaba entero el miedo de que otro príncipe
no les mandase lo mismo (4). Entre tanto, Félix iba acriminando estos delitos
con aplicar remedios fuera de tiempo, teniendo por imitador en todo mal consejo
a Ventidio Cumano, que tenía a su cargo parte de la provincia, dividida de esta
suerte que a Ventidio obedecían los galileos, y a Félix los samaritanos;
naciones antiguamente discordes entre sí, y entonces con más descubierto
aborrecimiento, por el poco respeto con que trataban a sus gobernadores. Llegaba
el negocio a robarse unos a otros a la descubierta; enviaban cuadrillas de
ladrones, hacían emboscadas, y algunas veces llegaban a justas batallas; y de
cualquier manera presentaban los despojos y la presa a los procuradores de su
provincia. Los cuales al principio se alegraban; mas creciendo después poco a
poco los males y daños, interesando también las armas militares, para encaminar
su sosiego murieron a sus manos muchos soldados; y se abrasara en guerra toda la
provincia, si Quadrato, presidente de Siria, no proveyera de remedio. No se puso
duda en castigar de contado con pena de muerte a los judíos que habían tenido
atrevimiento de matar a los soldados romanos. Cumano y Félix procuraban poner
largas a su negocio particular; porque Claudio, sabida la causa de la rebelión,
había dado autoridad de juzgar también las culpas de los procuradores al
presidente Quadrato. Mas él, poniendo a Félix entre los jueces, recibiéndole y
dándole asiento en el tribunal, entibió el ardor de los acusadores. Y al fin fue
sólo Cumano castigado por las maldades de entrambos, con que se quietó la
provincia.
LV. No mucho después, los villanos de la nación de los cilices, llamados clitas,
que ya otras muchas veces se habían alborotado, tomadas las armas debajo de la
conducta de Trosobor, su capitán, ocuparon la aspereza de los montes y, plantado
allí su alojamiento, bajaban hacia las ciudades y costas marítimas, inquietando
los labradores por los campos, y atreviéndose a robar y saquear a los mercaderes
y gente de mar. No contentos con esto, pusieron sitio a la ciudad de Anemuria, y
rompieron el socorro de caballería enviado de Siria a cargo del prefecto Curcio
Severo; porque siendo la tierra áspera y cómoda sólo a gente de a pie, no se
pudieron valer de los caballos. Antíoco después, rey de aquellas costas, usando
de buenas palabras y lisonjas para con el pueblo y de engaños contra el capitán,
dividiendo primero las fuerzas de aquellos bárbaros y quitando la vida después a
Trosobor junto con algunos de los principales, sosegó a los demás con la
clemencia.
LVI. Por este mismo tiempo, habiendo Claudio hecho abrir y cortar un monte entre
el lago Fucino (5) y el río Liris, para que pudiese ver más número de gente la
grandeza de aquella obra, se preparó en el mismo lago una batalla naval, como
hizo antes Augusto, cavando para esto un estanque de acá del Tíber, aunque con
bajeles pequeños y en menos número.
Hizo Claudio poner en orden cien galeras de tres y de cuatro órdenes de remos
por banco y guarnecerlas con diecinueve mil hombres, ciñendo en torno las
orillas del lago con una calzada, como si fuera tierra firme, fundada sobre
gruesas estacas trabadas y reforzadas entre sí, para quitar a los combatientes
la esperanza de la huida. Abrazaba con todo eso el circuito bastante espacio
para el uso de los remos, y para conocer el arte de los pilotos en el divertir o
procurar el encuentro y en las demás cosas que se acostumbran en batalla de mar.
Estaban sobre las calzadas las cohortes pretorias y la gente de a caballo, y
tenían delante de sí grandes torres y plataformas, desde donde podían descargar
las balistas y catapultas. Lo restante del lago ocupaban las dos armadas que
habían de pelear, con las galeras empavesadas y a punto de guerra; y como si
fuera todo aquello un teatro, se hinchieron de innumerable cantidad de gente,
venida de las tierras comarcanas y de la misma Roma a ver aquel espectáculo y
dar gusto al príncipe, no sólo las riberas y los collados, sino las cumbres más
altas de los montes. Estaba Claudio con el vestido imperial, llamado paludamento
(6), y no lejos de él Agripina con un manto de brocado de oro corto a lo
soldadesco (7), ambos en soberbios tronos. Peleóse, aunque entre malhechores,
con ánimo de hombres valerosos, y después de largo combate y muchas heridas,
mandando poner fin a la batalla, fueron los combatientes librados del último
trance.
LVII. Mas acabada la fiesta y abierto el camino al agua, se echó de ver la poca
diligencia de los ingenieros; porque ni a los lados ni en medio del lago habían
ahondado lo que era menester. Y así poco tiempo después se ahondaron más las
zanjas, y para juntar otra vez la multitud se hizo en el mismo lugar el
espectáculo de gladiatores, habiendo hecho fabricar puentes sobre el lago capaz
de representar en ellos una batalla terrestre. Fuera de esto, el banquete que
César había hecho aparejar sobre la sangradura del lago dio ocasión de un gran
espanto a los convidados porque reventando la fuerza del agua, comenzó a
llevarse tras sí todo lo que estaba cerca, y a somover y atormentar lo demás con
el estruendo y son horrible. Con esto Agripina, valiéndose de la ocasión que le
daba el miedo de su marido, acusó de codicioso y de ladrón a Narciso, ministro
de aquella obra; pero no calló él tampoco, vituperando en ella la insolencia
mujeril y sus demasiado levantadas esperanzas.
LVIII. En el consulado de Decio Junio y Quinto Haterio, Nerón, ya de dieciséis
años, consumó el matrimonio con Octavia la hija de César. Y para hacerle
resplandecer con la ostentación de sus honestos estudios y con la gloria de la
elocuencia, habiéndose encargado de defender la causa de los ilienses, y contado
con mucha elegancia cómo los romanos descendían de Troya, y que Eneas había sido
autor y origen del linaje de los Julios, y otras cosas antiguas que tienen de lo
fabuloso, obtuvo que de allí adelante fuesen francos y libres de todos pechos,
imposiciones y cargas públicas. Por intercesión del mismo orador fue ayudada la
colonia Bononiense, maltratada del fuego, con un donativo de doscientos
cincuenta mil ducados (diez millones de sestercios): se volvió a los de Rodas la
libertad (8) diversas veces quitada y restituida, según que lo granjeaban
socorriendo al pueblo romano en las guerras extranjeras, o delinquían con
inquietud y sediciones domésticas; y a los apamienses, casi asolados de un
terremoto, se perdonó el tributo por cinco años.
LIX. Mas Claudio era inducido con las mañas de Agripina a ejercitar muchos actos
de crueldad, porque deseando ella ardientemente los huertos de Estatilio Tauro,
famoso por sus grandes riquezas, le procuró la ruina, siendo el acusador
Tarquicio Prisco. Éste, habiendo sido legado de Tauro cuando tuvo el
proconsulado de África, vuelto a Roma, le acusaba de algunas cosas contra la ley
de residencia, y a más de esto le imponía delitos de supersticiones mágicas.
Tauro, indigno de aquel tratamiento, no pudiendo sufrir más al falso acusador,
antes de la sentencia del Senado se mató con sus manos. Sin embargo, Tarquicio
fue echado de la curia, habiendo tenido más votos el parecer contrario al gusto
de Agripina por el universal aborrecimiento contra este mal fin.
LX. En el mismo año se oyó muchas veces decir al príncipe que las cosas
establecidas judicialmente por sus procuradores habían de tener la misma fuerza
que si las ordenara él. Y por que no pareciese que había dicho aquellas palabras
acaso y sin fundamento se proveyó lo mismo con decreto del Senado, y mucho más
favorablemente que antes lo estaba. Porque el divo Augusto permitió que se
pudiesen tratar todo género de causas, conforme a las leyes, ante los del
estamento de caballeros que presidiesen en Egipto, mandando que sus decretos
fuesen tenidos como hechos por los magistrados romanos: por las otras provincias
después, y en la misma Roma, se permitió a los del dicho estamento el conocer de
muchas cosas que antiguamente solían tocar a la jurisdicción de los pretores.
Mas ahora Claudio les entregó todo el poder y autoridad; sobre cuya posesión se
compitió tanto en Roma con sediciones y con armas como fue cuando a instancia de
los Sempronios (9), se pusieron los caballeros en posesión de ejercer actos
judiciales, o cuando las leyes Servilias restituyeron otra vez al Senado esta
autoridad. Y sobre esto principalmente pelearon en los tiempos pasados Mario y
Sila. Mas entonces los estamentos de que se hacía el cuerpo de la ciudad estaban
con las voluntades encontradas, prevaleciendo en el gobierno público los más
poderosos. Cayo Opio y Cornelio Balbo fueron los primeros que con las fuerzas de
César pudieron libremente tratar las cosas de paz y arbitrar las de guerra. No
habrá necesidad que cansemos en nombrar tras esto a los Matios y a los Vedios y
a otros muchos poderosos caballeros romanos que alcanzaron el mismo poder; pues
Claudio no se desdeñó de igualar consigo y con las leyes a los libertos, a quien
encargó las cosas de su hacienda.
LXI. Propuso después que se concediese exención de tributos a los de la isla de
Coo, alegando muchas cosas tocantes a su antigüedad. Conviene saber que los
argivos traídos por Ceo, padre de Latona, habían sido los primeros habitadores
de aquella isla, a la cual llegado después Esculapio trajo consigo el arte de la
medicina, en que principalmente alcanzó gran fama entre sus descendientes,
refiriendo consecutivamente los nombres de todos y el tiempo en que florecieron.
Dijo más, que Jenofonte, su médico, descendía de aquella familia, cuyos ruegos
debían admitirse, concediendo de allí adelante a los de Coo exención y franqueza
de todos tributos, para que, libres de esta vejación, habitasen aquella isla
consagrada y obligada al culto de tan gran dios. No hay duda de que pudiera
contar de los mismos muchos méritos para con el pueblo romano y no pequeñas
victorias alcanzadas en su compañía. Mas Claudio, con su acostumbrada facilidad,
no usó de otro color para encubrir lo que hacía en gracia de uno solo.
LXII. Mas los de Bizancio, alcanzada licencia de hablar, mientraS ruegan al
Senado que los descargue de los excesivos tributos que pagaban, repitieron todo
cuanto les podía ser de provecho en su pretensión. Comenzaron por la
confederación asentada con nosotros cuando hicimos la guerra al rey de
Macedonia, llamado por su vileza Filipo falso. Y prosiguieron con que después de
esto habían enviado su ejército en nuestra ayuda con Antíoco, Perseo y
Aristónico, y ayudado a Antonio en la guerra contra los corsarios; trayendo
también a la memoria los ofrecimientos y servicios que habían hecho a Sila, a
Lúculo y a Pompeyo. Y finalmente, alegaron los recientes méritos para con los
Césares, cuando se hallaban en aquellas partes, las comodidades dadas a sus
capitanes y a sus ejércitos en sus pasajes y tránsitos de mar y tierra, portes
de vituallas y otras cosas necesarias.
LXIII. Porque los griegos fundaron a Bizancio en el extremo y remate de Europa
sobre el estrecho que la divide de Asia; y fue así que consultando con el
oráculo de Apolo Pitio sobre el puesto donde edificarían una ciudad, les dio por
respuesta que tomasen asiento frontero de la tierra de los ciegos. Esta oscura y
ambigua respuesta se facilitó considerando la ceguedad de los calcedonios, los
cuales, habiendo aportado allí primero, no advirtiendo la comodidad del mejor
sitio, escogieron el peor. Tiene Bizancio el territorio fertilísimo y el mar
fecundo, porque una cantidad infinita de pescado, saliendo del Ponto Euxino
medroso de los grandes peñascos que hallan atravesados debajo de las ondas,
dejando el curso de la otra costa, se arroja todo dentro de aquellos puertos.
Cosa que habiendo sido primero causa de sus ganancias y trato, y después de
infinitos pechos y cargas insoportables, les obligaba a pedir fin o por lo menos
alivio a tanto peso, ayudándolos el príncipe con decir que merecían ser
aliviados, cuando no hubiera otra consideración que lo que habían padecido en
las últimas guerras de Tracia y del Bósforo, y a esta causa se les perdonaron
los tributos por cinco años.
LXIV. Siendo cónsules Marco Asinio y Manio Acilio, la frecuencia grande de
prodigios que se vieron pronosticó y amenazó mudanza en peor en el estado de las
cosas. Abrasáronse con fuego del cielo algunas banderas y tiendas de los
soldados. Asentóse un enjambre de abejas en la cumbre del Capitolio. Nacieron
criaturas con dos cabezas, y de una puerca algunos lechones con uñas de ave de
rapiña. Contábase también entre los prodigios el haberse disminuido el número de
todos los magistrados, muriendo en pocos meses un cuestor, un edil, un tribuno,
un pretor y un cónsul. Mas la que excedía a todos en temor era Agripina, por
ocasión de ciertas palabras que oyó decir a Claudio estando tomado del vino;
esto es, que había nacido con aquel hado de haber de sufrir las maldades de sus
mujeres y castigarlas después. Y así, con este miedo se resuelve en solicitar
sus trazas, habiendo antes hecho condenar a muerte a Domicia Lépida por
ocasiones bien leves y competencias mujeriles; porque siendo Lépida hija de la
menor Antonia, sobrina de Augusto, y ella prima hermana de Germánico, padre de
Agripina, añadido a esto ser hermana de Cneo Domicio, su primer marido, se tenía
por tan noble como ella. Ni en hermosura, edad y riquezas se diferenciaban
mucho. Ambas a dos deshonestas, infames, soberbias y competidoras entre sí, no
menos en los vicios que en las grandezas y los dones de fortuna. Era terrible el
contraste de quién podría más con Nerón, la madre o la tía; porque Lépida con
halagos y con dones granjeaba el ánimo del joven; donde en contrario Agripina,
siempre fiera, siempre amenazadora, quería bien haber dado a su hijo el Imperio,
pero no sufrirle emperador.
LXV. Imputósele, pues, a Domicia que había procurado casar con el emperador por
vía de hechizos y abominables invocaciones, y que turbaba la paz de Italia con
la ruin disciplina en que tenía a las tropas de esclavos que poseía en Calabria.
y por estas causas fue condenada a muerte con repugnancia y contradicción grande
de Narciso, el cual, sospechoso cada día más de Agripina, era fama haberse
dejado decir semejantes palabras entre sus amigos y familiares: Que de cualquier
manera tenían cierta su perdición y ruina, ora imperase Británico, ora Nerón;
mas que había recibido tantas mercedes de César y reconocía tales obligaciones,
que no quería aplicar el precio de su propia vida sino a sólo aquello que había
de redundar en mayor servicio del mismo César: que a instancia suya habían sido
acusados y convencidos Mesalina y Silio, sin que parase el daño en aquello; pues
de nuevo se ofrecían las mismas causas de acusación, y a él el mismo peligro
imperando Nerón. Si no, veamos por otra parte, decía él: ¿De qué príncipe puedo
yo esperar agradecimiento si llega Británico a ser emperador? Trastornarse ha
toda la casa con asechanzas de la madrastra, y será mi mayor delito el no haber
de callar la deshonestidad de Mesalina, como si ahora faltasen cosas de este
género que acriminar en Agripina: pregúntenselo a su adúltero Palante, y verán
cómo a trueque de reinar no hace caso de honra, de vergüenza, ni de su propio
cuerpo. Diciendo éstas o semejantes palabras muchas veces, abrazaba a Británico,
rogando a los dioses que le dejasen llegar a edad madura; y tendiendo las manos
ora a él, ora a los mismos dioses, pedía a ellos que le diesen presto fuerzas
para extirpar los enemigos de su padre, y a él que, en teniéndolas, no dilatase
más el tomar venganza de los matadores de su madre.
LXVI. En medio de tanta carga de cuidados enferma Claudio y, para cobrar fuerzas
con la templanza de los aires y bondad de aquellas aguas salutíferas, se va a
Sinuesa. Agripina entonces, resuelta ya mucho antes a cometer su maldad, abraza
la ocasión que se le ofrecía, y no necesitando de persona alguna para la
ejecución, consulta solamente de la calidad del veneno. Porque temía que siendo
su efecto violento y repentino se descubriría fácilmente la maldad, y si le
escogía de operación tardía y enfermiza, corría peligro que llegado Claudio al
fin de su vida y advertido del engaño, volviese al amor de su propixo hijo.
Pareció, que pues, que convenía buscar alguna cosa exquisita, turbándole primero
el entendimiento, le acabase la vida poco a poco. Escogióse para esto una
singular maestra de semejantes compuestos llamada Locusta (10), condenada poco
antes por inventora de venenos, y guardada largos días por uno de los
instrumentos del Estado. Por artificio, pues, de esta mujer se preparó la
ponzoña, y el ministro que la dio a Claudio fue uno de sus eunucos llamado
Haloto, que solía llevar la vianda y hacer la salva (11).
LXVII. Fueron después tan notorias estas cosas, que los escritores de aquel
tiempo dejaron dicho hasta que el veneno se le dio en un guisado de hongos, de
que solía gustar mucho, y que no se conoció tan presto la violencia del tósigo,
o por la tontedad de Claudio o por su embriaguez. Y sobreviniéndole luego flujo
de vientre, comenzó a dar muestras de mejoría. Aterrorizada, pues, Agripina y no
haciendo caso de la nota que se le había de seguir, a trueque de escapar del
peligro que se le aparejaba, mete a la parte a Jenofonte, médico, confidente ya
suyo en este caso, el cual es fama que so color de provocarle a vómito, le tocó
la garganta con una pluma untada de un veneno subcutáneo; sabiendo que las
grandes maldades se comienzan con peligro y se acaban con recompensa.
LXVIII. Convocábase entre tanto el Senado, y los cónsules y sacerdotes hacían
votos por la salud del príncipe, cuando muerto él ya, le procuraban calentar con
paños y con fomentos, mientras se acomodaban las cosas para confirmar el imperio
de Nerón. Antes de esto, Agripina, mostrándose aparentemente vencida del dolor,
con achaque de buscar algún alivio, tenía abrazado apretadamente a Británico,
llamándole verdadero retrato de su padre y entreteniéndole con diferentes
ocasiones, todo para estorbar que no saliese de su cámara, donde estaba. Detuvo
también a Antonia y a Octavia, sus hermanas, habiendo cerrado todas las puertas
y puesto guardias, echando muy de ordinario voz de que mejoraba el príncipe,
para que los soldados se entretuviesen con buenas esperanzas, y por aguardar el
punto feliz sefialado por los astrólogos caldeas para comenzar su empresa.
LXIX. Llegado, pues, el mediodía de los trece de octubre, abiertas de golpe las
puertas de palacio, Nerón, acompañado de Burrho, se muestra a la corte, que, a
uso de guerra, estaba de guardia: adonde, por advertimiento del capitán, fue
recibido con alegres aclamaciones y después metido en una silla de manos. Dícese
que muchos estuvieron suspensos, mirando y preguntando por Británico, y que no
mostrándose alguno que pudiese oponerse a lo contrario, siguieron al príncipe
que se les ofrecía. Llegado, pues, Nerón a los alojamientos, después de haber
hablado allí como convenía al tiempo presente y prometido el donativo, conforme
a la libertad que usó su padre, fue saludado emperador. Siguieron al aplauso de
los soldados los decretos de los senadores y el consentimiento de las
provincias. A Claudio se decretaron honores celestes y se le celebraron solemnes
exequias, conforme a las que se hicieron al divo Augusto, compitiendo en esto
Agripina con la grandeza de su bisabuela Livia. No se recitó el testamento por
no alterar los ánimos del vulgo con el enojo y desabrimiento de ver preferido en
el Imperio el antenado al hijo.
Notas
(1) Nerón entraba a la sazón en los catorce años y la toga viril no se tomaba
hasta cumplidos éstos.
(2) Éste fue yerno de Traseas, de quien adelante se hace honrada mención. Tácito
habla en efecto muchas veces de él, no sólo en los Anales sino en sus Historias,
en su Agricola y en el Diálogo de los oradores.
(3) Éste es ante quien fue llevado San Pablo a Cesárea. (Act. cap. XXIII.)
(4) Lo que les mandó Calígula, según Josefo, fue que pusiesen en el templo de
Jerusalén su estatua galileos y samaritanos, enemigos entre sí.
(5) En el dia lago Celano, en el Abruzo ulterior. El monte Lirim es el
Garigliano.
(6) Era el manto militar que llevaban los generales y jefes superiores sobre su
armadura, sujeto al hombro por un broche, igual al sagum, que llevaba sobre la
suya el soldado, sólo que era más grande, de un tejido más fino y de un color
más delicado y rico, tal como el azul claro, el escarlata o púrpura. Se
equivoca, pues, el traductor español al llamarle vestido imperial, ya que era
únicamente una pieza del traje, y aun ésta no peculiar y exclusiva de los
emperadores.
(7) El original dice simplemente chlamide curata. Era la clámide una especie de
manto, de origen griego, y que no empezó a generalizarse hasta muy tarde entre
los romanos, algo más corto que el llamado paludamento. Algunas, aunque raras
veces, lo usaron también las mujeres. El llamarle el traductor manto corto a lo
soldadesca, seria acaso para dar a entender no que los soldados usasen una
clámide más corta, sino que se parecía en serlo al sagum o manto de los
soldados.
(8) Les había sido quitada nueve anos antes por haber puesto en cruz a algunos
ciudadanos romanos.
(9) La Lex Sempronia judiciaria Hasta el tiempo de los Gracos los jueces -dice
Montesquieu (Espiritú de las leyes)- eran elegidos en el orden de los senadores.
Tiberio (léase Cayo) alcanzó que lo fuesen de entre los caballeros y tal era la
importancia que daba el tribuno a esta reforma, que se jactaba de haber, con una
sola rogación, debilitado considerablemente el orden senatorio. Esta rogación o
ley, llamada Sempronia del nombre de la familia de su autor, era una verdadera
revolución en favor del pueblo, puesto que los caballeros no formaban aún un
orden distinto y se hallaban por su prestigio y sus riquezas al frente del
partido popular.
En 648, quince años después de la muerte de C. Graco -dice Burnouf- el cónsul C.
Servilio Cepio creyó poner fin a los bandos que traían agitada a la República y
conciliar los intereses de todos dividiendo las funciones de jueces entre los
senadores y los caballeros. Mas como sucede con frecuencia cuando se pretende
satisfacer exigencias encontradas, cediendo un poco a cada una de ellas, su
rogación le atrajo el odio del pueblo, que dio en llamarle protector del Senado,
Patronus Senatus, quien por su parte tampoco le agradeció lo que en favor suyo
creía haber hecho. Seis años después, otro Servilio, el famoso Servilio Glaucia,
devolvió los juicios a los caballeros con exclusión de los senadores. En 663 el
tribuno Livio Druso quiso restituirlos, al menos en parte, al Senado; mas aquel
mismo año fueron abolidos su ley y todos los actos de su tribunado. Dos años más
tarde se dio otra ley con el mismo objeto por el tribuno Plaucio Silvano. Sila,
durante su dictadura, devolvió el derecho de juzgar a los senadores; mas, en
684, el pretor L. Aurelio Colta, secundado por Pompeyo, a la sazón cónsul
repartió ese derecho entre los senadores, los caballeros y los tribunos del
tesoro. Tales fueron las principales alternativas por que pasó el poder judicial
durante el siglo VII de Roma.
(10) Famosa envenenadora. Nada pinta mejor la terrible habilidad de esta mujer
infame, a la vez que la inmoralidad del gobierno imperial, que la frase de
Tácito en que se dice que fue guardada largos días por uno de los instrumentos
del Estado (et diu inter instrumenta regni habita). Después del envenenamiento
de Británico, Nerón la colmó de favores y le dío algunos discípulos para que los
instruyese en su arte infernal. Locusta halló al fin en el reinado de Galba el
castigo que merecían sus crímenes.
(11) Porque hacía que sus ministros registrasen víanda y bebida. Al que se le
daba este empleo, se ve frecuentemente en las inscripciones, que se le daba el
nombre de praegustator, y también a potione. Esta costumbre fue desconocida de
los romanos en tiempo de la República libre, la cual se conjetura por poderosas
razones principió desde el imperio de Augusto, según una inscripción que se
halla en Roma. Lo tuvo también Tiberio y otros. Esta costumbre, según parece y
es creíble, vino principalmente de los persas, en donde se acostumbraba probar
la comída antes de empezar a comer (Lipsio).
LIBRO DÉCIMOTERCERO
Primera parte
Silano, procónsul de Asia, muerto con veneno por fraude de Agripina. - Muere también Narciso, liberto. - Claudio, enterrado con exequias censorias, es alabado del príncipe. - Buenos principios de Nerón, que deja muchas cosas al arbitrio del Senado. - Los partos aspiran al reino de Armenia, a quien se opone Domicio Corbulón. - Ama Nerón a la liberta Acte, con enojo grande de su madre, Agripina, a cuya causa le quita el hijo mucha parte de su poder y de su gracia. - Palante, liberto, acusado, es removido de sus cargos. - Británico, muerto con veneno, y su enterramiento acelerado. Agripina, acusada de deseo de novedades y absuelta por su hijo. - Lascivias y desórdenes nocturnos de Nerón. - Contiéndese sin resolución sobre el volver a la servidumbre a los libertos ingratos. Condenaciones y muertes de muchos hombres ilustres.
I. El primero que corrió fortuna en el nuevo principado fue Junio Silano (1),
procónsul de Asia, a quien maquinó la muerte Agripina, sin sabiduría de Nerón,
no porque se la hubiese concitado con viveza de ingenio, siendo persona
descuidada, simple, y tan despreciada de los emperadores pasados, que Cayo César
le solía llamar oveja de oro (2); mas porque habiendo Agripina trazado la muerte
a Lucio Silano, su hermano, temía no tomase él a su cargo la venganza.
Murmurábase públicamente entre el vulgo que a Nerón, salido apenas de pañales y
llegado al Imperio con infames medios, se le antepondría un hombre como Silano,
de edad madura, inculpable, de gran nobleza, y, lo que entonces se estimaba en
mucho, descendiente de los Césares; porque también Silano era rebisnieto de
Augusto (3).
Ésta fue la causa de su muerte. Los ministros fueron Publio Célere, caballero
romano, y Elio, liberto, procuradores en Asia de la hacienda particular del
príncipe. Éstos dieron el veneno al procónsul en un banquete, con más publicidad
de la que hubiera menester para tenerlo secreto. Con la misma presteza fue
derribado Narciso, liberto de Claudio, de cuyo contraste con Agripina he ya
tratado arriba. Hízose poniéndole primero en una dura y áspera prisión, y
reduciéndole a tal necesidad y miseria, que hubo de tomar voluntariamente la
muerte.
Fue esto sin sabiduría del príncipe; con cuyos vicios, hasta entonces
disimulados, de avaricia y prodigalidad, admirablemente se conformaba.
II. Y hubiéranse ejecutado otros muchos homicidios semejantes, si Afranio Burrho
y Anneo Séneca no se interpusieran. Estos ayos y guías de la juventud del
príncipe, conformes entre sí en la partición de la autoridad, eran por diversos
caminos igualmente grandes.
Burrho le instruía en los cuidados militares, severidad y gravedad de
costumbres; Séneca en los preceptos de la elocuencia y en una cortés y honesta
humanidad; ayudándose el uno al otro para sostener más fácilmente le peligrosa
edad del príncipe con deleites permitidos, cuando se resolviese a menospreciar
el camino de la virtud. Ambos tenían perpetua guerra contra la ferocidad de
Agripina, la cual, ardiendo de todos los perversos apetitos que pueden caber en
un mal gobierno, tenía de su parte a Palante, autor de sus bodas incestuosas y
de la infeliz adopción, por cuyo medio encaminó Claudio su propia ruina. Mas ni
Nerón se domesticaba con esclavos, ni Palante, excediendo los límites serviles,
dejaba de enfadarle cada día más con su desapacible arrogancia. Con todo esto
honraba César en lo público cuanto le era posible a su madre. Y al tribuno, que
según la costumbre militar le pidió una vez el nombre (4), le dio éste: madre
bonísima. Decretó también el Senado que la acompañasen los lictores, y que fuese
hecha sacerdotisa flamínica de Claudio, cuyas exequias se hicieron como se
acostumbraban hacer las de los censores; y tras ellas fue consagrado y puesto en
el número de los dioses.
III. El día de las exequias recitó el príncipe sus alabanzas; mientras se
entretuvo en engrandecer su nobleza, contar sus consulados y triunfos de sus
predecesores, él y todos los oyentes estuvieron con grande atención. También se
oyeron con aplauso el amor que tuvo a las artes liberales, y lo que exageró la
tranquilidad en que había estado la República durante su gobierno; mas después
que pasó a tratar de su providencia y sabiduría, no hubo quien pudiese templar
la risa, sin embargo del mucho artificio con que Séneca compuso aquella oración,
habiendo poseído aquel gran hombre un ingenio apacible y acomodado a los oídos
de aquel tiempo. Notaban los viejos, cuya ociosa ocupación no pasa de comparar
las cosas pasadas con las presentes, que Nerón fue el primero entre los
emperadores que hubo menester valerse de elocuencia ajena. Porque César,
dictador, fue émulo de los oradores antiguos; Augusto de pronta y desembarazada
elocuencia conveniente a un príncipe; Tiberio sabía también perfectamente el
arte con que iba pesando sus palabras y declarar su conceptos, unas veces en
sentido eficaz y varonil, y otras cerrado y ambiguo. Ni en Cayo César pudo la
lesión del entendimiento impedirle la fuerza de la elocuencia. Claudio,
finalmente, cuando hablaba de pensado hablaba bien y con elegancia; mas Nerón,
desde sus tiernos años torció a otras cosas la viveza de su ingenio; a esculpir,
pintar, a entretenerse en la música y ejercitarse a caballo; y tal vez cuando
componía versos daba muestras de tener algunos principios de letras.
IV. En lo demás, acabados que fueron todos los fingimientos de tristeza,
entrando Nerón en el Senado y dichas algunas cosas de la autoridad de los
senadores y de la unión de los soldados para con él, dio cuenta de sus designios
y de los ejemplos que quería imitar para gobernar bien la República; y que no
teniendo instruida su juventud en armas civiles ni en discordias domésticas, no
conservaba aborrecimientos, ni memoria de ofensas, ni deseo de venganzas.
Discurrió tras esto sobre la forma de gobierno que pensaba seguir en el futuro
principado, apartándose de todo aquello cuyo aborrecimiento estaba todavía
corriendo sangre. Porque no era su intención adjudicarse todas las cosas, para
evitar que encerrándose dentro de una casa los acusadores y los reos, no se
diese el absoluto dominio de todos al gobierno de pocos. En su corte no habría
cosa vendible, ni en ella se abriría camino a la ambición, porque eran dos cosas
separadas y distintas su casa y la República: que tuviese el Senado muy en buen
hora sus ordinarios tuidados y antigua autoridad: que Italia y las provincias
públicas viniesen a pedir justicia al tribunal de los cónsules, y que tocase a
ellos el introducirlos y darles audiencia en el Senado (5); que él no quería
para sí otra ocupación que cuidar de los ejércitos que se enviasen a las
provincias.
V. Y cumplió su palabra, porque muchas cosas se remitieron al arbitrio del
Senado, y entre otras que ninguno se vendiese por dinero, presentes o promesas
para orar en favor de alguno o defender su causa; que ni tampoco los nombrados
para cuestores fuesen obligados a celebrar a su costa el espectáculo de
gladiatores (6). Cosa que el Senado obtuvo a pesar de Agripina, que defendió el
voto contrario so color de que se anulaban y pervertían los decretos de su
marido. Juntábanse a título de tratar de esto en palacio los senadores, para que
dando muestras de tener cerradas las puertas, pudiese ella asistir sin ser
vista, y oír por detrás de una cortina lo que se tratase; y hasta una vez,
orando los embajadores de Armenia sobre cierta causa de su gente ante Nerón,
ella se iba a subir al mismo asiento imperial con intención de presidir
juntamente con él en este acto; y lo hiciera si Séneca, viendo a los demás
turbados y medrosos, no hubiera advertido a Nerón que saliese al encuentro a su
madre; con que, so color de reverencia, se remedió aquella deshonra.
VI. Hacia la fin del año llegaron a Roma unas nuevas que a toda la ciudad
pusieron en revuelta y turbación; es a saber, que los partos habían bajado otra
vez al reino de Armenia y echado de él a Radamisto; el cual, habiéndose
apoderado muchas veces del reino y huido otras tantas de él, últimamente se
había resuelto también en desamparar la guerra. Discurríase a esta causa en
Roma, pueblo amigo de juzgarlo todo, diciendo unos que cómo era posible que un
príncipe, salido apenas de los diez y siete años en su edad, tuviese fuerzas
para sustentar sobre sus hombros tan gran peso o discreción para rehusarle.
Júzguese -decían ellos- el recurso que puede tener la República a un mozo
gobernado por una mujer, sino en remitir las batallas, los sitios de tierras y
los demás oficios militares a la administración de sus ayos y pedagogos. Decían
otros en contrario que antes se podía tener por felicidad grande el suceder
aquella inquietud en el tiempo presente y no en el de Claudio, pues su débil
vejez y natural flojedad, que le hacían incapaz de sufrir los trabajos de la
guerra, no se la dejaran gobernar sino por las órdenes y mandatos de sus
esclavos y libertos; mas que Burrho y Séneca eran al fin conocidos y probados en
el manejo de muchos negocios¡ que le faltaba poco al emperador para llegar a la
edad robusta, visto que Cneo Pompeyo, de dieciocho años, y Octaviano César, de
diecinueve, sostuvieron el peso de las guerras civiles; que se ejecutaban mejor
muchas cosas de los grandes príncipes con el favor de la fortuna y con el buen
consejo que con las armas y con la mano; que era buena ocasión aquélla para
echar de ver si quería servirse de buenos o de ruines amigos, introduciendo sin
pasión alguna antes un capitán tan insigne y valeroso, que otro rico y levantado
por medio de favores, sobornos y ambición.
VII. Mientras, en el vulgo se hacían éstos y semejantes discursos, manda Nerón
que la juventud escogida en las provincias vaya en suplemento de las legiones
orientales, y que las mismas legiones se arrimen todo lo posible al reino de
Armenia¡ que los dos antiguos reyes Agripa y Antíoco (7), con sus gentes, entren
en las tierras de los partos; que se fabriquen puentes sobre el Éufrates; y
finalmente que la Armenia Menor se dé a Aristóbulo, y a Sohemo la región de
Sofenes, con insignias y ornamentos reales. Mas habiéndosele descubierto en
buena ocasión un competidor a Vologeso en el reino, no menos que su propio hijo
Vardanes, dejaron los partos a la Armenia casi difiriendo la guerra.
VIII. Mas en el Senado, todas estas cosas se amplificaban por la adulación de
los que votaron que se hiciesen procesiones en acción de gracias, y que el
príncipe en aquellos días usase de vestiduras triunfales; que entrase en Roma
con el triunfo de ovación, y que su estatua, de igual grandeza que la de Marte
vengador, se colocase en el mismo templo. Decretaron todas estas cosas los
senadores, además de su acostumbrada adulación, alegres de ver que había
escogido para la defensa de Armenia a Domicio Corbulón, pareciendo que con
aquello se abría un ancho camino al valor y a la virtud. Las fuerzas de Oriente
se dividieron de esta manera: que una parte de los auxiliarios con dos legiones
quedasen en Siria a cargo del legado Quadrato Ummidio, y a Corbulón se le diesen
otros tantos soldados romanos y confederados, añadiendo las cohortes y bandas de
caballos que invernaban en Capadocia. Diose orden que los reyes confederados
obedeciesen conforme a las necesidades de la guerra, puesto que todos servían de
mejor gana debajo de la mano de Corbulón, el cual, por corresponder a su fama,
que es cosa que ayuda mucho en las nuevas empresas, apresurando su camino,
encontró a Quadrato en Egea (8), ciudad de Cilicia. Habíase adelantado Quadrato
a recibirle allí porque si acaso Corbulón entraba en Siria para hacerse cargo de
la gente asignada, no llevase tras sí los ojos de todos con la grandeza de
cuerpo y magnificencia de palabras; siendo hombre que, a más de su experiencia y
sabiduría, procuraba ganar el favor del vulgo hasta con la ostentación de
semejantes vanidades.
IX. Sin embargo, enviaron entrambos mensajeros a Vologeso, persuadiéndole a que
escogiese antes la paz que la guerra, y a que, dados rehenes, continuase la
acostumbrada reverencia y el antiguo respeto que sus antecesores solían tener al
pueblo romano.
Y así Vologeso, o por aparejarse a la guerra con más comodidad y juntar fuerzas
iguales al enemigo, o por ventura deseando apartar de sí con nombre de rehenes a
los que tenía por sospechosos en el Estado, entrega a los romanos todos los más
principales de la familia Arsacida, recibidos del centurión Ostorio, enviado por
Ummidio, que acaso se hallaba cerca de aquel rey, con quien había ido a tratar
otros negocios anteriores. Sabido lo cual por Corbulón, envió luego a Arrio
Varo, prefecto de una cohorte, para encargarse de ellos.
Nació de aquí contienda y malas palabras entre el prefecto y el centurión; mas
por no hacerse espectáculo de aquellos extranjeros, convinieron en remitirse al
arbitrio de los mismos rehenes y de los embajadores que los llevaban; los
cuales, por la reciente gloria de Corbulón y por una cierta inclinación para con
él hasta en sus enemigos, le prefirieron a Ummidio; de que se movió discordia
entre los generales, doliéndose Ummidio de que se le quitase de las manos el
fruto de lo que se había alcanzado por su consejo y solicitud. Mas Corbulón
protestaba en contrario que no se había dispuesto el rey a ofrecer los rehenes
hasta que, por la elección que se hizo de su persona para general de aquella
empresa, se le convirtió la esperanza en temor.
Nerón, por acomodar las diferencias entre ellos, mandó que se publicase cómo por
los prósperos sucesos de Quadrato y de Corbulón se había podido añadir la corona
de laurel a los fasces imperiales (9). He puesto juntas todas estas cosas,
aunque sucedieron en el siguiente consulado.
X. En este mismo año pidió César al Senado que con su decreto se dedicase una
estatua a Cneo Domicio, su padre, y que se diesen las insignias consulares a
Labeón Asconio, que había sido su tutor; y juntamente prohibió que a él se le
dedicasen estatuas de oro y plata macizas, como se le ofrecieron. Y aunque
ordenaron los senadores que de allí adelante se contase el principo del año
desde el primer día de diciembre, en que nació Nerón, quiso con todo eso
conservar la antigua religión de comenzarle en las calendas de enero; y no
consintió que se admitiese la acusación que cierto esclavo hacía contra Carinate
Célere, senador; ni quiso que se tratase de castigar a Julio Denso, caballero
inculpado de que favorecía a Británico.
XI. Siendo cónsules Claudio Nerón y Lucio Antistio, como jurasen los magistrados
de observar y obedecer los actos, esto es, las leyes y ordenanzas de los
príncipes, no consintió que Antistio, su colega, jurase de obedecer a los suyos
(10), con grandes alabanzas que le dieron los senadores, para que el ánimo
juvenil, levantado con la gloria de las cosas livianas, lo fuese continuando en
las mayores. Poco después dio otras nuevas muestras de benignidad con Plaucio
Laterano, restituyéndolo al orden senatorio de que había sido privado por el
adulterio de Mesalina, prometiendo clemencia en sus ordinarias oraciones, las
cuales Séneca, o por testificar la bondad de la doctrina que le enseñaba, o por
ostentación de su ingenio, publicaba por boca del príncipe.
XII. Menoscabada en tanto poco a poco la autoridad de Agripina, se enamoró Nerón
de una liberta llamada Acte (11), haciendo participantes del secreto a Otón y a
Claudio Seneción, bellísimos mozos: Otón de familia consular, y Seneción hijo de
un liberto de César; al principio, sin sabiduría de la madre, y después, a pesar
suyo. No lo contradecían los amigos más viejos y criados más graves del
príncipe, porque desfogando sus deseos con esta mujercilla sin agravio de nadie
(visto que, o por su destino, o porque de ordinario prevalecen los gustos
ilícitos, no se inclinaba a Octavia, noble verdaderamente y de señalada bondad)
temían que cuando se le impidiese encaminase su gusto a estupros de mujeres
ilustres.
XIII. Bramaba Agripina de haber de sufrir el tener por émula a una liberta y por
nuera una esclava, y de semejantes consideraciones mujeriles; y sin tener
paciencia ni aguardar a que su hijo se arrepintiese o se empalagase, cuanto más
le daba en rostro con su bajeza, tanto más fieramente le encendía; hasta que,
vencido de la fuerza del amor, acabó de romper con su madre, entregándose del
todo a Séneca. De cuyos amigos, Anneo Sereno (12), con fingirse enamorado de la
misma liberta, había al principio encubierto los amores del mozo, prestándole el
nombre, para poder dar en público a la liberta todo lo que el príncipe le daba
de secreto. Entonces Agripina, encaminando sus astucias por otra vía, acomete al
hijo con lisonjas, ofreciéndole su propia cámara y su mismo regazo para
encubrirle los apetitos de la juventud y de la suma grandeza. Confesando a más
de esto haber sido fuera de propósito su sobrada severidad, y pidiendo que se
valiese de sus riquezas, poco menores que las imperiales. Y así como se había
mostrado antes excesiva en refrenar al hijo, así ahora lo era también en
sometérsele y humillarse demasiado. No engañó a Nerón esta mudanza; antes fue
causa de que, temerosos sus mayores amigos y privados, le rogasen que se
guardase de las asechanzas de aquella mujer, terrible siempre y atroz, y en
aquella ocasión también falsa. Acaso aquellos días, visitando Nerón la recámara
donde conservaban los arreos y atavíos con que las mujeres y madres de
emperadores solían resplandecer a vista del pueblo, escogiendo algunos vestidos
y joyas de valor, hizo de ello un presente a su madre; sin mostrarse escaso,
visto que, como se lo daba de buena gana, procuró enviar de lo mejor y de lo más
estimado. Mas Agripina se alteró mucho, diciendo que no se hacía aquello para
aumentar sus arreos, sino para excluirla de todos los demás; y que su hijo daba
y repartía lo que enteramente le había dado ella.
XIV. No faltaron algunos que refirieron estas palabras aun en peor sentido a
César; el cual, enojado contra aquéllos en quienes estribaba la soberbia de su
madre, quitó a Palante el cargo que le dio Claudio, por cuyo medio le había
hecho árbitro y superintendente universal del Imperio. Díjose que saliendo este
liberto de palacio con grande acompañamiento, y viéndole Nerón, le motejó harto
a propósito, diciendo así: Parece que va Palante a renunciar el oficio (13).
Verdad sea que Palante había hecho pacto con el príncipe que no se le pudiese
hacer cargo de cosas pasadas, y que las cuentas entre él y la República se
tuviesen por fenecidas sin alcance de una parte ni de otra. Desatinada con esto
Agripina, comienza a despeñarse en amenazas, no absteniéndose de amedrentar al
príncipe y de decir a sus propios oídos que ya era hombre Británico, verdadera
sucesión y digno heredero del imperio paterno, gobernado ahora por un injerto
adoptivo que debía su grandeza a los agravios y engaños hechos por su madre. No
quiero de hoy más -decía- procurar que no se manifiesten todos los desastres de
esta infelice casa, y en primer lugar mis bodas, mis venenos. Sólo este consuelo
me han dejado los dioses, que vive mi antenado; iré con él a los alojamientos
militares; veráse de esta parte la hija de Germánico, y de aquélla, Burrho,
infame y vil, Y el desterrado Séneca; el uno con su mano cortada y el otro con
la lengua de maestro de escuela pretender el gobierno del género humano. Alzaba
tras estas palabras las manos al cielo, añadiendo injurias, invocando al ya
consagrado Claudio, a las almas infernales de los Silanos, y tantas otras
maldades que no le habían sido de provecho.
XV. Turbado por estas cosas Nerón y acercándose el día en que Británico cumplía
los catorce años de su edad, comenzó a considerar entre sí mismo, unas veces el
ímpetu violento de su madre, otras el gentil natural y amable condición del
mozo, habiendo poco antes experimentado en cierta ocasión la gran parte que
tenía en la gratitud y amor del pueblo. Fue el caso que en los días de las
fiestas de Saturno, entre los otros juegos en que se recreaban los de aquella
edad, sacando por suerte el oficio de rey y tocándole a Nerón, mandó a los otros
diversas cosas capaces de poderse hacer sin vergüenza. Llegado a mandar a
Británico, le ordenó que, levantado en pie y en medio de todos, comenzase a
cantar alguna cosa, creyendo que, no acostumbrado a saberse gobernar entre
personas sobrias, cuanto y más entre borrachos, había de dar ocasión a que se
burlasen de él; mas Británico, con generoso atrevimiento, comenzó a cantar unos
versos, en que vino a significar cómo había sido echado de la suma grandeza y de
la silla de su padre; cosa de que nació una general compasión, tanto más a la
descubierta cuanto la noche y la licencia de los juegos había quitado la
obligación de disimular. Nerón, pues, conocido el cargo que se le hacía, comenzó
a aborrecer a Británico, de suerte que apretándole cada día más las amenazas de
Agripina, no hallándose delitos que acumularle, ni atreviéndose a hacer matar
descubiertamente a su hermano, trazó de hacerlo de secreto. Para lo cual manda
aparejar el veneno por obra de Polión Julio, tribuna de una cohorte pretoria,
que tenía en guardia a la malvada Locusta, condenada por inventora de venenos y
famosa por sus maldades; porque ya mucho antes estaba prevenido que ninguno de
los que asistían al servicio de Británico hiciese caso de honra ni de lo que
debía a su obligación. Diósele el primer veneno por mano de sus mismos ayos; al
cual, o por no ser demasiado vehemente, o porque se hubiese preparado de
operación lenta y tardía, causándole alteración de vientre, lo echó de sí. Mas
Nerón, impaciente de sufrir tanto la ejecución de su maldad, amenaza al tribuna
y manda que se dé la muerte a la hechicera; porque mientras miraban al decir de
la gente y a prevenirse de defensas retardaban su seguridad; y ofreciéndole
después ellos de hacerle morir con la misma presteza que si le mataran a hierro,
junto a la cámara del príncipe se hizo el compuesto del veneno, escogiéndole
entre otros muchos que se probaron por el más violento.
XVI. Acostumbrábase en aquel tiempo que los hijos del príncipe comiesen en mesa
aparte, con aparato más moderado, en compañía de otros nobles de su edad, a
vista de sus parientes más cercanos. Comiendo, pues, así Británico, porque a su
vianda y bebida se hacía de ordinario la salva, por no causar sospecha con dejar
esta costumbre, ni manifestar el delito con la muerte de dos, se inventó este
engaño. Trájosele a Británico la bebida sana y sin veneno, y hecha la
acostumbrada salva, aunque tan caliente, que no pudiéndola beber, se templó con
agua fría atosigada; y en bebiendo, de tal manera penetró por todos los
miembros, que en un instante perdió la voz y el espíritu. Medrosos los que
comían con él, los menos discretos huyeron, y los de más entendimiento quedaron
atónitos y con los ojos clavados en Nerón; el cual, recostado en la mesa, como
si aquélla no fuera obra de sus manos, dijo que sin duda era aquél uno de los
desmayos o mal de corazón que Británico padecía desde su niñez, y que poco a
poco le volvería el sentido y la vista.
Mas en Agripina se echó de ver tal espanto y un ánimo tan alterado, por más que
procuró encubrirlo con el semblante del rostro, que se vio bien claro que no era
más cómplice en el delito que Octavia, hermana de Británico, la cual (Agripina)
perdió en él su postrer refugio, y conoció con este ejemplo la maldad del
parricidio. Octavia también tuvo particular terror del caso, dado que en aquella
tierna edad se había enseñado a encubrir el dolor, el amor y los demás afectos y
pasiones del ánimo. Así, pues, tras un pequeño espacio de silencio se volvió al
regocijo del banquete.
XVII. Ocurrieron la muerte y el entierro de Británico en una misma noche,
estando ya prevenido el aparato fúnebre, que fue bien moderado. Sepultóse con
todo eso en el campo Jarcio, con una tempestad de agua tan grande, que creyó el
vulgo pronosticar la ira de los dioses contra aquella maldad, de la cual era el
autor disculpado por muchos, considerando las discordias antiguas de ambos
hermanos y que el reino es incompatible. Refieren muchos escritores de aquellos
tiempos que Nerón, algunos días antes de la muerte de Británico, se había
aprovechado sucia y torpemente de él diversas veces; tal, que no podía parecer
antes de tiempo ni cruel el homicidio, aunque abusando con él la santa libertad
de la mesa, sin darle tiempo tan solamente de abrazar a su hermana y despedirse
de ella, y hecho delante de los ojos de su enemigo en aquella última sangre de
los Claudios, manchada antes con estupro que con veneno. Excusóse con un edicto
César de haber hecho apresurar las exequias de Británico, mostrando que era
instituto de los mayores el quitar presto delante de los ojos los muertos en tan
tierna edad, sin entretenerlos a vista del pueblo con oraciones y con las
acostumbradas pompas funerales. Y que habiendo perdido él socorro y ayuda de un
hermano y reduciendo todas sus esperanzas a la República, debían tanto más los
senadores y el pueblo amparar a un príncipe, residuo de aquella familia, nacida
para la suma grandeza.
XVIII. Hizo después grandes dádivas y mercedes a sus mayores amigos, y no faltó
quien vituperase a los que, haciendo profesión de gravedad y entereza, se
dividieron entre sí, como si fueran despojos de enemigos, las casas, las
heredades y las quintas. Otros fueron de opinión que los forzó a ello el
príncipe, como quien sabía en su conciencia la maldad que había cometido, y
pensaba borrar la memoria de ella obligando con beneficios a los grandes y
poderosos.
No se mitigaba la ira de Agripina con ninguna largueza ni liberalidad; antes
amparaba y favorecía a Octavia, y hablaba muy a menudo y en secreto con los
amigos. Y a más de su natural avaricia, recogiendo dineros por todas vías como
en socorro de sus trabajos, acariciaba a los tribunos y centuriones, honrando el
nombre y la virtud de los nobles que habían quedado en la ciudad, a modo de
introducir parcialidades y buscar cabeza. Cayendo en esto, Nerón mandó que se le
quitase la guardia de soldados que antes tenía como mujer de emperador, y
entonces como madre, y juntamente la de germanos (14) que se le había añadido
para honrarla más. Y por que no fuese frecuentada de la muchedumbre de gente que
iba a cortejarla, apartó casa, aposentando a su madre en las que fueron de
Antonia; y todas las veces que iba a visitarla se hacía acompañar de una buena
tropa de centuriones, y en saludándola se despedía.
XIX. No hay cosa entre los mortales tan deleznable y perecedera como la fama y
reputación de grandeza no sostenida con sus mismas fuerzas. Al momento
desampararon todos los umbrales de Agripina. Ninguno iba a visitarla, ninguno a
consolarla, salvo algunas pocas mujeres; y ésas está todavía en duda si lo
hacían por amor o por aborrecimiento. Una de las cuales era Julia Silana,
aquélla que, como dice arriba, fue casada con Cayo Silio y repudiada de él por
obra de Mesalina, mujer de señalada nobleza, de hermosura lasciva, y que había
sido largo tiempo amada de Agripina hasta que se desavinieron con secretas
ofensas; porque Agripina había divertido a Sestio Africano, mozo noble, del
matrimonio con Silana, diciendo de ella que era deshonesta y que inclinaba ya a
la vejez; no porque ella quisiese para sí a Africano, sino porque él no gozase
de sus grandes riquezas, hallándose ella sin herederos. Y así, ofreciéndosele a
Silana esperanza de vengarse, apareja por acusadores a Titurio y Calvisio, dos
de sus allegados, para que, dejando a una parte las cosas viejas de que tantas
veces se le había hecho cargo, como el haber llorado la muerte de Británico y
divulgado los malos tratamientos de Octavia, la acusasen de que había
determinado de levantar y engrandecer para cosas nuevas a Rubelio Plauto (15),
el cual por su madre descendía del divo Augusto en el mismo grado que Nerón, y,
casando con él, apoderarse otra vez del Imperio y afligir de nuevo a la
República. Confirieron esto Titurio y Calvisio con Atimeto, liberto de Domicia,
tía de Nerón; el cual, alegre del aviso, porque entre Domicia y Agripina había
celos y enemistades sobre la privanza, constriñó a Paris, representante, liberto
también él de Domicia, a poner con presteza estas cosas en los oídos del
príncipe, y a agravar el delito.
XX. Había ya pasado gran parte de la noche, y Nerón estaba todavía dado al vino,
cuando entró Paris, como solía entrar otras veces a aquellas horas, para asistir
a los vicios y desórdenes del príncipe y acrecentarlos. Y aparejándose primero a
representar en el rostro una gran tristeza, declaró punto por punto todos los
indicios del caso, como se los habían pintado a él. Con que puso a Nerón en tal
terror, que no sólo determina de dar la muerte a su madre y a Plauto, sino
también quitar a Burrho el cargo de los pretorianos, como hechura de Agripina y
persona que deseaba pagarle por aquel camino el beneficio. Escribe Fabio Rústico
que ya se había escrito a Cecina Tusco que viniese a encargarse de aquellas
guardias, mas que por obra de Séneca fue conservado Burrho en su dignidad.
Plinio y Cluvio dicen que no se dudó jamás de la fe del prefecto. A la verdad,
hallo a Fabio muy inclinado a loar a Séneca, con cuya amistad floreció. Yo, que
acostumbro a escribir llanamente todo aquello en que los autores concuerdan, en
viéndolos discordes entre sí, pienso calificar las opiniones poniendo sus
nombres. Amedrentado Nerón y deseoso de dar la muerte a su madre, no lo
difiriera si Burrho no le hubiera prometido de hacerla morir en el mismo punto
en que fuese convencida del hecho. Mas que a nadie, cuanto más a su madre
propia, se podían negar las defensas: que no habían comparecido aún los
acusadores, ni se había oído otra cosa que el dicho de un enemigo respecto a la
casa en que vivía; que no alababa las resoluciones tomadas de noche, y más en
noche de banquete, pues cuanto se hiciese en ella estaba más cerca de ser tenido
por temeridad que por prudencia.
XXI. Mitigado con esto el temor del príncipe, y venido el día, se va el prefecto
a notificar la acusación a Agripina para que se justifique o pague la pena.
Llevó Burrho comisión de hacer la embajada delante de Séneca, asistiendo también
algunos libertos para notar las palabras que se dirían. Y habiendo Burrho
declarado los delitos y sus autores, usó después de grandes amenazas. Mas
Agripina, no pudiendo olvidar su fiereza natural y sobrado brío: No me maravillo
-dijo- que Silana, que jamás parió, ignore los afectos y pasiones maternales. No
se pueden trocar y olvidar tan fácilmente los hijos por las madres, como por las
mujeres deshonestas los adúlteros. Y si Titurio y Calvisio, después de haber
consumido en glotonerías sus haciendas, quieren dar a una vieja este último
contento de tomar a su cargo el acusarme, no por eso es razón que yo quede
expuesta a la infamia del parricidio o en el pecho de César la sospecha de él.
Daría gracias por cierto a Domicia hasta del mal que me desea, si toda su
emulación para conmigo fuese sobre cuál de las dos quiere más a mi Nerón. ¿Qué
tiene que ver este cuidado, con estarse ella ahora en compañía de su adúltero
Atimeto y de su Paris, comediante, inventando fábulas, como si hubiera de
representarlas en el teatro? Estábase ella labrando sus estanques y pesqueras de
Bayas cuando con mi consejo se procuraba la adopción, la autoridad proconsular,
la nominación para ser cónsul, y se aparejaban las demás cosas que me parecían a
propósito para que Nerón obtuviese el Imperio. Si hay alguno que presuma
convencerme de haber en Roma solicitado los ánimos militares, o procurado que en
las provincias se falte a la fidelidad debida al Imperio romano, o finalmente
que he sobornado a los esclavos y libertas en orden a cometer tan gran maldad,
dígame: ¿pudiera yo vivir debajo del imperio de Británico, de Plauto o de
cualquier otro que hubiese gobernado la República? ¿Faltarán por ventura en este
caso acusadores que pusieran por delante, no sólo las palabras dichas
inadvertidamente por impaciencia de amor materno, sino delitos de que no puede
ser absuelta una madre sino de su propio hijo?. Movidos los que asistían con
estas palabras, y haciendo todo lo posible por mitigar su cólera, pidió verse
con su hijo, delante del cual no quiso tratar de su inocencia por no mostrar que
tenía necesidad de defenderse, ni de los beneficios que la había hecho por no
zaherírselos. Sólo pidió y obtuvo castigo para los acusadores y premio para los
amigos.
XXII. A Fenio Rufo se dio la superintendencia de las provisiones; a Aruncio
Stela la comisión de ordenar las fiestas que preparaba César, y a Cayo Balbilo
(16) el gobierno de Egipto. Designóse también para el gobierno de Siria a Publio
Antevo, aunque, burlado con diversos artificios, al fin no salió de Roma. Silana
fue desterrada perpetuamente, y lo mismo Calvisio y Titurio, aunque por tiempo
limitado. A Atimeto se dio pena de muerte, y fuera lo propio de Paris si no le
librara lo mucho que pudo con el príncipe el ser éste uno de los principales
ministros de sus lujurias. De Plauto no se trató cosa por entonces.
XXIII. Fueron acusados poco después de esto Palante y Burrho de haber consentido
en hacer emperador a Camelia Sila, no menos por la claridad y nobleza de su
sangre, que por la afinidad que tenía con Claudio, como marido de su hija
Antonia. Autor de esta acusación fue un cierto hombre llamado Peto, harto
conocido por el oficio que tenía de cobrar y vender los bienes de los deudores
al tesoro público, y después mucho más por la vanidad y mentira que usó en este
negocio. Sin embargo, no fue tan agradable la inocencia de Palante, cuanto
insufrible y demasiada su arrogancia, porque nombrados sus libertas por
cómplices, con quien él confería estos intentos, respondió que en su casa no
acostumbraba mandar cosa alguna sino por señas, o con la cabeza, o con las
manos, y cuando era necesario declarar muchas tomaba por expediente el darlas
por escrito por no acompañar su voz con la de gente tan baja. Burrho, aunque
culpado en esta causa, concurrió entre los jueces y dio su voto. Fue al fin
desterrado el acusador, y quemáronse unos papeles suyos en que iba sacando a luz
las memorias ya olvidadas del erario.
XXIV. Al fin de este año se quitó el cuerpo de guardia de una cohorte que solía
asistir cuando se celebraban fiestas en el teatro para dar aquella apariencia de
libertad, y porque los soldados, quitada la ocasión de mezclarse en la licencia
de los teatros, viviesen con mayor disciplina; y juntamente por probar si la
plebe se conservaba en modestia sin aquel freno. También César, por consejo de
los arúspices, purificó la ciudad con sacrificios, habiendo tocado un rayo en
los templos de Júpiter y de Minerva.
XXV. Siendo cónsules Quinto Volusio y Publio Escipión gozaban los de fuera de
una ociosa paz, y dentro de Roma se padecía grandemente por las crueles, feas y
pesadas travesuras que andaba haciendo de noche Nerón, vestido en traje de
esclavo por no ser conocido, discurriendo desenfrenadamente por las calles,
tabernas y burdeles de la ciudad, acompañado de muchos que robaban las cosas que
estaban para venderse, hiriendo a los que encontraban, tan sin conocerse unos a
otros, que en cierta escarapela sacó muy bien señalada la cara el mismo Nerón.
Mas después que se supo que era él quien hacía estos robos y desafueros,
comenzaron a ir en aumento las injurias contra hombres y mujeres de calidad;
porque muchos con esta licencia, y aprovechándose del nombre de Nerón, en tropas
y en cuadrillas hacían lo mismo: tal, que en siendo de noche estaba la ciudad
como entrada por enemigos y dada a saco. A Julio Montano, del orden senatorio,
mas que no había aún comenzado a ejercer oficios públicos, acometido acaso en
una noche oscura por el príncipe, porque haciendo rostro le rechazó
valerosamente, y conociéndole después le pidió perdón, como si con aquello le
diera en rostro y le ofendiera, le forzó a que se diese la muerte. Hecho con
esto Nerón más temeroso y más cauto, usó de allí adelante el acompañarse de
soldados y gladiatores, ordenándoles que le dejasen a él comenzar las pendencias
como solo a solo, y hallada resistencia demasiada se mostrasen con sus armas.
Hizo también con no castigar los delitos, y aun con dádivas, que las diferencias
de los juegos y fiestas públicas, y las parcialidades de los representantes
llamados histriones, se redujesen casi a batallas formadas, recreándose de estar
escondido a verlo, y muchas veces descubierto, hasta que creciendo los
desórdenes del pueblo con las parcialidades, y temiéndose mayores
inconvenientes, no se halló otro remedio sino echar de Italia a los histriones y
volver a poner en el teatro la guardia de soldados.
XXVI. Por este mismo tiempo se trató en el Senado de los engaños que hacían los
libertos a sus señores, y se pidió con gran instancia que contra los que fuesen
ingratos al beneficio de su libertad se diese poder a los señores para
revocársela; y no faltaban senadores que fuesen de este parecer. Mas no
atreviéndose los cónsules a hacer esta proposición sobre el caso sin sabiduría
del príncipe, le avisaron de la intención del Senado por si gustaba hacerse
autor de aquel decreto, visto que no había sino pocos senadores de contrario
parecer, siendo muchos los que murmuraban y se quejaban a voces de que hubiese
llegado a tal término el atrevimiento de los libertos, que consultaban entre sí
sobre si ofrecerían voluntariamente las espaldas a los azotes, o resistirían con
fuerza cuando tratasen de darles aquella su ordinaria pena los mismos que
disuadían ahora su castigo: ¡Qué otra cosa -decían- se concede al dueño ofendido
que desterrar al liberto fuera de las cinco leguas de la ciudad a las riberas de
Campania! Las demás acciones iguales y comunes las tienen con los otros
ciudadanos. Necesario es señalar contra ellos alguna arma que no pueda ser
menospreciada, ni a los libertos mismos les debe ser enojoso el conservar la
libertad por la misma obediencia y sumisión con que la ganaron. Con razón, pues,
deben ser vueltos a la servidumbre los convencidos notoriamente de ingratitud,
para que obre el temor lo que no pudo el beneficio.
XXVII. En contrario, decían otros que la culpa de pocos había de dañar a solos
ellos, sin perjudicar al común de todos los libertos, cuyo cuerpo estaba muy
extendido por la ciudad, habiendo salido de él mucha parte de las tribus, las
decurias, los ministros de magistrados y de sacerdotes, y gran número de
cohortes levantadas en la ciudad; que de ellos descendían muchos caballeros y no
pocos senadores; que si se apartaban los libertinos de entre los demás se
echaría de ver la falta de gente bien nacida (17); que no sin causa, dividiendo
los antiguos las órdenes y los grados de calidad entre los ciudadanos de Roma
(18) habían dejado al arbitrio de cada uno el dar libertad a los esclavos, para
que tuviese lugar el arrepentimiento, o la nueva gracia; que aquéllos a quienes
su señor no hacía libres delante de los magistrados arrastraban todavía sus
hierros de la servidumbre. Y que así, que considerase cada cual los méritos de
su esclavo antes de darle lo que una vez concedido no se podía quitar. Y al fin
prevaleció esta opinión. César escribió al Senado que se examinasen bien en
particular las cosas de los libertos cuando fuesen acusados por sus señores; mas
que en común no se innovase cosa alguna contra aquella gente. No mucho después
se le quitó a Domicia, tía de Nerón, el poderío sobre su liberto Paris, con
color de que se seguía en aquello derecho civil, no sin vituperio del príncipe
por cuya orden se había ventilado y resuelto la causa de su libertad.
XXVIII. Quedaba con todo eso una cierta apariencia de República; porque movida
diferencia entre Vibulio, pretor, y Antistio, tribuno del pueblo, sobre que el
tribuno había hecho librar a ciertos insolentes fautores de los histriones
presos por orden del pretor, los senadores aprobaron la captura y reprendieron
al tribuno de su presunción. Prohibió se tras esto a los tribunos del pueblo el
usurpar la autoridad de los pretores y de los cónsules, y de citar a su tribunal
persona alguna de Italia con quien se pudiese proceder conforme a las leyes
municipales; y Lucio Pisón, nombrado para cónsul, añadió: que tampoco pudiesen
los tribunos en sus propias casas castigar a ninguno. Y que los cuestores del
erario no pusiesen en los libros públicos las condenaciones hechas por ellos
antes de cuatro meses, y que fuese lícito a los condenados dentro de este
término contradecirlas, y esperar lo que conforme a justicia resolviesen los
cónsules. Reformóse más estrechamente la potestad de los ediles, y ordenóse lo
que podían prendar los curules y los plebeyos, y hasta qué cantidad hacer pagar
de penas. Esto dio ocasión a Elvidio Prisco, tribuno del pueblo, de mostrar la
enemistad particular que tenía con Obultronio Sabino, cuestor del erario:
tomando por capa el haberse gobernado ásperamente contra los pobres, haciéndoles
vender al encante sus propios bienes para pagar las penas confiscadas.
XXIX. Después de esto el príncipe pasó el cuidado de los libros de las rentas
públicas de los cuestores a los prefectos, habiéndose variado diversas veces la
forma de esto. Porque Augusto concedió al Senado que pudiese elegir los
prefectos a cuyo cargo estuviese el tesoro público. Después, sospechando de la
negociación de los votos, se sacaron por suerte de entre los del orden pretorio.
Tampoco duró esto mucho, cayendo tal vez la suerte en personas inméritas.
Entonces, Claudio restituyó de nuevo en este cargo a los cuestores,
concediéndoles otros honores y oficios públicos, por que no ejerciesen el suyo
con negligencia de miedo de ofender a algunos. Mas por ser éste el primer
magistrado que se daba a la gente moza, venía a faltar la ayuda del juicio que
se adquiere con la edad; y así, Nerón escogió después hombres que hubiesen sido
pretores, y de conocida y larga experiencia.
XXX. Debajo de estos mismos cónsules fue condenado Vipsanio Lenate por haber
gobernado con avaricia la provincia de Cerdeña. y Cestio Próculo fue absuelto en
su residencia, renunciando la causa los acusadores. Clodio Quirinal, prefecto de
la chusma de la armada que asistía en Ravena, habiendo con la crueldad y con la
lujuria tiranizado a Italia como si fuera la nación más ínfima y de menor
nombre, previno la condenación dándose la muerte con veneno. Aminio Rebio,
tenido por uno de los más célebres jurisperitos de la ciudad y de excesivas
riquezas, no pudiendo sufrir los trabajos y dolores de una vejez enferma, se
libró de ella cortándose las venas y despidiendo el espíritu con la sangre,
contra lo que se esperaba de un hombre infame y afeminado como él; pues nadie
creyó que tuviera fortaleza de ánimo para quitarse la vida con sus manos. Mas
Lucio Volusio pasó de esta vida con egregia fama, después de haber vivido
noventa y tres años, dejando gran hacienda y bien ganada, y conservando la
amistad de tantos emperadores sin ofensa de nadie.
Notas
(1) Como en Tácito se hace frecuente memoria de los Silanos, nos ha parecido
oportuno dar noticia de los principales individuos de esta familia, según el
orden de los tiempos, principiando desde los que florecieron en el reinado de
Tiberio. C. Junio Silano. Hijo de Cayo. Fue cónsul con Dolabela reinando Augusto
y en el año 763 de Roma; procónsul de Asia en tiempo de Tiberio; condenado por
defraudador de las rentas públicas y últimamente desterrado a la isla de Citeres.
Tac., An. Lib. III, 66 y sig. M. Junio Silano, hijo de Marco. Fue cónsul en el
reinado de Tiberio en 771, y procónsul de África en el de Calígula. Tac., Hist.
IV, 48, de quien fue suegro. Se suicidó por orden del mismo. Décimo Junio Silano,
hermano del anterior. Fue desterrado por crimen de adulterio con Julia, nieta de
Augusto. Habiéndosele levantado más adelante el destierro por influencia de su
hermano Marco, volvió a Roma, donde vivió sin alcanzar nuevos honores. Tac. An.
III, 224. Appio Junio Silano. Fue cónsul en tiempo de Tiberio en 780, consuegro,
según Suetonio, de Claudio; procónsul de España, esposo primero de Emilia Lépida
y después de Domicia Lépida, madre de Mesalina, y una de las víctimas de
Claudio. L. Junio Silano, hijo del anterior. Estuvo casado con Octavia, hija de
Claudio. Viose obligado por Agripina a darse la muerte. An. XII, 4, 8. M. Junio
Silano, el que se cita en el pasaje a que se refiere esta nota, hermano del
anterior. Fue cónsul con Valerlo Asiático en 796, y procónsul de AsIa. Murió
envenenado por Nerón, según Plinio, y según Tácito, por Agripina. D. Junio
Silano Torcuato, cónsul en 806. Fue víctima también de Nerón. An. XII, 58, y XV,
35. Algunos le creen hermano de los dos anteriores. L. Junio Silano, sobrino de
Torcuato. Fue condenado a muerte por el mismo emperador. An. XVI, 9. (Lipsio).
(2) Por las riquezas.
(3) Como aparece del siguiente árbol genealógico sacado por Justo Lipsio.
(4) Esto es, la señal o tablilla que se daba a los tribunos, o como diríamos en
el día, el santo y seña. Daban esta seña el cónsul o pretor, O el jefe superior
del ejército, pero el tribuno del pretorio sólo la recibía del príncipe.
(5) Estableció que los cónsules introdujesen en el Senado a los que viniesen de
las provincias a pedir justicia. Esta oración de Séneca fue tan agradable a los
senadores que, como dice Jifilino, se esculpió en una columna de plata, y se
leía todos los años al tomar posesión los cónsules; ni era este modo de decretar
nuevo en el Senado: lo único que había de singular era el esculpirlo en plata,
pues siempre, aun en las oraciones de los príncipes se esculpían en bronce y se
leían en las calendas de Enero. (Lipsio.)
(6) Alude a la abolición del decreto de Claudio, el cual por consejo de Dolabela
estableció que se celebrasen los juegos gladiatorios todos los años con el
dinero de los que conseguían la cuestura. Este decreto de Nerón lo abolió por la
segunda vez Domiciano. (Lipsio.)
(7) Este Agripa es el hijo del otro Agripa, llamado el joven, que fue rey de la
Galilea Traconitide (región de la Palestina entre el monte Líbano y el lago de
Tiberiades) y parte de la Judea. De éste habla Josefo, libro 20. Antioco era rey
de Comagena, parte de la Cilicia, y el mismo que menciona el citado escritor en
el libro 19.
(8) Ciudad marítima de la Cilícia, no lejos de Iso. Créese que debió estar
sítuada donde está hoy el fuerte de Arás, en el golfo de Alejandreta.
(9) Cuando un general había alcanzado una victoria, dice en su Dic. Rich., se
adornaban con hojas de laurel las haces que llevaban delante de él, y los
emperadores añadían también una corona o un ramo de laurel a las suyas en honor
de sus generales que se hubiesen hechos dignos de aquella distinción. Más
adelante, empero, como observa Lipsio, se vino a corromper esta costumbre por la
adulación, y se estableció que las haces de los príncipes estuviesen siempre
laureadas para que se distinguiesen de las de los demás magistrados. No se sabe
a punto fijo cuándo se principiaron a usar las haces laureadas; lo cierto es que
poco a poco se fueron introduciendo no sólo laureadas sino también doradas.
Claudiano en su panegírico al sexto consulado de Honorio (versos 644-46) dice:
Agnoseunt Rostra curules
Auditas quondam proavis, desuetaque cingit
Regíus auratis fora fascibus Ulpía líctor.
(10) No sé -dice Lipsio- que en los tiempos de la libertad se jurase nunca por
los actos de nadie; jurábase, sí, por las leyes. En cuanto a los actos de los
magistrados eran sometidos, al ser relevados éstos de su cargo, al juicio del
Senado, que los confirmaba o anulaba. Los triunviros fueron los primeros que
establecieron el jurar ellos mismos y hacer jurar a los demás que mirarían como
inviolables y sagrados los actos de Julio César. Este juramento tuvo lugar el 1
de enero del año 712.
(11) Esta mujer era oriunda del Asia, y Nerón, para ennoblecerla, decía que
descendía del rey Atalo.
(12) Prefecto de las guardias nocturnas, y según Plinio de la guardia de Nerón.
Séneca habla de él como de su amigo, y como a talle dedicó sus libros De
tranquillitate. Algunos han deducido de la semejanza de su nombre que podía ser
pariente del filósofo.
(13) El texto dice ut ejuraret; acción que hacían todos los magistrados cuando
expiraban sus oficios, jurando que se había gobernado con entereza; y para esto
acostumbraban ir muy acompañados. Nerón tiene presente la acepción de ut
ejuraret por presentarse a quiebra un comerciante.
(14) Así como el príncipe tenía dos géneros de guardias, así también Agripina,
la cual se componía de soldados pretorianos, germanos o alemanes según Suetonio.
Hacía mucho tiempo que los germanos tenían este honor, pero antes de ellos lo
tuvieron los españoles. El mismo Suetonio dice que Julio César tenía para su
guardia una cohorte de españoles, y Augusto de Calagurritanos (de Calahorra),
los cuales fueron despedídos y recibidos en su lugar los germanos; pero éstos
fueron también separados por la sospecha que hizo concebir al príncípe la
desgracia de Varo. Lipsio es de opinión que Augusto los volvió a recibir.
Tiberio los tuvo al principio de su reinado, y después de él otros emperadores
hasta Galba.
(15) Era hijo de Rubelio Blando, esposo de Julia, hija de Druso y nieta de
Tiberio. Asi pues, era descendiente en cuarto grado de Augusto, aunque por
adopción y como sigue: Augusto; 1. Tiberio, hijo adoptivo; 2. Druso, hijo de
Tiberio y de Vipsania Agripina; 3. Julia, hija de Druso y de Uvia, esposa de
Rubelio Blando; 4. Rubelio Plauto. Rubelio, denunciado junto con Agripina,
escapó esta vez; pero fue por poco tiempo, como puede verse en el mismo Tácito,
libro XIV, 22 Y 58, donde cuenta su destierro y después su muerte.
(16) Séneca, Quaest. natur, IV, 2, le llama el mejor de los hombres y el más
extraordinario en todo género de conocimientos.
(17) Montesquieu, El espíritu de las leyes, XV, comenta de esta suerte la idea
de Tácito. Déjase comprender claramente -dice- que cuando en el gobierno
republicano hay muchos esclavos es necesario emanciparlos en gran número. El mal
está en que si existen demasiados esclavos pueden difícilmente ser contenidos, y
si se tienen muchos libertos no pueden vivir y se convierten en una carga para
la República, la cual corre además de esto un grave peligro, ya sea de la
abundancia de éstos, ya de la multitud de aquéllos. Conviene, pues, que la ley
atienda a remediar ambos inconvenientes, y las muchas que se hicieron en Roma en
favor o en contra de los esclavos, ora para facilitar, ora para dificultar las
emancipaciones, manifiestan con sobrada evidencia lo embarazado que se hallaba
el gobierno acerca de este particular. Hasta hubo épocas en que no se atrevió a
legislar sobre este punto; y así, por ejemplo, citando en tiempo de Nerón se
pidió al Senado que se permitiese a los dueños volver a la esclavitud a los
siervos ingratos, el emperador escribió que era mejor resolver los casos
particulares que tomar una medida general.
(18) Este es uno de los varios pasajes que hay en la versión de Coloma que no se
entienden o se entienden mal, a menos de conocer el latín y poder buscar en el
original la claridad de que la traducción carece. Dice Tácito, que para eso se
establecieron dos especies de manumisiones a fin de dar lugar al arrepentimiento
o a un nuevo beneficio, ya que el esclavo no manumitido por vindicta quedaba en
cierto modo sujeto todavia a la servidumbre, etcétera. De dos maneras -dice
Lipsio- se daba la libertad, unas veces pública y otras privadamente, que
también se llamaban justa e injusta: la pública o justa para la que se hacía por
medio de la vindicta, censo o testamento; la particular o injusta la que se
hacía entre amigos, bien por carta o bien en el banquete. Los que recibían la
libertad con la manumisión, quedaban enteramente libres; los otros aún quedaban
con algún género de sujeción y podían volver a la esclavitud. Puteano cita
cierto fragmento antiguo de un jurisconsulto, que dice: Hi qui domini, etc., y
añade: sed nune habent; así, por el miedo de esta segunda servidumbre (de que se
habla también en la Novela LXXVIII) dice Plauto: sed meliore est opus auspido,
liber perpetuo ut siem.
LIBRO DÉCIMOTERCERO
Segunda parte
Nueva discordia con los partos sobre la Armenia, para cuya guerra restituye
Corbulón, en sus soldados la antigua disciplina militar. - Entra Corbulón en
Armenia: gana algunos castillos: toma y quema la ciudad de Artajata. - Rehúsa el
rey Tiridates la batalla. - Publio Suilio es condenado en Roma. - Culpa y
reprende a Séneca Octavio. - Sagita mata a su adúltera Poncia porque rehúsa el
casamiento. - Hácese culpado un esclavo suyo con generoso ejemplo de fidelidad.
- Comienza Nerón a amar a Popea Sabina, de cuyas costumbres y vida se da cuenta.
- Cornelio Sila, desterrado a Marsella, es sospechoso al príncipe. - Témplase la
maldad y tiranía de los prevaricadores de las rentas públicas. - Levántanse en
Germania los frisones, y tratan, aunque en vano, de poblar junto al Rin. -
Ocupan luego los mismos campos los angrivarios con el mismo suceso.- Pelean los
catos y hermonduros con gran estrago de los catos.
XXXI. En el consulado de Nerón, la segunda vez, y de Lucio Pisón, sucedieron
pocas cosas dignas de memoria, si ya no se le antoja a alguno hinchir sus libros
con alabar los fundamentos y trabazón con que César fabricó la máquina del
anfiteatro en Campo Marcio; habiéndose observado siempre, para mayor decoro del
pueblo romano, que las cosas ilustres se registren en los anales, y las de este
género en los actos diarios de la ciudad. Diré con todo eso cómo se reforzaron
de veteranos las colonias de Capua y de Nochera, y que se dio a la plebe de Roma
el donativo llamado congiario, de cuatro escudos (cuatrocientos sestercios) por
cabeza, y se metió en el erario un millón de oro (cuarenta millones de
sestercios) por conservar el crédito al pueblo. Quitóse también la imposición de
cuatro por ciento de los esclavos que se vendían, aunque más en apariencia que
en efecto, porque pagándola el vendedor venía a desembolsar esto más el que
compraba. Hizo un edicto César en que mandó que ningún magistrado o procurador
de provincia hiciese espectáculos de gladiatores o de fieras, ni género de
fiestas públicas: porque antes no maltrataban menos a los súbditos por medio de
semejante liberalidad, que con lo que robaban y cohechaban en el oficio,
mientras procuraban valerse del regocijo y aplauso popular para cubrir los
delitos de sus gustos.
XXXII. Hízose también un decreto por el Senado que miraba la seguridad y al
castigo de los esclavos: es a saber, que si alguno fuese muerto por sus propios
esclavos, fuesen obligados a la misma pena que los matadores los que, habiendo
ya alcanzado libertad por testamento, habitasen en la misma casa del señor.
Restituyóse al orden senatorio Lucio Vario, consular, del cual había sido
reformado por delitos de avaricia. Y Pomponia Grecina, matrona ilustre, mujer de
Plaucio, el que volviendo de Inglaterra entró en Roma con el triunfo de ovación,
acusada de religión extranjera, fue remitida al juicio de su propio marido; el
cual, vista la causa, conforme al uso antiguo en presencia de sus parientes, y
examinada la honra y la vida de su mujer, la dio por inocente. Vivió Pomponia
largos años en continua tristeza. Porque después de muerta Julia, hija de Druso,
por asechanzas de Mesalina, cuarenta años continuos no vistió sino luto, ni fue
vista jamás alegre: lo que hecho sin peligro en tiempo de Claudio, le fue a ella
de reputación en los otros tiempos.
XXXIII. En el mismo año fueron acusados muchos, entre los cuales lo fue Publio
Cétere por los de Asia; y no hallando César de justicia camino para absolverle,
fue alargando la causa hasta que murió de vejez. Porque habiendo, como se ha
dicho, Célere muerto al procónsul Silano, con esta gran maldad cubría todas las
demás. Habían los cilicios acusado a Cosuciano Capitón de hombre vicioso,
avariento y lleno de maldades, tal, que le había parecido que podía atreverse a
usar en la provincia las mismas insolencias que usó en la ciudad. Éste, después
de haber contrastado largos días la perseverancia de los acusadores, renunció
las defensas y fue condenado por la ley de residencia. Eprio Marcelo, acusado de
los de Licia por haber contravenido a la misma ley, se ayudó de suerte con
inteligencias, que algunos de los acusadores, como si hubieran perseguido a un
inocente, fueron condenados a perpetuo destierro.
XXXIV. Siendo la tercera vez cónsul Nerón, entró con él en el consulado Valerio
Mesala, a cuyo bisabuelo, el orador Corvino, se acordaban algunos pocos viejos
haberle visto compañero de Augusto, rebisabuelo de Nerón. Mas a esta noble
familia se añadió también la honra de una pensión anual de doce mil y quinientos
ducados (medio millón de sestercios), para que Mesala pudiese sustentar la
pobreza en que, sin culpa suya, había caído. Ordenó también el príncipe que se
diese un tanto al año a Aurelio Cota y a Haterio Antonino, puesto que ambos
habían disipado desordenadamente sus antiguas riquezas. En el principio de este
año, la guerra que se había movido entre romanos y partos sobre el reino de
Armenia, diferida hasta entonces con ligeros movimientos, se reforzó vivamente;
porque ni Vologeso quería que su hermano Tiridates fuese despojado del reino que
tenía de su mano, ni que le poseyese por beneficio de otro príncipe; y Corbulón
juzgaba por cosa conveniente a la grandeza del pueblo romano el cobrar lo que
antiguamente conquistaron Lúculo y Pompeyo. Los armenios con su incierta fe
convidaban a la guerra a los unos y a los otros; aunque por la vecindad del
sitio y semejanza de costumbres parece que se conformaban más con la condición
de los partos, como emparentados con ellos, y, no habiendo gozado nunca de
libertad, más inclinados a su servidumbre.
XXXV. Pero a Corbulón daba más trabajo el corregir los defectos de sus soldados,
que cuidado el haber de castigar la deslealtad de los enemigos. Porque las
legiones que habían pasado de Siria, flojas y perezosas por la costumbre de una
larga paz, sufrían con gran dificultad los trabajos y ejercicios de la milicia
romana, siendo certísimo que en aquel ejército había veteranos que jamás habían
tenido ocasión de entrar de guardia ni de hacer una centinela; del cavar fosos y
levantar trincheras se admiraban como de cosas nuevas y maravillosas;
acostumbrados a andar sin celadas, corazas y otro cualquier género de armas; a
estarse por las guarniciones pacíficas lucidos y ocupados en sus ganancias. Y
así Corbulón, dando licencia a los que por vejez o enfermedad no estaban de
servicio, pidió que se hiciesen nuevas levas para rehinchir las legiones. Y a
este fin se levantó mucha gente por las provincias de Galacia y Capadocia. A más
de la cual, se le envió una legión de las de Germania con los caballos de ellas
y algunas cohortes de naciones. Tuvo Corbulón el ejército en campaña debajo de
tiendas cubiertas de pieles, aunque el invierno fue tan riguroso y el hielo tan
continuo, que no se podían plantar los partellones sin primero cavar con grande
afán la tierra. A muchos se les helaron las extremidades de los dedos, y algunos
murieron en la centinela. Por cosa señalada se notó que a un soldado que traía
un haz de leña se le helaron de suerte las manos que, asidas a la fajina, las
arrojó de los brazos, quedándole sólo los troncos de ellos. Corbulón, vestido
harto ligeramente, con la cabeza descubierta, hallándose siempre en la ordenanza
cuando se marchaba, y en los trabajos loando a los valerosos y confortando a los
débiles, daba a todos un natural y propio ejemplo. Y porque con todo eso había
muchos que por el rigor del tiempo y de la milicia se huían y desamparaban el
campo, libró en el rigor toda la fuerza del remedio; porque allí no se perdonaba
como en los demás ejércitos a primera y a segunda culpa, mas quien se atrevía a
desamparar una vez la bandera, lo pagaba luego con la vida: remedio que calificó
la experiencia por más saludable y mejor que la piedad y misericordia. Porque
entre éstos fueron muchos menos los que desampararon el campo, que entre los
otros donde se perdonaba.
XXXVI. Entretanto, Corbulón, habiendo tenido las legiones en los alojamientos
hasta que entrase bien adelante la primavera, y puestas en lugares convenientes
las cohortes auxiliarias, les advirtió que en manera alguna fuesen ellos los
primeros a trabar la batalla. El cuidado de gobernar estos presidios le dio a
Pactio Orfito, que había sido primipilar. A éste, aunque había escrito al
general que los bárbaros estaban desapercibidos y que se ofrecía buena ocasión
de darles una mano, se le respondió que no saliese de sus fuertes hasta que le
llegasen mayores fuerzas. Mas él, menospreciando este mandato, a la llegada de
algunas pequeñas tropas de caballos venidos de los castillos circunvecinos que,
poco experimentados, pedían la batalla, llegando a las manos fue roto. Y con su
daño, atemorizados los que habían de socorrerle, se pusieron también en huida
hasta sus alojamientos. Sintió mucho este suceso Corbulón, el cual, después de
haber reprendido a Pactio, quiso que él, los prefectos y soldados todos alojasen
fuera de los reparos, teniéndolos en aquella vergüenza hasta que los perdonó a
ruego de todo el ejército.
XXXVII. Mas Tiridates, demás de su propia gente, ayudado también de las fuerzas
de Vologeso, su hermano, inquietaba la Armenia, no ya con corredurías, sino con
guerra descubierta, saqueando y destruyendo a los que sabía que permanecían en
nuestra devoción. Y en saliendo a él con golpe de gente, burlaba nuestras
diligencias, volando a una parte y a otra, espantando más con la fama que con
las armas. Corbulón, después de haber diversas veces tentado en vano la batalla,
forzado con el ejemplo del enemigo a llevar la guerra a varias partes, dividió
sus fuerzas, con orden de que a un mismo tiempo los legados y prefectos
asaltasen diversos lugares. Y juntamente avisa al rey Antíoco que se arrime a
los presidios vecinos a su reino. Porque Farasmanes, después de haber muerto a
su hijo Radamisto, que le era traidor, por mostrar que nos era fiel ejercitaba
con mayor afecto su antiguo aborrecimiento contra los armenios. Aquí también fue
la primera vez que llamados en favor nuestro los insiquios, gente nunca antes
confederada con los romanos, corrieron la parte más montuosa y áspera de
Armenia. Tal, que no saliéndole bien sus designios a Tiridates, se resolvió en
enviar embajadores que en nombre suyo y de los partos supiesen de él la causa
por qué habiendo dado poco antes rehenes y renovado la amistad, que al parecer
abría la puerta a nuevos beneficios, se tratase de quitarle la antigua posesión
de Armenia. Para cuyo remedio no había tratado de moverse Vologeso, deseoso de
acabar aquellas diferencias antes con la razón que con la fuerza. Mas que si con
todo era así que había de llegarse a las armas, le advirtiesen que no faltaría
en los Arsácidas aquel valor y fortuna tantas veces experimentados con estrago y
muertes de los romanos. Respondió a esto Corbulón, sabiendo muy bien que
Vologeso se hallaba ocupado en castigar la rebelión de los hircanos,
persuadiendo a Tiridates a que, arrimadas las armas, acometa a César con ruegos,
último y necesario camino para conservarse en el reino sin sangre; siguiendo
antes el más breve y oportuno remedio, que la esperanza remota y tardía.
XXXVIII. Resolvieron después, visto que por medio de embajadas y mensajeros no
se llegaba al punto principal de la conclusión de la paz, que señalado lugar y
tiempo se estableciesen vistas entre los dos. Decía Tiridates que traería una
guardia de mil caballos, y que no se curaba de cuántos soldados pudiese llevar
consigo Corbulón, con tal que, a uso de paz, viniesen desarmados de corazas y de
celadas. Para cualquier hombre, por inexperto que fuese, cuanto más por un
capitán tan viejo y prudente, estaba fácil de conocer la astucia bárbara; pues
era cierto que sólo por engañarle tomaba para sí el número menor, dando el mayor
a los nuestros, para que, oponiéndose a la caballería del rey, ejercitada en el
uso de las flechas, los cuerpos desarmados, fuese de ningún provecho la
multitud. Con todo esto, Corbulón, disimulando y fingiendo no haberlo entendido,
respondió que el parlamento que se había de tener sobre negocio tocante al bien
público era mejor tenerle en presencia de ambos ejércitos. Y a este efecto elige
un puesto en donde de la una parte se levantaban apaciblemente ciertos collados
para recibir la infantería en sus escuadrones, y de la otra se extendía un
hermoso llano, cómodo para poner en ala tropas de caballos. Al día señalado se
presentó Corbulón, teniendo a sus costados las cohortes confederadas y los
socorros de los reyes, y en medio la legión sexta, con la cual había mezclado
tres mil soldados de la tercera que había hecho venir la noche antes de los
otros alojamientos; pero debajo de una sola águila, por no hacer muestra de más
que una legión. Tiridates, hacia la tarde, se mostró tan apartado, que podía
antes ser visto que oído. De esta manera, sin llegar al parlamento, el capitán
romano hizo volver su gente a los alojamientos.
XXXIX. El rey, o que sospechase de algún engaño viendo mover las legiones hacia
diversas partes, o por impedirnos las vituallas que venían del mar Ponto y de la
ciudad de Trapisonda, se partió a gran prisa. Mas no pudo embestir el convoy de
las vituallas, por venir por la vía de los montes y guardado de buena escolta. Y
Corbulón, por no llevar el negocio en largas, y por necesitar a los armenios a
defender sus cosas propias, determinó de destruir los castillos circunvecinos, y
él mismo toma para sí la expugnación del más fuerte, llamado Volando. Los menos
importantes cometió a Comelio Flaco, legado, y a Isteo Capitón, teniente de
maestro de campo general (1). Con esto, reconocidas las defensas enemigas y
proveídas las cosas convenientes para el combate, amonesta a sus soldados que se
apresuren en quitar aquel refugio y retirada al enemigo vagabundo; el cual,
rehusando igualmente la batalla y la paz, confesaba con la huida su cobardía y
falta de fe. Y que así procurasen sin dilación ganar a un mismo tiempo honra y
provecho. Hechas, pues, del ejército cuatro partes, a unos mandó hacer la
tortuga para debajo de ella arrimarse y zapar la muralla; a otros con escalas
ordena que trepen hasta las almenas del castillo; a otros muchos manda que
arrojen con ingenios hachas y lanzas de fuego. Alojáronse también en los lugares
competentes los honderos y los que tiraban la mano, para con piedras y pelotas
de plomo tirar continuamente a las defensas, haciendo igual por todas partes al
enemigo el daño y el temor. Fue tal después el ardor y la fiereza del ejército,
que antes que pasase la tercera parte del día fueron barridos los muros de
defensores, rotas las puertas, escaladas las murallas y muertos todos los
mayores de catorce años, sin pérdida de un soldado tan sólo de nuestra parte, y
pocos heridos. Vendida, pues, al encante la turba inútil de viejos, mujeres y
niños, quedaron las demás cosas por premio del vencedor. La misma fortuna
tuvieron el legado y el teniente maestro de campo general, habiendo ganado en un
día tres castillos; los demás se rindieron, parte de miedo y parte por voluntad
de los moradores. Esto dio ánimo a los nuestros de hacer la empresa de Artajata,
cabeza del reino. Con todo eso, no pareció llevar las legiones por el camino más
corto, por no descubrirse a los tiros del enemigo al pasar el puente del río
Araxes, que baña los muros de la ciudad, sino por el vado más ancho y más
apartado.
XL. Tiridates en tanto, combatido de la vergüenza y del temor, porque dejando
asentar el cerco mostraba lo poco que se podía confiar en sus fuerzas, y
tentando el socorro temía el encerrarse con su caballería en aquellos lugares
estrechos y embarazosos, se resolvió finalmente en mostrarse en batalla y darla
aquel propio día, si se le ofrecía ocasión, o, fingiendo retirarse, procurarla
para ejecutar algún engaño. Así, pues, al improviso rodea las escuadras romanas
que marchaban, no ignorándolo nuestro capitán; el cual, para remedio de este
acometimiento, había ordenado el ejército de suerte que pudiese juntamente
defenderse y marchar. La tercera legión llevaba el lado derecho, el siniestro la
sexta, en medio la gente escogida de la décima; el bagaje marchaba cerrado
dentro de la ordenanza, y la retaguardia iba defendida de mil caballeros, a
quienes se ordenó que siendo acometidos de cerca peleasen, mas que no siguiesen
al enemigo aunque le viesen huir. En los cuernos marchaban los infantes
flecheros y el resto de la caballería, habiendo extendido algo más el cuerno
siniestro hacia abajo de los collados; porque si el enemigo se atrevía a entrar
por allí a la carga, pudiese ser ofendido en forma de arco por la frente y por
el fondo de nuestro ejército. Tiridates acometía a los nuestros por todas
partes, aunque sin arrimarse a tiro de dardo, unas veces amenazando la
arremetida, otras mostrándose medroso, para dar ocasión de apartarlos de la
ordenanza y oprimirlos en desorden. Mas viendo que cada cual estaba advertido, y
que sólo un decurión de caballos, saliendo de su tropa temerariamente, quedó
atravesado de saetas, con cuyo ejemplo los demás se hicieron más obedientes,
acercándose ya la noche, se retiró.
XLI. Corbulón, plantado en aquel mismo lugar su alojamiento, estuvo en duda si
con las legiones desembarazadas era bien seguir a la noche el camino de Artajata,
para ponerle sitio, pensando que Tiridates se habría metido dentro. Mas
advertido por los espías de que tomaba otro camino, incierto si hacia los medos
o los albanos, se resolvió en esperar el día, enviando delante los armados a la
ligera para que entretanto rodeasen los muros y comenzasen el sitio a lo largo.
Mas los de la ciudad, abriendo las puertas, se dieron a discreción y a merced de
los romanos, que fue su salvación; porque la ciudad se hizo ceniza y se
desmanteló hasta los cimientos, por no poderse sustentar sin grueso presidio, en
razón del gran circuito de los muros, no teniendo nosotros tantas fuerzas que
bastasen para dividirlas en presidios y continuar la guerra en campaña. Y si se
dejaba entera y sin guardia, no se sacara provecho alguno ni honra de haberla
ganado. Añaden que se vio aquí un milagro, como cosa sucedida por voluntad de
los dioses, que estando todo lo demás ilustrado con la luz del sol, aquel
espacio solo que rodeaban los muros fue en un instante cubierto de una nube
oscurísima, separada de la claridad con espesos relámpagos y rayos; tal, que
casi visiblemente se echaba de ver que concurría la ira divina en la destrucción
de aquella ciudad. Fue, por estos sucesos, Nerón saludado con nombre de
emperador, y por decreto del Senado se hicieron procesiones y rogativas a los
dioses, se le dedicaron al príncipe estatuas y arcos, y concediósele que fuese
perpetuamente cónsul. Decretóse también que el día de la victoria, en el que
vino la nueva y el día en que se refirió al Senado fuesen solemnizados como
fiestas, y otras cosas semejantes, en que excedieron tanto de los términos
debidos, que Cayo Casio, consintiendo en todas las demás cosas, dijo que si se
hubiesen de dar gracias a los dioses conforme a la benignidad de la fortuna, no
sería bastante todo el año para emplearle en fiestas y procesiones; mas que era
necesario compartir los días sagrados y los útiles de manera que se pudiese
satisfacer a las cosas divinas sin daño de las humanas.
XLII. Después de esto, un reo que había combatido con varios accidentes y
granjeado el aborrecimiento de muchos fue acusado y condenado, no sin vituperio
de Séneca. Éste fue aquel Publio Suilio que, imperando Claudio, se dio a conocer
por hombre terrible y venal; ni con la mudanza de los tiempos se mostró tan
humilde como sus enemigos desearan; siendo de tal condición, que gustaba más de
parecer culpado que suplicante. Túvose por cierto que sólo para poderle oprimir
se renovó el senatus consulto y la pena de la ley Cincia contra los que se
atreviesen a defender causas por dinero. No se abstenía Suilio de formar quejas
y publicar vituperios contra los que mandaban; hecho más libre, demás de su
natural ferocidad, por su extrema vejez, diciendo contra Séneca: Que era enemigo
de los amigos de Claudio, por quien justísimamente había sido desterrado; que
acostumbrado a estudios viles y a enseñar a gente moza, ignorante y sin
experiencia, tenía envidia a los que ejercitaban en defensa de los ciudadanos su
elocuencia incorrupta y viva; que él había sido cuestor de Germánico, y Séneca
adúltero de su casa. ¿Será por ventura -decía él- tenido por más grave delito
recibir premio dado voluntariamente por el litigante en paga de honrados
trabajos, que violar los retretes y lechos de las mujeres de la casa del
príncipe? ¿Con qué sabiduría, con cuáles preceptos de filósofos en solos cuatro
años de amistad con el príncipe ha podido juntar Séneca cerca de ocho millones
de oro (trescientos millones de sestercios) de hacienda? Si no, veamos: ¿hace
otra cosa en Roma que coger, como con red barredera, legados de testamentos,
haciendas de los que mueren sin hijos, y con las excesivas usuras destruir a
Italia y a las provincias? Yo, en contrario, con moderada hacienda, pero ganada
con mi trabajo, quiero más sufrir las calumnias, los peligros y cualquier otra
persecución, que sujetar mi antigua y bien ganada reputación a una repentina
felicidad.
XLIII. No faltó quien refiriese a Séneca las mismas palabras, y quizá en peor
sentido. Halláronse acusadores que denunciaron contra Suilio cómo, cuando tuvo a
su cargo la provincia de Asia, había saqueado a los confederados y robado el
tesoro público. Después, porque de esto había impetrado un año de tiempo para
justificarse, pareció más expediente que se comenzase por los delitos hechos en
Roma, para lo cual estaban a mano los testigos. Decían los tales: Que Suilio con
la crueldad de sus acusaciones había necesitado a Quinto Pomponio a emprender
guerra civil; que había hecho morir a Julia, hija de Druso, y a Sabina Popea;
que había oprimido con engaño a Valerio Asiático, a Lucio Saturnino y a Comelio
Lupo; que habían sido condenadas por su orden escuadras enteras de caballeros
romanos; y finalmente le imputaban a él todas las crueldades de Claudio.
Excusábase él con decir que no había emprendido alguna de estas cosas
voluntariamente, sino por orden del príncipe; hasta que le atajó César diciendo
que le constaba por las memorias y los escritos de su padre no haber forzado
jamás a ninguno a tomar a su cargo acusaciones. Entonces acude por excusa a las
órdenes y mandatos de Mesalina, con que comenzó a desacreditar sus defensas;
porque ¿cómo era posible -decían- que no se hallase otra lengua que la de Suilio
para servir a la crueldad de aquella mujer deshonesta? Que era tanto más
conveniente y justo castigar a los ministros de las cosas atroces, cuanto,
después de quedarse con el precio de sus maldades, procuraban cargar ellos la
culpa sobre las espaldas de otros. Con esto, quitándole una parte de sus bienes,
dándose otra parte a su hijo y a su nieta, y sacándose también lo que por
testamento de su madre y de su abuelo le pertenecía, fue desterrado a las islas
Baleares, no perdiendo jamás el ánimo en la discusión de la causa, ni menos
después de la condenación. Díjose que sufrió alegremente aquella soledad y
destierro, viviendo una vida regalada y espléndida. Y queriendo los acusadores
que se procediese contra Nerulino, su hijo, en odio de su padre, imputándole de
hechizos y otros delitos, se interpuso el príncipe diciendo que se había ya
cumplido bastantemente con el castigo.
XLIV. En este tiempo, Octavio Sagita, tribuno del pueblo, fuera de juicio con
los amores de Poncia, mujer casada, comprando primero el adulterio con grandes
dádivas, y después el divorcio prometiendo de tomarla por mujer, concierta las
bodas. Mas Poncia, en viéndose suelta del primer matrimonio, comienza primero a
poner dilaciones, diciendo que su padre no consentía. Y finalmente, entrando en
esperanza de marido más rico, le falta a la palabra y se desdice de la promesa.
Octavio, en contrario, quejándose unas veces y otras amenazando, llamaba a los
dioses por testigos de cómo habiendo perdido por su amor la reputación y la
hacienda, determinaba de entregarle lo que solamente le quedaba, que era la
vida. Mas después, viendo que estimaba en poco todo esto su ingrata Poncia, la
pide como por despedida y último consuelo las vistas de una noche sola, para
poderse animar con aquel favor a pasar lo restante del tiempo que viviría sin
ella. Señálase la noche, y Poncia encarga el cuidado de su cámara a una criada,
sabedora de todo el secreto. Octavio, acompañado de sólo un liberto, acudió a lo
aplazado sin otras armas que un puñal escondido debajo de la ropa. Entonces,
como sucede entre enamorados, después de muchos desdenes, contiendas, ruegos,
zaherimientos y satisfacciones, pasada buena parte de la noche en sus deleites,
encendido Octavio en cólera y celos, hiere a Poncia, que no se temía de cosa
alguna, y, atravesándole el pecho, la mata. Corre la criada al ruido, y herida
también, dejándola desmayada en el suelo y a su parecer muerta, se sale furioso
de la casa. El día siguiente, sabido el homicidio, no había quien dudase del
matador; porque estaba convencido Octavio de haber estado con ella toda la noche
pasada. Mas el liberto afirmaba haber él cometido el delito por vengar la
injuria de su señor; y ya con la grandeza del ejemplo había movido los ánimos de
algunos, cuando la criada, vuelta en sí del desmayo de las heridas, declaró la
verdad del caso. Conque citado el tribuna ante los cónsules por el padre de
Poncia, en deponiendo el oficio de tribuna, fue condenado por sentencia del
Senado en virtud de la ley Camelia, hecha contra los homicidas (2).
XLV. Otra no menos notable deshonestidad dio principio aquel año a más graves
males en la República. Vivía en Roma Sabina Popea, hija de Tito Olio; mas había
tomado el apellido de su abuelo materno Popeo Sabino, varón de ilustre memoria,
cuya casa resplandecía con honras consulares y con triunfos. Porque Olio, sin
llegar a tener oficios de honra en la República, naufragó con la amistad de
Seyano. No le faltó a esta mujer ninguna cosa, sino la honestidad del ánimo.
Porque su madre, que excedió a todas las de su tiempo en hermosura, le había
dado igualmente fama y beldad, hacienda que bastaba para conservar el esplendor
de su linaje, habla graciosa, e ingenio acomodado a ser lasciva y parecer
honesta. Dejábase ver pocas veces en público, y ésas con el rostro medio
cubierto, o por cansar menos la vista, o porque de aquella manera parecía más
hermosa. No hizo jamás cuenta de honra, ni de fama, ni distinción de adúlteros a
maridos; y sin entregarse a los ajenos apetitos, ni aun a los suyos, solamente
encaminaba su afición adonde imaginaba que había de sacar provecho. Ésta, pues,
siendo casada con Rufo Crispino, caballero romano, de quien había tenido un
hijo, se entregó a la voluntad de Otón, tanto por verle mozo, disoluto y
gastador, como por la privanza grande que alcanzaba con Nerón. Y no se dilató
mucho el juntar el matrimonio con el adulterio.
XLVI. Mas Otón, o poco recatado con la fuerza del amor, o por aficionar al
príncipe y aumentar su grandeza, domesticándose con él y cebándole con el
sainete de los comunes amores, no hacía otra cosa en su presencia que alabar la
hermosura, donaire y gracia de su mujer. Y hubo quien le oyó decir muchas veces,
levantándose de cenar con el príncipe, que se iba alegre a gozar de aquel
asombro de hermosura y nobleza, concedido a él solo, aunque deseado de todos por
última felicidad. A éstos y a otros semejantes incentivos no se puso mucha
dilación, y alcanzada licencia de visitar a Popea, ésta se sirvió al principio
de lisonjas y artificios del arte, fingiendo que no podía resistir a su deseo, y
confesándose ya por del todo rendida a la hermosura de Nerón. Mas en viéndole en
el lazo, comenzó a ensoberbecerse y a decir, si la detenía consigo una noche o
dos, que era casada, que no quería deshacer aquel casamiento, habiéndole sabido
ganar la voluntad Otón con una manera de vida y costumbres en que ninguno se le
igualaba; que Otón sí que era hombre magnífico en su trato y en el atavío de su
cuerpo, viéndose en él muchas cosas que le hacían digno de la suma grandeza, y
no Nerón, pues se sujetaba a los amores de Acte, infame y vil esclava, de cuya
conversación y trato servil no podía haber aprendido otra cosa que pensamientos
y acciones del mismo jaez. Quítasele con esto a Otón la demasiada familiaridad;
después la entrada en la cámara y el acompañamiento del príncipe; y al fin, por
no tenerle competidor en Roma, le envía al gobierno de Lusitania, adonde estuvo
hasta las guerras civiles, viviendo, no como se juzgaba de la infamia de su vida
pasada, sino con entereza y prudencia; mostrándose tan desordenado y disoluto en
el ocio, cuanto modesto en el poder y en el mando.
XLVII. Hasta este punto procuró Nerón poner velo y capa a sus maldades. Temíase
principalmente de Cornelio Sila (3), a cuyo espíritu descuidado y flojo daba
nombre de disimulación y astucia; temores falsos en que le puso uno de sus
libertos llamado Grapto, hombre que por mucha edad y larga experiencia era
practiquísimo en palacio, donde se había criado desde el tiempo de Tiberio.
Ponte Mole era en aquel tiempo un puesto muy celebrado adonde acudía de noche
gran cantidad de gente desocupada a recrearse, y Nerón iba allí muchas veces por
poder atender a sus desórdenes más libremente, siendo, como era, fuera de la
ciudad. Fingió, pues, con esta ocasión el liberto, que, volviéndose una noche
Nerón por los huertos salustianos, por buena suerte había escapado a las
asechanzas que Sila le tenía aparejadas en la vía Flaminia, que era por donde
acostumbraba tornarse a palacio. Y sirvióle de ocasión para su mentira el
suceder casualmente aquella noche, que volviéndose por la misma calle algunos de
los acompañantes del príncipe, ciertos insolentes con la licencia juvenil, harto
practicada entonces, les habían tocado arma falsa, sin que fuese conocido en la
cuadrilla criado ni allegado alguno de Sila, cuyo natural pusilánime y de todo
punto incapaz de acciones atrevidas estaba bien ajeno de todo delito. Con todo
eso, como si fuera convencido legítimamente, le mandan que deje la patria y que
se encierre dentro de los muros de Marsella.
XLVIII. En este mismo consulado fueron oídos los diputados de Puzol (Puzzoles),
enviados del Senado y del pueblo de aquella ciudad separadamente; quejándose los
unos de la violencia de la plebe, y los otros de la avaricia de los magistrados
y la gente principal. Y habiendo pasado la revuelta de piedras y amenazas de
fuego a las armas y a los homicidios, fue escogido Cayo Casio para que fuese a
remediar aquel desorden. Mas porque ni unos ni otros podían sufrir su demasiada
severidad, pidiéndolo él al Senado, se encargó aquello a los dos hermanos
Escribonios, dándoles una cohorte pretoria; con cuyo temor y con el castigo de
pocos volvió aquel pueblo a su quietud.
XLIX. No referiría aquí un divulgadísimo decreto del Senado, en virtud del cual
se daba licencia a la ciudad de Zaragoza (Siracusa) de Sicilia de exceder el
número estatuido para celebrar el juego de gladiatores, si habiendo contradicho
Peto Trasea no se diera ocasión a los murmuradores de reprender su opinión,
diciendo: ¿A qué propósito, si cree Trasea que la República necesita de la
libertad senatoria, apura y contradice cosas tan leves? ¿Por qué no persuade o
disuade en materia de paz, de guerra, de tributos, de leyes o de otras cosas
semejantes, sobre las cuales se funda la grandeza romana? Es lícito a los
senadores, en teniendo facultad de decir su parecer, hacer las proposiciones que
quieren en orden al bien de la República y pedir que se voten. ¿Por ventura no
hay otra cosa que enmendar sino que en Siracusa no se hagan fiestas con tan
grandes gastos como hasta aquí?, mas estando las demás por todas las partes del
Imperio tan bien en orden, como si en lugar de Nerón que las gobierna, las
gobernara Trasea. Y si a todas ellas las dejamos correr con tanta disimulación,
¿cuánto más nos debemos abstener de cansamos en buscar remedio a las frívolas,
vanas y sin sustancia?. Trasea, en contrario, a sus amigos, que querían saber de
él la causa por qué había hecho aquello, respondía: que él corregía semejantes
decretos, no porque le faltase noticia del estado de las cosas presentes, sino
celoso de la reputación de los senadores, por que se echase de ver que no
faltaría cuidado para las cosas grandes en quien lo tenía para las que de suyo
eran tan menudas.
L. En el mismo año, habiéndose quejado diversas veces el pueblo de los excesos
que hacían los cogedores de las rentas públicas, estuvo Nerón a pique de quitar
todas las imposiciones y derechos, haciendo aquel nobilísimo presente al linaje
humano. Pero los más viejos del Senado, alabando primero su grandeza de ánimo,
detuvieron aquel primer ímpetu, mostrándole que la grandeza del Imperio se
aniquilaría del todo si se disminuían los frutos y las rentas con que se
sustentaba la República; porque quitados una vez los derechos de entradas y
salidas, se seguiría el pedir luego que se quitasen también los tributos, y que
muchas de estas imposiciones se habían ordenado por diversos cónsules y tribunos
aun cuando estaba en su flor la libertad del pueblo romano asentando y
estableciendo con el tiempo las demás con tal proporción, que la entrada de las
rentas correspondiese con la salida de los gastos; que a la verdad convenía
reprimir la codicia de los cogedores, para que las cosas que se habían sufrido
tantos años sin pesadumbre no se hiciesen insoportables con el aborrecimiento de
nuevas extorsiones.
LI. Hizo a esta causa un edicto el príncipe, ordenando que se publicasen los
establecimientos de las aduanas públicas que hasta entonces se habían tenido
secretos, y que lo que no se pidiese dentro del año no se pudiese pedir después;
que en Roma el pretor, y en las provincias los pretores o procónsules, pudiesen
conocer sumariamente de las quejas que se diesen contra los cogedores o
arrendadores; que se conservase su exención a los soldados, salvo en el trato y
la mercancía, y otras muchas cosas puestas en razón; las cuales, observadas poco
tiempo, se olvidaron después del todo. Queda, con todo eso, la reformación del
cuarenteno y cincuenteno, y de los otros nombres semejantes que los colectores
habían hallado para disimular sus extorsiones. Moderóse el precio de las tratas
de trigo en las provincias ultramarinas; ordenóse que no se contase por hacienda
de mercaderes el valor de los navíos con que contratasen, y que por ellos no
pagasen tributo alguno.
LII. Tras esto absolvió César a Sulpicio Camerino y Pomponio Silvano, acusados
por la provincia de África, donde habían sido procónsules. Camerino era imputado
antes de haber usado crueldad con algunos pocos particulares, que de dineros mal
llevados. Silvano, rodeado de un gran tropel de acusadores que pedían tiempo
para producir los testigos, instando el reo que se le admitiesen luego sus
defensas. Para cuyo buen despacho no le aprovechó poco el ser rico y verle viejo
y sin hijos; aunque alcanzó después más vida que los que le habían ayudado con
esperanza de heredarle.
LIII. Hasta este tiempo habían estado quietas las cosas de Germania por la
industria y cuidado de los capitanes romanos, los cuales, viendo lo poco en que
se estimaban ya las insignias del triunfo y cuán comúnmente se daban, juzgaban
por cosa digna de mayor reputación el conservar la paz. Gobernaban entonces
ambos ejércitos Paulino Pompeyo y Lucio Vétere, y, por no tener los soldados
ociosos, acabó Paulino la calzada comenzada por Druso sesenta y tres años antes
con intento de refrenar el curso del Rin; y Vétere se preparaba para juntar los
ríos Arar y Mosela, haciendo un foso entre ellos (4), para que, llevados de
Italia los ejércitos por mar al Ródano y de él al Arar, pudiesen llegar al
Océano, entrando por el dicho foso en el Mosela y de él en el Rin. De suerte
que, quitadas así las dificultades del viaje, se hiciesen navegables entre sí y
se comunicasen aquellas dos riberas de Occidente y Septentrión. Tuvo envidia a
la gloria de esta obra Elio Gracil, legado de la Galia Bélgica (5), y procuró
apartar de ella a Vétere, poniéndole miedo y diciéndole que no metiese las
legiones en provincia que no era de su gobierno, ni procurase granjear la gracia
y benevolencia de las Galias; añadiendo muchas veces que se guardase de hacerse
con aquello sospechoso al emperador: espanto harto practicado para divertir los
ánimos de generosas empresas.
LIV. Con esto, continuándose el ocio en los ejércitos romanos, pasó voz que se
había quitado la autoridad a los legados de llevar la gente contra el enemigo.
Con esta confianza, los frisones, enviando su juventud por los bosques y
pantanos, y llevando la gente inútil por los lagos, se arrimaron a la orilla del
Rin y ocuparon las tierras y campañas desiertas, reservadas para el uso de los
soldados romanos y para su aprovechamiento; siendo autores de esta salida
Verrito y Maloriges, que gobernaban a esta nación de los frisones, sujeta por
entonces a los germanos. Ya habían edificado casas, sembrado y labrado la tierra
como cosa suya, cuando Dubio Avito, sucesor de Paulino en aquella provincia,
amenazándolos con las armas romanas si no volvían a ocupar su antiguo asiento o
impetraban de César la nueva habitación, forzó a Verrito y Maloriges a que
escogiesen el postrer partido. A los cuales, llegados a Roma para este efecto,
mientras solicitaban su despacho con Nerón, y él se lo dilataba ocupado en otros
negocios, entre las cosas que se suelen mostrar a los bárbaros por ostentación
de nuestra grandeza, los hicieron entrar en el teatro de Pompeyo para que viesen
el excesivo número de gente que había en la ciudad. Estándose, pues, allí
ociosos, como gente que no entendía aquella suerte de juegos ni se deleitaba de
verlos, mientras van preguntando particularmente de quién eran aquellos asientos
en lo cavo del teatro (6), y se informan de las diferencias de los estamentos y
calidades, cuáles eran de caballeros, cuáles de senadores, echaron de ver entre
los asientos de los tales algunos hombres vestidos en traje de forasteros; y
preguntando quiénes eran, cuando oyeron que aquélla era honra que se hacía a los
embajadores de las naciones que excedían a las demás en valor y en afición al
pueblo romano, diciendo a grandes voces: Que nadie entre los mortales, en valor
y en fe, podía anteponerse a los germanos, parten y van a sentarse entre los
senadores. Cosa que, tomada bien por los circunstantes, se tuvo por uno de
aquellos ímpetus antiguos y loable emulación. Nerón los hizo a entrambos a dos
ciudadanos romanos, y mandó a los frisones que dejasen los campos que habían
ocupado¡ y porque rehusaron de obedecer, la caballería auxiliaria que
repentinamente cargó sobre ellos los obligó a desalojar, dejando muertos o
presos a los que se atrevieron a hacer resistencia.
LV. Ocuparon luego aquellos mismos campos los ansibarios, nación más poderosa,
no sólo por su muchedumbre, sino también por la compasión que les tenían los
pueblos comarcanos¡ porque echados de sus tierras por los caucios, no hallando
dónde reposar, pedían con ruegos un destierro seguro. Traía esta gente por
cabeza a un varón señalado entre ellos, y no menos fiel para nosotros, llamado
Boyocalo. Éste, contando cómo había estado en prisión cuando se rebelaron los
queruscos por mandato de Arminio, y que había militado después debajo del
gobierno de Tiberio y de Germánico, a cincuenta años de servicio quería añadir
por nuevo mérito el someter su nación a nuestro Imperio. ¿Qué necesidad hay
-decía él- de que tanta tierra esté ocupada, y sirva de sólo apacentar el ganado
mayor y menor de los soldados? Resérvese en buena hora para esto la parte de los
campos que pareciere bastante, aunque sea a costa del hambre de los hombres, con
tal que no queráis más un desierto y una soledad baldía que la compañía de una
gente tan vuestra devota. Estos campos sobre que se litiga fueron antiguamente
de los chamavos, después de los tubantes, y tras éstos de los usipios. Así como
vemos que el cielo es habitación de los dioses, asimismo se concedió la tierra
al linaje humano. De que infiero que las que se hallan vacías de moradores son y
deben ser públicas y comunes. Tras esto, mirando al sol y llamando a los demás
planetas, como si los tuviera presentes, les preguntaba si por ventura les era
agradable el mirar aquellos campos desiertos y deshabitados, y que antes que
sufrir esto derramasen la mar sobre los usurpadores de la tierra.
LVI. Conmovido Avito de estas palabras, después de haber respondido en público a
los ansibarios, dijo: Que se había de sufrir el imperio y mando de los más
poderosos; que era voluntad de los mismos dioses, a quien ellos invocaban, que
se diese y se quitase todo a arbitrio de los romanos, y que no presumiese nadie
ser juez de ellos, sino ellos mismos. Dijo en particular a Boyocalo, que a él,
en memoria de la amistad que había tenido con el pueblo romano, le daría campos
y tierras en que vivir. Mas él, rehusando el ofrecimiento como premio de
traición, añadió estas palabras: Faltarnos puede a la verdad tierra donde
vivamos, pero no donde muramos; y así se partieron de las vistas con los ánimos
indignados. Los ansibarios llamaban para ayudarse de ellos en la guerra a los
bruteros, tenteros y otras naciones más apartadas. Avito, habiendo avisado a
Curtilio Mancia, legado del ejército superior, que pasase el Rin y mostrase las
armas a las espaldas, entró con las legiones por las tierras de los tenteros
amenazando de ponerlas a saco si no se apartaban de la liga. Desistiendo, pues,
los tenteros de lo ofrecido, amedrentados los bruteros con el mismo temor, y
desamparando los demás confederados los peligros ajenos, viéndose solos los
ansibarios, hubieron de tornar atrás a las tierras de los usipios y tubantes, de
donde expelidos también, caminando de allí a los catos y después a los
queruscos, tras una larga peregrinación, vagabundos, pobres y enemigos de todos,
fue finalmente muerta la juventud, y los de edad inútil y flaca divididos en
presa.
LVII. En el mismo verano hubo una gran batalla entre los hermonduros y los catos,
mientras cada cual de estas dos naciones procuraba apoderarse de un río que las
divide, cuyas aguas producen gran copia de sal (7); en que, demás del gusto con
que acostumbran tratar sus cosas por vía de armas, los incitaba cierta
superstición admitida entre ellos, de que aquellos lugares están los más
cercanos al cielo, y que de ninguna otra parte oyen los dioses de más cerca los
ruegos de los mortales. Afirmando proceder de aquí que por gracia particular de
los mismos dioses nacia la sal en aquel río y en aquellos bosques; no como en
las otras naciones por la creciente del mar, secándose después las aguas, sino
por medio de la que se echaba sobre una gran hoguera, quejándose del contraste y
la pelea de los dos elementos agua y fuego. El suceso, pues, de esta batalla,
que dejó victoriosos a los hermonduros, ocasionó la total ruina de los catos;
porque ambas naciones habían consagrado a Marte y a Mercurio los escuadrones
contrarios, si eran vencedores; y en cumplimiento de este voto, los caballos,
los hombres y todo lo demás que se quitase a los vencidos había de ser muerto y
sacrificado. Y así cayeron aquí sobre los catos las amenazas que ellos mismos
habían echado sobre sus enemigos. En este mismo tiempo, la ciudad de los juhones,
nuestra confederada, fue afligida de un daño repentino; porque salieron fuegos
de la tierra, que abrasaban las aldeas, las caserías y sembrados, caminando
siempre hacia los muros de la colonia (8) poco antes edificada. No se apagaban
estos fuegos con lluvia que cayese del cielo, ni con agua del río, ni con otra
cualquiera humedad que arrojasen sobre ellos, hasta que a falta de otros
remedios, y con el enojo que aquellos villanos recibían por tan gran estrago,
algunos de ellos comenzaron a tirar piedras desde lejos, con que se amortiguaron
algún tanto las llamas; y pudiéndose llegar más cerca, les daban con palos y las
azotaban como si fueran bestias. A la postre arrojan sobre el fuego paños, y
hasta los vestidos, para sofocar el incendio, los cuales cuanto más sucios y
raídos estaban, tanto mejor apagaban el fuego (9).
LVIII. En este mismo año, la higuera llamada Ruminal (10), que está en la plaza
donde se hacen las juntas del pueblo, que ochocientos y treinta años antes
cubrió la niñez de Remo y Rómulo, habiendo perdido sus ramas y comenzado a
secarse ya por el tronco, se tuvo por prodigio de mal agüero, hasta que volvió a
reverdecer con nuevos pimpollos.
Notas
(1) Nuestros lectores podrán aceptar o no esta denominación tratándose de
ejércitos romanos. Nosotros preferimos dejar a las cosas su propio nombre, y
llamar a Capitón, prefecto del campamento, sobre todo, cuando, como en el caso
actual, no se puede con exactitud equiparar las atribuciones de un jefe militar
con ninguno de los cargos de nuestra milicia. He aquí lo que dice el autor
inglés del Dic. de antig. romanas y griegas, tantas veces citado, acerca de ese
empleado: Era un oficial agregado a cada legión romana, que tenía a su cargo el
escoger el sitio a propósito para sentar los reales, proporcionar a los soldados
los instrumentos y materiales necesarios para ello, vigilar la construcción de
las obras de defensa, cuidar de los bagajes de las legiones, atender a los
enfermos y heridos, a los abastos, a las máquinas de guerra, etc.
(2) La llamada lex Camelia de sicariis fue promulgada por Sila, siendo dictador,
en 673 de Roma. lmponíase en ella la pena de confiscación y destierro en una
isla. A los culpables de humilde condición se los castigaba con la pena capital.
(3) Esposo de Antonia, hija de Claudio, a quien Palas y Burrho quisieron, al
menos se los acusó de ello, dar el Imperio.
(4) Navigio entre el Arar (hoy la Sona) y el Mosela.
(5) Son hoy las provincias de Lorena y Champaña y todo el curso del Mosela hasta
que desagua en el Rin. Algunos, y no sin causa, cuentan también a las provincias
de Artois y Henao.
(6) Consessum caveae, dice el original. Llamábase cavea al recinto donde estaban
sentados los espectadores, y consessus a la reunión de éstos.
(7) Probablemente el Saale o Sala. Copia en la significación latina de
abundancia.
(8) Colonia Agripina.
(9) No puede uno menos de admirarse al ver cómo un hombre de una inteligencia
tan elevada como Tácito creía en semejantes cuentos; mas la antigüedad,
semejante en esto a la Edad Media, era muy inclinada a dar crédito a lo
maravilloso, y no se tomaba mucho trabajo en averiguar la verdad o falsedad de
los hechos extraordinarios o que en su ignorancia le parecían tales. Algunos
anotadores han querido hallar la explicación del hecho que refiere Tácito en los
fenómenos físicos, y creyeron encontrarlo en la tradición desfigurada de alguna
erupción volcánica; nosotros, empero, somos de parecer que es muy difícil, si no
imposible, dar explicaciones satisfactorias cuando se trata de anécdotas tan
inverosimiles, y que no debemos ver en ellas más que una prueba de la excesiva
credulidad de los hombres de aquellas edades.
(10) De Ruma, nombre primitivo de Roma, y en latin antiguo, pecho teta. Es el
árbol de Roma, que más tarde cambió la u de la palabra etrusca en w, en cuanto
el orgullo nacional se complugo en hacer derivar el nombre de la ciudad soberana
de una palabra griega que significa fuerza. Véase la erudita disertación de
Bumouf, t. III, páginas 450 a 455.
LIBRO DÉCIMOCUARTO
Primera parte
Nerón, enfadado de su madre, al fin la mata. - Excúsase de este hecho en el Senado, que no sólo se lo perdona, pero se lo alaba. Quita tras esto la represa a toda maldad, vicio y bajeza. - Guía carros y canta en el teatro. - Juegos quinquenales instituidos en Roma, con varios pareceres del vulgo. - Rubelio Plauto es desterrado. - Gobiérnase en Arrnenia egregiamente Corbulón.- Toma a Tigranocerta y pone por rey a Tigranes. -Entra Suetonio Paulino en la isla de Mona, en Inglaterra. - Revuélvese la isla.
I. Siendo cónsules Cayo Vipstano y Fonteyo, no dilató más Nerón la maldad que
muy de atrás tenía pensada; aumentándosele la osadía con la costumbre de ser
emperador, y ardiendo cada día más en el amor de Popea; la cual, no esperando
que él se casase con ella ni que repudiase a Octavia mientras vivía Agripina,
usaba muchas veces de palabras picantes, y otras por vía de donaire culpaba al
príncipe, llamándole pupilo, como aquél que, sujeto a las órdenes ajenas, no
sólo no era emperador, pero tampoco libre. Porque, ¿a qué ocasión difería tanto
sus bodas? ¿Desagradábale acaso su hermosura?, ¿ofendíale la grandeza de sus
abuelos, honrados con tantos triunfos?, ¿temía su fecundidad y entereza de
ánimo, o que, efectuado el casamiento, descubriese los agravios hechos al
Senado, y el enojo del pueblo contra la soberbia y avaricia de su madre? Si es
así -decía ella- que Agripina no puede sufrir una nuera que no sea molesta y
enojosa a su hijo, restitúyanme a mi marido Otón, con quien iré de muy buena
gana a cualquier parte del mundo, a trueque de oír y no ver las afrentas que se
hacen al emperador, y excusar que no vayan tan mezcladas con mis peligros. Estas
y otras semejantes palabras, que lágrimas y artificios eficaces de la adúltera
hacían más penetrativas, no eran prohibidas por nadie, deseando todos ver
menoscabado el poder de Agripina, y no persuadiéndose alguno a que el
aborrecimiento de su hijo pudiera llegar a quitar la vida a su propia madre.
II. Escribe Cluvio que Agripina, con el ardiente deseo que tenía de conservar su
grandeza, llegó a tal término, que cuando pasado medio día se hallaba Nerón más
encendido con las viandas y el vino, y finalmente borracho, le visitaba muchas
veces ofreciéndosele compuesta y aparejada para cometer con él abominable
incesto, y que echando de ver los que le estaban cerca por los besos deshonestos
y caricias lascivas, los mensajeros de tan feo delito, Séneca, contra los
regalos mujeriles, había buscado remedios que lo fuesen también, haciendo que la
liberta Acte, mostrándose congojada, no menos de la infamia de Nerón que de su
propio peligro, le dijese: que estaba ya muy divulgado el incesto; que se
alababa de ello su madre, y que los soldados no estaban puestos en sufrir un
príncipe menospreciador de la religión. Fabio Rústico dice que no nació este
deseo de Agripina, sino de Nerón, y que fue apartado de él por astucia de la
misma liberta. Mas en lo que escribe Cluvio convienen los demás autores, a que
también se inclina la fama; o porque Agripina hubiese concebido en su ánimo un
deseo tan desordenado y tan contra naturaleza, o porque cualquier apetito
sensual es más creíble en una mujer que en los años de su niñez, movida de deseo
de mandar, había consentido a los apetitos deshonestos de Lépido (1),
entregándose después por la misma causa a Palante, y habituada a cualquier
maldad desde que se casó con su tío.
III. Nerón, pues, comienza a recatarse de estar a solas con ella; y cuando, por
su recreación, se iba a los huertos y quintas que tenía en Túsculo y en Ancio,
la alababa de que buscaba la quietud y desterraba de sí la ociosidad.
Finalmente, habiéndole acabado de enfadar del todo, en cualquier parte que
estuviese, determinó de matarla, consultando solamente si la mataría con veneno
o con hierro, o con otro género de violencia. Agradóle al principio el veneno;
mas si se le daba en la mesa del príncipe, no se podía atribuir al caso, y más
con el reciente ejemplo de la muerte de Británico; fuera de la dificultad grande
que traía consigo el tentar los ministros y criados de una mujer que, con la
experiencia y uso de tantas maldades, vivía tan advertida contra cualquier
asechanza, que usando de remedios preservativos tenía ya hecho el cuerpo a
prueba de cualquier ponzoña. Si se mataba con hierro, juzgaban todos que era
imposible ocultar el delito; dudándose también de hallar persona que dejase de
rehusar el cometerle. Mas Aniceto, liberto, capitán de la armada que residía en
Miseno, y ayo que había sido de Nerón en su niñez, movido de enemistad
particular con Agripina, propuso cierta invención de fabricar una galera con tal
artificio, que abriéndose por una parte la anegase en la mar antes que ella
pudiese caer en el engaño. Añadió Aniceto que no había cosa tan sujeta a los
casos fortuitos como la mar; y que, viéndola perecer por naufragio, ¿quién sería
tan maligno que atribuyese a traición el daño ocasionado por el viento y
sucedido en el agua? Y más pudiendo después el príncipe dedicarle templo,
ofrecerle altares y cubrirse con otras semejantes muestras de piedad.
IV. Contentó la industria de Aniceto, ayudada también del tiempo con la ocasión
de los quincuatruos (2), fiestas dedicadas a Minerva, que Nerón celebraba en
Baya; con que pudo sacar de Roma a su madre, usando de halagos y persuasiones, y
diciendo que se habían de sufrir los enojos paternos, y que era justo hacer los
hijos todo lo de su parte para aplacarles el ánimo; y hacialo él por que,
pasando voz de que madre e hijo se habían reconciliado, viniese ella a su poder
con mayor confianza; cebándola también con aquellas fiestas y regocijos, cosa
con que se engaña más fácilmente la natural credulidad de las mujeres. Sale tras
esto a recibirla a la marina, porque ella venía de Ancio, y dándole la mano al
saltar en tierra, y abrazándola, la lleva a Baulo -así se llamaba la casa de
placer que, bañada del mar, se asienta en aquella ensenada, entre el cabo de
Miseno y el lago de Baya-. Estaba entre las galeras una la más adornada y
compuesta, como si hasta esto hubiera hecho aparejar Nerón en honra de su madre,
la cual solía gustar de que la llevasen por aquellas costas en alguna galera,
con la mejor gente de marina por remeros. Túvosele aparejado un banquete de cena
para que la noche ayudase también a encubrir la maldad. Es cierto que Agripina
fue advertida de la traición, y que, mientras estuvo dudosa en si le daría
crédito, mostró gustar de que la llevasen en silla a Baya. Mas recibida aquella
noche con mucho amor, y puesta por su hijo en el lugar más honrado de la mesa,
las caricias y regalos grandes le aliviaron el miedo; porque discurriendo Nerón
con su madre, unas veces familiarmente y entreteniéndola con conversaciones
juveniles y otras componiendo el rostro con severidad, dando a entender que
trataba con ella cosas muy graves, entretuvo la cena lo más que pudo; y acabada
la acompañó hasta la mar, clavando a la despedida los ojos en ella, y
abrazándola con mayor ternura de lo que acostumbraba, o por cumplir en todo con
la disimulación, o porque aquella última despedida de su madre que iba a morir
le enterneciese algún tanto el ánimo, aunque fiero y cruel.
V. Permitieron los dioses que hiciese una noche muy serena y que estuviese la
mar muy sosegada para convencer mejor aquella maldad. No se había alargado mucho
la galera, llevando consigo Agripina dos de sus criados, de los cuales Creperio
Galo estaba en pie cerca del timón, y Aceronia, recostada junto a los pies de
Agripina, que acababa de echarse en una camilla, contaba con gran regocijo el
arrepentimiento de Nerón y con cuánta facilidad había la madre vuelto a cobrar
su gracia, cuando, dada la seña, cae el techo de aquella parte que venía bien
cargado de plomo, y cogiendo debajo a Creperio le mata al punto. Agripina y
Aceronia fueron defendidas por ser de su parte las paredes que sostenían el
techo más altas y casualmente más fuertes, y así no cayeron, aunque doblaron con
la fuerza del peso. No seguía tras esto el acabarse de abrir la galera, como
estaba trazado, por la confusión grande en que se hallaban todos, y porque los
ignorantes del engaño, que eran los más, impedían a los sabedores y ejecutores
de él, los cuales tomaron por partido dar a la banda y trabucar la galera. Mas
no pudiendo concertarse todos en un caso tan repentino, cargando los que no
sabían el intento a la otra parte, dieron lugar a que la galera no se anegase
tan presto, y que con menos peligro pudiesen tratar todos de salvarse,
arrojándose en la mar. Mas a Aceronia, poco discreta, mientras dice a voces que
es Agripina, y pide ayuda para la madre del príncipe, con las batayolas, con los
remos y con las demás armas navales que se hallaban a mano, le quitaron la vida.
Agripina callando, y presto, menos conocida, se salvó aunque herida en una
espalda. Y procurando ganar a nado la orilla, fue socorrida por algunas
barquillas de la costa que llegaron al ruido, en las cuales, por el lago Lucrino,
fue llevada a su quinta.
VI. Donde considerando y discurriendo en sí el fin para que había sido llamada
con cartas tan engañosas, el fingimiento de tantas honras y caricias tan
particulares, y que la galera había naufragado junto a la costa sin fuerza de
viento ni choque de escollo, y comenzando a abrirse por la parte superior, como
si fuera edificio terrestre, advirtiendo la causa de la muerte de Aceronia y su
propia herida, juzgó por último remedio para evitar las asechanzas, fingir no
haberlas entendido. Con esto envió un recado a su hijo por un liberto suyo
llamado Agerino, diciéndole: cómo por la benignidad de los dioses y en virtud de
la buena fortuna del príncipe había escapado de tan grave accidente; pidiéndole
que sin dejarse llevar del amor que le tenía, ni atemorizándose del peligro de
su madre, difiriese el visitarla por entonces, que necesitaba mucho de reposo.
Entretanto, fingiendo seguridad de ánimo, atiende a curar la herida y a
restaurar las fuerzas del cuerpo. Mandó tras esto que se buscase el testamento
de Aceronia, y que se inventariasen y sellasen sus bienes, que fue sólo lo que
hizo sin disimulación.
VII. Mas Nerón, que aguardaba el aviso de que se hubiese ejecutado la maldad,
sabe que se había escapado su madre herida livianamente, y que el caso había
pasado de manera que no se podía dudar del autor. Entonces, perdido del todo el
ánimo, juraba con la fuerza del temor que ya estaba cerca de allí su madre; que
venía sin duda a tomar venganza; que armaría los esclavos, o incitaría la cólera
y furor de los soldados contra él; que acudiría al favor del Senado y del
pueblo, representando el naufragio, la herida, la muerte de sus amigos; que no
le quedaba ya remedio si Burrho y Séneca no se la buscaban con la agudeza de sus
ingenios.
A éstos había hecho llamar en sabiendo el suceso; dúdase si estos dos personajes
tuvieron antes noticia del trato de Aniceto. Entrambos estuvieron gran rato
suspensos y sin hablar palabra, por no trabajar en vano disuadiéndole su
determinación; echando de ver por otra parte que había ya llegado el negocio a
término que el no asegurarse de Agripina era condenar a muerte a Nerón. Con todo
eso, Séneca, aunque solía ser más pronto en responder, pone los ojos en Burrho
como si le preguntara si se debía encomendar a sus soldados aquella muerte. Él,
entendiéndole, respondió: que hallándose los pretorianos tan obligados a toda la
casa de los Césares y a la memoria de Germánico, no tendrían ánimo para
emprender una crueldad como aquélla con su propia hija; que acabase Aniceto de
ejecutar lo que había prometido. El cual, sin dilación alguna, pide que se le
encargue la última ejecución de aquella maldad. Animado con estas palabras,
Nerón confiesa que aquel día se le daba el Imperio, no avergonzándose de
reconocer tan gran dádiva de un liberto. Dícele que se dé prisa, y que lleve
gente de confianza y sobre todo obediente. Aniceto, oyendo decir que había
venido Agerino enviado por Agripina, apareja en su fantasía un paso de comedia
que representar él mismo para dar mejor color a su maldad; y fue hacer como que
alzaba del suelo un puñal de los pies de Agerino, mientras refería su embajada,
y luego, como si le hubiera cogido en el delito de haber venido a matar al
príncipe, ase de él y le manda poner en hierros, para poder fingir con esto que
Agripina había trazado a su hijo la muerte, y que, avergonzada de que se hubiese
descubierto tan gran maldad, se la había dado ella a sí misma.
VIII. Divulgado en tanto el peligro de Agripina, como si hubiera sucedido acaso,
todo el mundo corría a la ribera de la mar desde donde le tomaba la voz. Unos
subían sobre los muelles, otros se embarcaban en los primeros barcos que
topaban; muchos entraban por el agua delante de todo lo que podían apear, y
desde allí ofrecían las manos a los que venían, procurando salvarse a la orilla.
Al fin toda aquella costa se hinchió de lamentos, de gritos, de votos, y de
demandas y respuestas inciertas y confusas, concurriendo gran multitud de gente
con luces; y como entendieron que Agripina era viva y estaba libre del peligro,
se preparaban para irse a alegrar con ella, cuando al comparecer de una gruesa
escuadra de gente armada que los amenazó, se esparcieron todos a diferentes
partes. Aniceto, habiendo rodeado de soldados la quinta donde estaba Agripina, y
derribando la puerta, se fue asegurando de todos los esclavos y criados que
encontraba hasta llegar a la de la cámara en que dormía guardada de pocos,
habiéndose huido los demás, medrosos de los que impetuosamente iban entrando.
Había dentro de la cámara una luz harto pequeña y sola una esclava; y Agripina
por momentos se iba afligiendo más, viendo que ni le enviaba a visitar su hijo
ni Agerino volvía. Casi en aquel punto había mudado de aspecto la marina,
dejándola sola y desierta toda aquella confusa muchedumbre de gente; de otra
parte estruendo y ruidos repentinos, indicios del último trabajo que se le
aparejaba. Tras esto, yéndose también de allí la esclava, al punto que Agripina
le decía ¿Y tú también me desamparas?, vio entrar en su cámara a Aniceto,
acompañado de Hercúleo, capitán de una galera, y de Oloarito, uno de los
centuriones de la armada; y vuelta a Aniceto, le dijo que si venía a visitarla,
podría volverse y decir que estaba mejor; mas que si era su venida a cometer
alguna maldad, no pensaba creer que fuese con orden de su hijo el mandarle a él
ejecutar tan injusto parricidio. No respondiendo a esto los matadores y rodeando
todos la cama, fue Hercúleo el primero que la hirió en la cabeza con un bastón.
Ella, viendo al centurión que con la espada desnuda venía para matarla,
descubrió el vientre y dijo a grandes voces: hiéreme aquí; y de esta suerte,
dándole muchas heridas, la acabaron de matar.
IX. En esto convienen todos los autores. Mas que Nerón después consideró el
cuerpo de su madre muerta y alabó su hermosura, habiendo algunos que lo afirman,
hay otros que lo niegan. Fue quemado su cuerpo la misma noche en una camilla
donde se solía reclinar para comer y con viles exequias.
Y mientras Nerón imperó no se recogieron ni enterraron sus cenizas. Después, por
diligencia de algunos criados suyos, alcanzaron un ordinario sepulcro entre el
camino que va al monte Miseno y la quinta de César dictador, que colocada en
altísimo sitio señorea aquellos senos de mar que tiene debajo. Después de
encendida la hoguera, un liberto suyo llamado Mnester se atravesó con su espada
el pecho: no se sabe si por amor que tuviese a su señora, o por miedo de otra
muerte más cruel. Tenía Agripina creída y menospreciada muchos años antes la
muerte de que acabó; porque consultando con los caldeos sobre la fortuna que
había de tener Nerón, le respondieron que sería emperador y que mataría a su
madre. Y ella respondió: Mate, con tal que reine.
X. Mas César no acabó de conocer el exceso de su maldad hasta que la hubo
cometido. Pasando lo que quedaba de la noche, unas veces pensativo y sepultado
en silencio, otras atemorizado y como fuera de sí, saltaba del lecho, esperando
la luz con tanto asombro y alteración como si el día le hubiera de traer una
muerte violenta y cruel; hasta que, yendo por consejo de Burrho los centuriones
y tribunos a besarle la mano y a darle el parabién de que hubiese escapado del
peligro no antevisto y de la maldad de su madre, comenzó a cobrar ánimo a fuerza
de adulaciones. Fueron después los amigos a dar gracias a los dioses por su
salud; y a su ejemplo las villas circunvecinas de la provincia de Campania, con
sacrificios en los templos y embajadas que le enviaban, dieron muestras de su
alegría. Él, con varias disimulaciones, no sólo fingía estar triste, pero en
orden a declarar el sentimiento que le causaba la muerte de su madre, quería con
lágrimas dar a entender que aborrecía su propia vida.
XI. Mas como no se mudan las formas y figuras de los lugares como los rostros de
los hombres, aborreciendo la vista infelice de aquel mar y de aquellas riberas
(había también algunos que afirmaban oírse en las cumbres de aquellos collados
horribles trompetas y llantos alrededor del túmulo materno), se retiró a Nápoles
y de allí escribió al Senado una carta en esta sustancia: Que Agerino, uno de
los más favorecidos libertos de su madre, había sido enviado por ella con armas
secretas para quitarle la vida; y que ella, con el remordimiento de conciencia,
había pagado la pena, cual se debía a tan gran maldad. Añadía después otros
delitos viejos: que había querido hacerse compañera con él en el Imperio; que
las cohortes pretorias prestasen el juramento en manos de una mujer; que
hiciesen la misma indignidad el Senado y el pueblo, y que después de haber
procurado estas cosas en vano, con el aborrecimiento que cobró a los soldados,
al Senado y a la plebe, disuadía el donativo y el congiario, maquinando contra
la vida de los ciudadanos más ilustres. Ponderaba lo que le había costado el
remediar que no entrase en el Senado y que no respondiese a las embajadas de las
naciones extranjeras. y tomando de aquí ocasión para vituperar los tiempos de
Claudio, imputaba todas las maldades de aquel Imperio a su madre, diciendo que
su muerte se debía contar entre las felicidades de la República. Y, finalmente,
relataba el naufragio con gran desenfado. Mas, ¿quién había de ser tan simple
que lo tuviese por caso fortuito, ni creyese que una mujer escapada por milagro
enviase a un hombre solo para romper con un puñal las cohortes y armadas
imperiales? Tal, que no sólo Nerón, cuya crueldad vencía a las quejas de todos,
pero también Séneca quedaba inculpado, cuando no por otra cosa, a lo menos
porque con aquel modo de escribir había firmado de su nombre la confesión del
delito.
XII. Mas con todo eso, con espantos a competencia de aquellos grandes, se
decretó que se hiciesen procesiones y plegarias públicas por todos los templos y
altares de los dioses; que los cinco días festivos llamados Quincuatruos, en los
cuales se había descubierto la traición, se celebrasen cada año con juegos
públicos; que se pusiese una estatua de oro de Minerva en la Curia y a su lado
otra del príncipe, y que el día en que nació Agripina fuese contado entre los
infelices y de mal agüero. Trasea Peto, acostumbrado a dejar pasar las
adulaciones de los otros o con silencio o con ligero consentimiento, se salió
entonces del Senado, con que se causó a sí mismo graves peligros y no dio a los
demás principios de libertad. Sucedieron muchos prodigios aunque vanos y sin
efecto. Una mujer parió una culebra; a otra mató un rayo estando en el acto
venéreo con su marido. Oscurecióse repentinamente el sol y fueron heridas de
fuego del cielo catorce partes de la ciudad. Todas las cuales cosas sucedían tan
sin cuidado y providencia de los dioses, que continuó Nerón muchos años en el
Imperio y en sus maldades; el cual, por hacer más aborrecible la memoria de su
madre, y por dar a entender que faltando ella sería más benigno, restituyó a la
patria a Junia y Calpurnia, mujeres ilustres, y a Valerio Capitón y Licinio
Gábolo, que habían sido prefectos, desterrados por Agripina. Permitió ni más ni
menos que se trajesen a Roma las cenizas de Lolia Paulina y se le hiciese
sepulcro, librando de la pena a Titurio y a Calvisio, desterrados poco antes por
él; porque Silano había acabado sus días en Tarento, de vuelta de aquel su
apartado destierro, o porque comenzaba ya a declinar la grandeza de Agripina,
por cuya enemistad había padecido aquel trabajo, o porque se le había ya pasado
el enojo.
XIII. Mientras Nerón, entreteniéndose por los lugares de Campania, alargaba su
partida para Roma, dudoso de cómo había de entrar en ella, si procurando
confirmar la obediencia del Senado o granjeando el favor del pueblo, los ruines
que le andaban cerca, de los cuales no se vio jamás corte tan bien proveída, en
contrario de todo esto, le decían: Que el nombre de Agripina era tan aborrecido
en Roma que con su muerte se había encendido más para con él el amor popular;
que fuese sin temor y experimentase el respeto y la veneración en que era
tenido. Tras esto, pidiéndole que vaya delante quien avise de cómo va el
príncipe, hallaron a la entrada todas las cosas más bien dispuestas de lo que
habían prometido. Saliéronle a recibir las tribus, el Senado en hábito de
fiesta, cuadrillas de mujeres casadas y de sus hijos, repartidas conforme a la
edad y al sexo. Veíanse todas las calles por donde iba pasando con gradas y
tablados, donde se hacían todas las diferencias de juegos y fiestas que se
suelen hacer en los triunfos. Con esto, lleno de arrogancia y soberbia y como
victorioso de la pública servidumbre, entra en la ciudad, sube al Capitolio, y
allí da gracias a los dioses y ofrece sacrificios. Quita después la represa a
todo aquel género de desórdenes y apetitos, que, aunque mal corregidos, le había
ido obligando a diferir el respeto de su madre, aunque siempre le tuvo poco.
XIV. Cosa vieja era ya en él gustar de entretenerse en guiar carros de cuatro
caballos; tenía también otro estudio poco menos vergonzoso, que era cantar al
son de la cítara cuando cenaba, de la manera que suelen los que cantan en las
comedias y otras fiestas públicas; calificándolo con decir: que habían hecho
aquello muchas veces los reyes y capitanes antiguos; que era muy celebrada la
música de los poetas, los cuales se servían de ella para alabar a los dioses,
porque la música estaba consagrada al dios Apolo. Y que con el mismo traje de
que él usaba en tales ocasiones se veía figurada aquella principal deidad, que
pronostica las cosas por venir, no sólo en las ciudades de los griegos, pero
también en los templos de Roma. Y ya no era posible irle más a la mano, cuando
les pareció a Séneca y a Burrho que era cordura concederle una de estas dos
cosas, porque no las quisiese a entrambas; y así le hicieron cercar de muros un
espacio de tierra en el valle Vaticano, donde pudiese correr y regir caballos a
su gusto, sin comunicarse a los ojos de todos. Mas él, poco después hizo
convocar al pueblo romano, el cual comenzó a darle mil loores, como es la
costumbre del vulgo apetecer deleites y pasatiempos, especial cuando es el
príncipe el que los incita y provoca. Mas aunque publicaba él mismo su propia
vergüenza, no sólo no le causó, como pensaron, hartura y empalago, antes le
sirvió de incentivo para apetecer estas cosas con mayor afecto. Y pareciéndole
buen camino para disminuir su infamia el tener compañeros en ella, hizo que
muchos descendientes de familias nobles saliesen a representar en el teatro,
comprándolos con dinero para este vil ejercicio; cuyos nombres me ha parecido
callar, por ser ya muertos y en honra de sus mayores; y porque toda la culpa
queda en quien gastaba dineros, antes por incitarlos al mal que porque no le
cometiesen. Forzó también con grandes dádivas a algunos caballeros romanos bien
conocidos a ofrecer sus personas para salir a los juegos y ejercicios del
anfiteatro, si ya no concedemos que los precios de quien puede mandar obran ló
mismo que la fuerza y necesidad de obedecer.
XV. Mas con todo eso, por no quitarse de golpe el velo de la vergüenza,
presentándose personalmente en el teatro, ordenó los juegos llamados Juveniles
(3), para cuyo ejercicio daban a porfia sus nombres todos, y se hacían alistar,
sin que la nobleza, la edad, ni las honras alcanzadas fuese de impedimento
alguno para dejar de ejercitar el arte de los histriones griegos y latinos,
hasta llegar a hacer gestos y meneos mujeriles; y aun las mujeres ilustres no
imaginaban sino cosas torpes y feas. En la alameda que hizo plantar Augusto
junto al lago en que por su orden se representó una batalla naval, se edificaron
cantidad de tabernas y bodegones para que en ellas se vendiese todo aquello que
pudiese servir a incitar la gula y la lujuria, contribuyendo para ello
indiferentemente todos los buenos por fuerza y los disolutos por ostentación y
vanidad. Fue creciendo con esto la maldad y la infamia de suerte que, en el
tiempo en que más estragadas estuvieron las costumbres, no se vio tan abominable
avenida de lujurias como las que concurrieron en este abismo de suciedades. Si
la vergüenza es una virtud que se conserva con dificultad aun en los actos y
estudios honestos, bien se puede juzgar lo que sería en donde todas las
competencias se fundaban sobre quién tendría más vicios, y el lugar que se le
daría a la virtud, a la honestidad, a la modestia, o a cualquier otra buena y
loable costumbre. Últimamente, el mismo Nerón, acompañado de todos sus privados
y familiares, se presentó en el tablado, templando con gran arte y atención las
cuerdas de su instrumento, y pensando lo que había de cantar. Habíase llegado
también a la fiesta la cohorte que estaba de guardia, y los centuriones y
tribunos; y Burrho, aunque triste y corrido de ver un acto tan vil, no se
atrevía a dejarle de loar como los demás. Entonces, primeramente fue cuando se
escribieron en lista los caballeros romanos llamados augustanos (4), notables
todos por su edad juvenil, fuerza y gallardía; parte de los cuales se movieron a
ello por ser naturalmente libres y sin vergüenza, y los demás por la esperanza
que les daba para engrandecerse el seguir el gusto del príncipe. Todos éstos
andaban hundiendo las calles de día y de noche, dando grandes palmadas en señal
de regocijo, y celebrando con títulos y nombres divinos la hermosura y voz de
Nerón, conque vinieron a hacerse conocer y estimar de todos, más que si toda su
vida hubieran resplandecido en ejercicios de virtud.
XVI. Mas por que no se publicasen del emperador solamente esas habilidades en
juegos y pasatiempos, dio en mostrar afición a componer versos, juntando, no
sólo a los excelentes en esta profesión, sino a cuantos sabía tener algunos
principios de poesía. A todos éstos hacía sentar cabe sí, los cuales tomando los
versos que Nerón iba componiendo de repente, y mezclándolos con los que ya ellos
traían pensados, los trababan unos con otros y hacían de todos juntos una
poesía, supliendo a las palabras en cualquier manera que él las pronunciase;
confusión que se echa bien de ver en los mismos versos, flojos, traídos por los
cabellos, sin elegancia o ímpetu poético, y al fin partos de diferentes
entendimientos. Gastaba también parte del tiempo, después de levantadas las
mesas, en oír disputas de filósofos, por el gusto que le daba el ver la variedad
de sus opiniones; y no faltaban algunos que, aunque profesores de gravedad en el
rostro y en la voz, deseaban ser vistos entre los pasatiempos imperiales.
XVII. En este mismo tiempo, de una ocasión harto ligera nació una matanza bien
grande entre los habitantes de Nocera y Pompeya, en el juego de gladiatores que
se hacía por orden de Livineyo Régulo, aquél que, como dije, fue privado de la
dignidad de senador. Porque provocándose estos dos pueblos uno a otro con
injurias, por medio de la licencia que se suele tomar la plebe en semejantes
concursos, llegaron primero a tirarse piedras, y después a menear las armas;
prevaleciendo la parte de los pompeyanos, donde se hacía la fiesta. Fueron,
pues, llevados a Roma muchos de los nucerinos heridos y estropeados, donde
llegaron otros llorando la muerte de sus hijos y de sus padres. Remitió el
príncipe el conocimiento de esta causa al Senado, y el Senado a los cónsules; de
los cuales vuelta de nuevo al Senado, se prohibió a los pompeyanos el hacer
semejantes juntas por tiempo de diez años, y se deshicieron los colegios que
habían instituido contra las leyes. Livineyo y los otros movedores de la
revuelta fueron castigados con destierro perpetuo.
XVIII. Pedio Bleso fue privado de la dignidad senatoria, acusado por los
cirenenses de haber violado el tesoro de Esculapio, y que en cierta leva que
había hecho de soldados se había dejado cohechar con intercesiones y con
dineros. Estos mismos cirenenses acusaban también a Acilio Estrabón, a quien
envió Claudio con autoridad pretoria a componer las diferencias movidas por las
tierras que fueron del rey Apion (5); las cuales, dejadas por él, junto con el
reino, al pueblo romano, usurpaban mucha parte de ellas los confrontantes,
fundados en una larga, aunque tiránica posesión, con la misma porfía que si las
poseyeran con buen título. Y así, por haber sentenciado contra ellos Estrabón,
cobraron gran aborrecimiento al juez; y el Senado respondió, que, no teniendo
noticia de las comisiones que Estrabón había recibido de Claudio, era fuerza
consultado con el príncipe. El cual, sin embargo que aprobó la sentencia,
escribió que con todo eso quería ayudar a los confederados, y que les hacía
merced de lo que ya ellos se habían usurpado.
XIX. Poco después murieron Domicio Atro y Marco Servilio, varones ilustres, que
en su tiempo florecieron alcanzando los supremos honores y singular elocuencia.
Domicio fue famoso en defender causas en público. Servilio se acreditó siguiendo
largo tiempo el foro, y después escribiendo los sucesos de Roma; vivió una vida
llena de gentileza y aseo, con que acrecentó su renombre; y así como igualó en
el ingenio a Domicio, asimismo fue muy diferente de él en las costumbres.
XX. Siendo cónsules la cuarta vez Nerón y Comelio Coso, se instituyeron en Roma
los juegos quinquenales (6) a la usanza de los combates griegos. De esto se
hablaba variamente en el pueblo, como siempre sucede en las cosas nuevas. Porque
algunos decían que Cneo Pompeyo había sido también culpado por los antiguos
porque hizo el teatro de asiento y firme; porque antes para semejantes juegos se
solían hacer los asientos y las gradas en la ocasión, y pasada la fiesta se
deshacían; y que si se traían a la memoria los tiempos más antiguos, se hallaría
que acostumbraba el pueblo a mirar los espectáculos en pie, teniendo
consideración a que si se sentaban gastarían todos los días floja y ociosamente.
Mas que con no observarse después el estilo antiguo, jamás se había visto que
los pretores en las fiestas que celebraban hubiesen obligado a ciudadano alguno,
no sólo a entrar en ellas, pero tampoco a mirarlas. En lo demás -decían éstos-
desusadas poco a poco las costumbres de la patria, se acaban de arruinar del
todo con los vicios que se traen de fuera; tal, que ya se ve en nuestra ciudad
cuanto puede corromper y ser corrompido; y nuestra juventud, degenerando de su
antigua nobleza, anda desalentada por los ejercicios extranjeros, cursando las
escuelas de las luchas, profesando una vida ociosa, amores torpes y, lo que es
peor, dando por autores de ello al príncipe y al Senado.
Y no se engañan, pues no sólo permiten estos vicios, pero fuerzan a que se
hagan, obligando a recitar a los principales de Roma a que, so color de
oraciones y poesías, manchen sus honras entrando en el tablado. Con que no les
falta ya sino desnudarse en carnes, embrazar los cestos (7) y estudiar las
tretas de este vil ejercicio, en vez de la milicia y las armas. ¿Aprenderán con
esto por ventura la ciencia de los agüeros, la forma de guiar las decurias de
los caballeros, el oficio noble del juzgar, o basta para todo ello el entender
bien los quebrados de la música y admirar la dulzura de los instrumentos y
suavidad de las voces? Y por remate, por que no quede momento de tiempo que dar
a la vergüenza y al recato, han añadido las noches a los días, a fin de que en
aquella confusa mezcla de gente, todo atrevido y desvergonzado, con la comodidad
de la noche, pueda poner las manos en lo que apeteció de día.
XXI. Agradaba en contrario a muchos aquella libertad; mas no atreviéndose a
alabarla descubiertamente, la cubrían con honestos títulos, diciendo: que
tampoco los antiguos, según la fortuna de entonces, aborrecieron el gusto de
semejantes juegos y espectáculos, en cuya prueba fueron ellos los que hicieron
venir de Toscana a los representantes llamados histriones; de los turios los
combates de a caballo (8), y después de conquistadas Asia y Acaya habían
celebrado los juegos públicos con mayor aparato y curiosidad, sin que por esto
se hubiese visto ningún hombre de calidad tan poco cuidadoso de su honra, que se
atreviese a mezclarse en los ejercicios del teatro en doscientos años que habían
pasado desde el triunfo de Lucio Mummio, que fue el primero que dio a los
romanos este linaje de entretenimientos; que el teatro perpetuo se había hecho
por ahorrar el gasto de levantarle y edificarle cada año; que no se consumían
por esto las haciendas propias de los magistrados, ni se daba ocasión al pueblo
de pedir los combates al uso griego, haciéndose todo a costa de la República;
que las victorias de los oradores y poetas servían de despertar los ingenios de
la juventud; que a ninguno, por grande que sea el cargo de su judicatura, debe
ser desagradable el acomodar los oídos a los ejercicios honestos y al pasatiempo
permitido, que aquellas pocas noches que cada cinco años se conceden, en las
cuales con tantas luces no se puede encubrir cosa ilícita, eran más para recrear
los ánimos que para iniciar a vicio y disolución. Y a la verdad pasaron estas
fiestas sin alguna notable honestidad, ni el pueblo anduvo demasiado en sus
competencias; porque aunque volvieron a salir al tablado los pantomimos, se les
prohibió el intervenir en las contiendas sagradas. Ninguno llevó el premio de la
elocuencia; sólo a César declararon por vencedor; y entonces se dejaron de traer
vestidos a la usanza de los griegos que habían usado muchos aquellos días.
XXII. Pareció en estos mismos días un cometa, de los cuales tiene por opinión el
vulgo que pronostican mudanza de rey. Y así, como si hubieran acabado con Nerón,
no se discurría sino sobre quién sería bueno para emperador; celebrando todos a
una voz a Rubelio Plauto, que por parte de madre descendía de la familia Julia.
Vivia éste a lo antiguo, y deleitábase en vestir un traje grave y severo, y de
tener su casa llena de castidad y apartada de conversaciones. Y cuanto más
encogido le tenía el miedo, en tanto mayor estima se conservaba su reputación.
Aumentó este rumor otra interpretación no menos vana que se hizo de un rayo:
porque estando Nerón comiendo junto a los estanques Simbruinos en una casa de
placer llamada Sublaco (9), tocó a las viandas y derribó las mesas. Y porque fue
en los confines de Tívoli, donde Plauto tenía su origen de parte de padre,
creían que le destinaban los dioses la grandeza del Imperio. Y de hecho
comenzaron a favorecerle muchos que por una desordenada ambición, las más veces
engañosa y falsa, suelen irse tras las cosas nuevas y peligrosas. Turbado de
esto, Nerón escribió a Plauto que mirase por sí, y procurase apartarse de los
que con malignidad le infamaban. Y que, pues tenía en Asia muchas posesiones
heredadas de sus abuelos, podía pasar allá seguramente y sin cuidado su
juventud; y así con su mujer Antistia y algunos pocos de sus familiares se
retiró a aquellas partes. En estos días, el desordenado deseo que tenía Nerón de
satisfacer en todo sus apetitos le ocasionó vituperio y peligro grande: porque
habiendo entrado a nadar en la fuente del agua Marciana (10), que se había
traído a la ciudad, parecía que con haberse lavado en ella se hubiesen profanado
aquellas sacras bebidas y la religión de aquel lugar con que, sobreviniéndole
una enfermedad muy peligrosa, se atribuía la causa de ella a la ira de los
dioses por aquel desacato.
XXIII. Corbulón, después de haber destruido la ciudad de Artajata, pareciéndole
a propósito el valerse de aquel terror para apoderarse de Tigranocerta, con cuya
ruina se acabaría de amedrentar el enemigo, o perdonándola ganaría él para sí
fama de clemente, caminó la vuelta de allá con su ejército, no dando muestras de
enojo con hacer daño en la tierra, por no quitarle la esperanza de perdón, ni
yendo tampoco sin su acostumbrada vigilancia; teniendo bastante noticia de la
poca firmeza de aquella gente, y de que así como era vil en los peligros,
asimismo era infiel en viendo la ocasión. Los bárbaros, según la inclinación y
naturaleza de cada año, unos se iban entregando voluntariamente, y otros
desamparaban los lugares retirándose a sitios fuertes y montuosos. Y hubo muchos
que con sus mujeres y cosas de más estima se escondieron en cuevas. Y asimismo,
el capitán romano procedía diversamente con ellos, mostrándose piadoso con los
humildes, diligente con los fugitivos, y con los que buscaban escondrijos fiero
y cruel, abrasándolos dentro con henchir las bocas y respiraderas de las cuevas
de fajina y sarmientos encendidos. Al pasar por los confines de los mardos (11),
le acometió aquella gente, acostumbrada a robar a los caminantes y a retirarse
luego, tomando por guardia la aspereza de los montes. A éstos destruyó Corbulón,
echándolos en su tierra a los iberos; con que a costa de sangre extranjera
castigó la temeridad de los enemigos.
XXIV. Pero él y su ejército, aunque no recibieron daño por las armas, no dejaron
de padecer muchos trabajos por falta de vituallas; tal, que cuando por buena
suerte hallaban algún ganado eran forzados a matar el hambre con carne sola.
Añadíase la gran falta de agua y ardor del estío. Mas todo esto y el fastidio de
tan larga jornada no era posible mitigarlos con otra cosa que con la paciencia
del general, y el verle sufrir más incomodidades y trabajos que al menor
soldado. Con esto llegaron al fin a tierras cultivadas, donde segaron los panes;
y de dos castillos donde se habían retirado los armenios, tomaron el uno al
primer asalto, y el otro, que hizo resistencia, se hubo de rendir con cerco.
Pasados de allí a las tierras de los tauranicios, escapó Corbulón de un notable
y no antevisto peligro; porque no lejos de su tienda fue hallado un bárbaro con
armas, persona de alguna cuenta entre ellos; el cual, examinado con tormentos,
confesó la orden de la traición, el modo con que pensaban ejecutarla y los
cómplices de que él era cabeza, y, después de convencidos, fueron castigados los
que con fingidas muestras de amistad tramaban la maldad. Poco después llegaron
los diputados de Tigranocerta ofreciendo las llaves de su ciudad, y el pueblo
pronto a obedecer al capitán romano, a quien, en señal de que le admirarían en
fiel hospedaje, le presentaron una corona de oro. Recibióla Corbulón, y con
grande honra a los diputados, despachándolos seguros de que no quitarían
privilegio alguno a la ciudad para que con mayor prontitud se conservasen
enteros en su obediencia.
XXV. Mas entrando en ella, no fue posible ganar sin batalla el castillo real
donde se había recogido la juventud feroz con intento de defenderle; la cual,
atreviéndose a salir a pelear fuera de los reparos, rechazó al principio
valerosamente los asaltos, mas cedió al fin. Sucedían todas estas cosas con
tanta facilidad por hallarse los partos ocupados en la guerra con los hircanos,
los cuales habían enviado embajadores al príncipe pidiéndole que los admitiese
en su confederación, alabándose de que por prendas de esta amistad inquietaban y
entretenían a Vologeso. Y volviendo ya estos embajadores de Roma, Corbulón, por
que pasado el Éufrates, no cayesen en manos de las guardias que allí tenía el
enemigo, los hizo acompañar de buena escolta hasta las orillas del mar Bermejo
(12); desde donde, procurando apartarse de los confines de los partos, volvieron
finalmente a su patria.
XXVI. Y habiéndose sabido que entraba Tiridates por las tierras de los medos, en
los últimos límites de Armenia, enviado delante al legado Verulano con la gente
de socorro, siguiéndole Corbulón con las legiones a diligencia, le forzó a
retirarse bien lejos y a dejar los pensamientos de la guerra. Estaba Corbulón
comenzando a dar a saco la tierra y destruyendo a fuego y sangre todas las que
había visto que nos eran contrarias y seguían la voz del rey, y finalmente
tomando la posesión de Armenia y usando de ella como de cosa propia, cuando
llegó elegido por Nerón para el dominio de aquel reino Tigranes, nieto del rey
Arquelao, de la nobleza de Capadocia¡ aunque por haber estado en Roma muchos
años en rehenes, había abatido su ánimo hasta mostrar una paciencia servil. Éste
no fue recibido con gusto de todos, durando todavía la afección en algunos para
con los del linaje Arsácido; sin embargo, aborreciendo los más la soberbia de
los partos, querían antes el rey dado por los romanos. Añadiósele a Tigranes un
presidio de mil legionarios, tres cohortes auxiliarias y dos bandas de caballo.
Y por que más fácilmente pudiese defender el nuevo reino, se ordenó a Trasípoli,
Aristóbulo y Antíoco que, cada uno por su parte confinante, cuando fuese
necesario, acudiesen a su defensa. Tras esto, sucediendo la muerte de Ummidio,
legado de Siria, se dio aquella provincia a Corbulón, para donde se partió.
XXVII. En aquel año, Laodicea, una de las más ilustres ciudades de Asia,
arruinada por un terremoto, se restauró con sus propias riquezas, sin ayuda ni
socorro nuestro. Y, en Italia, la antigua ciudad de Puzol alcanzó de Nerón el
privilegio y nombre de colonia (13). Los veteranos señalados para poblar en
Tarento y en Ancio no suplieron la falta que había de moradores, habiéndose
huido muchos a las provincias donde habían militado, y muchos no acostumbrados
al matrimonio (14) ni a criar los hijos, dejaban las casas yermas y sin
sucesión. Porque no se juntaban ya para fundar una colonia, como antes solían,
las legiones enteras con tribunos, centuriones y con todas las órdenes
militares, para que, unidos y aficionados entre sí, formasen una República; sino
de diversas escuadras, sin conocerse unos a otros, sin cabezas, sin amor
recíproco, los juntaban repentinamente como si fueran hombres de otro mundo, tal
que con razón se podía llamar antes muchedumbre que colonia.
XXVIII. Puso orden el príncipe en las elecciones de pretores que se
acostumbraban hacer a voluntad del Senado; y esto a causa de las grandes
negociaciones, favores y sobornos con que se hacían, dando el gobierno de tres
legiones a tres de aquellos pretendientes que excedían el número de las plazas
vacantes.
Aumentó también la dignidad de los senadores, mandando que los que apelasen de
los jueces particulares al Senado corriesen riesgo de pagar la misma cantidad de
dinero que solían pagar los que apelaban al emperador; porque antes era esta
apelación libre y sin pena alguna. Al fin de este año, Vivio Secundo, caballero
romano, acusado de los mauritanos, fue condenado por la ley de residencia y
desterrado de Italia, valiéndole para no llevar mayor pena el favor de su
hermano Vivio Crispo.
XXIX. En el consulado de Cesonio Peto y Petronio Turpilianú recibieron los
romanos una gran rota en Inglaterra, donde, como tengo dicho, no había el legado
Avito hecho otra cosa que conservar lo ganado. Y a su sucesor Veranio, habiendo
con ligeras corredurías saqueado las tierras de los silures, le atajó la muerte
los progresos de la guerra; hombre tenido, mientras vivió, por famoso en
severidad y entereza; mas, por lo que se coligió después de las últimas palabras
de su testamento, muy ambicioso. Porque después de largas lisonjas para con
Nerón, añadía: que si le durara la vida dos años más, le hubiera acabado de
sojuzgar aquella provincia, Gobernaba entonces a Inglaterra Paulino Suetonio, en
ciencia militar y en fama acerca del pueblo, que no deja ninguno sin darle
competidor, igual a Corbulón; y deseaba, con domar a aquellos rebeldes, igualar
la gloria de haber el otro recuperado el reino de Armenia. Y así, resuelto en
acometer la isla de Mona (15), llena de valerosos pobladores y receptáculo de
fugitivos, hizo fabricar naves chatas, respecto al poco fondo y mal seguro de
aquel mar, para con ellas pasar la infantería. Siguiendo, pues, los caballos por
aquellos bajíos, y donde hallaban las aguas altas nadando, pasaron a la isla.
XXX. Estaban los enemigos a la lengua del agua en varios escuadrones espesos de
hombres y de armas, corriendo entre ellos mujeres con el cabello suelto, en
hábito fúnebre, como se suelen pintar las furias infernales, con hachas
encendidas en las manos. Y los dmidas, dando vueltas alrededor de los suyos,
alzaban las manos al cielo, concitando con horribles imprecaciones la ira de los
dioses contra los soldados romanos; los cuales, con la novedad de aquellos
aspectos, quedaron al principio tan asombrados, que casi con los cuerpos y
miembros pasmados, y sin movimiento ni defensa, se ofrecían a las heridas
enemigas. Mas animándolos el general, avergonzándose unos de otros para no temer
a un ejército mujeril ni a vanos asombros, pasan adelante con las banderas, y
embistiendo a los que hacían resistencia, los envuelven en sus mismos fuegos.
Puso tras esto Paulino buena guarnición en los lugares vencidos, y mandó talar
aquellos bosques consagrados con crueles supersticiones; porque tenían por cosa
lícita sacrificar allí los cautivos, bañar con su sangre los altares, y
consultar a los dioses por medio de las entrañas humanas. Mientras Suetonio
Paulino andaba ocupado en esta empresa, tuvo aviso de una repentina rebelión de
la provincia.
Notas
(1) M. Emilio Lépido, favorito de Calígula y esposo de Drusila, había tenido
relaciones criminales con las dos otras hermanas Julía Livila y Agripina.
(2) Se celebraban del 19 al 23 de marzo inclusive, sobre todo en el interior del
hogar, por eso Nerón invita engañosamente a su madre. Horacio las recuerda,
Epístolas, II, 2, 197, por ser éstos los días de Minerva, festivos para los
niños y moros:
Puer et festus quinqualtribus olim;
Exiguo gratoque fruaris tempore raptim:
y Simaco en el libro V, Nempe Minerva, etc. Las ferias se hacían con el fin de
divertir a los niños, y los espectáculos de gladiadores para esparcimiento de
los mozos. Ovidio en los Fastos III, 809, hace mención de ellos, diciendo:
Sanguine prima vaeat, nee fas concurrere ferro, etc.
(3) Según Dion, LXI, 19, Neron instituyó estos juegos al nacerle barbas, cuyos
pelos consagró a Júpiter Capitalino, después de haberlos encerrado en una cajita
de oro.
(4) Esa tropa, cuyo número se elevó hasta cinco mil, se reclutaba entre el
pueblo. Los mejores, si no únicos títulos para entrar en ella, eran la robustez
de los pulmones y la sonoridad de la voz. Los jefes recibian cuarenta mil
sestercios de paga.
(5) Descendiente de los Lagidas. Fue el último soberano de esa parte de la
Libia, en la cual había las ciudades de Berenice. Tolemaída y Cirine, pues legó
sus estados al pueblo romano en el año 660 de Roma.
(6) Existen monedas de Nerón en las que se ve una mesa con corona y una paldera,
con esta inscripción: CERTA. QUINQ. ROM. CONS. o sea, certamen quinquenale Romae
constituit. Lipsio, de quien es esta nota, presume que Nerón tomó la idea de
estos juegos de los napolitanos, los cuales los habían instituído en honor de
Augusto.
(7) Dábase este nombre a una especie de manoplas, que se usaban para el
pugilato, y que consistian en correas que se ataban alrededor de las manos y de
los puños, y que subian a veces hasta los codos, armadas de pedazos de plomo o
de clavos de metal.
(8) También dice Livio, lib. I, 31, que el juego de caballos trae su origen de
los tuscos: Ludicrum fuit, etc., y siendo antiquisimo en Roma este certamen,
apenas se puede creer que hubiera venido de países tan distantes,
particularmente cuando la Grecia Magna y toda aquella región en que estaban
situados los turios no era tan conocida de los romanos, y esto le movió a Lipsio
a separarse de Tácito, dando a entender que los turios eran vecinos de los
tarentinos, vencidos por éstos, según cuenta Estrabón, los cuales tenian un
lugar llamado Sibaris, célebre por su amenidad.
(9) Tácito menciona los montes Simbruinos en el lib. XI, 13. Plinio, III, 17
(12) Y tres lagos formados por el Anio o Teverón, que han dado nombre al
Sublaqueum.
(10) Era uno de los más célebres acueductos de la antigua Roma. Plinio. XXXI, 3,
le supone construido por el rey Anco Marcio, y dice que fue restaurado por el
pretor Q. Marcio Rex, y más tarde por Agripa. Pero lo más probable es que Quinto
Marcio lo mandase construir, siendo pretor, en el año 608 de Roma, y que su
sobrenombre de Rex por un lado y por otro la vanidad romana bastaron para
acreditar la opinión contraria. Todavía se ven en Roma imponentes ruinas de ese
magnífico acueducto.
(11) Según Anquetil Duperron, era un pueblo pastor, que habitaba primitivaniente
al este del mar Caspio, y que, a consecuencia de emigraciones totales o
parciales, se estableció sucesivamente en la Carmania desierta, en las puertas
Caspias, en la Media Atropatene, al norte del Euxino, y que al través de la
ruina de los imperios y bajo las dominaciones de los persas, de los griegos, de
los partos y de los romanos, supo, a favor de su vida nómada y de sus costumbres
salvajes, conservar su nacionalidad e independencia.
(12) Los antiguos comprendían bajo este nombre no sólo los golfos Arábigo y
Pérsico, sino hasta una parte del mar de las Indias.
(13) ¿Alcanzaron los puteolos el derecho de colonia? Este lugar, según dicen
Livio y Veleyo, hacía mucho tiempo que gozaba de este derecho, y comenzó esta
colonia de los puteolos a los 560 años de la fundación de Roma, siendo cónsules
P. Escipión Africano y Tit. Sempronio; lo confirman algunas inscripciones.
(14) Antes del emperador Severo, el soldado romano no podía contraer el
conjugium o matrimonio, según las leyes romanas, que tan sólo podía verificarse
entre un ciudadano y una ciudadana y que era el único por el cual se transmitían
a los hijos los titulos y los derechos de sus padres. Permitiase con todo a los
soldados una especie de unión, llamada mammonium, acaso porque los hijos que de
él nacían no tenían más estado que el de la madre, matris. A esas mujeres se las
llamaba, sin embargo, uxores, esposas, y el soldado podía tenerlas en los
diferentes paises donde servia, y como los hijos que de ellas nacían no podían
ser ciudadanos, sino que permanecían extranjeros o esclavos, sus padres no se
tomaban el trabajo de mantenerlos (neque liberís alendis sueti), sino que los
abandonaban o vendían. El abate Brotier menciona dos licencias otorgadas, la una
por Galba y la otra por Domiciano, a dos soldados extranjeros que habían servido
con distinción por espacio de veinticinco años en las cuales se ve que, al
darles el titulo de ciudadanos para ellos y sus descendientes, se les concedía
como una recompensa el conjugium romanum con las esposas con que estaban unidos
al recibir la licencia. Si tenían muchas, no se autorizaba el matrimonio más que
con una.
(15) Existen dos islas de este nombre, una de que habla César, y es la llamada
en el día Man, y otra, que es la mencionada en este pasaje por Tácito, y
corresponde a la que es conocida con el nombre de Anglesey.
LIBRO DÉCIMOCUARTO
Segunda parte
Acude Suetonio, y en una batalla vence al enemigo y sosiega la provincia. -
El prefecto de Roma es hallado muerto en su casa. - Litígase el cumplimiento de
la ley sobre el castigar la familia, y prevalece el parecer de Casio. - Modérase
la ley de majestad. - Muere Burrho. - Séneca, envidiado de los malos, pide
licencia a César y no la alcanza. - Tigelino, dueño del manejo de los negocios,
procura acreditarse con la muerte de Plauto y de Sila. - Nerón repudia a Octavia
y se casa con Popea. - Altérase por este caso el pueblo, y al fin matan a
Octavia en la isla Pandataria.
XXXI. Prasutago, rey de los icenos, muy esclarecidos por sus grandes riquezas,
había en su testamento dejado por herederos a César y a dos hijas suyas,
pareciéndole que con esta demostración de amor para con el príncipe aseguraba el
reino y su casa de toda injuria. Mas salióle tan al revés, que por esta misma
causa los centuriones destruyeron el reino, y los esclavos saquearon su casa
como si fueran despojos de enemigos. Y antes de esto, la reina Boudicea, su
mujer, había sido azotada, y violadas sus hijas. Y como si de toda aquella
región se hubiera hecho un presente a los romanos, fueron despojados los
principales icenos de sus antiguas posesiones, y los parientes del rey puestos
en el número de los esclavos. Movidos, pues, con estas afrentas, temerosos de
otras mayores, y viéndose ya reducidos a sujeción en forma de provincia,
arrebatan las armas después de haber incitado a la rebelión a los trinobantes
(1) y a otros pueblos no habituados aún a la servidumbre, y en sus secretas
juntas jurado de comprar la libertad con la vida; mostrando particular
aborrecimiento a los soldados veteranos; porque llevados poco antes a poblar la
colonia de Camaloduno, los echaban de sus casas, les quitaban sus heredades y
posesiones, llamándolos cautivos y esclavos. Favorecían también los demás
soldados la insolencia de los veteranos jubilados, por la conformidad de la vida
y por la esperanza de tener la misma licencia. A más de esto, el templo poco
antes edificado en honra del divo Claudio era mirado de ellos como por una señal
y muestra de nuestro perpetuo dominio; y los sacerdotes señalados para servicio
del mismo templo, so color de religión, les consumían todos sus bienes. Y no les
parecía cosa dificultosa a los ingleses el apoderarse de una colonia mal
fortificada, habiendo nuestros capitanes faltado en esto, mientras pensaron
antes en la amenidad del sitio, que en la necesidad que se les podía ofrecer de
defenderse.
XXXII. Entre estas cosas, en Camaloduno cayó una estatua que allí había de la
Victoria, sin ninguna causa aparente, vuelta con el rostro en contrario de donde
podía venir el enemigo, como cediendo y dándole lugar; y las mujeres, llevadas
de un furor desatinado, cantaban que estaba ya cerca la destrucción de aquellos
pesados huéspedes. Y el ruido y los bramidos espantosos que se oyeron en las
casas del ayuntamiento, el eco de terribles aullidos en el teatro, y cierta
visión o fantasma (2) que se vio en el reflujo del mar, amenazaban la total
destrucción de aquella colonia. Tras esto, el ver al océano de color de sangre,
y las figuras como de cuerpos humanos que iba dejando impresas en la arena el
agua a su menguante, así como los ingleses lo tomaban por buen agüero, asimismo
causaba en los veteranos particular terror. Mas, porque Suetonio se hallaba
lejos, pidieron socorro a Cato Deciano, procurador de la provincia, el cual les
envió solamente doscientos hombres mal armados; y en la colonia había pocos
soldados, asegurados a su parecer con la fortaleza del templo; aunque por
estorbado, los que se entendían secretamente con los rebeldes no abrieron fosos,
no levantaron trincheras, ni acabaron de resolverse en descargarse de la gente
inútil y quedarse solamente con la juventud, para resistir con ellos al enemigo.
Estando, pues, así desproveídos y descuidados como en tiempo de paz, los rodea,
acomete y entra de improviso una gran multitud de bárbaros, y en aquel primer
ímpetu fue saqueado y abrasado todo. El templo donde se retiraron los soldados
se tomó por asalto con sola la resistencia de dos días. Los ingleses
victoriosos, saliendo al encuentro a Petilio Cerial, legado de la novena legión,
que venía en socorro de los romanos, rompieron la legión y degollaron toda la
infantería, salvándose Cerial con los caballos dentro de los alojamientos por
beneficio de las trincheras. Atemorizado de esta rota, el procurador Catón, y
del aborrecimiento concebido contra él por toda la provincia, a la que su
avaricia había hecho tomar las armas, se retiró a la Galia.
XXXIII. Mas Suetonio, con maravillosa constancia, pasando por medio de los
enemigos, llegó con la gente a Londres, lugar no ennoblecido con el nombre de
colonia, aunque harto célebre por el concurso de mercaderes y por la abundancia
de mantenimientos; donde estando en duda si haría allí el asiento de la guerra,
considerado el poco número de soldados con que se hallaba y escarmentado en el
suceso que tuvo la temeridad de Petilio, determinó de salvar las demás cosas con
daño de una sola ciudad; y sin dejarse vencer de lamentos y llantos de los que
le pedían ayuda, dio la señal de marchar, no rehusando de recibir en el ejército
a todos los que le quisieron seguir. La gente inútil por sexo o por edad, y los
que detenidos por la dulzura y afición de la tierra se quedaron en Londres,
murieron a manos del enemigo. En la misma calamidad cayó el municipio Verulamio;
porque los bárbaros, dejando los castillos y las tierras donde había gente de
presidio, saquearon los lugares más ricos, y puesta en salvo la presa, iban
alegres la vuelta de los otros más insignes. Es cosa cierta que en los dichos
lugares murieron setenta mil personas entre ciudadanos y confederados, pues no
habiéndose usado entonces el tomar en prisión, vender o rescatar los presos, no
se puso en práctica ningún otro género de contratación de buena guerra; todo era
muertes, tormentos, fuegos y cruces; y anteviendo que habían de padecer el mismo
castigo, vengaron las injurias hechas y por hacer.
XXXIV. Ya Suetonio, entre la legión décimocuarta, los jubilados de la vigésima y
los socorros de los lugares vecinos, tenía juntos al pie de diez mil soldados,
cuando se resolvió no diferir más el dar la batalla, habiendo escogido un puesto
con la entrada estrecha y cerrado por los costados de bosque, seguro de que el
enemigo no le podía acometer sino por la frente y que la campaña rasa quitaba
toda sospecha de emboscadas. Formando, pues, un escuadrón de los legionarios, lo
rodeó de la gente armada a la ligera, poniendo en las alas la caballería. Pero
la gente inglesa iba por toda la campaña a escuadras y a tropas saltando y
haciendo fiesta; no se vio jamás junto tan gran número de esta gente, y venía
con ánimo tan feroz, que, para tener testigos de la victoria, traían consigo a
sus mujeres en carros, que pusieron de retaguardia en lo llano.
XXXV. Y Boudicea en el suyo, llevando consigo a sus hijas, según se iba
acercando a las escuadras de aquellas naciones, les decía: que no era cosa nueva
a los britanos pelear debajo del gobierno de mujeres; mas que, sin embargo,
quería ella entonces proceder, no como descendiente de tan famosos y ricos
progenitores, sino vengar como una de las demás mujeres del vulgo la libertad
perdida, el cuerpo molido a azotes y la virginidad quitada a sus pobres hijas;
habiendo pasado tan adelante los apetitos desordenados de los romanos, que ni a
los cuerpos, ni a la vejez, ni a la virginidad perdonaban, violándolo y
contaminándolo todo. Mas que los dioses favorecían más a las venganzas justas,
como lo mostraba bien la legión degollada que se atrevió a pelear. Los demás
-decía ella-, o escondidos en sus alojamientos, o buscando caminos por donde
huir, no sufrían el estruendo y vocería de tanto número de soldados, cuanto y
más el ímpetu y las manos. Vosotros, si consideráis bien la cantidad de la gente
de ambas partes y las causas de la guerra, haréis resolución de vencer o morir
en esta batalla; las mujeres, a lo menos, hecha tenemos esta cuenta. Vivan los
varones, si quieren, en perpetua servidumbre.
XXXVI. No callaba Suetonio en tan gran peligro; el cual, aunque confiaba mucho
en el valor de sus soldados, no por eso dejaba de mezclar exhortaciones y
ruegos, incitándolos a que menospreciasen las vanas y resonantes amenazas de
aquellos bárbaros; mostrándoles cómo había entre ellos mayor número de mujeres
que de juventud; que era gente vil, desarmada y muchas veces vencida. Cederán
sin duda -decía él- en viendo las armas y el valor de los vencedores. Hasta en
los ejércitos de muchas legiones son pocos los que desbaratan al enemigo; y
nosotros añadiremos esto más a nuestra gloria, si con este poco número que somos
ganamos fama como de ejército entero. Advirtióles que procurasen ir bien
cerrados, y de que en habiendo arrojado los dardos, continuasen la matanza con
las espadas, cubriéndose bien con los escudos, sin acordarse de la presa, pues
ganada la victoria había de ser todo suyo. Seguía a las palabras del capitán tal
ardor en la gente, y estaban tan apercibidos y dispuestos a arrojar los dardos
aquellos soldados viejos y experimentados en tantas peleas, que Suetonio, seguro
de tener buen suceso, dio al punto la señal de la batalla.
XXXVII. Estuvo firme al principio la legión, teniendo en lugar de reparo la
estrechura del puesto; mas después que llegados los enemigos a tiro de dardo,
hubieron los nuestros gastado, y no en vano, todas sus armas arrojadizas,
cerraron impetuosamente en escuadrón apiñado. No fue menor el ímpetu con que
embistió la gente de socorro, y la caballería, con las lanzas en ristre, rompe y
atropella cuanto topa y le hace resistencia. Volvieron los demás las espaldas,
aunque podían escapar con dificutad, habiéndose ellos mismos cerrado el paso con
sus propios carros. No se abstuvieron los nuestros de matar hasta las mujeres; y
los caballos, atravesados con nuestros dardos, hacían mayor el número de los
cuerpos muertos. Grande y esclarecida gloria fue la que se ganó este día, digna
de compararse a las antiguas y más nobles victorias; porque hay quien escribe
que, con la pérdida sola de cuatrocientos de los nuestros y pocos más heridos,
quedaron en el campo degollados al pie de ochenta mil ingleses.
Boudicea acabó su vida con veneno, y Penio Póstumo, prefecto del campo de la
segunda legión, viendo el suceso próspero de las legiones catorce y veinte; por
haber defraudado de la misma honra a los de la suya, no habiendo, contra las
órdenes militares, cumplido las que le dio el general, se atravesó el pecho con
su propia espada.
XXXVIII. Recogido después todo el ejército, se tuvo debajo de tiendas con
intento de fenecer la guerra, aumentando César las fuerzas de él con enviar de
Germania dos mil legionarios, ocho cohortes de auxiliarios y mil caballos; con
cuya venida se rehizo de legionarios la novena legión. Las cohortes y bandas de
caballos se pusieron en nuevos alojamientos, con orden de hacer la guerra a
fuego y a sangre a todos los pueblos que en aquellos tumultos habían sido
contrarios o neutrales. Mas ninguna cosa les afligía tanto como el hambre,
habiendo por acudir chicos y grandes a la guerra olvidado del todo el uso de
cultivar y sembrar los campos, fiados en que no les podían faltar nuestras
vituallas; gente feroz y de las que con dificultad se inclinan a la paz.
Desayudaba también Julio Glasiciano, enviado por sucesor de Catón, mostrándose
enemigo de Suetonio y haciendo poco caso del bien público a trueque de fomentar
sus pasiones particulares. Éste echó voz que convenía esperar al nuevo legado,
el cual, sin ira de enemigo ni soberbia de vencedor, trataría con clemencia a
los que se nos fuesen rindiendo. Escribía a más de esto a Roma que no esperasen
el fin de aquella guerra si no se enviaba sucesor a Suetonio; atribuyendo todos
los sucesos adversos a sus maldades, y los prósperos a la fortuna de la
República.
XXXIX. Y así se envió a Policleto, uno de los libertos de César, con orden de
visitar el estado en que estaban las cosas en Inglaterra, con gran esperanza de
Nerón de que con la autoridad de éste, no solamente se pacificarían el legado y
el procurador, mas que sería posible inclinar los ánimos fieros de aquellos
bárbaros a la paz.
Y no faltó por su parte Policleto en atemorizar hasta a nuestros propios
soldados, pasada la mar, después de haberse mostrado cargoso y molesto a Italia
y Francia con su terrible y soberbio acompañamiento. Mas a los enemigos, todo
aquello era ocasión de burla y escarnio; entre los cuales, viviendo aún el
nombre de libertad y menospreciando la grandeza y el poder de los libertos, se
espantaban de ver que el general y el ejército victorioso en una guerra tan
importante se consolasen de obedecer a esclavos. Refiriéndose con todo eso al
emperador estas cosas más blandamente de lo que pasaban; y Suetonio continuó en
el gobierno de la provincia; al cual, porque después perdió en aquellas costas
algunas galeras con toda la chusma, se le ordenó, como si todavía durara la
guerra, que entregase el ejército a Petronio Turpiliano, que acababa de dejar el
consulado. Éste sin provocar al enemigo ni ser provocados de él, honró a su
ociosidad floja y perezosa con honesto nombre de paz.
XL. En este año se cometieron en Roma dos notables maldades, una por
atrevimiento de un senador, y otra por osadía de un esclavo. Domicio Balbo,
varón pretorio, por hallarse viejo, sin hijos y con mucho dinero, vivía sujeto a
mil asechanzas; en cuya prueba, Valerio Fabiano, pariente suyo, nombrado ya para
ejercer oficios públicos, hizo en su nombre un testamento falso, acompañándose
de Vinicio Rufino y Terencio Leontino, caballeros romanos, los cuales añadieron
a Antonio Primo y a Asinio Marcelo: Antonio, atrevido y pronto, y Marcelo,
ilustre por la fama de su bisabuelo Asinio Polión; ni por sus costumbres era
digno de menosprecio, salvo en tener a la pobreza por el mayor de todos los
males.
De éstos, pues, y de otros de menos nombre se sirvió Fabiano para autenticar el
testamento; de que al fin convencido en el Senado, fueron Fabiano, Antonio,
Rufino y Terencio condenados en virtud de la ley Comelia. Marcelo, por la
memoria de sus antepasados y por los ruegos de César, fue librado de la pena
harto más que de la infamia.
XLI. Quedó aquel día infamado también Pompeyano Eliano, mancebo que había sido
cuestor, como cómplice en el delito con Fabiano, y por esto fue desterrado de
Italia y de España, donde había nacido.
El mismo castigo se dio a Valerio Póntico por haber denunciado los delincuentes
ante el pretor, para que, quitado el conocimiento de la causa al prefecto de la
ciudad, primero so color de las leyes y después usando mal de ellas, se
desvaneciese la acusación y se evitase el castigo. Añadióse con esta ocasión un
decreto del Senado: Que cualquiera que comprase o vendiese su favor para
semejantes cosas fuese castigado con la misma pena que si hubiera sido condenado
por público juicio de calumnia.
XLII. No mucho después de este caso, Pedanio Secundo, prefecto de Roma, fue
muerto por uno de sus esclavos, o por haberle negado la libertad después de
avenidos en el precio, o por celos de cierto mozo, no pudiendo sufrir a su amo
por competidor; y porque, según la costumbre antigua (3), era menester hacer
morir a todos los esclavos del señor que al tiempo de su muerte se hallasen
debajo del techo de la misma casa, concurriendo el pueblo a la protección de
tantos inocentes, faltó poco que no llegase la cosa a general tumulto y
sedición. Había también en el mismo Senado quien favorecía a los que vituperaban
tan excesiva severidad; votando los más que no se mudase cosa alguna de lo que
antiguamente Se acostumbraba. Uno de los cuales, es a saber, Cayo Casio,
llegándole la vez de dar su voto, le declaró en esta sustancia:
XLIII. Muchas veces me he hallado en este lugar, padres conscriptos, cuando se
han pedido nuevos decretos del Senado contra los estatutos y las leyes de
nuestros antecesores y ninguna se ha hecho por mi parte contradicción; no por
poner duda en que se ha proveído en todos los negocios mejor y más justamente
por lo pasado, ni en que el mudar las cosas sirve de más que de empeorarlas,
sino por no parecer que procuro mi propia estimación mostrando demasiado afecto
a las costumbres antiguas. Tras esto, no juzgaba por acertado destruir y
arruinar nuestra autoridad, tal cual es, con perpetuas contradicciones,
procurando guardarla entera para cuando lo necesitase el servicio público en los
casos semejantes al que hoy ha sucedido, habiendo sido muerto un ciudadano
consular en su propia casa, por traición de sus esclavos, sin que ninguno le
haya defendido ni revelado el delito estando todavía fresca la tinta con que se
escribió el decreto del Senado que amenaza a toda la familia en este caso con
pena de muerte. Decretad ahora, por Hércules, que no se castigue este delito,
veremos a quién defiende su dignidad; si no le ha sido de provecho a Pedanio el
ser prefecto de Roma, ¿a quién el número de esclavos, si cuatrocientos que tenía
el prefecto no han sido bastantes para defenderle? ¿A quién dará ayuda su propia
familia, pues ni aún por su mismo temor se mueve a reparar nuestros peligros?
Supongamos, como no se avergüenzan de decir algunos, que el homicida ha querido
vengar su agravio, por haber comprado su libertad con dineros de su patrimonio,
o porque se le quería quitar por fuerza un esclavo heredado de sus abuelos.
Concedamos, finalmente, que Pedanio ha sido muerto con razón.
XLIV. Quiero ir arguyendo ahora sobre lo que movió a los antiguos legisladores,
más sabios sin duda que nosotros, a establecer semejante ley, como si tratásemos
de establecerla. ¿Paréceos acaso posible que un esclavo se resuelva en matar a
su señor, sin que primero se le escape alguna amenaza, ni sin que se le oiga
alguna palabra desconsiderada? Sea sí que haya podido tener encubierta su
traición y preparar el cuchillo escondidamente; mas pasar entre las guardias,
abrir las puertas de los aposentos, llevar la luz y cometer el homicidio, ¿puédese
haber hecho con ignorancia de todos los demás? Suelen antever los esclavos
muchos indicios de la maldad que se quiere cometer; los cuales, si una vez nos
los advierten, podremos vivir solos entre muchos, seguros entre los
malintencionados; y cuando no lo hagan y sea necesario morir, nos servirá de
consuelo el saber que ha de ser también vengada nuestra muerte. Nuestros
antepasados tuvieron siempre por sospechosos el ingenio y natural de los
esclavos, aunque fuesen nacidos en sus propias casas y heredades, por más que se
pudiese esperar de ellos que en naciendo habían de recibir y alimentar en sí el
amor y la afición para con sus señores. Pero ahora que recibimos en nuestras
casas naciones enteras, y tenemos por esclavos gentes de diversas costumbres, de
extrañas religiones, y por ventura de ninguna, ¿con qué podremos refrenar mejor
las insolencias de esta canalla que con tenerlos en perpetuo temor? Diránme que
forzosamente habían de morir muchos inocentes; pregunto, cuando se diezma un
ejército en castigo de haber mostrado vileza y cobardía, ¿no suele tocar también
la suerte a los valerosos? Todo gran ejemplo trae consigo su porción de
injusticia en particular, que al fin se recompensa con el provecho público.
XLV. Al parecer de Casio, así como no se atrevió a contradecir ninguno a solas,
así también en general se respondían las voces discordantes y confusas de los
que tenían compasión al número, a la edad, al sexo y a la inocencia indubitada
de muchos. Prevaleció con todo eso la parte que votaba la sentencia de muerte
contra todos; aunque no se podía obedecer el mandamiento del Senado, a causa de
haberse amontonado gran muchedumbre de pueblo en su defensa, los cuales
amenazaban con piedras y con fuego. Entonces, César reprendió al pueblo con
públicos pregones, e hizo guarnecer de gente de guerra todas las calles por
donde habían de pasar los sentenciados. Había votado Cingonio Varrón que también
los libertos de la misma casa fuesen desterrados de Italia, mas no lo consintió
el príncipe, por no alterar con la crueldad aquella antigua costumbre que no
había podido moderar la misericordia.
XLVI. Ante los mismos cónsules, a instancia de los de la provincia de Bitinia,
fue condenado por la ley de residencia Tarquicio Prisco, con gusto grande de los
senadores, que se acordaban de cuando él mismo acusó a su procónsul Estatilio
Tauro. Cobraron este año los tributos de las Galias Quinto Volusio, Sextio
Africano y Trebelio Máximo; y mientras los dos primeros, contendiendo entre sí
de nobleza, se desdeñan de tener a Trebelio por compañero, le hicieron más
estimado que ellos.
XLVII. Murió este mismo año Memmio Régulo, harto ilustre y esclarecido en
autoridad, en fama y en prudencia, cuanto se concedía en aquellos tiempos,
oscurecidos por la grandeza del imperio; tanto, que enfermando Nerón, y
adulándole los que le estaban cerca con decir: que se acabaría el Imperio, si
por desgracia muriese Nerón, respondió que a la República no le faltaría quien
la sustentase. Y preguntándole tras esto que en quién particularmente podían
fundar sus esperanzas, añadió que en Memmio Régulo. Sin embargo vivió Régulo
después de esto defendido de su natural quietud, y de no ser su nobleza muy
antigua, ni sus riquezas tan grandes que mereciesen ser envidiadas. Dedicó aquel
año Nerón el gimnasio (4), y dio el aceite a los senadores y caballeros,
siguiendo la costumbre y facilidad griega.
XLVIII. Hechos cónsules Publio Mario y Lucio Asinio, Antistio, pretor, que, como
dije, se gobernó tan mal en el oficio de tribuno del pueblo, compuso algunos
versos en vituperio del príncipe y los publicó en un solemne banquete que se
hacía en casa de Ostorio Escápula; poco después fue acusado por la ley de
majestad ofendida por Cosuciano Capitón, admitido no mucho antes a la dignidad
senatoria por intercesión de Tigelino, su suegro. Creyóse entonces,
primeramente, que se había vuelto a introducir y poner en práctica aquella ley;
lo cual no fue tanta causa de la ruina de Antistio cuanto de gloria al
emperador, que condenado Antistio por los senadores, le libró, haciendo que se
interpusiese la contradicción de los tribunos. Y aunque examinado Ostorio por
testigo, afirmaba no haber oído cosa, se dio crédito con todo a los que
testificaban lo contrario. Y Junio Marcelo, nombrado para cónsul, votó que el
reo, desgraduado del oficio de pretor, fuese muerto conforme a la costumbre
antigua; y conformándose con él todos los demás, Peto Trasea, después de haber
hablado muy en favor de César y reprendido ásperamente a Antistio, dijo: que no
convenía en tiempo de un príncipe tan benigno, y sin haber necesidad alguna que
obligase al Senado a mostrar rigor, dar al condenado toda la pena merecida por
sus culpas; que hacía ya mucho tiempo que no se hablaba de verdugos ni de lazos,
sin que por esto faltasen otras penas ordenadas por las leyes, con las cuales,
sin crueldad de los jueces y sin infamia de los tiempos, se podían decretar los
castigos; que antes le desterrasen a una isla y le confiscasen los bienes, donde
cuanto más le durase la vida infame tanto más tardaría en salir de su
infelicidad y miseria, y entretanto serviría al mundo de un nobilísimo y público
ejemplo de clemencia.
XLIX. La libertad de Trasea rompió el servil silencio de los otros; y habiendo
el cónsul dado licencia para que se declarasen los votos por discesión, todos se
pasaron de su parte, salvo algunos pocos, entre los cuales Aula Vitelio se
mostró prontísimo en la adulación; hombre que de ordinario provocaba con
injurias a los mejores, y que no se avergonzaba de callar con quien le mostraba
el rostro, como es propio de ánimos viles. Mas los cónsules, no atreviéndose a
establecer el decreto del Senado, escribieron de acuerdo a César todo lo que
pensaban. Él, suspenso entre la vergüenza y la ira, respondió finalmente: que
Antistio, sin ser provocado por él con alguna injuria, había dicho grandes
oprobios contra su persona, de los cuales, habiendo pedido el castigo ante los
senadores, hubiera sido justo castigarle conforme a la gravedad del delito. Pero
que así como él no hubiera impedido la severidad y rigor del juicio, así tampoco
quería prohibir la moderación; que lo juzgasen como quisiesen, que hasta para
absolverle les daba licencia. Leídas en el Senado estas o semejantes cartas, y
siendo claro y manifiesto el enojo del príncipe, no por esto mudaron los
cónsules la determinación que tenían hecha, ni Trasea retractó su parecer, parte
por no cargar al príncipe toda la nota y aborrecimiento que podía ocasionar el
rigor; los más, seguros con el número de los que habían concurrido con el mismo
voto y Trasea, por su acostumbrada constancia y por no descaecer de la
reputación que había ganado.
L. Por otro delito semejante a éste fue trabajado y afligido Fabricio Veyenton
(5), habiendo escrito en ciertos libros, llamados por él codicilos, cosas muy
feas de senadores y de sacerdotes. Añadía el acusador Talio Gemino que había
vendido las mercedes del príncipe y el derecho de alcanzar honores y oficios
públicos; cosa que movió a Nerón a querer ser él mismo juez de esta causa; y
habiendo sido convencido Veyenton, le desterró de Italia e hizo quemar todos los
libros, que se buscaron y leyeron con gusto y curiosidad mientras no se podían
tener sin peligro, hasta que la libertad de tenerlos fue causa de que no se
buscasen ni estimasen.
LI. Mas creciendo cada día y haciéndose por momentos mayores los males públicos,
iban en contrario faltando al mismo paso los remedios. Acabó sus días Burrho; no
se sabe de cierto si de enfermedad o de veneno. Hacíase conjetura de que murió
de enfermedad, porque hinchándosele las agallas poco a poco, y apretándosele el
paso al respiradero, le iba faltando el espíritu. Muchos afirmaban que por orden
de Nerón, como para aplicarle algún remedio, se le tocó el paladar con licor
atosigado, y que Burrho, entendida la maldad, cuando le visitó en su casa el
príncipe, le volvió las espaldas sin quererle mirar; y preguntado por él cómo
estaba, no respondió sino solas estas palabras: bueno estoy. Dejó Burrho gran
deseo de sí en la ciudad por la memoria de sus virtudes, y por respeto de la vil
inocencia del uno de sus sucesores y de las maldades grandes y los adulterios
del otro. Porque César, dividido entre dos el cargo de las cohortes pretorias,
es a saber, en Fenio Rufo, en gracia del pueblo, de quien era amado porque
trataba el manejo de las provisiones universales sin mostrarse interesado ni
codicioso, y en Sofonio Tigelino (6), amado y favorecido del príncipe por su
antigua infamia y deshonestidad, y por la semejanza de costumbres. El de mayor
autoridad para con César era Tigelino, como persona a quien había escogido por
compañero para sus más secretos vicios y deshonestidades. Rufo estaba más
bienquisto con el pueblo y con los soldados; cosa que le era de harto daño para
conservarse en gracia de Nerón.
LII. La muerte de Burrho echó por tierra la grandeza y el poder de Séneca, no
teniendo ya para con Nerón las buenas artes el lugar y las fuerzas que antes,
habiendo perdido a uno de los dos que le servían como de cabeza y guía,
inclinándose él cada día más a los peores. Éstos, pues, con varias acusaciones y
calumnias, toman a su cargo el derribar a Séneca, diciendo: Que no se cansaba
jamás de ir aumentando sus grandes riquezas, con exceder de mucho a lo que
convenía a persona particular; que procuraba granjear el favor de los
ciudadanos; que con la hermosura y el regalo de sus jardines, y magnificencias
de sus palacios y casas de placer, casi se aventajaba al mismo príncipe; que se
atribuía a sí solo el loor de la elocuencia, y que se había dado a componer
versos después de que Nerón había mostrado afición a este ejercicio, como en
emulación y competencia suya; que era contrario público de los gustos del
príncipe; que hacía escarnio de su mucha fuerza en regir y gobernar caballos, y
se burlaba de su voz las veces que cantaba. Todo para que no parezca que hay en
la República cosa buena que no sea inventada por Séneca; que era acabada la
niñez de Nerón, y que ya entonces se hallaba en la flor y nervio de su juventud;
que era tiempo de dejar el maestro, pues de buena razón debía estar
bastantemente instruido con ejemplo y memoria de tan prudentes preceptores como
sus pasados.
LIII. Pero Séneca, advertido por algunos en quienes todavía quedaba algún rastro
de honestidad de que no dormían los malsines, viendo por otra parte que César se
apartaba cada día más de su trato y comunicación, pedida y alcanzada audiencia,
comenzó así: Catorce años ha, oh César, que me arrimé a tus esperanzas, y éste
que corre es el octavo desde que posees el imperio. En este tiempo has
multiplicado en mí tantas honras y tantas riquezas, que no le falta otra cosa a
mi felicidad para llegar a su colmo que el saberla yo moderar. Serviréme de
grandes ejemplos, no de gente de mi fortuna, sino de la tuya. Tu rebisabuelo
Augusto concedió a Marco Agripa el poderse retirar a Mitilene, y a Cayo Mecenas
el vivir en ociosidad y reposo en esta misma ciudad, como si estuviera en un
lugar muy apartado; de los cuales, el uno compañero suyo en las guerras y el
otro habiendo trabajado mucho por él en Roma, si a la verdad alcanzaron grandes
mercedes, fueron sin duda ocasionadas también de grandes servicios; mas yo, ¿qué
otra cosa puedo alegar por causa de tu liberalidad, que mis estudios, criados,
por decirlo así, en el regalo y a la sombra, de los cuales me ha resultado tanta
reputación, que he merecido enseñarte las primeras letras y componer tu
juventud, precio excesivo a tan honrado trabajo? Mas tú hasme hecho mercedes sin
medida, hasme dado riquezas sin número, y de tal manera que, cuando retiro a mí
el pensamiento, me digo muchas veces a mí mismo: ¿Qué es esto, Séneca? ¿Eres tú
aquel cordobés a quien, aunque nacido de un linaje ordinario de caballeros,
cuentan hoy entre los mayores grandes de Roma? ¿Eres tú aquel cuya moderna
nobleza resplandece entre las más ilustres y antiguas de esta ciudad? ¿Dónde
está aquel ánimo que solía contenerse con cosas moderadas? No veo sino que
adornas jardines; que te recreas en las quintas y casas de placer que has hecho
fuera de la ciudad; que gozas de infinitos campos y heredades; y, finalmente,
que no cesas de amontonar innumerables sumas de dineros. Una sola cosa me puede
servir de excusa, y es que no me estaba bien mostrarme porfiado en no recibir
tus dádivas.
LIV. Pero ambos a dos habemos henchido nuestras medidas; tú, dándome cuanto un
príncipe puede dar a un amigo, y yo, recibiendo cuanto un amigo puede recibir de
su príncipe. Todas las demás cosas no sirven sino de acrecentar la envidia; la
cual, como todas las demás de los mortales, está rendida a los pies de tu
grandeza; mas prevaleciendo contra mí solo, yo solo soy el que necesita de
remedio. Y de la manera que si me hallara cansado de la milicia o de algún viaje
pidiera ayuda y socorro, asimismo en este camino de la vida, viejo ya e incapaz
hasta de muy leves cuidados, no pudiendo sostener más el peso de mis riquezas,
pido ayuda y socorro. Manda, señor, que sean administradas por tus procuradores,
y que se reciban en cuenta de hacienda tuya, y no me empobreceré por esto; antes
dando de mano a aquellas cosas cuyo resplandor me deslumbra, el tiempo que hasta
aquí empleaba en el cuidado de los jardines y de las quintas, emplearé en la
recreación del ánimo. Tienes ya vigor y fuerzas bastantes, y la grandeza de tu
Imperio está ya muy bien fundada con la posesión de tantos años; conque podemos
tus criados más viejos procurar de tu clemencia, quietud y reposo; y más
habiendo de redundar esto también en gloria tuya, pues verá el mundo que supiste
engrandecer a personas que saben contentarse con poco.
LV. A estas palabras respondió Nerón casi de esta suerte: Que yo de repente sepa
responder a tu oración estudiada, lo tengo por uno de los mayores dones que de
ti he recibido, pues me has enseñado a desembarazarme, no sólo de las cosas muy
pensadas, pero también de las improvistas y repentinas. Mi rebisabuelo Augusto
concedió a Agripa y a Mecenas el gozar del ocio después de los trabajos; pero
estando él con tal edad que podía defenderse su autoridad por sí misma. Por
mucho que fue lo que les dio, no se hallará que quitase ninguno los premios una
vez concedidos. Verdad es que los habían merecido en la guerra y en los
peligros, ejercicios en que empleó Augusto su mocedad; mas a mí tampoco me
faltaran tus armas y tus manos si me empleara en ellos. Pero tú, conforme lo han
ido necesitando los tiempos, con la razón, con el consejo y con mil buenas
instrucciones, has gobernado primero mi niñez y después mi juventud. Los bienes
que de ti he recibido me serán eternos mientras me dure la vida. Los que tienes
de mí, conviene saber, dineros, campos, jardines y heredades, son todos sujetos
a los accidentes de la fortuna; y aunque parecen muchos, hay muchos también que,
sin igualársete en virtud ni en ciencia, han poseído mucho más. Avergüénzome de
nombrarte los libertinos que se ven en Roma mucho más ricos que tú, y más de que
siendo Séneca la persona a quien más amo y estimo, no sobrepuje a todos en
estado y fortuna.
LVI. Estás todavía en edad robusta, capaz de atender a las cosas del gobierno, y
de gozar y poseer el fruto de tus bienes, donde yo apenas hago más que acabar de
entrar en el Imperio; si no es que te estimas en menos que Vitelio porque fue
tres veces cónsul, y a mí me pospones a Claudio; porque no te ha de poder dar mi
liberalidad tanto como ha dado a Volusio (7) su continua parsimonia y escasez.
Fuera de esto, si en alguna cosa se aparta de lo justo mi juventud resbaladiza,
tú me vas a la mano y me reduces a buen camino, templando con tu consejo mi
vigor descompuesto y desordenado. Si me restituyes la hacienda que te he dado,
no dirá el mundo que lo causa tu modestia, ni si desamparas al príncipe juzgarán
que lo haces por descansar; antes se atribuirá, lo primero a mi avaricia, y lo
segundo al miedo de mi crueldad. Y cuando bien quede por este camino alabada tu
continencia, no es acción digna de un varón sabio procurar gloria para sí con lo
que sabe ha de ocasionar a su amigo infamia y vituperio. Acompañó estas últimas
palabras con mil abrazos y besos, hecho de la naturaleza y habituado del uso a
encubrir el aborrecimiento con estas falsas caricias. Séneca le da infinitas
gracias; que así se acaban todos los diálogos que se tienen con el que manda.
Pero mudando el estilo que solía tener cuando se conservaba en su privanza,
prohíbe la muchedumbre de visitas, huye los acompañamientos, dejándose ver raras
veces por la ciudad, y estándose casi siempre en su casa, como detenido por
falta de salud o por atender a los estudios de filosofía.
LVII. Descompuesto Séneca, fue fácil cosa el derribar también a Rufo Fenio, a
los que acriminaban en él la amistad que había tenido con Agripina. Crecía
entretanto por momentos la autoridad de Tigelino, el cual, considerando que los
infames medios por donde sólo se había alzado con la privanza serían sin duda
más aceptas al príncipe haciéndosele compañero en sus maldades, no cesaba de ir
escudriñando con gran atención lo que le causaba sospecha. Y conociendo que
Plauto y Sila, Plauto poco antes enviado a Asia, y Sila a la Galia Narbonense,
eran principalmente temidos por él, le pone por delante la nobleza de entrambos
y que el uno estaba cercano a los ejércitos de Oriente y el otro no lejos de los
de Germania. Que él no tenía, como tuvo Burrho, otras esperanzas ni otros fines
que la salud de Nerón, el cual era verdad que podía con su presencia evitar las
asechanzas que se le armasen en Roma; pero ¿cómo evitaría los tumultos
apartados? Que las Galias se alborotaban ya con el nombre dictatorio (8), y que
no estaban menos atentos los pueblos de Asia por el esplendor del abuelo Druso
(9). Que Sila era pobre, de donde principalmente le procedía el atrevimiento; el
cual se fingía medroso y para poco, hasta que llegase la ocasión de poder
ejecutar su temeridad. Que Plauto, con sus riquezas excesivas, no sólo no fingía
deseo de ociosidad, antes se preciaba de imitador de los antiguos romanos,
tomada a más de esto la arrogante gravedad de los estoicos, cuya secta hace a
los hombres inquietos y deseosos de ocuparse en negocios grandes. Con esto, sin
más dilación fue muerto Sila en Marsella, adonde los matadores le hallaron
comiendo, llegados en seis días allí desde Roma, y previniendo con diligencia a
la fama de su venida. Nerón, cuando se le presentó la cabeza, se burló de ella
como de hombre que había encanecido antes de tiempo.
LVIII. No se le pudo esconder con tanta facilidad a Plauto que se le trazaba la
muerte, habiendo muchos que cuidaban de su vida; y el estar la mar de por medio,
y ser necesario tiempo para tan largo camino, dio ocasión a la fama para
divulgar el caso, y el vulgo la tuvo de discurrir, como suele, diciendo: que
Plauto había acudido a Corbulón, general entonces de gruesos ejércitos,
advirtiéndole de que, si se permitía el dejar matar de aquella manera a los
hombres ilustres, sin que les aprovechase su inocencia, era él el que corría más
peligro. Añadían que la misma Asia había ya tomado las armas en favor de Plauto,
y que los soldados enviados para esta maldad, viéndose pocos de número y no bien
dispuestos a cometerla, después que no pudieron ejecutar a su salvo las órdenes
que llevaban, habían pasado con él a nuevas esperanzas. Estas cosas, puestas en
boca de la fama, eran aumentadas por los ociosos que les daban crédito. Mas un
liberto de Plauto, ayudado de vientos prósperos, previno al centurión, con los
avisos y advertimientos de su suegro Lucio Antistio los cuales contenían: que
huyese la muerte vil; que no se fiase en el ocioso descuido con que había pasado
su vida, ni pusiese la esperanza de salvarse en buscar escondrijos, y mucho
menos en que había de mover a compasión su gran nobleza; porque sin duda, si
mostraba valor, hallaría muchos buenos que le acompañarían, como hombres
animosos y atrevidos; que entretanto no menospreciase cualquier pequeña ayuda,
con tal que bastase a poder resistir a sesenta soldados, que tantos, y no más,
eran los que se enviaban a matarle; y que vueltas a Nerón las nuevas de su
resistencia, mientras despachaba fuerzas mayores y llegaban segunda vez a hacer
el efecto, se podían ofrecer tales cosas que le estuviese bien ponerse en guerra
descubierta. Y, finalmente, que siendo muy posible el salvar la vida por este
camino, no aventuraba perder más con el valor que aquello a que él mismo se
condenaba con la flojedad y bajeza de ánimo.
LIX. No movieron estas persuasiones a Plauto, o porque, desterrado y sin armas,
no veía modo de ayudarse, o por estar cansado ya de dudosas esperanzas; si no es
que por el amor que tenía a su mujer y a sus hijos se persuadió a que se
aplacaría el príncipe tanto más presto con ellos, cuanto él le diese menos
ocasión de cuidado y solicitud. Algunos dicen que recibió otros despachos de su
suegro en que le aseguraba que no había ya de qué temer; mas que Cerano, de
nación griega, y Musonio, toscano, famosos filósofos, le persuadieron a esperar
antes una muerte constante que vivir una vida incierta y llena de temores. Lo
cierto es que fue hallado desnudo en mitad del día en que trataba de ejercitar
el cuerpo, y estando así le mató el centurión en presencia de Pelagón, eunuco, a
quien Nerón había dado como por ministro real de aquellos matadores y hecho
cabeza del centurión y de todo el manípulo; y llevóse a Roma la cabeza de Plauto,
a cuya vista dijo el príncipe (referiré las mismas palabras): ¿Qué hace ahora
Nerón que no efectúa las bodas con Popea, diferidas por estos vanos asombros, y
no repudia y echa de sí a su mujer Octavia, que, aunque modesta, es insufrible y
enojosa por la memoria de su padre y por los favores del pueblo? Escribió luego
al Senado, sin confesar la muerte de Sila y de Plauto, diciendo solamente que
ambos dos eran de naturaleza inquietos, y que a él le daba particular cuidado la
seguridad de la República. Decretóse por esto que se hiciesen plegarias
públicas, y que Sila y Plauto fuesen privados de la dignidad senatoria, con
harto mayor escarnio de quien lo hizo que daño de quien lo padeció.
LX. Nerón, pues, advertido de este decreto del Senado, y viendo que todas sus
maldades se calificaban por acciones egregias, repudia a Octavia diciendo que
era estéril, y cásase tras esto con Popea. Esta mujer, apoderada mucho antes de
Nerón como manceba, y después en calidad de mujer propia, persuade a un cierto
oficial de la casa de Octavia a que la acuse de que trataba amores con un
esclavo, y eligen por delincuente a Euzero, de nación alejandrino y gran tañedor
de flauta. Fueron por esto atormentadas las esclavas, y vencidas algunas de la
violencia del dolor, otorgaron falsedades. Las más estuvieron firmes en defensa
de la santidad de su señora, entre las cuales respondió una a Tigelino, que la
apretaba a que dijese lo que él pretendía, que las partes mujeriles de Octavia
eran mucho más castas que su boca de él. Con todo eso, al principio la sacaron
de casa de Nerón so color de un divorcio legítimo, y después se le dieron la
casa que había sido de Burrho y las posesiones de Plauto; dones infelices y de
mal agüero. Enviáronla tras esto a la provincia de Campania con buena guardia de
soldados. Comenzaron de aquí muchas quejas, doliéndose clara y descubiertamente
el vulgo, como incapaz de prudencia, y que por la medianía de su estado está
sujeto a menos temores y peligros.
LXI. Movido Nerón de este sentimiento universal, aunque sin arrepentirse de su
mal intento, dio muestra de querer llamar a su mujer Octavia; con que llena de
alegría sube la plebe al Capitolio, y dando todos gracias a los dioses, derriban
las estatuas de Popea, toman sobre sus hombros las imágenes de Octavia, y
adornadas de flores las ponen en la plaza y en los templos. Comienzan tras esto
a decir grandes loores del príncipe, y de hecho van a venerarle como en acción
de gracias. Ya se henchía el palacio de voces y de muchedumbre, cuando enviadas
para esto escuadras de soldados, dándoles con palos y amenazando de ejercitar
las armas, derramaron por diferentes partes la gente alborotada; conque se
volvieron a su primer estado las cosas alteradas por la sedición. Restituyósele
su honra a Popea, la cual, instigada siempre del aborrecimiento y entonces
también del temor, dudando de que no la acometiese el vulgo con mayor violencia,
o que Nerón no mudase de ánimo con la inclinación que había mostrado el pueblo,
echándose a sus pies, dijo: Que no estaba en tal término el estado de sus cosas
que se litigase ya de matrimonio, dado que lo estimaba en más que su vida, sino
de la vida misma, puesta ya en el último peligro por obra de los allegados y
esclavos de Octavia; los cuales, cubriéndose con nombre de pueblo, se habían
atrevido a intentar en tiempo de paz cosas que apenas podían suceder en la
guerra; que aquellas armas no se habían tomado contra otro que contra el
príncipe; que sólo les había faltado cabeza, cosa que hallarían con facilidad en
alterándose las cosas de la República; que no faltaba ya sino que saliese de la
provincia de Campania y viniese a Roma aquélla a cuyo volver de ojos, aun
estando ausente, se encendían tumultos y sediciones. ¿En qué he errado yo, señor
mío -decía ella-, o en qué te ofendí jamás? ¿Por ventura, porque quiero dar
verdadera sucesión a la casa de los Césares querrá antes el pueblo ver en el
trono imperial la raza de un flautero egipcio?. Añadió, finalmente, que si
convenía así para el provecho público, llamase y trujese a su casa, antes de su
voluntad que forzado, a la señora de ella; o, si no, que proveyese con justo
castigo a la seguridad del Imperio y suya: que los primeros movimientos se
habían podido apaciguar con leves remedios, mas que en perdiendo la esperanza de
que Octavia había de volver a ser mujer de Nerón, sabrían ellos muy bien
buscarle marido.
LXII. Las palabras de Popea, acomodadas variamente a infundir temor y enojo,
atemorizaron al que las escuchaba y juntamente le encendieron en cólera; mas era
de poco momento la sospecha en el esclavo; y más después de purgada con el
tormento que se dio a las criadas, que acabó de desvanecerIe del todo.
Parecióles, pues, el mejor camino buscar alguno a quien, a más de la confesión
personal del adulterio, se le pudiese imputar con algún color el haber aspirado
a cosas nuevas contra el Estado, y para ello no hallaron persona más a propósito
que el mismo Aniceto que trazó y ejecutó la muerte de Agripina, prefecto, como
tengo dicho, de la armada de Miseno; el cual, cometida aquella maldad, había
recibido liviano agradecimiento al principio, y después caído con Nerón en un
odio mortal; porque los ministros de tan crueles hazañas, todas las veces que
los ve el que dio la comisión, parece que las traen a su memoria y se las
vituperan y reprenden. Llamado, pues, éste por César, le acuerda su primer
servicio, y le confiesa haber sido sólo él el que había mirado por su salud
librándole de las asechanzas de su madre; que ahora se ofrecía ocasión de mayor
merecimiento si hallaba camino cómo quitarle de delante a su mujer Octavia, tan
justamente aborrecida por él; que para esto no era menester valerse de las manos
ni de las armas; bastaba sólo confesar que había cometido adulterio con ella. Y
para animarle le promete grandes premios ocultos por entonces, y lugares amenos
y deleitosos donde retirarse; y tras esto, si rehusa el obedecerle, le amenaza
con la muerte. Aniceto, por su natural locura y por la facilidad con que había
salido de las otras maldades, finge mucho más de lo que se le mandaba,
confesándolo también entre los amigos que le había dado el príncipe, como para
su consejo. Entonces le destierra a Cerdeña, adonde pasó su perpetuo destierro
no pobre, y murió al fin de su muerte natural.
LXIII. Mas Nerón publica por un edicto que Octavia, con intento de valerse para
sus designios de la armada, había ganado la voluntad al capitán de ella; y
olvidado de que poco antes la había repudiado por estéril, añadió que por
esconder su trato deshonesto había hecho diligencias para malparir. Con esto la
desterró a la isla Pandataria. Ninguna mujer desterrada se vio jamás que moviese
a mayor piedad a los que la veían. Había quien se acordaba de Agripina,
desterrada por Tiberio, y estaba aún más fresca la memoria de Julia, que lo fue
por Claudio. Mas aquéllas estaban ya en edad perfecta y habían antes gozado de
algún contento, conque en cierta manera podían dar algún alivio a la crueldad
presente con la memoria de la felicidad pasada. Para ésta, el primer día de sus
bodas lo fue también de sus exequias, entrando en una casa donde no vio otra
cosa sino llanto y luto; habiéndole arrebatado a su padre con veneno, y poco
después a su hermano; luego una esclava de más autoridad que ella, y Popea
después, casada sólo para su total ruina. En último, la calumnia, aunque falsa,
del pecado, mucho más grave para ella que cualquier linaje de muerte.
LXIV. Una moza de veinte años entre soldados y centuriones, sacada ya de entre
los vivos, con el anuncio de los males que se le aparejaban; aun le faltaba
dicha para descansar con la muerte. Con todo eso se la notificaron de allí a
pocos días, protestando ella que era ya viuda y no más que hermana del príncipe
(10), invocando el nombre de Germánico, común a entrambos a dos (11), y
finalmente el de Agripina, durante cuya vida había sufrido aquel infelice
matrimonio sin llegar a peligro de muerte violenta. Apriétansele, pues, las
sogas con que estaba atada, y ábrensele las venas por muchas partes; y porque la
sangre detenida por el temor salía despacio, la meten en un baño muy caliente,
cuyo vapor le acabó la vida. Añadióse esta crueldad a las demás: que traída su
cabeza a Roma, sirvió de espectáculo a los ojos de Popea. Decretó por esto el
Senado que se ofreciesen dones a los templos, lo que se dice para que todos los
que por nuestro medio o de otros escritores tuvieren noticia de los sucesos de
aquellos tiempos presupongan que todas las veces que el príncipe ordenaba
destierros y muertes, se daban por ello gracias a los dioses; y que lo que
antiguamente solía ser indicio de sucesos prósperos entonces lo era de públicas
calamidades. Mas no por esto dejaremos de referir, cuando se ofrezca, según
decreto del Senado de nueva adulación, o de sobrado sufrimiento.
LXV. Creyóse aquel año que hizo morir con veneno a sus más principales libertos:
a Doriforo, porque contradijo el casamiento con Popea; a Palante, porque con su
larga vejez ocupaba y detenía demasiado sus infinitas riquezas. Romano fue el
que acusó a Séneca con secretas calumnias, como compañero de Cayo Pisón¡ aunque
el mismo Séneca le redarguyó más vivamente, imputándole el mismo delito, de
donde tuvo principio el temor de Pisón, y se levantó aquella gran máquina de
asechanzas contra Nerón, aunque de infeliz suceso.
Notas
(1) Pueblo situado al norte del Támesis, cuya capital era Londinum (Londres), y
que ocupaba lo que son actualmente los condados de Middlesex y Essex.
(2) Aqui el traductor se separa del original, sin que gane claridad este pasaje.
Tácito dice que se vio en el Támesis la imagen de una colonia destruida, (speciem
subversae coloniae), y que esta visión, unida a los demás prodigios era motivo
de esperanza para los bretones y de temor para los veteranos.
(3) En tiempo de la República libre hubo este uso, como se prueba de una carta
de Servio Sulpicio, que habla de la muerte de Marcelo: Ego tamen, etc. Esta
rigurosa costumbre antigua se confirmó después por decreto del Senado en tiempo
de Augusto, y luego por el neroniano. Añádase a esto que no se exceptuaban ni
las mujeres, como dice más abajo Tácito, y además el rescripto de Adriano.
(4) Dábase el nombre de gimnasio al edificio público en el cual se formaba a la
juventud griega en uno de los ramos de su educación, cual era el que tenía por
objeto el desarrollo de las fuerzas físicas por medio de los ejercicios
gimnásticos. La disposición de esos edificios, según Vitruvio, que ha destinado
a su descripción todo un capítulo de su obra (V. II), era muy semejante a la de
las Termas de Roma, que sin duda alguna fueron construidas según el plan de
aquéllos. Era costumbre untarse los que luchaban las carnes con aceite, y de ahí
el que añada Tácito que Nerón dio el aceite a los senadores y caballeros,
siguiendo la costumbre griega.
(5) Se cree ser el mismo a quien llama Dion A. Fabricio. Fue también pretor y el
que en los juegos del circo sacó los carros tirados por perros en lugar de
caballos. (Lipsio.) Más adelante fue uno de los instrumentos de la tiranía de
Domiciano.
(6) Era hijo de un habitante de Agrigento, y había sido desterrado en tiempo de
Calígula por crimen de adulterio con Agripina, hermana de este príncipe (Dion,
LIX, 23). En el escolio del verso 155 de la Sat. I de Juvenal, se lee que pasó
parte de su juventud en el destierro y en la indigencia en Scillacium, en el
Brucio (Esquilache, en la Calabria ulterior), donde vivía ejerciendo el oficio
de pescador. Cayóle una herencia, con cuyo producto compró pastos en la Apulía y
la Calabria (la Pulía y los Abruzos), en los cuales criaba caballos para el
circo, y a cuyo comercio debió sus relaciones con Nerón. En las Historias, I,
72, de Tácito hallarán los lectores el retrato de ese personaje y la relación de
su muerte.
(7) Fue el senador más rico de aquellos tiempos.
(8) Dícelo porque Sila era rebisnieto del otro Sila que fue dictador.
(9) Plauto era nieto de Druso el más viejo.
(10) Octavia era hija natural de Claudio, el cual era a su vez padre por
adopción de Nerón. Así, pues, repudiada como esposa, no era más que hermana del
príncipe.
(11) Tanto Claudio, padre de Octavia, como Druso, padre de Nerón -dice Bumouf-
llevaron el sobrenombre de Germánico. Por otra parte, Nerón era, por su madre
Agripina, nieto del gran Germánico, hermano de Claudio e hijo de Druso. Así,
pues, el primero que tomó el nombre de Germánico era abuelo de Octavia y
bisabuelo de Nerón.
LIBRO DÉCIMOQUINTO
Primera parte
Vologeso, rey de los partos, acomete el reino de Armenia. Cóbrale cauta y valerosamente Corbulón. - Llega Cesonio Peto por general de Armenia, cuya ignorancia y temeridad empeoran el estado de las cosas. - Hace infames conciertos con Vologeso. Socórrele, aunque tarde, Corbulón. - Nácele a Nerón una hija de Popea, y muere luego. - Embajadores de los partos vienen a Roma, sobre la retención de Armenia. - Vuelven mal despachados, ordenándose a Corbulón que renueve la guerra; el cual entra en el reino, donde, medrosos los partos, negocian vistas y tratan de deponer las armas; y depuestas, pone Tiridates la corona real a los pies de la estatua de Nerón, el cual canta públicamente en Nápoles, y vuelto a Roma, ejercita todo género de maldades. - Abrásase la misma Roma, o por caso fortuito, o por maldad del príncipe, el cual quiere cargar esta culpa a los cristianos, y los castiga, inventando contra ellos enormes y bárbaras maneras de muertes.
I. Entretanto, Vologeso, rey de los partos, sabidos los progresos de Corbulón
y que había puesto en Armenia por rey a Tigranes, hombre extranjero, y echado
del reino a su hermano Tiridates, aunque deseaba vengar la afrenta que se había
hecho al esplendor de los Arsácidas, considerando por otra parte la grandeza
romana, y teniendo respeto a la antigua confederación que había conservado con
nosotros, era combatido de varios pensamientos. Hombre de ingenio tardo y que
holgaba de dilatar las resoluciones; fuera de que se hallaba ocupado en muchas
guerras por causa de habérsele rebelado los hircanos, gente poderosa y fuerte.
En esta suspensión de ánimo, el aviso de otra nueva injuria le acabó de encender
a la venganza porque, saliendo Tigranes de Armenia, había talado y destruido las
tierras de los adiabenos, confinantes suyos, aunque vasallos de Vologeso, en más
lugares y más tiempo de lo que se acostumbra en corredurías. Y sufrían esto muy
mal los principales de aquella nación, teniendo a particular vituperio el ser
tratados así no por el capitán romano, sino por la temeridad de un hombre que
había sido dado en rehenes y tenido tantos años entre esclavos. Aumentaba este
sentimiento Monobazo, su gobernador, preguntando, de dónde o a quién acudirían
por socorro; que ya no había que tratar del reino de Armenia; que todas las
tierras circunvecinas iba llevando el enemigo a su devoción; y que advirtiesen
los partos, caso que no tomasen resolución de defenderlos, que para con los
romanos libraban mucho mejor los rendidos que los conquistados. Pero nadie le
era tan molesto como el desposeído Tiridates; el cual, con silencio murmurador,
y tal vez dejándose caer las palabras como al descuido, decía: que no se
conservan los grandes imperios con flojedad y vileza de ánimo; antes era
menester llegar a hacer experiencia de los hombres y de las armas: que en la
suma fortuna de los reyes, es tenido por más justo que aquél que se hace conocer
por más poderoso; que el conservar uno lo que es suyo es alabanza tan digna de
casas particulares, como de reyes el pelear por lo ajeno.
II. Movido de estas cosas, Vologeso junta su consejo, y, hecho sentar a su lado
a Tiridates, comenzó así: A éste, engendrado conmigo por un mismo padre,
cediéndome él en honra de la edad el imperio de nuestra casa, le di el reino de
Armenia, que se tiene por el tercer grado de nuestra potencia; habiendo ya
Paroco ocupado antes el señorío de los medos. Parecíame con esto haber acomodado
muy bien las cosas de nuestra casa contra los odios antiguos y diferencias que
suele haber entre hermanos. Esto impiden los romanos ahora; y la paz, nunca rota
por ellos con felicidad, la rompen ahora para su ruina. No niego que he deseado
siempre más conservar lo que nos dejaron ganado nuestros mayores, antes con
justicia y equidad que con armas y sangre; mas lo que he pecado con la tardanza,
yo lo enmendaré con el valor. Vuestra fuerza y vuestra gloria están todavía en
pie, aumentadas con la fama de modestia y mansedumbre, calidades tan dignas de
ser estimadas por los reyes y príncipes, cuanto es cierto que las estiman los
mismos dioses. Dichas estas palabras, ciñe la cabeza de Tiridates con la diadema
real, y entrega a Moneses, varón ilustre, las bandas de caballos que, según la
costumbre de los partos, suelen acompañar al rey, añadiéndole la gente de
socorro de los adiabenos. Encárgale con esto el peso de la guerra, dándole orden
de que procure echar a Tigranes de Armenia, mientras él, compuestas las
diferencias que tenía con los hircanos, juntaba las fuerzas interiores del
reino, y le seguía con ejército capaz de acometer con él las provincias romanas.
III. Avisado de todas estas cosas, Corbulón envía en socorro de Tigranes dos
legiones con Verulano Severo y Vecio Volano, ordenándoles secretamente que
procediesen en todo antes con maduro consejo que con peligrosa precipitación.
Porque él no estaba tan resuelto en hacer la guerra como en sufrirla. Había
antes de esto escrito a César, que para sólo atender a la defensa de Armenia era
necesario que asistiese un capitán particular; porque Siria era la que corría
más peligro si Vologeso se resolvía en acometer por aquella parte. Y entretanto
aloja las demás legiones sobre la ribera del Éufrates, y junta diversas tropas
de gente levantada tumultuariamente en la provincia, y ocupa con buenos
presidios todas las entradas que podía tener el enemigo. Y porque aquella región
es falta de agua, mandó fortificar las fuentes con castillos y cubrir algunos
arroyos con montes de arena.
IV. Mientras hace Corbulón estas preparaciones en defensa de Siria, Moneses,
llevando su gente con gran diligencia por entrar en Armenia antes que la fama de
su venida, no halló a Tigranes desaperdbido ni ignorante de ella; antes se había
apoderado ya de Tigranocerta, ciudad muy fuerte por el número de defensores y
por la grandeza de los muros (1), ayudada de las aguas del río Niceforio (2), de
razonable grandeza, que la baña por una parte, y de un buen foso la que no
alcanza a asegurar el río. Había soldados dentro y bastante provisión de
vituallas. Y saliendo algunos pocos más adelante de lo que conviniera en busca
de ellas, fueron acometidos al improviso y rotos por el enemigo, cosa que causó
en los ánimos de los otros antes ira que temor. Mas los partos, que no tienen
osadía ni práctica para poner de cerca el sitio a una tierra, gastaron mucho
tiempo en vano tirando flechas a los que estaban en defensa de las murallas, sin
causarles daño ni temor alguno. A los adiabenos, que comenzaban a arrimar
escalas y otros ingenios militares, hicieron los de dentro apartar con
facilidad, y saliendo fuera con gran ímpetu, degollaron muchos.
V. Corbulón, aunque se le encaminaban sus empresas con felicidad, juzgando con
todo eso por más seguro el moderarse en la buena fortuna, envió a quejarse a
Vologeso de que hubiese entrado por fuerza en la provincia, y de que un rey
amigo y confederado como él sitiase a las cohortes romanas. Que levantase luego
el sitio; donde no, que él también pasaría con su ejército a tierras enemigas.
Casperio, centurión, elegido para esta embajada, halló al rey en la villa de
Nisibe (3), doce leguas de Tigranocerta, a donde le declaró sus comisiones con
gran imperio y valor. Tenía mucho antes hecha resolución Vologeso de excusar
cuanto pudiese el tomar las armas contra los romanos; y entonces no corría la
fortuna de las cosas en su favor, habiéndole salido vano el sitio de
Tigranocerta, y hallándose Tigranes proveído de gente y vituallas, la afrenta
del asalto, las dos legiones en socorro de Armenia, y las que habían quedado en
defensa de Siria, puestas a punto para entrar con resolución por su reino.
Hallábase él, en contrario, con su caballería debilitada por falta de forrajes,
habiendo consumido una infinita multitud de langostas que sobrevino, no sólo las
yerbas de los campos, pero hasta las hojas de los árboles. Con estas
consideraciones, Vologeso, disimulando en su pecho el temor, con capa de desear
la quietud, respondió al centurión: Que enviaría sus embajadores al emperador
romano sobre pedir el reino de Armenia y confirmar la paz. Manda tras esto a
Moneses que levante el sitio de Tigranocerta, y desalojando él también se retira
a su reino.
VI. Engrandecían muchos estas cosas como efectos del temor del rey y de las
amenazas de Corbulón; otros lo atribuían a que secretamente habían acordado
entre sí que se suspendiesen las armas de ambas partes; y retirándose a su casa
Vologeso, dejase también Tigranes el reino de Armenia. Porque, ¿a qué efecto
-decían- se pudo haber sacado el ejército romano de Tigranocerta, desamparando
en la paz lo que había defendido en la guerra? Pues no era ni podía ser por
pensar invernar mejor en los desterraderos de Capadocia, debajo de barracas, que
en la ciudad, silla de un reino recién ganado, sino con intento de diferir la
guerra para que Vologeso la hubiese con otro que con Corbulón, y que Corbulón
recusase el poner otra vez al tablero la reputación que había ganado en tantos
años. Porque, como dije arriba, había pedido un capitán particular para defender
a Armenia, y ya había nuevas de que estaba cerca Cesonio Peto, proveído en aquel
cargo; llegado el cual, se dividieron de esta manera las fuerzas orientales. Las
legiones cuarta y duodécima con la quinta, que poco antes se había hecho venir
de Mesia, y los socorros de Ponto, Galacia y Capadocia obedecieron a Peto. La
tercera, sexta y la décima, con los soldados que estaban antes en Siria,
quedaron a Corbulón. Las demás cosas quedó acordado que se mancomunasen o
dividiesen, según lo necesitaban los negocios. Mas ni Corbulón podía sufrir
competidor, ni Peto, dado que pudiera contentarse con ser tenido en segundo
lugar, cesaba de menospreciar las acciones de Corbulón, diciendo: que no se
habían visto en su tiempo muertes ni presas, y que las expugnaciones de las
ciudades no habían sido sino sólo en el nombre; que él quería dar leyes, imponer
tributos y, en lugar de aquellos reyes de sombra que tenían entonces, asentar
sobre las cervices de los vencidos las leyes romanas.
VII. Por este tiempo, los embajadores, que dije haber ido al príncipe de parte
de Vologeso, volvieron sin resolución alguna, y los partos con esto emprendieron
al descubierto la guerra. No la rehusó Peto, antes con dos legiones, es a saber,
la cuarta, gobernada por Funisulano Vectoniano, y la duodécima, por Calavio
Sabino, entró en Armenia con triste agüero; porque al pasar del Éufrates por la
puente, el caballo que llevaba las insignias consulares, espantado sin alguna
causa aparente, dio vuelta para atrás; la víctima, en los alojamientos de
invierno que se iban fortificando, se escapó de en medio del sacrificio, y
rompiendo por todos, huyó saltando al foso por encima de la palizada. Y los
dardos de los soldados romanos ardieron de suyo, prodigio más notable por causa
de pelear los partos enemigos con armas arrojadizas.
VIII. Mas Peto, menospreciando estos agüeros, no acabados aún de fortificar los
alojamientos ni hecha provisión bastante de granos, pasa arrebatadamente con su
ejército de la otra parte del monte Tauro, para cobrar, como él decía, a
Tigranocerta y saquear el país que Corbulón había dejado entero. Y ganados
algunos castillos, hubiera adquirido reputación y presa si supiera usar de lo
primero con medida y guardar lo segundo con providencia. Porque discurriendo con
largo viaje alrededor de tierras que no se podían tomar, consumidas las
vituallas ganadas, y acercándose el invierno, retiró el ejército y escribió a
César cartas como si ya hubiera acabado la guerra, con palabras tan magníficas
cuanto llenas de vanidad.
IX. Corbulón en tanto, aunque había cuidado siempre, como era justo, de la
ribera del Éufrates, asentó sobre ella nuevos presidios. Y por que la caballería
enemiga, cuyas tropas en gran número se veían discurrir ya por aquellas
campañas, no impidiese el echar del puente, juntó cantidad de navíos muy
grandes, trabándolos con gruesas vigas unos de otros, y armando sobre ellos
algunas torres; desde las cuales, con sus balistas y catapultas (4) ofendían
mucho a los bárbaros, alcanzando de más lejos las piedras y lanzas que se
arrojaban con los ingenios que lo que ellos podían alcanzar con sus saetas.
Echado el puente, ocuparon las cohortes auxiliarias los collados de la otra
parte del río, y, pasando las legiones, plantaron en ellos sus alojamientos, con
tanta presteza y demostración de grandes fuerzas, que los partos, dejando las
prevenciones que habían hecho para acometer a Siria, volvieron toda su esperanza
al reino de Armenia; adonde estaba Peto tan ignorante del peligro que se le
aparejaba, que tenía apartada en Ponto la legión quinta, y las otras debilitadas
por las muchas licencias que sin consideración ni tiento había dado a la gente
de guerra, hasta que tuvo aviso que Vologeso se le venía acercando con grueso y
terrible ejército.
X. Con esto hace llamar a la legión duodécima, y donde esperaba ganar fama de
haber aumentado su ejército, no hizo otra cosa que mostrar cuán deshechas y
flacas estaban las legiones. Sin embargo, hubiera podido conservar con ellas los
alojamientos y, alargando la guerra, burlarse de los partos, si supiera tener
constancia en sus propios consejos o en los ajenos. Mas cuando los hombres
prácticos en la milicia le habían dado advertimientos contra los casos urgentes,
aunque mostrase quedar resuelto en ejecutarlos, por que no pareciese que
necesitaba de consejo ajeno, mudaba luego de propósito hasta resolverse en lo
peor. Siguiendo, pues, este estilo, dejó los alojamientos de invierno, y dando
voces que no se le habían entregado a él fosos ni estacadas, sino hombres y
armas para pelear con el enemigo, sacó las legiones en campaña como si estuviera
para dar la batalla.
Después, habiendo perdido un centurión con algunos soldados que había enviado a
reconocer el enemigo, vuelve medroso a los alojamientos; y porque Vologeso no le
había seguido con mucha furia, vuelto a sus vanas confianzas pone en el más
cercano yugo del monte Tauro tres mil soldados escogidos, con intento de impedir
por allí el paso al rey, y en una parte del llano las tropas de caballos
panonios, que eran el nervio de su caballería. Retiró a su mujer y a un hijo a
un castillo harto fuerte, llamado Arsamosata (5), con presidio de una cohorte: y
teniendo divididas de esta manera sus gentes, que juntas hubieran podido
defenderse del enemigo vagamundo y que jamás paraba en un lugar, dicen que con
gran dificultad se pudo acabar con él que escribiese a Corbulón confesando la
necesidad en que se hallaba; y que tampoco Corbulón acudió a socorrerle con la
diligencia que podía, porque la alabanza del socorro se acreditase por tanto
mayor, cuanto lo hubiese sido el peligro de que le libraba. Con todo eso mandó
apercibir para enviar a Peto tres mil infantes, mil de cada legión, ochocientos
caballos de confederados, y otro tanto número de las cohortes.
XI. Vologeso, aunque supo que Peto le tenía tomados los pasos de una parte con
infantería y de la otra con caballería, con todo eso, sin mudar de propósito,
con fuerza y con amenazas, hizo retirar los caballos panonios y rompió la
infantería de las legiones, sin que hubiese otra resistencia de consideración
que la que hizo un centurión llamado Tarquicio Crecente tratando de defender una
torre en donde estaba de guardia; el cual, después de haber hecho varias salidas
y muerto muchos de aquellos bárbaros que se le acercaban, combatido y rodeado de
fuegos arrojadizos, hubo de ceder a su destino. De los infantes, si algunos
quedaron sanos, tomaron el camino largo y desierto de los bosques, y los heridos
se volvieron a los alojamientos, engrandeciendo el valor del rey, la fiereza y
cantidad de la gente, aumentado todo por el miedo y creído con facilidad por los
que igualmente temían. Ni el capitán tampoco sabía resistir a aquella
adversidad; antes, desamparados ya por él todos los oficios militares, envió a
rogar segunda vez a Corbulón que apresurase el venir a defender las banderas y
águilas romanas, junto con las reliquias y el nombre sólo de aquel desdichado
ejército, mientras él mantenía la fe cuanto le durase la vida.
XII. Corbulón, sin pereza ni temor, dejaba parte de los soldados en Siria con
orden de guardar los fuertes que habían fabricado sobre el Éufrates, siguiendo
el camino más corto y más acomodado de vituallas, por Comagena (6) y después por
Capadocia, entró finalmente en Armenia. Seguía al ejército, demás de los
ordinarios impedimentos de la guerra, una cantidad grande de camellos cargados
de trigo, para poder ahuyentar a un mismo tiempo al enemigo y la hambre. El
primero de los desbaratados que habían huido con quien encontró fue Pactio
centurión primipilar, y tras él otros muchos soldados; a los cuales, después de
haberles escuchado varias disculpas con que procuraban dar algún color a su
huida, les amonesta que vuelvan atrás a sus banderas y que prueben la clemencia
de Peto, porque él era implacable con los que no vencían; y junto con esto,
visita y exhorta a sus legiones, acordando los hechos pasados y mostrando la
nueva ocasión de gloria que se les aparejaba; porque no tenían ahora por premio
las villas y ciudades de los armenios, sino los alojamientos romanos, con dos
legiones en ellos. Si a cualquier soldado particular -decía él- que salva en la
guerra a un ciudadano romano suele darle el general la más noble corona, ¿qué
tal será la honra que ganaréis, no siendo menor el número de los que recibirán
la vida de vuestras manos que el de vosotros que se la habéis de dar?
Confortados y animados todos con éstas o semejantes razones, y muchos movidos
también del amor y del peligro en que sabían estar sus hermanos y parientes,
marchaban de día y de noche sin hacer alto.
XIII. Y por esta misma causa apretaba tanto más Vologeso a los sitiados,
acometiendo unas veces las trincheras con que se cubrían las legiones, y otras
el castillo donde estaba retirada la gente inútil; acercándose más de lo que
acostumbran los partos, por ver si con aquella temeridad podía inducir al
enemigo a dar la batalla. Mas los nuestros, saliendo apenas de las tiendas, no
se atrevían a otra cosa que a defender las trincheras: parte por obedecer al
capitán, parte por su propia cobardía, como gente que esperaba el socorro de
Corbulón, y que estaba consolada, cuando el poder de los enemigos los apretase
demasiado, a renovar el ejemplo de las calamidades caudinas y numantinas (7),
alegando que ni los samnites, pueblos de Italia, ni los cartagineses (8), émulos
del Imperio Romano, eran tan poderosos como los partos; y con todo eso, aquella
tan valerosa y alabada antigüedad había sabido mirar por su salud todas las
veces que se les mostraba la fortuna contraria. Forzado el capitán de la
flaqueza y poco ánimo de su ejército, se resolvió en escribir a Vologeso. Con
todo eso, las primeras cartas no fueron humildes, sino como quien formaba quejas
de que hubiese movido la guerra por ocasión de Armenia, que siempre había estado
debajo de la jurisdicción romana, o con rey elegido por el emperador; que la paz
era igualmente provechosa a los unos y a los otros; que no considerase sólo el
estado presente, sino que había venido en persona con todas las fuerzas de su
reino contra dos legiones, y que los romanos tenían en su favor todo lo restante
del mundo para sustentar la guerra.
XIV. No respondió directamente a estas cosas Vologeso, sino que le convenía
esperar a sus hermanos Pacoro y Tiridates, siendo aquél el lugar y el tiempo
señalado para consultar lo que se había de hacer del reino de Armenia, pues,
como era conveniente al honor del linaje Arsácida, había determinado de resolver
con ellos lo que había de hacerse de las legiones romanas. Peto después despachó
nuevos mensajeros pidiendo vistas al rey, el cual envió en su lugar a Vasaces,
general de su caballería. Entonces, Peto le trae a la memoria los Lúculos, los
Pompeyos y los demás capitanes que habían conquistado y dado el reino de
Armenia; respondiéndole Vasaces que sólo habían tenido los romanos la apariencia
de tenerle y darle; mas que de hecho la autoridad y la fuerza de disponer de él
había sido siempre de los partos. Y después de largas altercaciones vuelven a
juntarse el día siguiente, añadiendo a Monobazo Adiabeno por testigo de las
capitulaciones. Concluyóse, finalmente, que levantasen los partos el cerco que
tenían puesto a las legiones, y que todos los soldados romanos saliesen de los
términos de Armenia, entregando las fortalezas y vituallas a los partos, y que,
efectuado esto, se diese lugar a Vologeso para enviar embajadores a Nerón.
XV. Hizo entre tanto Peto un puente sobre el río Arsanias, que corría por
delante de los alojamientos romanos, so color de que quería hacer aquel camino;
mas lo cierto fue que se lo mandaron hacer los partos en señal de la victoria;
porque al fin les sirvió a ellos, tomando los nuestros diferente derrota. Añadió
a esto la fama que las legiones habían pasado debajo del yugo, y otras cosas de
las que se suelen inventar en las adversidades, a que dieron ocasión los
armenios; porque entrados dentro de los alojamientos antes que los romanos se
moviesen, en conociendo los esclavos y caballos que los nuestros les habían
ganado a buena guerra, se los quitaban, y con ellos los vestidos, dejándolos con
solas las armas; de todo lo cual hacían poco caso los rendidos por no dar
ocasión de venir a las manos. Vologeso, haciendo amontonar las armas y los
cuerpos de los muertos en testimonio de nuestra calamidad, no se curó de ver las
legiones fugitivas, deseando ganar fama de moderado después de haber hartado su
soberbia. Pasó el río Arsanias sobre un elefante, y sus parientes y privados con
él, que procuraban romper con sus caballos la fuerza del agua; porque había
pasado voz que el puente estaba fabricado con engaño, y que no era bastante a
sostener el peso; aunque los que se arriesgaron a servirse de él le hallaron
harto firme y seguro.
XVI. Cierta cosa es que a los sitiados les sobró tanto trigo, que a su partida
quemaron los graneros del campo; y en contrario dejó escrito Corbulón (9) que
los partos padecían notablemente de vituallas, y que, en habiendo consumido los
pastos, hubieran sin duda levantado brevemente el sitio; a más de que no se
hallaba él más lejos que tres jornadas. Y añadió más, que Peto había ofrecido
con juramento que hizo sobre las banderas, en presencia de los diputados que el
rey había enviado por testigos de aquel acto, que ningún romano entraría en
Armenia antes que llegasen cartas de Nerón sobre el aprobar la paz. Mas así como
estas cosas se inventaron para crecer la infamia, así es cierto que fueron
verdaderas todas las demás; es a saber, que Peto caminó en un día trece leguas,
dejando por el camino desamparados los heridos, espanto no menos vergonzoso que
si en el ardor de la pelea hubieran vuelto las espaldas. Corbulón, que con sus
gentes los encontró a la ribera del Éufrates, no hizo ninguna señal con las
armas ni con las banderas de darle en rostro, ni afrentarle con la diversidad de
sus fortunas; antes mostrándose todas las compañías tristes y llenas de
compasión por la infelicidad de sus compañeros, no podían detener las lágrimas,
tal, que apenas con el llanto se pudieron saludar unos a otros. Cesaba del todo
la competencia del valor y ambición de gloria, afectos de hombres dichosos;
teniendo entonces lugar solamente la misericordia, y más entre los menores.
XVII. Pasaron entre sí los capitanes pocas palabras, doliéndose Corbulón de
haberse apresurado y tomado tanto trabajo en vano, y más de la ocasión que se
había perdido de acabar la guerra con sólo ahuyentar a los partos. Respondióle
Peto que las cosas estaban todavía enteras; que volviesen las águilas y
acometiesen juntos a Armenia, flaca y sin fuerzas por la partida de Vologeso.
Replicó Corbulón que no tenía tal orden del emperador; que había salido de su
provincia obligado del peligro de las legiones y que estando en duda de la parte
adónde cargaría el enemigo, determinaba volverse a Siria; que aun haciendo
aquello, era necesario rogar por favor a la buena fortuna, para que su
infantería, cansada de tan largas jornadas, pudiese caminar más que los partos,
gente de a caballo y tan suelta, que, ayudada de la comodidad de la campaña, los
llevarían de vanguardia siempre. Con esto se fue Peto a invernar a Capadocia.
Mas Vologeso envió a decir a Corbulón que desmantelase los fuertes que había
hecho de allá del Éufrates, dejando que fuese como antes el río límite de ambos
imperios. Respondióle Corbulón que sacase él la gente que tenía de presidio en
el reino de Armenia; y viniendo finalmente en esto el rey, hizo también Corbulón
desmantelar los fuertes, quedando los armenios en su libertad.
XVIII. Veíanse entre tanto en Roma los trofeos que se habían levantado por la
victoria alcanzada de los partos y estaban en pie todavía los arcos en el monte
Capitolino; cosas que, aunque las decretó el Senado durante la guerra, no
dejaron de permanecer después, más por satisfacer a la hermosura que causaba su
vista, que a la verdad de su conciencia. Antes por disimular Nerón el trabajo de
las cosas de fuera hizo echar en el Tíber el trigo que se guardaba para la plebe
y se comenzaba a gastar de viejo, por mostrar la seguridad con que se estaba de
abundancia; y esto sin consentir mudanza en el precio, aunque por causa de una
tempestad se anegaron casi doscientas naves dentro del mismo puerto cargadas de
trigo, y se quemaron desgraciadamente otras ciento al subir por el Tíber. Nombró
después de esto tres hombres consulares, es a saber, Lucio Pisón, Ducenio Gemino
y Pompeo Paulino para que asistiesen a las administraciones de los derechos
públicos, culpando a los príncipes, sus antecesores, de que con sus grandes
gastos habían excedido de las rentas del Imperio; dando él todos los años a la
República un millón y quinientos mil ducados (sesenta millones de sestercios).
XIX. Habíase introducido en aquel tiempo una malísima costumbre; y era que,
acercándose el tiempo en que se hacían las elecciones para los oficios públicos
o se sorteaban los gobiernos de provincias, muchos que no tenían hijos los
adoptaban fingidamente, y después de haber obtenido las preturas o provincias
como padres, echaban al punto de su familia a los que para sólo defraudar la ley
habían prohijado (10). Quejáronse de esto en Senado los que eran verdaderamente
padres, con grande afrenta y vituperio de los fingidos, equiparando la
obligación natural y el trabajo de criar los hijos, con el engaño, artificio y
brevedad de esta adopción, diciendo que era demasiada comodidad para los que no
tenían hijos el esperar sin ningún trabajo ni obligación los favores, las honras
y todo lo demás que podían desear; convirtiéndoseles a ellos en burla y escarnio
las promesas de las leyes, si los que podían ser padres sin cuidado y perder los
hijos sin llanto y sin tristeza se igualaban en un punto con los largos deseos
de los verdaderos padres. Hízose por esta causa un decreto en el Senado, de modo
que la adopción fingida no aprovechase de ninguna manera para obtener cargos
públicos, ni aun para heredar en virtud de ella.
XX. Después de esto fue acusado Claudio Timarco, natural de Creta, de aquella
suerte de delitos de que lo suelen ser los hombres más poderosos y ricos de las
provincias, a quien su sobrada riqueza los induce más fácilmente a la opresión
de los menores. Ofendióse gravemente el Senado de ciertas palabras que dijo: que
estaba en su mano hacer que se diesen o se dejasen de dar gracias en el Senado
por el buen gobierno de los procónsules de Creta.
Y sirviéndose de esta ocasión Peto Trasea para el bien público, después de haber
votado que el reo fuese echado de su patria, añadió estas palabras: Probado está
ya con larga experiencia, padres conscriptos, que las buenas leyes y los
honrados ejemplos nacen entre los buenos de los delitos de otros que no lo son.
Así, la libertad de los oradores produjo la ley Cincia; la ambiciosa negociación
de los pretendientes, las leyes Julias, y la avaricia de los magistrados, las
ordenanzas llamadas Calpurnias (11). Porque la culpa precede a la pena, como el
pecado a la corrección. Tomemos, pues, contra la nueva soberbia de los
provinciales, un partido digno de la fe y de la constancia romana; con el cual,
sin derogar a la protección y defensa de los confederados, se acabe entre
nosotros la opinión que se tiene de que la estima y calificación de nuestras
personas la pueden hacer otros que nuestros propios ciudadanos.
XXI. Antiguamente, no sólo se enviaba a las provincias pretor o cónsul, pero
también gente ordinaria que las visitase y refiriese después en el Senado con
particularidad la obediencia y fidelidad de cada uno; temblando las naciones y
los pueblos del juicio y relación que hacía de ellos un solo particular.
Mas ahora somos nosotros los que honramos y lisonjeamos a los extranjeros. Y así
como a instancias de algunos se dan las gracias en el Senado por el buen
gobierno, así también y con mayor prontitud se fraguan las acusaciones.
Decrétese que de aquí adelante no puedan por este camino los provinciales hacer
ostentación de su poder, y reprímase la falsa y mendigada aprobación, como se
reprimen la malicia y la crueldad. Más pecados se hacen mientras procuramos
complacencia, que mientras determinadamente nos arrojamos a ofender. Antes por
esto suelen ser aborrecidas algunas virtudes, como son una severidad obstinada y
un ánimo invencible contra los favores. De aquí viene que los principios de
nuestros gobiernos son por la mayor parte mejor que sus fines; en los cuales
vamos como pretendientes y opositores, mendigando sufragios y granjeando votos;
que si esto se quitase, no hay duda en que se gobernarían las provincias con más
equidad y con mayor entereza y constancia. Porque así como con el temor de la
ley de residencia se ha refrenado mucho el delito de la avaricia, así, ni más ni
menos, se refrenaría el de la ambición si se quitase el uso del dar gracias.
XXII. Fue loado con general aplauso este parecer; mas no se pudo hacer el
decreto, oponiéndose los cónsules con decir que no se había hecho proposición
sobre aquel punto. Pero no pasó mucho tiempo hasta que por orden del príncipe
determinaron que nadie propusiese en los consejos provinciales el dar gracias al
Senado por el buen gobierno de los vicepretores o procónsules, y que ninguno se
atreviese a venir con semejantes embajadas. En este mismo consulado cayó un rayo
en el Gimnasio, que era el lugar donde se hacían los ejercicios de las luchas, y
abrasándose todo, se derritió la estatua de bronce de Nerón que estaba en él,
hasta quedar en un pedazo de metal sin forma ni figura alguna. En Campania, la
famosa ciudad de Pompeya fue en gran parte arruinada de un terremoto. Y habiendo
muerto Lelia, virgen vestal, se recibió en su lugar a Camelia, de la familia de
los Cosos.
XXIII. Siendo cónsules Memmio Régulo y Virginia Rufo, tuvo Nerón una alegría
extraordinaria, por causa de una hija que le nació de Popea, a quien llamó
Augusta, dando también a su madre el mismo sobrenombre. Fue el parto en la
colonia de Ancio, donde él también había nacido. Ya de antes había el Senado
encomendado a los dioses la preñez de Popea, y hecho públicos votos, que se
cumplieron y multiplicaron con el parto, añadiendo procesiones y rogativas, y
por decreto un templo a la Fecundidad, y un torneo a ejemplo de la religión de
Atenas (12); que se pusiesen en el trono de Júpiter Capitalino las estatuas de
oro de las Fortunas; que así como en Bovile se hacían las fiestas circenses en
honra de la familia Julia, así también se celebrasen en Ancio en honor de la
Claudia y de la Domicia: que fueron todas cosas de poco dura, muriendo como
murió la niña antes de cumplir los cuatro meses. Nacieron otra vez de aquí
nuevas adulaciones, decretándole honores divinos, altar, simulacro, templo y
sacerdotes. Nerón, así como se mostró extremado en el contento, asimismo lo fue
en la muestra de dolor. Notóse que habiendo ido a Ancio todo el Senado a
regocijarse con el príncipe por el nacimiento de su hija, sólo se le prohibió a
Trasea, y que recibió él aquella afrenta con ánimo entero y sosegado, aunque la
conoció bien y la tomó por verdadero anuncio de la muerte que ya se le acercaba;
aunque se dijo después que César se había alabado con Séneca de haberse
reconciliado con Trasea, y que Séneca le había dado las gracias por ello: tal,
que a los hombres ilustres y señalados en la República les venía de una misma
causa el peligro y la reputación.
XXIV. Entretanto, al principio de la primavera llegaron a Roma los embajadores
de los partos con las comisiones de Vologeso y cartas en la misma sustancia,
donde decía: que dejaba ahora el rey de tratar de las cosas dichas y alegadas
otras veces sobre la posesión de Armenia¡ pues que los dioses, como soberanos y
absolutos jueces de todas las naciones, por poderosas que fuesen, habían puesto
en posesión de ella a los partos, no sin ignominia del pueblo romano. Que poco
antes habían tenido encerrado a Tigranes, y después pudiendo oprimir a Peto con
las legiones, las había dejado ir libres y salvas¡ dando a un mismo tiempo
bastantes muestras de su poder y de su blandura y mansedumbre. Que Tiridates no
rehusara el venir a tomar la corona a Roma si no le detuviera la religión del
sacerdocio que administraba. Mas que con todo eso iría a las insignias y
estatuas del príncipe, donde en presencia de las legiones tomaría la investidura
y administración del reino.
XXV. Oídas estas cartas de Vologeso, porque Peto había escrito diferentemente,
como si las cosas estuvieran en buen estado, se preguntó al centurión que había
venido con los embajadores en qué término quedaba lo de Armenia. Respondió que
habían salido de ella todos los romanos. Entendido entonces el menosprecio y
escarnio con que aquellos bárbaros pedían lo que habían ya usurpado, juntando
Nerón a consejo los principales de la ciudad, sobre cuál era mejor, la guerra
con peligro o la paz con deshonra, se resolvió la guerra. Y por que no se errase
segunda vez por causa de la poca experiencia de otro alguno, arrepentido César
de haber enviado a Peto, hizo dueño de todo a Corbulón, como tan ejercitado y
práctico en aquella milicia y contra aquellos mismos enemigos. Los embajadores
fueron despachados sin resolución, aunque no sin muchos dones, para alimentar
las esperanzas de los partos y darles a entender que si Tiridates venía en
persona a pedir las mismas cosas, no sería en vano su venida. El gobierno de
Siria se dio a Cincio y el cargo de la gente de guerra a Corbulón, añadiéndole
la legión quinta de Panonia, gobernada por Mario Celso. Escribióse a los
tetrarcas, a los reyes, a los prefectos, procuradores y pretores de las
provincias comarcanas que obedeciesen las órdenes de Corbulón, con autoridad
casi tan ancha como dio el pueblo romano a Cneo Pompeyo en la guerra que
emprendió contra los corsarios. Vuelto Peto a Roma, aunque con temor de más
grave castigo, se contentó César con hacer burla de él diciéndole por vía de
donaire: que teniéndole por hombre que se espantaba presto, se resolvía en
perdonarle de golpe por que el temor no le causase más larga y congojosa
enfermedad.
XXVI. Corbulón, enviadas a Siria las legiones cuarta y duodécima, a las cuales,
por haber perdido la mejor gente y estar los demás amedrentados, juzgaba por
poco aptas para las acciones militares, llevó en su lugar a Armenia a la sexta y
a la tercera, llenas de buenos soldados y ejercitadas en continuos y prósperos
trabajos; añadía la quinta, que por estar en Ponto no se halló en la rota, y con
ella la quincena, que poco antes trujo Mario Celso. Las banderas levantadas en
el Ilírico y en Egipto, y todas las alas de caballos, infantería de cohortes
confederados y socorros de los reyes, de toda esta gente se hizo la masa en
Meliteno (13), por donde se hacía cuenta de pasar el Éufrates. Tomada allí la
muestra y purificado el ejército conforme a los ritos de la patria, lo llamó a
parlamento; en el cual, habiendo con mucha gravedad (que en aquel hombre militar
servía de elocuencia) engrandecido de los principios de su generalato las cosas
hechas por él, sin tocar en el mal gobierno de Peto, comenzó a marchar por el
mismo camino que antiguamente había llevado Lucio Lúculo, haciendo abrir lo que
había vuelto a cerrar el discurso del tiempo.
XXVII. No rehusó entretanto de oír a los embajadores de Tiridates y Vologeso,
que habían venido a tratar la paz; y envió con ellos después algunos centuriones
con comisiones harto moderadas: que aún no estaban las cosas en tal término que
fuese necesario llegar a la última prueba de las armas; que habían tenido los
romanos muchos sucesos prósperos, y algunos los partos; documento provechosísimo
para no ensoberbecerse: que le convenía por esto a Tiridates recibir el reino
antes de verle destruido y arruinado con las guerras; y que Vologeso haría más
por la nación de los partos con la amistad romana, que con los daños que
forzosamente habría de haber de una parte y otra; que sabía muy bien el mismo
Vologeso cuántas y cuáles eran las discordias intestinas que había en su reino,
y cuán indómitas y feroces eran las naciones que señoreaba; donde, en contrario,
gozaba su emperador de una segura y universal paz, sin tener otra guerra que
aquélla. A estos consejos añadió al mismo tiempo el terror de las armas,
asaltando a los pueblos armenios llamados megistanos, que fueron los primeros
que se nos rebelaron, echándolos de la tierra, derribando sus castillos y
amedrentando igualmente los llanos y los montes, a los valerosos y a los viles.
XXVIII. No escuchaban con disgusto aquellos bárbaros el nombre de Corbulón, ni
les era odioso como de enemigo; antes tenían a sus consejos por sanos y por
fieles. Y así, Vologeso, sin mostrarse obstinado en el punto principal, pide
treguas por algunos gobiernos fronterizos, y Tiridates lugar y día señalado para
llegar a vistas. Señalóse un tiempo breve; y escogiendo los bárbaros el puesto
donde poco antes habían tenido sitiado a Peto con sus legiones, por memoria de
su felicidad, no le rehusó Corbulón, por aumentar su gloria con la desigualdad
de las fortunas; fuera de que no se le daba mucho por la infamia de Peto, como
principalmente se echó de ver, mandando, como mandó, a su hijo el tribuno que
llevase los manípulos a hacer enterrar las reliquias de aquella infelice
batalla. Al día diputado, Tiberio Alejandro, ilustre caballero romano, dado a
Corbulón por ministro y consejero en aquella guerra, y Bibiano Annio, yerno de
Corbulón, no aún en edad de poder ser senador y vicelegado de la legión quinta,
fueron al campo de Tiridates para hacerle esta honra y asegurarle de todo engaño
con tan buenas prendas. Tras esto, cada uno con veinte de a caballo llegaron al
lugar de las vistas. En viéndose los dos, fue el rey el primero en saltar del
caballo, haciendo luego lo propio Corbulón, y ambos, así a pie como estaban, se
dieron y entrelazaron las manos.
XXIX. Tras esto alaba el romano al joven Tiridates el haber dejado los consejos
precipitosos, siguiendo los seguros y saludables. El parto, después de haber
hablado muy largo de su nobleza, trata de las demás cosas modestamente,
diciendo: Que iría a Roma, y llevaría una honra nueva a César; pues lo era ver a
uno del linaje Arsácida en su presencia con humildes ruegos, y esto en tiempo
que los partos no padecían adversidad. Resolvióse entonces que Tiridates dejase
las insignias reales, y que las pusiese a los pies de la estatua de César y no
las volviese a tomar sino de mano de Nerón. Con esto se despidieron dándose el
beso de paz. De allí a pocos días se juntaron los dos ejércitos con gran pompa y
ostentación. Veíase de aquella parte la caballería repartida en tropas, cada una
con las insignias de su nación; y de ésta los escuadrones de las legiones
romanas con sus águilas resplandecientes, y con las banderas y simulacros de
dioses, con que formaban una cierta manera de templo. Estaba en medio del
tribunal la silla cural que sustentaba la estatua de Nerón; a la cual,
llegándose Tiridates, después de haber sacrificado algunas víctimas, quitándose
la corona de la cabeza, la puso a los pies de la imagen con gran conmoción de
ánimo de todos los circunstantes, que, acordándose del reciente estrago y
peligroso cerco de los ejércitos romanos, veían ahora, trocada la fortuna,
hacerse Tiridates espectáculo del mundo, yendo a Roma poco menos que cautivo.
XXX. Añadió a su gloria Corbulón la cortesía con que le recibió y un famoso
banquete que le hizo. Y cuando el rey preguntaba a Corbulón la razón por qué se
hacían muchas cosas nuevas para él, como el avisar el centurión al general
siempre que se mudaban las postas, despedir el banquete con son de trompetas, y
el pegar fuego él mismo a la leña que estaba aparejada delante del augural con
una hacha encendida, engrandeciéndoselo todo mucho más de lo que era, le
aumentaba la admiración de aquellas antiguas costumbres. El día siguiente pidió
Tiridates a Corbulón que le diese tiempo bastante para poder ir a visitar a su
madre y hermanos. Y concediéndoselo, dejó a una hija suya en rehenes y cartas
muy humildes para Nerón.
XXXI. Y partido de allí, halló a Pacoro en Media y a Vologeso en Ecbatana (14),
con tanto cuidado de su hermano, que con embajadores expresos había enviado a
pedir a Corbulón que no sufriese que Tiridates llevase alguna apariencia de
servidumbre; que no le hiciesen dejar las armas cuando entrase a hablar con
algún magistrado, ni le vedasen el abrazar a los gobernadores de provincias; que
no le difiriesen las audiencias, haciéndole aguardar a sus puertas; y,
finalmente, que en Roma se le hiciese tanta honra como a uno de los cónsules.
Hizo Vologeso esta diligencia, como persona que acostumbrada a la soberbia
extranjera, no estaba informado de nuestro modo de proceder; pues dejando aparte
todo aquello que no trae consigo más que vanidad, no hacemos caso ni estimamos
otra cosa que la gloria y el derecho del mandar.
XXXII. Este año mismo concedió César a las naciones de los Alpes marítimos, que
gozasen de los privilegios y derechos de que gozaban los latinos. Y en el circo
mandó poner los lugares y asientos para los caballeros romanos delante del de
los plebeyos, porque hasta aquel día habían estado indistintos y confusos, no
habiendo la ley Rosia (15), proveído a más que hasta catorce órdenes del teatro.
Hiciéronse este año mismo los juegos de gladiatores con la misma grandeza que
los pasados; no avergonzándose algunas mujeres ilustres y muchos senadores de
comparecer en aquel cercado.
XXXIII. Hechos cónsules Cayo Lecanio y Marco Licinio, no pudiendo Nerón refrenar
más el ardentísimo deseo que tenía de hacerse ver en los tablados públicos,
habiendo ya cantado en casas, en jardines y en los juegos juveniles,
menospreciaba estos lugares como poco frecuentados y estrechos para el concurso
que merecía tan excelente voz, y teniendo todavía un no sé qué de empacho de
comenzar en Roma, escogió a Nápoles, como a ciudad griega, para que pasando de
allí en Acaya, y ganadas las insignes coronas del canto, tenidas antiguamente
por sagradas, pudiese después de haber adquirido mayor fama incitar a hacer lo
mismo a los ciudadanos de Roma. Y así, habiéndose juntado el pueblo de aquella
ciudad y los que de las colonias y municipios vecinos había llamado la fama de
tan gran fiesta, junto con los que le seguían, o por honrarle o por otros
negocios, y finalmente los manípulos enteros de soldados, hinchen el teatro de
Nápoles.
XXXIV. Acaeció allí un caso a juicio de muchos de mal agüero, aunque al de Nerón
muy venturoso y sucedido por providencia divina; porque en saliendo el pueblo
del teatro, vino al suelo todo aquel edificio sin hacer daño alguno. Por lo cual
Nerón, componiendo canciones a este propósito, dio gracias a los dioses,
celebrando la buena fortuna de aquel acaecimiento. Y después, encaminándose para
pasar el mar Adriático, se entretuvo en Benevento, donde Vatinio celebraba una
solemnísima fiesta de gladiatores. Era Vatinio uno de los sucios monstruos de
aquella corte; su origen fue ser aprendiz y hechura de un zapatero, su cuerpo
torcido y contrahecho, y sus donaires viles y abufonados. Al principio fue
recibido en palacio para injuriar y morder a todos con sus gracias maliciosas, y
después llegó a poder y valer tanto por el camino de acusar y malsinar a todo
hombre de bien, que en privanza con el príncipe, en riquezas y en autoridad para
hacer mal se la ganaba aún a los más perversos de aquella escuela.
XXXV. Hallándose, pues, Nerón en las fiestas que le hacía Vatinio, ni aun entre
los deleites y pasatiempos cesaba de cometer maldades; que hasta en aquellos
mismos días fue constreñido Torcuato Silano a quitarse la vida; porque a más del
esplendor de la familia Junia, tuvo al divo Augusto por rebisabuelo. Mandóse a
los acusadores que le imputasen que daba y hacía mercedes con prodigalidad, y
que fundaba sus esperanzas en novedades; en cuya prueba tenía ya cerca de sí
personas nobles con títulos de cancilleres, secretarios, contadores, nombres de
designios y pensamientos que aspiran a la suma grandeza. Fueron luego presos y
encarcelados también sus libertos más favorecidos. Y viendo ya cercana Torcuato
su condenación, se abrió las venas de los brazos, diciendo Nerón después de
sabida su muerte, como lo tenía de costumbre: que aunque Torcuato estaba tan
culpado, cuanto justamente había desconfiado de sus defensas, lo hubiera vencido
todo si aguardara la sentencia del juez.
XXXVI. No mucho después, diferida la ida a Acaya, sin que se supiese la causa de
ello, volvió a Roma, teniendo en secreto algún pensamiento de visitar las
provincias de Oriente, y en particular Egipto. Y después, habiendo asegurado al
pueblo por un edicto que no sería larga su ausencia, y que por su medio gozaría
la República de allí adelante de mayor quietud y felicidad, subió al Capitolio,
y por la prosperidad de este viaje adoró allí a los dioses. Y como entrase
también en el templo de Vesta, sobreviniéndole repentinamente un temblor en
todos los miembros, o porque se espantó de aquella deidad, o porque nunca le
dejase estar libre de temor la memoria de sus maldades, dejó la empresa
comenzada, diciendo muchas veces después que no había cuidado ni deseo que
pudiese con él tanto como el amor de la patria; que había visto la tristeza que
mostraban en sus rostros los ciudadanos, y oído las secretas quejas de que
hubiese de hacer tan largo viaje aquél cuyas cortas ausencias sufrían aún con
dificultad, estando, como estaban, acostumbrados a recrearse en sus adversidades
fortuitas con sola la vista del príncipe; y que así como en las casas y los
linajes particulares se suelen estimar más los parientes más cercanos en sangre,
así tenía para con él más fuerza y autoridad el pueblo romano, y se hallaba
obligado a obedecerle siempre que gustase de tenerle consigo. Oía el vulgo estas
o semejantes cosas de buena gana, como amigo de deleites y pasatiempos, y
temiendo (como quiera que éste era su mayor cuidado) alguna gran carestía en los
mantenimientos con la ausencia del príncipe. El Senado y los principales de la
ciudad no se determinaban en dónde se mostraría más fiero y cruel para con
ellos, ausente o presente. Y a la postre, tal es la naturaleza y calidad de los
grandes temores, temían a lo que sucedía por lo peor que les podía suceder.
XXXVII. Él, pues, para ganar crédito de que en ninguna parte estaba tan alegre y
con tanto gusto como en Roma, hacía banquetes en los lugares públicos, y se
servía de toda la ciudad como de su propia casa. Referiré aquí uno de sus más
celebrados y espléndidos banquetes que hizo aparejar por Tigelino, lleno de mil
viciosas superfluidades y abominables lujurias, el cual nos podrá servir de
ejemplo para excusarnos de contar muchas veces semejantes prodigalidades. Hizo,
pues, fabricar en el estanque de Agripa una grande y capacísima balsa de vigas,
sobre cuya plaza se hiciese el banquete, y ella fuese remolcada por bajeles de
remo. Eran estos bajeles barreados de oro y marfil, de encaje, y los remeros
mozos deshonestos y lascivos, compuestos y repartidos según su edad y
abominables cursos de lujuria. Había hecho traer aves y fieras de diferentes
tierras, y peces hasta del mar Océano. A las orillas y puntas del estanque había
burdeles llenos de mujeres ilustres, y por otra parte se veían públicas rameras
desnudas que hacían gestos y movimientos deshonestos; y llegada la noche, el
bosque, las casas y cuanto había alrededor del lago comenzó a resonar y a
responder con ecos de infinitas músicas, y voces, resplandeciendo todo con
hachas; y al mismo Nerón, discurriendo aquellos días y revolcándose a sus
anchuras por todo género de vicio y sensualidad natural y contra natura, no le
faltó otra cosa por cometer para calificarse por el más abominable de todos los
hombres, que la que hizo pocos días después casándose públicamente en calidad de
mujer con uno de aquel nefando rebaño, llamado Pitágoras, y usando de todas las
solemnidades y ceremonial que se suelen hacer en los casamientos. En éste se le
puso al emperador el velo llamado flameo (16); viéronse los agoreros áuspices,
señalóse dote a la novia, aparejóse la cama a los desposados, encendiéronse las
hachas con los ritos que se acostumbran en las bodas, y juntamente se vio en él
todo aquello que hasta en los casados verdaderamente suele encubrir la noche.
XXXVIII. Siguióse después en la ciudad un estrago, no se sabe hasta ahora si por
desgracia o por maldad del príncipe, porque los autores lo cuentan de entrambas
maneras (17), el más grave y el más atroz de cuantos han sucedido en Roma por
violencia de fuego. Salió de aquella parte del Circo que está pegada a los
montes Palatino y Celio, donde comenzó a prender en las tiendas en que se venden
aquellas cosas capaces de alimentarle. Hízose con esto tan fuerte y poderoso,
que con mayor presteza que el viento que le ayudaba, arrebató todo lo largo del
Circo, porque no había allí casas con reparos contra este elemento, ni templos
cercados de murallas, ni espacios de cielo abierto que se opusiesen al ímpetu de
las llamas; las cuales, discurriendo por varias partes, abrasaron primero las
casas puestas en lo llano, y subieron después a los altos, y de nuevo se dejaron
caer a lo bajo con tanta furia, que del todo prevenía su velocidad a los
remedios que se le aplicaban. Ayudóle al fuego el ser la ciudad en aquel tiempo
de calles muy angostas y torcidas a una parte y a otra, todo sin orden ni
medida, cual fue el antiguo edificio de la vieja Roma. A más de esto, las voces
confusas de las mujeres medrosas, de los viejos y niños, y de los que, temerosos
de su peligro o del ajeno, éstos se apresuran para librar del incendio a los
débiles y aquéllos se detienen para ser librados, lo impiden y embarazan todo; y
muchas veces, volviéndose unos y otros a mirar si los seguía el fuego por las
espaldas, eran acometidos de él por los lados o por el frente. Y cuando pensaban
ya estar en salvo con retirarse a los barrios vecinos, a los que antes habían
juzgado por seguros, los hallaban sujetos al mismo trabajo. Al fin, ignorando
igualmente lo que habían de huir y lo que habían de buscar, henchían las calles
y se echaban por aquellos campos. Algunos, perdidos todos sus bienes y hasta el
triste sustento de cada día, y otros por el dolor que les causaba el no haber
podido librar de aquel furor a sus caras prendas, se dejaban alcanzar de las
hambrientas llamas voluntariamente. Ninguno se atrevía a remediar el fuego,
habiendo por todas partes muchos que, no sólo prohibían con amenazas el
apagarle, pero arrojaban públicamente tizones y otras cosas encendidas sobre las
casas, diciendo a voces que no hacían aquello sin orden; o que fuese ello así, o
que lo hiciesen para poder robar con mayor libertad.
XXXIX. Hallábase Nerón entonces en Ancio, y no volvió a la ciudad hasta que supo
que el fuego se acercaba a sus casas por la parte que se juntaban con el palacio
y con los huertos de Mecenas (18); y con todo eso no fue posible librar del
incendio al mismo palacio, a las casas, y a todo cuanto estaba alrededor. Mas
él, para dar algún alivio al pueblo turbado y fugitivo, hizo abrir el campo
Marcio, las memorias de Agripa, y sus propios huertos, y fabricar de presto en
ellos muchas casas donde se recogiese la pobre muchedumbre. Trajéronse de Ostia
y de las tierras cercanas muebles y alhajas de casa, y bajó el precio del trigo
hasta tres nummos. Todo lo cual, aunque provechoso y deseado del pueblo, le era
con todo eso muy poco acepto, por haberse divulgado por toda la ciudad y corrido
voz de que en el mismo tiempo que se estaba abrasando Roma, había subido Nerón
en un tablado que tenía en su casa, y cantado en él el incendio y la destrucción
de Troya, comparando los males presentes con aquellas antiguas calamidades.
XL. Al cabo de seis días tuvo fin el fuego en la parte más baja del monte
Esquilino, habiéndose hecho derribar por largo trecho las casas y otros
edificios, para que la violencia de las llamas se parase en aquel espacio de
campo vacío y descubierto. No había aún cesado el temor, cuando volvió a
encenderse otra vez el fuego, aunque más levemente y en lugares los más
desavahados de la ciudad, que fue causa de que pereciese menos gente; pero quien
padeció más fueron los templos de los dioses, las galerías, lonjas y soportales
fabricados para el recreo y deleite de los ciudadanos. Fue este incendio más
infame que el primero, habiendo salido su violencia de las casas y huertos de
Tigelino, que estaba en el arrabal Emiliano; creyéndose que Nerón deseaba ganar
para sí la honra de edificar otra nueva ciudad, y llamarla de su nombre (19).
Dividíase la ciudad de Roma en catorce regiones; de las cuales, solas cuatro
quedaron enteras, tres asoladas del todo, y en las otras siete poquísimas casas,
y ésas sin techos y medio abrasadas.
Notas
(1) Apiano dice de ellos que tenían 50 codos de altura y que debajo de los
mismos había sitio para las caballerizas.
(2) Según d'Anville es el Khabur, y pasa cerca de una ciudad llamada Sered, la
cual, según el mismo geógrafo, ocupa acaso el sitio de la antigua TIgranocerta.
Conviene tener presente que hay dos Khabur, y que el Niceforio es el del Norte,
que nace en el vilayato de Van y desagua en el Tigris por su izquierda. El otro,
llamado antiguamente Chaboras, es uno de los afluentes del Éufrates.
(3) Ciudad fuerte de la antigua Migdonia que formaba parte de la Mesopotamia.
Quedan escasísimos restos de ella en el pequeño pueblo o aldea de Nesbin.
(4) La balista era una máquina de que se hacia uso en los sitios para disparar
piedras de mucho peso. Ni las descripciones que de ellas nos dan los autores
antiguos, ni los monumentos del arte bastan a darnos una idea cabal y distinta
del modo como estaban construidas. Sábese, sin embargo, que las había de
diferentes dímensiones, y se las distinguía en majores y minores. Las había que
servían como máquína de campaña y se las colocaba sobre carros tirados por
caballos o mulos, de suerte que se las pudiese trasladar con facilidad a
cualquíer punto del campo de batalla; dábaseles el nombre de carrobalistae, y de
ellas existe una representación en la columna de Marco Aurelio. La catapulta era
tambíén un ingenio destinado especialmente a lanzar dardos u otras armas
arrojadizas. Dábase también a veces este nombre al dardo disparado por la
máquina. Vitruvio lo describe muy detalladamente, y como además de esto se ve
representada hasta seis veces en la columna Trajana, conocemos mejor su
mecanismo que el de la balista. Lo mismo que ésta, se la colocaba a veces en un
carro para llevarla de una parte a otra del combate.
(5) Plaza considerable, cuyo nombre cree encontrar d'Anville en el de Simsai o
Shimshat. Se supone fundada por Arsamés, que reinaba en Armenia por los años 245
antes de J. C.
(6) Llamábase así la parte más septentrional de la Siria, al este y al sur de
los montes Amán y Tauro y al oeste del Éufrates. Su principal ciudad era
Samosata. hoy Semlsat.
(7) Alude a los dos desastres sufridos por los romanos, el uno en Caudium, en
433 de Roma, y el otro cerca de Numancia, en 617. En el primero, las tropas
romanas al mando de T. Valerio Calvino y Sp. Póstumo Albino se dejaron encerrar
en los desfiladeros de Caudio, al sudeste de Capua, entre Benevento y Calatia,
por el general samnita Poncio Herenio, el cual las obligó a pasar por debajo del
yugo (horcas caudinas). En el segundo, el cónsul Mancino, al retirarse del sitio
de Numancia escarmentado en diferentes encuentros, se vio sorprendido por sus
contrarios en unos desfiladeros, no lejos de dicha ciudad, y puesto en tan
apurado trance que no le quedó más recurso que firmar con ellos una
capitulación, de cuyo cumplimiento se constituyeron en fiadores él y sus
oficiales. Llamado a Roma, el Senado, que no tuvo a bien cumplir lo estipulado,
lo entregó a los burlados numantinos, quienes más generosos con el infeliz
Mancina que sus conciudadanos, le despidieron libre y sin vengar en él la mala
fe de la República.
(8) Freinshenio enmienda aut Hispanis, porque aquí alude a la destrucción de
Numancia, en que no tuvieron parte los cartagineses; pero si no satisficiese
esta corrección, léase: Nec eamdem vim Samnicibus ltalico populo aut Hispanis
quam Parthis Romani Imperii oemulis. (Gronovio.) Nuestro autor siguió la versión
corriente.
(9) Lipsio cree que Corbulón escribió los comentarios o la historia de estas
guerras. Lo cierto es que Plinio le cuenta entre los escritores.
(10) La ley Apia Popea, promulgada en tiempo de Augusto, en el año 762 de Roma,
que renovaba y completaba la ley Julia publicada unos 26 años antes, concedía o
confirmaba ciertos privilegios a los ciudadanos casados y que tenían hijos. Así,
por ejemplo, eran preferidos para la magistraturas y los gobiernos de provincia,
y cuando se presentaban varios candidatos debía ser preferido el que era padre
de más hijos; podían aspirar a las dignidades antes de tener la edad prescrita
por la ley; gozaban plenamente del derecho hereditario; mientras que los casados
sin hijos no podían recibir más que la mitad de lo que les dejaba en testamento,
y los celibatarios no percibían nada, a menos que no les viniesen los legados de
parte de sus más próximos parientes, o que se casasen dentro de los cien días
después de la muerte del testador.
(11) La primera ley contra los cohechadores fue promulgada por el tribuno L.
Calpurnio Pisón, en el año 605 de Roma; por ella se daba a los habitantes de las
provincias el derecho de pedir en Roma la restitución de las sumas arrancadas
por cohecho por los magistrados, y se estableció un tribunal permanente (Quaestio
perpetua) para entender en esos asuntos.
(12) Léase en vez de Atenas Accio. El autor alude en este pasaje a la ciudad de
Nicópolis, edificada por Augusto en memoria de la batalla de Accio, y a los
juegos quinquenales instituidos en dicha ciudad en honor de Apolo. La palabra
torneo que usa aqui el traductor no es, como comprenderán nuestros lectores, la
más propia. A cada cosa su nombre.
(13) Ciudad de Capadocia, hoy Malatié. Meliteno, dice Burnouf, no era a la sazón
más que un campamento romano.
(14) Capital de la Media, situada al pie del monte Orontes (Elbend), y al
sudoeste del mar Caspio. Según los historiadores griegos, fue fundada por
Dejoces en 705, y reedificada o engrandecida por Seleuco, bajo cuyos
descendientes, que la despojaron de todas sus riquezas y destruyeron sus
principales monumentos, comenzó su decadencia y ruina. Créese que estaba situada
en el sitio que ocupa hoy Hamadán, ciudad importante del Irak-Adjemi.
(15) Se trata aquí del circo hasta el tiempo de Augusto. El Senado. los
caballeros y la plebe tenían en este espectáculo interpolados los asientos y sin
orden. Las leyes Rosia y Julia teatrales sólo habían dado orden en cuanto a la
escena, pero no en cuanto a los juegos curules, aunque en éstos se guardó
siempre la costumbre antigua acaso por causa de religión, por no enajenar la
plebe. Finalmente, Augusto, siendo cónsules Cornelio Cina y Valerio Mesala, a
los 763 de la fundación de Roma, mandó que el Senado y los caballeros estuviesen
separados; pero sin señalarles lugar determinado, de suerte que ya se ponían en
una parte ya en otra; hasta que por evitar la confusión el emperador Claudio
asignó al Senado lugar fijo, y Nerón a los caballeros ... Después de haberse
hecho esta división era permitido a los senadores concurrir a estos
espectáculos, pero con vestido particular.
(16) Velo nupcial que llevaban las mujeres romanas el día de su casamiento. Era
de color amarillo oscuro y brillante como la llama, de cuya circunstancia traía
su nombre, y de dimensiones bastante grandes para cubrir toda la persona desde
la cabeza a los pies. Lucano. II, v. 361.
(17) Tácito refiere con cierta desconfianza la opinión que atribuía al emperador
ellncendio de Roma. Suetonio es más explícito, y Dion Casio lo da como cosa
cierta. A pesar de todo, sin embargo, el hecho es dudoso.
(18) Estos huertos de Mecenas estaban en el monte Esquilino, donde edificó Nerón
una casa por dos veces, que llegaba hasta el principio del monte Esquilino, como
dice Suetonio: Domum a Palatio Esquilias usque fecit, etc.
(19) Según Suetonio,la pensaba llamar Nerópoli.
LIBRO DÉCIMOQUINTO
Segunda parte
Conjuran contra Nerón y descúbrese el trato. - Mátanse a esta causa muchos
hombres ilustres, y entre ellos Séneca. - Da el Senado gracias a los dioses por
este suceso, como por caso alegre y venturoso.
XLI. No se puede decir con certidumbre el número de las casas, de los barrios
aislados y templos que perecieron; mas es cosa cierta que de antiquísima
religión se abrasaron: los que Servio Tulio dedicó a la luna; el templo grande y
altar que Evandro de Arcadia consagró a Hércules, vivo y presente entonces; el
templo de Júpiter Estator, hecho por voto de Rómulo; el palacio de Numa y el
templo de Vesta, con los propios dioses penates del pueblo romano. Quemáronse
también las riquezas ganadas con tantas victorias, las obras admirables de los
griegos, las memorias antiguas y los trabajos insignes de aquellos buenos
ingenios, y otras cosas semejantes conservadas hasta allí sanas y enteras, a
muchas de las cuales lloraban los más viejos como incapaces de remedio, aún
después de haber visto la grandeza con que Roma volvió a resucitar. Notaban
algunos que este incendio comenzó el día de los diecinueve de julio en el cual,
muchos años antes, los galos senones tomaron y quemaron a Roma; otros más
curiosos contaban tanto número de años como de meses y días entre un incendio y
el otro.
XLII. Mas Nerón, sirviéndose de las ruinas de la patria, fabricó una casa, en
que no se admiraban tanto las piedras preciosas y el oro, cosas muy usadas ya de
antes y hechas comunes por la gran prodigalidad y vicio de Roma, cuanto las
campañas, los estanques, y, como en forma de desiertos, de una parte bosques, y
de otra espacios de tierra descubiertos apaciblemente a la vista; siendo los
trazadores y arquitectos de estas obras Severo y Célere, hombres de tal ingenio
y de tan gran atrevimiento, que emprendían el dar con su arte lo que había
ganado la misma naturaleza, y burlarse del poder y fuerzas del príncipe. Éstos
habían ofrecido abrir un foso navegable desde el lago Averno hasta las bocas del
Tíber, trayéndolo por la seca costa o al través de los montes, sin que en todo
aquello hubiese otra humedad capaz de producir las aguas necesarias para ello,
sino los estaños Pontinos, siendo todo lo demás tierra seca, despeñaderos tan
grandes, que cuando se pudiera romper por ellos, fuera el trabajo insufrible y
el provecho ninguno. Mas con todo eso, Nerón, como deseoso que era de cosas
imposibles, insistió en hacer cortar las cumbres de aquellos montes vecinos al
lago Averno; y aún hoy en día quedan los vestigios de aquellas sus vanas
esperanzas.
XLIII. Pero las casas abrasadas del fuego no se reedificaron sin distinción y
acaso, como se hizo después del incendio de los galos; antes se midieron y
partieron por nivel las calles, dejándolas anchas y desavahadas, tasando la
altura que habían de tener los edificios, ensanchando el circuito de los barrios
y añadiéndoles galerías o soportales que guardasen el frente de los aislados.
Estas galerías prometió Nerón que fabricaría a su costa, y que entregaría a los
dueños los solares limpios y desembarazados, y, señaló premios, conforme a la
calidad y hacienda, de los que edificaban, con tal que se acabasen las casas y
los aislados dentro del término establecido por él. Mandó que las calcinadas y
los despojos de aquellas ruinas se echasen en los estaños de Ostia, y que lo
cargasen y llevasen allá los navíos que habían subido por el Tíber cargados de
trigo. Ordenó también que en ciertas partes se hiciesen los edificios sin
trabazón de vigas y otros enmaderamientos, rematándolos con bóvedas hechas de
piedra de Gabi y de Alba, las cuales resisten valerosamente al fuego. Y para que
el agua de las fuentes, mucha parte de la cual hasta allí se divertía en uso de
particulares, pudiese abundar más en beneficio público, puso guardias para que
pudiesen todos tener más a la mano la ocasión de reprimir el fuego en semejantes
desgracias. Mandó también que cada casa se fabricase con paredes distintas y
propias, y no en común con las del vecino. Todas estas cosas, hechas por el
útil, ocasionaron también grande hermosura a la nueva ciudad; aunque creyeron
muchos que la forma antigua era más sana, respecto a que la estructura de las
calles y altura de los tejados servía de defensa contra los rayos del sol; donde
ahora, el ser las calles tan anchas y descubiertas, y a esta causa privadas de
sombra, ocasiona más ardientes calores.
XLIV. Hechas estas diligencias humanas, se acudió a las divinas con deseo de
aplacar la ira de los dioses y purgarse del pecado que había sido causa de tan
gran desdicha. Viéronse sobre esto los libros Sibilinos, por cuyo consejo se
hicieron procesiones a Vulcano, a Ceres y a Proserpina, y las matronas aplacaron
con sacrificios a juno, primero en el Capitolio, y después en el mar cercano a
la ciudad, y sacando de él agua, rociaron el templo y el simulacro de la diosa;
las mujeres casadas, tendidas por devoción en el suelo del templo, velaron toda
la noche. Mas ni con socorros humanos, donativos y liberalidades del príncipe,
ni con las diligencias que se hacían para aplacar la ira de los dioses era
posible borrar la infamia de la opinión que se tenía de que el incendio había
sido voluntario. Y así Nerón, para divertir esta voz y descargarse, dio por
culpados de él, y comenzó a castigar con exquisitos géneros de tormentos, a unos
hombres aborrecidos del vulgo por sus excesos, llamados comúnmente cristianos.
El autor de este nombre fue Cristo, el cual, imperando Tiberio, había sido
justiciado por orden de Poncio Pilato, procurador, de la Judea¡ y aunque por
entonces se reprimió algún tanto aquella perniciosa superstición tornaba otra
vez a reverdecer, no solamente en Judea, origen de este mal, pero también en
Roma, donde llegan y se celebran todas las cosas atroces y vergonzosas que hay
en las demás partes. Fueron, pues, castigados al principio los que profesaban
públicamente esta religión, y después, por indicios de aquéllos, una multitud
infinita, no tanto por el delito del incendio que se les imputaba, como por
haberles convencido de general aborrecimiento a la humana generación (1).
Añadióse a la justicia que se hizo de éstos, la burla y escarnio con que se les
daba la muerte. A unos vestían de pellejos de fieras, para que de esta manera
los despedazasen los perros; a otros ponían en cruces; a otros echaban sobre
grandes rimeros de leña, a los que, en faltando el día, pegaban fuego, para que
ardiendo con ellos sirviesen de alumbrar en las tinieblas de la noche. Había
Nerón diputado para este espectáculo sus huertos, y él celebraba las fiestas
circenses; y allí, en hábito de cochero, se mezclaba unas veces con el vulgo a
mirar el regocijo, otras se ponía a guiar su coche, como acostumbraba. Y así,
aunque culpables éstos y merecedores del último suplicio, movían con todo eso a
compasión y lástima grande, como personas a quien se quitaba tan miserablemente
la vida, no por provecho público, sino para satisfacer a la crueldad de uno
solo.
XLV. En tanto, para sacar dineros fue necesario saquear a Italia, arruinar las
provincias y los pueblos confederados y las ciudades llamadas libres. Entraron
también los dioses en el número de esta presa, despojándose en Roma los templos
y sacando de ellos todo el oro que por triunfos y por votos se había ofrecido y
consagrado en todas las edades del pueblo romano por prosperidad o por miedo; y
en Asia y en Acaya, no sólo se arrebataban de los templos los dones ofrecidos a
los dioses, sino hasta sus mismas estatuas, habiendo enviado a estas provincias
a un liberto de César llamado Acrato y a Secundo Carinate; Acrato, hombre
acomodado y pronto para cualquier maldad; y Carinate, docto en las letras
griegas, aunque sólo en la lengua, sin vestir el ánimo de las buenas artes a que
endereza aquella doctrina. Díjose que Séneca, por librarse de la infamia y el
cargo que se le hacía de este sacrilegio, pidió licencia para retirarse a una
heredad suya bien apartada, y que, negándosela, fingiéndose enfermo de la gota,
no salió más de su aposento. Otros han escrito que por orden de Nerón le preparó
el veneno un liberto del mismo Séneca, llamado Cleónico, y que le evitó por
aviso del mismo liberto o por su propio temor, a causa de haber dado en hacer
una vida sencillísima, no comiendo otra cosa que frutas silvestres, ni bebiendo
sino cuando le apretaba la sed, y agua de fuente a la que él mismo viese correr.
XLVI. Por este mismo tiempo, tentando de escaparse los gladiatores que estaban
en la villa de Prenestre, fueron detenidos por la guarnición que los guardaba; y
comenzándose a alborotar ya el pueblo, cuya naturaleza es desear novedades y
juntamente temerlas, refería en sus corrillos y conversaciones los males que
causó Espartaco, y otras calamidades antiguas de este género. Poco después llegó
nueva de un naufragio que padeció la armada, no por ocasión de guerra (porque
nunca se gozó de tan firme y segura paz), sino porque Nerón, no exceptuando los
casos fortuitos del mar, había señalado el día que forzosamente había de
hallarse de vuelta en Campania; a cuya causa, los que la gobernaban, no obstante
que el golfo estaba alborotado, se resuelven en partir de Formi, y sobreviniendo
con gran furor un viento del Mediodía, travesía de aquella costa, mientras hacen
fuerza por doblar el cabo de Niseno, arrojados a las playas de Cumas, dieron en
tierra, perdiéndose muchas galeras y otros navios menores.
XLVII. Al fin del año se divulgaron muchos prodigios que fueron anuncios de los
males que se aparejaban. Una violencia de rayos la más frecuente que jamás se
vio. Mostróse un cometa, cuya siniestra interpretación procuró Nerón purgarla,
como otras veces, con sangre de hombres ilustres. Viéronse arrojados en público
partos humanos y de animales con dos cabezas; y lo mismo se vio en los
sacrificios en que es costumbre que las bestias que se sacrifican sean hembras y
estén preñadas. En el territorio de Plasencia, junto al camino, nació un becerro
que tenía la cabeza en una pierna. Interpretaron luego los adivinos arúspices
que se aparejaba otra cabeza para el imperio del mundo; mas que no sería
poderosa, ni vendría secreta; lo primero porque el monstruo había sido reprimido
en el vientre de su madre, y lo segundo porque había nacido junto al camino.
XLVIII. Entrados después de esto en su consulado Silio Nerva (2) y Ático Vestino,
comenzó y se aumentó juntamente una conjuración contra el príncipe en que a
porfía se escribían senadores, caballeros, soldados y hasta mujeres; tanto por
aborrecimiento contra Nerón, como por la voluntad y el amor que tenían todos a
Cayo Pisón. Éste, descendiente del linaje de los Calpurnios, y abrazando con la
nobleza paterna muchas familias principales, gozaba para con el vulgo de
esclarecida fama por sus virtudes verdaderas o aparentes; porque él ejercitaba
su elocuencia en defender causas de ciudadanos, daba con liberalidad a sus
amigos, y era apacible en la conversación y en el trato hasta con los que no
conocía. Tenía grandes dones naturales, gentileza de cuerpo y hermosura de
rostro; mas estaba muy lejos de poseer gravedad de costumbres y de saberse ir a
la mano de los deleites y pasatiempos; dándose demasiadamente al regalo y
magnificencia, y algunas veces al vicio deshonesto. Eran con todo eso agradables
estas cosas a muchos, especialmente a los que en tiempos tan relajados temían un
gobierno apretado y demasiado severo.
XLIX. No fue motivo de Pisó n ni deseo que tuviese de reinar el dar principio a
la conjuración, ni sería fácil hallar el autor de una cosa de que se encargaron
tantos. La constancia que tuvieron hasta la postre mostró que Subrio Flavio,
tribuno de una cohorte pretoria, y Sulpicio Aspro, centurión, fueron los que se
mostraron más prontos; y Lucano Anneo y Plaucio Laterano, nombrados para cónsul,
trajeron consigo al trato más vivos y crueles aborrecimientos contra Nerón.
Lucano, encendido de causas suyas particulares, porque impedía Nerón la fama de
sus versos (3), vedándole por vana emulación el publicarlos; y Laterano, sin
mostrar queja de alguna injuria, sino sólo por el bien de la patria. Mas Flavio
Cevino y Africano Quinciano, entrambos senadores, se encargaron de dar principio
a tan gran hazaña, muy contra la opinión en que generalmente eran tenidos.
Porque Cevino, como hombre de ánimo remiso y, para poco, rendido del todo a sus
deleites, vivía una vida floja y soñolienta; y Quinciano, infamado de haber
usado mal de su cuerpo, reprendido de ello por Nerón con ciertos versos llenos
de oprobios y vituperios, iba con esta ocasión procurando su propia venganza.
L. Éstos, pues, mientras discurren entre sí y con otros amigos de las maldades
del príncipe, de la cercana ruina del Imperio, y de que convenía elegir otro que
amparase el Estado y le defendiese de tan inminente peligro, agregaron al número
de los conjurados a Tulio Seneción, Cervario Próculo, Vulcacio Ararico, Julio
Tugurino, Munacio Grato, Antonio Natal y Marcio Festo, caballeros romanos; de
los cuales Seneción, a causa de la estrecha familiaridad que había tenido con el
príncipe, por quedarle todavía una cierta apariencia de ella estaba sujeto a
peligros. Natal sabía todos los secretos de Pisón; a los demás movía la
esperanza de cosas nuevas. Fuera de esto, Subrio y Sulpicio, de quien traté
arriba, trajeron a su opinión otro buen golpe de soldados, es a saber, Granio
Silvano y Estacio Próximo, tribuno de las cohortes pretorias, y Máximo Escauro,
y Véneto Paulo, centuriones. Mas el nervio y la fuerza principal de esta empresa
parecía a todos que consistía en Fenio Rufo, uno de los prefectos del pretorio,
al cual, aunque alabado comúnmente por su buena vida y fama, se le anteponía en
la gracia del príncipe con grandes ventajas Tigelino, por su crueldad y vicios
sensuales; y no cesaba de revolverle con Nerón y procurar atemorizarle con él,
queriéndole persuadir a que, habiendo sido Fenio adúltero de Agripina, la viva
memoria que conservaba de ella le incitaba continuamente el ánimo a la venganza;
pues, como los conjurados vieron de su parte a uno de los prefectos del
pretorio, y por los ordinarios razonamientos que se oían hacer sobre el caso se
acabaron de asegurar de que no había fingimiento, comenzaron a tratar con mayor
libertad del tiempo y del lugar de la ejecución. Díjose que Subrio Flavio estuvo
resuelto en acometer a Nerón cuando cantaba en el teatro, o cuando ardiendo su
casa de luminarias y fuegos iba él sin guardia alguna discurriendo por diversas
partes de la ciudad; moviendo su generoso ánimo a lo primero la ocasión de
cogerle solo, y a lo segundo la muchedumbre de gente que acudía a la fiesta, a
quien deseaba tener por certísimos testigos de su valor; mas que al fin le atajó
entrambos caminos el deseo de quedar sin castigo, cosa que suele oponerse muchas
veces a grandes y nobles resoluciones.
LI. Entretanto, pues, que los conjurados iban poniendo largas al negocio y
fluctuando entre la esperanza y el temor, una cierta mujer llamada Epicaris, la
cual no se sabe por qué vía tuvo noticia de este negocio, no habiendo tenido
hasta entonces cuidado alguno de apetecer cosas honestas, incitando al principio
y después reprendiendo la larga dilación de los conjurados, a lo último,
enfadada de tanta flema, y hallándose en la provincia de Campania, imaginó en
corromper y llevar a su opinión a los principales de la armada de Miseno,
comenzando así a urdir su tela. Había en aquellas galeras un tribuno llamado
Volusio Próculo, uno de los ministros que se hallaron en la muerte de Agripina,
madre de Nerón, mal satisfecho a su parecer por no haber recibido de él
recompensa proporcionada con tan gran maldad. Éste, o conocido antes de la mujer
o admitido de nuevo a su amistad, mientras le descubre sus grandes méritos y la
cortedad de los premios recibidos, añadiendo quejas y mostrando firme propósito
de tomar venganza siempre que se le ofreciese comodidad, dio esperanzas a
Epicaris de inducirle con facilidad a sus designios y de que traería consigo a
otros muchos. Era grande el favor que podía dar la armada para conseguir estos
intentos, por ofrecerse en ella muy a menudo grandes ocasiones de ejecutarlos,
deleitándose mucho Nerón en pasear aquel pedazo de mar que hay entre Puzol y
Miseno. Epicaris, pues, le cuenta todas las maldades del príncipe, y le dice que
aunque el Senado cuidaba bastantemente de un negocio de tanto peso, y tenía ya
resuelto el modo de hacer pagar a Nerón la pena merecida por la ruina de la
República, hacía con todo eso él muy bien en meterse a la parte de aquella
empresa, y más si procuraba llevar a su opinión algunos valerosos soldados; y
que no dudase de que sacaría digna remuneración por tan gran servicio. Callóle
con todo eso los nombres de los conjurados, cosa que hizo desvanecer el aviso de
Próculo, aunque refirió a Nerón todo lo que de esta mujer había entendido.
Porque llamada Epicaris y careada con él, le confundió con facilidad, faltando
testigos con quien comprobar el indicio. Fue con todo eso detenida en la cárcel,
creyendo Nerón que no eran del todo falsas aquellas cosas, aunque no se acababan
de probar por verdaderas.
LII. Los conjurados, medrosos de verse descubiertos, determinaron de solicitar
lo tratado y de ejecutar la muerte de Nerón en Baya y en la quinta de Pisón, de
cuyo sitio ameno y deleitoso, prendado extremadamente César, acudía allí muy a
menudo, deleitándose en baños y banquetes, dejando su guardia ordinaria y el
acompañamiento y grandeza imperial. Mas no lo consintió Pisón, excusándose con
el vituperio que se le siguiera manchando con la sangre del príncipe, por más
malo que fuese, los sacrificios de la mesa y los dioses del hospedaje. Que era
mejor matarle en Roma en aquella su casa aborrecible, fabricada con los despojos
de los ciudadanos; fuera de que no era bien ejecutar en secreto lo que se
emprendía por servicio público. Esto decía en común a los cómplices; mas
interiormente temía que Lucio Silano, varón cuya señalada nobleza y la
disciplina de Cayo Casio, con quien se había criado, le tenían en gran
reputación, no usurpase el Imperio para sí, ayudado por los que no se hallasen
interesados en el trato y por los que se compadeciesen del suceso de Nerón como
de hombre muerto alevosamente. Creyeron también muchos que temió Pisón el
natural levantado y áspero del cónsul Vestino, pareciéndole que en tal caso
procuraría encaminar las cosas al antiguo estado de libertad, o por lo menos
escoger otro emperador a su gusto, a quien obligar con entregarle en don a la
República. Porque el cónsul no entró ni tuvo parte en la conjuración, dado que,
so color de este delito, desfogó después Nerón contra su inocencia el antiguo
aborrecimiento.
LIII. Finalmente escogieron para la ejecución el día de las fiestas circenses
que se celebran en honra de Ceres (4); porque César, aunque salía pocas veces en
público y se estaba retirado casi siempre en casa o en sus huertos, acudía con
todo eso muy a menudo a los juegos del circo, donde ofrecía mayor comodidad para
llegarse a él en medio del regocijo de aquellas fiestas. La orden de ejecutar la
traición fue ésta: Que Laterano, con achaque de pedir alguna merced para ayuda
de sustentar su estado, se le postrase a los pies dando muestras de humildad, y
abrazándose con sus rodillas diese con él en tierra, que le sería fácil por
cogerle de improviso y por ser Laterano hombre de gran cuerpo y de gallardo
ánimo; y que teniéndole así apretado con el suelo, acudiesen luego los tribunos
y centuriones y los otros conjurados a quien más ayudase el corazón, y allí
finalmente le hiciesen pedazos; pidiendo Cervino con gran instancia que se le
diese el primer lugar, como quien para este efecto había tomado un puñal del
templo de la Salud en Toscana, o según otros, del de la Fortuna en la villa de
Ferento, y le traía siempre consigo como consagrado para una gran empresa. Había
de esperar en aquel medio Pisón en el templo de Ceres, de donde el prefecto
Fenio y los demás conjurados le habían de llevar a los alojamientos militares
acompañado de Antonia, hija de Claudio César, para ganar el favor del vulgo. Así
lo cuenta Cayo Plinio. Yo, de cualquier manera que se haya escrito, no lo he
querido callar, aunque me parece disparate y liviandad creer que Antonia
quisiese prestar su nombre a Pisón con tanto peligro, o que Pisón, que sabe todo
el mundo lo mucho que amaba a su mujer, viniese en obligarse a otro matrimonio,
si ya no es que el deseo de reinar vence a todos los demás afectos del ánimo.
LIV. Mas lo que causa maravilla grande es ver que entre tanta diversidad de
gente, ricos y pobres, de diversos linajes, edades y sexos, se pudiese tener
oculta esta resolución hasta que comenzó a descubrirse de casa de Cevino. Éste,
pues, el día antes del que se había señalado para el efecto, habiendo tenido una
larga plática con Antonio Natal, vuelto de allí a su casa, selló su testamento y
sacando de la vaina el puñal arriba dicho, quejándose de que con el tiempo había
perdido los filos, mandó que le afilasen muy bien sobre una piedra y que le
sacasen la punta, encargándolo a un liberto suyo llamado Melico. Hizo tras esto
aparejar la cena con mayor abundancia de lo acostumbrado; dio libertad a los
esclavos más amados y a otros dio dineros, y él, melancólico y triste, daba
muestras de tener pensamientos y cuidados grandes, aunque con varias pláticas y
discursos fingía estar alegre. Finalmente, ordena al mismo Melico que apareje
vendas para curar heridas, y las demás cosas con que se suele restañar la
sangre. O que Melico fuese también cómplice de la conjuración y fiel hasta
entonces, o que a la verdad, no sabiendo cosa alguna de ella, le pusiesen en
sospecha tales prevenciones, como muchos han escrito, lo cierto es que
considerando entre sí mismo aquel ánimo servil el premio de la traición, y
representándosele las inmensas riquezas y poder con que ya se figuraba, hizo
poco caso de toda razón, de la vida de su amo y de la libertad recibida. Habíale
confirmado en esta opinión su mujer, a quien pidió consejo, animándole a escoger
lo peor, condición propia de mujeres, y diciéndole en orden a ponerle temor que
no era él solo el que se había hallado presente a ver las cosas que le decía,
habiéndolo visto también otros muchos esclavos y libertos, conque no sería de
algún provecho el silencio de uno solo, pudiéndole ser de mucho el adelantarse y
prevenir a los demás descubriendo él la conjuración.
LV. Con esto, al nacer el día se va Melico a los huertos Servilianos, donde
estaba Nerón, y negándosele la audiencia comienza a decir a grandes voces que
traía cosas importantísimas y atroces que revelar al príncipe. Y entonces, los
porteros le llevan a Epafrodito (5), liberto de Nerón, y éste después al
príncipe, a quien dando cuenta del urgente peligro en que estaba por causa de la
conjuración y de las demás cosas que había oído y conjeturado, le muestra
también el puñal mismo preparado para quitarle la vida, instando a que se
asegurasen de Cevino; el cual, arrebatado por los soldados y traído a la
presencia de César, comenzó a defenderse diciendo: que el puñal con que le
argüían había sido tenido en gran veneración por su padre, guardándole en el
propio aposento en que dormía, de donde con engaño se lo había robado el
liberto; que otras muchas veces había sellado su testamento sin observancia
alguna de días; que otras veces también había dado libertad y dineros a sus
esclavos, y si entonces se había mostrado con ellos más liberal era porque,
hallándose ya con poca hacienda y más apretado que nunca de sus acreedores,
desconfiaba de que se pudiesen cumplir sus últimas voluntades; que siempre había
procurado comer espléndidamente y pasar una vida alegre y regocijada, aunque
murmurada por esto de los severos jueces de nuestras acciones; que no se habían
aparejado por su orden vendas ni medicamentos para curar heridas, sino que
resolviéndose el liberto de imputarle cosas notoriamente falsas, le había
parecido añadir aquélla en que se podía notar alguna apariencia de delito y en
que él pudiese a un mismo tiempo hacer oficio de acusador y de testigo. Dijo
todas estas palabras con un ánimo tan constante y tan franco, acusándole de
hombre infame y abominable con tanta seguridad de voz y poca mudanza de rostro,
que comenzaba a desvanecerse el indicio y a vacilar el acusador, si no le
advirtiera su mujer de que Antonio Natal había tenido largas y secretas pláticas
con Cevino, y que entrambos eran íntimos amigos de Cayo Pisón.
LVI. Traído, pues, para esta averiguación Natal, y examinados separadamente
sobre lo que habían hablado y conferido entre sí, como no se conformasen en las
respuestas, entrando Nerón en vehemente sospecha, mandó que los pusiesen en
hierros y poco después a cuestión de tormento, a cuya primera vista y amenazas
confesaron sin dificultad el delito. Fue con todo eso Natal el primero, como más
bien informado de toda la conjuración y que como tal podía argüir mejor a los
conjurados; y comenzó por Pisón, nombrando después a Anneo Séneca, o que él
hubiese servido de tercero entre Pisón y Séneca, o por granjear la gracia del
príncipe, el cual, aborreciendo a Séneca, buscaba todos los medios que podía
para acabar con él. Cevino, entonces, sabida la confesión de Natal, con la misma
flaqueza de ánimo, o entendiendo por ventura que todo estaba descubierto y que
no le podía ser ya de algún provecho el callar, descubrió a todos los otros; de
los cuales, Lucano, Quinciano y Seneción al principio estuvieron firmes; pero
dejándose vencer después con las promesas del perdón, por excusarse de lo que
habían tardado en confesar, nombraron, Lucano a su madre Atila, Quinciano a
Glicio Galo, y Seneción a Annio Polión, sus mayores amigos.
LVII. Entre tanto Nerón, acordándose que por la denunciación que hizo Volusio
Próculo estaba todavía presa Epicaris, persuadiéndose a que, como mujer, no
sufriría el dolor de los tormentos, mandó que la hiciesen pedazos en ellos; mas
ni los cruelísimos azotes, ni el fuego, ni la rabia de los que, por no verse
burlados de una mujer, la atormentaban con mayor fiereza, fueron parte para que
ella dejase siempre de negar lo que se le imputaba. Con este menosprecio pasó
Epicaris la tortura del primer día. Venido el siguiente y trayéndola a los
tormentos en una silla (porque teniendo hechos pedazos todos los miembros no
podía tenerse en pie), quitándose la faja con que traía ceñido el pecho,
haciendo un lazo de ella y atándola a uno de los arcos de la silla, puso el
cuello dentro del lazo, y haciendo fuerza con todo el peso del cuerpo, acabó de
arrancar el poco espíritu que le quedaba; con ejemplo tanto más ilustre de una
mujer libertina, puesta en tanto aprieto por defender a personas extrañas para
ella y por ventura no conocidas, cuanto los hombres libres, caballeros romanos y
senadores, tocados apenas de los tormentos, descubrían y acusaban a sus más
caras prendas, esto es, a sus mayores amigos y cercanos parientes. Porque
Lucano, Quinciano y Seneción no cesaban de ir nombrando poco a poco a todos los
cómplices del trato, amedrentándose por momentos más y más Nerón, aunque,
reforzadas las guardias de su persona, se hubiese hecho rodear por todas partes
de soldados, mandando ocupar con diferentes cuerpos de guardias los muros de la
ciudad, riberas del río y costa marítima, y puesto como en prisión a Roma.
LVIII. Corrían por las plazas, por las calles, quintas y aldeas comarcanas gran
número de infantes y caballos, mezclados con los germanos de la guardia, en
quien se fiaba más el príncipe, como en gente extranjera; resultando de aquí el
traerse continuamente tropas y recuas de presos, siguiéndose unos a otros hasta
llegar a las puertas de los huertos, donde se veían infinitos tendidos por
aquellos suelos. Y admitidos a ser interrogados, el haberse casualmente hablado
con alguno de los del trato, encontrádose de improviso, comido, o estado en su
compañía en fiesta o regocijo público, era todo calificado por delito. Y a más
de las terribles y crueles preguntas que hacian a los reos Nerón y Tigelino, los
apretaba también con gran violencia Fenio Rufo, no habiendo sido nombrado aún
por los que declaraban la conjuración; y deseando acreditarse por ignorante del
caso, no cesaba de mostrarse riguroso contra sus compañeros. Y el mismo Fenio
detuvo a Subrio Flavio, que estaba allí presente y le hacia señas si entretanto
que se ventilaba la causa echaría mano a la espada y acabaría con Nerón,
interrumpiéndole y refrenando aquel ímpetu cuando ya Subrio tenía la diestra
sobre la empuñadura.
LIX. Algunos, después de descubierta la conjuración, mientras estaban oyendo a
Melico y mientras Cevino estaba suspenso entre el negar y el confesar,
exhortaban a Pisón a que se fuese a los alojamientos pretorianos o a la plaza
llamada de los Rostros, y en una parte o en otra con alguna oración procurase
ganar el favor de los soldados o del pueblo; porque si se juntaban todos los
conjurados y sus cómplices en ayuda de sus intentos, era cierto que le seguirían
también otros muchos, aunque ignorantes del caso, por la fama grande que traía
consigo este movimiento, cosa que suele valer mucho en los consejos nuevos y
arrebatados. Alegaban que no había hecho Nerón contra esto prevención alguna; y
que si hasta los ánimos valerosos suelen perderse en los accidentes repentinos,
¿cuánto mejor se podría esperar de aquel farsante, acompañado de Tigelino y de
sus mancebas, y más si les había de ser necesario empuñar las armas? Que muchas
cosas que parecen imposibles a los cobardes suelen hallarlas muy fáciles los
valerosos con sólo resolverse en intentarlas; que era disparate pensar que podía
conservarse el silencio y la fe entre tanto número de conjurados, y que al fin
se vencería todo con tormentos o con premios; que se desengañase que habría
también para él prisión, tormentos y una muerte infame y vergonzosa. ¿Con cuánta
mayor alabanza -decían- acabaréis la vida mientras abrazáis la República y pedís
socorro para restituirle su libertad, y mientras, aunque os falten los soldados
y os desampare el pueblo, ve el mundo que no os desampara el ánimo y el valor
que heredasteis de vuestros antecesores, y que a todo mal librar habéis sabido
escoger una honesta y honrada muerte?, No haciendo algún movimiento con todas
estas razones y habiéndose dejado ver algún tanto en público, Pisón se retiró
después solo a su casa, adonde atendió a fortalecer el ánimo para sufrir la
muerte, hasta que llegó una tropa de soldados poco antes recibidos a sueldo, a
quien escogió Nerón, por no fiarse de los viejos, como gente que podía estar
sobornada. Murió, pues, Pisón, cortándose las venas de los brazos, y dejó un
testamento lleno de vergonzosas adulaciones para con Nerón. Atribuyóse al gran
amor que tenía a su mujer a la cual, sin tener otra cosa digna de alabanza que
la hermosura y gallardía corporal, había quitado Pisón a un amigo suyo con quien
estaba casada. Llamábase esta mujer Arria Gala, y el primer marido Domicio Silio.
Éste con su sobrada paciencia y ella con su deshonestidad acrecentaron la
infamia de Pisón.
LX. El primero a quien después de éste hizo matar Nerón fue Plaucio Laterano,
nombrado cónsul; y con tanta prisa, que no se le permitió el abrazar a sus
hijos, ni aquella breve dilación de escoger la forma de muerte, que se daba a
otros; antes llevado al lugar donde suelen justiciarse los esclavos (6), fue
allí muerto cruelmente por manos de Estacio, tribuno; conservando con gran
constancia un generoso silencio, sin dar en rostro al tribuno con la conciencia
de la misma culpa. Siguió a esta muerte la de Anneo Séneca, muy agradable al
príncipe; no porque se hallase contra él culpa alguna en la conjuración, sino
por ejecutar con hierro lo que no había podido con veneno; porque hasta entonces
no había sido nombrado más que por Natal sólo, quien dijo que Pisón le había
enviado a visitar a Séneca estando enfermo y a dolerse con él de que no
consentía que le visitase; añadiendo que era mejor poner nuevas raíces a su
amistad, tratándose y comunicándose familiarmente, y que Séneca había respondido
que el conversar entre sí y verse a menudo no era conveniente a ninguno de los
dos; pero que su salud pendía de la salud y seguridad de Pisón. Estas palabras
mandó el príncipe que refiriese a Séneca Granio Silvano, tribuno de una cohorte
pretoria, y que le preguntase si era verdad que hubiese pasado aquel coloquio
entre él y Natal. Había casualmente Séneca (otros dicen que de industria) vuelto
aquel día de Campania, y alojádose en una quinta suya, a una legua de la ciudad,
donde cerca de la noche llegó el tribuno; y después de haber hecho cercar la
quinta de escuadras de soldados, hallando a Séneca cenando con Pompea Paulina,
su mujer, y dos amigos, le notificó las comisiones que llevaba del emperador.
LXI. Respondió Séneca: Que era verdad que había venido a él Natal de parte de
Pisón, quejándose de que queriendo visitarle se le había negado la entrada; que
a esto se había excusado con su enfermedad y con el deseo que tenía de quietud;
y que en lo demás, nunca había tenido causa para anteponer a su propia salud la
de un hombre particular; ni él de su naturaleza era inclinado a lisonjas, como
mejor que otro alguno lo sabía el mismo Nerón; el cual había hecho más veces
experiencia de la libertad de Séneca, que de su servil adulación. Referida por
el tribuno esta respuesta al príncipe en presencia de Popea y de Tigelino, que
era el consejo secreto con quien resolvía el modo de ejercitar su crueldad, le
preguntó si Séneca se preparaba para tomar una muerte voluntaria, y afirmando el
tribuno que no había conocido en él señal alguna de temor ni de tristeza en
palabras ni en rostro, se le manda que vuelva y que le notifique la muerte.
Escribe Fabio Rústico, que no volviendo el tribuno por el mismo camino por donde
había venido, torció por casa del prefecto Fenio, y que dándole cuenta de la
orden que llevaba de César y preguntándole si la obedecería con vileza y
cobardía fatal de todos, le respondió que la obedeciese; porque también Silvano
era de los conjurados, aunque ahora acrecentaba aquellas maldades, en cuya
venganza había consentido como los demás. Con todo eso, no quiso ver ni hablar a
Séneca; antes envió en su lugar a un centurión que le notificase la última
necesidad.
LXII. Séneca, sin temor alguno, pidió recado para hacer testamento, y
negándoselo el centurión, vuelto a sus amigos les dice: que pues se le impedía
el reconocer y gratificar sus merecimientos, les dejaba una sola recompensa,
aunque la mejor y más noble que les podía dar, que era el espejo y ejemplo de su
vida; del cual, si tenían memoria, sacarían una honrada reputación y el loor de
haber conservado y sabídose aprovechar del fruto de tan constante amistad. Y
juntamente, ya con amorosas palabras, ya con severidad a manera de corrección,
les hacía dejar el llanto y los procuraba reducir a su primera firmeza de ánimo,
preguntándoles: ¿dónde estaban los preceptos de la sabiduría; dónde la
disposición preparada con el discurso de tantos años para oponerse a cualquier
accidente y eminente peligro? Porque a todos era notoria la crueldad de Nerón, a
quien no quedaba ya otra maldad por hacer, después de haber muerto a su madre y
hermano, sino el quitar la vida a su ayo maestro.
LXIII. Después de haber dicho en general éstas y semejantes cosas, abraza a su
mujer, y habiéndole mitigado algún tanto la fuerza del temor presente, le
exhorta y le ruega que trate de templar y no de eternizar su dolor, procurando
con la contemplación de su vida pasada virtuosamente tomar algún honesto
consuelo y en su manera olvidar la memoria de su marido. Ella, en contrario,
afirmando que también tenía hecha resolución de morir entonces, pide con gran
instancia la mano del matador. Con esto, Séneca, no queriendo impedirle su
gloria, y juntamente amándola con ternura, por no dejar a tan caras prendas en
poder de tantas injurias y tan crueles destrozos, le dijo: Yo te había mostrado
los consuelos que había menester para entretener la vida; mas veo que tú escoges
la gloria de la muerte. No pienso mostrar que te tengo envidia al ejemplo que
has de dar de ti, ni estorbarte esta honra. Sea igual entre nosotros dos la
constancia de nuestro generoso fin; aunque es cierto que el tuyo resplandecerá
con mayor excelencia. Después de esto se cortaron a un mismo tiempo las venas de
los brazos. Séneca, porque siendo ya muy viejo y teniendo el cuerpo muy
enflaquecido con la larga abstinencia despedía muy lentamente la sangre, se hace
cortar también las venas de las piernas y los tobillos. Y cansado de la crueldad
de aquellos tormentos, por no quebrantar con las muestras de su dolor el ánimo
de su mujer, y por no deslizar él en alguna impaciencia, viendo lo que ella
padecía, la persuade a que se retire a otro aposento. Y sirviéndose de su
elocuencia hasta en aquel último momento de su vida, llamando quien le
escribiese dictó muchas cosas que, por haber quedado en el vulgo con las mismas
palabras, excusaré el referirlas.
LXIV. Mas Nerón, no teniendo odio particular contra Paulina y por no hacer más
aborrecible su crueldad, mandó que se le estorbase la muerte. Y así, a
persuasión de los soldados, sus propios esclavos y libertos le vendan las
incisiones de las venas y le restañan la sangre. No se sabe si con su
consentimiento; porque, como quiera que el vulgo se inclina siempre a los peores
juicios, no faltó quien creyese que mientras juzgó por implacable la ira de
Nerón, deseó la fama de imitar y acompañar en la muerte a su marido; mas que
habiéndosele ofrecido después más blandas esperanzas, se dejó vencer de la
dulzura de la vida; a la cual añadió después bien pocos años, con una loable
memoria de su marido y con un color pálido en el rostro y miembros, que se
mostraba bien haber perdido mucha parte del espíritu vital. Séneca, entretanto,
durándole todavía el espacio y dilación de la muerte, rogó a Estacio Anneo, en
quien tenía experimentada gran amistad y no menor ciencia en la medicina, que le
trajese el veneno ya de antes prevenido, que era el que solían dar por público
juicio los atenienses a sus condenados; y habiéndoselo traído, le tomó, aunque
sin algún efecto, por habérsele ya resfriado los miembros y cerrado las vías por
donde pudiese penetrar la violencia de él. A lo último, haciéndose meter en el
aposento donde había un baño de agua caliente, y rociando con ella a sus criados
que le estaban más cerca, añadió estas palabras: Este licor consagro a Júpiter
librador. Metido de allí en el baño, y rindiendo el espíritu con aquel vapor,
fue quemado su cuerpo sin pompa o solemnidad alguna, como antes lo había
ordenado en su codicilo, mientras hallándose todavía rico y poderoso iba
pensando en lo que se había de hacer después de sus días.
LXV. Hubo fama que Subrio Flavio había tratado secretamente con los centuriones,
y no sin sabiduría de Séneca, que después de haber muerto a Nerón con el favor y
ayuda de Pisón, fuese muerto también el mismo Pisón, y se entregase el Imperio a
Séneca, como a hombre inculpable y por el esplendor de sus virtudes merecedor de
aquella suprema grandeza; y hasta las palabras mismas de Flavio andaban también
en boca del vulgo. Honrado trabajo fuera el nuestro -decía él- si para remedio
de la afrenta pública quitásemos el Imperio a un tañedor de cítara para darle a
un farsante de tragedias. Decía esto Flavio, porque así como Nerón acostumbraba
a cantar al son de la cítara, así también Pisón cantaba en el tablado vestido en
hábito trágico.
LXVI. Tampoco pudo estar más tiempo secreta la conjuración de los soldados,
encendiéndose por momentos los ánimos de los que se veían descubiertos contra
Fenio Rufo, no pudiendo sufrir que siendo cómplice en el delito fuese a un mismo
tiempo riguroso examinador de los acusados. Y así, mientras Rufo instaba y
amenaza a Cevino, éste le respondió sonriéndose que ninguno sabía con mayor
particularidad lo que le preguntaba que él mismo. Y tras esto le exhorta a que
pague de su voluntad lo mucho que debe a la de tan buen príncipe. No tuvo a esto
Fenio palabras que responder, ni supo tampoco tener silencio; antes
embarazándose con la repentina turbación, dio bastantes muestras de que estaba
medroso; y haciendo gran fuerza los demás por convencerle, especialmente
Cervario Próculo, caballero, asió de él por orden de César un soldado llamado
Casio, a quien le tenían allí para aquello como hombre de fuerzas
extraordinarias, y al momento le puso en hierros.
LXVII. Luego, por confesión de los mismos, fue derribado Subrio Flavio, tribuno;
el cual, defendiéndose al principio con mostrar la diversidad que había de
costumbres y profesiones entre él y los conjurados, y que siendo como era hombre
criado entre las armas, no había de tomar por acompañados para una empresa tan
grande a gente afeminada y sin armas, viéndose después apretado, tuvo por acción
de gloria el confesar. Y preguntándole Nerón la causa que había tenido para
olvidarse del juramento que le tenía prestado, respondió: Teníate ya aborrecido;
y advierte que mientras mereciste ser amado ninguno de tus soldados te fue más
fiel que yo; pero comencé a aborrecerte desde que mataste a tu madre y a tu
mujer, y te hiciste cochero, representante, y finalmente abrasaste tu propia
patria. He referido las mismas palabras de Flavio por no haberse divulgado tanto
como las de Séneca, y porque no me parecen menos dignos de ser sabidos estos
conceptos de un hombre militar, llenos de gallardo espíritu, aunque declarados
en estilo tosco; y es, sin duda, que no le sucedió a Nerón cosa tan pesada en
toda aquella conjuración, ni que más le defendiese los oídos; porque aunque era
pronto en cometer las maldades, no gustaba de que se las trajesen a la memoria,
ni estaba acostumbrado a que se le diese en rostro con ellas. Cometióse el
ejecutar el castigo de Flavio a Veyano Nigro, tribuno; el cual mandó cavar un
hoyo donde meterle en cierto campo allí cercano y viéndole Flavio, considerando
que le había dejado muy estrecho y poco hondo, volviéndose a los soldados
circunstantes, dijo: ni aun esto ha sabido hacer Nigro conforme a las reglas
militares. Y amonestándole él mismo a que extendiese animosamente el cuello para
recibir el golpe, le respondió: ojalá hirieses tú con tanto ánimo. Y él, todo
temblando, habiéndole cortado la cabeza apenas de dos golpes, se alabó después
con Nerón de que por usar de crueldad con él le había hecho morir de golpe y
medio.
LXVIII. Sulpicio Aspro, centurión, dio el segundo ejemplo de constancia; cuando
preguntándole Nerón la causa por qué había conspirado contra él, le dio esta
breve respuesta: porque no era posible poner de otra manera remedio a tus
maldades. Y dicho esto se ofreció a la pena que le estaba ordenada.
No degeneraron los demás centuriones de su valor en dejar de morir con valerosa
constancia; aunque faltó esta fortaleza de suerte en Fenio Rufo, que hasta su
testamento hinchió de lamentaciones. Esperaba también Nerón a que fuese nombrado
entre los conjurados el cónsul Vestino, teniéndole por hombre violento y
conocidamente su enemigo. Mas ellos no habían confiado de él sus intentos,
algunos por competencias viejas, y muchos porque le tenían por insociable y
arrojadizo. Tuvo principio el aborrecimiento de Nerón con Vestino de la estrecha
familiaridad que hubo entre los dos, mientras éste, habiendo acabado de conocer
la vileza y poco ánimo del príncipe, le menospreciaba; y Nerón, en contrario,
temía la fiereza de ánimo de Vestino, que muchas veces le solía motejar con
donaires mordaces, los cuales, en arrimándose mucho a la verdad, dejan siempre
de sí desapacible y áspera memoria. Añadíase a esto la reciente ocasión de haber
tomado Vestino por mujer a Estatilia Mesalina (7), sabiendo muy bien que César
era uno de sus adúlteros.
LXIX. Pero faltando delito y acusadores, y no pudiendo valerse del color de la
justicia como señor, se resolvió en usar de la fuerza como tirano, enviándole a
casa a Gerelano, tribuno, con una cohorte de soldados, y mandándole que
previniese los intentos del cónsul y se apoderase de la fortaleza y de la
escogida juventud que tenía consigo; porque Vestino tenía sus casas muy altas y
eminentes sobre la plaza y buen número de pajes hermosos y casi todos de una
misma edad. Había cumplido Vestino por aquel día con todos los negocios de su
oficio de cónsul, y sin temor alguno, si ya no era que lo hacía por disimularle,
celebraba un banquete; cuando entrados dentro los soldados, le dijeron que le
llamaba el tribuno. Él se levanta al mismo punto de la mesa, y haciendo prevenir
con gran presteza todos los aparejos necesarios para quitarse la vida, se cierra
en su aposento, viene el cirujano, le cortan las venas, y estando todavía con
harto vigor se hace meter en el baño, adonde sin dar alguna muestra de dolerse
de sí mismo, murió zambullido en aquella agua caliente. Entretanto estuvieron
rodeados de buenas guardias los convidados, y no los dejaron salir hasta que
pasó gran parte de la noche, en que tuvo Nerón harta ocasión de reírse y
burlarse de la arma falsa y del miedo que habían pasado. Y después, cuando le
pareció que tenían ya bien tragada la muerte, mandó que los dejasen salir,
diciendo que harto caro les había costado el banquete consular.
LXX. Mandó después que se ejecutase la muerte de Marco Anneo Lucano; el cual,
mientras le salía la sangre de las venas, cuando echó de ver que se le iban
resfriando los pies y las manos y poco a poco se le retiraba el espíritu de las
partes extremas, teniendo todavía caliente el pecho y sano el entendimiento,
acordándose de ciertos versos compuestos por él (8) en que pintaba la muerte de
un soldado herido, los recitó desde el principio, y con las últimas palabras
expiró. Murieron después Seneción, Quinciano y Cevino, no conforme al regalo y
vicio de su vida pasada, y tras ellos los demás conjurados, sin haber hecho o
dicho cosa digna de memoria.
LXXI. Henchíase, entre tanto la ciudad de mortuorios, y el Capitolio de
víctimas¡ y aunque unos habían perdido hijos, otros hermanos, otros parientes y
otros amigos, se hallaban todos necesitados a dar por ello gracias a los dioses,
enramar sus casas de laureles, arrodillarse a los pies de César y romperle la
mano a besos; y, él creyendo que procedía de general contento, con perdonar a
Antonio Natal y Cervario Próculo, remuneró la prisa que tuvieron en confesar el
delito. Melico, enriquecido con los premios que se le dieron, tornó un nombre
que significa en lengua griega conservador. De los tribunos, Granio Silvano, que
había sido absuelto, se mató con sus manos, y Estacio Próximo, con la vanidad de
su muerte frustró el perdón que había alcanzado del emperador. Fueron después
privados del oficio de tribunos Pompeyo, Comelio Marcial, Flavio Nepote y
Estacio Domicio; no porque estuviesen convencidos de aborrecer al príncipe, sino
porque se tenía esta opinión de ellos. A Novio Prisco, Glicio Galo y Anio Polión,
más por la amistad que tenían con Séneca, que porque fuesen convencidos de este
delito, se condenó en destierro perpetuo, en el cual acompañó a Prisco su mujer
Antonia Flacila, y a Galo Egnacia Maximila, no con menos amor después que se le
quitaron sus grandes riquezas que cuando las poseían, redundando entrambas cosas
en particular gloria suya. Con la misma ocasión fue desterrado también Rufo
Crispino, aunque de antes aborrecido de Nerón porque había sido casado con Popea.
A Virginio y Musonio Rufo desterró de la ciudad el esplendor de su nombre;
porque Virginio con su elocuencia, y Musonio con los estudios de filosofía,
habían ganado gran nombre y el favor de la juventud romana. Clunidio Quieto,
Julio Agripa, Blicio Catulino, Petronio Prisco y Julio Altino fueron echados a
las islas del mar Egeo, como para hacer mayor la tropa y montón de los
conjurados. Cadicia, mujer de Cevino, y Cesonio Máximo fueron desterrados de
Italia, sin haber sido conocidos culpados en otra cosa que en la pena. Con
Atilia, madre de Lucano, se disimuló sin castigarla ni absolverla.
LXXII. Después de haber ejecutado todas estas cosas Nerón, y tras una oración
muy larga que hizo a los soldados, dio a cada uno sesenta ducados (dos mil
sestercios), y añadió que se les diese el trigo para su provisión de balde,
donde antes se les solía dar a la tasa; y luego, como si hubieran de referir los
sucesos que habían tenido en alguna guerra, convoca el Senado, y concede en él
los honores triunfales a Petronio Turpilano, varón consular, a Cocceyo Nerva
(9), nombrado para pretor, y a Tigelino, capitán de los pretorianos, ensalzando
de tal manera a Tigelino y a Nerva, que fuera de las estatuas triunfales que se
les dedicaron en el foro, hizo poner también sus imágenes en palacio. Dio las
insignias consulares a Ninfidio, de quien, pues no se ha ofrecido antes ocasión,
referiré algunas cosas, siquiera porque ha de ser éste también gran instrumento
de los estragos y las calamidades romanas. Tuvo Ninfidio por madre a una
libertina, la cual entregó su cuerpo, harto dotado de hermosura, muchas veces a
los libertos y esclavos de los emperadores; aunque él se alababa de que era hijo
de Cayo César, o porque acaso se le parecía, por ser alto de cuerpo y de aspecto
airado y feroz, o porque Cayo César, como amigo que era de tratar con mujeres
ruines, engañase también a ésta como a otras.
LXXIII. Mas Nerón, después de haber hecho juntar el Senado y recitado una
oración en él sobre lo sucedido, dio cuenta de todo al pueblo por un edicto, e
hizo escribir en los libros públicos los cargos de los condenados y sus propias
confesiones. Porque de ordinario le infamaba el vulgo culpándole de que había
hecho morir a muchos varones inocentes por odio o por temor. Pero que esta
conjuración se tramó al principio, y que después creció y cobró fuerzas hasta
llegarse a descubrir y convencer como habemos dicho, ni entonces se puso duda
por los que procuraron investigar la verdad, ni se atrevieron a negarlo después
los que con la muerte de Nerón pudieron volver a la patria. Mas en el Senado,
mientras estaban rendidos y sujetos todos a la adulación, y más los que tenían
mayores causas de sentimiento, medroso Junio Galión a causa de la muerte de su
hermano Séneca, y encomendándose por esto en los ruegos a los senadores, fue
reprendido ásperamente por Salieno Clemente, llamándole rebelde y parricida; y
pasara más adelante si no le fueran a la mano todos los demás, cargándole
también de que quisiese abusar de las calamidades públicas y servirse de ellas
contra sus aborrecimientos y pasiones particulares, renovando la memoria de las
cosas que tenía olvidadas ya la benignidad y mansedumbre del príncipe, y
aplicándolas de nuevo a materia de nuevas crueldades.
LXXIV. Decretáronse tras esto gracias y dones a los dioses, particularmente en
honra del Sol, cuyo es un antiguo templo que hay junto al circo donde se había
de ejecutar la maldad a título de que con su deidad había aclarado y descubierto
los secretos de la conjuración. Que las fiestas de los juegos circenses, que se
celebraban a la diosa Ceres, se hiciesen cada año por mayor circuito y con más
número de caballos. Que el mes de abril se llamase de allí adelante Neronio, y
que se edificase un templo a la Salud en el lugar donde Cevino había tomado el
puñal, que consagró después el mismo Nerón en el Capitolio, con esta inscripción
sobre él: A JÚPITER VENGADOR. Lo cual no se consideró por entonces; mas después
que tomó las armas contra Nerón Julio Víndice, que quiere decir vengador, se
tomó por un presagio y agüero de la venganza que se esperaba. Hallo en los
comentarios del Senado, que Cerial Anicio, electo para cónsul, propuso, cuando
llegó a dar su voto, que de gastos públicos se edificase lo más presto que fuese
posible un templo al divo Nerón, entendiéndolo él verdaderamente en honra de
aquel príncipe, que en su opinión había ya subido de la cumbre mortal a merecer
ser adorado de los hombres, para que también se convirtiese después en agüero de
su muerte. Porque al príncipe no se le dan honores divinos hasta que deja de
vivir entre los mortales.
Notas
(1) El original dice: haud perinde in crimine incendii quam odio humani generis
ronvicti sunt. Ignoramos qué motivo pudo tener nuestro Coloma en traducir el
odio humani generis, por aborrecimiento a la humana generación, en vez de por
aborrecimiento al género humano, que, además de ser la versión más natural y
ajustada al texto, no da lugar a dudosas interpretaciones.
(2) De los fastos y lápidas consta que éste se llamaba Silano Nerva.
(3) No obstante. después de su muerte permitió que se publicasen y leyesen.
(4) Duraban desde el día 12 hasta el 19 de abril.
(5) Secretario de Nerón (Suetonio, Nerón, 4) y el mismo de quien fue esclavo
Epícteto.
(6) Había, en efecto, un sitio destinado para el castigo de los esclavos y
plebeyos fuera de Roma, en el cual estaban fijas las cruces y patíbulos, y donde
se echaban los cadáveres corrompidos, etc.
(7) Descendía de Estatillo Tauro, cónsul en tiempo de Augusto, y fue tercera
mujer de Nerón.
(8) Sin duda son éstos: Scinditur avulsus, nec sine vulnere sanguis.
(9) El mismo que fue después emperador.
LIBRO DÉCIMOSEXTO
Ofrécenle a Nerón en África un falso tesoro. - Opónese al certamen de los juegos quinquenales en hábito de representante. Muere Popea, y hácensele solemnes funerales y peregrino entierro. - Cayo Casio y Lucio Silano salen desterrados, y al fin muere el último por orden de Nerón, y tras él otros muchos. - Hay una gran tempestad en la provincia de Campania, que se toma por prodigio. - Mátanse con orden del príncipe Anteyo y Ostorio, Melas, Crispino y Petronio. - Trasea, Peto y Barea Sorano son acusados y muertos.
I. Después de todas estas cosas quiso la fortuna burlarse de Nerón con su
misma vanidad por medio de cierta promesa que le hizo Ceselio Baso. Éste, de
nación cartaginés y de entendimiento confuso y aprensivo, formando esperanzas,
figuras de un sueño que soñó una noche, vino a Roma, y comprada la audiencia del
príncipe, le dio cuenta de cómo había hallado en cierta heredad suya una cueva
de inmensa hondura, y en ella gran cantidad de oro, no en moneda, sino en rieles
y tejas de metal, como antiguamente se solían conservar los grandes tesoros. Que
en esta cueva había visto grandes edificios de ladrillos, consumidos del tiempo,
quedando en pie todavía gruesas columnas de piedra, mostrando bien aquellos
vestigios que habían estado encubiertas tantas riquezas muchos siglos antes para
que sirviesen de aumento a las presentes felicidades; pudiéndose alcanzar
fácilmente por conjeturas, que la fenicia Dido, echada de Tiro, después de haber
edificado a Cartago, escondió allí aquel tesoro por que su nuevo pueblo no se
entregase a los deleites y al ocio con tan sobrada abundancia, o por que los
reyes númidas, con quien ya tenía enemistad, no se encendiesen más a hacerle
guerra con la codicia del oro.
II. Nerón, pues, sin considerar la fe que se debía dar al autor ni la calidad
del negocio, sin enviar personas que cuidadosamente apurasen la verdad, iba él
mismo acrecentando la fama, y sin reparar en cosa, despacha quien le traiga el
tesoro, como si no hubiera cosa más segura. Y para que pueda venir con mayor
brevedad, se le dan a Baso galeras escogidas por las más veloces; y por la
sobrada credulidad de los que lo iban publicando, no se trataba de otra cosa en
aquellos días por el vulgo. Celebraban acaso entonces los juegos quinquenales
por el segundo lustro, en que sirvió de materia harto a propósito a los oradores
y poetas para exagerar las alabanzas del príncipe. Decían que no sólo se
engendraban para él los frutos acostumbrados de los campos, y el oro mezclado
con otros metales, sino que concurría con nueva fertilidad la tierra; y los
dioses ofrecían liberalmente sus riquezas sin buscarlas, y otras cosas
semejantes que componían y fingían con tanta elocuencia como servil adulación,
seguros de que habían de ser creídos con facilidad.
III. Iban creciendo entretanto con esta vana esperanza la excesiva prodigalidad
y los superfluos gastos, consumiéndose largamente los tesoros viejos, como si se
tuviera ya en las manos materia que poder desperdiciar por muchos años; y hasta
sobre esta consignación daba Nerón, de manera que la esperanza de sus riquezas
particulares fue una de las mayores causas de la pobreza pública. Porque Baso,
habiendo cavado en su heredad y en los campos alrededor de ella, mientras afirma
ser éste o aquél el lugar de la cueva prometida, siguiéndole, no solamente los
soldados que le acompañaban, sino también gran cantidad de villanos que se
traían para el ministerio, dejada finalmente su locura, y admirándose de que no
habiéndole salido hasta entonces falsos sus sueños le burlasen en aquella
ocasión, huyó de la vergüenza y del castigo que se le aparejaba con darse la
muerte. Escriben algunos que fue preso y poco después libre, quitándole sus
bienes en lugar de los tesoros reales que ofrecía.
IV. Acercándose entre tanto el concurso de las fiestas quinquenales, el Senado,
por apartar de una afrenta vergüenza tan grande al emperador y echar un honesto
velo a la bajeza de comparecer en el teatro, le ofrece sin disputa la victoria
del canto y la corona de la elocuencia. Pero diciendo Nerón que no tenía
necesidad de favores ni de la autoridad del Senado, y que quería concurrir con
sus émulos sin ventaja y alcanzar la merecida loa con buena conciencia de los
jueces, recita ante todas cosas sus versos en el tablado; y después, gritando el
vulgo que publicase todas sus ciencias (usaron de estas mismas palabras), entra
en el teatro obedeciendo y sujetándose a todas las leyes de los músicos de
cítara, es a saber, no sentarse aunque estuviese cansado, no limpiarse el sudor
sino con el vestido que traía, no echar excremento o superfluidad alguna por
boca o narices. Finalmente, hincado de rodillas y haciendo con la mano
reverencia y sumisión a la muchedumbre de gente que le escuchaba, fingía estar
con gran temor esperando la sentencia de los jueces. Y la plebe romana, como
acostumbrada a favorecer hasta los visajes y meneos de los histriones, le
respondió con cierto estruendo músico, haciendo un sonoro y concertado aplauso.
Creyérase verdaderamente que se alegraba, y por ventura era así, ni por otra
cosa que por injuria y afrenta pública.
V. Mas los extranjeros de las villas y ciudades apartadas que conservan todavía
aquella gravedad y antiguas costumbres de Italia, y otros que habían venido de
provincias remotas con embajadas o negocios suyos particulares y no estaban
acostumbrados a tanta disolución, no podían sufrir aquella vista, ni sabían
acudir a tan vergonzoso trabajo con dar palmadas a compás; antes, embarazando a
los prácticos y diestros en esto, recibían muy buenos palos de los soldados, que
estaban repartidos por escuadras en los asientos, con orden de no dejar pasar un
solo punto con aplauso y vocería desconcertada, o con silencio flojo y
descuidado. Es cosa muy cierta que muchos caballeros, mientras hacían fuerza y
procuraban salir rompiendo por la estrechura del paso y la muchedumbre y
apretura de gente, quedaron ahogados; y otros, continuando el estar sentados a
ver las negras fiestas de día y de noche, habían salido de ellas con
enfermedades incurables. Porque era mucho mayor el daño que tenían de dejar
aquel espectáculo, habiendo muchas personas que en público, y más en secreto,
notaban los nombres, los rostros, la alegría o la tristeza de los que allí se
hallaban, y de todo advertían a Nerón. Contra la gente de baja estofa se
procedía con graves y resolutos castigos; mas contra los ilustres y poderosos se
disimulaba por entonces, guardando para después la ejecución de aquel
aborrecimiento. Díjose que Vespasiano, porque se dejó vencer algún tanto del
sueño, fue reprendido ásperamente de Febo, liberto, y acusado a César;
librándole entonces con dificultad de la culpa de este delito los ruegos de
muchos buenos que se interpusieron, y después, de la ruina que le amenazaba, la
fuerza de su buena fortuna que le guardaba para mayores cosas.
VI. Al fin de estas fiestas sucedió la muerte de Popea por un enojo casual de su
marido, que estando preñada la mató de una coz. Porque no tengo por verdad que
la hiciese morir con veneno, como lo escriben algunos más por odio contra Nerón
que porque merezcan ser creídos en esta parte, hallándose él con gran deseo de
tener hijos y muy aficionado y rendido a su mujer. No fue quemado su cuerpo
según la costumbre romana, mas como usan los reyes extranjeros, embalsamándole
con cosas olorosas (1), y se puso en el sepulcro de los Julios. Hiciéronsele con
todo exequias públicas, y en ellas el mismo Nerón, en la plaza llamada de los
Rostros, que es donde se suelen hacer semejantes oraciones, alabó su gran
hermosura, que había merecido ser madre de una niña divina, y de otros dones de
fortuna en lugar de virtudes.
VII. La muerte de Popea, que así como fue aparentemente triste y dolorosa a
todos, fue asimismo alegre y regocijada a los que se acordaban de su crueldad y
deshonestidad, la hizo Nerón aún más aborrecible prohibiendo a Cayo Casio el
intervenir en sus exequias, primer indicio de su ruina, que se le difirió poco
tiempo. Añadido también Silano sin ninguna otra culpa, sino que Casio, por
antiguas riquezas y gravedad de costumbres, y Silano, en claridad del linaje y
modesta juventud, se aventajaban a los demás ciudadanos. Enviando, pues, Nerón
sobre esto una oración al Senado, trató largamente en ella de lo mucho que
convenía desarraigar a entrambos a dos de la República, imputando a Casio que
entre las imágenes de sus mayores veneraba también la de Cayo Casio, a quien
tenía con este título: capitán del bando, como que con aquello quisiese dar a
entender que conservaba la semilla de las guerras civiles, y aspirase a
introducir en la República una rebelión contra la casa de los Césares; y que por
no servirse en las sediciones y discordias que pensaba mover de sola la memoria
de este nombre odioso y aborrecible, había tomado por compañero a Lucio Silano,
mozo de noble linaje y de ingenio alocado y precipitoso, para hacer ostentación
de él en caso de novedades.
VIII. Acusó también a Silano de las mismas cosas de que fue inculpado su tío
Torcuato, como que ya dispusiese de los cargos del Imperio, repartiendo entre
sus libertas los oficios de contadores, cancilleres y secretarios, cosas todas
vanas y falsas; porque a Silano, fuera de que el miedo le traía recatado y
medroso, la muerte de su tío le había enseñado a vivir. Procuró tras esto Nerón
inducir a algunos a que; so color de descubridores del delito, acusasen
falsamente a Lépida (2), mujer de Casio, tía de Silana, de incesto con un
sobrino suyo, hijo de su hermano y de que había hecho sacrificios crueles y
abominables. Estaban detenidos por cómplices del delito Vulcasio Tuliano y
Marcelo Camelia, senadores, y Calpumio Fabato, caballero romano; los cuales,
apelando para el príncipe, escaparon entonces la condenación; y después,
ocupándose Nerón en mayores maldades, se quedó entre renglones ésta como cosa de
menor cuantía.
IX. Por decreto del Senado fueron desterrados Casio y Silano, remitiendo a César
el determinar la causa de Lépida. Casio fue a la isla de Cerdeña, hasta que el
Senado dispusiese otra cosa de él; y a Silano, llevado a Ostia, como que le
querían embarcar para la isla de Naxo, dieron con él en Bari, ciudad de Pulla,
donde, sufriendo aquel caso indigno y no merecido por él con gran prudencia,
llegó el centurión que se enviaba para matarle; y persuadiéndole éste que se
abriese las venas, respondió: que estaba tan dispuesto y aparejado a morir, como
a no consentir que tuviese parte en esta obra el que se las abriese. Con esto,
viéndole el centurión sobradamente fuerte, aunque sin armas, y mucho más airado
que temeroso, manda a los soldados que le prendan. Mas él no dejó de defenderse
y ofender cuanto podía con las manos desarmadas, hasta que cayó muerto
atravesado de muchas heridas que le dio el centurión, todas por delante, como en
batalla.
X. No recibieron con menos resolución la muerte Lucio Vétere, Sextia, su suegra,
y su hija Polucia, aborrecidos del príncipe, como si sólo con vivir le diesen en
rostro y le inculpasen el homicidio perpetrado en la persona de Rubelio Plauto,
yerno de Vétere. Mas quien dio la causa de que Nerón descubriese su crueldad
contra éstos fue Fortunato, liberto de Vétere, que habiendo administrado mal la
hacienda que le encomendó su señor, se resolvió en anticiparse él y acusarle,
acompañándose para ello con Claudio Demiano; al cual, habiendo sido preso por
sus delitos de orden del mismo Vétere, mientras era procónsul de Asia, le soltó
y libró el príncipe. Sabido esto por el reo, y que había de estar a su juicio
igualmente con su liberto, se retira a una heredad suya que tenía junto a Forme.
Pusiéronsele allí con gran secreto guardias de soldados, que al punto le
rodearon la casa, hallándose presente a esto su hija Antistia, la cual, a más
del peligro presente, estaba rabiosa y terrible con el largo dolor que había
sufrido desde que ella misma vio los matadores de su marido Plauto. Y habiendo
abrazado entonces su cabeza ensangrentada, guardaba todavía su sangre y los
vestidos bañados en ella, y pasaba su miserable viudez sepultada en continuo
llanto, sin tomar otro alimento que el que le bastaba para no morir. Ésta, pues,
a ruego de su padre va a Nápoles, y porque se le negaba la audiencia de Nerón,
le acecha cuando sale fuera, y usando unas veces de llantos y lamentos
mujeriles, y excediendo a la capacidad de su sexo, daba grandes voces en tono
airado y ofendido, diciendo: que escuchase al inocente, y que no entregase en
manos de un liberto a un hombre que había sido compañero suyo en el consulado,
hasta que el príncipe se declaró inmóvil a todo género de ruegos y obstinado en
el aborrecimiento.
XI. Ella, vuelta a su padre, le advierte que despida de sí toda esperanza, y le
exhorta a disponer el ánimo y usar de la necesidad. Avísanle después que se
había remitido el conocimiento de la causa al Senado, y que se esperaba una
cruel sentencia. Y no faltó quien le persuadiese a que dejase heredero a César
de la mayor parte de sus bienes, para asegurar de esta manera el resto a sus
nietos. Mas él, dando de mano a este consejo, por no manchar su vida, pasada
hasta allí poco menos que en libertad con hacer al fin de ella este acto tan
bajo y servil, da a sus esclavos todo el dinero de contado con que se hallaba, y
manda que de los muebles y alhajas de casa se lleve cada uno lo que pudiese,
dejando solamente tres camillas en que poder hacer con sus cuerpos los últimos
oficios. Entonces, en el mismo aposento y con un mismo hierro se abren todos
tres las venas; y cubriéndose cada uno de ellos con sus vestidos todo lo que era
necesario para conservar su honestidad, se hacen meter en baños de agua
caliente, y mirando el padre a la hija, la abuela a la nieta, y ella a
entrambos, pedían al Cielo, a porfía unos de otros, les concediese el acabar de
arrancar el alma, que ya poco a poco se les iba despidiendo, antes que los
suyos, para consolarse siquiera con dejarlos vivos, aunque por tan breve espacio
como el que podía dilatárseles la muerte. Observó en esto la fortuna el orden de
naturaleza, expirando primero el más viejo y siguiendo los otros por su
ancianidad. Acusáronlos después de enterrados, y decretóse que fuesen castigados
conforme a la costumbre de los antiguos. Mas interponiendo Nerón su autoridad,
se moderó el decreto, concediéndoles que escogiesen la manera de muerte que les
diese gusto. Tales eran las burlas y escarnios que se añadían a los consumados y
públicos homicidios.
XII. Publio Galo, caballero romano, por haber sido estrecho amigo de Fenio Rufo
y no enemigo de Vétere, fue condenado en destierro con la ordinaria prohibición
del fuego y el agua. Al liberto y al acusador, en premio de esta buena obra, se
concedió lugar en el teatro entre los maceros de los tribunas. Al mes de mayo,
que sigue al de abril, llamado también Neronio, se le puso el nombre de Claudio,
y a julio el de Germánico; afirmando Camelia Orfito, que lo votó, que
acordadamente se había dejado a junio porque el haber sido muertos en aquel mes
por sus maldades dos Torcuatos hacía infausto y desdichado el nombre Junio.
XIII. A este mismo año, señalado con tan notables maldades, señalaron también
los dioses con tempestades y pestilencia, quedando destruida la provincia de
Campania con grandes torbellinos y vientos que echaron por tierra las casas,
arrancaron los árboles y destruyeron los frutos, las hierbas y las plantas de la
tierra. La violencia de la tempestad llegó hasta los contornos de Roma, en la
cual, sin que se echase de ver señal alguna de destemplanza de aire, arrebataba
la furia de la pestilencia a toda suerte de gente, hinchiendo las casas de
cuerpos muertos y las calles de mortuorios. No había sexo ni edad exento ni
seguro de este peligro. Con la misma prisa morían los libres y los esclavos.
Entre los llantos y lamentos de las mujeres y de los hijos sucedía topar la
muerte con los que parecían más sanos, y arrebatándolos, dar con ellos en las
hogueras que habían ellos mismos aparejado para sus difuntos. La muerte de los
caballeros y senadores, aunque tan descortés y arrebatada con ellos como con el
ínfimo vulgo, no era tan digna de llanto, pues con un fin común y natural
prevenían a la crueldad del príncipe. En aquel año se hicieron nuevas levas de
soldados en la Galia Narbonense, en África y en Asia para rehacer las legiones
del Ilírico, de las cuales se habían despedido muchos con licencia por viejos y
enfermos. El daño que a esta causa padecieron los leoneses mandó satisfacer el
príncipe, dándoles cien mil ducados (cuatro millones de sestercios) para
restaurar lo que había perdido aquella ciudad, la cual en las turbulencias
pasadas de la República, voluntaria y prontamente, nos dio la misma suma.
XIV. En el consulado de Cayo Suetonio y Lucio Tiselino, Ansitio Sosiano, que,
como he dicho fue desterrado perpetuamente por ciertos versos que hizo en
vituperio de Nerón, viendo cuán honrados eran del príncipe todos aquéllos que
haciéndose fiscales le daban ocasiones de ejercitar su crueldad, siendo él
hombre inquieto y pronto en aprovecharse de las ocasiones, se hace gran enemigo
de Pamenes, desterrado en el mismo lugar, y hombre que, por ser famoso
astrólogo, tenía estrecha familiaridad con muchos, valiéndose de la semejanza de
sus fortunas para domesticarse con él. Y juzgando que no sin causa le venían
tantos despachos y consultas, viene a saber que Publio Anteyo le daba para su
sustento cada año cierta provisión de dinero, no ignorando que Anteyo, por la
amistad que había tenido con Agripina, era aborrecido de Nerón, ni que sus
grandes riquezas, causa de la ruina de muchos, eran muy a propósito para
encenderle en codicia de ellas. Con esto, habiendo procurado haber a la manos
ciertas cartas de Anteyo, y hurtando los papeles donde estaba levantada la
figura de su nacimiento, que guardaba Pamenes entre los más secretos, y viendo
casualmente en ellos algunas cosas que había también escritas sobre el
nacimiento y vida de Ostorio Escápula, escribe al príncipe que si le alzaba el
destierro por un breve tiempo, le contaría grandes cosas tocantes a su propia
salud.
Porque Anteyo y Ostorio tenían designios de Estado, y andaban investigando sus
hados y los de César; el cual, en recibiendo el aviso, manda despachar una
ligera libúmica (3) en que con gran presteza fue traído Sociano a Roma.
Divulgada en tanto la acusación, eran tenidos Anteyo y Ostorio antes por
condenados que por reos; tal, que nadie se atreviera a sellar y firmar el
testamento de Anteyo si Tigelino no se encargara de la culpa en que por ello se
podía incurrir; pero no se olvidó de advertirle ante todas cosas que procurase
vivir lo menos que pudiese después de cerrado el testamento. Y él, habiendo
tomado el veneno, enfadado de su lenta operación se apresuró la muerte
cortándose las venas.
XV. Hallábase en este tiempo Ostorio en cierta heredad suya harto apartada en
los confines de Liguria, donde se envió un centurión con orden de matarle sin
dilación alguna; y la causa era porque teniendo Ostorio nombre de soldado
valeroso, habiendo sido honrado en Inglaterra con una corona cívica, y siendo de
gran fuerza de cuerpo y destreza en las armas, temía Nerón el ser acometido por
él si se le daba tiempo; como quien vivía siempre medroso, y más después que se
descubrió la conjuración. El centurión, pues, habiendo tomado todos los pasos de
la quinta para que no se pudiese escapar, declaró a Ostorio el mandamiento
imperial; el cual usó entonces contra sí mismo del valor que muchas veces había
ejercitado contra los enemigos. Y porque las venas cortadas echaban de sí poca
sangre, sirviéndose en aquella ocasión de la mano de un esclavo suyo, mandándole
que tuviese bien firme el puñal, apretando él y llevando para sí la diestra del
esclavo, le fue a encontrar con la garganta, y se degolló.
XVI. Verdaderamente que aunque yo contase las guerras extranjeras y las muertes
sucedidas por servicios de la República con tanta semejanza en los sucesos, no
sólo me causaría a mí mismo enfado, pero daría bastante ocasión de tenerle a
todos los que me escuchan. Porque no sé yo a quién puede dejar de causar horror
el ver tantas y tan continuas muertes de ciudadanos, aunque recibidas con
constancia y valor; y por remate de ellas una paciencia tan servil como la que
vamos notando, y tanta sangre derramada y perdida dentro de casa; cosas que
fatigan el ánimo y le aprietan y afligen de dolor. Y no pediré otra cosa a los
que llegaren a leer estos escritos, sino que no aborrezcan a los que se dejaban
matar tan bajamente; porque no eran acciones suyas, sino una ira cruel de los
dioses contra el Imperio Romano, que no pudo desfogarse de un golpe y de una
sola vez, como en rotas de ejércitos o ruinas de ciudades. Concédase esto a la
descendencia de los hombres ilustres; que así como se diferencian con la
solemnidad de los mortuorios y entierros de la gente común, asimismo en la
relación de sus postrimerías tengan una memoria propia y particular.
XVII. Fueron hechos morir como en tropa dentro de breves días Anelo Mela, Cerial
Anicio, Rufo Crispino y Cayo Petronio. Mela y Crispino eran caballeros romanos,
y en autoridad y riquezas iguales a cualquier senador. Crispino, que había sido
prefecto del pretorio y recibido las insignias consulares, poco antes desterrado
a Cerdeña por el delito de la conjuración, advertido de que estaba ya decretada
su muerte, se la dio él mismo. Mela, hermano de Galión y Séneca, se había
siempre abstenido de pedir oficios y honores públicos por una nueva manera de
ambición, deseando ser solo entre los caballeros romanos igual en poder y
autoridad a los hombres consulares. Pensó también enriquecerse más presto con la
procura y factoría de los negocios del príncipe, ayudando mucho al aumento de su
esplendor el haber tenido por hijo a Anneo Lucano. Muerto Lucano, mientras con
gran vehemencia y rigor va buscando su hacienda, provocó por acusador contra sí
a Fabio Romano, uno de los amigos más íntimos de Lucano. Fingió éste que el
padre y el hijo habían intervenido juntos en la conjuración, contrahaciendo unas
cartas de Lucano, las cuales, vistas por Nerón, mandó que se llevasen a Mela,
deseoso de entregarse en sus riquezas; pero Mela se abrió las venas, que en
aquel tiempo era el camino más pronto y usado para dejar voluntariamente la
vida, dejando otorgado un codicilo en que legaba gran suma de dinero a Tigelino
y a su yerno Cosuciano Capitón, para asegurar las mandas que hacía de lo
restante. Añadióse a sus codicilos, como si lo hubiera dejado escrito así,
quejándose de la injusticia de su muerte, que él moría sin culpa, y que vivían
Rufo Crispino y Anicio Cerial, enemigos declarados del príncipe. Creyóse que se
compuso esta mentira tanto por justificar la muerte de Crispino, como por que se
matase Cerial, el cual poco después se privó de la vida. Y no se tuvo de él
tanta compasión como de los otros, por acordarse todos de que fue él quien
reveló a Cayo César la conjuración que se le armaba (4).
XVIII. De Cayo Petronio (5), aunque traté de él arriba, referiré aquí algunas
cosas más. Tenía Petronio por costumbre dormir los días y valerse de las noches
para hacer en ellas sus negocios y tomar sus deleites, regalos y pasatiempos. Y
como otros por su industria y habilidad, éste por su negligencia y descuido
había ganado reputación; y con todo eso no era tenido por tabernero y
desperdiciador, como lo suelen ser muchos que por este camino consumen sus
haciendas, sino por hombre que sabía ser vicioso con cuenta y razón. Sus dichos
y hechos, cuanto por vía de simplicidad y descuido se mostraban más libres y
disolutos, tanto se recibían y solemnizaban con mayor gusto. Pero, sin embargo
de esto, cuando fue procónsul de Bitinia y después cónsul dio buena cuenta de
sí, y se mostró vigilante en los negocios públicos. Vuelto después a los
primeros vicios o a su imitación, fue recibido de Nerón por uno de sus más
íntimos familiares, para ser árbitro y juez de las galas y términos cortesanos;
no teniendo Nerón por gustoso ni agradable en aquella gran abundancia y avenida
de vicios sino sólo aquello que aprobaba Petronio; de donde tuvo origen el
aborrecimiento de Tigelino, como contra émulo y competidor suyo, y más privado
que él en las materias deleitosas y sensuales. Tigelino, pues, tomó para
derribarle el camino de la crueldad del príncipe, inclinación a que se rendían
en él todas las demás, imputando por delito a Petronio la amistad que había
tenido con Cevino, y sobornando a uno de sus esclavos para que sirviese de
acusador. Con esto, por quitarle la comodidad de defenderse, hizo arrebatar la
mayor parte de su familia y ponerla en estrechas prisiones.
XIX. Acaso había ido César aquellos días a la provincia de Campania, y llegando
Petronio hasta Cumas, fue detenido allí; y aunque tomó luego resolución de no
sufrir más las dilaciones en que le tenían el temor y la esperanza, no quiso
dejar la vida precipitadamente, antes haciéndose abrir las venas y vendar
después para poderlas soltar a su voluntad, se estaba en conversación con sus
amigos, tratando, no de cosas graves ni cuales se suelen decir para ganar fama
de constancia, antes en vez de gustar que le tratasen de la inmortalidad del
alma y de las opiniones de los sabios, oía con gusto poesías insustanciales y
versos fáciles y leves. De sus esclavos a unos hizo dar dineros y a otros
azotes. Paseóse por las calles, y dejóse después vencer del sueño para que su
muerte, aunque forzada, tuviese semejanza de fortuita. No quiso en sus codicilos
como habían hecho muchos, adular a Nerón, ni a Tigelino o a otro alguno de los
poderosos, antes debajo de nombres de mozuelos deshonestos y de mujeres ruines,
escribió en ellos todas las maldades del príncipe con la novedad de los estupros
que había cometido; y después de sellado lo envió a Nerón, habiendo al punto
roto el anillo para que no pudiese servir de poner a otros en peligro.
XX. Considerando después Nerón el modo con que habían podido venir a noticia de
todas las disoluciones y gustos de sus noches, se le ofreció al pensamiento
Silia, mujer harto conocida por serlo de un senador, de quién él se había
servido para todo género de deshonestidades, amiga estrecha de Petronio. A ésta,
pues, añadido el título y color de no haber callado lo que había visto y sufrido
en su persona al propio y particular aborrecimiento, condenó en perpetuo
destierro. Y por dar gusto a Tigelino, hizo morir a Numicio Termo, que había
sido pretor porque un liberto suyo había dicho algunas cosas malsonantes de
Tigelino, las cuales pagó el liberto con los tormentos excesivos que se le
dieron, y su señor con la muerte no merecida que padeció.
XXI. Después de haber quitado la vida Nerón a tantos hombres señalados, quiso
últimamente extirpar del mundo a la misma virtud con la muerte de Barea Sorano y
de Trasea Peto, aborrecidos por él mucho tiempo antes, y en particular Trasea
por estas ocasiones más; es a saber porque salió del Senado cuando se trataba la
causa de Agripina, como dije arriba, y porque había hecho poco caso de los
juegos juveniles y asistido a ellos con poca atención, penetrando más altamente
en su ánimo esta ofensa; porque Trasea, en la ciudad de Padua, donde había
nacido, en ciertos juegos llamados césticos, instituidos por el troyano Antenor,
había cantado en hábito trágico; y también porque en el día que se condenaba a
muerte al pretor Antistio por los versos hechos en vituperio de Nerón, propuso
que se le mitigase la pena, y salió con ello; y finalmente, porque cuando se
decretaron a Popea las honras como a persona divina, no quiso hallarse presente
ni intervenir en las exequias. Todas las cuales cosas no dejaba pasar en olvido
Capitón Cosuciano, siendo de su condición inclinado a todo mal, y enemigo
particular de Trasea, por cuya autoridad había sido condenado en la causa de
residencia que traían contra él los embajadores silicios.
XXII. Antes fuera de las culpas ya dichas añadía: que Trasea se excusaba de
prestar el juramento solemne que se hacía al principio del año; que no se
hallaba presente a los votos, aunque era uno de los quince sacerdotes, que no se
sacrificaba jamás por la salud ni por la voz angélica del príncipe, que
acostumbraba asistir siempre con tanta puntualidad, que hasta en las consultas
de poca importancia solía mostrarse adversario o fautor, y, finalmente, que
cuando todos los senadores a porfía concurrían contra Silano y Vétere, él sólo
había querido más atender a los negocios particulares de sus clientes, que esto
no era ya otra cosa que división y bandos en la República, de que con facilidad
se pasaría a guerra descubierta si muchos se atreviesen a hacer lo mismo. Como
ya se hablaba antiguamente de Cayo César y de Marco Catón -decía él- así ahora,
¡oh Nerón!, habla de ti y de Trasea esta ciudad, deseosa de discordias. No
pienses que le faltan secuaces, o por mejor decir ministros, que no sólo le van
imitando en la contumacia de sus opiniones, pero hasta en el hábito y en el
aspecto, mostrándose severos y melancólicos para darte en rostro a ti con tu
liviandad. ¿Éste sólo no ha de hacer caso de tu salud, ni honrar tus artes?
¿Éste sólo ha de menospreciar las cosas prósperas del príncipe, sin acabarse de
hartar jamás de tantos llantos y dolores? El no creer que Popea sea diosa es
acción del mismo ánimo, y saeta de la misma aljaba, de él, que no quiere jurar
los actos públicos del divo Julio y del divo Augusto, y de quien absolutamente
se atreve a menospreciar las religiones y derogar las leyes. Las gacetas de Roma
se leen con mayor atención en las provincias y en los ejércitos, sólo por saber
lo que ha hecho o dejado de hacer Trasea. O pasémonos nosotros a sus leyes, si
son mejores, o quítese la ocasión y la cabeza a tantos como hay deseosos de
novedades. Esta secta también en la antigua República engendró los odiosos
nombres de Tuberones y de Favonios (6). Éstos para arruinar el Imperio se sirven
del nombre de libertad; y si salen con la suya, darán también con la libertad en
tierra. En vano te has quitado de delante a Casio, si sufres que crezcan y
cobren vigor los émulos de Bruto. Finalmente, no deliberes ni escribas tú cosa
alguna de Trasea, sino deja que lo alterquemos nosotros en el Senado. Alaba
Nerón el ánimo airado de Cosuciano, y añádele por compañero para seguir la
acusación a Marcelo Eprio, hombre de mordaz y aguda elocuencia.
XXIII. En tanto Ostorio Sabino, caballero romano, había ya acusado a Barea
Sorano por cosas de su proconsulado de Asia; en el cual con su industria y
entereza aumentó el enojo y ofensas del príncipe, que en particular sintió que
se encargase de abrir el puerto de Éfeso, y que dejase sin castigo a los vecinos
de la ciudad de Pérgamo de la violencia que cometieron contra Acrato, liberto de
César, impidiéndole en llevarse todas las estatuas y pinturas que en ella había;
aunque el delito que más se le acriminaba era la amistad de Plauto, y la
ambición con que había procurado granjear el favor de la provincia para nuevas
esperanzas. Escogióse para hacer estas condenaciones el tiempo en que Tiridates
había de entrar en Roma para recibir el reino de Armenia, porque con aquel rumor
de cosas extranjeras se disimulasen mejor las maldades de casa; si ya no lo hizo
Nerón para dar muestras de su grandeza imperial con la muerte de dos varones tan
insignes, como con una hazaña digna de reyes y de monarcas.
XXIV. Concurriendo, pues, toda la ciudad a recibir al príncipe y a ver al rey,
se le prohibió a Trasea el salir al recibimiento; mas no por esto se perdió de
ánimo, antes hizo un memorial a Nerón pidiéndole declarase lo que se le
imputaba, y ofreciendo justificarse si se le daba noticia de las culpas y tiempo
de defenderse. Tomó Nerón muy aprisa el memorial, creyendo que Trasea, medroso
de lo que se trataba contra él, diría alguna cosa que redundase en gloria del
príncipe y en mengua de su reputación; y como esto no le salió según se
imaginaba, temiendo el rostro, el espíritu y la libertad de este varón inocente,
manda juntar los senadores.
XXV. Consultando entretanto Trasea con sus parientes y amigos si debía tentar o
dejar la defensa, los halló de vario parecer.
Los que alababan el ir al Senado, decían: que estaban seguros de su constancia,
y tenían por cierto que no diría cosa que no le pudiese servir de aumento de
gloria. Los viles y tímidos -decían éstos- se encierran y esconden para morir.
Vea el pueblo a un hombre que sale a recibir a la muerte; oiga el Senado sus
palabras más que humanas y como procedidas de alguna deidad tan eficaz, que
pueda la grandeza de este milagro mover hasta el ánimo fiero del mismo Nerón. Y
cuando demos que persevere en su crueldad, ¿quién ignora que no diferenciarán
nuestros descendientes con otra cosa la muerte generosa y noble de la infame y
vil, que con la bajeza de los que supieren que acabaron con silencio?
XXVI. Al contrario, los que eran de parecer que debía esperar el suceso en su
casa, cuanto a la persona de Trasea decían lo mismo: mas que yendo se ponía en
manifiesto peligro de padecer mil afrentas y vituperios, de que era bien apartar
los oídos un hombre tan grave como Trasea; que no eran solos Cosuciano y Eprio
los que estaban prontos a ejecutar contra él cualquier maldad, pudiéndose creer
que no faltara quien se atreviese a ponerle las manos y herirle; pues hasta los
buenos, llevados del temor, suelen seguir la fiereza y crueldad del mal
príncipe; que antes debía, para quitarle al Senado, por cuya reputación había
mirado siempre, la ocasión de poder incurrir en tan vil hazaña, dejar en duda lo
que hubiera resuelto después de ver a Trasea como culpado delante de sí: que
eran muy vanas esperanzas las que se fundaban en que pudiese Nerón avergonzarse
de sus maldades; debiéndose antes temer que aquello mismo serviría de moverle a
ejercitar nuevas crueldades contra su mujer, contra su familia y contra sus
prendas más caras. Y que así, sin sufrir ultrajes ni afrentas, procurase seguir
en la muerte la gloria de aquéllos cuyas pisadas y estudios había seguido en la
vida. Estaba presente a este consejo Rústico Aruleno (7), mozo de ardiente
espíritu, el cual, deseoso de honra, se ofreció a oponerse al decreto del
Senado, por ser, como era, tribuno del pueblo; y lo hubiera hecho si Trasea no
refrenara aquellos espíritus levantados, rogándole que no emprendiese vanamente
cosas que, no habiendo de aprovechar al reo, podían ocasionar la ruina del
intercesor; pues él, que se veía haber llegado ya al fin de sus días, no pensaba
mudar la forma de vivir que había continuado por tantos años, donde Rústico
estaba entonces en el principio de los magistrados, y entera todavía para con él
la esperanza de los honores y oficios venideros en que se podía gobernar como
mejor le pareciese, y advertir muy despacio el tiempo en que comenzaba a
encargarse de los negocios públicos. Cuanto a si le estaba bien ir al Senado
tomó algún tiempo para consultar consigo mismo.
XXVII. Al asomar del siguiente día, dos cohortes pretorias armadas ocuparon el
templo de Venus engendradora, y una tropa de gente de toga, no con armas
secretas, sino descubiertas, se puso a la entrada del Senado, viéndose
esparcidas por las plazas y por las lonjas de los templos escuadras de gente de
guerra. Entre cuyos semblantes fieros y amenazas bárbaras, entrados los
senadores en la curia, se oyó la oración del príncipe recitada por su cuestor
(8); en la cual, sin nombrar a alguno en particular, reprendía y culpaba a los
senadores, diciendo: que desamparaban los cuidados de la República, y que con su
ejemplo se daban también al ocio los caballeros romanos; y que así no era
maravilla que viniesen a ocupar los oficios públicos de Roma gentes de las
provincias más remotas, pues que muchos de los naturales, en alcanzando el
consulado o la dignidad sacerdotal, querían antes ocuparse en los regalos de sus
huertos que en pagar su debida y natural obligación a la República.
XXVIII. Tomaron al punto los acusadores este pensamiento como por armas de su
pretensión, y habiendo comenzado Cosucia no, le interrumpió Marcelo, gritando
con mayor vehemencia: Que en aquello se trataba del punto más importante de
cuantos se podían ofrecer en la República, y que con la contumacia y obstinación
de los inferiores se disminuía la benignidad del emperador; que habían sido los
senadores hasta aquel día demasiado sufridos, pues dejaban sin castigo a Trasea,
rebelde al Imperio, y a su yerno Helvidio Prisco, llevado del mismo furor, junto
con Paconio Agripino (9), heredero del paternal aborrecimiento contra los
príncipes, y Curcio Montano, inventor de versos abominables; que si Trasea,
contra los institutos y ceremonias de los antepasados, no se hubiera vestido
descubiertamente en traje de enemigo y de traidor a la patria, él procurara
hallarse, como varón consular en el Senado, como sacerdote en los votos, y como
ciudadano en el juramento. Finalmente, que aquel hombre, acostumbrado a hacer
del senador y a defender a los que murmuraban del príncipe, viniese allí
personalmente y declarase lo que quería mudar o corregir; que más fácilmente le
sufrirían el ir reprendiendo las cosas de una en una, que no el condenadas a
todas con su silencio. ¿Desagrádale -decía- por ventura la paz universal del
mundo, o las victorias sin daño de los ejércitos? No se permita que un hombre
que se entristece con el bien público; que tiene por solitarios desiertos a las
plazas, a los teatros y a los templos, y a quien le parece una gran amenaza el
decir cada día que se quiere condenar a perpetuo destierro, venga a conseguir el
fin de su ambición maligna. Si no le parecen a él decretos ya los que el Senado
determina, ni los magistrados magistrados, ni Roma Roma, apártese de ella y vaya
a vivir fuera de una ciudad de cuyo amor despojado primero, quiere ahora también
privarse de su vista.
XXIX. Mientras Marcelo con éstas y semejantes invectivas, ceñudo y amenazador,
se iba más y más inflamando en la voz, en el rostro y en los ojos, no mostraba
el Senado exteriormente la tristeza acostumbrada por la continuación de los
peligros; antes entrando en los ánimos de todos otro más nuevo y más profundo
espanto, miraban las manos y las armas de los soldados, y juntamente tras esto
se les representaba entre los ojos el venerable aspecto del mismo Trasea; y
había muchos que se compadecían también de Helvidio, figurándoseles que había de
pagar la pena de la inocente afinidad. ¿Qué otra cosa, -decían-, se le imputó a
Agripino que la mala fortuna de su padre, el cual, con tan poca culpa como ahora
el hijo, murió también a manos de la crueldad de Tiberio? Y verdaderamente
Montano, varón de honesta y loable juventud, había sido desterrado, no por haber
infamado a nadie con sus versos, sino porque se atrevió a mostrar su ingenio y
agudeza.
XXX. Entretanto Ostorio Sabino, acusador de Sorano, comenzó por la amistad que
Sorano había tenido con Rubelio Plauto y prosiguió diciendo: que cuando fue
procónsul de Asia no había puesto la mira tanto al provecho público como al
aumento de su reputación, y que a este fin alimentó las discordias y alborotos
de la ciudad. Éstas eran las cosas viejas; mas de nuevo, para causar mayor
peligro al padre, comenzó a acusar a su hija culpándola de que había repartido
mucho dinero entre mágicos. No hay duda en que esto fue así, y que lo cansó el
excesivo amor que Servilia -éste era el nombre de la moza- tenía a su padre, y
no menos el haberse dejado llevar de la inconsideración y poca prudencia de su
edad; pero no sobre otra cosa que sobre la salud de su casa y si se aplacaría
Nerón, o si el Senado, en cuyas manos estaba la causa, tomaría contra él alguna
terrible resolución. Traídos, pues, al Senado, estaban en pie los dos delante
del tribunal de los cónsules; el padre a una parte, de mucha edad, y la hija
menor de veinte años, viuda, sola y desamparada de su marido Anio Polión, que
poco antes había sido desterrado, sin osar mirar a su padre, pareciéndole haber
con sus propias culpas aumentádole la carga de los peligros.
XXXI. Entonces preguntándole el acusador si había vendido los atavíos y vestidos
dotales y quitádose del cuello las cadenas, los collares y otras joyas para
juntar dineros con que poder hacer los sacrificios mágicos, ella, arrojándose
primero en tierra, llorando un gran espacio sin hablar palabra, abrazando
después los altares y el ara, dijo: Yo no invoqué jamás a ninguno de los dioses
crueles, ni hice encantamiento s ni conjuros, ni encaminé a otro fin mis
infelices ruegos, sino que tú, César, y vosotros, senadores, me conservásedes
salvo y seguro a este mi buen padre. Para esto, no lo niego, he dado las joyas,
los vestidos y las insignias de mi nobleza, así como diera mi sangre y mi propia
vida si me la pidieran. Éstos, a quienes no conocí antes de ahora y cuyos
nombres jamás supe, ni el arte que ejercitan, pueden decir si cuando se ofreció
nombrar al príncipe, traté de él sino como de uno de los demás dioses; pero nada
de esto sabe mi infelice padre. Y así, si esto es al fin delito, yo sola lo he
cometido.
XXXII. A esto tomó su padre la mano, cortándole el hilo de sus razones, y a
grandes voces dijo: Que no habiendo estado Servilia con él en la provincia, ni
conocido a Plauto, ni por su poca edad podido interesarse en los delitos de su
marido, no hallándose en ella otra culpa que exceso de amor, debían separar las
causas de padre e hija, fuese bueno o malo el suceso de la que se trataba contra
él. Dichas estas palabras, saliendo a recibir los abrazos que le ofrecía su
hija, se lo impidieron los lictores poniéndoseles delante. Diose después lugar a
que dijesen los testigos, y cuanto había movido a lástima la crueldad de la
acusación, tanto movió a ira la deposición de Publio Egnacio. Éste, siendo uno
de los clientes de Sorano, comprado en esta ocasión para oprimir al amigo, se
acreditaba con profesar la secta estoica, y con el traje y el rostro ejercitado
en parecer amador de toda cosa virtuosa y honesta, aunque en lo secreto de ánimo
engañador y traidor, cubría su avaricia y sus apetitos deshonestos. Mas pudiendo
al fin más el dinero que su disimulación, nos dio un ejemplo nobilísimo y un
provechoso escarmiento para guardamos y recatamos más de los falsos profesores
de virtud que de los declaradamente perjudiciales y manchados de vicios.
XXXIII. Dionos también este mismo día otro ejemplo harto honrado en Casio
Asclepiodato; el cual, siendo el más principal por sus grandes riquezas entre
los de la provincia de Bitinia, siguió y celebró a Sorano en la adversidad con
el mismo respeto y obediencia que le había celebrado y seguido en la próspera
fortuna, a cuya causa fue despojado de todos sus bienes y condenado en
destierro. Tal es la benignidad de los dioses, que dan a un mismo tiempo estos
documentos y ejemplos de bien y de mal. A Trasea, a Serano y a Servilia se les
concedió que pudiesen elegir la manera de muerte que quisiesen. A Helvidio y a
Paconio desterraron de Italia. De Montano se hizo gracia a su padre,
inhabilitándole primero para los oficios públicos. A cada uno de los acusadores
Eprio y Cosuciano se dieron ciento veinte mil ducados (5.000.000 de sestercios),
y a Ostorio treinta mil (1.200.000 id.), con privilegio de poder usar de las
insignias que usaban los cuestores.
XXXIV. Aquel mismo día al anochecer se envió el cuestor del cónsul a Trasea, que
se estaba en sus huertos en continua conversación y concurso de hombres y
mujeres ilustres que iban a visitarle, atendiendo él particularmente a Demetrio,
hombre docto y de la secta cínica, con el cual, por lo que se podía conjeturar
de las acciones del rostro y de algunas palabras que se oyeron por haberlas
dicho en voz más alta, iba discurriendo de la naturaleza del alma y de la
separación que hace el espíritu del cuerpo; hasta que, llegado Domicio Ceciliano,
uno de sus mayores amigos, le refirió la deliberación del Senado; y comenzando a
llorar todos los que se hallaban presentes, Trasea les persuadió a partirse
luego de allí por no mezclar su fortuna con la desdicha del condenado. Y
queriendo su mujer Arria morir con él y seguir el ejemplo de su madre Arria
(10), le ruega que conserve la vida, por no privar de aquel único socorro y
amparo a la hija común.
XXXV. Entonces, saliendo a los corredores de su casa, le halló allí el cuestor
harto alegre por haber entendido que a su yerno Helvidio no le daban otra pena
que desterrarle de Italia. Y recibiendo después el decreto del Senado, lleva
consigo al aposento donde dormía a Helvidio y a Demetrio, donde extendiendo
entrambos brazos, después que comenzó a salir la sangre, derramándola por el
suelo, y llamando al cuestor que se llegase más cerca: sacrifiquemos -dijo- a
Júpiter librador. Y tú, mozo, advierte, no plegue a los dioses que yo diga esto
con mal agüero tuyo, que has nacido en tal tiempo que es necesario fortalecer el
ánimo con ejemplos de constancia. Después, por el gran dolor que le ocasionaba
la dilación de la muerte, vuelve los ojos hacia Demetrio ... (11).
Notas
(1) Aseguran personas instruidas -dice Plinio- que no produce el África en un
año tantos perfumes como quemó Nerón en los funerales de su esposa Popea ...
(2) Era hija de Apio Silano y de Emilia Lépida.
(3) Especie de nave de guerra construida conforme a un modelo inventado por los
piratas de Iliria y adoptado por la marina romana después de la batalla de Accio.
Era de forma prolongada y terminada por ambos extremos en punta; tenía, según
sus dimensiones, uno o varios órdenes de remos y una o muchas velas, con el
mástil en el centro y vela latina, en vez de la cuadrada que se usaba en las
demás embarcaciones.
(4) El autor de esta conjuración, de la cual apenas hablan Suetonio y Dion, era
ese Emilio Lépido que fue cuñado de Calígula y amante de dos de sus hermanas.
(5) No se sabe si éste es el Tito Petronio Árbiter, autor del Satiricon, o ese
otro de quien dice Plínio que rompió antes de morir un vaso murrino que valía
trescientos talentos y que era uno de los adornos más ricos de la mesa de Nerón.
(6) Q. Elio Tuberón -dice Cicerón, Brut. 31-, no sólo practicaba en toda su
severidad los principos de la filosofía estoica, sino que los llevaba hasta la
exageración. Su lenguaje era como sus costumbres, duro, austero y descuidado, y
por lo tanto no pudo alcanzar la gloria a que llegaron sus antepasados. Por lo
demás fue un ciudadano de gran resolución y animoso, y uno de los más constantes
adversarios de los Gracos. El mismo Cicerón refiere en su arenga Pro Murena, que
habiéndose encargado a Tuberón que hiciese los preparativos para un convite
funerario que daba Q. Máximo al pueblo en honor de Escipión Africano, dispuso
que las camas, de una forma común, estuviesen cubiertas con pieles de macho
cabrío, mandó servir la comida en vajilla de barro. Tan intempestiva economía
desagradó al pueblo, y ese hombre integro, excelente ciudadano nieto de Paulo
Emilio y sobrino del Africano, se vio desairado al pretender la pretura a causa
de sus pieles de macho cabrio: haedinis pelliculis praetura disjectus est.
Favonio, amigo de Catón, se gloriaba de imitar en todo a ese romano de una
virtud tan rígida, y muchas veces no hacía más que exagerar sus principios de
una manera más perjudicial que útil a la causa de la libertad.
(7) Era pretor cuando tuvo lugar en las calles de Roma el sangriento combate
entre los dos bandos de vitelianos y flavios. Fue muerto en tiempo de Domidano
por haber escrito una vida de Trasea, y el delator Régulo, no contento con haber
contribuido a su desgracia, insultaba su memoria llamándole en un escrito
público mono de los estoicos.
(8) No a todos los que componian el colegio de los cuestores, dice Lipsio, se
les daba esta comisión, y sí sólo a los candidatos de los príncipes. Por esto
dice claramente Tácito: Quaestorem ejus, y en algunas inscripciones se halla de
este modo: QUAESTOR AUG.
(9) Su padre, después de haberse constituido en acusador de Silano, procónsul de
Asia, de quien había sido cuestor, fue acusado a su vez de crimen de lesa
majestad y sacrificado a la recelosa crueldad de Tiberio.
(10) Arria, suegra de Trasea, era mujer de Peto Cecina, el cual tomó parte en el
levantamiento de Escriboniano contra Claudio. Condenado a darse la muerte,
preparábase a ella, cuando hiriéndose la primera su esposa, le alargó el
ensangrentado puñal que acababa de arrancarse del pecho, diciéndole: Peto, eso
no hace daño (Plinio, Cartas, III, 16). Marcial recuerda la escena parecida de
Porcia (Epigramas, I, 42).
(11) Hasta aquí lo que ha logrado conservarse de esta obra de Tácito.