I. La familia patricia de los Claudios (porque existió también una plebeya, no
inferior a la otra en poder y dignidad) es oriunda de Regillis, en el país de
los sabinos. De allí vino, con numeroso acompañamiento de clientes, a
establecerse en Roma, recientemente edificada; fue acogida por el Senado entre
las patricias a propuesta de Tito Tacio, colega de Rómulo, o lo que parece más
cierto, cerca de seis años después de la expulsión de los reyes; eran entonces
Atta Claudio cabeza de la familia. Se le dio terreno más allá del Anio para sus
clientes, y sitio para su sepultura al pie del Capitolio (65). En el transcurso
de los años consiguió esta familia veintiocho consulados, cinco dictaduras,
siete censuras, siete triunfos y dos ovaciones. Se distinguió con nombres y
apellidos diferentes, pero mostrase unánime en rechazar el de Lucio, porque a
dos miembros suyos que lo llevaron se les probó que habían cometido el uno robos
y el otro asesinatos. Entre otros apellidos, tomó con frecuencia el de Nerón,
que en lengua sabina significa valiente y activo.
II. Muchos servicios buenos y malos prestaron los Claudios a la República; pero
citaremos sólo los principales: Apio Ceco impidió que se concertase una alianza
desventajosa con el rey Pirro. Claudio Caudex fue el primero que cruzó el mar
con una nota y expulsó a los cartagineses de la Sicilia; Claudio Nerón batió a
Asdrúbal que con fuerzas considerables venia de España a reunirse con su hermano
Aníbal. Por otra parte, Claudio Apio Regilano, nombrado decenviro para la
redacción de las leyes, se atrevió a reclamar como esclava suya a una joven de
condición libre, llegando hasta a emplear la violencia para satisfacer su
pasión, lo que ocasionó nueva ruptura entre el pueblo y el Senado. Claudio Rufo
se hizo erigir en el Foro de Apio una estatua coronada con una diadema y quiso
ocupar a Italia con sus clientes. Claudio Pulcher, que mandaba en Sicilia,
viendo que los pollos sagrados no querían comer y hacer de este modo los
auspicios favorables, osó con menosprecio de la religión arrojarlos al mar para
que bebiesen, ya que no comían, y habiendo trabado a continuación batalla naval,
fue vencido; cuando el Senado le instaba para que nombrase un dictador, injurió
de nuevo al infortunio público, eligiendo para esta dignidad a un mensajero suyo
llamado Glicias. También entre las mujeres de esta familia se dieron buenos y
malos ejemplos: una Claudia fue la que extrajo de los bajos del Tíber, donde
estaba encallado, el buque en que se encontraba la estatua de Cibeles, rogando
en alta voz a los dioses que le diesen fuerza para mover aquella nave, como
testimonio de su castidad. Otra Claudia fue acusada ante el pueblo del delito de
lesa majestad, extraño hasta entonces a las mujeres, porque avanzando con
dificultad su carro entre los apiñados grupos de la multitud, expresó
públicamente su deseo de que resucitase su hermano Pulcher y perdiese otra flota
para disminuir la población de Roma. Se sabe, además, que todos los Claudios,
excepto P. Clodio, quien con objeto de desterrar a Cicerón, se hizo adoptar por
un plebeyo que era incluso más joven que él, permanecieron siempre siendo apoyo
y a veces defensores únicos del poder y dignidad de los patricios, y tan
implacables y violentos enemigos del pueblo, que ni bajo el peso de acusación
capital quiso vestir ninguno el traje de luto ni implorar la compasión de la
multitud; se sabe también que en las discordias civiles, muchos de ellos
hirieron a tribunos. Viese asimismo una Claudia, sacerdotisa de Vesta, montar en
el carro de su hermano, que iba en triunfo a pesar del pueblo, y acompañarle de
este modo hasta el Capitolio, con objeto de que los tribunos nada pudieran
contra él.
III. De este linaje descendía Tiberio César por padre y madre. Su origen paterno
remontaba a Tiberio Nerón; el materno a Apio Pulcher, dos hijos de Apio Ceco.
También estaba enlazado con la familia de los Livios por su abuelo materno, que
había entrado en ella por adopción. Esta familia, aunque plebeya, había
prosperado mucho, obteniendo ocho consulados, dos censuras, tres triunfos, la
dictadura y el mando de la caballería. De ella han salido hombres célebres,
especialmente Salinator y los Drusos. Salinator, siendo censor, acusó de infamia
a todas las tribus romanas, como culpables de ligereza, por haberle hecho por
segunda vez cónsul y censor después de condenarle a una multa al expirar su
primer consulado. Druso recibió este nombre, que legó a sus descendientes, por
haber dado muerte luchando frente a frente a un general enemigo llamado Drausus.
Se dice también que trajo de la Galia, adonde fue enviado como propretor, el oro
que en otro tiempo se diera a los senones cuando sitiaban el Capitolio, y que no
fue rescatado por Camilo, como se creía. Su bisnieto, que por su valerosa
resistencia a las empresas de los Gracos fue llamado el jefe del Senado, dejó un
hijo que, comprometido en parecidas querellas y meditando atrevidos proyectos,
concluyó por caer en las asechanzas y bajo los golpes del partido opuesto.
IV. El padre de Tiberio fue cuestor de C. César durante la guerra de Alejandría,
y mandaba su nota, contribuyendo mucho a la victoria. Por esta razón fue
nombrado pontífice en lugar de S. Scipión y encargado de establecer en la Galia
gran número de colonias, entre otras Narbona y Arlés. Después de la muerte de
César, y no obstante el criterio de todo el Senado, que quería dejar impune el
asesinato para evitar nuevas turbulencias, llegó hasta pedir que se votasen
recompensas para los tiranicidas. Estaba por terminar el año de su pretura,
cuando estalló la discordia entre los triunviros; conservó con esto más del
tiempo prescrito las insignias de su dignidad, siguió a Perusa al cónsul L.
Antonio, hermano del triunviro, y fue el único que le permaneció fiel tras la
defección de todo su partido. Retirase primeramente a Prenesto, pasó después a
Nápoles, y no habiendo conseguido sublevar a los esclavos, a los que prometía la
libertad, huyó a Sicilia. Indignado allí porque le hicieron esperar una
audiencia de Sexto Pompeyo y prohibido el uso de las fasces, se trasladó a Acaya
al lado de M. Antonio. No tardó, sin embargo, en volver con él a Roma, una vez
restablecida la paz, y fue entonces cuando, a petición de Augusto, le cedió su
mujer Livia Drusila, que se encontraba encinta y le había dado ya un hijo. Murió
poco tiempo después, dejando dos hijos, Tiberio y Druso, denominados Nerones.
V. Se ha creído, por conjeturas poco sólidas, que Tiberio nació en Fondi, porque
allí vio la luz su abuela materna y porque en virtud de un senadoconsulto
erigiese también allí una estatua a la Felicidad. Pero la mayoría de los autores
y los más dignos de crédito afirman que nació en Roma, sobre el monte Palatino,
el 16 de las calendas de diciembre, bajo el consulado de M. Emilio Lépido y de
L. Munacio Planeo, después de la batalla de Filipos. Así esta al menos
consignado en los fastos y en las actas públicas. Sin embargo, no faltan
escritores que le suponen nacido el año anterior, bajo el consulado de Hircio y
de Pansa, y otros en el año siguiente, bajo el de Servilio Isáurico y de
Antonio.
VI. Laboriosa y agitada transcurrió su infancia, porque desde la más tierna edad
estuvo expuesto a fatigas y peligros, acompañando a sus padres por todas partes
en su huida. Cuando iban a embarcarse secretamente para huir de Nápoles, adonde
acudían sus enemigos, estuvo a punto de denunciarlos con sus gritos, primero
cuando le arrancaron del seno de su nodriza, y después en los brazos de su
madre, a quien en tan peligrosa coyuntura querían aliviar de su carga algunas
mujeres. Llevado por Sicilia y por Acaya y entregado a la fe de los
lacedemonios, que estaban bajo el protectorado de Claudio, se vio en peligro de
morir una noche en que había dejado aquel nuevo asilo; habiendo estallado en
efecto un voraz incendio en un bosque que atravesaba, le rodearon las llamas tan
súbitamente, así como a los que iban con él, que se propagó el fuego a los
vestidos y cabellos de Livia. Todavía se muestran en Baias los regalos que
recibió en Sicilia, de Pompeya, hermana de Sexto Pompeyo, consistente en una
toga, un broche y pendientes de oro. Tras su regreso a Roma, el senador M. Galio
lo adoptó por testamento. Tiberio recibió su herencia; pero no tardó en
abstenerse de llevar su nombre, porque Galio había pertenecido al partido
contrario a Augusto. Contaba nueve años cuando pronunció el elogio fúnebre de su
padre, en la tribuna de las arengas. Entraba en la edad púber cuando acompañó a
caballo el carro de Augusto el día de su triunfo de Actium, cabalgando a la
izquierda del triunfador, mientras Marcelo, hijo de Octavio, lo hacía a la
derecha. Presidió asimismo los juegos que se dieron por aquella victoria, y en
los de Circo, llamados troyanos, mandaba el grupo de los jóvenes.
VII. Después de vestir la toga viril, su juventud, y el tiempo que medió después
hasta su reinado, Pasaron del siguiente modo: dio dos veces espectáculos de
gladiadores, uno en memoria de su padre, otro en honor de su abuelo Druso, en
épocas y parajes diferentes; el primero en el Foro y el segundo en el
Anfiteatro; en esta ocasión presentó algunos rudiarios (66), que pagó en cien
mil sestercios. Dio también, aunque ausente, juegos en que desplegó gran
magnificencia, y cuyos gastos pagaron su madre y su suegro. Casó primero con
Agripina, nieta del caballero romano Cecilio Atico, a quien dirigió sus cartas
Cicerón. Agripina le dio un hijo, llamado Druso, y él le profesaba hondo cariño,
pero, a pesar de ello, se vio obligado a repudiarla durante su segundo embarazo,
para casarse inmediatamente con Julia, hija de Augusto. Este matrimonio le causó
tanto más disgusto, cuanto que apreciaba profundamente a la primera y reprobaba
los hábitos de Julia, la cual, viviendo aún su primer marido, le había hecho
públicamente insinuaciones, hasta el punto de haberse divulgado su pasión. No
pudo por ello consolarse de su divorcio con Agripina, y habiéndola encontrado un
día por casualidad, fijó en ella los ojos con tanta pena, que se tuvo cuidado
para lo sucesivo de que no se presentase delante de el. Vivió al principio en
bastante buena inteligencia con Julia y hasta correspondió a su amor, pero no
tardó en mostrarle aversión, haciéndole ultraje de no compartir con ella el
lecho desde la muerte de su hijo, todavía niño, que había nacido en Aquilea y
única prenda de su amor. Tiberio perdió en Germania a su hermano Druso, y trajo
su cuerpo a Roma, precediéndole a pie durante todo el camino.
VIII. Defendió ante el tribunal de Augusto al rey Arqueleo, a los tralianos y
tesalos, en diferentes causas, siendo éste su aprendizaje en los deberes
civiles. Intercedió también en el Senado en favor de los habitantes de Laodicea,
de Tiatiro y de Quios, que habían sufrido un terremoto e imploraban la ayuda de
Roma. Acusó de lesa majestad e hizo condenar por los jueces a Fanio Cepión que,
con Varrón Murena, había conspirado contra Augusto. En aquel tiempo estaba
encargado de dos misiones de importancia: el abastecimiento de Roma, en la que
empezaban a faltar los víveres, y la inspección de todos los obradores de
esclavos que contenía Italia, por que se acusaba a los dueños de estos obradores
de retener por violencia no sólo a los viajeros que podían sorprender, sino
también a los que acudían a ocultarse en ellos para substraerse al servicio
militar.
IX. Su primera campaña la hizo Tiberio en la expedición de los cántabros como
tribuno de los soldados; fue enviado después a Oriente con un ejército,
devolviendo a Tigranes el reino de Armenia, y coronándole, sentado en su
tribunal. Recibió asimismo las águilas romanas que en otro tiempo arrebataron
los partos a M. Craso. Gobernó después cerca de un año la Galia Cabelluda,
alterada entonces por las incursiones de los bárbaros y las querellas de sus
jefes. Hizo poco después la guerra de Recia y de Vindelicia, y más adelante la
de Germania. En la de Recia y Vindelicia sometió a los pueblos alpasos; en la de
Panonia, a los bruecos y dálmatas; y, finalmente, en la Germania recibió por
convenio cuarenta mil enemigos, que trasladó a la Galia, dándoles tierras en las
orillas del Rin. Mereció por estas hazañas la ovación, y entrar en Roma en un
carro con los adornos triunfales, honor que, a lo que dicen, nunca se había
concedido a nadie. Con la edad obtuvo todas las magistraturas, y ejerció casi
sin interrupción la cuesturas la pretura y el consulado; fue creado cónsul por
segunda vez, y después de breve intervalo, revestido del poder tribunicio por
cinco años.
X. Entre tantas prosperidades, en la plenitud de la edad y de la salud, decidió
inesperadamente retirarse y alejarse bien por evadirse de su esposa, a la que no
se atrevió a acusar ni repudiar, a pesar de no poderla sufrir, o porque creyese
que la ausencia, mejor que una importuna asiduidad, aumentaría su importancia en
el caso de que la República le necesitase. Hay quien opina que viendo crecer a
los hijos de Augusto, había querido, tras haber sido por mucho tiempo dueño del
segundo orden, aparentar, a ejemplo de M. Agripa, que lo abandonaba a ellos
voluntariamente; Agripa, en efecto, cuando Marcelo participo en la
administración pública, marchase a Mitilena para no desempeñar con él papel de
concurrente o de censor. El mismo Tiberio confesó después que había tenido
idénticos motivos. Pretextando entonces saciedad de honores y precisión de
descanso, pidió permiso para ausentarse. Su madre quiso retenerle, instándole
por todos los medios, y Augusto llegó incluso a quejarse en pleno Senado de
quedar abandonado. Tiberio se mostró inflexible, y como se obstinasen en
impedirle la marcha, permaneció cuatro días sin comer. Obtuvo al fin licencia
para alejarse, y dejando en Roma su esposa y su hijo, tomó al punto el camino de
Ostia, sin contestar palabra a las preguntas de los que le acompañaron,
limitándose a besar a algunos al separarse de ellos.
XI. Iba desde Ostia costeando la Campania, cuando supo el mal estado de salud de
Augusto, y se detuvo algunos días; pero habiéndose difundido el rumor de que
solo interrumpía su viaje por la esperanza de un acontecimiento decisivo,
embarcase, a pesar del mal tiempo reinante, para la isla de Rodas, cuyo
saludable y apacible clima le había deleitado en extremo durante su estancia en
ella al regreso de Armenia. Ocupó allí una casa muy modesta, con un campo muy
reducido, y vivió como el ciudadano más humilde, visitando a veces los
gimnasios, sin lictor ni ujier, manteniendo con los griegos comercio diario de
atenciones, casi en un plano de igualdad. Cierta mañana, al disponer las
ocupaciones del día, ocurriósele decir que quería ver a todos los enfermos de la
ciudad, y equivocando los que estaban con él el sentido de las palabras,
hicieron llevar aquel mismo día todos los enfermos a una galería pública, donde
los colocaron reunidos por género de enfermedad. Impresionado por aquel
inesperado espectáculo se acercó al lecho de cada uno de ellos, y pidió perdón
por aquel error hasta a los más pobres y desconocidos. Al parecer, usó sólo de
los derechos del poder tribunicio, y lo hizo en las circunstancias siguientes.
Asistía con gran asiduidad a las escuelas y lecciones de los profesores: cierto
día trabaron en su presencia vivo altercado dos sofistas opuestos, y creyendo
uno de ellos, por haberle visto intervenir, que favorecía a su adversario,
pronunció contra él palabras injuriosas Tiberio se fue sin decir nada, y poco
después se presentó con su aparitor, hizo citar a su tribunal por medio de
pregón al autor de los denuestos y mandó encarcelarlo. En Rodas se enteró que su
esposa Julia acaba de ser condenada por sus desórdenes y adulterios, y que
Augusto, por su propia autoridad, había proclamado el divorcio. Fue grande su
regocijo al saber esta noticia, a pesar de lo cual, creyó deber suyo escribir al
padre varias cartas en favor de su hija, suplicándola dejara a Julia todos los
presentes que le había hecho, por indigna que hubiese sido su conducta. Expirado
el tiempo de su poder tribunicio, confesó entonces no haber tenido otro motivo
al alejarse que el de evitar toda sospecha de rivalidad con Cayo y Lucio;
solicitó permiso, no temiendo ya la sospecha, puesto que estos príncipes estaban
ya sólidamente establecidos en la posesión del segundo rango, para volver a ver
las personas queridas que había dejado en Roma y, que se le habían hecho ahora
más deseadas. Lejos, sin embargo, de obtenerlo, recibió el inesperado aviso de
no ocuparse en manera alguna de una familia a la que con tanto apresuramiento
había dejado.
XII. Permaneció, pues, a pesar suyo, en Rodas, y no sin trabajo consiguió al
fin, por medio de su madre, que Augusto, con objeto de disimular la afrenta, le
concediese el titulo de legado suyo en aquella isla. A partir de entonces, ni
siquiera llevó ya la vida de un particular, sino la de un hombre sospechoso y
constantemente amenazado. Ocultábase en el interior de la isla para evitar las
frecuentes visitas y asiduos homenajes de todos aquellos que atravesaban el mar
para tomar posesión de un mando militar, de una magistratura, y que no dejaban
de detenerse ex profeso en Rodas. Se unieron a estos temores otros graves
motivos de inquietud. Habiendo pasado a Samos para ver a su yerno Cayo, que
mandaba en Oriente, observó que las insinuaciones de M. Lolio, compañero y
profesor del joven príncipe, le habían enajenado su afecto. Se sospechó también
de él que había dado a centuriones de su íntima confianza, cuando venían de su
semestre y volvían a los ejércitos, instrucciones equívocas que parecían tener
por objeto sondear sus disposiones acerca de un posible cambio de dueño.
Informado de estas acusaciones por el mismo Augusto, pidió incesantemente le
enviase a uno cualquiera que le vigilara, fuera quien fuese, y observara sus
palabras y acciones.
XIII, Llegó incluso a renunciar a sus ordinarios ejercicios de equitación y
armas; abandonó el traje romano y adoptó el calzado y manto griegos. Vivió cerca
de dos años en este estado, haciéndose cada día más odioso y objeto de
desprecio, y llegó a tal punto este sentimiento, que los habitantes de Nimes
destruyeron sus imágenes y estatuas, y en una comida de familia, habiendo
recaído en él la conversación, un comensal propuso a Cayo marchar al instante,
si lo mandaba, a Rodas y traerle la cabeza del desterrado, porque este nombre se
le daba. No fue sólo temor, sino peligro verdadero lo que le obligó a unir sus
súplicas a las instancias de su madre, para conseguir su regreso; hasta que una
casualidad hizo que se le concediera. Augusto había declarado que en este asunto
se atendría absolutamente a la decisión de su hijo mayor; éste, que estaba
enemistado entonces con M. Lolio, dejóse ablandar la facilidad en favor de su
suegro. Llamaron, pues, a Tiberio con el consentimiento de Cayo, pero a
condición de que no tomarla participación alguna en el gobierno.
XIV. Después de ocho años de ausencia, volvió, pues, a Roma, con grandes
esperanzas para lo por venir, fundadas en los prodigios y predicciones que desde
tierna edad le habían llamado a los altos destinos. Estaba, en efecto, Livia
encinta de él, y quería saber por diferentes presagios si daría a luz un varón;
quitó un huevo a una gallina que incubaba y calentándolo en sus manos y en las
de sus criadas el tiempo necesario, salió al fin de él un pollo con una hermosa
cresta. También el matemático Scribonio había pronosticado a aquel niño un
brillante destino, diciendo que llegaría a reinar algún día, pero sin las
insignias reales, pues ni siquiera se conocía aún la especie de poder ejercido
por los césares. En su primera expedición militar, cuando conducía su ejército
por la Macedonia para llegar a Siria, y pasaba cerca del campo de batalla de
Filipos, lanzaron de pronto llamas los altares elevados en aquel paraje a las
legiones victoriosas. Más adelante, llegado a Iliria, consultó cerca de Padua al
oráculo de Gerión, el cual declaró que, para saber lo que deseaba, tenía que
arrojar dados de oro en la fuente de Apona. Obedeció él y sacó el número más
alto, todavía hoy pueden verse estos dados en el fondo del agua. Pocos días
antes de que se le llamara, un águila, de una especie que no se había visto aún
en Rodas, posóse sobre el techo de su casa, y la víspera del día en que recibió
el permiso de volver, cuando se mudaba de ropa, viese arder su túnica. En aquel
momento principalmente pudo convencerse de la ciencia del matemático Trasilo, a
quien había tomado a su servicio como profesor de filosofía, y que le anunció
que una nave, a la vista entonces de la isla, le era portadora de buenas
noticias. Pocos momentos antes, paseando juntos, cansado Tiberio de sus vanas
predicciones, había tenido el pensamiento de arrojarle al mar, para castigar al
impostor y confidente de peligrosos secretos.
XV. De regreso a Roma, y una vez que hubo abierto a su hijo Druso la entrada del
Foro, dejó el barrio de Carinis y la casa Pompeya para trasladarse a las
Esquilias, a los jardines de Mecenas. Entregóse allí a un absoluto descanso, no
cumpliendo otros deberes que los de la vida privada, y absteniéndose de toda
función pública. Cayo y Lucio habían muerto tres años antes y Augusto le adoptó
al mismo tiempo que a su hermano M. Agripa; pero él mismo se había visto
obligado a adoptar poco antes a su sobrino Germánico. Desde este tiempo no hizo
nada como padre de familia; no ejerció ninguno de los derechos que le concedía
la adopción; no hizo ninguna donación, ninguna manumisión, ni recibió ya legados
ni herencias sino a títulos de peculio. Nada se olvidó, sin embargo, de lo que
podía acrecer su importancia, sobre todo desde que el alejamiento de Agripa,
renegado por Augusto, hizo recaer en él sólo la seguridad de sucederlo en el
mando.
XVI. Le dieron otra vez por cinco años el poder tribunicio y recibió el encargó
de pacificar la Germania. Los embajadores de los partos, tras haber obtenido
audiencia de Augusto en Roma, recibieron orden de ir a ver a Tiberio en su
gobierno. Noticioso de la defección de la Iliria pasó a este país, y emprendió
con quince legiones e igual número de tropas auxiliares aquella guerra nueva, la
más terrible de todas las extranjeras, desde las de los cartagineses, y la cual
terminó en tres años, en medio de innumerables dificultades y de espantosa
penuria. Aunque no cesaban de llamarle, obtinóse en no volver, temeroso de que
el enemigo, constantemente sobre él, y enardecido ya con algunas ventajas,
convirtiese en derrota su retirada voluntaria. Gran recompensa obtuvo por su
perseverancia, puesto que sometió y añadió al Imperio toda la Iliria, es decir,
todo el país situado entre Italia, el reino de Nórica, la Tracia y la Macedonia,
desde el Danubio hasta el golfo Adriático.
XVII. La oportunidad de este triunfo subió al colmo su gloria, porque por el
mismo tiempo pereció en Germania, con tres legiones, Quintilio Varo, y no dudóse
que los germanos triunfadores, se hubiesen unido a los de Panonia de no haber
sido sometida la Iliria antes de este desastre. Decretóse el triunfo para
Tiberio, añadiéndole brillantes y numerosas distinciones. Algunos senadores
opinaron llamarle Panónico, otros Invencible, algunos Piadoso. Pero Augusto
impidió que se le otorgase ninguno de estos títulos, decidiendo que podía
contentarse con el que le dejaría después de su muerte. Tiberio aplazó
voluntariamente su triunfo a causa del dolor que había producido en Roma la
derrota de Varo. Entró, sin embargo, en la ciudad con la pretexta y la corona de
laurel; subió a un tribunal que le habían alzado en el campo de Marte, y sentase
con Augusto entre los dos cónsules estando presente y en pie el Senado. Desde
allí, después de saludar al pueblo, marchó seguido de numeroso cortejo a visitar
los templos.
XVIII. Al año siguiente regresó a la Germania, y habiéndose convencido de que la
derrota de Varo no había tenido otra causa que la negligencia y temeridad de
este general, no hizo nada sin someterlo a la opinión de un consejo; así aquel
jefe soberbio, que nunca había consultado a nadie, tuvo por primera vez que
comunicar sus planes de campaña a sus subordinados. Redobló también la atención
y vigilancia; dispuesto a pasar el Rin, determinó por sí mismo la clase y peso
de los bagajes, y, situado en la orilla del río, no permitió el paso hasta
después de haberse asegurado, comprobando la carga de los carros, que no
llevaban más que lo necesario o autorizado por sus reglamentos. Una vez cruzado
el Rin, fue costumbre habitual suya comer sobre la hierba, acostándose en muchas
ocasiones a la intemperie sin utilizar tienda. Daba por escrito todas las
órdenes para el día siguiente, y hasta instrucciones que circunstancias
repentinas podían hacer necesarias; cuidaba siempre de añadir que hasta en las
menores dificultades se dirigiesen a él solo para resolverlas, a cualquiera hora
que fuese del día o de la noche.
XIX. Mantuvo con rigor la disciplina y restableció muchas penas severas e
ignominiosas de la antigüedad, que habían caído en desuso. Impuso nota de
infamia a un jefe de legión por haber dado permiso a algunos soldados para que
fuesen a cazar con un liberto suyo al otro lado del río. Aunque, como general,
concedía muy poco a la fortuna y casualidad, libraba batalla confiado cuando en
sus veladas se apagaba inesperadamente la luz, presagio que, en la guerra, no
había engañado nunca a él ni a sus mayores. Quedó victorioso, aunque faltó poco
para que un bructero le diese muerte; éste se había deslizado, en efecto, para
ello entre las personas de su comitiva, pero su turbación le denunció,
arrancándole la tortura la confesión del crimen que proyectaba.
XX. De regente de la Germania, donde permaneció dos años, celebró el triunfo que
había aplazado. Detrás de él marchaban sus legados, para los cuales había
conseguido los ornamentos triunfales. Antes de subir al Capitolio, bajó de su
carro y abrazó las rodillas de su padre, que presidió la solemnidad. Estableció
en Ravena y colmó de magníficos regalos a un jefe panonio, llamado Batón, que un
día, hallándose él encerrado con sus legiones en un desfiladero, le dejó
escapar. Hizo servir al pueblo una comida en mil mesas, y repartir a cada uno de
los convidados cien sestercios. Dedicó un templo a la Concordia y otro a Cástor
y Pólux, en nombre de su hermano y en el suyo, con el precio de los despojos del
enemigo.
XXI. Una ley dictada por los cónsules confióle poco después la administración de
las provincias en unión con Augusto, y el cuidado de hacer el censo; luego,
cerrado el lustro, marchó a Iliria. Llamáronle inmediatamente, y halló a Augusto
ya muy quebrantado, pero respirando aún, y permaneció encerrado con él todo un
día. No ignoro que es creencia común que cuando salió Tiberio, desde aquella
conferencia secreta, los esclavos de servicio oyeron a Augusto que exclamaba:
“Desgraciado pueblo romano que va a ser presa de tan lentas mandíbulas.” Tampoco
ignoro que han escrito algunos autores que Augusto censuraba públicamente y sin
miramiento la rudeza de sus costumbres, hasta el punto de que, en cuanto le veía
aparecer, interrumpía toda conversación libre y alegre; que al adoptarle, cedió
a las incesantes instancias de su esposa; y que, finalmente, en esta preferencia
entró cierto interés de amor propio y que había querido que se sintiese más su
ausencia al elegir tal sucesor. Pero nunca se logrará persuadirme que un
príncipe tan prudente y reflexivo obrase en nada con ligereza en asunto de tanta
importancia; creo más bien que después de haber pesado los vicios y virtudes de
Tiberio, le pareció que prevalecía en él lo bueno. Tanto más lo creo así, cuanto
que juró en plena Asamblea haberle adoptado “por el bien de la República”, y por
ver que en sus cartas le alababa sin cesar, como consumado general, como el
único sostén del pueblo romano. Como prueba de ello citaré algunos pasajes:
“Adiós, mi muy querido Tiberio; se feliz en todo, tú que mandas por mí y por las
Musas; juro por mi fortuna que eres el más amado de los hombres, el más valiente
de los guerreros y el general más entendido. Adiós.” Y en otro lugar: “Apruebo
decididamente tus campamentos. Persuadido estoy, querido Tiberio, que en medio
de circunstancias tan difíciles, y con tan débiles tropas, nadie hubiese obrado
con más sabiduría que tú. Cuantos han estado contigo te aplican unánimemente
este verso:
Unus homo nobis vigilando restituit rem (67).
Ningún asunto grave me ocurre, ningún motivo de disgusto me asalta, querido
Tiberio, sin que recuerde en seguida aquellos versos de Homero:
“Con tal hábil guía podría abrirme,
camino a través del fuego” (68).
Afirmo por los dioses que tiemblo en todo mi cuerpo cuando se me dice que el
exceso de trabajo debilita tu salud. Cúidate, te lo suplico, pues si llegases a
enfermar moriríamos de dolor tu madre y yo, y Roma quedaría turbada en la
posesión del Universo. ¿Que importaría mi salud si la tuya no fuese buena? Ruego
a los dioses que te conserven, y que en todo tiempo velen por ti, si no son
enemigos del pueblo romano.”
XXII. Tiberio no dio a conocer la muerte de Augusto hasta después de haberse
asegurado de la del joven Agripa. Un tribuno militar, destinado a la guardia de
este príncipe, le dio muerte después de mostrarle la orden que había recibido.
Se ignora si Augusto firmó esta orden al fallecer; para evitar las turbulencias
que podían producirse tras su muerte, o si Livia la había dado en nombre de
Augusto, y si en este caso fue por consejo de Tiberio o sin saberlo él. En todo
caso, cuando el tribuno fue a comunicarle que había dado cumplimiento a aquella
orden, contestó que no había dado ninguna orden y que había de dar cuenta al
Senado de su conducta. Mas por lo pronto quiso librarse de la indignación
pública y no se habló más del asunto.
XXIII. En virtud del derecho que le confería el poder tribunicio, convocó el
Senado; empezó un discurso, pero se detuvo de pronto, como ahogado por los
sollozos y vencido por el dolor. Hubiese querido -dijo-, perder la vida al mismo
tiempo que la voz. Y entregó su manuscrito a su hijo Druso, para que terminase
la lectura. Trajeron en seguida el testamento de Augusto, no permitiendo
acercarse, de los que lo habían firmado, más que a los senadores; los demás
comprobaron su firma fuera del Senado. Un liberto leyó el testamento, que
comenzaba así: Habiéndome arrebatado la adversa fortuna de mis hijos Cayo y
Lucio, nombró a Tiberio César mi heredero por una mitad, más el sexto. Este
preámbulo confirmó la opinión de que le nombraba sucesor más por necesidad que
por gusto, pues que no se abstenía de decirlo claramente.
XXIV. Aunque Tiberio no vacilase un momento en apoderarse del mando y de
ejercerlo; aunque tenía ya a su alrededor, con nutrida guardia, el aparato del
honor y de la fuerza, no dejó de rehusarlo largo tiempo con impudentísima
comedia; contestaba, en efecto, a las instancias de sus amigos, que ignoraban
ellos cuánto pesaba el mando, y mantenía en suspenso, por medio de respuestas
ambiguas y artificiosa vacilación, al Senado suplicante y consternado. Algunos
perdieron la paciencia, y un senador exclamó entre la multitud: Que acepte o
desista; otro le dijo cara a cara: que era costumbre esperar largo tiempo para
hacer lo prometido, pero que él empleaba largo tiempo para prometer lo que había
hecho. Aceptó al fin el mando como obligado, lamentándose de la miserable y
onerosa servidumbre que le imponían, y reservándose como condición la esperanza
de dimitir algún día, lo que expuso con estas palabras: Esperaré el momento en
que juzguéis de justicia conceder algún descanso a mi vejez.
XXV. La razón que tenía para vacilar era el miedo a los muchos peligros que le
amenazaban, y a menudo solía decir que sujetaba a un lobo por las orejas (69).
Un esclavo de Agripa, llamado Clemente (70), había reunido, en efecto, fuerzas
considerables para vengar a su amo: L. Escribonio Libón, ciudadano, de noble
origen, tramaba una revuelta: las tropas se habían sublevado en dos provincias:
en la Iliria y en la Germania.
Los dos ejércitos exponían pretensiones exorbitantes y numerosas, queriendo ante
todo disfrutar de igual paga que los pretorianos. Los soldados de la Germania se
negaban a reconocer a un príncipe que no habían elegido, y alentaban a su jefe
Germánico a que se apoderase del mando, cosa que rehusó con firmeza. Tiberio,
que sentía gran temor a todo lo que procedía de este lado, pidió a los senadores
que le concedieran en el gobierno la parte que quisiesen, afirmando que no era
posible soportar uno solo todo el peso ni prescindir del concurso de uno o más
colegas. Fingió también hallarse conforme, para que Germánico esperase con más
paciencia una próxima sucesión o la segura participación en la soberanía. Sin
embargo, se apaciguaron las sediciones, y Clemente, cogido por traición, cayó en
su poder. En cuanto a Libón, no queriendo Tiberio principiar su reinado con
rigores, esperó más de un año para acusarle ante el Senado. Permaneció hasta
entonces en guardia contra él y un día en que sacrificaban juntos con los
pontífices cuidó de hacer que le dieran un cuchillo de plomo en vez del de
acero; en otra ocasión, habiéndole pedido aquél una audiencia privada, no se la
concedió sino en presencia de su hijo Druso y durante la conversación, que
celebraron paseando, le tuvo cogida la mano derecha como para apoyarse en él.
XXVI. Libre ya de recelos, condújose al principio con gran moderación, y vivió
con tanta sencillez como un particular.
De todas las distinciones que le ofrecieron, aceptó muy pocas y las menos
brillantes. Habiendo coincidido el aniversario de su nacimiento con los juegos
plebeyos del Circo (71), consintió con dificultad que se agregase en honor suyo,
a las ceremonias acostumbradas, un carro con dos caballos. Se opuso a que le
consagrasen templos, sacerdotes, flamines, e incluso a que le erigiesen estatuas
sin su consentimiento expreso; impuso además la condición de que no habían de
erigirlas entre las de los dioses, sino puestas sencillamente como adorno.
Prohibió jurar obediencia a sus actos y dar al mes de septiembre el nombre de
Tiberio, y al de octubre el de Livio; rehusó asimismo el título de emperador y
el dictado de Padre de la Patria, así como la corona cívica con que querían
adornar el vestíbulo de su palacio. Ni siquiera usó el nombre de Augusto que le
correspondía por herencia, a no ser en las cartas a los príncipes y soberanos.
Únicamente ejerció el poder consular tres veces: la primera, durante pocos días;
la segunda por tres meses; y la tercera, aunque ausente, hasta los idus de mayo.
XXVII. Mostró viva repugnancia por la adulación, y nunca consintió que ningún
senador marchase junto a su litera para saludarle o para hablarle de negocios.
Un día, ante un consular que le pedía perdón y que quiso abrazarse a sus
rodillas, retrocedió él con tanta precipitación que cayó de espaldas. Si en
discurso público o en conversación decían de él cosas demasiado lisonjeras,
interrumpía al punto al que hablaba, le reprendía y le obligaba a cambiar sus
expresiones. Habiéndole llamado uno señor, le pidió que no le hiciese aquella
ofensa. Comentando otro sus ocupaciones, calificándolas de sagradas, obligóle él
a substituir la palabra con la de laboriosas; dijo otro que se había presentado
al Senado por orden suya, y el le obligó a decir por su consejo.
XXVIII. Insensible a la maledicencia, a los rumores insidiosos, y a los versos
difamatorios propagados contra él y los suyos, frecuentemente decía que en una
ciudad libre, la lengua y el pensamiento debían ser libres. Habiendo pedido el
Senado que se averiguase esta clase de delitos y se persiguiese a los culpables,
contestó: No estamos tan libres de ocupaciones que debamos emplear el tiempo en
tantos asuntos. Si abrís esa puerta, no podréis atender ya a otra cosa, y con
este pretexto nos convertirán en juguete de todas las enemistades se han
conservado también de él estas palabras impregnadas de gran moderación: si
alguno habla mal de mí, procuraré contestarle con mis acciones, y si continúa
odiándome, le odiaré a mi vez.
XXIX. Esta conducta era tanto más loable cuanto que por su parte mostraba algo
más que deferencia en las alabanzas y manifestaciones de respeto que prodigaba a
todos los ciudadanos en general y en particular. Cierto día en que había
contradicho a Q. Haterio en el Senado: Perdóname, le dijo, si he hablado
libremente contra ti, cual conviene a un senador. Y dirigiéndose a los demás,
añadió: Lo he dicho a menudo y lo digo otra vez, P. C., un príncipe que desea la
felicidad de la patria, que ha recibido de vosotros una autoridad tan grande,
tan extensa, debe estar siempre al servicio del Senado, con frecuencia hasta al
de todos los ciudadanos y algunas veces el de cada uno de ellos en particular;
lo he dicho y no me pesa, puesto que siempre he encontrado en vosotros
compañeros benévolos y justos.
XXX. Restableció incluso una apariencia de libertad, devolviendo al Senado y a
las magistraturas los privilegios y majestad que formaban en otro tiempo su
grandeza. Daba cuenta al Senado de todo asunto, importante o pequeño, público o
particular. Le consultaba acerca del establecimiento de impuestos, de la
concesión de los monopolios, de construcción o reparación de edificios públicos,
del levantamiento de tropas del licenciamiento de los soldados, del
acantonamiento de las legiones y de las tropas auxiliares; le consultaba
asimismo acerca de la prórroga de los mandos, de la dirección de las guerras
extranjeras, de las respuestas que debían darse a las cartas de los reyes, y
hasta acerca de la forma en que debían redactarse las contestaciones. Entró
siempre solo en el Senado, y un día que le llevaron enfermo en su litera,
despidió en seguida a su comitiva.
XXXI. Habiéndose dado algunos decretos contra su parecer, no se quejo siquiera.
Un pretor designado solicitó y obtuvo misión libre (72) el mismo día en que
había dicho él que todos los que estaban nombrados magistrados, por honor de su
cargo, debían permanecer en Roma. Había opinado que una cantidad legada a los
habitantes de Trebia para la construcción de un teatro se emplease, de acuerdo
con la voluntad de los interesados, en la construcción de un camino; sin
embargo, a pesar de su intervención, se cumplió la voluntad del testador. Cierto
día en que se votaba en el Senado sobre una proposición, al pasar de uno a otro
lado de la sala (73) se juntó al grupo más pequeño, no pasando nadie detrás de
él. Los demás asuntos los trataban los magistrados de acuerdo con el derecho
común. Estaba tan firmemente cimentada la autoridad de los cónsules, que los
embajadores de Africa acudieron a ellos en queja de César, acerca de quién los
había enviado, porque no resolvía sobre su petición. Debe notarse también que se
levantaba siempre ante los cónsules y se apartaba para dejarles paso.
XXXII. Reprendió a los consulares que estaban al frente de los ejércitos, porque
no daban cuenta de su conducta a los Senadores y porque le pedían autorización
para conceder recompensas militares como si no tuviesen en ello completa
autoridad. Felicitó a un pretor por haber recordado en un discurso, según las
antiguas costumbres, al hacerse cargo de su magistratura, las virtudes de sus
antecesores Acompañó hasta la pira los funerales de muchos ciudadanos ilustres.
Había llamado a Roma a los magistrados de Rodas, que le habían dirigido cartas a
nombre de esta ciudad, sin terminarlas con las fórmulas ordinarias de cortesía;
lejos de tratarlos mal, contentase, antes de despedirlos con hacerles añadir
dichas fórmulas a sus cartas. Durante su permanencia en Rodas, el gramático
Diógenes, que sólo daba sus conferencias en sábado, rehusó darle una lección
particular, diciéndole, por medio de un esclavo, que volviese pasados siete
días. Fue Diógenes a Roma un tiempo después y presentándose en su casa para
saludarle, Tiberio le hizo decir que volviese pasados siete años. Algunos
gobernadores de provincias le aconsejaban que aumentase los tributos, y les
contestó que el buen pastor trasquilaba sus ovejas, pero no las desollaba.
XXXIII. A poco entró, sin embargo, en el ejercicio de la soberanía, y aunque con
variable conducta, en general con actos que satisfacía a todos y con loables
inclinaciones a la utilidad pública. Al principio se dedicó a anular abusos y
dejó sin efecto muchas disposiciones del Senado; ofreciese en ocasiones como
consejero a los magistrados reunidos en su tribunal y sentase al lado de ellos o
enfrente en puesto más alto. También si sabía que por el favor iba a salvarse
algún acusado, se presentaba repentinamente, y desde su puesto, o desde el del
primer juez, recordaba a los demás sus juramentos, las leyes y el delito que
tenían el deber de castigar. Reformó asimismo los usos antiguos y modernos que
eran causa de corrupción en las costumbres públicas.
XXXIV. Restringió los gastos de juegos y espectáculos, reduciendo el salario de
los actores y determinando el número de gladiadores. Quejábase amargamente de
que los vasos de Corinto hubiesen alcanzado un precio exorbitante, y de que tres
barbos se hubiesen vendido en treinta mil sestercios. Juzgó conveniente poner
límites al lujo en los muebles, y de hacer que el Senado fijase anualmente el
precio de los artículos alimenticios. Los ediles recibieron órdenes para usar de
toda la severidad en la policía de las tabernas y de los parajes de desorden, no
permitiendo que se vendiesen en ellos ni siquiera pastelitos. Para dar ejemplo
de economía, hacía servir en su casa, aun en las comidos más solemnes, viandas
del día anterior, y ya empezadas, como la mitad de un jabalí, y decía que
aquella mitad era tan sabrosa como el cuerpo entero. Prohibió también la
costumbre de besarse todos los días, y prohibió también demorar más allá de las
calendas de enero el cambio de regalos de primero de año; acostumbraba
recompensar en el acto y por su propia mano los que le hacían a él, con el
cuádruplo de su valor; pero cansado de que le distrajesen a cada momento todo el
mes, a los que, no habían podido visitarle el primer día no les dio ya nada.
XXXV. Restableció la antigua costumbre de que un consejo de familia acordase por
unanimidad de votos el castigo de las mujeres adúlteras que no tenían acusadores
públicos. A un caballero romano, que había prometido no repudiar jamás a su
esposa y que habiéndola sorprendido en adulterio con su yerno podía, por
consiguiente, echarla, Tiberio le relevó de su juramento. Mujeres que habían
perdido la reputación (74), para ponerse al abrigo de las penas que dictaba
contra ellas la ley y librarse de los deberes de una incómoda dignidad, habían
optado por hacerse inscribir como cortesanas. También se había visto a jóvenes
libertinos de los dos primeros órdenes hacerse tachar de infamia por un
tribunal, para, a pesar de las prohibiciones del Senado, obtener así el derecho
a presentarse en el escenario del teatro o en la arena. Tiberio desterrólos a
todos, para que no se creyese encontrar refugio en estos artificios. Despojó de
la lacticlavia a un senador que había ido a vivir en el campo por las calendas
de julio, con la intención de alquilar luego en Roma casa más barata, habiendo
pasado el plazo de arriendo. Quitó a otro la cuestura por haber repudiado el día
siguiente de su matrimonio a una mujer que había obtenido por sorteo la víspera.
XXXVI. Prohibió las ceremonias extranjeras, como los ritos egipcios y judaicos
(75), y a los que profesaban tales supersticiones los obligó a quemar las
vestiduras y todos los objetos que servían para su culto. Repartió la juventud
hebrea, bajo el pretexto del servicio militar, en las provincias más insalubres.
Expulsó de Roma el resto de esta nación y a todos los que formaban parte de sus
sectas, bajo pena de perpetua esclavitud si regresaban. Desterró también a los
astrólogos, pero les permitid regresar, bajo la promesa que le hicieron de no
ejercer más su arte.
XXXVII. Cuidó de manera especial que no se turbase la paz con asesinatos,
latrocinios y sediciones. Estableció en Italia puestos militares más numerosos
que antes; también estableció en Roma un campamento para las cohortes
pretorianas, repartidas hasta allí en la ciudad y sus inmediaciones. Reprimió
con rigor los tumultos populares, y atendió sobre todo a prevenirlos. Habiéndose
cometido un homicidio a raíz de una cuestión suscitada en el teatro, desterró a
los jefes de los partidos rivales y a los actores por quienes se había suscitado
la disputa, y no quiso nunca llamarlos, pese a cuantas instancias le hizo el
pueblo. Los habitantes de Polentino detuvieron un día en una plaza el carro de
un centurión primipilario, no dejándole partir sino después de haber arrancado
por fuerza a los herederos una cantidad de dinero para un espectáculo de
gladiadores; Tiberio envió desde Roma una cohorte y otra del reino de Cotcio,
ocultando el motivo de su marcha y entrando de repente en la ciudad por todas
las puertas, desenvainadas las espadas y a son de trompetas, encadenaron a
perpetuidad a la mayor parte de los habitantes y hasta a senadores. Abolió el
derecho de asilo en todos los lugares donde lo había mantenido la tradición. A
los habitantes de Gicico, que habían cometido violencia contra ciudadanos
romanos, les quitó la libertad que habían conseguido en la guerra contra
Mitrídates. No hizo, durante su imperio, ninguna expedición militar, conteniendo
por medio de sus legados, los movimientos de los enemigos, y siempre tarde y
como a pesar suyo, con los reyes, ostensiblemente enemigos o sospechosos, usó
quejas y amenazas con más frecuencia que la fuerza para contenerlos. Atrajo a
algunos de ellos a Roma con promesas y lisonjas, y no los dejó ya partir;
encontrábase en este número Marabodo el Germano, Rascúpolis el Tracio y Arquelao
el Capadocio, cuyo reino redujo a provincia romana.
XXXVIII. Durante los dos primeros anos de su ascensión al poder no salió de
Roma, y en lo sucesivo visitó sólo las ciudades vecinas, sin pasar nunca de
Ancio, y aun esto escasas veces y por pocos días. Anunció, a menudo, que
visitaría las provincias y los ejércitos, y casi todos los años hacía los
preparativos de marcha; se retenían para él los carruajes en el camino;
preparaban las provisiones en los municipios y las colonias, y llegando incluso
a consentir que se hiciesen votos solemnes por su viaje y su regreso; por esta
razón se le llamaba en burla Calípides, nombre proverbial de un antiguo histrión
que corría por el teatro sin avanzar nunca más de un codo.
XXXIX. Sin embargo, cuando perdió a sus dos hijos, Germánico y Druso, muertos el
uno en Siria y el otro en Roma, se retiró a la Campania, pensando todos entonces
que no volvería ya a Roma y que sucumbiría muy pronto. En efecto, no regresó a
Roma, y pocos días después de su partida, mientras cenaba cerca de Terracina en
una casa de campo llamaba la Gruta, desprendiéronse de la bóveda varias piedras
enormes, que aplastaron a muchos convidados y esclavos ocupados en servirles,
librándose él milagrosamente.
XL. Después de haber recorrido la Campania y haber hecho la dedicación del
Capitolio en Capua, como también la del templo de Augusto en Nola, que fue
pretexto de su viaje, marchó a Capri, gustándole esta isla en gran manera,
porque sólo era abordable por un lado y por muy estrecha entrada, haciéndola
inaccesible por los otros escarpadas y altísimas rocas y el abismo de los mares.
No tardaron, sin embargo, en llamarle las reiteradas súplicas del pueblo,
asustado por el desastre que acababa de ocurrir en Fídenas, donde el hundimiento
de un anfiteatro había hecho perecer a veinte mil personas que presenciaban un
combate de gladiadores. Pasó, pues, al continente y, mostrase tanto más
accesible a todos cuanto que, al salir de Roma, había prohibido por un edicto
que nadie se le acercarse y había alejado en todo el camino a los que se
presentaban para verlo.
XLI. De regreso a su isla abandono el cuidado del gobierno y desde aquella época
no completó ya las decurias de los caballeros, no llevó a cabo ningún cambio en
los tribunos militares, ni en los mandos de la caballería, ni en los
gobernadores de las provincias. Dejó, durante muchos años, a España y la Siria
en legados consulares; dejó que los partos ocupasen la Armenia, que los dacios y
sármatas devastasen la Mesia y que los germanos invadiesen la Galia, sin
cuidarse para nada del deshonor ni del peligro que entrañaba ello para el
Imperio.
XLII. A favor de la soledad y lejos de las miradas de Roma, entregase finalmente
sin freno a todos los vicios que hasta entonces, y aunque torpemente, había
disimulado. De ellos trataré ahora y también de su origen. En los campamentos, y
desde que empezó la vida militar, se le conocía por su extraordinaria afición al
vino, hasta el punto de llamarle los soldados, en vez de Tiberius, Biberius, en
vez de Claudius, Caldius, y en vez de Nero, Mero (76). Siendo emperador, y en la
misma época en que trabajaba en la reforma de las costumbres públicas, pasó dos
días y una noche comiendo y bebiendo con Pomponio Flaco y L. Pisón. A la salida
de esta bacanal, dio al primero el gobierno de la Siria y al segundo la
prefectura de Roma, llamándolos en los nombramientos sus más amables compañeros
y amigos de todas las horas. Pocos días después de haber apostrofado
violentamente en el Senado a Sestio Galo, anciano pródigo y lujurioso, tachado
de infamia en otro tiempo por Augusto, pidióle que le invitase a cenar a
condición de que aquel día no cambiase en nada sus costumbres y de que habían de
servir la cena jóvenes desnudas. A muchos candidatos ilustres que solicitaban la
cuestura prefirió el mas obscuro, porque se habían bebido en la mesa toda una
ánfora de vino que él mismo le había servido. Dio doscientos mil sestercios a
Aselio Sabino por un diálogo en el que la seta, el becafigo, la ostra y el
zorzal se disputaban la preeminencia. Creó, en fin, una nuevo cargo, que fue la
intendencia de los placeres, y con el cual revistió a T. Cesonio Prisco,
caballero romano.
XLIII. En su quinta de Capri tenía una habitación destinado a sus desórdenes más
secretos, guarnecida toda de lechos en derredor. Un grupo elegido de muchachas,
de jóvenes y de disolutos, inventores de placeres monstruosos, y a los que
llamaba sus maestros de voluptuosidad (spintrias), formaban allí entre sí una
triple cadena, y entrelazados de este modo se prostituían en su presencia para
despertar, por medio de este espectáculo, sus estragados deseos. Tenía, además,
diferentes cámaras dispuestas diversamente para este género de placeres,
adornadas con cuadros y bajo relieves lascivos, y llenas de libros de
Elefantidis, con objeto de tener en la acción modelos que imitar. Los bosques y
las selvas no eran así más que asilos consagrados a Venus, y se veía a la
entrada de las grutas y en los huecos de las rocas a la juventud de ambos sexos
mezclada en actitudes voluptuosas, con trajes de ninfas y silvanos. A causa de
esto, el pueblo, jugando con el nombre de la isla, daba a Tiberio el de
Caprineum.
XLIV. La obscenidad fue llevada por él todavía más lejos, y hasta a excesos tan
difíciles de creer como de referir. Se dice que había adiestrado a niños de
tierna edad, a los que llamaba sus pececillos, a que jugasen entre sus piernas
en el baño, excitándole con la lengua y los dientes, y también que, a semejanza
de niños creciditos, pero todavía en lactancia, le mamasen los pechos, género de
placer al que por su inclinación y edad se sentía principalmente inclinado. Así,
habiéndole legado uno el cuadro de Parrasino en el que Atalanta prostituye su
boca a Meleagro, y dándole facultad el testamento, si le desagradaba el asunto,
de recibir en lugar de él un millón de sestercios, prefirió el cuadro y mandó
colocarlo como objeto sagrado en su alcoba. Se afirma también que cierto día,
durante un sacrificio, enamorado de la belleza del que llevaba el incienso,
apenas esperó a que terminase la ceremonia para satisfacer secretamente su
nefanda pasión, a la que tuvo que prestarse también un hermano del joven, que
era flautista; luego les hizo romper las piernas, porque mutuamente se echaban
en cara su infamia.
XLV. La muerte de Malonia demuestra también hasta qué punto se burlaba de la
vida de las mujeres ilustres: llevada, en efecto, ésta a su casa, se negó
siempre a satisfacer sus repugnantes deseos. Hízola él acusar por delatores, y,
durante el proceso, no cesó un instante de preguntarle si se arrepentía.
Habiendo, no obstante, podido ella escapar del tribunal, después de tratarle
públicamente de viejo de boca impúdica, y que, velludo como un macho cabrio,
tenía también su hediondez. Por esta causa, en los primeros juegos que se
celebraron todos los espectadores aplaudieron, aplicando a Tiberio este pasaje
de un atalánico: Así se ve al cabrón viejo lamer las partes sexuales de la
cabra.
XLVI. Era inclinado al dinero, y difícilmente se le arrancaba: prestábase a
alimentar bien a los que le acompañaban a la guerra, pero no les daba ningún
salario. Sólo se cita de él una liberalidad, que fue pagada, sin embargo, por
Augusto, y fue así: Había repartido aquel día su comitiva en tres clases, según
la dignidad de cada uno, e hizo distribuir a la primera seiscientos sestercios,
cuatrocientos a la segundo y doscientos a la tercera, compuesta de aquellos que,
sin ser amigos suyos, le eran, según él, agradables.
XLVII. No señaló su Imperio con ningún monumento de valor, y los únicos que
emprendió los dejó sin terminar; fueron el templo de Augusto y el teatro de
Pompeyo, que se propuso restaurar, comenzados muchos años antes. Tampoco dio
ningún espectáculo, y rara vez asistió a los que daban los particulares; pues
temía que se aprovechase la circunstancia para hacerle alguna petición, desde
que se vio obligado por las instancias del pueblo a manumitir al cómico Accio.
Alivió la penuria de algunos senadores; pero, a fin de que el ejemplo no sentase
precedentes, declaró que en adelante sólo concedería auxilio a los que
justificasen ante el Senado las causas de su pobreza. Así fue que la mayor parte
guardaron silencio por pudor y modestia, entre ellos Hortalo, nieto del orador
G. Hortensio, que, con muy modestas riquezas se había casado por complacer a
Augusto y se veía padre de cuatro hijos.
XLVIII. Como emperador realizó sólo dos munificencias: una cuando prestó al
pueblo por tres años y sin interés cien millones de sestercios; la otra, después
del incendio de algunas casas situadas sobre el monte Cello, en que abonó su
valor a los propietarios. De estas dos liberalidades, la primera casi le fue
arrancada por el clamor público en una época en que había gran escasez de
dinero, habiendo ordenado por medio de un senadoconsulto que los usureros
colocasen en fincas agrarias las dos terceras partes de sus deudas, cosa que era
generalmente imposible; la segunda la concedió a la desgracia de los tiempos, y
tanto la hizo valer, que quiso que el monte Celio cambiase de nombre y fuera
llamado Augusto. Duplicó la cantidad que Augusto legó por testamento a los
soldados; pero nada les dio, exceptuando mil dineros por cabeza a los
pretorianos, porque no habían favorecido los proyectos de Seyano, y algunas
gratificaciones a las legiones de Siria, por ser las únicas que no habían
colocado el retrato de este favorito como objeto de veneración entre las
insignias militares. Rara vez concedió licencias a los veteranos, esperando que
morirían de vejez en el servicio y que su muerte habría de serle provechosa.
Tampoco hizo liberalidad alguna a las provincias, exceptuando la del Asia, donde
un terremoto había destruido gran número de ciudades.
XLIX. La avaricia le arrastró con los años a la rapiña. Es cosa sabida que
persiguió con importunidades y amenazas, hasta hacerle imposible la vida, al
augur Cn. Léntulo, poseedor de un inmenso caudal, con el fin de arrancarle la
promesa de nombrarle su único heredero; que, por complacer a Quirino, varón
consular, riquisímo y sin hijos, condenó a Lépida, muy virtuosísima, repudiada
veinte años antes por este Quirino, acusándola él mismo de haber querido en otro
tiempo envenenarle; que confiscó los bienes de los principales ciudadanos de las
Galias, de las Españas, de la Siria y de la Grecia, con fútiles pretextos y
acusaciones absurdas, como la de poseer en dinero una parte de su caudal (77);
que privó a muchos particulares y algunas ciudades de sus antiguas inmunidades,
principalmente, del derecho de explotar las minas y de levantar impuestos; y,
finalmente, que Vonón, rey de los partos, expulsado por los suyos y refugiado
con sus tesoros en Antioquia, fue cobardemente despojado y muerto.
L. Su aversión a sus parientes se manifestó en primer lugar contra su hermano
Druso, al mostrar una carta de éste en que se hablaba de obligar a Augusto a
restablecer la libertad; su odio extendióse muy pronto a todos los demás. Estuvo
tan lejos de tener para con su esposa Julia, que continuaba desterrada, las
mínimas atenciones que impone la humanidad, que le prohibió salir de su casa y
ver a nadie, a pesar de que Augusto le había dado toda una ciudad por prisión;
hasta el peculio cuyo goce le dejaba su padre y la pensión anual que le añadía,
se los retiró, con el pretexto del respeto debido a las leyes comunes y por no
decir nada acerca de esto el testamento de Augusto. Se le hizo odiosa su madre
Livia, creyéndola rival que aspiraba a participar de su poder. Procuró verla lo
menos posible, y ya no tuvo con ella largas y secretas conversaciones, temiendo
que se creyera que se dejaba influir por sus consejos, a los que, sin embargo,
había recurrido algunas veces, y de los que usaba en ciertas ocasiones. Le
pareció muy mal que se propusiera en el Senado agregar a sus títulos y a su
nombre de hijo de Augusto el de hijo de Livia. No permitió nunca que se la
llamase madre de la Patria, ni que en público recibiese ningún honor
extraordinario. Le advirtió, incluso, con mucha frecuencia, que no se mezclase
en asuntos importantes, que no convengan a las mujeres, sobre todo, desde que en
un incendio, cerca del templo de Vesta, la vio intervenir en medio del pueblo y
de los soldados y apresurar los auxilios lo mismo que cuando vivía su marido.
LI. Muy pronto se separó completamente de ella, y según se dice, por la
siguiente causa: Livia le rogaba continuamente que inscribiese en las decurias a
un hombre que había sido honrado ya con el derecho de ciudadanía; le dijo él, al
fin, que consentiría en ello a condición de añadir en el cuadro de la orden, que
tal favor se lo había arrancado su madre. Ofendida Livia, fue a buscar en el
santuario consagrado a Augusto las antiguas cartas de este príncipe en que
hablaba sin rebozo del carácter duro y tiránico de Tiberio, y volvió en seguida
a leérselas. Fue tanta su indignación de que hubiesen conservado aquellas cartas
y de que se las presentase su indignada madre, que ésta fue según algunos
escritores una de las causas principales de su retirada a Capri. En los tres
años que vivió todavía Livia después de su marcha de Roma sólo la vio una vez y
no más que algunas horas. Después no se digno visitarla ni siquiera cuando
estuvo enferma y después de su muerte se hizo esperar muchos días para los
funerales a los que había prometido asistir de suerte que el cuerpo estaba ya en
putrefacción cuando lo colocaron en la pira. Se opuso a que se le decretaran los
honores divinos con el pretexto de que ella misma lo había prohibido; declaró
nulo su testamento y consumó en poco tiempo la ruina de todos sus amigos y
protegidos y principalmente de aquellos a quienes ella, al morir, había
encargado el cuidado de sus funerales; hasta uno de ellos, perteneciendo al
orden ecuestre, fue condenado al trabajo infamante de las bombas.
LII. Nunca sintió amor de padre ni por su propio hijo Druso, ni por Germánico,
su hijo adoptivo. Odiaba en Druso su carácter blando y la molicie de su vida; no
se mostró por ello sensible a su muerte, y apenas terminados los funerales, se
dedicó a sus acostumbradas ocupaciones y mandó abrir los tribunales. Habiendo
llegado algo tarde los enviados de Troya a darle el pésame por esta pérdida, les
dijo burlandose, y como quien solamente conserva un vago recuerdo, que él
también se lo daba por la muerte de un ciudadano tan excelente como Héctor.
Celoso de Germánico, procuraba rebajar como inútiles sus actos más hermosos, y
lamentar como funestas para el Imperio sus victorias más gloriosas. Quejóse en
el Senado de que Germánico se hubiese trasladado sin orden suya a Alejandría,
donde se había declarado de pronto un hambre espantosa. Se cree, incluso, que se
sirvió de Cn. Pisón, su legado en Siria, para hacerle perecer, y que acusado
luego del crimen, declaró que habría mostrado órdenes de Tiberio si no se las
hubiesen substraído secretamente. Por ello se escribió en muchos parajes y
gritaban de noche: Devuélvenos a Germánico. El propio Tiberio confirmó estas
sospechas, persiguiendo cruelmente a la viuda e hijos de aquel héroe.
LIII. A su nuera Agripina, que se le quejo con alguna libertad después de la
muerte de su marido, la cogió del brazo, y citando un verso griego, le dijo: si
no oprimes, hija mía, te crees oprimida. Desde entonces ya no se digno hablarle;
y más adelante, fundándose en que se había negado un día en su mesa a probar
unas frutas que le ofreció, cesó de invitarla a sus comidas, con el pretexto de
que le creía capaz de envenenarla. Todo esto estaba, sin embargo, convenido de
antemano, sabiendo él que al ofrecerle aquellas frutas recibiría la negativa,
porque había hecho advertirle que tuviese cuidado porque intentaban envenenarla.
Por último la acusó de querer refugiarse al pie de la estatua de Augusto o entre
los ejércitos, y la desterró a la isla Pandataria, haciéndola azotar por un
centurión, que le hizo saltar un ojo. Habiendo decidido ella dejarse morir de
hambre, mandó que le abriesen por fuerza la boca para introducirle los
alimentos; pero persistió ella en su designio, acabando por sucumbir. Afeó su
memoria con las peores imputaciones, y quiso que se incluyese entre los nefastos
el día de su nacimiento. Pretendió, incluso, haberle favorecido no ordenando
estrangularla y arrojarla luego a las Gemonias; y consintió que se le elogiase
por tal clemencia en un decreto de acción de gracias que consagraba al mismo
tiempo una ofrenda de oro a Júpiter Capitolino.
LIV. Tenía de Germánico tres nietos, Nerón, Druso y Cayo; de Druso, uno solo,
llamado Tiberio. Tras la muerte de sus hijos, recomendó a los senadores los dos
mayores de Germánico, Nerón y Druso, y celebró, con un congiario dado al pueblo,
su ingreso en la carrera de las armas. Pero cuando supo que al empezar el año se
habían hecho también por la salud de éstos votos solemnes, dijo, quejándose al
Senado, que tales honores sólo debían concederse a dilatados servicios y a la
edad madura, dejando ver así el fondo de su alma y exponiendo a los jóvenes a
las acusaciones de todos los delatores, pues ya no hubo lazo que no les
tendiesen para empujarlos al ultraje y por el ultraje a la muerte. El propio
Tiberio los acusó en cartas, en las que acumulaba las más acerbas censuras; los
hizo declarar enemigos públicos y morir de hambre, a Nerón en la isla Pontia, y
a Druso en los subterráneos del palacio. Dícese que el primero decidióse a ello
al ver al verdugo presentarse a él como por orden del Senado, y colocarle
delante la cuerda y los garfios, instrumentos de su suplicio. En cuanto a Druso,
tan rigurosamente se le privó de alimento, que intentó incluso devorar la lana
de su colchón; los restos de los dos desgraciados príncipes fueron dispersados
de tal suerte que difícilmente pudieran encontrarlos.
LV. Habíase asociado Tiberio, además de sus viejos amigos y familiares, a veinte
de los principales ciudadanos de Roma a titulo de consejeros para los asuntos de
Estado. Exceptuando a dos o tres, a todos los hizo perecer con diferentes
pretextos, entre ellos a Elio Seyano, que arrastró a su ruina a considerable
número de personas, y al que había elevado al más alto grado de poder, no tanto
por amistad como para tener un cómplice cuya política artificiosa le librase de
los hijos de Germánico y asegurase el imperio al de Druso, su nieto según la
naturaleza.
LVI. No se mostró más moderado con los retóricos griegos, que vivían como
huéspedes suyos y cuya conversación le era muy agradable. Cierto día preguntó a
un tal Zenón, que afectaba un lenguaje muy rebuscado, qué dialéctica tan
desagradable era la que usaba; y habiéndole contestado que la dórica, le
desterró a la isla Cinaria, porque creyó ver en aquella respuesta una alusión
ofensiva a su antigua permanencia en Rodas, donde se hablaba el dórico.
Acostumbraba suscitar en la mesa cuestiones sacadas de sus lecturas de la
jornada; y enterado de que el gramático Seleuco preguntaba diariamente a sus
esclavos qué libro había leído, para acudir así preparado, comenzó por alejarse
de su persona, y poco después le hizo morir.
LVII. Desde su infancia reveló un carácter feroz y disimulado. Dícese que el
primero que lo adivinó fue su maestro de retórica Teodoro de Gadarea,
definiéndolo exactamente al decir de él en enérgico lenguaje, que había barro
diluido en su sangre. Pero este carácter fue el que principalmente se manifestó
en el emperador y hasta en el principio de su reinado, cuando procuraba aún
ganarse el favor del pueblo con apariencias de moderación. Un bromista, al ver
pasar un cortejo fúnebre, encargó en alta voz al muerto que dijese a Augusto que
todavía no habían pagado los legados que hizo al pueblo romano. Tiberio mandó
prenderlo, le pagó lo que se le debía, y lo mandó al suplicio, recomendándole
que dijese a Augusto la verdad. Poco tiempo después, un caballero romano,
llamado Pompeyo, por haber combatido en el Senado el parecer de Tiberio, se vio
amenazado por él con la prisión y con hacerle cambiar el nombre de Pompeyo con
el de Pompeyano, acerva alusión al cruel destierro de los partidarios vencidos
de esta familia.
LVIII. Por el mismo tiempo, habiéndole interrogado un pretor sobre si quería que
se persiguiesen los delitos de lesa majestad, le contestó él que era preciso
cumplir las leyes; y, en efecto, las cumplió con barbarie. Un ciudadano había
quitado la cabeza a una estatua de Augusto para colocar otra en su lugar; se
trató el asunto en el Senado, y como no pudo probarse el hecho sometieron al
acusado al tormento de acusación al punto de convertir en crimen capital haber
azotado a un esclavo o cambiado de vestido delante de la estatua de Augusto;
haber estado en las letrinas o en paraje de desorden con un retrato de Augusto
grabado en un anillo o en una moneda (78); haberse atrevido a censurar una
palabra o un acto de Augusto. Un ciudadano fue condenado, en fin, a la muerte
por haber consentido que le tributasen, honores en su provincia en el mismo día
en que se los rindieron en otro tiempo a Augusto.
LIX. Aparte de estos actos de crueldad gratuita, cometió diariamente otros
espantosos con el pretexto de administrar justicia y corregir las costumbres,
pero, en realidad, para satisfacer su inclinación perversa. Por esta causa
circularon muy pronto versos atribuyéndole los males presentes y señalándole
como culpable de los futuros:
Aper et immitis, breviter vis omnia dicam?
Dispeream, si te mater amare potest.
Non es eques. Quare? non sunt tibi millia centum:
Omnia si quoeras, et Rhodos exsiliun est.
Aurea mutasti Saturti secura Cesar:
Incolumi nam te ferrea semper erunt.
Fastidit vinum, quia jam sitit iste cruorem:
Tam bibit hunc avide, quam bibit ante merum.
Aspice felicem sibi, non tibi, Romule, Sullan:
Et Marium, si vis, aspice, sed reducem:
Neo non Antonio, civilia bella moventis,
Nec semel infectas aspice coede manus:
Et dic, Roma perit; regnabit sanguine multo.
Ad regnum quisquis Cenit ab exsilio (79).
Al principio quiso Tiberio que se considerasen tales versos como obra de algunos
descontentos, porque las reformas iban contra sus vicios, y como expresión de
ciega cólera, más bien que de razonada opinión; y decía frecuentemente: que me
odien con tal de que me respeten, pero no tardó en demostrar cuán fundadas y
verdaderas eran aquellas acusaciones
LX. Pocos días después de su llegada a Capri, se le acercó de pronto un pescador
en un momento en que estaba solo, presentándole un barbo de un enorme tamaño.
Asustado Tiberio al ver a aquel hombre, que había llegado hasta él escalando el
escarpado que rodea la isla, le hizo frotar la cara con su pescado. En medio del
suplicio, el pescador se felicitó de no haber presentado también una enorme
langosta que había cogido; Tiberio mandó traerla e hizo que le rasgasen también
con ella la cara. Castigó con la muerte a un soldado pretoriano por haber robado
un pavo real en una huerta. Durante un viaje, habiéndose enredado en unos
matorrales la litera en que le llevaban, se lanzó sobre el centurión de la
cohorte encargado de explorar el camino, lo echó al suelo y casi lo mató a
golpes.
LXI. Ya roto todo freno, agotó todos los géneros de crueldad. Nunca le faltaron
víctimas; persiguió uno tras otro a los amigos de su madre, de sus nietos, de su
nuera, de secano y hasta a sus simples conocidos. Desde la muerte de Seyano se
mostró, sin embargo, más cruel, lo cual hizo conocer que el papel de éste
consistía menos en excitarle al crimen que en proporcionarle ocasiones y
pretextos. No obstante, en las compendiosas Memorias que escribió sobre su vida,
osó decir: que castigó a Seyano como perseguidor de los hijos de su hijo
Germánico; pero Secano le había ya infundido sospechas cuando hizo perecer a
uno, y había ya muerto cuando mató al otro. Sería prolijo referir en detalle
todas estas atrocidades, y me limitaré a dar sólo una idea general con algunos
ejemplos. No pasó un solo día que no quedase señalado con ejecuciones, sin
exceptuar los que la religión ha consagrado, y ni siquiera el primero del año.
Envolvía en la misma condena a la esposa e hijos de los acusados, y a sus
parientes les estaba prohibido llorarlos. Se daba fuertes recompensas a los
acusadores, y algunas veces hasta a los testigos. Se creía bajo su palabra a los
delatores, y toda acusación acarreaba fatalmente la muerte; una simple palabra
podía constituir un crimen. Acusóse a un poeta de haber injuriado a Agamenón en
una tragedia, y a un historiador de haber llamado a Bruto y Casio los últimos de
los romanos. Estos escritores fueron castigados y destruidos sus escritos,
aunque los habían publicado muchos años antes con la aprobación de Augusto, que
había escuchado su lectura. Entre las encarcelados los hubo a quienes se negó
hasta el consuelo del estudio y también el alivio de conversar reunidos. Seguros
de la condena, muchos de los llamados por la justicia suicidáronse para evitar
los tormentos y la ignominia; otros se envenenaron en pleno Senado; se vendaba,
sin embargo, a los heridos y se los llevaba moribundos y palpitantes a las
prisiones públicas. Ni un solo condenado se libró de ser arrastrado con ganchos
y arrojado después a las Gemonias. Se contaron hasta veinte en un día, y entre
ellos mujeres y niños. Como una costumbre antigua prohibía estrangular a las
vírgenes, el verdugo las violaba primeramente y las ahorcaba en seguida. Se
obligaba a vivir a los que querían morir, pues consideraba la muerte como pena
tan ligera, que habiendo muerto un acusado llamado Carnulio, ya prevenida su
ejecución, dijo cuando lo supo: Ese Carnulio se me ha escapado. Un cierto día en
que visitaba los calabozos contestó a un sentenciado que le suplicaba acelerase
su suplicio: Ignoro que nos hagamos reconciliado. Un consular refiere en sus
anales que en un festín, a que asistía él mismo, un enano que estaba frente a la
mesa con otros bufones, preguntó de repente en voz alta a Tiberio, después de
decir varias agudezas, por qué vivía tanto tiempo Paconio acusado de lesa
majestad; que el príncipe reprimió en el acto la libertad de su lengua, pero a
los pocos días escribió al Senado para que resolviese sin demora la pena que
debía imponerse a Paconio.
LXII. Su crueldad no conoció freno ni límites cuando supo finalmente que su hijo
Druso, a quien creía muerto a consecuencia de una enfermedad producida por su
intemperancia, había sido envenenado por su esposa Lavila y por Seyano.
Multiplicó entonces sin piedad contra todos indistintamente las torturas y los
suplicios, y durante días enteros le absorbió completamente este proceso; hasta
tal punto fue así, que habiendo llegado a Roma uno de Rodas, huésped suyo,
llamado por cartas amistosas de Tiberio, cuando le anunciaron su visita, mandó
en seguida darle tormento, persuadido de que acababan de traerle alguno de los
condenados a la tortura. Cuando se descubrió el error, le hizo matar para
acallar los rumores. Todavía se enseña en Capri el lugar de las ejecuciones; es
una roca escarpada desde la cual, en presencia suya y a una señal dada por él,
arrojaban al mar a los sentenciados después de haberles hecho sufrir tormentos
prolongados e inauditos. Abajo los esperaban marineros que golpeaban los cuerpos
con sus remos por si acaso quedaba en ellos un soplo de vida. Entre otras
horribles invenciones había imaginado hacer beber a algunos convidados, a fuerza
de pérfidas instancias, gran cantidad de vino, y en seguida les hacía atar el
miembro viril, para que sufriesen a la vez el dolor de la atadura y la viva
necesidad de orinar. Si no se le hubiese adelantado la muerte, y si Trasilo,
previendo, según dicen, este acontecimiento no le hubiera decidido con
esperanzas de larga vida a aplazar algunas de sus venganzas, hubiera hecho
perecer muchas personas más, y no habría, sin duda, perdonado a ninguno de sus
otros nietos. Cayo le era sospechoso, Y el joven Tiberio, como hijo adulterino,
sólo le inspiraba desprecio. Hace verosímil esta opinión el haberle oído
frecuentemente envidiar a Príamo la felicidad de haber sobrevivido a todos los
suyos.
LXIII. Existen muchas pruebas de que en medio de tantos horrores fue odiado y
execrado universalmente, y también de que le persiguieron los terrores del
crimen y los ultrajes de algunos hombres. Prohibió consultar en secreto y sin
testigos a los arúspices. Intentó suprimir los oráculos que había en las
inmediaciones de Roma; pero renunció a ello aterrado por un prodigio que
protegió los vaticinios de Prenesto, pues, a pesar de haberlos llevado sellados
a Roma, no los encontraron en el cofre en que los habían encerrado, no
reapareciendo hasta que el cofre quedó colocado en el templo. Ocurrióle nombrar
consulares para el gobierno de algunas provincias y no atreverse a enviarlos a
ellas; reteníalos a su lado y al cabo de algunos años, estando ellos presentes,
nombrábales sucesores. Pero como les dejaba en Roma el título de su cargo, les
remitía algunos asuntos, que éstos hacían resolver a sus coadjutores y legados.
LXIV. A su nuera y nietos, después de haberlos condenado, nunca los hizo cambiar
de residencia, sino encadenados y en litera bien cerrada, con guardia que
impedía a los viajeros y transeúntes mirar o detenerse.
LXV. Cuando resolvió perder a Seyano, que conspiraba contra él y cuyo poder
estaba tan cimentado que se celebraba públicamente el día de su nacimiento,
venerando incluso sus doradas estatuas, utilizó la astucia y la sutileza más
bien que la autoridad del poder. En primer lugar, para alejarle de él con
honroso pretexto, le tomó por colega en su quinto consulado, que, aunque ausente
y a largo intervalo del anterior, solicitó con este objeto; le lisonjeó,
después, con la esperanza de una unión de familia y con el poder tribunicio, y
de pronto acusole ante el Senado, en una vil y miserable peroración, dirigiendo
a los senadores, entre otras súplicas, la de que le enviasen uno de los cónsules
con encargo de conducir a su presencia, con escolta militar, al viejo emperador,
a quien todos abandonaban. No bastaron, sin embargo, estas precauciones para
tranquilizarle; temiendo turbulencias, ordenó que en caso de alarma pusiesen en
libertad a su nieto Druso, que continuaba preso en Roma, y le diesen el mando de
las fuerzas militares. Tenia también naves preparadas para refugiarse en alguno
de los ejércitos, y esperaba en lo alto de una roca las señales que había
mandado le hiciesen desde lo más lejos posible, con objeto de quedar prontamente
advertido de todo lo que ocurriese, y sin temor a que pudiesen interceptar los
mensajes. Una vez sofocada la conjuración de Seyano, no se mostró por ello más
tranquilo ni más confiado, y durante los nueve meses que siguieron permaneció
encerrado en su casa de campo, llamada casa de Júpiter.
LXVI. Uníase aún a sus inquietudes el disgusto de verse injuriado
constantemente, pues no había un sentenciado que no le execrase cara a cara o en
libelos que se encontraban en la orquesta. Mostrábase por esto, diversamente
afectado; unas veces la vergüenza le hacía desear que quedasen ignorados todos
los ultrajes; otras fingía despreciarlos y los repetía él mismo haciéndolos
públicos. Nada le molesto tanto como una carta de Artaban, rey de los partos,
que le censuraba sus asesinatos, su cobardía, sus desórdenes y le exhortaba a
dar satisfacción cuanto antes, por medio del suicidio, al justo e implacable
odio de sus conciudadanos.
LXVII. Hecho odioso, en fin, a sí mismo, reveló su miserable estado hasta en una
carta dirigida al Senado, y que empezaba así: ¿Qué os escribiré, padres
conscriptos, o cómo debo escribiros, o qué no os escribiré en la situación en
que me encuentro? Si lo sé, que los dioses y diosas me hayan perecer con muerte
más miserable de la que me siento morir todos los días. No falta quien cree que
el conocimiento que poseía del porvenir le había revelado su suerte, y que sabía
muy de antemano cuánta infamia y amargura le aguardaban en aquella época. En
previsión de esto, se asegura que al tomar posesión del Imperio, rehusó con
obstinación el título de PADRE DE LA PATRIA y el privilegio de que se jurase por
sus actos, temiendo que tan grandes honores, de los que sería muy pronto
indigno, hiciesen destacar más y más su envilecimiento. Esto, al menos, es lo
que puede deducirse del discurso que pronunció en aquella circunstancia, cuando
dijo: que siempre seria semejante a si mismo y no cambiaria sus costumbres
mientras conservarse la razón; pero que el Senado no debía dar el peligroso
ejemplo de jurar obediencia a los actos de quienquiera que fuese estando todos
sujetos a cambiar; o cuando añadió: si alguna vez llegáis a poner en duda la
pureza de mis costumbres y mi abnegación hacia vosotros (¡ojalá llegue mi último
día antes que tal desgracia!), ese nombre de PADRE DE LA PATRIA nada añadirá a
mi honor; y vosotros mereceréis la censura de habérmelo otorgado con ligereza o
de haber formado luego de mi opinión contraria a la primera.
LXVIII. Era grueso y robusto, y su estatura mayor que la ordinaria, ancho de
hombros y de pecho, apuesto y bien proporcionado. Tenía la mano izquierda más
robusta y ágil que la otra, y tan fuertes las articulaciones, que traspasaba con
el dedo una manzana, y de un capirote abría una herida en la cabeza de un niño y
hasta en la de un joven. Tenía la tez blanca, los cabellos, según costumbre de
su familia, los llevaba largos por detrás, cayéndole sobre el cuello; tenía el
rostro hermoso, pero sujeto a cubrirse súbitamente de granos; sus ojos eran
grandes, y cosa extraña, veía también de noche y en la obscuridad, aunque
durante poco tiempo y cuando acababa de dormir; después su vista se obscurecía
poco a poco. Marchaba con la cabeza inmóvil y baja, con aspecto triste y casi
siempre en silencio; no dirigía ni una palabra a los que le rodeaban, o si les
hablaba, cosa muy rara en él, era con lentitud y con blanda gesticulación de
dedos. Augusto, que había observado sus costumbres desagradables y arrogantes,
trató más de una vez de excusarlas ante el pueblo y el Senado como defectos
hijos de la naturaleza y no del carácter. Gozó de salud poco menos que
inalterable durante casi todo el tiempo de reinado, aunque desde la edad de
treinta años la dirigió a su antojo, sin ayuda ni consejo de ningún médico.
LXIX. Tenía tanto menos celo por los dioses y la religión, cuanto que se había
entregado a la astrología y había llegado a la persuasión de que todo lo dirigía
el Destino. Sin embargo, temía extraordinariamente a los truenos, y cuando había
tempestad, llevaba en la cabeza una corona de laurel, por tener tales hojas la
virtud de alejar el rayo.
LXX. Cultivó con ardor las letras griegas y latinas, y eligió por modelo, entre
los oradores de Roma, a Mesala Corvino, cuya laboriosa ancianidad había
despertado desde muy joven su admiración; pero obscurecía su estilo a fuerza de
afectación y por el empleo de formas extrañas; por esta causa, lo que
improvisaba valía algunas veces más que lo que había meditado. Compuso un poema
lírico titulado Lamentos sobre la muerte de L. César. Escribió, asimismo,
poesías griegas, en las que imitó a Euforión, Riano y Partenio, que eran sus
autores preferidos, y cuyas obras y retratos hizo colocar en las bibliotecas
públicas entre los de los escritores antiguos más ilustres; a causa de esto,
muchos eruditos le dirigieron comentarios sobre estos poemas. Mostró también por
la historia de la fábula un gusto que llegaba hasta el ridículo y lo absurdo.
Así, para experimentar el saber de los gramáticos, de los que, como ya hemos
dicho, formaba su sociedad habitual, les proponía cuestiones como está: ¿Quién
era la madre de Hécuba? ¿Cuál era el nombre de Aquiles entre las doncellas? ¿Qué
contaban ordinariamente las sirenas? El día en que por primera vez entró en el
Senado, después de la muerte de Augusto, para satisfacer a la vez la piedad
filial y la religión, creyó deber ofrecer, como hizo Minos tras la muerte de su
hizo, sacrificio de vino e incienso, pero sin tocar la flauta.
LXXI. Hablaba con facilidad la lengua griega, pero no la utilizaba en todas las
ocasiones, absteniéndose sobre todo de ella en el Senado, y habiendo empleado un
día la palabra monopolio, pidió perdón por haber pronunciado aquel vocablo de
origen extranjero. Otro día, cuando delante de él daban lectura a un decreto de
los senadores en el que se encontraba la palabra griega que significa
incrustaciones de oro, dijo que debía cambiarse aquel término extraño y que lo
reemplazasen con una perífrasis. A un soldado, a quien se pedía testimonio en
griego, le prohibió que contestase de otra manera que no fuera en latín.
LXXII. En todo el tiempo que duró su retiro, dos veces únicamente trató de
regresar a Roma. La primera llego en un trirreme hasta los jardines inmediatos a
la Naumaquia, no sin antes haber mandado colocar soldados en las dos orillas del
Tíber para contener a cuantos salieran a recibirle; la segunda llegó por la vía
Apia hasta siete millas de Roma; pero no hizo mas que mirar las murallas y se
volvió. Sábese que en esta ocasión le había asustado un prodigio, pero no se
sabe con claridad la causa que pudo obligarle a regresar en el primer viaje.
Tenía una serpiente de la especie de los dragones, que criaba con placer y
alimentaba con su mano; la encontró un día comida por las hormigas, y un augur
le advirtió entonces que temiese las fuerzas de la multitud. Volvió, por ello,
apresuradamente a Campania, prosiguiendo hasta Circeia. Allí y para que no se
sospechase su debilidad, asistió a los juegos militares y hasta disparó dardos a
un jabalí que habían soltado en la arena. Estos esfuerzos le produjeron dolores
de costado; se vio expuesto al aire estando sudoroso y volvió a caer
peligrosamente enfermo. No obstante, resistió algún tiempo aún y habiéndose
hecho llevar hasta Misena, nada suprimió de su ordinario género de vida, ni
siquiera los festines y demás placeres, bien por intemperancia, bien por
disimulo. Cierto día en que, levantado de la mesa se disponía a dejarla, el
médico Caricles le cogió la mano para besársela; creyó él que intentaba
examinarle el pulso, y le rogó que volviese a sentarse prolongando la comida. Ni
siquiera se abstuvo aquel día de su costumbre de permanecer en pie después de la
comida en medio del comedor, con un lictor a su lado, para recibir la despedida
de los convidados y despedirse él mismo.
LXXIII. Mientras tanto, habiendo leído en las actas del Senado que habían
declarado absueltos, sin oírlos siquiera, a muchos acusados sobre los cuales se
había limitado a escribir que los había nombrado un denunciante, pensó,
temblando de temor, que se despreciaba su autoridad y quiso volver a Capri,
fuese como fuese, no atreviendose a emprender nada sino al abrigo de sus rocas.
Detenido, sin embargo, por vientos contrarios y por los progresos de la
enfermedad, se detuvo en una casa de campo de Lúculo, muriendo en ella a los
setenta y ocho años de edad, y veintitrés de su imperio, el 17 de las calendas
de abril (80), bajo el consulado de Cn. Acerronio Próculo y de C. Poncio Nigrino.
Hay quien creen, que Calígula le había dado un veneno lento; otros, que le
impidieron comer en un momento en que le había abandonado la calentura; y
algunos, en fin, que le ahogaron debajo de un colchón porque, recobrado el
conocimiento, reclamaba su anillo que le habían quitado durante su desmayo.
Séneca ha escrito que, sintiendo cercano su fin, se había quitado el anillo como
para darlo a alguien; que después de tenerlo algunos instantes, se lo había
puesto otra vez en el dedo, permaneciendo largo rato sin moverse, con la mano
izquierda fuertemente cerrada; que de pronto había llamado a sus esclavos, y
que, no habiéndole contestado nadie, se levanto precipitadamente, pero que
faltándole las fuerzas, cayó muerto junto a su lecho.
LXXIV. En el ultimo aniversario de su nacimiento vio en sueños a Apolo Temenites,
cuya colosal y admirable estatua había hecho traer de Siracusa, para colocarla
en la biblioteca de un templo nuevo, y el cual le dijo que no seria él quien la
consagrara Pocos días antes de su muerte, un terremoto abatió en Capri la torre
del faro; en Misena, cenizas calientes y carbones que habían llevado para
calentar el comedor, y que se habían extinguido y enfriado, se encendieron de
pronto por la tarde y ardieron hasta muy entrada la noche.
LXXV. La noticia de su muerte despertó en Roma tan grande alegría, que todos
corrían por las calles, gritando unos: Tiberio al Tíber, y pidiendo otros a la
madre Tierra y a los dioses Manes que sólo entre los impíos concediesen lugar al
muerto; otros amenazaban, en fin, al cadáver con el garfio de las Gemonias. A la
evocación de sus antiguas atrocidades se unían aún el horror de una crueldad
reciente. Un senadoconsulto había establecido que el suplicio de los condenados
se diferiera siempre hasta el décimo día; había algunos desgraciados que debían
ser ejecutados precisamente el día en que se supo la muerte de Tiberio, e
imploraban la compasión pública. Como no había, sin embargo, nadie a quien
dirigirse, estando todavía ausente Cayo, los guardias, temiendo faltar a lo
ordenado, los estrangularon y arrojaron a las Gemonias. Esto acreció el odio
contra el tirano, cuya barbarie se hacia sentir aún después de su muerte. Cuando
trasladaron su cuerpo de Misena, la mayor parte de los habitantes gritaron que
era necesario quemarle en el anfiteatro de Atela (81); pero los soldados le
llevaron a Roma y una vez allí lo quemaron con las ceremonias habituales.
LXXVI. Dos años antes de su muerte había hecho testamento y existen de él dos
ejemplares; uno de su puño y letra, el otro escrito por un liberto, pero los dos
perfectamente idénticos y firmados con nombres muy obscuros. Instituía
herederos, por parte iguales, a sus nietos Cayo y Tiberio, que lo eran el
primero por Germánico y el segundo por Druso, y los substituta el uno al otro.
Dejaba también legados a muchas personas, entre otras a las vestales, a todos
los soldados, al pueblo romano y a los inspectores de los barrios.
Este texto clásico es de libre circulación.
Suetonio las vidas de los 12 césares