I. Nació Domiciano el 9 de las calendas de noviembre (23
de Octubre); su padre había sido designado cónsul y había de
entrar en funciones al mes siguiente. El nacimiento acaeció en la sexta región
de Roma, cerca del punto llamado la Granada, en una casa convertida más adelante
por él en templo de la familia Flavia. Se afirma que pasó su infancia y su
primera juventud en la indigencia y en la infamia; no tenía siquiera un vaso de
plata y es sabido que el prestamista Clodio Polión, contra el que tenemos un
poema de Nerón, intitulado El Tuerto, había conservado y exhibía muchas veces
una carta de Domiciano en la que éste le ofrecía una noche. Afirmase también que
tuvo el mismo comercio obsceno con Nerva, su inmediato sucesor. Durante la
guerra de Vitelio se había encerrado en el Capitolio con su tío Sabino y una
parte de las tropas, pero habiéndose apoderado el enemigo del templo y
habiéndole puesto fuego, refugiase él en casa de un guardián, donde pasó la
noche; por la mañana, disfrazado con el traje de los sacerdotes de Isis,
consiguió escapar, mezclándose con los ministros subalternos de esta vana
religión. Se retiró al otro lado del Tíber, acompañado de una sola persona, a
casa de la madre de un condiscípulo suyo, hallando en ella tan excelente
refugio, que los emisarios que seguían sus huellas no pudieron encontrarle.
Salió finalmente después de la victoria, siendo saludado cesar; se le honró
incluso con la dignidad de pretor de Roma con autoridad consular, pero sólo
conservó el título y transmitió la autoridad al primero de sus colegas,
mostrando, por el abuso que hizo del poder, lo que había de ser algún día. Fuera
largo enumerar todas sus bajezas. Sedujo, en primer lugar, a las esposas de gran
número de ciudadanos, robó y tomó en matrimonio a Domicia Longina, que estaba
casada con Elio Lamia; distribuyó en un solo día más de veinte oficios para la
ciudad y para las provincias, diciendo Vespasiano con este motivo, que se
extrañaba de que su hijo no le nombrase también sucesor.
II. Emprendió sin necesidad una expedición a la Galia y la Germania, desoyendo
los consejos de los amigos de su padre, con el único objeto de emular las
hazañas y la consideración de su hermano. Vespasiano le reprendió con dureza, y
a fin de que no olvidara en adelante su edad y condición, le obligó a vivir con
él. Siempre que el emperador se presentaba en público con Tito, Domiciano seguía
en litera la silla curul, y el día en que se celebró su triunfo sobre la Judea
los acompañó montado en un caballo blanco. De sus seis consulados únicamente uno
fue regular, y su hermano fue quien se lo cedió y solicitó para él. Domiciano
supo fingir entonces gran moderación, y sobre todo viva afición a la poesía, de
la que no había hecho nunca el menor caso y por la que mostró más adelante
profundo desprecio; entonces llegó, sin embargo, incluso a leer versos
compuestos por él. Cuando Vologesio, rey de los partos, pidió un refuerzo
mandado por un hijo de Vespasiano, para luchar contra los alanos, Domiciano hizo
cuanto pudo para ser elegido, y habiendo resultado vanos sus esfuerzos, trató de
incitar con dones y promesas a los otros reyes de Oriente para que hiciesen
igual petición. Tras la muerte de su padre vaciló algún tiempo sobre si
ofrecería a los soldados donativo doble del ordinario, con el fin de
sublevarlos, y no dudó hacer correr que Vespasiano le había dejado una parte del
Imperio, pero que habían falsificado su testamento. A partir de entonces, no
cesó de conspirar en secreto y hasta abiertamente contra su hermano. Cuando le
vio gravemente enfermo ordenó sin esperar a que expirase, que le abandonaran
como si estuviese muerto (192). Tributó sólo a su memoria los honores de la
apoteosis y hasta algunas veces le censuró indirectamente en sus edictos y
discursos.
III. Al comienzo de su reinado se encerraba solo todos los días durante horas
enteras para cazar moscas. a las que enristraba con un punzón muy agudo.
Semejante costumbre dio motivo a un chiste de Vibio Crispo, el cual, preguntado
un día si había alguien con el emperador: No, contestó, ni siquiera una mosca.
Repudió Domiciano a su esposa Domicia, que le había dado un hijo durante su
segundo consulado, y que al año siguiente había recibido de él el título de
Augusta, pero que estaba locamente enamorada del histrión Paris. No pudo, sin
embargo, soportar esta separación, y poco después volvió a llamarla, como
cediendo a las instancias del pueblo. Su conducta en el gobierno del Imperio fue
al comienzo muy desigual y mezclada de mal y de bien, pero poco a poco hasta sus
virtudes degeneraron en vicios; puede conjeturarse que las circunstancias
ayudaron también a desarrollar sus malas inclinaciones: la pobreza le hizo
codicioso, y el miedo, cruel.
IV. Dio a menudo en el Anfiteatro y en el Circo espectáculos tan dispendiosos
como magníficos. En el Circo, además de las carreras acostumbradas de bigas y
cuadrigas (193), dio un doble combate de caballería e infantería, y en el
Anfiteatro una batalla naval. Las cacerías de fieras y los combates de
gladiadores se verificaban de noche, a la luz de las antorchas, viéndose luchar
en la arena, no sólo a hombres, sino también a mujeres. Los cuestores habían
dejado caer en desuso desde hacía ya mucho la costumbre de dar combates de
gladiadores a su entrada en el cargo; Domiciano la restableció, asistió siempre
a tales espectáculos y permitió cada vez al pueblo pedir dos parejas de sus
propios gladiadores, que presentaba los últimos y vestidos con trajes dignos del
dueño del Imperio. Mientras duraban los juegos tenía constantemente a sus pies
un enano vestido de escarlata, cuya cabeza era de una prodigiosa pequeñez;
Domiciano hablaba continuamente con él, y algunas veces de cosas serias; un día
se le oyó, por ejemplo, preguntarle si sabia por que había dado en la última
promoción el gobierno del Egipto a Mecio Rufo. En un lago abierto cerca del
Tíber y rodeado de gradas, hizo representar batallas navales, en las que
combatieron flotas, por decirlo así, completas; y ni siquiera una fuerte lluvia
sobrevenida durante uno de estos espectáculos le impidió presenciarlo hasta el
fin (194). Celebró asimismo los juegos seculares, tomando por fecha los últimos
del reinado de Augusto, y no los de Claudio. El día de los dioses en el Circo,
decidió reducir a cinco las siete vueltas, a fin de facilitar la terminación de
las cien carreras de carros. Fundó en honor de Júpiter Capitolino un certamen
quinquenal de música, de carreras de caballos y de ejercicios gimnásticos, en
los que se distribuían más coronas que en nuestros días (195). Se disputaba,
asimismo, en ellos el premio de la prosa griega y latina; había, además, premio
para canto y arpa, otro para los coros de arpa y de canto, y otro, por último,
para arpa sola; y se vio, incluso, a doncellas disputarse en el estadio el
premio de la carrera. Domiciano presidió personalmente tales juegos, con calzado
militar, toga de púrpura a la griega y en la cabeza una corona de oro en la que
estaban grabadas las imágenes de Júpiter, Juno y Minerva, a su lado tenía al
gran pontífice de Júpiter y del colegio de los sacerdotes flavianos (196),
vestidos todos como él, pero llevando en sus coronas, además de las imágenes
citadas, el retrato del emperador. Celebraba todos los años en el monte Albano
las fiestas de Minerva, divinidad para la cual había establecido un colegio de
sacerdotes. Entre éstos, designaba la suerte al pontífice, estando obligados a
dar magníficos combates de fieras, juegos escénicos y premios de elocuencia y
poesía. Distribuyó tres veces al pueblo congiarios de trescientos sestercios por
individuo; y durante las cestas de su cuestura le hizo servir un festín de los
más espléndidos. En la fiesta de las Siete Colinas hizo distribuir a los
senadores y caballeros raciones de pan y al pueblo canastillos llenos de
viandas, de las que empezó a comer el primero. Al siguiente día hizo arrojar
entre los espectadores regalos de toda clase; como la mayor parte de aquellos
obsequios cayeron en los bancos del pueblo, señaló otros cincuenta lotes para
cada banco de senadores y caballeros.
V. Restauró gran número de hermosos edificios que habían sido destruidos por las
llamas; entre otros, el Capitolio, que se había incendiado otra vez, pero
siempre inscribiendo su nombre, y sin hacer mención del antiguo fundador.
Construyó sobre el Capitolio un templo nuevo, dedicado a Júpiter Custodio. Se le
debe también el Foro que lleva hoy el nombre de Nerva, el templo de la familia
Flavia, un estadio, un teatro lírico, y, por último, una naumaquia, cuyas
piedras sirvieron más adelante para la restauración del Circo Máximo, del que se
habían consumido dos costados.
VI. En cuanto a sus expediciones militares, unas las emprendió espontáneamente,
como la que decidió contra los catos; otras por necesidad, como la de los
sármatas, que habían degollado a toda una legión con su jefe. Así fueron también
sus dos campañas contra los dacios: la primera para vengar la derrota del
consular Opio Sabino; la segunda para vengar la de Cornelio Fusco, prefecto de
las cohortes pretorianas, a quien había investido del mando en jefe. Después de
varios combates, ni favorables ni adversos, contra los catos y los dacios,
festejó un doble triunfo; pero tras su victoria sobre los sármatas contentase
con ofrendar una corona de laurel a Júpiter Capitolino. Dio fin, sin salir de
Roma y con singular fortuna, a la guerra civil suscitada por L. Antonio,
gobernador de la Alta Germania; en efecto, en el momento mismo del combate, los
témpanos del Rin, arrastrados por el deshielo, impidieron a las tropas de los
bárbaros que se uniesen a las de Antonio. Los presagios de esta victoria
precedieron en Roma a la noticia, pues el mismo día de la batalla un águila
gigantesca rodeó con sus alas la estatua del emperador, lanzando alegres
chillidos, y pocos instantes después tomó tal consistencia el rumor de la muerte
de Antonio, que muchos aseguraban incluso haber visto pasear su cabeza.
VII. Introdujo muchos cambios en las costumbres establecidas; suprimió la de las
sportulas públicas y restableció la de las comidas regulares. Añadió dos
partidos a los cuatro del Circo, y los distinguió con trajes de púrpura y oro.
Prohibió la escena a los histriones y sólo les permitió representar en casas
particulares. Prohibió castrar a los hombres y disminuyó el precio de los
eunucos que estaban aún en venta en las casas de los mercaderes. Habiendo
observado en el mismo año gran abundancia de vino y mucha escasez de trigo.
dedujo de ello que la preferencia otorgada a las viñas hacía olvidar los
trigales; prohibió entonces plantar nuevas viñas en Italia y dejar subsistir en
las provincias más de la mitad de las antiguas (197); pero abandonó la ejecución
de esté edicto. Hizo comunes a los hijos de los libertos y a los caballeros
romanos algunos de las cargos más importantes del Estado. Prohibió la reunión en
un mismo campamento de muchas legiones y recibir en la caja de depósitos
militares más de mil sestercios por soldado, por creer que L. Antonio, que había
aprovechado para sublevarse contra él la reunión de dos legiones en los magno
cuarteles de invierno, tuvo también en cuenta la importancia de este depósito.
Concedió, finalmente a los soldados un cuarto término de paga de tres áureos
(198).
VIII. Desplegó en la administración de la justicia gran celo y diligencia, y
algunas veces hasta concedió en su tribunal del Foro audiencias extraordinarias.
Dejó sin efecto las sentencias de los centunviros dictadas por favor. Exhortó, a
menudo a los jueces recuperadores a no acceder a liberaciones reclamadas sin
graves motivos (199). Tachó de infamia a los jueces corrompidos, así como a sus
consejeros (200). Supo también contener a los magistrados de Roma y a los
gobernadores de las provincias, que nunca fueron más desinteresados ni más
justos, pues que vemos a la mayor parte de ellos acusados después de él de los
peores delitos. Encargado de las funciones de la censura, abolió el uso abusivo
de sentarse indistintamente en el teatro en los bancos de los caballeros;
destruyó los libelos repartidos al público contra los ciudadanos principales;
expulsó del Senado a un antiguo cuestor que mostraba excesiva pasión por el arte
de la pantomima y del baile; prohibió a las mujeres deshonradas el uso de litera
y el derecho a recibir legados o herencias; eliminó de la lista de jueces a un
caballero romano que, después de repudiar a su esposa y llevarla ante los
tribunos como adúltera, la había recibido de nuevo; condenó, en virtud te la ley
Scantinia (201) a muchos ciudadanos de las dos órdenes; estableció castigos
diferentes, pero siempre severos, contra los incestos de las vestales, ante los
que su padre y su hermano habían cerrado los ojos. Estos castigos fueron primera
la muerte, y más adelante el suplicio ordenado por las leyes antiguas (202).
Permitió, sin embargo, a las hermanas Ocelata, y después de éstas a Varronila,
que eligieran el género de muerte, y limitóse a desterrar a sus seductores; pero
a la gran vestal Cornelia, que había sido absuelta en otra ocasión, acusada de
nuevo y convicta, la hizo enterrar viva y azotar a sus cómplices con varas hasta
hacerlos morir, en el Comicio, excepto a un antiguo pretor, contra el que no
existía otra prueba que una declaración incierta arrancada por la tortura, por
lo que fue sólo desterrado. Vigiló con especial cuidado que no se violase
impunemente el respeto debido a los dioses; hizo que los soldados destruyesen
una tumba que un liberto suyo había elevado a su hijo con piedras destinadas al
templo de Júpiter Capitolino y mandó arrojar al mar las cenizas y huesos que
había en ella.
IX. En sus primeros años experimentaba tal horror por la sangre, que recordando
cierto día, en ausencia de su padre, este verso de Virgilio:
Impia guam coesis gens est epulata juvencis (203).
quiso prohibir que se inmolaran bueyes. Ni antes de llegar al Imperio ni en los
primeros tiempos de su reinado, hizo sospechar en él ninguna inclinación a la
avaricia y avidez; antes, por el contrario, dio muchas pruebas de desinterés y
hasta de liberalidad. Colmaba de presentes a las personas de su comitiva y nada
les recomendaba con tanta insistencia como la aversión a la avaricia. No
aceptaba las herencias de los que tenían hijos, e incluso anuló un legado del
testamento de Rusco Cepión, consistente en cierta cantidad que el heredero debía
dar todos los años a cada senador a su entrada en el Senado. Declaró libres de
toda persecución judicial a los deudores cuyos nombres estaban inscritos en el
Tesoro desde más de cinco años, no permitiendo contra ellos la renovación sino
dentro del mismo año y aun esto con la condición que impuso al acusador de pena
de destierro en caso de perder la causa. Perdonó, por lo pasado, a los
escribientes de los cuestores que traficaban según su costumbre y contra la ley
Clodia. Dejó a los antiguos poseedores, como por derecho de prescripción, los
terrenos que no habían sido destinados tras el reparto efectuado a los
veteranos. Reprimió la furia de las persecuciones fiscales, señalando severas
penas para los acusadores, y se cita esta frase suya: El príncipe que no castiga
a los delatores, los alienta.
X. No perseveró, sin embargo, en su clemencia ni en su desinterés, antes por el
contrario, se inclinó rápidamente a la avaricia y a la crueldad. Hizo matar a un
discípulo del histrión Paris, que era muy joven aún y estaba entonces enfermo,
por la única razón de que se parecía a su maestro en la figura y el talento.
Hizo también perecer a Hermógenes Tarsense por algunas alusiones contenidas en
su historia, y los copistas que lo habían escrito fueron crucificados. A un
padre de familia, porque gritó en el espectáculo que un tracio podía luchar
contra un mirmilón, pero no contra el odio del que daba los juegos, ordenó que
le arrancasen de su sitio, que le arrastrasen a la arena, y le obligó a luchar
en ella contra dos perros, con un cartel que decía: Defensor de los tracios,
impío en sus palabras. Muchos senadores, alguno de los cuales habían sido
cónsules, como Civico Cerialis, procónsul en Asia, Salvidieno Orfito y Acilo
Glabrión, desterrados a la sazón, fueron condenados a muerte como conspiradores.
Otros muchos fueron muertos por leves pretextos; entre ellos Elio Lamia, por
antiguas bromas que, a pesar de ser perfectamente inocentes, le habían hecho
sospechoso; por haberle dicho, por ejemplo, después del rapto de su esposa, a
algunos que le alababan la belleza de su voz: Es el premio de mi continencia;
por haber contestado a Tito, que le exhortaba a tomar otra esposa: ¿Acaso
quieres casarte tú también?; dio también muerte a Salvio Coceyano por haber
celebrado el nacimiento del emperador Otón, tío suyo; a Mecio Pomposiano, por
haber nacido bajo una constelación que al decir de algunos, auguraba el Imperio,
porque llevaba a todas partes con él un mapa del mundo y los discursos de reyes
y grandes capitanes, extractados de Tito Livio, porque había, en fin, dado a
esclavos los nombres de Magón y Aníbal; a Salustio Lúculo, legado en la Bretaña,
por haber permitido que llamasen luculenas unas lanzas de forma nueva; a Junio
Rústico, por haber escrito el elogio de Peto Traseas y de Helvidio Prisco y
haberles llamado los más virtuosos de los hombres, delito que fue causa de que
Domiciano expulsase de Roma y de Italia a todos los filósofos. Hizo también
perecer a Helvidio hijo, con el pretexto de que en una representación intitulada
Paris y Oenone había censurado el divorcio del príncipe, y a Flavio, primo suyo,
porque el día de los comicios consulares el pregonero, después de elegido
Sabino, le proclamó, en vez de cónsul, emperador. Fue, sin embargo, mucho más
cruel después de su victoria sobre Antonio. Para descubrir, en efecto, los
cómplices secretos de su adversario, sometió a la mayor parte de los otros a un
nuevo género de tortura, consistente en hacerles quemar los órganos sexuales y
cortar las manos. Sólo a dos perdonó entre los más conocidos: a un tribuno del
orden de los senadores y a un centurión, los cuales alegaron, como prueba de su
inocencia, la infamia de sus costumbres, que había debido desposeerles de toda
influencia sobre el espíritu de su jefe y de los soldados.
XI. La crueldad no le bastaba, y gustaba aún de astucias y golpes repentinos.
Cierto día hizo acudir a su alcoba a un recaudador, obligóle a sentarse a su
lado en el mismo almohadón, lo despidió luego alegremente y sin inspirarle el
menor recelo, enviándole a su casa platos de su mesa, y a la mañana siguiente
mandó crucificarle. Había decidido la muerte del cónsul Arretino Clemente,
familiar y agente suyo, a pesar de lo cual, continuó tratándole tan bien o mejor
que de ordinario, hasta que un día, paseando con él en litera y viendo a su
delator, le dijo: ¿Quieres que oigamos mañana a ese mal esclavo? Jugaba
cruelmente con los sufrimientos de los hombres, y nunca pronunciaba una
sentencia de muerte sin un preámbulo en el que ensalzaba su clemencia, de suerte
que el indicio más seguro de trágico fin era la indulgencia del príncipe. Había
hecho conducir ante el Senado a algunos ciudadanos acusados del delito de lesa
majestad, diciendo que en aquella ocasión experimentaría el celo de la asamblea
por su persona, en vista de lo cual fueron condenados al suplicio que
determinaban las leyes antiguas. Asustado él mismo por la atrocidad del castigo,
quiso prevenir su mal efecto e intercedió por ellos en estos términos, pues no
es indiferente repetirlos: Permitid, padres conscriptos, que reclame de vuestro
afecto una cosa que bien sé ha de concedérseme difícilmente y es que los
condenados puedan elegir su género de muerte os liberaréis así de presenciar un
espantoso espectáculo, y todo el mundo comprenderá que asistía yo al Senado
XII. Arruinado por los enormes gastos de las construcciones que realizaba, por
los espectáculos y por el aumento de estipendio a los soldados, ideó entonces
para aliviar el Tesoro militar disminuir el número de éstos; vio que esta medida
le exponía a las invasiones de los bárbaros y entonces, sin aligerar las otras
cargas, no buscó ya mas que ocasiones de rapiña. Por todas partes se confiscaban
los bienes de vivos y muertos, cualquiera que fuese el delator, cualquiera que
fuese la acusación; bastaba ser acusado de la menor acción, de la palabra más
insignificante contra la majestad del príncipe. Confiscaba para él las herencias
que más extrañas le eran, con tal de que una persona, una sola asegurase haber
oído decir en vida al difunto que el cesar era su heredero. El impuesto que con
más rigor se perseguía era aquel de que se componía el Tesoro judaico; por todas
partes se denunciaban al Fisco a aquellos que, sin haber hecho profesión, vivían
en la religión judía, o que, ocultando su origen, no hacía efectivo el tributo
impuesto a su nación. Recuerdo haber visto en mi juventud a un recaudador
reconocer ante un crecido número de testigos a un anciano de noventa años, a
fin, de saber si estaba circuncidado. Domiciano mostró en su juventud gran
presunción, orgullo y mucha falta de moderación en su conducta y sus palabras. A
Cenis, la concubina de su padre, que a su regreso de Istria le ofreció el beso
de costumbre, él le tendió simplemente la mano. Parecíale muy mal que el yerno
de su hermano tuviese también criados vestidos de blanco, por lo cual exclamó en
griego: No es bueno que haya muchos amos.
XIII. Ascendido al trono, osó jactarse ante el Senado de haber dado el Imperio a
su padre y a su hermano, que no habían hecho otra cosa que devolvérselo. Cuando
después del divorcio recibió a su esposa, se sirvió, para decir que compartía su
lecho, de la expresión consagrada para la unión de los dioses. Cierto día en que
daba un festín al pueblo se mostró en gran manera complacido al oír que gritaban
en el Anfiteatro: Felicidades a nuestro señor y a nuestra señora. En los juegos
Capitolinos le fue solicitada por todo el concurso la rehabilitación de Palfurio
Sura (204), expulsado en otro tiempo del Senado y que acababa de obtener el
premio de la elocuencia; él ni siquiera se dignó contestar y mandó que callasen
por medio del heraldo. Llevó su arrogancia al extremo de dictar para el servicio
de sus intendentes una fórmula epistolar concebida en estos términos: Nuestro
amor y nuestro dios lo quiere y lo ordena. A partir de entonces fue regla
general no llamarle de otra manera cuando tuviesen que escribirle o hablarle. No
permitió que se elevasen en el Capitolio más que estatuas de oro o plata de
determinado peso. Hizo levantar en todos los barrios de Roma un número tal de
puertas monumentales y arcos de triunfo, con carros y trofeos militares, que
alguien escribió en griego en uno de aquellos monumentos: Basta. Fue cónsul
diecisiete veces, cosa hasta entonces sin ejemplo, y especialmente siete veces
seguidas, aunque casi siempre lo fue sólo de nombre. De todos sus consulados no
conservó ninguno más allá de las calendas de mayo, y muchos sólo hasta los idus
de enero. Después de sus dos triunfos, tomó el dictado de Germánico y llamó con
sus dos nombres, Germánico y Domiciano, los meses de septiembre y octubre: el
primero porque era la época de su ascensión al trono, el segundo por ser el mes
en que había nacido.
XIV. Odiado y temido por todos, sucumbió al fin bajo una conspiración de sus
amigos, de sus libertos íntimos y hasta de su esposa. Mucho tiempo antes le
habían asaltado presentimientos acerca del año y del día en que había de morir y
hasta sobre la hora y la clase de muerte. Desde su juventud le habían predicho
los caldeos todas las circunstancias; viéndole un día su padre rechazar en la
mesa un plato de setas, se burló de él en voz alta, diciéndole que más bien
debía temer al hierro, si conocía su destino. Inquieto y temeroso a todas horas,
por la menor sospecha experimentaba espantosos terrores, y el principal motivo
que le impidió hacer cumplir el edicto mandando talar las viñas, se afirma que
fue la lectura de cierto escrito difundido por Roma, en el que se leían estos
dos versos griegos: Aunque cortes todas las vides, no podrás impedir que haya
bastante vino para celebrar tu muerte. Al mismo temor se debió que rehusara un
honor extraordinario imaginado por el Senado, que le sabía ávido de este género
de distinciones; consistía este honor, según el decreto, en que cuantas veces
fuese cónsul, caballeros romanos designados por suerte le precederían, revestido
con la trabea y la lanza militar en la mano, entre los lictores y batidores.
A medida que se acercaba el momento del peligro, sentía Domiciano redoblar su
espanto. Hizo guarnecer la galería en que paseaba de esas piedras transparentes
llamadas phengitas, cuya superficie pulimentada, reflejando los objetos, le
permitía ver todo lo que pasaba a su espalda. Ordinariamente interrogaba a los
prisioneros solo y en secreto y hasta teniendo en las manos el extremo de sus
cadenas. Con objeto de demostrar a los que le servían que nunca debe atentarse
contra la vida del señor, ni siquiera con intención laudable, condenó a muerte a
su secretario Epafrodito, del que se decía haber ayudado a Nerón a darse la
muerte, cuando estaba el emperador abandonado ya de todo el mundo.
XV. En fin, apenas esperó que Flavio Clemente, su primo hermano saliese del
consulado, para hacerle perecer por la más fútil sospecha, a pesar de ser hombre
de notoria incapacidad, y a pesar de que había adoptado para sucesores a sus
hijos, todavía niños, obligándolos a dejar sus nombres con este propósito, dando
al uno el de Vespasiano y al otro el de Domiciano. Semejante crueldad contribuyó
en gran manera a acelerar su fin. Durante ocho meses consecutivos tronó con
tanta asiduidad en todos los puntos del Imperio, que, oyendo el fragor del rayo,
acabó por exclamar: ¡Pues bien, que hiera a quien desee! Cayeron rayos sobre el
Capitolio, sobre el templo de la familia Flavia; también sobre el palacio del
emperador, y hasta en su dormitorio. La tormenta arrancó, asimismo, la
inscripción de su estatua triunfal, arrojándola sobre una tumba próxima. El
árbol, que derribado por el viento, se alzó de nuevo al acercarse Vespasiano
antes de su advenimiento al trono, volvió a derrumbarse de pronto con estrépito.
La Fortuna de Prenesto a la que durante su reinado se recomendó al principio de
cada año y que siempre le había dado respuestas favorables, se las dio para el
último aterradoras y hasta habló de sangre. Soñó que Minerva, diosa a la que
había hecho objeto siempre de un culto especial, salía de su santuario,
diciéndole que no podía ya protegerle, porque Júpiter le había quitado las armas
de las manos. Nada le causó, sin embargo, tan profunda impresión como la
respuesta y la suerte del astrólogo Ascletarión, que había predicho la muerte
del emperador. Llamóle él, y no negando Ascletarión haber divulgado lo que su
arte le manifestaba, Domiciano le preguntó cuál sería el fin del mismo
astrólogo, a lo que contestó éste, que muy pronto le destrozarían los perros.
Domiciano mandó degollarle en el acto y para demostrar mejor cuán vanas eran sus
predicciones, ordenó que se le sepultara con el mayor cuidado. Cuando estaban
ejecutándolo sobrevino una tempestad que desbarató los preparativos fúnebres, y
unos perros aparecidos entonces destrozaron el cadáver medio quemado; el mismo
Latino, a quien la casualidad hizo testigo del suceso, lo refirió durante la
cena a Domiciano, entre las otras noticias del día.
XVI. La víspera de su muerte le sirvieron trufas y las mandó guardar para el día
siguiente, diciendo: si aún existo; luego, dirigiéndose a los que le rodeaban,
añadió, que al día siguiente la luna quedaría ensangrentada en el signo de
Acuario y que ocurriría un acontecimiento del que hablaría toda la tierra. A
medianoche le sobrecogió tal espanto, que saltó del lecho. A la mañana siguiente
oyó y condenó a muerte a un arúspice que le habían enviado de Germania, por
haber predicho, sobre la fe de un relámpago, una revolución en el Imperio. Ál
rascarse con demasiada fuerza una verruga que tenía en la frente, brotó sangre,
y él exclamó al verla: ¡Pluguiese al cielo que ésta fuese bastante!. Preguntó
entonces la hora, y en vez de la quinta, que temía, cuidaron de decirle la
sexta, por lo que mostró gran alegría, como si hubiese pasado el peligro; iba ya
a entrar en el baño cuando Partenio, dedicado al servicio de su cámara, se lo
impidió, diciéndole que un hombre, que tenía que revelarle cosas importantes,
solicitaba verle en el acto. El emperador ordenó que se retiraran todos, entró
en su cámara y allí fue muerto.
XVII. He aquí lo que se supo después acerca de esta conjura y del modo cómo
murió Domiciano. No sabían los conjurados dónde ni cómo le atacarían, si en la
mesa o en el baño, cuando Esteban, intendente de Domitila, acusado entonces de
malversación, les brindó sus consejos y su brazo. Para alejar sospechas fingió
éste tener una herida en el brazo izquierdo, llevándolo durante muchos días
envuelto en lana y en vendajes. Llegado el momento, ocultó en él un puñal e hizo
pedir una audiencia al emperador, diciendo que quería denunciarle una
conspiración. Fue introducido en su cámara, y mientras Domiciano leía aterrado
el escrito que acababa de entregarle, le hundió el puñal en el bajo vientre. El
emperador, sintiéndose herido, trató de defenderse, cuando Clodiano, legionario
distinguido (205), Máximo, liberto de Partenio, Saturio, decurión de los
cubicularios, y algunos gladiadores, cayeron sobre él y le dieron siete
puñaladas. El joven esclavo encargado del cuidado del altar de los dioses lares
en la cámara imperial, que se encontraba allí en el momento del asesinato,
refirió que Domiciano, al recibir la primera herida, le gritó que le trajese un
puñal que tenía oculto bajo su almohada y que llamase a los guardias, pero que
llegado allí había encontrado en la cabecera del lecho el mango de un puñal, y
puertas cerradas por todas partes; que entretanto Domiciano, que había cogido y
derribado a Esteban, sostenía con él una lucha encarnizada, esforzándose, a
pesar de tener los dedos cortados, ya en arrancarle el arma, ya en saltarle los
ojos. Le asesinaron el 14 de las calendas de octubre (206), a los cuarenta y
cinco años de edad, y en el decimoquinto de su reinado. Los mercenarios que
llevan por la noche los cadáveres de los pobres, llevaron en pobre féretro el
del emperador. Su nodriza Filis le tributó, sin embargo, los últimos honores en
su casa de campo de la vía Latina; condujo en secreto sus restos al templo de la
familia Flavia y los juntó con las cenizas de Julia, hija de Tito a la qué
también había criado ella.
XVIII. Era Domiciano de elevada estatura, modesto el semblante, piel sonrosada y
ojos grandes, aunque débiles; era hermoso y apuesto, sobre todo en la juventud,
aunque tenía los dedos de los pies muy cortos. A este defecto, se unieron más
adelante otros; se volvió, efectivamente, calvo; se le hizo el vientre enorme y
las piernas extraordinariamente delgadas, más debilitadas todavía por una larga
enfermedad que palideció. Estaba tan convencido de la ventaja que podía obtener
del aspecto de modestia impreso en su semblante, que un día dijo en el Senado:
Hoy mi rostro y mi carácter han debido sin duda agradaros. Le disgustaba tanto
estar calvo, que tomaba por ofensa personal las bromas o criticas que dirigían
en presencia suya a los calvos en general. Sin embargo, en un breve tratado
sobre El cuidado del cabello, que publicó con una dedicatoria un amigo suyo; en
el que procuraba consolarle con él, le decía después de citar este verso griego:
¿No ves cuán alto y hermoso soy en la estatura?
(Ilíada, XXI, 108)
Pero la misma suerte está reservada a mis cabellos, y los veo con resignada
tristeza envejecer antes que yo; convéncete de que no hay nada tan agradable, y
tan fugaz a la vez, como la belleza.
XIX. No podía soportar la menor fatiga, por lo cual no iba nunca a pie en Roma;
por el mismo motivo, en la guerra y en las marchas no iba casi nunca a caballo,
sino en litera. Sin ninguna acción por el manejo de las armas, la tenía, sin
embargo, muy grande por el ejercicio del arco, y con frecuencia se le vio en las
inmediaciones de Albano matar con sus flechas centenares de animales y hasta
clavar con mano segura en la cabeza de algunos de ellos flechas que asemejaban
cuernos. También algunas veces hacía colocar un niño a gran distancia, con la
mano derecha extendida a guisa de blanco, y con maravillosa destreza hacía pasar
las flechas entre los dedos sin tocarle.
XX. Descuidó en el trono los estudios liberales, aunque reparó con grandes
desembolsos bibliotecas incendiadas, hizo buscar por todas partes nuevos
ejemplares de las obras perdidas y envió gente a Alejandría a fin de obtener
copias esmeradas. Nunca leyó un libro de historia o de poesía, ni cuidó su
estilo, ni siquiera en ocasiones de importancia. Fuera de las Memorias y las
actas del emperador Tiberio (208), no leía nada, y encargaba a otro la redacción
de sus cartas, discursos y edictos. Su lenguaje no estaba, a pesar de todo,
desprovisto de elegancia, ni su conversación de frases notables. Quisiera, dijo
un día, ser tan hermoso como cree serlo Mecio. En otra ocasión, de uno cuyos
rojos cabellos encanecían, dijo: Eso es vino dulce sobre nieve. Y a menudo
exclamaba: ¡Qué miserable condición la de los príncipes! No se les da crédito
sobre las conspiraciones de sus enemigos hasta que son asesinados.
XXI. En sus horas de ocio jugaba a los dados, haciéndolo también los días de
fiesta y desde la mañana. Se bañaba al amanecer, y comía abundantemente en su
primera comida; de suerte que por la de la tarde no tomaba, ordinariamente, más
que una manzana macia y bebía una botella de vino añejo. Daba banquetes con
frecuencia, y eran esplendidos, pero breves; nunca los prolongaba más allá de la
puesta del sol, y en vez de hacer luego la colación de la noche, paseaba solo,
hasta que llegaba la hora de su segundo sueño, en retirado paraje.
XXII. Era extraordinariamente inclinado a los placeres lascivos, llamándolos
clinopalen, y contándolos en el número de los ejercicios corporales. Se
entretenía, según se afirma, en depilar por sí mismo a sus concubinas, y se
bañaba con las prostitutas más viles. Casado con Domicia, rechazó obstinadamente
desposarse con la hija, todavía virgen, de su hermano, pero la sedujo en cuanto
fue la esposa de otro, viviendo todavía Tito. Al perder ella a su padre y a su
esposo le mostró él encendida pasión y hasta fue causa de su muerte obligándola
a que abortase.
XXIII. La muerte de Domiciano, de la que el pueblo se enteró con indiferencia,
llenó de ira a los soldados, que en el acto quisieron hacerle proclamar divino,
y sólo les faltaron, para vengarle en seguida, jefes que quisieran conducirlos
(209). Se cerraron, sin embargo, obstinadamente, en exigir el suplicio de los
asesinos, y no tardaron en conseguirlo. Los senadores, por el contrario, se
regocijaron en extremo; acudieron todos a la sala de sesiones y cada cual le
prodigó, entre aclamaciones de los demás, las peores injurias. Haciendo llevar
luego escalas, arrancaron sus bustos y los escudos de sus triunfos, haciéndolos
pedazos contra el suelo y decretaron, por último, que en todas partes fueran
borrados sus títulos honoríficos y abolida su memoria. Poco antes de su muerte,
una corneja posada sobre el Capitolio había dicho en griego: Todo irá bien;
prodigio que hizo escribir luego los versos siguientes:
Nuper Tarpecio quoe sedit culmine cornie,
Est bene, non potuit diceroe dixit, Erit
(El ave que se posó sobre el monte Tarpeyo
no ha dicho todo va bien, sino todo irá bien.)
Se asegura que el propio Domiciano soñó que le aplicaban detrás del cuello una
joroba de oro; dedujo que el Imperio había de ser después de él un Estado feliz
y floreciente, lo que no tardó en realizarse, merced a la generosidad y
moderación de los príncipes que le sucedieron.
(192) Si ha de creerse a las historias griegas, Tito todavía respiraba cuando,
llegado de Roma Domiciano, se hizo dueño de todo, tomó el titulo de emperador y
se hizo cargo del poder supremo. Aseguran que hizo arrojar a su hermano
moribundo en un lugar lleno de nieve, con el pretexto de que el ario le
aliviarla; según éstos, Tito habría perecido allí.
(193) Carros de dos y cuatro caballos.
(194) Según Chifilino, muchas personas enfermaron por haber permanecido
expuestas a aquella lluvia, y no pocas murieron. Domiciano había prohibido
abandonar el espectáculo y guardianes, colocados alrededor del edificio impedían
que saliese nadie. En cuanto a él, cambió repetidas veces de vestidos.
(195) En estos concursos, los poetas y oradores, pronunciaban las alabanzas del
príncipe. Según Casorio, estos juegos se establecieron durante el décimo
consulado de Domiciano, teniendo éste por colega a Serv. Cornelio Dolabela, esto
es, en 837. Stacio, que recitó en ellos su Tebaida, fue vencido.
(196) Este colegio de sacerdotes fue establecido por Domiciano después de la
construcción del templo a su familia.
(197) Filostrato le atribuye otro motivo; según este historiador, Domiciano
habría temido que la abundancia del vino hiciese más frecuentes las sediciones.
(198) Desde el tiempo de Cesar, los soldados habían recibido por paga anual
nueve piezas de oro que les eran pagadas en tres veces; Domiciano elevo esta
paga a doce piezas, verificándose el pago en cuatro plazos.
(199) Se llamaba así a estos Jueces, porque reintegraban a cada cual en su
propiedad. Primeramente este nombre fue aplicado a los comisarios que juzgaban
entre el pueblo romano y los Estados vecinos las deferencias relativas a la
restitución de ciertas propiedades particulares; luego, a los jueces
establecidos por el pretor para dilucidar asuntos de análoga naturaleza, pero
mas adelante dictaron sentencias sobre otros negocios.
(200) Un juez, principalmente si actuaba solo, podía invitar a algunos
jurisconsultos a que le ayudasen con sus consejos y a estos en los tribunales,
se les llamaba consejeros (consiliarii).
(201) Creese que esta ley, Scantinia, fue dada en el año 626 de Roma. Se refería
al vicio contra la naturaleza (de nefanda venere). Primeramente el castigo
consistió en una crecida multa; luego se impuso a los culpables la pena capital.
(202) Las culpables eran enterradas vivas.
(203) “Los tranquilos rebaños no eran aun degollados para festines impíos.”
Georg., II.
(204) Era hijo de un consular; en tiempo de Nerón lucho en los juegos con una
doncella lacedemonia. Vespasiano le borré de la lista de los senadores,
haciéndose entonces estoico, llegando a adquirir en esta escuela gran fama de
elocuencia. No obstante después del suceso de que aquí se habla, parece que gozó
del completo favor de Domiciano, envileciéndose hasta el extremo de pasar por
uno de los delatores más famosos de la época.
(205) Había obtenido la recompensa militar llamada cornicula, la cual consistía
en un adorno hueco en forma de cuerno que se adaptaba al casco y en el que los
soldados colocaban plumas o una cola de caballo.
(206) 18 de septiembre.
(208) Se trata de las Memorias abreviadas escritas por Tiberio durante su vida,
y de las que Suetonio hace mención en la vida de este emperador.
(209) Según Aurelio Victor los soldados, arrebatados por el furor, dieron muerte
al prefecto Petronio de un solo golpe, y cortaron los órganos genitales a
Partenio, metiéndoselos en la boca y ahogándole. Casperio se rescato por dinero.
Suetonio las vidas de los 12 césares