HISTORIA UNIVERSAL BAJO LA REPÚBLICA
ROMANA
LIBRO NOVENO
CAPÍTULO PRIMERO
Digresión en que Polibio defiende el modo que ha tenido en escribir su
historia.- De las numerosas partes que forman la historia. La esencial, según
Polibio, es la que relaciona los hechos, porque entre otras razones ocasiona una
notable utilidad a los lectores.
He aquí los hechos más ilustres que incluyen en la mencionada olimpíada, o en
el espacio de cuatro años, a que hemos manifestado que equivale cada una; hechos
que servirán de materia a los dos libros siguientes. Bien sé que mi modo de
escribir tiene algún tanto de desagradable, y que por la uniformidad de su
estilo sólo acomodará y gustará a una clase de personas. Todos los demás
historiadores, o al menos la mayoría, como hacen uso de todas las partes de la
historia, atraen a la lectura de sus obras un gran número de personas.
Efectivamente, el que sólo lee por afición, gusta de genealogías de familias y
de naciones; el investigador y curioso apetece establecimientos de colonias,
fundaciones de ciudades y conexiones de unas con otras, como se ve en Eforo; y
el político ama las acciones de pueblos, de ciudades y de reyes: y como nosotros
solamente nos hemos atenido a estas últimas, y de ellas hemos hecho el objeto
principal de nuestra obra, de aquí es que nuestra historia únicamente cuadrará a
una clase de sujetos y para el mayor número será una lectura desagradable.
Ahora, qué motivos nos hayan impelido a desechar las otras partes de la
historia, y ceñirnos solamente a relatar los hechos, esto ya lo hemos
manifestado a lo largo en otra parte; sin embargo, no hallo inconveniente en
apuntarlo aquí por mayor a los lectores, para refrescar la memoria.
En el supuesto de que son muchos los que nos han contado de diversas maneras lo
perteneciente a genealogías, fábulas, colonias, parentescos de unos pueblos con
otros y fundaciones de ciudades, un historiador que emprenda ahora tratar de
esto, una de dos, o ha de vender lo ajeno como propio, la mayor vergüenza para
un escritor, o cuando no, tomarse un trabajo ciertamente vano en escribir y
romperse la cabeza sobre cosas sabidas, que sus predecesores expusieron con
bastante claridad y transmitieron a los venideros. He aquí el motivo, entre
otros muchos, por qué hemos omitido estas materias. Por el contrario, hemos
preferido la relación de los hechos; primero, porque como dl estos son siempre
nuevos, requieren asimismo narración nueva, pues no es menester tocar lo de
antes para contar lo que ha sucedido después; segundo, porque de este modo de
escribir ha sido siempre y es el más provechoso, principalmente cuando en
nuestra era han hecho tales progresos las ciencias y las artes, que para
cualquier caso que sobrevenga, puede hallar reglas de conducta el que las
busque. Por lo cual, no tanto atentos al placer, como a la utilidad de los
lectores, sin contar con las demás partes, nos hemos ceñido a ésta; y sobre esto
cualquiera que lea atentamente nuestra historia apoyará lo que decimos con su
voto.
CAPÍTULO II
Asedio de Capua por los romanos tras la derrota de Cannas.- Inútiles esfuerzos de Aníbal por librarla del cerco. Retirada de este general y marcha contra Roma. Parangón de Epaminondas con Aníbal, y de los lacedemonios con los romanos.
De este modo, Aníbal tirada una línea todo alrededor del campo de Appio (213
años antes de J. C.), trababa escaramuzas y tentaba a los romanos a fin de
provocarlos a un combate; mas viendo que Appio no hacía caso, entabló al cabo un
asedio como si fuera a una ciudad. La caballería atacaba por escuadrones, y
disparaba tiros con algazara contra el campo. La infantería en batallones se
lanzaba y hacía esfuerzos por arrancar el atrincheramiento. Pero nada de esto
era capaz de mover a Appio de su propósito. Por el contrario, rechazaba con la
infantería ligera a los que se aproximaban al real, y defendiéndose con los
pesadamente armados del ímpetu de los tiros, les hacía permanecer formados bajo
sus banderas. El cartaginés, desesperanzado de salir con su designio, porque ni
podía entrar en la plaza ni desalojar a los romanos, consultó con los suyos qué
había de hacer en tales circunstancias. En mi opinión, lo que entonces sucedió
es capaz de embarazar no sólo a Aníbal, sino a cualquier otro hombre que lo
entienda. Porque ¿quién no extrañará que los romanos tantas veces vencidos por
los cartagineses, y sin osar ponérseles por delante, no quieran ceder ni
abandonar la campiña, y que aquellos los que poco antes andaban sólo costeando
las laderas, bajen ahora al llano y pongan sitio a la ciudad más célebre y
poderosa do Italia, viéndose rodeados por todas partes de unos enemigos a
quienes ni aun por el pensamiento se atrevían a mirarles a la cara? Mas los
cartagineses, aunque constantemente victoriosos en los combates, a veces no se
veían menos afligidos que los vencidos. A mi modo de entender, esto provino de
la conducta de unos y otros. Unos y otros se hallaban enterados que la
caballería de Aníbal era causa de las victorias de los cartagineses y de las
pérdidas de los romanos. Por eso, así que vieron éstos vencidas sus legiones, se
propusieron marchar por las laderas al lado de Aníbal; porque en tales lugares
no había nada que temer de la caballería enemiga.
Efectivamente, no pudo menos de ocurrir a unos y otros lo que entonces sucedió
en Capua. Los romanos no se atrevían a salir a una batalla por temor a la
caballería cartaginesa; pero dentro de su campo vivían muy confiados, porque
sabían fijamente que la que los había vencido en batallas campales, aquí no era
capaz de acarrearles el menor daño. Por otra parte, los cartagineses tenían
fuertes motivos para no poder permanecer acampados mucho tiempo en un mismo
sitio con su caballería; ya porque con esta prevención tenían los romanos
talados todos los forrajes de la comarca, y no era fácil traer a lomo de tan
larga distancia el heno o cebada que bastase a tanto número de caballos y
acémilas; ya porque sin el auxilio de ésta no se atrevían a sitiar dentro de sus
fosos y trincheras a los romanos, contra quienes, siempre que habían entrado en
acción con sola la infantería, había quedado dudoso el éxito de la jornada. A
más de esto aquejaba al cartaginés el temor de que no viniesen sobre él nuevas
tropas, acampasen al frente, y cortado el transporte de los víveres, le pusiesen
en grande aprieto. Consideradas estas razones, Aníbal, teniendo por imposible
hacer levantar el sitio a viva fuerza, cambió de pensamiento. Discurrió que si
realizaba una marcha oculta y se dejaba ver de repente delante de Roma, acaso
aterrados sus moradores con la novedad conseguiría alguna ventaja sobre esta
capital; y cuando no, forzaría a Appio, o a levantar el cerco para venir
rápidamente al socorro de su patria, o a dividir su armada; y en este caso, le
sería fácil vencer a los que viniesen al socorro y a los que quedasen en Capua.
Con este propósito despachó un correo a Capua; y para su mayor seguridad, le
persuadió de que se pasase a los romanos, y desde allí a la plaza. Se temía en
gran manera que los capuanos, desesperanzados al ver su retirada, no le
abandonasen y se entregasen a los romanos. Por eso les descubrió su pensamiento
en una carta, que envió por un africano el día después de su marcha, para que
sabido el designio y el motivo de su retiro, sufriesen el asedio con constancia.
Así que se conoció en Roma lo que sucedía en Capua, y que Aníbal acampado al
frente tenía sitiadas sus legiones, todo fue temor y sobresalto, como si ya
hubiese llegado el día que iba a decidir de su suerte. La remisión de víveres y
el acopio de municiones ocupó las atenciones de todos y de cada uno. Los
capuanos, recibida la carta por el africano, supieron el modo de pensar de
Aníbal, y decididos a probar aún este arbitrio, persistieron en su resolución.
Aníbal, al quinto día de haber llegado, da de cenar a sus gentes, y dejando los
fuegos encendidos, levanta el campo con tal silencio, que nadie supo su ausencia
(212 años antes de J. C.) Después que en continuas y forzadas marchas hubo
cruzado la Samnia, y hubo reconocido y tomado con la vanguardia todos los
lugares que se hallaban sobre el camino; y mientras que duraba aún en Roma la
inquietud de Capua y de lo que allí pasaba, vadea el Annio, se aproxima a Roma,
y sienta su campo a cuarenta estadios cuando más de esta capital. Conocida en
Roma esta noticia, fue tanto mayor la turbación y sobresalto, cuanto tenía el
caso de imprevisto e inesperado, porque jamás se había acercado tanto Aníbal a
sus muros. Al mismo tiempo se les representaba la idea, que no era posible se
hubiesen atrevido los contrarios a pasar tan adelante, a no haber vencido antes
las legiones que sitiaban a Capua. Al punto los hombres montan sobre los muros,
y ocupan los puestos ventajosos de la ciudad. Las mujeres corren a los templos,
hacen votos a los dioses, y barren con sus cabellos los pavimentos de los
templos, como tienen por costumbre cuando la patria se ve amenazada de un gran
peligro.
Ya tenía Aníbal fortificado su campo, y estaba pensando cómo dar un asalto a la
ciudad al día siguiente, cuando inopinadamente y sin saber cómo sobrevino un
acaso que fue la salud de Roma. Ya hacía tiempo que los cónsules Cneo Fulvio y
Pub. Sulpicio tenían alistada una legión, que en aquel mismo día estaba obligada
con juramento a ir a Roma con sus armas, y a la sazón estaban haciendo el
encabezamiento de otra y probando a los soldados. De suerte que casualmente se
halló en Roma al tiempo preciso un gran número de tropas, que sacadas por los
cónsules con buen ánimo y acampadas frente a la ciudad, contuvieron el ardor de
Aníbal. El cartaginés al principio había emprendido esta expedición no del todo
desesperanzado de tomar a Roma por asalto; pero visto que los enemigos formaban
sus haces, e informado poco después por un desertor de lo que sucedía, depuso su
intento contra la ciudad y se lanzó a talar la campiña e incendiar los
edificios. En los principios recogió y reunió en su campo un prodigioso botín,
ya que había ido a robar un país a donde jamás se creyó pudiese llegar enemigo
alguno. Pero después, como los cónsules hubiesen tenido el osado arrojo de
apostarse a diez estadios del real enemigo, Aníbal, que por una parte había
acumulado un inmenso botín, y por otra se veía sin esperanzas de tomar a Roma,
levantó el campo al amanecer. El principal motivo para esto fue la cuenta que
tenía echada de los días en que, según su opinión, esperaba que Appio, informado
del peligro de su patria, o levantaría del todo el sitio para acudir a Roma, o
dejadas en Capua algunas tropas vendría al socorro en diligencia con la mayor
parte; y en cualquiera de los dos casos, se prometía tener de su parte la
fortuna. Mas Publio, destruidos los puentes del Annio, le forzó a vadear el río,
dio sobre sus tropas cuando pasaban, y le puso en una gran dificultad. Es cierto
que no hizo daño considerable a causa del gran número de caballos que Aníbal
poseía, y la facilidad de maniobrar de los númidas en cualquier terreno, pero
por lo menos le quitó una buena parte del botín y le tomó prisioneros
trescientos hombres, con lo cual se retiró a su campamento. Poco después, en la
opinión de que un regreso tan precipitado en los cartagineses procedía de miedo,
echó a andar en su alcance de cerro en cerro. El cartaginés al principio
caminaba a largas marchas, con el anhelo de realizar lo que se había propuesto;
mas al quinto día, con el aviso que tuvo de que Appio persistía sobre el cerco,
ordena hacer alto para esperar a los que venían detrás, ataca durante la noche
el campo romano, mata a muchos y desaloja a los restantes del campamento.
Llegado el día, advirtió que los romanos se habían acogido a una eminencia
fortificada, y no teniendo por conveniente detenerse en su asedio, rompió por la
Daunia y el país de los brucios, y sin ser sentido se dejó ver delante de Regio
tan de repente, que por poco no se apodera de la ciudad. Sin embargo, mató a
todos los que habían salido a la campiña, e hizo prisioneros a muchos ciudadanos
de Regio en esta jornada.
Creo que con justa razón se aplaudirá el valor y emulación con que los
cartagineses y romanos se hacían la guerra por este tiempo; del mismo modo que
se celebra a Epaminondas el Tebano. Este general, habiendo llegado a Tegea con
sus aliados, y visto a los lacedemonios y a sus aliados congregados en Mantinea
en acción de hacerle frente, ordenó cenar temprano a los suyos, y los sacó a la
prima noche simulando que iba a apoderarse de ciertos puestos ventajosos para
formarlos en batalla. Todo el ejército se hallaba eficazmente persuadido de
esto; cuando tomando el camino en derechura a Lacedemonia, llega allá a la
tercera hora de la noche, coge a Esparta desprevenida de defensores con tan
inopinada llegada, entra a la fuerza hasta la plaza, y se apodera de todo aquel
lado de la ciudad que mira al río. Por desgracia llegó a Mantinea aquella misma
noche cierto desertor, y dando cuenta al rey Agesilao de lo que ocurría, se
acudió rápidamente al socorro, al tiempo mismo que se estaba tomando la ciudad.
Epaminondas, malograda esta esperanza, hace tomar un bocado a los suyos en las
márgenes del Eurotas, y recobrado algún tanto el ejército de la fatiga pasada,
vuelve a tomar el camino mismo que había traído, conjeturando lo que sucedería,
que los lacedemonios, por haber marchado al socorro de Esparta, habrían dejado
desierta a Mantinea, como sucedió en efecto. Con esta mira exhorta a los tebanos
y al cabo de una marcha forzada de toda la noche, llega a Mantinea a la mitad
del día y la halla completamente falta de defensores. Mas dio la casualidad que
los atenienses, con el deseo de tener parte en la guerra contra los tebanos,
llegaron a esta sazón para auxiliar a los lacedemonios. Ya la vanguardia tebana
tocaba con el templo de Neptuno, distante siete estadios de la ciudad, cuando se
dejaron ver los atenienses sobre un collado que domina a Mantinea, como si
expresamente los hubieran llamado. Lo mismo fue divisarlos los que habían
quedado en la ciudad que al punto se animaron, aunque con trabajo, a subir a los
muros, para contener el ímpetu de los tebanos. Por eso los historiadores se
quejan con justa razón de la desgracia de estas expediciones, y sientan que
Epaminondas ejecutó por su parte cuanto pudiera un perfecto capitán... pero
aunque vencedor de sus enemigos, fue vencido por la fortuna.
Lo mismo se puede decir de Aníbal. Porque al ver a este general que ataca a los
romanos por ver si con pequeños combates puede hacerles levantar el cerco; que
frustrado este intento marcha contra la misma Roma; que no dejándole salir
tampoco la desgracia con su propósito, vuelve sobre sus pasos y destaca la mayor
parte de su ejército a Capua, mientras que él permanece como en centinela de los
movimientos de los sitiadores; que, por último, no desiste del empeño, antes de
destruir a los romanos, y por poco no desalojar de su ciudad a los de Regio,
pregunto: ¿quién no admirará y aplaudirá al cartaginés en estas acciones? Pero
cualquiera conocerá que los romanos en este lance se condujeron mejor que los
lacedemonios. Porque aunque éstos al primer aviso echaron a correr de tropel,
por salvar a Esparta; pero en cuanto estuvo de su parte, dejaron abandonada a
Mantinea: en vez de que aquellos guardaron su patria sin levantar por eso el
asedio, permanecieron inmóviles y firmes en su decisión, y de allí adelante
estrecharon a los capuanos con más confianza. Se ha dicho esto, no tanto por
hacer el encomio de los romanos y cartagineses, cosa que ya hemos hecho
repetidas veces, cuanto por elogiara las cabezas de uno y otro pueblo, y a los
que en adelante hayan de manejar los negocios públicos en cualquiera otro, a fin
de que, acordándose de estos grandes generales y tomándolos por modelos,
emulen... sus esclarecidas acciones las cuales, aunque en sí parezcan tener
alguna cosa de arrojadas y peligrosas, sin embargo no tienen riesgo en
emprenderse, se miran con admiración, y bien se consigan, bien no, adquieren
gloria inmortal y buena fama, si las acompaña la prudencia.
CAPÍTULO III
Siracusa y sus virtudes.
Siracusa debe su belleza a la virtud de sus habitantes, no a los objetos de arte que de fuera llevaron.
CAPÍTULO IV
Si los romanos procedieron bien y en favor de sus intereses en trasladar a
su patria los tesoros de las ciudades conquistadas.
Ese es el motivo que indujo a los romanos a llevar a su patria los mencionados adornos y a no dejar alhaja en las ciudades vencidas. Lo cual, si fue bien hecho y conducente, o al contrario, es materia que admite muchas disputas, bien que hay más razones para probar que ni entonces entendieron ni ahora entienden su propia conveniencia. Porque si llevados de este atractivo hubieran engrandecido su patria, no tiene duda que hubieran tenido justa razón para transportar a Roma lo que pudiera enriquecerla; pero si con el más simple modo de vida, si infinitamente distantes de la profusión y lujo, dominaron sin embargo aquellos pueblos, entre quienes se encontraba el mayor y más precioso número de estas alhajas, ¿cómo no se ha de calificar éste por un yerro de su política? Desnudarse de las costumbres del pueblo vencedor por vestirse de las del vencido, y atraerse sobre sí la envidia que por lo común acompaña a este exterior extranjero, la cosa de que más se deben precaver los que gobiernan; esta sin disputa es una conducta errada de quien tal hace. El que contempla en estos adornos forasteros, jamás bendice la fortuna de los que poseen lo ajeno, sin que la envidia al mismo tiempo deje de suscitarle alguna conmiseración de los infelices a quienes antes se quitaron. Cuando la dicha va en aumento y una nación ha llegado a atesorar las riquezas de las otras, si por algún accidente concurren éstas a ver este espectáculo, nacen de aquí dos males. Porque los espectadores ya no se conduelen de los males ajenos, sino de los propios, renovando la memoria de sus propias infelicidades. De aquí nace no sólo la envidia, sino que se fomenta una cierta rabia contra los dichosos; pues la memoria de las propias calamidades induce, digámoslo así, al aborrecimiento de los autores. Para que los romanos hubiesen atesorado en Roma el oro y la plata, ya había algún motivo; pues no era posible llegar al imperio universal sin disminuir primero el poder de los otros pueblos, privándolos de estos recursos y apropiándolos para sí. Pero para todo lo que no es el poder real que hemos dicho, más glorioso les hubiera sido el dejarlo donde estaba, con la envidia que a esto se sigue, y adornar su patria, no con pinturas y efigies, sino con la gravedad de costumbres y nobleza de sentimientos. Esto se ha dicho para los conquistadores que vengan en el futuro, a fin de que no despojen las ciudades que sometan, ni se persuadan a que sirven de adorno a sus patrias las calamidades ajenas.
CAPÍTULO V
Rivalidad entre los jefes cartagineses.
Después de triunfar de sus contrarios, no pudieron los jefes cartagineses triunfar de sí mismos. Mientras se les creía en guerra con los romanos, peleaban unos contra otros. Las sediciones causadas por la ambición y avaricia innatas en los cartagineses desolaban a Cartago. Asdrúbal, hijo de Giscón, abusó del poder hasta el extremo de exigir crecida suma de plata a Indibilis, el más fiel aliado de los cartagineses, a Indibilis, que permitió ser arrojado de su reino antes de faltar a la adhesión que les tenía, y a quien por reconocimiento restablecieron en el trono. Creyendo dicho príncipe que la República tomaría en cuenta su constante amistad, no se apresuró a cumplir las órdenes de Asdrúbal; mas éste, para vengarse, inventó contra él atroz calumnia, obligándole a dar sus hijas en rehenes.
CAPÍTULO VI
Digresión acerca de los primordiales elementos del arte militar.- En asuntos
de guerra, una cosa son acciones y otra azares o casualidades.- Condiciones que
ha de poseer un general, práctica, historia y ciencia adquirida por principios.-
Precisión para este último de las matemáticas, y particularmente de la
astrología y geometría.- Precisión de la astrología para concertar la estación a
las empresas militares.- Ejemplos de generales que han frustrado sus propósitos
por este defecto.- Utilización de la geometría.- Forma de medir las escalas.-
Diversos modos de situar un campamento y forma de conjeturar su magnitud por el
ámbito.- Refutación de los que creen que los pueblos de suelo desigual y
quebrado poseen más casas que los de terreno llano, y demostración lineal de lo
contrario.
En verdad mucha reflexión requieren los accidentes de las empresas militares;
pero se puede salir bien de todos si se realiza con prudencia lo proyectado. Es
fácil conocer por lo pasado que en la guerra son menos las acciones que se
ejecutan a las claras y por fuerza que las que se hacen con astucia y ocasión, y
que de las que ofrece la ocasión más son las que se han malogrado que las que se
han conseguido. Para convencerse de esta verdad, no es menester más que mirar al
éxito. Se convendrá también en que las más de las faltas se cometen por
ignorancia e indolencia de los jefes. Ahora vamos a ver cuál sea el modo de
remediarlas.
Todo lo que se lleva a cabo en la guerra sin propósito no merece el nombre de
acción, sino más bien el de azar o de accidente. Estos, como no tienen regla
fija ni estable, se nos permitirá pasarlos en silencio y solamente atenernos a
los que se ejecutan con objeto determinado, que serán la materia del presente
discurso. Toda acción pide tiempo determinado, espacio cierto, en que se ha de
hacer lugar, secreto, señales fijas, y a más por quiénes, con quiénes y de qué
modo se ha de realizar. Seguramente, al que combine bien cada una de estas
circunstancias, no le desmentirá su designio; mas con una que omita, le fallará
todo el proyecto. Tal es la disposición de la naturaleza para malograrse una
empresa, basta una friolera o la más mínima circunstancia; cuando para su
consecución apenas bastan todas. Por eso los generales no deben omitir ninguna
en semejantes ocasiones. La principal circunstancia de las que hemos apuntado,
es el secreto; de suerte que ni la alegría de un acontecimiento inesperado, ni
el temor, ni la familiaridad, ni el afecto a los suyos, sea capaz de descubrirlo
al extraño, sino únicamente comunicarlo a aquellos sin los cuales no es posible
llevar a cabo lo proyectado, y aun a éstos de ningún modo antes que lo exija la
necesidad de cada cosa. El secreto consiste no sólo en la lengua, sino mucho más
en el ánimo. Porque hay muchas gentes que, aun con la boca cerrada, ya con el
semblante, ya con las acciones, descubren el interior. La segunda es conocer los
caminos diurnos y nocturnos, y el modo de andarlos, tanto por tierra como por
mar. La tercera y principal es tener noticia de las estaciones por las
observaciones del cielo, para poderlas acomodar a sus propósitos. Asimismo es de
considerar el mecanismo de la acción, pues muchas veces consiste en esto
parecernos los imposibles facilidades y las facilidades imposibles. Últimamente,
se debe cuidar de las señas y contraseñas, así como de la elección de quiénes y
con quiénes se ha de ejecutar lo proyectado. Todos estos requisitos se
adquieren, unos por la práctica, otros por la historia y otros por el arte y los
preceptos. Lo mejor sería que el mismo general conociese los caminos, el sitio a
donde se había de ir, la naturaleza del terreno, y a más por quiénes y con
quiénes se había de hacer la cosa; pero cuando no, al menos es preciso se
informe de todos los detalles no dé crédito así como quiera, y tome seguridades
de las guías que preceden al ejército en semejantes lances. Todos estos
conocimientos y otros semejantes los pueden aprender los jefes, o por propia
experiencia adquirida en el mismo ejercicio militar, o por la historia; pero
otros necesitan estudio y observación, principalmente en la astrología y
geometría. Estas ciencias, aunque en sí no muy importantes para esta profesión,
con todo, son de un grande uso y conducen muchísimo para conocer las
revoluciones que antes hemos dicho. Su principal necesidad consiste en
enseñarnos la duración de los días y de las noches. Porque si esta duración
fuera siempre igual, no se necesitaría trabajo en adquirir un conocimiento que
sabrían todos. Pero como no sólo se encuentra diferencia entre el día y la
noche, sino también entre un día y otro día, una noche y otra noche, es
indispensable conocer las crecientes y menguantes denos y de otras. Sin echar
cuenta con estas alteraciones, ¿cómo se ajustará el camino y la marcha de un día
o una noche? Es imposible sin este conocimiento llegar jamás al tiempo preciso,
sino que necesariamente se ha de llegar o antes o después, y en estas solas
ocasiones es más falta llegar temprano que tarde. Porque el que llega tarde es
cierto se le malogra la esperanza, pero conocido a tiempo su yerro se retira sin
peligro; en vez de que el que llega temprano, como es descubierto, a más de
frustrársele la empresa, se pone en peligro de una entera derrota.
Todas las acciones humanas dependen de la ocasión, pero mayormente las de la
guerra. Por eso el general debe tener suma facilidad en conocer los solsticios
del verano y del invierno, los equinoccios y las crecientes y menguantes de los
días y de las noches que entre éstos medían. Esta es la única forma de medir
justamente el paso de una parte a otra, bien sea por mar, bien por tierra. Es
también preciso conocer las diversas partes del día y de la noche, para saber a
qué hora se debe levantar y a cuál ha de ponerse en marcha. Porque sin buen
principio no es posible conseguir el fin. Las horas del día es posible
conocerlas por la sombra, por el curso del sol y por los espacios del camino que
se encuentran marcados sobre la tierra; pero las de la noche no es tan fácil, a
no ser que, mirando al cielo, se comprenda toda la disposición, y economía de
los doce signos del Zodiaco; aunque esto no tiene nada de dificultoso para los
que han llevado a cabo algún estudio en la esfera. Porque aunque las noches sean
desiguales, como en toda noche aparecen sobre el horizonte seis de los doce
signos, se sigue por precisión que a las mismas partes de cualquiera noche se
han de descubrir partes iguales de los doce signos. Una vez conocido qué espacio
del Zodíaco ocupa el sol durante el día, no hay más que, después de puesto,
tirar una línea diametral por el círculo, y todo cuanto se descubra haber
ascendido el Zodíaco por encima de esta línea, otro tanto se habrá pasado
siempre de la noche. Después de sabido el número y magnitud de los signos, se
conoce con facilidad las diferentes partes de la noche. Si la noche está
nublada, se ha de atender a la luna, porque como es tan grande, por lo regular
siempre se percibe su luz en cualquier parte del cielo que se halle. Unas veces
se han de computar las horas por el tiempo y lugar inmediato a su oriente, otras
por el inmediato a su ocaso; pero antes es menester haber adquirido un tan gran
conocimiento sobre esto, que se comprendan bien todas las diferencias que
suceden al salir la luna. En fin, las observaciones sobre este astro son
fáciles. Todo su estudio se halla reducido, como si dijéramos, a un solo mes; y
para la inteligencia todos los demás son semejantes.
Por eso se aplaudirá siempre en Homero el habernos representado a Ulises, aquel
sobresaliente capitán, conjeturando por los astros no sólo lo perteneciente a la
navegación, sino lo tocante a las acciones de tierra. Se pueden prever
exactamente los acontecimientos más extraordinarios y capaces muchas veces de
arrojarnos en la mayor dificultad, como son las lluvias, las inundaciones, las
excesivas escarchas, las nevadas, los aires condensados y nebulosos y otros
semejantes meteoros. Y si de lo que se puede prever no hacemos caso, ¿no seremos
con razón culpables del mal éxito de la mayor parte de nuestros propósitos?
Convengamos en que nada se debe despreciar de cuanto se ha dicho, para
liberarnos de las faltas en que tantos otros han caído, como los que ahora vamos
a poner por ejemplo.
Arato, pretor de los aqueos, habiendo intentado tomar por trato la ciudad de
Cineta, dispuso con aquellos de la ciudad que apoyaban su intento, el día en que
estaría por la noche junto al río que baña la ciudad, y esperaría allí algún
tanto con sus tropas; que los conjurados, así que hallasen ocasión, destacarían
sin estrépito por la puerta a la mitad del día uno de los suyos con capa, para
advertir a Arato que se aproximase a la ciudad y se apostase sobre un sepulcro
en que estaban convenidos; que los otros echarían mano durante la siesta a los
polemarcos, que acostumbraban a estar de guardia; y que efectuado esto, Arato
había de salir prontamente de la emboscada para apoderarse de la puerta. Tomadas
estas medidas, ya que fue el tiempo preciso, viene Arato, se oculta en las
márgenes del río y espera la señal. Para entonces cierto ciudadano que tenía un
rebaño de ovejas pastando alrededor de la ciudad, queriendo saber de su pastor
cierta cosa, salió por la puerta con su capa, y se puso sobre el mismo sepulcro,
por si mirando en derredor, podía encontrarle. Arato, que se persuadió a que
esta era la señal, acudió prontamente a la puerta; pero cerrada ésta por las
centinelas, porque todavía no tenían nada dispuesto los de adentro, no sólo
malogró la acción, sino que fue causa de que los cómplices de la ciudad
sufriesen los mayores castigos, porque convictos de traición, fueron
inmediatamente sacados al suplicio. Y ¿cuál diremos fue la causa de esta
desgracia? El haberse fiado de una simple señal el general, joven aún y poco
experto en la exactitud de las señas y contraseñas dobles: tan poco necesitan a
veces las acciones militares para su malogro o su consecución.
Cleomenes, rey de Esparta, formó también el propósito de tomar por inteligencia
a Megalópolis. Para ello concertó con los guardas del muro que iría una noche
con gente a un lugar llamado la Cueva, a eso de la tercera vigilia, tiempo en
que habían de montarla guardia los conjurados. Mas no previó que al nacimiento
de las pléyades son sumamente cortas las noches, y levantó el campo de
Lacedemonia al ponerse el sol. ¿Y qué ocurrió? Que no pudiendo llegar con tanta
presteza que no fuese ya de día claro, en medio de los temerarios y vanos
esfuerzos que hizo, fue repelido vergonzosamente con pérdida de muchos, y a
riesgo de haberlo perdido todo; aquel que, si hubiera ajustado bien con el
tiempo su designio, una vez apoderados los cómplices de la entrada, hubiera
introducido su ejército y no le hubiera fallado su proyecto.
Ya hemos dicho anteriormente cómo también el rey Filipo, tramada inteligencia
con algunos de la ciudad de Melita, cometió dos yerros: el uno en haber traído
escalas más cortas que las que pedía la urgencia; el otro en haber ido antes de
tiempo. Porque habiendo quedado en que iría a media noche, cuando todos
estuviesen durmiendo, salió de Larissa antes de la hora precisa, llegó al país
de los melitenses, y como no podía ni detenerse, por temor de que la noticia
llegase a la ciudad, ni volver atrás para ocultarse, forzado a proseguir siempre
adelante, llegó a Melita cuando todos se hallaban despiertos. De aquí provino
que ni pudo forzar el muro con las escalas por la desproporción, ni entrar por
la puerta, a causa de no haber tenido tiempo los de adentro para ayudarle. Por
último, irritados los de la ciudad, mataron muchos de los suyos, y él tuvo que
retirarse con la vergüenza de haber errado el golpe y haber advertido a los
melitenses y a los demás pueblos la desconfianza y precaución que habían de
tener con su persona.
Nicias, general de los atenienses, pudo muy bien salvar el ejército que tenía
frente a Siracusa, y tomar durante la noche el tiempo oportuno para engañar al
enemigo y ponerse a salvo. Pero habiéndose eclipsado entonces la luna, la
superstición le hizo temer no fuese presagio de alguna desgracia, y suspendió la
marcha. De que se siguió que levantando el campo la noche siguiente, los
soldarlos y los jefes tuvieron que rendirse a los siracusanos, que ya estaban
advertidos. Aunque si sobre esto hubiera consultado únicamente a los peritos,
hubiera podido, no digo no dejar pasar la ocasión oportuna por tales accidentes,
pero aun servirse de la ignorancia de los enemigos en su provecho. Porque la
impericia del contrario es para el hábil general tener andado lo más para la
consecución de sus propósitos. He aquí hasta dónde se ha de extender el
conocimiento de la astrología. La medida de las escalas se ha de tomar de este
modo. Si por alguno de los que están de inteligencia se sabe la altura del muro
es fácil ajustar la medida de la escala. Porque si el muro tiene, por ejemplo,
diez pies de altura, es preciso dar a la escala doce bien cumplidos. La
distancia a que ha de estar el pie de la escala respecto de la altura del muro,
ha de ser la mitad de su longitud; para que ni más separada se rompa con el
número de los que suben, ni más recta esté demasiado perpendicular y resbaladiza
a los que montan. Si no se puede medir el muro ni aproximarse a él, tómese desde
lejos la medida de cualquier altura que se eleve perpendicularmente sobre un
terreno llano. El modo de tomarla es fácil, en queriéndose aplicar un poco a las
matemáticas.
Por aquí se ve claramente que para el buen éxito de las empresas y acciones
militares se necesita el estudio de la geometría, no quiero decir perfecto, pero
al menos el que baste a tener conocimiento de las proporciones y relaciones. Y
no sólo se limita a esto este estudio, sino que es necesario para acomodar al
terreno la figura de un campamento. De esta forma se podrá unas veces mudar el
campo en cualquier figura, guardando siempre proporción con lo que contiene
dentro; otras reteniendo la misma figura, aumentar o disminuir el área, con
respecto a los que entran o salen. Pero esta materia ya la hemos expuesto más
ampliamente en nuestro tratado de las Formaciones de batalla. No creo se me
pueda hacer cargo con razón de que pido tantos requisitos en un general,
exigiendo de los candidatos la astrología y la geometría. Ciertamente así como
no puedo ver que a la profesión que cada uno tiene se añadan conocimientos
inútiles únicamente por vanidad y charlatanería, igualmente soy acérrimo
defensor y promovedor para que aquellos que son propios de nuestro instituto se
lleven al más alto grado. Sería un absurdo que cuando los que aprenden a bailar
o tocar un instrumento toleran instruirse primero en la cadencia y la música, y
aun en los movimientos de la lucha, por creer que esto ejercicio contribuye a la
perfección de los dos anteriores; los que aspiran a mandar ejércitos llevasen a
mal el tomar una tintura en otras ciencias; de suerte que los artistas viniesen
a ser más diligentes y aplicados que los que se proponen brillar en la más
ilustre y honrosa carrera. Esto no habrá hombre de entendimiento que lo conceda.
Pero sobre esta materia baste lo manifestado.
La mayor parte de los hombres infiere la magnitud de una ciudad o de un campo
por la circunferencia. Por eso cuando oyen que Lacedemonia, que tiene cuarenta y
ocho estadios de circuito, es doble mayor que Megalópolis, teniendo ésta
cincuenta, les parece haber oído un absurdo. Y si alguno, por aumentar la
dificultad, añade que es dable que una ciudad o un campo de cuarenta estadios de
circuito sea doble mayor que otro de ciento, esto para ellos es una paradoja.
Ello proviene de que no se acuerdan de los principios de geometría que
aprendieron cuando muchachos. Me ha movido a tratar de esta materia el ver que
no sólo el vulgo, sino también los magistrados y algunos de los que gobiernan
ejércitos, se sorprenden y admiran al considerar unas veces cómo pueda ser que
Esparta sea mayor, y aun mucho mayor que Megalópolis con una circunferencia más
corta, cómo por el ámbito solo de un campamento se pueda calcular el número de
hombres. Aun hay otro error semejante cuando se trata de ciudades. Los más están
en el concepto de que las desuelo quebrado y desigual contienen más casas que
las de terreno llano, y no es así. Porque los edificios no se construyen con
relación al declive del suelo, sino con respeto a la superficie plana donde
están fabricados perpendicularmente, y sobre la cual yacen los cerros. Cualquier
muchacho se convencerá de lo que digo sólo con verlo. Y si no, figúrese
cualquiera una manzana de casas fundadas de tal suerte sobre un declive, que
todas tengan igual altura; es claro que todos los tejados harán una superficie
igual y paralela al área plana, sobre la cual yace el cerro y el cimiento de las
casas. Esto se ha dicho por aquellos que, a pesar de ignorar y extrañar estas
materias, pretenden con todo mandar ejércitos y gobernar pueblos.
CAPÍTULO VII
Aníbal su gran personalidad militar y política.- Sus rasgos físicos.- La
influencia de las circunstancias en su vida.
Ciertamente Aníbal era autor y alma de cuanto sucedía entonces en Roma y
Cartago. Todo lo hacía en Italia por sí, y en España por medio de su hermano
mayor Asdrúbal y por el segundo Magón. Estos dos capitanes fueron quienes
derrotaron en Iberia a los generales romanos. Por sus órdenes obraron en Sicilia,
primero Hipocrates, y después el africano Mytton. Él fue quien sublevó Iliria y
Grecia, y quien concertó alianza con Filipo para asustar a los romanos y
obligarles a separar sus fuerzas. ¡Tan fácil es al genio de un grande hombre
abarcar con energía cuanto emprende y ejecutar con talento la decisión tomada!
Conducido por los asuntos que refiero a hablar de Aníbal, no creo ocioso
describir los rasgos característicos de este hombre, objeto de tan contrarias
opiniones.
Júzganle unos extremadamente cruel, acúsanle otros de avaro; y es lo cierto que
apenas se puede averiguar la verdad respecto de él, y de cuantos dirigen los
negocios públicos. Apreciando el carácter de los hombres por el distinto éxito
de los acontecimientos en que toman parte, unos se fijan en el momento de su
mayor poder, y otros atienden sólo al del infortunio. Este procedimiento lo
juzgo inexacto, pareciéndome más atinado tener en cuenta que los consejos de los
amigos y la multitud de variadas circunstancias en que el hombre se encuentra,
oblíganle a decir y hacer muchas cosas contra su natural inclinación. En prueba
de ello, recordemos acontecimientos pasados. El tirano de Sicilia Agatocles
adquirió fama del más cruel de los hombres mientras asentaba su dominación; mas
cuando la consideró firme y segura, gobernó a sus súbditos tan benéfica y
blandamente que nadie alcanzó, por cosa idéntica, mejor reputación. El excelente
rey Cleomenes, de Esparta llegó a ser un tirano inhumano. Cuando perdió el mando
fue en la vida privada el hombre más atento y bondadoso, y como no es fácil que
se cambie de genio e instintos espontáneamente, preciso es buscar en el cambio
de los negocios la causa de las contradicciones que con frecuencia se advierten
en los grandes caracteres. De esto deduzco que las situaciones varias en que el
hombre se halla, no sirven para conocerle, sino mejor para impedir que se le
juzgue con imparcialidad.
Y no son sólo los jefes los poderosos, los reyes quienes por consejo de sus
amigos obran contra sus naturales inclinaciones; los mismos Estados experimentan
tales cambios. En la época de Arístides y de Pericles, casi nada se ordenó en
Atenas que no fuera prudente y moderado; en la de Cleón y Charés, ¡qué
diferencia! Mientras la república de Lacedemonia ocupó el primer rango en
Grecia, cuanto hacía el rey Cleombrotes, hacíalo por consejo de sus aliados y en
tiempo de Agesilao sucedía todo lo contrario. ¡Así varía con sus jefes la
conducta de los Estados! Nadie más injusto que Filipo cuando sigue los consejos
de Taurión y de Demetrio; nadie más suave y pacífico cuando acepta los de Arato
y Crisógones.
Algo parecido ocurre respecto a Aníbal. Encontróse en infinidad de
circunstancias distintas, muchas de ellas extraordinarias. Los amigos que le
acompañaban tenían caracteres diversos y aun opuestos, y de aquí que aprovechen
poco las empresas del general cartaginés en Italia para dárnosle a conocer.
Vióse en trances espinosos, que conocerá quien lea esta historia; y en cuanto a
los consejos que sus amigos le daban, júzguese por este hecho la índole de los
consejeros. Cuando decidió Aníbal pasar de España a Italia con un ejército, hubo
una dificultad que al pronto pareció invencible. En tan largo camino, por entre
tantos bárbaros, groseros y feroces, ¿dónde encontrar las municiones y víveres
necesarios? De esta dificultad trató ser diferentes veces en consejo. En uno de
ellos, Aníbal apodado Monomaco, dijo que sólo veía un medio de resolver la
dificultad. Ordenóle el general que se explicase, y añadió Monomaco, que era el
de acostumbrar a las tropas a alimentarse con carne humana. Se convino en que
este recurso obviaba todos los obstáculos; pero ni Aníbal ni sus oficiales
atreviéronse a ensayarlo. Dícese que este Monomaco fue autor de las crueldades
hechas en Italia y atribuidas a Aníbal.
Las circunstancias no influyen menos que los concejos. Paréceme cierto que
Aníbal fue muy avaro, y entre sus íntimos amigos había un tal Magón, prefecto de
los Brutianos, muy avaro también. Lo sé por los mismos cartagineses; y los
indígenas de un país, no sólo conocen, como dice el proverbio, los vicios que en
él reinan, sino también las costumbres de los ciudadanos. Con mayor exactitud lo
supe por Massinisa, que me citaba muchos ejemplos de avaricia de los
cartagineses en general y especialmente de Aníbal y Magón. Decíame que estos dos
hombres desde que pudieron sostener las armas, habían mandado juntos, y que en
España y en Italia tomaron muchas ciudades, unas por asalto, y por capitulación
otras, pero que jamás se encontraron unidos en la misma acción de guerra, y que
no cuidaban tanto los contrarios de separarles, como ello mismos lo procuraron
para no tomar juntos cualquier plaza, por temor de desacuerdo en el reparto del
botín, pues su avidez igualaba a su rango.
Visto está en lo que hemos dicho, y aún se verá en lo que diremos, que los
consejos de los amigos y las circunstancias influyeron en las determinaciones de
Aníbal. Dueños los romanos de Capua, las demás ciudades amenazadas buscaban
ocasión y pretexto para rendirse a aquellos. Se comprenderá bien la alarma de
Aníbal en tal momento. No le era posible en tierra enemiga concentrar sus
fuerzas ocupando posición segura y a la vez guardar ciudades muy alejadas unas
de otras, mientras él se veía rodeado de legiones romanas. Distribuyendo sus
fuerzas, ni podría hacer nada con las que conservara bajo su mando, ni auxiliar,
caso necesario, a las alejadas, corriendo el riesgo de caer en poder de los
enemigos. Veíase, pues, obligado a abandonar completamente algunas ciudades, a
evacuar otras por miedo de que al cambiar de señor los habitantes, les imitaran
las tropas. En tal situación, tuvo que violar los tratados por necesidad,
trasladar los ciudadanos de unas poblaciones a otras, y permitir el saqueo de
sus bienes. Esta conducta perjudicó mucho sus intereses, acusándole unos de
impiedad, de cruel otros, porque los soldados al trasladarse de población
ejercían violencias apoderándose de cuanto en sus manos caía, sin compadecerse
de habitantes próximos, en su concepto, a ser auxiliares de la dominación
romana. Teniendo, pues, en cuenta lo que le aconsejaron los amigos y lo que
llevó a cabo por la necesidad de los tiempos y de las circunstancias, difícil es
desentrañar de tantas influencias exteriores el verdadero carácter de Aníbal.
Puede decirse únicamente que entre los cartagineses tenía opinión de avaro, y
entre los romanos de cruel.
CAPÍTULO VIII
Superioridad de Agrigento con respecto a casi todas las ciudades de Sicilia
en fortaleza, belleza y edificios.
Verdaderamente Agrigento no sólo aventaja a las más de las ciudades en lo que hemos dicho, sino en fortaleza, hermosura y construcción de edificios. Está fundada a dieciocho estadios del mar, y por consiguiente, provista de cuantas ventajas éste presta. La naturaleza y el arte han concurrido a porfía a defender su circuito. Porque las murallas se hallan edificadas sobre una pelada, roca que a trechos la naturaleza y a trechos la industria han hecho escarpada. La rodean dos ríos: por el Mediodía el que lleva el mismo nombre que la ciudad, y por el Occidente, mirando al África, el que se llama Hipsas. La ciudadela está al Oriente del estío, por el exterior ceñida toda de un barranco inaccesible, y por dentro con una sola entrada para los de la Ciudad. Sobre la cima de la roca se ven dos templos, el de Minerva y el de Júpiter Atabirio como en Rodas. Pues era razón que, siendo Agrigento colonia de los rodios, tuviese este dios el mismo nombre que entre aquellos isleños. La adornan a más otros soberbios edificios, como templos y pórticos. El templo de Júpiter Olimpio, aunque no compite en magnificencia, a lo menos en arranque y magnitud no cede a ninguno de los de la Grecia.
CAPÍTULO IX
Agatirna.
Agatirna, ciudad de Sicilia...
CAPÍTULO X
Una promesa de Mario Valerio Livino.
Mario Valerio Livino les garantizó el éxito, persuadiéndoles de que fueran a Italia, a condición de ponerse a sueldo de los de Regio, talando la comarca en las tierras del enemigo.
CAPÍTULO XI
Discurso de Chleneas el Etolio, embajador por su nación en
Lacedemonia, contra Filipo y toda la casa real de Macedonia.
Así creo, lacedemonios, que nadie se atreverá a contradecir que el poder de
Macedonia ha sido el origen de la esclavitud de la Grecia. Esto es fácil
hacéroslo ver. Hubo en otro tiempo entre los griegos que habitaban la Tracia una
especie de cuerpo político compuesto de colonias que enviaron los atenienses y
calcidenses, entre los cuales Olintia era la ciudad de más esplendor y fuerza.
Reducida ésta a servidumbre por Filipo, el temor de un ejemplo parecido sojuzgó
no sólo las ciudades de Tracia, sino que sometió asimismo a las de Tesalia. Poco
después, vencidos en batalla los atenienses, aunque usó con moderación de su
ventura, no fue por hacerles bien, de lo cual estuvo muy distante, sino por
excitar con este beneficio a los otros pueblos a que voluntariamente le
rindiesen obediencia. Conservaba aun vuestra república un tal poder, que
presumía con el tiempo llegar a ser el amparo de la Grecia. Pero Filipo, en
quien todo pretexto se reputaba por bastante, llegó con ejército, asoló vuestros
campos, arruinó los edificios, arrasó vuestras ciudades y campiñas, adjudicó
unas a los argivos, otras a los tegeatas y megalopolitanos y las demás a los
messenios, queriendo contra toda justicia ser liberal con todos, siempre que
fuese a costa vuestra. Sucedióle en el reino Alejandro, quien en la opinión de
que, mientras Tebas subsistiese, durarían en la Grecia, aunque leves, algunas
chispas de sublevación, la destruyó, todos conocéis con qué crueldad.
Pero, ¿a qué fin referir con detalle la conducta que los sucesores de éste han
observado con la Grecia?
Ninguno de los presentes hay tan poco instruido que no
haya oído cuán indignamente trató Antipatro a los infelices atenienses y demás
pueblos después de la victoria de Lamia sobre los griegos; que llegó la
insolencia y crueldad al extremo de nombrar pesquisidores que fuesen por las
ciudades contra los que habían sido del bando opuesto o habían pecado en algo
contra la casa real de Macedonia. Unos fueron sacados de los templos por fuerza,
otros arrancados de los altares, y todos perdieron la vida en el suplicio. Los
que se salvaron fueron desterrados de toda la Grecia, sin tener más asilo que la
Etolia. ¿Quién ignora las acciones de Cassandro, Demetrio y Antígono Gonatas?
Como hace tan poco tiempo que pasaron, dura aún una exacta noticia de sus
hechos. Unos con meter guarnición en las ciudades, otros con fomentar la
tiranía, ninguna ciudad hubo que se eximiese del odioso nombre de la esclavitud.
Mas dejémonos de esto, y volvamos a las últimas acciones de Antígono, no sea que
algunos de vosotros, al considerar inocentemente lo que entonces hizo, estéis en
el entender de que sois deudores de algún favor a los macedonios. Antígono, si
tomó las armas contra vosotros, no fue con el fin de salvar a los aqueos, ni
porque disgustado de la tiranía de Cleomenes, desease poneros en libertad. Ésta
es una forma muy superficial de hacer concepto de las cosas. Los verdaderos
motivos fueron el considerar que jamás estaría seguro su poder si vosotros
establecíais el vuestro en el Peloponeso, y el ver las bellas cualidades de
Cleomenes, y cuán favorablemente os soplaba la fortuna. Estos estímulos de miedo
y envidia le hicieron venir, no para auxiliar a los peloponesios, sino para
ahogar vuestras esperanzas y humillar vuestra elevación. En este supuesto, no
tenéis tanto motivo para amar a los macedonios, porque dueños de vuestra ciudad
no la saquearon, como le tenéis para reputarlos por enemigos y aborrecerlos,
porque pudiendo vosotros dominar la Grecia os lo han estorbado ya tantas veces.
Pues los crímenes de Filipo, ¿qué necesidad hay de referirlos? Los sacrilegios
que cometió en los templos de Termas dan una suficiente idea de su impiedad
contra los dioses, y la doblez y perfidia que usó con los messenios, manifiestan
su crueldad contra los hombres, De todos los griegos, solos los etolios se
atrevieron a oponerse a Antipatro por la defensa de los que injustamente se
veían oprimidos; ellos solos resistieron la irrupción de Brenno y demás bárbaros
que le acompañaban; y de cuantos socorros implorasteis, ellos solos prestaron
sus armas para recobraros el imperio de la Grecia que habían poseído vuestros
mayores. Pero esto baste sobre este asunto. Cuanto a la deliberación presente,
en tanto es preciso hablar y opinar, en cuanto se va a consultar sobre una
guerra, bien que en la realidad no se haya de estimar por tal. Porque los
aqueos, lejos de hallarse en estado de infestar vuestro país después de tantas
pérdidas, creo que darán mil gracias a Dios si pueden defender el propio, cuando
se vean atacados a un tiempo por los eleos y messenios, nuestros aliados, y por
nosotros los etolios. Igualmente vivo en la inteligencia que se apagará el ardor
de Filipo cuando se vea invadido en tierra por los etolios y en la mar por los
romanos y el rey Attalo. Por lo pasado se puede inferir lo venidero. Porque si
no teniendo que contender más que con los etolios no ha podido sujetarlos, ¿cómo
será capaz de sostener una guerra contra tantos pueblos juntos?
Mi principal objeto en apuntaros estas razones ha sido el que sepáis todos que
aun en el caso de que se os propusiese de nuevo la consulta de este asunto, sin
estar ligados de antemano por algún tratado, os tendría más cuenta confederaros
con los etolios que no con los macedonios. Pero si, preocupados, tenéis ya
tomada resolución sobre esto, ¿para qué más palabras? Porque si la alianza que
ahora tenéis con nosotros hubiera estado concertada antes da los beneficios que
Antígono os ha hecho, vendría bien la duda si convendría ceder a los empeños
presentes y despreciar los antiguos. Pero cuando después de esta libertad tan
decantada que habéis recibido de Antígono, y esta salud que os está echando en
rostro a cada paso, formado consejo, habéis consultado tantas veces con cuál de
los dos pueblos os tendría más cuenta unir vuestros intereses, si con los
etolios o con los macedonios, y habéis preferido a los primeros, los habéis
prestado vuestros seguros, los habéis recibido de nuestra parte y habéis unido
vuestras armas en la guerra que acabamos de tener contra los macedonios, ¿qué
duda razonable os puede quedar sobre esto? Todos los vínculos de amistad que
teníais con Antígono y Filipo quedaron prescritos. Sólo resta que probéis o que
los etolios después acá os han agraviado, o que los macedonios os han obligado
con algún nuevo beneficio. Pero si nada de esto ha habido, ¿cómo pensáis en
violar los pactos, los juramentos y los empeños más sagrados que existe entre
los hombres, por admitir la amistad de un pueblo que poco antes justamente
despreciasteis cuando erais libres en aceptarla? Así habló Chleneas, y
pareciéndole que no tenían respuesta sus razones, finalizó el discurso. A poco
rato se presentó Licisco, embajador de los acarnanios, el cual por el pronto
estuvo callado a causa del gran murmullo que la precedente arenga había causado;
pero ya que hubo calmado, empezó a hablar de esta manera.
CAPÍTULO XII
Alocución de Licisco el Acarnanio, embajador por su nación en
Lacedemonia, cuyos dos esenciales puntos se limitan a defender a Filipo y toda
la casa real de Macedonia de las denuncias de Chleneas y a promover la unión y
acuerdo contra los romanos.
Yo, varones lacedemonios, he venido a vosotros enviado de la república de
Acarnania; mas como casi siempre nosotros y los macedonios hemos tenido unión de
intereses, creo que esta embajada nos es común a unos y otros. Así como en la
guerra su prepotencia y excesivo poder hace que nuestra seguridad esté fundada
en su valor, del mismo modo en las disputas de los congresos las conveniencias
de los acarnanios están embebidas en los derechos de los macedonios. En este
supuesto, no hay que extrañar emplee la mayor parte de mi discurso en defender a
Filipo y los macedonios. Clneas, al concluir su arenga, hizo una compendiosa
recapitulación de los derechos que teníais con los etolios. «Si después, dijo,
de concertada la alianza con los etolios, éstos os han hecho algún daño o
agravio, o los macedonios algún beneficio, con justa razón pondréis ahora de
nuevo el negocio en consulta; pero si nada de esto ha ocurrido, si solamente
alegáis contra Antígono lo que ya tenéis aprobado de antemano, somos sin duda
los más necios del mundo en lisonjearnos poder dar por el pie los juramentos y
tratados.» Efectivamente, si no ha sucedido novedad, según Chleneas, y los
negocios de la Grecia permanecen en el mismo estado que tenían antes, cuando
contrajisteis alianza con los etolios, confieso que soy el más insensato de los
hombres y que es inútil cuanto voy a decir; mas si éstos han tomado una
constitución diversa, como os manifestaré en el transcurso de esta oración, me
prometo hacer ver que entiendo a fondo vuestros intereses y que Chleneas los
ignora. Éste puntualmente es el objeto de nuestra embajada, haber creído era
nuestra obligación haceros patente en una arenga que, atentas las circunstancias
en que se halla la Grecia, os conviene y tiene cuenta, si ser puede, abrazar un
honesto y saludable partido, uniendo con nosotros vuestra fortuna, o cuando no,
vivir neutrales en la estación presente.
Pero puesto que desde el principio se ha osado acriminar la casa real de
Macedonia, me parece indispensable decir antes dos palabras para desimpresionar
del error a los que han dado crédito a estas columnas. Ha sentado Chleneas que
con la toma de Olintia, Filipo, hijo de Amintas, sometió la Tesalia; y yo estoy
en el entender que por Filipo se salvaron entonces no sólo los tesalios, sino
los demás griegos. ¿Quién ignora que cuando Onemarco y Filomelo, apoderados de
Delfos, se hicieron dueños, con impiedad e injusticia, de las riquezas de este
templo, se elevó a tal grado su poder que ningún griego se atrevía a hacerles
frente?, ¿que no contentos con este sacrilegio amenazaban apoderarse de toda la
Grecia? Pues en esta ocasión Filipo se expuso voluntariamente al peligro,
destruyó los tiranos, aseguró el templo y fue el autor de la libertad de los
griegos, como los mismos hechos lo testificaron a lar posteridad. No fue por
opresor de la Tesalia, como se ha osado decir, el que todos le eligiesen por
general de mar y tierra, honor jamás concedido antes a ninguno, sino por
bienhechor de la Grecia. Ciertamente si vino con ejército a la Laconia no fue
por propia voluntad, como os consta; fue sí llamado e instado repetidas veces
por sus amigos y parciales del Peloponeso, lo que al fin le hizo decidir. Y ya
que estuvo aquí, ¿cómo se condujo? Escucha, Chleneas. Habiéndose podido valer de
los deseos de los pueblos próximos para talar el país lacedemonio y humillar el
poder de Esparta, y en esto haberles hecho el mayor servicio, jamás se prestó a
semejante consejo. Por el contrario, los atrajo a un ajuste común por el terror
de sus armas y los obligó a concluir amigablemente sus diferencias, no
constituyéndose él juez de sus contestaciones, sino erigiendo un tribunal
público de todos los griegos. En verdad que esta acción no merece oprobio ni
vituperio.
Se acrimina amargamente a Alejandro de haber castigado a los tebanos, de quienes
se creía ofendido, y no se hace mención de que vengó a la Grecia de los insultos
de los persas, ni de que os liberó a todos de las mayores miserias con haber
esclavizado los bárbaros y haberles privado de aquellas riquezas con que,
constituidos jueces de las controversias de los griegos, corrompían unas veces a
los atenienses y sus mayores, otras a los tebanos; ni de que al fin hizo que el
Asia prestase homenaje a la Grecia. Pues a sus sucesores, ¿cómo os atrevéis a
mentarlos? Porque si, según las revueltas de los tiempos, fueron causa de los
adelantamientos de unos y de los atrasos de otros, esta queja estaría bien en
boca ajena, no en la vuestra, que jamás habéis sido autores de algún bien y sí
de la ruina de muchos. Y si no, ¿quiénes fueron los que incitaron a Antígono,
hijo de Demetrio, a destruir la república de los aqueos? ¿Quiénes pactaron, bajo
juramento con Alejandro el epirota el poner en subasta y dividir la Acarnania?
¿No fuisteis vosotros?
¿Quién, sino vosotros, ha enviado a campaña tales jefes,
que se propasen a poner la mano en los templos inviolables? Dígalo Timeo, cuando
en Tenaro saqueó el templo de Neptuno, y en Lisso el de Diana. Díganlo Farico y
Policrito, el uno profanador del santuario de Juno en Argos y el otro del de
Neptuno en Mantinea. ¿Y qué diré de Lattabo y Nicostrato? ¿No violaron éstos en
plena paz la asamblea general de los beocios, como si fueran scitas o gálatas?
Los sucesores de Alejandro jamás hicieron otro tanto.
Después de tantos crímenes que no podéis excusar, os gloriáis de haber sufrido
la impresión de los bárbaros en Delfos, y pedís que la Grecia os sea deudora de
este beneficio. Mas si debe estaros obligada por este servicio, ¿cuánto más lo
deberá estar a los macedonios, que gastan sin cesar la mayor parte de la vida en
batirse con los bárbaros por la seguridad de la Grecia? ¿Quién no ve el
inminente riesgo en que se hubiera visto ésta en otro tiempo, si no hubiéramos
tenido por barrera a los macedonios, y aquella noble emulación de sus reyes?
Prueba la más convincente de esta verdad es que lo mismo fue comenzar los galos
a menospreciar los macedonios, después de la derrota de Ptolomeo, por
sobrenombre Cerauno, cuando al punto, sin hacer caso de los otros griegos,
entraron con ejército, Brenno al frente, a través de la Grecia, irrupción que se
hubiera repetido muchas veces a no estar los macedonios sobre nuestras
fronteras. Otras muchas cosas pudiera apuntar sobre lo pasado, pero creo haber
dicho lo suficiente. Para calificar a Filipo de impío le acumulan los etolios la
destrucción de un templo, sin añadir las infamias e injusticias que ellos
cometieron en los templos y santuarios de Dío y Dodona. La razón pedía que se
dijera esto antes. Vosotros referís lo que habéis sufrido, exagerándolo más allá
de la verdad; pero lo que habéis hecho antes y repetido en diferentes partes,
esto lo calláis, porque sabéis ciertamente que las injurias y los agravios se
atribuyen a los que primero dieron motivo.
Por lo que hace a Antígono, en tanto haré mención en cuanto no parezca que
desprecio sus acciones ni que reputo por de poco momento un tan señalado
servicio como el que os ha hecho. Vivo persuadido a que no se encuentra
beneficio mayor en la historia. En mi opinión, la acción no admite exceso, y si
no, véase la prueba. Antígono os hace la guerra, Antígono os vence a fuerza de
armas en batalla ordenada, Antígono se apodera de vuestro país y ciudad,
Antígono puede valerse de los derechos de conquistador; pero tan lejos está de
hacerlo, que, prescindiendo de otros beneficios, destrona al tirano y os
restablece en las leyes y gobierno antiguo. En reconocimiento de esto le
aclamasteis por vuestro bienhechor y libertador en una asamblea general, donde
toda la Grecia fue testigo. ¿Y qué debierais haber hecho? Diré mi sentir, y
vosotros, lacedemonios, tendréis paciencia, pues no lo hago con ánimo de
injuriaros intempestivamente, sino porque las circunstancias de los negocios me
fuerzan a mirar por el bien público. Pero ¿qué es lo que voy a proferir? ¡Qué!
que en la guerra pasada debierais haberos confederado no con los etolios, sino
con los macedonios, y que al presente, que sois solicitados, debéis uniros antes
a Filipo que a los etolios. Así es, se me dirá; pero eso es faltar a la fe de
los tratados. Y pregunto: ¿cuál es mayor crimen, romper un tratado particular
concertado entre vos y los etolios, o uno hecho en presencia de toda la Grecia,
grabado en una columna y consagrado a la inmortalidad? ¿En qué consiste que
teméis violar la fe a un pueblo de quien no habéis recibido favor alguno, y no
hacéis caso de Filipo y de los macedonios a quienes debéis la facultad de estar
ahora deliberando sobre este asunto? ¿Juzgáis acaso que es indispensable guardar
fidelidad a los amigos... y que no hay la misma obligación respecto de los que
os han salvado? Pues ciertamente no es acción tan santa observar las
convenciones escritas, como impía la de tomar las armas contra sus libertadores.
Esto es cabalmente lo que los etolios han venido a suplicaros.
Permítaseme el haber dicho estas cosas, y quede a juicio del rígido censor si he
hablado fuera de propósito. Ahora volvamos al punto principal, como éstos dicen;
y es, si los negocios están ahora en el mismo estado que cuando hicisteis
alianza con los etolios, debéis permanecer firmes en vuestra decisión; poro si
la faz de la Grecia se halla totalmente demudada, es justo que empecéis ahora a
deliberar de nuevo sobre nuestras pretensiones. Decidme ahora, Cleonices y
Chleneas, ¿qué aliados teníais cuando persuadisteis a los lacedemonios a entrar
en vuestra compañía? ¿Por ventura no eran todos los griegos? ¿Y ahora con quién
estáis confederados, o a qué alianza convidáis a los lacedemonios? ¿No es a la
de los bárbaros? ¿Es esto estar las cosas en el mismo estado, o totalmente
diverso? Antes disputasteis la primacía y gloria de mandar con los aqueos y
macedonios, gentes de una misma nación, y con Filipo, conductor de estos
últimos; pero en la guerra actual se trata de libertar la Grecia de la
esclavitud que la amenaza de parte de una nación extranjera, que vos creéis
haber llamado contra Filipo, pero que en realidad no habéis previsto que vendrá
contra vosotros mismos y contra toda la Grecia. En las urgencias de la guerra se
suele meter en las plazas para su seguridad guarniciones aliadas más fuertes que
las del país, de que resultan a un tiempo dos efectos: librarse del temor del
enemigo, y someterse al poder delos amigos. Pues esto es cabalmente lo que han
hecho los etolios. Por querer vencer a Filipo y humillar a los macedonios, no
han advertido que han traído del Occidente una nube, que aunque por ahora
cubrirá primero a la Macedonia, en la consecuencia se extenderá y será causa de
grandes males para toda la Grecia.
A todos los griegos incumbe precaver la tempestad que amenaza, pero
especialmente a vos, lacedemonios. Y si no, ¿qué motivos os parece tuvieron
vuestros padres para arrojar en un pozo y cubrir de tierra al embajador que les
envió Jerjes a pedir el agua y la tierra y mandarle dijese a su señor que ya
había conseguido de los lacedemonios lo que les había demandado? ¿Qué impulso
pensáis fue el de Leonides y el de sus compañeros en arrojarse espontáneamente a
una muerte manifiesta? No fue porque creyesen que se exponían únicamente por su
libertad, sino por la de todos los griegos. ¿Y será digno que ramas de tales
troncos se asocien con unos bárbaros, militen bajo sus banderas, y hagan la
guerra a los epirotas, aqueos, arcanianos, beocios, tesalios y a casi todos los
griegos, a excepción de los etolios? Bien está que en las costumbres de éstos no
exista acción torpe si se atraviesa la ganancia; pero vos no tenéis ese
carácter. ¿Qué se puede esperar que harán, después de unidos con los romanos,
unos hombres que con el débil socorro de los ilirios se atrevieron contra todo
derecho a forzar por mar a Pilo, sitiar por tierra a Clitoria y reducir a
servidumbre a los cinetas? ¿Unos hombres que, concertado antes un tratado con
Antígono para perder a los aqueos y arcananios, como hemos dicho, lo hacen ahora
con los romanos contra toda la Grecia? ¿Se podrá esto oír sin presumirse ya
encima la irrupción de los romanos y sin dejar de aborrecer la imprudencia de
los etolios, que se atrevieron a acabar semejantes tratados? Ya han quitado a
los arcananios a Oeniadas y Najo, y poco antes retuvieron para sí la desgraciada
ciudad de Anticira, habiéndola reducido a servidumbre junto con los romanos.
Éstos se llevaron los hijos y las mujeres, para hacerlos sufrir lo que
regularmente se padece bajo una dominación extranjera, y el suelo de estos
infelices se repartió entre los etolios. ¿Y sería honroso entrar de grado en una
tal alianza, sobre todo vosotros, lacedemonios, vosotros que en otro tiempo,
porque solos los tebanos entre todos los griegos, forzados de la necesidad,
decidieron vivir neutrales en la irrupción de los persas, decretasteis
inmolarlos de diez en diez a los dioses, si salíais con la victoria? Lo que sí
os tiene cuenta y conviene, es que, acordándoos de vuestros mayores, evitéis la
irrupción de los romanos, os receléis de la depravada intención de los etolios,
y sobre todo, acordándoos de los beneficios recibidos de Antígono, los
aborrezcáis ahora y siempre, detestéis la amistad de tales gentes y unáis
vuestros intereses con los aqueos y macedonios. Si no obstante hubiese alguno,
de los que tienen más autoridad entre vosotros, que se oponga a esta decisión,
por lo menos abrazad el partido de la neutralidad, y no toméis parte en la
injusticia de los etolios... La propensión de los amigos, demostrada a tiempo,
nos sirve de provecho; pero forzada y fuera de sazón, es del todo infructuoso el
alivio que nos procura. Si estuvieran en ánimo de observar la alianza no de
palabra, sino de obra...
CAPÍTULO XIII
Desesperada decisión de los acarnanios contra los etolios.- Su
ejemplo.
Al conocer los acarnanios la expedición de los etolios contra ellos, impulsados en parte por la desesperación, y en parte por el furor y odio que les inspiraba el enemigo, tomaron la desesperada decisión de que si eran vencidos, nadie recibiría en la ciudad a los que sobrevivieran a la derrota, privándoles del uso del fuego. Añadiendo imprecaciones a este decreto, indujeron a los demás pueblos, y sobre todo a los epirotas, a que rechazaran de su territorio los fugitivos de la batalla.
CAPÍTULO XIV
Asedio de Egina, ciudad de la Filiotida, por Filipo. Forma de estar
construidas y utilización de las Tortugas para terraplenar.
Decidido Filipo a hacer los aproches contra dos torres de Egina, situó al frente de éstas sus Tortugas de terraplenar y sus arietes (213 años antes de J. C.). En el espacio que había de torre a torre y entremedias de los arietes, levantó una galería paralela al muro. Concluido su propósito, el aspecto de todo lo trabajado se asemejaba a una muralla. Porque las obras hechas con las Tortugas representaban la especie y figura de una torre, con la disposición en que estaban entretejidos los zarzos; la galería que mediaba entre las dos torres se parecía a una muralla; y la división y enlace de la parte superior de los zarzos figuraba las almenas. En la parte inferior de las torres se hallaban los que terraplenaban las desigualdades del terreno con las espuertas de tierra que conducían, y al mismo tiempo empotraban los arietes. En el segundo alto, a más de las catapultas, se habían colocado cubetos de agua y demás prevenciones contra un incendio. Y el tercero, que igualaba con las torres de la ciudad, estaba coronado de buen número de gentes, para contener cualquier insulto de los sitiados contra los arietes. Desde la galería que estaba entre las dos torres hasta el muro de la ciudad, se tiraron dos caminos de comunicación, donde se situaron tres baterías de ballestas, de las cuales la una arrojaba piedras de un talento de peso, y las otras dos de peso de treinta minas. Desde el real a las Tortugas se hicieron caminos cubiertos, para que ni los que viniesen del campo a los trabajos, ni los que tornasen de los trabajos al campo, fuesen incomodados por los tiros de la plaza. En muy poco tiempo se llevaron las obras a su perfección, porque el país proveía abundantemente de todos los materiales necesarios. Egina yace en el golfo Maliaco, hacia el Mediodía, y frente por frente de la provincia de los tronios. El país produce todo género de frutos, causa porque Filipo no echó de menos cosa para su propósito, por lo cual, concluidas que fueron las obras, asestó sus máquinas e instrumentos de minar.
CAPÍTULO XV
Estrategia del romano Publio Sulpicio Galba y del etolio Dorimaco
contra Filipo en Egina.- Operaciones ofensivas y defensivas de Filipo.
Por aquel entonces era general de los romanos Publio Sulpicio Galba, y Dorimaco jefe de los etolios. Llegaron a Egina mientras Filipo la sitiaba, y después que éste se puso en seguridad contra las tentativas de los sitiados y los ataques exteriores, protegiendo su campamento por la parte de la llanura con un muro y un foso. Publio con una flota y Dorimaco con tropas de infantería y caballería, atacaron el campamento de Filipo, que les rechazó. Después de la victoria impulsó el cerco con mayor vigor, y los eginetas, desesperanzados, se rindieron. Dorimaco, efectivamente, no podía vencer por hambre a Filipo, que recibía por mar toda especie de provisiones.
CAPÍTULO XVI
Origen del Éufrates, regiones por donde discurre y naturaleza de
este río.
Teniendo su origen en la Armenia, el Éufrates atraviesa la Siria y todos los países que se siguen hasta Babilonia. Se cree que desemboca en el mar Rojo; pero no es así. Porque antes de desaguar en el mar le agotan varios fosos y canales repartidos por los campos. De aquí proviene suceder a este río lo contrario que a los otros. Los otros aumentan a medida que discurren por más países, crecen en invierno y disminuyen en la fuerza del verano. Éste, por el contrario, su mayor altura es al principio de la canícula, su mayor extensión en la Siria, y cuanto más avanza más se aminora. La causa de este fenómeno es porque su aumento no proviene de la reunión de lluvias del invierno, sino de la rarefacción de nieves del verano... y su decrecimiento lo causan los varios desagües por los campos y repartimientos para los riegos. Por eso en esta estación es muy lenta la conducción de ejércitos por el río abajo; porque como los navíos van muy cargados y el río muy bajo, el impulso de la corriente ayuda muy poco a la navegación.
CAPÍTULO XVII
El hambre en Roma.- El río Ciato.
Desprovistos de trigo los romanos porque los ejércitos se habían apoderado de cuanto existía en Italia, hasta las puertas de Roma, acudieron a Ptolomeo, enviándole embajadores para que les diera el que necesitaban, por no poder esperarlo ni aun de las provincias de fuera de Italia. Todo el universo, a excepción de Egipto, se hallaba entonces en armas y cubierto de soldados. Tan grande era el hambre en Roma que el medimno de Sicilia costaba quince dracmas. A pesar de tan premiosa extremidad, los romanos prosiguieron la guerra con vigor.
CAPÍTULO XVIII
Más sobre el río Ciato.
El río Ciato, que corre, en Etolia, cerca de la ciudad de Arsinoe...
CAPÍTULO XIX
Arsinoe.
Arsinoe, ciudad de Libia. Llámanse sus habitantes arsinoetas...
CAPÍTULO XX
Atella.
Atella, ciudad del país de los opies en Italia, entre Capua y Nápoles; sus habitantes llámanse atellanos.
CAPÍTULO XXI
Forunna.
Forunna, ciudad de Tracia. Sus habitantes llámanse forunnenses...
CAPÍTULO XXII
Cautiverio de los eginas y dureza de Publio Sulpicio Galba.
En el momento en que los romanos se apoderaron de Egina, todos los eginetas, que vendidos en subasta se hallaban hacinados en los barcos, solicitaron permiso al general para enviar emisarios a las ciudades donde tenían parientes, a fin de obtener su rescate. Empezó Publio contestándoles con dureza que cuando aún eran libres debieron enviar los emisarios para tratar de su salvación con los vencedores, y no ahora que estaban ya en servidumbre, sobre todo los que poco antes ni siquiera se habían dignado responder a sus embajadores. Añadió que teniéndoles ya en su poder parecíale demasiado cándida la pretensión de enviar comisionados a sus parientes; y dicho esto despidió a los peticionarios. Pero al día siguiente reunió a todos los prisioneros y díjoles que los eginetas no merecían piedad, pero que en consideración a los demás griegos, concedíales la facilidad de enviar comisionados para procurar su rescate, por ser costumbre admitida.
CAPÍTULO XXIII
Situación de los romanos y los cartagineses.
Ésta era la situación de romanos y cartagineses, y cuando el flujo y reflujo de los acontecimientos impulsados por la fortuna les hacía ser alternativamente vencedores o vencidos, claro es que, según la frase del poeta, La alegría y el dolor llenaban a la vez el alma de ambos partidos.
CAPÍTULO XXIV
Visión fragmentada de los acontecimientos.
Es indudable, según he manifestado, que cuando se acude a autores que presentan los acontecimientos aisladamente, y por lo que atañen a un partido, es imposible abarcar y contemplar con el ánimo el bello espectáculo de los acaecimientos en su conjunto y general sentido.
CAPÍTULO XXV
La olimpíada como medida de tiempo.
Decimos que llámase olimpíada a un periodo de tiempo que abarca cuatro años.
CAPÍTULO XXVI
Condiciones morales para el mutuo auxilio humano.
Cuando los hombres no se conducen con benevolencia y abnegación, difícil es que sean en la acción auxiliares sinceros y seguros.