HISTORIA UNIVERSAL BAJO LA REPÚBLICA ROMANA
LIBRO SEXTO
CAPÍTULO PRIMERO
Sobre la fundación de Roma.- Antiguas costumbres.- Licio, hijo de Demarates, en
Roma.- Su amistad con el rey Anco Marcio. Persuadido estoy de que fue fundada
Roma en el segundo año de la séptima olimpíada.
El monte Palatino tomó este nombre del de un joven llamado Palante, que allí fue
muerto.
Los romanos prohibían beber vino a las mujeres. Permitíanlas, sin embargo,
beberlo cocido. Hacíase este vino con uva cocida y asemejaba en el gusto al vino
ligero de Agosthenes o de Creta. Cuando las mortificaba la sed, apagábanla con
esta bebida; pero la que bebía vino no podía ocultarlo, primero por no tener a
su cuidado y libre disposición la despensa o bodega donde era guardado, y además
porque la costumbre obligaba a besar en la boca a sus allegados y a los de su
esposo, hasta los hijos de sus primos, siempre que los veía, aunque fuera
diariamente; de suerte que, ignorando a quien encontraría, evitaba beber vino,
porque el aliento era indicio seguro de la falta
Anco Marcio fundó también a Ostia, ciudad fortificada junto al Tíber
Lucio, hijo de Demarates el Corintiano, fue a Roma con grandes esperanzas,
fundadas en su propio mérito y en su riqueza, y persuadido de que encontraría
ocasión de probar que no era inferior a ningún ciudadano de la república. Estaba
casado con mujer que, a otras dotes, unía la de ánimo apropiado para secundarle
en las empresas que exigen prudencia y astucia. Llegó a Roma; concediósele
derecho de ciudadanía; hizo alarde del mayor respeto a las órdenes del rey, y al
poco tiempo, debido en parte a su liberalidad, en parte a la agudeza de su
ingenio, y especialmente a las artes que aprendió desde la niñez, tanta
influencia adquirió en el ánimo del rey, que tuvo con él gran confianza. Andando
el tiempo, convirtióse en estrecha amistad con el rey Anco Marcio, hasta el
extremo de habitar en su palacio y despachar con él los asuntos de Estado.
Velando con celo en esta administración por el interés público, ayudaba al mismo
tiempo con su crédito y esfuerzos a quienes alguna merced le pedían, y a las
veces usaba sus propias riquezas con magnificencia, logrando con los beneficios
la adhesión de muchos ciudadanos y la benevolencia de todos por su reputación de
honradez: por tales medios consiguió ser elevado al trono.
CAPÍTULO II
Diversas clases de gobierno.- Origen y cambio natural de una en otra.- El mejor
sistema de gobierno es el que participa de todos. Así es la República Romana.
Si sólo se hubiera de tratar de las repúblicas griegas, del acrecentamiento de
unas y de la ruina total de otras, a poca costa se daría cuenta de lo pasado y
se juzgaría de lo porvenir. Repetir lo que se sabe, es fácil; y pronosticar lo
futuro por conjeturas de lo pasado, no es difícil. Pero habiéndose de hablar de
la República Romana, no es lo mismo. Porque ni es fácil analizar su estado
presente, por la variedad de gobierno, ni adivinar el futuro, por la ignorancia
de las costumbres que, en general y en particular, usó este pueblo antiguamente.
Y así, si se han de investigar con precisión las ventajas que en sí encierra
esta República, es empresa de un estudio y atención nada común.
Los más que escriben con método de política, asignan tres especies de gobierno:
Real, Aristocrático y Democrático. Me parece se les pudiera preguntar con justo
motivo si nos las proponen como solas o como las mejores. Pero sea lo que fuese,
a mi entender pecan en uno y otro extremo. No son las mejores; pues que es
evidente, y lo comprueba no sólo la razón, sino la experiencia, que la mejor
forma de gobierno es laque se compone de las tres sobredichas, tal como la que
estableció Licurgo el primero en Lacedemonia. No son tampoco las únicas: vemos
ciertos gobiernos monárquicos y tiránicos que se distinguen muchísimo del real,
bien que tengan con éste alguna semejanza, bajo la cual todos los monarcas y
tiranos procuran en lo posible paliar y colorear el nombre de reyes. Se
encuentran también muchos Estados gobernados por un corto número, que aunque
parecen tener alguna conformidad con la aristocracia, es infinita la diferencia
que entre ellos se halla. Lo mismo se debe decir de la democracia. Para
convencimiento de lo que digo, nótese que no toda monarquía es reino, sino sólo
aquella que está formada de vasallos voluntarios y que es gobernarla más por
razón que por miedo y violencia; ni toda oligarquía merece el nombre de
aristocracia, sino aquella donde se eligen los más justos y prudentes para que
la manden. Asimismo no es democracia aquella en que el populacho es árbitro de
hacer cuanto quiera y se le antoje, sino en la que prevalecen las patrias
costumbres de venerar a los dioses, respetar a los padres, reverenciar a los
ancianos y obedecer a las leyes entre semejantes sociedades sólo se debe llamar
democracia donde el sentimiento que prevalece es el del mayor número.
Sentemos, pues, que hay seis especies de gobiernos tres que todo el mundo conoce
y nosotros acabamos de proponer, y tres que tienen relación con las
antecedentes, a saber: el gobierno de uno solo, el de pocos y el del populacho.
El gobierno de uno solo o monárquico se estableció sin arte, sólo por impulso de
la naturaleza: de éste se deriva y trae su origen el real, si se añade el arte y
la corrección. El real, si degenera en los vicios que le son connaturales, viene
a parar en tiranía, y de las ruinas de ésta y aquél nace la aristocracia. De
ésta, que por naturaleza se inclina al gobierno de pocos, si el pueblo se llega
a irritar y vengar las injusticias de los próceres, se origina la democracia, y
si llega a ser insolente y menospreciar las leyes, se engendra la olocracia o
gobierno del populacho. Que es cierto lo que digo, lo conocerá cualquiera
fácilmente si reflexiona sobre los principios naturales, origen y alteraciones
de cada especie de gobierno. Sólo el que conozca la constitución natural de cada
Estado es el que podrá conocer a fondo sus progresos, su auge, su mutación, su
ruina, cuándo y cómo sucederá y en qué forma se cambiará. Me presumo que si a
alguna república es adaptable este género de examen, es en especial la romana,
porque su primer establecimiento y sus progresos son conformes a la misma
naturaleza.
Se me dirá acaso que este cambio natural de Estados se halla tratado con más
exactitud en Platón y algunos otros filósofos. Pero como esta materia es oscura,
prolija y entendida de pocos, nosotros extractaremos lo que convenga a una
historia verdadera y sea adaptable a la comprensión de todos; pues caso que esta
idea general no satisfaga en un todo el examen individual que se hará adelante,
satisfará plenamente las dudas que ahora se formen.
CAPÍTULO III
Origen de las sociedades, y especialmente de las monarquías y de los reinos.
¿Cuál es, pues, el principio de las sociedades, y de dónde diremos que traen su
origen? Cuando por un diluvio, una enfermedad epidémica, una escasez de frutos u
otras calamidades análogas viene la ruina del género humano, como ya ha ocurrido
y dicta la razón que ocurrirá aún muchas veces, con los hombres perecen también
los inventos y las artes. Pero después que de las semillas que se han salvado se
vuelve a multiplicar con el tiempo la especie humana, entonces sucede a los
hombres lo que a los demás animales. Se asocian, se congregan, como es regular a
los de una misma especie y lo dicta la debilidad de su misma naturaleza; y
entonces por necesidad el que excede a los otros en fuerzas corporales, espíritu
y atrevimiento, se pone a su cabeza y los gobierna. Esto debemos creer que es
obra puramente de la naturaleza; pues que vemos en los otros animales que no se
gobiernan sino por instinto, que los más fuertes sin disputa hacen oficio de
conductores, como el toro, el jabalí, el gallo y otros semejantes. Es muy
probable que al principio fuese así la vida de los hombres, juntarse en una grey
a manera de animales, y dejarse conducir de los más fuertes y poderosos.
Mientras la autoridad se mide por las fuerzas, se llama monarquía; pero después
que con el transcurso del tiempo se introduce en la sociedad una educación común
y un trato mutuo, ya entonces pasa a ser reino; y este es el momento en que el
hombre comienza a formar idea de lo honesto y de lo justo, así como de los
vicios contrarios.
Tal es el origen y modo de formarse las sociedades. Todos nos inclinamos
naturalmente al coito, y de aquí nacen los hijos. Cuando éstos llegan a la
pubertad y no proceden reconocidos, ni socorren a los que los han criado, sino
al contrario los tratan mal de palabra u obra, es claro que ofenden y dan en
rostro a los que lo ven y son sabedores de los cuidados y desvelos que han
tenido los padres en la educación y crianza de los hijos. Y como el hombre se
distingue de los demás animales en que él solo piensa y discurre, no es
verosímil deje de considerar una cosa que advierte aún en los otros animales;
por el contrario, le hará eco tal ingratitud, le chocará por el pronto tal
procedimiento, y previendo el futuro, hará su cuenta de que podrá sucederle a él
igual dificultad. Lo mismo digo de un hombre que es socorrido y aliviado de otro
en un peligro: si este tal, en vez de dar las gracias al libertador, intenta
agraviarle, es constante será odiado y aborrecido de los que lo sepan, y al paso
que se compadecerán del prójimo, se temerán no les ocurra a ellos otro tanto. De
aquí nace en el hombre una idea de la obligación, contempla la fuerza que tiene,
y en esto consiste el principio y fin de la justicia.
Asimismo ¿por qué al que se expone a los peligros por la salud de todos, al que
sufre y resiste el ímpetu de los animales más bravos, se le aplaude, se le
venera y se le mira como a patrono, y al que hace lo contrario se le desprecia y
aborrece? Esto no puede provenir sino de la consideración que hace el vulgo
sobre lo torpe y honesto, y sobre la diferencia que hay entre uno y otro
extremo; de donde se deduce, lo honesto merece nuestro celo e imitación, por la
utilidad que nos procura; lo torpe nuestra aversión y desprecio. Cuando el que
manda y supera en fuerzas a los demás llega a adquirir en el pueblo el concepto
de perpetuo favorecedor y recto distribuidor del premio entre sus súbditos según
el mérito; de allí adelante, como ya deja de temerse la violencia y hace su
oficio la razón, se someten, se unen para conservarle la autoridad; y aunque
llegue a la decrepitud, unánimes le defienden y conspiran contra los que quieren
atacar su poder: y de esta manera, cuando la razón llega a ejercer su imperio
sobre la ferocidad y la fuerza, de monarca pasa a rey insensiblemente y sin que
nadie lo perciba.
Tal es la primera noción que naturalmente adquiere el hombre de lo honesto y de
lo justo, y de los vicios opuestos. Tal el principio y origen del verdadero
reino. Los súbditos no sólo conservan a éstos la dignidad real, sino que la
continúan a sus descendientes por largo tiempo: porque se persuaden que ramas de
semejante tronco, y educadas por tales padres, tendrán también iguales
costumbres. Mas desde que el pueblo se disgusta con los sucesores, pasa a
elegirse magistrados y reyes; y entonces ya no recae la elección sobre el brío y
la fuerza, sino sobre la prudencia y sabiduría, desengañado por la experiencia
de las ventajas de los dotes de espíritu sobre los del cuerpo. Antiguamente los
que una vez eran puestos sobre el trono, envejecían en la dignidad. Sus cuidados
eran fortificar puestos ventajosos, rodearlos de murallas y extender sus
dominios, tanto para seguridad propia, como para abundancia de lo necesario en
sus vasallos. Mientras se ocupaban en esto, como no se diferenciaban ni en el
vestido ni en la mesa, sino que traían igual porte y método de vida que los
demás, estaban exentos de los tiros de la calumnia y de la envidia. Pero después
que sus herederos y sucesores hallaron prevenido todo lo concerniente a la
seguridad, y aun más de lo que necesitaban para satisfacer las necesidades de la
vida, entonces lisonjeadas sus pasiones con la abundancia, creyeron que la
majestad debía fundarse en traer un vestido más rico, mantener una mesa más
opípara, gastar un tren más costoso que sus súbditos, y en que ninguno pudiese
contradecirles en sus amores y pasiones aunque ilícitas. De estos desórdenes,
unos se suscitaron la envidia y ofensa, otros el odio e ira implacable, y de
reyes pasaron a tiranos; pero al mismo tiempo se echaron los cimientos de su
ruina, y se conspiró contra su autoridad; propósito que nunca fue de hombres
despreciables, sino de los más ilustres, más magnánimos y más esforzados; porque
éstos son los que menos pueden sufrir la insolencia de los tiranos.
CAPÍTULO IV
Orígenes de la aristocracia, la oligarquía, la democracia y la olocracia.-
Sucesión de unas en otras hasta tornar a la monarquía. Así que se ve el pueblo
con jefes, cuando les presta su poder
contra los reyes; y abolida hasta la sombra de reino y monarquía, pasa a fundar
y establecer la aristocracia. El pueblo, reconocido a los que le han liberado de
los monarcas, se entrega sin reflexionar su conducta, y les fía sus personas.
Éstos, pagados de tal confianza, al principio reputan por principal obligación
el bien de la república, y dan toda su atención y cuidado al manejo de los
negocios, tanto particulares cono del Estado. Pero suceden sus hijos en las
mismas dignidades, gentes poco acostumbradas a trabajos, sin la más mínima
noción de la igualdad y de la libertad constitutivos de una república, criados
desde la infancia entre los honores y dignidades de sus padres; y abandonándose
unos a la avaricia y torpe deseo de riquezas, otros a las borracheras y
comilonas insaciables, otros a los adulterios y amores infames, transforman la
aristocracia en oligarquía; pero al mismo tiempo excitan en el pueblo los mismos
sentimientos que anteriormente había tenido, y vienen a lograr el mismo fin que
lograron los tiranos. Si después alguno, vista la envidia y odio de que el
pueblo está animado, tiene la audacia de decir o hacer alguna cosa contra los
jefes, y halla a la multitud en disposición de coadyuvar sus intentos, las
consecuencias son la muerte de unos... y el destierro de otros. En este caso a
nombrar rey ya no se atreven; dura aun el temor de la injusticia de los pasados.
Para confiar el gobierno a muchos no tienen ánimo; está aun muy reciente la
memoria de sus anteriores yerros. Sólo les queda salvo el recurso que hallan en
sí mismos, a éste se atienen, y he aquí transformado el gobierno de oligarquía
en democracia, y sustituido el poder y cuidado de los negocios en sus personas.
Mientras duran algunos que sufrieron la insolencia y despotismo del gobierno
anterior, contentos con el presente estado, prefieren a todo la igualdad y la
libertad. Pero suceden jóvenes, entra el gobierno en manos de sus nietos, y ya
entonces la misma costumbre desestima la igualdad y la libertad, y sólo se
anhela por dominar a los otros: escollo donde comúnmente tropiezan los que
exceden en riquezas. De aquí adelante, arrastrados de esta pasión, como no
pueden satisfacerla ni por sí propios ni por sus virtudes personales, emplean
sus bienes en cohechar y corromper el pueblo de todas maneras. Una vez enseñado
éste a dejarse sobornar y vivir a costa de la loca ambición de honores de sus
jefes, desde aquel punto desaparece la democracia, y sucede en su lugar la
fuerza y la violencia. Porque acostumbrada la plebe a mantenerse de lo ajeno y a
fundar la esperanza de subsistencia sobre el vecino; si a la sazón se la
presenta un jefe esforzado, intrépido y excluido por la pobreza de los cargos
públicos, se asocia con él, se entrega a los últimos excesos, y todo son
muertes, destierros, repartimientos de tierras, hasta que al fin encrudelecida
vuelve a hallar señor y monarca que la domine.
Tal es la revolución de los gobiernos, tal el orden que tiene la naturaleza en
mudarlos, transformarlos y tornarlos a su primitivo estado. Conocidos a fondo
estos principios, bien podrá uno engañarse sobre la duración que ha de tener el
presente estado; perorara vez le desmentirá el fallo que eche sobre el grado de
elevación o decadencia en que se halla, ni sobre la forma de gobierno en que
vendrá a cambiarse, si lo forma sin pasión ni envidia. Con esta investigación
fácilmente se conocerá el establecimiento, progresos, elevación y trastorno que
vendrá a tener la República Romana. Pues aunque, como acabo de decir, esta
República está fundada desde el principio y acrecentada según las leyes de la
naturaleza tan bien como otra, con todo sufrirá igualmente su trastorno natural.
Pero esto lo aclarará mejor la consecuencia. Ahora disertaremos brevemente sobre
la legislación de Licurgo; asunto que no desdice de nuestro propósito.
CAPÍTULO V
Alabanza del gobierno de Licurgo.
Ciertamente Licurgo había llegado a comprender que todos los trastornos que
hemos dicho eran naturalmente inevitables. Se hallaba persuadido que toda
especie de gobierno simple y constituida sobre una sola autoridad era peligrosa,
por degenerar rápidamente en el vicio familiar y consiguiente a su naturaleza. A
la manera que el orín en el hierro, la polilla y la carcoma en la madera son
pestes connaturales que, sin necesidad de otros males exteriores corroen estos
cuerpos, porque fomentan en sí mismos la causa de su destrucción; de igual modo
cada especie de gobierno alimenta dentro de sí un cierto vicio que es la causa
de su ruina. Por ejemplo, la monarquía se pierde por el reino, la aristocracia
por la oligarquía, la democracia por el poder desenfrenado y violento; en cuyas
transformaciones es imposible, como poco ha manifestábamos, dejen devenir a
parar con el tiempo todas las especies de gobierno mencionadas. Atento a esto,
Licurgo formó su república, no simple ni uniforme, sino compuesta delo bueno y
peculiar que encontró en los mejores gobiernos, para que ninguna potestad
saliese de su esfera y degenerase en el vicio connatural. En su república
estaban contrapesadas entre sí las autoridades, para que la una no hiciese ceder
ni declinar demasiado a la otra, sino que todas se hallasen en equilibrio y
balanza, a la manera del barco que por todas partes es impelido igualmente de
los vientos. El miedo del pueblo, que tenía su buena parte en el gobierno,
contenía la soberbia de los reyes. Al pueblo, para que no se atreviese contra el
decoro de los reyes, refrenaba el respeto del Senado, cuerpo formado de gentes
escogidas y virtuosas, que siempre se habían de poner de parte de la justicia.
De suerte que la parte más flaca, pero que conservaba en vigor la disciplina,
venía a ser la más fuerte y poderosa con la agregación y contrapeso del Senado.
Con este género de gobierno conservaron los lacedemonios su libertad por más
tiempo que otro pueblo de que tengamos noticia; y con esta política, Licurgo,
previendo de dónde y cómo se originan los males, estableció la mencionada
república sin peligro.
Los romanos, aunque en el establecimiento de su república se propusieron el
mismo objeto, no fueron conducidos por la razón, sino por los muchos combates y
peligros, a cuya costa aprendieron la forma de gobierno que más bien les
convenía. De este modo llegaron al mismo fin que Licurgo y fundaron una
república la más perfecta que conocemos.
El recto juez no debe calificar los escritores por lo que omiten, sino por lo
que manifiestan. Si en ellos encuentra alguna cosa falsa, se debe persuadir que
aquélla se les escapó por ignorancia; pero ti todo es verdadero, les debe hacer
el favor de que el silencio, en ciertas cosas, más proviene del juicio que de la
ignorancia.
CAPÍTULO VI
Diversas potestades que forman la República Romana y derechos propios de cada
una.
Como hemos dicho antes, el gobierno de la República Romana estaba refundido en
tres cuerpos, y en todos tres tan equilibrados y bien distribuidos los derechos,
que nadie, aunque sea romano, podrá decir con certeza si el gobierno es
aristocrático, democrático o monárquico. Y con razón; pues si atendemos a la
potestad de los cónsules, se dirá que es absolutamente monárquico y real; si a
la autoridad del Senado, parecerá aristocrático, y si al poder del pueblo, se
juzgará que es Estado popular. He aquí, con poca diferencia los derechos propios
que tenía en lo antiguo y tiene ahora cada uno de estos cuerpos. Los cónsules,
mientras se hallan en Roma y antes de salir a campaña, son árbitros de los
negocios públicos. Todos los demás magistrados, a excepción de los tribunos, les
están sujetos y obedecen. Ellos conducen los embajadores al Senado, proponen los
asuntos graves que se han de tratar, y les pertenece todo derecho de formar
decretos. A su cargo están todos los actos públicos que se han de expedir por el
pueblo, convocar asambleas, proponer leyes y decidir sobre el mayor número de
votos. Tienen una autoridad casi soberana en los aparatos de la guerra y en todo
lo concerniente a una campaña, como mandar en los aliados a su antojo, crear
tribunos militares, alistar ejércitos y escoger tropas. En campaña pueden
castigar a su arbitrio y gastar del dinero público cuanto gusten, para lo cual
les acompaña siempre un cuestor, que ejecuta prontamente todas sus órdenes. Al
considerar la República Romana por este aspecto, se dirá con razón que su
gobierno es simplemente monárquico y real. Si no obstante alguno de estos
derechos, o de los que diremos después, se cambiase en la actualidad o dentro de
poco, no por eso dejará de ser nuestro juicio menos verdadero.
Lo primero en que manda el Senado es en el erario. Nada entra ni sale de él sin
su orden. Ni aun los cuestores pueden expender alguna suma en los usos
particulares sin su decreto, a excepción de lo que gasta para los cónsules. Aun
para aquellas grandes y considerables sumas que tienen que gastar los censores
todos los lustros en reparo y adorno de los edificios públicos, es el Senado
quien les da su autorización para tomarlas. Asimismo, todos los delitos
cometidos dentro de Italia, que requieren una corrección pública, como
traiciones, conjuraciones, envenenamientos y asesinato, son de la jurisdicción
del Senado. Es también de su inspección ajustar las diferencias que se originen
entre particulares o ciudades de Italia, castigarlas, socorrerlas y defenderlas
si lo precisan. Si es menester despachar alguna embajada fuera de Italia para
reconcilian las potencias, exhortarlas o mandarlas que emprendan o declaren la
guerra, es el Senado quien tiene esta incumbencia. De igual modo da audiencia a
los embajadores que vienen a Roma, delibera sobre sus pretensiones, y da la
conveniente respuesta. En nada de cuanto hemos manifestado tiene que ver el
pueblo; de suerte que si uno entra en Roma a tiempo que no estén los cónsules,
le parecerá su gobierno una pura aristocracia; concepto en que están también
muchos griegos y reyes a la vista de que casi todos sus negocios dependen de la
autoridad del Senado.
En este supuesto no será extraña la pregunta: ¿qué parte es la que queda al
pueblo en el gobierno? Por un lado el Senado dispone de todo lo que hemos dicho,
y lo principal, maneja a su arbitrio el cobro y gasto de las rentas públicas;
por otro, los cónsules son absolutos en los aparatos de guerra, e independientes
en campaña. Sin embargo, el pueblo tiene su parte, y muy principal. Él es el
solo árbitro de los premios y castigos, únicos polos en que se sostienen los
imperios, las repúblicas y toda la conducta de los hombres. En el Estado donde
no se conoce diferencia entre estos dos resortes, o reconocido se hace de ella
mal uso, no puede existir cosa arreglada. Y si no, ¿qué equidad donde el bueno
está a nivel del malo? El pueblo juzga e impone multas cuando lo merece el
delito, y éstas recaen principalmente sobre los que obtienen los primeros
cargos. Él sólo condena a muerte, en lo cual hay una costumbre laudable y digna
de recordar, por la que el reo de pena capital, mientras se le sigue la causa,
tiene facultad de ausentarse públicamente y acogerse a un destierro voluntario,
aunque falte alguna tribu que no le haya prestado su voto. El reo puede vivir
con seguridad en Nápoles, Preneste, Tibur u otra ciudad con quien se tenga
derecho de asilo. El pueblo distribuye los cargos entre los que lo merecen; la
más bella recompensa que se puede conceder a la virtud en un gobierno. Es dueño
de aprobar o reprobar las leyes; y lo principal, se le consulta sobre la paz y
sobre la guerra; y bien se trate de hacer alianzas, bien de terminar una guerra,
bien de concertar un tratado, él es el que ratifica y aprueba estos proyectos, o
los anula y desprecia. A la vista de esto cualquiera dirá con razón que el
pueblo tiene la mayor parte en el gobierno, y que es popular el Estado.
CAPÍTULO VII
Contrapeso y conexión que poseen entre sí las tres potestades que forman la
República Romana.
Una vez expuesto cómo la República Romana esta dividida en tres especies de
gobierno, veamos ahora de qué forma se pueden oponer la una a la otra, o
auxiliarse mutuamente. El cónsul, después que revestida de esta dignidad sale a
campaña al frente de un ejército, aunque parece absoluto cuanto al éxito de la
expedición, sin embargo necesita del pueblo y del Senado, sin los cuales no
puede llevar a cabo sus propósitos. Al ejército por precisión se le han de estar
remitiendo, provisiones sin interrupción, pues sin orden del Senado; no se le
puede enviar ni víveres, ni vestuario, ni sueldo, de suerte que los propósitos
de los cónsules quedarán sin efecto si el Senado se propone no entrar en sus
miras o hacer oposición. El consumar o no los cónsules sus ideas y proyectos
depende del Senado, pues en él está enviar sucesores concluido el año, o
continuarle el mando. En él estriba también exagerar y pondera sus expediciones
u oscurecerlas y disminuirlas. Lo que entre los romanos se llama triunfo,
ceremonia que representa al pueblo una viva imagen de las victorias de sus
generales, o no lo pueden celebrar con decoro los cónsules, o no lo obtienen, si
el Senado no consiente y da para los gastos. Por otra parte, como el pueblo
tiene autoridad para concluir la guerra, por más distantes que se hallen de
Roma, precisan, no obstante, su favor. Porque, como hemos manifestado antes, el
pueblo es el que puede anular o ratificar los pactos y tratados. Y lo que es más
que todo, una vez depuestos del mando, toca al pueblo el juicio de sus acciones.
De suerte que de ninguna forma pueden sin peligro desatender ni la autoridad del
Senado, ni el favor del pueblo.
Por el contrario, el Senado, en medio de ser tanta su autoridad, necesita sin
embargo atender y tener gran consideración al pueblo en el manejo de los
negocios públicos. No puedo proceder en los juicios graves y arduos, ni castigar
los delitos de Estado que merezcan muerte si el pueblo antes no los confirma. Lo
mismo es de las cosas que respectan al Senado mismo; porque si alguno propone
una ley que hiera de algún modo la autoridad de que están en posesión los
senadores, o que coarte sus preeminencias y honores, o que disminuya sus
haberes, de todo esto toca la aprobación o reprobación al pueblo. A más de esto,
si un tribuno se opone a las resoluciones del Senado, no digo pasar adelante,
por ni aun reunirse o congregarse pueden los senadores. El cargo de los tribunos
es ejecutar siempre la voluntad del pueblo y atender principalmente a su gusto.
A la vista de lo que hemos dicho, no es extraño que el Senado tema y respete al
pueblo. De igual modo el pueblo se halla sujeto al Senado y necesita
contemporizar o con todo el colegio o con alguno de sus miembros. Son
innumerables las obras que hay por toda Italia, cuyo asiento está a cargo de los
censores, como construcción y restauración de edificios públicos, impuestos
sobre ríos, puertos, jardines, minas, tierras, y, en una palabra, cuantas
gabelas comprende el Imperio romano. Todas estas cosas pasan por manos del
pueblo; de suerte que casi desde el primero hasta el último está implicado o en
estos ajustes o en el cuidado de estos ministerios. Unos hacen por sí el
arriendo con los censores, otros se forman en compañía, aquél sale por fiador
del asentista, éste asegura con sus haberes al erario, y de todo esto es árbitro
el Senado. Porque él da moratorias, él remite en parte la deuda si sobreviene
algún caso fortuito, y en caso de imposibilidad él rescinde enteramente el
asiento. En fin, tiene mil ocasiones en que puede hacer un gran perjuicio o
favor a los que manejan las rentas públicas, porque toda inspección de esto
atañe al Senado. Y, sobre todo, de este cuerpo es de donde se sacan jueces para
los más de los contratos, tanto públicos como particulares, que son de alguna
importancia. Convengamos, pues, en que todo el pueblo tiene puesta su confianza
en el Senado, y por temor de que con el tiempo necesite su amparo no se atreve a
resistir ni oponerse a sus órdenes. Asimismo se guarda bien de hacer oposición a
los propósitos de los cónsules, porque todos, en particular y en general, están
sujetos en campaña a sus preceptos.
Tal es el poder que tiene cada una de estas potestades para perjudicarse o
ayudarse mutuamente, y todas ellas están tan bien enlazadas contra cualquier
evento, que con dificultad se encontrará república mejor establecida que la
romana. Sobreviene del exterior un terror público que pone a todos en la
precisión de conformarse y coadyuvarse los unos a los otros; es tal el vigor y
actividad de este gobierno que nada se omite en cuanto es necesario. Todos los
cuerpos contribuyen a porfía a un mismo propósito. No halla dilaciones lo
decidido, porque todos en general y en particular cooperan a que tenga efecto lo
proyectado. He aquí por qué es invencible la constitución de esta república, y
siempre tienen efecto sus empresas. Por el contrario, sucede que los romanos,
libres de toda guerra exterior, disfrutan la buena fortuna y abundancia que les
han procurado sus victorias, y que el logro de tal dicha, la adulación y el ocio
los hace, como es regular, soberbios e insolentes; entonces principalmente es el
ver a esta república sacar de su misma constitución el remedio de sus males.
Porque al punto que una de las partes pretende ensoberbecerse y arrogarse más
poder que el que la compete, como ninguna es bastante por sí misma, y todas,
según hemos dicho, pueden contrastar y oponerse mutuamente a sus propósitos,
tiene que humillar su altivez y soberbia. Y así todas se mantienen en su estado,
unas por hallar oposición a sus deseos, otras por temor de ser oprimidas de las
compañeras.
CAPÍTULO VIII
Reglamentos militares del pueblo romano.- Nombramiento de tribunos.- Recluta de
tropas naturales y aliadas.
Después que eligen cónsules, los romanos pasan as crear tribunos militares. Se
nombran catorce de los que ya han servido cinco años, y diez de los que ya han
militado diez. Todo ciudadano, hasta la edad de cuarenta y seis años, tiene por
obligación que llevar las armas, o diez años en la caballería o dieciséis en la
infantería. Sólo se exceptúan aquellos cuyo haber no llega a cuatrocientas
dracmas, que éstos los destinan a la marina. Aunque si urge la necesidad, las
gentes de a pie prosiguen hasta los veinte años. A ninguno es ilícito obtener
cargo de magistrado si no ha cumplido diez años en la milicia. Cuando los
cónsules tienen que efectuar levas de soldados, cosa que se practica todos los
años, anuncian primero al pueblo el día en que se deberán reunir todos los que
puedan llevar las armas. Venido el día, llegados a Roma los de la edad
competente y congregados en el Capitolio, los más jóvenes de los tribunos, por
el orden que los ha elegido el pueblo, o los cónsules les prescriben, se dividen
en cuatro partes, porque entre los romanos la total y primaria división de sus
tropas es de cuatro legiones. Los cuatro primeros nombrados son para la primera
legión, los tres siguientes para la segunda, los cuatro consecutivos para la
tercera y los tres últimos para la cuarta. Entre los más ancianos, los dos
primeros los aplican a la primera legión, los tres segundos a la segunda, los
dos siguientes a la tercera y los tres últimos a la cuarta. Llevada acabo la
división y elección de tribunos de forma que cada legión tenga igual número de
jefes, los tribunos, sentados separadamente, sortean las tribus y las llaman una
por una conforme van saliendo. De la primera tribu que ha salido por suerte
sacan cuatro jóvenes, iguales con poca diferencia de edad y fuerzas, los hacen
venir a su presencia y los primeros tribunos escogen los soldados de la primera
legión, los segundos de la segunda, los terceros de la tercera y los últimos de
la cuarta. Vuelven a llamar otros cuatro, y entonces los tribunos primeros
eligen los soldados de la segunda legión, los segundos y terceros cada uno de la
suya y los últimos de la primera. Vienen otros cuatro, los primeros tribunos
sacan los soldados para la tercera legión y los últimos para la segunda; de
suerte que turnando de este modo la elección por todos, cada legión viene a
estar formada de hombres de una misma talla y de unas mismas fuerzas. Una vez
completo el número necesario (que a veces es de cuatro mil doscientos infantes
para cada legión, y a veces de cinco mil, si amenaza mayor peligro), se pasa a
la caballería. Antiguamente había la costumbre de escogerse ésta después de
completo el número de gentes de a pie, y para cada cuatro mil se daban
doscientos caballos; pero al presente se saca primero la caballería, según la
estimación de rentas que tiene hecha el censor, y para cada legión asignan
trescientos caballos. Finalizada la leva del modo manifestado, los tribunos
congregan cada uno su legión, escogen uno entre todos, el más idóneo, y le toman
juramento de que obedecerá y ejecutará en lo posible las órdenes de los jefes.
Todos los demás van pasando uno por uno y prestan el mismo juramento. Al mismo
tiempo los cónsules despechan a los magistrados de las ciudades aliadas de
Italia, de donde quieren sacar socorro, para hacerles saber el número, día y
lugar donde han de concurrir las tropas elegidas. Las ciudades, efectuada la
leva y juramento de las tropas de igual modo que hemos dicho, nombran un jefe y
un cuestor y las envían. En Roma los tribunos, después de tomado el juramento a
los soldados, señalan a cada legión día y lugar donde han de presentarse sin
armas y les dan su licencia. Reunidos éstos el día señalado, se escoge de los
más jóvenes y más pobres para los que se llaman vélites, de los que siguen para
hastatos, de los que están en el vigor de su edad para príncipes y de los más
ancianos para triarios. Así es que entre los romanos hay cuatro clases de gentes
en cada legión, diferentes en nombre, edad y armas. La repartición se hace de
este modo: seiscientos los más ancianos para triarios, mil doscientos para
príncipes, otros tantos para hastatos y el resto, que se compone de los más
niños, para vélites. Si la legión pasa de cuatro mil hombres, se reparten a
proporción entre las clases, menos en la de los triarios, que ésta nunca varía.
CAPÍTULO IX
Armas utilizadas por los romanos.
Por lo que se refiere a los vélites están armados de espada, flecha y broquel,
especie de escudo, fuerte por su estructura y bastante capaz para la defensa. Es
de figura redonda y tiene tres pies de diámetro. Llevan en la cabeza un adorno
humilde. Éste a veces es una piel de lobo o cosa parecida, que sirve a un tiempo
de reparo y distintivo para dar a conocer a los oficiales subalternos los que se
distinguen o no en los combates. La flecha es una especie de arma arrojadiza,
cuya asta mide cuando menos dos codos de largo y un dedo de grueso. El casquillo
es un gran palmo de largo, pero tan agudo y afilado, que se tuerza sin remedio
al primer golpe y no puedan volverle a arrojar los contrarios: o de otro modo ya
es un género común de dardo. Los de más edad, llamados hastatos, portan armadura
completa. Ésta, entre los romanos, se compone primero de un escudo, cuya convexa
superficie tiene dos pies y medio de ancho y cuatro de largo, o cuando más, el
mayor excede un palmo. Está hecho de dos tablas encoladas, y cubiertas por fuera
primero con lienzo y después con piel de becerro. Tiene toda la circunferencia
guarnecida de alto abajo de un cerco de hierro, para defenderse de los tajos de
las espadas y para que no se pudra fijado en tierra. Está asimismo el convexo
cubierto de hierro, para liberar los golpes mortales de piedras picas y todo
tiro violento. A más de esto tienen espada los hastatos que llevan al muslo
derecho y llaman española, cuya hoja fuerte y estable es excelente para herir de
punta y cortar de tajo por ambos lados. Llevan a más dos picas, un morrión de
bronce y botas. Las picas unas son gruesas, otras delgadas; las de más grosor
unas son redondas, otras cuadradas; aquellas miden cuatro dedos de diámetro y
éstas el diámetro de uno de sus costados. Las delgadas se asemejan a los dardos
medianos, que portan también los hastatos. La longitud del asta de unas y otras
es casi de tres codos. La hoja de hierro a manera de anzuelo que tienen pegada
es de la misma longitud que el asta, cuya unión y encaje está tan bien
asegurado, que entra hasta la mitad de la madera y está atravesado con
frecuentes clavos; de suerte que, en un apuro, antes se hará pedazos el hierro
que falsee el encaje, a pesar de que al final, en aquella parte donde se une con
la madera, sólo tenga dedo y medio de grueso: tanto y tan particular es el
cuidado que ponen en esta trabazón. Adornan a más de esto el morrión con un
penacho de tres plumas derechas, encarnadas o negras, casi un codo de altas;
añadidura sobre la cabeza que, junto con las otras armas, los hace parecer el
doble mayores, los hermosea y hace terribles al enemigo. El común de soldados
añade a lo dicho una plancha de bronce de doce dedos por todos lados, que ponen
sobre el pecho, y llaman pectoral, con lo cual quedan armados completamente.
Pero los que están regulados en más de diez mil dracmas, en vez de pectoral
llevan una cota de malla.
De igual modo están armados los príncipes y triarios, a excepción de que en vez
de picas los triarios portan lanzas. De cada una de estas clases de soldados,
menos de la de los vélites, se sacan diez capitanes, con respecto al valor.
Después de éstos se escogen otros diez, y todos se llaman centuriones, de los
cuales el primer elegido tiene entrada en el consejo. Éstos vuelven a elegir
otros tantos tenientes. Síguese después la división de cada cuerpo, a excepción
de los vélites, por edades en diez partes, y a cada una la asignan dos jefes de
los escogidos y dos tenientes. Los vélites, a proporción del número, están
divididos por igual en todas las otras partes. Cada una de éstas se llama
centuria, cohorte o manípulo, y sus jefes centuriones o capitanes. Cada uno de
éstos escoge en su manípulo dos, los más esforzados y valientes, para llevar las
banderas. No es sin motivo el poner dos capitanes a cada centuria. Pues no
sabiéndose lo que hará uno solo o lo que le podrá ocurrir, y por otra parte en
materias militares no tengan lugar las excusas, no quieren que la centuria esté
jamás sin quien la mande. Cuando los dos jefes se hallan presentes, el primer
elegido manda la derecha de la cohorte y el segundo la izquierda; pero si uno de
ellos está ausente, el que resta la conduce toda. En la elección de centuriones
no tanto se mira a la audacia e intrepidez como al talento de mandar, constancia
y presencia de ánimo. No se quiere que sin más ni más vengan a las manos y den
principio al combate, sino que perseveren en la prepotencia y opresión del
enemigo, y perezcan antes que abandonar el puesto.
La caballería se divide del mismo modo en diez compañías; de cada una se nombran
tres capitanes y éstos eligen tres tenientes. El primer capitán manda la
compañía, los otros dos hacen veces de decuriones y tienen este nombre. En
ausencia del primero, entra el segundo en el mando. Las armas de la caballería
actualmente son parecidas a las de los griegos; pero antiguamente no traían
lorigas, sólo peleaban con túnicas: compostura que para montar y apearse de un
caballo les daba mucha agilidad y desembarazo; pero para el combate eran muy
peligrosas, porque peleaban desnudos. Las lanzas les eran inútiles por dos
razones: la primera, porque haciéndolas delgadas y flexibles no podían acertar
directamente con el objeto que estaba delante, y antes de entrar la punta por el
contrario las más se hacían pedazos, blandiéndose con el movimiento mismo del
caballo; la segunda, porque no las construían con punta en la parte posterior, y
así si al primer golpe se quebraba la punta de delante, el resto venía a serles
inútil e infructuoso. Tenían a más un broquel de cuero de buey, parecido a
aquellas tortas ovaladas que sirven de oblación en los sacrificios. Esta era una
especie de arma que no servía para reparar los golpes por no tener firmeza, y si
se llegaba a ablandar y humedecer con las lluvias, la que antes era poco útil,
ahora venía a ser de ningún provecho. He aquí por qué desechadas sus propias
armas sustituyeron las de los griegos. Efectivamente, con éstas el primer bote
de lanza es recto y eficaz, porque la construcción del asta es inflexible y
estable, y vuelta al revés es firme y violento. De igual modo, los broqueles son
duros y sólidos, ya para la defensa, ya para el ataque. A la vista de esto, los
romanos al punto siguieron el ejemplo, porque es el pueblo que más bien cambia
de usos y emula lo mejor.
Después que los tribunos han efectuado esta distribución y dado las órdenes
convenientes sobre las armas, envían los soldados a sus casas. Llegado el día en
que juraron todos reunirse en el lugar señalado por los cónsules (por lo regular
cada uno señala sitio separado para sus soldados, que son la mitad de los
aliados, y dos legiones romanas), todos los alistados asisten indefectiblemente,
sin que se admita otra excusa a los juramentados que los auspicios y la
imposibilidad. Así que están reunidas las tropas aliadas y romanas, doce
oficiales, creados por los cónsules y llamados prefectos, se encargan de la
economía y manejo de toda la armada. Primeramente apartan de todos los aliados
que han venido la caballería e infantería más esforzada en un lance apurado,
para asistir a los cónsules. Éstos se llaman extraordinarios, que equivale en
griego a ’ . El total de aliados de infantería es igual por lo común a las
legiones romanas; pero el de caballería es dos veces mayor. De éstos toman para
extraordinarios la tercera parte, poco más o menos, de la caballería y la quinta
de la infantería; el resto lo dividen en dos partes, una llamada ala derecha,
otra ala izquierda. Arreglado todo esto, los tribunos forman las tropas romanas
y aliadas y las hacen acampar. Como en todo tiempo y lugar es una y sencilla la
ordenanza que tienen los romanos en sus campamentos, me ha parecido oportuno dar
aquí a los lectores, en cuanto alcancen mis fuerzas, una idea de la disposición
de las tropas en sus marchas, campamentos y formaciones de batalla. Porque
¿quién será tan indolente sobre materias bellas y curiosas, que no quiera
detener un rato la consideración en un asunto que, oído, le ha de instruir en un
método laudable y digno de saberse?
CAPÍTULO X
Forma de acampar de los romanos.
He aquí cómo acampan los romanos. Una vez señalado lugar para el campo, se toma
para tienda del cónsul o pretorio el terreno de donde con más facilidad pueda
ver y expedir sus órdenes. Plantada una señal en donde se ha de poner la tienda,
alrededor se mide un espacio cuadrado, de suerte que todos los lados se disten
de la señal cien pasos y toda el área sea de cuatrocientos. A la una de las
fachadas y lados de esta figura, aquel que parece más a propósito para salir al
agua y al forraje, se sitúan las legiones romanas de este modo. Ya hemos
manifestado que hay seis tribunos en cada Iegión, y que dos de éstas componen el
ejército de un cónsul, conque por precisión han de acompañar doce tribunos a
cada cónsul. Las tiendas de éstos se ponen todas sobre una línea recta, paralela
a uno de los lados del cuadro que se ha elegido antes y distante de él cincuenta
pies. Este espacio sirve para los caballos, bestias de carga y demás equipaje de
los tribunos. Las tiendas se sitúan de manera que estén de espaldas al pretorio
y mirando al campamento. Esté entendido el lector que esta línea es el frente de
todo el campo, y así la llamaremos siempre en adelante. Puestas a igual
distancia unas de otras las tiendas de los tribunos, ocupan de través tanto
espacio como las legiones. Se vuelven a medir hacia delante otro espacio de cien
pies, y tirada una línea recta que termine este terreno y venga a estar paralela
con las tiendas de los tribunos, se comienza a alojar las legiones, que es de
este modo. Se divide por medio la línea que hemos dicho, y desde este punto se
tira otra que haga dos ángulos rectos, donde se aloja frente por frente la
caballería de ambas legiones, a distancia una de otra de cincuenta pies, que
forman el espacio del intervalo. La disposición de tiendas en la caballería y en
la infantería es igual y parecida; porque bien sea de un manípulo, bien de un
escuadrón, la figura es cuadrada, su vista hacia las calles, su longitud de cien
pies a lo largo de la calle, y regularmente se procura que la profundidad sea la
misma, a excepción del alojamiento de los aliados. Cuando las legiones son más
numerosas, se aumenta a proporción lo largo y ancho del terreno. Efectuado el
alojamiento para la caballería hacia el centro de las tiendas de los tribunos,
viene a figurar como una calle transversal respecto de la línea recta que hemos
manifestado y del espacio que se halla delante de las tiendas de los tribunos.
Todas las calles están divididas por igual en manzanas, donde de uno a otro lado
a lo largo están acampados, bien manípulos, bien escuadrones. A espaldas de la
caballería están puestos los triarios de ambas legiones; detrás de cada
escuadrón un manípulo en la misma forma; de suerte que unos y otros están unidos
en la misma manzana, pero los manípulos miran al lado opuesto de la caballería,
y ocupa cada uno la mitad de ancho respecto de lo largo; porque por lo común son
la mitad menos que los otros cuerpos. Por lo cual, aunque son desiguales en
número, como va-ría la anchura, igualan siempre en longitud con los otros.
A cincuenta pies de distancia de los triarios se hallan alojados, frente por
frente, los príncipes. Miran a este intervalo, y forman otras dos calles, que
principian desde la misma línea recta, tienen su entrada, como la dela
caballería, desde el espacio de cien pies que hay delante de los tribunos, y
terminan en aquel lado del campo opuesto a las tiendas de éstos, que al
principio pusimos por frente de todo el campamento.
A espaldas de los príncipes están los hastatos, mirando a la fachada opuesta,
pero unidos en la manzana. Como los trozos de una legión, según la dividimos al
principio, se componen cada uno de diez manípulos, ocurre que las calles todas
son igualmente largas, y todas finalizan en el lado opuesto al frente del campo,
donde están de través los últimos manípulos.
Desde los hastatos se vuelve a dejar otro espacio de cincuenta pies, donde se
halla colocada frente por frente la caballería de los aliados, que principia
desde la misma línea recta y finaliza en la misma calle. Ya hemos manifestado
antes que el número de aliados de infantería es igual al de las legiones
romanas, pero se apartan de aquí los extraordinarios; y que el de caballería es
doblado, pero se quita una tercera parte para los extraordinarios. No obstante
esta desigualdad, aunque en el terreno que ocupan se les aumenta a proporción la
profundidad, se procura que en la longitud igualen con las legiones romanas.
Efectuadas estas cinco calles, a espaldas de la caballería aliada se sitúa la
infantería de los aliados, dándoles una anchura proporcionada, pero mirando
hacia el atrincheramiento, de suerte que forman por uno y otro lado los lados
del campo.
A la cabeza de cada manípulo de una y otra fachada están las tiendas de los
centuriones. De igual modo que en la caballería se deja por uno y otro lado un
espacio de por medio de cincuenta pies desde el quinto al sexto escuadrón,
igualmente se observa en los manípulos de la infantería; de suerte que viene a
formarse al promedio de las legiones otra nueva calle, de través respecto a las
manzanas, pero paralela con las tiendas de los tribunos. Esta calle se llama la
quinta, porque corre por los quintos manípulos. Del espacio que cae a espaldas
de las tiendas de los tribunos y confina por los lados con la tienda del cónsul,
una parte sirve para mercado, y la otra para el cuestor y las municiones.
Desde las últimas tiendas de los tribunos, tirando por detrás de uno y otro lado
una línea transversal respecto de estas tiendas, se halla el alojamiento de los
escogidos entre la caballería extraordinaria, y otros voluntarios que militan
por amistad con el cónsul. Toda esta caballería está alojada a los lados del
campo, una parte mirando a la plaza del cuestor, otra al mercado. Por lo común
sucede que esta tropa no sólo acampa próxima al cónsul, sino que en las marchas
y otros ministerios ejecuta sus órdenes y las del cuestor, y está siempre a su
lado.
A espaldas de esta caballería, mirando a la trinchera, se halla la infantería
extraordinaria, que hace el mismo servicio. Después de estas tropas se deja una
calle, de cien pies de ancho, paralela con las tiendas de los tribunos, que
atraviesa de un lado a otro el campamento, por la parte de allá del mercado, la
tienda del cónsul y la plaza del cuestor. De parte allá de esta calle acampa la
caballería extraordinaria de los aliados, con las vistas hacia el mercado, el
pretorio y el tesoro. Al promedio del alojamiento de esta caballería, y frente
por frente del pretorio, parte una calle de cincuenta pies, que conduce a la
parte posterior del campamento, y viene a desembocar directamente en la calle de
cien pies de que acabamos de hablar. Detrás de esta caballería está situada la
infantería extraordinaria de los aliados, mirando hacia la trinchera y a la
fachada posterior de todo el campamento. El espacio vacío que queda de uno y
otro lado está destinado para los extranjeros y aliados que casualmente vienen
al campo con algún motivo. Arreglado todo del modo dicho, se ve que la figura de
todo el campamento representa un cuadro igual por todos sus lados, y tanto en la
división particular de manzanas como en la disposición de todo lo demás, se
asemeja a una ciudad.
Desde la trinchera a las tiendas se deja un espacio por todos lados de
doscientos pies. Este vacío es de grande utilidad y provecho, y se halla
cómodamente situado para la entrada y salida de las legiones. Porque cada cuerpo
tiene la salida a este espacio por su calle respectiva, con lo que se evita que,
concurriendo todos a una, se confundan y atropellen unos con otros. A más, los
ganados que se traen del campo y los que se cogen al enemigo, se ponen en este
sitio y se custodian durante la noche. Pero la principal ventaja es que en las
invasiones nocturnas, ni el fuego ni los tiros alcanzan adonde están ellos, a no
ser una rarísima casualidad; y dado que ésta ocurra, casi no causan detrimento,
por la gran distancia y defensivo de las tiendas. Sentado el número de infantes
y caballos en cada legión, bien se componga ésta de cuatro mil, bien de cinco
mil hombres; dada una idea de la profundidad, longitud y latitud de las
cohortes, y asignado el intervalo de calles, plazas y demás sitios, es fácil
comprender la magnitud del terreno y circunferencia de todo el campo. Si desde
el principio de la campaña es mayor el número de aliados, o se aumenta después
por alguna urgencia, a éstos recién llegados, a más del terreno dicho, se les da
alojamiento en la inmediación del pretorio, y entonces el mercado y la plaza del
cuestor se unen en un lugar, el que parezca más conveniente, y a los que
acompañaron el ejército desde el principio, si el número es excesivo, se les
hace una calle al tenor de las otras, de uno y otro lado de las legiones romanas
a los lados del campo. Para el caso de que se hallen unidas todas cuatro
legiones, y los dos cónsules en un mismo recinto, no hay más que figurarse dos
ejércitos situados del modo dicho, vueltos el uno hacia el otro y pegados por el
lado donde acampan los extraordinarios de uno y otro ejército, los cuales hemos
manifestado que se hallan mirando a la espalda del campamento. Cuando esto
ocurre, el campo representa un cuadro oblongo, de doble terreno que ante y vez y
media mayor de circunferencia. Tal es la manera de acampar los dos cónsules
cuando están juntos; pero cuando están separados, a excepción de que el mercado,
el tesoro y las tiendas de los dos cónsules se ponen entre los dos campos, todo
lo demás es lo mismo.
CAPÍTULO XI
Servicios de los soldados romanos en sus campos.
Una vez concluido el campamento, se reúnen los tribunos, y toman juramento, uno
por uno, a todos los hombres libres y esclavos de cada legión. El juramento
consiste en que no robarán nada del campamento, y lo que se encuentren lo
llevarán a los tribunos. Después distribuyen los manípulos de príncipes y
hastatos de cada legión de esta forma: dos para que cuiden del espacio que hay
delante del cuartel de los tribunos; porque como la mayoría de los romanos pasan
todo el día en esta calle, se procura que esté siempre regada y barrida. De los
dieciocho manípulos restantes (hemos sentado antes que los manípulos de hastatos
y príncipes son veinte en cada legión, y seis tribunos), sortea cada tribuno
tres, cuyo servicio por turno es éste. Fijar la tienda del tribuno luego de
asignado lugar para el campamento; allanar el terreno de alrededor; cuidar de
rodear, si es necesario, alguna pieza para seguridad de los utensilios, y dar
dos cuerpos de guardia, cada uno de cuatro hombres, uno para el frente y otro
para la espalda de la tienda junto a la caballería. Como cada tribuno tiene tres
manípulos, y en cada uno de éstos hay más de cien hombres, sin contar con los
triarios y los vélites, que éstos no hacen servicio, la fatiga es llevadera,
pues no toca la guardia a cada manípulo sino de cuatro en cuatro días. Todo
esto, al paso que contribuye para la comodidad de los tribunos en lo necesario,
da lustre y autoridad a sus empleos.
Los triarios se hallan exentos del servicio de los tribunos, pero cada manípulo
tiene que dar diariamente un cuerpo de guardia al escuadrón de caballería
correspondiente que tiene a su espalda. Su obligación, entre otras, es cuidar
principalmente de que los caballos no se enreden con los ronzales y se manquen,
o que sueltos no acoceen a los otros y originen algún alboroto y conmoción en el
campamento. Entre todos los manípulos uno hace diariamente la guardia por turno
en la tienda del cónsul, guardia que a un tiempo le asegura de cualquier
asechanza y autoriza la majestad del mando.
El levantar el foso y la trinchera por los dos lados toca a los aliados, a cuya
inmediación acampan sus dos alas; los otros dos incumben a los romanos, uno a
cada legión. Cada lado se divide en partes a proporción de los manípulos; el
mecanismo particular de la obra lo presencian los centuriones, y la aprobación
de toda ella pertenece a dos tribunos. Asimismo están encargados del restante
cuidado del campo los tribunos, que distribuidos de dos en dos turnan en el
mando por dos meses durante el semestre, y aquellos a quienes cupo la suerte,
autorizan todo lo que pasa en el campo. El mismo mando obtienen los prefectos
entre los aliados. Lo mismo es amanecer, que los caballeros y centuriones acuden
a las tiendas de los tribunos, y éstos a la del cónsul. El cónsul comunica lo
que urge a los tribunos, los tribunos a los caballeros y centuriones, y éstos a
los soldados cuando es su tiempo. Para evitar toda falta en la forma de dar el
santo por la noche, se hace de esta suerte: en cada cuerpo, bien sea de
caballería, bien de infantería, el décimo manípulo acampa a lo último de la
calle, de éste se saca un soldado que está exento de toda fatiga; éste va todos
los días, al ponerse el sol, a la tienda del tribuno, donde recibe el santo, que
es una tablilla con alguna señal o inscripción y se vuelve. Llegado a su
manípulo, entrega la tablilla y la señal delante de testigos al centurión de la
cohorte inmediata, éste al de la siguiente, y así sucesivamente hasta llegar a
los primeros manípulos que acampan junto a los tribunos. La tablilla, antes que
acabe el día, ha de estar de vuelta en poder del tribuno, el cual, si halla
suscritas todas las cohortes, conoce que el santo se ha dado a todos, y que para
llegar a él ha pasado por manos de todos. Pero si falta alguna, al punto por la
inscripción conoce a qué cohorte no se ha dado la tablilla, averigua en qué
consiste, y al que tiene la culpa le impone el castigo correspondiente. Cuanto a
las centinelas de por la noche, se distribuyen de esta manera: un manípulo hace
la guardia al cónsul y su tienda. Los nombrados de cada cohorte, según tenemos
ya manifestado, la hacen a las tiendas de los tribunos y a los escuadrones de
caballería. Asimismo, cada cuerpo saca una guardia de sí propio. Todas las demás
se distribuyen a gusto del general. Por lo regular da tres hombres al cuestor, y
dos a cada uno de los legados y consejeros. El exterior del campo se halla a
cargo de los vélites, que hacen sus centinelas durante el día a todo lo largo de
la trinchera. Este es el servicio que hace este cuerpo, a más de otros diez
hombres que pone en cada puerta del campo.
De cada cuerpo de guardia destinado a la fatiga, el primero que la ha de montar
es conducido por un teniente de cada manípulo al ponerse el sol a la tienda del
tribuno; quien entrega a todos estos una tablilla muy pequeña, marcada con
alguna nota, y una vez recibida se marchan a sus puestos respectivos.
El cargo de rondar las centinelas es de la caballería. El primer capitán de cada
legión comunica por la mañana a uno de sus subalternos la orden de que nombre
cuatro jóvenes de su mismo escuadrón, para hacer la ronda antes de comer. A más
de esto, debe prevenir por la tarde al jefe del segundo escuadrón, que a él toca
rondar el día siguiente. Éste, advertido, da la misma orden que hemos dicho para
el día inmediato, y así sucesivamente. Aquellos cuatro soldados del primer
escuadrón elegidos por el oficial subalterno, después que han sorteado entre sí
las guardias, se dirigen a la tienda del tribuno donde reciben por escrito la
orden de cuántos y cuáles cuerpos de guardia han de visitar. Después, estos
mismos cuatro caballeros montan la guardia al primer manípulo de los triarios,
cuyo centurión tiene el cuidado de mandar tocar la trompeta a cada vigilia.
Llegado el tiempo, ronda la primera vigilia aquel a quien cupo la suerte,
acompañado de algunos amigos que lleva por testigos. Visita no sólo las guardias
apostadas en la trinchera y las puertas, sino las de cada manípulo y cada
escuadrón. Si halla despiertas y alerta las de la primera vigilia, recibe de
ellas la tablilla; pero si encuentra alguna dormida, o que ha abandonado el
puesto, pone por testigos a los que lleva consigo, y se marcha. La misma
diligencia se hace en la ronda de las vigilias restantes. El cuidado de tocar la
trompeta a cada vigilia, para que tanto los que han de rondar como las
centinelas estén acordes, incumbe por días a los centuriones del primer manípulo
de los triarios de cada legión.
CAPÍTULO XII
Castigos de los delitos y premios al valor.
Apenas amanece, que al punto los que han estado de ronda llevan al tribuno las
tablillas; quien si encuentra todas las que antes había entregado, los deja ir
sin castigo, pero si falta alguna respecto el número de centinelas, inquiere por
la nota de qué cuerpo de guardia es la que falta y averiguado, llama al
centurión. Éste hace venir a los que estaban nombrados, para la guardia, y los
carea con la ronda. Si la falta reside en las centinelas, la ronda pone por
testigos a sus compañeros. Por eso es necesario que los lleve; de lo contrario,
recae sobre ella toda la culpa. Se forma al instante un consejo de guerra, el
tribuno sentencia, y al que sale condenado se le da una paliza.
La paliza es de esta forma: coge el tribuno una varita, con la que no hace más
que tocar al reo, y al punto todos los de la legión dan sobre él a palos y
pedradas, de suerte que los más pierden la vida en el suplicio. Pero si alguno
escapa, no por eso queda salvo, porque ni se le permite tornar a su patria, ni
se atreverá pariente alguno a acogerle en su casa. Y así el que una vez ha
venido a tan triste estado, no le queda más arbitrio que la muerte. El mismo
castigo existe para el oficial subalterno y el jefe del escuadrón, si aquella la
ronda y éste al decurión del escuadrón siguiente no les advierte a tiempo su
obligación. De este modo, un castigo tan severo e irremisible mantiene en su
vigor la disciplina de las centinelas nocturnas.
Los soldados reciben las órdenes de los tribunos, y éstos de los cónsules. El
tribuno puede imponer multas, exigir fianzas y aplicar castigos. Igual potestad
tienen los prefectos entre los aliados. Se castiga asimismo con paliza al que
roba en el campamento, al que jura en falso, al que en la flor de la edad abusa
de su cuerpo, y al que ha sido multado tres veces por una misma cosa. Tales son
los delitos que se castigan con pena corporal. Hay otros que sólo tienen una
nota de timidez e ignominia; como si uno, por lograr premio, cuenta al tribuno
una hazaña que no ha realizado; Si apostado de centinela, desampara por miedo el
sitio, o si cobarde arroja las armas en el .combate. Por eso se ven soldados
que, temerosos del castigo que les espera, prefieren antes perecer visiblemente
en el puesto `,aunque sea superior el número de los enemigos, que no abandonar
la línea. Otros que, perdido durante la acción el escudo, la espada u otra
cualquier arma, se lanzan temerarios en manos de los contrarios, o para recobrar
lo que han perdido, o para evitar con la muerte la manifiesta vergüenza y
escarnio de sus compañeros.
Si tal vez son muchos los que han incurrido en la misma falta, y manípulos
enteros han sido forzados a dejar sus puestos, entonces no imponen la pena de
palos o muerte a todos, pero se valen de un expediente no menos útil que
terrible. Reúne la legión el tribuno, hace salir al medio los culpados, y luego
de una severa reprensión, sortea unas veces de cinco en cinco, otras de ocho,
otras de veinte, y en una palabra, ateniéndose al número, procura que salga
siempre el décimo. A aquellos a quienes cupo la suerte, se les da la paliza sin
remedio. A los demás en vez de trigo se les distribuye ración de cebada, y se
les hace acampar fuera del real y de las fortificaciones del campamento. De esta
forma, como el peligro y el miedo de salir por suerte amenaza por igual a todos,
como que no se sabe a quién tocará, y por otra parte la ignominia de mantenerse
con cebada recae sobre todos; de esta disciplina se saca un preservativo, que
infunde terror para el futuro, y corrige al mismo tiempo el daño pasado.
Para inspirar valor a la juventud, tienen un excelente medio. Después de una
batalla, si algunos se han señalado, el cónsul convoca el ejército, coloca a su
lado los que se han distinguido, hace primero un elogio de cada uno sobre
aquella hazaña particular y sobre cualquiera otra digna de recordar que haya
realizado durante el resto de su vida y después los recompensa. Si ha herido al
enemigo, le obsequia con una lanza; si le ha muerto o despojado, al de pie le da
una copa, y al de a caballo un jaez, bien que antiguamente no se daba más que
una lanza. Pero esto se debe entender, no de aquellos soldados que en una
batalla campal o en la toma de una plaza hubiesen dado muerte o despojado
algunos contrarios, sino de aquellos que en una escaramuza o cualquier otro
encuentro particular, donde no es obligado acudir personalmente, de voluntad y
por gusto se arrojan al peligro.
En la toma de una ciudad, los que primero montan el muro tienen una corona de
oro. Asimismo existen premios para el que pone en libertad o salva la vida de un
ciudadano o aliado. Regularmente el mismo libertado corona a su libertador; y si
no quiere, le compele el tribuno por sentencia, y a más tiene que respetarle
durante toda su vida como a padre, y prestarle todos los oficios como a hacedor.
Con estos estímulos se excita la contienda y emulación, no sólo de los que se
hallan presentes en las batallas, sino de los que han quedado en sus casas.
Porque los que han conseguido estos premios, a más de la gloria que disfrutan en
el campo y fama que alcanzan en su patria, de regreso de la campaña se presentan
en las fiestas y juegos con estos distintivos del valor, que no es permitido
llevar sino a los que el cónsul ha honrado. A más de esto cuelgan en el sitio
más visible de sus casas los despojos que han tomado al enemigo, para que sean
monumentos v testimonios de su esfuerzo. Pueblo que con tanto cuidado y esmero
dispensa el premio y el castigo en la milicia, no es extraño logre un éxito
feliz y brillante en sus empresas.
La infantería tiene al día dos óbolos de sueldo; los centuriones doble, y la
caballería una dracma. Al soldado de a pie se le entrega una ración de trigo,
que es poco más de dos partes del medimno ático; a la caballería siete medimnos
de cebada por mes, y dos de trigo. La infantería aliada está igual con la
romana; mas la caballería tiene un medimno y un tercio de trigo, y cinco de
cebada. Todo esto se da gratuitamente a los aliados; pero respecto de los
romanos, el cuestor les descuenta de sus sueldos una cierta suma de víveres,
vestuario y armamento si se necesita.
CAPÍTULO XIII
Forma de abandonar el campo, marchar el ejército y asentar las tiendas.
He aquí cómo levantan el campo. Al primer toque, descuelgan las tiendas y lían
el bagaje. Mas a nadie es lícito quitar o poner tienda, sin haberlo hecho antes
con la del cónsul y las de los tribunos. Al segundo toque, se coloca el bagaje
sobre las bestias; y al tercero empiezan a marchar los primeros, y se mueve todo
el campo. Regularmente van en la vanguardia los extraordinarios, síguese después
el ala derecha de los aliados, y a su inmediación los bagajes de unos y otros.
Marcha luego la primera legión de los romanos y detrás todo su equipaje. A
continuación va la segunda legión, seguida de su propio bagaje y del de los
aliados, que cierran la marcha. Porque siempre en éstas ocupa la retaguardia el
ala izquierda de los aliados. La caballería, unas veces marcha detrás de su
cuerpo de infantería respectivo, otras camina a los lados de las bestias de
carga, para contenerlas y eximirlas de un insulto. Cuando amenaza el enemigo por
la retaguardia, todo permanece en el mismo estado; sólo los extraordinarios de
los aliados, desde la vanguardia pasan a la retaguardia. Entre las legiones y
las alas hay alternativa; un día por su turno marchan a la cabeza, y otro a la
cola, para que todos participen igualmente del agua y de los forrajes. Existe
otro género de marcha, para cuando se recela algún peligro y se camina por
lugares descampados. Se sitúa los hastatos, los príncipes y los triarios a igual
distancia unos detrás de otros en forma de falange triple, y se coloca el bagaje
de los primeros por delante, el de los segundos detrás de los primeros, y el de
los terceros detrás de los segundos, de suerte que los bagajes y los diferentes
cuerpos de tropas estén mezclados alternativamente. Dispuesta así la marcha,
cuando surge el peligro, por una conversión bien a izquierda, bien a derecha, se
hace avanzar el ejército fuera de los equipajes, hacia el lado donde se presenta
el enemigo. De esta forma, en un momento y con un solo movimiento, todo el
ejército viene a quedar formado en batalla, a no ser que tengan que hacer alguna
evolución los hastatos, que entonces los bagajes y toda su comitiva vienen a
quedar a espaldas de la formación de batalla, en una posición defendida de todo
peligro. Cuando ya se aproximan al lugar destinado para campamento, se adelantan
el tribuno y los centuriones nombrados para este efecto. Estos, después de
reconocido todo el terreno donde se ha de acampar, escogen lo primero un sitio
donde se ha de instalar la tienda del cónsul, y hacia qué fachada o lado del
pretorio han de estar alojadas las legiones. Señalados estos lugares, miden el
ámbito que ha de ocupar el pretorio; tiran después una línea recta, sobre la
cual han de estar situadas las tiendas de los tribunos; y de aquí otra paralela,
desde donde ha de comenzar a acampar el ejército. De igual modo, del otro lado
del pretorio hacen sus dimensiones, de que ya hemos hablado anteriormente muy
por menor. Como todos los espacios se hallan determinados y sabidos por el largo
uso, todas estas medidas se toman con facilidad en poco tiempo. Después de lo
cual fijan cuatro banderas; la primera donde ha de estar la tienda del cónsul,
la segunda hacia la fachada que se ha elegido, la tercera en el promedio de la
línea donde se han de alojar los tribunos, y la cuarta donde han de acampar las
legiones. Todas estas banderas son de color encarnado, menos la del cónsul que
es blanca. De parte allá del pretorio, unas veces se fijan simples estacas,
otras banderas de diversos colores. Realizado esto, se pasa a tomar las
dimensiones de las calles, y en cada una se clava una lanza; de suerte que lo
mismo es estar a tiro el ejército de poder echar una ojeada sobre el lugar del
campamento, que al punto se le representan distintamente todas sus partes,
conjeturándolas e infiriéndolas por la bandera del general. Finalmente, como
todos saben a ciencia cierta en qué calle y en qué parte de la misma ha de estar
su tienda, porque cada una ocupa siempre un mismo sitio, viene esto a parecerse
a cuando un regimiento entra en una ciudad de donde es natural. Entonces, como
todos en general y en particular saben en qué parte de la ciudad se halla su
morada, desde la misma puerta, sin extraviarse a un lado ni a otro, se dirigen y
llegan a su propia casa sin equivocarse. Igual cosa ocurre en los campamentos de
los romanos. En mi opinión, si los romanos han seguido diferente método que los
griegos cuanto a esta parte, ha sido principalmente por consultar a la
facilidad. Los griegos en sus campamentos prefieren siempre atenerse a la
fortaleza del terreno, ya por ahorrarse el trabajo de levantar la trinchera, ya
porque piensan que no es igual la seguridad que presta el arte a la que ofrece
la naturaleza. De aquí la necesidad en que se ven de dar al campamento la figura
que da de sí el terreno; de aquí la variación de sus partes, ya de una, ya de
otra forma, según los diferentes sitios y de aquí, finalmente, la incertidumbre
que tiene el soldado de su lugar respectivo y del do su cuerpo; en vez de que
los romanos, a costa del trabajo de un foso y otras fatigas ajenas, consiguen la
ventaja de la facilidad y del método sabido y único de acampar siempre de un
mismo modo. Esto es lo principal que hay que observar sobre las legiones
romanas, y en especial sobre sus campamentos.
CAPÍTULO XIV
Gobiernos famosos en la antigüedad y comparación de unos con otros.- Gobierno de
Creta, ni parecido ni digno de alabanza como el de Licurgo.
Aproximadamente todos los escritores han hablado con elogio de las repúblicas de
Lacedemonia, Creta, Mantinea y Cartago. Las de Atenas y Tebas han tenido
asimismo sus admiradores. Cuanto a las cuatro primeras, vaya en hora buena; pero
respecto de las dos últimas, como sus progresos no han sido proporcionados, ni
su elevación permanente, ni sus reformas realizadas con moderación, creo no es
preciso que nos detengamos. Si tal vez estos pueblos florecieron, fue como una
luz pasajera, que al tiempo mismo que los representaba el colmo de la gloria y
felicidad que disfrutarían después, los redujo al extremo opuesto. Los tebanos,
si han adquirido reputación entre los griegos, ha sido porque uno u otro de sus
ciudadanos, informados del estado de los lacedemonios, les han atacado a tiempo
que la imprudencia de éstos les había conciliado el odio de sus aliados. Prueba
clara de que no es la causa de sus prósperos sucesos la constitución del
gobierno, sino el mérito de los que gobernaban, es que todas sus proezas
crecieron, florecieron y finalizaron durante la vida de Epaminondas y Pelópidas.
Convengamos en que no al gobierno, sino a las cabezas se debe atribuir el
brillante papel que entonces hizo la República de Tebas.
El mismo juicio se ha de hacer de la República de Atenas. Feliz de tiempo en
tiempo, pero en el colmo de su elevación cuando la gobernaba Temístocles, en un
instante decayó de aquel grado de poder por la in-constancia de sus costumbres.
El pueblo de Atenas ha sido siempre como una nave sin piloto. En ésta, bien por
temor de un enemigo, bien por peligro de una tempestad, si a los marineros les
place conformarse, y obedecer al piloto, todos cumplen con sus ministerios
exactamente; mas si recobrados del miedo pasado, empiezan a despreciar a sus
jefes, a amotinarse y a no convenirse, entonces, como uno quiere que se prosiga
el viaje, otro insta a que se tome puerto, aquel manda que se desplieguen las
velas, éste que se recojan, semejante división y trastorno representa un
espectáculo horrible a los navíos próximos, y es una constitución peligrosa a
los mismos que la tripulan. Así se ve, que después de haber recorrido espaciosos
mares, y haber escapado de furiosas borrascas, vienen a naufragar en el puerto y
sobre la misma costa. He aquí cabalmente lo que ha ocurrido ya muchas veces por
la República de Atenas. Puesta a salvo tal vez de los mayores y más terribles
vaivenes por el valor del pueblo y de los que la gobernaban, la hemos visto
otras estrellarse en su mayor bonanza y cuando no existe peligro, por no sé qué
temeridad e imprudencia.
Esto supuesto, se me dispensará hablar más de estas dos repúblicas, donde el
pueblo dispone de todo a medida de sus pasiones. En la primera, todo se hace con
precipitación y encono; y en la segunda, con fuerza y violencia. Pasemos a la de
Creta, y examinemos los dos puntos que nos refieren los más hábiles escritores
de la antigüedad, Eforo, Jenofonte, Calístenes y Platón. Primeramente sientan
que esta república es similar y una misma con la de Lacedemonia; y en segundo
lugar dicen que es digna de alabanza. En mi opinión, ni uno ni otro es
verdadero, y si no, véase la prueba. Empieza por la desemejanza. Tres cosas
caracterizan el gobierno de Lacedemonia: primera, la posesión de bienes raíces,
de los cuales no es lícito tener un ciudadano mas que otro, sino que todos han
de poseer igual porción de tierra concejil; segunda, el ningún valor del dinero,
por cuyo medio se logra cortar de raíz en el gobierno la disputa del más y del
menos; tercera, la perpetua sucesión en el reino de padres a hijos, y la
constante autoridad de los que llaman viejos durante su vida por cuyas manos
pasan todos los negocios del Estado. Todo lo contrario ocurre entre los
cretenses. Las leyes les permiten tener bienes raíces cada uno según sus
facultades, sin que haya límites prescritos. El dinero se halla entre ellos en
tanta estima, que su adquisición no sólo se tiene por necesaria, sino por muy
honrosa. En una palabra, las costumbres sórdidas y avaras tienen allí tal
imperio, que de todas las naciones en solo Creta ninguna ganancia se reputa por
torpe y vergonzosa. En fin, la magistratura es anual, y se ejerce como en el
estado popular; de suerte que muchas veces he llegado a dudar cómo de dos
repúblicas diametralmente opuestas han podido decir estos escritores que se
asemejan y son entre sí conformes. Estos autores, después de no advertir tan
evidentes diferencias, se ponen a tratar, en un largo suplemento, que Licurgo
solo entre todos los mortales es el que ha conocido que los dos principales
polos donde se sostiene todo gobierno son el valor en la guerra, y la unión
entre los ciudadanos; que este legislador, con haber cortado de raíz la
avaricia, había desterrado de su república toda doméstica discusión y alboroto;
y que por eso la Lacedemonia, libre de esta peste, era el gobierno mejor de toda
la Grecia para conservar la unión. Luego de haber dicho semejantes expresiones,
y haber realizado cotejo con la República de Creta, donde la ambición natural al
dinero ha producido, no digo particulares discordias, sino generales sediciones,
muertes y guerras civiles; sin reparar en esto, se atreven a proferir que son
semejantes estos gobiernos. Eforo, en la descripción que efectúa de estas dos
repúblicas, usa de unos mismos términos, a excepción de los nombres propios; de
suerte que a no prestar atención a esta diferencia, no se podrá conocer de cuál
de las dos habla. Esta es la diversidad que a mi entender se encuentra en ellas,
ahora se explicará cómo la de Creta ni es digna de elogio, ni de emulación.
En mi opinión, dos son los fundamentos de todo gobierno, las leyes y las
costumbres, y de éstas depende la estimación o menosprecio de su fuerza y
constitución. Aquellas leyes y costumbres merecen aprecio, que hacen la vida de
los particulares inocente y casta, y forman los institutos públicos humanos y
justos, y aquellas otras son dignas de aversión, que producen los efectos
contrarios. Así como cuando advertimos en un pueblo costumbres y leyes justas,
afirmamos sin reparo que su gobierno y los miembros que le componen son
laudables; así también cuando vemos que la avaricia reina en los particulares y
la injusticia en las acciones públicas, podremos decir con razón que sus leyes
son malas, sus usos particulares perversos, y su estado despreciable. Es así que
en pueblo ninguno, exceptuando a muy pocos, se hallarán hombres de más dolo y
mala fe que los cretenses, ni estado de designios más inicuos que el de Creta.
Luego reprobada semejante comparación, sentemos que ni es semejante al de
Lacedemonia, ni merece aplauso ni emulación.
No tuve por conveniente proponer aquí la república de Platón, a pesar de que
entre los filósofos tiene sus panegiristas. Porque así como en los combates
públicos no se admite a los cortesanos y atletas que no están matriculados, o
han dado alguna prueba de su valor, tampoco se debe traer a colación esta
república en una disputa sobre precedencia, si antes no presenta de propia
cosecha algún efecto real y verdadero. Hasta el presente, si se quisiese
compararla con la de Esparta, Roma o Cartago, sería lo mismo que proponerse
hacer un parangón entre una estatua y un hombre vivo y animado; por mucho realce
que se quiera dar al arte en la estatua, los espectadores siempre hallarán
excesiva desproporción y desemejanza en el cotejo. Dejemos, pues, esta
república, y pasemos a la de Lacedemonia.
CAPÍTULO XV
Gobierno de Licurgo, apto por sí solo para mantener la libertad.- Superior
bondad y eficacia que encierra en sí la constancia de la República Romana para
extender sus fronteras.
En mi opinión, Licurgo estableció tales leyes y tomó tan sabias providencias
para mantener la concordia entre los ciudadanos, poner a cubierto la Laconia, y
conservar a Esparta una libertad permanente, que más la juzgo esta obra divina
que humana. Aquella igualdad de bienes raíces, aquella simplicidad y frugalidad
de vida común, por precisión había de formar hombres sobrios y un estado exento
de toda discordia. Aquel ejercitarse en los trabajos, aquel endurecerse en las
penalidades, sin remedio había de producir lacedemonios robustos y esforzados. Y
desengañémonos, que concurriendo en un hombre o en un Estado estas dos virtudes,
la fortaleza y la templanza, ni es fácil que nazca vicio dentro de casa, ni la
conquista por el vecino es así como quiera. He aquí por qué Licurgo, fundada su
república sobre estas dos bases, procuró a toda la Laconia una seguridad sólida,
y dejó a sus moradores una libertad permanente. Sin embargo, me parece que este
legislador, ni en el derecho privado de la república, ni en el público del
Estado, dejó cosa dispuesta cuanto a la extensión de límites, mando y arrogación
de autoridad sobre los países próximos. Y así le faltó, o haber impuesto a la
nación esta cortapisa, o haberla inspirado este deseo, para que así como formó
sobrios y parcos a los particulares, hubiese hecho asimismo moderado y contenido
a todo el Estado. Y no que ahora, viviendo el particular sin codicia y con mucha
moderación en sus derechos públicos y privados, el conjunto de la nación es el
más ambicioso, el más amante de dominar y enriquecerse a costa de los otros
griegos.
Porque, ¿quién no sabe que los lacedemonios fueron casi los primeros de toda la
Grecia que, codiciosos del país vecino, declararon la guerra a los messenios,
por vender los prisioneros en almoneda? ¿Quién ignora que la obstinación les
empeñó entonces en el juramento de no levantar el sitio antes que Messena fuese
tomada por fuerza? Fuera de que es notorio al mundo que por mandar en la Grecia
tuvieron la debilidad de someterse a las órdenes de aquellos mismos a quienes
con anterioridad habían vencido con las armas. Pues en la invasión de los persas
en la Grecia, después de haberlos vencido y haberlos hecho volver y retirar a su
patria, les entregaron bajamente por la paz de Antalcida aquellas mismas
ciudades por cuya libertad habían tomado las armas, únicamente por reunir dinero
para sujetar a los griegos. Entonces fue cuando supieron que su legislación era
defectuosa. Porque mientras se limitó su ambición a los países próximos y a
mandar dentro del Peloponeso, la misma Laconia les sufragó suficientemente
tropas y provisiones, dándoles proporción para tener todas las municiones
necesarias, y comodidad para regresar rápidamente a sus casas y transportar sus
aprestos. Pero desde que pensaron en poner escuadras sobre el mar y mantener
ejércitos en el exterior del Peloponeso, ya entonces se desengañaron que ni su
moneda de hierro, ni la permuta de frutos anuales que Licurgo había establecido,
eran bastantes; y que sin una moneda común, y sin auxilios extranjeros no podía
el Estado sufragar a sus necesidades. De aquí la necesidad de mendigar el favor
de los persas; de aquí la imposición de tributos sobre los insulares; de aquí,
finalmente, se siguió la exacción de dinero de toda la Grecia; como que ya se
hallaban persuadidos a que con solas las leyes de Licurgo no podían no digo
imperar sobre Grecia, pero ni aun emprender cosa considerable. Pero ¿a qué
efecto esta digresión? Para que los mismos hechos den a conocer que el gobierno
de Licurgo es suficiente por sí para la propia defensa del Estado, y para la
conservación de la libertad. Pues es preciso conceder a los que aplauden la
forma y constitución del gobierno lacedemonio, que en cuanto a este punto, ni
existe, ni ha existido jamás otro que se le iguale. Mas si se ambiciona empresas
mayores, si se tiene por glorioso y brillante aquello de mandar a muchos
súbditos, someter y señorear muchas provincias, y atraerse sobre sí las miras y
atención de todos; se debe confesar que la República de Lacedemonia es
defectuosa, y que la romana la lleva muchas ventajas, por poseer una
constitución más poderosa. Los hechos mismos evidencian lo que digo. Los
lacedemonios, por aspirar al mando sobre la Grecia, estuvieron cerca de perder
la libertad; los romanos por el contrario, después de sujetada la Italia,
sometieron en poco tiempo todo el universo, contribuyendo no poco al logro de la
empresa la abundancia y facilidad que en sí mismos hallaron de proveerse de
pertrechos.
CAPÍTULO XVI
Paralelismos de la República cartaginesa y la romana.
En mi concepto, la República de Cartago en sus principios fue muy bien
establecida, por lo que se refiere a los puntos principales. Porque había reyes
o sufetes, existía un senado con una autoridad aristocrática, y el pueblo era
dueño acerca de ciertas cosas de su inspección. En una palabra, el enlace de
todas estas potestades se asemejaba al de Roma y Lacedemonia. Pero en tiempo de
la guerra de Aníbal era inferior la cartaginesa, y superior la romana. Esta es
una ley de naturaleza, que todo cuerpo, todo gobierno y toda acción tengan sus
progresos, su apogeo y su ruina; y que de todos el segundo sea el más poderoso.
En este estado es cuando se ha de ver lo que va de gobierno a gobierno. Todo
cuanto tuvo de anterior el estado de perfección y vigor de la República de
Cartago respecto de la de Roma, otro tanto tuvo de anticipada su decadencia; en
vez de que la de Roma se hallaba entonces en su mayor auge. Ya el pueblo se
había arrogado en Cartago la principal autoridad en las deliberaciones, cuando
en Roma estaba aún en su vigor la del senado. Allí era el pueblo quien resolvía,
cuando aquí eran los principales quienes deliberaban sobre los asuntos públicos.
Y he aquí por qué a pesar de la entera derrota de Cannas, las sabias medidas del
senado vencieron finalmente a los cartagineses. Sin embargo, si reflexionamos
sobre ciertos puntos particulares, por ejemplo, sobre el arte militar,
encontraremos que los cartagineses tenían más disposición e inteligencia de la
guerra de mar que no los romanos, ya porque desde la antigüedad habían heredado
esta ciencia de sus mayores, ya porque la habían ejercitado más que otro pueblo.
Mas sobre la guerra de tierra eran muchísimas las ventajas que los romanos
llevaban a los cartagineses; puesto que Roma ponía sobre este ramo el mayor
esmero, mientras que Cartago lo tenía del todo abandonado, aunque cuidase algún
tanto de su caballería. La causa de esto es porque esta República se sirve de
tropas extranjeras y mercenarias, y aquella, por el contrario, saca las suyas
del país y de la misma Roma. Cuanto a esta parte, es más plausible el gobierno
romano que no el cartaginés. Porque el uno tiene puesta siempre su libertad en
manos de tropas venales, y el otro en su propio valor y en el auxilio de sus
aliados. Por eso, bien que tal vez reciba un golpe mortal el estado, los romanos
en la hora recobran sus fuerzas, pero los cartagineses se levantan con
trabajo... Además de que, como los romanos pelean por su patria y por sus hijos,
jamás se enfría en ellos aquel primer ardor, por el contrario, permanecen
resueltos hasta triunfar del contrario. He aquí por qué, no obstante ser muy
inferiores en habilidad sus tropas de mar, como manifestábamos antes, con todo
han salido vencedores por el valor de sus soldados. Pues aunque la ciencia
náutica contribuye muchísimo para los combates navales, sin embargo, el esfuerzo
de la marinería hace un gran contrapeso para la victoria. A más de que la
naturaleza ha diferenciado a los italianos de los cartagineses y africanos tanto
en la fuerza corporal como en el ardor y espíritu, tienen asimismo ciertos
institutos que excitan infinito el valor en la juventud. Un solo ejemplo bastará
para dar una idea del cuidado que tiene el ministerio en formar hombres que
arrostren todo peligro por lograr aplauso en su patria.
Cuando muere en Roma algún personaje de consideración, a más de otros honores
que se le tributan en el entierro, se le lleva a la tribuna de las arengas,
donde se le expone al público comúnmente en pie, y rara vez echado. En medio de
una innumerable concurrencia sube a la tribuna su hijo, si ha dejado alguno de
edad competente y se halla en Roma, o cuando no un pariente, y hace el
panegírico de las virtudes del difunto y demás acciones y exponer a la vista de
la multitud los hechos del muerto; de que proviene que no sólo los partícipes en
sus acciones, sino aun los extraños toman parte en el sentimiento, que más
parece luto general del pueblo que particular de su familia. Después de
enterrado el cadáver y hechos los sufragios, se hace un busto que representa a
lo vivo el rostro con sus facciones y colores, y se coloca en el lugar más
visible de la casa, dentro de una urna de madera. Regularmente en las funciones
públicas se descubren estos bustos y se adornan con esmero. Cuando fallece otro
personaje de la misma familia los llevan al entierro, y para que iguale en la
estatura al que representa, se les pone un tronco de madera. Todos estos
simulacros están con sus vestidos. Si el muerto ha sido cónsul o pretor, con la
pretexta; si ha sido censor, con una ropa de púrpura; si ha logrado el triunfo o
algún otro honor parecido, con una tela de oro. Se les lleva sobre sus carros,
precedidos de las fasces, hachas y demás insignias propias de la dignidad que
obtuvo en la República en el transcurso de su vida.
Así que se ha llegado a la
tribuna, se sientan todos en sus sillas de marfil, lo cual representa el
espectáculo más agradable a un joven amante de la gloria y de la virtud.
Efectivamente, ¿habrá alguno que a la vista de tantas imágenes de hombres
recomendables por la virtud, vivas, digámoslo así, y animadas, no se sienta
inflamado del deseo de imitarlas? ¿Se puede representar espectáculo más
patético? Después, que el orador ha finalizado el panegírico del que ha de ser
enterrado, pasa a hacer el elogio de las gloriosas acciones de los otros,
empezando por la estatua más antigua de las que tiene delante. Con esto se
renueva la fama de los ciudadanos virtuosos; con esto se inmortaliza la gloria
de los que se han distinguido; con esto se divulga el nombre delos beneméritos
de la patria y pasa a la posteridad; y lo más importante de todo, con esto se
incita a la juventud a pasar por todo, si media el bien público, por conseguir
la gloria que se concede a la virtud. Sirva de prueba para todo lo que he
manifestado, a ver a muchos romanos que voluntariamente han salido a un combate
particular por la decisión de los asuntos del Estado; no pocos que han apetecido
una muerte inevitable; unos en la guerra por la salud de sus compañeros, otros
en la paz por la defensa de la República. Aun ha habido algunos que, teniendo en
sus manos el poder, han sacrificado sus hijos contra toda ley y costumbre,
pudiendo más en ellos el bien de la patria que los vínculos de la naturaleza y
de la sangre. Muchos casos se pudieran referir de esto entre los romanos; pero
por ahora bastará uno, que sirva de ejemplo y comprobación de lo que digo.
Cuentan que Horacio llamado el Tuerto, estando peleando con dos enemigos (506
años antes de J. C.) a la entrada del puente que se halla junto a Roma sobre el
Tíber, luego que advirtió que venían más en su socorro, temiendo que, forzado el
paso, no penetrasen en la ciudad, se volvió a los que tenía a la espalda, y a
grandes voces les dijo que se retirasen y cortasen el puente. Obedecida la
orden, mientras que éstos lo desbarataban, él, a pesar de las muchas heridas que
había recibido, sostuvo el choque, y contuvo el ímpetu de los enemigos, que
quedaron admirados no tanto de sus fuerzas, cuanto de su constancia y
atrevimiento.
Arrancado el puente, y frustrado el empeño del contrario, Horacio se lanza con
sus armas en el río, prefiriendo una muerte voluntaria por la salud de la
patria, y la gloria que después le redundaría, a la vida presente y los años que
le quedaban. Tanto es el ardor y emulación que inspiran en la juventud las
costumbres de los romanos para las bellas acciones.
CAPÍTULO XVII
Continúa la comparación entre las dos repúblicas.- Influencia que posee en la de
Roma la superstición.- Decadencia y perturbación que la espera.
Hasta las formas de ganar la vida son más legítimas entre los romanos que entre
los cartagineses. En Cartago no existe torpeza donde hay ganancia; en Roma no
hay cosa más indecorosa que dejarse corromper, y enriquecerse con malas artes.
Todo lo que tiene de honroso entre ellos ganar de comer honestamente, tiene de
abominable atesorar riquezas con malos tratos. Prueba de esto es que en Cartago
se compran públicamente los cargos a fuerza de dádivas; en Roma es un crimen
capital. A la vista de esto no hay que extrañar que, siendo tan contrarios los
premios que se proponen a la virtud en uno y otro pueblo, sean también
diferentes los medios de conseguirlos. Pero la principal excelencia de la
República Romana sobre las otras, consiste en el concepto que se tiene de los
dioses. En mi juicio la superstición que en cualquier otro pueblo es
reprensible, aquí es la que sostiene el Imperio romano. Ella tiene tal imperio y
tal influencia en los asuntos, tanto particulares como de Estado, que toda
ponderación es poca. Esto sin duda causará admiración a muchos; pero, a mi modo
de entender, se halla introducido por causa del pueblo. Si fuera dable que un
Estado se compusiese de sabios, tal vez no sería preciso semejante instituto;
mas como el pueblo es un animal inconstante, lleno de pasiones desarregladas, y
en quien domina la ira, la inconsideración, la fuerza y la violencia, es
necesario refrenarle con el temor de las cosas que no ve, y con otras parecidas
ficciones que le horroricen. He aquí por qué, a lo que yo alcanzo, no sin motivo
ni al aire introdujeron en el pueblo los antiguos estas ideas y opiniones acerca
de los dioses y de las penas del infierno, y sería una locura e inconsideración
que nuestro siglo las desechase. Porque sin meterme en otras consecuencias de la
irreligión, en Grecia por ejemplo, si confiáis un talento a los que manejan las
rentas públicas, aunque se lo entreguéis delante de diez escribanos, aunque le
exijáis diez firmas, y aunque lo atestigüéis con veinte testigos, no podréis
conseguir la fidelidad. Por el contrario en Roma, siendo así que en las
magistraturas y embajadas se manejan cuantiosas sumas de dinero, la religión
sola del juramento les hace observar una fe inviolable. Y lo que en otros
pueblos sería un prodigio, hallar un hombre que se hubiese abstenido del dinero
público y estuviese limpio de tal crimen, en Roma al contrario, es muy raro
encontrar un reo de peculado manifiesto. Mas que todas las cosas de este mundo
perecen y están sujetas a mudanza, es excusado advertirlo; bastante prueba de
esto es la misma ley de naturaleza. De dos formas perece todo gobierno: la una
le viene del exterior, la otra le nace dentro. El conocimiento de la exterior es
vago e incierto, pero el de la interior fijo y determinado. Ya hemos manifestado
antes cuál es la primera forma de gobierno, cuál la segunda, y cómo se
transforman unas en otras; de suerte que en esta materia el que consiga unir los
principios con el fin, podrá asimismo predecir lo que ocurrirá en lo futuro. Al
menos, a mi modo de entender, es evidente. Porque cuando una República, después
de haberse liberado de grandes y terribles vaivenes, llega a su mayor elevación
y a conseguir un poder incontrastable, no hay duda que, como la abundancia
llegue a hacer asiento en ella mucho tiempo, el lujo se introducirá en las
costumbres, y la ambición desmedida de honores y otros desordenados deseos se
apoderará de sus particulares. Con los progresos que cada día harán estos
desarreglos, la pasión de mandar y la especie de mengua que se tendrá en
obedecer empezarán el trastorno del gobierno; el fausto y el orgullo llevarán
adelante lo comenzado; y el pueblo, cuando la avaricia de unos se crea ofendida,
y la ambición de otros lisonjeada y satisfecha, dará la última mano. Entonces
irritado, y consultando sólo con la cólera, ya no sólo rehusará obedecer y
dividir por igual la autoridad con los magistrados, sino que querrá disponer de
todo o de mayor parte. Después de lo cual, el gobierno toma el más bello nombre,
esto es, de estado libre y popular; pero en realidad no es sino la dominación de
un populacho el peor de todos los estados. Ahora, pues, hemos expuesto la
constitución de la República Romana, sus progresos, su apogeo, su estado actual,
y su superioridad o inferioridad respecto de las otras, daremos aquí fin al
discurso. Pero antes, a semejanza que un buen artífice saca al público una pieza
por muestra de su habilidad, referiremos también nosotros brevemente un hecho,
tomado de aquella parte de la historia que pertenece al tiempo de donde nos
hemos separado, para que, no sólo las palabras, sino las obras hagan evidencia
del alto grado de poder y vigor que tenía entonces esta República.
Aníbal, tras de la derrota de los romanos en Cannas (217 años antes de J. C.),
habiendo hecho prisioneros ocho mil hombres que habían quedado para guarda, del
campo, los dejó ir todos libres a Roma para procurar su libertad y rescate.
Ellos eligieron diez de los más principales, a los cuales Aníbal tomó juramento
de que regresarían, y permitió que marchasen. Uno de los elegidos, luego que
estuvo fuera del real, cuando diciendo que se le había olvidado una cosa, tornó
al campamento, cogió lo que había dejado y volvió a emprender su viaje, creyendo
que con este regreso había cumplido con el pacto y se había eximido de la fe del
juramento. Llegados a Roma, suplicaron y exhortaron al Senado que no negase a
unos prisioneros la vuelta a su patria, que les permitiese pagar tres minas por
cada uno y volver a ver sus parientes, que esto era en lo que se habían
convenido con Aníbal; que ellos eran tanto más acreedores a esta gracia, cuanto
que no habían temido venir a las manos ni hecho cosa indigna del nombre de
romano, sino que dejados para custodia del campo, después de muertos todos sus
compañeros, la desgracia les había reducido a venir a poder del enemigo. Los
romanos habían sufrido por entonces grandes pérdidas, se veían casi privados de
todos sus aliados, y amenazaba a la sazón a la patria un peligro cual nunca se
había imaginado; sin embargo, oída la propuesta, inflexibles a la desgracia
cuando se atraviesa el desdoro, ni hicieron caso de la demanda, ni omitieron
providencia de las que pudieran conducir a la República. Por el contrario,
conociendo que el propósito de Aníbal con esta acción era tener abundancia de
dinero y apagar al mismo tiempo en sus contrarios aquel ardor y emulación en los
combates, dándoles a entender que aún quedaba esperanza de salud a los vencidos,
estuvieron tan distantes de otorgar lo que se les pedía, que sin compadecerse de
sus parientes ni estimar los servicios que pudieran obtener de estos
prisioneros; al contrario, les negaron el rescate y dejaron frustradas las
intenciones y esperanzas de Aníbal. Promulgaron después una ley que obligaba a
las tropas a vencer o morir, para quitar todo otro recurso de salud a los
vencidos. Tomada esta decisión, despacharon los nueve diputados, que
voluntariamente se retiraron por cumplir con lo pactado, y al que había
pretendido eludir el juramento le remitieron atado a los cartagineses; de suerte
que Aníbal no tuvo tanto gozo de haber vencido a los romanos, como consternación
y espanto de haber visto la constancia y magnanimidad que brillaba en sus
deliberaciones.
Necesario es a los que desean adquirir buena educación aprender y ejercitar
desde la infancia las demás virtudes, especialmente el valor.
El que asegura cosas no sólo falsas, sino imposibles, comete una falta sin
excusa.
Como sabio y prudente obra quien, según Hesiodo, sabe cuándo vale más la parte
que el todo.
Aprender a no mentir a los dioses es base del culto de la verdad entre los
hombres.
Hay un sitio llamado Rhuncus en las inmediaciones de Stratum en Etolia, según
dice Polibio en el libro sexto de su historia.
Olcium, ciudad de Etruria.
CAPÍTULO XVIII
Constitución y revolución de la República Romana.
Sé cuán difícil resultará a algunos explicarse por qué interrumpo el hilo de mi
narración, para referir el expresado sistema político; pero creo haber
manifestado varias veces que desde el principio me impuse una obligación, y
forma parte integrante de mi plan general, dándola a conocer en el comienzo y en
la exposición de mi historia, donde dije que la mejor y más preciosa enseñanza
de las que puede ofrecer esta empresa mía a los lectores de mi obra será la de
saber por qué medios y con cuál forma de gobierno lograron los romanos, después
de someter en menos de cincuenta años a casi todo el mundo conocido, sujetarlo a
su dominio, cosa de que no existe ejemplo en los pasados siglos. Tomada esta
determinación, no he encontrado momento más oportuno que el actual para fijar la
atención en el examen de la constitución romana. Efectivamente, al juzgar las
virtudes y vicios de las personas, para que haya verdad y certidumbre en el
juicio, necesario es tomar por dato de observación no la parte de existencia que
transcurre en tranquila prosperidad, sino la agitada por alternativas de éxitos
y contrariedades; que sólo da pruebas de entereza de carácter quien soporta con
magnanimidad y constancia los cambios completos de fortuna. Del mismo modo debe
ser juzgada una constitución. No pudiendo ocurrir cambios mayores ni más rápidos
que los efectuados en nuestros días en la fortuna de los romanos, dejé para este
momento detalles y pruebas de lo antedicho. Puede juzgarse la grandeza de la
revolución por los hechos siguientes...
CAPÍTULO XIX
Conjugación de lo agradable con lo útil.
Característico es de un ánimo sediento de instrucción gozar observando las
causas y procurar en cada circunstancia hacer la elección más acertada. Lo mismo
puede decirse de los estados en los que este estudio es el primer elemento de
buen éxito y su olvido causa segura de reveses y catástrofes. Este principio es
un manantial no sólo de nuestros designios y propósitos sino de su realización.
En la mayoría de las cosas humanas, los que por sí adquirieren una fortuna,
inclinados son a conservarla, y los que de otros la reciben hecha, propicios a
disiparla.
CAPÍTULO XX
Alusión a las campañas de Jerjes en Grecia.- Apogeo de la República Romana.
Ya habían transcurrido treinta años de la expedición de Jerjes a Grecia, desde
cuya época hemos separado cuidadosamente cada acontecimiento particular... El
gobierno de Roma había alcanzado el apogeo de la perfección y belleza en la
época de Aníbal, punto de partida para hacer esta digresión. Explicada ya su
forma, diré ahora lo que era cuando los romanos, reunidos en Cannas, vieron su
imperio completamente arruinado. No ignoro que lo expuesto parecerá
insuficiente, por haber omitido algunos detalles, a los hombres nacidos bajo
esta constitución. Poseedores en este asunto do conocimientos completos y de
consumada experiencia, que deben a la ventaja de vivir desde la infancia dentro
de las costumbres e instituciones de su patria, tendrán menos estimación a lo
que he dicho que afición a buscar lo omitido: no supondrán que el escritor ha
desdeñado de intento debates de escaso interés, sino le acusarán de callar por
ignorancia las causas y ligazón de los hechos: sin aprobar las consideraciones
que haya expuesto, por juzgarlas mediocres y superfluas, aplicáranse a notar sus
omisiones, calificándolas de esenciales, inspirándoles tal crítica el deseo de
aparecer más sabios que el autor. Mas un juez imparcial debe juzgar al escritor
por lo que dice y no por lo que omite. Si el censor advierte algún error en los
hechos referidos, sabrá que las omisiones proceden de ignorancia; pero si lo que
dice es cierto, conceda al menos que lo callado es por discernimiento, no porque
lo ignore. Con esto basta para aquellos que critican a los historiadores con más
animosidad que justicia.