HISTORIA UNIVERSAL BAJO LA REPÚBLICA ROMANA
CAPÍTULO PRIMERO
Filipo recobra la voluntad de los aratos, y logra por su influjo que los aqueos
le ayuden para ponerse en campaña.- Decide hacer la guerra por mar.-
Conspiración de tres de sus oficiales.- Tala de los campos de Palea.
Se dejaban ya ver las Pleiades, cuando concluyó el año de la pretura de Arato el
joven (219 años antes de J. C.), Tal es el modo de computar los tiempos entre
los aqueos. Efectivamente, Arato depuso el mando, Eperato le sucedió, y Dorimaco
era por entonces pretor de los etolios. Para este mismo tiempo, Aníbal declaró
públicamente la guerra a los romanos, y a la entrada del verano partió de
Cartagena, atravesó el Ebro, y emprendió su propósito y viaje para Italia. Los
romanos enviaron a Tiberio Sempronio con ejército al África, y a Publio Cornelio
para España. Antíoco y Ptolomeo, desesperanzados de que las negociaciones y
conferencias diesen fin a la disputa que tenían sobre la Cæle-Siria, se
disponían a que la decidiesen las armas. El rey Filipo, falto de víveres y
dinero para las tropas, convocó a junta a los aqueos por medio de sus
magistrados. Reunido el pueblo en Egio según costumbre, advirtió que los aratos
obraban con indolencia, por el tiro que Apeles les había hecho en las elecciones
precedentes; y que Eperato era negado por naturaleza, y menospreciado de todos.
Por estos antecedentes acabó de conocer lo mal que le habían servido Apeles y
Leoncio, y se propuso ganar otra vez el corazón de los aratos. Para ello
persuadió a los magistrados que transfiriesen la asamblea a Sición, donde
llevada a cabo una conferencia con los dos aratos, y echando la culpa a Apeles
de todo lo pasado, les exhortó a permanecer en el afecto que antes le
profesaban. Efectivamente, los aratos se rindieron con prontitud y el rey entró
en la asamblea, donde con el apoyo de estos dos, logró todo lo que necesitaba
para la empresa. Se ordenó que los aqueos contribuyesen por el pronto con
cincuenta talentos desde el primer día que el rey se pusiese en marcha, que
abonasen a la tropa la paga de tres meses con diez mil modios de trigo, y para
lo sucesivo, mientras que personalmente hiciese la guerra en el Peloponeso, se
le entregarían cada mes diecisiete talentos. Aprobado este decreto, los aqueos
se retiraron cada uno a sus ciudades. Así que las tropas salieron de cuarteles
de invierno, el rey consultó con sus confidentes, y decidió hacer la guerra por
mar. Creía que sólo así podría prontamente atacar por todos lados a sus
contrarios, los cuales no podrían socorrerse mutuamente, estando como estaban
dispersos en diferentes países, y recelándose cada uno por sí de la
incertidumbre y prontitud con que podía venir por mar el enemigo. Era la guerra
contra los etolios, lacedemonios y eleos. Tomada esta decisión, el rey reunió
los navíos de los aqueos y los suyos en Lequeo, donde a costa de un ejercicio
continuado, adiestró y acostumbró la falange al manejo del remo, hallando en los
macedonios una ciega obediencia a sus mandatos. Porque esta nación es no sólo la
más experta y esforzada en las batallas campales, sino también la más a
propósito para los ministerios navales, si la ocasión se presenta. Son gentes
ejercitadas en cavar fosos, levantar trincheras, y en fin, endurecidos con
semejantes fatigas, son tales como nos pinta Hesíodo a los eacidas, más
contentos en la guerra que en los banquetes. Mientras que el rey y los
macedonios se ocupaban en Corinto, éstos en el ejército de la marina, y aquel en
el acopio de pertrechos; Apeles, que no podía volver a ganar el corazón de
Filipo, ni sufrir el menosprecio de su abatimiento, tramó una conjuración con
Leoncio y Megaleas; para que, mientras ellos, presentes a todas las resoluciones
del rey, pervertían y frustraban sus propósitos, él ausente en Calcis, cuidase
de cortar todas las municiones para sus empresas. Comunicado este aleve trato
con sus dos amigos, marchó a Calcis, pretextando al rey algunas vanas excusas
para su partida. Durante su estancia en esta ciudad, observó tan religiosamente
lo pactado bajo juramento, y se aprovechó tan bien de la privanza anterior para
persuadir a los pueblos, que al fin redujo al rey a empeñar la vajilla de su uso
para mantenerse. No obstante, después que estuvieron reunidos los navíos, y los
macedonios adiestrados en el manejo del remo, el rey, distribuidos víveres y
satisfechas las pagas al soldado, se hizo a la vela y arribó al segundo día a
Patras, con un ejército de seis mil macedonios y mil doscientos mercenarios.
Para entonces Dorimaco, pretor de los etolios, había enviado quinientos
neocretas, bajo el mando de Agelao y Scopas, para socorrer a los eleos. Éstos,
recelando de que Filipo no intentase sitiar a Cilene, habían alistado tropas
extranjeras, habían armado las del país, y fortificado la ciudad con gran
cuidado. En atención a esto Filipo formó un cuerpo de los extranjeros de Acaia,
de los cretenses que tenía consigo, de alguna caballería gálata, y de dos mil
infantes aqueos de tropa escogida, y lo dejó en Dimas, para que a un mismo
tiempo la guarneciese, y sirviese de barrera contra las empresas de los eleos.
Él mientras, habiendo escrito con anticipación a los messenios, epirotas,
acarnanios y a Scerdilaidas, para que equipase cada uno sus navíos y acudiesen a
Cefalenia, se hizo a la vela de Patras al día señalado, y llegó a Pronos, pueblo
de la Cefalenia. La consideración de que esta pequeña fortaleza era difícil de
sitiarse, y el país estrecho, le hizo pasar adelante y fondear en Palea con su
armada. Aquí, advirtiendo que el país abundaba en granos y podía sustentar el
ejército, desembarcó sus tropas, y acampó frente a la ciudad. Puso después en
seco su escuadra, la ciñó con foso y trinchera, y envió a los macedonios al
forraje. Entretanto, por dar tiempo a que viniesen los aliados para emprender el
ataque, se puso a recorrer la plaza y reconocer por qué parte se podrían aplicar
las obras y las máquinas a sus murallas. Su objeto era, primero, quitar a los
etolios el puesto más importante, ya que desde aquí, sirviéndose de las naves de
los cefalenios, hacían sus desembarcos en el Peloponeso, y talaban las costas
del Epiro y la Acarnania; y en segundo lugar, prevenir para sí y para sus
aliados una acogida cómoda para hacer correrías sobre el país enemigo. Porque la
Cefalenia yace sobre el golfo de Corinto, extendiéndose hacia el mar de Sicilia;
domina aquella parte del Peloponeso que mira al Septentrión y ocaso, y
especialmente el país de los eleos, y confina hacia el Mediodía y Occidente con
el Epiro, la Etolia y la Acarnania.
CAPÍTULO II
Asedio de Palea frustrado.- Disparidad de opiniones sobre el camino que había de
tomar el rey.- Decisión de pasar a la Etolia el teatro de la guerra.- Saqueo de
esta provincia.- Desprevención de Termas.
Atento Filipo a que el sitio era el más oportuno para la reunión de los aliados,
y su emplazamiento el más ventajoso para ofender a los enemigos y auxiliar a los
suyos, deseaba con ansia reducir esta isla bajo su dominio (219 años antes de J.
C.) Habiendo advertido que todos los otros lugares de la ciudad se hallaban
defendidos o por el mar, o por los riscos, y que sólo por el lado de Zacinto
había un corto espacio de terreno llano, pensó por esta parte arrimar las
baterías e insistir en el ataque. Ocupaban estas disposiciones su atención,
cuando arribaron quince bergantines de parte de Scerdilaidas, que no había
podido enviar más a causa de las sediciones y alborotos que se habían originado
en la Iliria entre los principales de la nación. Llegó también el socorro
prometido de los epirotas, acarnanios y messenios. Porque éstos una vez tomada
Fialea, ya no tenían excusa para eximirse de la guerra. Dispuesto ya todo para
el asedio, y situadas en los convenientes lugares las baterías de ballestas y
catapultas para contener a los cercados, el rey animó a los macedonios, avanzó
las máquinas a la muralla, y por medio de ellas emprendió las minas. La
actividad de los macedonios en estos trabajos fue tal, que en breve quedaron en
el aire doscientos pies de muro. Entonces el rey se aproximó a la muralla, e
invitó a los de dentro a concertar con él las paces. Mas no haciendo éstos caso,
prendió fuego a los puntales, y a su tiempo vino a tierra todo el muro
suspendido. Hecho esto, destacó por delante a los rodeleros bajo el mando de
Leoncio, divididos en cohortes, con orden de forzar la brecha. Pero este
comandante, atentó a lo que había pactado con Apeles, impidió que tres jóvenes
que ya habían superado sucesivamente las ruinas, no acabasen de tomar la ciudad.
Tenía corrompidos de antemano los principales oficiales, él obraba con
indolencia, y aparentaba peligro a cada paso; y así, aunque pudo cómodamente
apoderarse de la plaza, al fin fue arrojado de la brecha con mucha pérdida. El
rey, viendo tímidos los oficiales y cubiertos de heridas los macedonios,
desistió del asedio y consultó con sus confidentes sobre lo que se había de
hacer en lo sucesivo. Para entonces Licurgo irrumpió por la Messenia, y Dorimaco,
con la mitad de los etolios, hizo una penetración en la Tesalia, persuadidos uno
y otro a que retraerían a Filipo del cerco de Palea. Con este mismo objeto
llegaron al rey embajadores de parte de los acarnanios y messenios. Los
acarnanios le instaban a que entrase por la Etolia, corriese talando impunemente
todo el país, y de este modo haría desistir a Dorimaco de la invasión de la
Macedonia. Los messenios, por medio de su embajador Gorgos, imploraban su
auxilio y le manifestaban que mientras reinasen los vientos Etesios era fácil
pasar en un solo día desde Cefalenia a Messenia, de cuyo repentino y eficaz
ataque sobre Licurgo le aseguraban un buen resultado. Leoncio, atento a su
propósito, coadyuvaba con empeño la pretensión de Gorgos. Veía que Filipo
vendría a estar mano sobre mano todo el estío, pues aunque la navegación a la
Messenia era fácil, el regreso durante los vientos Etesios era imposible. De
aquí infería por seguro que Filipo, encerrado en la Messenia con su ejército, se
vería forzado a pasar el resto del verano en inacción, mientras que los etolios,
corriendo la Tesalia y el Epiro, talarían y arrasarían uno y otro país sin
obstáculo. Tales y tan perniciosos eran los consejos que sugerían al rey Gorgos
y Leoncio. Arato, que se encontraba presente, era del sentir opuesto. Aconsejaba
al rey que convenía dirigirse a la Etolia y pasar allá el teatro de la guerra,
pues habiendo salido los etolios con Dorimaco a una expedición, era la ocasión
más oportuna de invadir y arrasar su país. El rey, que ya se hallaba poco
satisfecho de Leoncio por lo mal que se había portado en el sitio de Palea, y
había llegado a conocer la perfidia con que le había consultado, se atuvo al
parecer de Arato. Efectivamente, escribió a Eperato, pretor de los aqueos, para
que, tomando tropas de su nación, viniese al socorro de los messenios; él
mientras salió de Cefalenia, y abordó al segundo día a Leucades con la escuadra
durante la noche. Dispuestas todas las cosas en el istmo de Doricto, hizo pasar
los navíos y tomó el rumbo por el golfo de Ambracia, que corriendo desde el mar
de Sicilia, se introduce hasta el corazón de la Etolia, como ya hemos apuntado.
Al fin de su viaje, fondeó poco antes de amanecer en Limnea, donde mandó a las
tropas que comiesen, se aligerasen de la mayor parte del equipaje, y estuviesen
dispuestas para la marcha. Entretanto, reunió guías del país, se informó del
terreno, y enteró de las ciudades próximas. A la sazón vino Aristofantes, pretor
de la Acarnania, con todas las tropas de su nación. Este pueblo había tenido en
el pasado mucho que sufrir de parte de los etolios, y deseaba con ansia vengarse
y desquitarse de cualquier modo. Por eso entonces, abrazando con gusto la
ocasión de auxiliar a los macedonios, habían tomado las armas no sólo los que
estaban obligados por la ley a alistarse, sino también algunos ancianos. Igual
impulso estimulaba a los epirotas por semejantes causas, bien que por la
extensión del país y repentina llegada de Filipo, no habían tenido tiempo de
reunir sus tropas. Dorimaco había salido a la expedición con la mitad de los
etolios, como hemos mencionado, y había dejado la otra mitad, en la inteligencia
de que sería lo bastante para guarnecer las ciudades y el país en un caso
imprevisto. El rey, habiendo dejado el equipaje con una buena escolta, marchó
por la tarde de Limnea, y al cabo de sesenta estadios de camino, hizo alto para
que cenase y descansase un rato la tropa; después volvió a emprender la marcha,
y sin cesar de andar en toda la noche, llegó a las márgenes del Aqueloo al rayar
el día, entre Conope y Strato, con el anhelo de arrojarse de repente y de
improviso sobre Termas.
Dos motivos hacían creer a Leoncio que Filipo conseguiría su propósito y los
etolios no podrían evitar el golpe: uno era la pronta e inopinada venida de los
macedonios; otro, el que no habiendo sospechado jamás que llegase la temeridad
del rey a arrojarse sobre una plaza tan fuerte como Termas, los cogería
descuidados y desprovistos del todo para la defensa. Atento a estas
consideraciones, y firme en la traición que había tramado, persuadía a Filipo
que acampase sobre el Aqueloo y diese descanso a la tropa, fatigada con la
marcha de toda una noche. Su propósito en esto era dar a los etolios una tregua,
aunque corta, de prevenirse para la defensa. Arato, por el contrario, conocía
que el logro de la expedición era instantáneo, que el consejo de Leoncio era un
manifiesto retardo, y así protestaba al rey no malograse la ocasión ni se
detuviese. Efectivamente, el rey, ofendido ya de Leoncio, abrazó este partido y
prosiguió su camino sin detenerse. Atravesó el Aqueloo y avanzó en derechura a
Termas, quemando y talando de paso la campaña. Durante su marcha dejó sobre la
izquierda a Strató, Agrinio y Testita, y sobre la derecha a Conope, Lisimaquia,
Triconio y Foiteo. Una vez llegado a Metapa, ciudad situada sobre las gargantas
mismas del lago Triconis, y distante poco menos de sesenta estadios de Termas,
la tomó por haberla desamparado sus moradores, e introdujo dentro quinientos
hombres con el fin de servirse de ella como de presidio para la entrada y salida
de los desfiladeros. Todas las proximidades del lago son montuosas, ásperas y
cubiertas de árboles, de suerte que sólo franquean un paso del todo estrecho y
difícil. Atento a esto, emprendió el paso de los desfiladeros, situando a la
vanguardia los extranjeros, detrás los ilirios, en seguida los rodeleros y la
falange y cerrando la retaguardia con los cretenses. Por el lado derecho
marchaban fuera del camino los traces y armados a la ligera, y por el izquierdo
iban defendidos del lago que se extiende casi treinta estadios. Pasadas estas
gargantas llegó el rey a un lugar llamado Panfia, donde, puesta igualmente
guarnición, prosiguió hacia Termas por un camino no sólo arduo y demasiado
áspero, sino cortado entre elevadas rocas, que a veces sólo permitían un sendero
en extremo peligroso y estrecho, cuya subida se extendía casi a treinta
estadios. La actividad de los macedonios atravesó estos desfiladeros en tan poco
tiempo que llegaron a Termas con muchas horas de día. Sentado aquí su campo,
permitió a la tropa que talase los pueblos circunvecinos, que corriese los
campos de Termas y que saquease las casas de la ciudad, donde se encontró no
sólo cantidad de trigo y demás provisiones, sino inmensidad de muebles
preciosos. Porque como los etolios celebraban aquí cada año las ferias y juegos
más solemnes y era este el sitio determinado para sus comicios, había traído
cada uno lo más precioso que tenía para su hospedaje y aparato de las
festividades. Esto lo hacían prescindiendo de su propia conveniencia, porque
creían no poder hallar lugar más seguro. Jamás enemigo alguno había tenido la
osadía de poner el pie en semejante sitio, tan fuerte por su naturaleza, que
estaba reputado por la ciudadela de toda la Etolia. He aquí por qué después de
una paz de tantos años, estaban llenas de inmensas riquezas las casas próximas
al templo y los lugares circunvecinos. Cargados los macedonios de un botín
inmenso, pasaron allí la noche. Al día siguiente decidieron llevar consigo lo
más precioso y rico del despojo; de todo lo demás hicieron un montón a la vista
de las tiendas, y lo quemaron. Igual diligencia practicaron con las armas que
estaban colgadas en los pórticos; las de más valor las arrancaron y llevaron
consigo, otras las cambiaron, y del resto, que ascendía a más de quince mil,
hicieron una cima y la prendieron fuego.
CAPÍTULO III
Profanación de los lugares sagrados en que incurre el ejército de Filipo en
Termas.- Consideraciones sobre estos oncesos.
No hay hasta este momento algo que desdiga de la justicia y de las leyes de la
guerra; mas lo que se sigue, no sé cómo calificarlo. Los macedonios,
recordándose de los excesos que los etolios habían cometido en Dío y Dodona,
prendieron fuego a los pórticos del templo, hicieron pedazos los donativos
restantes, entre los cuales existían algunos de una hechura costosa, de
exquisito gusto y de mucho valor. No se contentaron únicamente con quemar los
techos, echaron también por tierra el edificio, derribaron pocas menos de dos
mil estatuas e hicieron pedazos las más, a excepción de las que tenían alguna
inscripción o imagen de los dioses, que de éstas se abstuvieron. Se escribió
sobre las paredes aquel célebre verso, obra del ingenio que empezaba ya a
descubrirse en Samos, hijo de Crisógono, y educado con el rey. Dice así:
Repara en Dío, y verás de dónde el rayo se fulmina.
Aun al rey mismo y a sus amigos asombraba tal estrago; bien que creían que
obraban con justicia, y vengaban con castigo igual la crueldad cometida en Dio
por los etolios. Mas yo opino de diverso modo, y si mi juicio es recto o no,
está a la vista. No me valdré de otros ejemplos que los de la misma casa real de
Macedonia. Antígono, después de haber vencido en batalla ordenada, y haber hecho
huir a Cleomenes rey de Lacedemonia, se apoderó de Esparta; y aunque en absoluto
pudo disponer de esta ciudad y de sus moradores a su antojo, distó tanto de
tratar con rigor a los que había sojuzgado, que al contrario, les restituyó su
antiguo gobierno, les concedió la libertad, y no regresó a su corte hasta que
hubo derramado las mayores gracias en general y en particular sobre los
lacedemonios. De este modo, pasó no sólo entonces por bienhechor, sino después
de muerto por libertador, y adquirió, tanto entre los lacedemonios como en toda
la Grecia, una estimación y gloria inmortal con estas acciones.
Aquel Filipo que primero ensanchó los límites de su imperio, y que fue el
fundamento del esplendor de la casa real de Macedonia, vencidos los atenienses
en Queronea, no logró tanto por sus armas, cuanto por la equidad y templanza de
sus costumbres. La guerra y las armas le sujetaron y le hicieron señor
únicamente de sus contrarios; mas la benignidad y moderación le conquistaron
todos los atenienses y la misma Atenas. No dominaba la cólera a sus acciones,
perseguía sí sus enemigos y émulos, hasta que se presentaba ocasión de
manifestar su mansedumbre y beneficencia. Por eso remitió los prisioneros sin
rescate, ofreció los últimos honores a los atenienses muertos, encomendó a
Antipatro la traslación de sus huesosa Atenas, vistió la mayor parte de los que
se salvaron, y con esta política consiguió a poca costa la mayor conquista. Pues
rindiendo su magnanimidad la altivez de los atenienses, de enemigos que eran,
los convirtió en aliados los más sacrificados en su servicio. Y ¿qué diré de
Alejandro? Irritado contra Tebas, hasta poner a sus moradores en pública subasta
y arrasar la ciudad, sin embargo no se olvidó al tomarla del respeto debido a
los dioses; por el contrario, puso el mayor cuidado para que no se cometiese,
aun por imprudencia, la más leve falta contra los templos y demás lugares
sagrados. Asimismo, cuando pasó al Asia a vengar a los griegos de la crueldad de
los persas, procuró obtener de los hombres un castigo condigno a sus excesos;
pero se abstuvo de todo lo consagrado a los dioses, siendo así que contra los
santuarios era contra quienes más se habían encruelecido los persas en la
Grecia. Estos ejemplos debiera Filipo haber grabado en su corazón eternamente, y
preciarse, no tanto de ser heredero de tales personajes en el imperio, cuanto de
ser su sucesor en las costumbres y grandeza de alma. Fue nimio en el transcurso
de toda su vida en ostentar que era pariente de Alejandro y de Filipo; mas hizo
muy poco caso de ser su imitador en las virtudes. Por eso a proporción que su
conducta fue opuesta a la de estos príncipes, fue también contraria la
reputación que obtuvo entre los hombres, cuando ya grande.
Sirva de prueba, entre otras, lo que entonces hizo. No obstante de que la cólera
le hacía incurrir en iguales excesos que a los etolios, y remediaba un mal con
otro, jamás creyó que obraba con injusticia. Afeaba a cada paso la insolencia e
impiedad de Scopas y Dorimaco, por los sacrilegios que habían cometido en Dodona
y Dío; y él, autor de iguales excesos, no echaba de ver que se adquiría el mismo
concepto entre los que le oían. Quitar y arruinar los castillos de nuestros
enemigos, cegar sus puertos, tomar sus ciudades, matar su gente, apresar sus
navíos, talar sus frutos y otras cosas semejantes, por donde se consiga
debilitar las fuerzas del contrario, aumentar las nuestras y dar nuevo vigor a
nuestros propósitos, estas son leyes indispensables y permitidas por el derecho
de la guerra; pero lo que no puede traer o acarrear ventaja a nuestros
intereses, ni disminución a los de los contrarios cuanto a la guerra presente,
esto es, por un exceso de venganza quemar templos, romper estatuas, y profanar
otros adornos semejantes, esto nadie negará que es efecto de una conducta
depravada y de una cólera rabiosa. Los buenos reyes no hacen la guerra para
ruina y exterminio de los que los han ofendido, sino para corrección y
arrepentimiento de sus faltas; ni envuelven en el castigo indistintamente a
delincuentes y no delincuentes, sino que conservan y entresacan a los inocentes
de los culpados. Es propio de un tirano aborrecer y ser aborrecido de sus
súbditos, y a fuerza de malos tratamientos exigir por el miedo un vasallaje
forzado; pero un rey, derramándose en gracias para con todos, debe hacer que a
costa de su munificencia y dulzura le tribute el pueblo un respeto y obediencia
voluntaria. Se echará de ver mejor el yerro que cometió entonces Filipo, al
considerar qué concepto era regular hubiesen hecho los etolios si observando la
conducta opuesta no hubiera quemado los pórticos, quebrado las estatuas ni
profanado los demás ornamentos. Yo no dudo que le hubieran reputado por el rey
mejor y más humano. Su conciencia les hubiera representado las profanaciones
hechas en Dío y Dodona, y hubieran confesado que Filipo, aunque, como dueño de
obrar a su antojo, los hubiera tratado con el máximo rigor, no había hecho más
de lo que debía atento a sus merecimientos; pero que por un efecto de su
clemencia y magnanimidad no echó mano de semejantes medios.
De aquí se infiere que los etolios verosímilmente se hubieran condenado a sí
mismos, y hubieran alabado y admirado en Filipo el ánimo regio y magnánimo con
que había ostentado a un tiempo su respeto para con los dioses y su cólera para
con ellos. Efectivamente, no es menos, antes es más ventajoso, vencer al enemigo
con la generosidad y justicia, que con las armas en la mano. Este se rinde por
necesidad, aquél por inclinación. En el uno se consigue la corrección a mucha
costa, en el otro se encuentra el arrepentimiento sin dispendio. Y lo principal,
que en el vencimiento de aquel tienen la mayor parte los vasallos, y en el
rendimiento de éste el príncipe por sí solo se lleva todo el lauro. Acaso
pretenderá alguno no echar a Filipo toda la culpa de estas impiedades, atento a
su tierna edad, sino que sus consejeros y confidentes, entre otros Arato y
Demetrio de Faros, tuvieron la principal parte. Mas aun en este caso no será
difícil descubrir, sin haberse hallado en el lance, de cuál de los dos pudo
dimanar tal consejo. Prescindiendo del método de vida de Arato, en el que no se
hallará resolución alguna temeraria ni inconsiderada, y en Demetrio muchas,
tenemos pruebas incontestables del carácter de uno y otro en iguales casos, de
que haremos la correspondiente memoria a tiempo oportuno.
CAPÍTULO IV
Hostilizan los etolios la retaguardia de Filipo.- Ofrenda que efectúa este
príncipe a los dioses en acción de gracias, y convite con que obsequia a los
oficiales.- Motín en el campamento, y escarmiento de los promotores.
Habiendo cogido Filipo cuanto pudo llevar y conducir (aquí interrumpimos la
narración), marchó de Termas, y regresó por el mismo camino por donde había
venido. Puso en la vanguardia el botín y los pesadamente armados, y dejó en la
retaguardia los acarnanios y extranjeros. Todo su anhelo era atravesar cuanto
antes los desfiladeros, porque presumía que los etolios se aprovecharían de las
dificultades del camino para picarle la retaguardia, como en efecto ocurrió al
instante. Se reunieron hasta casi tres mil etolios al mando de Alejandro
Triconiense para acudir al socorro. Mientras el rey estuvo sobre las cumbres, no
se aproximaron, permanecieron sí quietos en ciertos lugares ocultos, pero lo
mismo fue moverse la retaguardia, se echaron sobre Termas, y atacaron las
últimas líneas. Cuanto mayor era la confusión en la retaguardia, tanto con mayor
brío los etolios, favorecidos del terreno, les cargaban y mataban. Mas el rey,
que tenía previsto este lance, había apostado al bajar al pie de cierta colina
un trozo de ilirios y rodeleros escogidos; los cuales, acometiendo y cargando
sobre el enemigo que venía en su seguimiento, mataron ciento treinta, cogieron
prisioneros pocos menos, y el resto emprendió la huida sin orden por senderos
extraviados. Después de esta victoria, la retaguardia prendió fuego de paso a
Panfio, atravesó sin riesgo los desfiladeros, y se incorporó con los macedonios.
Filipo tenía sentado el campo alrededor de Metapa, donde esperaba el último
tercio del ejército. Al día siguiente que llegó, ordenó arrasar esta ciudad,
echó a andar, y acampó alrededor de Acras. Al día después prosiguió su marcha
talando de paso la campiña, y sentó sus reales en Conope, donde permaneció el
día inmediato. Al siguiente levantó el campo, y marchó a orillas del Aqueloo
hasta Estrato; donde, atravesado el río, situó el ejército fuera de tiro, para
inquietar a los de dentro. Tenía noticia de que habían entrado en esta plaza,
tres mil infantes etolios, cuatrocientos caballos, y quinientos cretenses. Mas
viendo que nadie osaba salir fuera, volvió a emprender su viaje, ordenando a la
vanguardia marchase a Limnea, donde estaba su escuadra. Lo mismo fue separarse
de la ciudad la retaguardia, que salir por el pronto algunos caballos etolios a
inquietar las últimas líneas. A éstos vinieron a reunirse los cretenses y
algunos infantes etolios, los cuales, dando mayor vigor a la acción, forzaron la
retaguardia macedonia a hacer frente, y venir a las manos. Al principio se peleó
por ambas partes con igual fortuna; pero acudiendo los ilirios a sostener los
extranjeros de Filipo, la caballería etolia y los mercenarios volvieron la
espalda, y emprendieron la huida en desorden. La mayor parte fue perseguida por
los del rey hasta las puertas y muros de la ciudad, en cuyo alcance mataron cien
personas. Después de este choque ya no se atrevieron a moverse los de dentro, y
la retaguardia se incorporó sin peligro con el ejército y los navíos. En Limnea
el rey, después de haber acampado cómodamente, hizo un sacrificio a los dioses
en acción de gracias por la dicha concedida a su empresa, y dio un convite a los
oficiales. Se tenía por temeridad el que el rey se hubiese arrojado en un
terreno tan escabroso, donde hasta entonces nadie había osado penetrar con sus
armas; pero él entró y salió sin riesgo, después de haber conseguido sus
propósitos. Por eso ahora, alegre en extremo, hacía este obsequio a los
oficiales. Sólo Megaleas y Leoncio, que tenían tratado con Apeles embarazar
todas las ideas de este príncipe, se dolían de la felicidad que había alcanzado.
Pero viendo frustrados sus esfuerzos, y que las cosas habían salido al
contrario, aunque tristes, concurrieron al fin con los demás convidados. A poco
rato dieron que sospechar al rey y a los demás, de que no se interesaban tanto
como ellos en la felicidad de las armas. Mas prontamente descubrió sus
interiores la continuación de los brindis y la intemperancia en la comida y
bebida, a que se vieron precisados por acompañar a los demás. No bien se había
concluido el convite, cuando locos y enajenados con la borrachera, echan a
buscar a Arato, le encuentran cuando se retiraba, le llenan por el pronto de
improperios, y emprenden después acabar con él a pedradas. Al instante acudieron
muchos a sostener uno y otro partido, y se levantó un alboroto y conmoción en el
campamento. La vocería llegó a oídos del rey, quien mandó gentes para que se
informasen y remediasen el desorden. Llegaron éstos, Arato les cuenta lo
sucedido, pone por testigos a los circunstantes, redime la vejación, y se retira
a su tienda. Por lo que hace a Leoncio, escapó entre la confusión sin saber
cómo. El rey, informado del hecho, envió a llamar a Megaleas y Crinon, y los
reprendió ásperamente. Pero ellos, lejos de someterse, prorrumpieron en nuevas
amenazas, diciendo que no desistirían del propósito hasta haber dado a Arato su
merecido. El rey, irritado con este desacato, los mandó multar al instante en
veinte talentos, y llevarlos a la cárcel. Al día siguiente envió a llamar a
Arato, y le exhortó a que viviese seguro de que pondría el remedio conveniente
en el asunto. Leoncio, informado de lo que pasaba con Megaleas, vino a la tienda
del rey acompañado de alguna tropa. Estaba persuadido a que este príncipe se
atemorizaría por su poca edad y mudaría prontamente de resolución. Lo mismo fue
presentarse que preguntar: «¿Quién ha tenido osadía para echar mano a Megaleas,
y llevarle a la cárcel? - Yo», respondió el rey con entereza; palabra que aterró
a Leoncio, le hizo dar un gran suspiro y retirarse enfurecido.
Después el rey se hizo a la vela con toda la escuadra, atravesó el golfo, y
arribó en breve tiempo a Leucades. Aquí, dada orden a los que estaban encargados
de la distribución del botín para que la evacuasen cuanto antes, reunió mientras
sus confidentes, para examinar la causa de Megaleas. Arato entabló la acusación
de éste y de sus compañeros, recorriendo la serie de sus excesos desde el
principio. Hizo ver claramente que eran autores de una muerte que se había
perpetrado después de la partida de Antígono, que tenían tramada una conjuración
con Apeles, y que por ellos no se había tomado Pelea. A todos estos cargos, que
Arato hizo palpables y demostró con testigos, no tuvo qué responder Megaleas,
por lo que fue condenado a una voz por todos. Crinón permaneció en la prisión, y
Leoncio salió por fiador de la multa de Megaleas. He aquí el estado de la
conjuración de Apeles y Leoncio, cuyo éxito vino a ser distinto de lo que se
habían prometido al principio. Creyeron que aterrarían a Arato, que dejarían al
rey solo, y que obrarían después según su conveniencia; pero les salió al
contrario.
CAPÍTULO V
Correrías de Licurgo, de los eleos y de Dorimaco.- Invasión y talas por Filipo
en Laconia.- Pretenden los messenios unirse a Filipo, pero Licurgo se apodera de
su bagaje, y los obliga a retirarse a su patria.
Al mismo tiempo (219 años antes de J. C.) regresó Licurgo de la Messenia, sin
haber realizado cosa que merezca la pena de relatarse. Poco después volvió a
salir a campaña, tomó a Elea, y emprendió sitiar la ciudadela, donde se habían
refugiado los moradores; mas frustrados sus esfuerzos, tuvo que retirarse otra
vez a Esparta.
Los eleos hicieron también correrías en el país de los dimeos. Éstos enviaron
alguna caballería para su defensa, pero cayó en una emboscada y con facilidad
fue puesta en huida. Muchos gálatas quedaron sobre el campo, algunos de la
ciudad fueron hechos prisioneros, entre otros Polimedes, Egeo, y Agesipolis y
Megacles, dimeos.
Dorimaco al principio salió a campaña con los etolios, persuadido, como hemos
dicho antes, a que talaría impunemente la Tesalia y haría levantar a Filipo el
cerco de Palea; pero hallando en esta provincia a Ghrisógono y Patreo dispuestos
a hacerle frente, no se atrevió a bajar al llano, y se contentó con costear las
laderas, hasta que, informado de la irrupción de los macedonios en Etolia, dejó
la Tesalia y se dirigió con diligencia al socorro de su patria. Pero llegó
cuando ya los macedonios habían salido de la Etolia: tan tardo y pesado era en
todas sus cosas.
Filipo, habiéndose hecho a la vela de Leucades, taló de paso la costa de los
hianteos y abordó a Corinto con toda la escuadra. Hizo pasar los navíos a puerto
Lequeo, donde desembarcó los soldados, y despachó correos a las ciudades aliadas
del Peloponeso, señalándolas día en que deberían todas hacer noche con sus
tropas en Tegea. Dadas estas órdenes, sin detenerse un instante en Corinto
ordenó marchar a los macedonios, y pasando por Argos llegó a Tegea al segundo
día. Aquí tomó los aqueos que habían acudido, y condujo su ejército por las
montañas con el fin de penetrar en el país de los lacedemonios sin ser
apercibido. Después de cuatro días de marcha por lugares desiertos, se dejó ver
sobre unas eminencias situadas frente por frente de la ciudad, y dejando a la
derecha a Menelea llegó hasta la misma Amicla. Los lacedemonios, que vieron
desde la ciudad pasar por delante aquel ejército, quedaron atónitos y
asombrados. Se hallaban aún suspensos sus espíritus con la noticia del saqueo de
Termas y demás acciones de Filipo en la Etolia. A más de esto corría cierto
rumor de que Licurgo salía al socorro de los etolios; y así ni aun por el
pensamiento se les había pasado el que con tanta precipitación viniese a
descargar el golpe sobre ellos, mediando tanta distancia y siendo aún muy
despreciable la edad del rey para semejantes empresas. Por eso un suceso tan
inesperado les tenía sobrecogidos con motivo. En igual desvelo e inquietud
estaban todos los enemigos de este príncipe, porque conducía sus propósitos con
un ardor y viveza superior a su edad. Efectivamente, sale del corazón de la
Etolia, como hemos dicho, atraviesa en una noche el golfo Ambraceo y arriba a
Leucades. Después de dos días de estancia en esta ciudad, se hace a la vela en
la madrugada del tercero, tala en el siguiente la costa de la Etolia y fondea en
Lequeo. Prosigue sin detenerse su viaje, y se deja ver al séptimo sobre las
eminencias inmediatas a Menelea; de suerte que los más de los lacedemonios, sin
dar crédito a lo que veían, aterrados con la novedad dudaban qué partido tomar
en tales circunstancias.
El primer día acampó Filipo alrededor de Amiclas, plaza de la Laconia abundante
en árboles y sazonados frutos, distante de Lacedemonia como veinte estadios. Se
ve en ella un edificio consagrado a Apolo, casi el más célebre de cuantos
templos tiene la provincia. La situación de la ciudad está mirando a la parte
del mar. Al día siguiente hizo la tala del país y llegó al real que llaman de
Pirro. Después de haber saqueado en los dos días siguientes los lugares
próximos, sentó su campo delante de Carnio; de allí marchó para Asina, donde
viendo cuán inútiles eran los esfuerzos que hacía contra esta plaza, levantó el
sitio y corrió talando todo el país que mira al mar de Creta hasta Tenaro.
Torció después la ruta y se encaminó a un astillero de los lacedemonios, llamado
Gitio, que tiene un puerto seguro y dista de la ciudad treinta estadios. Dejado
éste a la derecha, fue a acampar alrededor de Elia, país que, atendidas todas
sus circunstancias, es el mayor y más bello que tiene la Laconia. De aquí
destacó las tropas al forraje, llevó a sangre y fuego los frutos de toda la
comarca, y llegó con la tala hasta Acria, Leuca y Boea.
Los messenios, así que recibieron las cartas de Filipo que los llamaba para la
guerra, no cedieron en afecto a los demás aliados. Salieron a campaña con toda
diligencia, y enviaron dos mil infantes y doscientos caballos de tropas
escogidas; pero lo largo del camino hizo que llegasen a Tegea más tarde que
Filipo. Por el pronto dudaron qué partido tomar en tales circunstancias; mas
temiendo que, por las sospechas que ya de ellos se tenía, no se atribuyese esto
acaso pensado, marcharon por el país de Argos a la Laconia para incorporarse con
Filipo. Llegados al castillo de Glimpia, situado sobre las fronteras de estas
dos provincias, acamparon a su vista con imprudencia y descuido. Porque ni
rodearon el campamento con foso y trinchera, ni eligieron lugar ventajoso, sino
que satisfechos de la benevolencia de los habitantes hicieron alto sin malicia
al pie de sus murallas. Licurgo, informado de la llegada de los messenios,
marchó con los extranjeros y algunos lacedemonios, llegó allá al rayar el día y
atacó con vigor su campamento. Los messenios, aunque en todo lo demás habían
consultado mal sus intereses y sobre todo en haber pasado de Tegea sin tener el
número suficiente de soldados ni querer escuchar el parecer de los peritos, con
todo hicieron en el lance lo posible para defenderse. Lo mismo fue descubrirse
el enemigo que abandonar al instante todo el equipaje y refugiarse prontamente
al castillo. Es cierto que Licurgo se apoderó de la mayor parte de la caballería
y del bagaje, pero a excepción de ocho caballeros que mató, todos los demás se
salvaron. Después de este descalabro, los messenios regresaron por Argos a su
patria. Licurgo, soberbio con la victoria, vino a Lacedemonia para prevenirse a
la defensa, y consultó con sus amigos cómo no se dejaría salir del país a Filipo
sin forzarle al trance de una batalla. Pero este príncipe, habiendo levantado el
campo de Elia, continuó talando el país, y después de cuatro jornadas llegó por
segunda vez a Amiclas con todo el ejército a la mitad del día.
Licurgo, dadas las órdenes a los oficiales y amigos para el combate que les
aguardaba, salió de la ciudad con dos mil hombres a lo más, y se apoderó de los
puestos contiguos a Menelea. Recomendó a los que quedaban dentro que estuviesen
atentos para cuando se les diese la señal, y entonces se echasen fuera con
prontitud por muchas partes, y ordenasen sus gentes de frente al Eurotas por la
parte que este río se halla menos distante de Esparta. Tal era el estado de
Licurgo y de los lacedemonios.
Pero para que la ignorancia de los lugares no confunda y oscurezca la narración,
será conveniente describir la naturaleza y situación del terreno. Ésta ha sido
una costumbre que hemos observado en toda la obra, para unir y conciliar los
lugares desconocidos con los que ya se conocen y de que se tiene noticia. Porque
como en las guerras, bien sean por mar, bien por tierra, se engañan los más por
no hacer distinción de los lugares, y nuestro propósito es el que todos sepan,
no tanto lo que pasó, cuanto el cómo se hizo; creemos que en ningún
acontecimiento se debe omitir la descripción del sitio, y mucho menos en asuntos
militares, ni dejar de expresar ciertas señales, ya de puerto, mar o isla, ya de
templo, monte, denominación de país, o por último diferencia de clima, puesto
que éstas son las nociones más comunes a todos los hombres, y el único medio de
conducir los lectores al conocimiento de lo que ignoran, como ya hemos
mencionado. La naturaleza del país de que ahora hablamos, es como sigue.
CAPÍTULO VI
Descripción de Esparta.- Desfiladero que debe atravesar Filipo, y victoria que
obtiene sobre Licurgo a la vista de esta ciudad.
Considerada en general. Esparta es una ciudad de figura circular y situada en
terreno llano; pero en particular se encuentran en ella lugares desiguales y
sitios en declive. En la parte de Oriente la baña el Eurotas, río que por su
mucho caudal es invadeable la mayor parte del año. Al Oriente del invierno, del
otro lado del río, existen unas montañas, donde está situada Menelea, ásperas,
escarpadas y de una elevación prodigiosa, que dominan por completo el espacio
que media entre la ciudad y el río. Este intervalo, por donde transcurre el
Eurotas al pie mismo de la cordillera, no se extiende más que a estadio y medio.
Por este desfiladero había de pasar Filipo por precisión a su regreso, teniendo
a la izquierda la ciudad y los lacedemonios prevenidos y dispuestos, y a la
derecha el río y las tropas de Licurgo, que coronaban las eminencias. A más de
esto, habían excogitado esta estratagema. Cegaron el río por parte arriba y
dejaron que el agua cubriese el espacio que hay entre la ciudad y las montañas,
con cuyo ardid, no digo la caballería, pero ni aun la infantería podía afirmar
el paso. De, suerte que al rey no le quedaba otro recurso que hacer desfilar su
ejército a todo lo largo del camino por la falda misma de las montañas, posición
que imposibilitaba la defensa, y era entregarse en manos del enemigo. Atento a
esto Filipo, después de haber consultado con los demás oficiales, determinó como
lo más oportuno a la presente coyuntura desalojar ante todas las cosas a Licurgo
de los puestos próximos a Menelea. Para esto tomó los extranjeros, los rodeleros
y los ilirios, y cruzó el río avanzando hacia las montañas. Licurgo, que
advirtió el intento de Filipo, ordena sus tropas, las anima para la acción, y da
la señal a los de la ciudad. Inmediatamente los jefes de éstos sacan sus
soldados, los forman en batalla delante los muros, y cubren el ala derecha con
la caballería.
Así que Filipo se halló cerca de Licurgo, destacó por el pronto contra él los
extranjeros, de que provino ser más ventajosos los inicios del combate a los
lacedemonios, a quienes favorecían no poco las armas y el terreno. Pero apenas
envió los rodeleros para sostener a los combatientes, y él con los ilirios atacó
en flanco al enemigo, cuando los extranjeros, alentados con este socorro,
volvieron a la carga con redoblado espíritu; y las tropas de Licurgo, temiendo
la impresión de los pesadamente armados, retrocedieron y volvieron la espalda.
Ciento quedaron sobre el campo, pocos más fueron los prisioneros, y el resto se
refugió en la ciudad. El mismo Licurgo, seguido de pocos, escapó de noche por
caminos extraviados, y penetró en Esparta. Los ilirios ocuparon las eminencias,
y Filipo con la infantería ligera y los rodeleros regresó al ejército. Mientras
venía Arato conduciendo la falange desde Amiclas, y ya se hallaba cerca de la
ciudad cuando el rey cruzó el río para cubrirla con la infantería ligera, los
rodeleros y la caballería, y dar tiempo a que los pesadamente armados
desembocasen por el pie de las montañas mismas aquellos desfiladeros sin
peligro. Los de la ciudad emprendieron atacar la caballería que venía al
socorro; la acción fue viva, los rodeleros pelearon con arrojo, Filipo consiguió
aun cuanto a esta parte una conocida ventaja, y persiguió la caballería
lacedemonia hasta las puertas de la ciudad. Después el rey pasó el Eurotas sin
obstáculo, y marchó a la espalda de su falange. Como era ya tarde, se vio
precisado a acampar en la salida de aquellos desfiladeros.
Por casualidad las guías habían elegido este lugar para campamento, puesto que
no se podía dar más a propósito para hacer una irrupción en la Laconia a la
vista de la misma Esparta. Está situado a la entrada de los desfiladeros que
hemos mencionado, y bien se venga de Tegea, bien de cualquiera otra parte
mediterránea a Lacedemonia, se ha de pasar por él a distancia de dos estadios
cuando más de la ciudad, y sobre la margen del río. El lado que mira a Esparta y
a el Eurotas está defendido todo de una cordillera elevada y del todo
inaccesible, sobre cuya cumbre se halla una llanura de buen terruño, abundante
de aguas, y cómodamente situada para la entrada y salida de las tropas. De
suerte que el que llegue a apostarse en este sitio, y a apoderarse de la colina
que le domina, puede decir que está acampado a cubierto de todo insulto de parte
de la ciudad, y que tiene la llave de la puerta y paso de los desfiladeros.
Filipo, después que hubo sentado aquí el real con toda seguridad, al día
siguiente envió por delante el bagaje, y sacó sus tropas al llano en orden de
batalla a la vista de la ciudad. Permaneció algún tiempo en esta postura; pero
después doblando hacia un lado tomó la ruta de Tegea. Cuando llegó a aquel lugar
donde Antígono y Cleomenes se dieron la batalla, hizo alto; y después de haber
reconocido al día siguiente los puestos y haber sacrificado a los dioses sobre
uno y otro monte, llamados Olimpo y Eva, fortificó la retaguardia y continuó su
camino. En Tegea hizo vender el botín, y pasando por Argos, llegó a Corinto con
todo el ejército. Aquí se encontró con los embajadores de Rodas y Chío, enviados
para concluir la guerra. El rey, después de haber conferenciado con ellos,
disimulando su intención, les dijo que siempre había estado dispuesto, tanto
ahora como antes, a un ajuste con la Etolia, y los despidió encargándoles
tratasen el asunto con los etolios. Él después bajó a Lequeo y se dispuso para
pasar a la Focida, donde tenía que tratar asuntos más importantes.
CAPÍTULO VII
Nuevas maquinaciones de Leoncio, Megaleas, Ptolomeo y Apeles. Escarmiento de
estos traidores.
Para entonces, Leoncio, Megaleas y Ptolomeo, persuadidos aún que amedrentarían a
Filipo y de este modo ocultarían sus anteriores delitos, difundieron la voz
entre los rodeleros y las guardias macedonias, de que ellos se exponían a los
peligros por la salud común, y con todo no se les guardaba justicia ni se les
entregaba en el botín apresado la parte que tenían de costumbre. Estos discursos
inflamaron la juventud, y dividida en bandos emprendió saquear las habitaciones
de los cortesanos más distinguidos, forzar las puertas del palacio del rey, y
quebrar las tejas. Este accidente puso en conmoción y alboroto la ciudad, y
Filipo advertido vino de Lequeo con diligencia. Reúne los macedonios en el
teatro, y ya con dulzura, ya con amenazas, les reprende el hecho. En medio del
motín y confusión, unos eran de parecer que se echase mano y castigase a los
autores, otros que se sosegase la sedición y no se tomase en cuenta lo pasado.
El rey, que estaba bien enterado de las cabezas del alboroto, disimulando por
entonces, afectó estar satisfecho y se retiró a Lequeo, después de haber
exhortado a todos a la unión. Sosegado este tumulto, ya hubo sus dificultades en
los negocios de la Focida, cuyo logro se tenía por seguro.
Leoncio, destituido de recurso por habérsele malogrado todos sus propósitos,
acudió a Apeles. Le envió frecuentes cartas para hacerle venir de Chalcida, y le
dio cuenta de las penas y trabajos que se le habían seguido de la desavenencia
con el rey. Apeles, durante su estancia en Chalcida, había usado del poder a su
antojo. Había dado a entender que el rey, joven aún, estaba sujeto en lo más a
su arbitrio, que no era dueño de hacer nada, que el manejo de los negocios y la
disposición de todo corría por su mano, que los magistrados e intendentes de
Macedonia y Tesalia le daban a él cuentas, y que las ciudades de la Grecia, bien
fuese en la formación de decretos, bien en la dispensa de honores, bien en la
distribución de premios, contaban poco con la persona del rey, y sólo él era
árbitro y autor de todo. Hacía tiempo que Filipo, informado de estos excesos, se
lamentaba y sufría con impaciencia semejante conducta; y aunque Arato, que
estaba a su lado, le instaba con maña a que pusiese remedio, él no obstante se
contenía y ocultaba a todos su intención y modo de pensar. Apeles, que lejos de
saber lo que contra él se maquinaba, se hallaba persuadido a que sólo con
ponerse en presencia del rey lo manejaría todo a su arbitrio, partió de Chalcida
a socorrer a Leoncio. A su llegada a Corinto, Leoncio, Ptolomeo y Megaleas,
comandantes de los rodeleros y otros cuerpos del ejército los más distinguidos,
hicieron grandes esfuerzos para empeñar la juventud a que saliese a recibirle.
Efectivamente, entró en la ciudad a manera de un general, por medio de la
multitud de oficiales y soldados que salieron al encuentro, y marchó sin
detenerse a palacio. Quiso entrar al cuarto del rey, según tenía por costumbre;
pero le contuvo un lictor que ya se hallaba prevenido, diciendo que no era hora
de hablarle. Apeles extrañó la novedad, quedó suspenso por mucho tiempo, y al
fin se retiró confuso. Todo aquel lucido acompañamiento desapareció al punto, de
suerte que entró en su casa acompañado sólo de su familia. De este modo el
hombre pasa en un instante desde la elevación al abatimiento; pero donde esto se
ve con más frecuencia es en los palacios de los reyes. Ciertamente los
cortesanos se asemejan a los cálculos en las mesas de los aritméticos, que
reciben ya el ínfimo, ya el sumo valor, a gusto del que calcula. De igual modo
los palaciegos, según la voluntad del rey, son felices o miserables en un
momento. Megaleas, viendo frustrado el auxilio de Apeles contra lo que esperaba,
lleno de turbación pensó ausentarse. Apeles continuó disfrutando de la
conversación del rey, consejo y del número de los que ordinariamente
frecuentaban su mesa. Sin embargo, pocos días después, teniendo el rey que pasar
de Lequeo a la Focida a ciertos asuntos, se le llevó consigo; pero no saliéndole
las cosas como pensaba, se volvió atrás desde Elatesa.
Entonces fue cuando Megaleas se retiró a Atenas, abandonando a Leoncio que había
salido por su fiador en los veinte talentos; pero mal admitido por los
magistrados de esta ciudad, tuvo que volver de nuevo a Tebas. El rey se hizo a
la vela de Cirra, y fondeó con sus guardias en el puerto de Sción. De aquí pasó
a la ciudad, donde sus magistrados le ofrecieron alojamiento; pero él no aceptó
sino el de Arato, con quien trataba de continuo, y ordenó a Apeles marchase para
Corinto, Habiendo sabido después la fuga de Megaleas, despachó a Trifalia, bajo
las órdenes de Taurión, a los rodeleros, en quienes mandaba antes Leoncio,
aparentando que necesitaba allí de su servicio. No bien habían partido estas
tropas, cuando mandó prender a Leoncio por el pago de la fianza. Los rodeleros,
informados de lo que sucedía por un mensajero que éste les destacó, despacharon
al rey diputados, con el ruego de que, si la prisión de Leoncio era por algún
nuevo crimen, no pasase a la sentencia sin estar ellos presentes; de lo
contrario, lo reputarían por un gran desprecio y notable injuria (tal era la
libertad con que los macedonios hablaban siempre a sus reyes); pero que si era
por la fianza que había hecho por Megaleas, ellos satisfarían la deuda
repartiéndola entre todos. Este afecto de los rodeleros no hizo sino avivar la
cólera del rey y acelerar la muerte de Leoncio antes de lo que tenía pensado.
A la sazón volvieron de la Etolia los embajadores de Rodas y Chío con la noticia
de haber alcanzado una tregua por treinta días y quedar dispuestos los etolios
para un ajuste. Habían también señalado día fijo para el cual suplicaban al rey
se encontrase en Río, asegurándole que los etolios harían cuanto estuviese de su
parte por efectuar el convenio. Filipo aceptó la tregua, y escribió a los
aliados previniéndoles enviasen a Patras sus diputados para tratar de la paz con
los etolios. Él se hizo a la vela de Lequeo, y arribó allá al segundo día. Para
entonces recibió unas cartas de la Focida, que Megaleas enviaba a los etolios,
en las que les exhortaba a proseguir la guerra con tesón, pues Filipo se hallaba
en el último extremo por falta de municiones; y añadía a esto varias
acriminaciones y burlas, que manifestaban su rencor contra este príncipe. Leídas
estas cartas, el rey conoció que Apeles era el motor de todos estos disturbios,
y al punto mandó llevar preso a Corinto con buena escolta a él, a su hijo y a un
joven a quien amaba. Destacó después a Alejandro para Tebas, con orden de
perseguir en juicio a Megaleas por la fianza ante los magistrados. Alejandro
cumplió tan exactamente su comisión, que Megaleas, sin esperar a la decisión, se
dio la muerte. Por estos mismos días murió también Apeles, su hijo y el querido
joven. Así terminaron estos traidores, fin proporcionado a sus delitos, y
principalmente a la insolencia con que habían tratado a Arato.
CAPÍTULO VIII
Propósitos de los etolios frustrados.- Prosecución de la guerra.-- Retorno de
Filipo y sus tropas a Macedonia.- Situación de Aníbal, Antíoco, Licurgo y los
aqueos.
Todos los etolios se hallaban ansiosos que la paz se concertase (219 años antes
de Jesucristo) Estaban cansados de una guerra que había desmentido en todo sus
esperanzas. Llegaron a presumir que manejarían a Filipo como a un niño sin
juicio, debido a su tierna edad y escasa experiencia; pero se hallaron con un
hombre cabal, tanto en la empresa como en la ejecución de sus propósitos, y
ellos se acreditaron en todas sus acciones públicas y particulares de hombres
despreciables y pueriles. Luego que llegó a su noticia el alboroto de los
rodeleros y la muerte de Apeles y Leoncio, dilataron y difirieron el día
señalado para ir a Río, con la esperanza de que se originaría algún grave y
peligroso trastorno en el palacio del rey. Filipo abrazó tanto con mayor gusto
este pretexto, cuanto que fiaba del buen éxito de la guerra y había venido con
ánimo de dificultar el convenio. Y así, lejos de inducir a la paz a los aliados
que habían concurrido, los alentó para la guerra, y vuelto a hacerse a la vela,
se dirigió a Corinto. Aquí dio licencia a todos los macedonios para marchar por
la Tesalia a invernar a sus casas. Él partió de Cencras, y costeando el Ática,
vino por el Euripo a fondear en Demetriades, donde hizo cortar la cabeza en un
consejo de macedonios a Ptolomeo, único cómplice que quedaba de la conjuración
de Leoncio. Por entonces Aníbal, invadida la Italia, acampaba sobre el Po al
frente de las legiones romanas; Antíoco, sojuzgada la mayor parte de la Cæle-Siria,
había licenciado para invernar sus tropas; y Licurgo, rey de Lacedemonia, se
había refugiado en la Etolia por temor de los eforos, quienes informados
falsamente de que quería perturbar el Estado, se habían reunido una noche y
asaltado su casa; pero él, presintiendo el golpe, había huido con su familia.
Llegado el invierno, Filipo regresó a Macedonia. Eperato, pretor de los aqueos,
era aborrecido de las tropas de la república y menospreciado hasta el máximo de
las extranjeras. Nadie obedecía sus órdenes, ni había disposición alguna para la
defensa de las fronteras. Pirrias, a quien los etolios habían enviado por pretor
de los eleos, advirtió este descuido, y tomando mil cuatrocientos etolios, los
extranjeros de los eleos, y hasta mil infantes y doscientos caballos de su
república, de suerte que el total ascendía a tres mil hombres, saqueó no sólo el
país de los dimeos y fareos, sino también los campos de Patras. Por último,
acampado sobre el monte Panachaico, que domina la ciudad de Patras, talaba todo
el país que se extiende hasta Río y Egio. Las ciudades aqueas, maltratadas con
la guerra y sin poder defenderse, pagaban con dificultad los impuestos. Los
soldados, dilatadas y retenidas sus pagas, cumplían del mismo modo con su
ministerio. De estos dos atrasos resultaron en cambio dos desórdenes: ir las
cosas a peor, y desertarse las tropas extranjeras, efecto todo de la indolencia
del jefe. En este estado estaban las cosas de los aqueos, cuando cumplido el
año, Eperato dejó la pretura, y Arato el viejo fue puesto en su lugar al inicio
de la primavera. Hasta aquí de los negocios de la Europa. Y puesto que la
distinción de los tiempos y la conclusión de los asuntos nos ofrecen bella
proporción de pasar al Asia a relatar los hechos ocurridos en la misma
olimpíada, convirtamos la narración a aquella parte.
CAPÍTULO IX
Razones del historiador para no juntar los asuntos de la Grecia con los del
Asia.- Conveniencia de sentar un buen principio a una obra.- Presunción de los
escritores superficiales refutada.
En primer lugar expondremos, según nuestro primer propósito, la guerra que hubo
entre Antíoco y Ptolomeo con motivo de la Cæle- Siria. No ignoramos que esta
guerra duraba aún en la misma época en que se hacía la de la Grecia; pero
preferimos dar a la ilación de nuestra historia este orden y esta distribución.
Porque para librar de error a los lectores en la exactitud del tiempo en que
cada cosa había ocurrido, creímos que les dábamos una instrucción suficiente con
haberles apuntado en cada año de la dicha olimpíada, y entre las acciones de los
griegos, el principio y fin de lo que sucedía en el Asia. Nada me pareció más
importante para la inteligencia y claridad de la narración, que el no mezclar en
esta olimpíada los hechos de la Grecia con los del Asia, sino separarlos y
distinguirlos en lo posible; hasta llegar a las siguientes, en que empezaremos a
tratar de cada cosa por años promiscuamente. Efectivamente, como nos hemos
propuesto escribir no un hecho particular, sino todos los del universo; y en
cuanto a historia, casi estoy por decir, y lo he repetido anteriormente, hemos
tomado a cargo la mayor empresa que jamás se ha visto, nos ha parecido
conducente poner el mayor esmero en la distribución y economía, para que en el
discurso de la obra no se encuentre género de duda, ni en el todo ni en las
partes. En este supuesto, recorramos ahora desde un poco más arriba los reinados
de Antíoco y Ptolomeo, y procuremos sentar principios incontestables y notorios
de lo que se va a decir, circunstancia la más esencial en tales casos.
Los antiguos, cuando dijeron que el principio es la mitad del todo, nos
quisieron recomendar el máximo cuidado que se ha de poner en dar a cualquier
obra un buen principio. Ellos creyeron haber dicho una exageración, pero en mi
concepto aun se quedaron muy cortos. Cualquiera puede asegurar sin rubor que el
principio no sólo es la mitad del todo, sino que tiene concernencia con el fin.
Y si no, ¿cómo comenzar bien una obra sin haber comprendido antes mentalmente el
todo de la empresa, ni haber examinado de dónde la comenzará, hasta dónde la
proseguirá, y con qué motivo la dará principio? ¿Cómo recapitular los hechos de
un modo conveniente, sin que haya tal analogía entre el fin y el principio, que
se sepa de dónde, cómo y por qué grados han llegado las cosas a tal extremo?
Convengamos, pues, en que los que escriben o leen una historia universal deben
poner su principal estudio en que los principios tengan no sólo conexión con los
medios, sino también con los fines. Esto es lo que ahora procuraremos observar.
No ignoro que otros muchos escritores han dicho como yo, que escribían una
historia universal y emprendían la mayor obra que hasta entonces se había visto.
Pero a excepción de Eforo, el primero y único que se ha puesto a escribir una
historia universal, de todos los demás se me dispensará el hablar o mentar sus
nombres. Sólo sí diré que algunos historiadores de nuestro tiempo presumen haber
hablado de todos los acaecimientos del mundo, con sólo haber referido en tres o
cuatro páginas la guerra de los romanos y cartagineses. Pero ¿habrá alguno tan
necio que no sepa que al mismo tiempo se realizaron muchas y sobresalientes
acciones en España, África, Sicilia e Italia, y que la guerra de Aníbal, la más
célebre y larga de todas, a excepción de la de Sicilia, fue de tanta
consideración que puso en expectativa a todos, recelándose cada uno del éxito de
sus consecuencias? Con todo, se encuentran escritores que, tocando las cosas aun
con más superficialidad que la que acostumbran los pintores en ciertas
repúblicas cuando simbolizan algún hecho en las paredes, presumen haber
comprendido todos los acontecimientos de los griegos y de los bárbaros. La causa
de esto es, que de palabra es muy fácil emprender la mayor acción, pero de obra
muy difícil llevarla a cabo. Por eso lo primero, como consiste en una medianía,
lo consiguen casi todos sólo con intentarlo; pero lo segundo, que raya con la
perfección, es muy arduo, y aun apenas se alcanza al cabo de la vida. No he
tenido otro fin en decir esto, que la jactancia con que algunos admiran sus
propias producciones. Pero ahora volvamos a nuestro propósito.
CAPÍTULO X
Comportamiento lamentable de Ptolomeo Filopator, opuesto al de sus antecesores.-
Ruego de Cleomenes, rey de Esparta, a Ptolomeo para su regreso a la patria, no
concedido.
Apenas murió su padre, Ptolomeo Filopator quitó la vida a su hermano Magas y a
sus parciales, y se apoderó del trono de Egipto (220 años antes de J. C.) Creía
que su maña y el dicho fratricidio le habían liberado de los recelos domésticos,
y que la fortuna le ponía a cubierto de todo insulto exterior, después de haber
llevado de esta vida a Antígono y Seleuco, y haber puesto en su lugar a Antíoco
y Filipo, jóvenes por cierto y casi niños. Satisfecho de estas esperanzas,
pasaba su reinado en continuas diversiones. No se dejaba ver ni tratar de los
cortesanos y demás gobernadores de Egipto. Miraba con desprecio y descuido las
potencias vecinas: asunto cabalmente sobre que sus predecesores habían velado
más que sobre el gobierno interior de su propio reino. Efectivamente, dueños de
la Cæle-Siria y de Chipre, tenían en respeto al rey de Siria por mar y tierra;
despóticos en las ciudades, puestos y puertos más considerables que hay por toda
la costa desde la Panfilia hasta el Helesponto y lugares próximos a Lisimaquia,
observaban a los potentados de Asia y aun a las mismas islas; señores de Eno,
Maronea y otras ciudades más remotas, estaban a la vista de lo que pasaba en
Tracia y Macedonia. Así, extendiendo sus miras a más de lo que daba de sí el
Egipto, y poniendo por delante de sus límites una dilatada barrera de estados,
no tenían que cuidar de su propio reino. He aquí justamente por qué ponían tanta
intensidad en lo que pasaba exteriormente. Pero este rey por el contrario,
entregado a indecentes amores y a locas y continuas borracheras, miraba con
abandono estos asuntos. ¡Qué mucho se levantasen en breve tiempo contra su vida
y corona infinitos enemigos! Efectivamente, el primero de todos fue Cleomenes
Espartano.
Éste, mientras vivió Ptolomeo Evergetes con quien tenía contraída alianza,
estuvo quieto, persuadido a que siempre lograría de su favor el auxilio
competente para recobrar el reino de sus padres. Pero así que pasó de esta vida,
y andando el tiempo, vio que los intereses de la Grecia casi le estaban llamando
por su nombre; pues Antígono había muerto, los aqueos habían tomado las armas, y
los lacedemonios, según su primer propósito y designio, se habían asociado con
los etolios contra los aqueos y macedonios; entonces ya se vio forzado a
insistir con mayor empeño en salir de Alejandría. Para esto tuvo una conferencia
con el rey, a fin de que le enviase con la tropa y municiones correspondientes;
pero desatendida su instancia echó mano del ruego, para que al menos le dejase
ir solo con su familia, puesto que el tiempo le proporcionaba una ocasión
favorable de recobrar el reino paterno. Ptolomeo, a quien los desórdenes le
retraían del conocimiento de los asuntos y de extender sus vistas hacia
adelante, necio e imprudente, hacía poco caso de la súplica de Cleomenes. Pero
Sosibio, en quien residía la suma autoridad de los negocios, reunió un consejo,
en el que después de varias contestaciones se decidió que no se dejase salir a
Cleomenes con armada ni provisiones. Creían que, muerto Antígono, eran de poca
importancia los negocios extranjeros, y por consiguiente sería superfluo un
gasto semejante. A más de esto, temían que Cleomenes, no teniendo quien se
opusiese a sus ideas después de la muerte de Antígono, sojuzgaría prontamente y
sin trabajo la Grecia, y vendría a ser para el Egipto un rival poderoso y
formidable, principalmente cuando conocía a fondo el estado de los negocios,
estaba lleno de desprecio contra el rey, y veía muchas provincias del reino
separadas y a larga distancia que le ofrecerían mil ocasiones de obrar con
ventaja. Porque en efecto había en Samos bastantes navíos, y en Efeso buen
número de soldados. He aquí por qué desaprobaban el pensamiento de enviar a
Cleomenes con el aparato correspondiente. Por otra parte, despachar a un
príncipe de su consecuencia sin haberle atendido, era adquirirse un enemigo
declarado e irreconciliable, paso que no les podría traer cuenta alguna. No
quedaba más arbitrio que detenerle contra su voluntad. Pero este medio fue
desechado al instante de todos sin más examen, persuadidos a que no era seguro
abrigar en un mismo redil al león y a las ovejas. Sobre todo, quien más temía se
tomase este partido era Sosibio, por el motivo que se sigue.
CAPÍTULO XI
Razones que tuvo Sosibio, ministro de Ptolomeo, para arrestar a Cleomenes.-
Ardid de que se valió para este fin.- Encarcelamiento y muerte de este príncipe.
En el tiempo en que se estaba fraguando la muerte de Magas y Berenice (220 años
antes de J. C.), temerosos los autores de este atentado de que la audacia
principalmente de esta princesa no malograse sus propósitos, procuraron cohechar
a todos los cortesanos con ofertas que les hicieron si salían con la empresa.
Entonces Sosibio, advirtiendo que Cleomenes necesitaba del auxilio del rey y que
era hombre de prudencia y habilidad para asunto de importancia, lisonjeó sus
esperanzas y le reveló el proyecto. Cleomenes, viendo que el principal
sobresalto y recelo de Sosibio provenía de los extranjeros y mercenarios,
procuró animarle, y le prometió que estas tropas, lejos de dañarle, coadyuvarían
su intento. Advirtió que le había sorprendido aún más esta promesa, y le dijo:
«¿No ves que entre los extranjeros hay aquí hasta tres mil peloponesiacos y mil
cretenses, que a la menor señal mía ejecutarán mis órdenes? ¿Puestos éstos de tu
lado, a quién temes? Sin duda a los soldados de Siria y Caria.» Este discurso
agradó a Sosibio y le dio redoblado espíritu para lo que maquinaba contra
Berenice; pero de allí adelante cada vez que consideraba la indolencia de
Ptolomeo se acordaba de esta conversación y se le representaba a lo vivo la
audacia de Cleomenes y el afecto que le profesaban los extranjeros. Por eso
ahora principalmente incitaba al rey y a sus amigos a que prendiesen y
encerrasen su persona. Contribuyó también a la consecución de su proyecto esta
casualidad.
Había cierto Nicágoras en Messenia que por su padre tenía derecho de
hospitalidad con Arquidamo, rey de Lacedemonia. En los primeros tiempos de su
amistad existió poco trato entre los dos; mas cuando Arquidamo tuvo que huir de
Esparta por temor de Cleomenes y acogerse a Messenia, Nicágoras no sólo le
franqueó con gusto su casa y demás necesario, sino que con el continuo trato
vino a haber después entre los dos la unión y amistad más estrecha. De suerte
que en la consecuencia, habiendo Cleomenes dado esperanzas a Arquidamo de que
volvería y se reconciliaría con él, fue Nicágoras quien compuso estas
diferencias y salió por garante de este tratado. Ratificadas sus condiciones,
Arquidamo regresó a Esparta bajo la fe del convenio concertado por la mediación
de Nicágoras; pero Cleomenes salióle a recibir y le quitó la vida, perdonando a
Nicágoras y demás que le acompañaban. Nicágoras aparentó exteriormente que era
deudor a Cleomenes de haberle perdonado, mas en su interior sintió en el alma
esta perfidia, como que se le podía achacar a él la causa.
Transcurrido poco tiempo este Nicágoras llegó a Alejandría con una conducción de
caballos, y al desembarcar encontró a Cleomenes Panteo e Hippitas que se andaban
paseando a la orilla del muelle. Lo mismo fue verle Cleomenes que al instante le
abrazó, le saludó amistosamente y le preguntó a qué venía. Y respondiendo éste
que a traer caballos, «cuánto mejor hubiera sido, le dijo Cleomenes, que en vez
de caballos trajeras bellos jóvenes y cantarinas, pues esto es lo que más
aprecia el rey de hoy día.» Nicágoras se sonrió sin hablar una palabra. Pocos
días después, habiéndosele proporcionado con motivo de los caballos alguna más
familiaridad con Sosibio, le contó el cuento que hemos dicho, y advirtiendo que
lo escuchaba con gusto, le descubrió todo su antiguo odio contra Cleomenes.
Sosibio, conociendo la enemistad que existía entre los dos, con dádivas que le
hizo por el pronto y otras que le ofreció para el futuro, le indujo a que
escribiese una carta contra Cleomenes y la dejase cerrada, para que a pocos días
después de su mancha se la viniese a traer un criado de parte suya.
Efectivamente, Nicágoras cumplió lo prometido; la carta fue entregada por el
criado a Sosibio después de su salida, y éste, acompañado del portador, se la
presentó al rey sin detenerse. El criado confesó que Nicágoras le había dejado
aquella carta con orden de entregarla a Sosibio. Ésta contenía que Cleomenes
pensaba conmover el reino si no se le enviaba con el aparato y auxilio
correspondiente. De este bello pretexto se sirvió al momento Sosibio para
incitar al rey y a los demás amigos a que sin dilación se custodiase y encerrase
a Cleomenes. Efectivamente, se puso en ejecución y se le dio una gran casa,
donde se hallaba bien custodiado, con la sola diferencia, respecto de otros
prisioneros, de que vivía en una cárcel más espaciosa. En vista de esto,
Cleomenes, perdida la esperanza de salvarse, decidió arriesgarlo todo, no tanto
porque presumiese salir con su intento, pues se veía privado de los medios
proporcionados para la empresa, cuanto porque quería morir gloriosamente y no
sufrir cosa que desdijese de su valor heredado. En mi concepto, le vino también
a la imaginación y le ocurrió aquel sentimiento tan frecuente en las personas
magnánimas:
No moriré de manera vil y oscura,
será mi muerte decorosa y noble,
de que siempre hablará la gente futura.
Efectivamente, observó el tiempo en que el rey debía partir para Canobo, y
esparció la voz entre los guardias que prontamente el rey le pondría en
libertad. Con este motivo dio un convite a sus criados, y distribuyó carnes,
coronas y vino entre los que le custodiaban. Éstos comieron y bebieron sin
sospechar malicia alguna; y cuando ya estuvieron borrachos, Cleomenes toma a los
amigos y familiares que allí tenía y salen todos a la mitad del día con sus
puñales en la mano, sin que lo adviertan los guardias. Conforme iban andando
encontraron en la plaza a Ptolomeo, gobernador que era entonces de la ciudad, y
pasmados los que le acompañaban de tanto arrojo, le sacan a él de su carro, le
encierran y exhortan al pueblo a la libertad. Pero viendo que nadie les seguía
ni se ponía de su parte por lo arriesgado de la empresa, cambian de intento y se
dirigen a la ciudadela. Su ánimo era forzar las puertas y valerse de los
prisioneros; pero los oficiales, que habían presentido este lance, fortificaron
las puertas, por lo que, malogrado también este propósito, se dieron la muerte a
sí mismos con un ánimo varonil y propio de lacedemonios. De este modo acabó
Cleomenes, príncipe de un trato insinuante, sagaz para manejar asuntos, y, en
una palabra, nacido para mandar y dar leyes.
CAPÍTULO XII
Pacto que hizo Teodoto, gobernador por Ptolomeo de la Cæle-Siria para entregarla
a Antíoco.- Subida de este príncipe al trono.- Sublevación de Molón.- Modo de
ser de Hermias, ministro de Antíoco.- Opinión de Epigenes sobre la sublevación
de Molón no aprobada.- Boda de Antíoco.- Primera campaña de Molón.- Descripción
de la Media.
Transcurrido poco tiempo después de este acontecimiento, Teodoto, gobernador de
la Cæle-Siria, de nación etolio, decidió verse con Antíoco y hacerle entrega de
las plazas de su gobierno. Dos motivos le movían a esta traición: el uno el poco
aprecio que hacía del rey por su liviandad y vida afeminada; el otro, lo poco
satisfecho que se hallaba de la Corte, pues no obstante de que había hecho poco
antes importantes servicios a su príncipe, ya en otras materias, ya en la
invasión que Antíoco acababa de realizar contra la Cæle-Siria, lejos de
remunerarle con alguna gracia, por el contrario se le había llamado a Alejandría
y había estado cerca de perder la vida. Efectivamente, Antíoco abrazó con gusto
la propuesta, y en pocos días se arregló el convenio. Pero para proceder con la
casa real de Antíoco del mismo modo que hemos hecho con la de Ptolomeo,
recorreremos los tiempos desde que este príncipe entró a reinar, y proseguiremos
sumariamente la narración, hasta el principio de la guerra que vamos a exponer.
Antíoco, hijo menor de Seleuco Callinico, después que por muerte de su padre
entró a reinar su hermano Seleuco, se retiró desde luego al Asia superior, donde
vivió algún tiempo; pero muerto a traición su hermano de parte allá del monte
Tauro, a donde había pasado con ejército, según hemos mencionado, volvió a
ocupar el trono. Confío a Aqueo el gobierno de esta parte del monte Tauro (222
años antes de J. C.), y encomendó el mando de las provincias superiores del
reino a Molón y a Alejandro, su hermano, de suerte que aquél vino a quedar por
sátrapa de la Media y éste de la Pérsida. Estos dos hermanos, llenos de
desprecio por la poca edad del rey, fiados de que Aqueo entraría en sus miras, y
sobre todo temerosos de la crueldad y perfidia de Hermias, que se hallaba
entonces a la cabeza de los negocios, emprendieron desmembrar y sustraer de la
dominación de Antíoco los gobiernos del Asia superior. Hermias, cario de nación,
gobernaba el Estado, por confianza que de él había hecho Seleuco, hermano de
Antíoco, cuando se dirigía a la expedición del monte Tauro. Elevado a tan alta
dignidad, envidiaba a todos los otros cortesanos que estaban en alguna altura.
Cruel por naturaleza, interpretaba como atroces las más leves faltas y las
castigaba con rigor. En los falsos crímenes que con facilidad forjaba y
achacaba, se mostraba juez inexorable y severo. Pero lo que más deseaba y
anhelaba era perder a Epigenes, que había vuelto a traer las tropas alistadas en
favor de Seleuco. Conocía que era hombre de decir y hacer y que tenía grande
autoridad entre las tropas; por eso, firme en su propósito, andaba acechando
siempre cómo aprovecharse de cualquier motivo o pretexto para malquistarle.
Oportunamente se reunió un consejo para tratar de la rebelión de Molón, y el rey
ordenó que cada uno dijese su sentir sobre los medios que convenía tomar contra
los rebeldes. Epigenes, el primero de todos, opinó de este modo: que sin
dilación alguna se pusiese pronto remedio en el asunto, para lo cual debía el
rey dirigirse allá ante todas cosas y presenciar por sí mismo los momentos de
obrar con ventaja. De este modo los rebeldes, o no osarían, a la vista de su rey
y de su ejército competente, perturbar el Estado, o dado el caso se atreviesen y
persistiesen en su resolución los mismos pueblos los contendrían prontamente y
reducirían a la obediencia.
Aun no había concluido de hablar Epigenes, cuando arrebatado de cólera Hermias,
dijo: «Mucho tiempo ha que habéis sido oculto enemigo y traidor del reino, pero
felizmente os habéis descubierto con el consejo que acabáis de dar, deseando
entregar al rey, acompañado de pocos, en manos de los rebeldes.» Hermias,
satisfecho por entonces con haber dado un bosquejo de la calumnia, despidió a
Epigenes, aparentando que más era esto efecto de una dureza intempestiva que de
un odio inveterado. Su voto se redujo a desaprobar la expedición contra Molón,
ya que, poco instruido en el arte militar, se temía algún riesgo por este lado;
pero insistió en que se tomasen las armas contra Ptolomeo, persuadido a que ésta
era una guerra sin peligro, a la vista de la indolencia en que el rey vivía. De
este modo, atemorizado el consejo, hizo nombrar a Jenón y a Teodoto Hemiolio,
por conductores de la guerra contra Molón, e incitó sin cesar a Antíoco a que
debía pensar en el recobro de la Cæle-Siria. De este solo modo creía que el
joven rey, rodeado por todas partes de guerras, combates y peligros, y
necesitado de sus servicios, no pensaría en castigar sus delitos pasados ni en
removerle de la privanza presente. Por último, fingió que le había llegado una
carta de Aqueo y la presentó al rey, esta contenía que Ptolomeo instaba a Aqueo
a que se apoderase del gobierno, y que él le ayudaría con navíos y dinero para
la empresa si tomaba la diadema y aspiraba abiertamente a la soberanía que ya
tenía en efecto, pero que, faltándole el título, parecía que rehusaba la corona
que la fortuna le presentaba. El rey dio crédito a esta carta, y prontamente se
dispuso para la expedición contra la Cæle-Siria.
Durante su estancia en Seleucia, cerca de Zeugma, llegó de Capadocia contigua al
Euxino el almirante Diognetes, conduciendo a Laodice, hija del rey Mitrídates,
doncella que venía destinada para mujer de Antíoco. Mitrídates blasonaba
descender de uno de los siete persas que mataron al mago, y de haber conservado
la dominación que desde el principio sus ascendientes habían recibido de Darío
junto al Ponto Euxino. Antíoco salió a recibir la princesa con un lucido
acompañamiento, y celebró sin dilación sus bodas con la magnificencia y aparato
propio de un rey. Finalizados que fueron estos festejos, fue a Antioquía, dio a
reconocer por reina a Laodice, y después sólo pensó en disponerse para la
guerra.
Durante este tiempo, Molón había ya atraído a su devoción todos los pueblos de
su gobierno, parte con las esperanzas que les había dado de un rico botín, parte
con el terror en que había puesto a los próceres fingiéndoles cartas llenas de
amenazas de parte del rey. Había también hecho entrar en sus miras a Alejandro,
su hermano, y estaba asegurado de parte de los sátrapas vecinos, cuya amistad
había ganado a fuerza de presentes. Con estas precauciones salió a campaña con
un poderoso ejército contra los generales del rey. Jenón y Teodoto temieron su
venida, y se retiraron a las ciudades. Con esto Molón, a más de que ya era antes
formidable por la extensión de su gobierno, dueño ahora del país de los
apoloniatas, tenía todo género de víveres en abundancia. Efectivamente, todas
las crías de caballos del rey se hallan en la Media. Es infinito el número de
granos y ganados que allí se encuentra. Cuanto a la fortaleza y extensión del
país, toda ponderación es poca. Porque la Media está situada en el corazón del
Asia, pero considerada en particular, excede a todas las otras partes en
extensión y altura de montañas de que está rodeada. Señorea las naciones más
fuertes y populosas. Por el lado de Oriente tiene por aledaños las llanuras de
un desierto que existe entre la Pérsida y la Parrasia, domina y manda a lo que
llaman las Puertas Caspias, y confina con los montes Tapiros, próximos al mar de
Hircania. La parte que mira a Mediodía, toca con la Mesopotamia y los
Apoloniatas, parte límites con la Pérsida, y está defendida por el monte Zagro,
cuya elevación es de cien estadios. Este monte contiene en sí muchas y diversas
concavidades, formadas en parte por cavernas, y en parte por valles que habitan
los cosseos, corbrenas, carchos, y otras muchísimas naciones bárbaras,
recomendables para el servicio de la guerra. Por la parte de Occidente linda con
los Atropatios, pueblos poco alejados de los que confinan con el Ponto Euxino.
Finalmente, al Septentrión la rodean los elimeos, ariaraces, caddusios y
matianos, y predomina la parte del Ponto que toca con la laguna Meotis. De
Oriente a Poniente la cruzan varios montes, entre los cuales yacen campos
cubiertos de ciudades y aldeas.
CAPÍTULO XIII
Adelantamientos de la sublevación de Molón.- Nombramiento de Jenetes por
generalísimo de las tropas.- Cruce del Tigris y exigua ventaja que logra este
general.- Derrota total que sufre más tarde por Molón, y conquistas de este
rebelde.
Una vez dueño Molón de este país tan acomodado para establecer su trono (222
años antes de J. C.), a más de que ya antes era formidable por la magnitud de su
gobierno, ahora con la cesión que acababan de hacerle los generales del rey de
todo el país abierto, y el ánimo que habían cobrado sus tropas con el buen éxito
de los primeros ensayos, había esparcido el terror por todas partes y todos los
pueblos del Asia desconfiaban poder hacerle resistencia. Su primer propósito fue
pasar el Tigris y poner sitio a Seleucia; mas estorbado el paso del río por
Zeuxis, que había quitado todos los barcos, tuvo que retirarse al campo que
llaman de Ctesifón, donde acumuló víveres para pasar el invierno. Así que el rey
supo los progresos de Molón y la retirada de sus generales, hizo ánimo a
desistir de la guerra contra Ptolomeo, y volver sus armas contra este rebelde,
por no dejar pasar la ocasión. Pero Hermias, tenaz en su primer propósito, envió
por generalísimo de las tropas contra Molón a Jenetes Aqueo. «Basta, decía, que
los generales hagan la guerra contra los rebeldes; pero contra los reyes es
preciso que el mismo rey presencie las deliberaciones y los combates, como que
en ellos va el sumo imperio.» Como gobernaba al joven rey a su arbitrio,
continuó adelante, reunió las tropas en Apamea, desde donde levantó el campo, y
se dirigió a Laodicea. De aquí el rey partió con todo el ejército, y cruzando el
desierto penetró en un valle llamado Marsia, que situado entre los pies del
Líbano y el Antilíbano, viene a quedar reducido a un desfiladero por estos
montes. En lo más estrecho de este paso se hallan unos pantanos y lagunas, donde
se cogen cañas odoríferas.
Este desfiladero está dominado por ambos lados de dos castillos, el uno llamado
Brochos, y el otro Gerra, que no dejan más que un estrecho camino. El rey, tras
de muchos días de marcha por este valle, y haber reducido a la obediencia las
ciudades vecinas, llegó a Gerra, donde hallando que Teodoto el Etolio tenía
tomados con anticipación los dichos castillos, había fortificado el estrecho de
la laguna con fosos y trincheras, y guarnecido con piquetes los sitios
ventajosos; al principio pensó atacarle, pero como la fortaleza del lugar y la
entereza en que estaba aún Teodoto le ocasionaban a él más daño que el que
hacía, tuvo que desistir de su empeño. Y así, en medio del grande embarazo en
que se hallaba, lo mismo fue recibir la noticia de que Jenetes había sido
completamente derrotado y Molón había sometido todos los gobiernos del Asia
superior, al instante dejó esta empresa, y marchó al socorro de sus propios
estados. Jenetes, que como hemos dicho anteriormente había sido enviado por
generalísimo de las tropas, apenas se vio con mayor poder que el que esperaba,
empezó a tratar con desprecio a los amigos y a proceder temerario con los
enemigos. Mudó, sin embargo, el campo a Seleucia, y habiendo llamado a Diógenes
y a Pitiades, el uno gobernador de la Susiana, y el otro del mar Rojo, sacó sus
tropas a campaña; y atrincherado con el Tigris, se apostó al frente del enemigo.
Supo por muchos desertores que pasaban a nado desde el campo de Molón al suyo,
que si cruzaba el río, todo el ejército de Molón se pondría de su parte, porque
las tropas aborrecían a éste y amaban entrañablemente a Antíoco. Alentado con
estas esperanzas, pensó pasar el río, simulando querer tenderle un puente por
cierto sitio que formaba una especie de isla; pero como no disponía nada de lo
necesario para este efecto, Molón cuidaba poco del propósito que fingía. Después
puso gran empeño en reunir y aparejar barcos, entresacó de todo el ejército la
gente más esforzada de infantería y caballería, y dejando a Zeuxis y a Pitiades
para defensa del real, marchó de noche como ochenta estadios por bajo del
campamento de Molón, pasó sus tropas sin obstáculo en los bateles, y se apostó
antes del día en un lugar ventajoso, bañado por todas partes del río, a
excepción de una que estaba defendida por lagunas y pantanos.
Molón, que advirtió lo que pasaba, destacó su caballería para impedir a los que
pasaban y acabar con los que ya habían pasado. Mas el poco conocimiento del
terreno la hizo aproximar tanto a Jenetes, que no precisó de enemigos para su
ruina. Ella misma se sumergió y precipitó en los pantanos, con lo que,
imposibilitada de obrar, pereció en gran parte. Jenetes, persuadido a que con
sólo acercarse se pondrían de su parle las tropas de Molón, echó a andar lo
largo del río, y acampó contiguo al enemigo. Entonces Molón, bien fuese por
estratagema, bien por sospecha de que no sucediese en efecto lo que Jenetes se
prometía, deja en el real todo el bagaje, levanta el campo durante la noche, y
hace una marcha forzada hacia la Media. Jenetes, que creyó que Molón huía
temeroso de su llegada, y poco satisfecho de la fe de sus soldados, se apodera
con prontitud del campamento de los contrarios, y hace pasar a él su caballería
y bagajes desde el otro campo que cuidaba Zeuxis. Reúne después el ejército; le
exhorta a que confíe y conciba buenas esperanzas de la empresa, pues Molón había
vuelto la espalda. Finalmente, les ordena que se cuiden y prevengan, porque al
amanecer ha de seguir el alcance del enemigo.
La tropa, llena de confianza y abundante en todo género de provisiones, se
entrega a la glotonería y borrachera, y, por consiguiente, al abandono que traen
consigo estos excesos. Pero Molón, tras de haber andado un largo espacio, hace
que tomen un bocado las tropas, vuelve sobre sus pasos, halla los enemigos
desmandados y borrachos y ataca al amanecer su campamento. Jenetes, aunque le
sobrecogió lo inopinado del caso y le fue imposible despertar a sus soldados
aletargados con el vino, él, sin embargo, salió al enemigo con imprudencia y
perdió la vida. A la mayoría de los que dormían sirvió de sepulcro su propia
cama, el resto se arrojó al río e intentó pasar al campamento que estaba a la
margen opuesta, pero los más fueron despojo de las aguas. En una palabra, todo
era confusión, todo tumulto en los dos campos. Los soldados se hallaban
aterrados y muertos de miedo, y como el campamento de la margen opuesta estaba a
la vista y no había más distancia entre uno y otro que lo ancho del río, el amor
a la vida hacía olvidar el ímpetu y peligro de la corriente. Era tal la
enajenación y el deseo de salvarse, que todos se arrojaban al agua y echaban
allá las bestias con sus equipajes, como si el río, por una cierta providencia,
hubiese de coadyuvar sus intentos y pasarlos sin peligro al otro lado. De esto
provenía que el río representaba el espectáculo más trágico y extraño, pues
entre los nadadores fluctuaban los caballos, las bestias, las armas, los
cadáveres y todo género de equipajes.
Dueño Molón del campo de Jenetes, cruzó después el río sin riesgo ni impedimento
por haber huido Zeuxis, y se apoderó asimismo del campamento de éste. Realizado
esto, marchó con el ejército para Seleucia, y tomándola por asalto por haberla
abandonado Zeuxis y Diomedón, su gobernador, pasó adelante y sojuzgó las
provincias del Asia superior sin hallar resistencia. Señor de Babilonia y del
gobierno del mar Rojo, fue a Susa, de la que se apoderó también por asalto, pero
fueron inútiles sus esfuerzos contra la ciudadela. Diógenes se había adelantado
y metido en ella, por lo cual tuvo que desistir del empeño. Sin embargo, dejó
gentes que la sitiasen, y él con el ejército volvió a tomar el camino de
Seleucia sobre el Tigris. Aquí, después de haber refrescado sus tropas con
grande esmero y haberlas animado para las expediciones ulteriores, sojuzgó toda
la ribera del río hasta Europo y toda la Mesopotamia hasta Duras.
CAPÍTULO XIV
Determina Antíoco marchar contra Molón por consejo de Epigenes.- Asesinato de
éste por Hermias.- Opinión de Zeuxis por la cual se decide el rey a cruzar el
Tigris.- Propósito de Molón de sorprender de noche el ejército del rey, pero sin
resultado.
El conocimiento de esta derrota (221 años antes de J. C.), hizo renunciar a
Antíoco las esperanzas que tenía sobre la Cæle-Siria y convertir sus miras
contra este rebelde. En esta situación volvió a reunir el consejo y ordenó que
cada uno dijese su parecer sobre el moco de disponer la guerra contra Molón.
Epigenes tomó también el primero la palabra, y dijo que ya hacía tiempo que,
según su sentir, se había de haber marchado contra el enemigo antes que hubiese
hecho tales progresos; pero, esto no obstante, aun ahora insistía en lo mismo.
Hermias, arrebatado como antes de una cólera inconsiderada y audaz, le llenó de
oprobios, sin olvidarse al paso de hacer vanamente el elogio de sí mismo.
Formuló mil cargos improbables y falsos a Epigenes, y suplicó al rey no hiciese
caso de un consejo tan imprudente, ni desistiese del proyecto que había formado
contra la Cæle-Siria. Esto chocó a todos y enfadó a Antíoco, quien, aun después
de muchas instancias para conciliarlos, apenas pudo sosegar la contienda.
Aprobado por todos el parecer de Epigenes, como más urgente y ventajoso, se
decidió llevar las armas contra Molón y preferir este partido. No bien fue
tomada la decisión, cuando de repente condescendió Hermias, y como si fuera
diverso hombre dijo que, pues estaba decidido era indispensable ejecutarlo todo
sin excusa, y dedicó todos sus cuidados a las prevenciones de la guerra.
Así que se congregaron las tropas en Apamea, se originó un levantamiento por
ciertas pagas que se les estaban debiendo. Hermias, observando cuán consternado
y temeroso se hallaba el rey con una conmoción en tan críticas circunstancias,
se ofreció a satisfacer las raciones al ejército con sola la gracia de que no
fuese a la expedición Epigenes, pues no era dable obrar de concierto en esta
campaña habiendo precedido tal enemistad y discordia entro los dos, El rey
escuchó la propuesta con indignación, como que apreciaba infinito el que le
acompañase Epigenes, a causa de su pericia en el arte militar; pero rodeado y
prevenido de los tesoreros de ejército, de las guardias y demás sirvientes que
la malicia de Hermias había ganado, no fue dueño de sí mismo, cedió a las
circunstancias y concedió lo que le pedía.
Retirado Epigenes según la orden de Apamea, los que componían el consejo se
consternaron con este golpe; pero las tropas, por el contrario, lograda su
pretensión, cambiaron de ánimo e inclinaron su afecto al autor de la
satisfacción de sus sueldos. Solos los cirrestas, en número de seis mil, se
amotinaron, se separaron del ejército y dieron bien que hacer a Antíoco durante
mucho tiempo; pero finalmente, vencidos en batalla por uno de los generales del
rey, perecieron los más, y los que sobrevivieron se rindieron a discreción.
Hermias, después de haber intimidado los confidentes del rey y haberse granjeado
el afecto de las tropas, levantó el campo y marchó con Antíoco. No satisfecho
con esto, fraguó después otra traición contra Epigenes, valiéndose de Alexis, a
cuyo cargo se hallaba la ciudadela de Apamea. Fingió una carta como enviada por
Molón a Epigenes, y habiendo cohechado a uno de los criados de éste con grandes
promesas, le persuadió la llevase a su amo y se la mezclase entre otros papeles.
Realizado esto, fue allá al instante Alexis y le preguntó si había recibido
alguna carta de Molón. Epigenes negó el hecho con indignación. Entonces Alexis,
sin más ni más, entra a registrar la casa, encuentra la carta, y bajo este
pretexto mata al punto a Epigenes. Esta muerte se la describió al rey como
justa; pero a los cortesanos, aunque les contenía el miedo, les pareció
sospechosa.
Luego que llegó Antíoco al Éufrates y se incorporó con las tropas, volvió a
proseguir su marcha y llegó a Antioquía, en la Migdonia, a la entrada del
invierno, donde permaneció hasta pasar la fuerza y rigor de la estación. Después
de cuarenta días de estancia, pasó a Liba, donde tuvo un consejo para saber por
qué camino se había de ir contra Molón, que se hallaba entonces acampado en los
alrededores de Babilonia, y cómo y de dónde se habían de acarrear víveres para
el viaje. Hermias fue de parecer que se marchase a lo largo del Tigris, a fin de
llevar el ejército apoyado por un lado de este río, y por el otro del Licos y el
Capros. Zeuxis, aunque le aterraba la viva imagen de la muerte de Epigenes para
dar libremente su voto, sin embargo, a la vista de ser tan clásico el error de
Hermias, se aventuró, aunque con repugnancia, a aconsejar que se debía pasar el
Tigris. Para esto alegaba que, de hacerse la marcha por la orilla del río, a más
de otras dificultades, había la de que, tras de haber anclado un largo camino y
haber cruzado un desierto durante seis días, por precisión se había de venir a
parar al foso real, al cual, una vez tomado con anticipación por los enemigos,
el pasar adelante sería imposible y el volver atrás por el desierto
infaliblemente ruinoso, por la escasez de víveres que sufría el ejército. Pero
por el contrario, de pasar del otro lado del Tigris, era indudable que los
moradores del país apoloniático, arrepentidos, llamarían a su rey, pues la
obediencia que ahora prestaban a Molón no era efecto de la voluntad, sino de la
necesidad y temor: que la fertilidad del país proveería al ejército
abundantemente de lo necesario; y lo principal que, cortada a Molón la retirada
para la Media, y privado de víveres, se le forzaría a venir a un riesgo, y
cuando no quisiese abrazar este medio, las tropas se pasarían al momento al
partido de su rey.
Aprobado el parecer de Zeuxis, al punto se dividió el ejército en tres trozos, y
por otras tantas partes del río pasó la gente y el bagaje. Después se tomó el
camino de Duras, que a la sazón se hallaba sitiada por uno de los generales de
Molón, y al instante se la liberó del cerco. Se levantó el campo sin dilación de
esta plaza, y superado el Orico al octavo día, se llegó a Apolonia. Molón,
advertido de la llegada del rey, poco satisfecho por una parte de la fe de los
pueblos de Susiana y Babilonia, que acababa de someter recientemente y de un
modo extraordinario; por otra, receloso de que no le cortasen la retirada a la
Media, decidió tender un puente al Tigris y pasar del otro lado sus tropas, a
fin, si podía, de prevenir a Antíoco en las montañas de la Apoloniátida, por la
mucha confianza que tenía en los honderos llamados cirtios. Efectivamente, puso
en ejecución lo decidido, y marchó allá con diligencia y sin detenerse. Pero al
tiempo mismo que él se iba aproximando a aquellos lugares, venía también
marchando el rey desde Apolonia con todo el ejército, de que provino que los
armados a la ligera, que uno y otro habían destacado por delante, se encontrasen
a un tiempo sobre aquellas eminencias. Al principio vinieron a las manos y
probaron mutuamente sus fuerzas, pero al avistarse las dos armadas desistieron,
y retirados a sus respectivos campamentos hicieron alto a cuarenta estadios los
unos de los otros. Llegada la noche, Molón, considerando cuán aventurado y
repugnante era a unos rebeldes pelear cara a cara y a la luz del día contra su
rey, pensó atacar a Antíoco por la noche. Para ello entresacó los más aptos y
esforzados de todo el ejército, y reconoció varios puestos, con el fin de caer
sobre el enemigo desde parte superior; pero sabiendo en el camino que diez
jóvenes se habían pasado al cuartel de Antíoco, desistió del intento. Volvió
prontamente sobre sus pasos, y con su llegada al amanecer al campo, todo el
ejército se llenó de confusión y alboroto. Poco faltó para que los que habían
quedado en el real, asombrados entre sueños con la vuelta de sus compañeros, no
abandonasen el campamento. Molón hizo cuanto pudo para sosegar este sobresalto.
CAPÍTULO XV
Disposición de los dos ejércitos para la batalla.- Victoria lograda por el rey,
y castigo de los rebeldes. Incursión de Antíoco contra Artabazanes y sumisión de
éste.- Castigo de los crímenes de Hermias.
Hallándose ya el rey resuelto a pelear, lo mismo fue rayar el día (221 años
antes de J. C.), que sacar sus tropas de los reales. Situó sobre el ala derecha,
primero la caballería de lanza al mando de Ardis, personaje de acreditado valor
en las funciones militares; contiguo a ésta puso los aliados de Creta, después
los tectosages gálatas, sucesivamente los extranjeros y mercenarios griegos, y
finalmente la falange. Sobre el ala izquierda colocó la caballería llamada los
compañeros del rey. Los elefantes, en número de diez, fueron dispuestos al
frente del ejército a cierta distancia. La tropa subsidiaria de infantería y
caballería fue distribuida sobre ambas alas, con orden de cercar al enemigo,
después de empeñada la acción. Recorrió después las líneas, animándolas
brevemente a cumplir con su obligación, dio el mando del ala izquierda a Hermias
y Zeuxis, y se encargó él de la derecha.
Molón, a pesar de que sacó sus tropas con disgusto y las formó tumultuariamente,
a causa del desorden de la noche precedente; no obstante dividió su caballería
sobre las dos alas, adaptándose a la formación del enemigo; situó en el centro
los rodeleros, los gálatas, y, en una palabra, toda la infantería pesadamente
armada: colocó sobre una y otra ala a los lados de la caballería los flecheros,
honderos y todo género de infantería ligera; y puso al frente del ejército los
carros armados de hoces a cierta distancia. Encargó el mando de la izquierda a
su hermano Neolao, y él se tomó el de la derecha.
Después de esto se empezó la acción. El ala derecha de Molón conservó la
fidelidad, e hizo una defensa vigorosa contra Zeuxis; pero la izquierda, lo
mismo fue verse a presencia de su rey que pasarse a su partido: acción que, al
paso que abatió al ejército de Molón, infundió nuevo espíritu al del rey. Molón,
considerando que los suyos le habían abandonado, y que ya se veía atacado por
todos lados, se le representaron los castigos que le esperaban si era hecho
prisionero y vivo, y se dio la muerte a sí mismo. Igualmente todos los que
habían tenido parte en la rebelión se retiraron a sus casas, y tuvieron el mismo
fin. Neolao, así que escapó del combate, se fue a la Pérsida a casa de
Alejandro, hermano de Molón, degolló a la madre e hijos de éste, hizo consigo lo
mismo y persuadió igual acción a Alejandro. El rey, saqueado el campo del
enemigo, ordenó poner sobre una picota el cadáver de Molón en el lugar más
manifiesto de la Media. Los comisionados ejecutaron al punto la orden, lo
llevaron a la Calonítida, y lo clavaron a una cruz en la subida del monte Zagro.
Antíoco, después de hecha una severa reprensión a las tropas, las dio su mano en
señal de perdón, y las señaló gentes que las condujesen a la Media y
tranquilizasen el país. Él, mientras, bajó a Seleucia, y sosegó los gobiernos
del contorno, usando con todos de suavidad y prudencia. Por lo que hace a
Hermias, siempre cruel según su costumbre, acumuló varios delitos a los de
Seleucia, multó la ciudad en mil talentos, desterró a los magistrados llamados
Diganes, mutiló, mató, atormentó y perdió a muchos de sus moradores. El rey en
parte aprobó, aunque con repugnancia, lo dispuesto por Hermias; en parte tomó
por su cuenta los negocios, con lo que sosegó la ciudad, y con la multa de solos
ciento cincuenta talentos que les impuso en castigo de su yerro, restableció la
tranquilidad. Arreglados estos asuntos, dejó a Diógenes por gobernador de la
Media, y a Apolodoro de la Susiana. Tuchón, primer secretario y comandante de
ejército, fue enviado a las inmediaciones del mar Rojo. Así calmó la rebelión de
Molón, y se aquietaron las alteraciones que de ella se siguieron en el Asia
superior. Soberbio Antíoco con tan feliz suceso, y deseoso de amedrentar y
aterrar los príncipes bárbaros confinantes con sus dominios, para que en la
consecuencia no tuviesen atrevimiento de tomar las armas ni auxiliar a sus
rebeldes, decidió salir a campaña contra ellos. Su primer propósito fue contra
Artabazanes, que parecía el más poderoso y sagaz, y dominaba a los atropatios y
otras naciones próximas. Hermias, aunque recelaba de la expedición contra estos
pueblos del Asia superior, por el peligro que podría resultar, y deseaba con
ansia convertir las armas contra Ptolomeo según su primer propósito; sin
embargo, al punto que supo que al rey había nacido un hijo, consintió en la
expedición, presumiéndose que podría muy bien ocurrirle alguna fatalidad en esta
guerra contra los bárbaros, o que se le podrían presentar ocasiones de quitarle
la vida. Se hallaba persuadido a que, quitando de en medio a Antíoco, sería
tutor de su hijo, y dueño absoluto del gobierno. Decidida la expedición, se pasó
el monte agro, y se invadió el país de Artabazanes. Esta región toca con la
Media, y sólo hay de por medio unas montañas. Domina al Ponto por aquel lado por
donde desemboca el río Fasis. Confina con el mar de Hircania. Sus naturales son
robustos, y sobre todo los caballos. Abunda en todo género de aparatos para una
guerra. Este reino se había conservado desde los persas, porque no se había
hecho caso de él en tiempo de Alejandro. Artabazanes, que a la sazón era muy
viejo, temió la llegada del rey, cedió al tiempo, y concertó un tratado con las
condiciones que quiso Antíoco.
Firmada esta paz, Apolofanes, médico a quien el rey tenía en gran estima, viendo
que ya no se podía sufrir la soberbia y poder de Hermias, llegó a temer por la
vida del rey, y mucho más a recelar la suya propia. Por eso, cuando halló
ocasión de sacar la conversación al rey, le exhortó a que no se descuidase a que
viviese con temor de la audacia de Hermias, y a que no difiriese tanto el
remedio que acaso le sobreviniese igual fatalidad que a su hermano. Le aseguró
que el peligro se hallaba lejos, que debía atender y acudir con prontitud a su
salud y a la de sus amigos. Antíoco confesó que aborrecía y temía a Hermias, y
dio gracias al médico porque, solícito de su salud, se había atrevido a hablarle
sobre el asunto. Apolofanes cobró nuevo aliento al ver que no había desagradado
al rey la noticia, antes bien era conforme a sus ideas. Y así, no bien le rogó
Antíoco que contribuyese no sólo con las palabras, sino con las obras a la
conservación de su salud y la de sus amigos, cuando le halló pronto para todo.
Después de conferenciado el asunto, Fse pretextó que el rey padecía vahídos de
cabeza, para separar de su lado por unos días las guardias y demás gentes que
solían servirle. De este modo hubo proporción para que entrasen a visitarle
aquellos amigos con quienes se quería comunicar privadamente el negocio. Ya que
hubo la gente conveniente para jugar el lance (bien que todos se ofrecían con
gusto por el odio que tenían a Hermias), se pasó a la ejecución. Para ello
mandaron los médicos que saliese el rey a paseo al amanecer para tomar el
fresco. Hermias y todos los confidentes que tenían noticia de la conjuración
vinieron a la hora señalada; pero los demás vinieron tarde, por ser tan
irregular la salida del rey respecto de lo que acostumbraba. Efectivamente,
sacaron a Hermias del campamento, y cuando estuvieron en un sitio desamparado,
el rey se separó un poco del camino, como para hacer una diligencia, y le dieron
de puñaladas. Así acabó la vida Hermias, castigo que aún no igualaba a sus
excesos. Libre Antíoco de tanto sobresalto y embarazo, tomó la ruta para la
corte. En todos los pueblos por donde pasaba no se oía sino elogios de sus
acciones y empresas, pero sobre todo de haberse deshecho de Hermias. Al mismo
tiempo, en Apamea las mujeres quitaron la vida a su esposa, y los muchachos a
sus hijos.
CAPÍTULO XVI
Sublevación de Aqueo contra Antíoco y sus primeras conquistas.- Consejo de
guerra sobre la incursión contra Ptolomeo.- Voto de Apolofanes sobre que se
debía en primer lugar tomar a Seleucia.- Ubicación y escalada de esta ciudad.
De regreso en la corte Antíoco (220 años antes de J. C.), y puestas sus tropas
en cuarteles de invierno, despachó una embajada a Aqueo para reprenderlo y
afearle, en primer lugar la osadía de haber ceñido la diadema y haberse
proclamado rey, y en segundo para advertirle que estaba enterado de la alianza
que tenía con Ptolomeo, y de otros muchos excesos a que le ha-bía conducido su
injusticia. Efectivamente, Aqueo se había llegado a persuadir que en la
expedición contra Artabazanes podría muy bien ocurrir a Antíoco alguna
fatalidad, o caso que no le ocurriese, se prometía, por la gran distancia que
mediaba, invadir con anticipación la Siria, y con la ayuda de los cirrestas que
habían abandonado el partido del rey, apoderarse rápidamente del reino. Con este
propósito había salido de Lidia al frente de su ejército, llegó hasta Laodicea
en Frigia, se ciñó la corona, tuvo la osadía de proclamarse rey y escribir como
tal a las ciudades, estimulándole a esto principalmente un desterrado llamado
Siniris. Iba continuando sin interrupción su camino, y ya se hallaba cerca de
Licaonia, cuando se amotinaron las tropas, disgustadas de que se las llevase
contra su rey natural. Aqueo, que advirtió la mudanza de espíritus en sus
soldados, desistió de la idea proyectada; y para persuadirles que jamás había
sido su ánimo invadirla Siria, torció el camino y taló la Pisidia, donde hecho
un rico botín, con que ganó el afecto y confianza de su ejército, regresó a la
corte.
Antíoco, bien instruido de todos estos excesos, despachaba continuos pliegos
para Aqueo, llenos de amenazas, como hemos apuntado; pero le llevaban toda la
atención las prevenciones de la guerra contra Ptolomeo. Con este fin, llegada la
primavera, reunió sus tropas en Apamea, y consultó con sus amigos sobre él cómo
se había de atacar la Cæle-Siria. Después de haberse disertado largamente sobre
este particular, sobre la naturaleza de los lugares, sobre los preparativos y lo
mucho que podría contribuir para esto una armada, Apolofanes, de quien
anteriormente hicimos mención, natural de Seleucia, refutó todos los votos
precedentes. Dijo que era una necedad anhelar tanto por la conquista de la Cæle-Siria,
y entretanto mirar con indiferencia que Ptolomeo poseyese a Seleucia, silla y
domicilio, digámoslo así, de los dioses Penates del imperio; que prescindiendo
de la ignominia que causaba al reino verla guarnecida por los reyes de Egipto,
podía acarrear grandes y conocidas proporciones para el buen éxito de los
negocios; que mientras estuviese en poder de los contrarios sería un obstáculo
invencible a todos los propósitos, pues a cualquier parte que el rey pensase
llevar sus armas, no menos debería providenciar y cuidar de poner en buen estado
las plazas de su reino, por el daño que le podía provenir de esta ciudad, que de
hacer preparativos contra los enemigos. Pero una vez tomada Seleucia, su bella
situación era tal, que no sólo serviría de defensa al reino, sino que
contribuiría muchísimo al logro de cualquier otro designio o proyecto por mar o
tierra. Aprobado unánimemente el parecer de Apolofanes, se decidió tomar ante
todo a Seleucia, plaza que hasta entonces había tenido guarnición egipcia, desde
que Ptolomeo Evergetes, irritado contra Seleuco por la muerte de Berenice, había
marchado contra la Siria y se había apoderado de ella.
Tomada esta decisión, Antíoco ordenó al almirante Diognetes que marchase con una
escuadra a Seleucia; él, mientras, partió de Apamea con el ejército y acampó
junto al circo, a cinco estadios de distancia de la ciudad. Despachó también a
Teodoto el Hemiolio con las fuerzas correspondientes a la Cæle-Siria, para que
si, apoderase de los desfiladeros y estuviese a la mira de sus intereses. La
situación de Seleucia y naturaleza de sus alrededores es como se sigue. Yace
esta ciudad sobre el mar, entre la Cicilia y la Fenicia. Tiene contiguo a ella
un monte muy elevado, llamado Corifeo. En la falda occidental de esta montaña
vienen a estrellarse las olas del mar, que separan a Chipre de la Fenicia; y la
oriental domina el país de Antioquía y Seleucia. La ciudad está mirando hacia la
parte meridional, separada de la montaña por un barranco profundo e
impenetrable. Uno de sus lados toca con el mar, y por casi todas las demás
partes está rodeada y ceñida de precipicios y peñascos escarpados. Por la parte
que la baña el mar se encuentra una llanura, donde está la plaza del comercio y
el arrabal bien guarnecido de murallas. El restante espacio de la ciudad se
halla igualmente defendido de costosos muros, y por dentro adornado de
magníficos templos y edificios. Por el lado del mar sólo tiene una entrada a
manera de escalera, hecha a mano y cortada con frecuentes y continuas gradas y
escalones. A poca distancia de la ciudad desagua el Orontes, río que tomando su
origen en las inmediaciones del Líbano y Antilíbano, transcurre por el llano de
Amica, viene a Antioquía por donde cruza, y recogiendo en sus aguas todas las
inmundicias de esta ciudad, desemboca por último en el antes mencionado mar no
lejos de Seleucia.
El primer paso de Antíoco fue enviar emisarios, que ofreciesen dinero y
magníficas esperanzas a los principales, si de buenas a primeras le entregaban a
Seleucia. Fueron inútiles sus persuasiones para con los magistrados principales,
pero corrompió algunos de los subalternos, bajo cuya confianza dispuso su
armada, como que iba a atacar la ciudad por el lado del mar con la escuadra, y
por el lado de tierra con las tropas del campo. Dividió su ejército en tres
trozos, y después de haberlos animado como lo pedía la ocasión, y haber
publicado grandes premios y coronas, tanto a los simples soldados, como a los
oficiales que se señalasen, encargó a Zeuxis y a las tropas de su mando la
puerta que conduce a Antioquía, apostó a Hermógenes junto al templo de Cástor y
Pólux, y comisionó el ataque del puerto y del arrabal a Ardis y Diognetes, a
causa de haberse convenido entre Antíoco y los de dentro que, una vez ganado por
fuerza el arrabal, ellos le entregarían después la ciudad. Dada la señal, se
avanzó por todas partes con vigor y esfuerzo; pero el ataque más vivo fue el de
Ardis y Diognetes, porque por las demás partes no se podía llegar a la escalada,
si no se iba gateando y peleando al mismo tiempo; al revés de lo que pasaba por
el lado del puerto y del arrabal, que se podía llevar, fijar y arrimar sin
riesgo las escalas. Y así atacado con vigor el puerto por la escuadra, y
escalado el arrabal por Ardis, al punto se rindió éste a la vista de la
imposibilidad que había de ser socorrido por los de la ciudad, a quienes
amenazaba por todas partes el mismo riesgo. Tomado el arrabal, sin dilación los
magistrados inferiores que Antíoco había sobornado, acudieron a Leoncio, en
quien residía la suprema autoridad, para que enviase a tratar de paces con el
rey antes que fuese tomada la ciudad por asalto. Leoncio, ignorante del soborno
de sus subalternos, y asombrado de ver su consternación, envió diputados para
que tratasen con el rey sobre la seguridad de todos los que se hallaban dentro
de la plaza. El rey aprobó la condición, y prometió no hacer daño a las personas
libres, en número de seis mil. Tomada después la ciudad, no sólo perdonó a los
libres, sino que restituyó a su patria los desterrados y los restableció en el
goce de su gobierno y haciendas; mas puso una buena guarnición en el puerto y en
la ciudadela.
CAPÍTULO XVII
Conquistas de Antíoco en la Cæle-Siria.- Medio que emplean los ministros de
Ptolomeo para contener los adelantamientos de Antíoco.- Número de tropas que
éstos reclutan.
Todavía no había concluido de solucionar el rey estas cosas (219 años antes de
J. C.), cuando llegó un correo de Teodoto, que le llamaba con instancias para
entregarle la Cæle-Siria. Este aviso dejó perplejo y dudoso al rey sobre el
partido que había de tomar y uso que había de hacer de la noticia. Ya hemos
dicho que Teodoto, de nación etolio, a pesar de haber hecho señalados servicios
al rey Ptolomeo, lejos de haber merecido alguna recompensa, había estado cerca
de perder la vida; y que cuando Antíoco se dirigía a la expedición contra Molón,
este Teodoto, no esperando ya cosa buena de parte de su rey, y con desconfianzas
de parte de los cortesanos, después de haberse apoderado por sí de Ptolemaida y
haber matado a Tiro por medio de Panetolo, había llamado a Antíoco con grandes
instancias. Bajo este supuesto, Antíoco desistió de los propósitos que tenía
contra Aqueo, y dejando todo otro pensamiento, levantó el campo y echó a andar
con el ejército por el mismo camino que anteriormente. Cruzó el valle de Marsias,
y sentó su campo en los desfiladeros próximos a Gerra, junto al lago que está de
por medio. Aquí, con la noticia que tuvo que Nicolao, comandante de las tropas
de Ptolomeo, iba marchando a Ptolemaida a sitiar a Teodoto, dejó la infantería
pesadamente armada, con orden a sus jefes de que pusiesen sitio a Brocos,
castillo situado entre el lago y el camino; y él, seguido de los armados a la
ligera, marchó a Ptolemaida a liberarla del asedio. Nicolao, que ya se hallaba
informado anteriormente de la llegada del rey, se retiró del cerco, y destacó a
Lagoras, cretense, y a Dorimenes, etolio, para que se apoderasen de los
desfiladeros de Berito. Mas Antíoco marchó allá al momento, los derrotó y sentó
allí su campo.
Allí le llegaron las demás tropas, y después de una exhortación conveniente a
los propósitos que premeditaba, echó a andar con todo el ejército, lleno de
confianza y engreído con las bellas esperanzas que se le presentaban. Teodoto,
Panetolo y sus amigos le salieron al encuentro. El rey los recibió benignamente,
y ellos le entregaron a Tiro y Ptolemaida con todos los pertrechos que existían
en estas dos ciudades: entre otros se contaban cuarenta navíos; de éstos, veinte
con puente, bien equipados, y el que menos de cuatro órdenes; los restantes eran
de tres, dos y un solo orden de remos. Todos estos navíos fueron entregados al
almirante Diognetes. Después, con la noticia que tuvo que Ptolomeo se había
retirado a Menfis, había reunido sus tropas en Pelusio, había abierto los diques
al Nilo, y cegado los manantiales de agua dulce, desistió del empeño de marchar
contra esta plaza. Sin embargo, recorrió las ciudades y procuró reducirlas, unas
por fuerza y otras por halagos. Los pueblos abiertos, aterrados con su llegada,
se le rindieron; pero los que se creyeron bien pertrechados y defendidos,
persistieron firmes; y a éstos fue preciso ponerles sitio, en lo que gastó mucho
tiempo. Ptolomeo, no obstante una perfidia tan manifiesta, ni aun pensaba
siquiera poner pronto remedio a sus intereses como convenía: tanta era la
desidia y el desprecio con que miraba lo perteneciente a la guerra.
De aquí se siguió que Agatocles y Sosibio, que gobernaban a la sazón el reino,
tuvieron que tomar el mejor arbitrio que pudieron, según las actuales
circunstancias. Decidieron que mientras se hacían los preparativos para la
guerra, se enviasen embajadores a Antíoco, que contuviesen su ardor, y en la
apariencia le confirmasen en el concepto que tenía hecho de Ptolomeo, a saber:
que jamás este príncipe se atrevería a medir con él sus armas; que antes echaría
mano de las conferencias, y le rogaría por sus amigos a que se retirase de la
Cæle- Siria. Tomada esta decisión, y encargados de ella Agatocles y Sosibio, se
cuidó de despachar una embajada a Antíoco, y se enviaron otras a los rodios,
bizantinos, cizicenos y etolios, convidándoles con la paz. Mientras que iban y
venían estas embajadas, uno y otro rey tuvo oportunidad y tiempo de prevenirse
para la guerra. Era Menfis el congreso donde se fraguaban estas negociaciones;
era allí donde se recibía y se daba honestas respuestas a las demandas de
Antíoco. Pero al mismo tiempo era Alejandría a donde se convocaba y congregaba
la tropa mercenaria que el rey tenía a sueldo en las ciudades fuera de Egipto;
de donde salían emisarios a reclutar tropas extranjeras; donde se almacenaban
raciones para las que ya había, y para las que habían de venir; y en fin, donde
se acopiaban todo género de preparativos; de suerte que se cruzaban de continuo
los correos de Menfis a Alejandría, para que no faltase cosa a los designios
proyectados. Para la fábrica de armas y para la elección y distribución de los
hombres, comisionaron a Equecrates de Tesalia, a Fosidas de Melita, a Euriloco
de Magnesia, a Sócrates de Beocia y a Cnopias de Alora. Fue la mayor dicha para
el Egipto encontrar hombres que, habiendo militado bajo Demetrio y Antígono,
tuviesen un mediano conocimiento de lo que era la guerra, y de lo que se
requería para poner un ejército en campaña. Efectivamente, éstos, tomando a su
cargo las tropas, las enseñaban en lo posible el arte militar.
Ante todo los dividieron por naciones y por edades, dieron a cada uno sus
armaduras proporcionadas, y desecharon las que antes tenían. Abolieron el
antiguo modo de formarse, y las matrículas que antes había para distribuir la
ración al soldado, sustituyendo una ordenanza propia a la actual urgencia. Con
los frecuentes ejercicios que cada cuerpo hacía, no sólo se acostumbraba a la
obediencia, sino al manejo peculiar de su arma. A veces los hacían poner a todos
sobre las armas, donde se advertía a cada uno su obligación. En esta reforma
militar tuvieron la mayor parte Andrómaco de Aspenda y Polícrates de Argos;
personajes recién llegados de Grecia, ambos llenos de aquel ardimiento y
sagacidad tan naturales a los griegos, ambos ilustres por su patria y riquezas;
bien que Polícrates excedía al otro en la antigüedad de su casa y en la gloria
que su padre, Mnasiades, había ganado en los combates públicos. Efectivamente,
estos extranjeros, a fuerza de exhortaciones que hicieron a los soldados en
particular y en público, supieron inspirarles valor y ardimiento para la lid que
esperaban. A cada uno de estos personajes que acabo de nombrar se dio el cargo
más adecuado a su talento. Euriloco el magnesio mandaba un cuerpo de casi tres
milhombres, llamado entre los reyes la Guardia Real; Sócrates el beocio tenía
bajo sus órdenes dos mil rodeleros; Foxidas Aqueo, Ptolomeo hijo de Traseas y
Andrómaco Aspendio adiestraban la falange y los griegos mercenarios; pero el
mando de aquella, compuesta de veinticinco mil hombres, se hallaba a cargo de
los dos últimos, y el mando de éstos, en número de ocho mil, residía en el
primero. Los setecientos caballos de que se compone la guardia del rey, la
caballería de África y la que sacó del Egipto, su total hasta tres mil caballos,
estaba a las órdenes de Polícrates. La caballería griega y toda la mercenaria en
número de dos mil, después de bien disciplinada por Equecrates, a cuyas órdenes
se hallaba, sirvió de muchísimo en la batalla. Ninguno tuvo más esmero que
Cnopias Alorita en instruir las tropas de su mando, compuestas de tres mil
cretenses, entre los cuales había mil neocretas, al mando de Filón de Cnosia. Se
armaron tres mil africanos a la manera de Macedonia, y estaban a cargo de
Ammonio Barceo. La falange egipcia, compuesta de veinte mil, se hallaba a las
órdenes de Sosibio. De traces y gálatas, tanto de los que había en el país, como
de los que recientemente habían sido enganchados, aquellos en número de cuatro
mil, y éstos de dos mil, se formó un cuerpo, cuyo mando se dio a Dionisio el
tracio. Tal era el ejército que Ptolomeo había prevenido, y tan diversas las
naciones que lo componían.
CAPÍTULO XVIII
Suspensión temporal de hostilidades entre los dos reyes, y retirada de Antíoco a
Seleucia.- Respuesta sobre la pertenencia de la Cæle-Siria sin resultado.-
Nicolao es convertido en general de las armas de Ptolomeo.- Penetración de
Antíoco por la Cæle-Siria.
Al mismo tiempo Antíoco estrechaba el cerco que tenía puesto a Duras (219 años
antes de J. C.) Mas viendo que la fortaleza del lugar y los socorros de Nicolao
inutilizaban sus esfuerzos, aproximándose el invierno, convino con los
embajadores de Ptolomeo en concertar una tregua por cuatro meses, y que en lo
demás se avendría a todo lo razonable. Hacía esto, al paso que se hallaba muy
ajeno de cumplirlo; pero cansado de estar tanto tiempo ausente de su casa,
deseaba llevar su ejército a Seleucia a pasar el invierno; porque ya no dudaba
de las asechanzas de Aqueo contra sus intereses, y de que auxiliaba abiertamente
a Ptolomeo. Concertado este armisticio, Antíoco despachó los embajadores de
Ptolomeo, con orden de que cuanto antes le trajesen la respuesta de la voluntad
de su rey, y le viniesen a buscar a Seleucia. Él, así que puso guarnición en los
puestos oportunos, y dejó a Teodoto la incumbencia de todo, regresó a su reino;
y llegado a Seleucia, distribuyó su ejército en cuarteles de invierno. De allí
adelante cuidó muy poco de disciplinar sus tropas. Se hallaba persuadido de que,
siendo como era señor de algunas provincias de la Cæle-Siria y Fenicia, no
necesitaría ya tomar las armas; lisonjeándose de que las restantes entrarían en
la obediencia o de voluntad o por negociación, y que Ptolomeo jamás osaría
aventurar una batalla campal. Los embajadores de uno y otro príncipe estaban en
el mismo concepto: los de Antíoco, por la humanidad con que Sosibio había
admitido en Menfis sus representaciones; los de Ptolomeo, porque se les había
despachado sin dejarlos enterar de los preparativos que se hacían en Alejandría.
A más de esto, por relación de los embajadores de Antíoco se sabía que Sosibio
se hallaba dispuesto a todo; y en las conferencias que Antíoco tenía con los de
Ptolomeo, ponía sumo cuidado en excederles, tanto en la justificación de su
causa, como en el poder de sus armas. Efectivamente, después que llegaron a
Seleucia y se procedió a tratar por menor del convenio, según las instrucciones
que tenían de Sosibio, el rey, en la justificación de su causa, lejos de
considerar el agravio y ofensa manifiesta que acababa de cometer en haberse
apoderado de parte de la Cæle-Siria, por el contrario, ni aún reputaba ésta por
injusticia, en el concepto de que sólo había recobrado lo que le pertenecía.
Hacía mucho mérito de que Antígono el Tuerto había conquistado el primero esta
provincia, que Seleuco la había dominado, y que éstos eran los más valederos y
justificativos títulos de posesión, por donde le pertenecía a él la Cæle-Siria
con preferencia a Ptolomeo. Pues aunque este príncipe había llevado sus armas
contra Antígono, no había sido por apropiársela para sí, sino para Seleuco.
Sobre todo apoyaba su dictamen en el convenio general de los reyes Casandro,
Lisímaco, y Seleuco, cuando vencido Antígono, unánimes todos decidieron en un
consejo que se adjudicase a Seleuco toda la Siria. Los embajadores de Ptolomeo
insistían en lo contrario.
Exageraban la injusticia presente. Reputaban por cosa indigna el que se violase
así la fe por la traición de Teodoto y la invasión de Antíoco. Alegaban la
posesión en que había estado Ptolomeo hijo de Lago; pues si había unido sus
armas con Seleuco, había sido para adjudicar a éste el imperio del Asia, mas con
la condición de retener para sí la Cæle- Siria y Fenicia. Se disputaba
largamente de una y otra parte sobre estos y otros puntos semejantes, en los
congresos y conferencias. Pero no se concluía nada; a causa de que como la
controversia se trataba por amigos comunes, no había entre ellos uno que pudiese
moderar y reprimir el ímpetu del que parecía perjudicar al otro. Lo que servía
de mayor embarazo a unos y otros era el asunto de Aqueo. Ptolomeo tenía empeño
en incluirle en el tratado. Antíoco, por el contrario, ni aun sufrir podía que
se tratase de esto; teniendo por cosa indigna que Ptolomeo sirviese de capa a un
rebelde, y se atreviese a hacer mención de semejante hombre.
Durante esta contextación donde cada uno proponía sus defensas, y al fin nada se
decidía sobre el convenio, llegó la primavera, y Antíoco reunió sus tropas, con
ánimo de atacar por mar y tierra, y reducir la parte de la Cæle-Siria que le
faltaba. Ptolomeo hizo generalísimo de sus armas a Nicolao, acumuló en Gaza
víveres con abundancia, y destacó allá sus ejércitos de mar y tierra. Con la
llegada de éstos, lleno de confianza Nicolao se dispuso para la guerra, teniendo
en todo sujeto a sus órdenes al almirante Perigenes, a quien Ptolomeo había
enviado por comandante de las fuerzas navales, y cuya escuadra consistía en
treinta naves con puente, y más de cuatrocientas de carga. Nicolao era de nación
etolio, mas en la experiencia y ardor militar no cedía ventaja a los otros
generales de Ptolomeo. Efectivamente, ocupó anticipadamente con una parte de su
ejército los desfiladeros de Platano, y con la restante, a cuya cabeza él se
hallaba, se apoderó de los contornos de la ciudad de Porfireón; con lo cual y el
auxilio que al mismo tiempo le prestaba la escuadra, cerró al rey el paso por
esta parte.
Antíoco pasó a Moratho, a donde habiendo acudido los aradios a ofrecerle su
alianza, no sólo les admitió a su amistad, sino que sosegó y cortó las
diferencias antiguas que había entre los insulares y los habitantes de tierra
firme. Después entró en la Siria por Teoprosopo, tomó de paso a Botris, prendió
fuego a Trieres y Calamo, y vino a Berito. De aquí destacó por delante a Nicarco
y Teodoto, con orden de ocupar con anticipación los desfiladeros inmediatos al
río Lico. Él, mientras, echó a andar con el ejército y acampó en las márgenes
del Damura, acompañándole al mismo tiempo por la costa la escuadra del almirante
Diognetes. Ahí, habiendo vuelto a tomar la infantería ligera del mando de
Teodoto y Nicarco, marchó a reconocer los desfiladeros, de que con anticipación
se había apoderado Nicolao; y después de inspeccionada la naturaleza del
terreno, regresó al campamento. Al día siguiente, dejando en el campo la
infantería pesadamente armada bajo las órdenes de Nicarco, marchó con el resto
del ejército a ejecutar lo que tenía proyectado.
CAPÍTULO XIX
Batalla por mar y tierra entre Nicolao y Antíoco.- Victoria por éste y conquista
de muchas ciudades.
Además que la falda del monte Líbano en este lugar viene a reducir la costa a un
estrecho y corto espacio, sucede que este mismo se halla coronado de una
cordillera áspera e inaccesible que sólo franquea un pasaje angosto y difícil a
orillas de la misma mar. Ahí acampado Nicolao (219 años antes de J. C.), después
de ocupados varios puestos con buen número de soldados, y fortificados otros con
obras que había levantado, creía que con facilidad prohibiría la entrada a
Antíoco. Este príncipe, dividido el ejército en tres trozos, había dado el uno a
Teodoto, con orden de atacar y forzar al enemigo sobre la falda misma del monte
Líbano; el otro lo tenía Menedemo, con orden expresa de intentar el paso por
medio de la colina; el tercero, a cuya cabeza se hallaba Diocles, gobernador de
la Parapotamia, estaba situado a la orilla del mar; él con sus guardias ocupaba
el centro para presenciarlo todo y acudir a donde fuese necesario. Al mismo
tiempo Diognetes y Perigenes se habían dispuesto para un combate naval. Se
acercaron a la costa cuanto era dable, y procuraron hacer que las dos armadas de
mar y tierra no presentasen más que un frente. Dada la señal, se atacó a un
tiempo por todas partes. En el mar, como el número y los aparatos de una y otra
armada eran iguales, se peleaba con igual fortuna. Pero en tierra, aunque al
principio Nicolao, valido de la fortaleza del sitio, consiguió alguna ventaja,
poco después desalojados por Teodoto los que se hallaban al pie del monte, y
atacados desde lo alto, toda la gente de Nicolao emprendió la huida a banderas
desplegadas. Dos mil hombres fueron muertos en el alcance, otros tantos se
hicieron prisioneros, los restantes se refugiaron en Sidón. Perigenes, que
empezaba a esperar un feliz éxito del combate naval, lo mismo fue advertir la
derrota del ejército de tierra que, abatido el espíritu, retirarse a la misma
ciudad.
Antíoco tomó el ejército, y vino a acampar frente a Sidón, mas no tuvo a bien
intentar el asedio de la plaza, ya por la abundancia de provisiones que había
dentro, ya por el gran número de habitantes y gentes que en ella se habían
refugiado. Echó a andar con el ejército hacia Filoteria, y ordenó al almirante
Diognetes que navegase a Tiro con la escuadra. Filoteria está situada sobre el
lago mismo donde entra el Jordán y de donde, volviendo a salir, transcurre por
los llanos próximos a Escitopolis. Dueño de estas dos ciudades por convenio,
concibió mejores esperanzas para los propósitos que maquinaba. Porque como todo
el país estaba sujeto a estas dos plazas, podía mantener con facilidad aquí el
ejército, y acopiar con abundancia lo necesario para cualquier urgencia.
Efectivamente, asegurados con guarnición estos puestos, pasó las montañas y fue
a Atabirio; plaza situada sobre una eminencia, que elevándose poco a paco, tiene
de subida más de quince estadios. Para apoderarse de esta ciudad, se valió de
una estratagema. Tendió una emboscada, empeñó a los de la plaza en una
escaramuza, y cuando ya los tuvo a larga distancia, ordena que hagan frente los
que huían, y que salgan los que estaban emboscados; con lo que mata a muchos,
persigue a los demás, e infunde en ellos tal terror, que se apodera también de
esta ciudad al primer intento. A la sazón, Kereas, uno de los gobernadores de
Ptolomeo, se pasó al partido contrario. La honrosa acogida que éste consiguió de
Antíoco excitó a la deserción a otros muchos oficiales del rey de Egipto. De
este número fue Ipoloco de Tesalia, que llegó poco después con cuatrocientos
caballos de su mando. Antíoco, puesta guarnición en Atabirio, levantó el campo y
tomó de paso a Pela, Camus y Gefrún. Este feliz suceso conmovió de tal suerte
los pueblos de la vecina Arabia, que estimulados unos de otros, fueron todos a
rendírsele de común acuerdo. El rey con este nuevo auxilio aumentó sus
esperanzas, y continuó adelante. Fue a la Galátida y se apoderó de Abila, y de
todos los que habían acudido a su socorro, a cuya cabeza se hallaba Nicias,
amigo y pariente de Meneas. Sólo le faltaba Gadara, plaza que pasaba por la más
fuerte de aquella comarca. Acampó a su vista, hizo sus aproches, y al punto se
aterraron y rindieron sus vecinos. Después, informado de que en Rabatamana,
ciudad de la Arabia, se habían congregado buen número de enemigos, que talaban y
arrasaban el país de los árabes que habían abrazado su partido; propuestos todos
los designios, marcha allá, y acampa en unos collados, donde está situada la
ciudad. Andando recorriendo la colina, advirtió que por solas dos partes tenía
subida, y por ahí hizo avanzar sus gentes y asestar sus máquinas. Dio la
inspección de las obras, parte a Nicarco, parte a Teodoto; entretanto él cuidaba
con igual diligencia de lo que uno y otro hacía, y observaba la emulación de
ambos en su servicio.
Efectivamente, hacían estos dos capitanes los más vivos esfuerzos, e
incesantemente competían a porfía sobre cuál de los dos derribaría antes con las
máquinas la parte de muro que tenía delante; cuando de repente, y sin saber
cómo, se vino abajo uno y otro lienzo. Después de esto, todo fue asaltos noche y
día, todo ataques, sin interrupción de tiempo. Pero a pesar de los frecuentes
rebatos que daban a la ciudad, nada conseguían, por la mucha gente que se había
retirado dentro; hasta que mostrada por un prisionero tina mina, por donde
bajaban a coger agua los sitiados, y cegada y tupida ésta con madera, piedras y
otras cosas semejantes, la escasez de agua al fin obligó a los moradores a
rendirse. Dueño el rey de Rabatamana por este medio, dejó a Nicarco dentro de la
ciudad con una guarnición competente, y envió a Ipoloco y Kereas, dos capitanes
que habían abandonado a Ptolomeo, con cinco mil hombres a los alrededores de
Samaria, para cubrir y asegurar la quietud de los pueblos que se le habían
sometido. Él mientras movió el campo hacia Ptolemaida, con ánimo de pasar allí
el invierno.
CAPÍTULO XX
Asedio de Pedneliso por los selgenses.- Socorro que envía Aqueo a los sitiados,
bajo la conducción de Garsieris.- Derrota de los selgenses por este general.-
Alevosía de Logbasis, descubierta y castigada por los selgenses.- Convenio entre
éstos y Aqueo.- Conquistas de Attalo.
En el transcurso del mismo verano (220 años antes de Jesucristo), los
pedneliseos sitiados y estrechados por los selgenses, enviaron a Aqueo por
auxilio; y oída por éste favorablemente su embajada, sufrían el asedio con
constancia, fiados en la esperanza del socorro. Efectivamente, Aqueo les envió
sobre la marcha seis mil infantes y quinientos caballos, bajo la conducción de
Garsieris. Mas los selgenses, que supieron la llegada de este refuerzo, ocupan
anticipadamente las gargantas próximas a Climax con la mayor parte de sus
tropas, se apoderan de la entrada de Saporda, y cortan todos los caminos y
travesías que a ella conducían. Garsieris entró por fuerza en Miliada, y sentó
su campo a la vista de Cretópolis; pero advirtiendo que tomados los puestos por
el enemigo, era imposible pasar adelante, usó de este ardid de guerra. Volvió
sobre sus pasos, aparentando que desistía de llevar el socorro, a la vista de
estar tomados los desfiladeros. Los selgenses, creyendo incautamente que
Garsieris se retiraba desesperanzado, unos se fueron al campamento, otros a la
ciudad, porque instaba la recolección de las mieses. Mas éste vuelve pies atrás,
y después de una marcha forzada llega a aquellas cordilleras, las encuentra sin
defensa, las guarnece con piquetes, y deja a Falio para su custodia. Él,
mientras marcha con el ejército a Perga, y envía desde allí varias embajadas a
los otros pueblos de la Pisidia y Panfilia, para representarles el insufrible
poder de los selgenses, animarles a contraer alianza con Aqueo, y acudir al
socorro de los pedneliseos. Entretanto los selgenses, confiados en el
conocimiento que tenían del país, creyeron que, con destacar allá un capitán con
un cuerpo de tropas, aterrarían a Failo, y le desalojarían de sus puestos. Pero
lejos de conseguir el intento, perdieron mucha gente en los ataques; de suerte
que renunciando a esta esperanza, insistieron en el asedio y construcción de las
obras, con más empeño que hasta entonces. Los etennenses, pueblo de la Pisidia
que habitan las montañas por cima de Sida, enviaron a Garsieris ocho mil hombres
pesadamente armados, y los aspendios cuatro mil. Los siditas, bien fuese por
respeto a la amistad de Antíoco, o más bien por el odio que profesaban a los
aspendios, no entraron a la parte en el socorro. Garsieris, con estos refuerzos
y las tropas que él tenía, se aproximó a Pedneliso, persuadido de que con sólo
presentarse haría levantar el sitio; mas viendo que no había hecho impresión su
venida en los selgenses, se atrincheró a una distancia proporcionada.
Entretanto, como el hambre hostigaba a los sitiados, dispuso introducir por la
noche en la plaza dos mil hombres con una medida de trigo cada uno, para
remediar la escasez en lo posible. Los selgenses que supieron el propósito,
sálenles al encuentro, y se apoderan de todo el convoy, después de haber dado
muerte a la mayor parte de los que le traían. Fieros con este suceso, intentaron
no sólo continuar el cerco de Pedneliso, sino sitiar a Garsieris en su mismo
campamento: tan temerarias y arriesgadas son siempre en la guerra las decisiones
de los selgenses. Para ello, dejada en su campo la guarnición necesaria,
distribuyen los restantes en varios puestos, y atacan con vigor el del enemigo.
Garsieris, que se vio invadido de improviso por todas partes, y aun por algunas
arrancada ya la empalizada, desesperanzado de todo remedio, destacó la
caballería a cierto puesto que no estaba custodiado. Los selgenses creyeron que
estas gentes se retiraban atemorizadas y por evitar el peligro, y sin hacer
caso, los dejaran ir simplemente. Pero a poco rato esta caballería rodea al
enemigo, le ataca por la espalda, y carga sobre él toscamente. Con este suceso
recobra el ánimo la infantería de Garsieris, que aunque ya deshecha, vuelve a
defenderse de los que la atacaban; y los selgenses rodeados tienen que emprender
la huida.
Al mismo tiempo los pedneliseos dan sobre los que habían quedado en el real, y
los desalojan. Finalmente, declarada la fuga por todas partes, quedaron diez mil
sobre el campo. De los que se salvaron, los aliados se retiraron a sus casas, y
los selgenses escaparon por las montañas a su patria. Garsieris levantó el
campo, y siguió el alcance. Todo su anhelo era cruzar los desfiladeros y
aproximarse a Selga antes que los fugitivos le detuviesen o deliberasen sobre su
llegada. Efectivamente, llegó con sus tropas a la vista de la ciudad. Los
selgenses, sin esperanzas de socorro en sus aliados por el común desastre, y
abatidos con la precedente derrota, temían por sí y por su patria. Bajo esta
consideración llamaron a junta, y decidir enviar por embajador a Logbasis, uno
de sus ciudadanos. Este personaje había sido muy amigo y huésped de aquel
Antíoco que murió en Tracia; había tenido en depósito a Laodice, mujer que había
sido después de Aqueo, la había criado como a hija, y la había amado
tiernamente. Por eso ahora los selgenses le diputaron, creyendo no podían elegir
mejor intercesor en tales circunstancias. Efectivamente, fue a una conferencia
privada con Garsieris, y lejos de procurar la salud de su patria, como era de su
obligación, por el contrario exhortó a Garsieris a que diese parte cuanto antes
a Aqueo de que él se encaraba de poner la ciudad en sus manos. Garsieris abrazó
con gusto la propuesta, y escribió a Aqueo dándole cuenta de lo que sucedía para
que viniese. Entretanto, concertada una tregua con los selgenses, difería
siempre la conclusión del tratado, moviendo dificultades y pretextos sobre cada
una de sus condiciones, para esperar mientras a Aqueo, y dar tiempo a Logbasis
de conferenciar y disponer su propósito.
En el transcurso de estas sesiones, la frecuente comunicación que había entra
unos y otros engendró cierta libertad en las tropas de pasar del campo a la
plaza para tomar víveres; libertad que, después de repetida ya tantas veces, ha
sido causa a muchos de su ruina. De suerte que, en mi concepto, el hombre no
obstante pasar por el animal más astuto, es el más fácil de ser engañado.
¿Cuántos campamentos cuántas guarniciones, cuántas y cuán grandes ciudades se
han perdido por esta poca cautela? Y a pesar de haber sucedido ya a muchos esta
calamidad tan frecuente y notoria, permanecemos, sin saber cómo, siempre bisoños
e inexpertos contra estos arbitrios. La causa sin duda es el que no cuidamos
tener presentes los infortunios en que incurrieron nuestros mayores. Sufrimos
fatigas, hacemos gastos para acumular víveres, reunir dinero, levantar murallas
y fabricar armas para un caso extraordinario; y despreciamos la historia, que es
el medio más fácil y el que nos provee de más recursos en las circunstancias
desesperadas; y esto cuando de ella y de su manejo podríamos enriquecernos de
estos conocimientos a costa sólo de un honesto recreo y entretenimiento.
Efectivamente, Aqueo llegó al tiempo señalado. Los selgenses, después de haber
conversado con él, concibieron magníficas esperanzas de que conseguirían el
convenio más ventajoso. Pero entre tanto, Logbasis iba reuniendo poco a poco en
su casa los soldados que entraban desde el campo en la ciudad, y aconsejaba a
sus ciudadanos que no dejasen pasar la ocasión; antes respecto a la humanidad
que les había mostrado Aqueo, conferenciasen y llevasen a su conclusión el
tratado. Así fue; se convocó a junta todo el pueblo para tratar del negocio
presente, y aun se decidió llamar a los que estaban de guardia, ya que iban a
finalizar el asunto.
Entonces Logbasis, haciendo señal a los enemigos, prepara los soldados que tenía
reunidos en su casa. Al mismo tiempo se dispone él, y arma a sus hijos para la
acción. Aqueo, con la mitad de las tropas, se aproxima a la misma ciudad.
Garsieris con la parte restante avanza hacia Cesbedio, templo de Júpiter, que
domina ventajosamente la plaza y la sirve de ciudadela. Un cabrero advirtió por
casualidad lo que pasaba, y dando cuenta a la junta, unos acuden rápidamente a
Cesbedio, otros a los cuerpos de guardia, y el pueblo ciego de ira a la casa de
Logbasis; donde descubierta la traición, parte suben al tejado, parte fuerzan
las puertas del vestíbulo y degüellan a Logbasis sus hijos y todos los demás que
se hallaban dentro. Después publicaron libertad para los esclavos, y repartieron
sus fuerzas para ir a defender los puestos ventajosos. Garsieris, así que vio a
los sitiados apoderados de Cesbedio, no continuó adelante. Aqueo intentó romper
las puertas de la ciudad; mas con una salida que hicieron los cercados, la
mataron setecientos hombres, e hicieron a los demás desistir del empeño; con lo
cual Aqueo y Garsieris tuvieron que retirarse a su propio campo. Los selgenses,
temerosos de alguna otra sedición intestina y del poder enemigo que tenían sobre
sí, enviaron los ancianos dela ciudad con señales de paz para concertar un
convenio. Efectivamente, acabó la guerra con estas condiciones:
que pagarían de contado cuatrocientos talentos, restituirían a los pedneliseos
sus prisioneros, y pasado algún tiempo, añadirían a la suma otros trescientos
talentos. De este modo los selgenses liberaron con su favor la patria del
peligro en que la había puesto la maldad de Logbasis, sin deslucir la nobleza y
parentesco que tenían con los lacedemonios.
Aqueo, después de haber reducido a Miliada y la mayor parte de la Panfilia,
levantó el campo y marchó a Sardes, donde sostuvo una guerra continua con Attalo,
amenazó a Prusias, y se hizo temer y respetar de todos los pueblos de esta parte
del monte Tauro. Mientras que Aqueo se hallaba ocupado en la expedición contra
los selgenses, Attalo con un cuerpo de gálatas tectosages corría las ciudades de
la Eólida y todos los pueblos próximos que por temor se habían puesto antes bajo
la obediencia de Aqueo. La mayor parte de éstas se le rindieron voluntariamente
y con gusto; pero algunas esperaron a la fuerza para entregarse. Entre las que
se le rindieron de grado, fueron las primeras Cumas, Smirna y Focea. Ægea y
Temnita, temiendo que viniese sobre ellas, siguieron después el mismo ejemplo.
Los teios y colofonios le enviaron embajadores para ofrecerle sus personas y
ciudades. Attalo los recibió a su amistad bajo los mismos pactos que
anteriormente, y les exigió rehenes; pero a los diputados de Smirna los trató
con particular agasajo, por haber excedido a todos en la fidelidad que le
guardaron. Prosiguió después su camino, y atravesado el río Lico, penetró por
los pueblos de la Misia. De aquí fue a Carsea, a cuya guarnición, así como a la
de Didma, aterró tanto su llegada, que Temístocles, a quien Aqueo había dejado
por gobernador de estos puestos, le entregó ambas a dos fortalezas. Por último,
entró talando los campos de Apia, y superado el monte Pelecante, sentó su campo
en las márgenes del Megisto.
Durante su estancia en este lugar, se produjo un eclipse de luna, y los gálatas
que ya sufrían con impaciencia las molestias del camino, ya que hacían la guerra
seguidos de sus mujeres e hijos conducidos en carros, se valieron de este
presagio para no querer pasar adelante. Attalo no había obtenido de ellos
servicio alguno importante; pero el marchar separados, el acampar aparte, su
total inobediencia, y su mucha altanería, le pusieron en grande embarazo. Por un
lado recelaba que, inclinándose al partido de Aqueo, no perjudicasen sus
intereses; por otro temía cobrar mala fama si, cogidas como en una red, pasaba a
cuchillo aquellas gentes que sólo por afecto habían pasado con él al Asia. Por
eso valiéndose del pretexto que la ocasión le presentaba, les prometió por el
pronto que los restituiría a donde los había sacado, que los asignaría terreno
conveniente para establecerse, y para adelante que les concedería cuantas
solicitudes estuviesen en su mano, si fuesen justas. De este modo restituyó
estos tectosages al Helesponto, y tratados con agasajo los lampsacenos,
alejandrinos e ilienses, porque le habían sido fieles, se retiró después a
Pérgamo con su ejército.
CAPÍTULO XXI
Las fuerzas de Antíoco y de Ptolomeo.- La intrepidez de Teodoto contra la vida
de este príncipe.- Disposición de uno y otro ejército.
Al iniciarse la primavera (218 años antes de J. C.), Antíoco y Ptolomeo tenían
ya hechas todas sus prevenciones para decidir la guerra al trance de una
batalla. Ptolomeo partió de Alejandría con setenta mil infantes, cinco mil
caballos y setenta y tres elefantes. Antíoco, con la nueva de que el enemigo se
aproximaba, reunió su ejército, en el que había cinco mil hombres armados a la
ligera, daaos, carmanios y cilices, cuya inspección y mando tenía Bittaco el
macedonio; veinte mil escogidos de todo el reino, armados a la manera macedonia,
los más con broqueles de plata, mandados por Teodoto el etolio, aquel que había
desertado de Ptolomeo; veinte mil de que se componía la falange, que conducía
Nicarco y Teodoto el hemiolio; dos mil flecheros y honderos agrianos y persas;
mil traces que mandaba Menedemo el alabandense; cinco mil medos, cisios,
caddusios y carmanios, que obedecían a Aspasiano el modo; diez mil hombres de
Arabia y otros países cercanos, a las órdenes de Zabdifilo; cinco mil griegos
mercenarios bajo las órdenes de Hippoloco de Tesalia; mil quinientos cretenses
bajo Euriloco; mil neocretas y quinientos flecheros de Lidia, mandados todos por
Zeles de Gortinia; y mil cardaces gobernados por Lisímaco el gálata. La
caballería consistía en seis mil caballos, mandados por Antípatro sobrino del
rey, y los restantes por Temesión; de suerte que todas las fuerzas de Antíoco
ascendían a sesenta y dos mil infantes, seis mil caballos y ciento dos
elefantes.
Ptolomeo se dirigió primero a Pelusio y sentó su campo en esta ciudad. Allí
aguardó a los que venían detrás, y distribuidos víveres al ejército por la
escasez y falta de agua que había en aquellos países, continuó su marcha a lo
largo del monte Casio y lo que llaman los Abismos. Así que llegó a Gaza esperó
el resto del ejército, y prosiguió adelante a lento paso. Al quinto día llegó a
donde se había propuesto, y acampó a cincuenta estadios de distancia de Rafia,
la primera ciudad de la Cæle-Siria que se encuentra saliendo de Egipto, después
de Rinocorura. Al mismo tiempo Antíoco, habiendo pasado de parte allá de esta
ciudad, fue de noche con su ejército a acamparse a diez estadios del enemigo:
esta fue la primera distancia que hubo entre los dos campamentos. Pocos días
después, con el fin de mudar a otro terreno más ventajoso, y al mismo tiempo
infundir aliento a sus soldados, se atrincheró a la vista de Ptolomeo, a la
distancia sólo de cinco estadios. Entonces ya fueron frecuentes las refriegas de
los forrajeadores y de los que salían al agua, como también comunes las
escaramuzas, ya de caballería, ya de infantería, que se produjeron entre los dos
campos. Por este tiempo Teodoto emprendió una hazaña propia de un etolio, y por
lo mismo de mucho valor. Bien enterado de la manera y método de vida de
Ptolomeo, ya que había vivido mucho tiempo en su palacio, penetró al amanecer
acompañado de otros dos en el real de los enemigos. Como era de noche, no se le
conoció por el rostro; y como había diversidad de trajes en el campo, tampoco se
hizo reparo en el vestido y demás compostura. Se dirigió resuelto a la tienda
del rey, cuyo sitio tenía observado, con motivo de haber sido allí cerca las
escaramuzas de los días anteriores. Efectivamente, después de haber pasado por
todas las primeras guardias sin ser conocido, entra en la tienda donde
acostumbraba el rey a cenar y dar audiencia, registra todos los rincones, no le
halla por haber dado la casualidad de estar descansando en otra diferente, cose
a puñaladas a dos que se hallaban durmiendo, mata a Andreas, su médico, y se
retira a su campo sin más estorbo que el de haberse conmovido un poco la gente
cuando ya iba a salir del real enemigo. Por el valor hubiera conseguido sin duda
su propósito, pero le faltó la prudencia, por no haber examinado bien dónde
acostumbraba a descansar Ptolomeo.
Después de haber estado al frente los dos reyes cinco días, decidieron uno y
otro que las armas resolviesen el asunto. Lo mismo fue empezar Ptolomeo a mover
sus tropas del campamento, que al punto sacar Antíoco las suyas. Ambos formaron
sus respectivas falanges y la flor de las tropas armadas a la macedónica, al
frente unas de otras. En cuanto a las alas, Ptolomeo las ordenó de este modo:
Polícrates con la caballería de su mando ocupaba la izquierda; entremedias de
éste y la falange se hallaban los cretenses al lado de la misma caballería;
seguíanse las guardias del rey; después los rodeleros al mando de Sócrates, y
junto a éstos los africanos armados a la macedónica. En la derecha estaba
Equecrates de Tesalia con la caballería de su mando, a la izquierda de ésta se
hallaban formados los gálatas y los traces, después los mercenarios de Grecia
conducidos por Foxidas, que tocaban con la falange egipcíaca. De los elefantes
cuarenta estaban situados sobre el ala izquierda, donde Ptolomeo en persona
había de pelear; y treinta y tres cubrían la derecha, delante de la caballería
extranjera.
Antíoco puso sesenta elefantes, que mandaba Filipo, su hermano de leche, al
frente del ala derecha, en donde él había de pelear con Ptolomeo. Detrás de
éstos situó dos mil caballos mandados por Antípatro, y otros dos mil que formó a
manera de media luna. Contiguos a la caballería colocó de frente a los
cretenses, después ordenó los extranjeros de Grecia, y entre éstos y los armados
a la macedónica entremetió los cinco mil que mandaba Bittaco el macedonio. El
ala izquierda la cubrió con dos mil caballos al mando de Temisón; a su lado
estaban los flecheros cardaces y lidios; después tres mil infantes a la ligera
conducidos por Menedemo; sucesivamente los cisios, medos y carmanios; e
inmediato a éstos los árabes y sus vecinos que tocaban con la falange. Los
restantes elefantes los situó sobre el ala izquierda, a las órdenes de, un joven
llamado Myisco, paje del rey.
CAPÍTULO XXII
Acción de Rafia.- Victoria lograda por Ptolomeo.- Suspensión temporal de
hostilidades entre éste y Antíoco.
Puestos en orden de batalla de este modo los ejércitos (218 años antes de J.
C.), ambos reyes acompañados de sus generales y amigos se presentaron al frente
de sus líneas para exhortar a los soldados. El mayor empeño de uno y otro era
alentar sus respectivas falanges, ya que en estas tropas fundaba cada uno sus
mayores esperanzas. Andrómaco, Sosibio y Arsinoe, hermana del rey, como jefes,
animaban también la falange de Ptolomeo; y Teodoto y Nicarco por su parte
procedían del mismo modo con la de Antíoco. Las arengas de una y otra parte se
redujeron a lo mismo. Pues como ninguno de estos príncipes tenía ejemplo
peculiar ilustre o memorable que proponer a sus soldados porque ambos acababan
de subir al trono, sólo se valieron de recordarles la gloria y hechos de sus
mayores, para excitar en ellos el espíritu y ardimiento. Y así rogaron y
exhortaron para que se portasen con valor y esfuerzo en la ocasión presente, y
para esto ofrecieron principalmente premios en particular a todos los oficiales,
y en general a todos los soldados que habían de pelear. A esto o cosa parecida
se redujo lo que dijeron los reyes, ya por sí, ya por sus intérpretes.
Después que Ptolomeo con su hermana estuvo de vuelta en el ala izquierda de toda
su formación, y Antíoco acompañado de sus guardias en su derecha, se dio la
señal de acometer, y los elefantes dieron principio a la acción. Algunos de los
de Ptolomeo hicieron resistencia a los de Antíoco; sobre cuyas torres era de ver
el vivo choque de los combatientes, disparando lanzas, e hiriéndose mutuamente
tan de cerca. Pero aun admiraba más ver batirse y herirse de frente los mismos
elefantes; porque el reñir de estos animales es de este modo: se enredan, se
tiran dentelladas haciendo hincapié con todas fuerzas para no perder el terreno,
hasta que el más poderoso aparta a un lado la trompa de su antagonista. Una vez
está torcida, le coge por el flanco y le hiere a mordiscos, al modo que hacen
los toros con las astas. La mayor parte de los elefantes de Ptolomeo temieron el
combate. Esto es muy ordinario en los elefantes de África. A mi entender,
consiste en que no pueden sufrir el olfato y bramido de los de la India, y
asustados de su magnitud y fuerza, emprenden la huida antes que aquellos se
acerquen, como efectivamente sucedió entonces. Porque alborotadas las bestias,
desordenaron las líneas que tenían al frente, y oprimiendo a la guardia real de
Ptolomeo la hicieron volver la espalda. Antíoco entonces pasó de parte allá de
las bestias, y atacó la caballería que mandaba Polícrates. Al mismo tiempo los
extranjeros griegos que se hallaban cerca de la falange, invadieron por
entremedias de los elefantes los rodeleros de Ptolomeo, cuyas líneas habían ya
confundido sus bestias. De este modo fue forzada y puesta en huida toda el ala
izquierda de Ptolomeo.
Equecrates, que mandaba la derecha, al principio estuvo esperando el éxito de
esta contienda. Mas así que vio que el polvo iba a parar a los suyos, y que sus
elefantes no se atrevían a acercarse a los contrarios, ordena a Foxidas,
comandante de los griegos mercenarios que ataque a los que tenía al frente; él,
mientras, hace desfilar por la punta del ala su caballería y la que estaba
detrás de los elefantes, con cuya maniobra evita la impresión de las fieras; y
cargando por la espalda y en flanco sobre la caballería enemiga, la derrota en
un instante. Lo mismo hizo Foxidas y los que se hallaban a su lado. Dieron sobre
los árabes y medos y los forzaron a tomar una fuga precipitada; de suerte que
Antíoco venció en el ala derecha y quedó vencido en la izquierda.
Ya no quedaban intactas más que las dos falanges, que desnudas de sus
respectivas alas permanecían en medio del llano, fluctuando entre el temor y la
esperanza. Mientras que Antíoco proseguía la victoria en el ala derecha,
Ptolomeo, que se había refugiado en su falange, se presenta en medio, se deja
ver de los dos ejércitos, con lo que aterra a los contrarios e infunde ardor y
espíritu a los suyos. A su ejemplo Andrómaco y Sosibio ponen en ristre sus
lanzas y se dirigen al enemigo. La flor de las tropas de Siria sostuvo el choque
por algún tiempo, pero las que mandaba Nicarco cedieron y se retiraron.
Entretanto Antíoco, como joven y poco experimentado, juzgando del resto de su
ejército por la ventaja que él había conseguido en el ala derecha, seguía el
alcance de los que huían; hasta que un anciano le advirtió, aunque tarde, que
reparase en que el polvo de la falange enemiga iba a parar a su propio campo.
Entonces conociendo el yerro, acudió rápidamente con sus guardias al campo de
batalla; pero hallando a los suyos que habían emprendido la huida, se retiró él
también a Rafia, con el consuelo de haber vencido por su parte, y en la
inteligencia de que si le había desmentido lo demás de la acción había sido por
la flojedad y timidez de los otros oficiales.
Después que la falange decidió la batalla, y la caballería del ala derecha unida
a los extranjeros mató gran número de enemigos en el alcance, Ptolomeo se retiró
a pasar la noche al campamento que antes tenía. Al día siguiente, después de
recogidos y enterrados sus muertos, y despojados los de los enemigos, levantó el
real y avanzó hacia Rafia. El primer pensamiento de Antíoco después de la
derrota fue reunir todos los cuerpos de tropas que venían huyendo y acampar
fuera de la ciudad; pero como la mayor parte de las gentes se había metido
dentro, se vio forzado también a retirarse. Salió después al amanecer con las
reliquias de su ejército y se encaminó a Gaza, donde acampó; y obtenida licencia
de Ptolomeo para el recobro de sus muertos, les hizo los últimos honores.
Ascendían éstos por parte de Antíoco a poco menos de diez mil infantes, más de
trescientos caballos, más de cuatro mil prisioneros, tres elefantes que quedaron
sobre el campo, y dos que murieron después de sus heridas. De parte de Ptolomeo
se redujo la pérdida a mil quinientos infantes, setecientos caballos, dieciséis
elefantes muertos, y casi todos los demás tomados. Este fue el éxito de la
batalla de Rafia, que se dio entre los dos reyes con objeto de la Cæle-Siria.
Antíoco, después de sepultados los muertos, se retiró a su reino con el
ejército. Ptolomeo tomó sin oposición a Rafia y otras ciudades, esmerándose a
porfiar sus ayuntamientos sobre cuál volvería primero a su poder y pasaría más
pronto a su dominio. Cosa muy ordinaria entre los hombres acomodarse al tiempo
en semejantes revoluciones; pero sobre todo los pueblos de la Cæle-Siria son muy
inclinados y dados a este género de obsequios. En esta ocasión no hay que
extrañar usasen de esta política, pues les guiaba el afecto que profesaban de
antemano a los reyes de Egipto; porque en todo tiempo estos pueblos han tenido
cada vez más veneración por esta casa. Así fue que no omitieron especie de
agasajo para captar la voluntad de Ptolomeo: coronas, sacrificios, altares y
todo género de cultos se tributaron en su obsequio. Antíoco, así que llegó a la
ciudad que lleva su nombre, envió sin dilación a Antípatro, su sobrino, y
Teodoto Hemiolio por embajadores a Ptolomeo para tratar de paz y alianza. Temía
la invasión del enemigo; desconfiaba de sus pueblos después de la derrota que
acababa de sufrir, y recelaba que Aqueo no se aprovechase de la ocasión. Con
nada de esto echaba cuentas Ptolomeo. Alegre con la extraordinaria victoria que
había logrado, y sobre todo con la inesperada conquista de la Cæle-Siria no tan
sólo no aborrecía el reposo, sino que lo amaba más de lo que convenía,
arrastrado de la vida afeminada y voluptuosa que siempre había llevado. Y así no
bien hubo llegado Antípatro, cuando hechas algunas amenazas y dadas unas leves
quejas de los procederes de Antíoco, le concedió treguas por un año, y despachó
a Sosibio para ratificar el tratado. Él permaneció tres meses en la Siria y
Fenicia para restablecer la quietud de las ciudades; pasados los cuales, dejó a
Andrómaco el aspendio por gobernador de estos países, y levantó el campo con su
hermana y confidentes para Alejandría, causando admiración a sus vasallos que,
atento su modo de vivir, hubiese puesto a la guerra fin tan dichoso. Concluido
el tratado con Sosibio, Antíoco volvió a su primer propósito, y se previno para
la guerra contra Aqueo. Tal era el estado de los negocios de Asia.
CAPÍTULO XXIII
Regalos que los reyes y potentados concedieron a los rodios a causa de un
terremoto que sufrieron.
En el transcurso de este mismo tiempo, los rodios, con motivo de haber sufrido
poco antes un terremoto que había arruinado su gran Coloso y la mayor parte de
sus muros y arsenales, se supieron conducir con tal arte y prudencia en el
desastre, que en vez de perjuicio les sirvió de provecho el accidente. Tanta es
la diferencia que hacen los hombres de la necedad y desidia a la actividad y
prudencia, bien sea en los asuntos privados, bien en los públicos. Con aquellos
vicios, las dichas se nos convierten en infortunios; y con estas virtudes,
sacamos partido aun de las desgracias. Efectivamente, los rodios tuvieron tal
proceder en la exagerada y lastimosa descripción que hicieron de su desastre; se
portaron con tanta majestad y entereza, bien fuese en las conferencias públicas
de sus embajadores, bien en las conversaciones privadas; y supieron interesar de
tal modo a las ciudades, y sobre todo a los reyes, que no sólo recibieron
magníficos presentes, sino que quedaron reconocidos los mismos que los hicieron.
Hierón y Gelón les dieron setenta y cinco talentos de plata, parte de contado,
parte dentro de un breve plazo, para el gasto de aceite que se hacía en las
luchas de los atletas; calderos de plata con sus pies, algunos cántaros, diez
talentos para los sacrificios, otros tantos para fomento de la población; de
suerte que todo el donativo ascendía a cien talentos. Eximieron de impuestos a
todos los que navegasen a Rodas, y les enviaron cincuenta catapultas de tres
codos. Por último, después de tan magnífico presente, como si fuesen deudores
del beneficio, levantaron dos estatuas un la plaza pública, que representaban al
pueblo de Rodas coronado por el de Siracusa.
Ptolomeo les prometió trescientos talentos de plata, un millón de medidas de
trigo, madera de construcción para diez navíos de cinco órdenes y otros tantos
de a tres, cuarenta mil codos de vigas de pino cuadradas, mil talentos de
monedas de bronce, tres mil de estopa, tres mil velas y mástiles de navío, tres
mil talentos para reedificar el Coloso, cien arquitectos, trescientos cincuenta
artesanos, catorce talentos anuales para su manutención, doce mil artabas de
trigo para juegos y sacrificios, y veinte mil para la provisión de diez
trirremes. La mayor parte de estas cosas fueron dadas de contado, y la tercera
parte de todo el dinero.
Igualmente Antígono les dio diez mil vigas desde dieciséis codos hasta ocho para
cuñas y estacas, cinco mil tablas de siete codos, tres mil talentos de hierro,
mil de pez, mil metretas de resina por cocer y cien talentos de plata. Criseis,
su mujer, les hizo un presente de cien mil medidas de trigo y tres mil talentos
de plomo.
Seleuco, padre de Antíoco, a más de haber eximido de tributo a todo rodio que
arribase a sus puertos, y a más de haberles provisto de diez navíos de cinco
órdenes y de doscientas mil medidas de granos, les regaló diez mil codos de
madera y mil talentos en resina y pelo. Iguales donativos les hicieron Prusias,
Mitrídates y todos los potentados que a la sazón había en el Asia, como el de
Lisania, Olímpico y Limnaio. Son innumerables las ciudades que contribuyeron a
su alivio, según sus facultades. De suerte que si se considera el tiempo desde
que esta ciudad comenzó a ser restaurada y poblada, causará grande admiración
que en tan corto espacio hayan tomado tal ascendente las fortunas de sus
ciudadanos y los edificios públicos de la ciudad; pero si se atiende a su bella
situación, a lo mucho que le entra de fuera y al conjunto de comodidades que
consigue, lejos de admirarse, se hallará que está menos floreciente de lo que
debía. Hemos apuntado estas liberalidades, en primer lugar, para hacer ver el
celo de los rodios por su República, digno por cierto de emulación y aplauso; y
en segundo, para mostrar la mezquindad de los reyes de hoy día y lo poco que
reciben de ellos las ciudades y pueblos. De este modo, los reyes no presumirán
que han hecho alguna gran cosa con derramar cuatro o cinco talentos, ni
pretenderán de los griegos igual reconocimiento y honor al que tributaron a sus
predecesores. Igualmente las ciudades griegas, teniendo a la vista las inmensas
generosidades que en otro tiempo recibieron, no se equivocarán en dispensar los
más sublimes honores por mercedes tan despreciables como las que hoy día se
acostumbran; antes bien, acordándose del grande exceso que existe de un griego a
los demás hombres, sabrán dar a cada gracia su justo precio. Pero ahora volvamos
a continuar el hilo, desde donde nos separamos de la guerra de los aliados.
CAPÍTULO XXIV
Preparativos de Arato para la guerra.- Penetración de Licurgo y Pirrias por la
Messenia, sin resultado.- Discordias de los megalopolitanos aplacadas por Arato.-
Derrota de los eleos por Lico, propretor de los aqueos.
Se había iniciado ya el estío, Agetas mandaba a los etolios, y Arato obtenía la
pretura de los aqueos, cuando Licurgo el espartano regresó de la Etolia a su
patria (218 años antes de J. C.) Los eforos le habían enviado a llamar,
desengañados de la falsa acusación que había dado motivo a su destierro. Éste,
pues, había tratado con Pirrias el etolio, pretor que era a la sazón de los
eleos, de hacer una irrupción en la Messenia. Arato había encontrado corrompida
la tropa extranjera de los aqueos, y hallado las ciudades con pocas
disposiciones de contribuir a sus gastos. La causa de esto era la malicia e
indolencia con que Eperato, su predecesor, había manejado los asuntos públicos.
A pesar de estos atrasos, convocó los aqueos, consiguió un decreto para remedio
de estos males, y pensó con actividad sobre las disposiciones de la guerra. He
aquí lo que contenía el decreto de los aqueos: que se mantendrían ocho mil
infantes de tropa extranjera y quinientos caballos, y que se alistarían en la
Acaia tres mil hombres de a pie y trescientos caballos, entre los cuales habría
quinientos infantes megalopolitanos con escudos de bronce, cincuenta caballos y
otros tantos argivos. Se ordenó también que cruzasen tres navíos hacia Acta y el
golfo de Argos, y otros tres por las costas de Patras, Dima y mares próximos.
Mientras que Arato se ocupaba de hacer estos preparativos, Licurgo y Pirrias,
convenidos ambos en salir a campaña a un mismo tiempo, avanzaron hacia la
Messnia. El pretor aqueo, que comprendió su propósito, acudió con los
mercenarios y un cuerpo de tropa escogida a Megalópolis, para socorrer a los
messenios. Licurgo, apenas salió de Esparta, tomó por traición a Calamar,
castillo de la Messenia, y se dirigió después con diligencia a incorporarse con
los etolios. Mas Pirrias, que había partido de la Elida con muy poca gente, tuvo
que volver atrás por el obstáculo que halló en los ciparisseos, a la entrada de
la Messenia. De suerte que Licurgo, imposibilitado de unirse con Pirrias, y sin
fuerzas para obrar por sí solo, después de hechas algunas pequeñas correrías
para subvenir a las necesidades del ejército, se volvió a Esparta sin haber
hecho cosa de provecho. Frustrados los propósitos de los enemigos, Arato, como
prudente y próvido en lo porvenir, persuadió a Taurión y a los messenios a que
cada uno por su parte alistase cincuenta caballos y quinientos infantes. Su mira
era guarnecer con esta gente a Messenia, Megalópolis, Tegea y Argos, países que,
limítrofes de la Laconia, se hallaban más expuestos que el resto del Peloponeso
a las incursiones de los lacedemonios, y cubrir él con la flor de Acaia y los
mercenarios las fronteras de esta provincia que miran a la Elea y a la Etolia.
Arreglados estos asuntos, Arato, atento al decreto de los aqueos, reconcilió
entre sí a los megalopolitanos, que arrojados recientemente de su patria por
Cleomenes, y arruinados por el pie, como se suele decir, necesitaban de muchas
cosas y estaban escasos de todas. Como siempre los espíritus se hallaban en las
mismas disposiciones, siempre se encontraba imposibilidad para contribuir a los
gastos, ya públicos, ya privados. Todo era contestaciones, todo disputas y todo
rencor de unos a otros, como de ordinario sucede, tanto en las repúblicas como
entre los particulares, cuando faltan los medios para completar los propósitos.
El primer motivo de disensión era sobre el restablecimiento de los muros. Decían
unos que se debía estrechar la ciudad y reducir sus muros a tal extensión que
fuese asequible la empresa y la posibilidad de defenderla en caso de ataque;
pues si ahora se había perdido, había sido por su magnitud y despoblación. A más
de esto pedían que los propietarios contribuyesen con el tercio de sus fondos
para aumentar el número de moradores. Los del bando opuesto ni podían sufrir que
se estrechase la ciudad, ni consentían en la contribución del tercio de sus
posesiones. El segundo y principal objeto de división eran las leyes que les
había dado Pritanis, personaje ilustre entre los peripatéticos, y de esta secta,
a quien Antígono había enviado por su legislador. No obstante tales
desavenencias, Arato hizo todos los esfuerzos posibles para sosegar la
contienda, y consiguió al cabo cortar las disputas. Las condiciones de esta
concordia fueron grabadas sobre una columna que se puso junto al altar de Vesta
en Omario.
Después de esta reconciliación, Arato levantó el campo, fue a la asamblea de los
aqueos y dio el mando de los extranjeros a Lico de Faros, por ser éste a la
sazón propretor del territorio asignado a su patria. Los eleos, disgustados con
Pirrias, volvieron a pedir a los etolios por pretor a Euripidas. Éste esperó a
que llegase la asamblea de los aqueos, y poniéndose en campaña a la cabeza de
sesenta caballos y dos mil infantes, atravesó los campos de Faros, corrió
talando el país hasta Ægea, y hecho un rico botín, se retiró a Leoncio. Lico,
con esta nueva, marchó al socorro con diligencia. Encuentra al enemigo, le ataca
de repente, mata cuatrocientos y hace doscientos prisioneros, entre los cuales
los más ilustres eran Fissias, Antanor, Clearco, Androloco, Evanoridas,
Aristogitón, Nicasippo y Aspasio. Las armas y el equipaje quedó todo por el
vencedor. Por el mismo tiempo el almirante aqueo, haciéndose a la vela para
Molicria, trajo consigo pocos menos de cien prisioneros, y volviendo a salir, se
dirigió a Calcea, donde, vencida la oposición de los moradores, apresó dos
navíos largos con sus tripulaciones, y cogió un bergantín etolio junto a Río,
con todo el equipaje. De suerte que la concurrencia por mar y tierra a un tiempo
de despojos, y la abundancia de dinero y provisiones que éstos rindieron, dio
confianza a los soldados aqueos de recobrar sus pagas, y a las ciudades
esperanza de que no serían cargadas en el futuro con impuestos.
CAPÍTULO XXV
Diversos sucesos de la guerra de los aliados.- Ocupación de Bilazora por Filipo.-
Escalada de Melitea frustrada.- Consideraciones sobre este punto.
Mientras tanto Scerdilaidas (218 años antes de J. C.), creyéndose ofendido de
Filipo por no haberle satisfecho aún cierta suma de dinero en que estaban
convenidos por un tratado, destacó quince bergantines con ánimo de hacerse cobro
fraudulentamente de este débito. Efectivamente, habiendo arribado a Leucades
estos buques, fueron recibidos como amigos, en virtud de la alianza que mediaba,
y aunque no se propasaron a hacer daño alguno, ni pudieron, sin embargo atacaron
contra la fe de los tratados a Agatino y Cassandro, corintios que habían llegado
y fondeado allí como amigos con cuatro navíos de Taurion; y apresados ellos y
sus buques, los remitieron a Scerdilaidas. De allí se hicieron a la vela, y
tomando el rumbo hacia Malea saquearon a sus comerciantes y los forzaron a tomar
tierra. Con motivo de acercarse la siega, y no cuidar Taurión de custodiar las
mencionadas ciudades, Arato se propuso cubrir con sus tropas escogidas la
recolección de granos de los argivos. Euripidas, por su parte, salió a campana a
la cabeza de los etolios, con ánimo de talar el país de los Tritaios. Pero Lico
y Demodoco, comandantes de la caballería aquea, con la noticia que tuvieron de
que los etolios habían salido de la Elida, congregaron los dimeos, pratenses,
fareos, y unidos a éstos los extranjeros, hicieron una irrupción en Elea.
Llegado que hubieron a Fixio, destacaron la infantería ligera y la caballería a
talar la campiña, y dejaron emboscados en torno a esta fortaleza los pesadamente
armados. El pueblo eleo salió al encuentro de los que saqueaban el país, y
siguió el alcance de los que se retiraban. Entonces Lico sale de la emboscada,
ataca a los que encuentra, y los eleos, sin poder sostener el ímpetu, vuelven la
espalda al primer choque, quedan doscientos sobre el campo, ochenta hechos
prisioneros, y los aqueos sacan impunemente el botín que habían cogido. Al mismo
tiempo el almirante aqueo, hechos varios desembarcos en las costas de Calidonia
y Naupacta, arrasó el país, venció dos veces la oposición de sus naturales, y
trajo prisionero a Cleoncio de Naupacta, quien por ser huésped público de los
aqueos no fue vendido al punto, sino remitido poco después sin rescate.
Hacia este mismo tiempo el pretor Agetas alistó todo el pueblo etolio, y después
de haber saqueado el país de los acarnanios, y haber talado impunemente todo el
Epiro, se retiró a su patria y despidió los etolios a sus ciudades. Los
acarnanios, en venganza invadieron las tierras de Strato; mas poseídos de un
terror pánico se retiraron vergonzosamente, aunque sin pérdida, porque los
stratenses no se atrevieron a perseguirles, temiendo que el retiro no encubriese
alguna emboscada.
En Fanote hubo una traición simulada, que ocurrió de este modo. Alejandro,
gobernador por Filipo de la Fócida, fraguó un engaño a los etolios, por medio de
un cierto Jasón, su lugarteniente en la ciudad de Fanote. Este envió un correo a
Agetas, pretor de los etolios, ofreciéndole que le entregaría la ciudadela de
Fanote. Concertado el convenio con los juramentos ordinarios, Agetas va al día
señalado con sus etolios durante la noche, destaca cien hombres escogidos y
esforzados a la ciudadela, y él se queda encubierto con el resto a cierta
distancia. Jasón confiado en que Alejandro tenía puestas sobre las armas sus
tropas dentro de la ciudad, recibe los cien etolios en la ciudadela, según había
jurado. No bien éstos habían entrado, cuando Alejandro los atacó y cogió
prisioneros. Llegado el día, Agetas conoció lo que pasaba, y se retiró a su
patria, cogido en un lazo poco diferente de los que él había tendido tantas
veces.
Mientras que esto sucedía en Grecia, el rey Filipo tomó a Bilazora, ciudad la
más importante de la Peonia, y situada ventajosamente para contener las
correrías desde la Dardania a la Macedonia. Con esta conquista ya casi no tenía
que temer de parte de los dardanios; pues no les era fácil atacar la Macedonia,
siendo él dueño de la entrada con la toma de esta plaza. Puesta en ella una
buena guarnición, despachó a Crisógono con diligencia a alistar tropas en la
alta Macedonia mientras que él, con las que había recogido de la Bottia y de la
Anfajitida, iba marchando a Edesa. Incorporado aquí con la gente que había
conducido Crisógono, se puso en camino con todo el ejército y se dejó ver al
sexto día delante de Larissa. Prosiguió su marcha sin descansar día y noche, y
al amanecer llegó a Melitea, a cuyos muros intentó aplicar las escalas. Los
melitenses se sobresaltaron tanto con un ataque tan repentino y extraordinario,
que pudiera haber tomado con facilidad la ciudad; pero por ser las escalas mucho
más cortas que lo que pedía la urgencia, se le frustró el golpe. He aquí casos
en donde no se puede menos de culpar a los generales. Efectivamente, ¿no se
increpará la temeridad de ciertos comandantes, que sin haber tomado precaución
alguna, sin haber medido los muros, sin haber reconocido la altura de los
precipicios y otros lugares semejantes, por donde piensan hacer sus aproches, se
presentan sin reflexión a tomar una plaza? ¿Y no son reos de un justo vituperio,
si después de haber tomado por sí mismos las medidas, encargan luego sin más
consideración al primero que se presenta la construcción de las escalas y otras
parecidas máquinas, cuyo trabajo, aunque de poca meditación, es de suma
importancia en el lance? Esta es una clase de empresas donde no existe parvidad
en las omisiones. Descuidarse y seguirse el castigo, todo es uno, y esto de
muchas maneras. Porque si se ejecuta la acción, expone al peligro sus más
valientes soldados y si se retira, incurre en otro mayor, que es el desprecio
del enemigo. Esto se justifica con muchísimos ejemplos. Pues se hallará que
entre aquellos a quienes se han malogrado semejantes empresas, más son los que
han quedado en la estacada, o han estado cerca de perder la vida, que los que
han escapado sin lesión. A más de que éstos adquieren para el futuro una general
desconfianza y aborrecimiento, van anunciando a todos la precaución, y llevan en
cierto modo un sobrescrito de cautela y reserva que habla con todos, tanto los
que presenciaron el lance, como los que después le oyeron. Convengamos, pues en
que los que están a la cabeza de los negocios no deben emprender parecidos
propósitos sin una premeditación escrupulosa. El modo de medir las escalas y
fabricar otros instrumentos de guerra es muy fácil y seguro si se tiene
principios. Pero sobre esta materia se nos ofrecerá ocasión y tiempo más
oportuno en el discurso de la obra, en que haremos ver cómo se ha de evitar todo
error en las escaladas. Ahora volvamos a continuar la narración.
CAPÍTULO XXVI
Asedio y ocupación de Tebas por Filipo.- Demetrio de Faros propone al rey que se
convenga con los etolios y piense trasladarse a Italia.- Buena acogida que
encuentra en Filipo esta sugerencia.
Al haberse malogrado esta empresa (218 años antes de Jesucristo), Filipo sentó
su campo en las márgenes del Enipeo, a donde hizo venir de Larissa y de otras
ciudades los aparatos de guerra que había hecho durante el invierno para sitiar
a Tebas en Phtiotida. Todo el objeto de su expedición era la toma de esta
ciudad, situada no lejos del mar y a trescientos estadios de Larissa. Esta plaza
domina por un lado la Magnesia y por otro la Tesalia, pero con especialidad
aquella parte de la Magnesia que habitan los demetrienses, y aquella otra de la
Tesalia que ocupan los farsalios y Feraios. Mientras los etolios poseyeron esta
ciudad, no cesaron con continuas correrías de causar grandes perjuicio, a los
demetrienses, farsalios y larisseos. Pasaron muchas veces con sus talas hasta el
campo Amirico. Por eso Filipo, atento a la importancia de la plaza, ponía todo
su ahínco en tomarla por la fuerza. Cuando ya tuvo reunidas ciento cincuenta
catapultas y veinticinco mil pedreros, avanzó hacia Tebas, y dividido el
ejército entres trozos, ocupó los puestos próximos. Situó el uno alrededor de
Scopio, otro cerca de Heliotropio y el tercero acampaba sobre un monte que
domina la ciudad. Los espacios que mediaban entre los tres campos los rodeó con
un foso y dos empalizadas, y los fortificó de cien en cien pasos con torres de
madera, donde puso la guarnición competente. A consecuencia de esto acumuló en
un sitito todas sus municiones, y empezó a acercar las máquinas contra la
ciudadela. En los tres primeros días, como hacía la plaza una generosa y
obstinada resistencia, no se pudieron adelantar las obras. Pero después que las
continuas escaramuzas y la multitud de tiros acabó con una parte dela guarnición
e inutilizó la otra, relajado algún tanto el valor de los sitiados, se aplicaron
los macedonios a las minas y aunque tenían por contrario el terreno, la
continuación hizo que al cabo de nueve días llegasen a los muros. Se turnó en
los trabajos día y noche sin cesar, de suerte que en tres días quedaron
socavados y apuntalados doscientos pies de muro. Pero como estos puntales eran
muy débiles para sostener tanto peso, el muro se vino abajo antes que los
macedonios les prendiesen fuego. Se trabajó después con actividad en
desembarazar la brecha y disponerla para el avance, pero cuando ya se iba a dar
el asalto, consternados los sitiados, entregaron la ciudad. Filipo, puestas a
cubierto la Magnesia y la Tesalia con esta conquista, privó a los etolios de una
gran ventaja e hizo ver a sus tropas la justa razón que había tenido para quitar
la vida a Leoncio por haber dado antes tan mala cuenta de su persona en el cerco
de Palea. Dueño de Tebas, puso en subasta los moradores que tenía, la pobló de
macedonios, y en vez de Tebas la llamó Filippopolis.
Arreglado todo lo perteneciente a esta plaza, le vinieron por segunda vez
embajadores de Chío, Rozas Bizancio y del rey Ptolomeo, para tratar de paz.
Filipo les respondió, como había hecho antes, que estaba pronto a concertarla si
iban primero a explorar las intenciones de los etolios, pero interiormente
cuidaba poco de convenirse y sólo pensaba en llevar adelante sus proyectos. Así
fue que habiendo tenido noticia de que la escuadra de Scerdilaidas pirateaba
alrededor de Malea, que trataba a todos los comerciantes como enemigos y que
contra la fe de los tratados había apresado algunos de sus buques anclados en
Leucades, equipó doce navíos con puente, ocho sin él y treinta de dos órdenes y
atravesó el Euripo. Su cuidado era sorprender a los ilirios; pero todas sus
miras iban dirigidas contra los etolios, ya que no sabía nada de lo acaecido en
Italia. Pues no había pasado aún a la Grecia la noticia de que los romanos
habían sido derrotados en la Toscana por Aníbal al tiempo mismo que él estaba
sitiando a Tebas. Filipo, no habiendo podido alcanzar los navíos de Scerdilaidas,
fondeó en Cencras. De allí destacó los navíos con puente, con orden de tomar el
rumbo de Malea para ir a Egio y Patras, y mandó pasar los demás por el istmo del
Peloponeso, para que todos anclasen en Lequeo. Él, acompañado de sus amigos,
partió con diligencia a Argos para asistir a los juegos Nemeos. Allí mientras
que se hallaba viendo uno de los combates gímnicos, le llegó un correo de la
Macedonia con la nueva de que los romanos habían perdido una gran batalla y de
que Aníbal era dueño de todo el país abierto. El rey mostró al momento la carta
a sólo Demetrio de Faros y le previno el secreto. Demetrio se valió de esta
ocasión para aconsejarle a que dejase cuanto antes la guerra de la Etolia y
pensase en llevar sus armas contra la Iliria, y de allí pasar a Italia. «La
Grecia toda, decía, obedece ya ahora vuestras órdenes y las obedecerá en
adelante; los aqueos han entrado de voluntad en vuestros intereses; los etolios
entrarán de miedo con lo que han sufrido en la guerra presente; con que sólo el
paso a Italia puede seros el principio para la monarquía universal. El proyecto
a nadie cuadra mejor que a vos, y la ocasión es ahora, que están arruinados los
romanos.»
Un discurso semejante no podía menos de inflamar el corazón de un rey joven,
afortunado en sus empresas, intrépido en sumo grado y, sobre todo, descendiente
de una casa que, con preferencia a otras, había ambicionado siempre el imperio
del universo. Efectivamente, aunque por entonces no descubrió el contenido de la
carta sino a Demetrio, reunió después sus confidentes y tuvo un consejo para
concertar la paz con los etolios. Arato gustaba de que se compusiesen las cosas,
en el concepto de que, superiores como eran en la guerra, concluirían una paz
ventajosa. Por eso el rey, sin esperar a los embajadores con quienes había de
tratar en general del convenio, despachó al punto a la Etolia a Cleónico de
Naupacta, personaje que desde que había sido hecho prisionero estaba aguardando
la asamblea de los aqueos. Él, mientras, tomando los navíos que tenía en Corinto
y un ejército de tierra se dirigió a Egio, donde, para no parecer que deseaba
demasiado la conclusión de la guerra, se aproximó a Lassión tomó una torre
situada sobre las ruinas de esta ciudad y simuló querer atacar a Elea. Después
de haber ido y venido Cleónico dos o tres veces, los etolios pidieron se les
admitiese a una conferencia. Filipo consintió, y suspendidas todas las
hostilidades, escribió a las ciudades aliadas, exhortándolas enviasen sus
diputados para que interviniesen y deliberasen en común sobre el tratado. Él
pasó con el ejército a acampar alrededor de Panormo, puerto del Peloponeso,
frente por frente de Naupacta donde aguardó a los plenipotenciarios de los
aliados. Mientras éstos se reunían, se hizo a la vela para Zacinto, y arreglado
que hubo por si mismo los asuntos de esta isla regresó a Panormo.
CAPÍTULO XXVII
Reunión de Naupacta, donde se concierta la paz de los aliados.- Parlamento de
Agelao para persuadirles a la unión.
Así que estuvieron reunidos los plenipotenciarios (218 años antes de J. C.),
Filipo despachó a la Etolia a Arato y Taurión con algunos otros que los
acompañasen. Éstos llegaron allá a tiempo que toda la nación celebraba una
asamblea en Naupacta. A las primeras conferencias que tuvieron, advirtieron los
deseos que todos tenían por la paz, y al punto volvieron a dar cuenta a Filipo
de lo sucedido. Los etolios, con el anhelo de acabar la guerra, enviaron con
éstos sus embajadores a Filipo, rogándole viniese a Naupacta con sus tropas,
para que tratados más de cerca los asuntos, se concluyesen con más conveniencia.
El rey cedió a sus instancias, y pasó a la cabeza de su ejército a lo que llaman
los valles de Naupacta, distantes veinte estadios de la ciudad. Allí acampó,
levantó una trinchera alrededor de sus navíos y campamento, y esperó el tiempo
del congreso. Los etolios acudieron todos sin armas, y separados dos estadios
del campo de Filipo, trataban y conferenciaban sobre lo que ocurría. Lo primero
que envió a decir el rey a los diputados de los aliados, fue que concertasen la
paz con los etolios, bajo la condición de que unos y otros retuviesen lo que al
presente poseían. Esto lo aprobaron los etolios. Sobre los demás artículos
particulares hubo de una y otra parte frecuentes legaciones que omitimos por no
contener cosa que merezca la pena de referirse. Sólo haremos mención del
discurso que tuvo Agelao de Naupacta en la primera sesión, a presencia del rey y
de los aliados que habían concurrido.
«Lo que más importa a la Grecia, dijo, es no tener guerras intestinas, y sería
un gran favor de los dioses, si con unos mismos sentimientos y cogidos de las
manos como los que vadean los ríos, consiguiésemos rebatir los insultos de los
bárbaros y conservar nuestras ciudades y personas. Pero ya que no se pueda
cimentar esta concordia para siempre, al menos en las actuales circunstancias
nos conviene conspirar y velar por la salud común, si echamos la vista sobre los
formidables ejércitos e importancia de la guerra que se está haciendo al
presente. Pues no habrá alguno, por medianamente instruido que se halle en la
ciencia del gobierno, que no advierta que los vencedores, bien sean
cartagineses, bien romanos, jamás se contendrán verosímilmente dentro de la
Italia y la Sicilia, sino que extenderán y alargarán sus miras y fuerzas más
allá de lo justo. Bajo este supuesto, a todos nos conviene estar atentos al
peligro, pero sobre todo a vos, Filipo. El medio de estar a la mira es, si en
vez de arruinar la Grecia y facilitar su conquista a los invasores, la miráis
como a vuestro propio cuerpo, y tomáis a cargo la defensa de todas sus partes
como miembros y pertenencias de vuestro reino. Si de este modo manejáis sus
intereses, los griegos os estarán afectos y os serán socios inviolables en
vuestros propósitos; y los bárbaros, asustados de la fe que la Grecia os
profesa, no podrán maquinar contra vuestro reino. Sin embargo, si os arrastra la
ambición de mandar, volved los ojos al Occidente, y considerad la guerra que
abrasa la Italia; que como espiéis con cuidado la ocasión, ello os abrirá camino
para el imperio del universo, pensamiento nada extraño en las actuales
circunstancias. Pero si tenéis alguna contestación o guerra que hacer a los
griegos, os suplico la remitáis a otro tiempo más desocupado; y ahora anheléis
sobre todo a que esté en vuestra mano la potestad de hacer la paz o la guerra
con ellos a vuestro antojo. Porque si permitís que la nube que ahora se descubre
al Occidente venga a descargar sobre la Grecia, temo con sobrado fundamento que
de tal modo nos corte la libertad de hacer treguas, tomar las armas y terminar
las disputas que ahora tenemos, que tengamos que suplicar a los dioses nos
concedan la facultad de hacer la guerra a nuestro arbitrio, concertar la paz
entre nosotros, y, en una palabra, ser árbitros de nuestras contestaciones.»
Este razonamiento de Agelao inflamó a todos los aliados para la paz, pero
especialmente a Filipo, a cuyo deseo, dispuesto de antemano por las
exhortaciones de Demetrio, fue más conforme el discurso. Y así, convencidos
sobre los artículos particulares se firmó el tratado y se retiró cada uno a su
casa, llevando a su patria la paz en vez de la guerra. Todos estos
acaecimientos, a saber, la batalla perdida por los romanos en la Toscana, la de
Antíoco sobre la Cæle-Siria, y la paz de los aqueos y Filipo con los etolios
sucedieron en el tercer año de la ciento cuarenta olimpíada. Ésta fue la primera
época, ésta la primera asamblea en que los intereses de Italia y África se
mezclaron con los de Grecia. De aquí adelante, bien se hiciese la guerra, bien
se concertase la paz, ni Filipo ni los jefes de las repúblicas griegas reglaban
sus asuntos con respecto solo a la Grecia, sino que todos tornaban sus miras a
la Italia. Los insulares y los pueblos del Asia siguieron poco después el mismo
ejemplo. Porque si tenían algún disgusto con Filipo o alguna diferencia con
Attalo, ya no acudían a Antíoco y a Ptolomeo, ni miraban al Mediodía y Levante;
volvían sí sus ojos al Occidente; y bien a Cartago, bien a Roma, todos dirigían
allá sus embajadas. Del mismo modo los romanos, conociendo la audacia de Filipo,
enviaban sus legados a la Grecia, por temor que en circunstancias tan
calamitosas no se les añadiese este nuevo enemigo.
Pero puesto que hemos manifestado claramente, según ofrecimos al principio, el
cuándo, cómo y con qué motivo los intereses de Grecia vinieron a mezclarse con
los de Italia y África; y que consecutivamente hemos referido las acciones de
los griegos, hasta aquellos tiempos en que los romanos perdieron la batalla de
Cannas, época en que acaba la narración de los hechos de Italia, será bien
finalicemos igualmente este libro, una vez que lo hemos igualado con aquella
data.
CAPÍTULO XXVIII
Situación de todos los pueblos de Grecia y Asia. Así que dejaron las armas los
aqueos (217 años antes de J. C.),
eligieron por pretor a Timoxeno, y restablecieron sus antiguos usos y
costumbres. Asimismo las demás ciudades del Peloponeso entraron en el goce de
sus haciendas, cultivaron sus campos e instauraron sus sacrificios, juegos y
demás ritos con que cada pueblo daba culto a sus dioses; funciones todas que por
la continuación de las guerras precedentes, casi las más habían sido olvidadas.
Ciertamente yo no sé cómo los peloponesios, inclinados por naturaleza más que
otro pueblo a la vida quieta y sosegada, han gozado hasta ahora de este reposo
menos que ninguno, antes bien, según Eurípides, han estado siempre rodeados de
trabajos y con las armas en la mano. En mi concepto, es justo castigo porque
amantes por naturaleza del mando y de la libertad, viven en una continua guerra,
por disputarse sin cesar la primacía. Los atenienses, por el contrario, apenas
se vieron libres del terror de la Macedonia, creyeron ya gozar de una libertad
constante. Gobernados por Euriclidas y Mición, no se mezclaron en los asuntos de
los demás griegos. Siguieron sí ciegamente la conducta e impulsos de sus dos
magistrados: fueron pródigos en honrar a todos los reyes, y sobre todo a
Ptolomeo; y no hubo especie de decreto o encomio por que no pasasen, ajando en
cierto modo la decencia por indiscreción de sus dos jefes.
Poco después del tiempo en que vamos (217 años antes de J. C.), Ptolomeo tuvo
que tomar las armas contra sus vasallos. Ciertamente que este rey, en el hecho
de haber armado los egipcios contra Antíoco, tomó por el pronto un arbitrio
conveniente, pero para adelante le fue pernicioso. Porque ensoberbecidos con la
victoria de Rafia, ya no se dignaban obedecer sus órdenes; al contrario,
creyéndose capaces de hacerle resistencia, andaban buscando sólo una cabeza o
jefe para rebelarse, como en efecto hicieron transcurrido poco tiempo. Antíoco,
después de hechos grandes preparativos durante el invierno (217 años antes de J.
C.), superó el monte Tauro a la entrada del verano, y asociado con el rey Attalo,
emprendió la guerra contra Aqueo.
Los etolios (217 años antes de J. C.) ya que no les había salido la guerra
conforme a sus ideas, al principio aprobaron la paz contraída con los aqueos, y
por eso eligieron por pretor a Agelao de Naupacta, atento a que había sido el
autor principal del ajuste. Mas no pasó mucho tiempo sin que se disgustasen y
quejasen de su pretor, porque habiendo hecho la paz, no con un pueblo
particular, sino con la Grecia toda, les había quitado todas las proporciones de
enriquecerse a costa de sus vecinos, y aun les había cortado las esperanzas para
el futuro. Pero Agelao sufrió con constancia estas quejas indiscretas, y supo
reprimir tan bien sus impulsos, que tuvieron que tolerar la paz, aunque con
repugnancia.
Filipo, después de la paz, regresó por mar a Macedonia (217 años antes de J. C.)
Allí encontró a Scerdilaidas, quien, bajo el mismo pretexto que tuvo para atacar
contra los tratados los navíos en Leucades, había saqueado ahora la villa de
Pisseo en la Pelagonia, ganado las ciudades de la Dassarétida, sobornado con
promesas las de Antipatria, Crisondión y Gertún en la Foibatida, y talado muchos
campos de la vecina Macedonia. El rey salió a campaña sin dilación para recobrar
las plazas perdidas, y resuelto a medir sus armas con Scerdilaidas. Nada creía
era de mayor importancia para otros propósitos que meditaba, y sobre todo para
pasar a Italia, como el arreglar primero las cosas de la Iliria. Demetrio
incitaba tan de continuo el ánimo del rey a este proyecto, que aun durmiendo
soñaba y pensaba en esta expedición Filipo. Esto no lo hacía por amor que le
tuviese, apenas tocaba a la amistad un tercer lugar en este asunto; sino por
odio que profesaba a los romanos, y principalmente por conveniencia propia, pues
sólo así esperaba volver a mandar en Faros. Efectivamente, Filipo recobró las
ciudades que hemos dicho y ocupó a Creonión y Gerún, en la Dassarétida; a
Enquelanas, Cerace, Satión y Boios, junto al lago Lichnidio; a Bantia, en el
país de los calicoenos, y a Orgiso, en el de los pissantinos. Finalizada la
campaña, envió a invernar sus tropas. En este mismo invierno fue cuando Aníbal,
arrasados los más bellos países de Italia, fue a acuartelarse en torno a Gerunio
en la Apulia, y cuando los romanos crearon cónsules a Aulo Terencio y L. Emilio.
Filipo durante el cuartel de invierno reflexionó que para sus propósitos
necesitaba navíos y marinería; esto no tanto porque esperase poder medir sus
fuerzas por mar con los romanos, cuanto porque de este modo transportaría con
más comodidad sus tropas, llegaría más pronto a donde se había propuesto y se
presentaría al enemigo cuando menos lo pensase. Para este proyecto creyó no
había mejor construcción de buques que la de los ilirios, y ordenó fabricar cien
bergantines, siendo en esto casi sin segundo entre los reyes de Macedonia. Ya
que tuvo equipados estos navíos, reunió sus tropas a la entrada del estío,
ejercitó algún tanto sus macedonios en el remo y se hizo a la vela al mismo
tiempo que Antíoco superaba el monte Tauro. Habiendo atravesado el Euripo y
doblado hacia Malea, arribó a las costas de Cefalenia y Leucades, donde fondeó,
y puesto de observación se informó acerca de la escuadra romana. Enterado de que
se hallaba anclada en Lilibea, salió del puerto lleno de confianza y dirigió la
proa hacia Apolonia.
Ya iba a tocar con la embocadura del Loío, río que baña a Apolonia, cuando un
terror pánico, semejante a los que tienen a veces los ejércitos de tierra, se
apodero de sus tropas. Algunos barcos de los que venían a la retaguardia,
habiendo fondeado en Saso, isla situada a la entrada del mar Jonio, vinieron por
la noche a decirle que al mismo tiempo que ellos, habían abordado unos navíos
procedentes del Estrecho, y éstos les habían contado cómo dejaban en Regio diez
navíos romanos de cinco órdenes que navegaban hacia Apolonia a dar socorro a
Scerdilaidas. Filipo creyendo que ya tenía sobre sí tan grande escuadra, lleno
de miedo ordenó sin dilación levar anclas y tomar el camino que había traído.
Después de una retirada sin orden ni concierto y una navegación de un día y una
noche sin cesar, abordó al siguiente a Cefalenia, donde, alentado algún tanto,
dio a entender que había vuelto arreglar ciertos negocios del Peloponeso.
Efectivamente, el terror del rey... no era del todo mal fundado. Porque
Scerdilaidas, con la noticia de que Filipo hacía construir durante el invierno
gran número de buques, pronosticando que vendría contra él, había participado a
los romanos esta noticia para rogar su socorro, y éstos le habían enviado diez
navíos de la escuadra que estaba en Lilibea, los mismos que se habían avistado
delante de Regio. Ciertamente si Filipo aterrado no hubiera tomado
inconsideradamente la huida, sin duda hubiera conseguido sus propósitos en la
Iliria; pues ocupada toda la atención y fuerzas de los romanos con Aníbal y la
batalla de Cannas, verosímilmente se hubiera apoderado de los diez navíos. Pero
amedrentado con el aviso, se retiró a la Macedonia sin lesión, mas no sin
ignominia.
Por este mismo tiempo realizó Prusias un hecho memorable. Los gálatas que Attalo,
por la reputación de su valor, había traído de Europa para hacer la guerra
contra Aqueo, habiéndose separado de este rey por los temores que ya hemos
apuntado, fieros e insolentes talaban las ciudades del Helesponto. Por último,
ya habían emprendido el asedio de los ilienses, cuando los alejandrinos que
habitan la Troada hicieron una hazaña esclarecida. Destacaron allá a Temistes,
quien con cuatro mil hombres los hizo levantar el sitio, los cortó los víveres,
frustró sus proyectos y los desalojó de toda la Troada. Los gálatas después se
apoderaron de Arisba, en el país de los abidenos, desde donde insidiaban y
mantenían guerra continua con las demás ciudades de aquellos alrededores.
Prusias salió contra ellos y les dio la batalla. Los hombres quedaron todos
tendidos sobre el campo de batalla, los hijos y las mujeres fueron degollados
casi todos dentro de los reales, y los equipajes abandonados a los vencedores.
Con esta acción libertó Prusias de un gran miedo y sobresalto las ciudades del
Helesponto, y dio una buena lección a los bárbaros venideros para que no
aventurasen otra vez con tanta facilidad el tránsito de Europa al Asia. Tal era
el estado de los negocios de Grecia y Asia. En Italia, después de la batalla de
Cannas, la mayor parte de los pueblos se pasaron al partido de Cartago, como
hemos mencionado antes. Ahora, puesto que hemos expuesto todo lo que contiene la
olimpíada ciento cuarenta concerniente a los asiáticos y griegos, daremos fin a
la narración en esta época. En el libro siguiente, después que hayamos recordado
en pocas palabras lo que hemos anticipado, en éste convertiremos la palabra al
gobierno de los romanos, según prometimos al principio.