HISTORIA UNIVERSAL BAJO LA REPÚBLICA ROMANA
LIBRO TRIGÉSIMO PRIMERO
CAPÍTULO PRIMERO
Guerra de los cnosianos y gortinianos contra los rhancianos.- Embajada de los
rodios a Roma para solicitar una alianza que se les niega.
Aliáronse los cnosianos y gortinianos para declarar la guerra a los rhancianos,
jurando no dejar las armas hasta que se apoderasen de su capital. Entretanto,
los rodios, tras ejecutar las órdenes del Senado romano, viendo que la cólera de
éste no se apaciguaba, despacharon a Roma una embajada a las órdenes de
Aristóteles, encargándole intentar todo lo posible para conseguir una alianza.
Llegaron estos embajadores en el rigor del estío, y ante el Senado pronunciaron
largo discurso. Después de manifestar que los rodios habían evacuado a Cauna y
Stratonicea cumpliendo las órdenes que recibieron, procuraron con muchos
argumentos obtener del Senado la alianza de Roma y Rodas; pero en la
contestación, sin hablar de amistad, se les dijo que por entonces no convenía la
alianza con ellos.
CAPÍTULO II
Diputación de los galo-griegos a Roma.
El Senado les permitió vivir según sus leyes y costumbres, a condición de no
salir armados de la región que ocupaban.
CAPÍTULO III
Espléndidas fiestas ofrecidas por Antíoco.
Conoció Antíoco las hazañas de Paulo Emilio en Macedonia, y deseó sobrepujarle
con un exceso de liberalidad. Despachó emisarios a varias ciudades anunciando
los combates gimnásticos que iba a dar en Dafne, e innumerables griegos
acudieron presurosos a dicho lugar. Inauguró el rey la fiesta con un soberbio
desfile, rompiendo la marcha cinco mil jóvenes escogidos, armados a la romana y
cubiertos con cotas de malla; seguíanles cinco mil misianos y tres mil
cilicianos, armados a la ligera y con cinta de oro en la cabeza. Tres mil
tracios y cinco mil gálatas marchaban detrás, precediendo a veinte mil
macedonios y a cinco mil infantes armados con escudos de bronce, sin contar un
cuerpo de argiaspidos, seguidos de doscientas cuarenta parejas de gladiadores.
Tras de éstos avanzaban mil jinetes montados en caballos de Nisa y tres mil en
caballos del país. Los arneses, en su mayor parte, estaban cubiertos de oro, y
los jinetes ceñían coronas del mismo metal, en los demás arneses brillaba la
plata. El cuerpo de caballería llamado los compañeros, que era de mil hombres y
los caballos enjaezados con oro, precedía al cuerpo de los amigos, de igual
número y riqueza en las monturas. Seguían la marcha mil hombres escogidos
procediendo a la cohorte, compuesta de otros mil, que era el cuerpo más sólido y
fuerte de toda la caballería.
Finalmente, quinientos jinetes catafractos,
armados de todas armas y vestidos como las otras tropas, cerraban la marcha.
Todos estos soldados llevaban mantos de púrpura y muchos con figuras de animales
bordadas con oro. Desfilaron asimismo cien carros de a seis caballos, cuarenta
de a cuatro, uno arrastrado por cuatro elefantes, y otro por dos, y treinta y
seis elefantes sueltos. Difícil es explicar otros detalles de esta procesión
especialísima, y nos limitaremos a referirlos sucesivamente. Unos ochocientos
jóvenes, coronados de oro, acompañaban el desfile, llevando mil bueyes gordos, y
para las ceremonias había más de trescientas mesas y ochocientos colmillos de
elefantes.
No es posible decir con exactitud el número de estatuas, porque sacaron en
triunfo las de todos los dioses y genios reconocidos por tales entre los
hombres, sin exceptuar las de los héroes. Unas eran doradas y otras revestidas
con trajes bordados do oro, y acompañaban a cada una todos sus atributos
especiales, según vulgar tradición conservada en la historia.
Seguían después estatuas de la Noche, del Día, de la Tierra, del Cielo, de la
Aurora y del Mediodía. La cantidad de vasos de oro y de plata puede calcularse
por los datos siguientes. Dionisio, uno de los amigos de Antíoco y su secretario
para la correspondencia, trajo a la comitiva mil niños, cada uno con un vaso de
plata de mil dracmas de peso. Otros seiscientos niños que el rey había reunido
seguían a los anteriores, portando vasos de oro. Doscientas mujeres, con botes
de perfumes, los esparcían durante el desfile. Otras ochenta iban en pompa,
sentadas en sillas de mano con pies de oro, y otras quinientas, en iguales
sillas con pies de plata ricamente ataviadas. He aquí lo más brillante de la
fastuosa comitiva.
Hubo combates gimnásticos y de gladiadores, y partidas de caza en el transcurso
de los treinta días que las fiestas duraron. Todos los que combatían en el
Gimnasio se untaron el cuerpo, durante los primeros cinco días, con perfumes de
azafrán, que sacaban de cubetas de oro; en los cinco siguientes, de cinamomo, y
de nardo en los cinco últimos de la quincena. Lo mismo se hizo en la segunda,
untándose los primeros cinco días con perfume de alholba, los siguientes de
mejorana, y de lirio los últimos. Cada uno de estos perfumes exhalaba distinto
olor.
Colocábanse unas veces mil triclinios y otras quinientos para las comidas de la
fiesta. El rey lo arreglaba y ordenaba todo por sí. Montado en un brioso caballo
corría por todo el desfile, haciendo avanzar a unos y detenerse a otros. En las
comidas poníase a la puerta, obligando a entrar a unos, colocando a otros; iba
delante de los sirvientes que traían los platos; se trasladaba de un lado a
otro, sentándose junto a cualquiera de los convidados o extendiéndose sobre
cualquier lecho. A veces, dejando el bocado o el vaso, levantábase de pronto y
recorría todas las mesas, recibiendo de pie los brindis que le dirigían,
bromeando con todos, hasta con los bailarines.
Al acabar los festines y cuando muchas personas se habían retirado, veíasele
jugar con sus bufones, que sin respeto a la majestad real le arrojaban al suelo
como si fuera uno de ellos, y ordenaba entrar músicos, bailando y saltando cual
bufón, hasta avergonzar a los circunstantes que se iban de allí. Todo esto se
pagó con el dinero tomado en Egipto, de donde sacaron cuanto pudieron, engañando
contra todas las leyes del honor al rey Ptolomeo Filometor durante su minoría.
Los amigos de Antíoco contribuyeron a estos gastos, pero la mayor parte de los
recursos procedían del saqueo de los templos.
CAPÍTULO IV
Recibimiento de Tiberio en la corte de Antíoco.
Concluida la guerra, fue Tiberio como embajador a la corte de Antíoco para
conocer sus intentos, y le acogió el rey con tanto agasajo y amistad que nada
sospechó el romano, ni advirtió que guardase rencor por lo sucedido en
Alejandría, censurando a quienes daban malos informes de este príncipe.
Efectivamente, entre los muchos obsequios que Antíoco hizo a Tiberio, fue uno
dejarle su palacio para alojamiento, y a poco le cede asimismo, al parecer, la
corona, aunque nada estuviera más lejos de su deseo y fuera inquebrantable su
decisión de vengarse de los romanos.
CAPÍTULO V
Los embajadores de Prusias acusan a Eumeno en Roma.- Va por segunda vez
Astimedes a Roma y logra al fin la alianza.
Entre los embajadores que llegaron a Roma de diversas tierras, los más
importantes eran Astimedes, de la república de Rodas; Eureas, Anaxidamo y Satiro,
de los aqueos, y Pithón, representante de Prusias. En la audiencia que les
concedió el Senado quejóse Pithón de Eumeno por haberse apoderado de muchas
plazas, realizar incursiones por la Galacia y no obedecer las órdenes del
Senado, favoreciendo a los de su bando y procurando mortificar de todas formas a
los que amigos de los romanos deseaban que gobernara el Estado conforme a la
voluntad del Senado. Otros embajadores de las ciudades de Asia le acusaban de
haber concertado alianza con Antíoco. Oyó el Senado estas acusaciones sin
rechazarlas y sin dar a conocer su opinión, disimulando la desconfianza que los
dos reyes le inspiraban, lo cual no impidió que ayudase a los galo-griegos a
recobrar su libertad.
Penetraron inmediatamente después los embajadores de Rodas, y Astimedes tuvo en
esta ocasión más prudencia y habilidad que en la anterior embajada. Sin acusar a
los demás, limitóse, como los castigados, a solicitar que se aminorara la pena,
y manifestó que la impuesta a su patria era superior a lo que la falta merecía,
detallando los perjuicios sufridos, entre ellos el despojo de la Licia y de la
Caria, dos provincias contra las cuales vióse obligada a sostener tres guerras
que le costaron sumas enormes, perdiendo ahora las rentas que producían. «No
obstante, agregó, sufrimos la pérdida sin quejarnos. Vosotros nos disteis esas
provincias, y dueños erais de quitárnoslas cuando os fuimos sospechosos; pero
Cauna y Stratonicea no las debíamos a vuestra liberalidad, porque compramos la
primera en doscientos talentos a los generales de Ptolomeo, y la segunda nos la
dieron Antíoco y Seleuco. Ambas ciudades nos producían ciento veinte talentos
anuales. Ordenasteis que nuestras tropas las evacuaran y os hemos obedecido,
siendo tratados por una ligera imprudencia con mayor rigor que los macedonios,
vuestros eternos enemigos. ¿Y qué diré de la excepción de peajes que habéis
concedido a la isla de Delos y del perjuicio que nos causáis al privarnos de
este impuesto y de las demás rentas públicas? Los peajes nos producían antes un
millón de dracmas, y apenas sacamos hoy ciento cincuenta mil. Vuestra ira,
romanos, ha secado, cual fuego devorador, las fuentes que producían a nuestra
isla su mayor riqueza, y acaso tuvierais razón si todos los rodios fueran
culpados de enemistad a vosotros, pero sabéis que eran pocos los que nos
disuadieron de tomar las armas, y que éstos pocos han sido severamente
castigados. ¿Por qué ese odio implacable contra inocentes, en vosotros que,
comparados con los demás pueblos, pasáis por ser los hombres más moderados y
generosos? Perdidas sus rentas y su libertad, por cuya conservación ha sufrido
tantos trabajos y penas, Rodas os suplica, romanos, que le devolváis vuestro
afecto. La venganza iguala por lo menos a la falta; acabe, pues, vuestro enojo.
Sepa toda la tierra que, desvanecida vuestra cólera, devolvéis a los rodios la
antigua amistad. Esto únicamente pide Rodas, no armas ni tropas, porque vuestra
protección suple los otros recursos. Así habló el embajador rodio, y pareció su
discurso adecuado a la situación presente de su República. Tiberio, recién
llegado de Asia, le ayudó mucho a lograr la alianza que solicitaba, declarando
que los rodios habían obedecido puntualmente las órdenes del Senado y condenado
a muerte a los partidarias de Perseo. Nadie contradijo el testimonio, y se
concedió a los rodios la alianza con la República romana.
CAPÍTULO VI
Contestación de los romanos en relación a los griegos que en su patria habían
favorecido el partido de Perseo.
Al conocer la contestación del Senado que los embajadores de Acaia llevaron al
Peloponeso, la cual expresaba la sorpresa de los senadores porque los aqueos les
rogaran examinar los procesos de los denunciados como agentes de Perseo tras
juzgarles ellos mismos, fue de nuevo Eureas a Roma para protestar ante el Senado
de que los procesados no fueron escuchados en su patria, ni su delito juzgado.
Penetró Eureas en el Senado con los demás representantes que le acompañaban,
manifestó las órdenes recibidas, y rogó que se enterase de la acusación, no
dejando morir a los acusados sin antes sentenciarles: agregó que convenía
examinara por sí el Senado este asunto y diera a conocer los delincuentes; mas
de impedirlo sus graves ocupaciones, podía encargarlo a los aqueos, quienes
demostrarían, haciendo justicia, su aversión a los malvados. Oído este discurso,
titubeó mucho el Senado para responder, por prestarse a censura cualquier
contestación que diese. No creía convenirle juzgar a los culpados y levantar el
destierro a los proscritos sin juzgarles: era perder sin remisión a los amigos
que en Acaia tenía. Tanto por precisión como por quitar a los griegos toda
esperanza de recobrar a los proscritos y hacerlos así más obedientes a sus
órdenes, escribió a Calícrato en Acaia y a los partidarios de Roma en los demás
lugares, manifestándoles que no convenía a sus intereses ni al de los demás
países que los desterrados regresaran a su patria. Esta respuesta consternó no
sólo a los proscritos sino también a todos los pueblos de Grecia. Fue un duelo
general por el convencimiento de que nada debían esperar los aqueos acusados, y
que su destierro no tenía remedio. Por entonces volvió Tiberio de Asia, sin
poder descubrir ni comunicar al Senado acerca de la conducta de Antíoco y Eumeno
más de lo que se sabía antes de ir allá; tan grandes pruebas de amistad le
habían dado ambos reyes para atraerle a sus intereses. Al conocer la
contestación del Senado en Acaia, tanto como se aterró la multitud, se alegraron
Carops, Calícrato y sus partidarios.
CAPÍTULO VII
Attalo y Ateneo justifican a su hermano Eumeno ante el Senado.
Valiéndose a veces de la fuerza, a veces de la astucia, redujo por fin Tiberio a
los cammanienses al poder de los romanos. Llegaron a Roma varios embajadores, y
el Senado concedió audiencia a Attalo y Ateneo, enviados por Eumeno para
defenderle contra Prusias, que no sólo desprestigiaba a él y a Attalo sino que
excitó a los galos, los selgianos y otros pueblos de Asia para que le
calumniaran. La apología que ambos hermanos hicieron, fue refutación, al parecer
terminante, de las quejas contra el rey de Pérgamo, y tan satisfactoria, que se
les despidió colmándoles de honores y regalos. No consiguieron, sin embargo,
desvanecer por completo las sospechas que Eumeno y Antíoco inspiraban, y el
Senado envió a C. Sulpicio y Manio Sergio con orden de examinar el
comportamiento de los griegos, arreglar una cuestión entre lacedemonios y
megalopolitanos por no sé qué tierra, y sobre todo observar con cuidado si
Antíoco y Eumeno tramaban alguna intriga contra Roma.
CAPÍTULO VIII
Falta de prudencia de Sulpicio Galo.
Entre otras imprudencias que he mencionado de este Sulpicio Galo, cometió la
siguiente. A su llegada a Asia, hizo fijar edictos en las ciudades más célebres,
ordenando que quien deseara acusar al rey Eumeno se trasladara en determinado
día junto a Sardes. Fue él allí, mandó colocar un sillón en el Gimnasio, y por
espacio de dos días escuchó a los acusadores, apresurándose a acoger todas las
acusaciones e injurias contra el rey, y difiriendo el despacho de los negocios.
Era un hombre muy vano, que creía alcanzar gran gloria por su disensión con
Eumeno.
CAPÍTULO IX
Antíoco.
Ansioso Antíoco de aumentar sus tesoros, proyectó saquear el templo de Diana en
Elimaida, y fue allí efectivamente; pero los bárbaros que habitaban la región se
opusieron con tanta fuerza y celo al sacrilegio, que le obligaron a renunciar,
retirándose a Tabas, en Persia, donde falleció de un ataque de frenesí. Dicen
algunos historiadores que fue castigo divino, porque la divinidad mostró algunas
señales exteriores de su indignación contra este príncipe.
CAPÍTULO X
Demetrio, en rehenes en Roma, solicita en vano ser enviado a Siria.- Por qué el
Senado prefiere para reinar allí al hijo de Antíoco.- Diputación de Roma en
Oriente.
Demetrio, hijo de Seleuco, que fue en rehenes a Roma, se hallaba allí
injustamente detenido. Le envió Seleuco para garantizar su fidelidad, mas desde
que Antíoco ocupó el trono de Siria no era justo que Demetrio estuviese en lugar
de los hijos de este príncipe. Hasta entonces sufrió sin impaciencia esta
especie de esclavitud, porque era niño y parecía convenirle tal situación; pero
al morir Antíoco, viéndose en la flor de la edad, rogó al Senado que le
devolviese el reino de Siria, el cual le pertenecía con mejor derecho que a los
hijos de Antíoco. Apoyó este derecho con varias razones, y repitió con
frecuencia, para poner de su lado a la asamblea: «Padres conscriptos, Roma es mi
patria; he tenido la dicha de criarme a vuestra vista; los hijos de los
senadores han llegado a ser mis hermanos, y a los senadores les considero .como
padres. Vine niño a Roma y hoy cuento veintitrés años.» El discurso del joven
príncipe conmovió a la asamblea, pero por mayoría de votos quedó decidido que
Demetrio permaneciera en Roma, y mantener en el trono de Siria a Antíoco Eupator.
Seguramente temieron que un rey de veintitrés años llegara a ser peligroso a la
república, y se creyó más útil para ella conservar el cetro en manos del
príncipe niño a quien Antíoco Epifanes lo dejó. Los acontecimientos demostraron
que tales eran las miras del Senado, porque inmediatamente designó a Cn.
Octavio, Sp. Lucrecio y Luc. Aurelio para que ordenaran los asuntos de Siria, y
gobernar el reino a su gusto; esperando no tropezar con obstáculos por ser el
rey menor de edad y porque a los magnates del reino satisfizo mucho que no
pusieran en el trono a Demetrio, como temían. Al partir los comisarios
recibieron orden de quemar todos los barcos de guerra, desjarretar los
elefantes, y, en una palabra, debilitar por todos los medios las fuerzas del
reino. Se les recomendó asimismo visitar Macedonia, sofocar algunos disturbios
que excitó en ella el gobierno democrático, al que no se hallaban habituados los
macedonios, y finalmente, vigilar la Galacia y el reino de Ariarates. Poco
tiempo después recibieron una carta del Senado ordenándoles que arreglaran, si
era posible, las cuestiones entre los dos reyes de Egipto.
CAPÍTULO XI
Marco Junio, embajador en Capadocia.
Despachó Roma a Capadocia varios embajadores, y el primero fue Marco Junio, con
orden de examinar las cuestiones entre los galogriegos y el rey, porque uno de
aquellos pueblos, los trocmianos, despechados por no poder invadir la Capadocia,
donde se había fortificado la ciudad que atacaban, enviaron una diputación a
Roma para predisponer los ánimos contra Ariarates. Recibió este príncipe a Junio
con tanto agasajo, y se justificó tan bien que salió el embajador del reino
estimando al rey digno de la mayor consideración. Octavio y Lucrecio llegaron
poco después y hablaron a Ariarates de cuestiones que tenía con los
galo-griegos. El rey les explicó en pocas palabras la causa de estas cuestiones,
y agregó que de buen grado dejaba la solución a sus luces. Hablaron después
detenidamente de la situación de Siria, y al conocer Ariarates que Octavio iba a
este reino le demostró lo vacilante e incierto que se hallaba todo allí, y le
nombró los amigos que en Siria tenía; ofrecióle además acompañarle con un
ejército y estar junto a él, mientras allí permaneciera, para librarle de
cualquier insulto. Este amistoso ofrecimiento agradó mucho a Octavio, quedando
muy reconocido; pero manifestó que por entonces no necesitaba ser acompañado, y
si en el futuro juzgaba necesaria alguna ayuda, no vacilaría en pedírsela,
persuadido de que era digno de que se le contase entre los verdaderos amigos del
pueblo romano.
CAPÍTULO XII
El rey de Capadocia renueva la antigua alianza con Roma.
Apenas Ariarates sucedió en el trono a su padre, despachó representantes a Roma
para renovar la alianza de la Capadocia con la República y para rogar al Senado
que le contara entre sus amigos, alegando que merecía esta gracia por su
adhesión al pueblo romano en general y a cada romano en particular. Fácilmente
se dejó el Senado persuadir, y la amistad y alianza fueron renovadas,
aplaudiéndose mucho las inclinaciones de este rey y quedando muy satisfechos los
embajadores de la acogida que se les hizo. El regreso de Tiberio contribuyó
mucho a que el Senado fuese favorable a Ariarates porque enviado para observar
el comportamiento de los príncipes de Asia, su informe respecto a Ariarates
padre y al reino de Capadocia no podía ser más halagüeño. Nadie dudó que fuera
ajustado a la verdad, y de aquí las pruebas de amistad a los embajadores y lo
mucho que se alabó el afecto del rey a los romanos.
CAPÍTULO XIII
Ofrece Ariarates sacrificios a los dioses por haber logrado la amistad de los
romanos.- Ruega a Lisias le envíe de Antioquia los huesos de su madre y hermana.
Al regreso de los embajadores y en virtud de sus informes, juzgando el rey que
la amistad de los romanos le aseguraba en el trono, hizo sacrificios en
agradecimiento por tan feliz acontecimiento y ofreció un gran festín a los
magnates de su corte. Mandó enseguida comisionados a Lisias para rogarle le
enviaran de Antioquia los huesos de su madre y hermana, y por mucho que deseara
vengarse de la impiedad de este personaje, no juzgó propicia la ocasión para
censurarle, por temor de que, irritado, le negara la gracia solicitada.
Concedióla, y fueron transportados los huesos, recibiéndolos Ariarates con gran
pompa y mandando colocarlos junto a la tumba de su padre.
CAPÍTULO XIV
Embajada de los rodios a Roma.
Sin temor ya al peligro que les había amenazado, enviaron los rodios a Roma a
Cleágoras y Ligdamis para rogar al Senado que les entregase la ciudad de
Calindas y permitir a los que poseían tierras en Licia y Caria recobrar los
derechos que antes gozaban. Decretaron además que se hiciera en honor del pueblo
romano un coloso de treinta codos de altura y que fuera colocado en el templo de
Minerva.
CAPÍTULO XV
Los calindianos hacen entrega de su ciudad a los rodios.
Se había separado Calindas de los caunienos y éstos la cercaban. Llamó en su
ayuda a los cnidienos que acudieron, deteniendo por algún tiempo a los
sitiadores; pero temerosos del futuro, los habitantes de Calindas despacharon
una diputación a Rodas con promesa de entregarse ellos y la ciudad si se les
quería socorrer. Acudieron los rodios por mar y tierra, haciendo levantar el
sitio y tomando posesión de la ciudad. El Senado romano les permitió gozar
tranquilamente de su nueva conquista.
CAPÍTULO XVI
Va Ptolomeo a Roma para solicitar que le restablezcan en el reino de Chipre.-
Consideración del historiador acerca de la política de los romanos.
Cuando los Ptolomeos repartieron entre sí el reino, el más joven de ambos,
descontento de la parte que le correspondió, quejóse al Senado, solicitando que
se anulara el tratado de repartición y que se le entregara la isla de Chipre.
Alegaba para ello haberse visto obligado, por la necesidad de los tiempos, a
consentir en las proposiciones de su hermano, y que, aun concediéndole Chipre,
su parte no igualaría, ni con mucho, a la de éste. Canuleio y Quinto, enviados
por Roma para arreglar las cuestiones entre ambos hermanos, combatieron esta
pretensión, declarando ser cierto lo que afirmaba Menintilo, representante del
mayor de los Ptolomeos, de que el menor debía a la generosidad de aquel no sólo
la Cirenaica, cuyo trono le había dado, sino la vida, porque, aborrecido del
pueblo, sojuzgó sobradamente dichoso al reinar sobre aquella región; que el
tratado se ratificó ante los altares, jurando ambos cumplirlo. Ptolomeo negó
estos hechos, y viendo el Senado que, efectivamente, el reparto no había sido
igual, aprovechó hábilmente la querella entre los hermanos para disminuir las
fuerzas del reino de Egipto dividiéndolas, y concedió al más joven de los
Ptolomeos lo que solicitaba; porque tal es la política acostumbrada de los
romanos, que aprovechan las faltas de otro para extender y afirmar su
dominación, y se portan con quienes las cometen de forma que, aun cuando sólo
obren por su interés, les quedan éstos agradecidos. Como el gran poder de Egipto
les hacía recelar que en manos de un soberano capaz de aprovecharlo llegara a
ser formidable, ordenaron salir dos diputados, Tito Torcuato y Cneo Mérula, para
poner a este príncipe en posesión de la isla y procurar una paz estable entre
ambos hermanos.
CAPÍTULO XVII
Demetrio Soter huye de Roma y regresa a Siria para reinar allí.
Apenas se conoció en Roma el asesinato de Octavio, llegaron a la ciudad
embajadores enviados por Lisias de parte de Antíoco para demostrar que los
amigos del príncipe no tenían participación alguna en la muerte del comisario
romano.
El Senado despidió a estos embajadores sin contestarles ni manifestar lo que
pensaba del crimen. Sorprendido Demetrio por la noticia, hizo llamar
inmediatamente a Polibio, e incierto sobre lo que debía hacer en aquella
ocasión, le preguntó si convendría acudir de nuevo al Senado para que le
permitiera regresar a Siria. «Guardaos bien, le respondió Polibio, de chocar con
una piedra donde ya habéis tropezado, y no esperéis nada sino de vos mismo. ¿Qué
no se hace por reinar? En estas circunstancias tenéis todas las facilidades
posibles para conseguir la corona que os pertenece.» Comprendió el príncipe lo
que esto quería decir y no replicó. Poco tiempo después refirió este consejo a
uno de sus oficiales llamado Apolonio, joven inexperto que, por el contrario, le
aconsejó una nueva tentativa en el Senado. «Convencido estoy, le dijo, que tras
haberos despojado tan injustamente del reino de Siria, no cometerá la nueva
injusticia de reteneros por más tiempo en rehenes. Es demasiado absurdo que
permanezcáis en Italia como garantía del joven Antíoco.» Demetrio se atuvo a
este consejo, penetró en el Senado y solicitó que habiéndose dado a Antíoco el
trono de Siria, por lo menos no se obligara a él a permanecer en Italia como
garantía de este príncipe; mas fue en vano que multiplicara las razones y los
argumentos; el Senado insistió en su primer acuerdo, y no cabe por ello censura.
Cuando aseguró el reino al joven Antíoco no fue porque Demetrio dejara de probar
perfectamente que le correspondía de derecho, sino por convenirle que lo
poseyera Antíoco; y al presentarse por segunda vez Demetrio, subsistían los
mismos motivos. Era, pues, razonable que el Senado no cambiara de opinión.
Este paso tan inútil hizo comprender a Demetrio cuan sensato era el consejo de
Polibio, y se arrepintió de la falta cometida. Su natural altivez y su valor le
obligaron a repararla. Vióse con Diodoro, que acababa de llegar de Siria, y le
consultó lo que debía hacer. Este Diodoro, hombre hábil en el manejo de los
negocios, había sido su director y venía de observar cuidadosamente el estado
del reino. Manifestóle que desde el asesinato de Octavio todo andaba revuelto;
que el pueblo desconfiaba de Lisias y Lisias del pueblo; que el Senado romano
imputaba a los favoritos del rey la muerte de su comisario; que la ocasión no
podía ser más favorable, y que le bastaba presentarse en Siria aunque le
acompañara un solo paje, para que todos los pueblos le pusieran el cetro en las
manos; que tras el atentado de que se culpaba a Lisias, era improbable que el
Senado se atreviera a protegerle, y que todo dependía del secreto, saliendo de
forma que nadie conociera su propósito. Agradó el consejo a Demetrio, llamó a
Polibio, le comunicó el proyecto y rogóle que le ayudara a buscar los medios de
evadirse. Tenía entonces Polibio en Roma un íntimo amigo llamado Menilo, natural
de Alabandas, nombrado por el mayor de los Ptolomeos su agente cerca del Senado
contra el más joven. Habló de él al príncipe como la persona más indicada de
cuantas conocía para sacarle del aprieto. Efectivamente, Menilo se encargó de
preparar todo para la fuga. Anclado estaba en Ostia un buque cartaginés que iba
a salir pronto para Tiro con las primicias de los frutos de Cartago. Para este
comercio escogíanse siempre los mejores barcos. El embajador de Ptolomeo
solicitó en él pasaje como si quisiera regresar a Egipto, y públicamente, en
presencia de todo el mundo, concertó el precio, haciendo transportar cuantas
provisiones quiso, y sin inspirar sospechas trató con los marineros. Dispuesto
todo para el embarque, sólo faltaba que se previniera Demetrio. Hizo partir este
príncipe a su gobernador Diodoro para que le precediera en Siria y observara los
sentimientos de los pueblos respecto a él. Descubrió en seguida su propósito a
Meleagro y Menesteo, hermanos de Apolonio, educado con él en Roma y a quien ya
había manifestado lo que proyectaba. Estos tres sirios eran hijos de un Apolonio
que gozó mucho crédito en tiempo de Seleuco, y que al pasar el trono a manos de
Antíoco se retiró a Mileto. A pesar de que Demetrio tenía gran número de
servidores, fueron los únicos a quienes descubrió su secreto.
Aproximábase el día de la fuga, y el príncipe, que acostumbraba a convidar a sus
amigos todas las noches, les invitó a una gran comida en casa prestada por no
poder recibirles en la suya. Los que estaban en el secreto convinieron en salir
para Ostia inmediatamente después de la comida, cada cual con un solo criado,
porque los demás los habían enviado a Anagnia con orden de que allí les
esperasen al día siguiente. Enfermo entonces Polibio y obligado a guardar cama,
se enteró por Menilo, y temeroso de que el joven príncipe, naturalmente
aficionado a los placeres de la mesa, cometiera alguna imprudencia, escribióle
una carta, la cerró, ordenó al portador que preguntara por el cocinero de
Demetrio y se la entregara sin decirle quién era ni de parte de quién iba,
rogándole que la leyera inmediatamente el príncipe. Abrió éste el billete y
leyó: «Mientras esperamos viene la muerte y nos sorprende. Vale más atreverse a
algo. Atreveos, pues, intentad, obrad sin preocuparos del éxito. Arriesgadlo
todo antes de faltaros a vos mismo. Sed sobrio, de nadie os fiéis; estos son los
nervios de la prudencia.» Leída la carta, comprendió Demetrio de quién era y con
qué intención estaba escrita. Inmediatamente simuló un ataque al corazón y
regresó a su casa, donde le siguieron sus amigos. Ordenó a los de su servidumbre
que no debían acompañarle en el viaje salir con redes y jauría para Anagnia, y
que fueran a unírsele en Circea, donde acostumbraba a cazar y había tenido
ocasión de conocer y tratar a Polibio. Comunicó después el proyecto a Nicanor y
a los de su comitiva, aconsejándoles tomar parte en la empresa, a lo que
accedieron complacidos, y cumpliendo sus órdenes regresaron a sus casas mandando
a sus criados tomar al amanecer el camino de Anagnia y acudir al punto de cita
para la caza en Greca, donde al día siguiente, llegarían ellos con Demetrio. Así
prevenidas las cosas, partieron aquella misma noche para Ostia. Mientras tanto,
Menilo, que salió anticipadamente, manifestó al capitán del barco cartaginés que
había recibido del rey su señor nuevas órdenes impidiéndole el viaje y
obligándole a enviar a Ptolomeo varios jóvenes de probada fidelidad para
informarle de lo que su hermano hacía en Roma, los cuales llegarían a medianoche
para embarcarse. Nada importó el cambio al capitán, por serle indiferentes los
viajeros, con tal de percibir la misma suma. Efectivamente, el príncipe y sus
acompañantes, en total dieciséis personas contando pajes y criados, llegaron a
Ostia a las tres de la mañana. Menilo habló algún tiempo con ellos, mostró las
provisiones acumuladas, les recomendó eficazmente al capitán y se embancaron. Al
amanecer levó anclas el piloto, y todo se hizo como de costumbre en el buque,
sin sospechar nadie que iban a bordo otras personas que algunos oficiales
enviados por Menilo a Ptolomeo. Nadie tampoco se cuidó al día siguiente en Roma
de saber dónde se hallaba Demetrio ni los que con él iban, creyéndoles en Circea,
donde llegaron los que habían sido enviados y esperaban encontrarles allí.
Súpose la fuga del príncipe por un paje que, azotado en Anagnia, corrió a Circea
para quejarse a su señor, y no encontrándole allí ni en el camino de Circea a
Roma, lo dijo en esta ciudad a los amigos de Demetrio y a los que quedaron en su
casa. Hasta cuatro días después no se comenzó a sospechar la evasión, y al
quinto se reunieron los senadores para deliberar sobre el asunto; pero el barco
en que iba el príncipe llevaba seis días de camino y había pasado el estrecho de
Sicilia. Lejos ya bogaba demasiado felizmente para que hubiera posibilidad de
alcanzarle, y aunque se le quisiera perseguir, no había derecho a prender a
Demetrio. Por ello se tomó el partido, algunos días después, de nombrar a
Tiberio Graco, Lucio Léntulo y Servilio Glaucas con encargo de examinar de cerca
el estado de Grecia, y desde allí dirigirse a Siria para observar a Demetrio,
estudiar las disposiciones de los otros príncipes y arreglar sus diferencias con
los galo-griegos. A Tiberio se le ordenó cuidar personalmente de todos estos
asuntos.
CAPÍTULO XVIII
Catón se queja de las malas costumbres extranjeras que se introducen en Roma.
Quejábase indignado Catón, de que algunas personas importaran del extranjero a
Roma un género de corrupción por el cual un bello adolescente vendíase más caro
que un campo fértil.
CAPÍTULO XIX
El menor de los Ptolomeos pretende someter la isla de Chipre y la Cirenaica.
Al llegar este príncipe a Grecia con los diputarlos romanos, reclutó gran número
de soldados mercenarios, y con ellos un macedonio llamado Damasippo, que por
hacer degollar a todos los miembros del Consejo público de Facón, vióse obligado
a salir de Macedonia con su mujer y sus hijos. Desde allí se dirigió Ptolomeo a
la Perea, cantón en la costa de Rodas frente a esta isla, y desde la Perea,
donde fue bien recibido, se propuso trasladarse a Chipre; pero Torcuato y sus
colegas, observando que reunía muchas tropas mercenarias, le recordaron la orden
del Senado de que se le condujera sin guerra a su reino, y le persuadieron de
que licenciara las tropas tan pronto como llegase a Sida, renunciando al
proyecto de entrar en Chipre. Agregaron los comisarios romanos que ellos irían a
Alejandría para procurar el consentimiento de Ptolomeo el mayor en lo que de él
se deseaba y se reunirían con el menor en la frontera de Cirenaica, llevando con
ellos al rey de Egipto. Confiando en estas promesas, renunció Ptolomeo el
proyecto de conquistar la isla de Chipre, licenció los mercenarios y se dirigió
a Creta con Damasippo y Cn. Mérula, uno de los comisarios. De Creta con algunos
millares de hombres que reclutó pasó a Libina, y desde allí al puerto de Apis.
Torcuato y Tito realizaron en Alejandría grandes esfuerzos para que el mayor de
los Ptolomeos concertase la paz con su hermano y le cediera la isla de Chipre;
pero mientras este príncipe, prometiendo unas cosas y no deseando escuchar
otras, procuraba ganar tiempo, el más joven, acampado en Libina con sus
chipriotas, se impacientaba por no recibir noticias, y envió a Mérula a
Alejandría, creyendo que los tres comisarios influirían más que dos en el ánimo
de su hermano; pero en vano esperó su regreso, pasando cuarenta días alarmado
por no saber nada nuevo. Efectivamente, a fuerza de halagos, el mayor de los
Ptolomeos había conquistado a los comisarios en favor de sus intereses y los
retenía a su lado a pesar de la repugnancia que éstos mostraban. Entretanto supo
Ptolomeo el menor que los cirenaicos se sublevaban contra él y que otras
ciudades tomaban parte en la conspiración, como también el egipcio Ptolomeo que
dejó de gobernador del reino durante su viaje a Roma. Temeroso de perder la
Cirenaica por subyugar la isla de Chipre, dirigióse a aquella ciudad. Al llegar
al lugar llamado la Gran Bajada, encontró a los libinianos unidos a los
cirenaicos, ocupando los desfiladeros. Esto le alarmó, y dividiendo su pequeño
ejército en dos cuerpos, embarcó uno de ellos para atacar a los enemigos por la
espalda. Al frente del otro procuró ganar las alturas de la montaña. Asustados
los libinianos por el doble ataque, abandonaron sus posiciones, y Ptolomeo ocupó
las alturas y un castillo fortificado con cuatro torres que en ellas había, con
agua abundante. Desde allí cruzó el desierto, llegando a los siete días de
marcha a Cirene seguido de los mocurinianos que se unieron a sus tropas. Los
cirenaicos esperaban a pie firme, acampados y formando un ejército de ocho mil
infantes y quinientos caballos. Sabedores de lo sucedido en Alejandría, no
desconocían las intenciones de Ptolomeo y sospechaban que quisiera gobernarles
no como rey, sino como tirano; por lo cual, en vez de someterse de buen grado a
su dominación, decidieron sacrificarlo todo a la defensa de su libertad.
Atreviéronse, efectivamente, a resistirle, se dio la batalla y Ptolomeo fue
derrotado.
CAPÍTULO XX
Asuntos de Alejandría y Cirenaica.
Regresó Mérula de Alejandría y comunicó a Ptolomeo que su hermano había
rechazado todas las proposiciones, ateniéndose a los artículos del tratado
recíprocamente aceptados. En vista de ello envió el rey a Roma a Comán y su
hermano Ptolomeo con Mérula, ordenándoles que se quejaran al Senado de la
injusticia del rey de Egipto y de su falta de respeto al pueblo romano. Estos
diputados se reunieron en el camino con Tito, que nada había podido lograr. Tal
era la situación de los negocios en Alejandría y en la Cirenaica.
CAPÍTULO XXI
Antíoco declara la guerra a Ptolomeo.- Algunas reflexiones morales.
Desdeñando los tratados hechos y las palabras dadas, Antíoco declaró la guerra a
Ptolomeo, con lo que demostró la verdad de esta frase de Simónides: «Es difícil
ser hombre de bien.» Tener inclinación al bien y prescindir hasta cierto punto
de ella, es cosa fácil; pero aplicar todas las fuerzas de la voluntad para
perseverar en la honradez sin apartarse de la justicia y del honor, es más
difícil
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En una conspiración no juzgamos hombre de bien al que por temor o cobardía
denuncia a sus cómplices, sino a quien denunciado sufre el castigo. ¡Cómo amará
a los historiadores el que, dominado por secreto miedo, dice al señor las faltas
de otros revelando hechos que el tiempo había envuelto en el misterio
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Las desgracias que superan nuestro temor nos hacen olvidar los males menores
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Demuéstrase la incertidumbre y la inconstancia de la fortuna cuando un hombre
cree construir para sí y construye para sus enemigos, como ocurrió a Perseo, que
erigió columnas y, sin tiempo para acabarlas, las terminó Lucio Emilio,
colocando en ellas sus estatuas
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Es propio del mismo genio ordenar sabiamente un combate y un festín, ser
vencedor en el banquete y mostrarse hábil táctico ante el enemigo
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Más fácil era, según el proverbio coger al lobo por las orejas que a Delos y
Lemnos. Las cuestiones con Delos atormentaron mucho a los atenientes, y Haliarta
les produjo más disgustos que ventajas
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Los habitantes de Pera son como esclavos que de repente adquieren libertad, y
confiados por lo presente, creen demostrar quo son libres
realizando algo extraordinario y opuesto a lo que los demás hacen...
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Cuanto más perseguían los romanos a Eumeno, más le halagaban los griegos, por el
sentimiento natural en los hombres que les induce a favorecer al oprimido.