HISTORIA UNIVERSAL BAJO LA REPÚBLICA ROMANA
Panorama de toda la obra y distribución de materias que se han de tratar en
adelante.
Dijimos en el libro primero de toda la obra, y tercero respecto de éste, que
iniciaríamos nuestra historia por la guerra social, la de Aníbal y la de la Cæle-Siria.
Allí también expusimos las causas porque, recorriendo los tiempos anteriores,
escribiríamos los dos libros precedentes. Ahora trataremos de referir con
claridad estas guerras, las causas de que se originaron y los motivos porque se
hicieron tan memorables. Pero antes diremos algo sobre el propósito de la obra.
El único objeto de todo lo que nos hemos propuesto escribir es hacer ver el
cómo, cuándo y por qué causa todas las partes del mundo conocido fueron
sometidas al poder de los romanos; y como este suceso tiene principio conocido,
tiempo determinado y conclusión evidente, tuvimos a bien poner a la vista como
en bosquejo aquellos principales hechos que mediaron entre su fin y principio.
Nada en mi concepto es más capaz de dar al lector una justa idea de todo el
propósito. Porque como muchas veces el ánimo por el todo viene en conocimiento
de los particulares, y al contrario, por los particulares muchas a la cierta
ciencia del todo; nosotros, que reputamos por el mejor método de enseñar y
explicar el que proviene de ambos, daremos consiguientemente a lo dicho un
prospecto de nuestra historia. La idea general del argumento y términos en que
está prescrito ya la hemos declarado.
Los hechos particulares tienen su origen en las guerras que hemos mencionado; su
conclusión y éxito en la ruina del reino de Macedonia; el tiempo que ha mediado
entre su principio y fin, cincuenta y tres años; en los cuales se contienen
tales y tan sobresalientes acciones, cuales ninguna edad anterior comprendió en
igual intervalo. La narra ción de éstas, empezando desde la olimpíada ciento
cuarenta, es como se sigue.
Luego que hayamos demostrado las causas por qué se suscitó la guerra llamada
anibálica entre cartagineses y romanos, expondremos cómo aquellos, invadida
Italia y arruinado su poder, pusieron en el mayor apuro a las personas y patria
de éstos, y llegaron concebir la magnífica y extraordinaria esperanza de hacerse
dueños, por asalto de la misma Roma. Trataremos después de explicar cómo por
aquel mismo tiempo Filipo, rey de Macedonia, finalizada la guerra con los
etolios y sosegados los disturbios de la Grecia, empezó a unir sus miras con los
cartagineses; cómo Antíoco y Ptolomeo Filopator disputaron entre sí y vinieron
al cabo a tomar las armas por la Cæle-Siria, cómo los rodios y prusias
declararon la guerra a los bizantinos, y les obligaron a levantar el tributo que
exigían de los que navegaban al Ponto. Aquí nos detendremos y examinaremos la
política de los romanos, para hacer ver al mismo tiempo que contribuyó muchísimo
lo peculiar de su gobierno a recobrar no sólo el mando de la Italia y de la
Sicilia y añadir a su imperio la España y la Galia, sino también a sojuzgar
finalmente a los cartagineses y pensar en la conquista del universo. Al mismo
tiempo daremos cuenta por una breve digresión de la ruina del reino de Hierón
Siracusano. Añadiremos después los alborotos de Egipto, y de qué modo, muerto el
rey Ptolomeo, Antíoco y Filipo, conspiraron sobre la división del reino, dejando
a su hijo, y atacaron con engaño y violencia éste el Egipto y la Caria y aquel
la Cæle-Siria y la Fenicia.
A esto seguirá un resumen de las acciones de romanos y cartagineses en la
España, África y Sicilia, de donde nos trasladaremos con la narración a los
pueblos de la Grecia y a las alteraciones que sobrevinieron en sus intereses.
Referiremos las batallas navales de Atalo y los romanos contra Filipo, como
también la guerra que hubo entre este príncipe y los romanos, por qué motivos y
cuál su éxito. Uniremos a esto sus resultas, y haremos mención de aquel despecho
que condujo a los etolios a llamar del Asia a Antíoco, y encender la guerra
entre aqueos y romanos. Manifestaremos las causas de esta guerra, y el paso de
Antíoco por Europa. Expondremos primero cómo huyó de la Grecia; después cómo fue
derrotado y tuvo que abandonar el país de parte de acá del monte Tauro; y
finalmente, cómo los romanos, castigada la audacia de los gálatas, se apoderaron
del imperio del Asia sin disputa, y libraron a los habitantes del Asia citerior
de los sobresaltos e injurias de estos bárbaros. Expondremos después los
infortunios de los etolios cefallenios, y emprenderemos las guerras que Eumenes
sostuvo contra Prusias y los gálatas, así como la que este príncipe y Ariarato
hicieron contra Farnaces. Después de haber apuntado la concordia y gobierno del
Peloponeso y el auge de la república de los rodios, haremos una recapitulación
de todo el discurso y de las acciones, sin omitir la expedición de Antíoco
Epifanes contra el Egipto, la guerra de Perseo y ruina del imperio de Macedonia.
Todos estos hechos nos manifestarán por menor la conducta con que se manejaron
los romanos para llegar a sojuzgar toda la tierra.
Si los sucesos prósperos o adversos bastasen para formar juicio de lo laudable o
vituperable de los hombres y de los Estados, convendría sin duda que
finalizásemos el discurso y concluyésemos nuestra historia en las últimas
acciones que acabamos de apuntar. Puesto que, según nuestro primer propósito, se
completa aquí el tiempo de los cincuenta y tres años llega a su apogeo el auge y
extensión del Imperio Romano, y todo el mundo se vio forzado a confesar que no
había más que obedecer a Roma y someterse a sus leyes. Pero como el mero éxito
de las batallas no es capaz de dar una justa idea de los vencedores ni vencidos,
porque a muchos las mayores prosperidades manejadas sin cordura acarrearon
tamaños infortunios, y a no pocos las más horribles adversidades soportadas con
constancia se les convirtieron muchas veces en ventajas, tuvimos a bien añadir a
lo dicho cuál haya sido la conducta de los vencedores después de la victoria, y
cómo hayan gobernado el universo, qué aceptación y crédito hayan merecido de los
pueblos, y cuáles y cuán diversos juicios se hayan formado de los que manejaban
los negocios; qué inclinaciones y afectos prevalecieron y reinaron en el
gobierno privado de cada uno, y en general de la república. Por aquí conocerá el
siglo presente si es de desechar o adoptar la dominación romana, y los siglos
venideros juzgarán si era digna de elogio y emulación, o de infamia y vituperio.
En esto consistía principalmente la utilidad de nuestra historia, tanto para
ahora como para el futuro. Pues yo no creo que ni los comandantes de ejército ni
los que juzgan de sus acciones, se propongan por último fin las victorias y las
conquistas. Ningún hombre de entendimiento emprende una guerra por el solo fin
de triunfar de sus contrarios, ni surca los mares sólo por pasar de una parte a
otra, ni aprende las ciencias y artes únicamente por saberlas. Todos se mueven
en sus operaciones, o por el placer, o por la gloria, o por la utilidad que en
ellas encuentran. Por lo cual la mayor perfección de esta obra estará en dar a
conocer cuál era el estado de cada pueblo después de la conquista y sujeción del
universo al poder romano, hasta que se volvieron a suscitar nuevas alteraciones
y alborotos. La importancia de los hechos y lo extraordinario de los sucesos me
han precisado a describir estas conmociones dándolas origen muy diverso. Pero la
principal razón es haber sido no sólo testigo ocular de las más de las acciones,
sino haber coadyuvado a la ejecución de unas y haber sido autor principal de
otras.
Durante esta conmoción fue cuando los romanos llevaron la guerra contra los
celtíberos y vacceos los cartagineses contra Massanisa, rey de África, y Atalo y
Prusias disputaron entre sí sobre el Asia. En este tiempo Ariarates, rey de
Capadocia, destronado por Orofernes con la ayuda de Demetrio, recobró por sí
mismo el reino paterno; Demetrio, hijo de Seleuco, después de haber reinado en
Siria doce años, perdió la vida y el reino por conspiración de otros reyes; los
griegos, acusados de haber sido autores de la guerra de Perseo, y absueltos del
crimen que se les imputaba, fueron restituidos a su patria por los romanos. Poco
tiempo después estos mismos atacaron a los cartagineses, al principio por
desalojarlos, y después con ánimo de arruinarlos por completo, por motivos que
más adelante se dirán. Finalmente, hacia este mismo tiempo, separados los
macedonios de la amistad de los romanos, y los lacedemonios de la república de
los aqueos, se vio empezar y acabar a un tiempo el común infortunio de la Grecia
toda.
Tal es el plan que me he propuesto. Quiera la fortuna prolongarme la vida hasta
llevar a cabo la empresa. Bien que, aunque me sobrevenga la muerte, estoy
persuadido que no quedará abandonado el asunto, ni faltarán hombres capaces que
estimulados por su importancia, tomen a cargo llevarlo a la perfección. Pero,
puesto que hemos recorrido sumariamente los hechos más señalados, con el fin de
dar a los lectores una idea general y particular de toda la historia, será bien
que, acordándonos de lo prometido, demos principio a nuestro argumento.
CAPÍTULO II
Algunos errores sobre las verdaderas causas de la segunda guerra púnica.-
Refutación al historiador Fabio.
Ciertos escritores que narraron los hechos de Aníbal, queriéndonos exponer las
causas por que se suscitó la segunda guerra púnica entre romanos y cartagineses,
asignan por primera el sitio de Sagunto por los cartagineses, y por segunda, el
paso del Ebro por estos mismos, contra lo que se había pactado. Yo más bien
diría que estos fueron los principios de la guerra, pero de ningún modo
concederé que fuesen los motivos. A no ser que se quiera decir que el paso de
Alejandro por Asia fue causa de la guerra contra los persas, y que la guerra de
Antíoco contra los romanos provino del arribo de éste a Demetriades, motivos que
ni uno ni otro son verdaderos ni aun probables. Porque ¿quién ha de pensar que
estas fueron las causas de las muchas disposiciones y preparativos que
Alejandro, y anteriormente Filipo durante su vida, habían realizado para la
guerra contra los persas, o de las operaciones de los etolios anteriores a la
venida de Antíoco para la guerra contra los romanos? Esto es de hombres que no
comprenden cuánto disten y qué diferencia haya ente principio, causa y pretexto;
que estos dos últimos preceden a toda acción, y que el principio es lo último de
los tres. Yo llamo principio de toda acción aquellos primeros pasos, aquellas
primeras ejecuciones de lo que ya tenemos proyectado; pero causas, aquello que
antecede a los juicios y deliberaciones, como son pensamientos, especies,
raciocinios que se hacen sobre asunto, y por los cuales nos determinamos a
juzgar emprender alguna cosa. Lo que sigue manifestará mejor mi pensamiento.
Cualquiera comprenderá con facilidad cuáles fueron los verdaderos motivos y
origen que tuvo la guerra contra los persas. El primero fue la retirada de los
griegos, bajo la conducta de Jenofonte, de las provincias del Asia superior en
la que atravesando toda Asia con quien se hallaban en guerra, no hubo bárbaro
que osase interrumpirles el paso. El segundo fue el paso por Asia de Agesilao,
rey de Lacedemonia, en el que, en medio de no haber encontrado quien se opusiese
a sus designios, tuvo que volverse sin haber ejecutado, cosa de provecho, por
los alborotos que se originaron en la Grecia en este intermedio. De estas
expediciones infirió y conjeturó Filipo la cobardía y flojedad de los persas, al
paso que advirtió en él y en los suyos la pericia en el arte militar, y se le
pusieron de manifiesto las grandes y sobresalientes ventajas que obtendría de
esta guerra; y lo mismo fue conciliarse la benevolencia de toda la Grecia que,
bajo pretexto de querer vengarla de las injurias recibidas de los persas, tomar
la resolución y propósito de hacer la guerra y disponer todo lo necesario para
la empresa. Quede pues, sentado que las causas de la guerra contra los persas
son las dos primeras que hemos dicho: el pretexto este segundo, y el principio
el paso de Alejandro por Asia.
De igual modo es indudable que se debe tener por motivo de la guerra entre
Antíoco y los romanos la indignación de los etolios. Pues imaginándose éstos que
los romanos los despreciaban por el feliz éxito de la guerra contra Filipo, como
hemos dicho anteriormente, no sólo llamaron a Antíoco, sino que la cólera que
por entonces concibieron los condujo a emprenderlo y sufrirlo todo por vengarse.
El pretexto fue la libertad de la Grecia, a la que sin fundamento y con engaño
exhortaban los etolios, recorriendo con Antíoco las ciudades; y el principio fue
el arribo de este rey a Demetríades. Me he detenido más de lo regular sobre esta
distinción, no por censurar a los historiadores, sino por librar de error a los
lectores. Porque ¿de qué sirve al enfermo el médico que ignora las causas de las
enfermedades del cuerpo humano? ¿O qué utilidad la de un ministro de Estado que
no sabe distinguir el modo, motivo y origen de donde toma principio cada asunto?
Ciertamente que ni aquel aplicará los remedios convenientes, ni éste manejará
con acierto los negocios que lleguen a sus manos, sin el previo conocimiento de
lo que hemos dicho. En esta inteligencia, nada se ha de observar ni inquirir con
tanto estudio como las causas de cada suceso. Pues muchas veces de una cosa de
poca monta se originan los más graves asuntos, y en cualquiera materia se
remedian con facilidad los primeros impulsos y pensamientos.
Refiere Fabio, escritor romano, que la avaricia y ambición de Asdrúbal, junto
con la injuria hecha a los saguntinos, fueron la causa de la segunda guerra
púnica; que este general, después de haber adquirido en España un dilatado
dominio, emprendió a su vuelta de África abolir las leyes patrias, y erigir en
monarquía la república de Cartago, pero que los principales senadores,
comprendiendo su propósito, se le habían opuesto de común acuerdo; que Asdrúbal,
receloso de esto, se retiró de África, y en la consecuencia gobernó la España a
su antojo, sin miramiento alguno al senado de Cartago, que Aníbal, compañero y
émulo desde la infancia de los intentos de Asdrúbal, observó la misma conducta
en los negocios que su tío, cuando se le encomendó el gobierno de la España; que
por eso hizo ahora esta guerra a los romanos por su capricho contra el dictamen
de la república, pues no hubo en Cartago hombre de autoridad que aprobase lo que
Aníbal había hecho con Sagunto. Por último, añade que después de la toma de esta
ciudad vinieron los romanos a Cartago, resueltos, o a que los cartagineses les
entregasen a Aníbal, o a declararles la guerra. Pero si se le preguntase a este
historiador: ¿y qué ocasión más oportuna se pudo presentar a Cartago, o qué
resolución más justa y ventajosa pudiera haber tomado, puesto que desde el
principio, como asegura, se hallaba ofendida del proceder de Aníbal, que acceder
entonces a la solicitud de los romanos, entregarles al autor de las injusticias,
deshacerse buenamente del enemigo común de la patria por ajena mano, asegurar la
tranquilidad al Estado, evitar la guerra que la amenazaba, y satisfacer su
resentimiento a costa sólo de un decreto? ¿Qué tendría que responder a esto?
Bien sé yo que nada. Pues los cartagineses estuvieron tan ajenos de echar mano
de este expediente, que, por el contrario, hicieron la guerra diecisiete años
continuos por parecer de Aníbal, y no la terminaron hasta que, exhaustos de todo
recurso, se vieron por fin cerca de perder su patria y personas.
CAPÍTULO III
Los verdaderos motivos de la segunda guerra púnica: el odio de Amílcar contra
los romanos, la toma de la Cerdeña por éstos, los nuevos tributos que impusieron
a los cartagineses, y los éxitos de los cartagineses en la España.
El haber mencionado a Fabio y a su historia, no es porque tema que la
verosimilitud de sus declaraciones halle crédito en algunos. Los absurdos de
este escritor son tales, que, sin que yo los advierta, ellos por sí mismos se
presentarán a la vista de los lectores. Sino para avisar a los que tomen en la
mano su historia, que no reparen en el título del libro, sino en lo que
contiene. Pues existen hombres que no deteniéndose en las palabras, sino en
quien las dice, e impresionados de que el autor es contemporáneo y miembro del
senado, reputan al instante por verdadero cuanto refiere. Mi sentir es, que así
como no se debe despreciar la autoridad de este escritor, tampoco darla por sí
sola un entero asenso, sino examinar a más los hechos para formar juicio.
Bajo este supuesto, se debe reputar por primera causa de la guerra entre romanos
y cartagineses (aquí fue donde nos separamos del asunto) la indignación de
Amílcar, llamado Barca, padre natural de Aníbal. Este general mantenía un
espíritu invencible aun después de la guerra de Sicilia. Advertía que las tropas
que habían estado bajo su mando en Erice se conservaban aún enteras y en los
mismos sentimientos que su jefe, y que si el descalabro que sufrió en el mar su
república la obligó a ceder al tiempo y a concertar la paz, su rencor siempre
era el mismo, y sólo esperaba ocasión de declararle. Y en verdad, que a no
haberse sublevado en Cartago los extranjeros, por su parte hubiera vuelto de
nuevo a emprender la guerra. Pero prevenido de las sediciones intestinas, tuvo
que ocuparse en sosegarlas.
Aquietados que fueron estos alborotos, los romanos declararon la guerra a los
cartagineses. Al principio éstos se pusieron en defensa, esperanzados de que la
justificación de su causa volvería por la victoria, como hemos declarado en los
libros anteriores, sin los cuales no será posible comprender cómodamente, ni lo
que ahora se dice, ni lo que se dirá en la consecuencia. Pero como los romanos
cuidasen poco de su justicia, los cartagineses, oprimidos y sin saber qué
hacerse, tuvieron que acomodarse al tiempo, evacuar la Cerdeña, y consentir en
pagar otros mil doscientos talentos sobre los primeros, por redimirse de una
guerra en tales circunstancias. Esta es la segunda causa, y en mi concepto la
mayor, de la guerra que más tarde se originó. Pues Amílcar, uniendo a su
particular resentimiento el odio de sus ciudadanos, apenas hubo deshecho los
rebeldes extranjeros y asegurado la tranquilidad a la patria, puso toda su
atención en la España, con la intención de servirse de ella como de almacén para
la guerra contra los romanos. Los venturosos resultados de los cartagineses en
este país se deben tener por tercera causa; pues fiados en estas tropas,
emprendieron con vigor la mencionada guerra. Existen muchas pruebas de que
Amílcar fue el principal autor de la segunda guerra púnica, aunque su muerte
había sido diez años antes que aquella comenzase. Para testimonio de lo dicho
bastará lo que voy a decir.
Cuando vencido Aníbal por los romanos tuvo finalmente que retirarse de su patria
y acogerse a la corte de Antíoco, los romanos, conocedores ya de lo que los
etolios maquinaban, enviaron legados a este príncipe con la misión de sondear
sus intenciones. Los embajadores, advirtiendo que el rey daba oídos a los
etolios y que meditaba la guerra contra ellos, dieron en hacer la corte a
Aníbal, con el fin de hacerle sospechoso con Antíoco. Efectivamente, vieron
cumplidos sus deseos. Andando el tiempo, y creciendo más y más en el rey los
recelos contra Aníbal, se presentó finalmente la ocasión de sacar a cuento uno a
otro su interior desconfianza. En este coloquio, luego de haber traído Aníbal
muchas pruebas en su defensa, viendo que de nada servían sus razones, vino a
parar en esto: «Cuando mi padre se disponía a partir a España con ejército,
contaba yo solo nueve años: me hallaba arrimado al altar, mientras él
sacrificaba a Júpiter; y después de tributadas a los dioses las libaciones y
ritos acostumbrados, mandó se retirasen un poco los circunstantes; y llamándome,
me preguntó con caricias si quería acompañarle a la expedición; yo le respondí
con gozo que sí, y aun se lo supliqué con aquel modo propio de un muchacho; él
entonces, tomándome de la derecha, me acercó al altar, y me mandó que, puesta la
mano sobre las víctimas, jurase no ser jamás amigo de los romanos. En este
supuesto, estad seguro que mientras penséis en suscitar ofensas contra los
romanos podéis fiar de mí, como de un hombre que os servirá con fe sincera; pero
si tratáis de compostura o alianza, no necesitáis dar oídos a calumnias, sino
recelarse y guardarse de mí, pues siempre obraré contra Roma en todo lo
posible.»
Este discurso, que pareció a Antíoco sincero y de corazón, disipó todas sus
anteriores sospechas; y al mismo tiempo se debe reputar por un testimonio
evidente del odio de Amílcar y de todo su proyecto, como se vio por los mismos
hechos. Pues suscitó a los romanos tales enemigos en Asdrúbal, su yerno, y
Aníbal, su hijo natural, que llegó al exceso de la enemistad. Es verdad que
Asdrúbal murió antes de hacer público su propósito, pero para eso a Aníbal le
sobró tiempo para manifestar el rencor que había heredado do su padre contra los
romanos.
Por eso los que gobiernan Estados deben poner su principal estudio en comprender
las intenciones que tienen las potencias en reconciliarse o en contraer alianza,
cuándo reciben la ley forzada de la necesidad, y cuándo postradas de corazón,
para cautelarse de aquellas, reputándolas como espiadoras de la ocasión; y
fiarse de éstas como de súbditas y amigas verdaderas, participándolas cuanto
ocurra sin reparo. Tales son las causas de la guerra de Aníbal. Ahora se van a
exponer los principios.
CAPÍTULO IV
Expediciones de Aníbal por España.- Pretextos con que procura equivocar a la
embajada de los romanos.- Sitio y toma de Sagunto.
Aunque los cartagineses sufrían con impaciencia la pérdida de la Sicilia,
aumentaba mucho más su indignación la de la Cerdeña y la suma de dinero que
últimamente se les había impuesto, como hemos indicado. Por tal motivo, así que
tuvieron bajo su dominio la mayor parte de la España, todas las acriminaciones
contra los romanos hallaron en ellos buena acogida. Entonces llegó la noticia de
la muerte de Asdrúbal, a quien se había encargado el mando de la España por
falta de Amílcar. De momento esperó la República, hasta ver a quién se
inclinaban las tropas; pero después que se supo que el ejército había elegido de
común consentimiento a Aníbal por su jefe, al punto, junto el pueblo, ratificó a
una voz la elección de los soldados. No bien Aníbal había tomado el mando,
cuando se propuso sujetar a los olcades. Fue a acamparse delante de Althea,
ciudad la más fuerte de esta nación, y después de un vigoroso y terrible ataque
(221 años antes de J. C.) se apoderó de ella en un momento. Este accidente
aterró a los demás pueblos y los sometió al poder de Cartago. Más tarde vendió
el botín de estas ciudades, y dueño de infinitas riquezas se volvió a invernar a
Cartagena. Allí, generoso con los que le habían servido, satisfizo las raciones
al soldado, ofreció gratificaciones para el futuro, se granjeó un sumo aprecio y
excitó en sus tropas magníficas esperanzas. Al iniciarse el verano dio principio
a la campaña por los vacceos, atacó a Salamanca y la tomó por asalto (220 años
antes de J. C.) Puso sitio asimismo y ganó por fuerza a Arbucala, ciudad que por
su magnitud, gran población y fuerte resistencia de sus habitantes le costó
mucho trabajo. A la vuelta, los carpetanos, nación casi la más poderosa de
aquellos países, le atacaron y pusieron en el mayor apuro. Se habían unido a
éstos los pueblos vecinos, conmovidos principalmente Por los olcades fugitivos,
y sublevados por los salmantinos que se habían salvado. Si los cartagineses se
hubieran visto forzados a combatir en batalla ordenada, hubieran perecido sin
remedio. Pero Aníbal tuvo en esta ocasión la sagacidad y prudencia de irse
retirando lentamente, poner por barrera al río Tajo y dar la batalla en el paso
del río. Efectivamente, auxiliado de las ventajas del río y de los casi cuarenta
elefantes que tenía, todo le salió maravillosamente como había pensado. Los
bárbaros intentaron superar y vadear el río por muchas partes; pero la mayoría
perecieron en el desembarco, porque al paso que iban saliendo los elefantes que
estaban a la margen, los atropellaban antes de ser socorridos. Aparte de esto,
la caballería, como resistía mejor la corriente y desde encima del caballo
peleaba contra la infantería con ventaja, mató mucha gente en el mismo río. Por
último, Aníbal pasó al otro lado, y dando sobre los bárbaros, ahuyentó más de
cien mil. Con esta derrota no hubo ya pueblo, del Ebro para acá, que osase hacer
frente a los cartagineses, como no sea Sagunto. Pero Aníbal, atento a las
instrucciones y consejos de su padre, procuraba en cuanto podía no mezclarse con
esta ciudad, a fin de no dar a las claras pretexto alguno de guerra a los
romanos, hasta haberse asegurado de lo restante de España. Entretanto los
saguntinos enviaban a Roma correos de continuo, ya porque, presintiendo lo que
había de ocurrir, temían por sus personas, ya porque querían informar a los
romanos de los progresos de los cartagineses en la España. En Roma se habían
mirado con indiferencia estas representaciones; pero entonces se despacharon
embajadores que inquiriesen la verdad del hecho. Por este mismo tiempo Aníbal,
después de haber sujetado los pueblos que se había propuesto, volvió por segunda
vez con el ejército a invernar a Cartagena, que era como la capital y la corte
de lo que los cartagineses poseían en la España. Allí encontró los embajadores
romanos, y admitiéndolos a audiencia, escuchó su comisión. Estos le declararon
que no tocase a Sagunto, pues estaba bajo su amparo, ni pasase el Ebro, según el
tratado concluido con Asdrúbal. Aníbal, joven entonces, lleno de ardor militar,
afortunado en sus propósitos y estimulado de un inveterado odio contra los
romanos, como si hubiese tomado por su cuenta la protección de Sagunto, se quejó
a los embajadores: de que originada poco antes una sedición en Sagunto, los
vecinos habían tomado por árbitros de la disputa a los romanos, y éstos habían
quitado la vida injustamente a algunos de los principales; que esta perfidia no
la podía dejar él impune, pues los cartagineses tenían por costumbre, recibida
de sus mayores, no permitir se hiciesen injurias. Pero al mismo tiempo envió a
Cartago para saber cómo se portaría con los saguntinos que, validos de la
alianza de los romanos, maltrataban algunos pueblos de su dominio. En una
palabra, Aníbal obraba con imprudencia y cólera precipitada. Por eso, en vez de
verdaderos motivos echaba mano de fútiles pretextos, costumbre ordinaria de los
que, prevenidos de la pasión, desprecian lo honesto. ¿Cuánto mejor le hubiera
estado manifestar que los romanos le restituyesen la Cerdeña, y juntamente el
tributo que validos de la ocasión les habían exigido sin justicia, o de lo
contrario declararía la guerra? Pero Aníbal, por haber silenciado en esta
ocasión el verdadero motivo y haber supuesto la injuria de los saguntinos, que
no había, dio a entender que empezaba la guerra, no sólo sin fundamento, pero
aun contra todo derecho.
Los embajadores romanos, asegurados de que la guerra sería indefectible, se
embancaron para Cartago con el propósito de hacer a los cartagineses las mismas
protestas. No se persuadían a que el teatro de la guerra fuese en la Italia,
sino en la España, en cuyo caso les serviría Sagunto de plaza de armas. Por eso
el senado romano, que adaptaba sus deliberaciones a este intento, previendo que
la guerra sería importante, dilatada y distante de la patria, tomó la
providencia de asegurar los negocios de la Iliria.
Ocurrió por este tiempo (220 años antes de J. C.) que Demetrio de Faros,
olvidado de los beneficios anteriormente recibidos de los romanos, y
despreciándolos por el terror que antiguamente los galos y actualmente los
cartagineses les habían infundido; depositada toda su confianza en la casa real
de Macedonia por haber socorrido y acompañado a Antígono en la guerra cleoménica,
talaba y arruinaba en la Iliria las ciudades de la dominación romana, navegaba
con cincuenta bergantines del otro lado del Lisso contra el tenor del tratado, y
saqueaba muchas de las islas Ciclades. A la vista de esto, los romanos,
considerando el floreciente estado de la casa real de Macedonia, procuraron
poner a cubierto las provincias situadas al Oriente de Italia. Se hallaban
persuadidos a que después de corregida la locura de los ilirios y reprendida y
castigada la ingratitud e insolencia de Demetrio, tendrían aún tiempo de
prevenir los intentos de Aníbal. Pero les fallaron sus propósitos. Pues Aníbal
les ganó por la mano y les quitó la ciudad de Sagunto. Esto fue causa de que la
guerra se hiciese, no en la España, sino a las puertas de Roma y en toda Italia.
Sin embargo, los romanos, siguiendo su primer proyecto, enviaron a la Iliria con
ejército a L. Emilio por la primavera del año primero de la olimpíada ciento
cuarenta. Aníbal partió de Cartagena con sus tropas y se encaminó hacia Sagunto.
Esta ciudad se halla situada en la falda de una montaña que, uniendo los
extremos de la Iberia y de la Celtiberia, se extiende hasta el mar. Dista de
éste como siete estadios. Su territorio produce todo género de frutos, los más
sazonados de la España. Aníbal, acampado frente a Sagunto, estrechaba con vigor
el cerco (220 años antes de J. C.) Preveía que de la toma de esta plaza por
fuerza le provendrían muchas ventajas para el futuro. Ante todo presumía que
quitaría a los romanos la esperanza de hacer la guerra en España; después estaba
persuadido a que el terror que esparciría este ejemplo haría más dóciles a los
que ya eran sus súbditos, y más circunspectos a los que estaban aún
independientes, y, sobre todo, que no dejando enemigos tras de él proseguiría su
marcha sin peligro. Aparte de esto, creía que abundaría de dinero para la
empresa, que el botín que cada uno conseguiría daría ánimo a sus soldados para
seguirla, y que la remisión de despojos a Cartago le atraería el afecto de sus
conciudadanos. Estas reflexiones le estimulaban a insistir en el sitio con brío.
Unas veces, dando ejemplo al soldado, trabajaba él mismo en la construcción de
las obras; otras, exhortando a la tropa, se exponía, arrojado, a los peligros,
sin rehusar fatiga ni cuidado. Finalmente, a los ocho meses tomó la ciudad a
viva fuerza. Dueño de muchos dineros, prisioneros y muebles, el dinero lo aplicó
a sus propósitos particulares, como se había propuesto; los prisioneros los
distribuyó entre los soldados, a cada uno según su mérito, y los muebles todos
los remitió al instante a Cartago. En nada desmintió la acción a su idea; todo
le salió como él había imaginado. La tropa vino a ser más intrépida para el
peligro, los de Cartago más propensos a sus mandatos, y él, bien provisto de
pertrechos, emprendió muchas acciones ventajosas.
CAPÍTULO V
Expedición de Emilio a la Iliria y toma de muchas plazas por éste.- Victoria
sobre Demetrio.- Embajada de Roma a Cartago.- Manifiesto en que esta República
justifica su derecho.
Mientras tanto Demetrio, conocida la intención de los romanos, introdujo en
Dimalo una guarnición competente con todas las municiones necesarias. En las
demás ciudades hizo matar a los del bando contrario, y entregó los gobiernos a
sus amigos. Él eligió entre sus vasallos seis mil hombres los más valerosos, y
se metió con ellos en Faros (220 años antes de J. C.) Entretanto el cónsul
romano llegó a la Iliria con las legiones, y advirtiendo que los enemigos vivían
confiados en la fortaleza y provisiones de Dimalo y en que en su concepto era
inconquistable, decidió iniciar la campaña por esta plaza con el fin de aterrar
a los enemigos. Para ello exhortó en particular a los tribunos, y tras haber
avanzado las obras por muchas partes, emprendió el sitio con tal vigor que a los
siete días tomó la ciudad. Este repentino accidente abatió tanto el espíritu de
los contrarios, que al instante vinieron de todas las ciudades a rendir y
ofrecer la obediencia a los romanos. El cónsul recibió a cada uno bajo los
pactos competentes, y se hizo a vela hacia Faros contra Demetrio mismo. Pero
enterado de que la ciudad se hallaba bien fortificada, que encerraba gran número
de tropas escogidas y que estaba provista de víveres y demás pertrechos,
recelaba no viniese a ser el sitio difícil y duradero. Para precaver estos
inconvenientes se valió de esta estratagema a su llegada. Arribó a la isla
durante la noche con todo el ejército, desembarcó la mayor parte en unos lugares
montuosos y cóncavos, y llegado el día se hizo a la mar con veinte navíos, a la
vista de todos, para el puerto cercano a la ciudad. Demetrio, que advirtió los
navíos, despreciando su corto número, salió de la ciudad al puerto para impedir
el desembarco.
Luego que vinieron a las manos, se enardeció la batalla. Acudían de la plaza
continuos refuerzos, hasta que finalmente salieron todos. Los romanos que habían
desembarcado durante la noche, caminando por lugares ocultos llegaron a este
tiempo, y ocupando una eminencia fortificada que existe entre esta ciudad y el
puerto, cortaron la retirada a los que salían de la plaza al socorro. Visto esto
por Demetrio, desistió de impedir el desembarco, y después de unidas y
exhortadas sus tropas, resolvió combatir en batalla ordenada contra los que
ocupaban la colina. Los romanos, que advirtieron que los ilirios les atacaban
con vigor y en buen orden, dieron también sobre ellos con un valor espantoso. Al
mismo tiempo los que habían saltado de los navíos invadieron por la espalda a
los ilirios, y acosados por todas partes, se vieron en un desorden y confusión
extrema. Finalmente, molestados por el frente y por la espalda, tuvieron que
emprender la huida. Algunos se refugiaron a la ciudad, pero la mayor parte se
esparció en la isla por caminos extraviados. Demetrio se embarcó en unos
bergantines que tenía anclados en ciertas calas desiertas para un accidente, y
haciéndose a la vela durante la noche, aportó felizmente a la corte del rey
Filipo, donde pasó el resto de su vida. Era un príncipe dotado de valor y
espíritu, pero inconsiderado y del todo indiscreto. Su fin fue semejante al
método de vida. Pues habiendo emprendido tomar la ciudad de Messenia con parecer
de Filipo, su arrojo y temeridad en el acto mismo de la acción le hizo perder la
vida. Pero de esto hablaremos pormenor cuando llegue el caso. Emilio al punto
tomó a Faros por asalto y la destruyó; después, apoderado del resto de la Iliria
y ordenadas las cosas a medida de su gusto, volvió a Roma al fin del estío,
donde celebró su entrada con triunfo y toda magnificencia; premio debido, no
sólo a la destreza, sino aun más al valor con que se había conducido en los
negocios.
Así que llegó a Roma la nueva de la toma de Sagunto, no se puso en deliberación
si se había de emprender la guerra. Algunos escritores lo dicen, y aun refieren
las opiniones que hubo de una y otra parte, pero incurren en el absurdo más
clásico. ¿Cómo es posible que los romanos, que en el año anterior habrían
declarado la guerra a los cartagineses en caso que invadiesen las tierras de
Sagunto, tomada ahora por fuerza la ciudad, se reuniesen estos mismos a
consultar si se había de emprender o no la guerra? ¿Cómo no se ha de extrañar
que, al insinuar la consternación de los senadores, añadan estos escritores que
los padres llevaron a los hijos de doce años al senado, y que habiéndoles dado
parte de la consulta, ni aun a sus parientes revelaron el secreto? Esto es
inverosímil y absolutamente falso. A no ser que se quiera decir que la fortuna,
a más de otras prerrogativas, ha dispensado a los romanos el don de la prudencia
desde el vientre de su madre. Semejantes escritos, como los de Chæreas y Sosilo,
no merecen más refutación. Estos, en mi concepto, no tienen traza ni disposición
de historia, sino de cuentos forjados en la tienda de un barbero y propalados
por el vulgo.
Luego que supieron los romanos el atentado contra Sagunto, nombraron embajadores
y los enviaron a Cartago sin tardanza, con orden de proponer dos partidos a los
cartagineses: uno que no podían aceptar sin deshonor y perjuicio, y otro que era
principio de una costosa y desastrosa guerra. Solicitaban, o que se les
entregase a Aníbal y sus consejeros, o intimarles la guerra. Llegados que fueron
a Cartago los embajadores y admitidos en el senado, expusieron sus
instrucciones. Los cartagineses escucharon con indignación el objeto de su
propuesta; sin embargo, dieron comisión al más capaz de ellos para exponer el
derecho de la República.
Éste callaba el tratado ajustado con Asdrúbal, como si no se hubiese llevado a
cabo; y caso de serlo, como que en nada les perjudicaba, por haberse concluido
sin el parecer del senado. Para prueba de esto, traía el ejemplo de los mismos
romanos cuando Luctacio firmó la paz en la guerra de Sicilia, que no obstante
estar ya ésta aprobada por el cónsul, la dio después por nula el pueblo romano,
por haberse hecho sin su consentimiento. Toda su defensa se redujo a insistir y
apoyarse en los últimos tratados que se habían concertado en la guerra de
Sicilia, en los que decía no había nada dispuesto sobre la España; sólo si se
había prevenido expresamente que habría seguridad entre los aliados de uno y
otro pueblo; pero negaba que en aquel tiempo fuesen aliados de los romanos los
saguntinos, y para prueba de esto leía a cada paso los tratados.
Los romanos rehusaban absolutamente disputar sobre el derecho. Manifestaban que
esta discusión tendría lugar en el caso de que Sagunto permaneciese en su
primitivo estado, y entonces sería factible que las palabras solas terminasen la
controversia pero una vez arruinada esta ciudad contra la fe de los tratados, o
se les había de entregar a los autores de la infracción, hecho por donde harían
ver al mundo que no habían tenido parte en semejante atentado y que se había
cometido sin su consentimiento, o no queriendo hacerlo, confesar que habían
coadyuvado..., y entonces a qué fin tan vagos y generales discursos. Nos ha
parecido preciso no silenciar este pasaje, para que aquellos a quienes toca e
interesa conocer a fondo estas materias no ignoren la verdad en las
deliberaciones más urgentes ni los políticos, seducidos de la ignorancia y
parcialidad de los escritores, yerren en adquirir una noticia exacta de los
tratados que ha habido entre romanos y cartagineses desde el principio hasta
nuestros días.
CAPÍTULO VI
Tratados de paz entre romanos y cartagineses antes de la segunda guerra púnica.
Ciertamente los primeros tratados que se llevaron a cabo entre romanos y
cartagineses fueron en tiempo de L. Junio Bruto y Marco Horacio, los dos
primeros cónsules que se nombraron después de abolidos los reyes, y por quienes
fue consagrado el templo de Júpiter Capitolino, veintiocho años antes del paso
de Jerjes a la Grecia.
Expresamos aquí sus palabras, interpretándolas con la exactitud posible. Pues es
tal la diversidad que se encuentra, aun entre los romanos, de la lengua de hoy a
la de aquellos tiempos (509 años antes de J. C.), que apenas los más
inteligentes podrán explicar con trabajo algunos lugares. El tratado está
comprendido en estos términos: «Habrá alianza entre romanos y cartagineses y sus
aliados respectivos con estas condiciones: no navegarán los romanos ni sus
aliados de parte allá del Bello Promontorio, a no ser que los completa alguna
tempestad o fuerza enemiga, y en caso de ser alguno arrojado por fuerza, no le
será lícito su buque o culto de sus dioses, y partirá dentro de cinco días. Los
que vengan a comerciar no pagarán derecho alguno más que el del pregonera y el
del escribano. Todo lo que sea vendido en presencia de éstos, la fe pública
servirá de garante al vendedor, bien la venta sea en África o bien en Cerdeña.
Si algún romano aportase a aquella parte de Sicilia en que mandan los
cartagineses, guárdesele en un todo igual derecho. Los cartagineses no ofenderán
a los ardeatos, antiatos, laurentinos, ciroeienses, tarracinenses ni otro algún
pueblo de los latinos que obedezca a los romanos. Se abstendrán de hacer agravio
a las ciudades aliadas, aunque no estén bajo la dominación romana. Si tomasen
alguna, la restituirán íntegra a los romanos. No construirán fortaleza en el
país de los latinos, y si entran en esta provincia como enemigos, no pasarán la
noche en ella.»
Llámase Bello Promontorio el que está al frente de la misma Cartago hacia el
Septentrión, pasado el cual prohíben absolutamente los cartagineses que los
romanos naveguen con navíos largos hacia el Mediodía. La causa de esto, a mi
entender, es para que no les exploren las campiñas próximas a Bizacio y a la
pequeña Sirtes, que por la fertilidad del terreno llaman ellos Emporios.
Conceden, sin embargo, lo necesario al que, arrojado por la tempestad o
violencia enemiga, necesite alguna cosa para los sacrificios y reparo de su
buque; pero previenen no tome nada por fuerza y salga al quinto día de haber
fondeado. Permiten a los romanos comerciar en Cartago, en todo el país de África
de parte acá del Bello Promontorio, en Cerdeña y en aquella parte de Sicilia
sujeta a Cartago, y prometen bajo fe pública que les guardarán justicia. Bien se
deja ver por este tratado que los cartagineses hablan de la Cerdeña y del África
como propias; pero de la Sicilia, por el contrario, hacen distinción expresa,
comprendiendo el tratado aquella sola parte que obedece a Cartago. Del mismo
modo los romanos expresan el Lacio en la convención; pero no mencionan lo
restante de Italia, por no hallarse bajo su dominio.
A éste se siguió otro tratado, en el que los cartagineses incluyeron a los
tirios y Uticenses, y se añadió al Bello Promontorio Mastia y Tarseio, pasadas
las cuales, se prohibió que los romanos pirateasen ni construyesen ciudad (352
años antes de J. C.) Su tenor es el siguiente: «Habrá alianza entre romanos y
sus aliados, y los cartagineses, tirios, uticenses y aliados de éstos con estas
condiciones: no andarán a corso, ni comerciarán ni edificarán ciudad los romanos
de parte allá del Bello Promontorio, Mastia y Tarseio. Si los cartagineses
tomasen alguna ciudad en el Lacio que no esté sujeta a los romanos, retendrán
para sí el dinero y los prisioneros, pero restituirán la ciudad. Si los
cartagineses apresasen alguno con quien estén en paz los romanos por algún
tratado escrito, aunque no sea su súbdito, no le llevarán a los puertos de los
romanos; y en caso de ser llevado, si le coge algún romano, quedará libre. A lo
mismo estarán atenidos los romanos. Si éstos tomasen agua o víveres de alguna
provincia de la dominación de Cartago, con el pretexto de los víveres no
ofenderán a nadie con quien tengan paz y alianza los cartagineses... A ninguno
será lícito hacerse justicia por su mano y si la hiciese, será esto reputado por
crimen público. Ningún romano comerciará ni construirá ciudad de Cerdeña y
África, ni aportará allá sino para tomar víveres y reparar su buque. Si la
tempestad le arrojase, saldrá dentro de cinco días. En aquella parte de Sicilia
en que mandan los cartagineses y en Cartago obrará y venderá un romano con la
misma libertad que un ciudadano. El mismo derecho tendrá un cartaginés en Roma.»
Por segunda vez insisten los cartagineses en este tratado en hablar del África y
de la Cerdeña como propias, y prohibir a los romanos todo arribo. Por el
contrario de la Sicilia, especifican aquella sola parte dominada por ellos. De
igual forma los romanos, por lo respectivo al Lacio, estipulan no se haga daño a
los ardeatos, antiatos, circeios y tarracinos. Estas son las ciudades marítimas
que se hallan sobre la costa del Lacio, y que quieren estén comprendidas en el
tratado. Últimamente, antes que los cartagineses comenzasen la guerra de Sicilia
(281 años antes de J. C.), concertaron los romanos otro tratado hacia el paso de
Pirro por Italia. En él se observan los mismos pactos que en los precedentes,
con la diferencia de añadirse lo siguiente: «Si los romanos o cartagineses
quieren hacer alianza por escrito con Pirro, la harán unos y otros con la
condición de que se podrá auxiliar mutuamente a los que sean atacados. En el
caso de que cualquiera de los dos pueblos necesite de socorro, los cartagineses
pondrán los navíos, tanto para el viaje como para el combate; pero cada uno
pagará el sueldo a sus tropas. Los cartagineses socorrerán a los romanos aun en
el mar, si fuese necesario. Pero ninguno será forzado a echar fuera la
tripulación contra su voluntad.»
Los tratados estaban confirmados con estos juramentos. En el primero los
cartagineses juraron por los dioses patrios, y los romanos por una piedra, según
una antigua costumbre, y a más por Marte Quirino y Grandivo. El juramento por
una piedra era de este modo: el que firmaba el tratado con este juramento
después de haber jurado sobre la fe pública, tomaba una piedra en la mano y
decía estas palabras: «Si juro verdad, que me suceda bien, y si pensase u obrase
de otro modo, que salvos todos los demás en sus patrias en sus leyes, en sus
bienes, templos y sepulcros, yo solo sea exterminado, como ahora lo es esta
piedra»; y diciendo esto arrojaba la piedra de la mano.
Estos tratados subsisten y se conservan en láminas de bronce hasta hoy en el
templo de Júpiter Capitolino, en el archivo de los ediles. A la vista de esto
cualquiera extrañará con razón en el historiador Filino no el que ignore estos
monumentos; esto no es sorprendente, cuando aun en nuestros días no los sabían
los romanos y cartagineses más ancianos, ni los que se preciaban haber hecho su
principal estudio en el derecho público; sino el que se atreva sin autoridad ni
razón a escribir lo contrario, a saber, que había un tratado entre romanos y
cartagineses, por el que aquellos se obligaban a abstenerse de toda la Sicilia,
y éstos de toda la Italia, y que los romanos habían violado el pacto y el
juramento en el acto mismo que pasaron la primera vez a la Sicilia; cuando
semejante instrumento jamás ha existido, ni se halla de él memoria alguna. Estas
son sus palabras terminantes en el segundo libro, cuya relación circunstanciada
emitimos para este lugar cuando hicimos de ellas mención en el conjunto de
nuestra obra, para desengaño de muchos que creen en los escritos de Filino.
Ciertamente, si en el paso de los romanos a la Sicilia se considera en que al
cabo recibieron a los mamertinos en su gracia, y los socorrieron después a sus
instancias, no obstante haber faltado a la fe a los de Messina y Regio; con
razón se vituperará el hecho. Pero creer que pasaron a la Sicilia contra algún
juramento o tratado, es una crasa ignorancia.
Terminada la guerra de Sicilia (242 años antes de J. C.), se concertó otro
tratado cuyas principales condiciones son estas: «Abandonarán los cartagineses
la Sicilia y todas las islas situadas entre ésta y la Italia; habrá seguridad
entre los aliados de uno y otro pueblo; no dispondrá el uno en la dominación del
otro, ni reedificará públicamente, ni reclutará tropas, ni contraerá alianza con
los aliados del otro pueblo; los cartagineses pagarán dos mil doscientos
talentos en diez años, los mil de contado; los cartagineses restituirán a los
romanos sin rescate todos sus prisioneros.» Concluida después la guerra de
África (239 años antes de J. C.), los romanos hicieron un decreto para declarar
la guerra a los cartagineses, y añadieron estos pactos al tratado: «Los
cartagineses saldrán de la Cerdeña, y añadirán otros mil y doscientos talentos a
la suma que hemos apuntado.» A más de éstos se terminó el último tratado con
Asdrúbal en la España, por el que se convino que los cartagineses no pasarían
con las armas el río Ebro (229 años antes de J. C.).
Estos son los convenios que hubo entre romanos y cartagineses desde el principio
hasta el tiempo de Aníbal: por donde se ve que así como no se halla que los
romanos violasen juramento alguno para pasar a la Sicilia, igualmente no se
encontrará causa ni pretexto razonable para la segunda guerra, por la que se
apropiaron la Cerdeña. Por el contrario, es incontestable que las circunstancias
precisaron a los cartagineses a evacuar la Cerdeña, contra todo derecho, y a
pagar la suma de dinero que hemos dicho. Porque el agravio que los romanos
suponen, de que durante la guerra de África fueron maltratados sus comerciantes,
quedó remitido cuando entregados de todos los prisioneros que los cartagineses
habían conducido a sus puertos, restituyeron ellos en reconocimiento y sin
rescate los que tenían, como hemos demostrado por menor en el libro antecedente.
Siendo esto así, sólo nos resta examinar e inquirir a cuál de los dos pueblos se
ha de atribuir la causa de la guerra de Aníbal.
CAPÍTULO VII
Manifiesto en que exponen los romanos su derecho.- A cuál de las dos repúblicas
se debe atribuir la causa de la segunda guerra púnica.- Utilidades de la
historia y ventajas en que excede la universal a la particular.
Acabamos de ver lo que los cartagineses alegan por su parte. Ahora diremos las
razones que exponen los romanos, de que entonces, ciegos con la cólera de haber
perdido a Sagunto, no hicieron uso, y al presente andan en boca de todos. Ante
todo, que no se debía reputar por inválido el tratado terminado con Asdrúbal,
como se atrevían a proferir los cartagineses. Porque en éste no se añadió, como
en el de Luctacio, la cláusula de que sería valedero si lo ratificaba el pueblo
romano; sino que Asdrúbal, con autoridad absoluta, firmó sus condiciones, en las
que se contenía que los cartagineses no pasarían con las armas el río Ebro. A
más de que en el tratado que se hizo sobre la Sicilia estaba contenido, como
ellos confiesan, que habría mutua seguridad entre los aliados de uno y otro
pueblo; esto es, no sólo entre los que entonces había, como interpretan los
cartagineses, pues entonces se hubiera añadido: o que no se recibirían otros
aliados más que los que ya había, o que el tratado no comprendería a los que
después se recibiesen. Pero no habiéndose especificado ninguno de estos
extremos, es evidente que la seguridad debe ser comprensiva a todos los aliados
de uno y otro pueblo, tanto los que a la sazón había, como los que se recibiesen
en el futuro. Esto la razón misma lo está dictando, pues ciertamente no hubieran
concertado un tratado que les quitaba la libertad de admitir, según las
circunstancias, los amigos o aliados que les pareciesen ventajosos, y les
obligaba a pasar por las ofensas que otros hiciesen a los que habían tomado bajo
su amparo. La mente principal de unos y otros en este tratado fue abstenerse
mutuamente de ofender a los aliados que ya entonces tenía cada uno, y de ninguna
manera el uno contraer alianza con los aliados del otro; pero respecto de los
que después se podrían recibir, que no se reclutasen tropas que no dispusiese el
uno en la dominación y aliados del otro, y que se guardaría seguridad entre
todos los aliados por ambas partes.
Siendo esto así, es también notorio que los saguntinos, muchos años antes del
tiempo de Aníbal, se habían puesto bajo la protección de los romanos. La mayor
prueba de esto, y que asimismo confiesan los mismos cartagineses, es que,
amotinados entre sí los saguntinos, no se comprometieron en los cartagineses,
aunque vecinos y dueños ya de la España, sino en los romanos, por cuya mediación
lograron el restablecimiento de su gobierno. Convengamos, pues, en que si se
sienta por causa de la segunda guerra púnica la ruina de Sagunto, se deberá
conceder que los cartagineses emprendieron la guerra injustamente: bien se mire
al tratado de Luctacio, por el que se previene que habrá seguridad en los
aliados de uno y otro pueblo, bien al de Asdrúbal, por el que se prohíbe a los
cartagineses adelantar sus conquistas del otro lado del Ebro. Pero si se atiende
a la pérdida de la Cerdeña y al nuevo tributo que con ella se les impuso, se
confesará precisamente que los cartagineses, en haberse valido de la ocasión
para satisfacerse de los que les habían ofendido en situación tan urgente,
iniciaron la guerra de Aníbal con justicia. Quizá me dirá alguno de los que lean
sin reflexión este pasaje, que he individualizado sin necesidad esta materia más
de lo que convenía. Yo confesaré sin reparo que si alguno se supone ser por sí
solo bastante contra cualquier accidente, el conocimiento de las cosas pasadas
le será curioso, pero no necesario. Mas como ningún mortal se atreverá a decir
otro tanto, ni de sí propio, ni del estado, pues aunque por el presente viva
feliz, si tiene entendimiento, no asegurará con prudencia la misma dicha para el
futuro; por eso me confirmo en que le es no sólo útil, sino aun preciso, el
saber las cosas que nos han precedido. Sin este conocimiento, ¿cómo se hallarán
socios o aliados que nos venguen de nuestras particulares injurias, o de las de
la patria? ¿Cómo, para promover o emprender de nuevo algún proyecto, se incitará
a otros a que coadyuven nuestros propósitos? ¿Cómo, finalmente, contento con los
sucesos contemporáneos, se ganarán amigos que corroboren nuestro dictamen y
conserven el estado actual, si no se sabe recordar a cada uno lo pasado? Por
regla general los hombres se acomodan a lo presente, y en dichos hechos se
parecen a los monos; de suerte que es difícil a veces calar sus intenciones y
descubrir a fondo la verdad. Pero las acciones de los pasados, como las ha
calificado el mismo éxito, nos muestran sin rebozo la intención y pensamiento de
sus autores, y nos enseñan de quiénes debemos esperar favor, beneficio o
socorro, y de quienes lo contrario. Por ellas se conoce a cada paso quién se
compadecerá de nuestros infortunios, quién tomará parte en nuestra indignación,
y quién nos vengará de la ofensa; cosa que acarrea infinitas ventajas, ya en
común, ya en particular, para el trato civil de las gentes. Por lo cual los que
escriben o leen historias, no tanto deben cuidar de la narración de los hechos
mismos cuanto de los antecedentes, coincidentes y consecuencias. A la historia,
si se la quita el porqué, cómo, con qué fin se hizo tal acción, y si
correspondió el éxito; lo que queda no es más que un mero ejercicio de palabras
que no produce instrucción. Y aunque por el pronto divierte, es de ninguna
utilidad para adelante.
En este supuesto, los que se imaginen que nuestra obra será difícil de comprar y
de leer por el número y magnitud de sus libros, tengan entendido que no saben
cuánto más fácil es comprar y leer cuarenta libros coordinados bajo una cuerda,
que nos den una justa idea de lo sucedido en Italia, Sicilia y África desde el
tiempo en que Timeo termina la historia de Pirro hasta la toma de Cartago, y al
mismo tiempo lo que ha ocurrido en las otras partes del mundo, desde la huida de
Cleomedes, rey de Esparta, hasta la batalla dada entre aqueos y romanos junto al
istmo del Peloponeso, que leer o comprar las obras que se han escrito sobre cada
uno de estos hechos. Porque a más de que estos escritos superan muchísimo a mis
comentarios, es imposible que los lectores saquen de ellos cosa fija. En primer
lugar, porque los más no concuerdan sobre las circunstancias de un mismo asunto;
después, porque omiten los hechos contemporáneos, de cuya recíproca comparación
y confrontación se forma juicio muy diverso del que se concibió viéndolos
separados; y últimamente, porque son del todo incapaces de tocar las cosas más
importantes. El principal constitutivo de la historia, según hemos dicho, es lo
que se siguió a los hechos, lo que acaeció al mismo tiempo, y más aún lo que dio
motivo. Así es que vemos que la guerra de Filipo dio ocasión a la de Antíoco, la
de Aníbal a la de Filipo, la de Sicilia a la de Aníbal, y que en el espacio
intermedio hubo muchos y diversos sucesos, que todos concurrieron a un mismo
fin. Todo esto se puede comprender y conocer por una historia universal; pero
por las que tratan separadamente de cada una de estas guerras, como la de Perseo
o la de Filipo, es imposible. A no ser que alguno presuma que leídas en estos
autores las simples descripciones de las batallas, se halla ya enterado a fondo
de la economía y disposición de toda la guerra, error a la verdad bien
manifiesto. Soy, pues, de sentir que cuanta ventaja hay del saber al simple oír,
otro tanto superará mi historia a las relaciones particulares.
CAPÍTULO VIII
Declaración de la guerra.- Sabias providencias que toma Aníbal para poner a
cubierto el África y la España.- Marcha desde Cartagena hasta los Pirineos.-
Numerosas e importantes conquistas.
Enterados los embajadores romanos (aquí nos separamos del hilo de la narración),
de lo que los cartagineses exponían, no pronunciaron más palabra que decir el
más anciano, descubriendo su seno a los senadores: «Aquí os traemos la guerra y
la paz; escoged la que queréis que saque.» El presidente de los cartagineses
respondió: «Sacad la que os parezca.» A lo que dijo el romano, que sacaba la
guerra, y los más de los senadores contestaron a voces que la aceptaban. Con
esto se separaron los embajadores y la asamblea.
Aníbal, que entonces se hallaba en cuarteles de invierno en Cartagena, licenció
ante todo a los españoles para sus casas, con el propósito de tenerlos prontos y
dispuestos para el futuro. Más tarde instruyó a su hermano Asdrúbal de la
conducta que había de observar en el gobierno y mando con los españoles, y de
las prevenciones que debía tomar contra los romanos, caso que él se ausentase.
Por último, tomó providencias para poner a cubierto el África. Para esto se
valió de una sagaz y prudente política. Hizo pasar las tropas de África a
España, y las de España a África, ligando con este vínculo la fidelidad entre
ambos pueblos. Los que pasaron de España a África fueron los thersitas, los
mastianos, los de las montañas y los olcades. El total de estas gentes ascendía
a mil doscientos jinetes, y trece mil ochocientos cincuenta infantes. Pasaron
también los baleares, llamados propiamente honderos. Se les llamó así, como
también la isla, por el uso de la honda. Acuarteló la mayor parte de estas
tropas en Metagonia de África, y al resto en la misma Cartago. Sacó de los
pueblos de los metagonitas otros cuatro mil infantes, y los envió a Cartago para
que sirviesen a un tiempo de rehenes y de tropas auxiliares. Dejó a su hermano
Asdrúbal en España cincuenta navíos de cinco órdenes, dos de a cuatro, y cinco
de a tres. Treinta y dos de los primeros y los cinco últimos estaban bien
tripulados. Dejóle también cuatrocientos cincuenta jinetes libifenices y
africanos, trescientos lorgitas, y mil ochocientos númidas, massilios, masselios,
macios y mauritanos de los que habitaban la costa del océano; con una infantería
de once mil ochocientos cincuenta africanos, trescientos ligures, quinientos
baleares y veintiún elefantes. Nadie debe extrañar que describamos las
operaciones de Aníbal en la España con la exactitud que apenas podrá otro que
haya manejado privativamente esta materia; ni imputarme que me asemejo a
aquellos escritores que palean sus embustes para que merezcan crédito. Pues
habiéndome encontrado en Lacinio una plancha de bronce escrita por Aníbal cuando
estaba en Italia, resolví darla una entera fe en el asunto, y preferí atenerme a
esta memoria.
Aníbal, una vez tomadas todas las providencias para la seguridad del África y de
la España, no aguardaba ni esperaba ya más que los correos que le habían de
enviar los galos. Se hallaba ya exactamente informado de la fertilidad del país
que yace al pie de los Alpes y a los contornos del Po, del número de habitantes
de aquella comarca, del espíritu belicoso de sus moradores, y lo más importante,
del odio que conservaban todavía contra los romanos por las guerras precedentes,
de que ya hemos hecho mención en el libro anterior para que el lector
comprendiese lo que habíamos de decir en la consecuencia. Satisfecho de esta
esperanza, todo se lo prometía de la exacta correspondencia que mantenía con los
príncipes galos, tanto cisalpinos, como inalpinos. Pensaba que el único modo de
hacer la guerra a los romanos dentro de Italia, era si superadas primero las
dificultades del camino pudiese llegar a los mencionados países, y hacer que los
galos cooperasen y tomasen parte en su premeditado propósito. Finalmente,
llegaron los correos, le enteraron de la voluntad y expectación de los galos, y
le expusieron los grandes trabajos y dificultades que había que vencer en las
cumbres de los Alpes, pero que no eran insuperables. Con esto, llegada la
primavera, sacó sus tropas de los cuarteles de invierno. Ensoberbecido con las
noticias que acababa de recibir de Cartago, y seguro del afecto de sus
ciudadanos, empezó ya a animar las tropas a las claras contra los romanos. Les
informó cómo éstos se habían atrevido a pedir que se les entregase su persona y
todos los jefes del ejército. Les descubrió la fertilidad del país donde habían
de ir, la benevolencia de los galos y la alianza con ellos contraída. Habiendo
manifestado las tropas un pronto deseo de seguirle, alabó su buena voluntad,
señaló día para la marcha, y despidió la junta.
Evacuados estos asuntos en el transcurso del invierno, y puesto el conveniente
resguardo en las cosas de África y España, sacó su ejército el día señalado,
compuesto de noventa mil infantes y cerca de doce mil caballos. Pasado que hubo
el Ebro, sojuzgó los ilergetas, bargusios, áirennoslos y andosinos, pueblos que
se extienden hasta los Pirineos. Tras de haber sujetado todas estas gentes y
haber tomado por fuerza algunas de sus ciudades pronta e inesperadamente, bien
que después de frecuentes y reñidos combates y con pérdida de mucha gente, dejó
a Annón el gobierno de todo el país de parte acá del Ebro y el mando de los
bargusios, de quienes principalmente se desconfiaba por la amistad que tenían
con los romanos. Separó de su ejército diez mil infantes y mil caballos para
Annón, y le dejó el equipaje de los que habían de seguirle. Despidió otros
tantos a sus casas, con el propósito, ya de dejar a éstos afectos a su persona y
dar a los demás esperanzas de volver a su patria, ya de que todos, tanto los que
iban bajo sus banderas como los que permanecían en la España, tomasen las armas
con gusto, si llegaba el caso de necesitar de su socorro. Con esto,
desembarazado del bagaje el restante ejército, compuesto de cincuenta mil
infantes y nueve mil caballos, tomó el camino por los montes Pirineos para pasar
el Ródano; armada a la verdad no tan numerosa como fuerte y aguerrida con las
continuas campañas que había hecho en la España.
CAPÍTULO IX
Digresión geográfica.- División del universo y nociones más comunes de esta
materia.
A fin de que la ignorancia de los lugares no haga confusa la narración a cada
paso, será necesario que digamos de dónde partió Aníbal, cuáles y cuántos países
pasó y a qué parte de Italia fue su llegada. Expondremos no sencillamente las
nomenclaturas de los lugares, ríos y ciudades, como hacen algunos escritores,
creyendo ser esto suficiente para la individual inteligencia y discernimiento.
Confieso que si se trata de lugares conocidos, contribuye muchísimo para renovar
la especie de dominación de los hombres; pero en los completamente desconocidos,
la simple relación de los nombres tiene igual fuerza a aquellas dicciones
imperceptibles que vagamente pulsan nuestros oídos. Pues como el entendimiento
carece de dónde apoyarse, ni puede referir a idea alguna conocida lo que le
dicen, no le viene a quedar más que una noción vaga y confusa. En este supuesto
indicaremos un método que facilite al lector acomodar a principios ciertos y
conocidos lo que se le diga sobre especies desconocidas. La primera, más
importante y más común noción a todos los hombres es por la que cualquiera,
aunque de cortos alcances, conoce la división y orden del universo en Oriente,
Occidente, Mediodía y Septentrión. La segunda por la que acomodando los
diferentes lugares de la tierra bajo cada una de las mencionadas partes, y
refiriendo mentalmente lo que escucha a una de ellas, reducimos los lugares
desconocidos y que no hemos visto a ideas conocidas y familiares.
Sentados estos principios del mundo en general, síguese ahora, observando la
misma división, instruir al lector de la tierra que conocemos. Esta se divide en
tres partes, con sus tres distintas denominaciones. La una se llama el Asia, la
otra el África, y la tercera la Europa. Finalizan estas tres partes el Tanais,
el Nilo y el estrecho de las columnas de Hércules. El Asía yace entre el Nilo y
el Tanais; está situada respecto del universo bajo el espacio que media entre el
Oriente del estío y el Mediodía. El África yace entre el Nilo y las columnas de
Hércules; su situación está bajo el Mediodía del universo, y sucesivamente bajo
el Ocaso del invierno hasta el Occidente equinoccial que cae a las columnas de
Hércules. Estas dos regiones, consideradas en general, ocupan la costa
meridional del mar Mediterráneo desde Levante hasta Occidente.
La Europa yace al frente de estas dos partes hacia el Septentrión, y se extiende
sin interrupción desde Levante hasta Occidente. Su mayor y más considerable
parte se halla situada bajo el Septentrión, entre el río Tanais y Narbona, que
dista poco hacia el Ocaso de Marsella y de las bocas por donde el Ródano
desemboca en el mar de Cerdeña. Desde Narbona y sus alrededores habitan los
celtas hasta los montes Pirineos, que se extienden sin interrupción desde el mar
Mediterráneo hasta el Océano. La restante parte de la Europa, desde los
mencionados montes hasta el Occidente y las columnas de Hércules, parte está
rodeada por el mar Mediterráneo, parte por el Océano. La parto que está sobre el
Mediterráneo hasta las columnas de Hércules se llama Iberia; la que baña el
Océano, llamado el mar Grande, no tiene aún nombre común, por haberse
descubierto recientemente. Toda ella se halla habitada por naciones bárbaras y
en gran número, de las que hablaremos con detalle en la consecuencia.
Como ninguno hasta nuestros días puede asegurar con certeza si la Etiopía, en
donde el Asia y el África se unen, es continente por la parte que se extiende
sin interrupción hacia el Mediodía, o está rodeada del mar; del mismo modo no
tenemos hasta ahora noticia del espacio que cae al Septentrión entre el Tanais y
Narbona, a no ser que en el futuro a fuerza de descubrimientos sepamos alguna
cosa. Lo cierto es que los que hablan o escriben de otro modo de estas tierras
se deben reputar por ignorantes y forjadores de fábulas. Hemos apuntado estas
noticias para que la narración no venga a ser del todo incomprensible a los que
ignoran la geografía; antes bien puedan, según estas generales divisiones,
aplicar y referir mentalmente cualquier noticia, haciendo sus cómputos por la
situación del universo. Porque así como en el mirar acostumbramos volver siempre
el rostro hacia el lugar que nos señalan, de igual forma en el leer debemos
trasplantar y llevar la imaginación a los lugares que nos apunta el discurso.
Pero dejándonos de estas digresiones, volvamos a tomar la serie de nuestra
historia.
CAPÍTULO X
Número de estadios que hay desde Cartagena a Italia. Roma envía a la España a
Publio Cornelio, y al África a Tiber Sempronio.- Sublevación de los boios.-
Arribo de Escipión a las bocas del Ródano.
Por este tiempo los cartagineses eran dueños de todas las provincias de África
que se hallan sobre el Mediterráneo, desde los altares de Fileno que caen junto
a la gran Sirtes hasta las columnas de Hércules, espacio de costa de más de
dieciséis mil estadios de longitud. Habían sometido también, pasado el estrecho
que está junto a las columnas de Hércules, toda la España hasta aquellas rocas
donde confinan los Pirineos con el mar Mediterráneo y se separan los españoles
de los galos. Distan estos montes del estrecho de las columnas de Hércules
aproximadamente mil estadios. Porque desde las columnas hasta Cartagena, de
donde emprendió Aníbal su viaje para Italia, se cuentan tres mil. Desde
Cartagena, o la Nueva Cartago como otros llaman, hasta el Ebro hay dos mil
seiscientos; desde el Ebro hasta Emporio mil seiscientos, y desde allí hasta el
paso del Ródano otros tantos. En la actualidad los romanos tienen medido y
señalado este camino con exactitud de ocho en ocho estadios. Desde el paso del
Ródano, ascendiendo por el mismo río hacia su nacimiento hasta principiar el
camino de los Alpes que va a Italia, se cuentan mil cuatrocientos estadios. Las
restantes cumbres de los Alpes, las que era forzoso superar para llegar a las
llanuras de Italia que baña el Po, se extienden cerca de mil doscientos. De
forma que todo el camino que Aníbal debía atravesar para venir desde Cartagena a
Italia, ascendía a cerca de nueve mil estadios. De este espacio, si se mira a la
longitud, tenía ya casi andado la mitad, pero si se atiende a las dificultades
le restaba aún la mayor parte.
Ya se disponía Aníbal a pasar los desfiladeros de los Pirineos, receloso de que
los galos por la defensa natural de los lugares no le cerrasen el paso, cuando
los romanos conocieron por los embajadores enviados a Cartago lo que se había
resuelto y decretado. Llegada antes de lo que se esperaba la nueva de que
Aníbal, había pasado el Ebro con ejército, tomaron la decisión de enviar a la
España a Publio Cornelio, y al África a Tiberio Sempronio (219 años antes de J.
C.) Mientras que estos dos cónsules disponían sus legiones y realizaban los
demás preparativos, procuraron finalizar el asunto que anteriormente tenían
entre manos, de enviar colonias a la Galia Cisalpina. Pusieron toda diligencia
en cercar con muros las ciudades, y dieron orden para que los que habían de
vivir en ellas (en número de seis mil hombres para cada una) partiesen a su
destino en el término de treinta días. Una de estas colonias fue construida de
parte acá del Po, y se llamó Placencia; la otra de parte allá, y se la dio el
nombre de Cremona.
Luego que se establecieron estas colonias, los galos llamados boios, que de
tiempos atrás maquinaban romper con los romanos y por falta de ocasión no lo
habían llevado a efecto, alentados y fiados en las nuevas de que venían los
cartagineses, se separaron de los romanos, abandonándolos los rehenes que habían
dado al finalizar la última guerra, de que ya hicimos mención en el libro
antecedente. Atrajeron a su partido a los insubrios, que fácilmente conspiraron
en la rebelión por el antiguo odio, y talaron los campos que los romanos habían
adjudicado a cada colonia. Persiguieron a los fugitivos hasta Motina, colonia
romana, y la pusieron sitio. Se encontraron cercados dentro de la plaza tres
ilustres romanos que habían sido enviados para la división de las tierras, uno
de ellos Cayo Lutacio, varón consular, y dos pretores. Éstos pidieron se les
admitiese a una conferencia, y se la concedieron los boios; mas tuvieron la
deslealtad de prenderlos a la salida, persuadidos a que por éstos canjearían sus
rehenes. Con esta nueva, Lucio Manlio, pretor y comandante de las tropas de
aquel país, se dirigió prontamente a su socorro. Pero los beocios que supieron
la venida, le tendieron una emboscada en un monte, y luego que hubieron entrado
en lo fragoso los romanos, los atacaron por todas partes y dieron muerte a los
más. Los demás emprendieron la huida al iniciarse el combate; y aunque después
de ganar las alturas se hicieron fuertes por algún tiempo, apenas pudo pasar
esto por una honesta retirada, Los boios siguieron tras de ellos, y los
encerraron en un pueblo llamado Tanes. Luego que llegó a Roma la noticia de que
los boios tenían cercada la cuarta legión y la sitiaban con brío, se destacó al
instante a su socorro la legión que antes se había entregado a Publio bajo las
órdenes de un pretor, y se ordenó a éste que levantase y dispusiese otras tropas
entre los aliados.
Éste era el estado de los galos desde el inicio de la guerra hasta la llegada de
Aníbal; el éxito que después tuvieron fue tal como hemos dicho en los libros
anteriores y acabamos de exponer al presente. Al llegar la primavera, los
cónsules romanos, preparado todo¡ lo necesario para la ejecución de sus
propósitos, se hicieron a la mar para las expediciones que se habían propuesto.
Escipión marchó a la España con sesenta navíos, y Sempronio al África con ciento
sesenta buques de cinco órdenes. Éste pensó hacer la guerra con tanto asombro y
acopió tantos pertrechos en Lilibea, donde juntó las guarniciones de todas las
ciudades, como si al primer arribo hubiera de poner sitio a la misma Cartago.
Escipión, costeando la Liguria, llegó al quinto día a las inmediaciones de
Marsella, y fondeando en la primera boca del Ródano, llamada de Marsella,
desembarcó a sus gentes. Allí supo que ya Aníbal había pasado los Pirineos, bien
que le juzgaba aún muy distante por las dificultades del camino y multitud de
galos que había en el intermedio. Mas Aníbal, ganados unos con el dinero y
vencidos otros con la espada, llegó con su ejército al paso del Ródano cuando
menos se esperaba, teniendo el mar de Cerdeña a la derecha. Escipión, sabida la
llegada de los enemigos, ya porque le parecía increíble la celeridad de la
marcha, ya porque quería enterarse a punto fijo, destaca trescientos hombres de
a caballo, los más valerosos, dándoles por guías y auxiliadores a los galos que
se hallaban a sueldo de los de Marsella. Él, mientras, reparó sus tropas de la
fatiga de la navegación, y deliberó con los tribunos qué puestos se habían de
ocupar y dónde se había de salir al encuentro al enemigo.
CAPÍTULO XI
Llegada de Aníbal al Ródano - Preparativos que hace para pasarle.- Oposición que
encuentra entre los bárbaros del país.
Luego que se acercó Aníbal a las inmediaciones del río, sentó el campo a cuatro
jornadas de su embocadura, y se dispuso a pasarlo por ser allí la madre de una
regular anchura. Después de haber ganado de todos modos la confianza de los
pueblos próximos, les compró todas las canoas de una pieza y esquifes de que
tenían abundancia, por ser muy dados al comercio marítimo sus naturales. Tomóles
también toda la madera para la construcción de buques de una pieza, con la que
en dos días se construyó un número exorbitante de pontones, procurando cada uno
fundar en sí mismo la esperanza de pasar el río sin necesidad del compañero.
Mientras tanto se reunió en el lado opuesto un gran número de bárbaros para
impedir el paso a los cartagineses. A la vista de esto, Aníbal, infiriendo de
las actuales circunstancias que ni le era posible pasar el río por fuerza,
teniendo sobre sí tal número de enemigos, ni permanecer en aquel sitio, a menos
de tener que recibir el ímpetu de los contrarios por todos lados, destacó a la
entrada de la tercera noche una parte de su ejército al mando de Annón, hijo del
rey Bomílcar, dándole por guías a los naturales del país. Éstos, remontando el
río cerca de doscientos estadios, llegaron a un paraje, donde dividiéndose la
corriente de agua en dos partes, formaba una pequeña isla. Allí hicieron alto, y
trabando unos y ligando otros los leños cortados en el vecino bosque, en corto
tiempo construyeron el número de balsas que bastaba a la actual urgencia, en las
que atravesaron el río sin riesgo ni impedimento. Se apoderaron después de un
sitio ventajoso, donde pasaron todo aquel día, para recobrarse de la pasada
fatiga y disponerse al mismo tiempo a ejecutar la orden que se les había dado.
Aníbal, por su parte, hacía lo mismo con las tropas que le habían quedado. Pero
lo que más cuidado le daba era el paso de sus elefantes, en número de treinta y
siete.
Apenas llegó la quinta noche, los que ya habían pasado al otro lado, marcharon
al amanecer junto al río, contra los bárbaros que estaban al frente del
ejército. Entonces Aníbal, que tenía dispuestos los soldados, puso por obra su
pasaje. Embarcó la caballería pesadamente armada en los bateles, y la infantería
más ligera en las barcazas. Los bateles formaban una línea en la parte superior
de la corriente, y por bajo estaban las barcazas de menos resistencia, a fin de
que sosteniendo aquellos la violencia principal del agua, hiciesen a éstas más
seguro el paso. Se decidió asimismo llevar a nado los caballos en las popas de
los bateles. De esta forma, como un solo hombre conducía del ramal tres o cuatro
en cada costado de la popa, en un instante a la primera remesa pasaron un buen
número de caballos al otro lado. Los bárbaros, que advirtieron el intento de los
enemigos, salen tumultuosamente y a pelotones del campamento persuadidos a que
con facilidad impedirían el desembarco a los cartagineses. Apenas vio Aníbal los
fuegos que los suyos hacían de la otra parte, señal que se les había dado cuando
ya estuviesen cerca, ordenó embarcar a todos, y que los que gobernaban los
bateles se opusiesen a la violencia de la corriente. Hecho esto prontamente, los
que iban en los bateles se alentaban mutuamente a gritos y luchaban con la
violencia del agua; los dos ejércitos cartagineses que estaban viéndolo sobre
una y otra margen, esforzaban y animaban con algazara a sus compañeros; los
bárbaros, formados al frente, cantaban sus himnos y pedían la batalla, de suerte
que el conjunto presentaba un espectáculo pavoroso y capaz de inspirar espanto.
En ese instante los cartagineses que se hallaban al otro lado, dando súbita y
repentinamente sobre los bárbaros que habían desamparado sus tiendas, unos
prenden fuego al campamento y los más marchan contra los que defendían el paso.
Los bárbaros, sobrecogidos con un tan inesperado accidente, parte acuden al
socorro de las tiendas, parte se defienden y pelean contra los que los atacaban.
Entonces, Aníbal, viendo que el efecto correspondía a sus deseos, al paso que
los suyos iban desembarcando, los forma en batalla, los exhorta y los lleva
contra los bárbaros, que desordenados y atónitos con lo imprevisto del caso,
vuelven la espalda prontamente y emprenden la huida.
CAPÍTULO XII
Aníbal atraviesa el Ródano.- Exhortación a sus tropas.- Encuentros de dos
partidas de caballería romana y cartaginesa.- Tránsito de los elefantes.
Dueño del pasaje y victorioso, Aníbal dio prontamente providencia para el paso
de la gente que había quedado en la otra orilla. Una vez que hubieron pasado en
corto tiempo todas las tropas, sentó sus reales, aquella noche en la margen del
mismo río. Al día siguiente, con la nueva que tuvo de que la escuadra romana
había anclado en las bocas del Ródano, destacó quinientos caballos númidas
escogidos a reconocer el sitio, número y operaciones del contrario. Al mismo
tiempo ordenó a los peritos que pasasen los elefantes. Él, mientras, convocado
el ejército, mandó entrar a Magilo, potentado que había venido de los llanos
alrededor del Po, y por medio de un intérprete hizo saber a sus tropas la
resolución tomada por los galos este era un estímulo muy poderoso para excitar
el valor de los soldados. Pues a más de que por una parte era eficaz la
presencia de los que los convidaban y ofrecían ayudar en la guerra contra los
romanos, y por otra no se podía dudar de la promesa que hacían de que los
conducirían a Italia por lugares, en donde no les faltase nada y la marcha fuese
corta y segura, se unía a esto la fertilidad y extensión del país a donde habían
de ir, y la buena voluntad de los naturales con quienes habían de hacer la
guerra contra los romanos. Expuestas estas razones, se retiraron los galos. Acto
seguido tomó la palabra Aníbal, y renovó a sus tropas la memoria de lo que
habían realizado hasta entonces. Dijo que de cuantas arrojadas acciones y
peligros habían emprendido, en ninguna les había desmentido el deseo, siguiendo
su parecer y consejo; que tuviesen buen ánimo en adelante, a la vista de haber
superado el mayor de los obstáculos; que ya eran dueños del paso del río, y
testigos oculares de la benevolencia y afecto de los aliados; por último, que
descuidasen sobre el mecanismo de la empresa, puesto que se hallaba a su cargo,
y que sólo obedientes a sus a órdenes se portasen como buenos y dignos de sus
anteriores acciones. El ejército mostró y atestiguó un gran ardor y deseo de
seguirle. Aníbal alabó su buena disposición, hizo votos a los dioses por todos,
y ordenó que se cuidasen y preparasen con diligencia para trasladar el campo al
día siguiente.
No bien se había disuelto la asamblea, cuando llegaron los númidas que habían
sido antes enviados a la descubierta, la mayoría de ellos muertos, y los
restantes huyendo a rienda suelta. Pues a corta distancia del campo, cayendo en
manos de la caballería romana que Escipión había destacado para el mismo efecto,
fue tal la obstinación con que unos y otros se batieron, que de romanos y galos
murieron ciento cuarenta, y de númidas más de doscientos. Terminado el combate,
los romanos se acercaron en su persecución a examinar con sus ojos el campamento
de los cartagineses, y se volvieron prontamente para informar al cónsul de la
llegada del enemigo, como efectivamente lo hicieron apenas llegaron a los
reales. Escipión, después de haber embarcado con prontitud el bagaje, levantó el
campo, y condujo su ejército a orillas del río, deseoso de venir a las manos con
los enemigos. Aníbal, el día después de la junta, al amanecer situó toda la
caballería de frente al mar, para que sirviese de cuerpo de reserva, y ordenó a
la infantería ponerse en mancha. Él esperó a los elefantes y demás gente que
había quedado con ellos. El paso de los elefantes fue de esta manera.
Construidas muchas balsas, unieron fuertemente dos la una a la otra, que juntas
componían como cincuenta pies de anchura, y las fijaron bien en la tierra a la
entrada del río. A éstas añadieron otras dos por la parte que estaba fuera del
agua, y dieron mayor extensión a esta especie de puente para el paso. Para que
toda la obra estuviese inmóvil y no se la llevase el río, aseguraron desde
tierra el costado expuesto a la corriente, atándole con gumenas a los árboles
que había al margen. Luego que se hubo dado a todo el puente doscientos pies de
longitud, se construyeron después otras dos balsas excesivamente mayores y se
unieron a las últimas. Estas dos estaban fuertemente ligadas entre sí, pero
respecto de las otras, de tal modo que fuese fácil romper las ligaduras.
A éstas ataron muchas maromas, con las que los bateles que habían de ir tirando
a remolque impidiesen que el río se las llevase, y sosteniéndolas contra la
fuerza de la corriente, pudiesen las fieras pasar y abordar en ellas al otro
lado. Después trajeron y esparcieron cantidad de tierra, hasta que pusieron con
céspedes la entrada semejante, igual y del mismo color que el camino que
conducía las fieras hasta el pasaje. Estos animales estaban acostumbrados a
obedecer siempre a los indios hasta llegar al agua, pero meter el pie dentro
jamás se habían atrevido. Para esto echaron delante por el terraplén dos
hembras, y al instante siguieron los demás. Luego que estuvieron sobre las
últimas balsas, cortaron las ligaduras que las asían a las otras, y tirando a
remolque los bateles, separaron al instante las fieras y balsas que las
sostenían, de las que estaban terraplenadas. De momento se alborotaron las
bestias, volviendo y revolviendo de una parte a otra; pero viéndose rodeadas del
agua por todos lados, se intimidaron y se contuvieron por precisión en su lugar.
Así es como Aníbal, uniendo las balsas de dos en dos, pasó la mayor parte de las
fieras. Algunas, asustadas, se arrojaron al río en medio del pasaje, cuyos
conductores todos se ahogaron, pero se salvaron las bestias. Pues como tienen
fuertes y largas las trompas, levantándolas sobre el agua, respiraban y
despedían cuanto les venía encima, con lo que resistiendo la corriente por mucho
tiempo pasaron en derechura al otro lado.
CAPÍTULO XIII
Ruta que tomó Aníbal después de pasado el Ródano para superar los Alpes.-
Extravagantes testimonios de los historiadores cuando describen el tránsito de
Aníbal por estas montañas.
Una vez finalizado el paso de los elefantes, Aníbal formó de ellos y de la
caballería la retaguardia, y marchó junto al río, dirigiendo su ruta desde el
mar hacia el Oriente en ademán de quien va al interior de Europa. Porque el
Ródano tiene su nacimiento por encima del golfo Adriático hacia el Occidente, en
aquella parte de los Alpes que miran al Septentrión, corre hacia el ocaso del
invierno y desemboca en el mar de Cerdeña. Su curso generalmente es por un valle
cuya parte septentrional habitan los galos ardieos, y la meridional toda confina
con el arranque de los Alpes que miran al Septentrión. Las llanuras inmediatas
al Po, de que ya hemos hablado largamente, se hallan separadas del valle por
donde corre el Ródano por las cumbres de dichos montes, que, principiando desde
Marsella, se extienden hasta la extremidad del golfo Adriático. Éstos son, pues,
los montes que Aníbal atravesó ahora para entrar en Italia.
Ciertos historiadores, cuando hablan de estas montañas, por querer asombrar a
los lectores con prodigios, incurren imprudentemente en dos defectos muy ajenos
de la historia. Se ven precisados a contar embustes y contradicciones. Pues al
paso que representan a Aníbal como un capitán de inimitable valor y cordura, nos
le pintan como el más insensato sin disputa. Y cuando ya no hallan cabo ni
salida al enredo, introducen a los dioses y semidioses en los hechos verdaderos
de la historia. Nos pintan tan escabrosas y ásperas las cordilleras de los Alpes
que apenas, no digo a la caballería, ejército y elefantes, pero ni aun a la
infantería ligera la sería asequible el tránsito. De igual modo nos describen
tal la soledad de estos lugares, que a no habérseles aparecido algún dios o
héroe que les mostrase el camino, faltos de consejo, hubieran perecido todos.
Confesemos, pues, que esto es incurrir en los dos defectos que hemos apuntado.
Porque ¿se dará general más imprudente, ni capitán más insensato que Aníbal,
que, conduciendo un tan numeroso ejército, en quien fundaba la esperanza del
logro de sus propósitos, ignorase los caminos y lugares y no supiese a dónde ni
contra quién se dirigía, y, lo que es un exceso de locura, emprendiese, no lo
que dicta la razón, sino lo imposible? Meter un ejército en un terreno
desconocido, es cosa que no harían otros, reducidos al último extremo y faltos
de todo consejo; pues esto es cabalmente lo que atribuyen a Aníbal cuando estaba
aún en tiempo de prometérselo todo de su empresa. Lo mismo digo de la soledad,
escabrosidad y asperezas de estos lugares; todo ello es un manifiesto embuste.
Estos escritores no saben que antes de la venida de Aníbal, los galos vencidos
del Ródano, no una ni dos veces, no en tiempos remotos, sino recientemente,
habían pasado los Alpes con numerosas tropas para auxiliar a los galos de los
contornos del Po y llevar sus armas contra los romanos, como hemos dicho en los
libros anteriores. Ignoran que sobre los mismos Alpes habitan muchísimos
pueblos. Por eso, faltos de estos conocimientos, cuentan que se apareció un
semidiós para servir de guía a los cartagineses. En esto se asemejan
precisamente a los compositores de tragedias. Así como estos poetas, por sentar
al principio supuestos falsos y repugnantes, tienen que recurrir para la
catástrofe y desenredo de sus dramas a algún dios o a alguna máquina, del mismo
modo aquellos escritores se ven precisados a fingir que se les ha aparecido
algún héroe o dios, por haber supuesto fundamentos falsos e inverosímiles.
Porque ¿cómo se puede con absurdos principios dar a la acción un éxito
razonable? Aníbal se condujo en esta empresa, no como éstos escriben, sino con
demasiada prudencia. Se había informado muy en detalle de la bondad del país a
donde dirigía sus pasos y de la aversión de los pueblos contra los romanos. Para
las dificultades que pudieran ocurrir en el intermedio, se había valido de guías
y conductores de la misma tierra, hombres que, por la comunión de intereses,
habían de correr el mismo riesgo. Nosotros hablamos de estas cosas tanto con
mayor satisfacción, cuanto que las hemos sabido de boca de los mismos
contemporáneos, hemos examinado con la vista estos lugares y hemos viajado en
persona por los Alpes para ilustración y propio conocimiento.
CAPÍTULO XIV
Llega Aníbal a lo que se llama la isla y pone en posesión del trono a un
potentado de aquel país.- Oposición que encuentra en los allobroges al
principiar los Alpes.- Victoria por los cartagineses.
Tres días después de haber levantado el campo los cartagineses, llegó el cónsul
Escipión al paso del río; e informado de que habían marchado, fue, como era
regular, tanto mayor su sorpresa cuanto estaba persuadido a que jamás los
enemigos se atreverían a tomar aquella ruta para Italia, ya por la multitud de
bárbaros que habitaban aquellas comarcas, ya por lo poco que había que fiar en
sus palabras. Mas desengañado de que, efectivamente, habían tenido tal osadía,
se retiró otra vez a sus navíos. Luego que llegó, embarcó las tropas, envió a la
España a su hermano y él volvió a tomar el rumbo hacia la Italia, con el anhelo
de prevenir a Aníbal en las cordilleras de los Alpes, atravesando la Etruria.
Aníbal, a los cuatro días de camino tras haber pasado el Ródano, llegó a lo que
llaman la Isla, país bien poblado y abundante en granos. Llámase así por su
misma situación; pues corriendo el Ródano y el Saona cada uno por su costado,
rematan en punta al confluente estos dos ríos. Es semejante en extensión y
figura a lo que se llama Delta en Egipto, a excepción de que en la Delta cierra
él un costado al mar, donde vienen a desaguar los dos ríos, y en la Isla unas
montañas impenetrables y escarpadas, o, por mejor decir, inaccesibles. Aquí
halló Aníbal dos hermanos que, armados el uno contra el otro, se disputaban el
reino. El mayor supo obligar y empeñar a Aníbal en su ayuda para adjudicarse la
corona. El cartaginés asintió, prometiéndose de esta acción por el pronto casi
seguras ventajas. Efectivamente fue así, que unidas sus armas con las de éste y
arrojado el menor, logró del vencedor infinitas recompensas. No sólo proveyó
abundantemente la armada de granos y demás utensilios, sino que, sustituyendo en
vez de las armas viejas y usadas otras nuevas, renovó oportunamente todas las
fornituras del ejército. Vistió asimismo y calzó a la mayor parte, con lo que
les procuró una gran comodidad para superar los Alpes. Pero el principal
servicio fue que, entrando Aníbal con temor en las tierras de los galos llamados
allobroges, puesto a la retaguardia con su ejército, le puso a cubierto de todo
insulto, hasta que llegó a la subida de los Alpes. Ya había caminado Aníbal
junto al río ochocientos estadios en diez días, cuando al iniciar la subida de
los Alpes se vio en un inminente riesgo. Mientras estuvo en el país llano, los
jefes subalternos de los allobroges se habían abstenido de inquietar su marcha,
parte porque temían la caballería, parte porque respetaban los bárbaros que le
acompañaban. Pero apenas éstos se retiraron a sus casas y Aníbal comenzó a
entrar en tierra quebrada, entonces, reunidos los allobroges en bastante número,
ocuparon con anticipación los puestos ventajosos por donde había de subir
Aníbal. Si hubieran sabido ocultar su propósito, la ruina del ejército
cartaginés era inevitable; pero fueron descubiertos a tiempo, y aunque hicieron
mucho daño, fue menor el que ellos recibieron. Pues apenas advirtió el
cartaginés que los bárbaros ocupaban los puestos ventajosos, ordenó hacer alto,
acampando al pie de las colinas. Envió delante algunos galos de los que servían
de guías para explorar los intentos y disposición del contrario. De vuelta de su
comisión, supo que por el día observaban una exacta disciplina los allobroges y
guardaban sus puestos, pero que por la noche se retiraban a la ciudad inmediata.
Atento a esta noticia, formó el plan siguiente. Hizo avanzar el ejército a la
vista de todos y acampó no lejos del enemigo al pie de aquellas gargantas.
Llegada la noche, ordenó encender fuegos, dejó aquí la mayor parte del ejército
y él con la tropa más valerosa y expedita atravesó los desfiladeros y se apoderó
de los puestos que anteriormente habían abandonado los bárbaros, por haberse
retirado a la ciudad según su costumbre.
Apenas los allobroges, llegado el día, echaron de ver lo sucedido, desistieron
por el pronto del intento; pero advirtiendo después que el número de acémilas y
caballería subía con dificultad y a larga distancia aquellos despeñaderos, se
valieron de la ocasión para salir al paso. Efectivamente, atacaron la
retaguardia por muchos lados, y hubo una gran mortandad en el ejército
cartaginés, principalmente de caballos y bestias, no tanto por los golpes de los
bárbaros cuanto por la desigualdad del terreno. Pues como el camino era no sólo
angosto y áspero sino en declive y pendiente, a cualquier movimiento o a
cualquier vaivén iban rodando por aquellos precipicios muchas bestias y acémilas
con sus cargas. Pero la principal confusión la causaron los caballos heridos,
pues espantados unos, chocaban con las bestias que tenían al frente, e
impetuosos otros, atropellaban cuanto se les oponía por delante de los
desfiladeros, de lo que provenía un gran desorden. Atento a esto Aníbal,
reflexionando que, perdido el bagaje, no habría ya remedio que esperar aun para
los que se salvasen, toma a los que por la noche se habían apoderado de las
eminencias, y se dirige al socorro de los que emprendían la subida. De esta
forma, como los atacó desde arriba, causó un grande estrago en los enemigos,
bien que no fue menor el de los suyos, porque se aumentó la confusión por ambas
partes al ver la gritería y choque de los nuevos combatientes. Pero después que
la mayoría de los allobroges perecieron, y el resto, vuelta la espalda, tuvo que
retirarse, entonces hizo pasar, aunque con pena y trabajo, aquellos desfiladeros
a las bestias y caballos que le habían quedado, y él, reuniendo las reliquias
que pudo de la acción, atacó la ciudad, de donde los contrarios le habían salido
al encuentro. Tomóla a poca costa, porque la esperanza del botín había echado
fuera a todos sus moradores y la habían dejado casi desierta. Esta conquista le
reportó muchas ventajas, tanto para el presente como para el futuro. Se rehizo
por el pronto del número de caballos, bestias y hombres que le habían tomado;
tuvo abundancia para adelante de granos y ganados para dos o tres días, y lo que
fue una precisa consecuencia, esparcido el terror por la comarca, consiguió que
los pueblos vecinos no se atreviesen con facilidad a interrumpirle la subida.
CAPÍTULO XV
Paso de los Alpes por Aníbal.- Emboscadas, desfiladeros y dificultades que tuvo
que vencer.
Aníbal, sentados allí los reales, hizo alto todo un día, y volvió a emprender la
marcha. En los días siguientes marchó el ejército sin riesgo particular. Pero al
cuarto volvió a incurrir en un gran peligro. Los pueblos próximos al camino
fraguan una conspiración, y le salen al paso con ramos de oliva y con coronas.
Ésta es una señal de paz casi general entre los bárbaros, así como lo es el
caduceo entre los griegos. Aníbal, que ya vivía con recelo de la fe de estos
hombres, examinó con cuidado su intención y todos sus propósitos. Ellos le
expusieron que les constaba la toma de la ciudad y ruina de los que le habían
atacado; le manifestaron que el motivo de su venida era con el deseo de no hacer
daño ni de que se les hiciese, para lo cual le prometían dar rehenes. Aníbal
dudó durante mucho tiempo y desconfió de sus palabras; pero reflexionando que si
admitía sus ofertas haría acaso a estos pueblos más contenidos y tratables, y
que si las desechaba los tendría por enemigos declarados, consintió en su
demanda y fingió contraer con ellos alianza. Como los bárbaros entregaron al
instante los rehenes, proveyeron abundantemente de carnes el ejército y se
entregaron del todo y sin reserva en mano de los cartagineses, Aníbal empezó a
tener alguna confianza, tanto que se sirvió de sus personas para guías de los
desfiladeros que faltaban. Pero a los dos días que iban de batidores, se reúnen
todos, y al pasar Aníbal un valle fragoso y escarpado, le acometen por la
espalda.
Ésta era la ocasión en que hubieran perecido todos sin remedio, si Aníbal, a
quien duraba aún alguna desconfianza, pronosticando lo que había de ocurrir, no
hubiera situado delante el bagaje y la caballería y detrás los pesadamente
armados. Este auxilio hizo menor la pérdida, porque reprimió el ímpetu de los
bárbaros. Bien que, aun con esta precaución, murieron gran número de hombres,
bestias y caballos. Porque, como los contrarios caminaban por lo alto a medida
que los cartagineses por lo bajo de las montañas, ya echando a rodar peñascos,
ya tirando piedras con la mano, pusieron las tropas en tal consternación y
peligro, que Aníbal se vio en la precisión de pasar una noche con la mitad del
ejército sobre una áspera y rasa roca, separado de la caballería y bestias de
carga para vigilar en su defensa, y aun apenas bastó toda la noche para
desembarazarse de aquel mal paso. Al día siguiente, retirados los enemigos, se
reunió con la caballería y acémilas, y prosiguió su marcha a lo más encumbrado
de los Alpes. De allí adelante ya no le embistieron los bárbaros con el total de
sus fuerzas. Solamente le atacaban por partidas, y presentándose oportunamente,
ya por la retaguardia, ya por la vanguardia, le robaban algún bagaje. De mucho
le sirvieron en esta ocasión los elefantes, pues por la parte que ellos iban
jamás se atrevieron acercarse los contrarios, asombrados con la novedad del
espectáculo. Al noveno día llegó a la cima de estos montes, donde acampó y se
detuvo dos días para dar descanso a los que se habían salvado y esperar a los
que se habían rezagado. Durante este tiempo muchos de los caballos espantados y
bestias de las que habían arrojado las cargas, descubriendo maravillosamente por
las huellas el ejército, volvieron y llegaron al campamento.
Era entonces el final del otoño, y se hallaban ya cubiertas de nieve las cimas
de estos montes, cuando advirtiendo Aníbal que los infortunios pasados y los que
esperaban aún habían abatido el valor de sus tropas, las convoca a junta y
procura animarlas, valiéndose para esto del único medio de enseñarles la Italia.
Está, pues, esta región de, tal modo situada al pie de los Alpes, que de
cualquier parte que se mire, parece que la sirven de baluarte estas montañas. De
esta forma, poniéndoles a la vista las campiñas que riega el Po, recordándoles
la buena voluntad de sus moradores, y señalándoles al mismo tiempo la situación
de la misma Roma, recobró de algún modo el espíritu de sus soldados. Al día
siguiente levantó el campo y emprendió el descenso. En él no se le presentaron
enemigos, fuera de algunos que rateramente le molestaron. Pero la desigualdad
del terreno y la nieve le hicieron perder poca menos gente que había perecido en
la subida. Efectivamente, como la bajada era angosta y pendiente, y la nieve
ocultaba el paso al soldado, cualquier traspié o desvío del camino era un
precipicio en un despeñadero. Bien que la tropa, acostumbrada ya a este género
de males, sufría con paciencia este trabajo. Pero luego que llegó a cierto paso
cuya estrechez imposibilitaba el paso a los elefantes y bestias (era un
despeñadero que, a más de que ya anteriormente tenía casi estadio y medio de
camino, a la sazón estaba aún más escarpado con el desmoronamiento de la
tierra), allí comenzó de nuevo a desalentarse y acobardarse la tropa. El primer
pensamiento de Aníbal fue evitar el precipicio por un rodeo; pero como la nieve
le imposibilitaba el camino, desistió del empeño.
Era cosa particular y extraña lo que allí acaecía. Sobre la nieve que antes
había y permanecía del invierno anterior, había caído otra nueva en este año. En
ésta fácilmente se hacía impresión, como que estaba blanda por haber caído
recientemente y ser poca su altura; pero, cuando pisoteada la nueva se llegaba a
la que estaba debajo congelada lejos de poderse asegurar el soldado parecía que
nadaba, y faltándole los pies, caía en tierra, a la manera que acontece a los
que andan por un terreno resbaladizo. A esto se añadía otro mayor trabajo. Como
el soldado no podía imprimir la huella en la nieve que había debajo, si caído
quería tal vez valerse de las rodillas o manos para levantarse, tanto con mayor
lástima él y todo lo que le había servido de asidero iba rodando por aquellos
lugares generalmente pendientes. Las acémilas, cuando caían, rompían el hielo
forcejeando por levantarse: una vez éste quebrado, quedaban atascadas con la
pesadez de la carga y como congeladas con la opresión de la nieve anterior. A la
vista de esto, fue preciso desistir de este arbitrio y acampar en el principio
del desfiladero, quitándole antes la nieve que contenía. Después, con el auxilio
de la tropa, se abrió un camino en la misma peña, aunque con mucho trabajo. En
un solo día se hizo el bastante para que transitasen las bestias y caballería.
Luego que éstas hubieron pasado, se mudó el real a un sitio que no tenía nieve y
se las soltó a pastar. Aníbal mientras, distribuidos en partidas los númidas,
prosiguió la conclusión del camino, y apenas después de tres días de trabajo
pudo hacer pasar los elefantes, que se hallaban ya muy extenuados del hambre.
Pues las cumbres de los Alpes y sus inmediaciones, como en invierno y verano las
cubre la nieve de continuo, están del todo rasas y desnudas de árboles; pero las
faldas de uno y otro lado producen bosques y arboledas, y generalmente son
susceptibles de cultivo.
Finalmente, incorporado todo el ejército, prosiguió Aníbal el descenso, y tres
días después de haber atravesado los mencionados despeñaderos, alcanzó el llano
con mucha pérdida de gente, que los enemigos, los ríos y la longitud del camino
habían causado; y mucha más, no tanto de hombres cuanto de caballos y acémilas,
que los precipicios y malos pasos de los Alpes se habían tragado. Había tardado
cinco meses en todo el camino desde Cartagena, contando los quince días que le
había costado el superar los Alpes hasta que penetró con el mismo espíritu en
las llanuras del Po y pueblos de los insubrios. El cuerpo de tropas que le había
quedado a salvo se reducía a doce mil infantes africanos, ocho mil españoles y
seis mil caballos, como él mismo lo testifica en una columna hallada en Lacinio,
describiendo el número de su gente.
Durante este tiempo Publio Escipión, que, como arriba hemos indicado, había
dejado las legiones a su hermano Cnelio, le había recomendado los negocios da
España y que hiciese la guerra con vigor a Asdrúbal, desembarcó en Pisa con poca
gente. Pero atravesando la Etruria, y tomando allí de los pretores las legiones
que estaban a su cargo para hacer la guerra a los boios, marchó a acamparse a
las llanuras del Po, donde aguardó al enemigo, deseoso de venir con él a las
manos.
CAPÍTULO XVI
Digresión que hace el autor para justificarse sobre varios particulares
históricos.
Ya que hemos llevado a la Italia la narración, los dos generales y la guerra,
antes de dar principio a los combates deseamos justificarnos brevemente de
ciertos particulares que conducen a la historia. Quizá se nos preguntará cómo
habiéndonos extendido tanto sobre varios lugares del África y de la España, no
hemos dicho siquiera una palabra ni del estrecho de las columnas de Hércules, ni
del mar Océano y sus particularidades, ni de las islas Británicas y confección
del estaño, ni de las minas de oro y plata que existen en España, sobre que los
autores han escrito tanto y tan contrario. Ciertamente que si hemos omitido
estos puntos no ha sido por considerarlos ajenos de la historia, sino, en primer
lugar, porque no hemos querido interrumpir la narración a menudo, ni distraer al
lector de la serie del asunto; y en segundo, porque nos hemos propuesto, no el
tratar estas curiosidades en distintos lugares y de paso, sino exponer su
certeza en cuanto nos sea posible con separación, destinando lugar y tiempo a
esta materia. En este supuesto, no hay que extrañar si en la consecuencia,
llegando a semejantes pasajes, omitimos sus circunstancias por estas causas. Es
verdad que algunos gustan de que en todo lugar y en cualquier parte de la
historia se siembren estas particularidades; pero no advierten que en esto se
asemejan a los glotones cuando son convidados. Tales hombres, por probar de todo
lo que les presentan, ni por el pronto toman el verdadero gusto a los manjares,
ni para adelante sacan nutrimento provechoso de su digestión, sino todo lo
contrario. Del igual modo los que aman en la lectura incidentes inconexos, ni
consiguen por el pronto una diversión verdadera, ni para adelante una
instrucción correspondiente. Existen, sin embargo, muchas pruebas de que entre
todas las otras partes de la historia ésta merece una atención y corrección más
exacta, como se ve principalmente por éstas. Todos los historiadores, o cuando
no la mayoría, que han intentado describir las propiedades y situación de los
países que se hallan a los extremos del mundo conocido, los más han cometido
frecuentes yerros. De ningún modo conviene perdonar a estos autores; por el
contrario, es preciso impugnarlos, no de prisa y corriendo, sino de propósito y
con fundamento. Ya que se les ha de refutar su ignorancia, no con invectivas y
mordacidades, sino más bien con aplausos y correcciones. Pues se ha de tener
entendido que si volvieran ahora, enmendarían y mudarían mucho de lo que
entonces profirieron. En los tiempos anteriores, casi no se encontrará un griego
que emprendiese explorar las extremidades de la tierra, por ser intento vano.
Eran muchos e innumerables los peligros que había en el mar, y muchísimo mayores
en los viajes por tierra. Aparte de que si alguno por precisión o por gusto
viajaba a los extremos del mundo, ni aun así conseguía el fin que se había
propuesto. Era difícil examinar de visu los más de los países, ya por la
barbarie que en unos reina, ya por la soledad que en otros existía. Era aún más
dificultoso enterarse, y sacar alguna ilustración con el auxilio de la palabra,
de aquellos que se habían visto, por la diversidad del idioma. Y dado el caso
que hubiese uno instruido en los viajes, aun así era muy difícil que este tal,
despreciando las fábulas y patrañas, se contuviese dentro de una relación
moderada, prefiriese por su honor la verdad, y no nos contase más de lo que
había visto.
Siendo, pues, no digo difícil, sino casi imposible una exacta noticia de estas
cosas en los siglos anteriores, no es normal que por haber omitido algún hecho o
haber incurrido en algún defecto, se reprenda a estos autores; antes bien,
merecen de justicia que se les aplauda y admire, por haber tenido algún
conocimiento y haber promovido este estudio en tales tiempos. Pero en nuestros
días, que por el dominio de Alejandro en Asia e imperio de los romanos en lo
restante del mundo, casi todo el orbe es navegable o transitable, y que hombres
sabios, libres del cuidado de los negocios militares y políticos, han logrado
con este motivo las mayores proporciones de inquirir y examinar esta clase de
descubrimientos; es necesario que sepamos mejor y con más certeza lo que
ignoraron nuestros antepasados. Esto procuraremos cumplir, destinando en la
historia lugar conveniente para esta materia. Para entonces descaremos nos
presten toda su atención los amantes de este estudio, puesto que hemos sufrido
fatigas y padecido infortunios, viajando por el África, España, Galia y mar
exterior que circunda estas regiones, con el fin principalmente de corregir la
ignoran, la de los antiguos en esta parte, y procurar a los griegos el
conocimiento de estos países del mundo. Pero ahora, tornando a tomar el hilo de
la narración, expondremos los combates que se dieron de poder a poder en Italia
entre romanos y cartagineses.
CAPÍTULO XVII
Situación del ejército de Aníbal después de atravesar los Alpes.- Toma de
Turín.- Arenga de Aníbal antes de la batalla del Tesino.
Conocemos ya al número de tropas con que Aníbal penetró en Italia. Su primer
cuidado, luego que llegó, fue acamparse al pie de los Alpes para dar descanso a
los soldados. Las subidas, bajadas y desfiladeros de las cumbres de estos montes
habían, no sólo deteriorado notablemente el ejército, sino que la falta de
víveres y desaliño de los cuerpos lo habían desfigurado enteramente. Hubo muchos
a quienes el hambre y los continuos trabajos hicieron despreciar la vida. Pues a
más de que tales lugares imposibilitaban el acarreo de comestibles que bastase a
tantos miles, de los una vez transportados, con la pérdida de la acémila se
perdía ya la mayor parte. De aquí provino que el que había salido del tránsito
del Ródano con un ejército de treinta y ocho mil infantes y más de ocho mil
caballos, en la cordillera de los Alpes había perdido, como hemos mencionado,
cerca de la mitad, y ésta a la vista y demás apariencia tan desmejorada por los
continuos trabajos, que parecía una tropa de salvajes. Por eso, el principal
cuidado de Aníbal se redujo a cuidar de estas gentes, para que recobrasen el
espíritu y fuerzas tanto ellos como los caballos.
Una vez que el ejército se hubo restaurado, intentó primero atraer a su amistad
y alianza a los taurinos, pueblos que, situados al pie de los Alpes, sostenían
entonces una guerra con los insubrios, y recelaban de la fe de los cartagineses.
Pero no teniendo efecto sus insinuaciones, puso su campo alrededor de la capital
de esta nación, y la tomó a los tres días de asedio. Pasó a cuchillo a todos los
que se le habían opuesto, con lo que infundió tal terror entre los bárbaros de
la comarca, que todos vinieron al momento a ponerse en sus manos. El restante
número de galos que habitaban aquellas campiñas hubiera sin duda apetecido
unirse con Aníbal, tal como en el principio lo había proyectado; pero prevenidos
e impedidos la mayor parte de ellos por las legiones romanas y precisados otros
a seguir su partido, gustaban del reposo. A la vista de esto, Aníbal decidió no
detenerse, sino marchar adelante y ejecutar alguna acción que asegurase la
confianza de los que deseaban unir con él su fortuna.
Este era su propósito cuando tuvo la noticia que Escipión había atravesado el Po
con sus legiones y se hallaba cerca. De momento no dio crédito a estos rumores.
Se acordaba de que pocos días antes había dejado a este cónsul a las márgenes
del Ródano; reflexionaba que la navegación desde Marsella a la Etruria era larga
y peligrosa, y estaba informado que el camino desde el mar Etrusco a los Alpes
por Italia era largo y penoso para un ejército. Pero confirmándose más y más la
noticia admiró y extrañó el empeño y diligencia del cónsul. Lo mismo sucedió a
Escipión por su parte. Al principio no se podía persuadir que Aníbal emprendiese
el paso de los Alpes con un ejército compuesto de tan diversas naciones, y dado
que lo intentase, se presumía que hallaría su ruina sin remedio. Pero cuando
estando aún en estos discursos supo que Aníbal había llegado salvo a Italia y
que ya tenía puesto cerco a algunas de las ciudades, se asombró de la audacia e
intrepidez de semejante hombre. El mismo terror se sintió en Roma a la llegada
de estas noticias. Apenas atento a las últimas nuevas que habían arribado de la
toma de Sagunto, se había tomado la providencia de enviar un cónsul al África
para sitiar la misma Cartago, y el otro a la España para oponerse allí a Aníbal,
cuando he aquí que llega la noticia de que Aníbal se halla dentro de Italia con
ejército y tiene ya puesto sitio a algunas de sus ciudades. En medio del
sobresalto que causó esta inopinada nueva, se envió un correo inmediatamente a
Lilibea para informar a Tiberio de la llegada de los enemigos, y suplicarle que
pospuestos todos sus proyectos viniese cuanto antes al socorro de la patria.
Tiberio, reuniendo al momento su marinería, la intimó la orden de dirigir el
rumbo hacia Roma, y a los tribunos que marchasen con las tropas de tierra,
fijándoles el día en que habían de pernoctar en Arimino. Es ésta una ciudad
situada sobre el mar Adriático, al extremo de las llanuras del Po hacia el
Mediodía. Una conmoción tan universal y concurrencia de acasos tan imprevistos
había puesto a todos en la mayor inquietud sobre lo que ocurría.
Para entonces, aproximándose ya Aníbal y Escipión uno al otro, empezaron a
animar cada uno a sus soldados y ponerles a la vista lo que convenía a las
presentes circunstancias. De un modo semejante exhortó Aníbal a los suyos.
Reunió el ejército, hizo traer a los jóvenes cautivos que lo habían incomodado
en el tránsito de los desfiladeros de los Alpes y habían sido hechos
prisioneros. Es de suponer que para tenerlos dispuestos a su propósito los había
tratado con dureza, ya teniéndolos en duras prisiones, ya hostigándolos con el
hambre, ya macerando sus cuerpos con azotes. En este estado, los hizo sentar en
el centro y les presentó las armaduras gálicas con que sus reyes acostumbraban
adornarse para entrar en un combate particular. A más de esto les puso delante
caballos e hizo traer vestidos muy costosos. Después les preguntó quiénes de
ellos querían luchar uno contra otro, con la condición de que el vencedor había
de tener por premio los despojos presentes, y el vencido muriendo se eximía de
los males actuales. Habiendo todos clamado y pedido que querían entrar en la
lid, mandó echar suertes, y a los dos en quienes cayese se les armase y se
batiesen. Luego que los jóvenes escucharon esta orden, cuando levantando las
manos pedía cada uno con ansia a los dioses fuese él del número de los
escogidos. Apenas se hubo publicado el sorteo, los elegidos se alegraron en
extremo, y los otros al contrario. Terminado el combate, los restantes cautivos
felicitaban igualmente al vencido y al vencedor, como que se habían libertado de
infinitas y graves penas que les quedaban aún sufrir a ellos. El mismo efecto
hizo este espectáculo a los cartagineses, que haciendo comparación entre el
muerto y la miseria de los que veían llevar vivos, se compadecían de éstos, al
paso que reputaban a aquél por venturoso.
Aníbal, habiendo con este ejemplo impresionado en el ánimo de sus tropas aquella
disposición que se había propuesto, salió al centro de la asamblea y dijo: «Ved
aquí por qué os he presentado estos prisioneros, para que la vista eficaz de la
condición de los infortunios ajenos os haga consultar lo mejor sobre vuestro
estado presente. A igual combate y situación os ha reducido la fortuna, e
iguales son los premios que ahora os presenta. Es preciso, o vencer, o morir, o
vivir bajo el yugo de los contrarios. El premio de la victoria es, no caballos y
sayos, sino dueños de las riquezas romanas, llegar a ser los más dichosos de los
hombres. Si peleando y combatiendo hasta el último aliento os sucede algún
fracaso, sin saber lo que son miserias, vendéis la vida como buenos por la
empresa más honrosa. Pero, si vencidos por amor a la vida, volvéis la espalda o
tomáis otro cualquier medio para salvaros, no habrá males ni desdichas que no os
sobrevengan. Yo no creo haya alguno tan necio ni mentecato que, al considerar el
largo camino que ha recorrido desde su casa, al acordarse de tantos combates
ocurridos en el intermedio y al representársele los caudalosos ríos que ha
pasado, fíe en los pies el volver a su patria. En este supuesto es preciso que,
depuesta del todo tal esperanza, forméis de vuestra fortuna la misma idea que
poco ha hicisteis de los acasos ajenos. Así como de los prisioneros aplaudisteis
de igual modo al vencedor y al vencido, y tuvisteis compasión de los que
quedaron con vida, el mismo concepto debéis hacer de vuestra suerte, y entrar en
la batalla con el ánimo, lo primero, de vencer, y cuando esto no se pueda, de
morir, pues una vez vencidos no resta recurso alguno de vida. Si os echáis estas
cuentas y tenéis estos ánimos, conseguiréis sin duda el vencer y vivir. Jamás
desmintió la victoria a hombres que, o por gusto o por precisión, entraron en la
lid con tal propósito. Aparte de que cuando los enemigos tienen los sentimientos
contrarios, como ahora los romanos, que por caerles cerca su patria aseguran la
salud en la huida, es indudable que no podrán tolerar el ímpetu de una gente
desesperada.» La tropa aplaudió el ejemplo y el discurso, y se revistió del
espíritu y presencia de ánimo que el orador apetecía. Entonces Aníbal, después
de haberles elogiado, intimó la marcha para el día siguiente al amanecer, y
despidió la junta.
CAPÍTULO XVIII
Arenga de Escipión a sus tropas.- Batalla del Tesino.- Traición de los galos que
militaban bajo las banderas romanas.- Paso del Trebia por Escipión y pérdida de
su retaguardia.
Mientras tanto (219 años antes de J. C.), P. Cornelio había ya vadeado el Po, y
decidido a pasar adelante, había ordenado a los peritos tender un puente sobre
el Tesino. Después reunió las restantes tropas y les hizo su arenga. Se extendió
mucho sobre la majestad de Roma y hechos de sus mayores; pero atento al caso
presente, dijo: «Que aun cuando no hubiesen ensayado jamás sus fuerzas hasta el
presente contra enemigo alguno, el saber sólo que las habían de emplear contra
los cartagineses debía asegurarles la esperanza de la victoria; que era una cosa
indigna e intolerable que unos hombres tantas veces vencidos por los romanos,
sus tributarios por tantos años y habituados ya casi a servirles por tanto
tiempo, tuviesen la avilantez de levantar la vista contra sus señores. Pero
cuando prescindiendo de lo dicho, tenemos la reciente prueba de que el presente
enemigo ni aun mirarnos sólo se atreve a la cara, ¿qué juicio deberemos formar
para adelante, si lo reflexionamos con cuidado? El choque de la caballería
númida con la nuestra junto al Ródano les salió mal, pues muertos muchos, tuvo
en esto que huir vergonzosamente hasta su campo. El general y todo su ejército,
al saber la llegada de nuestras legiones, hizo una retirada a manera de huida, y
el miedo le obligó contra su voluntad a tomar el camino de los Alpes. Es cierto
que Aníbal se halla ahora en Italia, pero con pérdida de la mayor parte del
ejército, y la restante sin fuerzas e inutilizada con tantos trabajos. De igual
modo la mayor parte de los caballos ha muerto, y el resto, por la longitud y
malos pasos del camino, será de ningún provecho.» Con estas razones procuraba
persuadirlos a que, para vencer, sólo necesitaban presentarse al enemigo, pero
que su principal confianza la debían depositar en que se hallaba presente su
persona. Pues nunca él, abandonada la escuadra y los negocios de España a que
había sido enviado, hubiera venido acá con tanta diligencia si razones poderosas
no le hubieran persuadido a que era necesaria para la salud de la patria esta
jornada y que en ella estaba segura la victoria. La autoridad del que hablaba y
verdad de lo que decía, infundió ánimo en la tropa para el combate. Entonces el
cónsul, aceptando su buen deseo, les exhortó estuviesen prontos a recibir sus
órdenes, y despidió la junta.
Al día siguiente marcharon los dos generales a lo largo del Tesino por la parte
que mira a los Alpes, teniendo el romano el río a su izquierda y el cartaginés a
su derecha. Al segundo día, habiendo sabido uno y otro por sus forrajeadores que
el enemigo se hallaba cerca, acamparon e hicieron alto. Al otro día, Aníbal con
la caballería y Escipión con la suya y los flecheros de a pie, batieron la
campaña, deseosos cada uno de reconocer las fuerzas del contrario. Apenas el
polvo que se levantó dio a conocer la proximidad del enemigo, cada uno por su
parte se formó en batalla. Escipión hizo avanzar los flecheros con la caballería
gala, y situados de frente los restantes, avanzaba a lento paso. Aníbal formó su
primera línea con la caballería de freno y todo lo que había en ella demás
fuerte, cubrió sus alas con la númida para rodear al enemigo, y salió al
encuentro. Ansiosos por pelear unos y otros, jefes y caballeros, el primer
choque s dispuso de manera que los flecheros, apenas hubieron disparado sus
primeros dardos, asombrados con el ímpetu del enemigo y temerosos de que no les
atropellase la caballería que les venía encima, retrocedieron al instante y
echaron a huir por los intervalos de sus propios escuadrones. Los que componían
el centro vinieron mutuamente a las manos y sostuvieron por largo tiempo igual
la balanza del combate. La batalla era al mismo tiempo de caballería e
infantería, porque muchos en la acción echaron pie a tierra. Pero luego que los
númidas rodearon y atacaron al enemigo por la espalda, los flecheros de a pie
que anteriormente habían evitado el choque de la caballería, fueron atropellados
por la multitud e ímpetu de sus caballos. La vanguardia romana, que desde el
principio peleaba con el centro cartaginés, viéndose invadida por detrás por los
númidas, tuvo que desamparar el puesto. Una gran parte de romanos quedó sobre el
campo, pero fue mayor aún la de los cartagineses. Muchos de aquellos
emprendieron una huida precipitada, algunos se unieron con el cónsul. Escipión
inmediatamente levantó el campo y atravesó las llanuras hasta el puente del Po,
con el anhelo de hacer pasar prontamente sus legiones. Tomó el partido de poner
sus tropas a cubierto, a la vista de ser el país tan llano, el enemigo superior
en caballería y hallarse él gravemente herido. Aníbal creyó por algún tiempo que
las legiones de a pie reanudarían el combate; pero advirtiendo que habían salido
del campamento, las siguió hasta el río. Allí, como encontrase desunidas la
mayor parte de las tablas del puente y un cuerpo de seiscientos hombres que
había quedado para su custodia, los hizo prisioneros, y con la noticia que le
dieron de que los demás estaban ya muy lejos, retrocedió y tomó el camino
opuesto a lo largo del río con el deseo de encontrar un lugar apropiado para
tenderle un puente. Luego de dos días de marcha hizo uno de barcas, y encargó a
Asdrúbal el paso de las tropas. Él pasó poco después y dio audiencia a los
embajadores que habían venido de los pueblos próximos. Pues con la victoria que
había ganado, todos los galos de la comarca anhelaban ganar su confianza según
su primer propósito, proveerle de municiones y militar bajo sus banderas.
Recibidos que fueron éstos con agrado, y pasadas sus tropas a esta parte, caminó
río abajo haciendo una marcha opuesta a la anterior, con el deseo de alcanzar al
enemigo. Escipión, después de atravesado el Po, había acampado alrededor de
Placencia, colonia romana. Allí se había detenido para curar su herida y las de
sus soldados, creyéndose seguro de todo insulto. Entretanto, Aníbal, al segundo
día de haber pasado el río, alcanzó a los enemigos, y al tercero formó a su
vista el ejército en batalla. Pero viendo que nadie se le presentaba, se
atrincheró a cincuenta estadios de distancia.
Entonces los galos que militaban bajo las banderas romanas, al ver la mayor
prosperidad de los cartagineses, mancomunados entre sí, acecharon la ocasión de
atacar a los romanos sin salir cada uno de su tienda. Luego de haber cenado y
haberse recogido dentro del campamento, dejaron pasar la mayor parte de la
noche. Pero cerca de la madrugada toman las armas hasta dos mil de a pie y poco
menos de doscientos de a caballo, dan sobre el campo de los romanos, que se
hallaba próximo, matan muchos, hieren a no pocos, y por último, cortadas las
cabezas de los muertos, marchan con ellas a los cartagineses. Aníbal recibió su
llegada con agrado, los colmó de elogios por el pronto les prometió premios
correspondientes a cada uno para el futuro y los envió a sus ciudades para que
informasen a sus conciudadanos de lo hasta allí obrado y los exhortasen a
contraer con él alianza. Era preciso que todos por necesidad abrazasen el
partido de Aníbal, a la vista del insulto cometido por sus conciudadanos contra
los romanos. Efectivamente, vinieron, y con ellos los boios, que le entregaron
los tres personajes enviados por los romanos para la división de las tierras, de
quienes se habían apoderado contra todo derecho al iniciarse la guerra, como
hemos indicado anteriormente. Aníbal aplaudió su buen afecto, les dio
testimonios de amistad y alianza, y les devolvió los tres romanos,
advirtiéndoles los custodiasen para canjear por ellos sus rehenes, como al
principio habían pensado.
Mucho afligió a Escipión la traición de los galos, y no dudando que enajenados
de antemano sus ánimos contra los romanos, se pasarían con este hecho todos los
de la comarca al partido de los cartagineses, decidió poner remedio para el
futuro. Por lo cual, llegada la noche, levantó el campo al amanecer, y tomó el
camino hacia el río Trebia y eminencias a él inmediatas, para afianzar su
seguridad en la fortaleza de aquel terreno y vecindad de sus aliados. Pero
apenas advirtió Aníbal su traslado, destaca prontamente en su seguimiento la
caballería númida, y poco después la restante, siguiendo él detrás con todo el
ejército. Los númidas encontraron desierto el campamento romano y le prendieron
fuego. Esto tuvo mucha cuenta a los romanos; como que si los hubieran perseguido
los númidas sin detenerse, habrían alcanzado los bagajes y hubieran dado muerte
a muchos romanos en aquellas llanuras. Pero llegaron cuando ya los más habían
pasado el Trebia. Sólo faltaba la retaguardia, y de ésta una parte fue muerta y
otra hecha prisionera. Escipión, pasado el Trebia, sentó sus reales en las
primeras colinas, y fortificado su campo con foso y trinchera, mientras
aguardaba a Sempronio y las legiones que con él venían, curaba su herida con
cuidado, deseoso de tener parte en el futuro combate. Aníbal sentó su campo a
cuarenta estadios de distancia del enemigo. Allí, los galos que habitaban
aquellas campiñas, alentados con los progresos de los cartagineses, proveían
abundantemente de víveres al ejército, y en toda acción o peligro los hallaba
Aníbal por compañeros.
CAPÍTULO XIX
Pretextos romanos para justificar su derrota.- Aníbal toma por trato a Clastidio.-
Refriega de la caballería y ventaja de Sempronio.- Diversidad de pareceres entre
los dos cónsules sobre la guerra.- Emboscada de Aníbal.
Apenas llegó a Roma la nueva de la batalla entre la caballería, fue tanto mayor
la sorpresa cuanto tenía la noticia de inesperada. Pero no faltaron pretextos a
que atribuir el haber sido vencidos. Unos culpaban la temeridad del cónsul,
otros el mal resultado que de propósito habían dado de sí los galos, infiriendo
esto de la última deserción. Pero en fin, estando aún indemnes las legiones de a
pie, se lisonjeaban de que no había que temer por la salud de la República. Por
eso cuando Sempronio pasó por Roma se creyó que desde que él hubiese unido sus
legiones, la presencia sola de este ejército concluiría la guerra. Luego que
reunieron éstas en Arimino, como se habían convenido por juramento, cuando los
tomó el cónsul, y se dirigió con diligencia a incorporarse con Escipión. Después
que se hubo acercado al campamento de éste, sentó sus reales a corta distancia,
e hizo descansar sus legiones que habían marchado cuarenta días continuos desde
Lilibea a Arimino. Él, mientras, realizaba todos los preparativos para la
batalla, y conferenciaba frecuentemente con Escipión, ya informándose de lo
pasado, ya deliberando sobre lo presente.
En el transcurso de este tiempo, Aníbal tomó por trato la ciudad de Clastidio,
entregándosela Brundusino, su gobernador por los romanos. Dueño de la guarnición
y de los acopios de trigo, se sirvió de éste para las presentes urgencias, y se
llevó consigo a los prisioneros sin hacerles daño. Deseaba por este rasgo de
humanidad dar a entender a los que en adelante se aprendiesen, que no había que
desesperar de su clemencia. Recompensó al traidor magníficamente, con el
propósito de atraer al partido de Cartago todos los que obtenían algún cargo.
Después, advirtiendo que algunos galos de los que habitaban entre el Po y el
Trebia habían contraído con él alianza, y al mismo tiempo se comunicaban con los
romanos, persuadidos a que por este medio hallarían seguridad en uno y otro
partido; destacó dos mil infantes y mil caballos entre galos y númidas, con
orden de que talasen sus tierras. Ejecutada prontamente esta orden, y dueños de
un rico despojo, al instante acudieron los galos al campamento romano para
implorar su socorro. Sempronio, que ya de antemano buscaba la ocasión de actuar,
valiéndose ahora de este pretexto, envió allá la mayor parte de su caballería, y
con ella hasta mil flecheros. Éstos, pasado prontamente el Trebia, vienen a las
manos con los que traían el botín, los hacen volver la espalda y retirarse a su
campamento. Las guardias avanzadas del campo cartaginés que lo advirtieron, se
dirigen prontamente al socorro de los que eran perseguidos, ponen en huida a los
romanos y los hacen volver hacia su campo. Entonces Sempronio, visto este
accidente, destacó toda la caballería y los flecheros, con cuyo refuerzo vueltos
a retroceder los galos, se acogieron dentro de dos fortificaciones. Pero Aníbal,
que a la sazón se hallaba desprevenido para una acción general, y creía que era
oficio de un prudente capitán no arriesgar jamás trance decisivo por leves
pretextos y sin propósito se contentó con detener a los que se refugiaban al
real y obligarles a volver hacer frente al enemigo; pero les prohibió por medio
de sus edecanes y trompetas perseguirle ni venir a las manos. Los romanos
persistieron algún tiempo; pero finalmente se retiraron, después de haber
perdido alguna gente y haber muerto un gran número de cartagineses.
Soberbio y alegre Sempronio con tan feliz suceso, ardía en vivos deseos de
llegar cuanto antes a una batalla decisiva. Aunque se había propuesto manejarlo
todo a su arbitrio, por estar Escipión enfermo, sin embargo conferenciaba con él
sobre el asunto, con el propósito de tener asimismo el voto de su colega.
Escipión era del sentir opuesto en las actuales circunstancias. Creía que
ejercitado el soldado durante el invierno, se haría después más esforzado; que
la inconstancia de los galos, viendo a los cartagineses en inacción y mano sobre
mano, no persistiría en la fe y maquinaría alguna nueva traición contra ellos;
y, por último, que restablecido él de su herida, haría algún útil servicio a la
república. De estas razones se valía para persuadirle a no pasar adelante.
Sempronio conocía bien la verdad y conveniencia de estos consejos; pero se
dejaba arrastrar de la ambición y excesiva confianza. Ansiaba temerariamente
decidir por sí el asunto antes que Escipión pudiese intervenir en la acción, o
le previniesen en el mando los cónsules sucesores, de cuya elección era ya el
tiempo. Y así como no se acomodaba a las circunstancias de los negocios, sino a
las suyas, nadie dudaba en que le desmentirían sus deliberaciones. Aníbal,
aunque del mismo sentir que Escipión sobro el estado presente, infería lo
contrario. Deseaba venir a las manos lo antes posible, con el propósito, primero
de aprovecharse de aquellos recientes impulsos de los galos; después de batirse
con unas tropas inexpertas y recién alistadas, y últimamente de no dar tiempo a
Escipión para asistir al combate. Pero el motivo más poderoso era por hacer algo
y no dejar transcurrir el tiempo inútilmente. Efectivamente, el único medio de
conservarse un general que llega con ejército a un país extraño y emprende una
conquista extraordinaria, es renovar con continuas empresas las esperanzas de
sus aliados. En este supuesto se disponía para una acción, seguro de que
Sempronio no dejaría de atacarle.
Aníbal, habiendo observado de antemano que el espacio que mediaba entre los dos
campos era un sitio llano y descampado, más a propósito para emboscadas, por
correr un riachuelo cuyas elevadas márgenes estaban cubiertas de espesas zarzas
y jarales, pensó en fraguar una celada a sus contrarios. Ésta le era tanto más
fácil, cuanto que los romanos, recelándose únicamente do los terrenos montuosos,
por acostumbrar los galos a prepararles siempre asechanzas en tales parajes,
vivían confiados en los lugares llanos y descubiertos, sin percatarse que a
veces la llanura es más a propósito para tender una emboscada más a cubierto y a
menos riesgo que los matorrales. En ésta los que están ocultos registran con
anticipación la campiña, y nunca les faltan eminencias adecuadas para
esconderse. Cualquiera mediana margen de un riachuelo, cualquier cañaveral,
cualquier zarzal u otro cualquier género de jarales, basta para cubrir no sólo
la infantería, sino a veces la caballería, con la corta precaución de inclinar
de espaldas hacia la tierra el reverbero de las armas y poner por bajo los
morriones. Aníbal, pues, habiendo participado a su hermano Magón y demás de la
junta de lo que después pensaba hacer, todos aplaudieron su propósito. Luego que
hubo cenado el ejército, llama a Magón su hermano, joven por cierto, pero lleno
de espíritu e instruido en el arte militar, y le da el mando de cien hombres de
a caballo y otros tantos de a pie. Le previene que elija los que le parezcan más
valerosos de todo el ejército, y después de haber cenado vengan todos a su
tienda antes de anochecer. Después que los hubo exhortado y excitado en ellos el
valor que requería el caso, ordenó a cada uno escoger de su propia compañía los
más esforzados, y venir a cierta parte del campamento. Ejecutada la orden, se
reunió un número de mil caballos y otos tantos de a pie, y los envió por la
noche al lugar de la emboscada, dándoles guías y previniendo a su hermano el
tiempo de atacar. Él, mientras, reúne al amanecer a los númidas, gentes hechas a
toda prueba, y luego de haberlos exhortado, y prometido premios a los que se
distinguiesen, ordena que se aproximen al campo enemigo, y hecha la primera
descarga, regresen prontamente a pasar el río, para movilizar al enemigo. Todo
su fin era coger a Sempronio en ayunas y desprevenido para la acción. Después
convoca a los demás oficiales e igualmente los anima para el combate,
previniéndolos den de comer a toda la gente y hagan tener prontas sus armas y
caballos.
CAPÍTULO XX
La batalla del Trebia.
Luego que advirtió Sempronio que le caballería númida se aproximaba (219 años
antes de J. C.), destacó al instante la suya, con orden de actuar y venir con
ella a las manos. Acto seguido envió seis mil flecheros de a pie y él se echó
fuera del campamento con las tropas restantes. Se hallaba tan satisfecho de la
mucha gente que mandaba y de la ventaja que había obtenido el día anterior sobre
la caballería, que creía que sola la presencia bastaba para la victoria. Era
entonces el rigor del invierno, nevaba aquel día y hacía un frío excesivo. Casi
todos los hombres y caballos habían salido sin desayunarse. Al principio mostró
la tropa mucho espíritu y gallardía; pero apenas hubo pasado el Trebia, que a la
sazón iba tan crecido por la lluvia caída durante la noche en aquellos
contornos, que llegaba el agua al soldado hasta los pechos; el frío y el hambre
(como ya era entrado el día) la abatió completamente. Por el contrario los
cartagineses habían comido y bebido en sus tiendas, les echaron pienso a sus
caballos y se habían untado y armado alrededor del fuego.
No bien los romanos hubieron vadeado el río, cuando Aníbal, que aguardaba este
lance, envía por delante para refuerzo de los númidas a los lanceros y honderos
de las islas Baleares en número de ocho mil y sale él con todo el ejército. A
distancia de ocho estadios del campo formó sobre una línea recta su infantería,
compuesta casi de veinte mil hombres, españoles, galos y africanos. La
caballería, que con la de los galos aliados ascendía a más de diez mil hombres,
la dividió sobre sus alas, y delante de éstas situó los elefantes divididos en
dos trozos. En el transcurso de este tiempo Sempronio ordenó retirar su
caballería, a la vista de no saber qué partido tomar contra un enemigo que, al
paso que huía con facilidad y desorden, volvía otra vez a la carga con valor y
brío. Tal es el particular modo de pelear de los númidas. Colocó después la
infantería según el orden de batalla que acostumbran los romanos.
Ésta se componía de dieciséis mil romanos y veinte mil aliados, número a que
asciende un ejército completo cuando se trata de una acción general y las
urgencias han unido los dos cónsules. Cubrió después sus dos alas con la
caballería, compuesta de cuatro mil hombres, y avanzó arrogante a los
contrarios, marchando a lento paso y en orden de batalla.
Ya que estuvieron a tiro unos y otros, los armados a la ligera, que se hallaban
al frente, empezaron la acción. Todo lo que tuvo de perjudicial este preludio a
los romanos, tuvo de ventajoso a los cartagineses. Pues a más de que los
flecheros romanos de a pie estaban fatigados desde por la mañana y habían
arrojado la mayor parte de sus dardos en la refriega contra los númidas, la
continua humedad les había inutilizado los restantes. Igual penalidad sufría la
caballería y el ejército todo. Mas a los cartagineses sucedía todo lo contrario.
Esforzados y vigorosos, habían entrado en la lucha de refresco, y acudían con
facilidad y prontitud donde era necesario. Así, lo mismo fue retirarse por los
intervalos los que peleaban al frente y venir a las manos la infantería
pesadamente armada, que quedar arrollada en ambas alas la caballería romana por
la cartaginesa, que era muy superior en número y había reparado al salir sus
fuerzas y las de sus caballos. Efectivamente abandonado el puesto por la
caballería romana y desamparados los costados de la falange, los lanceros
cartagineses y la tropa númida ocupan el lugar de los que se hallaban delante,
atacan la infantería romana por los flancos y la ponen en tal apuro que no la
dejan pelear contra los que tenía al frente. Los pesadamente armados, que de
ambas partes ocupaban la vanguardia y centro de toda la formación, pelearon sin
ceder por mucho tiempo y mantuvieron igual el combate.
En este instante salieron los númidas de la emboscada y cargando prontamente por
la espalda a los que luchaban en el centro, pusieron en gran turbación y congoja
las legiones romanas. Por último, atacadas ambas alas de frente por los
elefantes, alrededor y en flanco por los armados a la ligera, vuelven la espalda
y son rechazadas y perseguidas hasta el río próximo. Llegado este momento, los
númidas de la emboscada atacan, matan y destrozan las últimas líneas del centro
de los romanos, mas las primeras, forzadas de la necesidad, vencen a los galos y
una parte de africanos, hacen en ellos una gran carnicería y se abren paso entre
los cartagineses. Éstas, apenas advirtieron el destrozo de sus alas, perdieron
la esperanza de poderlas dar socorro o regresar de nuevo al campamento. Pues el
terror de la caballería, el río y la lluvia que caía, eran otros tantos
obstáculos a sus intentos y retorno. Por lo cual, sin perder la formación ni
desunirse, se retiraron a Placencia sin peligro, en número poco menos de diez
mil. De los restantes, la mayor parte pereció a orillas del río, a manos de los
elefantes y de la caballería. La infantería que logró salvarse y una gran parte
de caballería siguió las huellas del cuerpo de tropas que hemos dicho y se
refugiaron con ellas en Placencia. El ejército cartaginés fue en su seguimiento
hasta el río, pero imposibilitado de pasar adelante por el frío, se retiró otra
vez al campamento. Todos se hallaban gozosos con el feliz éxito de la acción. La
mortandad de españoles y africanos fue corta, de galos más considerable; pero la
lluvia y la nieve maltrató a todos tan cruelmente que, a excepción de uno,
murieron todos los elefantes, y el frío acabó con muchos hombres y caballos.
CAPÍTULO XXI
Preparativos de Roma para la campaña siguiente.- Expedición de Cornelio Escipión
en la España.- Artificios de que se vale Aníbal para atraer los galos a su
partido y asegurar su persona de un atentado.- Resolución de pasar a la Toscana.
Aunque Sempronio no ignoraba su derrota, quiso ocultar en lo posible al Senado y
pueblo romano lo ocurrido, y despachó correos que diesen cuenta de cómo la
batalla se había dado, y lo riguroso de la estación le había arrebatado de las
manos la victoria. Los romanos de momento dieron crédito a estas noticias; pero
informados poco después de que los cartagineses ocupaban el campamento de los
suyos; que los galos todos habían abrazado el partido de Aníbal; que sus
legiones, abandonado el campo de batalla, se habían refugiado en las ciudades
próximas y no tenían más provisiones que las que les llegaban del mar por el Po;
entonces acabaron de comprender a punto fijo el éxito de la batalla. Ante un
accidente tan inesperado, se puso suma diligencia en acumular provisiones,
cubrir los países fronterizos, enviar tropas a Cerdeña y Sicilia, poner
guarniciones en Tarento y demás puestos oportunos y equipar una escuadra de
sesenta naves de cinco órdenes. Aparte de esto, Cn. Servilio y Cayo Flaminio,
que a la sazón habían sido nombrados cónsules, alistaron tropas entre los
aliados, levantaron legiones entre los suyos y acumularon víveres en Arimino y
en la Etruria, ya que en estos lugares se había de llevar a cabo la campaña.
Imploraron asimismo el socorro de Hierón, que les envió quinientos cretenses y
mil rodeleros. En fin, por todos lados se tomaron las medidas más eficaces.
Tales son los romanos en general y en particular; entonces más formidables
cuanto más inminente es el peligro. En el transcurso de este tiempo (219 años
antes de J. C.), Cn. Cornelio, a quien su hermano Publio había dejado el mando
de las fuerzas navales, como hemos indicado anteriormente, haciéndose a la vela
con toda la escuadra desde las bocas del Ródano, aportó a aquella parte de
España llamada Emporio. Allí, desembarcando a sus tropas, puso sitio a todos los
pueblos marítimos hasta el Ebro que rehusaron obedecerle, y recibió con agasajo
a los que de voluntad se entregaron, procurando en lo posible no se les hiciese
extorsión alguna. Después que hubo asegurado estas conquistas, penetró tierra
adentro con su ejército, ya notablemente engrosado con los aliados españoles. Al
paso que se iba internando, recibía unos pueblos en su amistad, otros los
reducía por fuerza. Los cartagineses que mandaba Hannón en aquellos países
vinieron a acampar frente a él, alrededor de una ciudad llamada Cissa; pero
Escipión, formadas sus huestes, les dio la batalla, la ganó y se apoderó de un
rico botín; ya que en poder de éstos había quedado el equipaje todo de los que
habían pasado a Italia. Aparte de esto, contrajo alianza y amistad con todos los
pueblos de esta parte del Ebro, y tomó prisioneros al general Hannón y al
español Indivilis. Éste era un potentado en el interior del país, que había sido
siempre sumamente afecto a los intereses de Cartago.
Luego que supo Asdrúbal lo que había sucedido, pasó el Ebro, y vino prontamente
al socorro. Informado de que las tropas navales de los romanos vivían
desmandadas y llenas de confianza por la ventaja que habían logrado las legiones
de tierra, toma de su ejército ocho mil infantes y mil caballos, sorprende estas
tropas dispersas por aquellos campos, mata a muchos y precisa a los restantes a
refugiarse a sus navíos. Tras de lo cual se retira, vuelve a pasar el Ebro y
sentado su cuartel de invierno en Cartagena, entrega todo su cuidado a los
preparativos y defensa del país de parte acá del Ebro. Escipión vuelto a la
escuadra, castigó a los autores de este descuido según la disciplina romana, y
formado después un cuerpo de las tropas terrestres y navales, marchó a invernar
a Tarragona. Allí distribuyó por partes iguales el despojo entre los soldados,
con lo que se granjeó su afecto y benevolencia para el futuro. Tal era el estado
de los negocios de España. Llegada la primavera (218 años antes de J. C.),
Flaminio tomó sus legiones, atravesó la Etruria, y fue a campar a Arrecio.
Mientras tanto Servilio marchó a Arimino para contener por aquella parte el
ímpetu del enemigo. Aníbal durante el cuartel de invierno en la Galia cisalpina
retuvo en prisiones a los romanos que había capturado en la última batalla
suministrándoles escasamente lo necesario. Mas por lo tocante a los aliados,
después de haberlos tratado por el pronto con toda humanidad, los reunió y les
dijo que él no había venido a pelear contra ellos sino contra los romanos por su
defensa; que era interés suyo si lo consideraban atentamente, el preferir su
amistad; puesto que el principal motivo de su venida era por restituir la
libertad a los italianos y ayudarles a recobrar las ciudades y campos de que los
romanos les habían despojado. Dicho esto, despidió a todos a sus casas sin
rescate. Su propósito en esto era, a más de atraer por este medio a su partido
los pueblos de Italia y enajenar sus ánimos de los romanos, conmover asimismo a
aquellos cuyas ciudades o puertos se hallaban bajo el poder romano.
Durante los cuarteles de invierno se valió de esta astucia, propia de un
cartaginés. Receloso de la inconstancia de los galos, y trazas que podían
maquinar contra su persona, por estar aún reciente la alianza que con ellos
había contraído, ordenó hacer gorras y caperuzas adaptables a toda clase de
edades. De éstas utilizaba continuamente, desfigurándose ya con una, ya con
otra. Según la gorra, mudaba igualmente de vestido; de forma que no sólo los que
le veían de paso, sino aun los que se paraban a hablarle, tenían trabajo en
conocerle. Advirtiendo después que los galos sufrían con impaciencia que su país
fuese el teatro de la guerra, y que deseaban y anhelaban la ocasión de invadir
las tierras del enemigo, pretextando el odio contra los romanos, cuando en
realidad era la codicia del despojo; resolvió levantar el campo cuanto antes y
satisfacer los deseos de las tropas. Apenas cambió la estación del tiempo, se
informó de aquellos que les parecieron más prácticos en los caminos. Encontró
todas las otras entradas al país enemigo, largas y sabidas de los romanos. Sólo
la que a través de unas lagunas conducía a la Etruria le pareció penosa, pero
corta, y extraña en el concepto de Flaminio. Desde luego se halló más conforme a
su inclinación este camino, y resolvió hacer por él el viaje. Esparcida la voz
en el ejército de que el general los había de llevar por ciertas lagunas, todos
comenzaron a temer al considerar los lagos y pantanos de la marcha.
CAPÍTULO XXII
Paso de los pantanos de Clusio e incomodidades que sufrió el ejército
cartaginés.- Carácter de Flaminio.- Los deberes de un general.
Una vez que Aníbal fue informado en detalle de que los lugares por donde había
de pasar eran cenagosos, pero de suelo firme y sólido, levantó el campo. Colocó
en la vanguardia a los africanos y españoles con todo lo más fuerte del
ejército, y con ellos incorporó el bagaje, a fin de que por de pronto no les
faltase cosa alguna. Para adelante descuidó completamente la pro-visión del
soldado; pues pensaba que una vez llegado al país enemigo, si era vencido no
necesitaría de nada; y si vencedor, todo le sobraría. Después de éstos situó a
los galos; y detrás de todos a la caballería. Encargó a su hermano Magón el
cuidado de la retaguardia, para que dado el caso que la flojedad y aversión al
trabajo en especial de los galos o de alguno otro, molestada del camino quisiese
volver atrás, lo impidiese con la caballería, y obligase por fuerza. Los
españoles y africanos, como caminaban por los pantanos cuando no estaban aún
hollados, y a más eran gentes sufridas y acostumbradas a semejantes fatigas,
pasaron sin gran trabajo. Por el contrario los galos avanzaban a mucha costa,
puesto que ya estaba conmovido y pisoteado el fondo de las lagunas. Esta fatiga
se les hacía tanto más penosa e insoportable, cuanto que eran bisoños en tales
trabajos. Mas no podían volver pie atrás porque la caballería se venía echando
encima. Convengamos, pues, en que todos tuvieron mucho que sufrir,
principalmente por la falta de sueño; ya que por espacio de cuatro días y tres
noches seguidas tuvieron que caminar dentro del agua. Pero quienes en especial
padecieron fatigas y miserias sobre los demás fueron los galos. La mayor parte
de bestias cayeron y perecieron en el lodo. De su caída resultaba una ventaja al
soldado; pues sentándose sobre ellas o sobre el cúmulo de sus cargas, permanecía
sobre el agua y dormía de este modo un corto espacio de la noche. La continua
marcha por lugares pantanosos fue causa de que muchos caballos perdiesen los
cascos. Aníbal mismo, montado sobre el único elefante que le había quedado, se
salvó con mucho trabajo; pues incomodado de una grave dolencia que le sobrevino
a la vista, al cabo perdió un ojo, por no permitirle la urgencia ni tiempo ni
sosiego para curarse.
Luego de haber pasado Aníbal estos pasos pantanosos contra lo que todos
esperaban, y haberse informado de que Flaminio acampaba en la Etruria frente a
Arrecio, sentó él sus reales al margen de las lagunas. Su propósito era dar
descanso a la tropa, indagar la disposición del romano y naturaleza del terreno
que tenía delante. Efectivamente, averiguó que el país que tenía a la vista
abundaba mucho en riquezas; y que todo el talento de Flaminio se reducía a
saberse insinuar en el espíritu del vulgo y populacho, pero que para el manejo
de asuntos serios y mando militar era negado, a más de que vivía muy satisfecho
de sus fuerzas. De aquí infería que si conseguía pasar de la otra parte del
campamento contrario y apostarse en aquellos lugares a su vista, el cónsul,
impaciente con los escarnios de la tropa, no podría mirar con indiferencia la
tala del país, y herido del dolor, vendría prontamente al socorro, y le seguiría
a cualquier parte, con el anhelo de apropiarse para sí solo la victoria, antes
que llegase su colega. De estos movimientos se prometía muchas proporciones para
atacarle.
Efectivamente no se puede negar que Aníbal discurría con sobrado juicio y
experiencia. Porque si alguno presume que en el arte militar hay otra prenda más
estimable que estudiar a fondo la inclinación y carácter de su antagonista, este
tal yerra y tiene unas ideas muy confusas. A la manera que en un combate
particular de hombre a hombre o línea a línea es necesario que el que se propone
vencer considere atentamente los medios de poder conseguir el fin propuesto y
explore cuál es la parte flaca e indefensa del contrario; del mismo modo se
requiere que los que mandan ejércitos indaguen en su antagonista, no cuál es la
parte desarmada de su cuerpo, sino cuál es lo débil de su espíritu para mejor
sorprenderle. Generales ha cuya desidia y total inacción ha arruinado del todo
no sólo los negocios del Estado, sino aun sus propios intereses. Otros que por
el inmoderado deseo al vino ni dormir pueden, si la borrachera no ha enajenado
sus sentidos. Y no faltan quienes, por amor a las mujeres y embeleso en estos
placeres, sacrificaron ciudades y haciendas, y aun se acarrearon una vida
vergonzosa. La cobardía y desidia granjean una ignominia particular al que las
tiene; pero en un general son peste universal y la más contagiosa. En manos de
éstos, un ejército no sólo se hace indolente, sino que muchas veces fiado en tal
cabeza incurre en los mayores desastres. La temeridad, la confianza, la cólera
inconsiderada, la vanidad y el orgullo, son otras tantas ventajas para los
enemigos, y perjuicios para los suyos. Un general semejante es cebo de toda
asechanza, emboscada o artificio. Y así creo que si un general pudiese conocer
las flaquezas del otro, y atacar a los enemigos por aquel flanco por donde su
antagonista está menos defendida en muy corto tiempo conquistaría todo el mundo.
Pues a la manera que, perdido el gobernalle de un navío toda la embarcación con
la tripulación viene a poder del enemigo, del mismo modo un general en la
guerra, si se deja sorprender por una astucia o artificio, él y toda su gente
vienen las más de las veces a ser víctima de los contrarios. Efectivamente, no
desmintieron la idea de Aníbal los pronósticos y conjeturas que hizo entonces
del general romano.
CAPÍTULO XXIII
Batalla del lago Trasimenes ganada por Aníbal.- Discriminación de los
prisioneros.
Luego que hubo Aníbal levantado el campo (218 años antes de J. C.) de los
alrededores de Fesula, y avanzando un poco más allá del campamento romano, atacó
el país próximo. Al punto Flaminio, irritado y fuera de sí, juzgó este paso del
cartaginés por un desprecio a su persona. Pero cuando vio después la tala de la
comarca y el humo que por todas partes indicaba la asociación de la campiña, se
lamentó amargamente, teniendo ésta por la más cruel afrenta. Así fue que,
aconsejándole algunos que de ningún modo convenía dirigirse arrebatadamente al
enemigo, ni venir con él a las manos, sino mantenerse a la defensiva, respetar
el número de su caballería, y sobre todo aguardar al otro cónsul para dar la
batalla con todas las legiones juntas, no sólo no hizo caso de sus avisos, pero
ni sufrir pudo a los que tal le aconsejaban. «Ahora bien, les dijo: recapacitad
en vuestro interior qué dirán en nuestra patria al ver talados los campos casi
hasta la misma Roma y nosotros acampados de la Etruria a espaldas del enemigo.»
Por último, dicho esto, levantó el campo y marchó con el ejército sin ninguna
previa noticia de las circunstancias ni del terreno; sólo sí con el ardiente
deseo de venir a las manos, como si tuviese segura la victoria. Era tal la
confianza que había inspirado en la multitud, que eran más los que iban a causa
del ejército por la codicia del botín, cargados de cadenas, grillos y otros
tales aparatos, que los mismos armados. Entretanto Aníbal avanzaba siempre hacia
Roma por la Etruria, teniendo la ciudad de Cortona y montes a ella próximos a la
izquierda, y el lago Trasimenes a la derecha. Mientras se iba internando,
incendiaba y talaba los campos, para provocar más la cólera del cónsul. Pero
luego que advirtió que ya estaba cerca Flaminio, reconoció los puestos oportunos
para su intento, y se dispuso para una batalla.
Existía sobre el tránsito un llano valle, cuyos dos lados a lo largo se hallaban
coronados de unos cerros encumbrados y continuos. En su anchura tenía al frente
una montaña escarpada y de difícil acceso, y a la espalda un lago, entre el cual
y el arranque de los collados quedaba una entrada muy estrecha que conducía al
valle. Aníbal, pues, habiendo penetrado en este lugar por el desfiladero
contiguo al lago, tomó la montaña del frente, y apostó en ella los africanos y
españoles Colocó los baleares y lanceros de la vanguardia en torno a los cerros
que caían a la derecha, dándoles la mayor extensión que pudo. Igualmente situó
la caballería y los galos alrededor de los de la izquierda; pero con tal
extensión que los últimos tocasen con la entrada que a mitad del lago y el pie
de las montañas conducía valle. Dadas estas disposiciones durante la noche,
apostadas varias emboscadas alrededor del valle, estaba quieto. Flaminio
marchaba detrás, con el anhelo de alcanzar al enemigo. El día anterior, por
haber llegado tarde, acampó en las márgenes del lago; pero al amanecer del
siguiente condujo por el lago su vanguardia al próximo valle, con el fin de
provocar al enemigo. Había aquel día una niebla muy espesa. Lo mismo fue conocer
Aníbal que la mayor parte del ejército había penetrado en el valle, y tocaba ya
con él la vanguardia enemiga, dio la señal de atacar, y envió orden a los que
estaban emboscados para acometer a un tiempo a los romanos por todos lados.
Flaminio se sorprendió de un lance tan imprevisto. Los jefes y tribunos romanos,
rodeados de una densa niebla que le impedía la vista, y atacados e invadidos
desde lo alto por diferentes sitios, no sólo se encontraban imposibilitados de
acudir a donde era preciso, pero ni aun entender podían lo que ocurría.
Efectivamente, ya les acometían por el frente, ya por la espalda, ya por los
flancos, de que provenía que los más eran pasados a cuchillo en la misma forma
que iban marchando, sin darles lugar a ponerse en defensa, vendidos, digámoslo
así, por la impericia de su jefe. Se hallaban aún deliberando lo que habían de
hacer, cuando de improviso descargaba sobre ellos el golpe de la muerte.
Entonces, Flaminio, abatido y desesperanzado de todo remedio, perdió la vida a
manos de ciertos galos que le atacaron. Perecieron en el valle casi quince mil
romanos, sin poder obrar ni evitar el lance. Esta es una ley inviolable en su
disciplina, no huir ni desamparar las líneas. Los que a la entrada del
desfiladero fueron interceptados entre el lago y el pie de las montañas,
tuvieron una muerte vergonzosa, o por mejor decir, lastimosa. Impelidos dentro
del lago unos, turbado el sentido se echaron a nadar, y con el peso de las armas
se ahogaron; y los más se metieron hasta donde pudieron, dejando solo la cabeza
fuera del agua. Mas luego que sobrevino la caballería, viendo inevitable su
ruina, levantaban las manos, pedían la vida, y cometían todo género de
humillaciones; pero al fin, o fueron degollados por los enemigos, o animándose
mutuamente se dieron una muerte voluntaria. Sólo seis mil hombres de los que
entraron en el valle vencieron a los que tenían al frente; y aunque muy capaces
de contribuir en gran parte a la victoria, ni pudieron dar socorro a los suyos,
ni rodear a los contrarios, por no ver lo que se hacían. Con el afán de ir
adelante, marchaban creyendo encontrar siempre cartagineses, hasta que sin saber
cómo se hallaron en las cumbres. Situados en lo más alto, y disipada ya la
niebla, advirtieron el estrago ocurrido, e imposibilitados de hacer algún
esfuerzo, por estar ya el enemigo apoderado de toda la campaña, se retiraron
unidos a cierto lugar de la Etruria. Después de la acción se destacó allá al
capitán Maharbal con los españoles y lanceros, sitió el lugar por todos lados, y
los redujo a tal escasez que, depuestas las armas, se rindieron bajo la sola
condición de que les salvasen las vidas. Así pasó en general la batalla que se
dio en la Etruria entre romanos y cartagineses. Aníbal, traídos a su presencia
los prisioneros, tanto los que Maharbal había hecho como los otros, los reúne
todos en número de más de quince mil y ante todo les dice: que Maharbal no tenía
facultades para asegurarles la vida sin haberle consultado. De aquí tomó motivo
para reprender a los romanos; y hecho esto, distribuyó entre los batallones para
que los custodiasen, a cuantos habían sido capturados. A los aliados los dejó ir
todos a sus casas sin rescate, advirtiéndoles lo mismo que anteriormente había
manifestado, que él no había venido a hacer la guerra a los italianos, sino a
los romanos, por recobrar a ellos la libertad. Más tarde, dio descanso a sus
tropas e hizo los funerales a treinta de los más principales de su ejército que
habían muerto. La pérdida total ascendía a mil quinientos hombres, la mayor
parte galos. Hecho esto, seguro ya de la victoria deliberaba con su hermano y
demás confidentes por dónde y cómo adelantaría sus conquistas.
CAPÍTULO XXIV
Efectos producidos en Roma por esta derrota.- Pérdida de cuatro mil caballos que
mandaba Centenio.- Tránsito de Aníbal por la Umbría y el Piceno hasta la costa
del Adriático.
Recibida en Roma la nueva de esta derrota, los magistrados no pudieron suavizar
ni aminorar el hecho por ser un infortunio de tanto bulto; y así, convocado a
junta el pueblo, se vieron en la necesidad de declararle la verdad del caso.
Luego que el pretor dijo desde la tribuna a los circunstantes: hemos sido
vencidos en una gran batalla, la consternación fue tal, que los que se habían
hallado en una y otra parte, creyeron haber hecho entonces más estrago estas
palabras que la batalla misma. Y con razón, pues no estando acostumbrados de
tiempo inmemorial a escuchar palabra o acción que confesase su vencimiento,
sentían ahora la pérdida sin medida y sin consuelo. Sólo el Senado permaneció
invariable en el ejercicio de sus funciones, providenciando lo qué y cómo cada
uno había de actuar en adelante.
Durante el transcurso de la acción (218 años antes de J. C.), el cónsul Cn.
Servilio, que guarnecía los alrededores de Arimino, esto es, la costa del golfo
Adriático en donde se unen las llanuras de la Galia con lo restante de Italia,
no lejos de las desembocaduras del Po en el mar; Servilio, dijo, enterado de que
Aníbal había penetrado en la Etruria y se hallaba acampado frente a Flaminio,
había decidido unirse al cónsul con sus legiones. Pero imposibilitado por la
pesadez de ejército, destacó delante con diligencia a Cayo Centenio con cuatro
mil caballos, para que en caso de necesidad socorriese a Flaminio antes de que
él llegase. Apenas después de la batalla tuvo Aníbal el aviso de esta socorro,
envió al encuentro a Maharbal con los lanceros y un trozo de caballería. No bien
éstos habían venido a las manos, cuando al primer choque perdió Centenio casi la
mitad de la gente. El resto fue perseguido hasta una colina, y el día siguiente
fue hecho prisionero. Tres días hacía que había llegado a Roma la nueva de la
batalla, y como que entonces fermentaba con mayor fuerza por la ciudad la
sensación de este infortunio, cuando sobrevino este otro descalabro que abatió
no sólo al pueblo sino al Senado mismo. Cesó el despacho de los negocios
anuales, se omitió la elección de los magistrados mayores, se deliberó sobre el
estado presente y se creyó que la actualidad de los negocios y urgencia de las
circunstancias exigían un magistrado con autoridad absoluta.
Aníbal, aunque seguro ya de una victoria tan completa, no juzgó a propósito
aproximarse a Roma por lo pronto. Contentóse, sí, con batir la campaña y talarla
impunemente, dirigiéndose hacia el Adriático. Atravesó la Umbría y el Piceno y
llegó al décimo día a la costa del golfo. Hizo en este tránsito un botín tan
cuantioso, que ni llevar ni conducir podía el soldado lo que había saqueado, y
pasó a cuchillo una multitud de hombres prodigiosa. Había ordenado matar a todos
los que se encontrasen en edad de llevar las armas, a la manera que se ejecuta
en la toma de las ciudades. Tan antiguo e implacable era el odio que sentía
contra los romanos.
Acampado el cartaginés junto al mar Adriático, en una provincia fértil en todo
género de producciones, puso toda la atención en el recobro y convalecencia, no
menos de las tropas que de los caballos. Pues como habían pasado un invierno a
la inclemencia en la Galia Cisalpina, el frío, la inmundicia, el paso por las
lagunas y las miserias, habían engendrado igualmente en hombres que en caballos
una especie de sarna y de laceria. Por tanto, dueño de un país abundante,
engordó sus caballos, restauró las fuerzas y espíritu de sus tropas, y dueño de
innumerables armas con tantos despojos, armó a los africanos a la moda romana.
Ahí fue donde envió por mar noticia a Cartago de lo hasta allí sucedido. Pues
hasta entonces no se había acercado al mar desde que había entrado en Italia.
Con estas nuevas se alegraron infinito los cartagineses, y pusieron gran empeño
y diligencia en promover de todos modos los asuntos de la Italia y de la España.
CAPÍTULO XXV
Fabio nombrado dictador.- Diferencia entre la Dictadura y el Consulado.- Razones
que movieron a Fabio a atenerse sólo a la defensiva.- Conducta opuesta de
Minucio.- Aníbal decide pasar a la Campania.- Descripción de este país.
Entretanto en Roma se eligió por dictador a Quinto Fabio (218 años antes de J.
C.), personaje distinguido por su prudencia y por su ilustre nacimiento. Aun en
nuestros días se llamaba a los de esta familia Máximos, esto es, muy grandes,
por las gloriosas acciones de su ascendiente. Esta es la diferencia que hay
entre la dictadura y el consulado: que al cónsul acompañan doce lictores, y al
dictador veinticuatro. Aquel necesita en muchos casos de la autoridad del Senado
para ejecutar sus propósitos; éste es un magistrado de potestad absoluta, que
una vez nombrado, cesa toda otra autoridad, a excepción de la de los tribunos.
Pero de esto haremos en otro lugar una digresión más exacta. Con el dictador se
nombró también a M. Minucio por general de la caballería. Este oficial está bajo
las órdenes del dictador; pero cuando éste está ocupado, ejerce, digámoslo así,
sus funciones.
Aníbal trasladaba de tiempo en tiempo su campamento, sin salir del país próximo
al mar Adriático. Hacía lavar los caballos con vino añejo de que allí hay
abundancia, con los que los limpió de la laceria y sarna que padecían. Asimismo
cuidaba de que los heridos se curasen y los restantes recobrasen la robustez y
brío para las empresas que meditaba. En este estado, así que hubo atravesado y
talado los campos de Petrutiano y de Adria, como también los de los marrucinos y
ferentanos, dirigió su marcha hacia la Apulia. Esta provincia está dividida en
tres partes con sus tres denominaciones. Una la ocupan los daunios y la otra los
messapios. Aníbal primero invadió la Daunia, y empezando por Luceria, colonia
romana, arrasó sus contornos. Después, acampado en torno a lbonio, corrió el
país de los argiripianos y taló impunemente la Daunia toda.
Para entonces Fabio, tomada posesión de su empleo, salió a campaña con el
general de la caballería y cuatro legiones que por costumbre se habían para él
alistado, después de haber ofrecido sacrificios a los dioses. Apenas se
incorporó sobre las fronteras de la Daunia con las tropas que habían venido al
socorro desde Arimino, separó a Servilio del mando de las legiones de tierra y
le envió bien escoltado a Roma con orden de acudir donde fuese preciso, si los
cartagineses hiciesen algún movimiento por mar. Él, con el general de la
caballería, tomó las legiones y se fue a acampar alrededor de Aigas, a cincuenta
estadios de los cartagineses.
Aníbal, informado de la llegada de Fabio, para aterrar a los enemigos al primer
ímpetu, sacó su ejército, lo aproximó al campo romano y le formó en batalla.
Luego de un corto rato de estancia, viendo que ninguno salía, se retiró de nuevo
a su campamento. Fabio, decidido a no emprender cosa sin consejo ni arriesgar el
trance de una batalla, sino a atender primeramente y sobre todo a la seguridad
de los suyos, vivía firme en este propósito. Al principio fue motejado y burlado
de que temía y rehusaba la acción, pero el tiempo hizo confesar y conceder a
todos que, en tan críticas circunstancias, ninguno era capaz de haberse
conducido con más prudencia y cordura. Aun el éxito mismo de los negocios
calificó prontamente de acertadas sus reflexiones. Y con razón, pues las tropas
cartaginesas estaban ejercitadas desde su primera edad en continuas guerras.
Tenían a su cabeza un general criado entre ellas e instruido desde la infancia
en todas las evoluciones militares. Habían ganado muchas batallas en la España y
vencido dos veces consecutivas a los romanos y sus aliados. Y sobre todo,
privadas de todo recurso, sólo fundaban la esperanza de su salud en la victoria.
Lo contrario a esto sucedía en el ejército romano. Por lo cual Fabio, en el
supuesto de que no era posible venir al trance de una acción general sin ser
cierta su ruina, se atuvo a aquellas ventajas que le dictaba su prudencia, se
contuvo en ellas y por ellas condujo la guerra. Las ventajas que tenía Fabio y
que no le podían faltar, era una abundante cantidad de provisiones y un
prodigioso número de soldados. Bajo este plan se propuso en adelante seguir
siempre de cerca a los contrarios y ocupar con anticipación los puestos
oportunos de que tenia noticia. Como por la espalda le venían abundantes
socorros, no dejaba jamás salir a forrajear al soldado, ni que se desmandase un
punto fuera del real; por el contrario, los retenía juntos y reunidos, y
observaba la oportunidad de los lugares y ocasiones. De esta forma interceptaba
y mataba muchos cartagineses, que por desprecio se separaban a forrajear fuera
del campo. Su propósito en esto era privar siempre a los contrarios de estas
partidas que se desmandaban, y al mismo tiempo infundir aliento poco a poco por
medio de estas particulares ventajas y recobrar el espíritu de sus legiones
vencidas antes en campales batallas. Pero hacerle consentir en dar un combate
general, era imposible. A Minucio de ningún modo agradaba esta conducta. Unía su
sentir al de las tropas, y difamaba a Fabio en el concepto de todos, porque
conducía la guerra con poca actividad e indolencia; pero que él, al contrario,
anhelaba venir a las manos y arriesgar la batalla. Los cartagineses, después de
haber saqueado los campos que hemos dicho, pasaron el Apenino y se dejaron caer
sobre los Samnitas, país abundante y que gozaba, desde hacía mucho tiempo, de
una paz profunda; donde hallaron tanta abundancia de víveres que ni el consumo
ni la tala pudieron acabar con tal despojo. Saquearon también la campiña de
Benevento, colonia romana, y tomaron a Venusia, ciudad bien amurallada y
abundante en todo género de riquezas. Los romanos les seguían siempre detrás, a
una o dos jornadas de distancia; pero rehusaban acercarse y venir a las manos.
La conducta de ver a Fabio rehusar visiblemente la batalla sin dejar jamás de
acampar a su lado, dio atrevimiento a Aníbal para echarse sobre las campiñas de
Capua, y en particular sobre Falerno, persuadido a una de dos: o que obligaría
al enemigo a combatir, o haría ver al mundo que era dueño de todo y los romanos
le cedían la campaña. Con este paso se prometía que, atemorizadas las ciudades,
abandonarían el partido de los romanos; pues hasta entonces, no obstante
haberlos ya vencido en dos batallas, ninguna ciudad de Italia se había pasado al
partido de Cartago; antes bien permanecían fieles, a pesar de haber algunas
sufrido mucho. Por aquí se puede conjeturar el respeto y sumisión de los aliados
para con la república romana.
Efectivamente, Aníbal reflexionaba justamente. Porque las campiñas de Capua son
las más sobresalientes de Italia, ya por su bondad y fertilidad, ya por la
proximidad al mar y ferias que en ellas se celebran, a que acuden navegantes de
casi todas las partes del mundo. Aquí se hallan las ciudades más célebres y
hermosas de toda Italia. Sobre la costa está Sinuessa, Cumas, Puzzuolo, Nápoles
y Nuceria; en el interior del país, al Septentrión, se encuentran Caleno y Teano;
al Oriente y Mediodía la Daunia y Nola, y en el corazón de estas llanuras está
situada Capua, ciudad que excede a todas en magnificencia. A la vista de esto es
muy conforme lo que los mitológicos cuentan de estos campos, llamándolos también
Flegreos, como aquellos otros tan celebrados: ni hay que admirar que la amenidad
y belleza de estas campiñas fuese el principal motivo de la contienda entre los
dioses. A todas estas ventajas se agrega que estas llanuras son fuertes y
absolutamente inaccesibles, pues las rodea por una parte el mar y por todo el
resto altas y continuadas montañas, que únicamente franquean tres entradas
angostas y difíciles, viniendo del interior del país; una por el lado de los
samnitas, otra por el lado del Eribano y la restante por el lado de los hirpinos.
Acampados, pues, los cartagineses en estas llanuras como en un teatro, esperaban
que la misma novedad aterraría a todos y publicaría que los romanos rehusaban la
batalla, al paso que los presentaría a ellos como dueños de la campaña sin
disputa.
CAPÍTULO XXVI
Tala de la Campania por Aníbal.- Estratagema con que engaña a Fabio para salir
de esta tierra.
Llevado de estos pensamientos, Aníbal salió de Samnio, y cruzando las gargantas
del monte Eribano, se apostó a las márgenes del Aturno, que casi divide en dos
partes las mencionadas llanuras. Sentado el campo del lado que mira a Roma,
talaba por sus forrajeadores la campiña impunemente. Fabio se admiró mucho de la
resolución y arrojo del enemigo, pero esto mismo le afirmaba más en su
propósito. Por el contrario, Minucio y todos los tribunos y comandantes del
ejército, creyendo haber cogido en el lazo al enemigo, eran de parecer que se
debía marchar cuanto antes a la Campania y no mirar con indiferencia la
asolación del país más delicioso. Fabio, en cuanto a acercarse a estas llanuras,
mostraba y aparentaba el mismo ardor y deseo que los demás. Mas luego que se
aproximó a Falerno, dejándose ver en las faldas de las montañas, seguía de cerca
al enemigo, por no dar a entender a sus aliados que le abandonaba la campaña;
pero nunca bajaba al llano el ejército, temeroso de una batalla campal por las
razones que hemos indicado, y porque indudablemente era muy superior en
caballería el enemigo.
Aníbal, luego de haber tentado a Fabio y talado toda la Campania, hecho un
inmenso botín, se disponía a levantar el campo. Su propósito era no malograr el
despojo, sino ponerle en parte segura, donde pudiese pasar el invierno, para que
de esta forma nada faltase al ejército por lo pronto, y disfrutase siempre la
misma abundancia. Fabio descubrió la idea del cartaginés, que se disponía a
salir por la misma parte por donde había entrado, y considerando que la
estrechez del terreno era muy acomodada para atacarle, aposta cuatro mil hombres
sobre el mismo desfiladero y los exhorta a aprovecharse de la ocasión con que la
oportunidad del terreno les invitaba. Él mientras, con la mayor parte del
ejército, se colocó sobre una colina que dominaba aquellas gargantas. No bien
habían llegado los cartagineses y sentado su campo en el llano al pie de la
misma montaña, cuando se prometió el romano quitarles sin peligro el botín, y
acaso con la ventaja del sitio poner fin a la guerra. En esto ocupaba Fabio toda
su atención, discurriendo qué puestos ocuparía, cómo situaría sus gentes, por
quiénes y por dónde se daría principio al ataque. Pero Aníbal, infiriendo de las
circunstancias que todas estas medidas se dejaban para el día siguiente, no le
dio tiempo ni lugar para ejecutar sus propósitos. Envía a llamar a Asdrúbal, que
mandaba a los gastadores, le da la comisión para que con toda diligencia recoja
y ate los más haces que pueda de leña seca y otras materias combustibles, y que
entresacados de todo el botín los dos mil bueyes más hechos al trabajo y gordos,
los sitúe al frente del campamento. Hecho esto, convoca a los gastadores, y les
muestra una colina sita entre su campo y los desfiladeros por donde había de
realizar su paso. Les manda que, cuando se les dé la señal, hagan subir a palos
y por fuerza los bueyes hasta llegar a la cumbre, después de lo cual da orden
para que todos cenen y se recojan. Al fin de la tercera vigilia de la noche saca
sus gastadores y manda atar a las astas de los bueyes los manojos. Esto se
ejecutó prontamente, por haber muchos ocupados en esta labor. Después da la
señal de prender fuego a todos los haces y hacer subir y conducir los bueyes a
las cumbres. Detrás de éstos coloca a los lanceros, con orden de que ayuden
hasta cierto lugar a los que conducían los bueyes; pero cuando éstos comiencen a
arremeter, acudan por los costados a ganarlas alturas con gran gritería y a
ocupar las cumbres para auxiliarse y venir a las manos, caso que el enemigo
hiciese en ellas resistencia. Al mismo tiempo él marcha a las gargantas y
desfiladeros, llevando a la vanguardia los pesadamente armados, detrás de éstos
la caballería, después el botín, y a la retaguardia los españoles y galos.
Luego que los romanos que guardaban los desfiladeros advirtieron que se
acercaban a las cumbres las antorchas, persuadidos a que por allí hacía su
marcha Aníbal, abandonan los puestos y acuden a las alturas. Ya se hallaban
próximos a los bueyes y dudaban aún qué significarían estos fuegos, figurándose
y esperando algún mayor infortunio. Apenas llegaron los lanceros, se originó
entre cartagineses y romanos una leve escaramuza; pero los bueyes, que
arremetían por entre medias, hicieron estar separados a unos y otros sobre las
cumbres y permanecer quietos hasta que llegase el día, por no acabar de
comprender lo que pasaba. Fabio, ya dudoso con este accidente, y persuadido a
que sería dolo, según la expresión del poeta; ya resuelto a no arriesgar un
trance ni llegar a una acción decisiva, según su primer propósito, prefirió la
quietud dentro de las trincheras, y aguardó el día. Entre tanto, Aníbal,
saliéndole la empresa a medida del deseo, pasó sin riesgo el ejército y el botín
por los desfiladeros, apenas vio desamparados los puestos por los que guardaban
el mal paso.
Advirtiendo después al amanecer que sus lanceros eran oprimidos por los que
ocupaban las alturas, destacó allá un trozo de españoles que, viniendo a las
manos, dieron muerte a mil romanos, se incorporaron a poca costa con los armados
a la ligera, y descendieron todos juntos. Fuera ya del territorio de Falerno con
esta estratagema, y acampado en parte segura, no pensaba ni discurría más que
dónde y cómo pasaría el invierno. Este paso aterró y consternó todas las
ciudades y pueblos de Italia. Generalmente se culpaba a Fabio como a hombre que
por su poca actividad había dejado escapar al contrario de este lazo. Pero él no
desistía de su propósito. Precisado pocos días después a ausentarse a Roma para
cumplir ciertos sacrificios, entregó a Minucio las legiones y le recomendó
encarecidamente al partir que no cuidase tanto de hacer daño al enemigo, cuanto
de conservar sin detrimento a los suyos. Pero este general hizo tan poco caso
del aviso, que estándoselo aún diciendo, todo su ánimo y pensamiento lo tenía
puesto en combatir y arriesgar un trance. Este era el estado de los negocios en
Italia.
CAPÍTULO XXVII
Batalla naval ganada por Escipión a Asdrúbal en España.- Roma envía a Publio
Escipión para obrar de concierto con su hermano.- Pasan los romanos el Ebro por
primera vez.- Abilix entrega a los Escipiones los rehenes que Aníbal había
dejado en Sagunto.
En el transcurso de este tiempo (218 años antes de J. C.), Asdrúbal, general de
las tropas de España, habiendo equipado en el invierno los treinta navíos que su
hermano le había dejado, y dotado de tripulación a otros diez más, hizo salir de
Cartagena al empezar la primavera los cuarenta buques de guerra, entregando a
Amílcar el mando de esta escuadra. Él, al mismo tiempo, sacó las tropas de
tierra de los cuarteles de invierno, y levantó el campo. La escuadra bogaba sin
perder la tierra de vista, y el ejército marchaba a lo largo de la costa con el
propósito de que el río Ebro fuese el punto de reunión de ambas armadas. Cneio,
descubierto el intento de los cartagineses, decidió primero salirles al
encuentro por tierra desde sus cuarteles de invierno; mas con la noticia del
gran número de fuerzas y magnitud de pertrechos que traía el contrario,
reprobado el primer pensamiento, equipó treinta y cinco navíos, tomó de las
legiones de tierra los más aptos para las ocupaciones navales, los embarcó, y
llegó al segundo día desde Tarragona a los alrededores del Ebro. Después de
haber anclado a ochenta estadios de distancia del enemigo, destacó a la
descubierta dos navíos de Marsella muy veleros. Porque estas gentes eran las
primeras a exponerse a los peligros, y con su intrepidez acarreaban a los
romanos infinitas ventajas. Ningún pueblo estuvo más constantemente adherido a
los intereses de Roma que los marsilienses, tanto en las ocasiones que ofreció
la consecuencia, como principalmente ahora en la guerra contra Aníbal. Informado
Cneio por los navíos exploradores de que la escuadra enemiga había fondeado a la
embocadura del Ebro, marchó allá con diligencia con el fin de sorprender a los
contrarios.
Asdrúbal, a quien sus vigías habían dado parte mucho antes de la llegada del
enemigo, al paso que formaba sus tropas de tierra sobre la ribera, daba ordena
la marinería para que subiese a sus navíos. Cuando ya estuvo a tiro la escuadra
romana, dada la señal de atacar, se vino a las manos. Trabada la acción, los
cartagineses disputaron por algún tiempo la victoria, pero poco después
emprendieron la huida. El socorro de infantería que estaba formado a la vista
sobre la ribera, lejos de infundir aliento a la marinería para el combate, la
acarreó perjuicio, por tenerla prevenido un asilo para su vida. A excepción de
dos navíos perdidos con sus tripulaciones, y otros cuatro cuyos remos fueron
quebrados y muertos los que los ocupaban, los demás echaron a huir a tierra.
Pero perseguidos con brío por los romanos, se arrimaron a la ribera, saltaron de
sus navíos y se acogieron al campamento de los suyos. Los romanos se acercaron
con intrepidez a tierra, y atando a sus popas los navíos que pudieron mover, se
hicieron a la vela gozosos en extremo de haber vencido al primer choque a los
contrarios, haberse apoderado de toda aquella costa, y haber capturado
veinticinco navíos. Después de esta victoria tomaron mejor semblante los
negocios de los romanos en la España.
Los cartagineses, recibida la noticia de este descalabro, enviaron al instante
setenta navíos bien tripulados. Estaban persuadidos a que sin el imperio del mar
no se podía intentar empresa alguna. Esta escuadra tocó primero en Cerdeña,
después abordó a Pissa en Italia, donde esperaba incorporarse con Aníbal. Pero
saliendo los romanos contra ella con ciento veinte buques de cinco órdenes,
informados los cartagineses de su llegada, se volvieron a Cerdeña, y desde allí
a Cartago. Servilio, jefe de la armada romana, los persiguió por algún tiempo
creyendo alcanzarlos, pero la mucha ventaja que llevaban le hizo desistir del
empeño. Primeramente abordó a Lilibea en Sicilia, y después se hizo a la vela
para la isla de Cercina en África, donde habiendo exigido un tributo de los
naturales porque no les talase el país, dio la vuelta. Al paso tomó la isla de
Cossiro, puso guarnición en aquel pueblo y tornó a Lilibea, donde anclada la
armada, se restituyó poco después al ejército de tierra.
Conocida la victoria naval que Cneio había ganado, el senado, persuadido a que
era conveniente, o más bien preciso, no desatender los asuntos de la España,
sino hacer frente a los cartagineses y avivar la guerra, equipó veinte navíos al
mando de P. Escipión, según de antemano tenía proyectado, y le envió con
diligencia a reunirse con su hermano para actuar con él de común acuerdo. Temía
sobremanera que una vez apoderados los cartagineses de estos países, y acopiados
aquí víveres y pertrechos en abundancia, no tomasen con mayor empeño el recobro
del mar, y proveyendo a Aníbal de gentes y dinero, no le ayudasen a sojuzgar la
Italia. Por eso, en el concepto de que esta guerra era de la mayor importancia,
se envió una escuadra a las órdenes de P. Escipión, quien después de haber
llegado a España e incorporándose con su hermano, hizo grandes servicios a la
República. Hasta entonces no se habían atrevido los romanos a pasar el Ebro,
sólo se habían contentado con ganar la amistad y alianza de los pueblos de esta
parte; pero ahora lo cruzaron por primera vez y se animaron a adelantar sus
conquistas del otro lado coadyuvando no poco la fortuna sus intentos. Después de
haber aterrado a los pueblos de la comarca con su paso, fueron a acampar a
cuarenta estadios de Sagunto, en torno a un templo consagrado a Venus. Ocupado
aquí un puesto ventajoso, ya para estar a cubierto, ya para proveerse por mar de
lo necesario, pues al paso que ellos avanzaban la escuadra les seguía por la
costa, les sucedió a su favor este accidente.
Cuando Aníbal pensaba pasar a Italia, de todas las ciudades de España que tuvo
desconfianza, tomó en rehenes los hijos de los hombres más ilustres, que
depositó en Sagunto, ya por la fortaleza de la ciudad, ya por la fidelidad de
los moradores que en ella dejaba. Había entre ellos cierto español llamado
Abilix, personaje en honor y conveniencias sin par, y en afecto y fidelidad a
los cartagineses muy superior a todos. Éste considerado el estado de los
negocios, y juzgando más ventajoso el partido de los romanos, concibió el
atentado de entregar los rehenes, pensamiento propio de un español y de un
bárbaro. Persuadido a que podría valer entre los romanos si a tiempo oportuno
les daba un testimonio y prueba de su afección, pensó, faltando a la fe a los
cartagineses, entregar los rehenes a los romanos. Había notado que Bostar,
capitán cartaginés a quien Asdrúbal había enviado para prohibir a los romanos el
paso del Ebro, y por falta de valor se había retirado y acampado hacia aquel
lado de Sagunto que mira al mar, era hombre sencillo, suave de condición, y
demasiado crédulo. Con éste trabó la conversación sobre los rehenes, y le dijo
que una vez pasado el Ebro por los romanos, ya no podían los cartagineses
mantener la España en respeto; que en tales circunstancias necesitaban de agrado
para con los pueblos. En cuyo supuesto, si ahora que los romanos se habían
aproximado a Sagunto, la tenían puesto sitio y peligraba la ciudad, sacase los
rehenes y los devolviese a sus padres y ciudades; por una parte se desvanecería
el empeño de los romanos, cuyo principal anhelo en apoderarse de los rehenes era
para realizar esto mismo, por otra granjearía a los cartagineses el amor de
todos los españoles, como que próvido en lo porvenir, había tomado tan sabias
medidas para seguridad de estas prendas. Pero lo que haría valer muchísimo este
beneficio, sería si a él se le comisionase este encargo. Pues restituyendo los
jóvenes a las ciudades, no sólo conciliaría a los cartagineses la benevolencia
de sus padres, sino también la de todo el pueblo, sirviéndose de este ejemplo
para ponerles a la vista la buena voluntad y generosidad de los cartagineses
para con sus aliados. Aparte de esto, aseguraba que el mismo Bostar se debía
prometer para sí una magnífica recompensa de parte de los que recibían sus
hijos; pues reintegrados contra toda esperanza de lo que más amaban, se
esmerarían a competencia en remunerar al autor de tan grande beneficio. Estas y
otras parecidas razones dichas a este efecto, persuadieron a Bostar a prestar su
consentimiento. Señalado el día para ir con todo lo necesario a llevar los
jóvenes, se retiró Abilix a su casa. Llegada la noche, se fue al campo de los
romanos, donde unido con algunos españoles que militaban en su armada, se hizo
presentar por ellos a los dos Escipiones. Tras de un largo discurso sobre el
afecto e inclinación que tendrían los españoles a su partido, si recobraban los
rehenes, prometió ponerlos en sus manos. Publio admitió con indecible gozo la
promesa, le ofreció magníficas recompensas y señalado el día, hora y lugar donde
debía aguardarle, se Tornó Abilix a Sagunto. Allí tomó algunos confidentes de su
satisfacción y vino a casa de Bostar, donde recibidos los jóvenes, salió por la
noche de la ciudad, pasó del otro lado del campo enemigo para ocultar su
propósito, llegó al día y lugar convenido, y entregó todos los rehenes a los dos
generales romanos. Publio honró sobremanera a Abilix y se sirvió de él para la
restitución de los rehenes a sus patrias, dándole para que le acompañasen
algunos de su confianza. Al paso que Abilix recorría las ciudades y devolvía los
rehenes, representaba a lo vivo la clemencia y generosidad de los romanos, y la
desconfianza y dureza de los cartagineses; paso que, unido al ejemplo de su
propia deserción, arrastró muchos españoles al partido de los romanos. Bostar, a
quien el acto de haber entregado los rehenes al enemigo acreditó de hombre para
su edad de un pueril talento, incurrió después en grandes trabajos. Los romanos,
al contrario, sacaron de esta restitución grandes ventajas para los propósitos
que meditaban; pero como se hallaba ya la estación tan avanzada, distribuyeron
unos y otros sus tropas en cuarteles de invierno. Éste era el estado de los
negocios de España.
CAPÍTULO XXVIII
Aníbal acampa en Gerunio.- Ventajas de Minucio sobre Aníbal. Informado Aníbal
por sus batidores (aquí fue donde interrumpimos
el hilo de la historia), de que en los alrededores de Luceria y Gerunio existía
mucha abundancia de granos y que esta última plaza era acomodada para almacenes,
tomó la resolución de pasar allí el invierno, y costeando el monte Liburno,
condujo su ejército a las mencionadas ciudades. Apenas llegó a Gerunio, plaza
distante de Luceria doscientos estadios, procuró atraer a su amistad a los
habitantes por el agrado, y aun les dio testimonios de sus promesas. Mas
despreciadas sus instancias, emprendió poner sitio a la ciudad. Apoderado de
ella prontamente, pasó a cuchillo los moradores, pero dejó intactas la mayor
parte de las casas y los muros, con el fin de servirse de ellas para trojes
durante el invierno. Hizo acampar al ejército frente a la plaza y fortificó su
campo con foso y trinchera. Desde aquí enviaba los dos tercios de su ejército a
la recolección de granos, con orden a cada uno de los que se hallaban encargados
de esta labor de traer una cierta medida para los de su propia compañía. Él con
la tercera parte guardaba el campamento y cubría desde varios puestos a los
forrajeadores. Como el país era generalmente llano y descampado, el número de
forrajeadores casi infinito y la estación muy oportuna para el acarreo, era
innumerable la cantidad de granos que al día acumulaban. Entretanto Minucio
conducía de cerro en cerro las legiones que había recibido de Fabio, persuadido
siempre a que el tiempo le presentaría ocasión de venir a las manos con los
cartagineses. Pero oyendo que éstos ya habían tomado a Gerunio, que forrajeaban
la campiña y que se hallaban atrincherados delante dela ciudad, dejó las cumbres
y descendió por la ladera al llano. Llegado a una colina que está en el país de
los larinatos, llamada Calela, se acampó en sus alrededores, resuelto de todos
modos a batirse con el enemigo. Apenas advirtió Aníbal la aproximación de los
romanos, deja salir al forraje un tercio de su ejército, y él con los dos
restantes se dirige al enemigo y se atrinchera en un collado distante dieciséis
estadios dela ciudad, con el propósito a un tiempo de aterrar a los contrarios y
poner a cubierto a sus forrajeadores. En el transcurso de la noche destacó dos
mil lanceros para ocupar una cima ventajosa de un cerro que mediaba entre los
dos campos y dominaba de cerca el de los romanos. A la vista de esto, Minucio,
llegado el día, envió su infantería ligera a atacar el cerro. Después de una
obstinada refriega, los romanos por fin se apoderaron del puesto y trasladaron
allí todo el campo. Aníbal hasta cierto tiempo retuvo consigo la mayor parte del
ejército, por estar al frente uno y otro campo. Pero viendo que pasaban muchos
días, se vio en la necesidad de destacar a unos para el apacentamiento de los
ganados y separar a otros para el forraje, cuidadoso según su primer proyecto de
no consumir el botín y hacer los mayores acopios de granos, a fin de que durante
el invierno reinase la abundancia, tanto en hombres como en bestias y caballos,
pues fundaba en éstos las principales esperanzas de su ejército.
Para entonces Minucio, habiendo advertido que la mayor parte de los enemigos se
hallaba esparcida por la campiña en las ocupaciones antes mencionadas, sacó su
ejército a la hora del día que le pareció más oportuna, se aproximó al
campamento de los cartagineses, formó en batalla a los pesadamente armados, y
distribuida en piquetes la caballería e infantería ligera, la envió contra los
forrajeadores, con orden de no dar cuartel a ninguno. Este accidente colocó a
Aníbal en el mayor embarazo, pues ni se hallaba en estado de contrarrestar a los
que tenía al frente, ni dar socorro a los dispersos por la campiña. Los romanos
que salieron contra los forrajeadores, dieron muerte a muchos de los
desmandados; de los que quedaron formados en batalla llegó a tal extremo la
insolencia, que arrancaron la empalizada y por poco no sitiaron a los
cartagineses. Aníbal, mientras, lo pasaba malamente; pero en medio de este
contratiempo permanecía firme, ya rechazando a los que se acercaban, ya
defendiendo su campamento aunque con trabajo, hasta que acudió al socorro
Asdrúbal con cuatro mil de los que se habían refugiado al campo inmediato a
Gerunio. Entonces, recobrado algún tanto, sale contra los romanos, se forma en
batalla a corta distancia del campo, y evita, aunque con trabajo, el peligro que
le amenazaba. Minucio, después de haber muerto un gran número de enemigos en la
refriega del campamento y haber pasado a cuchillo muchos más en la campiña, se
retiró lleno de bellas esperanzas para el futuro. Al día siguiente los
cartagineses abandonaron las trincheras, y el general romano marchó allá y ocupó
su campamento. Pues Aníbal, temeroso de que los romanos no se apoderasen por la
noche del campo de Gerunio, a la sazón indefenso, y se hiciesen dueños del tren
y acopios de municiones, decidió abandonar éste y volverse otra vez a acampar en
aquella parte. De aquí adelante los cartagineses fueron más cautos y reservados
en los forrajes, y los romanos, por el contrario, más osados y animosos.
CAPÍTULO XXIX
Minucio, dictador como Fabio.- División del ejército entre los dos dictadores.-
Ruina que sufre Roma por la temeridad de Minucio y ventajas que saca por la
reserva de Fabio.
Cuando llegó la noticia, en Roma se alegraron muchísimo de un suceso que tenía
más de exagerado que de verdadero. Creían que, en vez de la anterior
desconfianza, por un feliz cambio, se presentaban ahora los negocios de mejor
aspecto. Presumían que la inacción y cobardía de las legiones hasta entonces no
había provenido de la timidez del soldado cuanto de la irresolución del jefe.
Por eso todos vituperaban y difamaban a Fabio, como a hombre que por falta de
valor había dejado pasar las ocasiones. Por el contrario, de Minucio exageraban
tanto el valor por este hecho, que hicieron entonces con él lo que nunca se
había hecho. Le nombraron dictador, en la persuasión de que pondría pronto fin a
la guerra; con lo que hubo dos dictadores para una misma expedición, ejemplo
nunca visto hasta entonces entre los romanos. Cuando supo Minucio el afecto que
la plebe le dispensaba y el poder que el pueblo le había confiado, concibió
doblado atrevimiento para contrarrestar y tentar al enemigo. Entretanto Fabio
llegó al ejército, y lejos de alterarle estos accidentes, le afirmaron más en su
anterior dictamen. Viendo a Minucio orgulloso, opuesto a todos sus intentos y
repitiendo a cada paso que se diese la batalla, le propuso esta alternativa: o
turnar en el mando por días, o dividir el ejército y usar cada uno de sus
legiones como le dictase su capricho. Minucio adoptó con gusto el último
partido, y así dividieron las tropas y acamparon separadamente, distantes como
doce estadios.
Aníbal, parte por la relación de los prisioneros que había cogido, parte por lo
que los mismos hechos le indicaban, conoció la oposición que había entre los dos
jefes y la impetuosidad y vanagloria de Minucio. Satisfecho de que semejante
disposición entre los contrarios más era a su favor que en contra suya, dirigió
todas sus baterías contra Minucio, con el propósito de reprimir su audacia y
prevenir sus esfuerzos. Existía entre el campo suyo y el de Minucio una colina
capaz de incomodar a cualquiera de los dos. Tomó la resolución de ocuparla. Pero
como se hallaba firmemente persuadido que Minucio, fiero con la anterior
ventaja, acudiría sobre la marcha a hacerle resistencia, contra este ímpetu
dispuso esta estratagema. A pesar de que los alrededores de la colina eran
rasos, tenían, no obstante, muchas y diversas quebraduras y concavidades.
Destacó allá por la noche quinientos caballos y cinco mil infantes a la ligera,
distribuidos en cuerpos de doscientos y trescientos hombres, según la capacidad
de cada eminencia. Para que por la mañana no fuesen divisados por los que salían
al forraje, lo mismo fue romper el día hizo ocupar la colina por sus armados a
la ligera. Minucio, que advirtió lo sucedido, creyendo se le presentaba la
ocasión, destaca sobre la marcha su infantería ligera, con orden de atacar y
disputar el puesto. Después envía la caballería, y acto seguido marcha él detrás
con sus legionarios unidos, conduciéndose en todo como en el anterior combate.
Aclarado el día, como la refriega en torno al cerro se llevase toda la atención
y vista de los romanos, no sospecharon el ardid de los que estaban emboscados.
Aníbal remitía continuos socorros a los que estaban en la colina, y aun él
siguió después con la caballería y el resto del ejército, con lo que prontamente
vino la caballería a las manos. Con este refuerzo la caballería cartaginesa
arrolló la infantería ligera de los romanos, y en el hecho mismo de refugiarse
ésta a sus legionarios, desordenó su formación. Al mismo tiempo se dio la señal
a los que estaban emboscados para que acometiesen y atacasen a los Romanos por
todos lados, y de allí en adelante ya no sólo la infantería ligera, sino todo el
ejército corrió un inminente riesgo. Entonces Fabio, advirtiendo lo que pasaba y
temeroso de una entera derrota, saca sus legiones y acude con diligencia al
socorro de los que peligraban. A su llegada los romanos, que ya estaban
totalmente desordenados, se recobran, se vuelven a incorporar en sus cohortes y
se retiran y acogen a sus trincheras, después de haber quedado sobre el campo
gran parte de la infantería ligera, un número más crecido de legionarios, y
entre éstos los más valerosos. Aníbal temió la entereza y buen orden de las
legiones auxiliadoras y desistió del alcance y de la batalla. Los que se
hallaron en la acción no dudaron que la temeridad de Minucio les había arruinado
enteramente y la reserva de Fabio los había salvado tanto antes como en la
ocasión presente, y los que se paseaban por Roma conocieron entonces
palpablemente qué diferencia haya de una verdadera ciencia de mandar y un pensar
firme y juicioso, a una intrepidez soldadesca y una vana altanería.
Efectivamente, los romanos, instruidos por la experiencia, se atrincheraron,
volvieron a reunirse todos en un campo y en adelante siguieron el parecer de
Fabio y sus avisos. Los cartagineses, trazada una línea entre la colina y su
propio campo, levantaron una trinchera en torno a la cumbre del cerro ocupado,
pusieron buena guarnición, y ya libres de todo insulto se dispusieron para pasar
el invierno.
CAPÍTULO XXX
Emilio y Terencio Varrón, cónsules.- Disposiciones del Senado para la campaña
siguiente.- Toma de la ciudadela de Cannas por Aníbal.- Se aumenta el número de
las legiones.
Llegado el tiempo de las elecciones, se eligió en Roma por cónsules a L. Emilio
y C. Terencio Varrón, y los dos dictadores depusieron el mando. Los cónsules
anteriores Cn. Servilio y Marco Régulo, sucesor en el cargo por muerte de
Flaminio, nombrados procónsules por Emilio, tomaron el mando de las legiones que
se hallaban en campaña y dispusieron de todo a su arbitrio. Emilio, con parecer
del Senado, reemplazó prontamente el número de soldados que faltaba para la suma
establecida y los envió al ejército (217 años antes de J. C.) Previno a Servelio
que de ningún modo se empeñase en acción decisiva, pero que diese particulares
combates, los más vivos y frecuentes que pudiese para excitar y disponer el
valor de los bisoños a las batallas campales. Estaba persuadida la República que
no había sido otra la causa de sus anteriores infortunios que el haberse servido
de tropas recién alistadas y del todo inexpertas. Se envió a L. Postumio con una
legión a la Galia, en calidad de pretor, para hacer una diversión a los galos
que militaban con Aníbal. Se cuidó de que regresase a Italia la armada que había
invernado en Lilibea. Se remitió, en fin, a España para los dos Escipiones todas
las municiones necesarias a la guerra. De esta forma se esmeraba el Senado en
atender a estos y otros aparatos para la campaña. Servilio, recibidas las
órdenes de los Cónsules, se atuvo en un todo a lo que le prevenían. Por eso será
excusado que nos dilatemos más sobre sus acciones, puesto que, bien sea por las
órdenes, bien por las circunstancias del tiempo, no se ejecutó absolutamente
cosa que merezca la pena de contarse. Solamente hubo frecuentes escaramuzas y
encuentros particulares, en que los procónsules se llevaron el lauro, mostrando
valor y conducta en todo lo que manejaron.
En el transcurso del invierno y toda la primavera permanecieron los dos campos
atrincherados, uno frente al otro. Pero llegada la cosecha de los nuevos frutos,
Aníbal levantó el campo de Gerunio, y persuadido a que le convenía de todos
modos colocar al enemigo en la necesidad de una batalla, tomó la ciudadela de
Cannas, en donde los romanos habían acopiado los víveres y demás municiones
desde las cercanías de Canusio, y de donde sacaban los convoyes necesarios para
el ejército. La ciudad había sido arrasada en el año anterior; por eso ahora la
pérdida de las provisiones y la ciudadela puso en gran consternación al ejército
romano. Efectivamente, la toma de esta plaza por el enemigo les incomodaba, no
sólo porque les cortaba los convoyes, sino también porque se encontraba en una
situación que dominaba la comarca. Los procónsules despacharon a Roma continuos
correos para informarse que lo que se debía hacer; como que, si se aproximaban
al enemigo, era inevitable una acción, estando el país talado y los ánimos de
los aliados pendientes de lo que ocurriría. El Senado decidió que se diese la
batalla. Pero advirtió a Servilio que la suspendiese, y envió allí los cónsules.
Todos echaron los ojos sobre Emilio y fundaron en él las mayores esperanzas, ya
por la probidad de sus costumbres, ya porque, a juicio de todos, había conducido
poco antes la guerra contra los ilirios con valor y con ventaja. Se decretó que
se hiciese la guerra con ocho legiones y que cada una se compusiese de cinco mil
hombres, sin los aliados, cosa hasta entonces nunca vista en Roma. Pues, como
hemos dicho antes, los romanos alistaban siempre cuatro legiones, y de éstas
cada una comprendía cuatro mil infantes y doscientos caballos. Pero cuando
ocurre alguna necesidad muy urgente, se compone cada legión de cinco mil de a
pie y trescientos caballos. Por lo que hace a los aliados, el número de infantes
iguala con las legiones romanas, pero el de caballos es superior en tres veces.
Se acostumbra dar a coda cónsul la mitad de las tropas auxiliares con dos
legiones cuando se le envía a alguna expedición. Y así es que la mayor parte de
las batallas las decide un solo cónsul con dos legiones y el número de aliados
que hemos dicho. Rara vez se hace uso de todas las fuerzas a un tiempo y para
una misma expedición. Muy sobrecogidos y temerosos del futuro debían estar
entonces los romanos cuando resolvieron hacer la guerra a un tiempo no sólo con
cuatro, sino con ocho legiones.
CAPÍTULO XXXI
Famosas arengas de Emilio a los romanos y de Aníbal a los cartagineses. Por
consiguiente el Senado, después de haber exhortado a Emilio
y haberle puesto a la vista por una y otra parte las importantes consecuencias
de esta batalla, le envió al campo con orden de tomarse tiempo para decidir con
valor el asunto y de una manera digna al nombre romano. Luego que llegaron al
campo los cónsules, convocaron las tropas, las declararon las intenciones del
Senado y las animaron a hacer su deber según lo pedía el caso. Emilio estaba
tocado de lo mismo que profería. La mayor parte de su arenga se redujo a excusar
las pérdidas anteriores, porque la memoria de éstas tenía aterrado al soldado y
precisaba de quien le animase. Por eso procuró probar que si habían sido
vencidos en los anteriores combates no era una ni dos, sino muchísimas las
causas a que se podía atribuir un éxito semejante. Pero al presente les dijo:
«Si sois hombres, no tenéis pretexto para no vencer al enemigo. En aquellos
tiempos, ni los dos cónsules pelearon con las legiones unidas, ni se sirvieron
de tropas veteranas, sino de bisoñas e inexpertas, y, sobre todo, llegó a tal
extremo su ignorancia en punto a la situación del enemigo, que antes casi de
haberle visto se hallaron formados al frente y empeñados en batallas decisivas.
Díganlo los que murieron sobre el Trebia, que, llegados el día anterior de la
Sicilia, al amanecer del siguiente estaban ya formados en batalla. Dígalo la
jornada del Trasimenes, donde, no digo antes, pero ni aun en la acción misma se
llegó a ver al enemigo, por la niebla que ocupaba la atmósfera. Pero al presente
ocurre toda lo contrario. Estamos delante los dos cónsules de este año para
tener parte con vosotros en los peligros. Hemos logrado de los del anterior el
que permanezcan y nos acompañen. Vosotros estáis enterados de las armas del
enemigo, de su formación y de su número. Habéis pasado ya casi dos años en
diarios encuentros. Luego si a la sazón nos hallamos en circunstancias diversas
a las de los anteriores combates, razón será también que nos prometamos de éste
un éxito diferente. A la verdad, será extraño, o, por mejor decir, imposible,
que peleando tantos a tantos hayáis salido casi siempre vencedores en las
refriegas particulares, y que en una batalla campal, superiores en más de la
mitad, quedéis ahora vencidos. Y así, romanos, pues que están tomados todos los
medios para la victoria, sólo os resta vuestra voluntad y deseo. Para esto no
creo sea necesario excitaros con más razones. La exhortación se queda o para
tropas mercenarias o para gentes que, en virtud de un tratado, tienen que tomar
las armas por sus aliados, cuya situación en el combate mismo es la más dura, y
después de él sólo les queda una leve esperanza de pasar a mejor fortuna. Pero
para los que, como vosotros ahora, tienen que pelear, no por otros, sino por sí
mismos, por su patria, por sus mujeres e hijos, y esperan de las resultas del
presente peligro una condición totalmente diversa; está demás la arenga; basta
sólo la advertencia, Y si no, ¿quién no apetecerá más vencer peleando y, si esto
no es dable, morir antes con las armas en la mano, que vivir para ser testigo
del ultraje y estrago del enemigo? Ea, pues, romanos, figuraos vosotros mismos,
sin respeto a mis palabras, qué diferencia haya entre el vencer y ser vencidos,
cuáles sean las consecuencias de uno y otro extremo, y con estas prevenciones
entrad en la acción, como que en ella arriesga la patria, no la pérdida de las
legiones, sino del imperio todo. Pero ¿a qué efecto las palabras? Si sois
vencidos no tiene ya Roma con qué hacer frente al enemigo Toda su confianza,
todo su poder, estriba en vosotros. Todas sus esperanzas, toda su salud, está
refundido en vosotros. Haced vosotros que no quede ahora frustrada su
expectativa, y recompensad a la patria lo que la debéis. Sepa el mundo entero
que si habéis sufrido los anteriores reveses no ha sido porque cedáis en valor a
los cartagineses, sino por la poca experiencia de los que entonces pelearon y
accidentes que a la sazón sobre vinieron.» Dichas estas y otras parecidas
razones para exhortarlos, Emilio despidió la junta.
Al día siguiente levantaron el campo los dos cónsules y condujeron el ejército a
donde tenían aviso de que acampaba el enemigo. Dos días después llegaron y
sentaron los reales a cincuenta estadios de distancia de los cartagineses.
Emilio, que advirtió lo llano y descampado de la comarca, no tuvo a bien
empeñarse en una batalla con un enemigo superior en caballería, sino atraerle
antes y conducirle a tal terreno en que la infantería tuviese la mayor parte.
Varrón por su impericia fue del sentir opuesto; de aquí la discordia y desunión
entre los dos generales, cosa la más perniciosa. Al día siguiente, día en que
mandaba Varrón (hay costumbre entre los cónsules romanos de turna en el mando
por días), levantó el campo y avanzó, con ánimo de acercarse al enemigo, no
obstante las protestas y prohibiciones de Emilio. Aníbal le salió al encuentro
con la infantería ligera y caballería, le alcanzó a tiempo que iba aún
marchando, le atacó de improviso y le puso en gran desorden. Pero el cónsul,
puestos al frente algunos legionarios, recibió el primer choque, envió después a
la carga a los flecheros y la caballería, con lo que quedó por suya la refriega.
La causa de esta ventaja fue no haber tenido los cartagineses apoyo que les
auxiliase, y haber interpolado los romanos en su infantería ligera algunas
cohortes de legionarios, que pelaron a un mismo tiempo. Llegada la noche, se
separaron, no habiendo salido el intento a los cartagineses como habían pensado.
Al día siguiente Emilio, que ni aprobaba el que se pelease, ni podía ya retirar
su ejército sin peligro, acampó con los dos tercios de sus tropas sobre el
Aufido, el único río que atraviesa el Apenino. Esta es una continuada cordillera
de montañas, que separa todas las corrientes que riegan la Italia, unas hacia el
mar de Toscana, y otras hacia el Adriático. Por medio de este monte atraviesa el
Aufido, cuyo nacimiento se halla al lado del mar de Toscana, y desemboca en el
Adriático. Con el tercio restante se atrincheró del otro lado del río, hacia el
Oriente del sitio por donde había pasado, distante del otro campamento como diez
estadios, y un poco más del de los contrarios. De esta forma se proponía cubrir
los forrajeadores de sus dos campos, y estar a la mira sobre los de los
cartagineses.
Entretanto Aníbal, viendo que las cosas habían llegado a términos de una
batalla, temeroso de que el anterior descalabro no hubiese desanimado sus
tropas, creyó que la ocasión pedía una arenga, y llamó a junta sus soldados. Una
vez congregados: «Echad la vista, les dijo, por todos esos alrededores, y
decidme: caso que los dioses os concediesen la elección, ¿qué mayor dicha les
podríais pedir en las actuales circunstancias que, infinitamente superiores en
caballería a los contrarios, venir a una acción general en tal terreno?» Todos
convinieron en que la proposición no admitía duda. «Ea, pues, continuó, dad
gracias primero a los dioses, de que previniéndonos la victoria, han traído al
enemigo a este sitio; y después a mí, porque los he puesto en precisión de
combatir. Ya no pueden evitar el trance, no obstante las ventajas en que sin
disputa los excedemos. Creo que al presente son del todo excusadas más
exhortaciones para alentaros y animaros a la pelea. Esto tuvo lugar cuando no os
habíais batido aún con los romanos, y entonces ya lo hice con muchas razones y
ejemplos. Pera cuando todos sabéis que los habéis vencido consecutivamente en
tres batallas campales, ¿qué arenga más poderosa para excitaros al valor que
vuestras propias expediciones? Los combates anteriores os han puesto en posesión
de la campiña y todas sus riquezas. Esto fue lo que yo os prometí, y en todo os
he cumplido la palabra. Pero la batalla presente va a decidir de las ciudades y
efectos que éstas encierran. Si de ella salís vencedores, al instante toda la
Italia será vuestra. Esta sola acción os va a libertar de todos los trabajos y,
apoderados de la opulencia romana, a haceros dueños y señores de todo el mundo.
Y así por demás están las palabras, cuando son menester las obras. Confío con la
voluntad de los dioses que veréis satisfecho cuanto os he prometido.» Este
discurso fue recibido con aplauso, y Aníbal, después de haber dicho estas y
otras parecidas razones, alabó y aplaudió su buen deseo, y despidió la junta. Al
instante acampó y atrincheró sobre aquel lado del río donde se hallaba el mayor
campamento de los enemigos. Al otro día, ordenó a todos estuviesen dispuestos y
prevenidos. Al siguiente formó sus tropas sobre el río, dando claras pruebas del
deseo que tenía de venir a las manos. Pero Emilio, a quien no acomodaba el
terreno, y por otra parte veía que la escasez de mantenimientos pondría
prontamente a los cartagineses en la necesidad de trasladar el campo, permaneció
quieto, puestas buenas guarniciones a sus dos campos. Aníbal se mantuvo así por
algún tiempo; pero no presentándosele nadie, volvió a retirar sus tropas dentro
de las trincheras, y destacó a los númidas contra los del pequeño campo, que
salían a hacer agua. La caballería númida se acercó hasta el atrincheramiento
mismo, y cortó la comunicación a los romanos con el río. Esto fue causa de que
Varrón se enardeciese más y más, las tropas concibiesen un vivo deseo de
combatir, y sufriesen con impaciencia las dilaciones. Pues no hay cosa más
penosa a un hombre, una vez resuelto a pasar por cuanto le sobrevenga, que estar
pendiente de la expectación de lo futuro.
CAPÍTULO XXXII
Sobresalto causado en Roma por la noticia de que estaban al frente los dos
ejércitos.- Disposición de batalla de uno y otro campo.- Batalla de Cannas y
victoria de los cartagineses.
Apenas llegó a Roma la noticia de que los dos ejércitos se hallaban al frente y
que cada día se hacían escaramuzas, la ciudad se llenó de inquietud y
sobresalto. Las frecuentes derrotas anteriores ponían en cuidado a todos del
futuro, y la imaginación les presentaba y anticipaba las funestas consecuencias
de la República, caso que fuesen vencidos. No se oía hablar sino de vaticinios.
Todos los templos, todas las casas estaban llenas de presagios y prodigios, de
que provenían votos, sacrificios, súplicas y ruegos a los dioses. Pues en las
calamidades públicas los romanos se exceden en aplicar a los dioses y a los
hombres, y en tales circunstancias nada reputan por indecente e indecoroso de
cuanto conduzca a este objeto.
Lo mismo fue recibir Varrón el mando al día siguiente (217 adc.),
que mover sus tropas al rayar el día de los dos campos; y haciendo pasar el Aufido a los de su mayor campamento, al punto los formó en batalla. A éstos unió
los del menor y los colocó sobre una línea recta, dándoles todo el frente hacia
el Mediodía. La caballería romana cubría el ala derecha sobre el mismo río, y a
continuación se prolongaba la infantería sobre la misma línea. Los batallones de
la retaguardia estaban más densos que los de la vanguardia; pero las cohortes
del frente tenían mucha más profundidad. La caballería auxiliar se hallaba
colocada sobre el ala izquierda. Delante de todo el ejército estaban apostados
los armados a la ligera. El total con los aliados ascendía a ochenta mil
infantes, y poco más de seis mil caballos. Entretanto Aníbal hizo pasar el
Aufido a sus baleares y lanceros, y los puso al frente del ejército. Sacó del
campamento el resto de sus tropas, las hizo pasar el río por dos partes y las
opuso al enemigo. En la izquierda situó la caballería española y gala, apoyada
sobre el mismo río en contraposición de la romana; y a continuación la mitad de
la infantería africana pesadamente armada. Seguían después los españoles y
galos, con los que estaba unida la otra mitad de africanos. La caballería númida
cubría el ala derecha. Luego que hubo prolongado todo el ejército sobre una
línea recta, tomó la mitad de las legiones españolas y galas y salió al frente,
de suerte que las otras tropas de sus flancos se hallaban naturalmente sobre una
línea recta, y él con las del centro formaba el convexo de una media luna,
debilitado por sus extremos. Su propósito en esto era que los africanos
sostuviesen a los españoles y galos, que habían de entrar primero en la acción.
Los africanos estaban armados a la romana. Aníbal los había adornado con los
mejores despojos que había ganado en la batalla anterior. Los escudos de los
españoles y galos eran de una misma forma; pero las espadas tenían una hechura
diferente. Las de los españoles no eran menos aptas para herir de punta que de
tajo; pero las de los galos servían únicamente para el tajo, y esto a cierta
distancia. Estas tropas se hallaban alternativamente situadas por cohortes; los
galos desnudos, y los españoles cubiertos con túnicas de lino de color de
púrpura a la costumbre de su país, espectáculo que causó novedad y espanto a los
romanos. El total de la caballería cartaginesa ascendía a diez mil, y el dela
infantería a poco más de cuarenta mil hombres con los galos.
Emilio mandaba el ala derecha de los romanos, Varrón la izquierda, y los
cónsules del año anterior Servilio y Atilio, ocupaban el centro. A la izquierda
de los cartagineses estaba Asdrúbal, a la derecha Hannón, yen el cuerpo de
batalla Aníbal, acompañado de Magón, su hermano. Como la formación de los
romanos miraba hacia el Mediodía, según hemos dicho anteriormente, y la de los
cartagineses al Septentrión, cuando salió el sol ni a unos ni a otros ofendían
sus rayos. La acción empezó por la infantería ligera, que estaba al frente, y de
una y otra parte fueron iguales las ventajas. Pero desde que la caballería
española y gala de la izquierda se hubo aproximado, los romanos se batieron con
furor y como bárbaros. No peleaban según las leyes de su milicia, retrocediendo
y volviendo a la carga, sino que una vez venidos a las manos, saltaban del
caballo, y hombre a hombre medían sus fuerzas. Pero al fin vencieron los
cartagineses. La mayor parte de romanos pereció en la refriega, no obstante
haberse defendido con valor y esfuerzo; el resto, perseguido a lo largo del río,
fue muerto y pasado a cuchillo sin piedad alguna. Entonces la infantería pesada
ocupó el lugar de la ligera, y vino a las manos. Durante algún tiempo guardaron
la formación los españoles y galos, y resistieron con valor a los romanos, pero
arrollados con el peso de las legiones, cedieron y volvieron pies atrás,
abandonando la media luna. Las cohortes romanas, con el anhelo de seguir el
alcance, se abrieron paso por las líneas de los contrarios, tanto a menos costa,
cuanto la formación de los galos tenía muy poco fondo, y ellos recibían de las
alas frecuentes refuerzos en el centro, donde era lo vivo del combate. Pues sólo
en el cuerpo de batalla, a causa de que los galos, formados a manera de media
luna, sobresalían mucho más que las alas, y representaban el convexo al enemigo.
Efectivamente, los romanos siguen y persiguen a éstos hasta el centro y cuerpo
de batalla, donde se introducen tan adentro, que por ambos flancos se vieron
cercados de la infantería africana pesadamente armada. En ese instante los
cartagineses, unos por un cuarto de conversión de derecha a izquierda, otros por
el movimiento contrario, arremeten con sus escudos y picas, y atacan por los
costados a los contrarios, advirtiéndoles lo que habían de hacer el mismo lance.
Esto era cabalmente lo que Aníbal se había imaginado; que los romanos,
persiguiendo a los galos, serían cogidos en medio por los africanos. De allí
adelante los romanos ya no pelearon en forma de falange, sino de hombre a hombre
y por bandas, teniendo que hacer frente a los que les atacaban por los flancos.
Emilio, aunque desde el principio había estado en el ala derecha, y había
intervenido en el choque de la caballería, se hallaba aún sin lesión alguna.
Pero queriendo que las obras correspondiesen a lo que había dicho en la arenga,
y advirtiendo que en la infantería legionaria estribaba la decisión de la
batalla, atraviesa a caballo las líneas, se incorpora a la acción, mata a
cuantos se le ponen por delante, animando y estimulando a sus gentes. Aníbal,
que desde el principio mandaba esta parte del ejército, hacía lo mismo con los
suyos. Los númidas del ala derecha que peleaban con la caballería romana de la
izquierda, aunque por su particular modo de combatir, ni hicieron ni sufrieron
daño de consecuencia; sin embargo, atacando al enemigo por todos lados, le
tuvieron siempre ocupado y entretenido. Pero cuando Asdrúbal, derrotada la
caballería romana de la derecha a excepción de muy pocos, llegó desde la
izquierda al socorro de sus númidas; la caballería auxiliar de los romanos,
presintiendo el ataque, volvió la espalda y echó a huir. Cuentan que Asdrúbal en
esta ocasión hizo una acción sagaz y prudente. Viendo el gran número de los
númidas, y la habilidad y vigor con que persiguen a los que una vez vuelven la
espalda, los encargó el alcance de los que huían; y él, mientras marchó con el
resto adonde era la acción, para dar socorro a los africanos. Efectivamente,
carga por la espalda sobre las legiones romanas y las ataca sucesivamente por
compañías en diferentes partes, con lo que a un tiempo anima a los africanos, y
abate y aterra el espíritu de los romanos. Entonces fue cuando L. Emilio,
cubierto de mortales heridas, perdió la vida en la misma batalla; personaje que,
tanto en el resto de su vida como en este último trance, cumplió tan bien como
otro con lo que debía a la patria. Entretanto los romanos peleaban y resistían,
haciendo frente por todos lados a los que los rodeaban; pero muertos los que se
hallaban en la circunferencia, y por consiguiente encerrados en más corto
espacio, fueron al fin pasados todos a cuchillo. Del número de éstos fueron los
cónsules del año anterior, Atilio y Servilio, varones de probidad y que durante
la acción dieron pruebas del valor romano. En el transcurso de la batalla, los
númidas siguieron el alcance de la caballería que huía. De ésta los más fueron
muertos, otros despeñados por los caballos, y unos cuantos se refugiaron en
Venusia, entre los que estaba Varrón, cónsul romano, hombre de un corazón
depravado, cuyo mando fue a su patria tan ruinoso.
CAPÍTULO XXXIII
Número de muertos y prisioneros sufridos por ambos bandos.- Consecuencia que de
la batalla de Cannas se siguieron a una y otra república.
Así fue el éxito de la batalla de Cannas entre romanos y cartagineses, batalla
donde se hallaron los hombres más valerosos, tanto de los vencedores como de los
vencidos. Los mismos hechos son la prueba más clara de esta verdad. Porque de
seis mil caballos, setenta solos se acogieron con Varrón en Venusia, y
trescientos de los aliados que dispersos se salvaron en diferentes ciudades. De
la infantería se hicieron diez mil prisioneros; pero éstos no asistieron a la
refriega. Delo que es la batalla, únicamente escaparon alrededor de tres mil a
las ciudades inmediatas; todos los demás, en número de setenta mil, quedaron con
valor sobre el campo. Los cartagineses, tanto en este como en los anteriores
combates, debieron la principal parte de la victoria al número de su caballería,
y dieron un claro testimonio a la posteridad, de que en tiempo de guerra vale
más tener una mitad menos de infantería y ser superior en caballería, que tener
en todo iguales fuerzas a su contrario. Aníbal perdió hasta cuatro mil galos,
mil quinientos españoles y africanos, y doscientos caballos.
La causa de haber sido hechos prisioneros los romanos que estaban fuera de la
batalla, fue esta. Emilio había dejado en su campo diez mil hombres de a pie,
con el fin de que si Aníbal, abandonando el campamento, sacaba fuera toda su
gente, este cuerpo en el transcurso de la acción atacase y se apoderase del
bagaje del enemigo; y si por el contrario, previendo el lance, dejaba una
guarnición competente, hubiese estos menos contra quien combatir. El modo de
cogerlos fue como se sigue. No obstante la buena defensa que Aníbal había dejado
en su campo, apenas se dio principio a la acción, los romanos, según la orden,
marcharon a sitiar a los que habían quedado en el real de los cartagineses.
Éstos por el pronto se defendieron; pero ya iban a ceder, cuando Aníbal,
concluida enteramente la batalla, viene a su socorro, pone en huida a los
romanos, los cierra dentro de su propio campo mata dos mil y hace a los
restantes prisioneros. Igual suerte tuvieron dos mil caballos que habían
emprendido huida y se habían refugiado en las fortalezas de la comarca, pues
cercados por los númidas, fueron traídos prisioneros.
Ganada la batalla del modo mencionado, los negocios tomaron un rumbo
consiguiente a la expectación de unos y otros. Los cartagineses con esta
victoria se apoderaron al instante de casi todo el resto de Italia, llamada
Antigua y Gran Grecia. Los tarentinos se entregaron sin tardanza, los
argiripanos y algunos capuanos llamaron a Aníbal; todos los demás se inclinaban
ya al partido de los cartagineses, en la bien fundada esperanza de que éstos
tomarían a la misma Roma por asalto. Los romanos, por el contrario, desesperaron
con esta pérdida poder retener un punto el imperio de Italia. Se hallaban
sumamente inquietos y cuidadosos, ya de sus personas, ya de su patrio suelo,
esperando por instantes la llegada del mismo Aníbal. La fortuna misma parece que
quiso coadyuvar y poner el colmo a sus desdichas; pues pocos días después,
cuando el terror ocupaba aún la ciudad, vino la nueva de que el pretor enviado a
la Galia había caído inesperadamente en una emboscada, y que todo el ejército
había sido pasado a cuchillo por los galos. Pero el Senado nada omitió por eso
de cuanto podía convenir. Animó al pueblo, puso en seguro la ciudad, y deliberó
sobre el estado presente con presencia de ánimo, como se vio por los efectos.
Pues a pesar de que los romanos quedaron entonces vencidos sin disputa, y
obligados a renunciar a la gloria de las armas; no obstante la particular
constitución de su gobierno y las sabias providencias del Senado los recobró no
sólo el imperio de Italia, vencidos los cartagineses, sino que los hizo poco
después dueños de todo el mundo. Ve aquí por qué después de haber referido las
guerras de España e Italia, que comprende la olimpíada ciento cuarenta,
pondremos fin a este libro con estos hechos. Y cuando hayamos llegado hasta esta
época, con la relación de lo que ha pasado en la Grecia durante la misma
olimpíada, entonces procuraremos tratar de intento del gobierno romano; con el
pensamiento de que esta materia será, no sólo sumamente útil a los estudiosos y
políticos para componer historias, sino para reformar y establecer gobiernos.