Polibio

HISTORIA UNIVERSAL BAJO LA REPÚBLICA ROMANA
 

 



LIBRO  XXVII

 

CAPÍTULO PRIMERO
Los beocios incurren en la imprudencia de separarse unos de otros.

En Calcis se hallaban los comisarios romanos cuando se les presentaron Lassis y Calias de parte de los tespienos para entregar su patria a los romanos. También llegó Ismenias, comisionado por Neón, pretor de los beocios, y manifestó que, por orden del Consejo común de la nación, entregaba a discreción de los comisarios todas las ciudades de Beocia. Esto se oponía a las miras de Quinto Marcio, deseoso de que cada ciudad hiciera particularmente la entrega; por lo cual, en vez de acoger bondadosamente a Ismenias como lo había hecho con Lassis, con los diputados de Queronea, de Livadia y con otros, mostróle desprecio, y las órdenes que le dio más parecían insultos. La mofa fue tan grande, que de no refugiarse Ismenias bajo la protección del tribunal de los comisarios, le hubiesen muerto a pedradas algunos de los proscritos que habían conspirado contra su vida.
Por entonces hubo en Tebas una rebelión. Mientras los ciudadanos querían entregar la ciudad a los romanos, los de Corona y Haliarta, allí reunidos, pretendieron dominar el Consejo y sostuvieron la necesidad de mantener la alianza con el rey de Macedonia. Hasta entonces los dos partidos eran casi iguales; mas uno de los magnates de Corona, Olímpico, se pasó al de los romanos, arrastrando consigo otros, y hubo un cambio general en el espíritu público. Obligaron primero a Dicetas a excusarse con los comisarios por la alianza que con Perseo concertó. Acudieron en seguida a las casas de Neón y de Hippias, arrojándoles de ellas y ordenándoles que diesen cuenta de su gobierno, por ser los que habían negociado la alianza; reunióse el Consejo, designó éste los diputados para enviarles a los comisarios, ordenóse a los magistrados que pactaran alianza con Roma, y, finalmente, entregaron la ciudad a los romanos, llamando a los desterrados.
Al mismo tiempo iba a Calcis, enviado por los proscritos, Pampidas para denunciar a Ismenias, Neón y Dicetas. Como su falta era manifiesta y los romanos favorecían a los expatriados, encontráronse en mala situación Hippias y los de su partido. Tan irritada estaba contra ellos la multitud, que corrieron riesgo de perder la vida, y hubieran muerto a no impedirlo los romanos conteniendo la violencia e impetuosidad del populacho. Al llegar los diputados de Tebas y mostrar lo que habían arreglado en ventaja de los romanos, cambiaron los negocios de aspecto y en pocos días hicieron el viaje de Tebas a Calcis, porque las dos ciudades se hallan próximas.
Con mucho agrado recibieron los romanos a los de Tebas, haciendo grande elogio de su ciudad y recomendándoles que llamaran a los proscritos. Ordenaron después a todos los diputados que despachasen a Roma embajadores para ofrecer cada ciudad en particular a la discreción de los romanos. Llevado a cabo su propósito de dividir a los beocios y producida en el pueblo la aversión a la casa real de Macedonia, hicieron venir a Servio de Argos, y dejándole en Calcis se trasladaron al Peloponeso. Algunos días después se retiró Neón a Macedonia. Ismenias y Dicetas fueron encerrados en un calabozo, donde al poco tiempo se suicidaron.
De este modo los beocios, después de formar por largo tiempo una república que en diferentes ocasiones venció con felicidad grandes peligros, por afiliarse sin motivo y cometiendo imperdonable ligereza al partido de Perseo viéronse dispersos y gobernados por tantos Consejos como ciudades había en la provincia.
Volviendo a los comisarios, al llegar a Argos Aulo y Marcio trataron con los magistrados de los aqueos rogando a su pretor Archón que enviase a Calcis mil soldados para guardar la ciudad, y concedido este socorro, uniéronse a Publio y se embarcaron de regreso a Roma.

 

CAPÍTULO II
Inteligente política de Hegesiloco, pritano de los rodios, para mantener a su nación la amistad del pueblo romano.

Cuando Tiberio y Postumio recorrían las islas y las ciudades de Asia, permanecieron largo tiempo en Rodas, aunque su presencia no era allí necesaria, porque Hegesiloco, persona dignísima, que entonces era pritano y fue después embajador en Roma, al saber que los romanos iban a declarar la guerra a Perseo, exhortó a sus conciudadanos, no sólo a unirse a ellos, sino a preparar cuarenta buques para que, si los romanos los precisaban, estuviesen listos sin pérdida de tiempo. Así los enseñó a los dos comisarios romanos, que salieron muy satisfechos de la ciudad, y al regresar a Roma elogiaron grandemente el celo de Hegesiloco y su adhesión a la República Romana.

 

CAPÍTULO III
Perseo despacha embajadores a los rodios para conocer sus intenciones.

Tras sus conferencias con los comisarios romanos, resumió Perseo en una carta todas las razones en que apoyaba su derecho y cuantas se habían expuesto por ambas partes. Apeló a este recurso, no sólo por presumir que sus razones valían más que las de los comisarios, sino también para sondear el espíritu de cada pueblo respecto a su causa. Por medio de correos envió la carta a diferentes puntos, pero con los rodios hizo la especial distinción de comisionar a Antenor y Filipo, que entregaron la carta del rey a los magistrados. Algunos días después se presentaron al Consejo y aconsejaron a los rodios permanecer tranquilos y espectadores imparciales del partido que tomaban los romanos. «Si deciden, manifestaron, atacar a Perseo y los macedonios a pesar de los tratados llevados a cabo, vosotros seréis, rodios, los mediadores entre ambos pueblos. A todos interesa verles vivir en paz; pero a ninguno corresponde, como a vosotros, trabajar para amistarlos. Defensores de vuestra libertad y de la de toda Grecia, cuanto más celo y ardimiento tenéis para conservar este gran bien, más debéis poneros en guardia contra quien debe inspiraron opuestos sentimientos.» Agregaron otras razones semejantes, que se oyeron con agrado, pero hablaban a personas prevenidas ya en favor de los romanos y resueltas a ayudarles. Tributáronse a los embajadores grandes demostraciones de afecto, pero la contestación fue que rogaran a Perseo no pedirles nada contrario a los intereses de los romanos. No tomó Antenor este ruego por respuesta; pero satisfecho de las pruebas de amistad de los rodios, se dirigió a Macedonia.

 

CAPÍTULO IV
Embajadas recíprocas de Perseo a los beocios y de los beocios a Perseo.

Informado Perseo de que algunas ciudades de Beocia le eran adictas, despachó a Antígones, hijo de Alejandro en calidad de embajador. Llegó éste a Beocia y pasó frente a muchas ciudades sin penetrar en ellas por falta de pretexto para aconsejarles alianza con su señor. Entró en Corona, en Tebas y en Haliarte, exhortando a los ciudadanos a afiliarse al partido de los macedonios, y accedieron a sus ruegos, decidiendo enviar embajadores a Macedonia. Regresó Antígones y dijo a Perseo el feliz éxito de sus negociaciones. Poco tiempo después llegaron los embajadores de Beocia, suplicando al rey ayudara a las ciudades que se habían puesto de su parte; pues irritados los tebanos porque no defendieran como ellos la causa de Roma, las amenazaban, comenzando a molestarlas. Contestóles el rey que la tregua hecha con los romanos le impedía por el momento auxiliarles, aconsejándoles defenderse como pudieran de los tebanos y vivir en paz con Roma.

 

CAPÍTULO V
Bando en Rodas contra los romanos.

Cayo Lucrecio escribió desde Cefalenia, donde se hallaba anclada su flota, una carta a los rodios pidiéndoles barcas, y fue portador de esta carta un tal Sócrates, que ganaba su vida frotando con aceite a los luchadores. Era entonces Stratocles pritano del último semestre; reunió el Consejo y puso a debate lo que debía hacerse en vista de la carta. Agatagetes, Rodofón, Astimedes y muchos otros opinaron que se enviaran en seguida las naves y unirse a los romanos desde el principio de la guerra; pero Dinón y Polícrates, disgustados por lo llevado a cabo ya en favor de Roma, se valieron de las sospechas que excitaba Eumeno para oponerse a lo que Lucrecio solicitaba. El disgusto con Eumeno tuvo origen en que, en el transcurso de la guerra con Farnaces, se apostó en el Helesponto para detener los barcos que pasaban al Ponto Euxino, oponiéndose a ello los rodios. Algún tiempo después se agrió esta cuestión, por causa de algunos castillos y de la Perea, región situada en la extremidad del continente opuesto a la isla de Rodas y donde las tropas de Eumeno andaban de continuo en correrías. Este disgusto motivaba oír con agrado cuanto contra Eumeno se dijera, y los facciosos aprovecharon el pretexto para desdeñar la carta de Lucrecio, manifestando que no procedía de un romano, sino de Eumeno, que deseaba comprometerles en una guerra y ocasionarles gastos y fatigas inútiles. Hasta el portador de la carta les servía de argumento, porque los romanos jamás se servían para enviar sus órdenes de personas de tan baja condición, eligiendo, por el contrario, las más distinguidas. No ponían en duda que la carta fuera de Lucrecio, pero deseaban enfriar el ardimiento de la muchedumbre para diferir el socorro a los romanos y que la dilación ocasionara rompimiento con ellos. Su propósito consistía en privar a los romanos de la opinión pública y conquistarla para Perseo, de quien eran cómplices; uno de ellos, Polícrates, porque habiendo efectuado grandes gastos para mantener su lujo y ostentación todo lo tenía en poder de acreedores, y el otro, Dinón, porque, avaro y sin pudor, procuraba siempre acrecentar sus bienes con las mercedes de reyes y magnates. Stratocles combatió rudamente a los dos facciosos, diciendo muchas cosas contra Perseo, alabando con entusiasmo a los romanos y obteniendo al fin del pueblo el decreto para remitirles los barcos. Inmediatamente equipó seis galeras, enviando cinco a Calcis, al mando de Timágoras, y la sexta a Tenedos. Otro Timágoras que mandaba ésta, halló en Tenedos a Diófanes, que iba de parte de Perseo a ver a Antíoco. No consiguió apoderarse de él, pero sí de su buque. Lucrecio recibió atentamente a todos los aliados que le llegaban por mar y les despidió agradeciéndoles sus servicios, porque, según manifestó, los asuntos no exigían auxilios marítimos.

 

CAPÍTULO VI
El Senado ordena que los embajadores de Perseo abandonen Roma e Italia.

Al regresar de Asia los comisarios romanos, informaron al Senado acerca de lo que habían visto en Rodas y en otras ciudades. Inmediatamente después se mandó entrar a los embajadores de Perseo, que eran Solón e Hippas, e hicieron los mayores esfuerzos para justificar a su señor y desvanecer la cólera del Senado. Defendiéronle principalmente de la acusación de atentado contra la persona de Eumeno, y cuando finalizaron, el Senado, que tenía ya decidida la guerra, les ordenó, como a todos los macedonios que se hallaban en Roma, salir inmediatamente de la ciudad y de Italia en treinta días. Llamados en seguida los cónsules, se les recomendó dedicarse a esta guerra sin pérdida de tiempo.

 

CAPÍTULO VII
Aunque victorioso, solicita Perseo la paz y no puede lograrla.

Tras la victoria conseguida por los macedonios, reunió Perseo el Consejo y manifestaron en él algunos amigos suyos que haría bien en despachar una diputación al cónsul para solicitarle la paz, ofreciéndole, aunque victorioso, los mismos tributos y las mismas plazas que Perseo había prometido dar. «Porque, dijeron, si concede la paz, es honroso para vos acabar la guerra con una victoria, y además, después de experimentar los romanos el valor de vuestras tropas, no osarán dar leyes duras o injustas a los macedonios; y si picados por la derrota se empeñan en vengarla, deberán temer la justa cólera de los dioses, y esperar nosotros que los dioses y los hombres favorezcan vuestra moderación.» La mayoría del Consejo y el rey aprobaron la idea designando embajadores a Pantaco y Medón de Borea. Recibió a éstos Licinio, se celebró Consejo, manifestaron los embajadores las órdenes que habían recibido, se les mandó retirar y se deliberó. Fue opinión unánime, que se les respondiera de la manera más orgullosa posible, por ser costumbre que los romanos recibieron de sus antepasados mostrarse altivos y fieros en la adversa fortuna y en la próspera suaves y modestos; política indudablemente honrosa, pero que dudo pueda erguirse en algunas ocasiones. Sea de ello lo que quiera, la contestación dada a los embajadores fue que «no habrá paz para Perseo si no entrega su persona y su reino a disposición del Senado para hacerle éste lo que estime oportuno.» Admiró a los macedonios tan insoportable orgullo, y disgustó al Consejo hasta el punto de aconsejar al rey no enviar en ningún caso representantes a los romanos. Perseo no siguió el consejo, y envió varios, llegando a ofrecer mayor tributo que el impuesto a Filipo. Todas estas instancias sirvieron únicamente para que le acusaran sus amigos de rebajarse siendo victorioso como si fuera vencido. Sin esperanza de paz, regresó Perseo a su campamento de Sicurium.

 

CAPÍTULO VIII
Cotis, rey de Tracia.

A su simpática apariencia y vigor infatigable para la guerra, unía este rey un carácter y unas costumbres diferentes de las de los tracios, ya que era sobrio, amable y de extraordinaria prudencia.

 

CAPÍTULO IX
Pacto de los rodios con Perseo para el rescate de prisioneros.

Concluida la guerra de Perseo contra los rodios, fue Antenor de parte del rey a Rodas para tratar del rescate de los prisioneros que se hallaban en el mar con Diófanes. Dividióse la opinión en el senado rodio: Filofrón y Teetetes no querían trato ni convenio alguno con el rey de Macedonia; Dinón y Polícrates opinaban lo contrario, pero finalmente se convino con Perseo en el rescate de estos prisioneros.

 

CAPÍTULO X
Ptolomeo, gobernador de Chipre.

Era este egipcio muy superior a sus compatriotas por su juicio y su inteligencia en los negocios, y confiáronle el gobierno de la isla de Chipre durante la juventud del rey. Cuidó de recaudar el dinero, y a nadie entregaba nada por grandes que fueran las instancias de los administradores regios. Su firmeza fue en este punto tan grande, que se le acusaba públicamente de apropiarse las rentas de la isla; mas cuando llegó Ptolomeo a la edad de gobernar por sí, y este gobernador le envió el dinero que había reunido, y que ascendía a cuantiosa suma, el rey y toda la corte hicieron grandes elogios de su fidelidad y economía.

 

CAPÍTULO XI
Cefalo.

Asimismo llegó de Epiro Cefalo. Afecto de tiempo atrás a la familia del rey de Macedonia, vióse casi obligado a ser del partido de Perseo. He aquí por qué. El epirota Caropos, hombre probo y honrado amigo de los romanos, y que cuando Filipo dominaba los estrechos de Epiro fue causa de que le arrojaran de este reino y de que Tito lo ocupara, como también la Macedonia; Caropes, digo, tenía un hijo llamado Machatas, que a su vez tuvo otro, también Caropos de nombre. Falleció Machatas dejando a su hijo muy joven, y cuidó de la educación de éste su abuelo, enviándole a Roma para que estudiase la lengua latina y la amena literatura. El joven Caropos contrajo muchas amistades en esta ciudad, y pasado algún tiempo regresó a su patria cuando ya había muerto su abuelo. Naturalmente altivo, orgulloso y de malas inclinaciones, comenzó a combatir y denigrar a las personas de mayor rango. No se le hizo caso al principio, y Antínoo, de mayor edad y consideración que él, seguía gobernando tranquilamente. Declarada la guerra contra Perseo, indispuso Caropos a los romanos con Antínoo exagerando la antigua amistad de este etolio con la casa real de Macedonia. Acechando a veces sus gestiones, desfigurando otras sus palabras y actos, suprimiendo o añadiendo frases a sus discursos, logró que se creyera cuanto inventaba contra aquellos que quería perder. No consiguió, sin embargo disminuir el crédito de Cefalo, hombre de gran sabiduría y prudencia, que persistió en el mejor partido, rogando a los dioses no permitieran decidir el conflicto por la fuerza de las armas, y que al estallar la guerra opinó se concediera a los romanos todo aquello a que por el tratado de alianza se hallaban obligados, no deshonrándose hasta el punto de someterse cobardemente a lo que les pluguiera ordenar. Esta firmeza desagradó a Caropos, que se desencadenó contra Cefalo, y cuanto se hacía, si no era favorable a Roma, lo interpretaba en mal sentido. No existiendo razón alguna al principio del conflicto para censurar a Antínoo y Cefalo de haber propuesto algo contrario a la República romana, despreciaron las calumnias de que eran objeto; mas cuando después del combate de caballería vieron que sin motivo eran conducidos a Roma los etolios Hippoloco, Nicandro y Locuago, y que se daba fe a las calumnias esparcidas por Licisco, imitador de la conducta de Caropos en Etolia, previendo el futuro adoptaron medidas para defenderse de este calumniador, y decidieron intentarlo todo para evitar que les llevaran aherrojados a Roma sin ser escuchados. Viéronse, pues, obligados, contra sus propósitos, a afiliarse al partido de Perseo.

 

CAPÍTULO XII
Teodoto y Filostrato.

En verdad no admite excusa la acción abominable de estos dos traidores. Al conocerse que el cónsul romano Aulo Hostilio debía llegar muy pronto a su campamento en Tesalia, creyeron que entregándole a Perseo se ganarían su amistad y confianza con este servicio y estorbarían grandemente por lo pronto la empresa de los romanos. Escribieron, pues, a Perseo que se pusiera en marcha inmediatamente. Así lo hizo este príncipe; mas le detuvieron en el camino los molosos, apoderadas del puente que existe sobre el Loüs y a quienes fue preciso combatir. Llegado el cónsul a Fanotes se alojó en casa de Néstor Cropio. Fácil era a sus enemigos apoderarse de él allí, e inevitable su pérdida si la fortuna no le hubiese favorecido. Como por inspiración presintió Cropio la desgracia que amenazaba a Hostilio, y le aconsejó salir de la ciudad durante la noche y trasladarse a una aldea cercana. Así lo hizo éste, y abandonando el camino de Epiro, se embarcó con rumbo a Anticira, llegando desde allí a Tesalia.

 
CAPÍTULO XIII
Farnaces y Attalo.

El primero de estos dos reyes fue el más injusto que se había conocido hasta entonces. Se hallaba el otro en cuarteles de invierno en Elatea, cuando supo el mortal insulto que los del Peloponeso acababan de hacer a su hermano Eumeno, privándole por decreto público da los honores que antes se les habían concedido y decidió, sin comunicárselo a nadie, despachar una diputación a los aqueos para pedirles que restauraran las estatuas erigidas a Eumeno y las inscripciones puestas en su honor. Dos razones le obligaron a tomar esta decisión: una, el convencimiento de causar gran placer a Eumeno, y otra, lo que le honraba en Grecia esta prueba manifiesta de su grandeza de alma y del cariño a su hermano.

 

CAPÍTULO XIV
Los cretenses.

He aquí una deslealtad de estos insulares. Aunque el crimen sea en ellos cosa habitual en la ocasión presente sobrepujaron sus instintos. Eran amigos de los apoloniatas y vivían sujetos a sus mismas leyes, formando juntos un Estado que gozaba en común de todo lo que se llama derechos entre los hombres, y el tratado que los contenía veíase grabado en bronce junto a la estatua de Júpiter Ideo. No fueron todas estas barreras suficientemente fuertes para poner a los apoloniatas a cubierto de sus violencias. Apoderáronse de Apolonia, asesinaron a sus habitantes, saquearon sus bienes y repartieron entre sí las mujeres, los niños y toda la región.

 

CAPÍTULO XV
Antíoco despacha una embajada a Roma.

Convencido Antíoco de que el rey de Egipto se disponía a llevar la guerra a Celesiria, envió a Meleagro a Roma, ordenándole decir al Senado, y probar con los tratados llevados a cabo con Ptolomeo, que este rey le atacaba sin razón ni derecho.
En toda la expedición mostróse Antíoco muy animoso y verdaderamente digno del nombre de rey, si se exceptúan las asechanzas de que se valió contra Pelo.

 

CAPÍTULO XVI
Reflexiones sobre los cambios de opinión.

Cuando corrió por Grecia la nueva del combate de caballería y de la victoria de los macedonios, como fuego largo tiempo oculto, estalló un sentimiento general a favor de Perseo. Paréceme que en este caso aconteció lo que ocurre en los juegos públicos cuando ante un atleta ilustre y reputado invencible se presenta un antagonista humilde e inferior a él. La multitud entonces anima al débil con sus gritos, y pudiera decirse que le ayuda en sus esfuerzos. Pero si toca al otro en el rostro o le hace alguna herida, instantáneamente se dividen las opiniones; el atleta herido es objeto de burla, no por aversión o desprecio, sino por súbita e inesperada simpatía, por efecto de la natural benevolencia que el más débil inspira. Si entonces alguien censura la conducta del público, pronto muda éste de opinión y se arrepiente de su ignorancia. Esto hizo, según cuentan, Clitómaco, atleta sin rival, cuya gloria resonaba en todo el universo. Deseó el rey Ptolomeo Epifanes empañar esta reputación, e hizo que se preparara con singular cuidado el atleta Aristónico, cuyo vigor le pareció suficiente para el objeto. Llegó éste a los juegos olímpicos y presentó el combate a Clitómaco. Pusiéronse muchos de parte de Aristónico, estimando bella acción el atreverse a luchar con Clitómaco. Empeñóse el combate, ganó tiempo Aristónico e hirió a su adversario. Resonó en el acto una tempestad de aplausos, manifestando todos su aprobación al egipcio. Dícese que entonces Clitómaco se apartó un poco, y recobrando aliento, volvióse hacia el público y preguntó: «¿Qué queréis hacer alentando a Aristónico y declarándoos resueltamente partidarios suyos? ¿No soy atleta que sabe cumplir los deberes de su profesión? ¿O acaso ignoráis que en este momento combate Clitómaco por la gloria de los griegos y Aristónico por la del rey Ptolomeo? ¿Preferías que un egipcio gane a los griegos la corona olímpica, a que un tebano o un beocio sea vencedor en lucha con los egipcios?» Estas frases produjeron en los ánimos tan grande metamorfosis, que Aristónico fue vencido más por el cambio de opinión en el público que por los brazos de Clitómaco. Lo mismo ocurrió a los pueblos griegos respecto a Perseo. De preguntarles formalmente si querían dar a un solo hombre el gran poder de dirigir una monarquía independiente, de seguro cambian de opinión, deseando lo contrario. Si en breves frases se les hubiera recordado las desgracias que la casa de Macedonia causó a Grecia y las ventajas debidas a los romanos, creo que rápidamente hubiesen retrocedido; pero al primer movimiento, al primer impulso, la opinión general mostróse singularmente favorable al imprevisto adversario con quien tropezaban los romanos. Nadie habrá seguramente que por ignorancia de la naturaleza intente calificar de ingratitud esta predisposición de los griegos.
Preciso es en todo caso que los hombres ajusten sus actos a la oportunidad, porque la ocasión importa mucho, sobre todo en la guerra, y es grave falta desdeñarla.
Muchos hombres aspiran a lo que es bello, pero pocos se atreven a emprender la empresa de conseguirlo, y de éstos son los menos quienes la llevan a cabo con todos sus detalles.

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