SÓCRATES.
Entré el otro dia en la
escuela de Dionisio el gramático
(1) y encontré allí algunos jóvenes de
agradable porte
y de las mejores familias de la ciudad con sus amantes.
Había dos que estaban disputando, pero no pude entender
sobre qué, si bien me
pareció que era sobre Anaxágoras ó
Enopidas (2), porque trazaban en el suelo
círculos, y parecía
que imitaban con sus manos ciertos ángulos de
inclinación.
Su afán era extremado. Como yo estaba sentado
cerca del
amante de uno de los que disputaban, le pregunté,
tocándole en el codo, qué
era de lo que trataban
aquellos dos jóvenes. Precisamente, le dije, ha de ser
cosa grande y notable, cuando con tanto afán lo toman.
Y bien, respondió, una
cosa grande y magnifica; charlan
sobre los astros y se ocupan de fruslerías
filosóficas.
Sorprendido de esta respuesta, le dije: Joven, ¿te parece
ridículo el filosofar? ¿A qué viene hablar tan duramente?—
(1) Uno de los
maestros de Platón.
(2) Geómetra j astrónomo del tiempo de Anaxagoras; era
natural
de Chio.
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Otro joven, que estaba sentado cerca de él y
que era su
rival, habiendo oido mi pregunta y su respuesta, me dijo:
En
verdad, Sócrates, no quedarás muy satisfecho si preguntas
á este joven, que
mira con desden el estudio de la
filosofía. ¿No sabes que toda su vida se
resume en tres
palabras: ejercitarse en la palestra, comer y dormir? ¿Qué
otra respuesta podias esperar de él, sino que es ridiculo
el filosofar?—El
rival, que me hablaba de esta manera,
habia estudiado las ciencias y las
artes, mientras que
el otro de quien tan mal hablaba sólo se habia dedicado á
la gimnasia. Juzgué, pues, que debia dejar al que habia
preguntado al
principio, tanto m&s, cuanto que el mismo
no se consideraba en posición de
conversar como no
fuera sobre los ejercicios del cuerpo, y ver el partido que
podría sacar de su rival, que se la echaba de más sabio.
Le dije: mi pregunta
se dirigía á ambos, pero si tú conoces
que puedes contestarme mejor, me
dirijo á tí solo;
¿crees que sea bueno filosofar, ó crees lo contrarío?
Los otros dos jóvenes, luego que nos oyeron, callaron,
cesaron en su disputa
y vinieron á escucharnos con el
mayor silencio. Lo que á su aproximación
experimentaron
los dos rivales, yo no lo sé; pero con respecto i mí
puedo
decir, que me estremecí, porque la juventud y la
belleza siempre me causan
esta impresión. Sin embargo,
uno de los dos amantes no me pareció menos
conmovido
que yo, lo cual no le impidió responderme con serenidad:
Sócrates, si yo creyera que era ridiculo filosofar, no me
creería hombre, y
no es otra la opinión que tengo formada
de cualquiera que abrigue una opinión
semejante;
añadió queriendo con estas palabras indicar á su rival, y
levantando la voz para que le oyera el que él amaba:
—¿Te parece que la
filosofía es una cosa buena? le dije.
—Seguramente, respondió.—¿Pero qué,
repuse, crees
tú que se pueda saber si una cosa es hermosa ó fea, sin
saber antes lo que ella es?—No.—Pues bien, sabes tú lo
109
qne
es filosofar?—Sin duda lo sé.—¿Qué es, pues? le pregunté.—
No es otra cosa,
me respondió, que lo que Solón
ha dicho en cierto pasaje:
Fo envejezco
aprendiendo todos los dias.
Me parece, en efecto, que el que quiera ser
filósofo,
debe aprender todos los dias alguna cosa, lo mismo en su
juventud que en su ancianidad, á fia de saber en esta
vida el mayor número de
cosas posible.
Al pronto esta respuesta me* pareció satisfactoria, pero
después de haber reflexionado un poco, le pregunté ai
hacia consistir la
filosofía en un gran saber.—Sin duda,
me respondió. —Pero piensas, le dije,
que la filosofía
es, no sólo buena, sino también útil?-Es útil igualmente,
respondió.—¿Te parece, le repliqué, que sea
peculiar á la filosofía, ó crees
que sea lo mismo para
las demás artes? Por ejemplo, el gusto por la gimnasia
te parece tan útil como bello? — Es según, me respondió
en tono festivo; con
éste no temo decir que no es
ni lo uno ni lo otro, pero contigo, Sócrates,
confieso que
es á la vez bello y útil.—¿Y crees tú, le dije, que el gusto
de la gimnasia consiste en hacer el mayor número de
ejercicios posible?—Sin
duda, me respondió, como el
amor á la sabiduría, la filosofía consiste en
querer conocer
el mayor número de cosas posible.—Pero, le pregunté:
¿piensas, que los que tienen gusto en dedicarse á la gimnasia,
tengan otro
fin que el de robustecer el cuerpo?—
No, ciertamente, me dijo.—Por
consiguiente, repuse, el
gran número de ejercicios es el que hace que se
robustezca
el cuerpo?—¿Y cómo, me respondió, podría robustecerse
con pocos
ejercicios?
Sobre esto me propuse apurar á mi atleta para que me
auxiliase con su experiencia en la gimnasia. Dirigiéndole,
pues, la palabra:
¿por qué guardas silencio, querido mió,
cuando debes hablar de este modo?
¿Crees tú, que los
no
ejercicios numerosos dan la salud, ó que la dan
los ejercicios
moderados?—Yo, Sócrates, respondió, creo que los
ejercicios
moderados son los que dan la salud conforme
al precepto recibido. ¿Quieres la
prueba? Ahí tienes ese
hombre, que en su aplicación al estudio, ni duerme, ni
come; y mira qué cuerpo flaco y débil tiene.
A estas palabras los dos jóvenes
se echaron á reir, y
el filósofo se ruborizó. Yo le dije entonces: pero bien,
¿reconoces
ahora que no son los muchos ó pocos ejercicios,
sino los
ejercicios moderados, los que dan la salud? ¿ó
quieres combatir contra dos?
Si fuera él solo, me dijo, me mantendría firme de buena
gana y le probaria lo
que he dicho, aunque se tratase de
una cosa menos probable, porque no hay
duda de que es
temible el adversario. Pero contigo, Sócrates, no quiero
disputar contra mi opinión. (Confieso que no son los muchos
ejercicios sino
los ejercicios moderados los que dan
la buena salud.
Y con respecto á los
alimentos, le dije, ¿no es una cantidad
moderada y no una gran cantidad la
que mantiene
la salud? Convino en ello. Y sobre todas las demás cosas,
que
afectan al cuerpo, le obligué igualmente á convenir
en que el justo medio es
lo útil, y de ninguna manera lo
mucho ni lo poco. Y respecto al alma, le dije
en seguida,
¿qué le convendrá? ¿Una cantidad grande de alimentos ó
una
cantidad moderada? Moderada, me dijo.
Y las ciencias, le repuse, ¿no entran
en el número de
los alimentos del alma? Convino en ello. Por consiguiente,
le dije, es útil al alma, no una multitud, sino una cantidad
moderada de
ciencias.
¿A quién podríamos razonablemente, dirigimos, para
saber cuál es
la cantidad moderada de alimentos y de
ejercicios, que es útil al cuerpo?
Convinimos todos tres en
que á un médico ó á un maestro de gimnasia. Y sobre
semillas,
para conocer la justa proporción en la siembra, ¿á
111
quién seria preciso dirigirse? Convinimos en que á un labrador.
Y respecto á
las ciencias, ¿á quién consultaríamos,
para saber el término medio que es
preciso guardar, al sembrarlas
y plantarlas en el alma? Sobre esto todos tres
nos
encontramos llenos de incertidumbre. Puesto que nos vemos
en este
conflicto, les dije en tono festivo, ¿queréis que
llamemos en nuestro auxilio
á esos dos jóvenes? ¿Ó quizá
tendríamos vergüenza de llamarlos, como Homero
dice
de los amantes de Penélope, que no pudiendo tender el
arco, querían
que ninguno otro pudiera hacerlo?
Cuando vi que tenían perdida la esperanza
de encontrar
lo que buscábamos, tomé otro camino y les dije: ¿Qué
ciencias, según nosotros, debe ante todo aprender un filósofo?
Porque ya
estamos conformes en que no debe
aprenderlas todas, ni tampoco un gran número
de ellas.
El sabio, tomando la palabra, dijo que las mejores y
más
convenientes para un filósofo eran las que debían hacerle
más honor, y que
nada le honrarla tanto como parecer
hábil en todas las artes, ó por lo menos
en la mayor
parte, y sobre todo en las más consideradas; que por lo
tanto
era preciso, que el filósofo aprendiese todas las artes
dignas de un hombre
libre, es decir, las que dependen de
la inteligencia, y no las que dependen
de la mano.
—¿Haces,le dije, la misma distinción que se acostumbra á
hacer
en arquitectura? Tendrás un entendido maestro de
obras por cinco ó seis
minas, pero un arquitecto no le encontrarás
por diez mil dracmas, porque hay
pocos en toda
la Grecia. ¿No esto lo que quieres decir?—Sí, me respondió.—
Entonces le pregunté si no era imposible, que un
hombre aprendiese
perfectamente dos artes, cuanto mas
poder aprender un gran número de ellas
sobre todo de las
difíciles. A lo cual él me respondió: No te imaginea,
Sócrates,
que yo quiera decir que un filósofo deba saber estas
artes tan
perfectamente como los que las ejercen. Basta
que las sepa como conviene á un
hombre libre y bien edu-
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cado, á fin de estar ¿ punto de
comprender mejor que los
demás lo que dicen los maestros, y poder dar su
dictamen,
de suerte que sobre todo lo que se dice ó se hace relativo
á
estas artes, supere en mucho á los demás en gusto
é ilustracioQ.
y dudando
yo aún de lo que quería decir: mira, le dije,
si penetro bien en la idea que
tú tienes del filósofo. Quieres,
á mi parecer, que el filósofo sea respecto
de los artistas,
lo que es un pentaílo (1) respecto de un corredor ó
luchador.
Vencido por los atletas de profesión en el ejercicio,
que es
propio de cada uno de ellos, el pentatlo está
en segunda linea, mientras que
es superior á todos los
demás atletas. Hé aquí quizá el efecto, que, según
tú,
produce la filosofía en los que se dedican á ella; en cada
arte están
por bajo de los maestros, pero aunque están en
segunda fila, están por cima
de todos los demás hombres.
De esta suerte un filósofo es en todas las cosas
un hombre
de segundo orden; tal es, yo creo, la idea que quieres
darnos.
Paréceme, me dijo, que has comprendido bien mi pensamiento,
comparando el
filósofo con el pentatlo, porque
el filósofo realmente es un hombre, que no
se apega á
nada como un esclavo, ni se entrega exclusivamente á
una cosa
sola, hasta el punto de que para llevarla á su
perfección, desprecie todas
las demás, como hacen los artistas;
el filosofó se dedica á todas en cierta
medida.
Después de esta respuesta, como yo quería saber claramente
lo que
quería decir, le pregunté si creía que las
gantes hábiles eran útiles ó
inútiles.
—Útiles seguramente, Sócrates.
—Si las gentes hábiles son
útiles, las gentes iohábiles
son inútiles.
(I) De icávtt, cinco, j iOXoc,
ejercicio. Conocedor experimentad o
en cinco especies de ejercicios, que eran
el tiro de flecha, la carrera,
el salto, el disco y la lucha.
^^a
113
Convino conmigo.
—Pero los filósofos, ¿son útiles ó no lo son?
—Son, no
sólo útiles, sino los más útiles de los
hombres.
—Veamos, pues, si dices
verdad, y examinemos cómo
hombres, que están en segunda línea, pueden ser
útiles;
porque es evidente que en cada arte el filósofo es
inferior al
artista respectivo.
Convengo en ello.
—Pues bien, dime, ¿si estuvieses
enfermo ó lo estuviese
alguno de tus amigos, con gran sentimiento tuyo, para
restablecer tu salud ó la de tu amigo, llamarías al filósofo
, este hombre
que es hábil en segunda linea, ó barias
venir al médico?
—Yo les baria
venir á los dos.
—No me digas los dos; es preciso optar por uno de
ellos.
¿A cuál darás tú la preferencia?
—No hay nadie que dude y que no haga venir
al médico.
—Y .si te hallases en un buque batido por la tempestad,
¿á
quién encomendarlas tu persona y cuanto te perteneciese,
al filósofo ó al
piloto?
—Al piloto sin duda.
—De manera que en todas las ocasiones en que
se encuentra
un hombre especial, el filósofo no es útil.
—Al parecer.
—Por consiguiente, los filósofos .son gentes inútiles,
porque en cada arte
tenemos hombres hábiles, y estamos
conformes en que sólo las personas hábiles
son útiles , y
que los demás son inútiles.
Se vio precisado á convenir en
ello.
. —¿Me atreveré á hacerte aún otras preguntas? ¿Te parecerá
una
desatención que te haga tantas?
—Pregúntame todo lo que quieras.
—Lo que
yo quiero es que convengamos de nuevo en
T<»MO XI. 8
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todo lo que hemos dicho, que es lo siguiente: Hemos convenido,
poruña parte,
en que la filosofía es una cosa
buena, que hay filósofos, que los filósofos
son hábiles,
que los hombres hábiles son útiles, y que los inhábiles inútiles
; y por otra parte, estamos de acuerdo en que los
filósofos son inútiles,
mientras hay artistas especiales, y
los hay siempre. ¿No estamos conformes en
todo esto?
— Ciertamente.
—Estamos, pues, conformes, á mi parecer, y tú
mismo lo reconoces, en que si la filosofía consiste en saber
todas las artes
de la manera que tú dices, los filósofos serán
inhábiles é inútiles mientras
haya artes entre los
hombres. Mira que acaso no sea asi, querido mió, y que
filosofar sea otra cosa que mezclarse en todas las artes y
pasar su vida en
hacerlo todo y aprenderlo todo, porque
á mi parecer esto es impropio, y se
llaman peones á los
quf) se ocupan de esta manera en las artes. Por lo demás,
para que te persuadas mejor de que digo verdad, respóndeme
á lo siguiente: ¿
quiénes son lo que saben corregir
los caballos? ¿Son los que los hacen
mejores ó son otros?
—Los que les hacen mejores.
—Y respecto á los perros,
¿saber corregirlos no es hacerlos
mejores?
—Sí.
—De esta manera, ¿con
un mismo arte se les hace mejores
y se les corrige?
—Lo confieso.
—Pero
este arte de hacerlos mejores y de corregfirlos,
¿no es el mismo que el de
discernir los buenos de los malos,
ó es otro distinto?
—No, es el mismo.
—¿Y dirás lo propio de los hombres? El arte de hacerlos
mejores ¿es el mismo
que el de corregir y discernir
los buenos de los malos?
—Es el mismo.
115
—El arte que se aplica á un solo hombre, ¿puede aplicarse
á muchos, y
el arte que se aplica á muchos puede
aplicarse ¿ uno solo?
- S í .
—Lo
mismo sucede con los caballos y con todos los
animales.
—Convengo en ello.
—Pero, ¿cómo llamas á la ciencia que corrige á los que
viven en la licencia y
violan las leyes? No es la ciencia
del juez.
- S í .
—Y esta ciencia
¿no es la que llamas justicia?
—La misma.
—Asi, pues, el arte de corregir
á los malos sirve también
para distinguirlos de los buenos.
—Seguramente.
—Y el que reconoce uno de estos, puede reconocer muchos.
—Sí.
—Y el que no
puede reconocer muchos, no podrá reconocer
uno solo.
—Lo confieso.
—Por
consiguiente, si un caballo no distingue los buenos
de los malos caballos, no
conocerá tampoco lo que es
^1 mismo.
—Ciertamente no.
—¿Sucede lo mismo
con un perro?
—Lo mismo.
—Asi, pues, un hombre que no distinguiese los
hombres
buenos de los malos, ignoraría si él mismo es bueno
o malo,
puesto que también es hombre.
—Cierto.
—¿No conocerse á sí mismo es ser
sabio ó mentecato?
—Es ser mentecato.
—Por consiguiente, conocerse á sí
mismo es ser sabio.
116
—Así lo pienso.
—Asi, pues, & lo que parece,
la inscripción del templo
de Delfos (1) nos exhorta á practicar la sabiduría
y la justicia.
—Asi parece.
—¿Pero no es la justicíala que nos enseña á
corregirnos?
—Convengo en ello.
—Por tanto el arte de corregir es la
justicia, y el arte
de conoceruos á nosotros mismos y á los demás es la
sabiduría.
—Así me lo parece.
—La justicia y la sabiduría son, por tanto,
una misma
cosa.
—Al parecer.
—Y los Estados están bien regidos, cuando
los malos
son castigados.
—Dices verdad.
—¿Es esto lo que se llama la
política?
—Convengo en ello.
—Cuando un hombre gobierna bien un Estado,
¿no se
le da el nombre de rey?
—Sin duda.
—¿Gobierna, pues, con el arte
real?
—Es claro.
—¿Y éste no es el mismo de que acabamos de hablar?
—Parece que si.
— Cuando un particular gobierna bien su casa, ¿qué
nómbrele le da? ¿No se le llama un buen administrador,
un buen amo?
- S I
.
—¿Mediante qué arte gobierna tan bien su casa? ¿No es
mediante el arte
de la justicia?
— Seguramente.
(1) rvo6: acaux¿v: Conócete á ti mismo.
in
— Me parece, pues, que rey, político, administrador y
amo justos y
sabios son una misma cosa, y que el reinado,
Iti política, la economía, la
sabiduría y la justicia no son
más que un solo y mismo arte.
— Es
evidente.
—Y bien, cuando un médico hable de enfermedades
delante de un
filósofo, ó un artista cualquiera hable de su
arte, seria vergonzoso para el
filósofo el no entender lo que
dicen ni poder dar su dictamen; y cuando un
juez, un rey
ó cualquiera otro de los que hemos nombrado hablen delante
de
él, ¿no será vergonzoso para este filósofo no poder
entenderles ni decir
nada?
—¿Cómo no ha de ser vergonzoso, Sócrates, no tener
nada que decir
sobre tales cosas?
—¿Pero asentaremos, que sobre estas cosas el filósofo
debe de ser como un pentatlo que está siempre en segunda
línea, y que por
consiguiente es inútil en tanto haya
hombrea especiales; ó bien diremos, que
no debe abandonar
á otro la dirección de su casa, ni ocupar en esto el
segundo puesto, sino que debe saber juzgar y castigar
como sea preciso, para
que su casa esté bien administrada?
Convino en ello.
— En fin, si sus
amigos le toman por arbitro ó su patria
le hace juez en los negocios públicos
ó privados, ¿no será
una vergüenza para él encontrarse en segunda ó tercera
línea en lugar de ocupar la primera?
—Así me parece.
— Mi querido amigo,
está muy lejos de consistir la filosofía
en aprenderlo todo y en dedicarse á
todas las artes.
Al oir estas palabras el sabio, confundido por lo que
había dicho, no supo qué responder, y el ignorante aseguró
que yo tenia
razón. Los demás aplaudieron también
lo dicho por mí.
Fin de los rivales