I A MECENAS
¿Irás en los bajeles liburnos, amigo Mecenas, entre las altas fortalezas de
las naves, resuelto a afrontar todos los peligros del César? ¡Ah!, ¿qué será
de mí, a quien la existencia parece tan grata mientras vives, como le sería
insoportable con tu muerte? ¿Habré de obedecer y condenarme a una quietud que
únicamente me agrada en tu compañía, o temes acaso que no pueda sobrellevar
las fatigas de la guerra con el ánimo que conviene a los fuertes varones? Las
soportaré y te seguiré con pecho animoso por las cumbres de los Alpes, del
Cáucaso inhospitalario y las últimas comarcas de Occidente.
¿Me preguntas cómo yo tan débil y apocado he de ayudar tus esfuerzos con
los míos? Acompañándote será menos mi temor, que siempre acobarda más a los
ausentes, así el ave que cobija a sus tiernos polluelos recelosa del ataque de
la serpiente, teme mucho más cuando los abandona, aunque su presencia no les
sirva de auxilio.
Con el mayor gozo iría a esta y otras campañas sólo en la esperanza de
complacerte, y no por aumentar las parejas de bueyes uncidas a mis arados
relucientes, ni porque mis rebaños, al amenazar el estío, truequen los de
Calabria por los pastos lucanos, ni para que mi granja se extienda hasta tocar
las murallas de la elevada Túsculo. Bastante me ha enriquecido tu liberalidad
a manos llenas. Jamás codiciaré tesoros que esconda en la tierra, como el
avaro Cremes, o que disipe como un joven manirroto.
II ALABANZA DE LA VIDA CAMPESTRE
Dichoso el que alejado de los negocios y libre de toda usura, como los
primitivos mortales, trabaja los paternos campos con bueyes de su propiedad;
ni le despierta en el campamento el aviso de la cruel trompeta, ni le
intimidan las borrascas del iracundo mar, y evita por igual los pleitos del
foro que los soberbios umbrales de los ciudadanos poderosos.
Ya liga los crecidos sarmientos al tronco de los altos álamos, ya contempla
vagar sus rebaños de vacas mugidoras en el angosto valle, o corta con la
podadera las ramas inútiles injertando otras mejores, o conserva la miel de
sus panales en limpias ánforas, o trasquila las ovejas enfermas.
Pues cuando el otoño levanta en los campos su cabeza coronada de frutos
sabrosos, ¡cómo se regocija cogiendo la pera injerta <injertada> y la uva que
desafía el color de la púrpura, para ofrecerlas a ti, Priapo, y a ti, padre
Silvano, que guardas los linderos!
Ora se recuesta a la sombra de vieja encina, ora sobre la grama de fuerte
raíz, mientras las cascadas se precipitan de las altas rocas, las aves gorjean
en la selva y murmuran las linfas que manan de las Fuentes, invitando al dulce
sueño.
Mas así que el tonante Jove nos trae las nieves y las lluvias del invierno,
persigue con la jauría de perros al cerdoso jabalí, precipitándolo en la
oculta trampa, o con horquilla ligera extiende las redes donde han de caer los
voraces tordos, o prende en el lazo la tímida liebre y la grulla extranjera,
premios que recompensan sus afanes.
¿Quién no olvidará con estos ejercicios los sinsabores y zozobras que el
amor acarrea? ¡Y qué placer si la púdica esposa cuida por su parte de la casa
y los tiernos hijos, cual la Sabina o la mujer del recio habitante de Apulia,
tostada por el sol, y con leños secos enciende el hogar a la llegada del varón
fatigado, encierra en la urdimbre de zarzas las cabras triscadoras, ordeña sus
ubres llenas, saca de la tinaja vino mulso de aquel año y le adereza la mesa
con viandas no compradas!
No me agradarían más las ostras del Lucrino, el escaro ni el rodaballo, si
la borrasca movida por el Levante los dirige a nuestros mares; ni la gallina
de África o el francolín de Jonia serían recibidos con más placer en mi
vientre que la aceituna cogida de las ramas rebosantes, la hierba del lampazo
que crían las praderas, las malvas tan saludables al cuerpo enfermo, la
cordera sacrificada al dios Término y el cabrito arrancado a los dientes del
lobo.
Entre estos manjares, ¡qué hermoso es ver cómo vuelven a su casa las ovejas
repastadas, cómo traen el arado al revés, sobre el lánguido cuello, los bueyes
desfallecidos, y los esclavos, enjambre de las casas ricas, sentados en torno
a la fogata brillante del hogar!»
Apenas hablo así Alfio, el usurero, dispuesto a hacerse rústico, a mediados
de mes recoge todo su capital, y vuelve a prestarlo a principios del
siguiente.
III CONTRA EL AJO
Si algún criminal con mano impía hubiese cortado la cabeza de su anciano
padre, condénesele a comer ajos, más ponzoñosos que la cicuta. ¡Oh duros
vientres de los segadores!, ¿qué veneno roe mis entrañas? ¿Es sangre de víbora
cocida con estas hierbas la que me abrasa, o fue este manjar aderezado por
Canidia?
Cuando Medea, entre todos los argonautas, escogió por amante al hermoso
Jasón, untólo con zumo de ajos para que sujetase los indómitos toros, y con
ajos envenenó los presentes que la vengaron de su rival antes de huir sobre el
alado dragón.
Jamás ningún astro lanzó tan cálidos vapores a la sedienta Apulia, ni la
túnica envenenada ardió con tal violencia sobre los hombros del pujante
Hércules. Si un día deseas comerlos, jovial Mecenas, que tu amante rechace tus
besos con su linda mano, y se acueste, lejos de ti, al borde de la cama.
IV CONTRA MENAS, LIBERTO DEL GRAN POMPEYO
Cuanta enemiga puso Naturaleza entre lobos y corderos, tanta es la que
siento hacia ti, que un día sufriste que amoratase tus espaldas el látigo de
Iberia, y aprisionase tus pies el duro grillete.
Aunque te pavonees soberbio con tus riquezas, la fortuna no cambia el
linaje. ¿No reparas, cuando barres la vía Sacra con tu toga rozagante, cómo la
indignación de los transeúntes se desata contra ti en los mayores ultrajes?
«Ese hombrezuelo azotado por los triunviros hasta rendir al pregonero, labra
mil yugadas del campo Falerno, recorre en sus bridones la vía Apia, y como si
fuese un caballero, con desprecio de la ley de Otón, ocupa en el teatro los
primeros asientos. ¿A qué equipar tantas naves rostradas contra ladrones y
esclavos, si este mal bicho es tribuno de los soldados?»
V CONTRA LA HECHICERA CANIDIA
«¡Ah! Por los dioses que desde el cielo gobiernan la tierra y el humano
linaje, ¿qué peligros amenaza ese tumulto, o qué significan todos esos
semblantes enfurecidos contra mí? Si Lucina te asistió alguna vez en partos
verdaderos, te suplico por tus hijos, por este vano honor de la púrpura, por
Jove que reprueba tus maldades, me digas qué te mueve a mirarme como ceñuda
madrastra o como fiera castigada por el hierro.»
Apenas el niño tembloroso prorrumpe en tales lamentos, despojando del
vestido su tierno cuerpo que podría enternecer el pecho feroz de un tracio,
Canidia, ceñida la fronte y el áspero cabello de rabiosas víboras, ordena
quemar en las llamas de Colcos las ramas del fúnebre ciprés y del cabrahigo
que crece en los sepulcros, los huevos de la inmunda rana teñidos en sangre,
las plumas del búho nocturno, las hierbas que produce Yolcos o Iberia, fértil
en venenos, y los huesos arrancados a la boca de una perra hambrienta.
Ságana, muy solícita, esparce por toda la casa las aguas del Averno, con
los cabellos rígidos como el erizo de mar o el jabalí en su carrera. Veya, que
jamás sintió remordimiento por sus crímenes, anhelante de fatiga, cava con el
duro azadón la tierra donde había de ser sepultado el niño que iba a morir
ante el horrible espectáculo de la comida, que se le renovaba dos o tres veces
al día junto a la boca, como el infeliz que se ahoga y consigue asomar la
cabeza por encima de las olas, hasta que extrayéndole la medula y los
ardientes hígados, pudiese componer un filtro amoroso, en el momento que la
muerte apagase para siempre sus pupilas fijas en la vianda apetecida.
Los ociosos habitantes de Nápoles y los pueblos circunvecinos creyeron que
no faltó Folia la de Arímini <Rímini>, conocida por su varonil lujuria, y
capaz de arrancar del cielo la luna y las estrellas con sus mágicos
encantamientos <voz tesalia>.
Entonces la cruel Canidia, mordiéndose con los negros dientes las uñas que
jamás se cortó, ¿qué dijo o qué calló? Oídla: «¡0h noche! y ¡oh Diana!,
compañeras fieles de mis empresas, que presidís el silencio, sedme propicias
en la celebración de estos sagrados misterios. <Ahora, ahora venid>, que
vuestro numen se revuelva airado contra las casas de mis enemigos, mientras
las fieras se rinden al blando sueño en la fragosidad del bosque. Que todos
los perros de Suburra ladren a ese viejo adúltero, que provoca la risa general
con sus esencias de nardo, tan perfectas como no supieron nunca elaborarlas
mis manos.
»¿Mas qué es esto? ¿Cómo resultan ineficaces los crueles venenos de la
bárbara Medea, con los cuales antes de la fuga se vengó de su orgullosa rival
la hija del gran Creonte, abrasándole el cuerpo con la túnica emponzañada que
le regalara el mismo día de sus bodas? Y eso que jamás me engañó ninguna
hierba ni raíz oculta en los montes escabrosos.
»El perverso, olvidándose de mí, frecuenta los lechos perfumados de cien
rameras. ¡Ah! Sin duda debe su libertad a los encantos de hechiceras más
sabias. ¡Ay, Varo, cómo has de llorar tu desdén! Yo haré que vuelvas a mí,
valiéndome de filtros nunca conocidos, y tales, que los cantos de los marsos
no consigan devolverte la razón. Te preparo y has de beber una poción
irresistible, y antes el cielo aparecerá bajo el mar y la tierra por encima
del cielo que dejes de abrasarte en mi amor con la violencia del negro betún
arrojado a las llamas.»
Al oír esto el niño, ya no pensó en mover a piedad tan infames Harpías con
sus tristes quejas, y dudando cómo rompería su silencio, por fin prorrumpe en
las maldiciones de Tiestes.
«Vuestros hechizos y crímenes atroces son impotentes para mudar la suerte
de los mortales.
»Yo os perseguiré acompañado de las Furias, y no hay víctima que expíe tan
horrendas imprecaciones. Luego que haya expirado, pues ordenáis que muera, mi
sombra os acosará por la noche, y os clavará en el rostro las corvas uñas, que
los Manes tienen este poder.
»Introducida en vuestros corazones, os quitará el sueño con grandes
terrores; las turbas, viejas indecentes, os acosarán por las calles a
pedradas, y después arrojaran a los lobos y los buitres del Esquilino vuestros
cadáveres insepultos. Este espectáculo calmará, ¡ay!, el dolor de mis padres,
que han de sobrevivirme.»
VI CONTRA CASIO SEVERO
Can medroso frente a los lobos, ¿por qué acometes a las personas
inofensivas, y no vuelves tus necias amenazas contra mí, que puedo
acribillarte a dentelladas? Pues como el perro moloso o el rojo de Laconia,
defensa de los pastores, con las orejas enhiestas perseguiré por la nieve del
monte a las fieras que huyan de mí.
Tú, a poco de alborotar la selva con feroces ladridos, te pones a olfatear
el hueso que te arrojan. Guárdate, guárdate, que tengo prontos los cuernos
para ensartar a los bribones, cual el despreciado yerno del infiel Licambes, o
el enconado enemigo de Búpalo; y si alguno pretende clavarme el diente, no
lloraré como un niño sin tomar venganza.
VII A LOS ROMANOS
¿Adónde, adónde os despeñáis, malvados? ¿Por qué los aceros desnudos
brillan en vuestras manos? ¿No se ha vertido ya bastante sangre latina sobre
la tierra y el mar? Y no para que el romano destruyera con el incendio las
soberbias torres de la enemiga Cartago, o el indomable britano descendiese
cargado de hierro por la vía Sacra, sino para que, según los votos de los
parthos, Roma pereciese por su propia diestra. Los lobos y leones nunca
mostraron fiereza tanta con los de su especie.
¿Os arrebata un furor ciego, o la fuerza del destino, o vuestras culpas?
Respondedme.
Callan, y la palidez se refleja en sus semblantes, y sus ánimos se rinden
al estupor.
No hay duda; cruel fatalidad persigue a los romanos, y el crimen de la
muerte de Remo manchó la tierra con sangre, que han de expiar sus
descendientes.
VIII CONTRA UNA VIEJA IMPÚDICA
¿Y pretendes que enerve mi vigor <preguntas por qué se enerva mi vigor> por
complacerte, vieja impúdica, montón de años <podrida hace un siglo>, que
tienes los dientes negros, la frente surcada por las arrugas de la decrepitud,
y como vaca rijosa despides un hedor nauseabundo entre las escuálidas nalgas
<nalgas entre las que bosteza el ano deforme de una vaca indigestada>?
¿Piensas que <Quizá> me seducen tus pechos <fofos> nacidos como las ubres de
una yegua, tu vientre blanducho y los flacos muslos que sostienen tus
hinchadas rodillas? Que seas opulenta, que precedan en tu entierro las
imágenes triunfales de tus antepasados y no haya matrona que se pasee adornada
de perlas más hermosas; pues bien: no me importa <qué decir de> que los libros
de los estoicos anden entre tus almohadones de seda. ¿Acaso la gente tosca y
sin letras muestra menos pujanza y siente menos el ardor de Venus <o menos
languidecen sus encantos>? Si pretendes excitarlos, lo conseguirás con los
refinamientos que sabes <trabájandome con la boca>.
IX A MECENAS
Venturoso Mecenas, ¿cuándo será que, regocijado por la victoria de César,
beba en tu soberbio alcázar (así lo quiere Jove) el Cécubo añejo que reservas
para los suntuosos festines, que amenizan los cantos acompañados por la
flauta, en el tono frigio <e.e. bárbaro>, y la lira en el dórico? Como el día
en que, tras el incendio de sus naves, se vio arrojado del estrecho de Sicilia
el hijo de Neptuno, aquel que amenazaba oprimir la ciudad con las cadenas
arrancadas a su pérfidos siervos.
El soldado romano, ¡ay!, los descendientes se resistirán a, creerlo,
esclavo de una mujer, la sigue con su campo y sus armas, se rebaja a obedecer
a despreciables eunucos, y entre las águilas de las legiones el sol contempla
el pabellón de una egipcia. Dos mil galos, llenos de sonrojo y aclamando a
César, lanzan los caballos a sus tiendas <pero los galos nos han traído dos
mil caballos, cantando al César>, y las popas de las naves enemigas buscan su
salvación a la izquierda del puerto. ¡Triunfo, triunfo!, ¿cómo detienes los
carros de marfil y las terneras no domadas <intactas>? Sí, triunfo más grande
que el alcanzado por el caudillo vencedor de Yugurta, o Escipión el Africano,
que alzó sobre las ruinas de Cartago el pedestal de su gloria. El enemigo,
vencido en mar y tierra, trueca por vestidos de luto sus galas de púrpura, y
con vientos desfavorables busca un refugio en Creta, orgullosa con sus cien
ciudades, o se pierde en las sirtes azotadas por los vientos de Mediodía, o
vaga por mares desconocidos.
Muchacho, tráenos aquí sendas copas llenas del licor de Quíos y Lesbos, o
sírvenos el Cécubo que entona los estómagos débiles. Quiero sepultar en dulce
vino el miedo y la zozobra que pasé por la suerte de César.
X CONTRA MEVIO
Con auspicios fatales zarpa la nave que conduce al hediondo Mevio. Austro,
no dejes do azotarla por ambos costados con las olas enfurecidas.
Que el Euro sombrío, agitando el mar, le arranque los cables y los remos
hechos pedazos. Que brame el Aquilón como suele al descuajar en las altas
cumbres las corpulentas encinas, y en la lobreguez de la noche no luzca, por
donde el triste Orión se pone, estrella que le sea favorable, y contemple el
piélago más alborotado que la hueste victoriosa de los griegos, cuando Palas
desvió su cólera de las cenizas de Troya para revolverla contra la impía nave
de Áyax. ¡Ay, cuántos trabajos amenazan a tu chusma, cuánta palidez reflejará
tu rostro, qué femeniles lamentos saldrán de tus labios, y qué súplicas al
indignado Jove, así que el golfo jónico, soliviantado por el húmedo Noto,
destroce tu navío! Mas si tu cadáver, arrojado a la corva playa, sirve de
pasto suculento a los cuervos marinos, inmolaré a las tempestades un cabrón
libidinoso y una [inocente] cordera.
XI A PETO
Ya, Peto, no me recrea como otros días escribir versos, herido gravemente
por los dardos del amor, del amor que abrasó mis venas, más que a ningún
mortal, por los tiernos mancebos o las lindas doncellas. Pasaron tres
diciembres despojando de pompa a los árboles desde que cesó mi frenesí por
Inaquia. ¡Ay, cuánto se habló de mi locura en la ciudad! Aún me avergüenza
tanta humillación y me sonrojan aquellos banquetes en que mi silencio, mi
languidez y mis suspiros, arrancados del hondo pecho, delataban mi febril
apasionamiento.
Quejábame de que nada valiese el amor ingenuo del pobre con una mujer
interesada, y no te ocultaba mis lágrimas cuando el dios indiscreto con sus
ardientes libaciones me hacia confesar los más recónditos arcanos. ¡Ah! Si
logro encender en libre cólera mis entrañas, dejaré que se lleven los vientos
mis vanas quejas, incapaces de cerrar tan crueles heridas, y, desechando esta
falsa vergüenza, rehusaré competir con rivales indignos de mí.
Así que te hube anunciado tan firme resolución, mandaste que me recogiera
en casa; pero, ¡ay!, los pies vacilantes me llevaban a las puertas de aquella
enemiga, en cuyos umbrales se desplomó cien veces mi cuerpo quebrantado.
Ahora me domina Licisco, que se gloría de vencer en voluptuosidad a la
mujer más impúdica. Ni severos reproches ni graves amonestaciones de amigos
podrán arrancarme esta pasión si ya no es otra llama encendida por alguna
tierna doncella, o algún adolescente <terso> que anude en trenzas su larga
cabellera.
XIl CONTRA UNA VIEJA DESHONESTA
¿Qué pretendes de mí, vieja dignísima del amor de un negro elefante? ¿A qué
me regalas y envías tus billetes si ya no soy un joven vigoroso, ni he perdido
el olfato y sé percibir, con la sagacidad del perro valiente que descubre
dónde se oculta el jabalí, el pólipo de tus narices y el hedor de tus velludos
sobacos?
¡Qué sudor transpiran tus débiles miembros, y qué olores tan repulsivos
exhalan por doquier cuando en lúbrica actitud te dispones a satisfacer tu
arrebatada lujuria <aunque mi pene esté flojo>! Ya la fresca greda y el color
que produce el excremento del cocodrilo resbalan por tu rostro, y en tus
violentos espasmos haces temblar la cama y el suelo, y con estas coléricas
palabras increpas mi flojedad: «Eres más hombre con Inaquia que conmigo. Con
ella trabajas toda la noche <puedes tres veces por noche>, conmigo te rindes a
la primera embestida. Maldita sea Lesbia, que me proporcionó en ti un
hombrecillo, cuando yo buscaba un robusto toro y estaba en posesión de Amintas
de Cos, cuyo ardor nunca extinguido oprimía mi cuerpo con la fuerza que el
árbol recién plantado arraiga en la tierra. »Los mantos, dos veces teñidos en
la púrpura de Tiro, ¿para quién los vestía yo? Por ti solo. Deseaba que
ninguno de tus amigos se vanagloriase de ser más querido de su amante que tú;
pero ¡cuán desdichada soy!; huyes de mi presencia como el cordero del
hambriento lobo y la cabra del león.
XIII A UN AMIGO
Hórrida tempestad encapota el cielo, y arroja a torrentes la lluvia y las
nieves; el huracán de Tracia resuena en los mares y los bosques.
Amigos, aprovechemos la ocasión, y pues los años y las fuerzas de la
juventud nos lo permiten, lejos de nosotros las tristezas que anublan la
frente de la vejez.
Saca de la bodega el vino que escondo desde el tiempo del cónsul Torcuato
en que nací. <No hables de lo demás>; tal vez un dios nos traerá luego días
más venturosos.
Ahora debemos ungir el cuerpo con las esencias pérsicas y desterrar a los
sones de la lira las sombrías inquietudes del alma.
Así aconsejaba el noble centauro Quirón a su heroico alumno : «Invicto
joven Aquiles, vástago de la divina Tetis, oye cómo te llama la tierra de
Asáraco, que riegan las frías ondas del Escamandro y el tortuoso Simois.
»Las Parcas, rompiendo el hilo de tu existencia, evitarán que vuelvas de
aquel país, y tu madre, la de cerúleos cabellos, no podrá acompañarte a su
palacio.
»Procura, pues, disipar allí las nubes de tu melancolía con el vino, el
canto y los coloquios de los buenos amigos.»
XIV A MECENAS
Querido Mecenas, me matas preguntándome a todas horas por qué la blanda
pereza sume mi espíritu en olvido tan profundo, cual si hubiese apagado mi sed
ardiente en la onda olvidadiza del Leteo.
Un dios, un dios me impide terminar los yambos comenzados que ha días te
prometí. Me abraso, como se abrasaba por el joven Batilo de Samos Anacreonte
de Teos, que cantó cien veces al compás de la lira armoniosa su amor desdeñado
en versos bastante lejanos de la perfección.
Tú también ardes en la misma llama, y si tu hermosa no cede a la que
ocasionó el incendio de Troya, goza enhorabuena de tu suerte. A mí me
atormenta la liberta Frine, no satisfecha con un solo amante.
XV A NEREA
Era de noche; la luna resplandecía en el sereno firmamento, rodeada de
estrellas, cuando tú, dispuesta a ofender la majestad de los dioses con tus
perjurios y estrechándome en tus hermosos brazos más fuertemente que la hiedra
asida a la robusta encina, jurabas sobre mis palabras que en tanto fuese el
lobo el terror del ganado y el Orión, enemigo de los marineros, sublevase el
inquieto piélago, y las auras agitasen los largos cabellos de Apolo, mi amor
sería por ti al unísono correspondido. ¡Oh Nerea, y cuan amargamente has de
sentir mis rencores, pues mientras quede en mí algo de hombre, no toleraré que
pases las noches enteras con un competidor más afortunado! En mi despecho
buscaré otra amante digna de mi predilección; y si llego a convertir las
sospechas en cortidumbres, no logrará quebrantar mis propósitos una hermosura
que tanto me ha ofendido. Y tú, rival feliz, que hoy te burlas de mi
desgracia, aunque seas rico en ganados y heredades, aunque corran para ti las
arenas del Pactolo, aunque vuelva a nacer Pitágoras para enseñarte sus
profundos misterios y venzas en gallardía al mismo Nireo, ¡ay!, presto
llorarás también al verte suplantado por otro, y yo me reiré de tus lágrimas.
XVI A LOS ROMANOS
Una nueva edad se ensangrienta con las guerras civiles, y Roma sa destruye
con sus propias fuerzas. La ciudad que no pudieron abatir los marsos, sus
vecinos, ni el ejército etrusco del amenazador Pórsena, ni la emulación
arrogante de Capua, ni los bríos de Espártaco, ni el infiel piamontés <los
alóbroges> amigo de revueltas, ni la rubia juventud de la belicosa Germania,
ni Aníbal, tan aborrecido de nuestras madres, la perdemos nosotros, raza impía
y manchada de crímenes, y las fieras salvajes vendrán un día a ocupar
nuevamente su suelo.
El bárbaro vencedor hollará nuestras cenizas; el paso resonante de sus
caballos se dejará sentir sobre nuestras ruinas y, ¡horrible profanación!, su
insolencia esparcirá los huesos de Quirino, hasta hoy defendidos de los
vientos y los soles.
¿Acaso todos o la mejor parte de vosotros busquéis solícitos el remedio a
tanta calamidad. Ved aquí el dictamen más prudente. Como los focenses,
maldiciendo su ciudad, abandonaron sus campos, sus patrios Lares y
consintieron que profanasen sus templos los jabalíes y rapaces lobos, huyamos
adonde nos empuje Ia suerte, adonde por medio de los mares nos lleven el Noto
o el Ábrego violento. ¿0s resolvéis o hay quien proponga remedio mejor? ¡Ea!,
¿por qué vacilamos en hacernos a la vela con prósperos auspicios? Pero antes
hagamos este juramento: «Que nadie piense en regresar hasta que naden en la
superficie los peñascos arrancados al fondo del abismo, y sólo nos sea lícito
dirigir el curso hacia nuestras playas cuando llegue la corriente del Po a las
cumbres del Matino, y se derrumbe el excelso Apenino sobre el mar, cuando un
amor inconcebible se deleite en uniones tan monstruosas, que el tigre halle
placer en ayuntarse con el ciervo, la paloma adultere con el milano, los
tímidos rebaños se confíen crédulos a los fieros leones y el macho cabrío se
bañe a gusto en las salobres olas.»
Hechos estos juramentos y los que pueden impedirnos el ansiado regreso,
huyamos todos de la execrada ciudad, o si no la mejor parte de sus indóciles
habitantes; que los tímidos y sin fuerzas reposen muellemente en sus lechos
afrentados.
Pero vosotros, raza de héroes, no os entreguéis a llantos femeniles, y
volad lejos de las playas etruscas. El inmenso Océano nos llama; busquemos a
través de sus olas los campos venturosos y las islas florecientes donde la
tierra, sin ser arada, produce todos los años abundancia de espigas, y la viña
no podada florece con la mayor lozanía; donde las ramas del olivo jamás
engañan las esperanzas concebidas, y los dulces higos adornan el árbol que los
sustenta; allí mana la miel del hueco de la encina, y se desprenden de los
altos montes con grato rumor los cristalinos arroyos; allí el rebaño vuelve
del pasto con las ubres hinchadas, y las cabras se ofrecen gustosas a tas
manos que las ordeñan; no aúlla por la tarde el oso en torno del redil, ni se
ven montones de tierra por las víboras levantados. Dichosos mil veces, veremos
que nunca el Euro lluvioso devasta los campos con sus torrentes, ni la árida
gleba seca las fecundas semillas, porque Jove templará el rigor de las
contrarias estaciones. Nunca a fuerza de remos llegó la nave de los
argonautas, ni la impúdica Medea pudo imprimir sus huellas, ni los marinos de
Sidón o la chusma trabajada de Ulises enderezaron allí sus proas; ningún
contagio se ceba allí en los ganados, ni los aniquila la influencia letal de
un astro maligno. Júpiter consagró estas playas a gentes piadosas, cuando el
bronce vino a manchar la pureza del siglo de oro. Tras el bronce corrieron los
siglos aún más duros del hierro, de los cuales pueden huir a estas regiones
los hombres inocentes. Creed en la verdad de mis profecías.
XVII HORACIO Y CANIDIA
[HORACIO]
Por fin me rindo a tu ciencia soberana, y suplicante te ruego por el reino
de Prosérpina y el numen implacable de Diana, y por los libros poéticos
capaces de arrancar del cielo los astros que lo tachonan, que ceses, Canidia,
en tus mágicas imprecaciones, y vuelvas pronto hacía atrás el círculo que
giras rápidamente.
Pudo Télefo conmover al nieto de Nereo, contra quien armó los soberbios
escuadrones misios y dirigió sus agudas flechas; las matronas de Ilión
ungieron el cuerpo del homicida Héctor, condenado a ser pasto de los perros y
las aves de rapiña, después que Príamo abandonó los muros de su ciudad, para
humillarse a las plantas del obstinado Aquiles; los sufridos marineros de
Ulises, a una señal de Circe, echaron las duras cerdas que cubrían sus carnes,
y recobraron la razón, el habla perdida y la dignidad del rostro humano.
Prenda querida <amada de> de marineros y traficantes, harto tiempo
ejercitaste sobre mí tus rigores. Pasó mi juventud y el color sonrosado de mi
rostro; mis huesos se transparentan bajo un cutis pálido, y con tus malditas
drogas has vuelto blancos mis cabellos; ningún reposo viene a calmar mi
turbación; la noche sigue al día y el día a la noche, sin que el pecho
lastimado se alivie un punto de sus congojas.
Vencido en la fatal contienda, creo al fin lo que siempre negué: que los
encantos de los sabinos mueven el corazón, y las fúnebres canciones de los
marsos son capaces de trastornar el juicio.
¿Qué más pretendes? ¡Oh tierra, oh mar! Yo me abraso en el fuego de
Hércules cuando se vistió la túnica de Neso emponzoñada en las rojas llamas
que vomita el encendido cráter del Etna; pero tu sigues confeccionando en mi
daño los venenos de Colcos, hasta el día en que mis tristes cenizas sean el
juguete de los vientos. ¿Cuándo pondrás término a mis males, o qué precio
exiges por mi rescate? Habla; sufriré resignado el castigo que me impongas,
dispuesto a la expiación, aunque ordenes, que mi lira lisonjera entone tus
alabanzas, llamándote púdica y honesta y haciéndote recorrer los cielos como
un astro de oro. Cástor y su hermano Pólux, ofendidos del ultraje de la
hermosa Hélena, se dejaron vencer por las súplicas y devolvieron al poeta
difamador la vista de que le habían privado; así tu, que puedes hacerlo,
líbrame de mi demencia, ya que no estas manchada por indignos progenitores, ni
esparces, como hechicera advertida, las cenizas de los pobres en los sepulcros
a los nueve días de su muerte. Tus manos son puras, tu pecho compasivo, tu
vientre fecundo, y la matrona lava tus ropas teñidas de sangre cada vez que te
levantas del lecho ágil y sana después de haber dado a luz.
[CANIDIA]
¿Por qué te empeñas en ablandar con tus preces mis oídos tan sordos como lo
son a los gritos de los marineros los peñascos que Neptuno azota con su
bramador oleaje? ¿Piensas quedar impune habiéndote mofado de los misterios de
Cotito y los arcanos del licencioso Cupido?
Como pontífice de los sortilegios del Esquilino, ¿pretendes llenar la
ciudad con mi nombre sin que te aniquile mi venganza? ¿De qué te servirá haber
enriquecido a las hechiceras de Peligno, aprendiendo de ellas a componer
tósigos violentos, si la muerte no ha de acudir pronta a tus voces? Infeliz,
has de llevar una vida miserable, que cada día te atormente con nuevos
dolores. Tántalo, padre del culpable Pelops, codicioso del grato manjar que
huye de su boca, pide el fin de su tormento, y lo piden Prometeo, destrozado
por el buitre, y Sísifo, condenado a fijar su peñasco en la cumbre del monte;
pero las leyes de Jove rechazan sus votos.
Deseoso de tu muerte, intentarás arrojarte desde una alta torre, sepultar
en tu pecho el acero homicida, o en la cruel desesperación de tu amargura
querrás echarte un lazo a la garganta. Todo será en vano. Yo cabalgaré en
triunfo sobre tus hombros enemigos, y la tierra reconocerá mi insolente
dominación.
¿Acaso la que pudo animar (tu curiosidad harto lo sabe) las imágenes de
cera y arrancar la luna del firmamento con sus gritos, y volver a la vida las
cenizas de los cadáveres, y componer los filtros del amor más enérgicos, habrá
de llorar la impotencia de sus artes inútiles contra ti?