MARCO TULIO CICERÓN
discurso
EN DEFENSA DE LUCIO CORNELIO BALBO
Traducción española de Marcelino Menéndez Pelayo
Si la autoridad de los defensores influye en los juicios, la causa de L. Cornelio
está defendida por distinguidísimos varones; si la experiencia, son los más
peritos; si el talento, son los más elocuentes; si el afecto, los beneficios
les unen a L. Cornelio con íntima amistad. Pero ¿cuáles son aquí mis títulos?
La autoridad que vosotros quisisteis concederme, mediana experiencia y talento
que no iguala a mi buen deseo. Veo lo mucho que debe L. Cornelio a sus otros
defensores; y o , en cambio, diré cuánto le debo. Empiezo por declarar que,
si no puedo corresponder con eficaces servicios a todos los que se interesaron
por mi salvación y dignidad, lo haré seguramente con la expresión de mi may
o r agradecimiento. ¡Qué elocuencia la de Pompeyo en el día de ayer, jueces!
¡Qué genio! ¡Qué fecundidad! No era silenciosa la aprobación de vuestros ánimos;
parecía manifestarse en señales evidentes de admiración. Jamás oí nada más exacto
en l o relativo al derecho; nada más oportuno respecto a las costumbres y ejemplos
de nuestros antepasados; mayor pericia en cuanto a los tratados; jamás oí hablar
de guerra con tanta competencia, ni de la república con más dignidad, ni de
sí mismo con mayor modestia, ni de una causa y de una acusación con más brillante
estilo. Reconozco ser cierto lo dicho por algunos de los que se dedican a la
literatura y a las ciencias, aunque lo juzgaba increíble, de que no hay empresa
difícil para quien reúne en sí todas las virtudes. Cuando el mismo L. Craso,
hombre nacido con singulares dotes para la oratoria, defendió esta causa, ¿mostró
acaso más facilidad, variedad y abundancia de palabras que Pompeyo , quien sólo
pudo dedicar a este estudio el escaso tiempo que desde su juventud hasta ahora
le han dejado las continuas guerras y victorias? Y me es más difícil hablar
el último en esta causa, porque mi discurso sucede al que no sólo ha llegado
a vuestros oídos, sino t a m bién se ha grabado en vuestro ánimo. ¿No he de
temer os agrade más el recuerdo del anterior discurso que el que podáis oir
mío o de cualquier otro?
II . Pero debo obrar, no sólo conforme a los deseos de Cornelió Balbo, a quien nada puedo negar en el peligro en que se encuentra, sino también a los de Cneo Pompeyo, quien ha querido me encargase de la defensa de su conducta, determinaciones y beneficios, como lo he hecho ya, jueces, en otra causa sometida recientemente a vuestro tribunal. Paréceme circunstancia muy digna de tenerse en cuenta, debida a la preclara fama de v a rón tan eminente, esencial para el desempeño de vuestro cargo, suficiente para la resolución de esta causa, que todo el mundo esté de acuerdo acerca de la legitimidad de un acto cuando consta que lo ha ejecutado Pompeyo . Nada tan cierto como lo que ayer dijo a L. Cornelio, de que se ponía en riesgo toda su fortuna sin acusarle de ningún delito. No se le acusa de haberse apropiado furtivamente el título de ciudadano, ni de haber fingido su progenie, ni de ocultar su estado con alguna descarada mentira, ni de deslizar su nombre en la lista de los censores : se le acusa de haber nacido en Cádiz, lo cual nadie niega. El mismo acusador confiesa que Balbo sirvió en España a las órdenes de Q. Mételo y C. Memmio durante empeñadísima guerra por tierra y mar, y que cuando llegó allí Pompeyo y tomó a Memmio por cuestor no se separó Balbo de éste, y fué a apoderarse de Cartagena, tomando parte en las dos sangrientas batallas del Turia y del Júcar, y acompañando a Pompeyo hasta el fin de la campaña. Estas son las batallas en que ha combatido Cornelio Balbo : tales son su celo, sus trabajos y los peligros que ha corrido por servir a nuestra república; tal es su valor, digno de un gran general; tales sus derechos a ser premiado, de cuya recompensa debe pedirse cuenta, no a quien la ha recibido, sino a quien se la dio.
III . Por tales motivos le concedió Pompeyo la ciudadanía; no los niega el acusador, pero censura la concesión. Aprueba los hechos de Cornelio Balbo, y pide para él castigo; desaprueba la conducta de Pompeyo , y no pide para él pena alguna. Quiere que se proceda contra la fama y fortuna de un hombre inocentísimo y que se condene lo hecho por el general más ilustre. Se somete, pues, al juicio del tribunal la capacidad política de Cornelio y el acto de Pompeyo . Concédese que Cornelio Balbo pertenece a una de las principales familias de su ciudad natal; que desde su juventud, renunciando a sus asuntos personales, ha acompañado a nuestros generales en todas las guerras, sin que haya habido trabajo, ni asedio, ni batalla en que deje de tomar parte. T o d o esto es muy digno de alabanza, muy propio de Cornelio Balbo, y en tales cosas nada hay criminoso. ¿Dónde está, pues, el delito? Porque Pompeyo le haya dado el título de ciudadano ¿es criminal Balbo ? E n manera alguna; a menos de estimar este honor como ignominia. ¿Quién es el culpado? En el hecho, verdaderamente n a d i e : para la acusación d e biera serlo sólo el que ha concedido la gracia. Pero aunque únicamente por favor hubiese recompensado Pompeyo a persona menos idónea o a un hombre excelente, pero no tan meritorio; aunque hubiera, no infringido la ley, pero sí las reglas de la conveniencia, de ningún modo deberíais vosotros, jueces, rechazarlo. Mas ¿qué d i g o ? ¿Qué pretende el acusador? ¿ Ha hecho Pompeyo lo que no le era lícito hacer? E s t o que dice de él es más grave que el faltar a las conveniencias, porque hay cosas que siendo lícitas no son convenientes; pero lo que no es legal, de seguro no conviene ejecutarlo.
IV . A l llegar a este punto, ¿titubearé yo , jueces, en asegurar como cosa indudable que lo hecho por Pompeyo, no sólo pudo, sino debió hacerlo ? ¿ Creeremos que le falta algo a este hombre eminente para tener derecho a hacer dicha concesión? ¿Carece de la experiencia d e estos asuntos? ¿ No fué el término de su infancia principio de grandes guerras y de sus importantísimos mandos? ¿Vieron acaso los de su, edad tantos campamentos como victorias logro él? ¿ No ha triunfado tantas veces como partes tiene el mundo? ¿ No ha vencido en cuantas especies de guerra se conocen? ¿Qué talento le falta? ¿ No sirvieron a sus designios los azares y eventualidades, en vez de dejarse guiar por ellas? ¿ No concurrieron a su fama la mayor fortuna y el mayor valor, hasta el punto de q u e todos atribuyeran sus éxitos más al hombre que a la diosa Fortuna? ¿Se echó de menos en él nunca la continencia, el desinterés, la fidelidad y el. celo? ¿Qué provincias nuestras, qué pueblos libres, qué reyes, qué naciones extranjeras vieron, imaginaron o desearon jamás hombre más casto, más moderado, más religioso? ¿ Y qué diré de su autoridad? Tan grande es com o corresponde a tantas virtudes y laudables d o tes. Acusar al que el Senado y el pueblo romano dio por recompensa las mayores dignidades y un poder no pedido, sino rechazado; discutir su conducta, jueces, investigar sus hechos para saber si lo que hizo era o no legal, y aun diré que no siendo legal, sino ilícito (pues se dice que obró contra los tratados y contra los compromisos y fidelidad del pueblo romano), ¿no sería una vergüenza para el pueblo romano y hasta para vosotros mismos?
V . A mi padre, siendo yo niño , oí decir esto : Cuando Q. Mételo, hijo de Lucio, aquel varón que prefirió salvar a su patria a vivir en ella y abandonar a Roma a faltar a sus opiniones, fué acusado de concusión, al presentar sus cuentas al tribunal para que las examinaran los jueces, ninguno de ellos, de aquellos respetabilísimos caballeros romanos, dejó de apartarla vista y de rechazar de sí las cuentas, para que no se creyese que dudaba de la verdad de lo que Mételo había consignado en ellas: ¿ examinaremos nosotros un decreto dado por Pompeyo de acuerdo con su consejo? ¿Lo confrontaremos con las leyes? ¿ Con los tratados? ¿ Lo revisaremos con la minuciosidad más rigurosa? Dícese que había en Atenas un hombre de pura o irreprochable vida (12), el cual tuvo que declarar en una causa pública, y al acercarse al ara según costumbre de los griegos, para prestar juramento, todos los jueces a una voz pidieron que no jurase. Cuando los griegos ante aquel hombre de probada virtud no quisieron que pareciera más comprometido a decir verdad por un juramento que por el respeto a la verdad misma, ¿dudaremos nosotros de esa misma fidelidad en Pompeyo para mantener y respetar las leyes y los tratados? Tendréis que elegir, si quebrantó los tratados inconsciente o conscientemente. Si conscientemente, ¡ oh esplendor de nuestro imperio y grandeza del pueblo romano! ¡Oh gloria de Cn. Pompeyo, cuya fama se extiende hasta los límites más extremos de nuestros dominios ! ¡ Oh naciones, ciudades, reyes, tetrarcas, tiranos, testigos todos, no sólo del valor de Cn. Pompeyo en la guerra, sino también de su fidelidad en la paz ! A vosotras, finalmente, imploro, mudas y solitarias regiones de los extremos de la tierra; a vosotros, mares, puertos, islas, playas; porque ¿hay región marítima alguna, ni sitio, ni lugar donde no se encuentren vestigios-permanentes de su valor, como t a m bién de su clemencia, magnanimidad y sensatez? ¿Quién se atreverá a decir que un hombre de tan inereíbe é inaudita gravedad, valor y constancia, ha despreciado, violado y roto los tratados conscientemente?
VI . E l acusador me hace un gesto significativo
de que Cn. Pompeyo obró inconscientemente; como si fuera cosa leve cuando se
dirigen los asuntos públicos y se participa del g o bierno de tan gran república,
saber lo que no es licito y desconocer lo que es legal. ¿Podía i g n o rar acaso
Pompeyo, después de hacer tan prolongada y tenaz guerra en España, cuál era
el derecho vigente en la ciudad de Cádiz? ¿Diráse que no podía interpretar el
tratado porque no sabía la lengua? ¿Quién se atreverá a suponer que desconocía
lo que hombres vulgares, sin experiencia ni afición al arte militar, lo que
cualquier copista de libros manifiesta saber? Por mi parte, jueces, opino lo
contrario; creo que Pompeyo sobresale en toda clase de ciencias, aun en aquellas
que no se aprenden fácilmente sino en vida desocupada y tranquila, y singularmente
son muy dignos de elogio sus conocimientos de los tratados, las alianzas y condiciones
que tenemos con los pueblos, con los reyes, con las naciones extranjeras; de
cuant o atañe al derecho de la paz y de la guerra; a menos que lo que nos enseñan
los libros en la silenciosa tranquilidad de nuestra casa no haya podido aprenderlo
Pompeyo ni por la lectura, cuando descansa, ni por la experiencia adquirida
en la realización de sus empresas. Comprendo, jueces, que hasta ahora he hablado
más de Pompeyo que de la causa sometida a vuestro fallo. Nada más diré de él.
Es vergüenza y tacha de este siglo envidiar el mérito y querer obscurecer el
brillo de la virtud. Si Cn. Pompeyo hubiese vivido hace quinientos años, al
que dijera ahora ante vosotros que este varón, c a y o auxilio, siendo adolescente
y simple caballero romano, imploró varias veces el Senado para la común salvación,
cuyos hechos y brillantes victorias en mar y tierra son conocidos de todas las
naciones; cuyos tres triunfos atestiguan que todo el mundo está sometido a nuestra
dominación; que este varón, al que el pueblo romano ha concedido honores extraordinarios,
faltó en lo que hizo a los tratados, ¿quién le escucharía? Seguramente nadie.
Su muerte hubiera impuesto silencio a la envidia, y sus grandes hazañas le habrían
dado gloriosa y perpetua fama. ¡No dudaríamos, pues, de una virtud que conociésemos
de oídas; y esta virtud presente, probada y vista por nuestros propios ojos,
la ultrajaremos con palabras de descrédito!
VII . Prescindiré, pues, de Pompeyo en el resto de mi discurso; pero vosotros,
jueces, conservad el recuerdo en vuestra memoria. En cuanto a la ley, a los
tratados, a los ejemplos, a los antiguos usos de nuestra república, reproduciré
lo que y a se ha dicho. Nada nuevo he de decir; nada puedo añadir a la completa
explicación que de la causa os ha hecho M. Craso, demostrando su talento y extraordinaria
habilidad, ni al discurso elegantísimo de Cn. Pompeyo. Pero como, a pesar de
mi resistencia, ambos han querido que diera y o la última mano a su obra, os
ruego creáis que he aceptado esta tarea, no por deseo de hablar, sino por ser
propia de mi profesión. Antes de penetrar en la causa y de explicar el derecho
de Balbo, paréceme que para contrarrestar los efectos de la malevolencia en
este asunto, debo recordar brevemente la condición común a todos nosotros. Si
cada uno de nosotros debiera, jueces, estar siempre en la condición social en
que nació, o permanecer toda su vida hasta la vejez en la misma situación en
que le trajo la fortuna al venir al mundo; si todos a quienes su buena suerte
elevó o se ilustraron por su talento y trabajos debieran ser castigados, la
ley y la condición de vida no parecería más dura para L. Cornelio Balbo que
para otros muchos varones que se han distinguido por su virtud o por su valor.
Pero si el mérito, el ingenio y el saber ha hecho a muchos sobresalir de las
clases ínfimas, proporcionándoles, no sólo valiosas amistades y cuantiosos bienes,
sino también alabanzas, honores, fama y dignidad, no comprendo por qué la envidia
ha de mostrarse más empeñada en maltratar el mérito de L. Cornelio que vuestra
equidad en favorecer su modestia. Así, pues, lo que principalmente he de pedir,
no os lo demando, jueces , porque no parezca que dudo de vuestras luces
y de vuestros conocimientos. Debería pediros que
no odiaseis el genio, ni fueseis enemigos del talento, ni persiguierais la ciencia,
ni creyerais punible el mérito; pero lo único que os pido es que, si veis que
la causa se defiende por sí misma, las preclaras dotes del acusado faciliten,
en ver de retardar, el fallo favorable.
VIII . Ha originado, jueces, esta causa contra Cornelio Balbo la ley que por
acuerdo del Senado presentaron L . Gelio y Cn. Cornelio. Vemos que por esta
ley son ciudadanos romanos todos aquellos, a quienes Pompeyo, de acuerdo con
su consejo, diera este título. Pompeyo declara aquí que lo concedió a L. Cornelio
; demostrado está por los registros públicos, y el acusador lo confiesa; pero
sostiene que ningún habitante de ciudad federada puede obtener el título de
ciudadano romano sin consentimiento de sus compatriotas. ¡Oh preclaro intérprete
del derecho! ¡Oh sabio conocedor de la antigüedad! ¡Oh corrector y reformador
de nuestro poder! Añade a los tratados una pena al exceptuar a las ciudades
federadas de participación en todos nuestros premios y recompensas. ¿Prueba
otra cosa que impericia el decir que las ciudades federadas debían dar su consentimiento,
cuando este privilegio corresponde, no sólo a ellas, sino a todas las ciudades
libres? Todo cuanto se ha querido, jueces, al concederlo, es que si el pueblo
romano promulgase una ley y los pueblos aliados y latinos la aceptasen, dando
para ello su consentimiento, quedaran obligados a la misma ley que nosotros.
No se ha pretendido, pues, menoscabar nuestros derechos, sino permitir a esos
pueblos servirse de la legislación que para nosotros formamos y aprovecharse
hasta cierto punto de sus ventajas y beneficios. En tiempo de nuestros antepasados
dio 0. Furio una ley relativa a los testamentos. Q. V oconio ha dado otra acerca
de la herencia de las mujeres, é innumerables otras leyes se han promulgado
sobre derecho civil (de las cuales adoptaron los latinos las que quisieron).
Según la misma ley Julia, que concede a los aliados y a los latinos el derecho
de ciudadanía romana, los pueblos que no la acepten no gozarán tampoco de tal
derecho. Esto fué lo que ocasionó grandes cuestiones en Heraclea y en Napóles,
porque la mayoría de sus habitantes preferían al título de ciudadanos romanos
su libertad como confederados. Tal es, en fin, el carácter de este privilegio
y su fórmula que se concede a los pueblos, no por derecho propio, sino por favor
nuestro. Cuando el pueblo romano da una ley y ésta es de tal naturaleza que
cabe permitir a los pueblos confederados y libres aceptarla si quieren para
su aplicación a los asuntos propios y no a los nuestros, hay que examinar entonces
si han dado o no su consentimiento; pero cuando se trata de nuestra república,
de nuestro imperio, de nuestras guerras, de nuestras victorias, de nuestra seguridad,
no se ha querido que sean consultados.
IX . Ahora bien; si no es lícito a nuestros generales, ni al Senado, ni al pueblo
romano escoger en las ciudades aliadas y amigas los hombres más valerosos y
meritorios y comprometerles con recompensas en favor de nuestra seguridad cuando
peligre, nos privaremos en los momentos críticos y en los tiempos calamitosos
de un auxilio muy útil y a veces de recursos importantísimos. Mas ¡por los dioses
inmortales! ¿cuál es la alianza; cuál la amistad; cuál el tratado que obliga
a nuestra república en los momentos de peligro a privarse del auxilio de un
defensor marsellés o gaditano o saguntino? Y si sale de alguno de esos pueblos
alguien que auxilia a nuestros generales en sus trabajos, que les proporciona
víveres, que comparte sus peligros, que muchas veces lucha frente a frente con
el ejército enemigo nuestro, y no pocas arriesga la vida exponiéndola a sus
golpes, ¿no podrá ser recompensado en caso alguno con el título de ciudadano
romano? Sería muy duro para el pueblo romano no poder utilizar el valor de los
excelentes aliados que quieren arrostrar con nosotros los peligros; y para los
mismos aliados y confederados a que nos referimos , verse excluidos los más
rieles y adictos a nosotros de los premios y honores que alcanzan los tributarios,
los enemigos, y a veces hasta los esclavos. Vemos, en efecto, que a muchos tributarios
de África, Sicilia y Cerdeña y de otras provincias , se les ha concedido el
título de ciudadanos romanos. También sabemos que se ha otorgado igual recompensa
a enemigos que se pasaron a nuestros generales prestando gran servicio a nuestra
república; por último, hemos visto conceder públicamente a los mismos esclavos,
cuya condición social es ínfima, la libertad que lleva consigo la ciudadanía
por servicios prestados a la patria.
X . ¡He ahí, pues, defensor de la federación y de los federados, la condición
en que pones a los habitantes de Cádiz, tus conciudadanos! ¡A los subyugados
por nuestras armas, sometidos a nuestro dominio con el auxilio de los gaditanos,
se les podrá conceder por el Senado y por nuestros generales, si el pueblo romano
lo permite, el titulo de ciudadanos de Roma , y no podrán obtenerlo nuestros
auxiliares! Si por sus leyes y decretos hubiesen ordenado que ninguno de sus
conciudadanos entrara en los campamentos del pueblo romano, ni arriesgara sus
días o pusiera en peligro su vida por la defensa de nuestro imperio y no nos
fuera lícito valemos, cuando quisiéramos, del auxilio de los gaditanos; si se
hubiera prohibido particularmente a algún hombre de extraordinario talento y
valor combatir por nuestro imperio a riesgo suyo, tendríamos sobrados motivos
para quejarnos de que se disminuían los recursos del pueblo romano, se aminoraba
el ánimo de muy esforzados hombres y se nos privaba del afecto y valor de los
extranjeros. ¿Qué diferencia hay, sin embargo, jueces, entre decretarse en las
ciudades federadas que no sea lícito a sus habitantes compartir los peligros
de nuestras guerras o decidir que las recompensas dadas por nosotros al valor
de sus ciudadanos no sean confirmadas? Suprimidas las recompensas al valor,
no encontraríamos en ellos más auxilio que si se les prohibiese terminantemente
tomar parte en nuestras guerras. Cuando se han visto tan pocos hombres desde
que existe el género humano que sin el aliciente de la recompensa expongan por
su patria la vida a los dardos de los enemigos, ¿quién creéis que se lanzaría
a los peligros por ajena república, no y a sin esperanza de recompensa, sino
con la prohibición de obtenerla?
XI . Pero además de ser una prueba de ignorancia atribuir a los pueblos confederados
como privilegio propio lo que es común a todos los pueblos libres, de donde
se deduce necesariamente que, o nuestros aliados no pueden llegar a ser ciudadanos
romanos, o pueden serlo también los habitantes de una ciudad confederada: nuestro
adversario, que la echa de maestro en derecho, ignora que toda nuestra jurisprudencia
relativa al cambio de ciudadanía, no sólo se funda en leyes públicas, sino además
en la voluntad privada. Nuestro derecho no permite a nadie cambiar de ciudadanía,
a pesar suyo, y puede hacerlo siempre el que quiera, con tal de que le reciba
la ciudad donde solicite la adopción: si los gaditanos, por ejemplo, prescriben
nominalmente a algún ciudadano romano que lo sea de Cádiz, libre será nuestro
conciudadano de aceptar o no, y el tratado no impedirá, que el ciudadano de
Roma pueda convertirse en ciudadano de Cádiz. Establece, además, nuestro derecho
civil que no se pueda ser ciudadano de dos ciudades a la vez, ni dejar de serlo
de Roma hasta que terminantemente se acepta la ciudadanía en otra parte. Por
ello no fueron después de su desgracia los ilustres varones Q. Máximo, C. Lena
y Q. Pilipo ciudadanos de Lucería; C. Catón de Tarragona, Q. Cepión y P. Eutilio
de Esmirna, hasta después de salir de Roma y de haber cambiado de patria. Y
no sólo se cambia la ciudadanía adquiriéndola en otra ciudad, sino también regresando
al primitivo domicilio. Así , pues, en tiempo de nuestros antepasados, los embajadores
enviados a Grecia quisieron llevar consigo a Cneo Publicio Menandro, emancipado,
para que les sirviera de intérprete, pidiendo, no sin motivo , al pueblo romano
que, si después de ir a su patria volvía a Roma , no dejara de ser ciudadano
romano. Recuérdase que mudaos ciudadanos romanos, sin haber perdido sus derechos
ni ser condenados, abandonaron esta ciudad y fueron a establecerse en otras.
XII . Y si un ciudadano de Roma puede llegar a serlo de Cádiz, o por destierro,
o por volver a su hogar, o por renunciar a su anterior ciudadanía (puesto que
del derecho de ciudadanía y no de tratados de federación nos o cupamos), ¿por
qué un ciudadano de Cádiz no ha de poder llegar a serlo de Roma? Por mi parte,
pienso de otro modo. Habiendo desde todas las ciudades algún camino para llegar
a la nuestra y pudiendo ir a todas ellas nuestros conciudadanos, creo que cuanto
más unida esté una ciudad con la nuestra por amistad, alianza, pacto o federación,
más merecedora es de compartir nuestros privilegios, nuestras recompensas y
el derecho de ciudadanía romana. No titubearían las demás ciudades en concedernos
el derecho de ciudadanía si tuviéramos la misma jurisprudencia que ellas; pero
nosotros no podemos ser a la vez ciudadanos de Roma y de otra ciudad, y a ellos
les está permitido. Así vemos que en las ciudades griegas, por ejemplo en Atenas,
se hacen ciudadanos los Rodios, los Lacedemonios y los de otras comarcas, y
que pueden serlo de muchas ciudades a la vez . Yo mismo he visto a algunos de
nuestros conciudadanos, por desconocer las leyes, figurar como jueces en Atenas
y como miembros del Areópago; "pertenecer a una tribu, a una clase determinada,
por no saber que con ello adquirían ciudadanía en Atenas y la perdían en Roma,
a menos de recobrarla por el derecho de regresar a ella. Pero el que es perito
en nuestro derecho y en nuestros usos, si desea conservar su ciudadanía, no
la adquiere en otra ciudad.
XIII . Toda esta parte de mi discurso y alegato refiérese, jueces, a nuestro
derecho común sobre cambio de ciudadanía; en nada atañe al respeto a los tratados
y federaciones. Defiendo que en general no hay pueblo ni región alguna en la
tierra tan contrarios al pueblo romano por antipatía ú odio, ni tan unidos por
tan benévola simpatía, donde nos esté prohibido apropiarnos algún ciudadano
o recompensar a alguno con el derecho de ciudadanía romana. ¡Oh preclara y casi
divina jurisprudencia establecida por nuestros antepasados desde el principio
del poder romano! Ninguno de nosotros puede ser ciudadano de otra ciudad (la
diferencia de ciudades lleva consigo por necesidad diferencia de leyes), ni
cambiar, a pesar suyo, de ciudadanía, ni permanecer siendo, contra su voluntad,
ciu dadano de Roma. La base más sólida de nuestra libertad consiste en que podemos
conservar o renunciar nuestro derecho. Pero el principal fundamento de nuestro
imperio, lo que más ha enaltecido al pueblo romano es, sin duda alguna, que
Rómulo, el primero de nuestros reyes, el fundador de esta ciudad, nos enseñó
con su tratado con los Sabinos que convenía engrandecer nuestra república, recibiendo
en ella hasta a nuestros enemigos. Siguiendo esta autoridad y este ejemplo,
nuestros antepasados jamás dejaron de prodigar el derecho de ciudadanía. Por
ello en el Lacio muchos habitantes de Túsculo y de Lanuvio, y en otras comarcas
pueblos enteros, como los Sabinos, los Volscos y los Hernicos obtuvieron de
nosotros el derecho de ciudadanía, sin que a nadie se obligara a aceptarlo contra
su voluntad, y si algunos lo lograron por favor del pueblo romano, no se consideró
por ello infringido ningún convenio.
XIV . Pero existen algunos tratados, como los hechos con los Germanos, Insubrios,
Helvecios, Iapidos y otros pueblos bárbaros de la Galia, en los que se estipula,
por excepción, que no sean admitidos por nosotros como ciudadanos romanos. Haciéndose
esto por excepción se deduce necesariamente que donde la excepción no exista,
la admisión es lícita. ¿Dónde está prohibido en el tratado con los gaditanos
que pueda ser ciudadano romano cualquiera de ellos? En ninguna parte. Y aunque
se h u biera incluido en él tal prohibición, estaría anulada por las leyes Gelia
y Cornelia, que terminantemente autorizan a Pompeyo para poder conceder el derecho
de ciudadanía. Pero el acusador dice : la excepción existe, porque el c o n
venio es sagrado. Te perdono ignores las leyes cartaginesas, puesto que abandonaste
tu ciudad, y que no hayas podido examinar las nuestras, porque ellas mismas
por un juicio público te privaron de conocerlas. ¿ H a y algo en la ley dada
a favor de Pompeyo por los cónsules G e lio y Léntulo que pueda considerarse
como excepción sagrada? En primer lugar, no puede ser sagrado más que lo que
el pueblo o la plebe sancionan; además, las sanciones son sagradas, o por su
propia índole, o por la consagración y las preces a los dioses que establece
la ley, o por la pena que entrega a éstos la cabeza del infractor. ¿Puedes decir
que hay algo de ello en el tratado con Cádiz? ¿Sostienes que es sagrado por
la naturaleza de la ley o por el género de pena? Digo y aseguro que nada se
ha propuesto nunca al pueblo, nada a la plebe acerca de este tratado; que nunca
se les ha hablado ni de ley ni de pena, y que aun cuando se les hubiera propuesto
respecto a los habitantes de Cádiz que no pudiéramos recibir a ninguno de ellos
c o m o ciudadano, se debería estar a lo que el pueblo ha ordenado después,
sin tener en cuenta ninguna cláusula precedente ni aun sagrada. ¿ T e atreverás
a llamar sagrado a lo que no ha sido objeto de disposición alguna del pueblo
romano? ,
XV . Y al expresarme de esta suerte, no pretendo, jueces, infirmar el tratado
con los gaditanos. Nada me corresponde decir contra una opinión antigua, contra
el derecho de una ciudad meritísima, contra las determinaciones del Senado.
En los tiempos duros para nuestra república, cuando preponderaba Cartago por
mar y tierra, y apoyada por las dos Españas amenazaba nuestro imperio por todas
partes; cuando los dos rayos de la guerra que poseíamos, Oneo y Publio Scipión,
perecían de repente en España, L . Marcio, centurión de piqueros, hizo, según
se dice, un tratado con los de Cádiz. Como este tratado regía más bien por la
gran fidelidad de aquel pueblo, nuestra justicia y su misma antigüedad que por
ningún compromiso público y solemne, hombres sabios y peritos en derecho público
presentaron al Senado durante el consulado de M . Lépido y Q. Catulo una petición
relativa al tratado con Cádiz. Entonces se renovó o se hizo con la ciudad de
Cádiz un tratado respecto al cual no dio opinión alguna el pueblo romano, sin
cuyo consentimiento ningún pacto puede obligarle. Así, pues, cuanto la ciudad
de Cádiz podía obtener por servicios prestados a nuestra república, o por los
testimonios de nuestros generales, o por la duración del tiempo, o por la opinión
del preclaro varón Q. Catulo, o por acuerdo del Senado, o por tratado, lo obtuvo
, pero no la sanción pública y solemne. El pueblo romano no contrajo obligación
alguna en este asunto. No perjudico con esto la causa de los gaditanos, que
se apoya en muchos y sólidos fundamentos; pero en este debate lo que resuelve
la cuestión es que no puede ser sagrado más que lo que el pueblo y la plebe
sancionan.
XVI . Pero aunque el pueblo romano por recomendación del Senado y teniendo en
cuenta su antigüedad, confirmase este tratado con sus votos, ¿por qué no ha
de ser lícito con arreglo a él conceder a un gaditano nuestra ciudadanía? El
tratado dice únicamente que lapas será justa y perpetua. ¿Tiene esto algo que
ver con el derecho de ciudadanía? Añadióse en él un artículo que no está en
todos los tratados: La conservación con afecto de la majestad del pueblo romano.
En esta prescripción hay una inferioridad para el pueblo de Cádiz en el tratado.
E n primer lugar, la palabra conservación, que solemos emplear en las leyes
más bien que en los tratados, es una orden, y no un ruego. Además, cuando se
ordena conservar la majestad de uno de los pueblos contratantes y nada se dice
respecto del otro, seguramente se coloca en condición superior al pueblo romano,
cuya majestad garantiza el tratado. La interpretación dada, por el acusador
a esta cláusula no merece respuesta, porque dice que comiter es communiter (13),
como si se explicase una palabra anticuada y fuera de uso. Llámase comis, a
un hombre benigno, complaciente, bondadoso, que, por ejemplo, muestra con afecto
el camino al viajero extraviado (comiter) y no de mala gana. La palabra communiter
no es seguramente aplicable en este caso. Además, sería absurdo poner en un
tratado la cláusula de que se había de conservar en común la majestad del pueblo
romano, es decir, que el pueblo romano quiera conservar su; propia majestad.
Pero aunque fuera así, que no es posible, el tratado garantizaría nuestra majestad
y no la del pueblo de Cádiz. ¿Pueden los gaditanos conservar nuestra majestad
afectuosamente si a nosotros se nos prohibe premiar a los que han de defenderla?
¿Puede haber, finalmente, majestad romana si se impide al pueblo autorizar a
nuestros genérales para que concedan recompensas al valor y la virtud?
XVII . Pero, ¿á qué digo lo que podría alegar si tuviera a los gaditanos por
adversarios? Si ellos reclamaran a L . Cornelio, y o les respondería: el pueblo
romano ha dado una ley para la concesión de la ciudadanía, y en leyes de esta
especie no es costumbre reservar a los otros pueblos el privilegio de dar su
consentimiento. Pompeyo , con acuerdo de su consejo, ha concedido esta ciudadanía
a Balbo; los gaditanos no tienen en su apoyo ninguna determinación legal de
nuestro pueblo; no habiendo consagración del tratado, ninguna de sus cláusulas
impide los efectos de aquella ley, y , aunque estuviera consagrado, en él sólo
se trata de la paz. Por un artículo adicional están obligados los de Cádiz a
conservar nuestra majestad, la cual se menoscabaría si no nos fuese lícito emplear
a los ciudadanos de Cádiz comoauxiliares en nuestras guerras, ni tuviéramos
potestad para recompensar sus servicios. ¿Pero a qué hablar contra los gaditanos,
cuando ellos mismos con su voluntad, con su autoridad y hasta con una diputación
comprueban lo que defiendo; cuando desde el origen y principio de su república
por sentimiento y cálculo se apartaron de los cartagineses, inclinándose en
f a v o r de nuestro nombre y de nuestro imperio cuando durante la gran guerra
que éstos nos promovieron, les cerraron las puertas y les persiguieron con sus
naves y les rechazaron con su valor, sus armas y todas sus fuerzas; cuando estimaron
siempre sagrado é inviolable aquel antiguo tratado de Marcio, y se han considerado
estrechamente unidos a nosotros p o r el de Catulo, que confirmó el Senado;
cuando, a semejanza de Hércules, que puso allí el termino de sus viajes y de
sus trabajos, nuestros antepasados quisieron que los muros, los templos y los
campos de Cádiz fueran límite del nombre y del poder de Roma? Han atestiguado
la fidelidad de estos aliados algunos generaf les nuestros que y a no existen,
pero cuya fama y gloria es inmortal; los Scipiones, los Brutos, los Horacios,
los Casios, los Mételos, y Cn. Pompeyo , aquí presente, a quien auxiliaron con
dinero y víveres, cuando, lejos de su ciudad, mantenía grande y empeñada guerra;
y en estos tiempos puede atestiguarlo el mismo pueblo r o mano, al cual han
suministrado trigo en una carestía, como lo han hecho otras muchas v e ces;
por lo cual reclaman para sí y para sus hijos los que demuestren eximia virtud,
sitio en nuestros campamentos y al lado de nuestros g e nerales y pretores,
y , finalmente, en nuestros combates y bajo nuestras banderas, para ascender
gradualmente hasta la ciudadanía romana.
XVIII . Si los africanos, los sardos y los españoles condenados a perder territorio
y a pag a r tributo pueden, por su bravura, adquirir el derecho de ciudadanía
romana, y los gaditanos unidos a nosotros por los servicios, por la antigüedad,
la fidelidad, los peligros y los tratados no pueden obtener igual recompensa,
dirán: No habéis hecho con nosotros un tratado; nos habéis impuesto una ley
inicua. L o s h e chos mismos demuestran, jueces, que nada i n vento, y que
cuanto d i g o lo han j u z g a d o los gaditanos de igual modo. Afirmo que
hace m u chos años concedieron éstos a L. Cornelio B a l b o el derecho de hospitalidad
pública; presentaré testigos; presentaré legados; veréis los personajes más
nobles y distinguidos de Cádiz enviados para que en esta causa atestigüen en
f a v o r de Balbo y le defiendan. E n fin, mucho antes de la acusación, cuando
en Cádiz se supo «1 peligro que iba a correr Balbo, los gaditanos d i e r o
n contra el acusador, a pesar de ser su conciudadano, rigorosos senatus consultos.
Si un pueblo da su consentimiento cuando confirm a con sus votos nuestras disposiciones
legales, ¿podía dar el de Cádiz más formal consentimiento (puesto que esta palabra
agrada tanto) que concediendo a Balbo el derecho de hospitalidad pública, con
lo cual confesaba reconocer que había cambiado de ciudadanía y j u z g a ba
que era muy digno de este honor? ¿Podía expresar su voluntad de una manera más
terminante que castigando al acusadora imponiéndole una multa? ¿Podía acreditar
sus deseos en este juicio de un-modo más convincente^que enviando ante vuestro
tribunal,, jueces, ciudadanos respetabilísimos para que atestigüen el derecho
de Balbo, elogien su conducta y conjuren sus peligros? Además, ¿quién es tan
insensato que no comprenda el interés de los g a d i tanos en gozar de este
derecho, camino c o n s tante para obtener la preciada recompensa de ciudadano
romano, y en aplaudir que L. Cornelio Balbo, dejando en Cádiz toda su buena
voluntad, emplee aquí para servirles su crédito y su influencia? ¿Hay alguien
entre nosotros que, gracias al celo y diligencia de Balbo, no se interese por
aquella ciudad?
XIX . Nada diré de lo mucho que disting u i o a este pueblo C. César cuando
fué pretor en España, ni de cómo apaciguó en él los bandos, ni de las leyes
que les dio con su consentimiento, ni de cómo suavizó los usos y costumbres,
extinguiendo la inveterada barbarie de los gaditanos, ni de los grandes cuidados
y atenciones que, a ruegos de Balbo, dispensó a esta ciudad, ni de la multitud
de gracias que por las gestiones de éste obtenían diariamente los gaditanos
sin trabajo alguno o con la m a y o r facilidad. P o r eso han v e n i d o los
principales de aquella ciudad a intervenir en esta causa, y defienden a Balbo
con su cariño como c o n ciudadano de ellos, y con su testimonio como conciudadano
nuestro; con oficiosidad por h a ber sido uno de sus óptimos ciudadanos, y ser
ahora para ellos huésped sagrado; con celo, c o mo diligentísimo defensor de
sus intereses. Y aunque ni los mismos gaditanos entienden que se le causa perjuicio
alguno al permitir que sus ciudadanos obtengan el derecho de ciudadanía romana
en premio de su valor, para que n o crean que su tratado es menos favorable
que el hecho con otros pueblos, tranquilizaré a los respetables gaditanos aquí
presentes y a n u e s tra muy fiel amiga Cádiz. A l mismo tiempo os demostraré,
jueces, aunque no lo ignoráis, que jamás fué dudoso el derecho constituido acerca
del cual vais a resolver.
XX. ¿Quiénes son los que consideramos como sapientísimos intérpretes de los
tratados, peritísimos en el derecho de la guerra, diligentísimos en la averiguación
de las condiciones de las ciudades y de sus privilegios? Sin duda aquellos que
han ejercido el mando y dirigido las guerras. En efecto; si el augur
Q. Scévola, habilísimo jurisconsulto, suele enviar a los que le consultan sobre
los derechos anejos a la propiedad territorial, a Purio y Cascelio,
especialistas en estos asuntos jurídicos; si respecto a mis aguas de Túsculo
consulto a M . Tugio con preferencia a M. Aquilio, porque la práctica constante
y el dedicarse a una sola cosa superan muchas veces al arte y al ingenio,
¿se dudará en preferir nuestros generales a los más hábiles jurisconsultos en
todo lo relativo a la inteligencia de los tratados y al derecho de la paz y
la guerra?
¿No podríamos probarte la legalidad de lo que tú combates con el
ejemplo y los hechos de C. Mario? ¿Puede apelarse a una autoridad más respetable,
a un carácter más firme, a persona más distinguida por su valor, prudencia,
escrupulosidad y justicia? Pues Mario recompensó con el derecho de ciudadanía
romana a M. Annio Apio, hombre valerosísimo y de suma virtud, aunque supo que
Oamertino tenía con nosotros un tratado muy equitativo y con todos los requisitos
legales.-¿Podríais, pues, jueces, condenará L. Cornelio Balbo, sin condenar
lo hecho por C. Mario? Reviva un momento aquel grande hombre en vuestra imaginación,
ya que no puede revivir en la realidad; vedle con los ojos del entendimiento,
ya que no podéis mirarle con los del cuerpo; escuchadle y os dirá: no fui imperito
en los tratados, ni en las costumbres militares, ni en la guerra; fui soldado
y discípulo de Scipión el Africano; había aprendido en el servicio y en las
lugartenencias militares; aunque no hubiese hecho más que leer tantas guerras
como emprendí y terminé; aunque no hubiese hecho más que servir a las órdenes
de tantos cónsules como veces fui y o cónsul, aprendiera muy bien a conocer
todos los derechos de la guerra. Sabía perfectamente que ningún tratado
impedía servir a la república, y en las ciudades más adictas y fieles a nosotros
escogí los hombres más bravos. Ni el tratado de Oamertino ni el de Iguvi
o prohibían al pueblo romano recompensar el valor de estos ciudadanos.
XXI. Así, pues, cuando a los pocos años
de conceder Mario estos derechos de ciudadanía, las leyes Lacinia y Mucia hicieron
tan rigurosas las informaciones sobre los títulos de ciudadano, ¿fué citado
ante los tribunales alguno de los que lo habían obtenido en las c i u d a des
federadas? Cierto es que L. Matrinio, uno de los que Mario hizo ciudadanos,
fué acusado; pero era de Spoleto, ilustre y poderosa colonialatina. L e acusó
L. Antistio, también de Spoleto, y no alegó que los spolentinos hubiesen negado
su consentimiento, porque veía que los pueblos acostumbraban a darlo con arreglo
a su derecho y no al nuestro. Pero como la ley A p u leia que Saturnino había
hecho aprobar para Mario, autorizaba a éste a hacer tres ciudadanos romanos
por cada colonia que fundara, Antistio sostenía que, no habiendo sido fundadas
las colonias, tampoco debía subsistir este favor . No hay nada parecido
en esta acusación, y , sin embargo, tanta era la autoridad de C. Mario, que
sin recurrir a L . Craso, su aliado, persona de maravillosa elocuencia, defendió
él mismo su causa con pocas palabras y la ganó por el respeto que inspiraba.
¿Quién de nosotros querría, jueces, privar a nuestros generales del derecho
de premiar la bravura en la guerra, en los combates, en los ejércitos, y quitar
a nuestros aliados toda esperanza de recompensa por defender la repriblica?
Si el aspecto de Mario, su voz, el imperioso ardor de sus ojos, sus recientes
triunfos tuvieron entonces tanta fuerza y poder, no valgan hoy menos sus hazañas,
su memoria, su eterna fama de varón preclaro y fortísimo. Distingamos entre
los ciudadanos de crédito y los valerosos: que gocen aquéllos de sus obras mientras
vivan , y que la autoridad de éstos, aun después de su muerte (si puede
morir un defensor de nuestro imperio), les sobreviva eternamente.
XXII . ¿Qué? ¿Acaso no pudo el padre de Cn. Pompeyo , después de sus grandes empresas en la guerra de Italia, recompensar al excelente varón P. Cesio, caballero romano que v i v e en R a v e n a , con el título de ciudadano romano, aunque era de una ciudad confederada? ¿ Q u é ? ¿No concedió igual honor el eminente P. Craso a dos cohortes de Camertinos y a una legión de Heraclea, única ciudad que, según se dice, hizo un tratado con nosotros en tiempo de Pirro y bajo el consulado de Fabricio? ¿Qué? ¿ N o r e compensó Sila con el derecho de ciudadanía a Aristón de Marsella y, y a que de Cádiz nos ocupamos, a nueve héroes gaditanos? ¿Qué? ¿No concedió el mismo derecho el puro, modesto y respetabilisimo Q. Mételo P í o al saguntino Q. F a b i o ? ¿Qué? M. Craso, aquí presente, que con tanta habilidad' ha explicado estos e j e m plos por mí enumerados, ¿ n o hizo ciudadano a uno de Aletrio, ciudad confederada, a pesar de ser Craso hombre tan grave y prudente y tan parco en conceder el derecho de ciudadanía? ¿Y pretende el acusador que se revoque una gracia o, más bien, que se anule un acto y un juicio de Cn. Pompeyo, quien ha hecho lo que sabía hicieron Mario, P. Craso, Sila, Q. Mételo, y d o lo cual tenía ejemplo en su propia familia, pues lo vio hacer a su padre? Y no solamente a Cornelio Balbo concedió la ciudadanía, sino t a m bién al gaditano Asdrúbal por sus servicios en la guerra de África; a los Ovios de Mesina y a algunos constructores de máquinas de guerra de Utica y Sagunto. E n efecto; si merecen recompensa los que con sus trabajos y a riesgo de su vida defienden nuestra república, ciertamente son dignísimos de obtener el título de ciudadanos de una población por la cual se han expuesto a los peligros y a los dardos de los enemigos. ¡Y plegué a los dioses que todos los defensores de nuestro imperio, estén donde estén, puedan venir a esta ciudad, y en cambio los enemigos de la república que v i v e n en R o m a sean expulsados de ella! No sólo para Aníbal, sino para todos los generales, escribió uno de nuestros grandes poetas esta animosa exhortación : JEl que bata al enemigo será para mí cartaginés, sea quien sea y venga de donde venga. Nuestros generales la han tenido siempre en cuenta, nombrando ciudadanos a los hombres esforzados de todos los países y prefiriendo muchísimas veces el valor de los de nacimiento humilde a la inercia de los nobles.
XXIII . Y a habéis visto cómo los grandes generales, los hombres más sabios, los más preclaros varones han interpretado el derecho piíblico y los tratados. Expondré ahora lo que sobre' el caso que nos ocupa han resuelto los jueces, h a decidido el pueblo romano y también la augusta determinación del Senado. Los jueces declararon y manifestaron públicamente que, conforme a la ley Papia, iban a sentenciar contra los Mamertinos, que reclamaban a M . Craso como conciudadano suyo, y los Mamertinos encargados de la causa a nombre de Siracusa, su ciudad, desistieron de ella. Multitud de habitantes de ciudades libres y confederadas que habían recibido la ciudadanía romana, han sido absueltos : ninguno de éstos fué acusado, o porque no diera su consentimiento para el cambio de ciudadanía el pueblo a que antes perteneciese, o porque el tratado impidiera dicho cambio. T aun me atreveré a decir que jamás fué c o n denado ninguno cuando constaba que el derec h o de ciudadanía lo había recibido de uno de nuestros generales. Escuchad ahora la decisión del pueblo romano dada en muchos casos y confirmada por la práctica en causas muy importantes. ¿Quién ignora que se hizo un tratado c o n todos los Latinos durante el consulado de Spurio Casio y Cominio Postumo? Recordamos que este convenio fué últimamente grabado en una columna de bronce y colocado detrás de los Rostros. ¿ Porqué L. Cosinio de Tibur, padre del óptimo y preclaro caballero romano Cosinio, y T . Coponio, ciudadano de suma virtud y dignidad (á cuyos nietos T . y C¿ Coponio conocéis), después de haber hecho condenar el primero a T . Celio, y el segundo a C. Masso (11), llegaron a ser ciudadanos romanos? ¿ P o d r a obtenerse esta ciudadanía por el talento y la elocuencia y no por el valor y esfuerzo en la guerra? ¿Será lícito a los pueblos confederados llevarse n u e s tro botín y no el de los enemigos? ¿Lo que pueden conseguir hablando no lo podrán alcanzar combatiendo? ¿Quisieron nuestros antepasados dar mayores recompensas a los acusadores q u e a los guerreros?
XXIV. Si nuestros principales hombres y los más importantes y sabios conciudadanos han sufrido que la rigurosa ley Servilia y un mandato del pueblo romano abriesen a los La tinos, es decir, a los confederados, el camino de la ciudadanía romana; si la ley Licinia y Mucia no ha hecho reforma alguna en esto cuando la misma naturaleza de la acusación y el carácter de la recompensa, que sólo podía obtenerse p o r la desgracia de un senador, no podía ser agradable a ningún senador y a ningún hombre de bien, ¿puede sospecharse que siendo válidas las recompensas dadas por los jueces no lo sean las que dan los generales en idénticas circunstancias? ¿Creeremos que los Latinos tienen que dar su consentimiento cuando por virtud de la ley Servilia o de cualquiera otra se les dé como recompensa de un servicio la ciudadanía romana? Oíd ahora las decisiones del Senado, confirmadas siempre por las del pueblo. Nuestros antepasados quisieron que el culto de Ceres fuera celebrado con suma veneración y grandes ceremonias religiosas. Como este culto lo trajeron de Grecia, fue siempre administrado por sacerdotisas griegas, a todas las cuales se les daba nombre griego. Pero al escoger en Grecia una mujer y enseñarle a practicar estos sacrificios, quisieron también nuestros antepasados que para rogar por los ciudadanos se la concediese la ciudadanía, a fin de que si las preces se hacían conforme a ritos extranjeros, se hicieran con espíritu y sentimiento romano. Veo que estas sacerdotisas eran siempre de Ñapóles o de Velia, que indudablemente son ciudades confederadas. Prescindo de la antigüedad, y voy a hablar de estos tiempos. Antes de concederse el derecho de ciudadanía a los habitantes de Velia por determinación del Senado, O. Valerio Flaco, pretor de Roma, propuso al pueblo hacer ciudadana romana a la veliense Oalliphana. .¿Creeremos, o que los de Velia dieron su consentimiento, o que la sacerdotisa no fué hecha ciudadana, o que el Senado y el pueblo romano violaron el tratado?
XXV . Entiendo, jueces, que una causa tan clara y evidente ha sido discutida más extensamente y por más personas peritas de lo que era necesario. Si se ha hecho así, no fué por demostraros cosa tan manifiesta, sino por contrarrestar los propósitos de hombres malévolos, inicuos y envidiosos. Para alentar a estos hombres, a quienes inspira tristeza el bien ajeno, y para qué llegue hasta vuestros oídos, habréis visto que el acusador ha ido sembrando con sumo arte en todo su discurso sospechas calumniosas acerca de las riquezas de Cornelio Balbo, que no son para envidiadas, y en las cuales se advierte que han sido bien conservadas, pero no mal adquiridas; acerca de sus liviandades, no citando hechos concretos, sino vagas injurias; acerca de su finca de Túsculo, recordando que había pertenecido a Q. Mételo y a L. Craso, pero no diciendo que Craso la compró al emancipado Sotérico Maroio y que llegó a poder de Mételo entre los bienes de Venonio Vindicio : ignoraba también que las fincas rústicas no son de ninguna familia ni se transmiten por virtud de las leyes a los parientes más inmediatos, como la tutela, sino que por compra-venta pasan muchas veces a personas extrañas hasta de ínfima condición. También se le censura el que se haya hecho inscribir en la tribu Crustumina. Lo ha hecho valiéndose del privilegio de la ley sobre el soborno, lo que es menos de envidiar que el aprovecharse del privilegio de las leyes para emitir opinión en clase de antiguo pretor y vestir la toga pretexta. Se alega igualmente la adopción de Theofanes, de la cual el único provecho que ha sacado Cornelio Balbo es algunos bienes para sus parientes inmediatos.
XXVI. Pero lo más difícil no es aplacar a los envidiosos de Cornelio Balbo. Murmuran, como es costumbre entre los hombres, desacreditándole en los festines, maldiciendo de él en los corros; clavando el diente en su reputación, no tanto por rencor como por gusto de zaherir. Los más temibles para Balbo son los enemigos o envidiosos de sus. amigos; porque él ¿qué enemigos ha tenido nunca? ¿Quién tenía derecho a serlo? ¿A qué hombre honrado dejó de respetar? ¿Cuándo no fué deferente con la fortuna o dignidad de cualquier ciudadano? Teniendo íntima amistad con un hombre poderosísimo, nunca, en nuestras grandes discordias y calamidades, molestó a los del partido contrario, ni con hechos, ni con palabras, ni siquiera con aspecto provocativo. Fué sino mío o de la república que todas las desgracias comunes pesaran en aquellos tiempos sobre mi, y lejos de celebrar Balbo nuestras discordias y mis desdichas, durante mi ausencia tributó a los míos todo género de atenciones, cuidados y consuelos. Conforme a su testimonio y a ruego suyo, le reconozco este mérito y, como dije al principio, le profeso justo y debido agradecimiento. Espero, jueces, que siéndoos gratos los que principalmente contribuyeron a la conservación de mi seguridad y dignidad, también aprobaréis y agradeceréis lo que, dentro de sús recursos, hizo Balbo por mí en aquella ocasión. No le persiguen, pues, sus enemigos, porque no los tiene, sino los enemigos de sus amigos, que son muchos y poderosos; a los cuales decía ayer Cneo Pompeyo en su elocuente y enérgico discurso que le atacaran a él si querían, apartándoles de este modo de una lucha injusta y desigual.
XXVII . Sería conducta equitativa, jueces,, para nosotros y para todos los afectos a nuestros intereses, y sumamente útil ejercer nuestras enemistades entre nosotros, prescindiendo de los amigos de nuestros enemigos; y si pudiera tener en los que nos atacan algún peso mi opinión, puesto que saben cómo han aquilatado mi experiencia las vicisitudes de los tiempos y la variedad de los sucesos, también les aconsejaría apartarse de las grandes discordias. Contender sobre los negocios públicos defendiendo lo que se crea mejor, lo juzgué siempre propio de los varones esforzados y de los grandes hombres, y jamás rehusó este trabajo, esta ocupación, este deber del ciudadano; pero tales contiendas son razonables cuando producen alguna utilidad, o al menos no perjudican a la república. Algo hemos querido en política; peleamos por lograrlo, y a pesar de nuestra experiencia no lo conseguimos : otros sintieron penas; nosotros aflicciones y desdichas. ¿Por qué lo que no podemos cambiar hemos de querer derribarlo en vez de sostenerlo? El Senado ha concedido a César preces públicas en la forma más honrosa y por más días que de ordinario. A pesar de los apuros del Tesoro se ha pagado a su ejército victorioso; decretó, además, que se le dieran diez lugartenientes y que no se le enviaría sucesor, prescindiendo de lo dispuesto en la ley Sempronia. Yo he sido el promovedor de estas determinaciones, y no creí que debiera acordarme de mis antiguas, querellas con César, sino acomodarme a lo que en los presentes tiempos conviene más a la república y a la concordia entre los ciudadanos. Otros no piensan así. Quizá son más constantes en sus opiniones. A nadie censuro, pero no opino como la generalidad ni creo que sea inconstancia cambiar de opinión y de rumbo, como las naves, para m o derar los efectos de las tempestades en la república. Si hay algunos que a los que odiaron una v e z les odian siempre, v e o también que muchos combaten sólo a los jefes, no a sus secuaces y acompañantes. El combatir a los jefes será acaso en concepto de algunos terquedad, otros lo juzgarán valor; pero todos considerarán inicuo y hasta en cierto modo cruel atacar a sus amigos. Pero si con ninguna clase de razones podemos aplacar los sentimientos de algunos hombres, confiamos seguramente, jueces, en que lo estarán los vuestros, no por nuestro discurso, sino por vuestras ideas humanitarias
XXVIII . ¿Por qué la amistad de César
no ha de serlé a Balbo grandemente honrosa en vez de causarle perjuicio? E n
su juventud conoció a César; agradó a este hombre eminente, y e n tre sus numerosos
amigos le igualó a los más íntimos. Durante su pretura y su consulado le nombró
prefecto de los trabajadores. P r o b o su prudencia, estimó su fidelidad, y
agradeció su celo y afecto. Algunas veces tomó parte Balbo en casi tqdos los
trabajos de César, y acaso participe ahora de algunos de sus provechos. Si esto
ha de perjudicarle en vuestro concepto, no adivino lo que pueda favorecerle
ante tales j u e ces. Pero puesto que C. César está muy lejos de aquí, en las
comarcas situadas en la extremidad de la tierra y que, por sus gloriosas conquistas,
son ahora límite de nuestro imperio, no permitáis, jueces, ¡por los dioses inmortales!
le lleven la triste noticia de que su prefecto de los t r a bajadores, un hombre
a quien tanto quiere, de quien es tan íntimo amigo y cuyo delito c o n siste
en la amistad de su general, sucumba bajo el peso de vuestra sentencia. Compadeceos
del que se ve procesado, no por cometer delito, sino p o r haberle favorecido
un hombre eminente; no por crimen alguno, sino por discutirse a riesgo suyo
un punto de derecho. Si el padre de Pompeyo ; si Pompeyo mismo; si L u c i o
y Marco Craso; si Mételo, Sila, Mario; si el Senado y el pueblo romano; si los
jueces que sentenciaron en caso análogo; si los pueblos aliados y confederados
nuestros; si los antiguos Latinos no ignoraron este punto de derecho, ¿no ha
de ser más útil y honroso para vosotros equivocaros con tales guías que recibir
lecciones de un maestro tal como este acusador? Pero si vais a juzgar de lo
que es cierto, patente, útil, probado y confirmado por un juicio , cuidad de
no establecer con vuestra sentencia innovaciones a lo consagrado por las antiguas
costumbres. Figuraos, jueces, que se presentan ante vosotros en primer lugar
como reos de ultratumba aquellos ilustres varones que concedieron a los confederados
derechos de ciudadanía; después el Senado, que muchas veces lo acordó, el pueblo,
que lo ordenó, los jueces, que lo aprobaron: pensad entonces que Oornelio Balbo
vive y ha vivido en ciudad donde hay tribunales para juzgar los delitos, y se
le lleva ante los jueces, no para castigarle como delincuente, sino para disputarle
el premio de su virtud. Añadid a ello que vais a decidir en este juicio si en
adelante la amistad de los grandes hombres ha de honrar o arruinar a los que
la obtengan. Finalmente, tened, jueces, fija en vuestro ánimo la idea de que
juzgáis en esta causa, no un maleficio de Cornelió Balbo, sino un beneficio
de On. Pompeyo .
(13) Comiter significa cortés, atentamente, y Communiter común,
ordinariamente. ,
(12) Alude al filósofo Xenocrates,
que era tal y como Cicerón lo describe.
(11) C. Serviíio Glaucia hizo aprobar una ley en el año
€53 de Roma; ley que,.de su nombre, se llamó Servilia, y según la cual el aliado
latino que acusara é hiciera condenar a un senador, obtenía en recompensa la
ciudadanía romana. En este caso se encontraban Cosinio y Coponió.