Aulo Gelio Noches Aticas

libro 14

 

 

 I. Disertación del filósofo Favorino contra aquellos que se llaman caldeos y prometen revelar el destino de los hombres por la conjunción y movimientos de las estrellas y de los planetas.

1 En cierta ocasión oímos en Roma al filósofo Favorino1 pronunciar en griego un magnífico discurso contra esos que se autodenominan caldeos o astrólogos y que aseguran poder revelar el futuro atendiendo al movimiento y posición de las estrellas.

2 No puedo decir si lo hizo como un ejercicio intelectual o para demostrar su talento, o porque, tras seria y juiciosa reflexión, estaba con­ vencido de lo que decía. Al salir de la conferencia anoté a toda pri­sa, en la medida en que pude recordarlas, las ideas principales de los distintos temas y argumentos que empleó 2. Fueron más o menos éstos: Esa ciencia de los caldeos no es tan antigua como pretenden, ni sus primeros promotores son esos que ellos dicen, sino que este tipo de embustes y engaños fue invención de unos mendigos que trataban de ganar sustento y dinero recuniendo a patrañas.

3 Estos, viendo que algunos fenómenos terrestres que tienen lugar entre los hombres se producían por el influjo y preponderancia de los cuer­ pos celestes -por ejemplo, que el Océano, como si fuera compañero de la Luna, amengua y crece a la vez que ella-, se procuraron con ello un argumento para convencemos de que todas las cosas humanas, grandes o pequeñas, están como vinculadas a las estrellas y a los planetas, siendo guiadas y gobernadas por ellos. 4 Pero resulta en extremo estúpido y absurdo pensar que, porque las ma­ reas coincidan con el curso de la Luna, también el pleito que ca­ sualmente alguien tiene pendiente de juicio por una acequia de agua compartida o por una pared medianil con el vecino esté, así mismo, sujeto al cielo por una especie de rienda y resulte goberna­ do desde allí. 5 Pensaba Favorino que, aunque es cierto que una fuerza o mente divina puede hacerlo posible, empero, al ser tan coito y exiguo el tiempo que el hombre vive, en modo alguno aquello podría ser percibido y aprehendido por la inteligencia hu­ mana, por muy grande que ésta fuera, si bien es posible formular algunas conjeturas ‘nada concretas’ -pa??µe??ste??? (sin ningún fundamento), para decirlo con sus palabras textuales-, sino difusas, 1 Para Favorino, véase nota a 1,3,27. Para todo este capítulo, cf. A. BARiGAZzr, Favorino di Ardate. Opere, Florencia 1966, pp.142-148. 1 La mayoría de los argumentos pueden verse en Cicerón, Adiv. 2,87-99. 103 Libro XIV vagas y arbitrarias, como lo es la visión ocular de un objeto lejano, que se toma borroso por la distancia que lo separa. 6 Pues, si tam­ bién los hombres pudieran conocer de antemano lo que les depara el futuro, quedaría eliminada la mayor diferencia que existe entre los dioses y los hombres. 7 Pensaba, además, que la observación misma de los astros y de las estrellas, que aquéllos consideran el origen de su ciencia, carece por completo de un fundamento sóli­ do. 8 “Si los caldeos, iniciadores de este arte y que vivían en llanu­ ras abiertas, al fijarse en los movimientos de las estrellas, en sus caminos, en sus desplazamientos y conjunciones, observaron las consecuencias que de ello se derivaban, muy oportuno parece que esta disciplina siga adelante -dijo Favorino-, pero válida sólo para la misma latitud del cielo bajo la que estuvieron entonces los cal­ deos; pues no se puede aplicar el mismo sistema de observación de los caldeos cuando alguien quiera utilizarlo bajo latitudes del cielo distintas de aquéllas. Pues, ¿quién no ve -añadió Favorinocuán grande es la diversidad de las partes y círculos del cielo a causa de la divergencia y convexidad de la bóveda celeste? 9 Porque, del mismo modo que esas mismas estrellas, por cuya influencia pre­ tenden que suceden todas las cosas divinas y humanas, no provo­ can en todas partes frío o calor, sino que exprimentan cambios y variaciones, dando lugar en el mismo momento a un tiempo apaci­ ble en un sitio y a violentas tormentas en otro, ¿por qué, en lo que atañe al resultado de los acontecimientos y de los negocios huma­ nos, no determinan también que sean de una forma entre los cal­ deos, de otra entre los gétulos, de otra diferente entre los habitantes del Danubio y de otra distinta entre quienes habitan junto al Nilo? 10 Ahora bien, es absurdo considerar que la masa misma y la composición del aire a tan elevada altura resulten distintas bajo di­ ferentes curvaturas del cielo, y, en cambio, cuando se trata de asuntos humanos, se considere admisible que esas estrellas se muestren siempre idénticas desde cualquier punto de la tierra des­ de el que se las observe”. 11 Se extrañaba, además, de que alguien admitiera como una evidencia indiscutible que esas estrellas, que dicen haber observa­ do caldeos, babilonios y egipcios, y que muchos llaman ‘errantes’ {erraticae) y Nigidio [Fígulo] denomina emones3, no sean más numerosas de lo que dice la gente; 12 pues, en su opinión, podía suceder que existieran otros planetas de igual pujanza, sin los cua­ les no podría llevarse a cabo una observación correcta y definitiva, 3 Nigidio Fígulo, frag. 87 Swoboda. Cf. NA 3,10,2 y nota a 2,22,31. Ambos tér­ minos vienen a traducir lo que el griego conoce como p???e t??, planeta. 104 Libro XIV y a los que los hombres no pueden ver a causa de su brillo y altura excesivos. 13 “En efecto -decía él-, determinadas estrellas son vi­ sibles desde ciertas regiones y los hombres de esas regiones las conocen; en cambio, esas mismas estrellas no son visibles desde cualquier otro punto geográfico, resultando completamente desco­ nocidas para el resto de los hombres. 14 Y, suponiendo -añadía Favorinoque sólo hayan podido observarse esas estrellas y desde un solo punto geográfico, ¿qué objeto ha podido tener tal observa­ ción? ¿Qué condiciones climáticas han sido las adecuadas para verlas? ¿Qué presagiaban su conjunción, su circunvolución o su tránsito? 15 Porque, si la observación comenzó a hacerse teniendo en cuenta cuál era la forma, la figura y la posición de las estrellas en el momento del nacimiento de una persona, y, a partir de ese primer instante de la vida, es posible establecer cuál será su suerte, su carácter, su manera de ser, los avatares de sus asuntos y nego­ cios y, en fin, el desenlace mismo de su vida, y, a medida que se gana experiencia, se pusiera todo eso por escrito, pasado el tiempo, cuando esas mismas estrellas estuvieran en el mismo lugar y en la misma posición, podría establecerse que las mismas cosas les su­ cederían también a todos aquellos que hubieran nacido en ese mismo momento. 16 Si la observación empezó de esta manera y, como resultado de esa observación, se constituyó de una vez por todas una ciencia, es evidente que dicha ciencia no puede ya pro­ gresar en modo alguno, 17 Por tanto, que digan durante cuántos años o, mejor, durante cuántos siglos podrá llevarse a cabo este ci­ clo de observaciones”4. 18 Decía Favorino que entre los astrólogos existía la certeza de que esas estrellas, que llaman errantes y que parecen ser anunciadoras de todas las cosas, después de un número incontable y casi infinito de años, retornan todas de nuevo con la misma apariencia al mismo lugar de donde partieron, de tal manera que ninguna serie ininterrumpida de observaciones ni testimonio histórico-literario alguno ha podido perdurar durante un periodo temporal tan prolongado. 19 Y opinaba que debía tenerse también en consideración, fuere cual fuere su alcance, el postulado según el 4 Ei establecimiento de unas leyes definitivas basadas en el análisis de cada mo­ mento sólo podría completarse después de haber observado todas las circunstancias susceptibles de darse en un ciclo temporal completo, tras el cual los astros se alinearí­ an de nuevo como al comienzo del ciclo precedente y se inciaría otro nuevo ciclo. Ese periodo temporal, denominado magnus annus, varía según los autores: para Aristarco de Samos alcanzaba 2.484 años (algunos editores lo han corregido en 2.434); para Sexto Empírico, 9.977; para Heráclito, 10.800, sobre una base sexagesimal (602 x 3) que parece tener un origen babilónico; etc. Véase Cicerón, Adiv. 2,97, donde se burla de la creencia de que los babilonios estudiaron y aplicaron la teoría astrológica duran­ te 470.000 años. 105 Libro XIV cual existe un primer agrupamiento de estrellas en el instante mis­ mo en que el ser humano es concebido en el vientre de su madre, y otro agrupamiento distinto en el momento en que es dado a luz al cabo de los diez meses, y preguntaba qué sentido tenía efectuar dos diferentes deducciones sobre una misma persona, si, como afirman los astrólogos, cada una de las distintas posiciones y trayectorias de las estrellas predestina destinos diferentes5. 20 Más aún, decía que, en el momento de la boda, cuya finalidad es la procreación, y en el momento mismo del coito del hombre y de la mujer, era pre­ ciso que la disposición cierta y necesaria de las estrellas anunciase ya qué tipo de personas nacerían y cuál sería su destino; e incluso mucho antes, en el momento mismo de nacer el propio padre y la madre, el horóscopo hubiera debido ya predecir cómo habrían de ser aquellos que ellos engendrarían, y así ir remontándose progre­ sivamente, hasta el infinito, de tal manera que, si esa disciplina tie­ ne algún fundamento de verdad, ya desde hace cien siglos e inclu­ so más, desde el primer momento en que surgieron el cielo y el mundo, y de ahí en adelante, por los continuados pronósticos cada vez que nacían ancestros de un determinado ser humano, esas es­ trellas hubieran debido anunciar de antemano cuál sería el carácter y el destino de ese hombre que ha nacido hoy. 21 “¿Cómo es posi­ ble -decía Favorinocreer que, según la configuración y la posi­ ción de cada una de las estrellas, a cada hombre en particular le es­ té reservado un destino y una suerte absolutamente únicos y que esa configuración se recupere al cabo de muchos siglos, si esos mismos indicios reveladores de la vida y del destino de un deter­ minado hombre, con intervalos tan breves y a través de cada uno de los eslabones de los ancestros, en un infinito orden de sucesio­ nes, resultan ser tan frecuente y tan repetidamente iguales, siendo así que la configuración de las estrellas es distinta? 22 Pero, si esto es posible y se admite tal diversidad y variedad en todos los esla­ bones de la antigüedad en orden a revelar los comienzos de los hombres que nacerán más tarde, esta falta de coherencia perturba la observación y confunde todo el sistema de esta ciencia”. 23 Pero lo que, en su opinión, resultaba absolutamente intole­ rable era que se pensase que, no sólo los sucesos y acontecimientos externos, sino también las propias decisiones humanas, pensa­ mientos, distintos actos volitivos, apetencias, inclinaciones y re­ chazos casuales y repentinos de los espíritus en las cuestiones más baladíes, así como sus íntimos secretos, estén regidos y gobemas Era cuestión debatida entre los astrólogos si el horóscopo debía establecerse en el momento de la concepción o en cl del nacimiento. 106 Libro XIV dos desde lo alto del cielo: como si, cuando decides ir a los baños y luego decides que no y nuevamente decides que sí, eso no depen­ diera de un movimiento anímico desigual y distinto, sino de un movimiento inevitable de retomo de las estrellas errantes a su pun­ to de partida, de tal manera que los hombres no parecieran en ab­ soluto lo que se califica de ?????? ??a (‘animales racionales’), si­ no unos títeres divertidos que hacen reír, puesto que no hacen nada por su propia decisión y arbitrio, sino que son las estrellas las que los guían y conducen. 24 “Y, si afirman -seguía diciendoque se pudo predecir si de la batalla resultaría vencedor el rey Pirro o Manio Curio6, ¿por qué no se atreven a pronunciarse sobre cuál de los jugadores resultará vencedor en el juego de los dados o de la morra? ¿Será que conocen los grandes acontecimientos e ignoran los pequeños, y que los menores son más difíciles de escudriñar que los mayores? 25 Ahora bien, si reivindican para sí las cosas grandes y dicen que son más inteligibles y que pueden compren­ derlas más fácilmente, quiero que me respondan, ante el espec­ táculo del mundo entero, frente a las obras tan grandes de la natu­ raleza, qué es lo que consideran grande de los pequeños y breves asuntos y cuestiones humanas. 26 Y quiero también que me res­ pondan a esto: si el instante en que el hombre recibe su destino al nacer es tan breve y fugaz que en ese mismo punto y bajo el mis­ mo círculo celeste no pueden nacer varios a la vez con la misma disposición respectiva de los astros, y, si en virtud de esto mismo, ni siquiera los gemelos tienen la misma suerte en la vida, puesto que no han sido alumbrados en el mismo instante temporal, ruego que me respondan cómo y de qué manera son capaces de aprehen­ der o de percibir ellos mismos y de asir el paso fugaz de ese míni­ mo instante, apenas aprehensible para el pensamiento, cuando di­ cen que en la sucesión tan veloz y vertiginosa de los días y las no­ ches los instantes más pequeños provocan mutaciones enormes”. 27 Finalmente, preguntaba qué se podía decir en contra de que personas de ambos sexos y de todas las edades, nacidas bajo mo­ vimientos distintos de esas estrellas y en países muy distantes de aquellos en los que fueron engendrados, sin embargo, todas ellas morían a la vez y con el mismo tipo de muerte y en el mismo ins­ tante temporal, cuando se derrumban las casas, cuando son con­ quistadas las ciudades o cuando son sepultadas por una ola en el 6 Pirro, rey del Epiro, jugó su última baza cn suelo italiano el 275 a.C., cerca de Benevento, en el Samnio, frente a las tropas romanas bajo el mando de Mario Curio Dentato, cónsul del 290 a.C., cuando puso fm a la III Guerra samnita tras su victoria sobre este pueblo. También en esta ocasión resultaría vencedor frente a Pirro. 107 Libro XIV mismo barco. 28 “Evidentemente -siguió diciendo Favorino-, esto no sucedería nunca, si cada uno de los momentos de nacer asigna­ do a cada individuo tuviera sus propias leyes. 29 Porque, si dicen que en la muerte y vida de las personas, nacidas incluso en tiempos distintos, pueden acaecer algunas cosas iguales o similares a causa de ciertas conjunciones iguales de las estrellas, ¿por qué no puede ser que alguna vez todas las cosas resulten iguales también, de tal manera que, en virtud de tales concurrencias y similitudes estela­ res, existan muchos Sócrates, muchos Antístenes y muchos Plato­ nes del mismo género, la misma figura, el mismo talento, la misma manera de ser, la misma vida y una muerte igual? 30 Esto es impo­ sible. Por eso, no pueden utilizar honradamente este argumento en contra de los nacimientos desiguales de personas y en contra de las muertes iguales”. 31 Decía, no obstante, que no tenía en cuenta ni tampoco les preguntaba qué tenían que decir de las moscas, de los gusanos, de los erizos de mar y de otros muchos seres diminutos que viven en la tierra y en el mar, si el tiempo, el modo y la causa de la vida y de la muerte de los hombres y de todas las cosas humanas residían en las estrellas; o si también estos seres nacían con las mismas leyes que los hombres, y con las mismas se extinguían también; o cómo los movimientos de las estrellas del cielo infunden a los renacuajos y a los mosquitos su destino en el momento de nacer; o cómo, si ellos no piensan en esto, no se aprecia ninguna razón por la que esa fuerza de los astros actúa sobre los hombres y no sobre lo demás. 32 Éstas son las notas áridas, desaliñadas y casi desordenadas que nosotros logramos tomar. Sin embargo, Favorino, que fue un hombre de gran talento y cuya elocuencia en griego fue, a la vez, exuberante y bella, desarrollaba estas ideas con gran amplitud, amenidad, brillantez y fluidez, y nos exhortaba con frecuencia a que estuviéramos prevenidos para que esos impostores no nos con­ vencieran subrepticiamente de sus creencias, ya que a veces dan la impresión de propalar y esparcir alguna que otra verdad. 33 “Por­ que -tales fueron sus palabrasno dicen cosas definidas, claras e inteligibles, sino que se apoyan en conjeturas infundadas y ambi­ guas, y caminan a tientas entre mentiras y verdades, como rodea­ dos de tinieblas, y, a lo mejor, tras probar muchas cosas, se topan de repente y sin saberlo con una verdad, o, gracias a la gran credu­ lidad de quienes los consultan, consiguen astutamente llegar a co­ sas verdaderas, dando por ello la impresión de remedar con más facilidad la verdad con respecto al pasado que con respecto al futu­ ro. No obstante, todas esas cosas verdaderas, que dicen de modo 108 Libro XIV fortuito o gracias a su astucia, no son ni una milésima parte en comparación con el resto de mentiras”. 34 Aparte de esto que le oímos decir a Favorino, recuerdo mu­ chos testimonios de poetas antiguos, con los que refutan tales am­ bigüedades y falacias. Uno de esos testimonios es aquello de Pa­ cuvio7: “Porque, si son capaces de prever el futuro, que se procla­ men iguales a Júpiter”. Y también aquello de Accio8: “No me fío de los augures que llenan de palabras los oídos ajenos y abarrotan de oro sus casas”. 35 El mismo Favorino, en un intento de alejar y apartar a los jóvenes de esos astrólogos y de otras gentes de la misma calaña, que con sus prodigiosos saberes prometen revelar todo lo que va a suceder, concluía con los siguientes argumentos, a tenor de los cuales en modo alguno había que acudir a ellos, ni consultarlos: 36 “O dicen que va a suceder algo bueno o algo malo. Si anuncian al­ go bueno y se equivocan, serás desgraciado esperándolo en vano; si anuncian algo malo y se equivocan, serás desgraciado temiéndo­ lo en vano; si su respuesta resulta verídica y no anuncian cosas buenas, serás desgraciado por saberlo, antes de serlo por el destino; si prometen cosas felices que han de cumplirse, habrá dos claros inconvenientes: la espera te fatigará, al mantenerte pendiente de la esperanza, y, por otro lado, la esperanza te habrá marchitado el fru­ to de la alegría. Por lo tanto, en modo alguno hay que recurrir a esa calaña de personas que anuncian lo que va a pasar”. ?. Disertación de Favorino respondiendo a una pregunta mía sobre la función de juez9. 1 Desde el primer momento en que fui elegido por los pretores como uno de los jueces que se hacen cargo de los llamados juicios privados, busqué libros escritos en ambas lenguas sobre la función de juez, para, como joven que era, sacado de las narraciones poéti­ cas y de los discursos retóricos y llamado a juzgar pleitos, poder conocer la jurisprudencia por medio de estos maestros que llaman mudos, puesto que carecían de una voz, digamos, viva. Así, fuimos instruidos y aleccionados en aplazamientos y dilaciones y en algu­ nas otras cuestiones legales por la propia Ley Julia10 y por los Co­ 7 Pacuvio, jr ag. 407, vol. V, Ribbeck. 8 Accio, /i-ag. 169, vol. V, Ribbeck. 9 Un análisis de este capítulo puede verse en C.S. T om u l e s c u , “An aristocratic Roman interpretation at Aulus Gellius”, RIDA 17, 1970,313-317. 10 Se trata de la Lex lulia iudiciorum privatorum que, posterior a la Lex Aebutia (Cf. Hist. Nat. 16,10,8), introdujo correcciones en lo que atañía al procedimiento ju109 Libro XIV mentarlos de Masurio Sabino11 y de algunos otros jurisperitos. 2 Sin embargo, estos libros ninguna ayuda me prestaron en las am­ bigüedades habituales de los procesos ni en las situaciones dudosas donde concurrían razones diversas. 3 Porque, aunque los jueces han de tomar decisiones según el estado de las causas que tienen delante12, existen, sin embargo, ciertos consejos y preceptos de ca­ rácter general, con los que el juez debe armarse y prepararse antes del juicio frente a incidentes imprevisibles y futuras complicacio­ nes, como la que en aquella ocasión me surgió a mí, relativa a una ambigüedad incomprensible para encontrar una sentencia13. 4 Ante mí se presentaba una reclamación de dinero que, según decían, había sido entregado y pagado; pero quien reclamaba decía que tal cosa no se demostraba ni con tablillas ni testigos, y se apo­ yaba en argumentos poco sólidos. 5 Sin embargo, había constancia de que él era un hombre muy honorable, de probada y conocida honradez y de vida intachable, y se traían a colación muchos y no­ tables ejemplos de su nobleza y sinceridad; 6 en cambio, se demos­ traba que aquel a quien se reclamaba era un hombre de consi­ derable fortuna, pero de vida indecente y sórdida, convicto de mentiras entre la gente, sumamente insidioso y fraudulento. 7 Éste, no obstante, a una con sus numerosos abogados, gritaba que debía ser probado ante mi que el dinero había sido entregado, siguiendo los trámites habituales: desembolso del dinero, cuentas bancarias, presentación del recibo14, firma de las tablillas, comparecencia de testigos; 8 que si ninguno de todos estos extremos era probado con nada, era preciso dejarlo en libertad y condenar a su oponente por calumnia; que todo cuanto se decía de la vida y hechos de cada uno resultaba inútil, puesto que se trataba de una reclamación de dinero ante un juez privado, no de una cuestión moral ante los cen­ sores. dicial. _ 11 Para Masurio Sabino, cf. nota a 3,16,23 e Índice onomástico. 12 Este ‘estado de la causa’ (causae status vel constitutio) era definido por Quinti­ liano (Inst. Orat. 3,6,42) así: quae appellatio dicitur dicta vel ex eo quod ibi sit primus causae congressus vel quod in hoc causa consistat. 13 P. d e F ranctsci, “La prova giudiziale. (A proposito di Gellio NA XIV 2)”, Helikon 1,1961,591-604. 14 El término empleado es chirographum. En realidad, se trataba de la presenta­ ción del asentamiento en un libro de cuentas llevado por un ‘contable’ oficial, si bien la etimología del término hace referencia a un documento salido de la propia mano del interesado. Cf. Cicerón, Verr. 2,1,91, Filípicas 2,8, Bruto 277, Epíst. Fam. 2,13,3, Quintiliano, Inst. Orat. 6,3,100, Séneca, Controv. 6,1. Contra las posibles falsifica­ ciones de esa contabilidad puede verse Suetonio, Nerón 17. 110 Libro XIV 9 Entonces unos amigos míos presentes allí, a quienes había pedido asesoramiento, hombres experimentados y famosos por sus actuaciones como abogados, forjados en las lides forenses y siem­ pre interesados en las causas complejas, decían que había que dar por cerrado el juicio, porque no había duda alguna de que debía ser absuelto aquel que era acusado de haber recibido dinero sin poder probarlo con argumento alguno fehaciente. 10 Sin embargo, yo, al detener mi mirada sobre aquellos hombres, el uno honrado, el otro un sinvergüenza de vida sórdida y pésima reputación, no pude en modo alguno tomar la decisión de absolverlo. 11 Así pues, ordené aplazar la fecha y desde la sala del tribunal me encamino a ver al filósofo Favorino, a quien en aquella época yo acompañaba mucho en Roma, y le cuento tal como era todo lo que se había dicho de la causa y de aquellos hombres, y le pido que me instruya sobre aquella cuestión que me tenía paralizado y sobre todas las demás normas que debía observar yo en mis funciones de juez, para ser más clarividente en este tipo de cosas. 12 Entonces, al constatar Favorino nuestros escrúpulos, dijo: “Ciertamente, esto, sobre lo que ahora estás deliberando, puede considerarse un asunto de poca monta. Pero si pretendes que en todas tus actuaciones como juez vaya abriéndote yo el camino, no es éste el momento ni el lugar adecuado; 13 porque se trata de la discusión de una cuestión muy compleja e intrincada, que precisa gran solicitud y atención y mucho tiento. 14 En efecto, limitándo­ me ahora a enunciarte los puntos principales, la primera cuestión que se plantea sobre la función de juez es ésta: si, por casualidad, el juez conoce el problema sobre el que se litiga en su presencia y si, antes de comenzar el proceso y de ser planteado en juicio, sólo él ha tenido conocimiento e información de ese problema a raíz de algún otro asunto o por alguna circunstancia, y si tal cosa no se considera buena para el desarrollo de la causa, ¿debe el juez juzgar en función de lo que sabe con anterioridad al juicio o según lo que en él se diga? 15 También suele plantearse si en una causa previa­ mente conocida procede y conviene que el juez, siempre que haya posibilidad de arreglo, posponga sus funciones de juez durante un corto período de tiempo y asuma el papel de amigo común y como de pacificador. 16 Sé también que se plantean serias dudas sobre si el juez, durante el conocimiento de la causa, debe decir y preguntar lo que es preciso decir y preguntar, aunque aquel, a quien interesa que tales preguntas sean dichas y hechas, no las diga ni lo pida. Porque dicen que tal cosa es defender, no juzgar”. 111 Libro XIV 17 “Además de lo dicho, se discute también si es deber y obli­ gación del juez referirse y aludir en sus intervenciones al asunto que juzga, de tal manera que, con motivo de las cosas que de modo confuso y desordenado se van diciendo en su presencia, según se ve afectado en cada momento del juicio, deje entrever su actitud y opinión antes de pronunciar sentencia. 18 En efecto, los jueces que se consideran perspicaces y agudos piensan que la única forma de investigar y desentrañar un asunto en trámite es que, quien lo trae entre manos, descubra sus sentimientos y soiprenda los de las par­ tes encausadas, sirviéndose para ello de frecuentes interrogatorios y de las entrevistas que sean necesarias. 19 En cambio, los jueces considerados más tranquilos y sosegados afirman que, mientras se dilime el pleito, antes de pronunciar sentencia, el juez no debe ma­ nifestar su sentir cuantas veces se siente conmovido por la propo­ sición de un argumento; pues lo que sucedería -dicenes que, a causa de la variedad de proposiciones y de argumentos, el juez se vería precisado a soportar reacciones muy diferentes, y daría la im­ presión de que sus opiniones y sus intervenciones resultan ser muy distintas a lo largo de una misma causa y de unas mismas circuns­ tancias”. 20 “Pero de éstas y de otras cuestiones similares relativas a la función judicial intentaremos expresar nuestra opinión más adelan­ te, cuando haya ocasión y examinemos los normas a las que, según Elio Tuberón15, debe atenerse la función de un juez, y que hemos leído muy recientemente”. 21 “En cuanto al dinero que, según dijiste, es reclamado ante el juez, te aconsejo ¡por Hércules! que sigas el criterio de Marco [Porcio] Catón, hombre muy sabio, quien en el discurso que pro­ nunció contra Gneo Gelio16, en su Defensa de L. Turio, dijo que, según la tradición observada por los antepasados, si una transac­ ción entre dos personas no podía demostrarse con tablillas ni testi­ gos, entonces que se preguntara ante el juez que conocía la causa quién de ellos era mejor persona y, si ambos eran igualmente bue­ nos o malos, que se diera crédito a quien era objeto de la reclama­ ción y que se emitiera veredicto favorable a éste. 22 Ahora bien, en esta causa sobre la que tú vacilas, el mejor es el que reclama, el peor el reclamado, y la transacción se llevó a cabo entre ellos so­ los, sin testigos. 23 Vete, pues, y otorga tu confianza a quien re­ clama y condena al reclamado, puesto que, por lo que dices, no son iguales, sino que quien reclama es mejor persona”. 15 Para Q. Elio Tuberón, cf. nota a 1,22,7. 16 Vcase nota a 13,23,13. 112 Libro XIV 24 Esto es lo que me aconsejó entonces Favorino, como conve­ nía a un filósofo. 25 No obstante, yo consideré que el asunto exce­ día mi edad y mi escasa sabiduría y que daba la impresión de haber juzgado y condenado por una cuestión moral, no por pruebas de un hecho cometido; a pesar de lo cual, no pude convencerme de que debía dictar sentencia absolutoria, por lo que juré que yo no tenía claros los criterios al respecto y fui liberado de aquella función de juez. 26 Las palabras del discurso de Marco [Porcio] Catón aludido por Favorino son éstas17: “Recuerdo haber sabido por los antepasa­ dos lo siguiente: si, entre dos personas, una reclamara algo al otra, siendo ambas igualmente buenas o malas, y las dos llevaron a cabo el asunto de tal manera que no intervinieron testigos, hay que creer preferentemente a quien es objeto de reclamación. Ahora bien, si Gelio hubiera hecho una promesa solemne'8 a Turio, salvo que Ge­ lio fuera mejor persona que Turio, nadie, en mi opinión, estaría tan loco como para juzgar que Gelio es mejor que Turio; pues, si Gelio no es mejor que Turio, es preciso, más bien, creer a quien es objeto de reclamación”. III. ¿Fueron Jenofonte y Platón rivales y enemigos entre sí? 1 Quienes escribieron obras primorosas sobre la vida y costum­ bres y otros muchos aspectos de la vida de Jenofonte y de Platón opinaron que hubo entre ellos algunas manifestaciones tácitas y ocultas de rivalidad y enemistad mutua19 y extrajeron de los escri­ tos de ambos algunas supuestas pruebas de ello. 2 Son las siguien­ tes: En sus libros tan numerosos Platón jamás nombra a Jenofonte, y, a su vez, Jenofonte tampoco nombra en los suyos a Platón, por más que ambos, especialmente Platón, mencionan en sus diálogos a muchos seguidores de Sócrates. 3 Creyeron también que era un indicio de su escaso afecto y amistad el que Jenofonte, tras leer apenas los dos primeros libros publicados de aquella célebre obra de Platón sobre el estado ideal y el gobierno de la ciudad20, la criti­ có y escribió una obra sobre las diferentes maneras de administrar 17 Catón, frag. 206 Malcovati. 18 El término técnico latino era sponsio, convenio verbal entre dos partes, una de las cuales se comprometía formalmente a abonar una detenninada cantidad de dinero. 19 Sobre la supuesta rivalidad entre Jenofonte y Platon, véase J. Ge f fc ke n, “Antiplatonika”, Hermes 64, 1939, 98ss. Diógenes Laercio ( Vida de Platón 3,34) apunta que ambos pensadores abordaron idénticos temas sin mencionarse mutuamente, como si entre ellos existiera una oculta enemistad. De hecho, Platón no alude jamás a Jeno­ fonte, y éste cita una sola vez, de manera pasajera, a Platón, en Memorab. 3,6,1. 20 Esto es, el De re publica. 113 Libro XIV un reino, que llevó por título Ciropedia. 4 Dicen que este hecho y esta obra de Jenofonte disgustó tanto a Platón que, al hacer en un libro mención del rey Ciro21, para rebajar y desacreditar esa obra, dijo que Ciro había sido realmente un hombre valiente y decidido, pero que “su educación no había sido en absoluto la correcta”. Ta­ les son las palabras de Platón sobre Ciro. 5 Piensan, por otro lado, que a lo apuntado se añade el que en los libros que compuso con ‘comentarios a los dichos y hechos de Sócrates’ Jenofonte afirma que Sócrates jamás disertó sobre cues­ tiones relacionadas con el cielo y la naturaleza y que ni siquiera to­ có aquellas otras ciencias que los griegos llaman µa??µata (‘cien­ cias matemáticas’)22, que no buscan el vivir feliz y honradamente; por lo cual afirma que mienten torpemente quienes atribuyen a Só­ crates disertaciones de este tipo. 6 “Cuando Jenofonte escribió esto -dicen-, alude claramente a Platón, en cuyos libros Sócrates diserta sobre cuestiones de música, naturaleza y geometría”. 7 Yo pienso, no obstante, que, si hay que creer o sospechar esto de unos hombres tan nobles y responsables, la causa de ello no es ciertamente la maledicencia, ni la envidia, ni la competencia por alcanzar mayor renombre; porque este tipo de cosas son ajenas a las costumbres de la filosofía, en las que ambos sobresalieron, se­ gún la opinión general. 8 ¿Cómo se llegó entonces a formaiesta opinión? Sin duda así: con frecuencia la propia equiparación e igualdad de virtudes semejantes, aunque no exista voluntad y de­ seo de confrontación, crea, sin embargo, una rivalidad aparente. 9 En efecto, cuando dos o más personas de gran talento han adquiri­ do celebridad en un mismo campo del saber o tienen igual o pare­ cido renombre, surge entre los seguidores de cada uno de ellos cierta competencia por ensalzar y elogiar su talento. 10 Y, con el tiempo, también llega hasta ellos mismos el olor contagioso de la rivalidad ajena; y la carrera en que ellos van pisándole los talones a la virtud, cuando es pareja y ambigua, suele derivar hacia sospe­ chas de rivalidad, no por culpa suya, sino por el fervor de los se­ guidores. 11 Por eso, se pensó que Jenofonte y Platón, dos estrellas de la habilidad socrática, competían y rivalizaban entre sí, porque a propósito de ellos otros discutían cuál era superior y porque, cuando dos eminencias se ponen juntas, se elevan hasta el cielo, dando la impresión de competencia y rivalidad. 


IV. Con el ritmo y colorido de las palabras Crisipo pintó una imagen de la Justicia de una manera muy acertada y gráfica.

1 En el libro I de su obra titulada La belleza y el placer Crisipo pintó y, ¡por Hércules!, que lo hizo con toda propiedad y belleza la boca de la Justicia, sus ojos y su rostro con los colores severos y sublimes de las palabras.

2 En efecto, dibuja una imagen de la Justicia y dice que los pintores y oradores antiguos solían perfilarla más o menos así: “Figura y rasgos de una joven, mirada dura y temible, brillo muy vivo en sus ojos, ni sumisa ni amenazante, pero con la dignidad de cierta tristeza venerable”.

3 Por el significado de esta imagen quiso dar a entender que el juez, que es sacerdote de la Justicia, ha de ser serio, íntegro, severo, incorrupto, insobornable, inmisericorde con los malvados y culpables, inexorable, rígido, firme, con autoridad, terrible por la fuerza y majestad de la equidad y la verdad.

4 He aquí las palabras textuales que escribió Crisipo sobre la justicia: “Se dice que es virgen, para simbolizar que es insobornable y que en modo alguno transige ante los malvados, ni presta oídos a palabras indulgentes, ni a súplicas, ni a ruegos, ni a adulaciones, ni a nada que a ello se parezca. Acorde con esto, se la representa también con aspecto sombrío, mostrando el rostro ceñudo y mirando de manera tensa y penetrante, de modo que suscite temor a los inicuos, pero inspire confianza a los justos, siendo su semblate amable para éstos, y hostil, en cambio, para aquellos otros”.

5 En mi opinión, estas palabras de Crisipo han de ser consi­ deradas como adecuadas para reflexionar y pensar, precisamente porque, cuando nosotros las leíamos, unos expertos en ciencias di­ fíciles nos dijeron que ésta era la imagen de la Crueldad, no de la Justicia. V. Relato de la reñida contienda de unos gramáticos célebres en Roma sobre el caso vocativo de la palabra egregius. 1 En cierta ocasión, estando yo cansado por la prolongada me­ ditación, paseaba por los jardines de Agripa25 para relajarme y des­ 23 S. RiCCOBONO, “Humanitas. L’idea di humanitas come fonte di progresso del diretto”, en Studi Biondi, Milán 1865, pp.542-614 del vol. II. 24 Crisipo, Memorables 1,1,11. Sobre Crisipo, vcase nota a 1,2,10. 25 Se trataba de una paraje aledaño al Campo de Marte, entre la vía Lata y las co­ linas, propiedad de la familia de Agripa, cuya hermana Polia lo había hecho ajardinar para uso público. Cf. las siguientes obras: F.W. SHIPLEY, Agrippa 's building activities in Rome, Washington Univ. Stud. I V , St. Louis 1933, pp.73-77. L. R i c h a r d s o n , A 115 Libro XIV cansar. Y, al ver casualmente allí a dos gramáticos de gran fama en Roma, asistí a un enconado debate entre ellos, cuando uno preten­ día que en caso vocativo había que decir vir egregi y, el otro, que vir egregie (hombre egregio)26. 2 La razón que esgrimía quien opinaba que debía decirse egregi fue ésta: “Cualesquiera términos o palabras, cuyo nominativo sin­ gular termina en us y en cuya última sílaba hay una /, todos ellos hacen el vocativo en i fínal, como Caelius (Celio) hace Caeli, mo­ dius (modio) modi, tertius (tercero) terti, Accius (Accio) Acci, Ti­ tius (Ticio) Titi, y así todos los que terminan de modo semejante. Por tanto, egregius, puesto que su nominativo termina en us y esa sílaba va precedida de una /, deberá tener una i fínal en vocativo; por lo que será más correcto decir egregi que egregie. En efecto, divus (divino), rivus (río) y clivus (colina) no terminan en la sílaba us, sino en una sílaba que debe escribirse con doble u, y para ex­ presar el sonido de esa palabra fue descubierta una letra nueva que se llamó digamma”27. 3 Cuando el otro oyó esto, replicó: “Oh, egregie gramático o, si prefieres, egregissime (muy egregio); dime, por favor, cómo es el vocativo de inscius (ignorante), impius (impío), sobrius (sobrio), ebrius (ebrio), proprius (propio), propitius (propicio), anxius (an­ gustiado) y contrarius (contrario), que terminan en la sílaba us y tienen una i delante de la última sílaba; porque el pudor y la ver­ güenza me impiden pronunciarlos según tu definición”. 4 El otro, contrariado por la oposición de tales palabras, permaneció callado un momento, pero enseguida se repuso y mantuvo y defendió la misma regla que había expuesto y dijo que proprius, propitius, anxius y contrarius debían hacer el vocativo lo mismo que adver­ sarius y extrarius, y que también inscius, impius, ebrius y sobrius eran un poco irregulares, pero que era más correcto formar su vo­ cativo con i que con e. Y como esta disputa entre ellos llevaba trazas de alargarse mu­ cho, consideré que no merecía la pena continuar escuchando tales cosas y los dejé enzarzados a gritos en el debate28. new topographical dictionary o f ancient Rome, Baltimorc-Londres (The Johns Hop­ kins Univ. Pr.) 3 992, p. 19 6 . E.M. St e i n b y , Lexicon topographicum Urbis Romae, Roma (Quasar) 1993, pp.2I7 del vol. I. 26 Sobre ia forma del vocativo de las palabras en -ius, véase M. L e u m a n n , Lat. Laiitimd Formenlehere, Munich (Beck) 1977, p p . 127-139. 27 El problema radica en la diferencia entre la u (como simple vocal) y la u (como semicononante (wau o digamma). Cf. M. Le u m a n n , Lat. Lantund Formenlehere, Munich (Beck) 1977, p. 138. 28 G, B e r n a r d i Per i n î , “Emendazione Gciliane”, R C C M 18, 1976, 143-159, aquí p.148. 116 Libro XIV VI. De qué tipo son algunas enseñanzas que tienen apariencia de erudición, pero que no resultan ni agradables ni útiles; así mismo, cam­ bios de nombres de algunas ciudades. 1 Un conocido nuestro29, de cierto prestigio en el cultivo de las letras, que había dedicado gran parte de su vida a los libros, dijo: “Quiero colaborar en el embellecimiento de tus Noches”. Y, al de­ cirlo, me entrega un libro muy voluminoso que rebosaba, como él mismo decía, todo tipo de conocimientos y que había sido elabo­ rado por él a partir, según dijo, de muchas y variadas lecturas des­ conocidas, para que yo tomara de él cuantas cosas dignas de re­ cuerdo me pluguiera. 2 Lo recibo con gusto y avidez, como si hu­ biera conseguido el Cuerno de la Abundancia, y me encierro a leerlo sin testigos. 3 Mas lo que allí había escrito ¡Júpiter poderoso! eran puras maravillas: quién fue el primero que recibió el calificativo de gra­ mático30, cuántos fueron los Pitágoras célebres31 y cuántos los Hipócrates32, cómo dice Homero que fue el corredor (?a???) de la casa de Ulises33 y por qué motivo Telémaco, cuando estaba acos­ tado, no tocó con la mano a Pisistrato, que estaba acostado junto a él, sino que lo despertó con una patada34; cómo Euriclia dejó ence­ rrado a Telémaco35 y por qué motivo el mismo poeta desconoció la rosa y conoció el aceite de rosas36. Y también estaban allí escritos los nombres de los compañeros de Ulises raptados y despedazados por la Escila37, y si Ulises anduvo perdido en el mar interior (?s?), según Aristarco, o en el mar exterior (???), según Crates38. 4 Esta­ ban, así mismo, registrados cuáles son en Homero los versos isop29 Para este capítulo, véase A. B a r i g a zzi , Favorino di Arelate. Opere, Florencia 1966, p.216. 30 Según Clemente de Alejandría (Stromata 1,16, p.5i), tal prerrogativa se la dis­ putaban Apolodoro de Cumas y Eratóstenes de Cirene. 31 Se mencionan hasta cuatro Pitágoras de renombre. Cf. Plinio, Hist. Nat. 34,8,59 y Diógenes Laercio 8,25,46. 32 Pueden contabilizarse hasta veintitrés personajes de este nombre. 33 Homero, Od. 22,128 y 137. Cf. J.B. W a r d P erktns, “Notes on the Homeric House”, J H S 1 1, 1951,209. 34 Homero, Od. 15,44. 35 Homero, Od. 1,441. 36 Homero, Od. 23, 186. 37 Homero, Od. 12,245. 38 Disquisición propia de los Zetémata, aún rastreable en Séneca, Epi.it. Mor. 88,7. Por ‘mar exterior’ se entendía el Atiántico. En cuanto al enfrentamiento entre Aristarco de Samos y Crates de Malos, véase nota a 2,25,4. 117 Libro XIV sefos39, cuáles son los nombres pa?ast????(acrósticos) que allí aparecen e incluso en qué verso aumenta el número de sílabas a medida que se suceden las palabras40; y también por qué motivo dijo que cada oveja paría tres veces cada año41, y si, de las cinco capas con que se reforzó el escudo de Aquiles42, la que estaba he­ cha de oro era la superior o la del medio; y, además, qué nombres de ciudades o regiones han cambiado: en efecto, Beocia antes se llamó Aonia, Egipto Aeria y Creta recibió también el nombre de Aeria, Ática se llamó Acte, Corinto Ephyre, Macedonia ?µa??a, Tesalia ??µ???a, Tiro Sarra, Tracia se llamó antes Sithon y Pestum ???sß?d?????43. 5 Estas y otras muchas cosas parecidas es­ taban escritas en aquel libro. Apresurándome a devolvérselo, le dije: “Aprovéchate tú, el más sabio de los hombres, de este gran saber y acepta este libro tan su­ culento que nada tiene que ver con nuestras pobres letras. Porque mis Noches, a las que tú acudiste para instruirlas y adornarlas, so­ lamente se ocupan de aquel verso de Homero44 que Sócrates decía preferir siempre a todas las cosas: “Todo lo bueno y lo malo que haya ocurrido en tu casa”. VIL M. [Terencio] Varrón entregó a Cneo Pompeyo, tras ser elegido cónsul por vez primera, un comentario al que él mismo puso por título ??sa???????, sobre la presidencia del Senado. 1 Gneo Pompeyo lue elegido cónsul por primera vez junto con M. Craso45. 2 Como al iniciar el desempeño de esta magistratura, Pompeyo carecía de experiencia política y, a causa de sus campa­ ñas militares, ignorase la manera de presidir y hacer consultas al Senado, rogó a M. [Terencio] Varrón, conocido suyo, que le hicie­ ra un comentario introductorio -??sa??????? lo llamó el propio 39 Se denominaban isopsefos aquellos versos que, atribuyendo un valor numérico a las letras que los integraban, su suma daba el mismo resultado. 40 Homero, II. 3, i 82. 41 Homero, Ocl. 4,86. 42 Homero, 11. 20,269. 43 Para Beocia, Egipto y Creta, véase San Isidoro de Sevilla, Oríg. 14,3,27 y Pli­ nio, Hist. Nal. 4,12,58. El nombre de Aeria se constata en Esquilo (Suplicantes 15) y Apolonio de Rodas (4,270). E! calificativo de Acte, ‘escalpado’, cuadra bien a mu­ chas costas del Ática. Ephyre es, en Homero {II. 6,152 y 210), el nombre de Corinto. En Plinio (Hist. Nat. 4,10,33) hallamos registrado Hemalhia. Por su parte, Haimonia puede designar a toda Tesalia (así en Estrabón 9,5,23 y Plinio, Hist. Nat. 4,7,28) o bien a una parte de ella (como en Apolonio de Rodas 2,506 y 3,1089). Para Sarra, cf. San Isidoro de Sevilla, Oríg. 12,6,38. Y, para Sithon, Plinio, Hist. Nal. 3,5,71. 44 Homero, Od. 4,392. 45 Año 70 a.C. 118 Libro XIV Varrón-, donde pudiera aprender lo que debía decir y hacer cuando formulara consultas al Senado. 3 En una carta que envió a Oppiano46 y que está incluida en el libro IV de las Cuestiones epistola­ res, dice M. [Terencio] Varrón que se había perdido el libro que sobre este tema había redactado para Gneo Pompeyo y, como en esas cartas no aparecían los escritos anteriores, informa nuevamen­ te de muchas cosas referentes a este tema. 4 Expone allí, primero, quiénes fueron los que, según la tradi­ ción de los antepasados, solían presidir las sesiones del Senado, y los nombra: el dictador, los cónsules, los pretores, los tribunos de la plebe, el interrex y el prefecto de la ciudad; y añade que, ñiera de éstos, ningún otro tenía derecho de hacer consultas al Senado y que, cuando ocurría que todos los magistrados estaban al mismo tiempo en Roma, entonces, en el orden arriba indicado, quien de ellos fuese más antiguo, tenía, según se dice, derecho preferente para consultar al Senado, 5 y que, más adelante, en virtud de una norma extraordinaria, también tuvieron el derecho de consultar al Senado los tribunos militares que sustituían a los cónsules, así co­ mo los decenviros nombrados con poder constituyente47. 6 Se refiere luego a la interposición del veto, afirmando que só­ lo tenían derecho de veto para impedir una consulta al Senado quienes ostentaban una potestad igual o superior a la de aquellos que querían hacer una consulta al Senado. 7 Aludía también a los lugares en que, con arreglo a la ley, se podía celebrar una consulta al Senado, y mostró y confirmó que sólo era válida la consulta al Senado si se había realizado en el lu­ gar determinado por el augur y calificado de templum48. Por eso, en la Curia Hostilia49 y en la Curia de Pompeyo50 y, más tarde, en 46 Personaje desconocido. 47 Véase J. P i n s e n t , Military tribunes and plebeian consuls. The Fasti from 444 to 342, Historia Einzelschr. XXIV, Wiesbaden (Steiner) Í975. Dicho poder les era con­ ferido en virtud de la Lex Tilia del 27 de noviembre del 43. 48 Para templum, cf. Varrón LL 7,8-9: “Sobre ia superficie de la tierra se denomina templum al lugar delimitado mediante el empleo de determinadas fórmulas con vistas a la toma de augurios o de presagios”, etc. Cf. Festo, p.146 L. 49 La Curia Hostilia era el lugar habitual de reunión del Senado. Destruida el 54 por un incendio, fue reconstruida por Fausto Sila, hijo del dictador. César llevó a cabo en ella una reforma completa, por lo que pasó a denominarse Curia Lulia, terminando en tiempos de Augusto por ser anexionada al Foro de César. Para más datos, véase E.M. Steinby, Lexicon topographicum Urbis Romae, Roma (Quasar) 1993, pp.331334 del vo!. 1. Para la Curia Hostilia, F. C o a r e l l i , II Foro Romano. Periodo arcaico, Roma, (Quasar) 1983, pp.138-143 y 154-160, así como II Foro Romano. Periodo re­ p u b l i c a n o e augusteo, Roma (Quasar) 1985, pp.33-36. Para la Curia lulia, véase J.Ch. A n d e rs o n , jr. The historical topography o f the Imperial Fora, Bruselas (Lato­ mus) 1984, pp.46ss. y C. M o r s e l l i & E. Tortor iCi. Curia, Forum Iuliitm, Forum transitorium I-II, Roma 1989, pp.66ss. 119 Libro XIV la Curia Julia, que antes habían sido lugares profanos, los augures establecieron templos, para que en ellos pudieran celebrarse con­ sultas al Senado según la tradición de los antepasados. Y entre es­ tas cosas dejó también escrito que no todos los santuarios eran '’templos'’ y que ni siquiera el santuario de Vesta era ‘templo’. 8 Después de esto, dice que no hubiera sido válida la consulta al Senado hecha antes de la salida del sol o después del ocaso; y que se considera que, quienes en aquel momento realizaron la consulta al Senado, desempeñaron también la función de censores. 9 Proporciona, a continuación, muchos datos informativos: en qué días no es lícito celebrar una consulta al Senado; que quien iba a presidir al Senado debía primero inmolar una hostia y tomar aus­ picios, y que las cuestiones relativas al culto debían ser abordadas en el Senado antes que los asuntos humanos; que, acto seguido, se podían tratar cuestiones de Estado sin límite de tiempo o cuestio­ nes particulares con límite de tiempo; que la consulta al Senado se hacía de dos maneras: por separación, si se estaba de acuerdo, o, si se trataba de un asunto dudoso, requiriendo la opinión de cada uno; pero que cada uno debía ser consultado según categorías51, empe­ zando por la categoría consular; que antes siempre solía ser consul­ tado primero aquel de esta categoría que había sido elegido como príncipe del Senado; puntualiza, sin embargo, que, cuando escribía esto, se había establecido una costumbre nueva a causa de las in­ trigas y favoritismos, de tal manera que exponía su opinión en primer lugar aquel que quería quien presidía el Senado, siempre que perteneciera a la categoría consular. 10 Además de esto, habla también de las garantías que hay que tomar y de la multa que debía imponerse al senador que, debiendo asistir al Senado, no asistía. 11 Esto y otros temas similares trató M. [Terencio] Varrón en el libro antes mencionado, según una carta que escribió a Oppiano. 12 Sin embargo, respecto a su afirmación de que la consulta al Senado solía hacerse de dos maneras, o por separación o por re­ querimiento de las opiniones, parece no estar muy de acuerdo con lo que escribió Ateyo Capitón52 en sus Conjeturas. 13 En efecto, dice en el libro I que Tuberón53 afirmaba que ninguna consulta al 50 Construida por Pompeyo en el Campo de Marte. E n ella fttc asesinado César (Cf. R. E t i e n n e , “La Curie de Pompée et la mort de César”, en Hommages à ta mé­ moire de J. Carcopino, Paris [Les Belles Lettres] 1977, pp.71-79), tras lo cual Augus­ to la sometió a un profunda reforma que la hizo perder su primigenia finalidad. E.M. STEiNBY, Lexicon topographicum Urbis Romae, Roma (Quasar) 1993, pp.334-335 del vol. 1. 51 idénticas cuestiones en 3,18 y 4,10. 52 Vcase nota a 13,12,1. 53 Tuberón,_/)Y7t[. I Huschke. 120 Libro XIV Senado podía hacerse sin separación, puesto que en todas las con­ sultas al Senado, incluso en aquellas que se realizaban por propo­ sición, era necesaria la separación, y el propio Capitón confirma la veracidad de esto. Pero recuerdo que sobre este tema ya escribimos de modo más exhaustivo y detallado en otro lugar54. VIH. Cuestión planteada, sin acuerdo, sobre si el prefecto nombrado para los asuntos del Lacio tiene el derecho de convocar y consultar al Senado. 1 Dice Junio55 que el prefecto urbano encargado de los asuntos del Lacio no puede presidir el Senado, porque ni es senador ni tie­ ne el derecho de expresar su opinión, puesto que es nombrado pre­ fecto a una edad que no es la senatorial. 2 En cambio, M. [Teren­ cio] Varrón, en el libro IV de las Cuestiones epistolares56, y Ateyo Capitón, en el VIII de las Conjeturas^1, dicen que el prefecto tiene el derecho de presidir el Senado. Y sobre esta cuestión cuenta Ca­ pitón que Varrón da la razón a Tuberón en contra de la opinión de Junio: “Pues también los tribunos de la plebe -dicetenían el dere­ cho de presidir el Senado, aunque no fueran senadores antes del plebiscito de Atinio58”. 54 En NA 3,18. 55 Cayo Junio Congo Gracano, personaje desconocido. Cf. Plinio, Hist. Nat. 33,35. 56 Varrón, p. 196, edición Bipontina. 57 Ateyo Capitón, frag. 2 Strzelccki. 58 Plebiscito desconocido. La opinion más común indica que los tribunos comen­ zaron a asistir a las sesiones del Senado desde el siglo III a.C. 121

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