Libro IV
ELibro Cuarto.
La grandeza de Roma es don de Dios
CAPITULO PRIMERO. De lo que se ha dicho en el libro primero
CAPITULO II. De lo que se contiene en el libro segundo y tercero
CAPITULO III. Si la grandeza del Imperio que no se alcanza sino con la guerra,
se debe contar entre los bienes que llaman, así de los felices como de los
sabios
CAPITULO IV. Cuán semejante a los latrocinios son los reinos sin justicia
CAPITULO V. De los gladiadores fugitivos, cuyo poder vino a ser semejante a la
dignidad real
CAPITULO VI. De la codicia del rey Nino, que por extender su dominio fue el
primero que movió guerra a sus vecinos
CAPITULO VII. Si los dioses han dado o dejado de dar su ayuda a los reinos de la
tierra para su esplendor y decadencia
CAPITULO VIII. Qué dioses piensan los romanos que les han acrecentado y
conservado su imperio, habiéndoles parecido que apenas se podía encomendar a
estos dioses, y cada uno de por si, el amparo de una sola cosa
CAPITULO IX. Si la grandeza del imperio romano y el haber durado tanto se debe
atribuir a Júpiter, a quien sus adoradores tienen por el supremo de los dioses
CAPITULO X. Las opiniones que siguieron los que pusieron diferentes dioses en
diversas partes del mundo
CAPITULO XI. De muchos dioses que los maestros y doctores de los paganos
defienden que son un mismo Júpiter
CAPITULO XII. De la opinión de los que pensaron que Dios era el alma del mundo y
que el mundo era el cuerpo de Dios
CAPITULO XIII. De los que dicen que sólo los animales racionales son parte del
que es un solo Dios
CAPITULO XIV. Que sin razón atribuyen a Júpiter el aumento de los reinos, pues
si, como dicen, la victoria es odiosa, ella sola bastará para este negocio
CAPITULO XV. Si conviene a los buenos querer extender su reino
CAPITULO XVI. Cuál fue la causa por que, atribuyendo los romanos a cada cosa y a
cada movimiento su dios, pusieron el templo de la Quietud fuera de las puertas
de Roma
CAPITULO XVII. Pregúntase si, teniendo Júpiter el poder supremo, se debió tener
por diosa a la Victoria
CAPITULO XVIII. Por qué tuvieron por dioses distintos a la Felicidad y a la
Fortuna
CAPITULO XIX. De la Fortuna femenil
CAPITULO XX. De la virtud y fe, a quienes los paganos honraron con templos y
sacrificios, dejándose otras cosas buenas que asimismo debían adorar, si se
concedía rectamente a las otras la divinidad
CAPITULO XXI. Que los que no conocían un solo Dios, por lo menos se debieran
contentar con la virtud y con la felicidad
CAPITULO XXII. De la ciencia del culto de los dioses, la cual se gloria Varrón
haberla el enseñado a los romanos
CAPITULO XXIII. De la Felicidad, a quien los romanos, con tener a muchos dioses,
en mucho tiempo no adoraron con culto divino, siendo ella sola bastante en lugar
de todos
CAPITULO XXIV. Cómo defienden los paganos el adorar por dioses a los mismos
dones de Dios
CAPITULO XXV. Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa,
con todo, se ve que es dador de la felicidad
CAPITULO XXVI. Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se
sepa, con todo, se ve que es dador de la felicidad
CAPITULO XXVII. De tres géneros de dioses de que habló el pontífice Escévola
CAPITULO XXVIII. Si para alcanzar y dilatar el Imperio les aprovechó a los
romanos el culto de sus dioses
CAPITULO XXIX. De la falsedad del agüero que pareció haber pronosticado la
fortaleza y estabilidad del imperio romano
CAPITULO XXX. Qué opinan los gentiles de los dioses que adoran
CAPITULO XXXI. De las opiniones de Varrón, que, aunque reprueba la persuasión
que tenía el pueblo, y no llega a alcanzar la noticia del verdadero Dios, con
todo, es de parecer que se debía adorar un solo Dios
CAPITULO XXXII. Con qué pretexto quisieron los príncipes gentiles que
perseverasen entre sus vasallos las falsas religiones
CAPITULO XXXIII. Que todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por
el decreto y potestad del verdadero Dios
CAPITULO XXXIV. Del reino de los judíos, el cual instituyó y conservó¿ el que es
sólo y verdadero Dios, mientras que ellos perseveraron en la verdadera religión
CAPITULO PRIMERO. De lo que se ha dicho en el libro primero
Debiendo empezar ya a tratar de la Ciudad de Dios, fui de parecer que debía
responder, en primer lugar, a los enemigos , quienes, como viven arrastrados de
los gustos y deleites terrenos, apeteciéndo con ansia los bienes caducos y
perecederos, cualquiera adversidad que padecen, cuando Dios, usando de su
misericordia, les avisa, suspendiendo el castigarlos con todo rigor y justicia,
lo atribuyen criminalmente a la religión cristiana, la cual es solamente la
verdadera y saludable religión, y porque entre ellos hay también vulgo estúpido
e ignorante, se arrebatan con mayor ardor e irritan contra nosotros, como
excitados y sostenidos de la autoridad respetable de los doctos; persuadiéndose
los necios que los sucesos extraordinarios que acaecen la vicisitud de los
tiempos no solían acontecer en las épocas pasadas. Confirman su falsa opinión
con disimular que lo que ignoran, no obstante que saben que es falso, para que
de este modo se pueden persuadir los entendimientos humanos ser justa la queja
que manifiestan tener contra nosotros, porque lo que fue necesario demostrar por
los mismos libros que escribieron sus historiadores dándonos una noticia extensa
y circunstanciada de la historia y sucesos ocurridos en los tiempos pasados, que
es muy al contrario de lo que opinan; y asimismo enseñar que los dioses falsos
que entonces adoraban públicamente y ahora todavía adoran en secreto, son unos
espíritus inmundos, perversos y engañosos demonios, tan procaces, que tienen su
mayor deleite y complacencia en oír y examinar las culpas y maldades más
execrables, sean ciertas o fingidas, aunque seguramente suyas, las cuales
quisieron se celebrasen y anunciasen solemnemente en sus fiestas, a fin de que
la humana imbecilidad no se ruborizase en perpetrar acciones feas y
reprensibles, teniendo por imitadores de las más impías a las mismas deidades,
lo cual no he probado yo precisamente por meras conjeturas falibles, sino ya por
lo sucedido en nuestros tiempos, en los que yo mismo vi hacer y celebrar
semejantes torpezas en honor de los dioses, ya por lo que está escrito en
autores que dejaron a la posteridad, el recuerdo de estas torpezas,
considerándolas no como infames, sino como honoríficas y apreciables a sus
dioses. De modo que el docto Varrón, de grande autoridad entre los gentiles,
escribiendo unos libros que trataban de las cosas divinas y humanas, y
distribuyendo, conforme a la calidad de cada uno, en unos las materias divinas y
en otros las humanas, a lo menos no colocó los juegos escénicos entre las cosas
humanas, sino entre las divinas, siendo seguramente cierto que si en Roma
hubiera solamente personas honestas y virtuosas, ni aun en las cosas humanas
fuera justo que hubiera juegos escénicos; lo cual, ciertamente, no estableció
Varrón por su, propia autoridad, sino como nacido y criado en Roma, los halló
considerados entre las cosas divinas. Y porque al fin del libro primero
expusimos en compendio lo que en adelante habíamos de referir, y parte de ello
dijimos en los dos libros siguientes, reconozco la obligación en que estoy
empeñado de cumplir en lo restante con la esperanza de los lectores.
CAPITULO II. De lo que se contiene en el libro segundo y tercero
Prometimos, pues, hablar contra los que atribuyeron las calamidades padecidas en
la República romana a nuestra religión, y referir extensamente todos los males y
penalidades grandes y pequeños que nos ocurriesen, o los suficientes para
demostrar claramente los que padeció Roma y las provincias que estaban bajo su
Imperio antes de que se prohibieran absolutamente los sacrificios. Todos los
cuales infortunios, sin duda, nos los atribuyeran si entonces tuvieran ellos
noticia de nuestra religión, o les vedase sus sacrílegas oblaciones: este punto,
a lo que creo, le hemos explicado bastantemente en el libro segundo y tercero.
En el segundo, cuando tratamos de los males de las costumbres, que se deben
estimar por los únicos y por los más grandes, y en el tercero, cuando tratamos
de las calamidades que temen los necios y huyen de padecer; es, a saber: de los
males corporales y de las cosas exteriores, las cuales por mayor parte sufren
también los buenos; pero, al contrario, las desgracias con que empeoran sus
costumbres las toleran, no digo con paciencia, sino con mucho gusto. Ha sido
sumamente limitada la relación que he dado de las desgracias de Roma y de su
Imperio, y de éstas no he referido todas las ocurridas hasta Augusto César; pues
si me hubiera propuesto contar y exagerarlas todas, no las que se causan los
hombres mutuamente unos a otros, como son los estragos y ruinas que motivan las
guerras, sino las que atraen a la tierra los elementos celestes, las que resumió
Apuleyo. en el libro que escribió del mundo, diciendo que todas las cosas de la
tierra sufren cambios y destrucciones, porque asegura, para decirlo con. sus
palabras, que se abrió la tierra con terribles temblores, se tragó ciudades
enteras y mucha gente; que rompiéndose las cataratas del cielo se anegaron
provincias enteras; que las que anteriormente había sido continente y tierra
firme quedaron aisladas por el mar; que otras, por el descenso del mar, se
hicieron accesibles a pie enjuto; que fueron asoladas y destruidas hermosas
ciudades con furiosos vientos y tempestades; que de las nubes descendió fuego,
con que perecieron y fueron abrasadas algunas regiones en el Oriente; que en el
Occidente, las frecuentes avenidas de los ríos causaron igual estrago, y que en
tiempos antiguos, abriéndose y despeñándose de las cumbres, del monte Etna hacia
abajo aquellas encendidas bocas con divino incendio, corrieron ríos de llamas y
fuego, como si fuesen una impetuosa avenida de agua. Si estas particularidades y
otras semejantes intentara yo recopilar (las que se hallan en varias historias
de donde podría trasladarlas), ¿cuándo acabaría de referir las que acontecieron
en aquellos lastimosos tiempos, antes que el nombre de Cristo reprimiese a los
incrédulos sus vanidades y contradicciones a la verdadera fe? Prometí asimismo
patentizar cuáles fueron las costumbres que quiso favorecer para acrecentar con
ellas el imperio el verdadero Dios, en cuya potestad están todos los reinos, y
por qué causa y cuán poco les auxiliaron estos que tienen por dioses, o, por
mejor decir, cuántos daños les causaron con sus seducciones y falacias; sobre lo
cual advierto ahora que me conviene hablar, y aún más del acrecentamiento del
Imperio romano, porque del pernicioso engaño de los demonios, a quienes adoraban
como a dioses, y de los grandes daños que ha causado en sus costumbres su culto,
queda ya dicho lo suficiente, especialmente en el libro segundo. En el discurso
de los tres libros, donde lo juzgué a propósito, referí igualmente los
imponderables consuelos que en medio de los trabajos de la guerra envía Dios a
los buenos y a los malos por amor a su santo nombre, a quien, al contrario de lo
que se acostumbra en campaña, tuvieron los bárbaros tanto respeto, tributando
obediencia y reconocimiento al augusto nombre de Aquel que hace salga el sol
sobre los buenos y los malos, y que llueva sobre los justos y los injustos.
CAPITULO III. Si la grandeza del Imperio que no se alcanza sino con la guerra,
se debe contar entre los bienes que llaman, así de los felices como de los
sabios
Veamos ya y examinemos las causas que puedan alegar para demostrar la grandeza y
duración tan dilatada del Imperio romano, no sea que se atrevan a atribuirla a
estos dioses, a quienes pretenden haber reverenciado y servido honestamente con
juegos torpes y por ministerio de hombres impúdicos; aunque primero quisiera
indagar en qué razón o prudencia humana se funda, que no pudiendo probar sean
felices los hombres que andan siempre poseídos de un tenebroso temor y una
sangrienta codicia en los estragos de la guerra y en derramar la sangre de sus
ciudadanos o de otros enemigos, aunque siempre humana (tanto que solemos
comparar al vidrio el contento y alegría de estos tales que frágilmente
resplandece, de quien con más horror tememos no se nos quiebre de improviso),
con todo, quieran gloriarse de la opulencia y extensión de su Imperio. Y para
que esto se entienda más fácilmente y no nos desvanezcamos llevados del viento
de la vanidad, y no escandalicemos la vista de nuestro entendimiento con voces
de grande bulto, oyendo pueblos, reinos, provincias, pongamos dos hombres,
porque así como las letras en un escrito, cada hombre se considera como
principio y elemento de una ciudad y de un reino, por más grande y extenso que
sea. Supongamos que el uno de éstos es pobre y el otro muy rico; pero este
contristado con temores, consumido de melancolía, abrazado de codicia, nunca
seguro, siempre inquieto, batallando con perpetuas contiendas y enemistades, que
con estas miserias va acrecentando sobremanera su patrimonio, y con tales
incrementos va acumulando también grandísimos cuidados; y el de mediana
hacienda, contento con su corto caudal, acomodado a sus facultades, muy querido
de sus deudos, vecinos confidentes y amigos, gozando de una paz dulce, piadoso
en la religión, de corazón benigno, de cuerpo sano, ordenado en la vida, honesto
en las costumbres y seguro en conciencia, No sé si pueda haber alguno tan necio
que se atreva a poner en duda sobre a cuál de éstos, haya de preferir. Así,
pues, como en estos dos hombres, así en dos familias, así en dos pueblos, así en
dos reinos se sigue la misma razón de semejanza e igualdad, la cual, aplicada
con acuerdo, si corrigiésemos los ojos de nuestro entendimiento, fácilmente
advertiríamos dónde se halla la vanidad y dónde la felicidad; por lo cual, si se
adora al verdadero Dios y le sirven con verdaderos sacrificios con buena vida y
costumbres, es útil e importante que los buenos reinen mucho tiempo con crecidos
honores; cuya felicidad no es precisamente útil a ellos solos, sino a aquellos
sobre quienes reinan; pues por lo que se refiere a éstos, su religión y santidad
(que son grandes dones de Dios) les basta para conseguir la verdadera felicidad,
con la que pueden pasar dichosamente esta vida y después alcanzar la eterna. En
la tierra se concede el reino a los buenos, no tanto por utilidad suya como de
las cosas humanas; pero el reino que se da a los malos, antes es en daño de los
que reinan, pues estragan y destruyen sus almas con la mayor libertad de pecar,
aunque a los súbditos y a los que los sirven no les puede perjudicar sino su
propio pecado; pues todos cuantos perjuicios causan los malos señores a los
justos no es pena del pecado, sino prueba de la virtud, por tanto, el bueno,
aunque sirva, es libre, y el malo, aunque reine, es esclavo, y no de sólo un
hombre, sino, lo que es más pesado, de tantos señores como vicios le dominan, de
los cuales, tratando la Escritura, dice: «que por el mismo hecho de dejarse uno
vencer o rendir a otro, viene a ser su esclavo».
CAPITULO IV. Cuán semejante a los latrocinios son los reinos sin justicia
Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos sino unos execrables
latrocinios? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos reinos? Estos son ciertamente
una junta de hombres gobernada por su príncipe la que está unida entre si con
pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas conforme a las leyes
y condiciones que mutuamente establecieron. Esta sociedad, digo, cuando llega a
crecer con el concurso de gentes abandonadas, de modo que tenga ya lugares,
funde poblaciones fuertes, y magnificas, ocupe ciudades y sojuzgue pueblos, toma
otro nombre más ilustre llamándose reino, al cual se le concede ya al
descubierto, no la ambición que ha dejado, sino la libertad, sin miedo de las
vigorosas leyes que se le han añadido; y por eso con mucha gracia y verdad
respondió un corsario, siendo preso, a Alejandro Magno, preguntándole este rey
qué le parecía cómo tenía inquieto y turbado el mar, con arrogante libertad le
dijo: y ¿qué te parece a ti cómo tienes conmovido y turbado todo el mundo? Mas
porque yo ejecuto mis piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti,
porque las haces con formidables ejércitos, te llaman rey.
CAPITULO V. De los gladiadores fugitivos, cuyo poder vino a ser semejante a la
dignidad real
Por lo cual dejo de examinar qué clase de hombres fueron los que juntó Rómulo
para la fundación de su nuevo Estado, resultando en beneficio suyo la nueva
creación del Imperio; pues que se valió de este medio para que con aquella nueva
forma de vida, en la que tomaban parte y participaban de los intereses comunes
de la nueva ciudad, dejasen el temor de las personas que merecían por sus
demasías, y este temor los impelía a cometer crímenes más detestables, y desde
entonces viviesen con más sosiego entre los hombres. Digo que el Imperio romano,
siendo ya grande y poderoso con las muchas naciones que había sujetado, terrible
su nombre a las demás, experimentó terribles vaivenes de la fortuna, y temió con
justa razón, viéndose con gran dificultad para poder escapar de una terrible
calamidad, cuando ciertos gladiadores, bien pocos en número, huyéndose a
Campania de la escuela donde se ejercitaban, juntaron un formidable ejército
que, acaudillado por tres famosos jefes, destruyeron cruelmente gran parte de
Italia Dígannos: ¿qué dios ayudó a los rebeldes para que, de un pequeño
latrocinio, llegasen a poseer un reino, que puso terror a tantas y tan
exorbitantes fuerzas de los romanos? ¿Acaso porque duraron poco tiempo se ha de
negar que no les ayudó Dios, como si la vida de cualquier hombre fuese muy
prolongada? Luego, bajo este supuesto, a nadie favorecen los dioses para que
reine, pues todos se mueren presto, ni se debe tener por beneficio lo que dura
poco tiempo en cada hombre, y lo que en todos se desvanece como humo. ¿Qué les
importa a los que en tiempo de Rómulo adoraron los dioses, y hace, tantos años
que murieron, que después de su fallecimiento haya crecido tanto el Imperio
romano, mientras ellos están en los infiernos? Si buenas o malas, sus causas no
interesan al asunto que tratamos, y esto se debe entender de todos los que por
el mismo Imperio (aunque muriendo unos, y sucediendo en su lugar otros, se
extienda y dilate por largos años), en pocos días y con otra vida lo pasaron
presurosa y arrebatadamente, cargados y oprimidos con el insoportable peso de
sus acciones criminales. Y si, con todo, los beneficios de un breve tiempo se
deben atribuir al favor y ayuda de los dioses, no poco ayudaron a los
gladiadores, que rompieron las cadenas de su servidumbre y cautiverio, huyeron y
se pusieron en salvo, juntaron un ejército numeroso y poderoso, y obedeciendo a
los consejos y preceptos de sus caudillos y reyes, causando terror a la
formidable Roma, resistiendo con valor y denuedo a algunos generales romanos,
tomaron y saquearon muchas poblaciones, gozaron de muchas victorias y de los
deleites que quisieron, hicieron todo cuanto les proponía su apetito, eso mismo
hicieron, hasta que finalmente fueron vencidos (cuya gloria costó bastante
sangre a los romanos), y vivieron reinando con poder y majestad. Pero
descendamos a asuntos de mayor momento.
CAPITULO VI. De la codicia del rey Nino, que por extender su dominio fue el
primero que movió guerra a sus vecinos
Justino, que, siguiendo a Trogo Pompeyo, escribió un compendio, de la Historia
griega, o, por mejor decir, universal, comienza su obra de esta manera: «Al
principio del mundo el imperio de las naciones le tuvieron los reyes, quienes
eran elevados al alto grado de la majestad, no por ambición popular, sino por la
buena opinión que los hombres tenían de su conducta. Los pueblos se gobernaban
sin leyes, sirviendo de tales los arbitrios y dictámenes de los reyes, los
cuales estaban acostumbrados más a defender que a dilatar ambiciosamente los
términos de su imperio. El reino que cada uno poseía se incluía dentro de los
límites de su patria. Nino, rey de los asirios, fue el primero que con nueva
codicia y deseo de dominar, mudó esta antigua costumbre conservada de unos a
otros desde sus antepasados. Este monarca fue el primero que movió guerra a sus
vecinos, y sujetó, como no sabían aún hacer resistencia, todas las naciones
situadas hasta los confines de Libra»; y más adelante añade: «Nino robusteció el
poder de su codiciado dominio con un largo reinado. Habiendo, pues, sujetado a
sus comarcanos, como con el acrecentamiento de las fuerzas militares pasase con
más pujanza contra otras naciones, y siendo la victoria que acababa de conseguir
instrumento para la siguiente, sojuzgó las provincias y naciones de todo el
Oriente.» Sea lo que fuere el crédito que se debe dar a Justino o a Trogo
(porque otras historias más verdaderas manifiestan que mintieron en algunos
particulares); con todo, consta también entre los otros escritores que el rey
Nino fue el que extendió fuera de los límites regulares el reino de los asirios,
durando por tan largos años, que el Imperio romano no ha podido igualársele en
el tiempo; pues según escriben los cronologistas, el reino de los asirios,
contando desde el primer año en que Nino empezó a reinar hasta que pasó a los
medos, duró mil doscientos cuarenta años El mover guerra a sus vecinos, pasar
después a invadir a otros, afligir y sujetar los pueblos sin tener para ello
causa justa, sólo por ambición de dominar, ¿cómo debe llamarse sino un grande
latrocinio?
CAPITULO VII. Si los dioses han dado o dejado de dar su ayuda a los reinos de la
tierra para su esplendor y decadencia
Si el reino de los asirios fue tan opulento y permaneció por tantos siglos sin
el favor de los dioses, ¿por qué el de los romanos, que se ha extendido por tan
dilatadas regiones y ha durado tantos años, se ha de atribuir su permanencia a
la protección de los dioses de los romanos, cuando lo mismo pasa en el uno y en
el otro? Y si dijesen que la conservación de aquél debe atribuirse también al
auxilio y favor de los dioses, pregunto: De qué dioses? Si las otras naciones
que domó y sujetó Nino no adoraban entonces otros dioses, o si tenían los
asirios dioses propios que fuesen como artífices más diestros para fundar y
conservar Imperios, pregunto: ¿Se murieron, acaso, cuando ellos perdieron
igualmente el Imperio? ¿O por qué no les recompensaron sus penosos cuidados, o
por qué ofreciéndoles mayor recompensa, quisieron más pasarse a los medos, y de
aquí otra vez, convidándolos Ciro y proponiéndolos tal vez partidos más
ventajosos, a los persas? Los cuales, en muchas y dilatadas tierras de Oriente,
después del reino de Alejandro de Macedonia, que fue grande en las posesiones y
brevísimo en su duración, todavía perseveran hasta ahora en su reino. Y si esto
es cierto, o son infieles los dioses que, desamparando a los suyos, se pasan a
los enemigos (cuya traición no ejecutó Camilo, siendo hombre, cuando habiendo
vencido y conquistado para Roma una ciudad, su mayor émula y enemiga, ella le
correspondió ingrata, a la cual, a pesar de este desagradecimiento, olvidado
después de sus agravios y acordándose del amor de su patria, la volvió a librar
segunda vez de la invasión de los galos) o no son tan fuertes y valerosos cómo
es natural sean los dioses, pues pueden ser vencidos por industria o por humanas
fuerzas; o cuando traen en sí guerra no son los hombres quienes vencen a los
dioses, sino que acaso los dioses propios de una ciudad vencen a los otros.
Luego también estos falsos númenes se enemistan mutuamente, defendiendo cada uno
a los de su partido. Luego no debió Roma adorar más a sus dioses que a los
extraños, por quienes eran favorecidos sus adoradores. Finalmente, como quiera
que sea este paso, huida o abandono de los dioses en las batallas, con todo, aún
no se había predicado en aquellos tiempos y en aquellas tierras el nombre de
Jesucristo cuando se perdieron tan poderosos reinos o pasaron a otras manos su
poder y majestad con crueles estragos y guerras; porque si al cabo de mil
doscientos años y los que van hasta que se arruinó el Imperio de los asirios,
predicara ya allí la religión cristiana otro reino eterno, y prohibiera la
sacrílega adoración, de los falsos dioses, ¿qué otra cosa dijeran los hombres
ilusos de aquella nación, sino que el reino que había existido por tantos años
no se pudo perder por otra causa sino por haber desamparado su religión y
abrazado la cristiana? En esta alucinación, que pudo suceder, mírense éstos como
en un espejo y tengan pudor, si acaso conservan alguno, de quejarse de semejante
acaecimientos; aunque la ruina del Imperio romano más ha sido aflicción que
mudanza, la que le acaeció igualmente en otros tiempos muy anteriores a la
promulgación del nombre de Jesucristo y de su ley evangélica, reponiéndose al
fin de aquella aflicción; y por eso no debemos desconfiar en esta época, porque
en esto, ¿quién sabe la voluntad de Dios?
CAPITULO VIII. Qué dioses piensan los romanos que les han acrecentado y
conservado su imperio, habiéndoles parecido que apenas se podía encomendar a
estos dioses, y cada uno de por si, el amparo de una sola cosa
Parece muy a propósito veamos ahora entre la turba de dioses que adoraban los
romanos cuáles creen ellos fueron los que acrecentaron o conservaron aquel
Imperio. ¿Por qué en empresa tan famosa y de tan alta dignidad no se atreven a
conceder alguna parte de gloria a la diosa Cloacina, o la Volupia, llamada así
de coluptale, que es el deleite, o la Libentina, denominada así de libidini, que
es el apetito torpe, o al Vaticano, que preside a los llantos de las criaturas,
o la Cunina, que cuida sus cunas? ¿Y cómo pudiéramos acabar de referir en un
solo lugar de este libro todos los nombres de los dioses o diosas, que apenas
caben en abultados volúmenes, dando a cada dios un oficio propio y peculiar para
cada ministerio? No se contentaron, pues, con encomendar el cuidado del campo a
un dios particular, sino que encargaron la labranza rural a Rusina, las cumbres
de los montes al dios Jugatino, los collados a la diosa Colatina, los valles a
Valona. Ni tampoco pudieron hallar una Segecia, tal que de una vez se encargase
y cuidase de las mieses, sino que las mieses sembradas, en tanto que estaban
debajo de la tierra, quisieron que las tuviese a su cargo la diosa Seya; y
cuando habían ya salido de la tierra y criado caña y espiga, la diosa Segecia; y
el grano ya cogido y encerrado en las trojes para que se guardase seguramente,
la diosa Tutilina; para lo cual no parecía bastante la Segecia, mientras la mies
llegaba desde que comenzaba a verdeguear hasta las secas aristas. Y, con todo
eso, no bastó a los hombres amantes de los dioses este desengaño para evitar que
la miserable alma no se sujetase torpemente a la turba de los demonios, huyendo
los castos abrazos de un solo Dios verdadero. Encomendaron, pues, a Proserpina
los granos que brotan y nacen; al dios Noduto los nudos y articulaciones de las
cañas; a la diosa Volutina los capullos y envoltorios de las espigas, y a la
diosa Patelena, cuando se abren estos capullos para que salga la espiga; a la
diosa Hostilina, cuando las mieses se igualan con nuevas aristas, porque los
antiguos, al igualar, dijeron hostire; a la diosa Flora, cuando las mieses
florecen; a Lacturcia, cuando están en leche; a la diosa Matura, cuando maduran;
a la diosa Runcina, cuándo los arrancan de la tierra; y no lo refiero todo,
porque me ruborizo de lo que ellos no se avergüenzan. Esto he dicho precisamente
para que se entienda que de ningún modo se atreverán a decir que, estos dioses
fundaron, acrecentaron y conservaron el Imperio romano; pues en tal conformidad
daban a cada uno su oficio, pues a ninguno encargaban todos en general. ¿Cuándo
Segecia había de cuidar del Imperio, si no era lícito cuidar a un mismo tiempo
de las mieses y de los árboles? ¿Cuándo había de cuidar de las armas Cunina, si
su poder no se extendía más que a velar sobre las cunas de los niños? ¿Cuándo
Noduto les había de ayudar en la guerra, si su poder ni siquiera se extendía al
cuidado del capullo de la espiga, sino tan sólo a los nudos de la caña? Cada uno
pone en su casa un portero, y porque es hombre, es, sin duda, bastante. Estos
pusieron tres dioses: Fórculo, para las puertas; Cardea, para los quicios;
Limentino, para los umbrales. ¿Acaso era imposible que Fórculo pudiese cuidar
juntamente de las puertas, quicios y umbrales?
CAPITULO IX. Si la grandeza del imperio romano y el haber durado tanto se debe
atribuir a Júpiter, a quien sus adoradores tienen por el supremo de los dioses
Dejada, pues, a un lado por tiempo breve la turba de estos dioses particulares,
es necesario pasemos a indagar el oficio y cargo de los dioses mayores, con que
Roma ha llegado a creer en tanto grado que ha tenido el dominio sobre tantas
naciones crecido número de siglos. Luego, en efecto, esta gloria se debe a
Júpiter Optimo Máximo, ya que quieren que éste sea el rey de todos los dioses y
diosas; lo cual manifiesta su cetro y la elevada roca Tarpeya en el Capitolio.
De este dios refieren, aunque por un poeta, que se dijo muy bien Jovis omnia
plena, que todo estaba lleno de Júpiter. Este -cree Varrón- es el que adoraban
también los que veneran a un solo dios sin necesidad de imágenes, aunque le
llaman con otro nombre; y si esto es así ¿por qué le trataron tan mal en Roma,
así como algunos, igualmente, entre las de-más naciones, erigiéndole estatuas,
lo cual al mismo Varrón le desconcertó tanto, que con ser contra el uso y
depravada costumbre de una ciudad tan populosa, no dudó en escribir que los que
en los pueblos instituyeron estatuas les quitaron el temor y les añadieron
error?
CAPITULO X. Las opiniones que siguieron los que pusieron diferentes dioses en
diversas partes del mundo
Y ¿por qué ponen a su lado también a su esposa, Juno, y permiten que ésta se
llame hermana y esposa? Por qué motivo por Júpiter entendemos el cielo, y por
Juno el aire, siendo así que estos dos elementos están juntos, el uno más alto y
el otro más bajo? Luego no es aquel dé quien se dijo que todo estaba lleno de
Júpiter, si alguna parte la llena también Juno. ¿Por ventura cada uno de ellos
hinche el cielo y el aire, y ambos están juntamente en estos dos elementos y en
cada uno de ellos? ¿Por qué causa atribuyen el cielo a Júpiter y el aire a Juno?
Finalmente, si estos dos solos fuesen bastantes, ¿para qué el mar le atribuyen a
Neptuno, y la tierra a Plutón? Y porque éstos no estuvieran tampoco sin sus
mujeres, les añadieron, a Neptuno, Salacia, y a Plutón, Proserpina; pues así
como Juno, dicen, ocupa la parte inferior del cielo, esto es, el aire, así
Salacia ocupa la parte inferior del mar, y Proserpina la de la tierra. Buscan
solícitos estratagemas para sostener sus fábulas, y no las hallan; pues si esto
fuese así, sus mayores mejor dijeran que los elementos del mundo eran tres, que
no cuatro, para que a cada elemento le cupiera su casamiento con los dioses; no
obstante, es cierto que afirman ser una cosa el cielo y otra el aire; y el agua,
ya sea la de arriba o la de abajo, seguramente sea agua. Pero supongo que sea
diferente; ¿acaso es tanta la diferencia que la inferior no sea agua? Y la
tierra, ¿qué puede ser otra cosa que tierra, por más diferente que sea, y más
cuando con estos tres o cuatro elementos estará ya perfeccionado todo el mundo
corpóreo? Minerva, ¿dónde estará? ¿Qué lugar ocupará? ¿Cuál llenará? Ya,
juntamente con los otros, la tienen puesta en el Capitolio, aunque no es hija de
ambos; y si dicen que Minerva ocupa la parte superior del cielo, y por esta
causa fingen los Poetas que nació de la cabeza de Júpiter, ¿por qué motivo no
tienen a ésta por reina de los dioses, que es superior a Júpiter? ¿Es por
ventura porque es impropio preferir una hija a su padre’? Y si ésta es la causa,
¿por qué no se hizo esta justicia a Saturno con el mismo Júpiter? ¿Es por
ventura porque fue vencido? ¿Luego pelearon? De ninguna manera, dicen, sino que
esto es cosa de fábulas. Sea así enhorabuena; no creamos a las fábulas y
tengamos mejor concepto de los dioses; mas ¿por que no le han dado al padre de
Júpiter, ya que no lugar más alto, por lo menos uno igual en honra? Porque
Saturno, dicen, es la longitud del tiempo. Luego adoran al tiempo los que adoran
a Saturno, y suficientemente se nos insinúa que el rey de los dioses, Júpiter,
es hijo del tiempo. ¿Qué expresión indigna se profiere cuando se dice que
Júpiter y Juno son hijos del tiempo, si él es el Cielo y ella la Tierra,
supuesto que el Cielo y la Tierra son cosas criadas? Esto también lo confiesan
sus doctos y sabios en sus libros, y no lo tomo de ficciones poéticas, sino de
los libros de los filósofos, donde dijo Virgilio: «Entonces el Cielo, padre
todopoderoso, con fecundas lluvias desciende en el regazo de su festiva esposa»;
esto es, en el regazo de la Tellus o Tierra, porque también quieren que haya
algunas diferencias, y en la misma tierra una cosa piensan que es la Tierra,
otra Tellus, otra Tellumón, y tienen a todos éstos como dioses, llamándolos con
sus propios nombres y con sus oficios distintos, y reverenciando a cada uno en
particular con sus aras y sacrificios. A la misma Tierra denominan también madre
de los dioses; de modo que viene ya a ser más tolerable lo que fingen los
poetas, si, según los libros de éstos, no los poéticos, sino los que tratan de
su religión, Juno no sólo es hermana y mujer, sino también madre de Júpiter.
Esta misma Tierra quieren que sea Ceres, la misma también, Vesta, aunque, por la
mayor parte afirmen que Vesta no es sino el fuego que pertenece a los hogares,
sin los cuales no puede pasar la ciudad, y que por esto le suelen servir las
vírgenes, porque así como de la virgen no nace cosa alguna, tampoco del fuego,
Toda esta vanidad fue preciso que la desterrase y deshiciese el que nació de la
Virgen; porque ¿quién podría sufrir que tributando tanto honor al fuego y
atribuyéndole tanta castidad, algunas veces no tenga pudor de decir que Vesta es
también Venus, para que en sus siervas sea vana la virginidad tan estimada y
honrada? Por que si Vesta fue Venus, ¿cómo la podría servir legítimamente las
vírgenes no imitando a Venus? ¿Por ventura hay dos Venus, una virgen y otra
casada? O, por mejor decir, hay tres: una, de las vírgenes, la cual se llama
también Vesta; otra, de las casadas, y otra, de las camareras. A ésta también
los fenicios ofrecían sus oblaciones, resultantes de la torpe ganancia que
hacían sus hijas con sus cuerpos antes que las diesen en matrimonio a sus
maridos. ¿Cuál de estas matronas es la de Vulcano? Sin duda que no, es la
virgen, porque tiene mando, y por ningún caso será tampoco la ramera, porque no
parece que hacemos agravio al hijo de Juno, auxiliar de Minerva; luego se
infiere que ésta es la que pertenece a las casadas; pero no queremos que la
imiten en lo que ella hizo con Marte. Otra vez, dicen, volvéis a las fábulas;
mas ¿qué razón o qué justicia es ésta, agraviarse de ,nosotros porque hablamos
de sus dioses y no agraviarse de sus propios cuando tan de buena gana se ponen a
mirar en los teatros como se representan semejantes delitos de sus dioses, y, lo
que es más increíble, si constantemente no se probase con la experiencia que
estos mismos crímenes teatrales de sus dioses se instituyeron en honor de su
divinidad?
CAPITULO XI. De muchos dioses que los maestros y doctores de los paganos
defienden que son un mismo Júpiter
Por más razones y argumentos filosóficos que quieran alegar, jamás podrán
sostener que Júpiter es ya el alma de este mundo corpóreo que llena y mueve toda
esta máquina, fabricada y compuesta de los cuatro elementos o de cuantos
quisieren añadir; con tal que ceda su parte a su hermana y hermanos, ya sea el
Cielo, de modo que tenga abrazada por encima a Juno, que es el aire y tiene
debajo de sí; ya sea todo el Cielo, juntamente con el aire, y fertilice con
fecundas lluvias y semillas la tierra, como a su mujer, y a la misma como a su
madre; supuesto que tan extraña mezcla de parentescos en los dioses no se tiene
por acción criminal; ya porque no sea necesario discurrir particularmente por
todas sus cualidades si es un solo dios, de quien creen algunos habló el poeta
cuando dijo <que Dios se difunde por todas las tierras, por todos los golfos y
senos del mar, y por toda la profunda máquina del Cielo>. Pues bien; el que en
el Cielo es Júpiter; en el aire, Juno; en el mar, Neptuno; en las partes
inferiores del mar, Salacia; en la tierra, Plutón; en la parte inferior de la
tierra, Proserpina; en los domésticos hogares, Vesta en las fraguas de los
herreros, Vulcano; en los astros, el Sol, Luna y Estrellas; en los adivinos,
Apolo; en las mercaderías, Mercurio; en Jano, el que comienza; en Término, el
que acaba; en el tiempo, Saturno; Marte y Belona, en las guerras; Uber, en las
viñas; Ceres, en las mieses; Diana, en las selvas; Minerva, en los ingenios;
finalmente, sea Júpiter también la turba de dioses plebeyos; él sea el que
preside, con el nombre de Libero, a la semilla o virtud generativa de los
varones, y con nombre dc Ubera, a la de las mujeres; él sea Diespiter, el que
lleva a feliz término los nacimientos; él sea la diosa Mena, a quien encargaron
los menstruos de las mujeres; él sea Lucina, a quien invocan las que paren; él
sea el que ayuda a los que nacen, recibiéndolos en el regazo de la tierra, y
llámese Opis, el que en los llantos de las criaturas les abra la boca, y Ilámese
dios Vaticano el que las levante de la tierra, y llámese la diosa Levana; el que
tenga cuenta de las cunas, llámese diosa Cunina; no sea otro sino sea el mismo
en aquellas diosas que dicen su suerte a, los que nacen, y se llaman Carmentes;
tenga cargo de los sucesos fortuitos, y llámese Fortuna; ya representando a la
diosa Ruma, dé leche a las criaturas, porque los antiguos al pecho llamaban
ruma; en la diosa Potina, dé de beber bebida; en la diosa Educa, la comida; del
pavor de los niños llámese Pavencia; de la esperanza que viene, Venilla; del
deleite, Volupia; del acto generativo, Agenoria; de los estímulos con que se
mueve el hombre con exceso al acto sexual llámese la diosa Estímula; sea la
diosa Estrenua haciéndole estrenuo y diligente; Numeria, que le enseñe a numerar
y contar; Camena, a cantar; él sea el dios Conso dándole consejos, los que
particularmente no son adorados, ¿cómo no temen, habiendo aplacado a tan pocos,
vivir teniendo airado contra si a todo el Cielo? Y si adoran y tributan culto a
todas las estrellas, porque están contenidas en Júpiter, a quien reverencian,
con este atajo pudieran en él solo venerar a todos, pues así ninguna se enojara,
pues que, en sólo Júpiter se rogaba a todas, y ninguna era despreciada; mas
adorando a unas se daría justa causa a otras de enojarse por ser adoradas las
cuales son muchas más, sin comparación, mayormente cuando estando ellas
resplandecientes desde su elevado asiento, se les prefiera hasta el mismo Príapo
desnudo y torpemente
armado.
CAPITULO XII. De la opinión de los que pensaron que Dios era el alma del mundo y
que el mundo era el cuerpo de Dios
Y ¿qué diremos del otro absurdo? ¿Acaso no es asunto que debe excitar los
ingenios expertos, y aun a los que no sean muy agudos? En este punto no hay
necesidad de poseer elevada excelencia de ingenio para que, dejada la manía de
porfiar, pueda cualquiera advertir que, si Dios es el alma del mundo, y que
respecto de esta alma el mundo se considera como cuerpo, de suerte que sea un
animal que conste de alma y cuerpo; Y si este dios es un seno de la Naturaleza
que en sí mismo contiene todas las cosas, de modo que de su alma, que vivifica
toda esta máquina, se extraigan y tomen las vidas y almas de todos los
vivientes, conforme a la suerte de cada uno que nace, no puede quedar de modo
alguno cosa que no sea parte de Dios; y si esto es verdad, ¿quién no echa de ver
la gran irreverencia e inconciencia que se sigue de que pisando uno cualquier
cosa haya de pisar y hollar parte de Dios, y que matando cualquier animal haya
de matar parte de Dios? No quiero referir todas las reflexiones que pueden
ocurrir a los que lo consideraren maduramente, y no se pueden indicar sin pudor.
CAPITULO XlII. De los que dicen que sólo los animales racionales son parte del
que es un solo Dios
Y si se obstinan en sostener la errada máxima de que solamente los animales
racionales, como son los hombres, son partes de Dios, no puedo comprender cómo,
si todo el mundo es Dios, separan de sus partes a las bestias. Pero ¿a qué es
necesario porfiar? Del mismo animal, esto es, del hombre, ¿qué mayor
extravagancia pudiera creerse si se intentara defender que azotan parte de Dios
cuando azotan a un muchacho? Pues querer hacer a las partes de Dios lascivas,
perversas, impías y totalmente culpables, ¿quién lo podrá sufrir, sino el que
del todo estuviere loco? Finalmente, ¿para qué se ha de enojar con los que no le
adoran, si sus partes son las que no le veneran? Resta, pues, que digan que
todos los dioses tienen sus peculiares vidas, que cada uno vive de por sí y que,
ninguno de ellos es parte de otro, sino que se deben adorar todos los que pueden
ser conocidos y adorados, porque son tantos, que no todos lo pueden ser, y entre
ellos, como Júpiter preside como rey, entiendo se persuaden que él les fundó y
acrecentó el Imperio romano. Y si este prodigio no le obró esta deidad suprema,
¿cuál será el que creerán pudo emprender obra tan majestuosa estando ocupados
todos los, demás en sus oficios y cargos propios, sin que nadie se entremeta en
el cargo del otro? ¿Luego puede ser que el rey de los dioses propagase y
amplificase el reino de los hombres?
CAPITULO XIV. Que sin razón atribuyen a Júpiter el aumento de los reinos, pues
si, como dicen, la victoria es odiosa, ella sola bastará para este negocio
Pregunto ahora lo primero: ¿por qué también el mismo reino no es algún dios? ¿Y
por qué no lo será así, si la victoria es dios? ¿O qué, necesidad hay de Júpiter
en este asunto si nos favorece la Victoria, la tenemos propicia y siempre acude
en favor de los que quiere que sean vencedores? Con el socorro y favor de esta
diosa, aunque esté quedo e inmóvil Júpiter, y ocupado en otros negocios, ¿qué
naciones no se sujetaran? ¿Qué reinos no se rindieran? ¿Es acaso porque
aborrecen los buenos el pelear con injusta causa, y provocar con voluntaria
guerra por el ansia de dilatar los términos de su Imperio a los vecinos que
están pacíficos y no agravian ni causan perjuicios a sus comarcanos?
Verdaderamente que si así lo sienten, lo apruebo y alabo.
CAPITULO XV. Si conviene a los buenos querer extender su reino
Consideren, pues, con atención, no sea ajeno del proceder de un hombre de bien
el gustar de la grandeza de! reino, porque el ser malos aquellos a quienes se
declaró justamente la guerra sirvió para que creciese el reino, el cual sin duda
fuera pequeño y limitado si la quietud y bondad de los vecinos comarcanos, con
alguna injuria, no provocara contra sí la guerra; pero si permaneciesen con
tanta felicidad las cosas humanas, gozando los hombres con quietud de sus
haberes, todos los reinos fueran pequeños en sus limites, viviendo alegres con
la paz y concordia de sus vecinos, y así hubiera en el mundo muchos reinos de
diferentes naciones, así como hay en Roma infinitas casas compuestas de un
número considerable de ciudadanos; y por eso el suscitar guerras y continuarías,
como el dilatar del reino, sojuzgando gentes y pueblos, a los malos les parece
felicidad y a los buenos necesidad; mas porque sería peor que los malos,
procaces e injuriosos, se enseñoreasen de los buenos y pacíficos, no fuera de
propósito, sino muy al caso, se llama también este trastorno felicidad. Con
todo, seguramente, es dicha más apreciable tener amigo a un buen vecino que
sujetar por fuerza al malo belicoso. Perversos deseos son desear tener odios y
temores, para poder tener triunfos. Luego si sosteniendo juntos guerras, no
impías ni injustas, pudieron los romanos conquistar un Imperio tan dilatado,
¿acaso deben o están obligados a adorar igualmente como a diosa a la injusticia
ajena? Pues observamos que ésta cooperó mucho para conseguir esta grandeza y
posesión vasta del Imperio, en atención a que ella misma formaba malévolos, para
que hubiese con quien sostener justa guerra, y así acrecentar el Imperio; ¿y por
qué motivo no será diosa del mismo modo la maldad, a lo menos de las otras
naciones, si el Pavor, la Palidez y la Fiebre merecieron ser diosas de los
romanos? Así que con estas dos, esto es, con la maldad ajena y con la diosa
Victoria, levantando las causas y ocasiones de la guerra la maldad, y acabándola
con dicho fin la Victoria, creció el Imperio sin hacer nada Júpiter; porque ¿qué
parte pudiera tener aquí Júpiter, supuesto que los sucesos que pudieran
considerarse como beneficios suyos los tienen por dioses, los llaman dioses y
los adoran como dioses, y a éstos llaman e invocan en vez de sus partes? Aunque
pudieran tener aquí alguna parte si él se llamara también reino, como se llama
la otra victoria; y si el reino es don y merced de Júpiter, ¿por qué no ha de
tenerse la victoria por beneficio suyo? Y, sin duda, se tuviera por tal, si
conocieran y adoraran, no a la pedirían en el Capitolio, sino al verdadero Rey
de Reyes y Señor de Señores.
CAPITULO XVI. Cuál fue la causa por que, atribuyendo los romanos a cada cosa y a
cada movimiento su dios, pusieron el templo de la Quietud fuera de las puertas
de Roma
Pero me causa grande admiración el observar que, atribuyendo los romanos su dios
respectivo a cada objeto, y a casi todos los movimientos naturales en
particular, llamando diosa Agenoria a la que los excita a obrar; diosa Estímula
a la que los estimulaba con exceso a obrar desordenadamente; diosa Murcia, a la
que con demasía los dejaba mover y hacía al hombre, como dice Pomponio,
murcidum; esto es, demasiado flojo e inactivo; diosa Estrenía, a la que los
hacía diligentes. A todos estos dioses y diosas les señalaron públicas fiestas;
pero a la que llamaban Quietud, porque concedía quietud y descanso, teniendo su
templo fuera de la puerta Colina, no quisieron recibirla públicamente. Ignoro si
fue esta deliberación indicio seguro de su ánimo inquieto, o si acaso nos
quisieron dar a entender que él que adoraba aquella turba, no de dioses
verdaderos, sino de demonios, no podía gozar de quietud y reposo, a que nos
llama y con vida el verdadero médico, diciendo: «Aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas».
CAPITULO XVII. Pregúntase si, teniendo Júpiter el poder supremo, se debió tener
por diosa a la Victoria
¿Dirán seguramente que Júpiter es quien envía con los mensajes felices a la
diosa Victoria, y que ella, como, obediente al rey de los dioses, va adonde él
se lo manda y allí hace su residencia? Esta particular prerrogativa se dice con
verdad no de aquel Júpiter, a quien según su opinión suponen rey de los dioses,
sino de aquel verdadero rey de los siglos, que envía no la victoria, que no es
sustancia, sino a su ángel, haciendo que venza el que le ama de corazón, cuyo
consejo y altas disposiciones pueden ser ocultas, pero no injustas;, que si la
Victoria es diosa, ¿por qué no es dios también el Triunfo y se une con la
Victoria, como marido, o como hermano, o como hijo? Tales absurdos idearon los
antiguos gentiles, respecto de sus dioses, los cuales si los poetas lo fingieran
y nosotros los reprendiéramos, respondieran que eran ridículas patrañas de los
poetas, y no cualidades que se debían atribuir a los verdaderos dioses. Con
todo, no se reían de sí mismos no digo cuando leían semejantes desatinos en los
poetas, pero ni cuando los adoraban en sus templos; y en tales circunstancias
debieran, pues, suplicar y dirigir sus oraciones a Júpiter en todas sus
necesidades, acudieron a él solo con sus votos y ruegos; porque si la Victoria
es diosa y está subordinada a este rey, no pudiera o no se atreviera a
contradecirle, antes más bien cumplirla exactamente su voluntad.
CAPITULO XVIII. Por qué tuvieron por dioses distintos a la Felicidad y a la
Fortuna
Supuesto que la Felicidad es también diosa, le fue erigido templo, mereció ara,
le dedicaron ceremonias propias; luego debieran adorar a ésta sola, porque donde
ésta se halle, ¿qué bien no habrá? Pero ¿qué significa que del mismo modo tienen
y adoran por diosa la Fortuna? ¿Es, por ventura, una cosa la felicidad y otra la
fortuna? Sin duda, la fortuna puede ser también mala; pero la felicidad, si
fuera mala, no será felicidad; pues ciertamente todos los dioses varones y
hembras (si es que en ellos hay diferencia de sexos) no los debemos tener sino
por buenos. Esto lo enseña Platón y lo enseñan otros filósofos y los más
insignes príncipes de los pueblos. Y como la diosa Fortuna a veces es buena y a
veces es mala, ¿acaso cuando es mala no es diosa, sino que de repente se
convierte en espíritu maligno? ¿Cuántas son estas diosas? Sin duda, cuantos son
los hombres afortunados; esto es, de buena fortuna; porque habiendo otros muchos
juntamente, esto es, en una misma época, de mala fortuna, pregunto: si ella
fuera tal, ¿sería juntamente buena y mala; para esto, una, y para los otros,
otra? O la que es diosa, ¿es acaso siempre buena? Luego de esta manera ella es
la felicidad, y si lo es, ¿para qué las ponen diversos nombres? Pero esto,
dicen, se puede sufrir, porque también acostumbramos llamar a una misma cosa con
diferentes nombres. ¿A qué vienen entonces diversos templos, diversas aras y
sacrificios? Dicen que la causa es porque felicidad es la que tienen los buenos
por sus merecimientos; pero la fortuna que se dice buena viene fortuitamente a
los buenos y a los malos, sin tener en cuenta sus méritos, y por eso se, llama
también fortuna. ¿Cómo es buena la que sin juicio ni discreción viene a los
buenos y a los malos? ¿Y para qué la adoran siendo tan ciega y ofreciéndose a
cada paso a cualquier persona, de modo que por la mayor parte desampara a los
que la adoran y se hace de la parte de los que la desprecian? Y si es que
aprovechan o sacan alguna utilidad los que la tributan culto de manera que ella
los atienda y los ame, y tiene en cuenta los méritos y no viene por acaso.
¿Dónde está, pues, aquella definición de la Fortuna? ¿Y por qué se llamó Fortuna
del caso fortuito? Porque es cierto que no aprovecha el rendirla adoración si es
fortuna; pero si acude a sus devotos, y a los que la reverencian, de modo que
utilizase su influjo, no es fortuna. ¿O es que Júpiter la puede enviar donde
quiera? Entonces adórenle sólo a él; porque no puede resistir a sus mandatos ni
dejar de ir adonde Júpiter quisiere. Pero, en fin, adórenla si quieren los
malos, que no se preocupan de adquirir méritos con que granjear el afecto de la
diosa Felicidad.
CAPITULO XIX. De la Fortuna femenil
Tanto poder atribuyen a esta diosa que llaman Fortuna, que la estatua que la
dedicaron las matronas y se llamó Fortuna femenil refieren que habló y dijo, no
una vez, sino dos, que legítimamente la habían dedicado las matronas, de lo
cual, dado que sea verdad, no hay por qué maravillarnos: porque el engañarnos de
este modo no es difícil a los malignos espíritus, cuyas cautelas debieran éstos
advertir mucho mejor por este ejemplar, viendo que, habló una diosa que socorre
por acaso y no por méritos, supuesto que vino a ser la fortuna parlera y la
felicidad muda, ¿y con qué objeto, sino para que los hombres no cuidasen de
vivir bien, habiendo ganado para sí la Fortuna que los puede hace? dichosos sin
ningún merecimiento suyo? Si la Fortuna había de hablar, por lo menos hablara no
la mujeril, sino la varonil, a fin de que no pareciese que las mismas que habían
dedicado la estatua habían también fingido tan gran portento por la locuacidad
de las mujeres.
CAPITULO XX. De la virtud y fe, a quienes los paganos honraron con templos y
sacrificios, dejándose otras cosas buenas que asimismo debían adorar, si se
concedía rectamente a las otras la divinidad
Hicieron asimismo diosa a la Verdad, y si en realidad lo fuera, debiera ser
preferida a muchas; pero supuesto que no es diosa, sino un don particular de
Dios, pidámosla a Aquel que solamente la puede dar, y desaparecerá como humo
toda la canalla de los dioses falsos. Mas ¿por qué motivo tuvieron por diosa a
la Fe y la dedicaron templo y altar, a quien el que prudentemente lo reconoce,
se convierte a sí mismo en templo y morada para ella? ¿Y de dónde saben ellos
qué cosa sea fe, cuyo primero y principal deber es que se crea en el verdadero
Dios? ¿Y por qué no se contentaron con sola la Virtud? ¿Por ventura no está allí
también la fe, pues observaron que la virtud se divide en cuatro especies:
prudencia, justicia, fortaleza y templanza? Y cómo cada una de éstas tienen sus
especies subalternas, debajo de la justicia está comprendida la fe, y tiene el
primer lugar entre cualquiera de nosotros que sabe lo que es: Justos ex fide
vivit, «que el justo vive por la fe»; pero me admiro de estos que tienen ansia
por aglomerar dioses. ¿Cómo o por qué causa, si la Fe es diosa, agraviaron a
otras diosas sin hacer caso de ellas a quienes asimismo pudieran dedicar templos
y aras? ¿Por qué no mereció ser diosa la templanza, habiendo alcanzado con su
nombre no pequeña gloria algunos príncipes romanos? ¿Por qué razón, finalmente,
no es diosa la fortaleza, la que favoreció a Murcio cuando extendió su diestra
sobre las llamas; la que favoreció a Murcio cuando se arrojó por la defensa de
su patria en un boquerón abierto en la tierra; la que motivó pudieran venerar a
un solo Dios, cuyas partes entienden que favoreció a Decio padre y a Decio hijo
cuando ofrecieron sus vidas a los dioses por salvar el ejército? Si es que había
en todos estos campeones verdadera fortaleza, de lo cual ahora no tratamos, ¿por
qué la prudencia y sabiduría del nombre genérico de la misma virtud se
reverencian y sobreentienden todas? Luego por el mismo motivo pudieran venerar a
un solo Dios, cuyas partes entienden que son todos los demás, y así es, que en
la virtud sola se contienen igualmente la Fe y la Pureza, las cuales, sin
embargo, merecieron se las erigiese altares en sus propios templos.
CAPITULO XXI. Que los que no conocían un solo Dios, por lo menos se debieran
contentar con la virtud y con la felicidad
A estas virtudes de que acabamos de hablar las hizo diosas no la verdad, sino el
capricho humano; pues de hecho son dones del verdadero Dios, no diosas. Con
todo, donde está la virtud y la felicidad, ¿para qué buscan otra causa? ¿Qué le
ha de bastar a quien no le es suficiente la virtud y la felicidad? La virtud
comprende en sí todas las acciones loables que se deben practicar, y la
felicidad todas las que se pueden desear; si porque les concediera éstas
adoraban a Júpiter (que, en efecto, si la grandeza y duración larga del Imperio
es algún bien, pertenece en cierto modo a la felicidad), ¿por qué, pregunto, no
entendieron que eran dones de Dios y no diosas? Y si pensaron que eran
divinidades, a lo menos no debieron buscar la demás turba numerosa de dioses,
pues, considerados atentamente los oficios respectivos de todos ellos, los
cuales fingieron como quisieron, según que a cada uno le pareció, busque si
quieren alguna prerrogativa que pueda conceder algún dios al hombre, mediante la
cual se haya virtuoso y consiga la felicidad. ¿Qué razón había para pedir
doctrina a Mercurio o a Minerva, comprendiéndola toda en sí la virtud? Los
antiguos nos definieron la virtud, diciendo «que era arte de vivir bien y
rectamente», de la cual (como en griego se dice apern la Virtud) se entiende,
que tomaron los latinos su derivación y tradujeron el nombre de arte, y si la
virtud no podía recaer sino en el ingenios, ¿qué necesidad había del dios padre
Cacio para que los hiciera cautos, esto es, agudos, pudiendo desempeñar este
ministerio la felicidad? Porque el nacer uno ingenioso, a la felicidad
pertenece; y así, aunque no pudo ser reverenciada la diosa Felicidad por el que
aún no había nacido para que lisonjeándola en su favor le concediera este don
gratuito, con todo, pudo hacer gracia a sus padres, sus devotos, para que les
naciesen los hijos ingeniosos. ¿Qué necesidad había de que las que estaban de
parto invocasen a Lucina, pues si tenían propicia a la felicidad, no sólo habían
de tener feliz parto, sino también buenos hijos? ¿Qué necesidad había de
encomendar a la diosa Opis las criaturas que nacían; al dios Vaticano las que
lloraban; a la diosa Cunina las que estaban en las cunas; a la diosa Rumina las
que mamaban; al dios Estalino las que se tenían ya en pie; a la diosa Adeona las
que llegaban; a la Abeona las que partían; a la diosa Mente, para que las diera
buena muerte y entendimiento; al dios Volumno y a la diosa Volumna, para que
quisiesen cosas buenas; a los dioses Nupciales, para que las casaran bien; a los
dioses Agrestes, para que los proporcionaran abundantes, Y copiosos frutos, y
principalmente a la misma diosa Fructesea; a Marte y Belona, para que guerreasen
con éxito; a la diosa Victoria, para que venciesen; al dios Honor, para que
fuesen honrados; al dios Esculano y a su hijo Argentino, para que tuviesen
dinero de vellón y plata? Y por eso tuvieron a Esculano por parte de Argentino,
porque primero se principió a usar la moneda de vellón y después la de plata;
pero me admiro que el Argentino no engendrase a Aurino, pues que a poco tiempo
empezó a usarse la de oro; pues si éstos tuvieran por dios a éste, así como
antepusieron a Júpiter Saturno, así también prefieran el Aurino a su padre
Argentino y a su abuelo Esculano. ¿Qué necesidad había por el interés de estos
bienes del cuerpo, o de los del alma, o de los exteriores, de adorar e invocar
tanta multitud de dioses, que ni yo Ios he podido contar todos, ni ellos han
podido proveer ni destinar a todos los bienes humanos, distribuidos menudamente
y a cada uno de por sí, sus imbéciles y particulares dioses, pudiendo con un
atajo importante y fácil conceder todos estos bienes la diosa Felicidad por sí
sola; en cuyo caso, no sólo no buscaran otro alguno para alcanzar los bienes,
pero ni aun para excusar los males? ¿Para qué habían de llamar para aliviar a
los cansados a la diosa Fessonia; para rebatir los enemigos, a la diosa Pelonia;
para cuidar a los enfermos, al médico Apolo o Esculapio, o a ambos juntos,
cuando hubiese mucho peligro? ¿Qué falta les haría implorar el favor del dios
Epinense para que les arrancase las espinas o abrojos del campo, ni a la diosa
Rubigo para que no se les aneblasen las mieses, estando la Felicidad sola
presente, con cuyo auxilio no se ofrecerían males algunos, o fácilmente se
evitarían? Finalmente, puesto que hablamos de estas dos diosas, Virtud y
Felicidad, si ésta es premio de la virtud, no es diosa, sino don de Dios, y si
es diosa, ¿por qué no diremos que también ella da virtud, ya que el conseguirla
es una inestimable felicidad?
CAPITULO XXII. De la ciencia del culto de los dioses, la cual se gloria Varrón
haberla el enseñado a los romanos
¿Cómo se atreve a vender Varrón por un beneficio muy apreciable a sus ciudadanos
no sólo el darles cuenta de los dioses a quienes deben venerar los romanos, sino
el enseñarlos también lo que pertenece a cada uno? Así como, dice, no aprovecha
que sepan los hombres el nombre y circunstancias de un médico si no saben que es
médico, así, dice, no aprovecha saber que es dios Esculapio, sin saber asimismo
que ayuda a recobrar la salud, y por esto ignoras lo que debes pedir. Esta misma
doctrina enseña con otra semejante muy a propósito, diciendo que no sólo ninguno
puede vivir acomodadamente, pero que ni absolutamente puede vivir si no sabe
quién es el carpintero, quién el pintor, quién el albañil a quien pueda pedir lo
que necesita de su oficio, de quien pueda ayudarse para que le encamine y le
enseñe lo que hubiere de hacer, y de este mismo modo nadie duda que es útil el
conocimiento de los dioses, si supiere la facultad o poder que cada dios tiene
sobre cada cosa; «porque de esta investigación resultarán el que podamos, dice,
saber a qué dios debemos llamar e invocar para cada cosa, y no ejecutaremos lo
que acostumbraban los bufones de las comedias pidiendo el agua a Baco y a las
ninfas el vino». Grande utilidad, por cierto, ¿y quién no se lo agradecería a
este sabio escritor si enseñara la verdad y manifestara con expresiones
sencillas y concluyentes el modo como debían los hombres reverenciar a un solo
Dios verdadero, de quien proceden todos los bienes?
CAPITULO XXIII. De la Felicidad, a quien los romanos, con tener a muchos dioses,
en mucho tiempo no adoraron con culto divino, siendo ella sola bastante en lugar
de todos
Pero, volviendo a lo que íbamos hablando, si sus libros y los puntos tocantes a
su religión son verdaderos, y la Felicidad es diosa, ¿por qué no crearon a ésta
sola por divinidad, supuesto que todo podría concederlo, y sin dificultad hacer
a cualquiera dichoso? ¿Quién hay, por acaso, que desee alcanzar alguna cosa por
otro fin que por ser feliz y dichoso? ¿Por qué, finalmente, después de tantos
príncipes romanos, vino Lúculo a dedicar templo, tan tarde, a una diosa tan
célebre y poderosa? ¿Por qué razón el mismo Rómulo, ya que deseaba fundar una
ciudad feliz, no edificó, antes que a otro, a ésta un templo? ¿Y para qué
suplicó gracia alguna a los demás dioses, pues nada le faltaría si tuviese sólo
a ésta propicia? Porque ni él fuera en sus principios rey ni, según ellos lo
predican, después dios, si no hubiera tenido a está diosa por su favorita. ¿Para
qué dio Rómulo por dioses a Jano, Júpiter, Marte, Pico, Fauno, Tiberino,
Hércules, si hay otros? ¿Para qué Tito Tacio les añadió a Saturno, Opis, el Sol,
la Luna, Vulcano, la Luz y los demás que aumentó, entre los cuales puso a la
diosa Cloacina, si para nada valen dejándose a la Felicidad? ¿Para qué añadió
Numa tantos dioses y tantas diosas si no hizo caso de ésta? ¿Es, por ventura,
porque entre tanta turba no la vio? El rey Hostilio tampoco hubiera introducido
nuevamente por dioses para tenerlos propicios al pavor y a la palidez si se
conociera y adorara a esta diosa, porque en presencia de la Felicidad todo pavor
y palidez se ausentaron, no por, haberlos aplacado, sino que, contra su
voluntad, se marcharan. Y asimismo, ¿qué diremos fue el motivo de que, no
obstante haberse extendido por diferentes provincias la dominación romana, sin
embargo, todavía ninguno adoraba a la Felicidad? ¿Diremos, acaso, que por esto
fue el Imperio más grande y feliz? Mas ¿cómo podría haber verdadera felicidad
donde no había verdadera piedad y religión?, puesto que la piedad es el culto
del verdadero Dios, y no el culto de los dioses falsos, que son tan dioses como
demonios; con todo, aun después de haber recibido ya en el número sus falsos
dioses a la Felicidad, sobrevino poco después aquella terrible infelicidad
causada de las guerras civiles. ¿Diremos, acaso, que el motivo de esta
catástrofe dimanó de haberse enojado con justa causa la Felicidad por haberla
convidado tan tarde y por no honrarla, sino para afrentarla, con especialidad
viendo que juntamente con ella tributaban rendidos cultos a Príapo y a Cloacina,
al Pavor y a la Palidez, a la Fiebre y a los demás, no dioses que se debían
adorar, sino vicios de los que adoraban? Finalmente, si les pareció conveniente
venerar a una tan célebre diosa en compañía de una turba tan infame, ¿por qué
siquiera no la adoraban y reverenciaban con más solemnidad que a los otros?
¿Quién ha de sufrir que no colocasen a la Felicidad ni aun entre los dioses
Cosentes, que dicen asisten al consejo de Júpiter, ni entre los dioses que
llaman Sabetos, dedicándola algún templo que, por la excelencia del lugar y la
majestad del edificio, fuera preeminente? ¿Y por qué no debía ser más suntuoso
que el del mismo Júpiter? ¿Pues quién dio el reino a Júpiter, sino la Felicidad?
Si, pero fue feliz cuando reinó, y mejor es, sin duda, la felicidad que el
reino, porque es infalible que fácilmente hallaréis quien rehúse ser rey, pero
no hallaréis ninguno que no quiera ser feliz; luego si consultaran a los mismos
dioses, por vía de prestigio o agüeros, o de cualquier otro modo que éstos
entienden que pueden ser consultados, si, por ventura, querían ceder su lugar a
la Felicidad, aun en el caso que el paraje donde hubiese de erigirse a la
Felicidad su mayor y más suntuoso templo estuviese ocupado con algunos templos y
altares de otros dioses, hasta el mismo Júpiter cediera el suyo a la Felicidad y
señalara la misma cumbre del monte Capitolino, lo que ninguno contradijera si no
opusiera a la Felicidad, sino lo que es imposible, el que, quisiese ser infeliz.
Es evidente que si se lo preguntaran a Júpiter, no practicara, lo que hicieron
con él los dioses Marte, Término y Juventas, que no quisieron de modo alguno
cederle su lugar, no obstante ser el mayor y su rey; pues, según refieren sus
historias, queriendo el rey Tarquino fabricar el Capitolio y observando que el
paraje que le parecía más digno y acomodado, le tenían ya ocupado algunos dioses
extraños, no atreviéndose a deliberar cosa alguna contra la voluntad de éstos, y
creyendo que de su voluntad, gustosamente, cederían el lugar a un dios tan
grande y que era su príncipe (por haber copiosa abundancia de ellos en el
Capitolio), tomando su agüero procuró saber por el oráculo si querían conceder
el lugar a Júpiter, y todos convinieron en desocuparle a excepción de los
referidos Marte, Término y Juventas; por esta causa se dispuso la fábrica del
Capitolio de tal modo, que quedaron igualmente dentro de él estos tres tan
desconocidos y con señales tan oscuras, que apenas lo sabían hombres doctísimos;
así que en ninguna manera despreciara Júpiter a la Felicidad, como a él le
despreciaron Marte, Término y Juventas; y aun estos mismos que no cedieron a
Júpiter, sin duda que cedieran su lugar a la Felicidad que les dio por rey a
Júpiter, o si no se le dejaran no lo hicieran por menosprecio, sino porque
quisieran más ser desconocidos en casa de la Felicidad que ser sin ella ilustres
en sus propios lugares. Y así, colocada la Felicidad en un lugar tan alto y
eminente, supieran todos los ciudadanos adónde habían de acudir en busca de
ayuda y favor para el cumplimiento de todos sus buenos deseos. Conducidos de la
misma Naturaleza, sin hacer caso de la muchedumbre superflua de los demás
dioses, adoraran a sola la Felicidad; a ella sólo fueran las rogativas, sólo su
templo frecuentaran los ciudadanos que quisiesen ser felices, y no habría uno
solo que no lo quisiera hacer. Ella misma fuera a la que los hombres dirigieran
sus plegarias, ella sola a la que implorasen y rogasen entre todos los dioses, y
aun estos mismos; porque ¿quién hay que quiera alcanzar alguna gracia de un
dios, sino la felicidad, o lo que piensa que importa para la felicidad? Por
tanto, si la Felicidad tiene en su mano el comunicarse a la persona que quisiere
(y tiénelo, sin duda, si es diosa), ¿qué ignorancia tan crasa es pedirla a otro
dios, pudiéndola alcanzar de ella propia? Luego debieran estimar a esta diosa
sobre todos los dioses, honrándola también con darla el mejor lugar; porque,
según se lee en sus historias, los antiguos romanos tributaron adoraciones a no
sé qué Sunmiano, a quien atribuían el descenso de los rayos que calan de noche,
aunque con más religiosidad que a Júpiter, a quien pertenecía la dirección de
los rayos que caían de día; pero después que edificaron a Júpiter aquel templo
más magnífico y suntuoso por su excelencia y majestad, acudió a él tal multitud
de gentes, que apenas se halla ya quien se acuerde siquiera de haber leído el
nombre de Sunmiano, el cual no se oye ya en boca de alguno. Y si la Felicidad no
es diosa, como es cierto, porque es don de Dios, búsquese a aquel Dios que nos
la pueda dar, y dejen la multitud prejuiciosa de los falsos dioses, la cual
sigue la ilusa turba de los hombres ignorantes, haciendo sus dioses a los dones
de Dios, ofendiendo con la obstinación de su arrogante y pervertida voluntad al
mismo de quien es peculiar la distribución de estos dones; porque no le puede
faltar infelicidad al que reverencia a la felicidad como diosa y deja a Dios,
dador y dispensador de la verdadera felicidad; así como no puede carecer de
hambre el que lame pan pintado y no lo pide al que lo tiene verdadero y puede
darlo.
CAPITULO XXIV. Cómo defienden los paganos el adorar por dioses a los mismos
dones de Dios
Pero quiero que veamos y consideremos sus razones: ¿Tan necios, dicen, hemos de
creer que fueron nuestros antepasados, que no entendieron que estas cosas eran
dones y beneficios di-vinos y no dioses? Sino que, como sabían que semejantes
gracias nadie las conseguía si no es concediéndolas algún dios a los dioses,
cuyos nombres ignoraban, les ponían el nombre de los objetos y cosas que veían
que ellos daban, sacando de allí algunos nombres. Como de bello dijeron Belona,
y no bellum; de las cunas, Cunina, y no cuna; de las segetes o mieses, Segecia,
y no seges; de las pomas o manzanas Pomona, y no pomo; de los bueyes Bubona, y
no buey, o también, sin alterar ni la palabra, sino denominándolas con sus
propios nombres, como Pecunia se dijo de la diosa que da el dinero, sin tener de
ningún modo por dios a la misma pecunia; así se llamó Virtud la que concede la
virtud; Honor, el que da la honra; Concordia, la que da concordia; Victoria, la
que da victoria; y por eso dicen que cuando llaman diosa a la Felicidad no se
atiende a la que se da, sino al dios que la da. Con esta razón que nos han
suministrado, con mayor facilidad persuadiremos a los que no fueren de ánimos
demasiado obstinados.
CAPITULO XXV. Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa,
con todo, se ve que es dador de la felicidad
Pero si ya echó de ver la humana flaqueza que la felicidad no la podía conceder
sino algún dios, sintiendo esto mismo los hombres que adoraban tanta multitud de
dioses, y entre ellos al mismo Júpiter, rey de los dioses, porque ignoraban el
nombre del que concedía la felicidad, por eso quisieron llamarle con el nombre
peculiar de la gracia que entendían que daba; luego suficientemente nos dan a
entender que ni aun el mismo Júpiter, a quien ya adoraban, les podía dar la
felicidad, sino aquel a quien con el nombre de la misma felicidad les parecía
que se debía adorar; y apruebo, ciertamente, lo que ellos creyeron, que daba la
felicidad un dios a quien no conocían; luego busquen a éste, adórenle; éste
basta. Repudien el orgullo y tráfico de innumerables demonios; no baste este
dios a quien no le basta su don; a aquél, digo, no le baste, para que adore y
reverencie al Dios dador de felicidad, a quien no le basta ni satisface la misma
felicidad; pero al que le es suficiente (pues que no tiene el hombre objeto que
deba desear más) sirva a un solo Dios dador de la felicidad. No es éste el que
ellos llaman Júpiter, porque si le reconocieran a éste por dispensador de la
felicidad, sin duda que no buscaran otro u otra del nombre de la misma felicidad
que les concediera esta particular gracia, ni fueran de parecer que debían
adorar al mismo Júpiter por sus muchas maldades.
CAPITULO XXVI. De los fuegos escénicos que pidieron los dioses a los que los
adoraban
Pero «crímenes tan obscenos los finge Homero -dice Tulio-, así como las acciones
humanas que transfirió, a los dioses, y yo quisiera más que trasladara las
divinas a nosotros». Con razón desagradó a tan eximio orador y filósofo la
relación del poeta, porque en ella no hizo más que suponer, falsamente, culpas y
crímenes de los dioses; mas ¿por qué causa celebra los juegos escénicos, donde
estos delitos se cantan y representan en honor de los dioses, y los más doctos
entre ellos los colocan entre los ritos tocantes al culto divino? Aquí pudiera
clamar Cicerón no contra las ficciones de los poetas, sino contra las costumbres
de sus mayores. ¿Pero, acaso, no debían exclamar también ellos en su defensa,
diciendo en qué hemos pecado nosotros? Los mismos dioses nos pidieron que
hiciéramos estos juegos en honra suya; rigurosamente nos lo mandaron, y nos
amenazaron con terribles calamidades si no los ejecutábamos, y porque por
accidentes extraordinarios omitimos alguna particularidad de ellos, o los
suspendimos algún tiempo, nos castigaron severamente, y porque practicamos lo
que dejamos de hacer por breves instantes, se mostraron contentos y apiadados.
Entre sus virtudes y hechos maravillosos se refiere el siguiente: Dijéronle en
sueños a Tiro Latino, labrador romano, padre de familia, fuese y avisase al
Senado que volviesen a celebrar de nuevo los juegos romanos. El primer día en
que debían hacerlos sacaron al suplicio a un malhechor en presencia del pueblo
romano, y como pretendían realmente los dioses lograr un completo júbilo y
regocijo en los juegos, les ofendió la triste y rigurosa justicia pública; y
como el que había sido advertido en sueños no se atrevió al día siguiente a
ejecutar lo que le mandaron, la segunda noche le volvieron a prevenir lo mismo
con más rigor, y perdió la vida su hijo mayor, porque no lo practicó; la tercera
noche le dijeron que le amenazaba aún mayor castigo si no ejecutaba la orden; y
no atreviéndose, a pesar de la cruel amenaza, cayó enfermo con un mal terrible y
maligno; entonces, por consejo de sus amigos, dio, al fin, cuenta a los
senadores, haciéndose conducir en una litera al Senado; y luego que declaró su
misterioso sueño, recobró inmediatamente la salud, volviéndose a pie, sano y
bueno, a su casa. Atónito el Senado con tan estupendo portento, mandó, que se
volviesen a celebrar los juegos, gastando en ellos cuatro veces mayor cantidad
de la acostumbrada. ¿Qué hombre juicioso y sensato habrá que no advierta cómo
los hombres sujetos a los infernales espíritus (de cuyo poderío no los puede
librar otro que la gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro) fueron forzados
a hacer en honor de estos dioses acciones que con justa razón se podían tener
por torpes? Porque en los juegos escénicos es notorio se celebran las culpas y
ficciones poéticas de los dioses, los cuales se renovaron por orden del Senado,
habiéndole apremiado a ello los dioses. En tales fiestas, los obscenos y
deshonestos farsantes cantaban, representaban y aplacaban a Júpiter de un modo
extraordinario, manifestando claramente cómo era un profanador y corruptor de la
honestidad. Si los sucesos reiterados en el teatro eran fingidos, enojárase en
hora buena; pero si se holgaba y lisonjeaba de sus crímenes supuestos, ¿cómo
había de ser reverenciado si no sirviendo al demonio? ¿Es posible que había de
fundar, dilatar y conservar el Imperio romano este hombre, el más abatido e
infame, que cualquier romano a quien no agradaran ciertamente semejantes
torpezas? ¿Y había de dar la felicidad el que tan infelizmente se hacía venerar
y si así no le reverenciaban, se enojaba en extremo?
CAPITULO XXVII. De tres géneros de dioses de que habló el pontífice Escévola
Refieren las historias que el doctísimo pontífice Escévola trató de tres géneros
de dioses, de los cuales, el uno introdujeron los poetas, otro los filósofos y
el tercero algunos príncipes de la ciudad. El primero dice que es una patraña,
porque suponen muchas operaciones indignas del carácter de los dioses. El
segundo, que no conviene a las ciudades, porque tiene algunas cosas superfluas,
y otras también que nos conviene las sepa el pueblo: lo superfluo no es ahora
tan digno de tenerse en cuenta, pues aun entre los doctos se suele decir que lo
superfluo no daña; pero ¿cuáles son aquellas particularidades que, publicadas,
dañan al vulgo? El saber que Hércules, Esculapio, Cástor y Pólux no son dioses,
pues escriben los doctos que fueron hombres, y que murieron como hombres; y ¿qué
más?, que de los que son realmente dioses no tienen las ciudades verdaderas
imágenes, porque el que es verdadero Dios no tiene sexo, ni edad, ni ciertos y
determinados miembros del cuerpo. Esto no quiere el pontífice que lo sepa el
pueblo, porque no las tiene por falsas; luego opinó es bueno que sean engañadas
las ciudades en materia de religión. Lo cual no duda afirmar el mismo Varrón en
los libros de las cosas divinas. ¡Graciosa religión para que acuda a ella el
enfermo en busca de su remedio, e indagando él la verdad para librarse, creamos
que le está bien el engañarse en las mismas historias! No se omite tampoco la
razón por qué Escévola no admite el género poético de los dioses, y es porque de
tal manera afean y desfiguran a los dioses, que ni siquiera se pueden comparar a
los hombres de bien, haciendo al uno ladrón y al otro adúltero. Y del mismo modo
hacen que digan o hagan algunas cosas fuera de su orden natural, torpe y
neciamente, publicando que tres diosas compitieron entre sí sobre quién llevaría
el premio de la hermosura, y que las dos, por haber sido vencidas por Venus,
destruyeron a Troya; que las diosas se casan con los hombres; que Saturno se
comía a sus hijos; en fin, que no se puede fingir engaño alguno sobre horrendos
monstruos o vicios que no se halle allí; todo lo cual es muy ajeno a la
naturaleza de los dioses. ¡Oh Escévola, pontífice máximo! Destierra los juegos,
si puedes; manda al pueblo que no haga tales honores a los dioses inmortales,
con los que se deleite en admirarse de las culpas y delitos de los dioses, y se
le antoja de imitar lo que es posible y fácil, y si te respondiere el pueblo:
«Vosotros, pontífices, nos enseñasteis esta doctrina», acude y ruega a los
mismos dioses, por cuya sugestión lo mandaste, que ordene no se ejecuten
semejantes fiestas por ellos; las cuales, si son malas, por la misma razón en
ninguna conformidad es justo que se crean de la majestad de los dioses; pues
mayor injuria es la que se hace a éstos suponiendo libremente y sin temor
semejantes abominaciones de ellos, pero no te oirán, son demonios, enseñan
máximas perversas, gustan de torpezas, no sólo no las tienen por injuria cuando
fingen de ellos estas liviandades, sino que no pueden sufrir de modo alguno la
contumelia que reciben cuando estas torpezas no se representan en sus
solemnidades. Ya, pues, si de estos juegos os quejaseis a Júpiter, especialmente
por razón de que en ellos se representa la mayor parte de sus culpas y horrendos
crímenes, acaso, aunque tengáis y confeséis a Júpiter por persona que rige y
gobierna todo este mundo, por el mismo hecho de meterle vosotros entre la turba
de los otros y adorarle juntamente con ellos y decir que es su reino, le hacéis
una notable injuria.
CAPITULO XXVIII. Si para alcanzar y dilatar el Imperio les aprovechó a los
romanos el culto de sus dioses
Luego de ningún modo semejantes dioses como éstos que se aplacan; o, por mejor
decir, se infaman con tales honores, que es mayor culpa el gastar de ellos
siendo falsos que si se dijeran de ellos con verdad; de ningún modo, digo, estos
dioses pudieron acrecentar y conservar el Imperio romano; porque si pudieran
hacerlo, dispensaran antes esta gracia tan particular a los griegos, quienes en
iguales solemnidades divinas, esto es, en los juegos escénicos, los honraron con
mucho más respeto y más dignamente, supuesto que ni aun a si propios se
eximieron de la mordaz crítica de los poetas con que veían afrentar a los
dioses, concediéndoles permiso para que trataren mal a quien se les antojase, y
a los mismos actores no los tuvieron por personas abominables ni infames, antes
los estimaron por beneméritos dignos de grandes honras y dignidades. Con todo,
así como los romanos, pudieron tener la moneda de oro, aunque no veneraran al
dios Aurino, y así como pudieron tener la de plata y la de bronce, aunque no
tuvieran a Argentino ni a su padre, Esculano, y de este modo todo lo demás cuya
narración fastidia, así también, aunque por ningún titulo pudieran tener el
Imperio contra la voluntad del verdadero Dios, sin embargo, aun cuando ignoraran
o vilipendiaran a estos dioses falsos, conocieran o veneraran a Aquel uno y solo
con fe sincera y buenas costumbres, y no sólo gozaran en la tierra de un reino
mucho más apreciable, cualquiera que fuese, grande o pequeño, sino que después
de éste alcanzaran el eterno, ya le tuvieran aquí o no le tuvieran.
CAPITULO XXIX. De la falsedad del agüero que pareció haber pronosticado la
fortaleza y estabilidad del imperio romano
¿Y qué fue lo que dicen haber sido un maravilloso agüero? Digo lo que referí
poco antes: que Marte, Término y Juventas no quisieron ceder su lugar a Júpiter,
rey de los dioses, porque con esto, dicen, pronosticaron que la nación Marcial,
esto es, los romanos, a nadie habían de ceder el lugar que ocupasen; que ninguno
había de mudar los términos y límites romanos por respeto al dios Término, y que
la juventud romana, por la diosa Juventas, a nadie había de ceder en valor y
constancia. Advertían, pues, el aprecio en que tenían al rey de sus dioses y
dador de su reino, supuesto que le oponían tales agüeros, teniendo por presagio
muy favorable el que no se le hubiera cedido el lugar preeminente; aunque si
esto es cierto, nada tienen que temer, ya que no han de confesar ingenuamente
que sus dioses, que no quisieron ceder a Júpiter, cedieron por necesidad a
Cristo, puesto que sin detrimento ni menoscabo de los límites del Imperio
pudieron ceder al Salvador los lugares en donde residían, y, principalmente, los
corazones de los fieles. No obstante, antes que Cristo viniese, al mundo en
carne mortal; antes, en fin, que se escribiesen estos sucesos que referimos y
citamos de sus libros, y después que en tiempo de Tarquino tuvieron aquel
agüero, fue derrotado en distintas ocasiones el ejército romano; esto es, le
hicieron huir, y demostró ser falso el agüero que aquella juventud no había
cedido a Júpiter; la gente marcial, vencida por los galos, fue atropellada y
degollada dentro de la misma Roma y los límites del Imperio, pasándose muchas
ciudades al partido de Aníbal, se encogieron y estrecharon grandemente. Así
salieron vanos sus admirables agüeros, y quedó contra Júpiter la contumacia, no
de los dioses, sino de los demonios, porque una cosa es no haber cedido, y otra
el haber vuelto al lugar desde donde habían cedido, aunque también después. en
las provincias del Oriente se mudaron los límites del Imperio romano,
queriéndolo así el emperador Adriano. Este concedió graciosamente al Imperio de
los persas tres hermosas provincias: Armenia, Mesopotamia. y Asiria, de suerte
que el dios Término, que, según éstos, defendía los límites romanos, y que por
aquel admirable agüero no cedió su lugar a Júpiter, parece que temió más a
Adriano, rey de los hombres, que al rey de los dioses; y habiéndose recobrado en
esta época estas provincias, casi en nuestros tiempos retrocedieron nuevamente
los límites, cuando el emperador Juliano, dado a los oráculos de aquellos
dioses, con demasiado atrevimiento mandó quemar las naves en que se llevaban los
bastimentos, con cuya falta el ejército, habiendo muerto luego el emperador de
una herida que le dieron los enemigos, vino a padecer tanta necesidad, que fuera
imposible escapar nadie, viéndose acometidos por todas partes, y los soldados,
turbados con la muerte de su general, si por medio de la paz no se pusieran los
límites del Imperio donde hoy perseveran, aunque no con tanto menoscabo como los
concedió Adriano; pero fijos, en efecto, por medio de un tratado amistoso.
Luego, con vano agüero, el dios Término no cedió a Júpiter, pues cedió a la
voluntad de Adriano; cedió a la temeridad de Juliano y a la necesidad de
Joviano. Bien advirtieron estos lances los romanos más inteligentes y graves;
pero eran poco poderosos para rebatir las inveteradas y corrompidas costumbres
de una ciudad que estaba ligada con los ritos y ceremonias de los demonios, y
ellos, aunque entendían que todo aquello era vanidad, eran de opinión que se
debía tributar el culto divino que se debe a Dios, a la Naturaleza criada, que
está sujeta a la, providencia e imperio de un solo Dios verdadero; sirviendo,
como dice el Apóstol, «antes a la criatura que, al Criador, que es bendito para
siempre». El auxilio de este Dios verdadero era necesario para que nos enviara
varones santos y verdaderamente píos que murieran por la verdadera religión, a
fin de que se desterrara de entre los que viven y siguen la falsa.
CAPITULO XXX. Qué opinan los gentiles de los dioses que adoran
Cicerón, siendo miembro del Colegio de Augures o Adivinos, se burla de los
agüeros y reprende a los que disponen el método y régimen de su vida por las
voces del cuervo y de la corneja. Pero éste académico, que sostiene que todas
las cosas son inciertas, no merece crédito ni autoridad alguna en está materia.
En sus libros, y en el segundo, De la naturaleza de los dioses, disputa en
persona de Quinto Lucio Balbo, y aunque admite tas supersticiones que se derivan
de la naturaleza de las cosas, como las físicas y filosóficas, con todo,
reprueba la institución de los simulacros o ídolos y las opiniones falsas,
diciendo de este modo: «¿Veis cómo de las cosas físicas que descubrieron y
hallaron los hombres con utilidad y provecho de la humana sociedad tomaron
ocasión para fingir e inventar dioses fabulosos? Lo cual fue motivo de formarse
muchas opiniones falsas, de errores turbulentos y de supersticiones casi propias
de viejas; porque conocemos la fisonomía de los dioses, su edad, vestido y
ornato, y asimismo el sexo, los casamientos, parentescos y todo ello reducido al
modo y talle de nuestra humana flaqueza, pues nos lo introducen con ánimos
perturbados; conocemos, asimismo, los apetitos de los dioses, sus melancolías. y
enojos, ni estuvieron exentos (según refieren las fábulas) de disensiones y
guerras, no sólo, como vemos en Homero, cuando los dioses, unos favoreciendo una
facción y otros la otra, ayudaban a dos ejércitos contrarios, sino también
cuando sostuvieron sus propias guerras, como las que tuvieron con los titanes o
gigantes. Estas particularidades no sólo se dicen, sino que se creen muy
neciamente, y en realidad no son más que sofismas llenos de vanidad y de suma
liviandad.» Y ved aquí, entretanto, palpable lo que confiesan los que defienden
a los dioses de los gentiles; pues cuando añade después que esta doctrina
pertenece a la superstición, y aun a la religión que él parece enseña, según los
estoicos, «porque no sólo los filósofos, dicen, sino también nuestros
antepasados, distinguieron la superstición de la religión, en atención a que
todo el día rezaban y sacrificaban para que les sobreviviesen sus hijos
supérstites, por lo cual los llamamos supersticiosos». ¿Quién no advierte que
Cicerón procura aquí, por temor de no contravenir al uso y costumbre de su
ciudad, alabar la religión de sus mayores, y queriéndola distinguir de la
superstición no halla medio para poderlo hacer? Porque silos progenitores
llamaron supersticiosos a los que todo el día rezaban y sacrificaban, ¿acaso no
los denominaron así los que idearon, no sin reprenderlo aquél, las estatuas de
los dioses, de diferente edad, vestido, sexo, sus casamientos y parentescos?
Estas preocupaciones, sin duda, cuando se reprenden como supersticiosas, la
misma culpa comprende a los antepasados, que establecieron y adoraron semejantes
estatuas, que a él mismo, que por más que procurar con el sacrificio de su
elocuencia desenvolverse y librarse de ella, con todo, le era necesario
tributarles culto, por no exponerse a los rigores de un pueblo iluso; ni tampoco
lo que dice aquí Cicerón y defiende con tanta energía se atreviera a mentarlo,
perorando delante del pueblo. Demos, pues, los cristianos gracias a Dios nuestro
Señor, no al cielo ni a la tierra, como éste enseña, sino al que hizo el cielo y
la tierra, de que estas supersticiones, que este Balbo como balbuciente apenas
reprende, las derribó por la elevada humildad de Cristo, por la predicación de
los Apóstoles, por la fe de los mártires, que mueren por la verdad y viven con
ella, las derribó, digo, y desterró no sólo de los corazones religiosos, sino de
los templos supersticiosos, con libre servidumbre de los suyos.
CAPITULO XXXI. De las opiniones de Varrón, que, aunque reprueba la persuasión
que tenía el pueblo, y no llega a alcanzar la noticia del verdadero Dios, con
todo, es de parecer que se debía adorar un solo Dios
Pues qué, el mismo Varrón (de quien nos pesa que haya colocado entre los asuntos
de la religión los juegos escénicos, aunque esto no fuese de su dictamen, pues
en muchos lugares, como religioso, exhorta al culto de los dioses), ¿acaso no
confiesa que no sigue por parecer propio las cosas que refiere instituyó la
ciudad de Roma acerca de este punto, de modo que no duda decir que, si él
fundara de nuevo aquella ciudad, dedicara los dioses y los nombres de éstos
según la fábula de su naturaleza? Pero dice que le precisa seguir como estaba
recibida por los antiguos en el pueblo viejo, la historia de sus nombres y
sobrenombres, así como elles nos la dejaron, y escribir y examinarlos
atentamente, llevando la mira y procurando que el vulgo se incline antes a
reverenciarlos que a menospreciarlos; con las cuales palabras este hombre
indiscreto, bastantemente nos da a entender que no declara todo lo que él solo
despreciaba, sino lo que parecía que había de vilipendiar el mismo vulgo, si no
lo pasase en silencio. Pareciera esto, hablando de las religiones, no dijera
claramente que muchas cosas hay verdaderas que no sólo no es útil que las sepa
el vulgo, sino también, dado que sean falsas, es conveniente que el pueblo lo
entienda de otra manera; y por esto los griegos ocultaron con silencio y entre
paredes sus mayores secretos y misterios. Aquí realmente nos descubrió toda la
traza de los presumidos de sabios, por quienes se gobiernan las ciudades y los
pueblos, aunque de estas seducciones y estos maravillosos gustan los malignos
demonios pues igualmente están en posesión de los seductores y de los seducidos,
y de su posesión y dominio no hay quien los pueda librar, sino, es la gracia de
Dios por Jesucristo Señor nuestro. Dice también el mismo sabio y discreto autor
que es Dios los que creyeron era un espíritu, que con movimiento y discurso
gobierna: el mundo; con cuyo sentir, aunque no alcanzó un conocimiento exacto y
genuino de la verdad (porque el Dios verdadero no es precisamente el alma del
mundo, sino más bien el Criador y Hacedor de este espíritu), con todo, si
pudiera eximirse de las opiniones que estaban ya tan recibidas por la costumbre,
confesara y persuadiera eficazmente que se debía adorar a un solo Dios, que con
movimiento y razón el Universo; de modo que sobre este punto sólo quedara con la
indecisa la cuestión y duda en cuanto que es espíritu, y no como debiera decir,
Criador del alma.
Dice asimismo que los antiguos romanos, por más de ciento
setenta años, adoraron y veneraron a los dioses sin estatuas; y «si esto, añade,
perseverara todavía, con más castidad y santidad se reverenciaran los dioses», Y
en apoyo de su parecer cita, entre otros, por testigo la nación de los judíos,
no dudando de concluir su discurso diciendo: «Que los primeros que introdujeron
en el pueblo las estatuas de los dioses quitaron el miedo a los ciudadanos y los
indujeron a nuevos errores»; advirtiendo, como prudente, que fácilmente podía
despreciar a los dioses por la imperfección de sus imágenes; al decir no sólo
que enseñaron errores, sino que les indujeron, quiere dar a entender ciertamente
que también sin las estatuas, había ya errores. Por eso, cuando dice que sólo
acertaron a indicar lo que era Dios los que se persuadieron era el alma que
gobernaba el mundo, y es de parecer que más casta y santamente se guarda la
religión sin estatuas, ¿quién no advierte cuánto se aproximó al conocimiento de
la verdad? Porque si se atreviera a oponerse a un error tan antiguo, sin duda
que diría: lo uno que había un solo Dios, por cuya providencia creía que se
gobernaba el mundo! y lo otro que éste debía adorarse sin representación
sensible Y así, hallándose tan cercano a las primeras nociones de la verdadera
religión, acaso cayera fácilmente en la cuenta, opinando que el alma era
mudable, para de este modo poder entender que Dios verdadero era una naturaleza
inmutable que había criado asimismo a la misma alma. Y siendo esto cierto, todas
las vanidades ilusorias de muchos dioses, de que semejantes autores han hecho
mención en sus libros, más han sido obligados por ocultos juicios de Dios a
confesarías como son que procurando persuadirlas. Cuando citamos algunos
testimonios de éstos, los alegamos para convencer a esos que no quieren advertir
de cuán terrible y maligna potestad de los espíritus infernales nos libra el
incruento sacrificio de la sangre santísima que por nosotros se derramó y el don
y gracia del espíritu que por él se nos comunica.
CAPITULO XXXII. Con qué pretexto quisieron los príncipes gentiles que
perseverasen entre sus vasallos las falsas religiones
Dice también que por lo que se refiere a las generaciones de los dioses, el
pueblo se inclinó más a la autoridad de los poetas que a la de los físicos, y
que por lo mismo sus antepasados, esto es, los antiguos romanos, creyeron como
indudable el sexo y generaciones de los dioses, y creyeron que entre ellos habla
también casamientos; lo cual, ciertamente, parece que no lo hicieran si no fuera
porque el empeño y principal pretensión de los prudentes y sabios del siglo fue
engañar al pueblo su color de religión, y en esto mismo no sólo adorar, sino
imitar también a los demonios, que principalmente intentan seducirnos; porque
así como los demonios no pueden poseer sino a los que han engañado, así también
los príncipes, no digo los justos, sino los que son semejantes a los demonios,
lo mismo que sabían era mentira y vanidad con nombre de religión, como si fuera
verdad lo persuadieron al pueblo, pareciéndoles que de este modo estrechaban más
en él el vínculo de la unión civil, para tenerle así obediente y sujeto; y con
tal traza, ¿cómo el flaco e ignorante podría evadirse a un tiempo de los engaños
de los príncipes y de los espíritus infernales?
CAPITULO XXXIII. Que todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por
el decreto y potestad del verdadero Dios
Aquel gran Dios, autor y único dispensador de la felicidad, esto es, el Dios
verdadero, es el único que da los reinos de la tierra a los buenos y a los
malos, no temerariamente y como por acaso, pues es Dios y no fortuna, sino según
el orden natural de las cosas y de los tiempos, que es oculto a nosotros y muy
conocido a El, al cual orden de los tiempos no sirve y se acomoda como súbdito,
sitio que El, como Señor absoluto, le gobierna con admirable sabiduría, y como
gobernador le dispone; mas la felicidad no la concede sino a los buenos, por
cuanto ésta la pueden tener y no tener los que sirven; pueden también no tenerla
y tenerla los que reinan, la cual, sin embargo, será perfecta y cumplida en la
vida eterna, donde ya ninguno servirá a otro; y por eso concede los reinos de la
tierra a los buenos y a los malos, para que los que le sirven y adoran y son aún
pequeñuelos en el aprovechamiento del espíritu no deseen ni le pidan estas
gracias y mercedes como un don grande y estimable. Y éste es el misterio del
Viejo Testamento, en donde estaba oculto y encubierto el Nuevo, porque allí
todas las promesas y dones eran terrenos y temporales, predicando al mismo
tiempo, aunque no claramente, los que entonces eran inteligentes y espirituales,
la eternidad que significaban aquellas cosas temporales, y en qué dones de Dios
consistía la verdadera felicidad.
CAPITULO XXXIV. Del reino de los judíos, el cual instituyó y conservó¿ el que es
sólo y verdadero Dios, mientras que ellos perseveraron en la verdadera religión
Para que se conociese también que los bienes terrenos, a que sólo aspiran los
que no saben imaginar con más utilidad espiritual, estaban en manos dcl mismo
Dios, y no en la multitud de dioses falsos (los cuales creían los romanos antes
de ahora se debían adorar), multiplicó en Egipto su pueblo, que era en número
muy corto, de donde le sacó libre de la servidumbre con maravillosos prodigios y
señales; y, con todo, no invocaron a Lucina aquellas mujeres, cuando para que,
de un modo admirable, se multiplicasen e increíblemente creciese aquella nación,
las fecundó; él fue quien libró sus hijos varones; él fue quien los guardó de
las manos y furia de los egipcios, que los perseguían y deseaban matarles; todas
sus criaturas, sin la diosa Rumina, mamaron; sin la Cunina estuvieron en las
cunas; sin la Educa y Potina comenzaron a comer y a beber, y sin tantos dioses
de niños se criaron; sin los dioses conyugales se casaron, sin invocar a Neptuno
se les dividió el mar y concedió paso franco, y anegó, tornando a juntar sus
ondas, a los enemigos que iban en su seguimiento; ni consagraron alguna diosa
Manina cuando les llovió maná del Cielo, ni cuando, estando muertos de sed, la
piedra herida con la misteriosa vara, les brotó abundancia de agua, adoraron a
las ninfas y linfas; sin los desaforados misterios de Marte y de Belona
emprendieron sus guerras; y aunque es verdad que sin la victoria no vencieron,
mas no la tuvieron por diosa, sino por un beneficio singular de Dios. Tuvieron
mieses sin Segecia; sin Bobona bueyes; miel sin Melona; pomos y frutas sin
Pomona; y, en efecto, todo aquello por lo que los romanos creyeron debían acudir
a suplicar a tanta turba de falsos dioses, lo tuvieron con mucha más bendición y
abundancia de la mano de un solo Dios verdadero; y si no pelearan contra El con
curiosidad impía, acudiendo como hechizados con arte mágica a los dioses de los
gentiles y a sus ídolos, y, últimamente, dando la muerte a Cristo, perseveraran
en la posesión del mismo reino, aunque no tan espacioso, pero sí más dichoso. Y
si ahora andan tan derramados por casi todas las tierras y naciones, es
providencia inescrutable de aquel único y solo Dios verdadero, para que, viendo
cómo se destruyen por todas partes las estatuas, aras, bosques y templos de los
falsos dioses, y se prohíben sus sacrificios, se prueba y verifique por sus
libros mismos lo propio que muchos tiempos antes estaba profetizado, porque
leyendo en los nuestros no piensen acaso que es invención y ficción nuestra;
pero lo que se sigue es necesario que lo veamos en el libro siguiente..